3. Por qué Abraham no puede hablar
Kierkegaard dedica el tercer Problemata: «¿Se puede justificar moralmente el silencio de Abraham frente a Sara, Elezier e Isaac?» a tratar de explicar la especificidad del silencio de Abraham. La respuesta a la pregunta que plantea el título es «no». No se puede justificar moralmente el silencio de Abraham, porque es justo el silencio, sea estético o religioso, en tanto que expresión de un «estado de ocultamiento interior» lo que traiciona la ética y la moral. Lo ético, nos dice Kierkegaard siguiendo explícitamente a Hegel, es lenguaje, comunicación, manifestación. La fórmula de la ética es: «Debes reconocer lo general, y lo haces cabalmente si hablas; por tanto, habla y no sientas ninguna compasión por lo general» (TT, 148/SKS, 199). Frente a la exigencia de hablar, de dar razones de la decisión y de la acción al resto de los congéneres, existe la posibilidad de que el individuo se ponga por encima de lo general a través del silencio. Ahora bien, a Kierkegaard le interesa sobremanera distinguir el silencio estético, demoniaco, que responde a un cálculo meramente estratégico, del silencio religioso que encarna Abraham. A diferencia del silencio estético, que puede pero no quiere hablar, puesto que el silencio es aquí un arma para alcanzar un objetivo —tal y como se pone de manifiesto en el arte de la seducción—, Abraham «no puede hablar» [Kan ikke tale] (TT, 151/SKS, 201). Pero,
¿por qué Abraham no puede hablar? Porque su decisión es absoluta, singular, infinita. Porque su decisión exige un concepto de responsabilidad para con el otro, una relación de respuesta al otro, que excluye la intervención de todo tercero, que convierte la justificación discursiva en una traición a la decisión [25]. Derrida lo explica del siguiente modo:
«Para el sentido común, también para la razón filosófica, la evidencia más compartida es la que vincula la responsabilidad con la publicidad y con el no-secreto, con la posibilidad, es decir, con la necesidad de dar cuenta, justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. Aquí por el contrario parece de modo igualmente necesario que la responsabilidad absoluta de mis actos, en tanto que debe ser la mía, absolutamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que no hablándole a los otros, no dé cuenta, no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. (…) ¿qué nos enseñaría Abraham en esta aproximación al sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad ética nos empuja a la irresponsabilidad. Incita a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto» [26].
Derrida lee de este modo un concepto de responsabilidad en la acción paradigmática de Abraham que vincula necesariamente la decisión al silencio. Si Abraham hablase, no traicionaría sólo su relación con el Otro absoluto, con ese Dios que según Derrida podría ser «cualquier radicalmente otro», sino que traicionaría además, suspendería en cierto modo, su propia singularidad, la singularidad no del «yo» en tanto identidad, sino de la decisión que lo caracteriza. En realidad, lo que Derrida descubre en su lectura de Temor y temblor es que lo que Kierkegaard reserva para el ámbito de lo religioso, «es sólo la expresión de la situación general del agente» [27]. Una ética más allá de la ética como la que Derrida propone, una «hiper-ética» o una «ética segunda» [28] —tal y como la llamará Kierkegaard— debería empezar por reconocer lo que las éticas generales no reconocen: que el silencio y la creencia moran en el centro del concepto mismo de decisión. Este es uno de los elementos esenciales que diferencia la «ética segunda» de Kierkegaard o la «hiper-ética» de Derrida, de las éticas universalistas como las de Hegel o Kant, pero también de la ética religiosa —tal y como es posible concebirla— de Lévinas. Para comprender por qué esta ética abrahámica implica una valoración inusual del silencio y el secreto implícitos en los conceptos de responsabilidad y decisión, debemos remitirnos, no sólo a Dar la muerte, texto donde Derrida realiza su lectura ética de Temor y temblor, sino también a algunos pasajes decisivos de Fuerza de ley, donde la cuestión de la decisión, y su origen kierkegaardiano, es explícitamente tematizada.
