Dar gracias es más que cortesía: es una forma de reconocer la belleza del otro, de afirmar que no estamos solos
El sentimiento de gratuidad escapa a las leyes de la producción, a la lógica del rendimiento, al puro mercadeo. Dar las gracias presupone ser consciente de haber recibido un trato de favor, un servicio inmerecido, un especial cuidado. Quien escucha ese “gracias” advierte que el otro reconoce el bien recibido y lo valora. A todos nos gusta tratar con personas agradecidas.
Sentirse agradecido es camino de felicidad; es ser consciente de ser querido: alguien se ha fijado en mí, me ha sentido importante para él. Me respeta y me valora. En cambio, pensar que todo me es debido, que me lo merezco, es encerrarse en un espejismo de derechos incumplidos y de continua reivindicación. La caricatura del agradecido es amable y risueña; la del otro, triste y envarada.
Dar gracias es más que cortesía: es una forma de reconocer la belleza del otro, de afirmar que no estamos solos, que algo nos ha sido dado. En palabras de Benedicto XVI, la gratitud es una forma de abrirse al misterio del don, de aquello que no se puede exigir ni producir, solo recibir.
La gratitud es una actitud existencial, un modo de vivir y de sentir. Es característica de quien no se sabe solo, de quien es consciente de ser uno más, de no ser el “ombligo” del mundo. Decía Chesterton: “El agradecimiento es la forma superior del pensamiento, la alegría redoblada por el asombro”.
La ingratitud es uno de los mayores pecados, porque supone ignorancia, ceguera intelectual, desconocimiento de la realidad. El ingrato, además de ser desagradable, es profundamente injusto. No reconoce que muy pocas cosas le son debidas, se ensalza a sí mismo y no valora a los demás. La falta de sentido común, la deformación cultural e histórica, el desconocimiento de la realidad nos transforma en activistas identitarios, en eternos reivindicadores.
Vivimos en tiempos de alerta. Nos dicen que hay que estar woke, despiertos ante las injusticias, atentos a las heridas del mundo. Y sí, despertar es necesario. No podemos vivir dormidos frente al dolor ajeno, frente a las exclusiones que se repiten. Pero corremos el riesgo de ser unos “espabilados”: demasiado despiertos para lo nuestro y ciegos ante los demás. La ingratitud es también camino de cancelación, de anular al otro.
Cuando en la vida familiar todo son exigencias, derechos y reivindicaciones, se está faltando a la justicia. Es muy improbable que el otro lo haga todo mal. Es señal de debilidad personal. Se encienden entonces los indicadores de que algo va mal en mi interior.
El Evangelio narra la curación de diez leprosos: “Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús: –¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”. El Hombre más paciente del mundo, Jesús, echa de menos el agradecimiento de los otros nueve curados.
Pensemos si somos personas agradecidas. Si habitualmente damos las gracias por los pequeños servicios recibidos, por los detalles de atención. ¿Pensamos en los demás?
Con cierta frecuencia aparcamos el vehículo en un patio de la judería. Es una calle estrecha y muy transitada por todo tipo de personas, mayoritariamente turistas: gente que pasea por la ciudad con poco qué hacer. Pues supone toda una hazaña. Mientras intentas, marcha atrás, que el coche pase por el estrecho portalón, hay que esperar que nadie se cuele por detrás. No son conscientes de la difícil operación: solo piensan que la calle es suya, que el peatón tiene todos los derechos. Pocos son los que esperan unos segundos. Así es la vida: derechos y más derechos.
Demos gracias siempre: por la vida recibida, por el sol y la luna, por la belleza del firmamento; por aquellos que nos acompañan, por la luz que irradian y por los silencios compartidos; gracias por quienes nos cuidan y también por quienes nos molestan, recordándonos que no somos más que lo que somos. La gratitud es señal de felicidad, es semilla que hace que esta florezca. El sentido de agradecimiento nos dispone a recibir más gracias, nos abre aún más a la acción de Dios y al favor de los demás.