Pio Santiago

Vicente Bosch

Quienes en el amplio cauce de la común vocación cristiana recorren el camino abierto por voluntad divina el 2 de octubre de 1928, han tenido ocasión de constatar la verdad y la eficacia de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei acerca de la importancia de la virtud de la sinceridad en la vida del cristiano. Esta comunicación pretende mostrar cómo, a través de sus escritos, es posible acceder a una idea de sinceridad que, en la mente san Josemaría, constituye un concepto espiritual de primer orden.

La tradición cristiana identifica sinceridad con veracidad, y el mismo Diccionario de la Lengua Española define la sinceridad en los siguientes términos: “Sencillez, veracidad, modo de expresarse libre de fingimiento”[1]. Se dice que una persona es sincera cuando posee una disposición psicológica a hablar sin rodeos, a identificarse con lo que dice o hace, a estar de acuerdo consigo misma en sus intenciones y conductas. Para un hombre la sinceridad es la manifestación de su propia interioridad.

La vocación cristiana consiste en la identificación con Cristo, “Camino, Verdad, y Vida” (Jn 14, 6), que vino al mundo “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Si ser sinceros es servir a la verdad, y obrar la verdad es estar en comunión con Él[2], entonces la plenitud de la vida cristiana pasará forzosamente por el esfuerzo en conocer la verdad sobre nosotros mismos –inicio del camino que conduce a la verdad de Dios[3]- y en manifestar al exterior la imagen y semejanza divinas constitutivas de nuestro ser, con la ayuda de la gracia que recupera los rasgos divinos desdibujados por la culpa original y los pecados personales[4]. La vida espiritual se presenta, por tanto, como la atractiva misión de ir perfeccionando en el tiempo la impronta divina grabada en el alma y de comunicar al prójimo una cada vez más nítida imagen de Cristo vivo. Desde esta perspectiva, la sinceridad, en cuanto disposición por conocer y manifestar con palabras y hechos la propia interioridad, está presente al inicio, durante, y al final del camino que conduce a Dios. Se ha escrito con razón que la sceridad es “la aparición de la interioridad, el vestíbulo del ser, el lugar de una presencia inefable. (...) Dejar hablar el propio ser es ponerse a la escucha del Ser total, al que remite. Así, en su profundidad, la sinceridad constituye el primer paso hacia la aventura espiritual”[5]. En resumen, no es posible la identificación con Cristo-Verdad al margen del conocimiento y amor a la verdad, sin un amoroso culto a la verdad en las intenciones, palabras y acciones.

 Son suficientes estas consideraciones iniciales para intuir que la insistencia de san Josemaría en la necesidad de vivir la virtud de la sinceridad responde a una profunda visión teológica: no son simples exhortaciones al ejercicio de una virtud más, que –dicho sea de paso- no siempre ha encontrado el debido espacio en los diccionarios y enciclopedias de espiritualidad[6].

En las obras hasta ahora publicadas del Fundador del Opus Dei, el sustantivo sinceridad –al que me limito en este estudio[7]- es empleado un total de cuarenta y siete veces. En esos textos (son cuarenta y cuatro), san Josemaría se refiere de modo diferenciado –con los mismos términos o implícitamente- a una sinceridad de vida –concepto muy próximo al de sencillez-, a una sinceridad con Dios, a una sinceridad interior o con uno mismo, y a una sinceridad con los demás, en la que se puede incluir una particular insistencia en la transparencia en la dirección espiritual. Naturalmente, no cabe hablar de diversas sinceridades porque la sinceridad es una. Quien falta a la sinceridad consigo mismo tiende a la insinceridad con los demás. Nos movemos, más bien, en ámbitos o círculos concéntricos de una misma realidad, que, a continuación, pasamos a analizar.

1. Sinceridad de vida

Se trata de un concepto genérico que, comprendiendo todas las manifestaciones concretas de la virtud de la sinceridad, expresa unas disposiciones de fondo de simplicidad o sencillez[8], de rectitud de intención, y de coherencia en la fe. También es una noción próxima -desde la perspectiva del influjo de la caridad en la totalidad del obrar del cristiano- al concepto de unidad de vida, una de las nociones clave de la doctrina espiritual de san Josemaría. La sinceridad de vida -escribe Celaya- es “la principal cualidad de la conciencia, testimonio íntimo de la propia conducta, de la que el hombre ha de responder ante Dios: ‘porque toda nuestra gloria consiste en el testimonio que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sencillez de corazón y sinceridad delante de Dios’ (2 Cor 1, 12)”[9].