¿Qué nos dice Derrida acerca de la decisión? Que toda decisión que me vincule de algún modo con el otro, que funde algún tipo de nexo, que permita iniciar y sostener una cadena nueva de razonamientos tiene, lo pretenda o no, un «fundamento místico» [29]. Por ello Abraham encarna la figura de la decisión responsable, infinitamente responsable, en la medida en que, como se ha mostrado, el fundamento de su decisión no es el saber (eso le acercaría a la ética trágica), sino el creer en virtud del absurdo. Abraham decide contra el saber, más allá del saber, siempre sin saber, y «lo místico» radica, tal y como Derrida lo concibe, precisamente en esta suspensión del saber. Lo que señala Derrida en este texto es que en realidad siempre que decidimos lo hacemos del mismo modo en que lo hace Abraham, rompiendo la cadena de razones y saberes que justificarían la acción, pues de otro modo no habría decisión:
«El momento de la decisión, en cuanto tal, lo que debe ser justo, debe ser siempre un momento finito, de urgencia y precipitación; no debe ser la consecuencia o el efecto de ese saber teórico o histórico, de esa reflexión o deliberación, dado que la decisión marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico, ético, o político-cognitiva que la precede y que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard» [30].
Por más que se delibere antes de actuar, por más que se pretenda saberlo todo acerca de las condiciones y consecuencias de la acción, el «momento de la decisión», el «instante» en que se decide es un momento loco, un momento que implica la ruptura y la suspensión de la deliberación. Sólo por ello, porque el instante de la decisión no se puede justificar con razones ya que envuelve un acto de creencia fundador como el de Abraham, es posible mantener un concepto de responsabilidad basado en la acción abrahámica que supone el silencio y el secreto. Este concepto de responsabilidad, que sobreviviría a la deconstrucción del concepto clásico de responsabilidad ligado a la identidad y a la tradición egológica de la decisión, debe distinguirse precisamente de todo recurso al saber. Responder al otro con un «heme aquí», tal y como lo hace Abraham con Dios, tal y como Lévinas exige, sólo es posible cuando se «suspende la ética», es decir, cuando se suspende el razonamiento y el deber, cuando se decide actuar, no ya por deber, sino por creencia y amor, o por lo que Kierkegaard llamaba «deber absoluto». Es en este sentido en el que la responsabilidad a la que aquí apela Derrida, la decisión por la que me vinculo al otro dándole respuesta, no puede ser reducida a la aplicación de una regla. Cuando actúo por deber y sólo por deber, puedo dar razones de mi acción, en la medida en que no hago más que emitir un «juicio determinante», tal y como Kant mismo reconoce. Que la acción moral caiga del lado de los juicios determinantes supone que el imperativo categórico funciona en tanto que, en cuanto regla, se aplica a un caso particular del mismo modo que las categorías del entendimiento subsumen los fenómenos que se presentan a la sensibilidad. Pero justamente, subsumir casos bajo reglas no es ser responsable en el sentido abrahámico. La decisión responsable no puede consistir nunca en el sometimiento a un programa, en la reducción a la aplicación de una regla, en la acción instituida en el deber. La moralidad kantiana, por la misma estructura que la aplicación del imperativo categórico implica, pertenece para Derrida al orden del cálculo, al orden del saber, y en sentido abrahámico, al orden de la manifestación universalizante que irresponsabiliza [31]. En Fuerza de ley, donde de lo que se trata es de distinguir la justicia del derecho, del mismo modo que aquí se trata de diferenciar la responsabilidad abrahámica del concepto clásico de responsabilidad en función del silencio que el primero implica, Derrida lo formula del siguiente modo: «Cada vez que las cosas suceden, o suceden como deben, cada vez que aplicamos tranquilamente una buena regla a un caso particular, a un ejemplo correctamente subsumido, según un juicio determinante, el derecho obtiene quizás —y en ocasiones— su ganancia, pero podemos estar seguros de que la justicia no obtiene la suya» [32]. Lo que aquí Derrida llama justicia es precisamente la decisión responsable, la decisión justa, en tanto trata de «dar respuesta», en tanto lejos de calcular las ventajas e inconvenientes de la acción, lejos incluso de aplicar un regla supuestamente desinteresada, se presenta como una apertura a la otredad, apertura al acontecimiento, decisión como acto de justicia nunca suficientemente justificado, porque escapa a toda legitimación discursiva. Del mismo modo, pues, que la aplicación de la regla, el actuar por deber, se vincula con el lenguaje y la manifestación dentro del orden del saber, la decisión infundada de la responsabilidad infinita que aquí Derrida propone pensar, exige el silencio en la medida en que la creencia que permite la decisión, tal y como la encarna Abraham, no tiene justificación alguna, es, como afirma Kierkegaard, «loca» o «absurda».
