Julián Carrón

«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida» [1].

Para los hombres no ha cambiado mucho el valor de la libertad desde que Cervantes escribió esta frase y lo confirma una frase del aún cardenal Ratzinger, con la que comienza una intervención suya: «En la conciencia actual de la humanidad la libertad aparece en gran medida como el bien supremo por excelencia, al que se ordenan todos los demás» [2].

A pesar de la similitud de las dos afirmaciones no debemos pasar por alto de qué manera tan diferente a como se concibe hoy se entendía la libertad entonces. Para Cervantes era un bien tan valioso que por ella «se puede y debe aventurar la vida». Hoy es difícil encontrar hombres que se aventuren por el camino de la libertad. Podríamos decir que la libertad hoy es un bien tan precioso como escaso. Basta preguntarnos cuántos hombres verdaderamente libres conocemos. Existe un gran deseo de libertad, pero al mismo tiempo la incapacidad de ser libres verdaderamente, es decir, ser “uno mismo” ante la realidad. Es como si cada uno se doblegase a lo que se espera de él en cada ocasión: así, mostramos una personalidad en el trabajo, otra con los amigos, otra diferente en casa… ¿Cuándo somos de verdad nosotros mismos? Sin contar con la de veces en que las circunstancias de la vida cotidiana nos ahogan, sin saber cómo librarnos, a no ser que mejoren las cosas o cambien por sí solas. Uno se encuentra atrapado, soñando con una libertad que nunca llega. En este tiempo en tanto se habla de libertad nos topamos con la paradoja de su ausencia. Y lo que es peor, nos contentamos con vivir sin ella, como denunciaba Kafka: «Tememos a la libertad y a la responsabilidad y cada uno prefiere ahogarse detras de los barrotes que él mismo se ha construido».

«La historia de los últimos siglos podría resumirse en una reducción progresiva de la persona al individuo despersonalizado en una libertad formal, poniendo entre paréntesis la libertad real» [3]. Intentemos desentrañar las causas.

1. La reducción moderna: la libertad como ausencia de lazos

La genialidad de Jesús nos ha dejado en la conocida parábola evangélica del Hijo pródigo una página memorable que puede ayudarnos a comprender el recorrido moderno que ha llevado a la libertad a este formalismo [4]. Todos la recordamos.

«Un hombre tenía dos hijos. El más joven le dijo a su padre: “Padre, dame la parte del patrimonio que me corresponde”. Y el padre dividió entre ellos los bienes. Pocos días después, el hijo más joven tomó sus cosas y se marchó a un país lejano».

La parábola describe una casa normal de la Palestina del tiempo de Jesús: un padre con dos hijos. No aparece ningún conflicto en las relaciones de la familia. El hecho de que había bienes para repartir indica que se trata de una familia con un cierto patrimonio. El texto lo confirma luego con más detalles: tienen siervos, el padre lleva un anillo, tienen a su disposición buenos vestidos, sandalias y un ternero cebado. Todos ellos signos del tipo de familia a la que pertenecía el hijo pródigo. Aquella era su casa, el lugar donde era hijo y, por ello, muy querido. La casa: el lugar donde uno es verdaderamente uno mismo, porque no tiene nada que demostrar a nadie: es amado por el hecho de ser hijo. La casa era el lugar en el que todo era suyo y donde la realidad era amiga, donde podía oír decir a su padre: «Todo lo que es mío es tuyo». En la familiaridad con el padre todo estaba preparado para la satisfacción de sus deseos.

A pesar de todo, el hijo más joven no parecía satisfecho y le pide al padre la parte del patrimonio que le correspondía y se marcha de su casa. La fascinación de la autonomía ha vencido en su corazón, su deseo de libertad lo empuja a cortar los lazos más significativos. No parece que le importe mucho alejarse de su padre y de su casa, del lugar al que pertenece. Más bien todo ello le parecía un obstáculo a su ansia de libertad, la casa le quedaba estrecha. Veía oportuno romper los vínculos que le tenían ligado a una casa, es decir, a una tradición, y marcharse lejos de ella [5]. Nada podría, así, obstaculizar el cumplimiento de sus deseos. El camino se veía muy llano. De ese modo pensaba que podía lograr un tipo de libertad que nunca había experimentado hasta entonces.

¿Qué es lo que pudo empujar al hijo a una elección tan radical? Tal vez había sido atrapado por la fama de la ciudad de Alejandría, Antioquía, Éfeso o Corinto, que se presentaban llenas de promesas de libertad para un joven como él. Pero, en realidad, esta atracción ya estaba arrastrándole antes, desde el momento en que había cedido a la fascinación de la autonomía que se había introducido en su corazón. No supo resistirse a la seducción de arreglárselas él solo, sin padre, sin casa, sin verdadera pertenencia.

La realidad estaba envuelta en el sueño. El muchacho «malgastó sus bienes viviendo licenciosamente». No encontraba nada a la altura de sus deseos; tan es así que nada le satisfacía lo suficiente para ligarle a algo. Todo pasa sin dejar huella. Ninguna atadura, ninguna “historia” con alguien. La ausencia de vínculos comienza a mostrarle su verdadero rostro: la soledad. «Cuando había gastado todo, en aquel país vino una gran carestía y comenzaron a pasar necesidad» (v. 14). Empieza a darse cuenta de que la autonomía era más bien una ilusión.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. «Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de aquella región, que lo mandó al campo a cuidar los cerdos. Hubiera querido saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba» (vv. 15-16). Este es el final de la aventura de la autonomía [6]. Sin padre y con un patrón; como casa, la de los cerdos. ¿En qué habían acabado la promesa de libertad y el deseo de satisfacción? No podía saciarse ni con las bellotas que comían los cerdos, porque nadie se las daba. El enojo se convierte en su compañía [7]. Su destino no le importa a nadie [8]. Es el resultado de la ruptura de todos los lazos, incluso el vínculo con la realidad, que le resulta inhóspita y extraña [9].

La libertad, ciertamente, no es nada automática, como pone de manifiesto el hijo mayor. Él, que se queda en casa con su padre, donde todo es suyo y, sin embargo, no se da cuenta, como demuestra su reacción ante la misericordia del padre a la vuelta de su hermano. Se enfada, no quiere participar de la fiesta, se encara con su padre: «A mí, que estoy a tus órdenes desde hace tantos años y que no he desobedecido una sola orden tuya, no me has dado ni un cabrito para una fiesta con mis amigos. Pero ahora cuando ha regresado este hijo tuyo que ha malgastado tus bienes con prostitutas has matado el ternero cebado para él» (vv. 29-30). Se puede vivir en casa como siervos, sin la conciencia gozosa de ser hijo. «El padre le responde: “Hijo, tú estas siempre conmigo y todo lo que es mío es tuyo”» (v. 31). El formalismo del hijo mayor hace de la libertad una mera palabra vacía.

Bajo las ruinas del hijo joven algo permanece: su corazón. Ni todos los desastres cometidos pueden arrancar de su corazón la nostalgia de la libertad: «Entonces se puso a reflexionar y se dijo: “¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre!”» (v. 16). Ni muerto de hambre puede dejar de desearla, y con la libertad, a aquel que la hacía posible: su padre. Rápidamente decide: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino hacia su padre» (vv. 18-20). Es la memoria del padre que activa esta nostalgia de libertad. Con esta decisión reconoce que la única libertad verdadera es la libertad filial: no vivir como un huérfano, siendo hijo, vivir abrazando conscientemente la condición de hijo [10].

Esto siempre es posible, aun ahora para nosotros, porque siempre hay un padre que te espera: «Cuando estaba todavía lejos el padre lo vio y conmovido corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó» (v. 17).

Cualquiera que sea la condición en que nos encontremos, todos estamos llamados a la libertad, a reconocerla como «el más precioso don que a los hombres dieron los cielos». El camino puede ser fatigoso, pero siempre es posible. ¿Cómo?

2. ¿Qué es la libertad?

2.1. Sentirse libre: un fenómeno de satisfacción

«¿Cómo podemos saber qué es la libertad? Las palabras son signos que indican una experiencia determinada: la palabra amor especifica una experiencia determinada, y la palabra libertad especifica otra experiencia determinada» [11].

Ya que se trata de una experiencia, el punto de partida es el mirar a la experiencia, como don Giussani nos ha enseñado siempre. Observemos con lealtad, ¿cuándo nos sentimos libres?

Imaginemos una muchacha, según el ejemplo ya clásico entre nosotros, que quiere acudir a una fiesta con sus amigos. Va a su padre y le pregunta, y entonces en contra de lo habitual, esta vez le dice que no. El malestar y la rabieta de la chica son signos inequívocos de que no se siente libre. Solo cuando, después de un diálogo encendido, finalmente su padre la deja ir, se siente libre.

Nosotros nos sentimos libres cuando vemos satisfecho un deseo. Por ello, la libertad se experimenta en la satisfacción de un deseo. Es la verdad que se esconde en esa impresión inmediata, espontánea, que todos tenemos de la libertad y que se expresa con naturalidad en la sencilla frase: «Ser libres es hacer lo que nos place».

2.2. La totalidad como dimensión del deseo

Sin embargo, es cierto que no nos contentamos con la satisfacción de nuestros deseos más inmediatos. Cuanto más se cumplen estos deseos parciales tanto más se pone de manifiesto que deseamos algo más. Cuando éramos niños nos contentábamos con caramelos. Hoy, imposible. Si uno presta atención a su experiencia y es leal con lo que emerge de ella, descubre la verdadera naturaleza de su deseo, que no se satisface jamás del todo.

Todos tenemos la experiencia de que no siempre la vida nos castiga, impidiendo satisfacer nuestro deseo. En muchas ocasiones conseguimos lo que deseamos, pero esto no nos satisface definitivamente. Poco después decaemos. Muchas veces he reparado en que así uno comienza a darse cuenta del drama de vivir, no cuando la vida niega nuestro deseo, sino cuando lo satisface. Cuando se nos niega algo, podemos todavía esperar hallar satisfacción en otro objeto, mas el drama comienza cuando la vida satisface un deseo nuestro, y esto no nos basta. Cuando un hombre tiene esta experiencia con el trabajo, la mujer, el dinero… acaba por preguntarse: ¿qué es lo que me llena? «Quid animo satis?».

Ya os conté lo que me pasó visitando a los amigos de Barcelona. Una amiga mía, pintora, soñaba con hacer una gran exposición. Finalmente lo onsiguió. El éxito había llegado –me lo contó personalmente–, mucho mayor de lo previsto. No se lo hubiera imaginado y me decía que se había pasado llorando toda la tarde del día del gran triunfo. ¿Por qué puede uno llorar después de un éxito? ¿No era normal mi amiga, quizás tenía algún problema? No, había experimentado lo mismo que Pavese el día en que recibió el Premio Strega: «En Roma, apoteosis. ¿Y qué?» [12]. ¿Por qué nada basta? ¿Por qué después del éxito no se está plenamente satisfecho? ¡Entonces! ¿Qué satisface?

La insatisfacción tras el éxito ¿qué me enseña acerca de la naturaleza de mi deseo, acerca de mi naturaleza humana? Pavese lo intuyó perfectamente: «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciará nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud» [13].

2.3. Libertad como capacitad de satisfacción total

La libertad, partiendo de la experiencia de satisfacción de deseos inmediatos y parciales, se desvela como “capacidad” de la satisfacción total, completa, es decir, como capacidad de perfección, de realización de sí, es decir, del deseo del hombre [14].

Nadie ha descrito la naturaleza del deseo humano como Leopardi: «No poder estar satisfecho con ninguna cosa terrena, ni siquiera con la tierra entera; contemplar la amplitud inabarcable del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y descubrir que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de los mundos infinitos, y el infinito universo, y sentir que nuestro ánimo y deseo son todavía más grandes que el universo creado; acusar continuamente a las cosas de insuficiencia y nadería, y sufrir incapacidad y vacío, y aun aburrimiento, es para mí el mayor signo de grandeza y nobleza que vemos en la naturaleza humana» [15].

Esta es la grandeza única del hombre: su deseo es «todavía más grande que el universo creado». Precisamente es esta medida de nuestro deseo por la que nosotros podemos «acusar a las cosas de insuficiencia y de nadería, y sufrir incapacidad, y vacío, y aun aburrimiento». Lo que es la desgracia de la vida para muchos, –sentir la insuficiencia de todo y sufrir incapacidad, y vacío–, es para Leopardi el mayor signo de grandeza de la naturaleza humana. Podemos reconocer esa insuficiencia propia porque, estructuralmente, por naturaleza, dentro de nosotros tenemos la capacidad de juzgar; es lo que la Biblia llama corazón. Sin la posibilidad de juzgar por sí mismo aquello que le corresponde, la afirmación de la dignidad del hombre no es más que una palabra vacía, y el hombre, en el fondo, depende del poder. ¿Cómo se despierta el deseo? Esta es hoy una cuestión decisiva, cuando el deseo no se puede dar por descontado porque, como dice Augusto Del Noce, «el nihilismo hoy corriente es el nihilismo festivo, sin inquietud (se podría completar su definición como “la supresión del inquietum cor meum agustiniano”)» [16].

3. El camino de la libertad

Cualquiera que sea la situación en que cada uno de nosotros se encuentra, la realidad continúa saliendo a nuestro encuentro, despertando en nosotros el asombro, es decir, la curiosidad y el deseo de aquello que tenemos delante. El impacto con la realidad es siempre lo que despierta nuestra humanidad, en todas sus dimensiones y su capacidad.

«La capacidad que tenemos no se ha hecho por sí sola, ni tan siquiera se pone en marcha sola. Es como una máquina que, además de haber sido construida por otros, tiene necesidad de alguien que la ponga en marcha. Cualquier capacidad humana, en una palabra, debe ser provocada, solicitada para ponerse en acción» [17]. Lo que la pone en movimiento es el impacto con la realidad.

Es la realidad la que despierta el deseo, en cuanto se presenta cargada de atracción. Lejos de permanecer indiferentes, somos originalmente atraídos por la belleza –por el bien– de la realidad. En el encuentro con la realidad que nos atrae, la libertad se pone en movimiento. Es este impacto con la realidad lo que atrae a la libertad que ya desde el inicio está llamada a responder. ¿Cómo? Hay que responder a la llamada de atracción de la realidad. La libertad es llamada a dar el primer paso del camino: a decidir si cede o no a la atracción de la realidad que tiene delante. Esta imposible neutralidad de la libertad ante la realidad hace que las diversas opciones frente al significado de la realidad no sean igualmente racionales. Quien rechaza la atracción de la realidad está ya censurando un dato y por eso es menos racional que quien la constata [18].

Esto evidencia un primer aspecto de apropiación que caracteriza la libertad [19]. Cualquier atracción de la realidad no elimina la capacidad de elección de la libertad. Más aún, la pone en movimiento. Toda la imponente atracción del Ser no ahorra al hombre su capacidad de decidir; es, por el contrario, la verdadera y originaria provocación.

¿En qué nos apoyamos para adherirnos o no a esta provocación? En la correspondencia con las exigencias del corazón que la realidad cumple. El impacto que el Ser provoca en mí constituye el juicio por el que me muevo [20]. Cuando ante la belleza de las montañas me admiro y digo: «¡Qué bonitas!», hago un juicio sobre su belleza, como cuando grito de dolor ante una injusticia inaceptable que me han infligido a mí o a otros. Este juicio velocísimo, por el que capto si una cosa me corresponde o no, es lo que prepara y orienta el arranque, el paso al que la libertad es llamada [21].

Pero éste, como decíamos, es solo el primer paso del camino de la libertad. Preguntémonos: ¿qué arriesgamos en la elección, en cada elección? La adhesión a lo que aparece y reconocemos como un bien. La elección se toma en vista del cumplimiento, del fin. ¿Por qué queremos tener capacidad de elección? Para adherirnos a lo que nos atrae y nos provoca. «Mi libertad –escribe Juan Ramón Jiménez– consiste en tomar de la vida lo que me parece mejor para mí y para todos». La muchacha quiere tener capacidad de elección para poder decidir ir a la fiesta, es decir, para adherirse a un bien entrevisto. Así, en esta adhesión, encuentra la satisfacción de su deseo, y por eso, se siente libre.

La capacidad de elección es propia de una libertad todavía en camino hacia la plena realización, que consiste en la adhesión a lo que corresponde, es decir, al bien, al destino. Pararse ya en el primer aspecto –la posibilidad de elección– es, de hecho, renunciar al cumplimiento de la libertad, porque yo no ejercito la capacidad de elección que tengo si no cuando me adhiero a lo que deseo. La capacidad de elección tiene, ciertamente, como objetivo la adhesión. «Yo no puedo concebir ni tolerar ninguna utopía que no me deje la libertad que es más valiosa: la libertad de vincularme» [22]; de vincularme a lo que me llena, al infinito que busco en los placeres, al Tú que me llama a través de la atracción de las cosas, al Tú que me hace ser, al que puedo decir: «Mi verdad eres tú, mi yo eres tú, yo soy Tú que me haces».

En esta adhesión a lo que me corresponde encuentra el deseo su satisfacción.

4. La relación con el Misterio, fundamento de la libertad del hombre

¿Cómo explicar este deseo de totalidad, mío y tuyo, este deseo de “infinitud”, como decía Pavese? La única hipótesis racional es el Infinito. Esta apertura a la totalidad es el signo más patente de que el hombre es relación directa con el Misterio que lo hace. Yo llevo encima este deseo, pero ¿Quién me lo da? Otro que me hace así. Es esta apertura a la totalidad lo que me hace ser libre, capaz de escoger entre varias cosas, de no ser reducido a una pieza del engranaje de las circunstancias, o del poder. Péguy lo expresó con su genialidad única: «Y esa libertad / es el reflejo más bello que hay en el mundo, pues me recuerda y remite a mí / y es un reflejo de mi propia Libertad / que es el secreto incluso y el misterio / y el centro y el núcleo y el germen de mi Creación» [23].

La libertad finita, es decir creada, orienta a la libertad infinita. La libertad infinita está en el origen de mi libertad. Sin aquella, la mía no existiría.

El hombre es relación directa con el Misterio. «El yo es relación con el infinito. Todo el dinamismo del yo se desarrolla y tiende a su perfección, es decir, al cumplimiento de sí que no encuentra en todo aquello que agarra. A lo que el hombre tiende es algo que está más allá, siempre más allá: Es trascendente. Por ello, la consciencia de sí nos hace percibir la existencia de algo que es otro, es decir, de Dios, del Misterio, Dios como Misterio. Dios es el límite extremo al que tiende el deseo del hombre» [24].

Es lo que dice el catecismo, que el alma es creada directamente por Dios. Esta es la verdad más grande de la doctrina cristiana sobre la creación. El hecho de que nosotros estemos creados a imagen y semejanza de Dios quiere decir que estamos llamados a una relación única y directa con Él. La vocación de la vida es esta relación. Llamados, no a cualquier cosa, sino a Dios, a la felicidad plena. El hombre es capax Dei.

Es lo que impide que el hombre sea reducido a sus antecedentes biológicos, psicológicos, sociológicos, etc. El intento de los “maestros de la duda” de reducir el yo a uno u otro de estos factores fracasará siempre. Ciertamente, pueden influirme, pero no determinarme hasta reducirme a una vida inerme. El hombre no puede ser reducido a una pieza de un engranaje de las circunstancias internas o externas. El yo puede siempre emerger por encima de las circunstancias, de los propios sentimientos o estados de ánimo.

«Sólo porque no me he hecho a mí mismo puedo ser libre; si me hubiese hecho a mí mismo, habría podido preverme y, así, habría perdido la libertad» [25].

Somos directa, irreducible relación con el Infinito. Esta es la razón última de la grandeza del hombre. Es tan imponente esta grandeza que a veces te da miedo. Porque se necesita mucho valor para estar a la altura de nuestros deseos infinitos. No es fácil encontrar personas que vivan toda la capacidad de sus deseos, capaces de «desear el imposible», como el Calígula de Camus [26].

Pero esta libertad hoy está en peligro, porque pocos toman en serio su propio deseo, aceptando estar a su altura. «La peor amenaza para la libertad no está en dejársela cortar –porque quien se la ha dejado cortar puede siempre reconquistarla–, sino en dejar de amarla» [27]. Porque, como dice el poeta español Rafael Alberti, «La libertad no la tienen aquellos que no tienen sed de ella».

Escribe María Zambrano: «El hombre se encuentra de nuevo encadenado a la necesidad, pero ahora por decisiones propias y en nombre de la libertad: ha renunciado al amor a favor de una función orgánica, ha cambiado sus pasiones por sus complejos, porque no quiere aceptar la herencia divina creyendo con ello liberarse del sufrimiento, de las pasiones que todo lo divino sufre en medio de nosotros y dentro de nosotros» [28].

Por el contrario, es la aceptación de esta “herencia divina” en lo que consiste la libertad. Primero, porque sólo el Misterio divino puede despertar en mí ese deseo de totalidad, esa última irreductibilidad a todos los condicionamientos, sin la que no hay libertad. En segundo lugar, porque sólo el Misterio infinito puede ser el objeto adecuado a mi libertad. La libertad finita, es decir, capacidad de satisfacción total, definida por su deseo de infinito, sólo puede cumplirse en la libertad infinita.

Por ello, la libertad es adhesión al Ser, al Misterio que te hace, al Tú real y misterioso por el que somos hechos en este preciso instante. Es aceptando al Padre como el hijo pródigo se hace libre [29]. Aunque nosotros, como él, hayamos tenido necesidad de dejar la casa y entonces sentir la nostalgia cuando lo hemos perdido todo. De ese modo descubrimos el bien que significa tener un Padre, y que reconocerlo no es un riesgo para nuestra libertad, sino lo que la hace posible.

El Misterio que nos ha hecho ya conoce nuestra resistencia a este abandono en los brazos del Padre. «Yo conozco bien al hombre. Soy yo quien lo ha hecho. Es un ser extraño. / Pues en él actúa esa libertad que es el misterio de los misterios. / Aún así, se le puede pedir mucho. No es demasiado malo. / (...) Pero lo que no se le puede pedir, santo Dios, es un poco de esperanza, / un poco de confianza, vaya, un poco de relajación, / un poco de entrega, algo de abandono en mis manos, / un poco de renuncia. Está tenso todo el tiempo» [30].

El rechazo del Infinito no acontece sin consecuencias para la libertad. Este rechazo deja a la libertad sin un objeto adecuado. Sin la adhesión al Misterio infinito el hombre se queda indefenso al descubierto ante todas las fuerzas del poder en cualquier circunstancia. Sin el reconocimiento del Misterio como raíz y cumplimiento de cada deseo y atracción parcial, la libertad no es más que una ilusión. Si la libertad es la experiencia de una satisfacción, podemos verificar la situación de nuestra libertad en camino por el grado de satisfacción verdadera con que vivimos la relación con personas y cosas. Podemos hacer lo que nos parece y nos agrada, mas todos podemos constatar cuántas veces al día tenemos una experiencia real de libertad, es decir, de plenitud, de satisfacción en nuestro agujero, en la contingencia de las elecciones cotidianas, en la adhesión a los bienes y a los atractivos parciales. Lo que inmediatamente surge es la asfixia, sentirse oprimidos y siempre buscando fugarnos. Es tan verdad que muchos se fugan a través de la imaginación, al sufrir «incapacidad y vacío». «Sin el reconocimiento de la presencia del Misterio la noche avanza, la confusión crece y –por lo que respecta a la libertad– aumenta la rebeldía, o la desilusión llega a tal punto que es como si no se esperara ya nada y se viviera sin desear nada, salvo la satisfacción furtiva o la respuesta furtiva a una breve pregunta» [31].

Por el contrario, es en la adhesión a este Misterio en cada cosa como el hombre llega a ser libre. Es allí donde puede encontrar la satisfacción del deseo de totalidad. Nuestra grandeza, como nos recordaba Leopardi, es sentir vibrar dentro de nosotros este deseo de infinito, pero siendo conscientes de la naturaleza de nuestro deseo que nos da a entender que no somos capaces de responder adecuadamente. Puesto que el hombre recibe el deseo de totalidad, debe recibir también el cumplimiento del deseo. El cumplimiento existe. Es aquel que lo despierta, mas el hombre no debe bloquearse, debe abandonarse. Sin este abandono al Único capaz de cumplirla, la libertad se queda perdida, sin objeto último.

Es este quien te libera de los caprichos, de la dictadura de los deseos, y cualquier otra cosa no es sino la reducción del deseo a algo al alcance de la mano. Por ello, escribe don Giussani: «La religiosidad cristiana se plantea como condición única de lo humano. La elección del hombre radica en concebirse como libre de todo el universo y sólo dependiente de Dios, o como libre de Dios, y entonces se hace esclavo de cualquier circunstancia» [32].

¿Cómo puede el hombre tener la conciencia clara y la energía afectiva para adherirse al Misterio cuando este permanece como Misterio? ¿Cómo puede el objeto todavía oscuro y misterioso despertar la energía de la libertad para cumplirla? Dado que el objeto es oscuro, uno puede imaginarse lo que quiere y puede determinar su relación con aquel objeto como le parece y agrada.

Es lo que sucede en la experiencia amorosa. Mientras la persona amada no aparezca en el horizonte de mi vida y atraiga a todo mi yo, continúo haciendo lo que me parece y agrada. El mero hecho de saber que existe el Misterio no me libera de la nada.

Sé que deseo el Infinito, que este Infinito existe porque siempre tengo la nostalgia de él, como decía Lagerkvist, pero cada día aferro lo particular, me aferro a cualquier objeto, que después me deja insatisfecho. Este es el destino del hombre, a menos que –como escribía L. Wittgenstein, en Diari 1936-37– “Dios” se digne visitarlo: «Tenemos necesidad de redención, si no, te pierdes (…) A veces entra una luz, se podría decir, a través del tragaluz, del techo bajo el que trabajo y al que no quiero subir (…) Este tender a lo absoluto, hace que parezca demasiado mezquina cualquier felicidad terrena… me parece estupendo, sublime, pero fijo mi mirada en las cosas terrenas: salvo que “Dios” me visite»[33].

5. El compañero que hace históricamente posible la libertad

Sólo cuando el Misterio, como la persona amada, desvela su rostro el hombre puede tener la claridad y la energía afectiva adecuada para adherirse, es decir, para empeñar toda su libertad. Con Jesús el Misterio se hace «una presencia afectivamente atrayente», de forma que enciende el deseo del hombre y desafía como nadie su libertad, es decir, su capacidad de adhesión. Al hombre le basta con ceder a la atracción vencedora de su persona. Como le sucede al hombre enamorado, es la presencia fascinante de la persona amada la que despierta en él toda su energía afectiva: basta ceder a la fascinación de lo que hay delante.

«Lo que se necesita es un hombre, / No se necesita la habilidad, / lo que se necesita es un hombre / en espíritu y verdad;/ ni un país, ni las cosas, / lo que se necesita es un hombre, / un paso firme, y seguro / la mano que se ofrece a todos / podemos aferrarla, y caminar / libres, y salvados» [34].

Y como la persona amada, el Misterio presente lo descubro en un encuentro. Imprevisto. ¡Realmente es una sorpresa! Como les sucedió a Juan y a Andrés, los primeros que encontraron a Jesús, y permanecieron pegados a él por el resto de su vida. Su libertad se había enardecido de tal forma por su excepcionalidad única, que no pudieron marchar por la vida sin hacer las cuentas con su persona. Con Él se daba una correspondencia tan imposible, que no le abandonaron jamás. «La libertad auténtica, por tanto –lo ha dicho el Papa en el mensaje dirigido a este Meeting–, es fruto del encuentro personal con Jesús». La libertad de los que le conocieron supuso un cumplimiento sin parangón. El ciento por uno, dirá Jesús. Es decir, una satisfacción cien veces más grande, como anticipo de la plena [35]. Y ellos no eran visionarios. Si no, antes o después lo habrían abandonado. Se hubieran encontrado perdidos.

Es esta relación la que aclara el deseo que, de lo contrario, sería confuso para el hombre. Esto es tan cierto que, como dice Guillermo de Saint Thierry, Cristo es «el único capaz de enseñarme a ver lo que deseo» [36]. Es Él, Cristo, quien desvela plenamente el hombre al hombre [37]. «Cuando encontré a Cristo, me descubrí hombre», decía el famoso orador romano Gayo Mario Vitorino.

El Misterio, para llamar al hombre sin que se bloquee –como afirmaba Péguy– ha usado el método de la preferencia. ¿Cómo conocemos el amor? No a través de un discurso, sino enamorándonos; del mismo modo, para desvelarnos lo que es la libertad suscita todo nuestro deseo de totalidad poniéndonos delante una atracción tan potente que hace que, en ese mismo instante, “en tiempo real”, podamos tener la experiencia del cumplimiento de tal deseo.

Caro cardo salutis. La carne, el Verbo hecho carne, es el núcleo de la salvación. Una presencia carnal afectivamente atrayente es la única capaz de vencer nuestra resistencia. Una atracción convincente es la única esperanza para nosotros, siempre tentados por la fascinación de la autonomía, de esa afirmación casi homicida de nosotros mismos que te lleva a la nada. Sólo la atracción del Ser que brilla en el rostro de Cristo, presente aquí y ahora en la carne de la Iglesia, puede derrotar la fascinación de la nada.

¿Por qué este hombre ejerce esta atracción? ¿Cómo es? Es Cristo, el hombre lleno de Dios o Dios hecho hombre. Un hombre que acepta pertenecer totalmente al Misterio, al Padre. Acepta que sea otro quien le llene el corazón. En Él se realiza la vocación del hombre. Y por eso es el único capaz de introducirnos en el Misterio del Padre, en donde se realiza nuestra libertad. Hijos en el hijo (Cf. Ga 4, 4-7).

Pero precisamente porque Él se me presenta como el cumplimiento de mi libertad, es necesaria mi libertad para dejarle entrar en la profundidad de mi yo. En realidad descubrimos que hemos hallado a Aquel que cumple nuestro deseo de libertad en el momento mismo en que nos hacemos libres, es decir suyos. No se desvela antes de haber decidido libremente por Él.

Cristo no ha venido ciertamente para ahorrarnos el ejercicio de la libertad, como a veces nos agradaría. Pero qué sería una salvación que no fuese libre. Es el drama de Dios expresado con la agudeza de Péguy: «Tengo ganas, estoy tentado de ponerles la mano bajo el vientre / para sostenerlos en mi ancha mano, / como un padre que enseña a nadar a su hijo / en la corriente del río / y que está dividido entre dos sentimientos. / Pues por una parte si le sostiene siempre y si le sostiene demasiado / el niño se confiará y nunca aprenderá a nadar. / Pero por otra, si no le sostiene en el momento justo / ese niño beberá un mal trago. (...) Tal es el Misterio de la libertad del hombre, dice Dios, / y de mi gobierno de él y de su libertad. / Si lo sostengo demasiado, ya no es libre / y si no lo sostengo lo suficiente, se cae. / Si lo sostengo demasiado, expongo su libertad / Si no lo sostengo lo suficiente, expongo su salvación: / dos bienes desde cierto punto de vista casi igualmente preciosos. / Pues esa salvación tiene un precio infinito. / Pero qué sería una salvación que no fuese libre». [38]

No podemos evitar decaer, flaquear. Pero entonces, ¿cómo podemos volver a despertarnos una y otra vez? La única posibilidad es que el cristianismo siga sucediendo como un acontecimiento. Sin este continuo acontecer no hay posibilidad de libertad real. El que permanezca como acontecimiento es signo de su verdad; y como todo lo verdadero, dura. De este modo, comprobamos que nuestra libertad debe ser suscitada siempre y activada de tal manera que pueda realizarse.

¿Dónde permanece el acontecimiento cristiano? En la Iglesia. «La libertad de Dios manifiesta su presencia a través de hombres a quienes su presencia ha cambiado, por hombres cambiados por su presencia. […] Su presencia, la presencia del Dios hecho hombre se revela a través de estos hombres cambiados. El signo adecuado de este cambio es esta capacidad de unidad, para los hombres imposible, que se llama, con claridad, Iglesia» [39]. A través de estos hombres el Misterio continúa haciendo posible la libertad real del hombre; el primer cambio es la comunión entre ellos [40]. La comunión es la victoria sobre la ausencia de lazos, fruto del pecado.

La Iglesia es el lugar de la libertad, posible para todo el que se acerque a ella. Solo si es una comunidad que hace posible en la historia la libertad real podrá responder a la objeción de que la libertad no es posible en la pertenencia. En vez de ausencia de lazos, pertenencia viva.

En la comunidad de la Iglesia es posible esta libertad real. Sólo ella me educa en el reconocimiento del Misterio, la única realidad que puede hacerme libre en las circunstancias. Este es el sentido profundo de la frase de San Ambrosio: «Ubi fides ibi libertas» [41]. Sólo una comunidad así puede realizar la aspiración a una morada donde habite la libertad: «La aspiración a liberarse y a construir una morada nueva donde la libertad pueda habitar –escribe Hannah Arendt– permanece sin precedentes y sin comparaciones a lo largo de la historia del pasado»[42]. La amistad con Cristo en la Iglesia reconstruye la amistad con todo y con todos.

El cristianismo hoy viene al encuentro de este deseo de libertad del hombre de nuestro tiempo. Más aún, si se quiere tener alguna posibilidad, el cristianismo no puede proponerse al hombre en ninguna de las versiones reductivas (moralismo, espiritualismo, dialéctica), sino a través del testimonio de una experiencia: el cristianismo debe presentar en el escenario del mundo “hombres libres”. El espectáculo de un hombre libre en la realidad concreta –trabajo, relaciones, circunstancias– es lo que da testimonio de Cristo.

Por ello don Giussani afirmaba hace algunos años, en una entrevista, que el hombre de hoy no necesita un discurso religioso, sino «la experiencia de un encuentro […] Se encuentra el Hecho cristiano topándose con personas que han realizado ya este encuentro y cuya vida ha cambiado de algún modo desde que éste se dio. […] No es un encuentro oír citar el Evangelio o escuchar, incluso durante horas, los pensamientos que el Evangelio trae a nuestra cabeza. Esto es asistir a nuestra cabeza. Es asistir a un espectáculo, cuando lo es, de reacciones sentimentales o dialécticas que tienen su origen en un punto de partida religioso. Por el contrario, el encuentro es un acontecimiento que puede ser también una persona que habla, pero lo que impresiona no es tanto la palabra en sí misma cuanto el cambio que se ha producido en quien habla» [43]. Lo constata esta carta:

«Querido Julián: Le había contado a una amiga de los Memores Domini una experiencia reciente y ella me ha sugerido que le escriba. Es todo lo que el Señor me ha concedido ver. He estado hospitalizada una semana para poder realizar las pruebas pertinentes para la enfermedad que tengo desde hace 13 años: el mal de Parkinson (lo tengo desde los 38 años). Me pusieron en una habitación donde ya había una anciana, que presentaba graves problemas relacionados con mi misma enfermedad: no conseguía estar tranquila por los movimientos involuntarios ni de día ni de noche y sufría contracturas en el cuello y en la lengua, por lo que no conseguíamos ni alimentarla. Agotada por la falta de fuerzas y por la pérdida de movilidad, histérica, gritaba: no encontraba otro medio para hacerse oír que gritar. Para mí significaba no dormir y no descansar ni de día, ni de noche. Me di cuenta muy pronto de que tenía que tener paciencia donde estaba, ya que cuando uno esta ingresado en un hospital sabe que podría encontrarse en una situación semejante. Intentaba calmarla como podía, llamándola por su nombre, animándola, haciéndole sentir mi presencia. Sus parientes no tenían la posibilidad de atenderla todos los días.

A los dos días me encontraba totalmente agotada; fui entonces a buscar a la encargada, y le dije que no podía más porque no conseguía descansar nunca y le pedí que hiciera algo; luego me volví a mi habitación llorando. Cuando entraba, me acordé de lo que don Giussani nos ha enseñado: “Vive las circunstancias como el Misterio que te sale al encuentro”. Y entonces, mirando a aquella mujercilla que se retorcía y gritaba, que gritaba su carencia, una dramática petición de ayuda, al recordar las palabras del Gius cambió la posición de mi corazón y mi pensamiento. Ciertamente llorar me habría sentado bien, pero no fue eso lo que me tranquilizó: lo que me dio fuerzas para seguir con ella fue la conciencia de que allí el Misterio se me hacía Presencia, dentro de aquella situación, allí en aquella habitación. Y entonces me dije: “O soporto la circunstancia, o bien la vivo, la abrazo”.