El alcance y contenido de la expresión sinceridad de vida quedan al descubierto en el único texto de san Josemaría en el que aparece explícitamente ese concepto :

“El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva. Padre, me preguntaréis, y cómo lograré esasinceridad de vida? Jesucristo ha entregado a su Iglesia todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar, a tratar con su Padre Celestial; nos ha enviado su Espíritu, el Gran Desconocido, que actúa en nuestra alma; y nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los Sacramentos. Úsalos. Intensifica tu vida de piedad. Haz oración todos los días. Y no apartes nunca tus hombros de la carga gustosa de la Cruz del Señor”[10].

En estas líneas no es difícil reconocer un esbozo de descripción de la vida espiritual del cristiano, en cuanto remiten a un conjunto de convicciones y actitudes que, nacidas del encuentro con Cristo y suscitadas por el Espíritu, se concretan en las decisiones y modos de actuar que configuran la existencia de un hijo de Dios. El estudio de esta realidad constituye hoy el objeto de la teología espiritual.

La sinceridad de vida aparece, por tanto, en relación con el propósito o intención de vivir en plenitud la vida cristiana; de hacer efectiva –con el imprescindible auxilio divino de la gracia- la vocación a la santidad recibida en el bautismo. Por eso, quienes han decidido seguir de cerca al Maestro procuran que sus actitudes y modos de actuar sean consecuentes con esa intención de reflejar a Cristo. A ellos se dirige san Josemaría cuando les exhorta a ser coherentes en la práctica de la caridad:

“Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante..., en una palabra, si te falta Amor. —Si es así, no puede extrañarte tu ineficacia. Reacciona enseguida, de la mano de Santa María!”[11].

La sinceridad de vida tiende a evitar el desacuerdo entre pensamiento íntimo y acción, a impedir esa desavenencia interior por la que el corazón humano queda dividido entre el seguimiento de Cristo y los reclamos ofrecidos por “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida” (1 Jn 2,16). Ya los primeros escritos judeocristianos y los Padres Apostólicos pusieron especial interés en combatir la diyucíia, que es toda acción destructora de la unidad y simplicidad del alma, todo acto que la divide, impidiéndole ser cada vez más semejante a sí misma en sus relaciones con Dios y con los demás, más fiel a su origen divino y a su destino final. El eco de esa reiterada enseñanza –especialmente intensa en el Pastor de Hermas- parece reverberar en la predicación de san Josemaría:

“Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir -en el corazón y en la cabeza- horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega”[12].

La sinceridad de vida dice también relación con la rectitud de intención, puesto que implica una continua revisión de la coherencia en la conducta. Es lo propio de quien no busca la gloria humana, sino agradar a Dios; de quien desea decididamente el bien propio y el de los demás y, para ello, no dudan en rectificar:

“Existen muchas personas -cristianos y no cristianos- decididas a sacrificar su honra y su fama por la verdad, que no se agitan en un salto continuo para buscar el sol que más calienta. Son los mismos que, porque aman la sinceridad, saben rectificar cuando descubren que se han equivocado. No rectifica el que empieza mintiendo, el que ha convertido la verdad sólo en una palabra sonora para encubrir sus claudicaciones”[13].

Una manifestación de rectitud de intención, que el Fundador del Opus Dei identifica consinceridad de vida, es la autenticidad en la búsqueda de la verdad como cabal manifestación del propósito de compromiso total y sincero con Dios. El texto que a continuación señalamos es parte de una respuesta a una pregunta sobre moral matrimonial; concretamente, acerca de la cuestión del número de hijos:

“No olviden los esposos, al oír consejos y recomendaciones en esa materia, que de lo que se trata es de conocer lo que Dios quiere. Cuando hay sinceridad -rectitud- y un mínimo de formación cristiana, la conciencia sabe descubrir la voluntad de Dios, en esto como en todo lo demás. Porque puede suceder que se esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Entre otras cosas, ésa es una actitud farisaica indigna de un hijo de Dios”[14].

Efectivamente, la sinceridad de vida debe constituir un objetivo -un ideal- del cristiano, una prueba ante Dios de la propia rectitud, y un antídoto contra el andar tortuoso de quienes intentan falsear la sana doctrina y pretenden forzar la verdad, acomodándola a un corazón sin disposiciones para acoger la luz y el fuego de Cristo.

Como hemos podido comprobar a través de los textos citados, sencillez, coherencia, y rectitud de intención son las actitudes y disposiciones interiores implicadas en el concepto sinceridad de vida.

2. Sinceridad con Dios

En un texto de Surco encontramos una posible escala de prioridades en la sinceridad:

“Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres. —Así estoy seguro de tu perseverancia”[15].

