El tema de la santificación del trabajo es central en la enseñanza de san Josemaría: el Opus Dei “es camino de santificación en el trabajo profesional”; el eje o el quicio de la santificación en medio del mundo
El Fundador del Opus Dei al hablar del trabajo cita muchos textos de la Sagrada Escritura, pero sobre todo se fija en el ejemplo de Jesús: el sentido de su trabajo no puede ser el de ocupar el tiempo o ser uno más de su conciudadanos hasta que iniciara su vida pública, «en manos de Jesús el trabajo (...) se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación»
El presente artículo es una síntesis y elaboración personal de la cuestión tratada en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol 3, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221.
La noción de “trabajo” remite a toda actividad humana −intelectual y corporal− que, implicando esfuerzo y perseverancia, modifica y transforma el mundo. Expresa el dominio del hombre sobre la naturaleza. Es actividad productiva que, por transformar nuestro existir y el de las futuras generaciones, tiene importancia antropológica, social e histórica.
Aunque en nuestros días todas las ciencias humanas se ocupan del trabajo, el tema no fue objeto de reflexión filosófica hasta bien entrado el siglo XIX. El estudio del trabajo por parte de la teología inició el pasado siglo XX con las encíclicas papales, la teología francesa de las realidades terrenas, y, sobre todo, el documento conciliar Gaudium et spes. Su ubicación en el ámbito de la espiritualidad es más reciente e incide, obviamente, en la santificación de los fieles laicos. Aunque muchos no sean conscientes, el trabajo afecta a la persona en su interioridad: independientemente del producto, importa el cómo y el porqué de esa actividad.
El tema de la santificación del trabajo es central en la enseñanza de san Josemaría: el Opus Dei “es camino de santificación en el trabajo profesional”; el eje o el quicio de la santificación en medio del mundo. También el Catecismo de la Iglesia Católica afirma en el n. 2427 que «el trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo». ¿Cómo se ha llegado a tal afirmación?
El aprecio por el trabajo en el cristianismo tiene su raíz en la Sagrada Escritura. Lo que en síntesis nos transmite la Biblia acerca del trabajo −sin entrar en el análisis de los numerosos textos− es que el hombre recibe la naturaleza como un don de las manos de Dios, y “trabajándola” se realiza a sí mismo si descubre el sentido del don y abre su intención al absoluto, sin cerrarse en la sola satisfacción de los bienes finitos y en el afán de poseer. Esa actitud permite que el trabajo pueda convertirse en mediación para la comunión con Dios y con los hombres, en ocasión de encuentro con Dios. San Josemaría al hablar del trabajo cita muchos textos de la Sagrada Escritura (cfr. homilías En el taller de José y Trabajo de Dios), pero sobre todo se fija en el ejemplo de Jesús: el sentido de su trabajo no puede ser el de ocupar el tiempo o ser uno más de su conciudadanos hasta que iniciara su vida pública, «en manos de Jesús el trabajo (...) se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación» (Conversaciones, n. 55).
Los Padres y los antiguos escritores cristianos, fieles a la enseñanza bíblica, muestran una alta estima por el trabajo. Lo que en resumen nos transmiten es que el cristiano es tan trabajador como el pagano −aportando recursos para su familia y la sociedad−, pero, además de estar obligado por la fe a considerar la moralidad de su oficio, sabe encontrar en su actividad laboral el fin trascendente que marca su vida y que necesariamente le conduce a comportarse de un modo diverso de los paganos. Más tarde, el desarrollo de la vida monástica será la causa de que algunos escritores de ese ámbito presten atención al tema del trabajo, bajo un aspecto muy particular: su carácter ascético para evitar el ocio y unirse con la fatiga a los sufrimientos de Cristo. El ora et labora benedictino se entiende, sin embargo, como dos actividades complementarias que no se funden: no es el “convertir el trabajo en oración” como enseña san Josemaría. Además, el trabajo es visto como una “profesión” que caracteriza el ciudadano de la sociedad civil, fuente de preocupaciones que distraen del trato con Dios y dificulta la vida espiritual.