Es posible, por tanto, oponer a la responsabilidad clásica entendida como aplicación de la regla y vinculada de este modo a la publicidad —puesto que
«dar razón» discursiva de la acción forma parte de su mismo concepto— una responsabilidad que, lejos de diluir irresponsablemente la decisión en un programa, lejos de justificarse con razones, responde al otro contra toda razón en virtud de un acto de decisión por definición absurdo. Esta decisión, por tanto, suspende el saber y en esta medida vincula la responsabilidad absoluta al silencio como índice del compromiso con uno mismo y con el otro.
Volvamos entonces de nuevo a la pregunta inicial: ¿Por qué Abraham no puede hablar? Kierkegaard responderá: porque hablar sería traducirse a lo general, reincorporarse al ámbito de la ética y la moral, y por tanto desingularizar la relación absoluta de Abraham con el otro absoluto (Derrida o Levinas podrían decir «con el absolutamente otro»). Si hablase Abraham traicionaría su relación absoluta con Dios y perdería la singularidad de su decisión y su «deber absoluto», el deber de creer. Sería como no creer suficientemente, supondría buscar en el otro, en la comunidad, la familia, los amigos, razones suficientes para no tener que creer, para no tener que asumir el riesgo de creer gracias a alguna que otra razón. Por su parte, Derrida responderá: además de lo que Kierkegaard afirma acerca de la necesidad del secreto y el silencio, Abraham no puede hablar porque ni él ni nadie puede nunca dar razones, justificar de modo completo, la decisión. De hecho Abraham encarna la paradoja que encierra el concepto de decisión. Si bien se debe tener razones para actuar, si bien es necesario saber, la decisión empieza justo ahí donde acaban las razones y el saber. En realidad la decisión no es otra cosa que la interrupción de la cadena de razones que pretendería justificarla. De ahí que no haya discurso alguno para argumentar la decisión, puesto que ésta es la interrupción de todo discurso: «Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo» [33]. Pero lo más interesante de la propuesta de Derrida es que además esta decisión infundada, este acto mudo irreductible al saber, se plantea en realidad como el realizativo «místico» sobre el que descansa cualquier juicio constatativo:
«Al reposar todo enunciado constatativo sobre una estructura realizativa al menos implícita («te digo que yo te hablo, me dirijo a ti para decirte que esto es verdad, que es así, te prometo y te renuevo mi promesa de hacer una frase (…)»), la dimensión de lo ajustado o de verdad de los enunciados teórico-constatativos (en todos los dominios, en particular en el dominio de la teoría del derecho) presupone siempre, por tanto, la dimensión de justicia de los enunciados realizativos, es decir, su precipitación esencial. Dicha precipitación nunca tiene lugar sin una cierta disimetría y una cierta forma de violencia. Es así como me atrevería a entender la proposición de Levinas que —utilizando otro lenguaje, y según procedimientos discursivos diferentes— declara que la verdad supone la justicia» [34].