Según san Josemaría, la perseverancia en el camino emprendido y la consecución del fin deseado –la comunión íntima y filial con Dios-, exigen el ejercicio de la sinceridad. En primer lugar –no podría ser de otro modo- con Dios, meta de nuestro caminar, razón última de nuestro actuar. Sólo la ignorancia o la necedad pretenderían ocultar algo a quien llena con su presencia todo lo creado: todas nuestras acciones, palabras y pensamientos más ocultos están patentes a los ojos de quien –al decir de San Agustín- nos es más íntimo que nuestra misma intimidad. No podemos sustraernos a la presencia de Aquel que todo lo llena y todo lo sabe: “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras” (Sal 139, 7-8).

La sinceridad con Dios encuentra su fundamento en nuestra condición de hijos de Dios. La filiación es una relación amorosa en la que impera la confianza y la sinceridad, actitudes que comportan en el hijo la seguridad del perdón, por tener un Padre que manifiesta especialmente su poder con la misericordia[16]. Las dos ideas quedan bien reflejadas en este texto del santo:

“Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia”[17].

El cauce apropiado para vivir la sinceridad con nuestro Padre Dios es el trato con Jesucristo y la recepción de su gracia a través del sacramento de la reconciliación por Él mismo instituido. En la Confesión ve san Josemaría un medio “sine qua non” para el progreso espiritual y para ejercitar la sinceridad con Dios:

“La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.   -Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, qué bien se está!”[18].

En algunos textos el Fundador del Opus Dei se refiere a la necesidad de “hablar con sinceridadal Señor”[19], de hacer “presentes al Señor, con sinceridad”[20] las buenas disposiciones para acoger el don de la gracia; y en otros exhorta, sin medios términos, a acudir a Jesús, Médico divino:

“Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino”[21].

Como hemos podido comprobar, el concepto sinceridad con Dios expresa en las enseñanzas de san Josemaría la actitud del hombre que, deseando apropiarse del don Dios, se presenta ante Él mostrando con sencillez tanto sus buenos deseos como sus heridas, para que confirme aquellos y sane éstas.

3. Sinceridad con uno mismo

La mirada interior a la propia alma puede suscitar diversas reacciones, entre otras cosas porque, en su origen, la misma vista puede estar viciada por un ojo turbio: “Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero cuando está malo, también tu cuerpo está a oscuras” (Lc 11, 34). El judaísmo entendía que en los ojos se refleja el carácter y la calidad moral de una persona. Como señala Spicq, “para ver (lo mismo que para comprender en el orden intelectual) no basta una luz exterior, hace falta una luz interior que cada uno posee”[22]. Es decir, no es suficiente la luz de Cristo que brilla para todos y no puede ser oscurecida; se requiere una pura y perfecta luz del alma –que es rectitud de corazón, pureza interior, sencillez- para captar la verdad de Dios, la verdad del propio ser y obrar, la verdad de las cosas. La parábola del ojo sano nos remite, por tanto, al nexo inseparable entre santidad y verdad.

La verdad sobre uno mismo encierra una cuestión antropológica, que nacida en el ámbito de la filosofía clásica griega fue desarrollada con vigor por los autores cristianos de la antigüedad y del medioevo[23]. Para Orígenes, por ejemplo, la condición previa de todo progreso espiritual es el conocimiento de uno mismo; el “conócete a ti mismo” de Sócrates recibe con él una insospechada profundidad, porque conocerse es saberse creado a imagen de Dios y saber que esa imagen constituye la propia esencia. Este planteamiento fue posteriormente tratado con profundidad, extensión e insistencia por San Bernardo[24] y Santa Catalina de Siena[25], hasta el punto de poder considerar esas aportaciones como parte importante y singular de sus enseñanzas espirituales.

También en los textos de san Josemaría, la mirada a la propia alma es inseparable de la humildad y de la verdad:

“Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero El es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande?”[26].

El contexto de esta frase es una homilía sobre la virtud de la esperanza, en la que el autor confiesa que el descubrimiento de sus faltas y negligencias diarias le apenan, pero no le quitan la paz: el abandono en Dios es el resultado lógico de la desconfianza en las propias fuerzas, y, al decir de san Josemaría, el fundamento –junto con la fe y la caridad- del entramado sobre el que se teje la auténtica stencia cristiana[27].

La mirada sobre sí mismo tiene también consecuencias en la eficacia de la evangelización. La exigencia de santidad en toda labor apostólica presupone que el discípulo obtenga del Maestro la gracia y el impulso vital para continuar su misión en el mundo. Así, leemos en Forja:

“Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. -Y para esto, es preciso que tú -con valentía y sinceridad- te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro..., y luego, sólo luego, que mires al mundo”[28].

La interpretación de este consejo nos encamina de nuevo hacia el binomio humildad-verdad –felizmente expresado por Santa Teresa de Jesús al definir esa virtud[29]-, que desemboca en la apertura a la sobreabundancia de los dones divinos necesarios para la tarea de santificación del mundo. En el texto señalado conviene recordar el orden establecido en la mirada sincera –“a ti mismo, al Señor, y al mundo”-, pues a este dinamismo nos referiremos en las conclusiones finales.