La mentalidad negativa hacia el trabajo −como obstáculo a la santidad− está muy bien reflejada en el conocido texto del duo genera christianorum del Decreto de Graciano, de mitad del siglo XII[1]. En los albores de la Edad Moderna, Lutero afirmó con rotundidad la universalidad del deber de trabajar para obedecer al mandato divino, aunque este paso −en principio positivo− está viciado por su polémico rechazo de la vida monástica (vida de contemplación = ocio) y por negar el valor de toda obra humana para la salvación.
Con la revolución industrial del siglo XIX se produce un profundo cambio en la consideración del trabajo, que ahora adquiere dimensiones éticas y sociológicas antes insospechadas. Los Papas dirigen su atención hacia el trabajo: León XIII con la enc. Rerum novarum (15-V-1891) y Pío XI con Quadragesimo anno (15-V-1931) proclaman exigencias de justicia en la organización laboral (derechos de los obreros, salario, relaciones trabajo-capital, etc.). Siendo cuestiones importantes, son, sin embargo, adyacentes al trabajo: éste reclama una consideración más profunda en cuanto actividad que tiene por objeto mejorar la creación y al hombre, temas que entran de lleno en la reflexión teológica. El primer tímido intento en teología espiritual es el de Tanquerey, que en su Compendio de teología ascética y mística (1923) incluye, entre los medios exteriores de perfección, la “santificación de las relaciones profesionales” (es decir, los deberes de justicia, prudencia y caridad que imponen la profesión)[2]. En cambio la “santificación del trabajo” aparece por primera vez en un discurso de Pío XI, del 31-I-1927:
«El secreto para gozar continuamente del encuentro con Cristo (…) es santificar el trabajo cotidiano, el mismo trabajo que llena todos los días y las horas de su vida, y de este modo suavizarlo. (…) Qui laborat orat, el que trabaja reza, lo cual significa hacer del trabajo oración (…). Hace falta bien poco para santificarse cuando se trabaja: basta la buena intención que dirija el trabajo a Dios y mantenga unidos a Dios (…)»[3].
La primera vez que en los apuntes manuscritos conservados de san Josemaría se hace referencia a la santificación del trabajo es el 28-III-1933, cuando anota: «el trabajo santifica»[4]. Pero sabemos que esos términos fueron empleados por san Josemaría desde la fundación del Opus Dei:
«Desde 1928 mi predicación ha sido que (…) el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario» (Conversaciones, n. 34).
Según el estudio de Burkhart-López, aunque haya una evidente afinidad entre la enseñanza de san Josemaría, el discurso de Pío XI en 1927 y otros autores de la época (Joseph Cardijn, fundador de la Jeunesse Ouvrière Chrétienne5[5], Raoul Plus, etc.), los conceptos no son idénticos debido a que: 1) estos últimos se refieren sólo al trabajo manual, que permite rezar mientras se trabaja, dejando fuera de ese ámbito el trabajo intelectual; 2) la finalidad de las J.O.C. estaba más centrada en la acción sindical, colectiva, para lograr mejores condiciones de trabajo, que en el mejoramiento personal con la actividad laboral[6].
A partir del magisterio de Pío XII (que introdujo el 1-V-1955 la fiesta de San José Obrero), y más todavía con Juan XXIII y Pablo VI, la atención al trabajo ya no se limita a cuestiones sociales sino que se dirige al trabajo mismo y a su papel en el plan divino de la Creación y de la Redención. Autores come Thils, Congar y Chenu contribuyeron con sus reflexiones a preparar la constitución conciliar Gaudium et spes, que enmarcó en los nn. 33-39 la actividad humana en el mundo, y abordó en el n. 67 la cuestión del trabajo señalando que «con el trabajo, el hombre (…) puede ejercer la caridad verdadera y cooperar en el perfeccionamiento de la creación divina. Más aún (…) se asocia a la obra misma de la redención de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad eminente trabajando con sus propias manos en Nazaret». La enseñanza de san Josemaría está en perfecta sintonía con estas palabras, que superan los planteamientos de la primera mitad del siglo XX para llegar a la base antropológica del trabajo. Después del Concilio, san Juan Pablo II expondrá en el último capítulo de Laborem exercens (14-IX-1981) algunos “elementos para una espiritualidad del trabajo” en línea con la enseñanza del Fundador del Opus Dei (participación en la obra creadora de Dios, el ejemplo del trabajo de Cristo en Nazaret, el sentido redentor del trabajo, etc.).