Así, además de animarla, comencé a estar más atenta a sus reacciones a las dosis de fármacos que le suministraban. Tras unas pocas horas entró el médico con sus ayudantes que discutían como ayudar a esta señora, porque no conseguían acertar con la terapia. Y entonces encontré el valor de contar lo que había observado mirando las reacciones a las dosis de las medicinas y añadí que cuando se sentía animada y en compañía de alguien (aunque viniera a visitarme a mí), se calmaba: cierto que tenía necesidad de una terapia, pero también tenía necesidad de compañía.

Desde aquel momento cada dos o tres horas, cuando entraban a visitarla, me preguntaban cómo había pasado el rato después de una nueva dosis de medicamentos. Una doctora le preguntó al jefe de la unidad si yo era familiar de la paciente puesto que me tenían como punto de referencia para sus cuidados. El médico, con guasa, le respondió: “¡Está claro que no podemos darla de alta!: esta señora nos está siendo muy útil para entender cómo administrar esta terapia”. En ese momento les dije que también a mí debían preguntarme cómo lo estaba llevando, porque la situación era verdaderamente insostenible por mucho tiempo. El médico me aseguró que no tardarían en darme los resultados para que pudiera ser dada de alta. Esa tarde entró un enfermero en la habitación para decirme que, solo por una noche, podía dormir en una habitación individual para poder descansar. Entonces le pedí disculpas por la reacción que había tenido por la mañana, dado el fuerte cansancio, pero me dijo: “Señora, no hay nada de que excusarse y sepa que es la única que ha resistido”.

Cuando me dieron de alta una enfermera me agradeció la ayuda que les había prestado, porque no tocaba el timbre continuamente, sino que intentaba ayudar a la paciente como podía y me dijo: “Haga todo lo posible por no cambiar jamás de carácter, siga así”.

He querido contar esta experiencia porque para mí ha sido clarísimo: que no era por mi valor –que había conseguido vivir bien esa circunstancia, de una forma diferente a la de otras personas que habían permanecido en aquella habitación–, sino que era por la presencia de otro como el sufrimiento podía soportarse y se puede vivir. He podido constatar que si el Misterio vive dentro de la circunstancia la cambia, que antes de nada te cambia a ti: tú vives mejor la circunstancia y hace vivir mejor a quienes están llamados a vivirla contigo».

Es un ejemplo de la libertad en acción: no un yo bloqueado en el engranaje de las circunstancias, sino un yo que, al reconocer el Misterio, encuentra la posibilidad de la verdadera libertad. «Si el hombre quiere ser libre de todo lo que le rodea –decía don Giussani en el Meeting de 1983–, si quiere ser libre de todo lo que existe a su alrededor, debe ser dependiente de Dios. La dependencia de Dios es la libertad del hombre».

También nosotros, como esta señora, podemos hacer experiencia de la libertad en cada circunstancia porque hemos conocido a un hombre libre que nos ha enseñado a vivir todas las circunstancias en el único modo en el que no nos hacen pedazos: como reconocimiento del Misterio, es decir como hijos [44]. Nosotros somos testigos de aquel que ha vivido su vida y su enfermedad así y nos ha enseñado a mirar la positividad de la realidad en cualquier circunstancia. Siempre le estaremos agradecidos. El regalo más bello que le podemos ofrecer, en este primer Meeting sin él, es ser testimonio para todos los que nos encuentran de que la única posibilidad de libertad real es el reconocimiento del Misterio presente. Gracias, una vez más, don Giussani.

Julián Carrón, en espanol.clonline.org/

Notas

[1] Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II Parte, cap. LVIII.

[2] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, p. 200.

[3] P. Gilbert, «Libertá e impegno» en La Civiltá Cattolica, 3505 (1996) 147, p. 22.

[4] Cf. La síntesis de este pensamiento en J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., 204-211; P. Gilbert, «Libertá e impegno» en La Civiltá Cattolica 3505 (1996) 147, p. 17-20. Cf. también M. Borghesi, «La aparición de las nociones de tolerancia y libertad religiosa a partir de las guerras de religión y la Ilustración inglesa y francesa»: Revista Católica Internacional Communio 26 (2004) pp. 38-53; G. del Pozo, «Génesis y desarrollo de la doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa a partir de la Revolución Francesa»: Communio 26 (2004) pp. 54-81.

[5] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., p. 210: «En la mentalidad dominante… “la ley y el orden” aparecen como lo contrario a la libertad. La institución, la tradición y la autoridad siguen apareciendo, como antes, como el polo opuesto a la libertad. Se refuerza el carácter anarquista del ansia de libertad, porque no satisfacen las formas de ordenamiento de la libertad comunitaria. No se cumplieron las grandes promesas, formuladas al comienzo de la Edad Moderna. La forma de ordenamiento democrático de la libertad no puede defenderse ya actualmente mediante el simple recurso de llevar a cabo tal o cual reforma de las leyes. El interrogante cuestiona los fundamentos mismos. Se trata de saber qué es el hombre y cómo puede vivir rectamente en cuanto individuo y en cuanto miembro de la sociedad».

[6] Un ejemplo moderno es J. P. Sartre. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, o. c., pp. 210-214: «Sartre ve la libertad del hombre como su condena. [...] El hombre no tiene ninguna otra naturaleza que su libertad. Debe vivir la vida de algún modo, pero en cualquier caso acaba en el vacío. Esta libertad sin un significado es el infierno del hombre. […] La libertad absolutamente anárquica –como determinación esencial del ser humano– se presenta, para quien intenta vivirla, no como la exaltación suprema de la existencia, sino como la vaciedad de la vida, como el vacío absoluto, como la definición de la perdición. En la extrapolación de un concepto radical de libertad, que para Sartre mismo fue experiencia de vida, resulta visible que la liberación de la verdad no produce la libertad pura, la reduce. La libertad anárquica, entendida de forma radical, no redime al hombre, sino que le hace una criatura fallida, un ser sin sentido».

[7] La misma que F.M. Dostoevskij, I Demoni, Garzanti, Milán 1990, p. 329. «Todo se había vuelto tan aburrido que no se podía desperdiciar una ocasión de diversión con tal de que fuese algo interesante». Delante de la escena de un joven suicida, uno de los presentes comenta: «¿Por qué todos han empezado a ahorcarse o a pegarse un tiro como si a todos les faltara el terreno bajo los pies?» (p. 348).

[8] A. J. Heschel, Il canto della libertá, Qiqajon, Magnano 1999, p. 55: «El hombre se hace cada vez más insípido, reducido, insignificante a sus mismos ojos. Sin el sentido de la significación última y del valor último de nuestra existencia, la libertad se torna una expresión vacía».

[9] «Es cierto, el hombre europeo está enfermo de nihilismo –escribe Giovanni Reale–. No del nihilismo total, que el mismo Nietzsche quería recuperar de algún modo, sino el que no reconoce ningún valor irreversible y que enmascara con una pátina dorada los antivalores: la ganancia, el poder, las diversas formas en las que la nada se disfraza». (G. Reale, citado en N. Tiliacos, «Los daños del nihilismo pasivo», en Il Foglio, 25 marzo 2004, p. 4.)

[10] Que la imagen completa de la libertad finita es la filiación lo había entendido bien Freud, quien plantea su teoría para resolver alternativamente el problema del Padre.

[11] L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, p. 127. Cf. también R. Guardini, Persona e libertá, La Scuola, Brescia 1987, pp. 57-58: «La libertad no es un “problema”, es un dato real. La conciencia de ser libre no es fruto de una demostración, sino un resultado inmediato de la experiencia».

[12] C. Pavese, El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992 p. 374.

[13] C. Pavese, El oficio de vivir, o. c., p. 198.

[14] Es lo que pedimos en la colecta de la semana XX del tiempo ordinario, amar a Dios “en cada cosa” y “sobre todas las cosas”: «Oh Dios que has preparado bienes inefables para los que te aman, infunde tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que superan todo deseo», en Nuevo Misal del Vaticano II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 889-890.

[15] G. Leopardi, «Zibaldone», Pensamiento LXVIII, en Poesie e prose, Mondadori, Milán 1980, Vol. 2, p. 321.

[16] A. Del Noce, Carta a Rodolfo Quadrelli, inédito 1984.

[17] L. Giussani, El sentido de Dios y el hombre moderno, Encuentro, Madrid 2005, p. 19.

[18] Por ello el Concilio Vaticano II ha insistido en decir que el comportamiento que lleva al ateismo no es originario sino secundario (Gaudium et Spes 19-20). Ningún hombre nace originalmente ateo, llega a serlo eliminando algunos hechos de su experiencia humana. No es sin su libertad, auque el mismo Concilio valora muy cuidadosamente muchos otros hechos que pueden llevar a un hombre concreto a no saber reconocer en su vida la realidad como signo que evoca y abre al Misterio.

[19] Cf. R. Guardini, Persona e libertá, o. c., p. 101: «Tengo la experiencia de que soy libre cuando trato de pertenecerme; cuando experimento que actuando dependo de mí mismo, que el acto que realizo no pasa a través de mí como si de otra instancia dependiera, sino que surge de mí, y por lo tanto es mío en este sentido peculiar y en él soy mío». Cf. H. U. von Balthasar, Teodramática. II. Las personas del drama: El hombre en Dios, Encuentro, Madrid 1992, pp.175-309. No es esta la sede para demostrar la libertad contra los deterministas. Cf. A. Bausola, Libertá e responsabilitá, Vita y Pensiero, Milán 1995. Nos basta decir con C. Fabro, Il libro dell’esistenza e della libertá vagabonda, Piemme 2000, p. 282: «La primera certeza existencial es la libertad». Y con Bergson, que «la libertad es un hecho, y entre los sucesos que observamos, no hay ninguno que resulte tan claro».

[20] H. Arendt, Responsabilitá e giudizio, Einaudi, Turín 2004, p. 17: «Existe en nuestra sociedad un difuso miedo a juzgar… Tras el no querer juzgar se esconde la duda de que nadie sea libre, la duda de que nadie sea responsable o pueda responder de los actos que ha cometido. Por lo tanto, en cuanto alguien plantea el problema, incluso solo de paso, se encuentra enseguida frente a una tremenda falta de fe en sí mismo».

[21] La falta de juicio es un signo evidente de la degradación del yo, es decir, de la debilidad de su libertad, que no se arriesga, porque nada tiene el suficiente valor para mover la libertad. «Si me preguntáis cuál es el síntoma más general de esta anemia espiritual (de Europa), respondo con seguridad: la indiferencia hacia la verdad y hacia la mentira. Hoy, la propaganda demuestra lo que quiere, y la gente acepta más o menos lo que se le propone. Ciertamente, esta indiferencia enmascara más bien una fatiga y casi un desánimo en la facultad de juicio. Pero no se puede ejercer la facultad de juicio sin cierto compromiso interior. Quien juzga se compromete. El hombre moderno no se compromete porque no tiene nada con que comprometerse. […] El hombre moderno es siempre capaz de juzgar porque sigue siendo capaz de razonar. Pero su facultad de juzgar ya no funciona, como un automóvil sin gasolina. Al automóvil no le falta ninguna pieza; salvo la gasolina. Para muchos esta indiferencia hacia la verdad y la mentira es más cómica que trágica. Pero yo la encuentro trágica. Implica una terrible disponibilidad no sólo del espíritu, sino también de toda la persona, incluso de la persona física. Quien se dispone a abrirse indiferentemente ante la verdad y la falsedad está maduro para la tiranía. La pasión por la verdad coincide con la pasión por la libertad (G. Bernanos, Rivoluzione e libertá, Borla Ropero 1963, pp. 49-50).

[22] Cf. G.K. Chesterton, Ortodoxia, El Acantilado, Barcelona 2003.

[23] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, Encuentro, Madrid 1993, pp.54-55.

[24] L. Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid.

[25] H. Arendt, Qué es la filosofía de la existencia: «El que del dato –ya sea la realidad del mundo o la imprevisibilidad del otro hombre o el dato de hecho de que no me hice a mí mismo– se vuelve el trasfondo sobre el que se destaca la libertad del hombre, el material que inflama esta libertad. Que yo no pueda reducir lo real a lo pensable, he aquí el triunfo de la libertad posible. O, paradójicamente: sólo porque no me hice a mí mismo puedo ser libre; si me hubiese hecho solo, habría podido preverme y, de tal modo, habría perdido la libertad».

[26] Cf. A. Camus, Caligola, Bompiani 2000, acto I, escena IV. Los revolucionarios de Mayo decían en el ’68 en París: «Soyez réalistes, demandez l’impossible», sed realistas, pedid lo imposible.

[27] G. Bernanos, Rivoluzione e libertá, o. c., p. 16.

[28] M. Zambrano, El hombre y lo divino, Ed. Trabajo, Ropero 2001. Es impresionante escuchar a uno que ha sufrido lo indecible por la libertad: «La vida es la libertad y por ello morir es la anulación progresiva de la libertad: primero se aliena la conciencia y después se ofusca: los procesos de vida en un organismo cuando la conciencia se desvanece subsisten por algún tiempo, la circulación de la sangre, la respiración y el metabolismo continúan funcionando. Pero hay una inevitable retirada hacia la esclavitud: si se atenúa la conciencia, el fuego de la libertad se atenúa… La libertad consistente en la originalidad irrepetible, en la conciencia de un hombre está el fundamento de la potencia humana, pero la vida se trasforma en felicidad, libertad, valor supremo, sólo si el hombre existe como género, como persona, y no repetible por nadie… Sólo por esta condición podemos probar la felicidad de la libertad, cuando reconozcamos en los otros lo que hemos reconocido en nosotros mismos» (V. Grossman, Vita e destino, Jaca Book, Milán 1984, p. 551).

[29] Benedicto XVI en Radio Vaticana: «Fijaos en el Hijo Prodigo que consideraba aburrida su vida en la casa paterna: “¡Quiero vivir la vida a fondo, disfrutándola a fondo!”, y después se da cuenta de que su vida está vacía y que en realidad era libre y grande justo cuando vivía en casa de su padre».

[30] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, o. c., p. 14-15.

[31] L. Giussani, Tutte la terra desidera il Tuo volto, San Pablo, Cinisello Balsamo (Mi) 2000, p. 124.

[32] L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 107. «La grandeza y la libertad del hombre proceden de la dependencia directa de Dios, condición para que el hombre se realice y se afirme. La primera condición para que brote el interés realmente humano es, pues, su dependencia de Dios» (L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, o. c. p. 108).

[33] L. Wittgenstein, Movimenti di pensiero. Diari 1930-32/1936-37, Macerata 1999, p. 85. Citado en M. Borghesi, “La nueva evangelización de la cultura”: Humanitas 34 (2004).

[34] C. Betocchi, Dal definitivo istante. Poesie scelte e inedite, BUR, Milán p. 146.

[35] R. Guardini, Persona e libertá, o. c., p. 113: «A quien se le acerca Dios da la definitiva plenitud y con ella la definitiva solución. Esto se realiza en el cristianismo».

[36] Guillermo de Saint Thierry, La contemplazione di Dio, Fabbri, Milán 1997, p. 62.

[37] Cf. Gaudium et Spes 22.

[38] C. Péguy, El misterio de los santos inocentes, o. c., pp. 49-50.

[39] L. Giussani, La libertá di Dio, Marietti, Génova 2005, p. 36.

[40] «La caridad genera la amistad, es como la madre. Es don de Dios, viene de Él, porque nosotros somos carnales, Él hace que nuestro deseo y nuestro amor comience en la carne. En nuestro corazón Dios inscribe hacia nuestros amigos un amor que si no pueden leerlo, nosotros lo podemos manifestar. Así nace un cariño, claramente un “affectus”, un apego profundo, inexplicable, que se ve en la experiencia y que fija a la amistad derechos y deberes» (san Bernardo).

[41] San Ambrosio, Ep 65,5: «Donde hay fe, hay libertad».

[42] H. Arendt, Sulla rivoluzione, Ediciones de Comunidad 1996, p. 31.

[43] «Laico, es decir cristiano», entrevista de A. Scola a L. Giussani, en 30Días, n. 3/1987; también: Quaderni, 11, Litterae Communionis, Milán 1988.

[44] Cf. H. U. von Balthasar, Teodramática. II. Las personas del drama: El hombre en Dios, o. c., pp. 268-292; A. Scola-G. Marengo-J. Prades, Antropología teológica: la persona humana. (Amateca, Tomo 15), Comercial Editora de Publicaciones, C.B., Valencia 2003, pp. 149-213

Blanca Mirthala Tamez-Valdez y Manuel Ribeiro-Ferreira

Análisis de los efectos del divorcio

Uno de los factores relevantes en la manera de enfrentar los efectos del divorcio, particularmente en el bienestar posterior al divorcio, como se verá más adelante, es la duración del matrimonio que fue disuelto, tiempo que para nuestro estudio presenta una media de nueve años en términos de duración legal, mientras que en términos de convivencia con expareja (duración social) la media corresponde a ocho años. Lo anterior llama la atención, puesto que es evidente una tendencia creciente al divorcio entre los matrimonios con mayor duración; de esta manera, según las cifras oficiales, a nivel nacional la mayor proporción se presenta en los matrimonios con una duración social de diez años o más. En particular, en 2011 la duración media de los matrimonios que llegaron al divorcio, correspondió a 13.5 años, siendo 3.1 años mayor que la observada en el 2000, en donde ésta fue de 10.4 años (INEGI, 2013).

Esta situación puede asociarse, por un lado, como se indicó previamente, al incremento de las uniones consensuales, particularmente entre las parejas jóvenes, quienes en algunos casos no llegan a formalizar legalmente su unión, por lo cual, aún cuando presenten rupturas, éstas no aparecen en los registros, o bien, las parejas llegan a contraer matrimonio después de algunos años en cohabitación; entonces los divorcios se presentan, principalmente, en aquellas generaciones que sí establecieron un contrato matrimonial, los cuales presentan mayor duración. Por otro lado, una explicación distinta respecto a este aumento es el incremento de los años de convivencia en pareja (gracias al aumento en la esperanza de vida poblacional). En general, la evidencia permite concluir que un mayor tiempo de matrimonio no garantiza la perpetuidad del mismo, en tanto no constituye un signo de protección que evite la ruptura o divorcio de las parejas.

Uno de los indicadores con mayor relevancia en el bienestar de las personas divorciadas es el estado de ánimo que presentan. En el estudio que nos ocupa se logró comparar el que los participantes perciben haber tenido durante su matrimonio y el que indican tener al momento del estudio, lo cual permite captar las áreas en que ellos señalan haber mejorado, así como aquellas en que por el contrario, su vida se vio perjudicada. Al respecto, las evidencias indican una marcada mejoría al comparar el antes y el después, principalmente en las mujeres, y en especial, en áreas como tener compañía durante el día, tener planes y proyectos futuros, sentirse deprimidos, sentir soledad, así como un sentimiento de vacío o pensar en el suicidio (Tabla 2).

·        Fuente: elaboración propia de la encuesta sobre divorcio (2010).

Tabla 2: Estado de ánimo en mujeres y hombres (en porcentaje)

Llama la atención la elevada proporción de las mujeres que indica haberse sentido deprimida antes del divorcio, así como sentirse sola y en particular, la que señala haber pensado en el suicido durante ese periodo, situación por demás distinta de los varones; por el contrario, en ellos pareciera ser menos adversa la situación enfrentada durante el matrimonio y con ello menos evidente el cambio entre el antes y el después.

De manera paralela, se solicitó a los participantes comparar en distintas áreas su situación durante el matrimonio y en el momento del estudio, con el fin de ubicar los aspectos en que enfrentaron mejoría, se mantuvieron igual o bien empeoraron tras el divorcio. El objetivo es detectar los elementos con que se enfrentan las mayores dificultades, que afectan la calidad de vida de los participantes y, en el caso de las mujeres, también de sus hijos, puesto que en su mayoría, como ya se señaló, ellas quedaron a cargo de los hijos dependientes. Los resultados obtenidos permiten comprobar que casi todas las áreas presentan mejoría en el grupo de las mujeres; la única excepción es la de las relaciones con la expareja, siendo más evidente ésta en su estado de ánimo, los sentimientos de felicidad, sentimientos de soledad, la relación con los hijos y su vida amorosa; incluso aspectos como el trabajo, su situación económica y las relaciones con amigos presentan una significativa mejoría de acuerdo con la percepción de las mujeres (Tabla 3). La mejoría reportada por el grupo de mujeres, se presenta en nueve o más áreas de su vida en promedio, lo que indica en general una percepción de mejoría en la mayoría de las áreas revisadas, en tanto que los efectos señalados como negativos se encuentran en una mínima proporción. Esto coincide con lo señalado por otros estudios (Médor, 2013; Street, 2004), particularmente, en términos de la percepción de mejores condiciones de vida y control de recursos posterior al divorcio (Giddens, 2003).

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 Tabla 3.png

Fuente: elaboración propia a partir de la encuesta sobre divorcio (2010).

Tabla 3: Efectos del divorcio según sexo del participante

En el caso de los varones, dicha mejoría se presenta en las mismas áreas, teniendo como única excepción la de las relaciones con los hijos y, en menor medida que las mujeres, los sentimientos de soledad. No obstante, la mejoría se presenta en menor proporción que en ellas. En ambos sexos es notorio que el área con mayor dificultad es la relación con la expareja, lo cual indica que el conflicto no termina con el divorcio, sino que continúa; asimismo, es posible advertir las evidentes diferencias entre los sexos respecto a la relación con los hijos, la frecuencia con la que los ve, así como en la recepción de apoyos por los parientes o los hijos de manera posterior al divorcio, que en los varones son significativamente menores (Tabla 3). Esta situación parece reflejar el incremento de tensión en las relaciones familiares, particularmente para los hombres, quienes enfrentan dificultad para continuar la relación con los hijos, posiblemente relacionada al hecho de no otorgar la pensión alimenticia correspondiente.

Al indagar sobre las características del grupo de mujeres que más inciden en la percepción de mejoría, se advierte que tienen un mayor nivel de escolaridad, así como participación en la decisión de divorciarse, los efectos de quienes tomaron la decisión son más positivos, a diferencia de quienes se viven como abandonadas. Lo anterior, confirma la tesis de (Giddens 2003) respecto a que mayores recursos, particularmente de tipo autoritario, es decir en torno a la libertad en la toma de decisiones y control de los recursos, deviene en una situación de mayor bienestar para enfrentar un proceso de cambio.

Las áreas en que las mujeres reportan mejoría de manera significativa son: la vida social, el estado de ánimo, sentimientos de felicidad, vida amorosa, salud y área económica. Por lo anterior, la participación activa en la decisión del divorcio parece ser un elemento de gran relevancia, en tanto que quienes señalaron que la decisión fue tomada por ambos miembros de la pareja, señalan seguir igual en muchas de las áreas. Aquellas que por el contrario, indicaron vivirse como abandonadas, señalan empeoramiento en varias de las áreas valoradas, coincidiendo estos resultados con los hallazgos mostrados por otros estudios (Dowling y Barnes, 2008; Wang y Amato, 2000).

Asimismo, se cuestionó a los participantes en torno a sus sentimientos de felicidad, particularmente, si se consideraban más felices al momento del estudio (posterior al divorcio) que cuando se encontraban casados. Se encontró que las mujeres responden en gran proporción (86 por ciento) ser más felices en el momento actual; la misma situación se observa en los varones pero en menor proporción (80.3 por ciento). Quienes indican sentirse menos felices reportan un porcentaje bajo: 3.9 por ciento y 5.3 por ciento, respectivamente; aquellos que indicaron sentirse igual en ambos momentos fueron 7.2 por ciento las mujeres y 10.9 por ciento los hombres; mientras quienes indicaron no saber la respuesta fueron 2.9 y 3.4 por ciento, respectivamente.

Además, se les preguntó si se encontraban arrepentidos de haberse divorciado; las mujeres que respondieron afirmativamente dieron un resultado de baja proporción (4.2 por ciento), en tanto que los varones mostraron una mayor (5.6 por ciento). Algunas mujeres señalaron haberse arrepentido inicialmente, pero ya no al momento del estudio (4.8 por ciento), situación presente en 8.4 por ciento de los hombres. Por el contrario, las mujeres que subrayaron no estar arrepentidas reportaron una elevada proporción (90.6 por ciento), en tanto que los varones (84.4 por ciento) indicaron un rango menor.

Las evidencias encontradas confirman que la situación enfrentada por las mujeres durante el matrimonio del cual se divorciaron, parece tener claras desventajas con respecto a los varones; por el contrario y a diferencia de ellos, en el momento posterior al divorcio, ellas perciben encontrarse mejor tanto en estado de ánimo como en su bienestar, no sólo emocional, sino incluso material y económico; ello a pesar de que reconocen haber enfrentado efectos como problemas de salud o enfermedades (33 por ciento mujeres, 20 por ciento varones), problemas económicos (18 por ciento mujeres, cinco por ciento varones), rechazo social (ocho y cuatro por ciento), soledad (seis por ciento, 16 por ciento), dejar de ver a los hijos (13 por ciento varones), problemas de los hijos (12 por ciento mujeres), depresión (seis por ciento mujeres), dificultades para adaptarse (seis por ciento varones) y mala relación con expareja (seis por ciento igual en ambos sexos). De acuerdo con estudios realizados de manera paralela con la misma población, se encontró que el periodo de duelo tras el divorcio, en el cual se presentan estos efectos en mayor medida, es en promedio de dos años posteriores a la ruptura, luego de lo cual, se presenta la mejoría señalada (Rodríguez y Ribeiro, 2012).

Con base en estas evidencias, es posible señalar que las mujeres enfrentan el proceso de desgaste, tensión y ruptura durante el matrimonio, antes de llegar al divorcio, lo que indica como éste constituye la formalización de la ruptura afectiva ya existente, permitiéndoles liberarse de un vínculo; tras el divorcio enfrentan su situación de divorciadas con mayor bienestar y una mayor calidad de vida. En los varones, también se observan mejorías, sin embargo, ellos parecen enfrentar, en algunos aspectos, situaciones que empeoran su calidad de vida, particularmente en lo que se refiere a su relación con la expareja, con los hijos y parientes, no obstante siguen gozando en mayor medida de su relación con los amigos.

Al profundizar en el análisis de los efectos del divorcio, especialmente en el grupo de mujeres, se buscaron los factores que logran predecir o explicar en mayor medida, la mejoría percibida por la mayor proporción de ellas, para lo cual se recurrió a la prueba de regresión lineal, utilizando el método step wise, mismo que permitió identificar la combinación de variables estudiadas que permite explicar los efectos registrados (Tabla 4), observándose que en 39 por ciento de la varianza (R2 = 0.388), éstos pueden explicarse por la combinación de cinco variables: i) un mayor nivel de bienestar posterior al divorcio (β = 0.471 p < 0.01 ), ii) una menor duración social de su matrimonio (β = -0.381 p < 0.01), iii) mayor escolaridad (β = 0.194 p < 0.01), iv) mayores niveles de autonomía después del divorcio (β = 181 p < 0.01) y v) la cobertura de sus necesidades y las de su(s) hijo(s) (β = 122 p < 0.05). De esta manera, es posible señalar, de acuerdo con las evidencias encontradas, que en términos de temporalidad, no es tanto el tiempo transcurrido tras el divorcio, como reporta gran parte de la literatura en torno al tema, sino más bien el tiempo de convivencia en matrimonio con su expareja lo que determina, de forma negativa, la percepción de mejoría o empeoramiento en su calidad de vida; de tal forma que a mayor tiempo casada en un matrimonio frustrante o desgastante, mayores efectos negativos posteriores al divorcio se perciben, independientemente del tiempo transcurrido luego del mismo. Esta situación pudiera estar relacionada con un menor desarrollo de recursos autoritarios al encontrarse por un mayor tiempo constreñida en una relación cuyo efecto en el estado de ánimo fue evidenciado anteriormente.

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Fuente: elaboración propia: Encuesta sobre Divorcio (2010).

Tabla 4: Modelo que explica el nivel de efectos enfrentados por las mujeres luego del divorcio

Autonomía y bienestar en las mujeres durante el matrimonio

Uno de los aspectos clave en el bienestar familiar, particularmente el de los hijos, luego de un divorcio, depende en gran medida de la manera en que enfrenta y resuelve las situaciones el padre que está a cargo de ellos, lo que en la mayoría de los casos, corresponde a la madre (Dowling y Barnes, 2008). Por lo anterior, es de gran relevancia el análisis de la autonomía y el bienestar mostrado por la mujer, así como el de la diferencia entre el que percibe haber tenido durante el matrimonio que se disolvió y el que presenta tras el divorcio. Cabe señalar, que para el análisis de la autonomía, [11] se consideran principalmente los elementos de disposición de recursos, específicamente de tiempo e ingresos, así como libertad en la toma de decisiones, especialmente en torno a los recursos señalados, y la educación y la disciplina de los hijos.

Por otro lado, el nivel de bienestar fue definido considerando la satisfacción de la mujer tanto consigo misma, como con su autonomía, con la cobertura de sus necesidades y de su (s) hijo (s), así como con su desempeño personal, familiar, social y de trabajo. El enfoque teórico y operativo para el análisis del bienestar fue retomando el enfoque de Sen (2000) en términos de la necesidad de considerar aquellos elementos que constituyen las capacidades del sujeto y su nivel de satisfacción con las mismas.

Para analizar el nivel de autonomía mostrado por las mujeres durante su matrimonio, fue necesaria, primeramente, la revisión de los factores asociados a la misma a través de la regresión lineal con el método step wise, y se encontró que la autonomía de las mujeres durante su matrimonio, se explica o predice en 47 por ciento de la varianza (R2 = 0.470) por la combinación de tres variables: i) el número de hijos (β = -0.541, p < 0.01), ii) la duración social de su matrimonio (β = -0.185, p < 0.01), y iii) la escolaridad de su expareja (β = 0.146, p < 0.01); de los cuales, los primeros factores mostrados por el modelo presentan valores negativos y el tercero positivo, lo que indica que a menor número de hijos, así como menor duración de su matrimonio y una mayor escolaridad de su expareja se presenta un mayor nivel de autonomía en la mujer (Tabla 5). Esta situación, por tanto, permite interpretar que una menor convivencia con su expareja, así como que éste cuente con mayor escolaridad, a la par de un menor número de hijos, constituyen los elementos principales que conllevan a tener mayores niveles de autonomía en el matrimonio. No obstante, el hecho de que una mayor duración social del matrimonio influya de forma relevante en el nivel de autonomía, puede indicar tanto que el mayor número de años casada implica un menor desarrollo de recursos de autoridad dentro del matrimonio, pero también que sea precisamente por el bajo nivel de autonomía presente en ellas que se llegue a sostener por mayor tiempo el vínculo conyugal, y por lo tanto, se prolongue la decisión del divorcio, a pesar de lo insatisfactorio que pueda ser el matrimonio. Esta situación confirma la relación presente entre el nivel de recursos (autoritarios y distributivos) y la capacidad de agencia y cambio en las participantes (Giddens, 2003).

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Fuente: elaboración propia: Encuesta sobre Divorcio (2010).

Tabla 5: Modelo que explica la autonomía de las mujeres

Asimismo, llama la atención la influencia de la escolaridad del cónyuge, particularmente al retomar los hallazgos mostrados en términos de heterogamia. Como se indicó previamente, la mujer supera al varón en escolaridad en una proporción significativa; ante esto, el recurso educativo cobra relevancia no sólo ante la decisión y realización del divorcio, ya que, de acuerdo con las evidencias, la población que en mayor proporción accede al divorcio es precisamente la más escolarizada; además, las mujeres superan en este recurso a su expareja de manera estadísticamente significativa, y la escolaridad mostrada por la expareja resulta ser relevante en el desarrollo de autonomía para la mujer, en especial durante su matrimonio, constituyendo un valioso recurso que brinda autonomía y bienestar a la mujer al interior del matrimonio, parece ser un recurso distributivo presente en el varón, que promueve el recurso autoritario (libertad en la toma de decisiones y acceso a los recursos) en la mujer (Giddens, 2003).

A partir de lo anterior, es posible señalar que las mujeres que lograron mayor desarrollo de autonomía durante su matrimonio, de acuerdo con su percepción, son quienes tuvieron un menor número de hijos, su matrimonio duró menos años y tuvieron una pareja más escolarizada; lo cual coincide con el grupo generacional de las más jóvenes, principalmente quienes presentan homogamia en edad con su expareja, pero lo superan en escolaridad. Es decir, la escolaridad como recurso distributivo, siguiendo a Giddens (1984), al parecer brinda de mayor apertura y democracia a las relaciones de pareja al interior del matrimonio, otorgando mayores recursos autoritarios a la mujer, ante su participación en la toma de decisiones y libertad en el acceso y uso de los recursos de tiempo, ingreso y disciplina de los hijos.

En cuanto al bienestar [12] que las mujeres perciben haber tenido durante su matrimonio, utilizando la prueba de regresión lineal con el mismo método, se observa que los factores que predicen esta variable son principalmente el nivel de autonomía desarrollado durante el matrimonio (β = 0.516, p < 0.01), la edad de la mujer (β = 0.146, p < 0.05), así como la duración social del matrimonio (β = -0.321, p < 0.05) que se disolvió; dicho modelo tiene un bajo nivel predictivo, puesto que explica 26 por ciento de la varianza (R2 = 0.266) en el nivel de bienestar percibido; sin embargo, llama la atención principalmente el valor mostrado por el primer factor, así como su nivel de significancia, lo cual permite comprobar la hipótesis E: el nivel de autonomía que las mujeres perciben haber tenido durante el matrimonio influye en el nivel de bienestar que percibieron tener durante el mismo periodo (Tabla 6).

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Fuente: elaboración propia: Encuesta sobre Divorcio (2010).

Tabla 6: Modelo explicativo del bienestar de las mujeres

Asimismo, se advierte que los primeros dos factores muestran un valor positivo, mientras que el tercero es negativo, lo cual indica que a mayor autonomía durante el matrimonio, así como mayor edad de las mujeres, mayor será el bienestar percibido; mientras que el tiempo de convivencia con su expareja presenta un efecto opuesto, es decir a mayor tiempo de casada, menor será el nivel de bienestar que perciben haber tenido en su matrimonio. Cabe señalar, que en este modelo, el valor explicativo de la duración social del matrimonio es mayor al observado en el de autonomía, lo que subraya que, en este caso, tendrá mayor impacto, es decir, los años de duración del matrimonio disuelto, influyen negativamente en el bienestar de las mujeres durante su matrimonio.

Autonomía y bienestar de las mujeres después del matrimonio

A diferencia de la autonomía desarrollada durante el matrimonio, la que se presenta al momento del estudio en las participantes, muestra una combinación distinta de factores o variables en el modelo que la explica o predice, observándose que si bien, aparece nuevamente como principal factor i) el número de hijos (β = -0.814, p < 0.01), cobran un papel relevante ii) la cobertura en la escala de necesidades personales y familiares (β = 0.156, p < 0.01), iii) la edad de la mujer (β = 0.118, p < 0.01), iv) los efectos enfrentados tras el divorcio (β = 0.106, p < 0.01), así como v) el ingreso familiar total (β = -0.087, p < 0.01). El valor predictivo de este modelo es elevado, predice o explica 68 por ciento de la varianza del nivel de autonomía (R2 = 0.676); en cuanto a los valores y su interpretación, se advierte que al ser negativos tanto el primer factor como el último, indican que a menor número de hijos, así como menor ingreso familiar, mayores niveles de autonomía son percibidos. En cuanto a los otros factores, todos muestran correlación positiva, lo que indica que a mayor cobertura de sus necesidades, mayor edad de la mujer, así como efectos más positivos tras el divorcio, mayor será el desarrollo de autonomía posterior al divorcio.

Las evidencias en este sentido parecen indicar que el número de hijos es relevante en el desarrollo de autonomía posterior al divorcio, en tanto, quienes tienen más hijos, presentan en mayor medida cierto grado de dependencia a otros que le apoyen en la atención de las necesidades familiares. Asimismo, tener cubiertas las necesidades y mostrar efectos menos negativos, en el sentido de observar mejoría en diversas áreas, inciden directamente en la situación de la mujer, especialmente en su grado de autonomía; mientras que lo referido a mayor edad, pero menor ingreso, parece estar relacionado al hecho de que las más jóvenes, particularmente cuando pertenecen a estratos altos, regresan con la familia de origen, en muchos casos, retomando su papel de hijas, lo que incide en menores niveles de autonomía. Por el contrario, las mujeres de mayor edad se mostraron más constreñidas durante su matrimonio en términos de autonomía, pero lograron mayor cambio como se verá más adelante, es decir, se emanciparon en mayor medida que las jóvenes.