Veamos. Lo que señala aquí Derrida en primer lugar es que cualquier juicio constatativo, es decir, cualquier enunciado susceptible de ser considerado verdadero o falso, reposa en realidad en la prioridad de un realizativo, un per-formativo, que es el que establece, de entrada, una relación fiduciaria, de creencia, entre aquel que emite el enunciado y el receptor del mismo. Sea verdadero o falso el juicio que se emita, especialmente «si miento o perjuro» dirá Derrida en otro lugar [35], al juicio constatativo le precede la «promesa» de decir la verdad. Es sobre el fondo de esta promesa, sobre la base de la creencia de que el otro nos escucha, de que seremos creídos o que al menos se creerá en la buena fe de quien pronuncia un enunciado pretendidamente verdadero, sobre lo que es posible emitir juicios descriptivos o constatativos. Esta relación «mística», este acto de lenguaje que no es posible justificar, precede siempre cualquier justificación. Esta «precipitación» propia del realizativo es la misma precipitación y violencia injustificable que hallábamos en el concepto de decisión. De ahí que, en segundo lugar, y gracias a la interpretación que Derrida lleva a cabo de la sentencia levinasiana según la cual «la verdad supone la justicia» [36], es posible afirmar la prioridad de lo ético —pero de esta ética que implica la suspensión de la ética, de esta ética que envuelve en sí el silencio abrahámico— sobre los enunciados del saber. Para comprender esta afirmación basta remitirse a un cierto Wittgenstein, en especial el de la Conferencia sobre ética. De hecho Derrida lo hace explícitamente cuando afirma: «Tomaría por ello el uso de la palabra «místico» en un sentido que me atrevería a denominar más bien wittgensteniano» [37]. Es justamente en la Conferencia sobre ética donde Wittgenstein trata de distinguir lo que él denomina «juicios de valor relativos» de los «juicios de valor absoluto» [38]. A diferencia de éstos últimos, los juicios de valor relativo, a pesar de incluir en ellos valores aparentemente éticos como «bueno» o «malo», son susceptibles de ser traducidos a juicios constatativos o descriptivos. Por ejemplo, «esta carretera es buena» puede traducirse por «esta carretera es la más corta para llegar al destino». Por el contrario, los juicios de valor absoluto, tipo «este hombre es bueno», que utilizan valores de manera absoluta, no podrían ser traducidos nunca a una descripción susceptible de ser verdadera o falsa. Pues bien, lo que Derrida nos dice, en un intento inaudito de conciliar a Kierkegaard y Lévinas, es que en realidad cualquier juicio de valor relativo, es decir traducible a enunciado descriptivo, y susceptible, por tanto, de ser verdadero o falso, reposa en realidad en un juicio de valor absoluto, en un juicio ético, que toma la forma paradójica de un «heme aquí», «aquí estoy para escucharte y para hablarte», «para responder a tu llamada sin poder contarlo jamás a nadie», «me comprometo a guardar el secreto de la creencia que me vincula a ti, antes de cualquiera de tus razones». Este vínculo ético, del que como decía Wittgenstein no se puede hablar, del mismo modo que Abraham tampoco puede, es el que funda y precede cualquier cadena de razones y cualquier saber.
Este es, pues, el primer giro que Derrida imprime a la cuestión del silencio abrahámico como condición de posibilidad de su concepto de responsabilidad. Derrida no se limita, como hace Kierkegaard, a suspender el saber y la razón en virtud de la afirmación del «deber absoluto» de Abraham que exige no hablar. En lugar de limitarse a suspender «la generalidad», Derrida además hace depender la posibilidad de su existencia de la decisión responsable, del acto realizativo y místico que hace posible cualquier enunciado verdadero o falso. La «suspensión de la ética» y el silencio que ésta entraña, presentada por el Abraham de Kierkegaard, es ahora la condición de posibilidad de toda generalidad, de todo saber, y de toda racionalidad. En los términos en que esta cuestión es pensada en Fuerza de ley, el derecho depende, en su origen, de un acto de justicia del que no se puede hablar. Habrá otros modos de decirlo: «los enunciados constatativos dependen de lo místico»; «lo ético es lo que permite que haya saber»; o bien «Abraham no puede hablar para que hablar sea posible».
