Este fin de semana hemos tenido ocasión de observar dos maneras de estar y manejarse en la vida. Dos maneras radicalmente distintas. Una, que es muy evangélica y la otra que nos recuerda cuál fue el pecado del primer hombre, el que nos condenó a vivir en un mundo en desorden
Este es el artículo de cuantos he escrito, que creo va a generar más disensión de opiniones. No por el tema, que da pie a pocas peleas intestinas —o así lo vivo yo—, sino sobre todo porque, quien lo escribe, tiene los conocimientos justos para hacer un comentario entre cervezas y hoy se aventura a escribir algo más largo. Y también porque aparecen en él no uno, sino varios deportistas/artistas, y no de uno, sino de varios.
En cualquier caso, listo para empezar a recibir los mandobles —seguramente justificados— de los amantes de las distintas disciplinas deportivas y artísticas, me dispongo a ello.
Este fin de semana hemos tenido ocasión de observar dos maneras de estar y manejarse en la vida. Dos maneras radicalmente distintas. Una, que es muy evangélica y la otra que nos recuerda cuál fue el pecado del primer hombre, el que nos condenó a vivir en un mundo en desorden.
Alcaraz, que ya había advertido hace poco al juez que una pelota que le habían dado por buena no lo era, aunque nadie había caído en ello, volvió a tener un gesto caballeresco. Lo primero que hizo después de ganar el Roland Garros fue deshacerse en elogios hacia su rival, Sinner. No escatimó palabras. Lo convirtió por unos minutos, ante la mirada atenta del mundo, en el protagonista.
Hace unas semanas, después de otra victoria, cuando la celebraba con su equipo en el vestuario, se percató de que al lado estaba el vestuario de quien había sido derrotado, y pidió silencio por respeto. Siguieron las fotos y los abrazos entre susurros. Un caballero. El mejor tenista del mundo. Con motivos suficientes para la vanagloria, pero es la humildad lo que a uno lo eleva.
En Las Ventas Morante salió por primera vez por la puerta grande, y son muchos quienes dudan de que lo mereciera. El propio Morante no estaba contento de su estocada, demasiado baja, a su modo de ver. Seguramente, si de él hubiera dependido, habría vuelto al hotel en taxi, pero el pueblo decidió llevarlo en volandas. Concretamente los jóvenes, miles de ellos —para que luego digan que los toros están al final de sus días—. Y él aceptó humildemente el honor que quiso rendirle el pueblo de Madrid llevándolo como estandarte de victoria hasta la puerta de su hotel.
Una vez más la humildad es la que hace grande a una persona, no la técnica.
Y el último ejemplo nos lo regaló la Liga de las Naciones, que enfrentó a Portugal con España. Cristiano Ronaldo se deshizo en elogios hacia Lamine Yamal, y le auguró y deseó un futuro brillante, lleno de éxitos. Algo que queda muy lejos de la imagen que han pretendido vendernos de Cristiano como un tipo soberbio, engreído y desprovisto de admiración hacia alguien que no sea él mismo.
Por su parte, Lamine, que tiene motivos suficientes para la alegría, pues todo apunta a que los deseos y pronósticos de Cristiano se cumplirán, decidió girarle la cara cuando le estrechó la mano, y abandonar antes que nadie el campo para no estar presente, a diferencia de sus compañeros, cuando Portugal celebraba el título.
Alcaraz lo celebró con los más pequeños, los recogepelotas, Morante con los más jóvenes, y Cristiano llorando como un niño. Uno puede ser una estrella, el mejor en su disciplina, pero si no tiene la humildad de un niño vivirá siempre muy lejos de la verdadera alegría, que no se demuestra con carcajadas y aspavientos sino con un corazón magnánimo.