En cuanto al bienestar de las mujeres luego del divorcio, se observa que éste es explicado principalmente por los factores de: I) nivel de autonomía después del divorcio (β = 0.489, p < 0.01) y II) escolaridad de la mujer divorciada (β = 0.117, p < 0.05), cuya combinación logra predecir 27 por ciento (R2 = 0.269) su varianza, mostrando en ambas variables valores positivos, lo que señala que el desarrollo de autonomía posterior al divorcio, de la mano con una mayor escolaridad, determinan en cierto grado el bienestar mostrado por este grupo al momento del estudio. Dicho señalamiento, puede explicarse teóricamente con el planteamiento de (Giddens 1984) en su teoría de la estructuración y praxis social, en cuanto a que a partir de la combinación de recursos autoritarios y distributivos se logra incrementar el bienestar de los sujetos. Estas evidencias permiten retener la hipótesis F: el nivel de autonomía que las mujeres presentan después del divorcio, influye en el nivel de bienestar que muestran en el mismo momento.

Cambios en la autonomía y el bienestar después del divorcio

A fin de comprobar dos de las hipótesis del estudio revisado, Hipótesis A: el nivel de autonomía percibido por las mujeres presenta un aumento después del divorcio e Hipótesis B: el nivel de bienestar que las mujeres perciben tener será mayor en el momento posterior al divorcio, se compararon los niveles tanto de autonomía como de bienestar en el grupo de las mujeres participantes, de tal forma que respecto a la autonomía es posible observar a través de la prueba t en la comparación de medias, que efectivamente hay un cambio estadísticamente significativo entre el nivel de autonomía que perciben tener las participantes en el momento previo al divorcio y el que muestran al momento del estudio.

Las evidencias exhiben un incremento en cuatro puntos porcentuales entre las medias del nivel previo y el actual. Dicho incremento, se confirma en los cambios mostrados por las diversas medidas de tendencia central, así como por el rango. En términos generales, es posible señalar que 72 por ciento de las mujeres presenta un incremento en su nivel de autonomía, mientras que 13 por ciento muestra seguir encontrándose en el mismo nivel que tenía durante su matrimonio y 15 por ciento por el contrario, despliega un empeoramiento o disminución del mismo. Con base en estos resultados, que evidencian el incremento del nivel de autonomía en el momento posterior al divorcio en el grupo de participantes, es posible retener la hipótesis señalada, misma que indica una mejora sustancial en la percepción de las mujeres de su situación, reportando mayores niveles de autonomía relacionados con el control de mayores recursos, particularmente en torno a la toma de decisiones, es decir recursos de tipo autoritario (Giddens, 2003). Esto último coincide con lo señalado por algunos estudios (Médor, 2013; Street, 2004).

Los resultados, por tanto, indican que el divorcio constituyó para tres de cada cuatro mujeres un proceso de emancipación, mismo que se hizo evidente en una participación activa de las mujeres en la decisión de divorciarse, quienes luego de un prolongado tiempo de espera, la acumulación de motivos de ruptura y un largo proceso de decepción, enfrentan niveles de constricción en su autonomía que se incrementan en función del tiempo que duraron casadas, es decir, a mayor número de años de convivencia con expareja, menores niveles de autonomía durante el matrimonio. Pese a ello, finalmente, tomaron la iniciativa en la decisión del divorcio; situación que se evidencia principalmente en quienes menores niveles de autonomía gozaron durante el matrimonio, específicamente las de mayor edad, mismas que presentaron los niveles más elevados de manera posterior al divorcio.

Es necesario destacar, que en el grupo de las participantes, quienes mostraron una disminución de su nivel de autonomía en el momento posterior, son principalmente aquellas con mayores niveles de autonomía durante su matrimonio, lo cual parece estar relacionado con el hecho de enfrentar dificultades para conciliar la vida familiar y laboral, a la par de resentir una disminución en la calidad de vida posterior al divorcio; puesto que éstas contaron durante su matrimonio con una pareja de mayor escolaridad, lo que se asocia por lo general, a mayores niveles de ingreso; de esa manera, se observa que ante el mayor recurso de escolaridad del cónyuge, gozaron de una relación más democrática durante el matrimonio.

En torno al nivel de bienestar, igualmente se comparó el percibido por las mujeres respecto al periodo previo al divorcio y el que muestran al momento del estudio, observándose a través de la prueba un incremento estadísticamente significativo. El aumento entre ambos momentos es de nueve puntos porcentuales, siendo más evidente en la mediana obtenida en ambos momentos, así como en el rango. Cabe señalar que la mayoría (84 por ciento) percibió un incremento en su nivel de bienestar al compararse ambos momentos, mientras que solamente ocho por ciento permanece en el mismo nivel y la misma proporción mostró disminución en su bienestar.

Estos resultados permiten retener la segunda hipótesis del estudio, hipótesis B, que plantea un aumento en el nivel de bienestar de las mujeres luego del divorcio; a la vez que confirman lo indicado previamente, en cuanto a la mejoría señalada por las participantes luego del divorcio, notorio en términos de los efectos enfrentados en las distintas áreas evaluadas, en especial el estado de ánimo y los sentimientos de felicidad; lo cual, como ya fue mencionado, está asociado con el desarrollo de autonomía (libertad en el acceso a los recursos y en la toma de decisiones) posterior al divorcio, así como con la mayor escolaridad de la mujer. Esto último, recordemos puede estar relacionado, en algunos casos, con el proceso de duelo y separación que se enfrenta mientras se está pensando en el divorcio, acumulándose los motivos señalados, en tanto quizá constituya una estrategia de afrontamiento, caracterizada principalmente por el incremento de recursos en la mujer, tanto de tipo autoritario (autonomía) como distributivo (recursos materiales y de capacidades), para lograr resolver los problemas derivados de la separación y el mantenimiento de sus necesidades y las de su (s) hijo (s), lo cual suele constituir uno de los principales recursos de emancipación y, como ya se evidenció, de incremento en la autonomía de la mujer (Giddens, 2003).

Conclusiones

De acuerdo con el análisis realizado, es posible concluir que el divorcio constituye un fenómeno social y demográfico que da cuenta, de manera especial, de las transiciones familiares; se caracteriza por ser complejo y heterogéneo, mostrando en México una tendencia creciente, en especial en algunas entidades del país, entre las que destacan el Estado de México, la Ciudad de México, Nuevo León, Chihuahua y Colima. Aún cuando el país no presenta en promedio los niveles mostrados por otros países, entre los que destacan los del continente europeo y América del Norte, si presenta un aumento acelerado, especialmente durante las últimas décadas, evidente tanto en el aumento de divorcios y separaciones como en la disminución de matrimonios, en especial en las entidades mencionadas.

Dicho fenómeno se presenta en todos los niveles sociales y económicos, aunque se incrementa en los grupos más escolarizados; asimismo, es heterogéneo también en cuanto a la duración del matrimonio y la edad de los participantes. Generalmente es solicitado por la mujer, por lo regular tras un cúmulo de motivos y hasta presentarse una causa detonante que conlleva a tomar la decisión. Conforma por tanto, en muchos de los casos, un largo proceso de desilusión, separación y ruptura, iniciando por lo general con un periodo previo de ruptura o separación afectiva, seguido por la separación física, en ocasiones de manera intermitente, con reconciliaciones y rompimientos, para finalmente llegar, a veces después de meses o años de separación, al proceso legal.

La infidelidad marital, como causa principal o detonante del divorcio, se ha venido incrementando durante los últimos años, presentándose en mayor medida como motivo principal por el grupo de las mujeres, situación que se observa tanto a nivel nacional como en el estado. Asimismo, se denota un crecimiento en la realización del divorcio, particularmente en aquellos matrimonios con una duración mayor a los diez años, situación que deja entrever la relevancia tanto de la mayor duración de los matrimonios durante las últimas décadas, así como de la disminución de matrimonios en las parejas jóvenes, situación que no permite contar con el registro de rupturas en estos casos, al no ser formalizadas legalmente.

Aunado a lo anterior, el presente análisis permite confirmar que la mujer se hace cargo de los hijos dependientes en la mayoría de los casos, así como que ella se incorpora al mercado laboral en caso de no haberlo estado durante su matrimonio, especialmente, porque tres de cada cuatro no reciben pensión alimenticia para el sostenimiento de sus hijos. No obstante, una de cada cuatro ha vuelto a unirse o casarse nuevamente, así como una de cada tres que no lo ha hecho, piensa realizarlo en un futuro; situación que denota un incremento con respecto a décadas anteriores.

La transformación de las familias que han enfrentado un divorcio se hace patente al observar que cuatro de cada diez mujeres conforman una familia monoparental, mientras que una de cada cinco ha reconstruido la familia con una nueva unión conyugal y una de cada cuatro ha regresado con su familia de origen, conformando una familia extensa o nuclear; mientras que los varones, por el contrario, cuatro de cada diez han reconstruido la familia con una nueva unión, uno de cada tres vive solo y uno de cada cinco ha retornado a su núcleo familiar.

Por lo anterior, y particularmente por constituir uno de los principales indicadores de la segunda transición demográfica, es relevante el análisis de las características que este fenómeno presenta, así como las implicaciones sociales y familiares del mismo, especialmente para el grupo de mujeres, quienes como ya se evidenció, generalmente quedan a cargo de los hijos dependientes. Por ello, la manera en que ellas enfrentan los efectos del divorcio, particularmente sus niveles de autonomía y de bienestar, repercuten directamente en el bienestar de los hijos, representando un elemento crucial de las implicaciones sociales y familiares del divorcio.

El análisis del divorcio a nivel microsocial permite tener un reflejo de las transformaciones que se observan al interior de la familia, en específico de las relaciones de pareja en el matrimonio, denotándose en los resultados observados que, si bien hay indicios de un incipiente proceso de democratización al interior de la pareja, notoria principalmente en el cambio de papel de la mujer, quien incrementa su escolaridad y trabaja en mayor medida, además, tiene mayores expectativas respecto al matrimonio y una menor tolerancia a las faltas de su pareja, particularmente cuando existe violencia o infidelidad, así como irresponsabilidad del cónyuge.

No obstante, también se hace evidente la presencia de tensiones, ambivalencias y desigualdades en las relaciones de pareja, entre las que es posible observar una baja corresponsabilidad entre los cónyuges; dichas tensiones parecen aumentar durante el proceso de ruptura y separación, generando un gran malestar, especialmente en las mujeres, quienes pese a ello, y siguiendo un poco con el imaginario social de mantener su matrimonio, suelen prolongar dicho proceso hasta que se presenta un detonante que las lleva a priorizar su bienestar y el de sus hijos.

Esto conlleva, de acuerdo con la evidencia revisada, a enfrentar los efectos con una notoria mejoría. Sobresalen en particular, los cambios en el estado de ánimo, sentimientos de felicidad y de soledad. Asimismo, resalta el incremento en los niveles de autonomía y de bienestar mostrado por la mayoría de las mujeres, quienes pese a tener que trabajar en mayor medida, enfrentar dificultades para conciliar vida familiar y laboral y hacerse cargo de los hijos dependientes, consideraron encontrarse mejor al momento del estudio.

Blanca Mirthala Tamez-Valdez y Manuel Ribeiro-Ferreira,  scielo.org.mx/

Notas:

11.    El concepto de autonomía es construido teóricamente con base en la perspectiva de Giddens (1984 y 2003) y operacionalizado a partir de los hallazgos de estudios previos en torno al tema (Casique, 2004; Street, 2004).

12.    El concepto de bienestar en este estudio está enfocado, retomando el planteamiento de Amartya Sen (2000), en torno a las capacidades y los funcionamientos, así como en la satisfacción del sujeto respecto a su posibilidad de elegir entre diversas oportunidades.

Blanca Mirthala Tamez-Valdez y Manuel Ribeiro-Ferreira

Introducción

En México, el divorcio es definido oficialmente como la disolución jurídica definitiva de un matrimonio, deviniendo en la separación del marido y de la mujer, misma que confiere a las partes el derecho a contraer nupcias nuevamente, según la disposición civil de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2006). Desde la perspectiva sociológica, el divorcio constituye un fenómeno social y demográfico caracterizado por el incremento de las rupturas conyugales; particularmente por la formalización legal de la disolución conyugal.

Sin embargo, es necesario analizar dicho fenómeno en su doble dimensión; desde el enfoque macrosocial, este fenómeno se encuentra asociado con la transformación social y demográfica denominada “transición demográfica”, especialmente en su segunda etapa, caracterizada por los cambios presentes en la formación y la disolución conyugal (Ariza y Oliveira, 2004; Arriagada, 2005; Quilodrán, 2003). Dicha transición está relacionada entre otros factores, con el aumento de la escolaridad en la población, así como con los cambios ocurridos a nivel familiar, en especial, aquellos ligados al papel de las mujeres y los hijos, como la mayor incorporación de éstas al mercado laboral (en particular las unidas y con hijos), la centralidad de la vida familiar en la pareja, mayor valor y atención hacia los hijos, mayor número de años de dependencia de estos últimos (gracias al incremento de la escolaridad) y un aumento de años en la duración de los matrimonios (resultado del incremento en la esperanza de vida) (Ariza y Oliveira, 2002; Giddens, 2001; Leñero, 2002; Ripol, 2001; Salles y Tuirán, 1996).

A nivel microsocial, el divorcio constituye un proceso de ruptura y transformación familiar, caracterizado por su heterogeneidad, mismo que conlleva principalmente a la formación de familias reconstruidas y de tipo monoparental [1] (INEGI, 2000; Poxtan, 2010). Además, es un indicador del incremento de tensiones, ambivalencias y desigualdad al interior de las parejas, así como del cambio de expectativas sobre el matrimonio.

Por lo señalado, en el presente análisis se hace una revisión del divorcio primeramente a nivel macrosocial, señalando sus tendencias tanto a nivel nacional como en el estado de Nuevo León; después se centra en el examen del mismo a nivel microsocial, haciendo una revisión de sus características más relevantes. Posteriormente, se revisan los principales resultados de un estudio amplio sobre este fenómeno social, realizado en el área metropolitana de Monterrey con el objetivo de analizar las características presentes en el divorcio, así como los factores sociales vinculados a su incremento y a los efectos enfrentados de manera posterior. Se utilizó una muestra estratificada de 779 participantes, conformada por 322 hombres y 457 mujeres que al menos en una ocasión enfrentaron el divorcio.

El análisis de los resultados, particularmente de los efectos e implicaciones del divorcio es realizado desde la teoría de la estructuración y praxis social de Giddens, cuyo planteamiento hace posible entender la relación entre los elementos estructurales que definen la relación entre los sexos en la sociedad, que por un lado, constriñen la acción, principalmente de las mujeres, así como por el otro explican la transformación de su situación y sus circunstancias, producto de las acciones o prácticas sociales, lo cual está vinculado al poder de los agentes, derivado de su control en los recursos, en particular los de tipo autoritario, relacionados con su nivel de libertad y toma de decisiones. A partir de este planteamiento, es necesario analizar las diferencias evidenciadas en los efectos e implicaciones observados entre los participantes en función de su situación y su control de los recursos tanto autoritarios como distributivos.

El divorcio como fenómeno social y demográfico

El divorcio está ligado al aumento de la cohabitación o unión libre, [2] puesto que constituye uno de los principales indicadores de la transición demográfica, específicamente de los cambios en la formación y disolución familiar, consistentes tanto en el aumento de las separaciones y divorcios, como en la disminución de los matrimonios; aunado al incremento de la edad al momento de contraer matrimonio y la postergación de la maternidad (Ariza y Oliveira, 2004; Ripol, 2001; Salles y Tuirán, 1996). Por tanto, demanda el análisis del incremento en las rupturas conyugales, asociado a la disminución de los matrimonios; éste es posible a través de la relación de divorcios por cada cien matrimonios. Esta relación da cuenta de manera más precisa de la transformación señalada, mientras que la típica medición brindada por la tasa de divorcios, permite observar únicamente el número de divorcios presentados durante un año en relación con la población de la zona en cuestión. No obstante, dicho indicador es resultado de la combinación entre el aumento de disoluciones conyugales formalizadas y la disminución de matrimonios registrados, paralelo al aumento de las uniones consensuales, situación que ha sido reportada con anterioridad por diversos autores (García y Rojas, 2004; Quilodrán, 2003; Ribeiro, 2012).

Desde la teoría de la “transición demográfica”, las características presentes permiten hacer un recuento de los avances en un proceso de evolución y cambio social, situación esperada en la homologación de las sociedades dentro del proyecto de modernidad, al asemejarse a aquellas consideradas como desarrolladas. Cabe señalar, que la situación de México aún no alcanza los niveles mostrados por países como Bélgica, Portugal, Hungría, República Checa y España, e incluso los que se observan en Cuba, Estados Unidos, Alaska y Guyana Francesa, mismos que se encuentran por encima de 50 por ciento de los matrimonios registrados (EUROSTAT, 2012).

A partir de estos indicadores, se puede señalar que el divorcio muestra un comportamiento ascendente en México, que se duplica entre 2000 y 2010, siendo más pronunciado en el caso de Nuevo León, al triplicarse durante el mismo periodo, con 26 divorcios por cada 100 matrimonios en 2012 (véase Gráfica 1) , por lo que ocupa el cuarto sitio a nivel nacional, después de la Ciudad de México (34 de cada 100 matrimonios), Chihuahua (31) y Colima (29) (INEGI, 2011 y 2014). Las entidades con menor relación de divorcios por matrimonios son Oaxaca (cuatro de cada 100 matrimonios), Guerrero (siete) y Chiapas (nueve) (INEGI, 2014). Sin embargo, la situación difiere al observar el número de divorcios registrados durante 2012, Nuevo León se encuentra en tercer sitio con 7 537, siguiendo al Estado de México con 12 890 y a la Ciudad de México con 11 105 (INEGI, 2013).

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Fuente: elaboración propia con datos de (INEGI, 2016).

Gráfica 1: Evolución del divorcio a nivel nacional y en Nuevo León

La tendencia creciente del divorcio en Nuevo León, mostrada por la relación de divorcios por cada 100 matrimonios indica un doble efecto ocurrido tanto en el aumento de los divorcios, los cuales se incrementaron en 162.8 por ciento entre 2000 y 2011, como en la baja de matrimonios registrados, disminuyendo en 20.6 por ciento durante el mismo periodo (INEGI, 2013).

El divorcio como proceso de transformación familiar

En el círculo familiar el divorcio constituye un proceso de ruptura y transformación, constituido principalmente por tres momentos: I) cuando uno de los miembros comienza a pensar en la separación, II) cuando ocurre la separación física de los cónyuges y III) cuando se formaliza legalmente la separación (Ribeiro y Cepeda, 1991).

El proceso señalado se caracteriza por ser heterogéneo y complejo, en tanto, se presenta en todos los niveles socioeconómicos, así como en matrimonios con desigual duración y en diversos grupos de edad. Además, muestra algunas tendencias como son: presentarse en mayor medida en los grupos más escolarizados, ser solicitado generalmente por la mujer, incrementarse en los grupos con duración mayor a los diez años de matrimonio, así como presentarse especialmente en las llamadas parejas transicionales [3] (INEGI, 2008 y 2010; Burin, 2007; Meler, 1998; Ribeiro, 1994).

El hecho de que la mujer solicite en mayor medida la separación y el divorcio, ha sido asociado entre otros factores, al incremento de las tensiones al interior de la pareja, las cuales suelen estar aunadas al cambio de expectativas respecto al matrimonio, así como la diferencia de éstas entre los miembros de la pareja (Barahona, 2004; Giddens, 1992). Paralelo a los cambios demográficos, se advierte un mayor número promedio de años en la vida de pareja (gracias a una mayor esperanza de vida); así como un mayor número de años en la dependencia de los hijos (con el incremento de los años de escolaridad); además de la presencia de diversidad y cambios en los papeles ejercidos por los miembros de la pareja, lo cual contribuye a las tensiones señaladas (Burin y Meler, 1998).

Metodología del estudio

El análisis presentado en este documento, retoma principalmente los resultados de un estudio amplio sobre el divorcio auspiciado con recursos de PROMEP (Programa de Mejoramiento del Profesorado), siguiendo un diseño de tipo transversal, cuantitativo y correlacional; fue realizado en el área metropolitana de Monterrey durante 2010, con una muestra de 779 participantes, 457 mujeres y 322 hombres que viven en esa área; independientemente de su estado civil actual y del tiempo transcurrido luego del divorcio.

Se elaboró una cédula [4] propia para el estudio, para lo cual fueron retomados aspectos señalados por la literatura especializada, así como por la participación de investigadores expertos dentro de una red internacional de investigación, desde la cual se conformó un equipo interdisciplinario con profesores investigadores de las Facultades de Trabajo Social y Desarrollo Humano, así como de Psicología en la Universidad Autónoma de Nuevo León, además de un grupo de investigadores de la Université de Aix-Marseille en Francia, coordinado por Manuel Ribeiro. La muestra diseñada fue mixta, siguiendo un diseño estratificado con participantes de diversos niveles de escolaridad e ingreso, así como heterogeneidad en términos de edad de los participantes, tiempo transcurrido tras el divorcio y, número de hijos. Por un lado, se estableció una cuota por AGEB en población abierta, seleccionando de manera aleatoria, 300 del total de 1230 AGEB del área metropolitana de Monterrey; por otro lado, la muestra fue complementada con participación voluntaria de miembros en grupos de autoayuda a divorciados, además de dos juzgados de lo familiar y el Tribunal Eclesiástico de Monterrey.

De esa manera, se logró captar una muestra heterogénea, conformada por distintos niveles socioeconómicos y de escolaridad, con diversidad en grupos de edad, municipios de residencia, tiempos después del divorcio, duración del matrimonio y número de hijos, lo que permitió examinar la diversidad de situaciones enfrentadas durante el proceso, así como las posteriores al divorcio, cumpliendo con el objetivo planteado (Tabla 1).

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Fuente: elaboración propia con datos de la muestra del estudio sobre Divorcio en Nuevo León (2010).

Tabla 1: Perfil de los participantes (muestra)

Entre las principales características de los participantes podemos señalar que la escolaridad promedio supera de forma notoria a la población en general, correspondiente a 8.6 años promedio en México (8.4 mujeres y 8.7 varones) y 9.8 años promedio en Nuevo León (nueve mujeres y diez varones), lo que confirma que son los más escolarizados, en promedio, quienes llevan a cabo la disolución legal de su matrimonio (INEGI, 2013). Lo anterior coincide con lo observado por estudios previos en torno al tema (Ojeda, 1986; Ojeda y González, 2008). Así como estudios paralelos en la entidad, como es el Diagnóstico de la Familia en Nuevo León (Ribeiro, 2010). Otro aspecto que resalta es la edad promedio al momento de contraer nupcias, señalada por los participantes, que es similar a la encontrada en los datos oficiales, correspondiente a 24.3 años en las mujeres y 26.6 en los varones, para la década correspondiente al estudio (INEGI, 2008; Ribeiro, 2010a). Asimismo, es posible observar que la duración social [5] del matrimonio es menor a la duración legal [6], diferencia que se explica por el tiempo de separación física entre los cónyuges, previa a la formalización legal de la ruptura, tiempo que, en promedio en el presente estudio, corresponde a 18 meses en el grupo de las mujeres, así como a 15 meses para el grupo de varones. Respecto al tiempo promedio transcurrido después del divorcio es notorio que corresponde a siete años, sin diferencias significativas entre los sexos (Tabla 1).

El estado civil reportado al momento del estudio es principalmente de divorciado (a), significativamente mayor en las mujeres; lo contrario se observa entre quienes tienen una nueva pareja, siendo significativamente mayor en los varones (Tabla 1). Esta situación se ve incrementada en relación con décadas anteriores, de acuerdo con estudios previos (Calderoni, 2008; Ribeiro y Cepeda, 1991); es difícil comparar este dato a nivel nacional, al no contar con registros de segundas o terceras uniones, particularmente cuando éstas no se formalizan.

Aunado a lo anterior, se observa que el tipo de familia [7] en que vive el (la) participante, es principalmente reconstruida o unipersonal en los varones; mientras que las mujeres, generalmente viven en un arreglo de tipo monoparental, reconstruida, o bien nuclear o extensa. Es necesario subrayar que quienes se encuentran viviendo en familia nuclear o extensa, por lo general, han regresado a vivir con su familia de origen, situación que es más común entre las mujeres. Otro aspecto a resaltar es la heterogeneidad del grupo respecto al estrato socioeconómico evidente al discriminar por intervalos el ingreso mensual familiar (Tabla 1), así como en la proporción de participantes residentes en los diez municipios del área metropolitana de Monterrey.

Análisis del divorcio

En México existen dos tipos de divorcio: el judicial, que implica la realización de un juicio y, el administrativo que se realiza solamente ante el registro civil y requiere que ambos miembros sean mayores de edad y no hayan procreado hijos juntos, así como haber liquidado la sociedad conyugal y tener al menos un año de casados; a su vez, el judicial puede ser de tipo necesario, lo que implica que uno de los cónyuges demande al otro aduciendo una de las causales establecidas en el Código Civil de la entidad federativa en cuestión como causal del divorcio; o bien de tipo voluntario, el cual demanda el consentimiento de ambos cónyuges y la elaboración de un convenio en el que se acuerdan la repartición de bienes, así como la custodia de los hijos. Este último permite ocultar la causa directa del divorcio, así como implica menores costos y tiempos, además, de un menor desgaste emocional durante el juicio.

En el estudio realizado en Monterrey siete de cada diez divorcios realizados por los participantes fueron voluntarios, mientras que uno de cada siete fue necesario, uno de cada ocho fue administrativo y uno de cada cien, anulación. Esta distribución es similar a la observada a nivel nacional, aunque en este caso la proporción de divorcios voluntarios es menor (61 por ciento), mientras que los divorcios de tipo necesario (24 por ciento) y los administrativos (15 por ciento) fueron mayores en el país (INEGI, 2010a). El incremento de los divorcios voluntarios, es una tendencia observada en los últimos años, lo que demanda un acuerdo entre los cónyuges, y en lo cual pueden influir tanto factores relacionados con la inversión de tiempo y recursos en el juicio, como el deseo de mantener en privado la causa principal de la ruptura. No obstante, es importante considerar que en algunos casos, el divorcio iniciado como necesario puede cambiarse a voluntario, a veces, por la intervención de los abogados de los cónyuges; pero también, en menor medida, suele ocurrir lo contrario, que un juicio iniciado como voluntario, por algún motivo, termine siendo realizado como necesario.

Respecto a la iniciativa en el divorcio, nuestro estudio revela que es principalmente la mujer (seis de cada diez casos) quien solicita el divorcio, seguida por la que ambos lo hacen de común acuerdo (uno de cada cinco casos); en menor proporción el varón toma la decisión (18 por ciento) y menor aún, cuando una persona externa a la pareja lo sugiere (uno por ciento). A nivel nacional, la mayoría (65 por ciento) indica que fue iniciado por ambos miembros, en menor medida aparece el divorcio solicitado por la mujer (20 por ciento), y una proporción menor corresponde al solicitado por el varón (14 por ciento) (INEGI, 2010). Ambos datos difieren, principalmente, porque en el estudio aquí presentado se observa directamente la respuesta brindada por los participantes respecto a la toma de decisiones, lo cual indica a la persona que sintió la necesidad de disolver el vínculo conyugal, independientemente de cómo terminó el proceso realizado; por el contrario, los datos oficiales obtenidos a nivel nacional, muestran el dato registrado a la terminación del proceso, por lo cual se presenta en función de quien ganó la demanda.

En torno a la causa señalada como principal motivo de la ruptura, se declara la infidelidad de la expareja en mayor proporción, principalmente por las mujeres (una de cada cuatro), en tanto que los varones (uno de cada ocho) también la indican como principal causa, pero en menor medida que las mujeres. Esta situación también se advierte a nivel nacional, denotándose en 2010 un incremento en la proporción de mujeres que señala como principal causa de la disolución matrimonial el adulterio o infidelidad de su expareja (55 por ciento), aumentando a 57 por ciento en 2011 y 58 por ciento en 2012 (INEGI, 2013). Estos datos no revelan de manera directa que la infidelidad entre las parejas casadas se esté incrementando, pero sí el que la tolerancia al respecto ha disminuido, especialmente en las mujeres. Llama también la atención que, si bien ésta es reportada en menor medida por los varones, lo señalen como principal causa de la ruptura legal, situación que difiere de la observada en décadas anteriores (Ribeiro y Cepeda, 1991).

Entre las causas señaladas por las mujeres, destacan la violencia o agresividad de su expareja (11 por ciento), el alcoholismo del cónyuge (8.3 por ciento), su irresponsabilidad (siete por ciento) y la falta de amor (seis por ciento); mientras que los varones indican la incompatibilidad de caracteres (diez por ciento), falta de comunicación (siete por ciento), falta de amor (siete por ciento) y discusiones o peleas continuas (seis por ciento). El reporte de violencia como una de las principales causas de divorcio señaladas por las mujeres, coincide con los datos oficiales respecto a este fenómeno, puesto que la ENDIREH (Encuesta Nacional sobre la Dinámica de la Relaciones en los Hogares 2011) subraya que 42 por ciento de las mujeres casadas o en unión libre declaró haber tenido algún incidente de violencia por parte de su última pareja. Asimismo, el señalamiento de irresponsabilidad en la expareja, coincide con la observación de violencia, en la encuesta; 58.1 por ciento indica haber enfrentado violencia económica, que incluye no dar para el gasto, así como gastar lo que se necesita para la casa (INEGI, 2013). Si bien estos motivos son señalados como los principales para la ruptura y disolución conyugal, parece tratarse del detonante que conlleva a tomar la decisión, puesto que al indagar sobre otros motivos presentes en el proceso de decepción y ruptura, se observa la acumulación de entre ocho y diez motivos distintos en las mujeres, en promedio, quienes indican desde uno hasta 16 motivos acumulados; mientras que los varones presentan entre seis y ocho, con un rango de entre tres y 16 motivos acumulados durante el proceso de ruptura y separación en promedio (Gráfica 2).

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 Gráfica 2.png

Fuente: elaboración propia encuesta sobre divorcio (2010).

Gráfica 2: Número de motivos acumulados para solicitar el divorcio

El cúmulo de motivos que durante el matrimonio conllevan a la separación y ruptura entre la pareja, se hace evidente cuando los participantes señalan entre los aspectos de la vida cotidiana que ocasionan conflicto, en el grupo de mujeres: la irresponsabilidad de su expareja (11 por ciento), la escasa convivencia (8.2 por ciento), alcoholismo de excónyuge (5.3 por ciento), problemas económicos (4.9 por ciento), discusiones o peleas continuas (4.6 por ciento), falta de compromiso (4.4 por ciento) y mal carácter de su expareja (4.4 por ciento); mientras que los varones, indican: problemas económicos (nueve por ciento), celos (6.5 por ciento), falta de comunicación (6.2 por ciento), incompatibilidad de caracteres (5.9 por ciento), así como falta de tiempo por su trabajo (5.6 por ciento).

De esta manera, se advierte que la decisión de disolver el matrimonio, se presenta luego de un proceso de decepción en la mayoría de los casos, mismo que llega a prolongarse por varios años, puesto que al preguntarles a los participantes por el tiempo que estuvieron pensando en el divorcio, se observa que seis de cada diez lo hicieron durante un año, de manera previa a la separación física; solamente 11 por ciento señala no haberlo pensado y que tomaron la decisión ante la presencia del motivo señalado como principal; mientras que el resto (29 por ciento) indica haberlo hecho entre 13 meses y 10 años. Dicho tiempo fue, en promedio, 21 meses para las mujeres, mientras que para los varones, fue de 17 meses. Si a ello se suma el tiempo que subrayan haberse mantenido separados físicamente, 18 meses en promedio en las mujeres y 15 meses en los varones, antes de iniciar el trámite de divorcio, ello da cuenta de que en el proceso de separación y ruptura, se acumularon tanto los motivos señalados, como tensiones, desilusión y dolor, periodo que se alarga, especialmente en las mujeres. Lo anterior, evidencia que dicho proceso generalmente es paulatino, presentándose en primer término una ruptura afectiva, previa a la separación física, en tanto que esta última, en ocasiones, es intermitente, antes de llegar a la disolución legal del matrimonio, la que solamente formaliza la ruptura del vínculo conyugal. Salvo algunas excepciones, en que la decisión fue expedita, se toma de manera inmediata tras presentarse el motivo señalado como principal o detonante, situación subrayada, especialmente, por algunos varones (Gráfica 2).

Pese a la situación señalada, como se indicó previamente, una de cada cuatro mujeres, así como 44 por ciento de los varones ha vuelto a unirse o casarse; incluso, en ambos sexos, uno de cada cien se encuentra nuevamente separado (a) de una segunda unión o matrimonio (Gráfica 2). Además de retomar la creciente tendencia a contraer nuevas nupcias o conformar una nueva unión luego del divorcio, evidente en el notorio incremento de la proporción, en especial de las mujeres que se han vuelto a casar o unir en mayor medida que la reportada por estudios realizados en décadas anteriores (Calderoni, 2005; Ribeiro y Cepeda, 1991). Dicha tendencia se confirma ante el cuestionamiento de si se piensa en volver a casarse a quienes no se encuentran casados al momento del estudio: se observa que una de cada tres mujeres responde afirmativamente, en tanto los varones lo hacen en la mitad de los casos; situación que es mayor a la observada en estudios anteriores (Calderoni, 2005; Ribeiro y Cepeda, 1991).

En torno a esta situación, cabe señalar que en el estudio realizado fue posible observar el tiempo transcurrido entre el primer matrimonio (del cual se divorciaron) y la segunda unión o matrimonio, en tanto la edad promedio en la cual contrajeron nupcias por primera vez corresponde a 23 años en las mujeres y 25 en los hombres, [8] mientras que la edad media a la última unión o matrimonio es de 33 para las mujeres y 35 para los varones. Lo cual nos indica una diferencia de diez años en promedio, entre el inicio de la primera y la segunda unión.

Otro aspecto a resaltar es la heterogamia,[9] observada tanto en edad como en escolaridad, en el matrimonio disuelto entre los participantes, en el cual sobresale que 13 por ciento de las mujeres entrevistadas señaló haberse casado con un hombre menor a ellas, lo cual rompe con el imaginario social de que el hombre debe ser mayor en una relación, situación que no obstante, se cumple en siete de cada diez casos; mientras que 15 por ciento presenta homogamia, en tanto indica tener la misma edad que su excónyuge. Llama la atención que esta tendencia muestra un crecimiento en los recientes matrimonios; entre los matrimonios registrados durante 2011 se observa un incremento de la heterogamia, particularmente de la situación en que las mujeres contraen matrimonios con hombres de menor edad, proporción presentada en 21 por ciento, mientras que los hombres mayores se encuentran en 67 por ciento y la homogamia está presente en solamente 12 por ciento. Lo anterior parece indicar una ruptura cultural, en cuanto a que se tenga menor presión social respecto al hecho de que el marido sea de mayor edad que la contrayente, lo que predominó por mucho tiempo en el imaginario social, como lo esperado entre las parejas.

La heterogamia resalta aún más en el caso de escolaridad, puesto que 38 por ciento de las mujeres presenta actualmente una escolaridad mayor que su expareja, desde uno hasta 12 años más de escolaridad formal; mientras que una menor proporción (28 por ciento) tiene una escolaridad menor que su excónyuge, desde uno hasta 11 años; en este aspecto, 34 por ciento presenta homogamia, al contar con el mismo número de años en escolaridad. Es importante subrayar la relevancia de esta situación, puesto que como veremos más adelante, constituye un importante recurso para enfrentar los efectos del divorcio, especialmente, en el desarrollo de autonomía y en el nivel de bienestar mostrado de manera posterior al divorcio, especialmente para las mujeres. No obstante, una limitante en el análisis de este factor, es que no es posible discriminar el momento en que se presenta la diferencia en escolaridad, especialmente cuando la mujer supera en escolaridad a su expareja; es decir, no es posible identificar en nuestro estudio, si desde el inicio de la unión la mujer decidió casarse con un varón que presenta menor escolaridad que ella; si por el contrario, la mujer llega a superarlo estudiando durante su matrimonio; o bien, si ello ocurre como parte de las estrategias para afrontar la separación afectiva o física y los efectos del divorcio, estudiando durante dicho proceso o al final del mismo. Lo que sí es posible señalar, es el mayor recurso educativo en las mujeres que llegaron al divorcio, lo cual incrementa su libertad en la toma de decisiones y con ello, los niveles de autonomía mostrados (Giddens, 2003).

Respecto a la custodia de los hijos nacidos del matrimonio, siempre y cuando sean aún dependientes, se observa que en seis de cada diez casos, la mujer obtuvo la custodia; una de cada tres indica que su expareja la obtuvo; así como que una de cada cien señala tener una custodia compartida; [10] cuatro por ciento de ellas contestó que unos hijos viven con ella y otros con su expareja (generalmente, porque no son menores de edad o dependientes), así como dos por ciento subraya que no tenían hijos dependientes al momento del divorcio. Las evidencias señalan que son las mujeres quienes generalmente asumen la responsabilidad de los hijos dependientes, situación que justifica un análisis más detenido de los niveles de bienestar y autonomía observados en ellas, mismos que repercuten directamente en el bienestar de los hijos (Dowling y Barnes, 2008; Street, 2004).