4. La justicia por-venir
¿Qué tiene que ver Abraham con la justicia? Para responder esta cuestión se debe atender a los giros que Derrida opera en Fuerza de ley. Hemos mostrado ya el primer giro que permite a Derrida, no sólo «suspender» el saber, el deber, la universalidad de la razón y el lenguaje en virtud de la decisión, sino además hacer depender todo ello de la existencia previa de este acto mudo de suspensión. De este modo lo ético, en el sentido de la hiper-ética, aquello de lo que como ya sabía Wittgenstein no se puede hablar, no queda simplemente separado del ámbito del decir «con sentido», sino que se convierte en el «fundamento místico» de todo decir verdadero o falso. Es así como Derrida reinterpreta la sentencia levinasiana según la cual «la verdad supone la justicia», es decir, cualquier juicio verdadero o falso, requiere de un realizativo ético previo. Ahora bien, Derrida va todavía más allá en la interpretación de esta sentencia al hacer depender dicho «realizativo» de un «acto de creencia» en sentido abrahámico, al que Derrida denominará también un «acto de justicia». La decisión, infundada e injustificable, es inseparable para Derrida de un acto de creencia contra todo saber como el que personifica Abraham. Frente al cálculo de posibilidades que implica la decisión sabia, la que aplica reglas a casos, la que calcula las consecuencias posibles de la acción, habría un género de decisión híper-responsable cuyo fundamento sería, como en el caso de Abraham, la creencia en virtud del absurdo.
Ya hemos mostrado que el corazón de la fábula abrahámica reside en la creencia en lo imposible. Es decir, Abraham hace lo que hace, según Kierkegaard, porque cree que Isaac le será devuelto. Es esta creencia en lo imposible la que hace suspender lo ético como sistema de prescripciones reguladas, como dispositivo estabilizante y regulador de la relación con el otro. Pues bien, la afirmación de la justicia es presentada en Fuerza de ley en los mismos términos en que Kierkegaard presenta la fe en Temor y temblor, en tanto que imposibilidad:
«La justicia es una experiencia de lo imposible» [39]; «el derecho es el elemento del cálculo (…), la justicia es incalculable» [40], alega Derrida. La afirmación kierkegaardiana de la fe que suspende la ética es análoga, en Derrida, a la afirmación de la justicia que precede y suspende el derecho [41]. Cuando Derrida nos advertía de que la simple aplicación de la regla sobre el caso (juicio determinante) no suponía ninguna ganancia para la justicia, aunque tal vez sí para el derecho, apuntaba ya a esta diferencia entre lo infinito, incondicionado, incalculable e imposible de la justicia, y lo finito, condicionado, calculable y posible del derecho [42]. Todos estos apelativos que caracterizan la justicia la vinculan al ámbito de la creencia frente al ámbito del saber según el cual se rige el derecho. De hecho para Derrida, la justicia no es nunca algo presente que se pueda predicar de una acción o una situación. No es posible decir «esto es justo». Si la justicia es una experiencia de lo imposible es porque nunca se da en presente sino que siempre está por-venir. Pero es precisamente la creencia en la venida de la justicia la que para Derrida hace posible la existencia del derecho. La justicia, más que una idea reguladora en sentido kantiano [43] que guiaría la aplicación y la teleología interna del derecho, se presenta en Derrida como perteneciente al ámbito de la creencia, e incluso a la de una «mesianicidad sin mesianismo» [44], al horizonte de una esperanza que sólo espera lo imposible, puesto que creer lo posible no sería creer. De este modo se hace depender el derecho, lo más reglado del mundo, lo más juicioso y racional a la hora de regular la acción, de un concepto de justicia imposible que siempre está por-venir. Que nunca esté presente, que sea siempre por-venir, esta inclinación hacia la apertura de lo venidero, es lo que vincula la justicia derridiana a la creencia. Para que la aplicación del derecho sea justa o para que el derecho sea algo abierto, susceptible de cambios inexcusables, es necesario que no se limite a aplicar reglas sino que haga intervenir en cada caso este poder instituyente de la justicia siempre por-venir que no se deja apresar en el poder instituido y presente del derecho.