En definitiva, la enseñanza de san Josemaría sobre el trabajo irrumpe cuando ya el Magisterio hablaba de santificación del trabajo, pero su contenido va más a fondo transmitiendo ideas como: 1) conversión del mismo trabajo en oración; 2) eje de la santificación personal en medio del mundo; 3) elemento de cristianización de la sociedad.
En un largo texto de la homilía En el taller de José (Es Cristo que pasa, n. 47) encontramos los elementos de la noción de trabajo en san Josemaría:
a) La idea general de trabajo. El hombre fue creado por Dios para que trabajara, y su trabajo es participación en la obra creadora de Dios, con un triple sentido: 1º) perfeccionar la creación (hacer que el mundo refleje cada vez más su bondad; imitar a Dios en su trabajo de la creación); 2º) perfeccionarse a sí mismo (trabajar como Dios con sabiduría y amor, nos transforma, nos hace vivir una serie de virtudes); 3º) servir a los demás y a la sociedad (vínculo de unión a los demás; hacer del mundo un hogar para todos).
b) La distinción entre trabajo y fatiga. No son sinónimos; la fatiga aparece como consecuencia del pecado original, y acompaña la actividad de trabajar, pero hay que distanciarse de la visión del trabajo como de una pena de la que hay que librarse. Además, con Cristo, la fatiga y el dolor se transforman en instrumentos de redención.
c) La dignidad de todo trabajo. El cristianismo desbarató la idea griega de que el trabajo era una actividad servil, la forma ínfima de la actividad humana, indigna de los hombres libres que tienen su ideal en la filosofía (contemplación de la verdad, actividad intelectual −no manual−) y en las hazañas o gestas bélicas. La dignidad de los trabajos manuales está en la espiritualización de ese “contacto” con la materia. Por tanto, la dignidad del trabajo no depende de “aquello que se hace”, sino de la calidad de la acción espiritual: la «dignidad del trabajo está fundada en el Amor» (Es Cristo que pasa, n. 48).
d) Trabajo y “Trabajo profesional”. Por profesional se entiende “oficio públicamente conocido”, que implica una formación profesional y comporta deberes, responsabilidades y derechos. No serían profesionales las actividades ejercidas para cultivar una afición o la práctica del deporte por diversión, aunque esas actividades cuesten esfuerzo y puedan reportar beneficio económico. El adjetivo “profesional” añade el matiz de “dedicación de la vida”. El Fundador del Opus Dei al hablar de trabajo profesional solía añadir intelectual o manual. Por último, dejamos constancia de que san Josemaría utilizaba el adjetivo “profesional” con un sentido análogo en dos tipos de actividades: la labor del sacerdote (tarea en sí misma santa, no profana, pero en cuyo ejercicio el sacerdote debe santificarse), y situaciones como enfermedad, vejez y desempleo.
«Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» (Es Cristo que pasa, n. 47).
«Para la gran mayoría de los hombres, ser santos supone santificar el propio trabajo, santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar sí a Dios en el camino de sus vidas» (Conversaciones, n. 55).
Con esta fórmula ternaria –“santificar el propio trabajo”, “santificarse en el trabajo”, y “santificar a los demás con el trabajo”, tres dimensiones de un único fenómeno– queda delimitada, desde el punto de vista de la espiritualidad, la realidad que estamos tratando. Veámosla más de cerca.