Respecto a la recepción de pensión alimenticia para el sostenimiento de los hijos, resalta que tres de cada cuatro mujeres con hijos dependientes señala no recibirla, en tanto dos por ciento indica recibirla sólo en ocasiones y cuatro por ciento de manera esporádica, una de cada seis responde que la reciben de manera regular; aunque en su mayoría subrayan considerarla insuficiente. Lo anterior llama la atención, particularmente porque la edad media de los hijos que las mujeres tienen a su cargo es de 12.37 años, lo cual implica gastos, tanto de sostenimiento como escolares. Esta situación parece estar relacionada con el hecho de que 83 por ciento de las mujeres participantes indican trabajar al momento del estudio, proporción que supera mucho a la presente en el universo de esta población, puesto que de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (2010), a nivel nacional las divorciadas trabajaban en 72 por ciento (INEGI, 2010).

Blanca Mirthala Tamez-Valdez y Manuel Ribeiro-Ferreira,  scielo.org.mx/

Notas:

1.      Familia monoparental es aquella conformada por un hombre o mujer, sin pareja, a cargo de uno o varios hijos dependientes (Alberdi, 1988; Borrajo, 1988; Rodriguez y Luengo, 2003 citados por Poxtan, 2010). Cabe señalar que el divorcio, a partir de las últimas décadas, ha llegado a constituir la segunda fuente de origen de este tipo de familia, superado solamente por la viudez, que sigue siendo la primera fuente de origen.

2.      La cohabitación o unión libre hace referencia al hecho de que las parejas decidan vivir juntas sin llegar al matrimonio; puede ser temporal o permanente.

3.      Las parejas transicionales son definidas por Burin y Meler (1998) como aquellas que presentan algunas características de pareja tradicional, con una clara división de tareas entre los sexos, paralela a algunas características innovadoras o modernas, es decir, relaciones más igualitarias y simétricas en algunos aspectos de su vida doméstica. Esta combinación de modelos se presenta en ocasiones como producto de un vaivén entre un modelo y otro a lo largo del tiempo.

4.      La cédula elaborada constó de las siguientes dimensiones: I) datos sociodemográficos, II) datos acerca del matrimonio y el divorcio realizado, III) situación familiar actual, IV) efectos del divorcio, v) autonomía y bienestar tanto durante el matrimonio como después del divorcio. La cédula estuvo conformada por un total de 214 preguntas, de las cuales ocho fueron abiertas; fue aplicada por un equipo de 28 encuestadores, todos estudiantes de licenciatura y posgrado de la Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Nuevo León, previamente capacitados. La cédula fue aplicada a través de la técnica de entrevista estructurada.

5.      En este análisis, el término duración social del matrimonio corresponde al tiempo que vivieron juntos los miembros de la pareja; es decir, el tiempo transcurrido entre la celebración del matrimonio y la separación física de los cónyuges.

6.      Duración legal del matrimonio se denomina al tiempo transcurrido entre la celebración del matrimonio y la disolución legal (divorcio).

7.      El término “tipo de familia” hace alusión a la estructura del arreglo familiar en el que habitan los participantes, estableciéndose la siguiente tipología: I) reconstruida, es la conformada por el (la) participante (divorciado o divorciada) con una nueva pareja o cónyuge, independientemente de si viven o no con su (s) respectivo (s) hijo (s); II) monoparental, previamente definida, es la conformada por el(la) participante con su (s) respectivo (s) hijo (s) dependientes; III) unipersonal, cuando el (la) participante vive solo (a); IV) nuclear se refiere a una familia conformada por padres e hijos sin pareja, generalmente la familia de origen del (a) participante; V) extensa conformada por tres o más generaciones, correspondiente también al retorno del (a) participante a su familia de origen.

8.      La edad media al primer casamiento no muestra diferencias significativas con la reportada por las estadísticas oficiales, la cual corresponde a 24 años para las mujeres y 26 para los varones de acuerdo con la ENADID (Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2009), (INEGI, 2013).

9.      Heterogamia es el término utilizado en este estudio para hacer referencia a la diferencia entre los miembros de la pareja, particularmente en edad y en años de escolaridad; siendo antónimo de homogamia, el cual alude a similitud entre ellos.

10.    La custodia compartida no existe en el estado de Nuevo León como recurso legal, sin embargo, es señalada por algunos participantes, como un acuerdo al momento del divorcio, respecto a compartir los tiempos y responsabilidades de cuidado de los hijos entre los excónyuges.

Aleida López de Steinmetz

Los fariseos y los escribas muchas veces trataron de tentar a Jesús con varias preguntas. Sin embargo otros le hacían preguntas genuinas porque buscaban respuestas. Hay una pregunta la cual fue hecha dos veces por dos personas diferentes, una que quería aprender y otra que quería tentarle. Se trata de la pregunta de que cuál mandamiento es el más grande de todos. Vamos a leer los pasajes relacionados:

 “Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por tentarle, diciendo: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento.” (Mt 22, 35-38)

 “Acercándose uno de los escribas, que los había oído disputar, y sabía que les había respondido bien, le preguntó: ¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento.” (Mc 12, 28-30)

1. Amar a Dios: ¿Qué significa?

Como leemos: amar a Dios con todo nuestro corazón es el mandamiento más importante. Pero, ¿qué significa? Desafortunadamente vivimos en una época donde la palabra amor a terminado significando solo un sentimiento. Amar a alguien se confunde con “me cae bien”. Sin embargo, que alguien “me caiga bien” no necesariamente constituye el amor en términos bíblicos. Porque en términos bíblicos el amor está estrechamente conectado con hacer y específicamente el amar a Dios con hacer lo que Dios quiere, esto es, Sus mandamientos, Su voluntad. Jesús puso esto muy en claro cuando dijo:

 “Si me amáis, guardad mis mandamientos.” (Jn 14, 15)

Y Juan

“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.” (Jn 14,21-24)

También en Deuteronomio (ver también Éxodo 20, 5-6) leemos:

“No harás para ti escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las servirás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y que hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.” (Dt 5, 8-10)

Amar a Dios y guardar Sus mandamientos: la Palabra de Dios, los cuales son cosas inseparables una de la otra. Jesús lo puso absolutamente claro. ¡El que lo ama guarda la Palabra de Dios y aquel que no guarda la Palabra de Dios no le ama! Entonces amar a Dios, el principal mandamiento, no significa que siento bonito sentado en la banca de la iglesia el domingo en la mañana. Más bien lo que significa es que trato de hacer lo que complace a Dios, lo que hace feliz a Dios. Y eso es una cuestión diaria.

1 Juan contiene más pasajes que establecen claramente lo que significa amar a Dios.

 “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero. Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano.” (1Jn 4, 19-21)

 “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos.” (1Jn 5, 2-3)

 “y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él. Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado. Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.” (1Jn 3, 22-23)

Hay varias falacias corriendo por el cristianismo de hoy. Una muy seria es la falsa idea de que a Dios no le importa si hacemos o no Sus mandamientos, Su voluntad. De acuerdo a esta falacia, todo lo que a Dios le importa es ese único momento cuando comenzamos en la “fe”. “Fe” y “amar a Dios” han sido separados de cuestiones prácticas y son consideradas ciertas nociones de tipo teórico, estados mentales, los cuales existen separadamente de lo que uno vive. ¡Pero la fe significa ser fiel! Y el fiel cuida de complacer a aquel al cual le es fiel, esto es, se ocupa de hacer Su voluntad, Sus mandamientos.

Algo más que se vuelve evidente con lo anterior es que el amor y el favor de Dios no son verdaderamente condicionales, así como algunos nos han hecho creer. Esto también lo vemos en los pasajes anteriores. Entonces en Juan leemos:

"Jesús respondió, y le dijo: Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada." (Jn 14, 23)

Y en 1 Juan

“y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él.” (1Jn 3, 22)

Y en Deuteronomio

“No te inclinarás a ellas ni las servirás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y que hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.” (Dt 5, 9-10)

En Jn 14, 23 hay un “si” y una “y”. Si alguien ama a Jesús, guardará Su Palabra, Y, como resultado, el Padre lo amará y Él junto con Su Hijo vendrán y morarán en él. También en 1 Juan, recibimos cualquier cosa que le pidamos, porque guardamos Sus mandamientos y hacemos lo que le complace. También en Deuteronomio, el misericordioso amor de Dios se demuestra a aquellos que le aman y guardan Sus mandamientos . Hay un claro ligamento entre el amor y el favor de Dios con el hacer Su voluntad. Por decirlo de otro modo, no pensemos que desobedecer a Dios, descuidando Su Palabra y Sus mandamientos, no importan de verdad, porque como quiera Dios nos ama. No pensemos de ese modo, cuando decimos que amamos a Dios en verdad lo amamos. Yo creo que si amamos a Dios o no se demuestra mediante la respuesta a la siguiente pregunta simple: ¿Hacemos lo que complace a Dios, Su Palabra, Sus mandamientos? Si la respuesta es sí, entonces amamos a Dios. Si la respuesta es no, entonces no lo amamos. Así de simple.

 “Si alguno me ama, guardará mi palabra;…. El que no me ama, no guarda mis palabras...” (Jn 14, 23-24)

2. “Pero no siento hacer la voluntad de Dios”: El caso de los dos hermanos

Otra área de confusión, cuando se trata de hacer la voluntad de Dios, es la idea de que deberíamos hacer la voluntad de Dios solo si sentimos hacerla. Pero si no lo sentimos entonces estamos disculpados porque, supuestamente, Dios no querría que hiciéramos algo que no sentimos hacer. Pero dime algo: ¿vas a trabajar porque lo sientes? ¿Te levantas en la mañana pensando en cómo te sientes para ir a trabajar y dependiendo de si lo sientes o no te paras de la cama o te volteas y te tapas con la colcha? ¿Así es cómo lo haces? No lo creo. HACES tu trabajo independientemente de cómo te sientas al respecto. Pero cuando se trata de hacer la voluntad de Dios le hemos dado mucho lugar a los sentimientos. Por supuesto que Dios quiere que hagamos Su voluntad y que sintamos hacerla, pero aun si no lo sentimos, es mucho mejor hacerla como quiera. Un ejemplo de lo que el Señor nos dijo: “Y si tu ojo te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti...” (Mt 18, 9). No dijo: “Y si tu ojo te es ocasión de caer y sientes sacarlo entonces hazlo. Pero si no sientes sacarlo entonces estás disculpado -puesto que no sientes hacerlo, lo puedes dejar ahí produciendo que sigas pecando”. ¡El ojo podrido debe de ser sacado, aunque lo sintamos o no, hazlo como quiera, en vez de desobedecerle a Él!

Pero veamos otro ejemplo en Mateo. En Mateo 21, los sumos sacerdotes cuestionaron a Jesús una vez más. Para responder una de esas preguntas Jesús dio la siguiente parábola:

 “Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Y acercándose al otro, le dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Sí, señor, voy. Y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? Dijeron ellos: El primero. Jesús les dijo: De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios.” (Mt 21, 28-31)

Su respuesta era correcta. El primero hijo no sentía hacer la voluntad de su padre. Claramente se lo dijo: No quiero ir hoy a la viñedo. Pero luego lo pensó y cambió de opinión. No se sabe lo que causó ese cambio.. Yo creo que le importaba su padre. Escuchó a su padre pedirle que hiciera su voluntad, pero no sentía hacerla. Quería dormir un rato más, tomar su café despacio o tal vez salir con sus amigos. Entonces su primer reacción, tal vez desde la cama, fue “no voy a ir”. Pero luego pensó en su padre y porque lo ama, cambió de opinión, se paró de la cama y fue e hizo lo que su padre quería que hiciera.

El segundo hijo, por otra parte, le dijo a su padre -tal vez también ya levantado de la cama- “Papá, voy a ir”. Pero luego no fue, tal vez se volvió a dormir, luego llamó a un amigo y se desapareció haciendo lo que él quería. Tal vez por un momento “sintió” hacer la voluntad de su padre, pero los sentimiento van y vienen. Entonces ese “sentimiento” de hacer la voluntad de Dios fue reemplazado por otro “sentimiento” de algo diferente y ya no fue.

¿Cuál de estos dos hijos hizo la voluntad de su padre? ¿El que no lo sentía al principio pero que la hizo como quiera o el que al principio sentía hacerla pero en realidad no la hizo? La respuesta es obvia. Ahora, ya vimos que amar al Padre significa hacer Su voluntad. Por lo tanto, podríamos preguntar lo siguiente: ¿Cuál de los dos amaba a su padre? o ¿Con cuál de los dos estaba el padre complacido? ¿Con el que al principio le dijo que iba a hacer Su voluntad y luego no la hizo o con el que en realidad hizo Su voluntad? La respuesta es obviamente la misma: con el que hizo Su voluntad. Entonces concluyendo: Haz la voluntad de Dios, independientemente de los sentimientos. Incluso si la primer respuesta es “No siento hacerla”, cambia de opinión y hazla. Por supuesto que es mucho mejor sentir hacer la voluntad de Dios y hacerla, pero entre no hacer la voluntad de Padre y hacerla sin querer necesariamente hacerla, la opinión a escoger aquí es: Como quiera voy a hacer la voluntad de mi Padre, porque lo amo y quiero complacerlo.

3. La noche en Getsemaní

Ahora, lo anterior no significa que no podemos o no deberíamos hablarle al Padre y pedirle otras opciones posibles. Nuestra relación con el Padre es una RELACIÓN real. El Señor quiere los canales de comunicación con Sus hijos-siervos siempre abiertos. Lo que sucedió en Getsemaní la noche que Jesús fue entregado para ser crucificado fue característico. Jesús estaba en el jardín con Sus discípulos y Judas el traidor venía junto con los sirvientes de los sumos sacerdotes y los ancianos, a arrestar a Jesús y crucificarlo. Jesús estaba en agonía. Hubiera querido dejar pasar esa copa de Él. Y se lo pidió al Padre:

 “Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.” (Lc 22, 41-44)

No hay nada de malo en preguntar al Padre si hay alguna salida. No hay nada de malo en preguntarle al Padre si hoy puedes quedarte en casa y no ir al viñedo. Lo que está mal es quedarse en casa comoquiera y sin preguntarle. Eso es desobediencia. Pero no está mal preguntarle por una excepción o por otra alternativa. De hecho, si no hay otra forma, puede que obtengas una motivación especial para avanzar y hacer Su voluntad, Jesús obtuvo tal motivación: “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”.

Jesús hubiera querido que pasara de Él la copa, PERO solo si esa era la voluntad de Dios. Y en ese caso no lo era. Y Jesús la aceptó. Como le dijo a Pedro después de que llegó Judas con la compañía de guardias:

 “Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Jn 18, 11)

Jesús siempre hizo lo que complacía al Padre, incluso si no sentía hacerlo. Y por eso, porque siempre hizo lo que complacía al Padre, el Padre nunca lo dejó solo. Como Él dijo:

 “Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada.” (Jn 8, 29)

Él es nuestro ejemplo. Como el apóstol Pablo también nos dice en Filipenses:

 “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2, 5-11)

Jesús se humilló a sí mismo. Dijo: “que se haga Tu voluntad y no la mía”. ¡Jesús obedeció!

Y lo mismo debemos de hacer nosotros también. El mismo pensar, la misma obediencia, la mente que dice no mi voluntad sino la Tuya esté en nosotros también. Como Pablo continúa:

 “Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” (Flp 2, 12-13)

“Por lo tanto, amados míos” esto es, porque tenemos tal ejemplo de obediencia, Jesucristo nuestro Señor, obedezcamos también cuidando nuestra salvación con temor y temblor de Dios, es el obrar en nosotros el querer como el hacer por Su buena voluntad. Como Santiago dice:

 “Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.” (St 4, 6-10)

Conclusión

Amar al Señor con todo nuestro corazón es el mandamiento más importante. Pero amar a Dios no es un estado de la mente, donde “sentimos bonito” respecto a Dios. Amar a Dios es lo mismo que hacer lo que Dios quiere. No hay tal cosa de amar a Dios mientras que al mismo tiempo le desobedezco. No existe eso de tener fe y ser infiel. La fe no es un estado mental. La fe en Dios y Su Palabra es serle fiel a Dios y a Su Palabra. No creamos la falacia que trata de separar una cosa de la otra. También el amor de Dios y Su favor vuelve a aquellos que le aman, esto es, a aquellos que hacen lo que a Él le place, Su voluntad. Además, también vimos que es mejor continuar y hacer la voluntad de Dios aunque no lo sintamos, que desobedecerle. Esto no nos hace robots sin sentimientos. Podemos (deberíamos) hablarle al Señor y pedirle otra alternativa para que nos la provea. Él es el Maestro más maravilloso de todos, misericordioso y bueno con sus hijos. Y si no hay otra alternativa Él nos fortalecerá para hacer lo que parece muy difícil para nosotros, exactamente como lo hizo con Jesús aquella noche.

Aleida López de Steinmetz, en jba.gr/es/

Juan Luis Lorda

La obra de Jean Mouroux ‘Sentido cristiano del hombre’, original y panorámica, supuso un gran avance en la exposición de la imagen cristiana del ser humano, contribuyó a ‘Gaudium et spes’, y mantiene su vigencia e interés

Fuente: omnesmag.org

Jean Mouroux firmó el prólogo de este libro en Dijon, el 3 de octubre de 1943. Probablemente lo hizo en el seminario donde se formó, fue profesor muchos años (1928-1967) y murió (1973). Prácticamente su vida entera estuvo dedicada al seminario, salvo una licenciatura en letras de dos años en Lyon, que fueron para él muy enriquecedores porque conoció a De Lubac y estableció una duradera relación. De hecho, este libro, como otros suyos, fue publicado en la colección Théologie (Aubier) que dirigían los jesuitas de Fourvière, con el número 6. Fue traducido al castellano y reeditado por Palabra (Madrid 2001), edición que usamos. 

La fecha merece también atención, porque en 1943 Francia estaba ocupada por las tropas alemanas y en plena guerra mundial. Pero Jean Mouroux, como De Lubac y otros, estaba convencido de que el remedio más profundo de aquella terrible crisis era la renovación cristiana. Y eso le dio ánimo para trabajar. 

Una obra consistente

Desde su puesto de profesor de seminario de una ciudad “de provincias” (como se dice todavía en París), supo crear una obra consistente. Escogiendo bien las lecturas y procurándose lo mejor (también con el consejo de De Lubac), preparando muy bien las clases y escribiendo con estupendo estilo y una sorprendente capacidad de síntesis. En él se combinaron un trabajo esforzado y perseverante, un indudable talento teológico, y también un profundo amor al Señor que se transparenta en sus obras.

Sentido cristiano del hombre es el primero y más importante de los ocho libros que escribió. Pero otros también son “importantes” porque afrontan temas centrales, fueron muy leídos y siguen siendo inspiradores: Creo en ti. Estructura personal de la fe (1949), La experiencia cristiana (1952), El misterio del tiempo (1962) y La libertad cristiana (1968), que desarrolla temas ya tratados en Sentido cristiano

Sentido cristiano del hombre (1943)

Lo primero que se puede decir de este libro es que, en realidad, no existía nada parecido. Es una novedosa y feliz idea cristiana del ser humano. Tiene un doble mérito; integra muchos materiales que podríamos llamar “personalistas”, que estaban surgiendo entonces, y les da un orden natural. 

Supuso un auténtico salto de calidad y no ha perdido interés. Cuando se estaba confeccionando Gaudium et spes, y se quería describir la idea cristiana del ser humano, era el libro más completo de referencia. Y, de hecho, le llamaron a colaborar, aunque su ya débil salud solo le permitió una corta estancia en Roma (1965). 

“En torno a nosotros existe la convicción de que el cristianismo es una doctrina extraña al hombre y sus problemas, impotente ante lo trágico de su condición, sin interés por su miseria y su grandeza. Las páginas que siguen querrían demostrar que el misterio cristiano brota únicamente de la amistad divina con el hombre, que explica perfectamente su miseria y su grandeza, que es capaz de curar sus heridas y de salvarle divinizándole” (p. 21). 

Tiene diez capítulos, divididos en tres partes: valores temporales (I), valores carnales (II) y valores espirituales (III). Valores temporales se refiere a la inserción del ser humano en lo temporal (también en la ciudad temporal y el mundo humano) y a su lugar en un maravilloso universo que es creación divina. Valores carnales (aunque en castellano han preferido traducir por “corporales”) son los valores del propio cuerpo con sus grandezas y miserias, y con el admirable y definitivo hecho de la Encarnación. En Valores espirituales, recorre tres dimensiones del espíritu humano: ser persona (un ser personal), tener libertad (con sus miserias y grandezas) y realizarse en el amor (con la perfección de la caridad). Estupenda arquitectura.

Valores temporales 

Lo primero que llama la atención es la conciencia positiva que tiene Mouroux hacia lo temporal como lugar de realización de la vocación humana: “¿Cuál es la actitud del cristiano frente a esta realidad maravillosa? La respuesta parece muy sencilla: aceptación gozosa y colaboración entusiasta” (32)… que no significa ingenua, precisamente porque el cristiano sabe que hay pecado. Es un amor “positivo” (34), “orientado” (37) con el debido orden de valores, y, con la ayuda de Dios, “redentor” (42). El cristiano debe procurar mirar las cosas de este mundo “con ojos puros, usarlas con voluntad recta y reorientarlas a Dios por la adoración y el agradecimiento” (43). 

Por su parte, el universo es “un inmenso libro vital e inagotable donde las cosas se nos manifiestan y nos manifiestan a Dios” (48). El ser humano forma con la naturaleza un todo orgánico y, al mismo tiempo, “solo él puede con plena conciencia, con el conocimiento y el amor, llevar el mundo hacia Dios, dándole gloria” (51). Pero esto se realiza en la “ambigüedad trágica” (52) que el pecado ha insertado en la relación del hombre con la naturaleza. El último punto trata del “Perfeccionamiento del mundo por la acción cristiana”, y es paralelo al capítulo 3 de la primera parte de Gaudium et spes (1965).

Valores “carnales” 

De entrada, hay que partir de “La dignidad del cuerpo”, creado por Dios. Pero “pocos temas causan más equívocos, aun entre los cristianos […]. Podemos afirmar de él las cosas más contradictorias” (73). Se propone estudiar la grandeza y miseria del cuerpo humano “mostrando que Cristo vino para curar su miseria y exaltar su dignidad” (73). Por cierto que el esquema grandeza-miseria es un evidente eco de los Pensamientos de Pascal. 

El cuerpo, positivamente, es instrumento del alma, medio con el que se expresa y comunica, y forma con ella la plenitud de la persona, que no puede concebirse sin él. Y ese es el sentido cristiano de la resurrección final de los cuerpos, anticipada en Cristo, primicia, promesa y medio.

Ciertamente, la huella del pecado produce una disfunción, que se expresa en resistencia, dificultad para la vida espiritual y la relación: “El cuerpo también es un velo. Es opaco. Dos almas nunca pueden comprenderse directamente” (98). Y se plantea el conflicto entre la carne y el espíritu: “El cuerpo, además de resistente y opaco, es una materia peligrosa” (102). Cuerpo y espíritu están hechos para vivir en unidad, pero también contrastan por naturaleza y combaten por el pecado: “El cuerpo humano no es ahora el cuerpo que Dios quiso. Es un cuerpo herido y derrotado como el hombre mismo” (114). Estas curiosas disfunciones, naturales y por el pecado, se manifiestan sobre todo en la afectividad. Pero, en la economía de la salvación, la misma situación insatisfactoria, huella del pecado, se convierte en itinerario de salvación, dando un sentido nuevo a la miseria corporal.

Al encarnarse, el Señor muestra el valor del cuerpo y su destino. “En su relación a Cristo, el cuerpo humano −misterio de dignidad y de miseria− encuentra su explicación definitiva y su total perfeccionamiento. El cuerpo fue creado para ser asumido por el Verbo de Dios” (119). El Cuerpo de Cristo se convierte, por un lado, en revelación de Dios, medio de expresión que nos llega en nuestro lenguaje y nivel. Y, por otro lado, en medio de redención. No solo en la cruz, sino en toda la actividad humana del Señor. 

“Treinta años de vida mortal ofrecidos de una vez por la salvación del mundo. De este modo, todas las actividades que se realizan por medio del cuerpo constituyen el comienzo de la Redención. El trabajo de carpintero durante la vida oculta, la evangelización de los pobres con su predicación […]. La oración por los caminos…” (126-127).

Esa redención de Cristo de nuestro cuerpo empieza con el Bautismo: “En adelante, el cuerpo purificado, ungido y marcado con la cruz, está consagrado a Dios como una mansión santa, como instrumento valioso, como el compañero del alma, evangelizado y convertido inicialmente […]. Esa consagración es tan real, que manchar el cuerpo directamente por la impureza es una especial profanación” (133). Hay un camino de purificación e identificación con Cristo (también en el cuerpo y en el dolor) que dura toda la vida. Y llega a nuestra resurrección final en Él. 

Valores espirituales

La tercera parte, con sus cinco capítulos, es la mayor y ocupa casi la mitad del libro. Con un hermoso capítulo dedicado a la persona y sus aspectos: espíritu encarnado, subsistente en sí mismo y, al mismo tiempo, abierta a la realidad y a los demás, persona entendida como vocación hacia Dios, pero en el mundo. Estudia también “la persona en su relación con el primero y segundo Adán”, porque la vida cristiana consiste en ese camino de uno al otro, de la situación de creado y caído a la situación de redimido y realizado en Cristo. 

Siguen dos consistentes capítulos dedicados a la libertad humana. El primero estudia la libertad como el acto más característico del espíritu humano, con su implicación de inteligencia y voluntad. Con un sentido último hacia la felicidad y realización humana que el cristiano sabe que están en Dios. Y con las limitaciones que aparecen en la vida real, entre enfermedades y condicionamientos de todo tipo. 

Sobre esa descripción más o menos fenomenológica, la fe cristiana, además de mostrar claramente el sentido de la libertad, descubre su estado de esclavitud, por estar atada por el pecado y necesitada de la gracia. No está impedida para hacer las cosas más normales y “terrenas”, sino precisamente para poder amar a Dios y al prójimo como es nuestra vocación. Necesita la gracia y así se da la libertad cristiana, tan bellamente ilustrada por san Agustín. Estos temas serán ampliados en su libro de 1968 (La libertad cristiana). 

Pero la persona y su libertad resultarían como frustradas si no fuera por otra dimensión, que también es iluminada por la fe cristiana: el amor. Estudia primero el “sentido cristiano del amor”, que puede dirigirse a Dios (amor fontal y origen de todo verdadero amor), a los demás, y ser también amor “nupcial”, con características propias que la fe ilumina. 

Cierra esta tercera parte el capítulo dedicado a la caridad: “Quisiéramos hacer entrever el misterio de la caridad. Y para conseguirlo, descubrir y repensar sus rasgos esenciales, tales como nos lo presenta la palabra de Dios, que es amor” (395).

Se muestra primero como don absoluto (entrega de sí mismo), acto de servicio y obediencia, y de sacrificio; que, después de Dios, se realiza en el auténtico amor fraterno. Además, “la caridad es, a la vez, amor de deseo y amor de entrega […]. Sería atentar contra la condición de creatura querer eliminar la indigencia radical que engendra el deseo o la dignidad sustancial que proporciona la entrega. Sería, al mismo tiempo, ser infiel a las exigencias de esta vocación sobrenatural que nos llama a poseer a Dios y a entregarnos a Él” (331).

Res sacra homo

Así se titula la conclusión: “Cuanto más se profundiza en el hombre, tanto más se nos revela como un ser paradójico, misterioso, y, para decirlo todo, sagrado, ya que sus paradojas y misterios interiores se apoyan siempre sobre una nueva relación con Dios” (339). Se juega mucho en que se conserve el sentido de “sagrado”, subraya Mouroux todavía con la incerteza del desenlace de la II Guerra Mundial. El hombre es un “misterio”, “sumergido en la carne, pero estructurado por el espíritu; inclinado hacia la materia y, al mismo tiempo, atraído por Dios” (340). “Juega su aventura en medio de los remolinos de la carne y el mundo. Este es el drama que todos vivimos” (341). “Lo esencial del ser humano es su relación con Dios; por tanto, su vocación” (342). 

Caído, alterado y redimido. Con una concupiscencia, pero también con una llamada a la Verdad y al Amor. Sagrado por su origen y destino en Dios, sagrado por su salvación en Él. Su caída no es tan grave en el aspecto material o carnal como en el espiritual, en su lejanía de Dios. Por eso, en una cultura materialista quizá no se nota tanto lo que falta cuando su dignidad se rebaja a existir en lo temporal. 

Por contraste, está la maravilla del vivir cristiano en la Trinidad. Así hay una triple dignidad el hombre por su semejanza con Dios (imagen), su vocación a encontrarle y su filiación. “Comprendemos, pues, la estrecha relación que existe entre lo humano y lo sagrado, ya que, efectivamente, lo sagrado no es otra cosa que el más noble apelativo y la más profunda verdad de lo humano” (347). Y esa plena verdad del ser humano y su vocación se ha mostrado especialmente en María. Y alienta en lo mejor de nosotros. 

En España el profesor Juan Alonso le ha dedicado particular atención, prologa el libro que citamos y tiene varios estudios que se pueden encontrar online. En esta serie también le dedicamos a Mouroux un artículo general: Jean Mouroux o la teología desde el seminario.

Juan Luis Lorda

Juan Antonio Estrada

¿Qué podemos saber, hacer y esperar? Son preguntas básicas que se refieren a la cuestión clave de la antropología: ¿qué es el hombre? Este planteamiento ha marcado a la Ilustración. La metafísica, la ciencia, la moral y la política, y la misma religión remiten a la pregunta sobre el ser humano. No hay consenso sobre su identidad, ni una definición sobre su esencia, ni siquiera sobre su naturaleza. A lo largo de la historia han surgido distintas concepciones antropológicas, sin que ninguna se impusiera de forma definitiva y universal. Según la época y la cultura en la que se plantea la cuestión, así se han sucedido propuestas diferentes. El ser humano se cuestiona por sí, sin que ninguna definición le satisfaga. La demanda griega es el punto de partida para la filosofía, aunque la antropología como disciplina sólo se haya desarrollado en el siglo XX.

Las distintas antropologías son hermenéuticas del ser humano -destacando la hebrea, la griega y la cristiana- para plantear el concepto de persona y su identidad. Kant fue decisivo en la pregunta [1], mientras que cada época y cultura comprende de forma diferente la identidad personal [2]. Es decir, somos según la interpretación que hacemos de nosotros, condicionada, a su vez, por la sociedad en la que vivimos. No hay una esencia o identidad dada, sino que el hombre se comprende a sí mismo y se interpreta, definiéndose. El concepto del ser humano es cultural, acuñado por las ciencias del hombre desde el siglo XIX. Es decir, la persona es sujeto y objeto de estudio sobre sí misma, reflexiona sobre su condición y busca establecerla a partir de los distintos saberes culturales. El código cultural es el punto de partida para la reflexión filosófica y también para la teológica. Nietzsche anunció una nueva época histórica, marcada por el nihilismo epistemológico y moral, pero no veía la crisis cultural como negativa, porque abría un espacio nuevo para la creatividad. Foucault añadió que nuestra forma de pensar depende del código cultural en el que vivimos, del régimen de conocimiento al que pertenecemos [3]. Apuntaron a un hecho clave para la filosofía y para la teología: el concepto humanista clásico de persona ha dejado de ser plausible y significativo. Hay una crisis de identidad que comenzó con “la muerte de Dios”, a la que ha seguido “la muerte del hombre” [4]. El antropocentrismo ilustrado ha desechado a Dios como referente y fundamento último, y ha entrado en crisis la concepción humanista y lo que conocemos como antropología teológica. El Dios bíblico ha dejado de ser el fundamento y se ha hundido la idea del hombre vinculada a él.

La actual crisis se da en un momento histórico de transición, el final de la modernidad y el comienzo de la globalización postmoderna. Hemos asistido a una deconstrucción del humanismo cristiano, sin que los intentos de suplirlo por las ciencias hayan tenido éxito. Hemos dejado de ser cristianos al abordar qué es la condición humana pero no tenemos una teoría alternativa que genere un consenso mayoritario. De ahí la crisis de sentido actual [5], ya que la vieja cultura ha dejado de ser viable, sin que tengamos una alternativa que sirva de orientación y permita planificar el futuro. No sabemos hacia dónde orientarnos, porque no tenemos metas de la historia ni fines del progreso con los que todos podamos identificarnos. Así, se genera una crisis de sentido, abriendo espacio al absurdo. La sociedad científico técnica está condicionada por una asimetría fundamental, ya que el progreso material no ha ido acompañado por una evolución humanista, ética y religiosa pareja a la evolución científico técnica. Nos encontramos con una gran capacidad material para planificar el futuro y con carencias fundamentales para indicar qué es lo que queremos y hacia dónde caminar. Las necesidades humanas son materiales y espirituales, y la crisis de sentido actual es también de identidad y de valores. Tenemos que definir que somos y qué queremos ser, cómo deseamos vivir y cuáles son las metas a las que tienen que servir las ciencias y la tecnología. Cuanta más capacidad técnica tenemos, más echamos de menos un potencial de solidaridad y justicia, que canalice la productividad científica. Según la concepción del ser humano, de su identidad y necesidades, así también el proyecto de vida a realizar. Y para definirlo hay que tener en cuenta la aportación de los distintos saberes, entre ellos las contribuciones de las religiones y de las teologías.

La antropología judía

El judaísmo está marcado por una tensión constitutiva y no hay una perspectiva sistemática ni unificada, sino referencias puntuales. Parte de ‘adam’ (Gn 4, 25; Gn 5,1.3-5; 1Cro 1, 1), que designa a la especie humana (562 veces en la Biblia), al ser colectivo, resaltando su dimensión terrena y el aliento de vida que le sustenta (Gn 2, 7: Dios modela al hombre de la arcilla y lo vivifica). Otros conceptos menos frecuentes acentúan su finitud y temporalidad, su corporeidad. La concepción semita del hombre no es dualista, sino integral. Se habla de la persona como espíritu corporeizado y cuerpo espiritualizado, sin dicotomías ni tricotomías (espíritu, alma, cuerpo), resaltando lo racional-noético, lo corporal-emocional y la voluntad-vitalidad. La esencia de lo humano no está en la mente, ni se define a la persona como animal racional, ni se pone el acento en la dimensión cognitiva. Hay que recurrir al simbolismo del alma, del corazón y del amor como lo determinante. Conocer está marcado por la corporeidad y afectividad, tanto como por lo intelectivo. Podríamos hablar de una inteligencia integral emocional, en la que se combina la razón, la emoción y la libido. Esta síntesis lleva al pronunciamiento clásico de amar a Dios “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos los mandamientos” (Dt 6, 5). Esto se repite más de setecientas veces en la Biblia hebrea.

La persona se entiende desde la relación constitutiva con Dios, como ser creado. Existir  es un don y la referencia a la naturaleza está siempre marcada por el lugar de superioridad que Dios le ha dado en ella. El enfoque griego del hombre como parte de la naturaleza (como microcosmos), se enfrenta a esta concepción histórica, en la que no se pone el acento en el origen y las causas, sino en el futuro y el dinamismo histórico. El ser humano es el ente máximo, en el marco del cosmocentrismo, a diferencia del teocentrismo judío [6]. La condición humana está constituida por la naturaleza y la gracia, y ambas remiten al Creador. Hay un enfoque relacional, el ser humano como imagen y semejanza de Dios, en cuanto varón y mujer (Gn 1, 17). La relación personal con Dios está marcada por la ambigüedad: le ha sido dado el dominio sobre los seres vivos de la tierra (Gn 1, 26-30; Gn 2, 19-20) y por la libertad, haciéndole imagen y semejanza de Dios [7]. Se subrayan sus penalidades, esfuerzos y dificultades para ejercer el dominio que le ha sido dado (Gn 3, 14-19), ya que se ve la creación desde la perspectiva del pecado y de la alteración del orden cósmico. Lo que más se resalta es el protagonismo de la libertad, como alternativa al destino, que juega un papel trágico en la cultura griega. El énfasis en la libertad es la clave para comprender el pecado y la corrupción que introduce en un mundo ordenado por Dios (Gn 1, 31; Gn 6, 5.17; Gn 7, 11). Los salmos, y especialmente el libro de Job, son los que mejor expresan la ambivalencia de la libertad y de la relación con Dios, amado y temido al mismo tiempo. La libertad es un don y su primer ejercicio va contra el creador, siendo esa afirmación humana el origen de una historia marcada por el mal. Pero hay que ver la historia desde la perspectiva final, desde la promesa de futuro, desde una alianza escatológica.

