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Un amor de niño

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Escrito por María Martínez
Publicado: 25 Julio 2012
La Causa de canonización del doctor Jérôme Lejeune llega a Roma

Alfa y Omega

En el año 1972, Francia empezó a debatir sobre el aborto eugenésico. Un pequeño paciente con síndrome de Down entró en la consulta del médico e investigador francés Jérôme Lejeune. Llorando, se le colgó al cuello y le suplicó: «Quieren matarnos. Tienes que defendernos». Y así lo hizo, sacrificando todo por ‘sus niños’. Para ello −cuenta su hija Clara, en ‘La dicha de vivir’−, sacó la fuerza de su fe, de su amor «sencillo y confiado a Jesús, un amor de niño»

      «En el corazón de Notre-Dame, avanza Bruno, un ‘trisómico 21’. En la oración universal, ante la sorpresa general, toma el micrófono. Con voz alta y clara, dice: Gracias, profesor, por lo que ha hecho por mi padre y mi madre. A usted le debo sentirme orgulloso de mí».

      Ocurrió en 1994, durante el funeral del investigador francés Jérôme Lejeune, y lo relata su hija Clara, en La dicha de vivir. Jérôme Lejeune, mi padre (ed. Rialp). La misma Notre-Dame acogió, el 11 de abril, la clausura de la fase diocesana de su Causa de canonización. Si llega a buen puerto, la Iglesia elevará a los altares a uno de los mejores científicos franceses del siglo XX. A él se debe el descubrimiento de que la causa de diversos síndromes, como el de Down, es un trastorno cromosómico. Pero su objetivo no era destacar como científico; sólo investigaba por necesidad, «porque, para intentar curar a sus pacientes, tiene que saber. Es por ellos por quienes pelea».

      Al mismo tiempo que investiga para curar el síndrome de Down, atiende a sus pacientes durante horas. Los llama por su nombre, escucha las inquietudes de los padres, y les da todas las explicaciones necesarias, hasta que se quedan tranquilos. Desgraciadamente, sus desvelos no son capaces de acabar con el estigma de estos niños, a quienes muchos médicos seguían llamando monstruos.

      En 1972, se abre en Francia el debate sobre el aborto eugenésico. Por aquel entonces, un niño entra en su consulta «llorando desconsoladamente. Se cuelga del cuello de mi padre y le dice: Quieren matarnos. Tienes que defendernos. Nosotros no podemos, porque somos demasiado débiles. Desde ese día, papá emprenderá una defensa incansable del niño no nacido». Después de hablar en la ONU en defensa de los no nacidos, «escribe a mamá diciéndole: Esta tarde he perdido el Premio Nobel». A cambio, recibió otro honor que le enorgullecía más: ser nombrado primer Presidente de la Academia Pontificia para la Vida por su amigo Juan Pablo II, que le llamaba Hermano Jérôme.

Todo lo extraía de la fe

      «De niños —recuerda Clara—, nuestro padre fue un hombre honorable, un sabio genial que las élites se disputaban. En nuestra adolescencia, se convirtió en un apestado. No obstante, nada fue capaz de acabar con la alegría de la familia, con el cariño de mi padre a sus pacientes, con su lucha por sanarlos. Supo de la traición de los amigos, del acoso de la Administración. Si sufrió, jamás dio muestra de ello. Ante las afrentas decía con una sonrisa: “Como no lucho por mí, no me preocupa que se metan conmigo”. Nos enorgullecíamos de él. Su valor, su paciencia, la falta de afán de venganza significaron una extraordinaria educación para la vida».

      Todo esto nacía de su fe. «En un alma tan profunda y tan clarividente, su amor sencillo y confiado a Jesús, un amor de niño, resultaba sorprendente. Vivía la fe arraigada en su carne, y de ella extraía el coraje, la bondad, esa mirada atenta a los demás y, sobre todo, la falta de temor. ¿Qué se le puede hacer a un hombre que no desea nada para sí mismo?».

      De lo que aprendieron de él, Clara destaca «el regalo más preciado que un padre puede conceder a sus hijos: saberse amado, infinitamente amado, por el Dios de los vivos». Cada día, «después de cenar, nos reunía para la oración de la noche. Era la ocasión de hablar con él a corazón abierto. Los domingos asistíamos a misa en familia» y, «a pesar de sus muchas ocupaciones, nos acompañaba en nuestras peregrinaciones». Pocas horas antes de morir, quiso dejar a sus hijos un solo mensaje: «Estamos en las manos de Dios. A lo largo de mi vida lo he comprobado muchas veces. Los detalles carecen de importancia».

María Martínez

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