a) Santificar el propio trabajo
Santificar el trabajo significa hacer santa la acción de trabajar y, consecuentemente, el efecto exterior o producto de esa acción. La santificación del trabajo, en cuanto fuente −la acción de la persona−, es prioritaria respecto a los otros dos aspectos de santificación de las personas y de las estructuras del mundo, que son sus consecuencias: el trabajo santificado constituye la dimensión objetiva y es, al mismo tiempo, conditio sine qua non para el resto. Por trabajo santificado entendemos “obras realizadas en Cristo”, que construyen el mundo y santifican a la persona que las realiza, y, evidentemente, presupone estar en gracia de Dios y la intencionalidad de realizar esa tarea por Cristo, con Cristo y en Cristo. Si el sujeto no se inserta en el dinamismo del obrar santo y santificador de Cristo, no santificará nada, pues la acción humana de trabajar no santifica ex opere operato, por muy humanamente perfecto que sea el sujeto y por muy bien hecho que esté el trabajo. Hace falta la intención: la actividad de trabajar se hace santa cuando se realiza por un motivo sobrenatural −dirigir el mundo hacia Dios y darle gloria−; es decir, cuando la prioridad y primacía recae sobre el finis operantis −el motivo por el que se realiza el trabajo−, entonces, la causa final influye en la actividad y en el resultado del trabajo[7]. Si a un conductor de autobús de una línea urbana se le preguntara a mitad de trayecto “¿a qué se dedica usted?”, las respuestas podrían ser variadas: “¡ya ve: conduzco autobuses!”, sería quizá la más probable; tampoco extrañaría escuchar algo así como “saco la familia adelante conduciendo en este tráfico infernal”; estrechando el círculo de probabilidades se podría obtener un “procuro ser útil a la gente haciendo lo mejor posible este servicio público”; pero no debería pertenecer a otro planeta la contestación “intento santificarme conduciendo este autobús”. En la primera de las respuestas el conductor no se plantea ninguna finalidad: ejerce ese oficio y basta (quizá su padre y su abuelo ya trabajaban en esa misma empresa); en las otras tres, en cambio, se ve que el sujeto tiene una intención o finalidad, cada vez con más amplias miras, hasta llegar a la de santificarse, santificando esa actividad.
Otro elemento importante en la santificación del trabajo es la buena realización de esa actividad, la perfección humana del trabajo y la competencia profesional: «el trabajo de cada uno (…) ha de ser un ofrenda digna para el creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable» (Amigos de Dios, n. 55). La posible imperfección del trabajo jamás deberá ser consecuencia de la intención del sujeto, ya que el motivo sobrenatural tiende per se hacia una trabajo humanamente perfecto y sólo per accidens el trabajo santificado puede ser defectuoso.
Consecuencia no desdeñable del papel que juega la intención en la santificación del trabajo es la evidencia de que todo trabajo honesto es santificable. Todo trabajo honesto es santo cuando está imperado e informado por el amor a Dios y a los demás. Esa es la sustancia del “motivo sobrenatural” del que hablábamos. Si el modelo de todo trabajo es la Creación, conviene preguntarse cómo creó o trabajó Dios. Una respuesta nos la da la liturgia en unas palabras de la Plegaria Eucarística IV de la Santa Misa: «Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande y porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor». Aquí está en síntesis la clave para santificar el trabajo: realizarlo con sabiduría (competencia profesional, estudio, orden, prudencia, etc.) y con amor (para la gloria de Dios y el servicio a los demás). Por tanto, si alguien nos preguntara “¿cuáles son las condiciones para poder santificar el trabajo?”, se tendrían que señalar estas cuatro: 1º) estar en gracia de Dios (en estado de pecado no se puede santificar nada); 2º) que el trabajo sea honesto y no sea contrario a la fe y a la moral; 3º) que haya un motivo sobrenatural, la intención de santificar esa actividad para la gloria de Dios; 4º) la perfección humana y competencia profesional.
b) Santificarse en el trabajo
El primer fruto del trabajo es inmanente: la autorrealización humana y sobrenatural del que trabaja. La acción de trabajar modifica en primer lugar al sujeto. Se trata de ese trabajo en sentido subjetivo −acción no transitiva− del que hablaba Laborem exercens. Indudablemente, la santificación del trabajo requiere que el sujeto viva toda una serie de virtudes: en primer lugar las teologales, puesto que sin fe y sin amor no es posible imitar a Jesús Obrero; pero también virtudes humanas como la laboriosidad, constancia, diligencia, paciencia, fortaleza, justicia, prudencia, mansedumbre, orden, etc. Y poner en práctica todo esto mientras se lleva a cabo la actividad laboral, evidentemente, perfecciona a quien realiza ese trabajo[8].
