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Algunas vivencias junto a don Javier Echevarría

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Escrito por Pablo Cabellos Llorente
Publicado: 23 Diciembre 2016

Siempre lo he visto con deseos de vivir por mejor servir a los demás, y sin ningún susto ante la muerte; sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte

El mejor poema de Quevedo y sobresaliente en el ancho de la literatura castellana, canta así sus primeros compases: Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare al blanco,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera;/ mas no, de esotra parte, en la ribera,/ dejará la memoria en donde ardía:/ nadar sabe mi llama el agua fría,/ y perder el respeto a ley severa. El poeta, por amor, desea vivir la muerte. Guarda una cierta afinidad con el “Vivo sin vivir en mi” de Teresa de Jesús.

He traído este soneto incompleto para narrar algunas vivencias junto a Monseñor Echevarría, porque siempre lo he visto con deseos de vivir por mejor servir a los demás, y sin ningún susto ante la muerte. Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me lleve al blanco. Había perdido el respeto a la ley severa sabiendo nadar su llama en agua fría. Para ser honrado, también he deseado elaborar esta introducción para que sea un marco de lo que sueño sin que se convierta en un simple anecdotario.

Un día de suerte para mí fue el 23 de agosto de 1963. Ha llovido mucho desde entonces, pero de una sola tacada conocí a San Josemaría Escrivá, el Beato Álvaro del Portillo y Don Javier Echevarría que entonces era secretario de Monseñor Escrivá de Balaguer. Uno tras otro han dirigido el Opus Dei hasta la pasada fiesta de la Virgen de Guadalupe en la que, inesperadamente, se desató el alma suya, como escribía Quevedo. Aquel día de agosto, D. Álvaro y D. Javier apenas participaran en la larga sesión que tuvimos con el fundador del Opus Dei. Hubo canciones, nos narró acontecimientos de la historia de la Obra, se dirigía a las personas no españolas que había allí para preguntar por asuntos concretos o para narrarles sucesos y eventos de sus países. Aquí, lo importante fue el silencio.

Siendo D. Álvaro del Portillo  Prelado de la Obra se acercó en una ocasión a vernos en un curso que tenía lugar en Torreciudad. La tertulia era en un patio. Me quedé detrás, junto a D. Javier. Un sacerdote hizo una consulta e inmediatamente me preguntó: ¿Quién es? Su memoria excepcional le ayudaba a conocer por sus nombres a todos los sacerdotes. Vio que algo fallaba. Al decirle que era Luis Baturone, comprendió: Luis se había ordenado sin haber pasado por Roma: la memoria en donde ardía. Dando marcha atrás, recuerdo una ocasión en la que le llevaba en coche para regalar a alguien una botella de Fundador, entonces al menos, muy apreciado entre los italianos. La dirección estaba en la plaza de Correos de Roma. Estábamos al lado, pero para obrar correctamente con la señalización de tráfico había que dar una buena vuelta. Yendo por donde los tranvías, era inmediato. Propuse hacer esto y me dijo: lo que hagas estará bien. Y lo hice. Perdí el respeto a la ley severa, no a la de la muerte, pero si a la del tráfico.

Un particular cariño mostró por Xabec, una obra corporativa del Opus Dei, dedicada a la formación profesional en el barrio de Orriols. Allí conoció a Garva, un musulmán con el que trabó una animada conversación. De hecho, Garva tenía el propósito de visitarle en Roma. El Director de la Escuela estuvo recientemente con Monseñor Echevarría y le preguntó por Garva. Otra vez su fantástica memoria, que pienso aplicaba primordialmente sobre las personas. Tal vez, por no querer quedar bien, le gustaba contar sus errores o despistes con San Josemaría. Uno: estaban en el mismo despacho y sonó un teléfono. Breve conversación y pregunta de Escrivá: ¿qué pasa? Repuesta: pedían un coche para llevar a uno a urgencias. −¿quién es?, ¿qué le pasa? No sabía. Indicación inmediata: −pues llama y entérate porque te importa.

No puedo dejar de narrar su amable persecución para que yo dejara de ser un fumador empedernido. Muchas veces me hizo la misma pregunta: ¿en cuántos estás? Yo respondía con la verdad: unos 30. En una ocasión comíamos en el Colegio Mayor Albalat. Había venido con D. Álvaro para asistir al funeral de D. Miguel Roca, Arzobispo de Valencia y gran amigo de Monseñor del Portillo. Pues en mitad de la comida −siempre con una sonrisa pícara−, la consabida pregunta. Intervino D. Álvaro: hijo mío, tú sabes que yo he fumado, pero fumar es quemar el dinero. Ni por esas, pero sí puedo decir que cuando decidí dejar el tabaco, me encomendé con éxito a D. Álvaro al recordar este suceso.

Para asistir en Murcia a un Congreso Eucarístico Universitario, fuimos a recogerlo al aeropuerto de Alicante. Los dos primeros que le saludamos nos fuimos hacia atrás y comentamos imprudentemente: ¡qué cansado está el Padre! Apenas podía apretarnos la mano al saludarnos. Cuarentaiocho horas después, en el mismo lugar, después de dos jornadas agotadoras, se le veía pletórico. El secreto era la gente, buscar a Dios para las personas, pensar en sus insuficiencias. Quizá se resume en sus postreras palabras: rezo por la fidelidad de mis hijas y de mis hijos.

Pablo Cabellos Llorente, en lasprovincias.es.

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