Muchos de los defensores de los derechos de los oprimidos podrían ampliar su defensa de la vida a otro grupo sumamente frágil: los niños no nacidos
Es un dicho popular que se aplica a quien le toca decir las verdades como son, aunque sean desagradables de escuchar. Un amigo suele decirme que ya no quedan profetas, que nadie se atreve a cantar las verdades, a decir lo que es obvio y que, en el fondo, todos saben, aunque prefieren mirar hacia otro lado.
Estos días celebramos la paz entre Israel y Palestina. Gracias a Dios, los rehenes han vuelto a sus casas. Los niños podrán alimentarse. Parece que nos espera una larga y provechosa tregua. Hay que aplaudir a quienes lo han logrado, nos guste su rostro o no. Pero quería fijarme en algo que precedió a la paz: las múltiples manifestaciones en favor del pueblo palestino y la curiosa flotilla.
Muchos de los defensores de los derechos de los oprimidos, de quienes condenan el genocidio, podrían ampliar su defensa de la vida a otro grupo sumamente frágil: los niños no nacidos. Son un colectivo débil, inocente, lleno de posibilidades, capaz de recibir mucho cariño y de derrochar amor y alegría.
Hace unos días, el obispo de Getafe bautizó a 17 niños salvados del aborto. Ahora basta con dejarles que crezcan y se desarrollen. Esos niños son el futuro de nuestra sociedad, serán quienes la hagan mejorar, se encarguen del relevo generacional y también quienes nos cuiden.
Hay quienes están empecinados en imponer el aborto como un derecho constitucional. En Francia ya lo han logrado, y no parece que les esté yendo demasiado bien. La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, afirmó: “Un ser vivo, claro, lo que no podemos hablar es de ser humano porque eso no tiene ninguna base científica”. Ante la reacción de médicos y científicos, tuvo que matizar su afirmación.
Seamos sinceros: si estamos a favor de la vida, del cuidado de la tierra, si defendemos la naturaleza, comencemos por lo más urgente. La OMS estima que en el mundo se realizan alrededor de 73 millones de abortos al año. Esta cifra se calcula a partir de que, según los datos de la ONU, aproximadamente la mitad de los embarazos son no deseados, y seis de cada diez de estos terminan en un aborto inducido. Esto es un genocidio.
Dice el epidemiólogo Martínez-González: “La ciencia demuestra con claridad meridiana que la identidad biológica de un ser no se define por quien lo cobija o quien le proporciona alimento, sino por sus códigos personales e intransferibles, que son genéticos e inmunológicos. Todas y cada una de las células de esa nueva criatura traen su marca propia de fábrica en sus genes y sus proteínas. Tales códigos son distintos de los de su madre. El nasciturus no es parte del cuerpo de la madre. En pleno siglo XXI, no se puede afirmar que el feto o el embrión sean un simple tejido materno sin cometer una grave y directa agresión a la inteligencia”.
Termina el Evangelio de hoy con estas palabras del Señor: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Y san Pablo le dice a Timoteo: “Querido hermano: permanece en lo que aprendiste y creíste, consciente de quiénes te lo enseñaron, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús”. Tenemos el deber y el derecho de transmitir nuestra fe tal y como la hemos recibido de Jesús, sin aguarla ni adulterarla.
Sigue diciendo el Apóstol con valentía: “Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina”.
Las verdades, aunque duelan, siempre nos vienen bien. ¿Te apuntas a ser profeta?