La fe en la creación lleva a pedir a Dios que proteja de los peligros y amenazas para la vida. Lo primero no es el Dios creador, que sería lo que interesaría a una filosofía preocupada por el origen y causas del mundo, sino una experiencia de liberación en la que Dios se revela. Dios abre futuro al ser humano y el concepto de salvación pasa de la historia a la naturaleza, incluyendo el mundo. Del salvador histórico, surge la idea del creador del mundo. El ser humano es relacional, respecto del mundo, de las personas y de Dios. Somos con y en referencia a los otros, lo cual lleva a una concepción personalista de Dios, en contraste con la impersonalidad de las religiones que lo buscan en el cosmos. Cada persona vive en sus relaciones interpersonales, siendo la ética religiosa la determinante. La relación sujeto objeto, propia de la filosofía griega, orienta al dominio de las cosas, mientras que la vinculación entre sujetos hace del otro la mediación fundamental para la propia identidad. La religión hebrea es profética y personalista, siendo la ética y la política más importantes que la ciencia y la técnica.

En este marco hay que comprender la teología de la alianza, que conlleva una moralización de la historia, ya que el don divino, simbolizado en la elección como pueblo de Dios, implica un imperativo de fidelidad a sus mandatos. Israel vive del don y del mandamiento, en el que se integra la doble referencia a la libertad, que es lo más determinante, y a la inteligencia, siempre basada en las emociones, sentidos y corporeidad. La promesa de una nueva alianza se simboliza en que Dios infundirá un corazón y un espíritu nuevo, que quitará el corazón de piedra y dará uno de carne, para que Israel se  conduzca según los preceptos divinos (Ez 36, 26-27). No se asume la definición griega del hombre racional, sino la de un ser terrenal animado por el espíritu, realzando la simbiosis entre la corporeidad y la espiritualidad. En el marco de la literatura sapiencial, influida por la cultura helenista, se desarrolla el protagonismo del sujeto, que discierne y decide por sí mismo (Pr 10-30) bajo la inspiración divina. No hay miedo a la muerte tras una vida plena y consumada, sólo a la muerte temprana o la que llega tras una vida desgraciada (Pr 12, 25; Pr 13, 14; Pr 15, 13-15; Pr 17, 22). Esta concepción es realista, asume la finitud y temporalidad, el bien y el mal, como partes de la vida, oscilando entre el optimismo y la confianza en Dios, que es lo que prevalece, y el pesimismo tardío del Eclesiastés ante la vigencia de la muerte y del mal (Qo 2, 13-17; Qo 5, 9-16; Qo 6, 1-12; Qo 7, 20.29; Qo 8, 9-14, Qo 9, 3). El judaísmo bíblico tardío se acerca a la concepción griega, mucho más escéptica y atenta a la condición trágica del hombre, dentro de la que se integra un Dios más distante e inaccesible (Qo 5, 1; Qo 6, 10-12; Qo 7, 13-15). La catástrofe del exilio y luego las luchas para preservar la independencia de Israel hacen a la tradición bíblica más sensible a la dimensión negativa de la vida, siempre atemperada por la fe en la providencia y la confianza en la alianza con Dios. En la literatura bíblica tardía cobra cada vez más fuerza el problema de la teodicea y una visión pesimista sobre la vida humana.

La antropología griega

Si la relación con Dios es la dimensión constitutiva que mueve las relaciones interpersonales en la tradición hebrea, la filosofía griega es alternativa a este planteamiento. La perspectiva relacional pasa a un segundo plano en favor de una ontología de la sustancia, que lleva a definir al animal humano en sí mismo. La tradición se centra en la naturaleza y ve la persona como “microcosmos” en la tradición jónica. El ser humano es una entidad de naturaleza racional y un “animal social”, la sociedad se convierte en su segunda naturaleza [8]. En cuanto animal político, tiende a la comunidad (Aristóteles) y no puede considerarse al margen de ella. De esta forma, ocupa un lugar esencial en el orden natural, claramente subordinado al mundo de los dioses, pero también emparentado con ellos a partir del logos. En lugar del creacionismo bíblico está el mito de Prometeo: el hombre recibe el fuego sagrado de los dioses y la enseñanza de todas las artes, por eso es el ente máximo intramundano. Diógenes representa al hombre como la criatura erguida que mira al cielo (a los dioses), que tiene manos (instrumentos) y que habla (aprendizaje cultural, paideia) [9], estableciendo así su superioridad en el conjunto del cosmos. La identidad antropológica viene dada por la naturaleza y se orienta hacia su fundamento divino, como subraya la teología natural con la búsqueda de causas y principios que expliquen su origen y funciones.

De la misma forma que el hombre se naturaliza, al estar regido por el orden de la naturaleza, también el cosmos se subjetiviza. Se proyecta el espíritu humano, ya que el pensamiento, en cuanto esencia de lo divino, es el ser último que ordena la realidad mundana. Hay una correspondencia estricta entre el orden del ser y del pensamiento (Parménides). Los griegos han puesto las bases del idealismo occidental y del racionalismo antropológico, la versión griega del “homo sapiens”, en contraposición al acento hebreo en la libertad. El conocimiento se refiere fundamentalmente al mundo, a las realidades naturales. De ahí resulta una antropología objetiva, descriptiva y cosificante, que todavía hoy sirve de trasfondo para las antropologías cientificistas y las explicaciones naturalistas. La comprensión ética del hombre, lo que éste debe ser, está determinada por la naturaleza, cuyo orden inspira el comportamiento humano y las estructuras sociales. El derecho natural tiene aquí su punto de partida, siendo inicialmente una alternativa al creacionismo judío y cristiano.  De ahí vienen las acusaciones de “contra natura” al evaluar el comportamiento. Y es que el hombre forma parte de la naturaleza y no puede prescindir de ella, como si fuera un cheque en blanco. Se olvida que las concepciones de lo natural son ya interpretaciones culturales. Los hechos sin interpretación no existen y la subjetividad es proyectiva y constitutiva de los hechos que descubre.

Se ve al ser humano como microcosmos, lo cual favorece una perspectiva objetiva de la persona, ya desde la tradición jónica. Las corrientes contemporáneas que hablan del animal humano, subrayando la continuidad con los animales, tienen aquí una base precursora. Su debilidad instintiva y física respecto del resto de los animales, se contrapesa con la capacidad racional y el aprendizaje cultural, que hacen posible la técnica y la agricultura [10]. La debilidad biológica del hombre se compensa con el lenguaje, la racionalidad y su condición de animal bípedo, que puede utilizar las manos y crear instrumentos para dominar la naturaleza. Esta ontología sustancialista prepara la definición de Boecio: el hombre es una sustancia individual de naturaleza racional.

Ya no es el corazón sino la razón el elemento constitutivo del ser humano. Protágoras hace de él, el canon o medida de todas las cosas, subrayando el carácter unilateral de todo conocimiento. Hay que educar para la virtud, formar al individuo con la ética y la política, la filosofía y la retórica. Surge así un humanismo al servicio del Estado y de la sociedad, una técnica pedagógica que remueve los cimientos socioculturales y el imaginario religioso.  Según Jaeger, el concepto de naturaleza humana se debe a la educación y la medicina. El concepto de “physis” se traslada al individuo, poniendo el acento en la interioridad subjetiva, que debe ser cultivada (pasando de la agricultura a la “cultura animi”) [11]. Se parte de una raíz común entre la naturaleza cósmica y la humana, entre la política y la ética, a pesar de los intentos de algunos sofistas, como Antifón, por contraponer las leyes estatales y las exigencias prioritarias de la naturaleza. La pretensión de autosuficiencia racional es lo determinante. No hay que olvidar el trasfondo eleático de la cultura. El trasfondo de la identidad es la permanencia en el cambio. Se consigue orientando el alma a la contemplación de lo divino y al control y dominio de las pasiones. En Aristóteles hay una valoración positiva de lo individual, que tiene prioridad respecto de lo general y universal. Pero se mantiene la esencia ideal de las primeras sustancias, que deben vivir en las cosas para constituirlas, en lugar de mantenerlas separadas como en la tradición platónica.

Platón logra la estabilidad del yo, al vincularlo a las ideas divinas, haciendo del recuerdo la referencia orientadora en el mundo. Sabio es el que no se deja engañar por las apariencias y busca lo divino más allá de los fenómenos. La objetividad del mundo de las cosas se cuela en el espacio de lo espiritual divino, independiente de la subjetividad personal. Por eso hay un orden ontológico que se impone y que limita la espontaneidad del espíritu humano, a pesar de que el error (intelectual y moral) rompe la correspondencia entre ser y pensamiento. Hay una divinización de la razón: las ideas divinas y el pensamiento de pensamiento del dios aristotélico, corresponden a la racionalidad en el hombre. La filosofía, el amor a la sabiduría, y la “paideia” o educación son las actividades superiores. Por otra parte, se defiende el dualismo naturaleza alma, como resultado del influjo de corrientes como el orfismo, el pitagorismo y el platonismo, que han sido, en sus diversas variantes, determinante para el cristianismo. El alma tiene que dominar al cuerpo, que  se ve como su cárcel, y tiene tres dimensiones: apetitiva o sensorial, pasional y racional, que es la superior. Es el conocimiento y no el amor o la pasión lo que determina al ser humano, que se purifica al contemplar las ideas divinas y se libera del cuerpo, culminando con la muerte. Se defiende la inmortalidad del alma, que persiste tras la muerte del cuerpo y es juzgada en función de su comportamiento [12]. La ética de inspiración socrática es intelectual, el pecado se debe a una falta de conocimiento, y la concepción del hombre está marcada por una racionalidad teórica y práctica. De ahí deriva la subordinación de la mujer al varón, supuestamente más racional.

La persona pertenece al ámbito de la naturaleza y al de lo divino. El dualismo entre cuerpo y espíritu marca su ambigüedad, su inmanencia mundana y la trascendencia espiritual. El dualismo antropológico de tener un cuerpo y ser sustancialmente alma, marca la tendencia idealista de la antropología griega, que no es cuestionada por Aristóteles a pesar de su valoración positiva del cuerpo respecto a la desvalorización platónica. Porque el hombre es esencialmente espíritu (razón, entendimiento, inteligencia) y participa de las realidades divinas, a través de la reminiscencia platónica de trasfondo órfico (reencarnaciones del alma) o del ascenso platónico-aristotélico hacia la trascendencia divina. La filosofía griega está marcada por el rechazo a las proyecciones subjetivas. Esto es lo que determina la crítica a los antropomorfismos de la religiosidad popular y de las tradiciones mitológicas. Se busca un fundamento inconmovible, objetivo, y permanente, tanto en Parménides como en Heráclito. Los sofistas desconfían de las creencias y representaciones, como muestra la crítica de Jenófanes [13], lo cual no obsta al monismo ontológico y religioso de la tradición eleática[14]. Esta crítica religiosa amplía el rechazo al animismo mitológico. Pródico y Eurípides plantean el problema de la “proyección” religiosa, precursora de la crítica de Feuerbach. En la filosofía griega hay un progresivo desencantamiento del mundo, así como una relativización de lo religioso en Crítias y en el escepticismo materialista de Demócrito [15]. Contemplar las ideas divinas es la tarea máxima del hombre, el ser metafísico por excelencia, y la organización racional de la sociedad es la tarea moral y política. La Estoa recoge estas tradiciones en una síntesis en la que tanto el hombre como el mundo tienen un alma racional, estando el ser humano más cerca de los dioses que de los animales. El desarrollo personal y el de la especie llevan a una suerte de ciudadanía del mundo, precursora de Kant.

La antropología cristiana

En el Nuevo Testamento convergen tres tradiciones. Por una parte se mantiene el trasfondo de la concepción bíblica del ser humano unitario, corporal y espiritual que tiene como marco la historia. La relación con Dios sigue siendo el elemento constitutivo desde el que se interpreta su identidad. A esto se añade que la cristología se convierte en el modelo de la antropología, lo que es el hombre se establece desde Cristo. El tercer elemento es el peso de la concepción paulina que es determinante para el desarrollo posterior de la hermenéutica antropológica. Se desarrolla la concepción hebrea desde una doble perspectiva: hay una radicalización de la historia, en cuanto se parte de la idea de que ya está presente el tiempo mesiánico (Mc 1, 15-17). Se pasa del mesianismo escatológico al presente histórico y se muestra la trascendencia divina que incide en la historia y comienza a formar parte de ella. El rechazo hebreo a condensar las esperanzas escatológicas a un más allá de ultratumba, a pesar de que la idea de la resurrección comenzó a perfilarse, culmina ahora porque el reino de los cielos se actualiza en la sociedad judía [16]. No se trata de una realidad de ultratumba, la salvación en el más allá después de la muerte, sino irrupción en el más acá, ante la que hay que tomar partido. No se trata de prepararse para “ir al cielo”, sino que Dios viene  a la sociedad (Mt 13,38.41; Mt 22, 2.12-14; Mt 25, 34.41; Lc 10, 11-12). La esperanza de ultratumba es engañosa, si no hay constancia de que ese Dios puede salvar ya en el presente histórico. ¿Cómo confiar en una salvación futura, si no comienza ahora? Las teologías se basan en la memoria, en una razón anamnética que conserva los hechos realizados. Es una teología de la historia sobre lo que Dios ya ha hecho por su pueblo.  El proyecto del reino canaliza las necesidades humanas y se presenta como oferta de sentido universal, desde la que evaluar todos los códigos sociales y religiosos. Cuando irrumpe Dios, se desplaza la atención hacia las necesidades humanas, resaltando la invitación al banquete del reino como oferta divina.

Esto es lo que luego perdió peso y significado, en buena parte por obra de la teología paulina,  que no se centró en la vida y obra de Jesús, sino en su significado como Hijo de Dios y salvador. El fuerte carácter ético de la proclamación del Reino dejó paso a una antropología que presentaba a los cristianos como buenos ciudadanos y modelos morales: Se excluye a los injustos, a los fornicarios, idólatras, afeminados, ladrones, etc. (1Co 6, 9-11; 1Co 15, 50; Ga 5, 21; Ef 5, 5). La imitación de Cristo cobró un fuerte carácter moral, en tensión con el significado original de la buena noticia a los pecadores. Se apeló a la justicia divina para legitimar el rechazo de los pecadores, amorales y socialmente desviados, tendiendo a una antropología de virtudes y valores [17]. Hubo un cambio de orientación de las afirmaciones existenciales en favor de los pobres y marginados a las exigencias éticas (porque Cristo ha sido inmolado, vivamos una vida nueva: 1Co 5, 7; Rm 6, 2.12; Rm 13, 14; Ga 5, 25), cambiando la perspectiva cristológica y la antropología, cada vez más marcada por una moral individual acorde a la grecorromana.

Comenzó la síntesis entre lo judío y cristiano con lo griego, vinculando las exigencias éticas a la ley natural, a una conducta guiada por la razón (Rm 2, 14-16; 1Co 5, 1). El comportamiento ético cobró valor salvador en sí mismo (1Co 10, 32; Flm 4, 8; 1Ts 4, 10-12), vinculando cristología y código cultural, como fuente inspiradora del comportamiento (Rm 2, 14-15; Rm 13, 3; 1Co 5, 1).  Al acentuarse la responsabilidad y ejemplaridad individuales cobraba relieve la conducta, con peligro de dejar en segundo plano la economía de salvación: el don de Dios a los últimos de la sociedad. El buen ciudadano cristiano se convertía en el referente de la nueva sociedad. La posibilidad de poner el acento en las obras, en las virtudes, en lugar de la oferta universal de gracia a todos, aumentó por este desplazamiento, a pesar de que Pablo luchó contra la meritocracia y el absolutismo de la ley, resaltando la gratuidad de la justificación.

El mandato del amor, que Pablo presentó como “ley de Cristo” (Ga 6, 2), se transformó en un catálogo de virtudes (Ga 5,22) como los de la literatura moral del tiempo [18]. En Pablo está corregido por su fuerte cristocentrismo (1Co 8, 6) y por la lucha contra el sometimiento a la ley (Rm 14, 20; 1Co 10, 25-26), pero cobró relevancia porque se afirmaba, con entusiasmo, que Cristo ya había triunfado sobre los poderes mundanos (Col 2, 15) y había que vivir como una nueva criatura. La progresiva espiritualización del reino de Dios está relacionada con una moralización de la antropología, en la que se acentúa la perfección. De esta forma cambió la idea de salvación, enfatizando las obras ascéticas y éticas en una línea favorable al pelagianismo. Hay una tensión entre la inculturación en la cultura helenista, que lleva a compaginar las exigencias éticas culturales y las cristianas, y el radicalismo escatológico, que acentúa el contraste entre lo cristiano y lo grecorromano. [19] Comienza a perfilarse la tensión entre la naturaleza y la gracia, entre el don divino y la libertad autónoma, entre la moralización de la antropología y la pérdida de relevancia de la dimensión social.

En la cristología cobró relieve la muerte de Jesús respecto de su vida. El eje central de la revelación, el “evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1), pasó a ser el “de la muerte y resurrección de Cristo” (1Co 15, 1-11). Pablo habla de la resurrección como de ‘su evangelio’. Comienza una etapa nueva, en la que ya no se pone el acento en la construcción del reinado de Dios, sino en el Cristo vencedor de la muerte (“¿Dónde está muerte tu victoria?”: 1Co 15, 55-57). No se cuestiona el proyecto de sentido de Jesús, pero se puso el acento en la salvación de ultratumba. De ahí deduce Pablo la necesidad de vivir de forma diferente. La novedad es la relativización de la muerte, que pierde su significado último destructivo, el paso del ser a la nada. Así cambia la antropología, ya que la salvación se orienta hacia el más allá de la muerte, a costa de la antropología unitaria. Se mantiene el carácter constitutivo de la relación con Dios para el hombre, mediada por la cristología, pero se abre espacio a una espiritualización del cristianismo y a una reformulación de la salvación histórica.

Superar el dualismo antropológico

El paradigma griego y el judeo-cristiano son alternativos y, sin embargo, se fusionaron en una síntesis cultural. Del hombre como don del creador, se pasó al creador de sí mismo, que somete lo natural, lo sensorial y lo animal al control de la razón. De la concepción relacional del hombre en la historia, en el marco de una alianza con Dios, se pasó a una ontología sustancialista cósmica en la que prima el intelecto. Si los judeo-cristianos acentúan la importancia de la libertad, los griegos racionalizan la auto-determinación y la des-corporeizan, porque no se identifican con el cuerpo. La tradición griega tiende a una divinidad racional pero no personal, a la que se define como pensamiento de pensamiento, idea sustancial y arquetípica, motor inmóvil y causa última. Lo racional y lo cósmico impregnan el concepto de dios y del hombre, determinando las distintas hermenéuticas. Los caracteres impersonales y neutros de la metafísica del ser no son admisibles ni para la antropología ni para la teología y han generado problemas, todavía irresueltos, al fusionar la filosofía griega con las imágenes del Dios judeo-cristiano y de la cristología.

Esta síntesis ha sido superada en la actualidad. Contra la desmundanización se arranca hoy del ser en el mundo y del giro intersubjetivo de la filosofía, que hace del reconocimiento del otro el elemento fundamental para la propia identidad. Las antropologías behavioristas y conductivas asumen una perspectiva objetiva y corporal, que conecta directamente con la comprensión griega. El interiorismo de San Agustín persistió en las filosofías de la conciencia hasta Husserl. Es una filosofía reflexiva, que puede desembocar en el ensimismamiento idealista. Las ideas platónicas se transformaron en las representaciones mentales del sujeto, aunque Dios es el que garantiza la fiabilidad del cogito y al perderse se cuestionan las construcciones de la subjetividad. Ya no hay búsqueda de Dios por sí mismo, sino en función de garantizar la validez de las construcciones de la mente humana. Surge así la verdad como certeza, como representación mental del sujeto. Heidegger critica este antropocentrismo idealista, que hace del mundo virtual, construido por el sujeto, el único real, equiparando su ser pensante con su ser real [20]. La verdad dejó de ser el resultado de la adecuación de la mente a las cosas, para convertirse en certeza subjetiva. De esta forma, se estableció un dualismo radical entre la subjetividad personal y la objetividad del cuerpo. ¿Quién soy yo? se transformó en ¿cómo pienso? desde un yo abstracto, clausurado en sí mismo. Surgió una interioridad desvinculada de la realidad mundanal y corporal.

De la idea de Dios en el hombre se pasó a cuestionar si ésta tenía un referente ontológico, para negar que se pudiera fundamentar la existencia divina. Kant procedió en la misma línea cuando partió de la moral como un hecho de la razón, que tiene valor absoluto, aunque Dios no existiera. Dios es una mera idea regulativa, objeto de una fe racional, para que la moral tenga sentido. Hegel da un paso más rechazando la diferencia ontológica entre Dios y la especie humana, radicalizando la inmanencia divina y la trascendencia del hombre. Poco a poco se asume que la antropología es la clave de la teología (Feuerbach) y de que el Dios trascendente aliena al hombre de la historia (Marx), le quita creatividad y dominio de sí (Nietzsche) y confina al ser humano a la minoría de edad (Freud). El teocentrismo, la antropología creacionista, la gracia como don y el carácter relacional de la antropología cristiana se perdieron en este nuevo marco. Se pusieron las bases de la crisis del siglo XX. Hay una crisis de la teología porque se vincula a una tradición antropológica que no corresponde al código cultural actual. Las ciencias humanas han generado nuevas hermenéuticas que descalifican contenidos teológicos tradicionales. Es necesaria una transformación para que correspondan al código cultural del siglo XXI.  De lo contrario, el cristianismo entraría en un gueto cultural y social, rompiendo con la relación entre la fe y la cultura. Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona proclamó la vinculación de la fe y de la razón: “No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios” [21]. La fe que pregunta a la razón exige abrirse al código cultural en que se transmite.

Asistimos a una revalorización transformada de la comprensión griega del mundo y del hombre como microcosmos. Hay una vuelta a los orígenes y una búsqueda de las causas desde el nuevo paradigma evolucionista; desde un universo emergente y una integración del ser humano en su proceso de constitución.  Las ciencias humanas y naturales convergen en la comprensión científica. Ambas propugnan un naturalismo metodológico, en el que la referencia a Dios no sólo es innecesaria sino perjudicial para el conocimiento. La ciencia no necesita a Dios para explicar cómo se constituyó nuestro universo actual. El cosmos en el que vivimos es el resultado de una evolución desde el “big-bang” inicial, que ha producido un universo finito en expansión creciente. Somos el resultado de una explosión de vida abocada a la muerte térmica. El surgimiento de la vida en un cosmos que tiende al desorden y está amenazado por la muerte, según la segunda ley de la termodinámica, es lo primero que sorprende y es el origen de preguntas metafísicas y religiosas, acerca de su significado [22]. A partir de aquí surgen preguntas para la teología de la creación con consecuencias para la teodicea.  En ese marco juega un papel esencial el origen de la vida en el planeta  y la evolución hasta el animal humano [23]. La dinámica de constitución hay que comprenderla a partir de la teoría de selección natural, aunque el paradigma darwiniano haya sido corregido. El mundo en el que vivimos es el resultado de un proceso funcional y de adaptación, en el que se mezclan el determinismo y el azar, la necesidad genética y las variaciones útiles para el mantenimiento de la vida. Este proceso es creativo, sin que el diseño o plan de la naturaleza, en favor de la vida y abocado a una complejidad creciente, necesite de un diseñador externo. De ahí, las interrogantes que surgen a la teología creacionista y la impugnación del diseño inteligente como teoría científica, explicativa del universo y de la vida. La ciencia no necesita de la religión para explicar el mundo y el hombre, otra cuestión diferente es la de su significado y sentido para las que son competentes la filosofía y la religión.

El ser cósmico griego se ve desde el devenir, en el que se integran las nuevas antropologías. Hay una comprensión unitaria e integral de la persona, opuesta a los dualismos de cuerpo y alma, de materia y espíritu. Se parte de la corporeidad personal, no es que tengamos un cuerpo sino que somos corporales, volviendo a una percepción más cercana de la comprensión semita que de la griega. El animal humano está vinculado con el mundo animal y participa de su dinámica de instintos y condicionamientos. De ahí las antropologías de la animalidad, behavioristas y conductistas, que minimalizan la diferencia entre el hombre y los otros [24]. Se revalorizan los instintos, lo sensitivo y las emociones, en contra de la intelectualización. La definición de Zubiri sobre la “inteligencia sentiente” es un buen exponente [25]  Se muestra que el hombre es un animal carencial, que compensa su déficit con lo cultural, el aprendizaje, el lenguaje y el trabajo. Hay una vuelta a la objetividad científica, al análisis y descripción de lo humano, que muestran su plus cualitativo respecto del mundo animal y le definen como racional, libre y moral. La relación entre la naturaleza y la cultura está en el centro de las antropologías [26]. Unas tienden a las construcciones socioculturales como mera prolongación de la naturaleza, negando que lo humano sea distinto de lo animal. Otras afirman que las normas culturales rebasan la dinámica de los instintos. La libertad permite seleccionar, elegir, prever las consecuencias de las acciones, más allá del altruismo animal en pro de la supervivencia [27].

Se tiende hoy a una concepción evolucionista y emergentista desde un proceso inmanente de la naturaleza. Subsisten diferencias de criterios sobre si esa evolución tiene una finalidad o teleología innata, tendente a formas de vida superiores y más complejas, o si se trata de una dinámica sin finalidad propia, meramente estadística y funcional. Resurgen viejas disputas con nuevos nombres, sobre la relación entre alma y cuerpo, entre materia y espíritu [28].  Se considera el espíritu como un grado de complejidad superior en un universo material emergente. Así se mantiene una alteridad cualitativa entre lo humano y lo animal, y entre la mente y el cerebro. Hay bastante concordancia científica al analizar el animal humano, las diferencias subsisten al definirlo y darle un significado. El debate actual no es sólo filosófico sino cultural, ya que las distintas antropologías propuestas tienen como trasfondo los componentes culturales.

Juan Antonio Estrada, en blogs.comillas.edu/

Notas:

1 E. Kant, Logik: Kants Werke (Akademie Textausgabe) IX, 25. También, Crítica de la razón pura,  A 805-806; B 833-834.

2 C.H. Grave, “Mensch”: Historisches Wörterbuch der Philosophie V, Basel, 1980, 1059-1061; W. Hirsch, “Mensch. X Philosophisch”: Theologische Realenzyklopädie 22, Berlín, 1992, 567-577.

3 M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, 61974,1-10.

4 “Lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche no es tanto la muerte de Dios (…), como el final de su asesino; es la desaparición entre risas del rostro del hombre y el retorno de las máscaras”: M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, 31971, 373-374.

5 Juan Antonio Estrada, El sentido y el sinsentido de la vida, Madrid, 2010, 163-188.

6 J.B. Metz, Antropocentrismo cristiano, Salamanca, 1972.

7 R. Albertz-R. Neudecker, “Mensch II-III”: Theologische Realenyklopädie 22, Berlín,  1992, 464-481; Hanz W. Wolff, Anthropology of the Old Testament, Londres, 1974.

8 Demócrito VS 55 B 33-34: “La naturaleza y la educación son algo parecido, pues la educación sin duda configura al hombre, pero por medio de ella crea la naturaleza. El hombre es un mundo en pequeño”; Aristóteles, Polit.1332 a 38ss: “hay tres cosas que hacen al hombre bueno y virtuoso, estas son la naturaleza, la costumbre y el principio racional.”.

9 Jenofonte, Memorabilia I,4,14; Aristóteles, De partibus animalium, 687 a 5ss.

10 Anaxágoras, “En fuerza y rapidez nos parecemos a los animales, pero sólo nosotros sabemos usar de la experiencia, la memoria, la destreza y la habilidad” (VS 59 B 21b);

11 W. Jaeger, Paideia. México 1968, 280-86.

12 Platón, Fedón, 107c 2; 64c 4f; 95b- c.

13 Jenófanes, “Pero los mortales creen que los dioses han nacido y que tienen vestido, voz y figuras como ellos” (21 B 14); “Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros, los tracios que tienen ojos azules y pelo rojizo” (21 B 16).

14 W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker. Stuttgart 1953, 55-68.

15 Pródico, “¿Deja de existir alguna religión cuando afirma que todo lo que es provechoso para la vida del hombre se achaca a los dioses?” (84 B 5); Crítias, “Creo que alguien ha hecho primeramente creer a los hombres que hay una estirpe de dioses” (88 B 25).

16 Juan A. Estrada, De la salvación a un proyecto de sentido, Bilbao, 2013, 119-166.

17 E. Schweizer, “Gottesgerechtigkeit und Lasterkataloge bei Paulus”, en (Fesch.f. E. Käsemann), Rechtfertigung. Tubinga, 1976, 461-77; S. Wibbing, Die Tugend und Lasterkatalog im Neuen Testament. Berlín, 1959.

18 E. Gräβer, “Neutestamentliche Erwägungen zu einer Schöpfungsethik”: WPKG 68 (1979), 98-114; F. Hahn, “Neutestamentliche Grundlagen einer christlichen Ethik”: Trierer Theologische Zeitschrift 86 (1977), 41-51.

19 Juan A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 1999, 257-263.

20 M. Heidegger, Sendas perdidas. Buenos Aires, 21969, 80-99; La proposición del fundamento. Barcelona, 1991, 38-39.

21 Benedicto XVI, “Encuentro con el mundo de la cultura” (Martes, 12/9/2006), nº5.

22 Juan A. Estrada, La pregunta por Dios, Bilbao, 2005.

23 F.J. Ayala, Evolución, ética y religión, Bilbao, 2013.

24 K. Lorenz, La ciencia natural del hombre, Barcelona, 1993.

25 F. Mora, “El cerebro sentiente”: Arbor 162 (1999), 435-450; A. R. Damasio, El error de Descartes, Barcelona, 1996; D. Goleman, Inteligencia emocional, Barcelona, 191997.

26 A. Gehlen, Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur, Francfort, 62004.

27 F.J. Ayala, Evolución, ética y religión, Bilbao, 2013, 59-82; E. Wilson, Consilience, Barcelona, 1999.

28 P. Laín Entralgo, Alma, cuerpo, persona, Barcelona, 21998; Cuerpo y alma, Madrid, 1991; K. Popper-J.C. Eccles, El yo y su cerebro, Barcelona, 21982; A. Dou (Ed.), Mente y cuerpo, Bilbao, 1986; F. Mora, El problema cerebro-mente, Madrid, 1995.

Ofelia Manzi

Introducción

La iconografía contenida en el arte cristiano presenta la particularidad de depender del texto escriturario para su realización. En este contexto las representaciones pueden estar ligadas exclusivamente a un relato de corte histórico, o resultar de una exégesis que intencionalmente genera una relación entre episodios diversos. Esta forma es la que originalmente produjo las imágenes contenidas en objetos de uso funerario.

La distribución de las figuras es otro de los aspectos a considerar. Herederas de algún modo de los sistemas narrativos romanos, las imágenes que expresan visualmente los contenidos de las escrituras, aparecen organizadas de acuerdo con una estructura narrativa generada a partir de determinadas ideas rectoras según las cuales el relato queda expresado mediante la yuxtaposición de episodios. De acuerdo con lo que hemos reseñado, la necesidad de destacar algunos temas determina la existencia de conjuntos -que con ciertas diferencias mantienen una relativa homogeneidad– que podemos considerar característicos de la retórica en imágenes de los siglos III y IV.

Estas particularidades de la integración del repertorio iconográfico y formal de arte cristiano facilitan su consideración como fuente de conocimiento histórico. Tanto la selección de temas que actúan como referente de la imagen, como la utilización de diversos recursos plásticos, permiten identificar la intencionalidad con la que fueron realizados y reconocer las mentalidades que han sostenido intelectualmente la producción de conjuntos iconográficos cuyo elemento común es la pertenencia al ámbito cristiano. Esto se advierte independientemente de la época o el soporte elegido.

Formas de representación del tiempo

Desde las primeras manifestaciones del arte cristiano (a partir del siglo III), es factible establecer de qué manera se concibe la existencia de un eje temporal entre las escenas mediante las cuales se elabora un mensaje determinado. Para ilustrar esta particularidad se puede tomar en cuenta un conjunto de temprana realización en el que advertimos un incipiente manejo del tiempo concebido como el destino ineludible de la humanidad. Se trata de las pinturas murarias del Baptisterio hallado en las excavaciones de Dura Europos (GRABAR, 1967, 1980). En primer lugar, porque se trata de un edificio cuyas pinturas pueden ser datadas en las primeras décadas del siglo III [1], lo que constituye una producción muy temprana y por otra parte porque plantea la elaboración de un relato en el que se advierte una intención narrativa mediante la representación de circunstancias fundamentales en la historia de la salvación. En el luneto –hoy recuperado y ambientado en la Galería de Arte de la Universidad de Yale- que originariamente ocupaba el lugar principal en el baptisterio, aparecen en el ángulo inferior izquierdo –según el punto de vista del espectador- Adán y Eva. Estas figuras están apenas esbozadas mediante simples trazos, hoy apenas perceptibles. El espacio central superior está ocupado por una imagen del Buen Pastor, que lleva sobre sus hombros una oveja de considerable tamaño. El resto del rebaño se dispersa más allá de esta figura y hacia la derecha. La presencia de Adán y Eva marca el pecado original, desencadenante de la necesidad de la salvación. El Buen Pastor, por ello, se vincula tanto por su significado como, en una cierta proyección cronológica, con la consecuencia del acto pecaminoso y su superación. El hecho de que una iconografía de este tipo se encuentre en un edificio con esas características, en un espacio particular en el que seguramente se realizaban los primeros rituales cristianos, indica la preocupación por privilegiar un determinado discurso refrendado tanto por los textos como por la prédica que de ellos se hacía.

Del resto de la decoración de ese cubículo apenas se conserva la mitad. Diversas figuras aparecen colocadas en dos hileras superpuestas. En la parte superior los milagros de Cristo apenas esbozados; en la inferior, debajo de una cornisa de estuco, hay pinturas dispuestas sobre un fondo rojo y con grandes personajes. De este conjunto se ha conservado solamente una parte de la escena que representa a las Tres Marías portando mirra ante la tumba de Cristo. En la misma hilera hay otras dos escenas: el pozo de la Samaritana y la victoria de David sobre Goliat.

Este conjunto, aunque mutilado, permite extraer conclusiones acerca de la forma de la selección y del ordenamiento del texto para ser trasladado a la imagen y configurar un mensaje cuyo contenido quedará desentrañado a partir de recursos que otorgan al conjunto una significación determinada. Si bien la elección de ciertos motivos iconográficos estaba determinada por la lectura de pasajes diversos de las escrituras en los oficios bautismales, el sentido último de estas imágenes era la configuración del mensaje ‘caída-redención’ planteado como historia general de la humanidad. Por su parte, el triunfo de David sobre Goliat preanuncia el triunfo del cristianismo sobre el paganismo, en tanto que las Marías ante el sepulcro constituyen iconográficamente una de las formas de aludir a la resurrección, punto crucial de la nueva doctrina y uno de los pilares de sustentación de su rápida difusión. Por su parte, la decoración superior del muro particulariza la salvación por vía de los personajes privilegiados que la obtuvieron por mediación del propio Cristo.

Del análisis de estas imágenes tempranas resulta un modelo de elaboración textual y resolución iconográfica y formal que se constituyeron casi en una constante para el arte cristiano tardo antiguo. La secuencia cronológica tal como aparece en el texto referencial queda supeditada a una interpretación significativa. De este modo toda referencia a un tiempo de existencia real desaparece y los acontecimientos se yuxtaponen unidos por el hilo conductor de los significados que se pretende extraer de ellos.

Los numerosos ejemplos que proporcionan pinturas catacumbarias y sarcófagos de los siglos III a V exponen esa particular manera de organización del tiempo: episodios que de acuerdo con los textos sucedieron en momentos y ámbitos completamente distintos, resultan reunidos en escenas comunes tal como si sucedieran en una misma secuencia cronológica. Los episodios del Antiguo Nuevo Testamentos que relatan la historia de personajes que, de un modo u otro, fueron objeto de la intervención divina, quedan enlazados formando un recorrido ideal en un tiempo despojado de toda realidad concreta.

En líneas generales, se puede tomar un ejemplo como el citado como un modelo que la iconografía medieval mantuvo a lo largo del tiempo. La anulación de las referencias temporales concretas determinó la existencia de ciertas características específicas del arte de la Edad Media, tales como la yuxtaposición de escenas cuya secuencia cronológica no es sucesiva y/ o la representación de situaciones que por su temática se encuentran fuera de toda realidad históricamente determinada. La selección de episodios que responde al Ordo Commendationis Animae (GRAU-DIECKMANN, 2011, p. 166), al reunir bajo el mandato de “Libera Señor, su alma, como has librado […]” a personajes como Henoc y Elías, Noé, Abraham, Isaac, David, Daniel y Jesús por medio de sus milagros, expresa un tiempo sin correlato cronológico, con su consiguiente creación de una realidad virtual.

