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El derecho a disentir

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Parece que prevalece el insulto sobre el razonamiento

Gaceta de los Negocios

La polémica sobre la ampliación del aborto sería una magnífica oportunidad para que la sociedad revise las razones que las diversas posturas defienden frente a este asunto. Sin embargo, parece que prevalece el insulto sobre el razonamiento, y en lugar de contestarse Almudi.org - Emilio Chuviecolos argumentos, se intenta vaciar de sentido a quien los pronuncia.

El olímpico desprecio que varios medios han prestado al “Manifiesto en defensa de la vida del no nacido”, es un buen ejemplo de lo que estoy diciendo. Pocas veces hay un consenso académico tan amplio, y apenas el escrito se ha diluido en diversos medios entre descalificaciones a la Iglesia, que nada ha tenido que ver en su preparación, y ni tan siquiera ha merecido su publicación íntegra.

A mi modo de ver un motivo de especial preocupación en esta polémica es el intento de anular a quien no considera el aborto como un progreso de la Humanidad, con el argumento de que nadie puede imponer sus convicciones religiosas a los demás, y menos aún en un estado laico.

En ese planteamiento, cualquier opinión que exprese una persona creyente, tenga o no que ver con sus convicciones religiosas, sería sospechoso de fundamentalismo religioso, y por tanto habría que rechazarlo, incluso legalmente. En definitiva, quien no se declare ateo convencido, no tiene ningún derecho a opinar sobre aspectos que refieren a la vida pública.

Vayamos por partes. En primer lugar, cuando un creyente de cualquier credo religioso ofrece su opinión sobre problemas sociales que afectan también a personas no creyentes, lo hace inspirado en que sus convicciones son válidas para todo el mundo. Cuando un creyente opina que el aborto o la manipulación de embriones humanos son negativas para la sociedad, lo hace movido por unas razones que considera válidas para el resto de los ciudadanos, pues no son específicos de su práctica religiosa.

Sería absurdo que algún católico planteara regular legalmente la asistencia a la misa dominical o las vigilias cuaresmales, pues ahí sí estaría tratando de imponer sus convicciones religiosas a los demás, pero cuando propone soluciones a problemas sociales de interés general, que afectan a personas creyentes o no, su opinión es tan valiosa como la de cualquier otro ciudadano.

Tanto derecho tiene a opinar quien tiene convicciones religiosas, como quien tiene convicciones ateas. El estado se declara neutral en este terreno, y, por tanto, debería admitir tanto unas como otras.

En segundo lugar, no puede descalificarse el razonamiento de una persona simplemente porque sea creyente. Las opiniones de un creyente afectan a muchos aspectos, en los que puede o no estar de acuerdo con otros creyentes, y por tanto sus planteamientos son tan respetables como las de cualquier otro ciudadano.

Los que defendemos toda vida humana, no lo hacemos únicamente por convicciones religiosas, sino éticas, filosóficas y biológicas. Hay muchos ateos que tampoco son partidarios del aborto. Las convicciones religiosas no son el fundamento de la postura pro-vida, pues no se dan razones teológicas para defender esa postura, sino otras de índole social, biológico y ético.

Imaginemos que la Iglesia católica prohibiera fumar a sus miembros. Eso no supondría que, a partir de ese momento, cualquier persona que criticara el tabaco lo hiciera por convicciones religiosas, ni tampoco que cualquier ciudadano, católico o no, que impulsara una legislación anti-tabaco fuera un fundamentalista religioso porque pretendería convertir un pecado en una prohibición legal, saltándose la neutralidad religiosa del Estado. Si la crítica del tabaco se hace sobre argumentos de salud pública, médicos y sociales, y no sobre razones teológicas, cualquier persona tiene perfecto derecho a presentarlos como una alternativa válida para todo el mundo.

Es claro que la actitud ante el tabaco no es una cuestión religiosa, como no lo es la defensa de la vida humana. No se puede discutir del fondo de un asunto, cuando no se concede al oponente el derecho a disentir, cuando no se analizan sus razones, sino su adscripción ideológica.

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