Ayuda, también, considerar que ese trabajo santificado no es sólo trabajo hecho “para” Dios, sino que, necesariamente, ese trabajo es “de” Dios, ya que es Él quien lo santifica. Es Él quien nos ha amado primero y hace posible que nuestro amor esté presente en la intencionalidad del trabajo. Es Cristo quien con su gracia hace fecundar la actividad humana del trabajador y la hace capaz de que pueda serle ofrecida, para que Él la asuma como propia y la asocie a su Cruz redentora. Todo esto gracias al sacerdocio común de los fieles, que pueden ofrecer sus vidas y actividades en ofrenda agradable a Dios a través del sacrificio del altar. En definitiva, el hombre cuando trabaja, además de transformar las cosas, realiza principalmente su ser, y realizar nuestro ser cristiano es lo que llamamos “santificarse”.
c) Santificar a los demás con el trabajo
El trabajo santificado –su dimensión objetiva– tiende a la reforma de los modos y estructuras de la convivencia, favoreciendo el desarrollo humano y sobrenatural de los hombres que participan en aquellas actividades y estructuras. Es decir, la capacidad que tiene el trabajo santificado de perfeccionar a la persona que lo realiza alcanza, también, a quienes son testigos de esa actuar y a quienes se benefician del producto de ese trabajo. El fruto de mi trabajo no sólo permanece en mí, en mi perfección, sino que se expande a las personas y a las cosas. Se supone, además, que cuando el cristiano trabaja no debe buscar la propia autoafirmación, sino que actúa con espíritu de servicio para contribuir al bien de los demás. El trabajo hecho por amor de Dios, santificado, es instrumento para santificar al prójimo. No cabe duda, por ejemplo, de que las relaciones con los colegas, cuando están llenas de caridad y simpatía, son instrumento de la gracia de Dios. Todo trabajo comporta una red de relaciones personales −colegas, clientes, representantes, usuarios, consumidores, etc.− que constituyen potenciales receptores del mensaje cristiano presente en un trabajo bien hecho por amor de Dios y de los demás, y cauce directo para el apostolado personal[9]. Por otra parte, el trabajo santificado y «santificante de quien lo realiza, coopera necesariamente no sólo a configurar un mundo justo, sino también a informarlo con la caridad de Cristo, a santificarlo»[10].
Las tres expresiones reflejan en modo completo lo que es “trabajar por amor”, nos dicen cómo se convierte la actividad de trabajar en algo santo. Se trabaja “por amor de Dios” cuando se dan a la vez las tres expresiones.
a) El trabajo nace del amor
Significa que es el amor a Dios lo que me lleva a trabajar (es decir, el sentido eficiente de la preposición “por”). Implica el ejercicio de la virtud de la laboriosidad, justo medio entre trabajar poco o nada y trabajar en exceso. La laboriosidad lleva a trabajar “cuantitativamente” en lo que se debe (en la profesión de cada uno) y “cualitativamente” con el esmero, orden y atención que nacen del amor. A la laboriosidad se opone la pereza, que san Josemaría considera como «el primer frente en el que hay que luchar» (Carta 24-III-1931, n. 10). En el extremo opuesto se coloca la “profesionalitis”, que consiste en no poner los debidos límites al trabajo para atender al descanso, a la familia y a otras relaciones necesarias. Por último, resulta importante considerar que la vocación profesional es parte importante de la vocación divina.
b) El trabajo manifiesta el amor
Si el amor se trasparenta en el modo de trabajar afecta también a los resultados, porque se trabaja con perfección e ilusión. Como Dios contempla ese trabajo, ha de ser «tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia» (Carta 15-X-1948, n. 26). Aquí entran en juego conceptos como “perfección sobrenatural y humana”, “moral profesional”, “ilusión profesional”, y el “cuidado de las cosas pequeñas”, opuesto al “perfeccionismo” que busca la autocomplacencia o la aprobación de los demás más que agradar a Dios.
c) El trabajo se ordena al amor
Aquí la preposición de la frase “trabajar por amor” tiene sentido final: que Dios sea el fin último del trabajo, que la actividad de trabajar se ordene a la gloria de Dios (que sirva al reinado de Cristo y a la edificación de la Iglesia [no podemos desarrollar aquí la interesante cuestión del carácter eclesial del trabajo profesional de los laicos]). Ese trabajar para dar gloria a Dios lleva a contemplar a Dios en el trabajo. Cuando el cristiano realiza su trabajo profesional con perfección humana, con rectitud de intención, con amor y por amor, está de hecho rezando: todo su obrar −no sólo el pensamiento, sino también la acción física− manifiesta externamente la comunión con Dios que existe en su corazón, y esto constituye una verdadera oración que podríamos llamar “oración de las obras” (se reza con y a través de las obras). El trabajo es acto de la persona en que el participan cuerpo y espíritu; es al hombre entero al que se dirige la Palabra de Dios, y el hombre responde con todo su ser -cuerpo y espíritu-, con su actividad, y esa respuesta es precisamente la oración.