Calendarios

Uno de los indicios del alejamiento de la realidad sensible y de la consiguiente atemporalidad es la progresiva esquematización y posterior desaparición, casi completa, del paisaje en el arte medieval. Cuando a partir de la experiencia del arte denominado románico, a partir de las primeras décadas del siglo XI, se comienzan a representar calendarios en las fachadas de los edificios, la figuración de los trabajos (siempre vinculados al ciclo rural) carece de referencias concretas al espacio en el que se llevan a cabo.

En numerosos ejemplos de los siglos XI a XIV, la relación entre el calendario y las escenas que ilustran cada mes, se prioriza una significación trascendente del tiempo al supeditarlo a un tema que, en la mayor parte de los casos, alude a la apocalíptica cristiana. El tiempo real aparece supeditado a un devenir cuyo futuro es justamente la consumación de su propia realidad. Estos planteos iconográficos profundizan de manera rotunda -dada la posibilidad de comunicación social de las imágenes colocadas en espacios públicos- la promesa de trascendencia entendida como culminación del devenir histórico de la humanidad. Pasado, presente y futuro giran en torno de la presencia del Dios encarnado y el hombre tiene como objetivo único y primordial, la eternidad.

El calendario representa la secuencia del tiempo

terrenal, y la forma concreta de representación durante la Edad Media resulta de la confluencia entre la tradición antigua [2] y la interpretación cristianizada. En general, contiene personificaciones del año, de los meses y las estaciones, y la secuencia zodiacal acompañada de la correspondiente tarea rural (GRABAR, 1980) [3]. En los portales románicos y góticos la representación del calendario se realiza mediante una secuencia de medallones que se disponen en las arquivoltas que enmarcan el tímpano que corona la puerta de acceso al templo, generalmente en el arco más próximo al tímpano. En este tipo de disposición, la presencia de trabajos  y meses introduce la referencia al quehacer cotidiano que prepara el acceso a la eternidad. En los casos en los que la escena principal es el Juicio Final –como en la catedral de Autun-, la referencia al tiempo terrenal se une al destino supremo de la humanidad, uniendo mundo y transmundo.

En cuanto a la pintura, existen calendarios iluminados en códices pertenecientes al género Breviario, libro que contiene los oficios que deben recitar y cantar cotidianamente a determinadas horas los eclesiásticos desde el grado de subdiácono en adelante. Si bien este tipo de libro existió desde el siglo XI y, por sus características, tuvo una difusión notable, fue reconocido y autorizado oficialmente en la época del Papa Inocencio III (1198-1216). Un Breviario consta de varias partes inamovibles: Calendario’, Salterio, Temporal (liturgia dominical y la correspondiente a las fiestas del año litúrgico), Santoral (con oficios dedicados a un santo en particular en el día de su aniversario) y el Común de los Santos (o sea, la parte destinada a santos que carecen de oficio propio, es decir los que no tienen una atribución fija en el calendario) (LEROQUAIS, 1934).

Las características propias del Breviario condujeron al origen y la difusión de otro tipo de libro: el Salterio, libro destinado a la devoción privada, especialmente de laicos. A partir de fines del siglo XII, a este libro que contiene los Salmos se le agregaron distintas oraciones, particularmente vinculadas con el culto mariano, tales como el Pequeño Oficio de la Virgen, las vinculadas al Oficio de Difuntos, al Oficio de la Pasión y a diversos Sufragios de Santos. Este tipo de códice tuvo una gran resonancia particularmente en el norte de Francia, Flandes, Inglaterra y la región renana.

Todas esas nuevas secciones que constituyeron el Salterio se independizaron en el transcurso del siglo XIII para constituir el Libro de Horas, destinado exclusivamente a la devoción laica y que habría de tener gran difusión hasta principios del siglo XVI (HARTHAN, 1977, p. 11-19). Este tipo de libro contiene, al igual que el Breviario, un Calendario en sus primeros folios. En ambos  casos la iconografía difundida en el siglo  XIII sigue un patrón común: un par de miniaturas en cada mes, que representan el signo zodiacal y la actividad propia del mes [4].

El Breviario de Belleville [5]

Existe una excepción en materia de ilustración de calendarios que presenta un ejemplo significativo en relación con la forma de considerar el transcurrir del tiempo en un todo, de acuerdo con la corriente de pensamiento iniciada a partir del redescubrimiento de la obra de Aristóteles. La iconografía desplegada en el manuscrito, aparece como un testimonio del surgimiento de una concepción del tiempo ligada a la naturaleza, que se aleja paulatinamente de una visión exclusivamente teológica. Se trata de una obra producida en el taller parisino de Jean Pucelle entre 1323 y 1326, y que ha recibido el nombre de Breviario de Belleville (AVRIL, 1977). De acuerdo con las rúbricas existentes en el manuscrito, el mismo fue ilustrado para uso de un monasterio de la orden dominicana. El nombre con el que se lo conoce deriva del hecho de que en algún momento perteneció a Jeanne de Belleville, cuyos bienes fueron confiscados en 1343 en beneficio de la corona francesa , según lo atestigua el inventario de bienes realizado en 1380 a la muerte del rey Carlos V (AVRIL, 1977, p. 61).

El manuscrito está dividido en dos volúmenes: uno correspondiente a las oraciones de verano y otro para las de invierno. Cada uno está encabezado por su correspondiente calendario. El de verano -del que se conservan solamente dos folios- presenta la iconografía tradicional, en tanto que en el segundo -del que se conservan solamente los folios correspondientes a noviembre y diciembre- contiene una notable innovación en la interpretación del tiempo.

Por las características de este programa iconográfico excepcional es posible atribuir su autoría a un fraile dominico que, siguiendo las huellas de San Agustín, trata de establecer la concordancia entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos (AVRIL, 1977; SAN AGUSTIN, 1990) [6]. El mismo autor incluye un texto aclaratorio bajo el título de Le exposition des ymages des figures qui sont au Kalendier et au Sautier et est proprement l’accordance du veil testament et au novel [7]. Esta exégesis escrituraria, que reconoce antecedentes desde los primeros autores cristianos, procura demostrar que el Nuevo Testamento se explica a partir del Antiguo, teniendo en cuenta que lleva a la concreción ciertos prototipos existentes en los escritos más antiguos. La existencia esta suerte de ‘ejemplaridad’ estaría justificada por la existencia de un plan divino de acuerdo con el cual los escritos sagrados presentan ‘tipos’ (contenidos en los más antiguos) que generan ‘antitipos’ -más perfectos- contenidos en los escritos nuevos. Estos últimos serían, de acuerdo con esta particular interpretación, ejemplares, toda vez que consagran el mensaje. Es esta tipología, ampliamente difundida por la patrística, la que justifica el programa iconográfico que se encuentra en los folios del Calendario del Breviario de Belleville. Asimismo, en la ilustración correspondiente a los respectivos meses, aparecen ciertos elementos anexos que contribuyen a crear un discurso en imágenes cuyo significado final contribuye a reforzar el sentido primigenio de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Es en la inclusión de esas imágenes -secundarias desde el punto de vista del núcleo de la narración- en las que se advierte una novedad iconográfica que testimonia las transformaciones acaecidas en el pensamiento medieval a partir de la difusión del aristotelismo escolástico. Se trata de la aparición de pequeños paisajes, apenas esbozados, en los que la indicación naturalística es notable. Dado que los folios que se han conservado corresponden a dos meses de invierno, la indicación de la estación se realiza por medio de un paisaje totalmente despojado de vegetación. Desde el punto de vista formal, se puede considerar a estas pequeñas figuras del Breviario de Belleville como uno de los primeros paisajes independientes del arte medieval (CORTI, MANZI, 1985).

Es necesario organizar la lectura del folio iniciando el recorrido desde la parte inferior. Ese espacio marginal está ocupado por dos personajes: a la izquierda un profeta (identificado por su nombre, Zacarías) que extrae ladrillos de un edificio en ruinas situado a su lado. El profeta entrega el material al otro personaje, un apóstol, representado en el instante que levanta el velo que oculta la piedra (MÂLE, 1949). Junto a las figuras, sendas filacterias que parten de las manos, transcriben un fragmento de la profecía y el pasaje del credo que corresponde a cada apóstol [8]. El texto que acompaña a Zacarías, se encuentra muy fragmentado, pero dada la temática de su profecía, se refiere a la ruina de Jerusalén (cap. 9-14) y su futuro.

En la parte superior del folio, surgiendo de la puerta de una ciudad está la Virgen, que ostenta un pendón en el que se representa la resurrección de un muerto saliendo de su tumba. Esta figura se relaciona con el texto que el profeta entrega al apóstol, a quien corresponde la cláusula del credo vita aeternam. Junto a María está la puerta de la Jerusalén celestial ante la cual la Virgen hace entrega del pendón a San Pablo, quien realiza su prédica ante personajes que por sus vestimentas pueden ser identificados con los judíos.

Es destacable el contenido simbólico del conjunto que vincula a las figuras situadas en la parte inferior con las de la parte superior. Si consideramos la totalidad de las ilustraciones del calendario, el edificio en ruinas (la Sinagoga,) sirve por medio de sus ladrillos para construir la Iglesia. La relación entre ambos se materializa con la relación entre profetas y apóstoles. El triunfo de la Iglesia aparece representado por la Virgen triunfante ante la Puerta, ella misma convertida en el acceso a la Fe. Mediante la afirmación de la resurrección de la carne representada en el pendón, da origen a la difusión de la doctrina encarnada en la figura de Pablo, apóstol de los gentiles, que es quien desarrollará el tema de la resurrección de los muertos frente a las controversias que ese tema originó (I, Cor. 15 apud SANTA BIBLIA, 1985).

En la parte derecha, junto a las figuras de la Virgen y Pablo, aparece el signo zodiacal y lo que constituye una innovación en materia de ilustración de calendarios: en lugar de estar representada la actividad propia del mes, tal como se realizaba usualmente, hay un paisaje que, presuponemos, se tornaba cambiante a los largo de los meses. Así, de acuerdo con el mes de que se tratara, podrían aparecen viñas, arbustos bajo la lluvia, árboles en floración, arbustos, gavillas maduras en campos de trigo o ramas despojadas de sus hojas. En el mes de diciembre se encuentra un personaje en actitud de cortar madera en un paisaje notoriamente expresivo de la naturaleza invernal. Esto constituye una innovación propia de la época dada la representación naturalística del entorno.

El significado complejo de este folio permite una lectura bidimensional del tiempo. Por un lado, un transcurrir simbólico que implica el desarrollo de la fe cristiana desde el inicio de sus orígenes representados en el Antiguo Testamento y su posterior difusión en el mundo a partir del mensaje evangélico. Por otra lado, se refleja el tiempo cotidiano, el de los hombres, sujeto a las contingencias estacionales, cuyas variables se manifiestan a través de la cambiante naturaleza y los trabajos diversos que ella implica. El sentido del desmoronamiento del edificio, provocado porque sus materiales son entregados a un representante de la Nueva Fe, ejemplifica la base de la Iglesia según, Mateo 16, XVIII. Dicha resolución iconográfica visualiza la relación existente entre las profecías y los artículos de la fe cristiana. De acuerdo con esta interpretación, los Apóstoles se convierten en descendientes espirituales de los Profetas, al mismo tiempo que develadores del sentido último del Antiguo Testamento.

Dado el carácter muy fragmentario del Breviario de Belleville hemos recurrido a la comparación con el calendario de las denominadas Grandes Heures de Jean de Berry, París, Biblioteca Nacional, ms. lat. 919. c. 1409. El duque de Berry, además de hacer ilustrar otro de sus manuscritos, con una copia exacta del calendario, hizo representar en los vitrales de la Sainte Chapelle de Bourges la prolongación de las profecías en el credo apostólico. (THOMAS, 1971).

Conclusion

A partir de estas imágenes, el devenir temporal encarnado en la representación paisajística adquiere una nueva significación. El tiempo cotidiano, el que regula las actividades del hombre, forma parte del plan divino y se inserta en el tiempo sin el tiempo de la Redención.

Advertimos en esta representación iconográfica una síntesis de elementos diversos característicos del pensamiento medieval: por un lado, un ordenamiento escriturario realizado de acuerdo con un plan exegético determinado, y por el otro - y en este caso aparecen componentes tardo medievales - una interpretación de la naturaleza, de acuerdo con los parámetros impuestos por una lectura teológica de la realidad. De todos modos, aún considerando la impronta de la fuerte presión de una concepción religiosa del devenir humano, la presencia del tiempo cotidiano abre una vía de comprensión de la realidad que en la época de la ejecución del Breviario de Belleville estaba ya ampliamente sustentada en el pensamiento escolástico y en el nominalismo del siglo XIV.

Ofelia Manzi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.     Pinturas de principios del siglo III. Reconstrucción en Yale University Art Gallery (GRABAR, 1967).

2.     Un ejemplo es el Calendario de Filocarus, año 354, Biblioteca Vaticana, Barb. lat. 2154.

3.     Por ejemplo Calendario, Isidoro de Sevilla, Laón, Biblioteca Municipal, ms. 523, fol. 5v. y fol. 10 v. Signos del Zodíaco, Boulogne Sur Mer, Biblioteca Municipal, ms. 188, fol. 30.

4.     En breviarios de los siglos XI y XII la ilustración es poco frecuente y se limita a escasas iniciales historiadas y eventualmente a algunas miniaturas. Una excepción es el Breviario de Monte Cassino, París, Biblioteca Mazarine, ms. 364. La costumbre de desarrollar una iconografía acorde con el calendario se impuso tardíamente a partir del siglo XIII como lo atestigua, entre otros ejemplos, el Breviario de Metz, Biblioteca Municipal, ms. 1244.

5.     Para consultar la imagen ver <http:/www.artehistoria.jcyl.es/arte/obras/ 15150.htm>.

6.     “Quid enim quod dicitur Testamentum Vetus nisi occultatio Novi?. Et quid est aliud quod dicitur Novum nisi Veteris Revelatio” (SAN AGUSTIN, 1990, XVI, cap. XVIII).

7.     fol. 5 signatura antigua suppl. Lat. 700. Si bien la relación en primera persona podría suponer que el texto fue producido por el maestro de taller, la complejidad especulativa del mismo parecería indicar la presencia de un erudito en la materia.

8.     El Credo de los Apóstoles es la declaración concisa de la fe cristiana. La leyenda sostiene que cada uno de los Doce, antes de separarse para predicar, contribuyó con una cláusula.

César Castilla Villanueva

 

                      I.        Introducción

La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás. En pleno siglo XXI, aún existen Estados o grupos religiosos desviacionistas al margen de la ley que intentan asediar a minorías especialmente en África y Medio Oriente. El objetivo principal de esta investigación es demostrar como grupos extremistas incurren en esta práctica violentando el derecho de los demás sin que la Comunidad Internacional haga nada por resolver este problema.

       II.        El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa

Las persecuciones religiosas son un hecho execrable que por lo general atentan contra las minorías. Una de las más recordadas en la historia del mundo contemporáneo es aquella que sucedió en el Imperio Otomano, donde la Comunidad Internacional fue testigo del genocidio sistemático de la población no musulmana, llevado a cabo en contra de una minoría religiosa durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época los principios islámicos habían influenciado el crecimiento del Imperio Otomano. Esto quiere decir que estos principios no solo moldeaban la fe de los musulmanes sino también otros aspectos como lo político y lo social. Por lo tanto, el carácter islámico de la teocracia otomana aparecía como un factor predominante en la organización legal del Estado otomano. Es aquí donde la figura del Sultán Califa ejercía una doble función. El hecho de ser sultán le permitía ejercer el poder sobre el plano político; y por ser Califa, tenía la misión de proteger el Islam.

La sinergia de estas dos funciones derivaba solo en una: velar por la aplicación de la Sharia (Revelación de la ley islámica al profeta Mahoma en el siglo VII d.C.) (Dadrian, 1995, pp. 29-30). En el imperio otomano la sociedad estaba dividida en musulmana y no musulmana creando una dicotomía entre ciudadanos de primera y segunda clase (dominantes y dominados). Esto había llamado poderosamente la atención de Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuestionando el tratamiento que el Imperio Otomano otorgaba a la población no musulmana, es decir las minorías cristianas. Lo cual influyó para que se dieran a cabo una serie de reformas en el seno del gobierno otomano (Tanzimat) entre 1839 y 1876.

Durante el mandato del Sultán Califa Abdul Hamid II (1848-1918) que asumiría el poder en 1876 se llevaron a cabo las peores masacres en contra de las minorías no musulmanas (masacres hamidianas o masacres armenias entre 1894 y 1896), provocando un enfrentamiento entre la comunidad musulmana y las minorías cristianas representada por los armenios en mayor cuantía. Es así que las potencias europeas empezaron a hacer un llamado para proteger a los armenios víctima del régimen opresor de Abdul Hamid II, lo que finalmente despertaría el nacionalismo turco y encendería aún más la represión en contra de los armenios cristianos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX a manos de los Jóvenes Turcos miembros del Comité Unión y Progreso (CUP) o Ittihad (Ittihad ve Terakki Cemiyeti).

Desde noviembre de 1894, los cables de noticias llegaban a  Inglaterra anunciando por primera vez las atrocidades cometidas en Samsun, donde el sultán Abdul Hamid negaba a toda costa los crímenes cometidos bajo sus órdenes que iban desde violaciones, mutilaciones, incendios, y masacres perpetuadas por soldados tanto regulares como irregulares. Es así que se decide llevar a cabo una investigación tardía en pleno invierno compuesto por un francés, un ruso y un inglés, dando como resultado que el criminal responsable habitaba en el castillo de Yildiz, el cual solo se limitaba a pagar una deuda mediante el dictado de una Orden Imperial de Liakat a su fiel servidor Zekhi Pasha, comandante del cuadragésimo sexto Cuerpo. A pesar de la visita de esta delegación europea, poco o mucho sirvió para frenar la masacre en contra de los cristianos armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En 1895, a pesar del plan de reforma para garantizar los derechos de los no musulmanes en particular de los armenios, propuesto por las seis potencias que reinaban en aquel sistema internacional de carácter eurocéntrico se elevaría ante las autoridades del imperio otomano el 11 de mayo de 1895, pero dos semanas después Abdul Hamid, el 3 de junio del mismo año presenta un proyecto oponiéndose a la petición europea, lo que significó que entre 1895 y 1896 el sultán rojo acabó con la vida de al menos trescientos mil armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En esta época las intervenciones entre las potencias europeas estaban basadas en un mínimo de cohesión hasta el tratado de Berlín de 1878 que sienta un precedente para la protección de algunas minorías y grupos religiosos, donde la presión de las grandes potencias de aquella época como Reino Unido y Rusia podía influir en el Imperio Otomano [1], ambos países eran firmantes de dicho tratado. Sin embargo, esta tentativa no  fue lo suficientemente eficaz ni eficiente para poder frenar el genocidio en contra de las comunidades no musulmanas (Dadrian, 1995, pp. 49-50).

Para noviembre de 1914, habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial, es ahí cuando Mehmed V (1909-1918) declaró la Yihad contra los países de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y  Rusia). Por otro lado, la persecución hacia los armenios se había intensificado, es decir, el legado de Abdul Hamid II seguía presente, ya  que bajo su mandato avalo la matanza de más de 200.000 armenios entre 1894-96. Todo esto respondía a una política oficial de genocidio implementada en nombre del nacionalismo turco propuesto por el partido nacionalista y reformista “Comité de Unión y Progreso” también conocido como “Jóvenes Turcos”. Como resultado de esta persecución religiosa según la historiadora Nelida Boulgourdjian-Toufeksian afirma que de dos millones cien mil armenios censados en el Imperio Otomano en el transcurso del año 1912 según las estadísticas del Patriarca Armenio en Estambul, solo quedaron 77.435 en 1927 (Alfred de Zayas, 2010).

    III.        ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo [2] religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

Comenzando la década de los 90’s, se afianzaría la desconfianza en lo que respecta al entendimiento entre civilizaciones. Samuel Huntington escribe Clash of Civilizations en 1993, donde adopta una postura fatalista cuando se refiere a las relaciones entre Occidente y Oriente, enmarcándolas en un «choque de civilizaciones» donde la religión jugara un rol preponderante:

«La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural» (Huntington, 1993).

Para Huntington el origen del conflicto radicará en la profundización de las diferencias que mantienen las civilizaciones más importantes, que según él son la occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y finalmente también toma en cuenta a la africana. Las cuales tienden a diferenciarse por su historia, idioma, tradición y religión, elementos que a través de la historia han generado los conflictos más prolongados y violentos (Huntington, 1993).

Por otro lado, si las persecuciones religiosas de este siglo XXI no son producto de un choque de civilizaciones inminente ¿podrían estas tener su origen y agravarse por el desviacionismo religioso? Una vez desaparecida la guerra de ideologías políticas antagónicas es decir entre el capitalismo y el comunismo durante la última década del siglo XX, ve la luz un nuevo tipo de conflicto donde la relación Occidente y Oriente se ve involucrada.

El desviacionismo religioso del Islam ha conllevado a que organizaciones político-religiosas como los Talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico se hayan nutrido principalmente de corrientes desviacionistas como el wahabismo y salafismo. El wahabismo resalta la unidad de Dios (Tawhid), es decir haciendo alusión al monoteísmo absoluto mientras todo lo que caiga fuera de este concepto debe ser denunciado como una innovación herética (Bida). En el caso del salafismo es un movimiento reformista ultra conservador dentro del islam sunita que propone que el Islam sea como se daba durante la vida del poeta; rechazando toda innovación religiosa (Bida) para finalmente adoptar la Sharia donde el común denominador es la lucha contra los “infieles” de Occidente y de Medio Oriente. Dentro de estas dos corrientes existe otra línea de pensamiento denominado takfirismo que consiste en la acusación de apostasía de la parte de un musulmán hacia otro musulmán o seguidor de cualquier otra fe de Abraham.

Por otro lado, la amenaza del desviacionismo religioso se extendió finalmente a otros continentes como África [3] y Asia a través de su proceso de contratación, creación y apoyo financiero de células terroristas. Al mismo tiempo, los enfoques de seguridad han cambiado considerablemente en los últimos años debido al aumento del número de amenazas, como por ejemplo el neo-realismo que incluye una amplia gama de nuevos conceptos como el terrorismo internacional, la guerra preventiva, y también la creación de alianzas de seguridad.

Esto afecta especialmente a Medio Oriente, donde poblaciones enteras se ven afectadas, por la insania de mentes extremistas dado que el derecho de las poblaciones a ser protegidas se desvanece ante la indiferencia de la comunidad internacional, que a falta de una voluntad política dejan pasar el tiempo mientras vidas inocentes pierden la vida a diario. Intervenir militarmente en un territorio que sea soberano con el fin de proteger a una población debería de dejar de ser un tabú, y contar con el visto bueno de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

      IV.        Los Izadies víctimas de la persecución Takfirista del Estado Islámico (DAESH)

El origen del Daesh (داعش) se remonta a la invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003, cuando el Sheikh jordano Abu Musab al- Zarqawi [4] anunció su lealtad a los líderes más importantes de Al Qaeda: el Sheikh saudí Osama bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri en 2004. Abu Musab al-Zarqawi, antes de convertirse en el líder de Al-Qaeda en Irak (AQI), fue también el líder del Grupo de Monoteísmo y Yihad [5], que forma parte de la red de Al-Qaeda. Durante una breve estancia en Afganistán, decidió instalarse en el norte de Irak en 2002 (Ayad, 2014). Ciertamente, en el primer momento el objetivo principal de AQI era contrarrestar la invasión de Estados Unidos y sus aliados en territorio iraquí, para tal efecto este grupo se había ensañado con las fuerzas de seguridad iraquíes que cooperaban con los estadounidenses.

A principios del año 2006, AQI con otras organizaciones pro-yihad [6] creó el Consejo Consultivo de los muyahidín en Irak [7] y la Alianza de los perfumados [8], unificando así sus acciones; Abu Abdullah al-Rashid al- Baghdadi también conocido como Abu Omar al-Baghdadi, proclamó el Estado Islámico de Irak (ISI) en octubre de 2006 y se convirtió en el líder de esta organización hasta su muerte en 2010, cuando fue sustituido por Abu Bakr al-Baghdadi, quien inmediatamente cortó los vínculos con Al Qaeda.

Durante los años de la Primavera Árabe, Siria sufre el efecto boomerang de estos eventos que buscan un cambio de régimen desde marzo de 2011. El Estado Islámico de Irak (ISI) se envuelve en este conflicto y el nombre de esta organización se convierte en 'Estado Islámico en Irak y el Levante (ISIL) en abril de 2013 [9]. Esta vez se inicia la persecución en contra de las personas consideradas Rawafid (aquellos que rechazan la Sunna) por el ISIL y todos los partidarios del presidente sirio. ISIL con el apoyo financiero y militar de las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos y de la Unión Europea, trató de derrocar al régimen de Bashar al-Asad.

La proclamación del califato por el Estado Islámico (EI) es obviamente, un desafío a la autoridad de Al-Qaeda, la principal organización terrorista implicada en la Yihad en todo el mundo después de los ataques del 9/11. Pero a pesar de las diferencias surgidas entre el EI y Al-Qaeda desde abril 2013 a causa de su participación en Siria (Sallon, 2014), el EI se ha convertido en un grupo terrorista que ha superado en peligrosidad a Al-Qaida. No obstante, el Califato goza de un apoyo significativo entre los grupos muyahidines de Irak y Siria [10] y también se benefician de seguidores en Europa. Sin duda, el factor de motivación fue bien canalizado a través del uso de las redes sociales como Twitter, YouTube, etc., y también mediante la publicación de la revista Islamic State Report magazine (ISR) en idiomas árabe e inglés.

También hay que señalar que la presencia del EI se ha ampliado con el apoyo financiero de países como Arabia Saudita, que siempre ha apoyado organizaciones wahabitas, salafistas y yihadistas en el Magreb, Mashrek y Oriente Medio. El Reino de Bahréin también juega un papel clave en el apoyo del EI, ya que nunca ha aceptado y tolerado que los Chiitas puedan gobernar Irak. Por último, la complicidad de otros países, como Turquía, ya que este país considera que apoyando la causa del EI puede contribuir a derrocar al régimen sirio (Toscano, 2014).

Para la mayoría de los países sunitas, los Chiitas son una secta herética e Irán es considerado un Rogue State. También se debe de tomar en cuenta que el EI abraza el takfirismo y actúa bajo el apoyo de sus unidades de inteligencia que han sido esenciales para la toma de Mosul, área ocupada por los «apóstatas» (Islamic State Report, 1435) es decir politeístas, cristianos, izadíes y los dos principales grupos poblacionales de Irak: los Chiitas que están viviendo principalmente en el sur de Irak y los kurdos en el Kurdistán iraquí.

En este caso, son los Yazidies (Izadies), quienes fueron víctimas de persecución y eliminación sistemática por parte del EI por tan solo tener un credo completamente diferente a aquel que pregona y propaga el EI. Esto se inició prácticamente después de la inauguración de su Califato a fines de junio de 2014. Dicho credo es inclusive anterior al siglo VI d.C., es decir antes de la expansión del islam, los Izadies tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia, actualmente Irak incluyendo al sur del Kurdistán iraní, en Kermanshah. Aunque muchos de ellos hayan nacido en el Kurdistán, niegan o no se identifican con este. Para el 2014, en Irak los Izadies totalizaban una población de 325.856 habitantes (un 1% de la población total) [11].

Los Izadies son monoteístas puesto que consideran a una sola deidad como su único Dios, el cual es Melek Taus [12], el ángel en forma de pavo real, es decir un ángel caído que para los musulmanes no es otro que Sheitan o Satanás. Bajo la óptica de los Izadies, Malek Taus no se rebeló contra Dios, todo lo contrario, se le ordenó que cuidara de la creación. Aunque con el transcurrir de los años fueron adoptando varias costumbres de distintas religiones (sincretismo) entre ellas el zoroastrismo (dualismo entre el bien y el mal), del islam, puesto que son herederos de Sheikh Adi, un místico sufí, fundador de una comunidad musulmana ortodoxa en el siglo XII que se instaló en el Kurdistán; e inclusive del cristianismo ya que creen en el bautismo (De Mareschal, 2014).

Para agosto de 2014, la situación se había complicado tanto que a mediados de este mes, la ONU había puesto a Irak en el nivel más alto de emergencia (nivel 3), debido a la catástrofe humanitaria por el avance impresionante del EI y la persecución de las minorías religiosas (Espinosa, 2014). Esto despertó el temor en los iraquíes puesto que miles de Izadies habían desaparecido o habían sido masacrados por los combatientes de EI, lo que podría ser un presagio de un retorno a la pesadilla sectaria de 2006 y 2007, cuando los vecinos se volvieron contra los vecinos.

Esta situación generó que más de 400.000 izadies, que siguen una religión antigua con raíces en las tradiciones cristianas, musulmanas y zoroastrianas, hayan decidido dejar sus hogares por miedo a ser eliminados (Ahmed, 2014). La verdadera pesadilla de los izadies comenzó el 3 de agosto de 2014 cuando los muyahidines del IS, toman Sinjar (ciudad situada en el noroeste de Irak, cerca de la frontera con Siria), debiendo huir hacia las montañas sin agua ni alimentos, teniendo que soportar temperaturas de hasta 50° C (Gillig, 2014). La situación se volvió tan tensa al punto que el papa Francisco invocó a la ONU a tomar cartas en el asunto a través de una intervención (Follorou, 2014).

Breen Tahsin, diplomático iraquí destacado en Gran Bretaña e hijo del príncipe Tahsin Saeed Bek, jefe de la comunidad yazidi, el 19 de agosto de 2014, denuncia en Ginebra que la Comunidad Internacional no había hecho nada para poner fin al genocidio de los Izadies de Irak por parte de los efectivos del IS. Según las cifras dadas por Tahsin, más de 3.000 Izadies fueron eliminados por el EI, y otros 5.000 fueron capturados por esta organización. Pero lo que más le preocupaba era la suerte de otras 4.000 familias en las montañas de Sinjar (Follorou, 2014, p. 3).

Entonces ante lo expuesto anteriormente porque ante el asedio y los crímenes en contra de los izadies, a través de asesinatos selectivos, entierros de gente aún con vida, torturas, etc.; por parte de los efectivos del Estado Islámico. La pregunta que debería hacerse es ¿Por qué el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contempló de forma indiferente esta situación? ¿Por qué no hubo una resolución por parte del Consejo de Seguridad que permita una intervención militar para proteger a esta minoría religiosa? ¿Porque solo se limitaron a condenar? ¿Por qué la mayoría de Estados tuvo que actuar en forma independiente y desorganizada? ¿Por qué aun en pleno siglo XXI el dialogo intercultural fracasa y la persecución religiosa se vuelve algo tan común en nuestro mundo contemporáneo?

        V.        ¿El diálogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de la UNESCO del 2 de noviembre de 2001, aprobada por 185 Estados Miembros, documento que consta de 12 artículos y dividida en 4 secciones donde principalmente trata de interrelacionar la diversidad cultural con algunas variables como pluralidad, derechos humanos, creatividad, solidaridad internacional; redefine la palabra cultura como:

«El conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (UNESCO, 2001).

Este documento fue preparado para la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo del 26 de agosto al 4 de setiembre de 2002, apunta a garantizar la existencia de la diversidad cultural, frenando toda tentativa segregacionista y fundamentalista que a partir de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en particular después del 11 de setiembre de 2001 se ha convertido en una amenaza contra la convivencia pacífica de las civilizaciones y atentando contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 así como a  los pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos; y el otro de los derechos económicos y culturales, ambos suscritos en 1966 (UNESCO, 2004). A comienzos del siglo XXI, el presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami (1997-2005) de tendencia reformista, trata de retomar la fórmula del austríaco Hans Köchler, cuya propuesta  denominada Diálogo de Civilizaciones (Dialogue of Civilizations), fue el pionero en proponer un diálogo de tal naturaleza en 1972, a través de una carta dirigida a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para la implementación y difusión de ésta propuesta, Köchler decide realizar un viaje (Global Dialogue Expedition) por algunos puntos del planeta sumando un total de 28 ciudades visitadas en 26 países, tales como el Reino de Jordania, India, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Tailandia, Indonesia, Senegal; que le toma desde marzo a mayo de 1974, con el fin de explicar y discutir su punto de vista acerca de la hermenéutica cultural con representantes de diferentes culturas. Durante la primera semana de este viaje, exactamente el 9 de marzo de 1974, organizó la primera conferencia internacional sobre “La Auto-Comprensión Cultural de las Naciones” (The Cultural Self- comprehension of Nations) en la Royal Scientific Society de Amman, actividad que persistiría por un par de décadas más (Koechler, 2002).

Por lo tanto, Jatami apoyándose en la filosofía islámica-chiita, desarrolló un enfoque, entre el mundo islámico en general y otras civilizaciones, especialmente aquellas de Occidente, alegando que ambas pueden crear las condiciones necesarias para que exista un diálogo eficaz y eficiente, con el objetivo de lograr un mayor entendimiento entre ambas partes. Es así que Jatami se convierte en el promotor de la idea para que el año 2001 sea elegido como el año del Diálogo entre Civilizaciones en el seno de las Naciones Unidas. A diferencia de Samuel Huntington en su famoso “Choque de Civilizaciones” (Clash of Civilisations), la visión con que Jatami encara de una manera optimista los desafíos de entablar una línea de diálogo entre civilizaciones en el nuevo milenio.

En su discurso “Como continuar el diálogo de las civilizaciones” pronunciado en Siria en enero de 2002, Jatami resalta la importancia de la relación entre la filosofía islámica y la tolerancia como instrumento para el entendimiento con otras ideologías existentes:

«El islam no solo ha crecido a lo largo de la historia por el diálogo mantenido entre sus distintas escuelas y sectas sino también ha dado cobijo  siempre a las ideas no islámicas. La filosofía griega llego a Irán y al mundo islámico a través de Alejandría por lo que la filosofía islámica por la tolerancia demostrada por los musulmanes hacia otras ideologías se convirtió pronto en una de las más ricas ramas de la filosofía» (Jatami, 2006).

Muhammad Jatami, años más tarde, después de terminar su periodo presidencial, se dedicó a difundir su propuesta de diálogo, a tal punto que en el año 2007 creó la Fundación para el Diálogo entre Civilizaciones (Foundation for Dialogue among Civilisations), con sede en Ginebra apostando por un diálogo regular a través del tiempo entre los pueblos, las culturas, las civilizaciones y las religiones del mundo con el fin de promover la paz, la justicia y especialmente la tolerancia además de poner en práctica las recomendaciones de las resoluciones pertinentes de la ONU (Foundation for Dialogue among Civilisations, 2013).

      VI.        La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el diálogo intercultural

Sin embargo, la tolerancia ha sido y será un elemento indispensable para una convivencia pacífica dentro de las relaciones interculturales; pero cuando se trata de ir más allá, y enfocarnos en las relaciones entre Oriente y Occidente, nos damos cuenta de que toda tentativa de dialogo ha sido en vano y poco fructífera, terminando siempre en un fracaso. A la tolerancia se le puede clasificar como valor o virtud, entendiéndose como valor (Muller & Halder, 2001) a aquella característica de un ser que le permite ser apreciado que por lo general va ligado a lo moral; y virtud (Ferrater Mora, 1998) en el sentido de hábito o manera de hacer una cosa gracias a que goza de una capacidad.

Desde el plano filosófico, la tolerancia se ha considerado como el hecho opuesto de adoptar una actitud contraria a la de preservar en la propia opinión con dureza y rigidez (Ferrater Mora, 1998, p. 3523). Y si quisiéramos profundizar más en el tema, nos tocaría recurrir a la ética, ya que siendo ésta una rama de la filosofía, tiene como objeto de estudio a la moral, donde los valores del ser humano se convierten en una de las principales tareas de estudio y la tolerancia cabria dentro de este campo (Hildebrandt, 1997). Sabiendo que los valores morales, son esencialmente valores personales y están cimentados en la libertad, es aquí donde el significado de la palabra tolerancia juega un rol esencial ya que demuestra el respeto a la forma diferente de pensar de los demás, lo único malo es que siendo algo tan personal no se pueden universalizar.

Ya en la práctica, la tolerancia, por lo general se espera que como una virtud transformada en actitud aplaque las diferencias que se puedan suscitar entre las religiones, ideologías políticas, aficiones de todo tipo, entre otros; permitiendo una convivencia pacífica la cual sería posible a través de un proceso de entendimiento y asimilación de personas con características diferentes a nosotros.

