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Cerezos en flor

Cerezos en flor

Kirschblüten - Hanami
  • Público apropiado: Adultos
  • Valoración moral: Con inconvenientes
  • Año: 2009
  • Dirección: Doris Dörrie
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Reseña:

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Dirección: Doris Dörrie
Intérpretes: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Maximilian Brückner, Nadja Uhl, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Floriane Daniel.
Guión: Doris Dörrie
Música: Claus Bantzer
Fotografía: Hanno Lentz
Distribuye en Cine: Wanda
Duración: 127 min.
Género: Drama

De la fugacidad de la vida y la eterna belleza del amor

    Sólo Trudi sabe que su marido Rudi sufre una enfermedad terminal. En sus manos está decírselo o no. El médico sugiere que hagan algo juntos, algo que deseaban hacer hace mucho tiempo… Trudi decide no contarle a su marido la gravedad de su enfermedad y seguir los consejos del médico. Entonces convence a Rudi para que vayan a visitar a sus hijos y nietos a Berlín… 

    Pero cuando llegan allí, se dan cuenta de que sus hijos están volcados en sus propias vidas y no tienen tiempo para ellos. Y de repente, Trudi muere. Rudi está desesperado y no sabe qué hacer. A través de una amiga de su hija se entera de que el amor que sentía Trudi por él le había apartado de la vida que ella hubiese querido llevar. 

    De esta manera, empieza a verla con una mirada nueva y promete compensarla por haber desperdiciado su vida. Así que se embarca en un último viaje que le llevará a Tokio, donde se celebra el Festival de los Cerezos en Flor, un canto a la belleza, la transitoriedad y los nuevos comienzos.

    La alemana Doris Dörrie (1955) pasa por ser una de las más reputadas directoras de su país. Ha dirigido más de una veintena de filmes, con estimable éxito, de entre los cuales destacan Hombres, hombres... y la más reciente Sabiduría garantizada. En general su estilo visual es moderno, realista, pero también decididamente reflexivo. Aunque suele elegir comedias de tono más o menos desenfadado, Cerezos en flor rompe con esa trayectoria y se inscribe en el drama, puro y duro, sobre la pérdida de un ser querido. 

    Film sólido, que va ganando enteros conforme avanza el metraje, aunque nunca emociona demasiado y quizá titubea excesivamente en los primeros compases. Pero una vez que la trama encuentra el sendero adecuado, es fácil que el espectador comprenda el desconcierto del protagonista y pueda meterse en su piel, y es igualmente sencillo disculpar sus excentricidades, esa desesperada búsqueda del ser desaparecido, que él siente tan vivo en su interior (¡qué tierno y patético resulta verle vestido con la ropa de su mujer!). 

    Hay sin embargo, un hondo sentimiento de soledad y desamparo propio de un mundo sin Dios, o al menos sin la creencia en una felicidad más allá de esta tierra, y es que, a la postre, el film es en realidad una historia más sobre la eterna búsqueda de sentido y el enigma de la muerte. Pero cuando lo corpóreo manda, la esperanza deja de tener pleno significado. 

    Con una mirada a menudo llena de poesía, con abundantes tomas de elementos naturales, sin personajes, Dörrie abunda sobre idea de la fugacidad de la vida -tan efímera como los cerezos en flor-, y en la incapacidad humana de retener el momento. 

    Hay instantes muy contemplativos, en donde se hace notar la fotografía y la música del compositor Claus Bantzer, cuyas notas de piano recuerdan el hermoso minimalismo de Michael Nyman. También ilustra Dörrie, de manera muy bella y plástica, la idea de que la muerte nos acompaña siempre (como nuestra sombra), al conceder mucho protagonismo al Butoh, una danza japonesa muy moderna y expresionista (entendida en su concepción más propia: como manifestación del estado del alma). 

    La directora menciona explícitamente la influencia del director japonés Yasujiro Ozu en su cine. Y es cierto que también se trata de una película sobre la familia. Solo que la familia que pinta Dörrie es una calamidad, cuyos miembros han descuidado tanto los lazos entre sí que se han convertido en extraños. 

    No hay duda de que aletea en Rudi un amor inmenso, y en este aspecto todo el film es un gran elogio al amor y a la comunión conyugal, pero ese amor solo sale a la superficie cuando falta el ser amado. Y es que los humanos, viene a decir la película, somos en general muy egoístas y limitados. Y tarde nos damos cuenta. Los trabajos interpretativos son óptimos, en especial el del protagonista Elmar Wepper y el de la debutante Aya Irizuki. (Decine21).

    Tiene interés la primera mitad de esta poética reflexión sobre la belleza y fugacidad de la vida. En 60 minutos, Doris Dörrie (Hombres, hombres...) dibuja con detallismo el profundo amor que se profesa el matrimonio protagonista, plagado de cariñosas rutinas. Además, la cineasta alemana lanza de paso un lúcido varapalo al egoísmo y a la fragilidad afectiva de las nuevas generaciones, matizando así su complacencia hacia el lesbianismo. 

    Sin embargo, esa perspectiva se desenfoca en la segunda mitad, desarrollada en Japón. En ella, la mirada de Dörrie se torna más ecléctica y ambigua, y se endurece hasta el exceso, sobre todo en varias escenas sexuales. Así, la historia pierde frescura y se alarga sin rumbo. De todas formas, la planificación es siempre sustancial, los actores mantienen un alto nivel y la espléndida banda sonora de Claus Bantzer saca lustre a esas cualidades. (La Gaceta JJM / Almudí)





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