Por tanto, la expresión “santificarse en el trabajo” no indica una simple conexión entre trabajo y oración, entre ocupación temporal y vida teologal: no se trata de una sobreposición de dos realidades, sino de la plena unión de ambas. El trabajo santificado y santificador no sólo es oración, sino verdadera oración contemplativa. Para san Josemaría, transformar el trabajo en oración significa tener alma contemplativa:
«Cuando respondemos generosamente a este espíritu, adquirimos una segunda naturaleza: sin darnos cuenta, estamos todo el día pendientes del Señor y nos sentimos impulsados a meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él nos resultan insípidas. Llega un momento, en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios –sin rarezas–: endiosamiento» (Carta 6-V-1945, n. 25, §2).
La contemplación en medio del mundo no es una contemplación de bajo nivel, de segunda categoría, sino verdadera oración contemplativa, pues nuestro mirar a Dios se realiza a través de los acontecimientos y circunstancias que entretejen la vida ordinaria. La contemplación en medio del mundo es una modalidad existencial de la oración contemplativa, una modalidad peculiar, presente en el carisma fundacional que recibió san Josemaría el 2-X-1928.
Vicente Bosch
[1] «Hay dos géneros de cristianos. Uno de ellos entregado al oficio divino y dedicado a la contemplación y oración, y alejado de todo ruido de lo temporal, que son los clérigos y devotos a Dios (…) Todos ellos Dios los eligió para sí. (…) Y esto simboliza la corona en la cabeza. (…) Existe otra especia de cristianos a la que pertenecen los laicos. Laós significa pueblo. A ellos se les permite poseer bienes temporales, pero sólo para su uso. Nada es, en efecto, más miserable que despreciar a Dios por el dinero. A ellos se les concede casarse, cultivar la tierra, juzgar causas, defender la propia causa, llevar ofertas al altar, pagar las décimas, y así podrán salvarse si evitan los vicios y hacen el bien» (Graciano, Decretum, Causa XII, q. 1, c. 7 [ed. Friedberg, Corpus Iuris canonici I, Akademische Druck, Graz 1959, col. 678]).
[2] Cfr. A. Tanquerey, Compendio de Teología Ascética y Mística, Palabra, Madrid 1990, pp. 323-325.
[3] Pío XII, Discurso, 31.1.1927, en Discorsi di Pio XI (a cura di D. Bertetto), Torino 1960, vol I, p. 675 (traducción de E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanaza de San Josemaría, vol III, Rialp, Madrid 2013, p. 143-144).
[4] Apuntes íntimos, n. 971, del 28.3.1933 (texto citado en Edición crítico-histórica de “Camino”, p. 368).
[5] Este autor definirá el trabajo como una «Misa prolongada» en la que los obreros ejercen plenamente su sacerdocio laico (cfr. Ph. Jourdan, La spiritualité du travail dans la Jeunesse Ouvrière Chrétienne [1925-1939], Roma 2006).
[6] Cfr. E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol 3, o.c., pp. 145-148.
[7] Cfr. F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, en Ídem, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa, Pamplona 2000, p. 267.
[8] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 49 [ed. histórico-crítica, cit., pp. 358-359: «En esa tarea profesional vuestra, hecha cara a Dios, se pondrán en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus incidencias, las relaciones y problemas que trae consigo vuestra labor, alimentarán vuestra oración. El esfuerzo por sacar adelante la propia ocupación ordinaria, será ocasión de vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano, os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios».
[9] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 49 [ed. histórico-crítica, cit., p. 358): «El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. Entre las indicaciones que san Pablo hace a los de Efeso, sobre cómo debe manifestarse el cambio que ha supuesto su conversión, su llamada al cristianismo, encontramos esta: el que hurtaba, no hurte ya, antes bien trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para tener con qué ayudar a quien tiene necesidad (Ef 4, 28). Los hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promueven a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico»[9] (Es Cristo que pasa, n. 49).
[10] F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, cit., p. 266.
[11] «Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y transitorio. (…) −Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» (Es Cristo que pasa, n. 48 [ed. histórico-crítica, cit., p. 357]).
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