Pero es obvio que el interés de Derrida por la justicia no se circunscribe a su relación aporética con el derecho. En realidad, el término justicia señala la apertura al acontecimiento no calculable, a la venida del otro, a lo por-venir nunca posible. La afirmación de la justicia frente al derecho es también la afirmación de una hiper-ética basada en el concepto kierkegaardiano de creencia que Abraham personifica. Si Deleuze cifraba el desafío ético contemporáneo en «estar a la altura del acontecimiento» [45], en Derrida se trata «simplemente» de «creer en el acontecimiento». Pero creer en el acontecimiento es todo lo contrario de esperarlo, predecirlo, neutralizarlo, o preformarlo. De ahí que Derrida intempestivamente se atreva todavía a hablar de fe, de «fe en la posibilidad de lo imposible»: «continúo creyendo en esta fe en la posibilidad de lo imposible y, en realidad, indecidible desde el punto de vista del saber, la ciencia y la conciencia que deben gobernar todas nuestra decisiones» [46]. Esta fe en la posibilidad de lo imposible es creencia en el por-venir de la justicia que excede el ámbito de lo predecible y de lo regulable. Vemos de este modo cómo Derrida, a través de una cierta relectura del Abraham de Kierkegaard, puede vehicular una hiper-ética o una hiper-política basada en un concepto de fe que se plantea como origen impensado, no sólo de toda decisión responsable, sino también de toda racionalidad ética y de todo derecho. Cuando Derrida afirma en «El mundo de las luces por venir» que: «esta exposición al acontecimiento incalculable, sería también el espaciamiento irreductible de la fe, del crédito, de la creencia sin la cual no hay vínculo social, interpelación al otro…» [47], está apuntando a que el «fundamento místico» que instituía el contenido mudo de toda decisión está ya siempre basado en una estructura de creencia. De creencia en lo imposible, dirá Kierkegaard; de creencia en la justicia, dirá Derrida. Este es el segundo giro que Derrida opera en Fuerza de ley: no sólo «la verdad supone la justicia», como afirma Levinas, es decir no sólo lo ético precede a los enunciados del saber, sino que la justicia supone la creencia en lo imposible, es decir, que la fe silenciosa como la que encarna Abraham precede y hace posible lo ético.
Cabe ahora retomar el hilo de la pregunta que iniciaba este recorrido: ¿es la historia de Abraham, tal y como tratan de pensarla Kierkegaard y Derrida, una justificación de la violencia irracional, sea religiosa o hiper-ética, frente a las normas éticas fundamentales que deben regular la acción? La respuesta es, tal y como se ha tratado de mostrar, voluntariamente compleja. De una parte es obvio que sí, no se trata de otra cosa, tanto en Kierkegaard como en Derrida, sino de «suspender lo ético», pero lo ético concebido, kantiana o hegelianamente, como el ámbito del deber, de la manifestación, del saber y del cálculo. El silencio de Abraham se justifica no por solipsismo irracional y obediencia beata, sino por encarnar otro concepto de lo ético que tiene la fe y el silencio en su centro y que en esta medida entiende la justificación discursiva como una irresponsabilidad. Lo irresponsable, lo tal vez moral pero no ético en sentido fuerte, consiste precisamente en decidir aplicando reglas, en calcular estratégicamente las consecuencias de la acción, en actuar por deber en lugar de por creencia. Lo que aporta la relectura de Derrida es que, en primer lugar, generaliza la situación de Abraham a la de cualquier agente. Derrida nos viene a decir que en realidad siempre hay un fondo irracional tras cualquier decisión razonable, siempre hay un «fundamento místico», incluso «la decisión de calcular no es del orden de lo calculable y no debe serlo» [48]. Por tanto, es vano acusar de irracional la propuesta kierkegaardiana, cuando, se admita o no, detrás de todo argumento aparentemente razonable hay un realizativo que es del orden de lo místico, es decir, como quería Wittgenstein, de lo ético. Pero en segundo lugar, no basta con reconocer la existencia de este realizativo previo a todo enunciado de saber, es necesario afirmarlo para cargarlo de consistencia, es necesario convertirlo en objeto de creencia —de creencia en la justicia, dirá Derrida— para que el cálculo y el saber, para que el derecho y la moral que se toma por ética, no desplieguen completamente su velo hasta hacer irreconocible su origen «místico». Que esto que Derrida llama «místico» o «justicia» y que Kierkegaard llama «fe» o «creencia en lo imposible» no sea interpretado de modo violento, que no acabe por justificar los actos más mezquinos, depende menos de la propuesta ética que aquí se ha tratado de exponer que de la mirada que se la quiera apropiar. Ciertamente, que en el corazón de esta propuesta more el silencio no facilita la defensa de esta posición frente a éticas «más inequívocas» u «objetivas». Pero hay que recordar en primer lugar que estas éticas también tienen un fundamento que no es del orden de lo calculable y que, en segundo lugar, es necesario mantener la apertura que supone esta idea de creencia o de justicia frente a la posibilidad de cerrarla «calculadamente». Derrida lo expresa del siguiente modo:
«Abandonada a ella misma, la idea incalculable y donadora de justicia está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto que siempre puede ser re-apropiada por el cálculo más perverso. Siempre es posible y esto forma parte de la locura de la que hablábamos. Una garantía absoluta contra este riesgo sólo puede saturar o suturar la apertura de la apelación a la justicia, una apelación siempre herida» [49].