Aunque la tolerancia ha sido defendida por parte de algunos filósofos, también tuvo ciertos detractores como los filósofos tradicionalistas que sostenían que la tolerancia para con el error permite la expansión de este, por lo tanto, recomendaban que es mejor no comulgar con aquellos que no comulgan con la verdad. En el caso de Balmes, la tolerancia está acompañada con la idea del mal, puesto que la tolerancia genera malas costumbres (Ferrater Mora, 1998, p. 3524).

En el plano religioso, el término “tolerancia”, cobra vigencia ante la actitud mostrada por parte de algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de poder lograr una convivencia pacífica entre católicos y protestantes (Ferrater Mora, 1998, p. 3523).

En la antigüedad, la tolerancia contribuyó a que las poblaciones que vivían bajo el mandato del Imperio Persa alcancen una relativa armonía. Por “Imperio Persa”, debe entenderse a un conjunto de reinos o dinastías que gobernaron Persia, donde su administración principal era Persepolis (Περσέπολις) [13] o también llamada Takht-e-Jamshid (جمشيد تخت) [14], la que se ubicaría en lo que actualmente es la provincia de Fars, en el sudoeste de la República Islámica de Irán [15].

Las primeras civilizaciones que dieron vida al imperio persa, fueron descendientes de grupos indoeuropeos que colonizaron la parte meridional y septentrional de la meseta de lo que hoy en la actualidad se conoce como Irán. Estas civilizaciones pertenecían a la raza Aria, de la cual proceden la mayoría de pueblos europeos, caracterizados por haber sido criados en la pobreza y sin mayores necesidades se propusieron colonizar las poblaciones del Asia Occidental.

El imperio persa tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones Elamita (عيالم تمدن) [16] y luego en la Meda [17] abarcando ésta última poblaciones asentadas entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, la cual terminó dominando a los persas hacia el siglo VII A.C. No obstante, el imperio persa alcanza su mayor esplendor en dos etapas, la primera con la dinastía Aqueménide fundada por Aquemenes (s. VII a.C.), bajo la dirección de Ciro II el Grande y la segunda con la dinastía Sasánida fundada por Ardacher I, bajo la dirección de Sapor II (s. II d.C.).

En el caso de la dinastía Aqueménide fue Ciro II el Grande 559-529 A.C., fundador y líder de éste imperio, que después de vencer a los Medos en el año 550 A.C., se caracterizó por tener una visión unificadora de los pueblos persas, extendiendo su liderazgo hacia territorios ubicados en Asia Menor, inclusive anexando algunas colonias griegas. Otra de sus hazañas fue la conquista de los territorios de lo que hoy es Pakistán entre los años 546-540 A.C. y la toma de Babilonia en el año 539 A.C., lo que incluía los territorios de Palestina y Siria, permitiendo que los judíos apresados por el rey Nabucodonosor en esta ciudad regresen a su país. De esta manera, Ciro II el Grande extendió el imperio persa por toda la parte del Asia occidental donde el mar Mediterráneo y Negro bañan sus costas.

La segunda etapa donde el imperio persa llega a alcanzar un desarrollo importante es con la dinastía Sasánida que ocupó Persia entre  los siglos III y VI d.C., tomando la posta de la dinastía Aqueménide en cuestión de liderazgo; reforzando así las estructuras del imperio persa, además de crear una órbita geopolítica importante, permitiendo también contrarrestar al poderío de los romanos en la región de Mesopotamia. A lo largo de sus aproximados 400 años de existencia, esta dinastía tuvo numerosas guerras con los romanos y con el imperio bizantino, pero también conquistó territorios en Mesopotamia, Siria y Asia Menor e invadió India y Armenia, para finalmente sucumbir a la conquista árabe.

Junto al desarrollo de los sasánidas también se dio originaron dos religiones iranias, donde la deidad principal era Zurvan [18] dios de lo infinito y del espacio, el cual previo sacrificio de mil años fue padre del dios del Bien Ahura Mazda y del dios del Mal Angra Mainyu creando un concepto dualista. Estos dos existen desde y para la eternidad ocupando cuadrantes opuestos en el cosmos, con características totalmente opuestas en su naturaleza; compartiendo algo en común, que ninguno de los dos es omnipotente y cada uno está limitado por la existencia y el poder del otro (Lincoln, 2012). Aunque es difícil precisar en qué momento la ortodoxia zurvanista o mazdea podía prevalecer una por encima de la otra. A pesar que el zurvanismo se impusiera después del siglo III A.C., Ardashir (Artajerjes) fue considerado el restaurador del zoroastrismo (Eliade & Couliano, 2008).

A partir de Darío I, la doctrina de Zoroastro (Zarathustra) [19], el culto a la deidad Ahura Mazda, en otras palabras, el Zoroastrismo se convirtió en una religión predominante cuyas fuentes fueron puestas por escrito en el libro sagrado Avesta a partir de los siglos IV o VI de la era cristiana. Dicho libro está dividido en nueve secciones Yasna (Sacrificios), Yasht (Himnos a las divinidades) Vendidad (Reglas de pureza), Vispered (El culto), Nyayishu y Gah (Oraciones), Khorda o Pequeño Avesta (Oraciones Cotidianas), Hadhokht Nask (Libro de las Escrituras), Aogemadaecha (Nosotros aceptamos) y Nirangistan (Reglas culturales) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). En este caso los soberanos de la dinastía aqueménides como Dario I (522-486 A.C.), Jerjes (486-465 A.C.), Artajerjes II (402-359 A.C.) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300), siempre tuvieron una actitud de respeto hacia las creencias o manifestaciones de índole religioso existentes en los diversos pueblos anexados por el imperio persa lo que significaba rendir culto a divinidades arias como Mitra y Anahita conjuntamente con las egipcias, babilonias e inclusive hebreas.

Cabe mencionar que esta fue una época caracterizada por fuertes tendencias nacionalistas, donde el rey concentraba el poder, el cual le permitía tener el control del ejército, la administración, la hacienda pública y la política exterior donde su principal preocupación era sin duda el imperio romano. Los reyes sasánidas fueron los responsables de la instauración del Zoroastrismo modernizado como religión oficial del imperio. Por tal motivo también proliferaron monumentos figurativos iranios durante Sapor I (241-272 d.C.) y Narses (292-302) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). No obstante, al principio las demás religiones fueron vistas como un elemento separatista (Planeta Sudamericana, 1981). Sin embargo, en el caso de Sapor I, probablemente zurvanita mostró simpatía en favor de Mani, profeta fundador del maniqueísmo que predico en Persia; a tal punto que sus hermanos Mihrshah y Peroz se convirtieron a esta religión. Hay que resaltar que Mani fue encarcelado por Bahram I y por Kerdir iniciando una persecución. Esta situación cambiaría con la llegada de Yezdigird (el Pecador), cuya tolerancia mereció el aprecio tanto de cristianos como de paganos (Eliade & Couliano, 2008, p. 303).

Entre sus principales reyes tenemos a Ardashir I, Sapor I y Cosroes I. Éste último fue considerado un monarca tolerante ya que según la historia no se dieron persecuciones de ningún tipo durante su reinado (Pisa Sanchez, 2011). En el periodo de Ardashir I en Ctesifonte (Capital del Imperio Sasánida), hubo mucha proliferación de judíos. En esta ciudad también se podía encontrar una escuela judía de alto nivel desde el siglo tercero d.C.; y el Exilarca [20] (גלות ראש), jefe de la comunidad judía en Babilonia también residió en la ciudad de Mahuz [21]. En el caso de Cosroes II (590-628) fue tolerante con el cristianismo, siendo Shirin, su esposa una princesa cristiana de Constantinopla (Ropero, 2010). Debido a esto, Cosroes II en un momento de su vida desarrolló una cierta afinidad con el cristianismo y los cristianos, los cuales podían ejercer libremente su fe. La construcción de Conventos e iglesias era permitida, por ejemplo, el Convento de Pethion que estuvo ubicado específicamente en Ctesifonte. En tiempos posteriores hubo dos iglesias, una con el nombre de Santa María y la otra llamada San Sergio ambas construidas bajo las órdenes de Cosroes II [22].

En ambos casos, es decir durante el reinado de estas dos dinastías hubo monarcas que desarrollaron la tolerancia en todo el sentido de la palabra incluyendo la religiosa. La tolerancia es un término demasiado complejo para poder definirlo, aunque por lo general es aplicado al comportamiento humano puede ser también interpretado como una virtud. Pero si nos basamos en la etimología latina tendríamos que centrarnos en el verbo Tolerare que significa resistir, sufrir, soportar, etc. (Cabedo Manuel, 2006). Para Max Müller y Alois Halder el término “tolerancia” es un concepto practico y no teórico, el cual tiene múltiples funciones como el de proteger al sistema dominante contra la disolución, protege al sujeto de la opinión minoritaria contra represiones físicas, sociales, mentales; y finalmente como una especie de preparación para una confrontación pacífica (Muller & Halder, 2001, pp. 426-427).

   VII.        Conclusiones

Las persecuciones de cualquier tipo son actos deplorables especialmente aquellas que son de tipo religioso porque limitan la libertad del ser humano en su relación con Dios. Lamentablemente la historia universal nos muestra que las persecuciones religiosas se han originado desde la edad antigua. Ante esto poco o mucho se ha podido hacer para evitarlas. En el presente artículo se ha puesto como ejemplo las masacres hamidianas llevadas a cabo por Abdul Hamid II (1894-1896) en contra de todo no musulmán, que sin duda alguna afectó principalmente a los Armenios. Sin embargo esto sólo fue el inicio, porque durante los años finales del Imperio Otomano, por el año 1915, la persecución religiosa por parte del Estado se intensificó.

En el siglo XXI, podemos encontrar persecuciones religiosas de toda índole, en especial promovidas por algunos Estados y grupos terroristas como el Estado Islámico en Medio Oriente, África y Asia, que tienen como objetivo a cristianos, musulmanes, Izadies y personas de otras creencias.

¿Estaremos siendo testigos de un clash de civilizaciones, como se refería Samuel Huntington en la década de los 90? Si es así, ¿qué se puede hacer para revertir esta situación y poder vivir en harmonía? Es exactamente aquí cuando el dialogo intercultural juega un rol fundamental, teniendo como objetivo principal promover una convivencia harmónica. El legado del austriaco Hans Köchler y del expresidente irani Jatami no debe olvidarse, sino, por el contrario, ha de continuarse con su ejemplo. Lamentablemente lo que no se conoce no se valora: por lo tanto, se debería seguir divulgando la obra de estos personajes que entregaron parte de su vida para lograr un mundo mejor.

A manera de conclusión, la pregunta que se debería plantear es: ¿que nos ha impedido poner en práctica la tolerancia? Sabiendo los beneficios que ésta puede aportar para alcanzar un nivel de convivencia óptimo, tanto al interior de una sociedad y como al exterior, esto nos permitiría desarrollar un enfoque sobre relaciones internacionales capaz de consolidar una política exterior que promueva el dialogo intercultural. Al parecer, en estas dos primeras décadas que están transcurriendo del siglo XXI, pareciera que resultara difícil ponerlo en práctica, y, por el contrario, todo lo que se ha conseguido hasta el momento es haber desencadenado un proceso de intolerancia al interior de países que están constituidos por diferentes etnias y credos, entre regiones que son completamente asimétricas.

César Castilla Villanueva, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   El Imperio Austro-Húngaro, Francia, el Imperio Alemán y el Reino de Italia también fueron firmantes de dicho tratado.

2.   Entendido como dar una interpretación diferente a una ortodoxia.

3.   Como se sabe, Al-Qaïda es una agrupación terrorista inspirada en el wahabismo, que fue liderada en sus inicios por Osama ben Laden. Se caracteriza por tener varias células como Al-Qaïda en el Maghreb islámico (AQMI), Al-Qaïda en Irak (AQI) o Al-Qaïda en la península Arábiga (AQPA).

4.   Abu Musab al-Zarqawi fue asesinado en 2006.

5.   al-Jihad. al-Tawhidw Jama'at  جماعة التوحيد والجهاد)

6.   Al-Qaïda en Irak (AQI), Jaysh Al-Taifa Al- Mansoura, KataebAnsar al-Tawhid, Sarayat

7.   al-Jihad al-Islami, Kataeb Al-Ahwal.

8.   (المطيبين  حلف)  Hilf  al-Mutaibin,  grupo  compuesto  por  el  Consejo  Consultivo  de  los Muyahidines en Irak y otras organizaciones como Jund Assahaba, Jaish Al Fatihin, Kataib Ansara Tawhidwa Sunna, y otros jefes de tribus.

9.   fī'l-'Irāqwa'sh-Shām. al-Islāmiyya Ad-Dawlat )الدولة االسالمية في العراق والشام

10.    AnsarBeit Al-Maqdisa, Al-Nosra.

11.    Cfr. Cia. Fact Book, 2014.

12.    ملك طاووس

13.    Denominada por los griegos de ésta forma, cuyo significado es “Ciudad de los Persas”.

14.    “Reino de Jamshid” en español.

15.    Fundada por el Ayatollah Imam Jomeyni en abril de 1979, después de la caída del Sha de Irán y largos años de opresión sobre el pueblo musulmán.

16.    Tamdan Eilam que en español significa “Civilización de Elam”.

17.    Μηδία o مادای en griego y persa respectivamente.

18.    Del avéstico zruvan, “tiempo”.

19.    Profeta del Siglo VII A.C., Irán.

20.    Líder laico de la comunidad judía de Babilonia, luego de la destrucción del reino de Judá, así como la consecuente deportación de los hebreos bajo las órdenes de Nabucodonosor II.

21.     ايران در زمان ساسانيان، آرتور کريستنسن، ص : ۳۱۵ 21 ensayo. (Traducción Del Español al Persa por este autor)

22.    Ibidem.


Gloria Lynch y María Julieta Oddone

(Un estudio del papel de la muerte en los cambios y eventos biográficos)

Introducción

Hablar de la muerte es intentar abarcar un mundo casi infinito de posibilidades. Su complejidad hace que su estudio pueda adoptar muy distintas perspectivas y, aunque morir es siempre un proceso individual, es también un acontecimiento que afecta a aquellos que se relacionan con quien muere, evidenciando una dimensión social y cultural. De allí que las actitudes y comportamientos que las personas adoptan ante la muerte sean el resultado de características y circunstancias individuales, por un lado, y del concepto y sentido de la muerte imperante en la sociedad, por el otro.

Precisamente, la sociología de la muerte procura analizar la relación entre las sociedades, las familias y los hombres con la finitud (Clavandier, 2009). Pero la dificultad para asir el sentido de la muerte derivó en abordajes indirectos, realizados a partir de la indagación de las diferentes maneras en las cuales los grupos sociales responden a su presencia e intentan mitigar la angustia que genera mediante el recurso de rituales, creencias y prácticas que enmarcan la percepción colectiva acerca de la muerte (Bloch y Parry, 1981; Metcalf y Huntington, 1991; Ariès, 1992; Thomas, 1983; Seale y van der Geest, 2004; de Miguel, 1995).

En este artículo, específicamente, nos proponemos describir la percepción que los individuos tienen de la muerte a lo largo de la vida, y las diferencias en términos de continuidad o disrupción que dicha percepción asume en las distintas etapas de las biografías personales.

En correspondencia con el mencionado objetivo, consideramos pertinente fundamentar nuestra indagación en el enfoque teórico del Life Course (Curso de la Vida) y ubicarlo en el contexto de un programa de investigación más amplio denominado CEVI (Changements et Événements au Cours de la Vie).

Este programa internacional fue concebido en el año 2003 por los profesores Christian Lalive d’Epinay y Stefano Cavalli. Radicada la coordinación, primero en el Centre Interfacultaire de Gérontologie (CIG) de la Universidad de Ginebra (Suiza) y, luego, a partir del año 2014, en el Centro Competenze Anziani, Dipartimento Sanità, de la Scuola Universitaria Professionale della Svizzera Italiana (SUPSI) de Suiza, se propuso estudiar la percepción que los adultos de diversos países tenían sobre los cambios ocurridos en su propia vida y en su entorno social desde de su nacimiento.

Luego de un primer trabajo de campo realizado en Ginebra, el programa se extendió a Argentina (2004), bajo la dirección de Liliana Gastrón (Universidad Nacional de Luján) y de María Julieta Oddone (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales - FLACSO), y posteriormente a México (2005), Canadá (2007), Chile (2008), Bélgica, Francia e Italia (2009), Brasil (2010) y Uruguay (2012) [1].

Dado que su propósito era generar información que permitiera realizar comparaciones internacionales alrededor de los temas de interés, en todos los países se llevó a cabo un trabajo de campo que, respondiendo al marco teórico del Life Course, consistió en la aplicación de un mismo cuestionario estandarizado y semiestructurado, organizado en tres partes principales y una general (características sociodemográficas).

La investigación se realizó sobre varones y mujeres distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados por una distancia de diez años, que, en conjunto, recorrían la vida adulta de manera completa. Se trabajó con una muestra intencional, estratificada por edad y sexo. El número de entrevistados, dependiendo del país, fue de entre 100 y 120 individuos en cada grupo de edad.

Desde su inicio, en Argentina, se llevaron a cabo dos ondas de la encuesta (la primera en 2004 y la segunda en 2011), y se hicieron múltiples presentaciones (pósters, conferencias, exposiciones, ponencias, etcétera) en distintos tipos de reuniones científicas nacionales e internacionales. Se publicaron a su vez artículos científicos, capítulos de libros, etcétera, generando un verdadero aporte al conocimiento disponible sobre diferentes temas de interés relacionados con el curso de la vida en el contexto argentino[2].

En esta oportunidad, nos centraremos específicamente en el tema de la muerte, de su percepción a lo largo de la vida, y del sentido que encarna para los individuos en relación con su edad y la etapa de la vida por la que atraviesan.

La muerte y el proceso de morir

La muerte es un fenómeno tan complejo, ambiguo y desconocido que escapa una y otra vez a los intentos de aprehenderlo intelectualmente. De allí que la pregunta sobre la muerte haya sido abordada desde las distintas disciplinas y desde múltiples perspectivas.

Philippe Ariès, uno de los especialistas más destacados en el estudio de la muerte, sostiene en varias de sus obras (Ariès, 1992) que la percepción de la muerte en Occidente ha atravesado dos grandes etapas. La primera de ellas, a la que denomina “la muerte domesticada”, abarca desde el siglo VI hasta el XVIII. Los individuos tomaban conciencia de su muerte ante la aparición de ciertos signos naturales y la esperaban confiados en Dios. La muerte consistía en una ceremonia pública en la que estaban presentes los familiares, incluidos los niños. Se aceptaba la muerte de una manera natural y sin expresiones extremas de emoción. En la segunda etapa, a la que denomina “la muerte invertida”, la muerte se oculta y cambia su sentido. El lugar en el que ocurre se desplaza desde el hogar familiar al hospital, y las ceremonias funerarias y los duelos devienen más discretos e íntimos. A partir de mediados del siglo XX (Seale y van der Geest, 2004), ese proceso de institucionalización de la muerte se profundizó. El proceso de morir (dying) —incluidos los rituales, en su función, tanto respecto del muerto como de los sobrevivientes— se profesionalizó. Al mismo tiempo, fenómenos tales como el aumento de la esperanza de vida, el envejecimiento de la población y otros relacionados han influido en que las personas ya no sean socializadas en la muerte. Tanto es así que Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998) llegan a sostener que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte. Frente a ella, surgen como respuesta dos tipos de actitudes: una, definida por el rechazo y la desritualización; la otra, por la renovación del ritual y del cuidado de quien está por morir (Seale y van der Geest, 2004).

Esta consideración general respecto de la visión de la muerte en el mundo contemporáneo se ve enriquecida (al tiempo que restringida) con los aportes de Thomas (1991) en relación con el sentido personal de la muerte. Dicho sentido se construye por medio: a) del concepto que cada individuo tiene de la muerte en general (como evento que afecta a todo aquello que lo rodea, pero que solo lo involucra de una manera indirecta) y de la muerte en relación con sí mismo (lo que sucede cuando una persona llega a la vejez), y b) de las razones por las cuales el sentido personal de la muerte se torna paradójico. ¿Cuáles pueden ser esas razones? En primer término, es necesario mencionar que si bien la muerte en general, en abstracto, se acepta como algo cotidiano, la muerte propia siempre aparece como lejana, sobre todo en la juventud. Luego, la muerte se admite, en el plano consciente y racional, como un hecho natural, pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitrario e injusto, para el que nunca se está preparado. Otra razón es que aunque los estudios epidemiológicos dan pautas estadísticas sobre trayectorias de vida y ocurrencia de la muerte, se la concibe como algo aleatorio e indeterminable, ya que no se sabe cuándo y cómo sucederá. Por último, si bien sabemos que la muerte es universal, pues todo lo que vive esta destinado a morir o desaparecer, también es única, en tanto representa individualmente un acontecimiento sin precedentes e irrepetible.

En la misma línea, Kastenbaum y Aisenberg (1976) señalan que los individuos desarrollan antes la idea de muerte ajena que de la propia, a la que conciben como inevitable pero irreal.

Otras investigaciones empíricas (Elias, 1987) muestran que la mayoría de los individuos no se enfrenta con la muerte hasta muy tarde en el proceso vital, siendo su impacto diferente según el momento de la vida en el cual el hecho ocurre, ya que la carga traumática que tienen las pérdidas va disminuyendo a lo largo de la vida (Elder, 1998). Después de los 50 años, los individuos están más expuestos a enfrentar la muerte de personas de su entorno, lo que les hace sentir su propia finitud. Así, las personas ancianas son más conscientes de sus posibilidades de morir que los jóvenes. Y ese hecho es un importante factor en la manera en la que estructuran sus vidas y en el sentido que le dan. Norbert Elias, en su libro La soledad del moribundo (1987), dice que, dado que los ancianos van quedando solos, experimentan la muerte de los otros como una premonición.

Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998), por su parte, comentan (también en relación con los ancianos, aunque podríamos extender sus consideraciones al resto de los grupos etarios) que “… queda claro que la manera de entender y conceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muy distinta para cada anciano. Variará según se plantee la muerte como un fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómeno natural (la terminación de un ciclo), que la piense como muerte de los demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteada como un fenómeno personal, como muerte propia, como la pérdida de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absolutamente incierto. Planteamientos y conceptos estos que no son permanentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que en cada momento se mueve con uno de ellos saltando inconscientemente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustiante o molesto”. (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998, p. 384).

Esa angustia, según de Miguel (1995), se relaciona con el hecho de que una muerte sea considerada como natural (muertes naturales son aquellas que llegan a causa de la edad) o no natural. Por ejemplo, se supone que los niños no mueren y se espera que los hijos mueran después que los padres. Frente a estas muertes extemporáneas, las personas no saben cómo reaccionar ni cómo asimilarlas; son muertes “perversas”. El no respeto por ese orden para morir instituido socialmente genera, muchas veces, conflictos en las relaciones familiares y sociales.

Asimismo, sus trabajos indican que el impacto de la muerte es diferente según cuál sea el lazo que une a la persona con el muerto (de Miguel, 1995, p. 128). Por ejemplo, cuando se trata de los padres, aparecen sentimientos encontrados, el darse cuenta de lo que hicieron, el remordimiento y las culpas. Al dolor se suma la intensidad de los cambios experimentados en los roles, cuando la muerte de los padres ocurrió a corta edad. El recuerdo de la muerte del padre es más fuerte, en general, que el de la madre. Ligado, muy posiblemente, a una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).

Las investigaciones realizadas en el marco del estudio internacional CEVI, por su parte, muestran que los eventos relacionados con la muerte ocupan un lugar privilegiado en la reconstrucción autobiográfica del desenvolvimiento de las vidas individuales. La importancia concedida a este evento, como una las grandes articulaciones que modelan la vida, trasciende los contextos nacionales y parece formar parte de una “representación colectiva” del curso de la vida, cuyos hitos fundamentales serían los nacimientos, la pareja, la reproducción, la muerte (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009; Cavalli, et al., 2013).

Del recorrido que hemos realizado a través del conocimiento disponible, surge con claridad que la percepción de la muerte varía según se trate de la muerte en un sentido abstracto, de un otro significativo o de sí mismo, en tanto conciencia de finitud; de la edad; de la etapa de la vida en la cual se halla el sujeto, como así también de la construcción histórica del fenómeno. Sin embargo, no hemos encontrado estudios que hayan analizado esas diferencias en términos de continuidad o disrupción de las biografías personales.

De allí que nos preguntemos: ¿cuál es el lugar que ocupa la muerte a lo largo de la vida? ¿Cuáles son las muertes que más impactan en los individuos a lo largo de la existencia? Y, por último, ¿cuáles son los motivos por los cuales los individuos consideran importantes esos eventos? ¿Es posible que sean más o menos disruptivos de acuerdo a la edad?

Curso de la vida, trayectorias y transiciones

La muerte no es un fenómeno de fácil conceptualización. La acepción más aceptada, por lo evidente e innegable, es aquella que la considera como la cesación o el término de la vida.

En consecuencia, es en función del sentido del que se dote a la vida, el significado que adquirirá la muerte: como principio de una nueva existencia —la del alma despojada del cuerpo que la aprisiona— o como final de una etapa detrás de la cual no hay nada o, al menos, nada conocido (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998).

La complejidad de la muerte como fenómeno justifica que su abordaje teórico pueda adoptar distintas perspectivas. Por un lado, encontramos el conocimiento relativo a su naturaleza; por otro, el relativo a la percepción, introyección y re-creación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo, que derivará en subjetivo a partir de las características de la personalidad de cada uno, y de las normas y las interpretaciones vigentes en la sociedad donde habita.

Esta mirada es la que adoptamos en este trabajo, entendiendo que la percepción puede definirse como el conjunto de procesos que estimulan los sentidos y mediante los cuales obtenemos información sobre nuestro hábitat, las acciones que realizamos en él y nuestros estados internos. La percepción encuentra su fundamento en el aprendizaje, ya que se forma a partir de la experiencia y de las necesidades, permitiendo dotar de significación a las sensaciones (Doron y Parot, 1998).

A los fines de avanzar hacia una conceptualización más precisa de nuestro objeto, resulta útil la identificación de las dimensiones constitutivas de la muerte que realizan Folta y Deck (1974, citado en Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998): el acto en sí (la muerte propiamente dicha), los diversos aspectos del proceso de morir (dying), y sus consecuencias (dado que se la considera un fenómeno metafísico que supone el final de algo o el principio de otro algo para el fallecido).

Considerando que la percepción encuentra su fundamento en diversos procesos relacionados con el aprendizaje, y teniendo en cuenta la necesidad de comprehender la muerte en su complejidad, decidimos optar por el abordaje teórico conocido como “paradigma del curso de la vida”, enfoque que propone estudiar el desenvolvimiento de las vidas humanas en su extensión temporal, en su multidimensionalidad y en su contexto sociohistórico (Lalive d’Epinay, et al., 2005) [3].

Los cursos de vida individuales están constituidos por un conjunto de trayectorias relativas a las distintas esferas o dimensiones en las cuales se desenvuelve la existencia humana —familia, pareja, trabajo, educación, etcétera— (Elder, Kirkpatrick Johnson y Crosnoe, 2003). Es posible definir el curso de la vida como “… una secuencia de eventos y roles sociales, graduados por la edad, que están incrustados (embedded) en la estructura social y el cambio histórico” (Heinz y Marshall, 2003). Las trayectorias de vida individuales se modelan y cobran sentido a partir de eventos, transiciones y puntos de inflexión. La revisión de la literatura indica que, en general, a las nociones de transiciones y puntos de inflexión se les asocia el término “cambio”, es decir, que ambas implican rupturas y discontinuidades (Hareven, 1996). Si esos “cambios” están de acuerdo con las normas, se habla de transiciones normativas, esperadas a una cierta edad, en un determinado tiempo y espacio. Son períodos de transformaciones y crecimiento, en los que las concepciones del sí mismo y de la propia vida se modifican. Si, por el contrario, los “cambios” suceden de manera impredecible, se trata de puntos de inflexión, es decir, eventos o transiciones que se tornan particularmente cruciales debido a su capacidad de desviar las trayectorias de vida.

Estos pueden redireccionar el curso de la vida y fortalecer la identidad, son esos momentos en los cuales la existencia cambia significativamente de rumbo.

Los estudios sobre eventos y transiciones han puesto el énfasis en la definición externa de los momentos de ruptura. Desde la perspectiva de este trabajo, resultaron más interesantes, sin embargo, los estudios sobre turning points (puntos de inflexión), debido a que ellos tienen en cuenta la percepción subjetiva de las discontinuidades de la vida (Clausen, 1993; Hareven y Masaoka, 1988).

Tanto los puntos de inflexión como las transiciones ocurren a ritmos diferentes (timing) según las esferas y las etapas de la vida involucradas. De ninguna manera se espera que determinados roles sigan a otros en un orden fijo; por el contrario, el curso de la vida es un proceso multidireccional, en tanto cada trayectoria se refiere al patrón individual que asume la sucesión de transiciones relacionadas con las diversas esferas de la vida.

Además, considerando el principio de linked lives (vidas vinculadas) (Elder, 1974), es posible advertir la interdependencia de las trayectorias de los miembros individuales respecto, no solo del contexto sociohistórico, sino también de su familia. Por ejemplo, cambios que afectan a la generación de los padres (pérdida del trabajo, mudanza, muerte) repercuten en las transiciones normativas y no normativas de los integrantes de las demás generaciones (Lüscher, 2005).

Surge de lo anterior que todo evento o transición puede ser definido en relación con una o más esferas de la vida implicadas, del tipo de función afectado, de su temporalidad, de su previsibilidad, de la posibilidad de control que el individuo puede ejercer sobre él, del grado de anticipación, de la probabilidad de que ocurra, de su deseabilidad, de su reversibilidad, de su correspondencia con la edad o del grado de adecuación con las normas y los imperativos sociales vigentes (Ariès, 2000). Así, en diferentes momentos del curso de la vida, aparecerán como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, dado que esos ámbitos reflejan los modos de inserción en la vida y en la sociedad.

Cuestiones metodológicas

El enfoque del curso de la vida se caracteriza por el pluralismo teórico, metodológico y por su estilo interdisciplinario (Cavalli, et al., 2006). En este artículo, y teniendo en cuenta que nuestro objetivo es principalmente descriptivo, hemos optado por una estrategia cuantitativa.

Los datos en los cuales nos basamos surgen de la segunda parte del cuestionario aplicado en el ya mencionado Estudio CEVI - Cambios y Eventos en el Curso de la Vida. Dicho cuestionario constaba de cuatro partes: a) la primera estaba destinada a obtener datos acerca de la ontogénesis humana, solicitando a los entrevistados que mencionaran hasta cuatro cambios ocurridos en sus vidas en el año anterior y que los evaluaran en términos de ganancias o pérdidas; b) la segunda parte pretendía indagar acerca de las transiciones y puntos de inflexión personales; c) la tercera parte tenía como objetivo establecer la referencia entre las trayectorias individuales con el contexto sociohistórico, requiriendo de las personas la mención de aquellos cambios sociohistóricos que hubieran impactado en sus biografías; y d) la cuarta solicitaba datos sociodemográficos.

En Argentina, el cuestionario fue aplicado a 572 varones y mujeres residentes en el partido de Luján, provincia de Buenos Aires, distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados entre sí por un período de diez años. Los grupos se eligieron de manera tal que representaran posiciones diferentes y bien definidas en el curso de la vida[4]. Se trabajó con una muestra intencional, ya que el propósito de la investigación radicaba en la producción de teoría sustantiva, a partir de la comparación generacional, más que en la posibilidad de realizar generalizaciones descriptivas. En consecuencia, la selección de los casos fue no aleatoria, teniendo en cuenta cuotas por sexo y grupo de edad y una máxima diferencia respecto de variables socioeconómicas consideradas relevantes, tales como: nivel de instrucción, tipo de vivienda, ocupación y categoría ocupacional [5].

Las diferentes partes de este cuestionario constaban de preguntas abiertas y, por lo tanto, el entrevistado tenía la libertad de responder a ellas espontáneamente.

En la segunda parte, destinada a obtener información sobre la percepción subjetiva de las trayectorias de vida, se les pedía a los individuos que mencionaran hasta cuatro hechos significativos o puntos de inflexión que hubieran afectado sus vidas, así como también las razones por las cuales los consideraban importantes.

Esta ambigüedad en la manera de redactar la pregunta era intencional, en tanto permitía examinar en qué medida la persona definía su trayectoria en términos de continuidad o más bien en términos de ruptura.

La codificación de los cambios mencionados se realizó en dos etapas. La primera de ellas fue común a la totalidad de los estudios incluidos en el proyecto CEVI internacional. Partiendo del supuesto de que, en cada edad, los cambios dependerían del modo de insertarse en la vida y en la sociedad, se establecieron doce dominios o esferas de la vida que podían verse afectados (Ariès, 2000). Uno de los dominios considerados hacía referencia a la muerte, en cualquiera de las tres dimensiones (proceso, acto o consecuencia) que hemos considerado anteriormente[6].

En una segunda etapa, y a los fines específicos de este artículo, se clasificaron las respuestas previamente codificadas en el dominio “Muerte o decesos”, según el parentesco del entrevistado con la persona fallecida y, por último, se categorizaron las razones por las cuales se consideró que ese evento había sido importante en la vida personal. En función del objetivo de nuestra investigación, esta categorización diferenció aquellas razones que podían interpretarse como “cambios”, rupturas o discontinuidades, de aquellas que podían entenderse en términos de continuidad, en tanto daban cuenta de la carga emocional de la muerte más que de impactos en el desenvolvimiento de la propia vida.

La percepción de la muerte en el curso de la vida

En este trabajo, como ya se ha mencionado, nos interesó profundizar en el conocimiento de la manera que la muerte impacta en las biografías individuales a lo largo de la vida.

 En párrafos anteriores, sostuvimos que las trayectorias de vida son modeladas por el conjunto de “cambios”, sean estos transiciones o puntos de inflexión, que impactan de modo diferente en las distintas esferas de las vidas individuales, en función de la etapa de la vida que las personas se encuentran atravesando.

En primer término, haremos referencia, en consecuencia, a los hechos o eventos significativos mencionados por los entrevistados.

Cuadro 1.png

Los datos obtenidos señalan que la muerte fue mencionada al menos una vez por el 37% del total de las personas, ocupando el segundo lugar, luego de la dimensión más aludida que fue la familia, considerada por el 73% de los individuos. Siguen en orden, la educación y la profesión.

La omnipresencia de la familia en el diseño de las trayectorias de vida queda claramente expuesta por estos datos, sobre todo si tenemos en cuenta que eventos que hemos clasificado como pertenecientes a la dimensión “Muerte”, “Profesión”, etcétera, pueden, a su vez, estar relacionados con la esfera familiar. Por ejemplo, respuestas como: “Murió mi mamá y tuve que ocuparme de mis hermanos” o “Mi papá perdió el trabajo” remiten indirectamente a la situación familiar. Sin embargo, a los fines analíticos, se decidió mantener el código “Familia” para los hechos considerados constitutivos: matrimonios, divorcios y nacimientos[7].

En consonancia con los resultados obtenidos en otros países, que formaron parte del estudio CEVI, en todos los grupos de edad, la vida afectiva y familiar (es decir, la esfera de la vida privada) evidencia una pronunciada preeminencia sobre los eventos relativos a las trayectorias educacionales o profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).

La indagación en el interior de los distintos grupos de edad muestra importantes contrastes. En efecto, cada cohorte identifica como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, reflejando los modos de inserción que cada grupo tiene en la vida y en la sociedad. En consecuencia, nuestro análisis debe avanzar hacia una comprensión de las situaciones que afectan las biografías individuales en su relación con los contextos familiar, grupal y social (Heckhausen, Dixon y Baltes, 1989).

 

Cuadro 2.png

En todos los grupos, los cambios relacionados con la familia siguen siendo los que ocupan el primer lugar; aun con diferencias en cuanto al peso relativo respecto de las demás esferas involucradas.

En relación con la percepción de la muerte, observamos que ocupa el tercer lugar entre los individuos de entre 20 y 24 años de edad, y el segundo lugar en los cuatro grupos restantes.

En el grupo de los más jóvenes, el segundo lugar está ocupado por la educación, que pasa al tercer puesto en el grupo siguiente. En el resto de las cohortes, el tercer lugar es ocupado por la profesión.

