Como a menudo confundimos amor con enamoramiento, nos ayudaría profundizar en lo que significa amar y lo que es el amor auténtico
Todos nos sentimos que tenemos derecho a ser amados, pensamos que merecemos el amor, que después de todo lo que hemos hecho... Les pregunté a unos niños de catequesis si podemos exigir el ser amados y, con gran sencillez, respondieron que no. Con sus palabras expresaban que el amor debe ganarse.
Es muy frecuente culpar al otro del fracaso del amor: ya no me quiere, se ha ido con otr@, no era lo que creía, me ha decepcionado, esperaba más... Pienso que hay mucha superficialidad en estas afirmaciones. En lugar de buscar culpables, deberíamos encontrar soluciones. Como a menudo confundimos amor con enamoramiento, nos ayudaría profundizar en lo que significa amar, sabiendo que no hay vida plena y feliz sin un amor auténtico. La gran desgracia de la sociedad actual es haber abaratado el amor, haber renunciado a amar y conformarse con un montón de sucedáneos. Muchos habrán olvidado el pseudo café de “calcetín” hecho con malta tostada, que era todo menos café.
¿De qué amor estamos hablando? Del que deseamos, del que anhelamos; del que, cuando lo experimentamos, nos llena de felicidad y nos hace sentir agradecidos, del que pensamos que no merecemos. El amor es don y tarea, es tan grande que es divino. Es el que nos hace mejores, el que saca lo bueno que llevamos dentro, que es mucho. Lo vivimos en muchos ámbitos de nuestra vida: en la familia con el amor conyugal, paterno-filial y fraternal; en la amistad y en nuestra relación con Dios.
Aunque el amor es un don, un regalo del que no somos dignos, también es una tarea: podemos facilitarlo, hacernos amables. Amable es quien ama, quien siente amor y, por ello, es complaciente, delicado y afectuoso; trata a los demás con ganas de complacer. La amabilidad auténtica, que no es mera educación, es el poder que Dios nos ha dado para abrir los corazones duros, conquistar las almas obstinadas y llevarlas a una comprensión de Sus propósitos.
San Juan de la Cruz afirmaba: “Pon amor donde no hay amor, y encontrarás amor.”
La esencia del amor está en el sacrificio. Sin cruz, sin entrega, sin dolor, es imposible amar. Cuando falta este horizonte, lo fácil es decir que se ha acabado e ir en busca de sucedáneos.
“Hijos, todavía estoy un poco con vosotros... Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros”, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy. También leemos en la misa de este domingo: “Mira, hago nuevas todas las cosas.”
Se trata de una revolución, de dar un vuelco a nuestras vidas y valores, de dejar de exigir el amor y ganarlo, de hacernos dignos de él.
Un valor que nos puede ayudar en ello es cultivar la amistad, también en el ámbito conyugal y en el noviazgo. C.S. Lewis decía que imaginamos a los enamorados mirándose cara a cara, mientras que a los amigos los vemos uno al lado del otro, mirando hacia adelante, hacia algo que hacer, que alcanzar juntos. Un amigo no solo quiere a su amigo, sino que quiere con él; se apasiona por sus actividades, proyectos e ideales valiosos”, nos recuerda Ricardo Calleja.
Los esposos deben cultivar la amistad mutua, ser amigos de modo que, al pasar los años y al enfriarse el enamoramiento, el amor de amistad sirva de acicate al conyugal. Es una pena la falta de comunicación entre los esposos y las pocas cosas que terminan teniendo en común.
Dice Calleja: “La amistad se consolida también compartiendo tareas domésticas como decorar, cocinar, hacer bricolaje, jardinería y, por supuesto, en medio de la práctica de algún deporte, excursiones, juegos y otras aficiones. Todas estas actividades son ocasión de disfrutar en compañía, y allí crecen poco a poco la confianza y la apertura mutua hacia otras dimensiones de la propia vida. Al final, es difícil –e incluso, tal vez, innecesario– saber si hacemos todas estas cosas para estar con nuestros amigos o si tenemos amigos para hacer cosas buenas con ellos.”
Hacernos amables también tiene mucho que ver con la convicción de que somos limitados, al igual que los demás. Esto nos lleva a ser cuidadosos, a procurar no ofender, a comprender, pedir perdón y perdonar. La buena educación siempre ha hecho amables a las personas: las buenas maneras y palabras, el dar las gracias, el pedir las cosas por favor, el evitar los gritos y los insultos.
Debemos esforzarnos en no herir a nadie, y mucho menos a aquellos a quienes queremos y con quienes tenemos confianza. Con sinceridad, podríamos preguntarnos si facilitamos la convivencia con quienes nos rodean, si se sienten a gusto y queridos con nosotros, si nos ganamos su amor.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es
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