Esta proximidad del mal a la que aquí Derrida hace alusión es aquello mismo por lo que Kierkegaard trataba de distinguir la conducta silenciosa de Abraham del silencio de lo demoniaco estético, arguyendo precisamente el carácter estratégico y, por tanto, calculador de esta posición frente a la acción encarnada por Abraham. Tanto Kierkegaard como Derrida deben reconocer que la «suspensión de lo ético» acerca peligrosamente la propuesta ética que ambos tratan de formular a «aquello mismo contra lo que habría que actuar y pensar», como dice Derrida del texto de Benjamín aludido al inicio. Sin embargo esta proximidad y este riesgo son necesarios cuando de lo que se trata es de afirmar la justicia y la creencia. Sin este riesgo retornaríamos al ámbito clausurado del saber que lejos de ahuyentar lo irracional se funda en ello sin quererlo pensar. Lo que «garantiza» la interpretación «inequívoca», tal y como se querría para combatir los totalitarismos y los fundamentalismos más peligrosos, es también lo que sutura, clausura y calcula la apelación a la justicia y a la creencia, a la creencia en la justicia. Por tanto, para evitar los totalitarismos no es posible recurrir a lo que cierra en una totalidad aparentemente «objetiva» y sin fisuras. Tal vez demasiado «subjetivas», las éticas que Kierkegaard y Derrida tratan de pensar, al poner en el centro de la decisión responsable el silencio y la creencia, asumen el riesgo de esta apertura. Podría decirse entonces, desde esta perspectiva, que Abraham no puede hablar para que sea posible hablar, pero también, que Abraham no puede hablar para que sea posible la creencia en lo imposible. Sólo esta creencia muda puede prevenir a la ética de su conversión en moralidad, normatividad o saber calculable.
Laura Llevadot en dialnet.unirioja.es/
Notas:
25 Hay que hacer constar aquí que en el ámbito académico anglosajón se han argüido otras razones para explicar el silencio de Abraham. Así por ejemplo Kosch entiende el silencio de Abraham como un símbolo del mensaje oculto de la obra, el cual sería que la fe no puede ser enseñada; por su parte Mulhall arguye que el silencio de Abraham es una parábola del silencio inherente al lenguaje religioso y Lippitt que Abraham no es un paradigma de la fe. En la medida en que este debate no nos atañe aquí por su carácter marcadamente teológico que evita cualquier interpretación ética del silencio de Abraham remitimos a los textos donde se aborda esta discusión: KOSCH, M., «What Abraham Couldn’t Say», en Proceedings of the Aristotelian Society Supplementary Volume, n.º 82, 2008, pp. 59-78; LIPPITT, J., «What Neither Abraham nor Johannes de Silentio Could Say», en Proceedings of the Aristotelian Society Supplementary Volume, n.º 82, 2008, pp. 79-99; MULHALL, S., Inheritance and Originality: Wittgenstein, Heidegger, Kierkegaard, Oxford, Oxford University Press, 2001.
26 DERRIDA, J., Dar la muerte, p. 63.
27 LOTZ, C., «The Events of Morality and Forgiveness: From Kant to Derrida», en Research in Phenomenology 36 (2006), p. 264 (pp. 255-273).