Hemos visto que algunos autores (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998; Clavandier, 2009) sostienen que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte mediante un doble movimiento: la profesionalización del proceso de morir (dying) y la acción de los procesos de sociabilización y socialización que intentan constituirse en barreras de protección frente a la muerte a partir del duelo reconcentrado en la intimidad. Sin embargo, los datos indican que estas modificaciones en el sentido y el tratamiento social de la muerte no significaron una prescripción subjetiva del impacto producido por ella, a tal punto que no deja de ser mencionado en todas las etapas del curso de la vida.

Mientras que, en los grupos más jóvenes, la muerte fue identificada como un evento impactante en las propias vidas por alrededor de un tercio de las personas que los componen, en la cohorte de 50 a 54 la cifra alcanza casi el 40%, y en los dos grupos de mayor edad supera ese valor. Como se ha mencionado, la experiencia de la muerte es progresiva y creciente.

La literatura gerontológica destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, cuando se produce “una personificación de la muerte” (Salvarezza, 2002). Este proceso supone que es vivida como una experiencia cercana. La pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real (Widera-Wysoczañska, 1999). Y la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir (Wahl y Kruse, 2006; Dittmann-Kholi, 2005).

Las personas que han llegado a la cuarta edad acumulan una trayectoria de pérdidas mayor que las personas más jóvenes y de mediana edad. Entre esas muertes se destacan aquellas que corresponden al cónyuge (Lalive d’Epinay y Spini, 2007; Caradec, 1998). La muerte, en un contexto de gran aumento de la esperanza de vida, se va desplazando hacia la última etapa vital a la que se percibe como “antesala de la muerte”(Durán, 2004).

En todos los grupos de edad, la historia de la vida afectiva y familiar (la esfera privada) prevalece sobre las trayectorias educativas y profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).

¿Cuáles son las muertes que más impactaron en las vidas de los entrevistados?[8]

En el Cuadro 3, puede observarse que casi la mitad del total de menciones se refieren a la muerte del padre, de la madre o de ambos; predominando la alusión al padre en todos los grupos de edad, excepto entre los más ancianos. Las razones pueden ser variadas, pero es necesario mencionar, por un lado, la mayor y más temprana mortalidad de los varones sobre las mujeres y, en segundo lugar, una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).

Cuadro 3.png

Sin embargo, es relevante mencionar las diferencias entre las distintas cohortes, ya que expresan con extrema claridad que los eventos inciden en las biografías personales en virtud de la inserción en el curso de la vida y en la sociedad. En efecto, mientras casi la mitad de los más jóvenes mencionaron la muerte de sus abuelos como un cambio significativo en sus vidas, los dos grupos que le siguen en edad mencionan al padre en primer lugar y las dos cohortes más ancianas, al cónyuge.

Así, es posible delinear una interpretación de estos datos a partir de los conceptos de timing y transiciones normativas. En este sentido, es posible pensar que la mayoría de los individuos tiende a mencionar como cambios significativos en su vida la muerte de familiares. Estas muertes son sin duda importantes para ellos, pero no dejan de ser “esperables” (los abuelos entre los más jóvenes, los padres en las generaciones intermedias, los cónyuges entre los más viejos), teniendo en cuenta el momento de la vida que atraviesa cada cohorte y las generaciones que la anteceden y la suceden.

Dicha interpretación se ve reforzada por las razones que elaboran los entrevistados para fundamentar la identificación de las muertes mencionadas, en tanto cambios significativos en sus biografías.

En efecto, alrededor de un 40% de los miembros de los distintos grupos de edad expresa haber mencionado esa muerte debido al dolor o al sentimiento de pérdida que le causó. Las alusiones a los “cambios” (categoría que incluye tanto transiciones como puntos de inflexión, ya sea en los roles desempeñados o en las posiciones ocupadas en las diferentes dimensiones de la vida) representan entre un 12% y un 14% en las tres primeras cohortes, aumenta a algo más del 20% en la de 65 a 69 años, y alcanza a un tercio del grupo de los más ancianos. Estos sectores son los que perciben los eventos mencionados en términos de discontinuidad en sus vidas.

Cuadro 4.png

En este sentido, nos preguntamos si la muerte puede considerarse un “cambio” capaz de incidir en el rumbo de las trayectorias biográficas. Teniendo en cuenta los datos obtenidos, parecería no haber nada en “la naturaleza” de un determinado evento (en este caso, la muerte) que lo convierta en disruptivo por esencia, sino que, por el contrario, es la percepción subjetiva (modelada individual y socialmente) lo que lo construye como tal. Asimismo, dicha percepción, anclada como sabemos en el aprendizaje, varía a lo largo de la vida, de acuerdo al momento en el cual el evento ocurre y en función de las consideraciones sociales asociadas al suceso.

Así lo expresan las diferencias que aparecen, en el sentido de discontinuidad o continuidad asociado a la muerte mencionada, a lo largo de la vida. Mientras que entre los jóvenes la muerte implicó una toma de conciencia (respecto de la propia finitud, del paso del tiempo, etcétera), o un reconocimiento de lo que esas personas muertas habían hecho por ellos en vida (“porque ella me crió”, por ejemplo), los grupos intermedios mencionan la “desprotección” que, en general, está relacionada con la muerte del “compañero/a de toda la vida”. Los más ancianos, por su parte, son los que más experimentaron la muerte como un cambio, cambio que pudo haber implicado: asumir nuevas responsabilidades, enfrentar la soledad, sufrir transformaciones en la situación económica, mudanzas, etcétera.

En síntesis, podría decirse que, en cada grupo de edad, las razones que expresan los entrevistados para explicar de qué manera la muerte afectó sus vidas están relacionadas con su inserción particular y la de la persona fallecida en el curso de la vida, en el momento de ocurrencia del hecho mencionado, así como con su inserción en el momento de rememorar lo ocurrido y los modelos para enfrentar la muerte, instituidos y trasmitidos mediante los procesos de socialización y sociabilización.

Mencionamos anteriormente que solo alrededor del 15% de los individuos pertenecientes a los tres primeros grupos de edad perciben la muerte en términos de disrupción o discontinuidad en su biografía personal, aumentando esa proporción en los grupos siguientes, y alcanzando un tercio entre los mayores.

La muerte, entonces, se inserta en las trayectorias de vida, mayoritariamente, con un sentido de continuidad, aun cuando no ha perdido (a pesar de las tendencias sociales hacia la invisibilización) su gran carga emocional para la subjetividad de nuestros entrevistados.

Conclusiones

Hemos mencionado que los resultados del estudio CEVI respecto de la reflexión sobre la relación entre los contextos macrosociales y las trayectorias individuales muestran que, contrariamente a una primera intuición que indicaría que los diferentes contextos sociohistóricos nacionales incidirían modelando trayectorias individuales diferenciadas. Sin embargo, las cosas suceden, más bien, como si la historia y las marcas geográficas se evaporaran a favor de una forma de uniformidad, tanto de esas trayectorias como de sus secuencias. Es decir, que perdurarían modelos culturales dominantes que seguirían revelando su peso sobre los destinos individuales (Cavalli, et al., 2013).

En ese marco general de interpretación, deben ser entendidos los resultados obtenidos en el componente argentino respecto de la percepción que los individuos tienen de la muerte. La primera evidencia a tener en cuenta es que la muerte de otras personas significativas tiene un sentido más ligado a la continuidad biográfica que a la disrupción. Sin embargo, debemos mencionar que la identificación de la muerte como punto de inflexión (o cambio y disrupción) se incrementa a medida que avanza la edad. Estos hallazgos están en consonancia con la literatura gerontológica, que destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, es decir, se produce una “personificación de la muerte”. La muerte es vivida como una experiencia cercana, y la pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real. La muerte del otro revela, a modo de espejo, la propia condición de mortales, y acerca a la experiencia de vulnerabilidad. Es entonces cuando la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir.

En relación con la cohorte de mayor edad, se destaca que en el curso de la vida ha padecido una mayor trayectoria de muertes y que, en un contexto demográfico de incremento de la esperanza de vida, la muerte se va desplazando hacia este grupo etario considerado como la última etapa de la vida y estereotipado en el imaginario social como de “decrepitud” y de “antesala de la muerte”.

Atendiendo a la significación de la muerte de familiares o allegados como punto de inflexión más destacado en las trayectorias biográficas, se demuestra que la muerte del otro adquiere un lugar central en el curso de la vida, la de los padres es la más citada en todas las cohortes comparadas, en tanto que la muerte del cónyuge es la segunda muerte más mencionada. La muerte del cónyuge es la más citada por la cohorte de 75 a 84 años de edad, e implica un punto de inflexión en la vida de estas personas, ya que modifica el estilo de vida, generando situaciones que van desde asumir la soledad, modificar el hábitat y las costumbres, hasta el traslado a una vivienda colectiva. La pérdida del cónyuge adquiere importancia como reflejo inmediato de la propia finitud, y la soledad es el sentimiento más referido en torno a esa muerte.

Por último, y en consonancia con los cambios poblacionales que impactan en las familias actuales, observamos que la coexistencia intergeneracional con abuelas y abuelos se incrementa en la generación más joven, por lo cual la referencia a la muerte de abuelos y abuelas adquiere sentido. Claramente el grado de intimidad y el tipo de relación establecida difiere de una cohorte a la otra. Las generaciones más jóvenes han tenido abuelos y abuelas que constituyeron referentes de identificación que, en muchos casos, han intervenido en sus cuidados y socialización. Esto las diferencia de las generaciones de la cuarta edad, en las cuales la posibilidad de compartir amplios períodos de la vida con los antecesores era mucho menor, y muchas de estas personas mayores apenas han tenido oportunidad de conocer a sus abuelos o ya habían fallecido cuando ellos nacieron.

En síntesis, los hallazgos más relevantes se refieren a la identificación creciente de la presencia de la muerte a lo largo de la vida, mostrando que las esferas de la vida involucradas en los cambios personales van modificándose en función de la etapa de la vida atravesada y de los roles predominantemente involucrados en dichas etapas.

Anexo:

Cuadro 5.png

Cuadro 6.png

Cuadro 7.png

Cuadro 8.png

Gloria Lynch y María Julieta Oddone, en scielo.edu.uy/

Notas:

[1] Para mayores detalles del estudio completo, se puede consultar la página de CEVI: <http://www2.supsi.ch/cms/cevi/>.

[2]    Ver, por ejemplo: Oddone y Lynch (2008, 2010);Oddone y Gastrón (2008); Lalive d’Epinay, Cavalli y Aeby (2008); Gastrón, Oddone y Lynch (2011, 2013); Najjar (2011); Cavalli, et al. (2013).

[3]   Para ampliar este concepto, ver Elder (1998).

[4]   Ver las cohortes de edad elegidas en el Cuadro 5 del Anexo.

[5]    Ver la distribución de los individuos entrevistados, según género y grupo de edad, en el Cuadro 6 del Anexo.

[6]   Ver los dominios establecidos en el Cuadro 8 del Anexo.

[7]   Ídem.

[8]  Los cuadros 3 y 4 hacen referencia solo a las personas que mencionaron al menos un hecho relacionado con la muerte. Ver distribución por género y edad en el Cuadro 7 del Anexo.

Ana  Marta  González

Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales

4. Lo extraordinario en lo ordinario

Así pues, tomar conciencia de que nuestra identidad más profunda es nuestra identidad de hijos de Dios, se constituye, para san Josemaría, en fuente de una esperanza que no anula el proceso ordinario —natural e histórico, cultural y social— por el que cualquier persona, en el lugar particular que le haya deparado la vida, llega a definir sus aspiraciones y adquiere una personalidad determinada, con sus particularidades y lealtades características. Pero, al mismo tiempo, la conciencia de la propia filiación divina tiene la virtualidad de orientar esos procesos en una dirección más alta, que conduce a sentir profundamente la solidaridad con todos los hombres, la responsabilidad por toda la creación: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra» [40].

Que tales consideraciones solo sean posibles desde la fe no las convierte en totalmente ajenas o irrelevantes a la reflexión filosófica. Pues a la filosofía le basta la posibilidad de una existencia edificada sobre estas convicciones para afirmar que otro mundo es posible y realizable, un mundo que, con la fuerza del espíritu, está dispuesto a combatir sin descanso la banalidad de una existencia mediocre, redimiendo el tiempo y desafiando la «reificación» de las estructuras enemigas de la persona y su libertad [41], desde el interior mismo de esas estructuras.

En efecto: “participar con todas la fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana”, como hace notar san Josemaría, significa ir más allá de un diagnóstico certero de los problemas que tiene planteado nuestro mundo; significa sentirse interpelado personalmente por tales problemas, y advertir, con nueva profundidad, el enorme potencial transformador de las estructuras que encierra el trabajo humano, cuando viene animado por un espíritu auténticamente cristiano, un espíritu de servicio que, como insiste el Papa Francisco, se despliega en beneficio del prójimo, especialmente de los más necesitados [42]. La clave de ese desafío la ofrece el muy citado punto 301 de Camino: «Un secreto.- Un secreto, a voces estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi”- la paz de Cristo en el reino de Cristo» [43]. Este punto expresa la confianza de san Josemaría en la fuerza históricamente transformadora  de la libertad, cuando se abre a la acción de Dios en la propia vida; refleja también, como observa Pedro Rodríguez, una visión de la santidad y la vida interior «en estricta e interna relación con la “actividad humana”, con los problemas de la sociedad humana». Esto nos invita a reflexionar expresamente sobre lo que san Josemaría designó en una ocasión como «materialismo cristiano», y que, según sus propias palabras, «se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» [44], así como a los espiritualismos desencarnados. En efecto: el «materialismo cristiano» es, para san Josemaría, directa consecuencia de la fe en la Encarnación del Verbo. Pues en este misterio se contiene el mensaje de que el mundo y la historia no son impermeables a la manifestación de Dios, ni opacos a su presencia. Por el contrario, cabe hablar, como lo hemos hecho, de una solidaridad de destino entre el mundo y el hombre, que no pone en peligro la referencia del hombre a Dios. Pues la conmensurabilidad entre el sujeto y el mundo no es perfecta: el mundo no es solo el correlato de la conciencia humana, sino también espacio para la manifestación y revelación de Dios, así como espacio de actos humanos que tienen a Dios, y no al mundo, como fin último.

Con ello se corresponde otro aspecto crucial del mensaje de san Josemaría: el aprecio por la contingencia como el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, precisamente porque es ahí, en ese espacio de contingencia, donde el hombre ejercita y materializa su libertad. Ambas cosas se contienen en la invitación de san Josemaría a encontrar el quid divinum [45] que se encierra en los detalles, y que toca a cada uno descubrir. No se trata solo de una recomendación piadosa, sino de advertir el kairós, la oportunidad y el valor del momento presente, en el que la presencia de Dios se nos hace material y de algún modo visible: hacer bien las cosas que tenemos entre manos no es ya solamente un requerimiento ético, derivado de nuestra posición en la sociedad humana, sino la oportunidad concreta que se nos ofrece de corresponder al don de Dios y de materializar su presencia en el mundo de los hombres, poniendo de manifiesto que no por ser ordinaria deja de ser transformadora.

Reconocer el horizonte trascendente que se abre al ejercicio de nuestra libertad, en el desempeño de las tareas más variadas, pertenece a la perfección de la existencia humana. Sin embargo, no se deriva de esto una distorsión de la lógica propia de esas tareas, sino una conciencia más clara de su interno requerimiento de salvación. Ahora bien, precisamente porque los asuntos humanos están sujetos a muchas contingencias, su perfeccionamiento y mejora no puede discurrir por cauces rígidos y prefijados, sino que ha de confiarse al discernimiento responsable de las personas. Por ello, precisamente, la confianza en la responsabilidad de las personas, que les lleva a buscar en cada caso las respuestas que se estimen mejores en conciencia, constituye un aspecto inseparable de la valoración de las realidades seculares, que san Josemaría tenía especialmente presente en su labor sacerdotal: «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [46].

5. Una teoría vital de las instituciones y del cambio social

Esa misma certeza de la indeterminación de la historia explica otro aspecto que veo implícito en su modo de afrontar las realidades seculares y que, a falta de una expresión mejor, describiría como una «teoría vital» de las instituciones y del cambio social.

Sin duda, el hecho mismo de que cifre la respuesta a las crisis mundiales en la santidad, nos habla ante todo de la prioridad de la vida del espíritu [47]. Pero, como hemos apuntado, no debe entenderse en sentido espiritualista: la vida espiritual, tal y como él la entiende, conduce a implicarse en las realidades seculares con objeto de redimirlas, lo cual lleva consigo empeñarse en promover un mundo más humano. Indudablemente, esto comporta un momento negativo, de identificación de situaciones deshumanas. Ahora bien, con carácter general san Josemaría invita a afrontar esas situaciones en primera persona, estimulando la responsabilidad personal, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollan o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar.

Sitúa en la «formación» la clave de todo desarrollo: una formación que ayude a sacar partido a los talentos recibidos, que ayude a los destinatarios a convertirse en protagonistas del progreso propio y del entorno. La clave, entonces, se llama trabajo: los criterios con los que impulsó innumerables iniciativas asistenciales y educativas en todo el mundo revelan un  modo profesional de afrontar la articulación práctica de los principios de subsidiaridad y solidaridad, así como una aguda percepción del modo en que se relacionan trabajo y sentido de la propia dignidad.

Sin embargo, la apuesta prioritaria por la formación y, en ese sentido, por la cultura, no significa que ignore los aspectos estructurales. San Josemaría es consciente de que, en el orden social, el desarrollo diferenciado de lo humano depende en gran medida de la diferenciación y calidad de las instituciones y de la organización del trabajo. De todos modos, está lejos de propugnar una visión estática del orden social; muy al contrario: advierte de muchas maneras que la vida precede a la norma, que la norma está al servicio del espíritu, y que, en el plano de la acción, es preciso, sí, ser previsores, pero sin fiar las cosas exclusivamente a la organización.

Para ilustrar la importancia que concede a las instituciones como pautas reguladoras de la vida social podemos remitir a Conversaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la politización de la universidad, el fundador del Opus Dei hace notar que, allí donde faltan cauces institucionales para el ejercicio de la libertad política, esa legítima aspiración humana se canaliza por otras vías y se corre el riesgo de desnaturalizar la universidad [48]. De esta respuesta, pienso, se sigue la necesidad de contar con una esfera específicamente política, una esfera donde los ciudadanos puedan pronunciarse y participar en la propuesta de soluciones para los problemas que se refieren a la vida en común. Algo similar se podría decir de la economía: al tiempo que reconoce la legítima autonomía de la actividad económica [49], san Josemaría recuerda su carácter instrumental [50], alertando, por ejemplo, de que «las obras no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu» [51].

De cualquier forma, reconocer el papel de las instituciones en la configuración del orden social es algo distinto a proponer una hiper-institucionalización [52] que ahogaría la espontaneidad de la vida y las iniciativas de la libertad.  Después de todo, las instituciones nacen como una exigencia de la naturaleza social del hombre, para dar forma a las inclinaciones que experimentamos hacia determinados bienes, para dar forma, también, al mismo impulso socializador.  Pero esto supone que la vida va por delante abriendo camino, como diría Simmel, buscándose una forma [53], tratando de proporcionarse un marco para el desarrollo de vínculos sociales seguros [54].

Precisamente en este último aspecto —la formación de vínculos seguros: la generación de confianza y el fomento de un clima de libertad— la vida y la predicación de san Josemaría ofrecen un valioso material que merecería la pena explorar más a fondo: porque en su predicación y en su vida se pone singularmente de manifiesto de qué manera las normas y pautas institucionales tienen sentido en la medida en que sirven a la expresión y al desarrollo diferenciado del espíritu [55].

En todo caso, la necesidad que tenemos de organizar socialmente nuestra vida explica que las crisis institucionales se traduzcan en cierto desorden de los bienes que ellas protegen, así como una pérdida de densidad en las relaciones humanas correspondientes, que dificulta la orientación ética y aun cualquier proyecto razonable [56]. Esta situación da lugar fácilmente a reacciones conservadoras, en las que acecha el riesgo de confundir el orden moral y las convenciones sociales que durante largo tiempo han servido para preservarlo. En tales casos conviene recordar que las crisis pueden ser también signo de esclerosis cultural: de que la institución ha cristalizado en una forma culturalmente anterior, que no hace justicia al dinamismo y las exigencias, siempre nuevas, de la vida. Aunque aquí acecha también el peligro de signo opuesto: pues advertir la necesidad de cambio puede conducir a un afán de adaptar las formas sociales a los tiempos, que arrastre sin discernimiento importantes bienes humanos.

Por eso la teoría de las instituciones ha de completarse y articularse con una teoría del cambio social y cultural, que atienda también a la cualidad ambigua característica de los periodos liminales [57], de transición cultural, y que permanezca alerta para identificar en cada caso los bienes que están en juego y el mejor modo de preservarlos. En este sentido, es posible argumentar que la esencia humana, en cuanto tal, tiene un carácter «liminal» [58], del que los ritos de paso y las épocas de transición cultural constituyen un reflejo. Más aún: cabría argumentar que, precisamente porque se dirige a la humanidad desnuda, sin hacer acepción de personas [59], el mensaje cristiano es particularmente relevante en esos momentos en los que las seguridades convencionales parecen quebrarse y los individuos se debaten en la incertidumbre. El evangelio se dirige a todos, sin discriminaciones [60], y también de todos pide conversión; una conversión que entre otras cosas justamente reclama el despojarse libremente de las seguridades falsas, a las que está asociada de ordinario la vida en este mundo, pues, como escribe san Pablo a los Corintios, «el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan de este mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa»(1Co 7, 29-31).

Pienso que estas palabras describen una forma específica de estar en el mundo, que coincide exactamente con la radical exigencia de la que es portavoz san Josemaría cuando exhorta a «vivir en el mundo sin ser mundano», es decir, sin permitir que los acontecimientos del mundo, por tristes o gozosos que pudieran ser, determinen la orientación fundamental de la existencia [61]. Ciertamente, sobre el modo concreto de conducirse en periodos de transición, san Josemaría no nos ha dejado reflexiones teóricas; pero nos ha dejado algo más elocuente, su modo de conducirse durante la guerra [62]; viviendo en una situación provisional como sino fuera provisional: sujetándose a un plan auto-impuesto, aprovechando el tiempo, preparándose mediante el estudio para un futuro humanamente incierto, atento a vislumbrar en todo momento la voluntad de Dios [63]. Es algo que se sigue de su revalorización de la contingencia: en realidad, nada es provisional: en el momento presente nos jugamos todo lo verdaderamente importante.

De ahí emerge una manera singular de afrontar la dimensión temporal de la existencia, con una urgencia que nace de la caridad, y que prácticamente se traduce en la virtud de la diligencia [64], igualmente alejada de planteamientos utópicos como del presentismo insustancial. «Aprovechar el tiempo»: en ello va implícita una manera constructiva de enfocar la cuestión del cambio social, precisamente a través del trabajo, con el que el hombre se edifica a sí mismo, mientras edifica el mundo.

La idea que san Josemaría tiene del trabajo —del trabajo santificado— como fuente de progreso y cohesión social hace que su visión de la sociedad y de las instituciones no sea simplemente estática, sino profundamente dinámica: un dinamismo que aparece vinculado a la acción del hombre sobre el mundo, en el curso de la cual el hombre no solo descubre nuevos caminos, que antes permanecían inéditos, sino que, ante todo, se forja a sí mismo. Por eso, al introducir esta reflexión, he querido subrayar que la de san Josemaría sería, en todo caso, una teoría vital de las instituciones. Con ello pretendo insistir en el hecho de que las instituciones encuentran su punto de partida en la vida, y han de ser medidas por referencia a las exigencias de la vida —en último término, la vida del espíritu—, y no simplemente por referencia a cualesquiera convenciones, costumbres o tradiciones. Ahora bien, la vida espiritual del hombre en el mundo se expresa en el trabajo.

Es verdad que no hay nada nuevo en ver el trabajo como fuente de progreso y cambio social. En gran medida, la filosofía y la teoría social moderna arrancan de advertir la conexión entre división del trabajo y progreso social. Lo peculiar de san Josemaría, sin embargo, reside en rescatar la visión teológica, de raíz bíblica, que no reduce el trabajo humano a su dimensión activa, transformadora del mundo, ni lo subordina al cambio de condiciones materiales [65]; él ve el trabajo enraizado en la contemplación: «Nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [66].  El amor —a Dios y al prójimo— es la fuente de la que mana la fuerza dignificante del trabajo, y a él, por tanto, debe remitir una teoría del cambio social capaz de abrirse a la acción del Espíritu en la historia, de modos a menudo sorprendentes.

San Josemaría no es un revolucionario social. Su mensaje puede ponerse en relación con los clásicos de la teoría social que, de maneras distintas, han reconocido la profesión como el enclave ético privilegiado de las sociedades modernas [67]. Sin embargo, sería ingenuo pensar que un mensaje espiritual como el suyo careciese de repercusiones prácticas y en la configuración de los estilos de vida.

Si bien al remitir la dignidad del trabajo al amor con que se realiza san Josemaría no se pronuncia sobre el diverso reconocimiento social que reciben los distintos trabajos, es cierto que, una vez introducido ese pensamiento, las formas sociales de valoración quedan relativizadas, y el avance hacia formas de reconocimiento social de todos los trabajos llega a ser imparable. Pienso, por ejemplo, en una cuestión tan concreta y tan querida a san Josemaría como el reconocimiento de la dignidad del trabajo doméstico, punto fundamental donde, como apunta Axel Honneth desde la teoría crítica, hoy se decide, a nivel social, la cuestión más general de la relación entre trabajo y reconocimiento [68].

Más en general, cabe decir que el mensaje de santificación del trabajo lleva aparejado una conciencia cada vez más viva de la importancia del trabajo en la vida humana, no solo en el plano individual sino también en el social; una conciencia de la que cabe esperar el florecimiento de las iniciativas más variadas, en especial, las encaminadas a promover condiciones dignas de vida y trabajo para todas las personas. En este contexto, considero oportuno citar un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium donde el Papa Francisco sale al paso de una posible mala interpretación del mensaje de santificación del trabajo: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio,  nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” [69].

Si se entiende el trabajo en toda su profundidad humana, es decir, no solo como factor de perfeccionamiento individual sino como lugar estructurador de vida social, el trabajo se presentará en todas sus dimensiones; no simplemente como un lugar para la «auto-realización» individual, sino como plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo.

Como ya hemos señalado anteriormente, el trabajo, para san Josemaría, «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [70]. En eso radica su mayor dignidad. Y precisamente porque ve en la libertad de amar a Dios la fuente de la dignidad humana no vacila tampoco en presentarse como «rebelde» [71] y describir la religión como «la mayor rebeldía del hombre, que se niega a ser una bestia». Esta es la razón última de que, llegado el caso, pueda hablar también de una forma legítima, santa, de rebeldía, cuando lo que está en juego es la libertad de las conciencias, libertad en la que el hombre, todo hombre, se juega su destino: a ninguna autoridad de la tierra le es lícito aherrojar el movimiento libre por el que los hombres tributan culto a su Creador. También por eso se niega a interpretar la religión, las exigencias del espíritu, con categorías simplemente políticas. Así, por ejemplo, preguntado sobre el papel de tendencias integristas y progresistas en la vida de la Iglesia, al término del concilio, contesta: «En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar  sobre el papel que pueden desempeñar en este momento porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división —que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar— me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer —con toda mi alma— en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere» [72].

Más que a descifrar la ley inexorable de la historia, el santo permanece atento a descubrir en ella los signos de la acción providente de Dios. Tal vez por esto pueda, en ocasiones, levantarse sobre los prejuicios de su propio tiempo. Un ejemplo lo encontramos en el modo positivo con el que entendió la condición de la mujer y su corresponsabilidad con el hombre en la construcción de la cultura [73]. Pienso que en esta cuestión, que hoy parece de sentido común, san Josemaría pudo sustraerse a las inercias y convenciones propias de su tiempo, pura y simplemente porque se dejaba guiar por el Espíritu de Dios [74].

Si tenemos en cuenta que los filósofos más ilustres no siempre supieron sustraerse a las inercias de su tiempo, entonces comprenderemos por qué el santo resulta particularmente intrigante para el filósofo. Le enfrenta con sus propios límites, y le muestra un modo distinto de trascenderlos.

Ana  Marta  González, en romana.org/

Notas:

40. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

41. [El concepto de «reificación», inicialmente introducido por Luckacs, como un instrumento de análisis crítico de la cultura, ha sido recientemente revalorizado por Axel Honneth. Cfr. Axel Honneth, Reificación. Un estudio en la Teoría del Reconocimiento, Katz, Buenos Aires, 2007, pp.136-137.]

42. [Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 187 y 193.]

43. [San Josemaría, Camino, n. 301. Remito a la explicación ofrecida por Pedro Rodríguez en la ed. crítica, donde se hace notar la estrecha conexión con Jn 12, 32 y el modo adecuado de interpretar la alusión al «Reino de Cristo».]

44. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115 a.]

45. [«Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». San Josemaría, Conversaciones, n. 114b.]

46. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

47. [Cfr. Leonardo Polo, “El concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer”, Anuario Filosófico, 1985, vol. XVIII, 2, pp. 9-32.]

48. [«Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas. Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea…». San Josemaría, Conversaciones, n. 77a y b.]

49. [Cfr. Encuentro con empresarios en el IESE, Barcelona 27-XI-1972. Algunos textos de este encuentro pueden verse en Javier Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, en “Revista de Antiguos Alumnos del IESE”, nº 87, septiembre 2002, pp. 12-13.]

50. [En el gobierno de estas obras, sabía conjugar la responsabilidad —hay que procurar que las obras se sostengan, con trabajo, pidiendo ayudas, etc.—, la pobreza —el cuidado de los instrumentos— con la magnanimidad y la confianza en la providencia: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gasta».]

51. [Apuntes tomados en una tertulia, 16-V-1960, citado en Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-II-2006.]

52. [Tomo el término de Axel Honneth, The pathologies of individual freedom, Princeton University Press, Princeton, 2010.]

53. [Cfr. George Simmel, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, Altamira, Buenos Aires, 2001.]

54. [Para una teoría sobre la distinción entre vínculos sociales seguros e inseguros vid. Thomas J. Scheff, Emotions, the social bond, and human reality. Part/Whole Analysis, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.]

55. [Pienso que eso se advierte de manera singular en el modo en que enfoca la relación entre sexualidad, maduración del amor y desarrollo de la personalidad. Hablando de sexualidad, san Josemaría suele indicar que de ordinario esta cuestión no ocupa el primer lugar en las preocupaciones de una persona. Y, en todo caso, cuando se presenta, debe contemplarse en relación con la maduración del amor personal: lo que al principio no es más que un impulso, un sentimiento, ha de convertirse en un amor electivo y pasar la prueba del tiempo para llegar a constituir, realmente, verdadero amor a la persona. Esta visión, que en modo alguno es exclusivamente cristiana (cfr. Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, Labor, Barcelona, 1933, p. 186), constituye el núcleo moral de la institución matrimonial; ésta, con sus exigencias de fidelidad recíproca no es el sepulcro del amor, sino que más bien expresa su cualidad específica, haciendo posible que gane en profundidad humana hasta alcanzar a la totalidad de la persona. Por lo demás, la institución como tal puede adoptar formas culturales muy variadas, más o menos igualitarias, como ya pudo apreciar Tocqueville en el siglo XIX, en su análisis de la democracia americana (cfr. Alexis de Tocqueville, Democracia en América, vol. II, Parte 3, cap. 8, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 164 y ss.).]

56. [Esto es obvio en el caso de instituciones políticas y económicas: cuando decae la confianza en las instituciones, los individuos se repliegan sobre sí mismos, y renuncian a proyectos de largo alcance. Algo similar ocurre también en otros campos.  Así, la desregulación de la vida afectivo-sexual, no solo afecta al desarrollo de la personalidad, dificultando la maduración del amor personal, sino que indirectamente, introduce en la vida social un factor de incertidumbre que distorsiona el desarrollo normal de relaciones humanas de amistad, confianza, etc., con el consiguiente empobrecimiento de la vida social y profesional.]

57. [Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 103-123.]

58. [«La esencia del hombre en su historia es más bien una interinidad constante como inquietud de su existencia temporal en todo momento inconclusa. No es la busca de la unidad de la época venidera lo que ha de servirle de algo, sino, acaso, el intento incesante de desvelar las potencias anónimas que al mismo tiempo se atraviesan ante el régimen existencial y el ser mismo». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 175.]

59. [«Dios no tiene acepción de personas» (Ga 2, 6); «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!». San Josemaría, Surco, n. 303.]

60. [Ga 3, 26-29; 1 Co 12, 13; Rm 10, 12. «Escribió también el Apóstol que “no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos”. Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado… Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!». San Josemaría, Surco, n. 317.]

61. [No quiero dejar de apuntar la relación entre esta convicción y la importancia que san Josemaría concedía a un tema aparentemente trivial como la moda. Lejos de reducir el tema a una cuestión simplemente moral —como era frecuente entre algunos Padres de la Iglesia— pienso que advertía hasta qué punto el discernimiento en esta materia se relacionaba con modos más o menos acertados de comprender la secularidad: cómo ser del mundo sin ser mundano.]

62. [La guerra es característicamente uno de los periodos que cabe designar como liminares. Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, p. 105.]

63. [Vid. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid, 2002, pp. 62-124. Cfr. San Josemaría, Camino, n. 697.]

64. [La diligencia conduce a emplear el propio tiempo en cumplir con serenidad y calma los deberes del propio estado, y a ayudar al hermano sobrecargado de trabajo a cumplir con su tarea. Cfr. San Josemaria, Amigos de Dios, nn. 41 y 44.]

65. [La posibilidad de sustraerse a una visión puramente procesual del trabajo, la posibilidad de descubrir un sentido humano del trabajo, aparece apuntada también en Jaspers (Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 186). Pero en los escritos de san Josemaría, esta visión se trasciende y se eleva.]

66. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

67. [Para ver una aproximación de Weber y Durkheim a la cuestión, cfr. Fernando Múgica, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Cuadernos de Empresa y Humanismo, Universidad de Navarra, 1998.]

68. [«Para el análisis posterior de la relación mutua en la que se hallan trabajo y reconocimiento reviste importancia, hoy sobre todo, el debate que se mantiene en conexión con el feminismo sobre el problema del trabajo doméstico no remunerado. A saber, desde dos perspectivas ha resultado claro en el curso de esta discusión que la organización del trabajo social está vinculada estrechísimamente con normas éticas que regulan el sistema de la apreciación social: desde el punto de vista histórico, el hecho de que la educación infantil y las tareas domésticas no hayan sido valoradas hasta ahora como tipos de trabajo social perfectamente válidos y necesarios para la reproducción solo se puede explicar con referencia al desdén social que se ha mostrado en el marco de una cultura determinada por valores masculinos; desde el punto de vista psicológico, resulta de las mismas circunstancias el hecho de que, bajo la distribución tradicional de los papeles, las mujeres solo pueden contar con posibilidades menores de encontrar, dentro de la sociedad, el grado de reconocimiento social que forma la condición necesaria para una autodefinición positiva…». Axel Honneth, La sociedad del desprecio, pp. 143-144.]

69. [Francisco, Evangelii Gaudium, n. 201.]

70. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

71. [La rebeldía frente a lo que empequeñece el espíritu, en nombre de la nobleza entendida como autenticidad, es un tema presente en los filósofos de la existencia; esto se advierte por ejemplo en Jaspers («Se inicia hoy la última campaña contra la nobleza. En vez de tener por campo lo político y lo sociológico, tiene las almas mismas». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 189). Pero la autenticidad que Jaspers cree encontrar en la «vida filosófica» la encuentra san Josemaría en la santidad, en la plenitud de la filiación divina que no es otra cosa que la identificación con Jesucristo.]

72. [San Josemaría, Conversaciones, n. 23.]

73. [Durante muchos siglos, en contra de la igual dignidad que el mismo dogma cristiano reconoce a mujer y varón, la consideración de la mujer, en la práctica, ha sido inseparable de la idea de «tentación», posiblemente porque la mirada predominante ha sido siempre la del varón no redimido. Sin embargo, el enfoque de san Josemaría es radicalmente otro. Para él las mujeres son ante todo hijas de Dios, llamadas, al igual que los varones, a asumir libre y responsablemente la dirección de sus vidas, delante de Dios, y a realizarse en el don de sí por el amor en las distintas formas que presenta la existencia humana (matrimonio, celibato apostólico, etc.), pero en modo alguno encaminadas —como si fuera su único destino en la vida— a contraer matrimonio; capaces de formarse, gobernarse, y sostenerse económicamente a sí mismas, de asumir y desarrollar una vocación profesional, de participar en la vida pública.]

74. [Cfr. Mercedes Montero, “El papel de la mujer en la sociedad democrática. Edición crítica de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer”, Nuestro Tiempo, vol. LVIII, num. 677, (2012), pp. 92-95.]

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