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Escrito por Pablo Cabellos Llorente
Publicado: 27 Junio 2012
Un notable documento con las cifras que la Iglesia Católica ahorra al Estado Español

Las Provincias

El señorío implica no hacer alarde del bien que se practica pero, en ocasiones, hay que decirlo, porque todavía hay quien cree que el Estado mantiene a la Iglesia…

Con este título, tanto en texto como en PowerPoint, circula un notable documento con las cifras que la Iglesia Católica ahorra al Estado Español. Los números son elocuentes y van desde 5.141 centros de enseñanza que ahorrarían al Estado unos tres millones de euros por centro, pasando por 107 hospitales cuyo ahorro sería de ciento cincuenta millones por clínica, o 105 asilos, dispensarios, atención a minusválidos o terminales con un gasto evitado al erario público de cuatro millones de euros por entidad, y habría que continuar por Caritas, Manos Unidas, centros para marginados, etc. Por si sirve: Rouco cobra 1.150 euros al mes, y un sacerdote entre 800 y 900.

      La Iglesia no acostumbra a pasar factura de sus tareas altruistas, para creyentes o no. Tampoco de las realizadas por muchos católicos a título personal o asociados con otros, pero movidos indudablemente por su fe, por el mandamiento del amor. Seguramente porque, a pesar de las miserias humanas, se empeña en practicar aquello que expresa tan bellamente san Jerónimo: quien es esclavo de las riquezas, las guarda como esclavo; pero el que sacude el yugo de la esclavitud las distribuye como señor. Ese señorío implica no hacer alarde del bien que se practica pero, en ocasiones, hay que decirlo, porque todavía hay quien cree que el Estado mantiene a la Iglesia, y que debe reclamarle impuestos cuya exención está prevista en los Acuerdos con la Santa Sede, exención que también afecta a otras muchas entidades.

      Precisamente, ha sido el jefe de un partido político o sindicato —me da igual— el que ha reconocido que, en su Autonomía, no paga IBI ninguna de sus sedes, pero lo encuentra razonable porque son de interés público. Y aquí también hay algo que saber y es muy sencillo: son muchos los ciudadanos cuyo interés por la religión es mayor que el suscitado por partidos o sindicatos del signo que sean. Basta pensar en los asistentes a la misa dominical, un número mucho mayor que el de afiliados a cualquiera de esas entidades. Dicho con toda paz y sin ánimo de agravio alguno, pero ¡ya está bien! de considerar la religión como algo privado. Cierto es que nadie es obligado a ninguna práctica religiosa, como tampoco es forzoso pertenecer a una ONG, sindicato, partido, etc. Es más, son muchos los que consideran que si el Estado tiene como misión velar por el bien común, sin la más mínima duda, parte importante del mismo es lo relacionado con la fe.

      La Iglesia ha ido escapando del confesionalismo que coarta la libertad y la ata al gobierno de turno. Quedan uno o dos estados confesionales. También por ese motivo —aunque el primero y principal sea el amor—, la Iglesia huye de pasar factura, no desea que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda, por expresarlo con frase evangélica. No tiene 365 centros para atender a cincuenta y tres mil personas marginadas —que evitan al Estado un gasto de medio millón de euros por centro— para irlo contando por ahí; ni pasa cuenta del costoso mantenimiento de su patrimonio artístico que paga en un ochenta por ciento. Pero aún queda gente que ve ese patrimonio como "las riquezas de la Iglesia", cuando es bien sabido que son una fuente grande de atracción turística y un bien del que dispone todo el país. Sin embargo, no nos da ninguna vergüenza decir que también son para el culto de Dios, asunto de mucho interés general puesto que son millones de personas los que, con más o menos frecuencia, participan de él. En cualquier caso, esa "riqueza" cuesta entre treinta y dos y treinta y seis millones de euros por año.

      Siempre que sea necesario estamos dispuestos a "poner la otra mejilla", pero sin que tal actitud suponga una dejación de deberes o derechos que nos corresponden por estricta justicia. Con nuestros haberes, fruto de nuestro sudor y de nuestro trabajo —escribió Casiano— debemos ayudar a los necesitados, sin dudar ni escondernos para expresar que Dios es la primera necesidad del hombre y, cuando desaparece de nuestro horizonte, queda la vida con bien poco sentido.

      Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en buscar la santidad. No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan. Estas palabras de san Josemaría Escrivá nos sitúan en el punto justo: porque la santidad exige amor a Dios y a los hombres, una dedicación que se traduce en conducta, nunca puede ser algo meramente interior. Es más, no sería buen católico aquel que ocultase arteramente su condición en un ambiente no favorable, ni tampoco el que se aprovechase de un clima favorable, ni el que no traduce su fe en obras.

      Se ha repetido hasta la saciedad la frase evangélica: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pues eso

Pablo Cabellos Llorente

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