Pensamos que, para cambiar la sociedad, para ser y hacer felices a los demás, se necesitan grandes medios, mucho dinero y poder; esto es un gran engaño
Estoy pasando unos días en el Santuario de Torreciudad, un lugar excepcional donde se conjugan a la perfección naturaleza, espiritualidad, silencio y descanso. A la entrada del comedor me he encontrado con unos frascos preparados para hidratarse, con diseño propio. La leyenda que invita a usarlos va precedida por esta frase: "Los grandes cambios están hechos de pequeños gestos". En este lugar cambió mi vida hace 44 años, por la imposición de manos del Cardenal Roger Etchegaray. Ese pequeño gesto me hizo sacerdote del Señor.
Pensamos que, para cambiar la sociedad, para arreglar tantos entuertos como hay, para ser y hacer felices a los demás, se necesitan grandes medios, mucho dinero y poder. Esto es un gran engaño. No son los poderosos, los gobernantes, ni las grandes instituciones internacionales quienes tienen en sus manos la marcha del mundo. Paseando por las poblaciones afectadas por la Dana, en la mía, encontré varias pintadas: "El pueblo salva al pueblo"; "Gracias, voluntarios". Uno de los mayores consuelos que tuvieron los miles de damnificados fue la pronta y generosa respuesta de los jóvenes. Otras ayudas prometidas siguen esperando.
Un buen ejemplo, un pequeño gesto, una sonrisa, un detalle, pueden cambiar mucho, hacer un gran bien. Nos pueden paralizar las dificultades, el mal ambiente, nuestras miserias –en ocasiones rastreras–. La presencia del mal, su fealdad y hedor, asusta, da miedo: atrofia, estorba, inmoviliza. En muchas ocasiones, su presencia lo llena todo, como una gran telaraña que te atrapa a la espera de la mortal picadura del arácnido.
El Evangelio nos presenta la virtud de la humildad: "Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado".
Esta virtud, bastante olvidada y desfigurada, parece propia de tontos y débiles, y es todo lo contrario: nadie es tan grande y poderoso como el humilde, quien sabe quién es. Dice el Prelado del Opus Dei: "Siempre, pero sobre todo ante situaciones difíciles que podrían llevar al desaliento, procuremos conocer y reconocer la verdad sobre nuestra vida personal. Para esto, como nos recomendaba nuestro Padre, seamos sinceros ante Dios, ante nosotros mismos y ante quienes nos pueden ayudar en nuestra vida espiritual".
Este amor a la verdad, esta sinceridad, está unido a la humildad, que es "la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza" (Amigos de Dios, n. 94). Cuando nuestra miseria se nos haga más presente, procuremos considerar también nuestra grandeza: la de ser, en Cristo, hijos de Dios. Entonces será también la humildad –verdad– la que nos lleve a recordar que "si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8, 31).
Es probable que no seamos capaces de protagonizar grandes hazañas, pero nada nos impide llenar nuestra existencia de humildes gestos. Estos compensan con creces nuestras limitaciones. Una nación no es rica por sus muchos recursos naturales, sino por el trabajo sacrificado de sus habitantes, por la solidaridad entre ellos, por el cuidado de los más débiles. Esto la engrandece. El trabajo visto como servicio; el respeto a los otros; la justicia y la verdad; el sabernos hijos de Dios y bajo su cuidado, hacen prosperar una sociedad.
Quien se sabe frágil, se cuida, no se asombra de la debilidad del otro, perdona y pide perdón. No busca figurar: evita el postureo. No son las palabras, sino los hechos lo que cuentan: menos declaraciones de intenciones y más servicio. Menos buscarse a sí mismo y más pensar en los demás. Dar sin buscar recompensa. Recuperar la cultura del esfuerzo.
Nos preocupa la estabilidad familiar, la educación de la juventud, la integración de los inmigrantes sin perder nuestra identidad, la conservación de la naturaleza. La política nos desconcierta. Que esto no nos paralice. Cuidemos las tareas del hogar, la corrección en el trato, los detalles de cariño. Procuremos ser justos, volvamos a familiarizarnos con la verdad y la belleza. Metamos a Dios en nuestras vidas y en la sociedad. Sonriamos. Son pequeños gestos que no pasan desapercibidos. Cambian una vida, un hogar, el mundo.