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Una muerte digna

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“Espero que los españoles no tengamos que hacer viajes al exterior para asegurar, de verdad, una muerte digna”

AnalisisDigital.com

A finales de los años 70, me encontré en Roma con Cécile, una amiga holandesa; me contó que le había telefoneado una tía suya desde Colonia. Había viajado a esa ciudad al sentir que su Almudi.org - Elisa Luque Alcaideenfermedad —padecía Parkinson— iba avanzando. Escapaba, le comentó, de una posible hospitalización en su país. Holanda era entonces la única nación en que la eutanasia estaba legalmente autorizada. La tía de Cécile no se fiaba de que en cualquier momento la “aplicaran” sobre ella.

Por esos años en toda la geografía de nuestro país se escuchaban grandes discursos pacifistas que, desde el 68, alzaban el tono con intensidad progresiva. Se destacaba que la Historia de España había estado transida de guerras. Se denigraban desde los ocho siglos de la Reconquista —curiosamente sin aludir a la conquista arrasadora musulmana que la había ocasionado—, hasta la guerra del 36. Un conocido escritor escribió una novela sobre la última contienda titulada “Un millón de muertos”. Era un clima progresista que denigraba la muerte y sostenía el derecho a vivir.

Cuarenta años después, tras el “éxito” de la Ley Aído, el Parlamento andaluz ha aprobado la llamada “ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte”, que introduce de modo sutil la sedación terminal a la carta. Con ello se ha dado el primer paso al reconocimiento legal de la eutanasia en nuestro país. Es de agradecer que, al menos, el grupo parlamentario del Partido Popular ha votado en contra de tres artículos: dos para que se reconociera el derecho a la objeción de conciencia a los que debían aplicar la sedación, y uno para que los comités de ética de los hospitales garantizasen la libertad de conciencia del personal hospitalario.

Hoy la muerte avanza con disimulo en el espacio de nuestras tierras. La sociedad la “maquilla” para los vivos. Los tanatorios la alejan de los hogares, hablar de ella se considera de mala educación, la propaganda pregona elixires —regímenes, deportes, productos de belleza, intervenciones quirúrgicas— que prometen la “eterna juventud”. Por contraste, la cultura oficial la promueve para quienes les parece que estorban y no presentan resistencia: los niños aún no nacidos, que no pueden llorar para defender su derecho a vivir, y los ancianos o enfermos terminales, que no tienen fuerzas para suplicar que les dejen vivir y sufrir para llegar limpios al abrazo del Dios que les espera.

Hay que reconocer que es duro y esforzado el trabajo del gobierno que hoy detenta el poder en esta España, para introducir en nuestro país la cultura de la muerte. El pacifismo defensor de la vida se ha dejado en el trastero. Las guerras, que existen, también se “maquillan” y se les cambia de nombre. La muerte del no nacido se transforma de asesinato en “derecho de la madre” a quitárselo de encima. La muerte del anciano o del enfermo que estorba se transforma en el “derecho a una muerte digna”.

Recordando a la tía de mi amiga Cécile, espero que los españoles no tengamos que hacer viajes al exterior para asegurar, de verdad, una muerte digna; esto es, una muerte aceptada con serenidad, sabiendo que es un paso que nos abrirá un horizonte espléndido en el que nos espera el mismo Dios que nos ha traído a la existencia. Es, a la vez, urgente traer a nuestra cultura el auténtico sentido de esa muerte digna.

Elisa Luque Alcaide. Instituto de Historia de la Iglesia, Universidad de Navarra

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