28 La referencia a una «ética segunda» en la obra de Kierkegaard aparece ya insinuada en Temor y temblor (TT, 96/SKS, 162), pero es tematizada explícitamente en la introducción a El concepto de angustia (trad. Demetrio Gutiérrez, Guadarrama: Madrid, 1965, p. 56/SKS, 328 y ss.) y será desarrollada en Las obras del amor (trad. Demetrio Gutiérrez, Guadarrama, Madrid, 1965). No es el lugar aquí para desarrollar un estudio pormenorizado de esta ética segunda que «suspende la ética», puesto que el objeto de este texto es únicamente el lugar que el silencio ocupa en ella. Remitimos para una aproximación más detallada a: GRØN, A., «Anden etik», en Studier i Stadier. Søren Kierkegaard Selskabets 50-års Jubilæum, Editors: Joakim Garff, Tonny Aagaard Olesen, Pia Søltoft, CA. Reitzels Forlag, Compenhaguen, 1998, p. 86 (75-87).
29 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 34.
30 DERRIDA, J., Fuerza de ley, pp. 60-61.
31 C. Lotz ensaya una interpretación diferente que trata de acercar la moral kantiana a la propuesta ética de Derrida. Así afirma en su artículo: «The categorical imperative, seen from this point of view, is not a principle that has explanatory and legitimizing power; rather, it is beyond expression and explanation. The act of morality, similar to Kierkegaard`s leap of faith, cannot be expressed, since every act of expression is necessarily dependent upon the universal structure of language. Since the moral act constitutes ourselves as a singular, as a solus ipse, it cannot be described in and through language. (…) It is as if the categorical imperative remains “hidden”, and, as Kant remind us, “incomprehensible”. In this way, the moral agent’s self remains, as Derrida puts it, a “secret” (GD, 59)», en «The Events of Morality and Forgiveness: From Kant to Derrida», op. cit., pp. 261-262. Sin embargo, no es seguro que Derrida estuviera de acuerdo con esta interpretación, y cabría al menos matizarla. De un lado es cierto que Derrida admira el concepto kantiano de «dignidad incalculable» que aparece en La metafísica de las costumbres (ver DERRIDA, J., «El mundo de las luces por venir», en Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Trotta, Madrid, 2005, pp. 161 y ss.), pero por otro, Derrida no dejará de argüir contra Kant que su moral, la de La crítica de la razón práctica, está basada en un modelo de deber y de cálculo (ver DERRIDA, J., Dar la muerte, p. 66), y le recrimina la imposibilidad de guardar secreto alguno en su defensa de la hospitalidad, pues Kant, según Derrida, «introduce a la policía en todos lados», en DERRIDA, J., La hospitalidad, Ed. La Flor, Buenos Aires, 2006, p. 71. La relación entre Kant y Derrida en lo que respecta a la ética merecería sin duda un análisis más detallado que aquí no es posible exponer.
32 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.
33 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 33.
34 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 62.
35 DERRIDA, J., «Fe y saber», en El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, p. 121.
36 Derrida se refiere a un texto de Levinas en el que éste supedita el lenguaje y la verdad de los enunciados a la relación primordial entre el yo y el otro, pero Levinas concibe dialógicamente dicha relación de modo que el lenguaje, o el «Decir» acaba por constituir la relación misma. Ver LEVINAS, E., Totalité et infini. Essai sur l’exteriorité, Kluwer Academic, Paris, 2003, pp. 90-104.
37 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 34.
38 WITTGENSTEIN, J. L., Conferencia sobre ética, traducción de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1989, pp. 35 y ss.
39 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.
40 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 39.
41 Algunos intérpretes han señalado también esta coincidencia de planteamientos entre ambos autores. Así, por ejemplo, DOOLEY, M., The politics of Exodus. Søren Kierkegaard’s Ethics of Responsibility, Fordham University Press, New York, 2001, pp. 219 y ss.
42 Para un análisis de este concepto de justicia, ver BALCARCE, G., «Modalidades espectrales: vínculos entre la justicia y el derecho en la filosofía derridiana», en Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XIV (1-2, 2009), pp. 23-42.
43 Derrida rechaza explícitamente esta interpretación en Fuerza de ley, p. 59.
44 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 59
45 DELEUZE, G., Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 1989, p. 158.
46 BORRADORI, G., Philosophy in a Time of Terror, p. 115.
47 DERRIDA, J., Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Trotta, Madrid, 2005, p. 183.
48 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 55.
49 DERRIDA, J., Fuerza de ley, p. 64.
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