El instrumento adecuado para un cada vez más perfecto conocimiento de sí mismo es, sin duda, el examen de conciencia. Allí la sinceridad entabla batalla con el amor propio, con el deseo de ocultar los defectos y, en resumidas cuentas, con un humano y comprensible esfuerzo de pudoroso maquillaje del alma. Muy gráficas resultan estas palabras:

“Ten sinceridad "salvaje" en el examen de conciencia; es decir, valentía: la misma con la que te miras en el espejo, para saber dónde te has herido o dónde te has manchado, o dónde están tus defectos, que has de eliminar”[30].

San Josemaría recomendaba esa mirada a la propia alma como habito adquirido, no sólo como prevención sino también como medicina necesaria contra los imperceptibles microbios que atacan la vida interior:

“Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído -por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo (...): clara señal de que hemos perdido el punto de mira sobrenatural; el convencimiento de que somos niños pequeños; la persuasión de que nuestro Padre obrará en nosotros maravillas, si recomenzamos con humildad”[31].

En ese texto observamos que el “ponerse con sinceridad delante del Señor” comporta casi simultáneamente el movimiento de “pensar si no te habrás hastiado”, de “mirar si ha decaído”, hasta el punto de identificar esas actitudes o considerarlas intercambiables: es decir, hacer examen, mirar el interior con sinceridad, es colocarse ante la imagen de Dios grabada en el alma.

Nos parece que en éste ultimo texto aflora con más claridad una característica que subyace en los anteriores: la intercambiabilidad o simultaneidad entre sinceridad con Dios y sinceridad con uno mismo apuntan a considerarlas no como actitudes o disposiciones internas distintas, sino como dos momentos de un mismo movimiento, dos aspectos de una misma realidad, con vocación a manifestarse “ad extra”.

4. Sinceridad con los demás

Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, incluye la veracidad –“per eam aliquis dicitur verax” (II-II, q.109, a.1)- entre la virtudes potenciales o secundarias de la justicia, precisamente porque se refiere a otro, “porque es a otro a quien expone lo que lleva en sí”[32]. La sinceridad tiende naturalmente a manifestar al exterior la propia interioridad, aunque no siempre estará obligada a ello. Es conveniente recordar, también, que “la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad”[33]. La sinceridad incluye, por tanto, el rechazo de ambigüedades y oscuridades, de excusas ante las propias faltas, y el reconocimiento, en cambio, de las equivocaciones y errores. Un punto de Surco expresa certeramente esta última idea:

“Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto"... -Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de lasinceridad”[34].

No pasa desapercibida esta última referencia a la sinceridad como virtud “sobrenatural y humana”. Para san Josemaría las virtudes humanas disponen a recibir la gracia, que, al fecundar esas potencias naturales, las empuja con insospechada fuerza y alcance a obrar el bien[35]. En una homilía sobre las virtudes humanas encontramos la mente del santo sobre la cuestión y una breve lista de esas virtudes, encabezadas por la sinceridad:

“Las virtudes humanas -insisto- son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere, aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad”[36].

Encontramos otra lista de virtudes en un contexto de exhortación a la santificación de la vida familiar, pero igualmente aplicable a cualquier condición de vida del cristiano:

“Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...”[37].

Por último, la sinceridad es presentada como arma y antídoto contra un mundo en el que actúa el padre de la mentira:

“Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos”[38].

No le faltaron ocasiones a san Josemaría para experimentar en su propia vida la necesidad de ese modo de actuar, también ante acusaciones injustas:

“Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos. Siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad”[39].

No parece necesario aportar más textos que ilustren la importancia de la virtud de la sinceridad en su manifestación externa, que constituye un factor de sociabilidad y el fundamento del auténtico dialogo.

5. Sinceridad en la dirección espiritual

Las recomendaciones de san Josemaría a ser sinceros se intensifican cuando su discurso entra en relación con la dirección espiritual. Esta práctica cristiana consiste, principalmente, en ayudar al interesado a descubrir sus disposiciones interiores; y esto no es posible sin una sinceridad que contribuya a superar los obstáculos que impiden al alma conocerse tal como es. Sinceridad y dirección espiritual se reclaman mutuamente porque cada una de ellas crece en el ejercicio de la otra: la ayuda de una persona con experiencia y con gracia de Dios para ejercitar esa dirección contribuye a descubrir repliegues interiores ocultos a la propia mirada; y, al mismo tiempo, la sinceridad con Dios y con uno mismo se ejercita en la práctica de la dirección espiritual.

De las cuarenta y siete veces que san Josemaría emplea en sus escritos el sustantivo “sinceridad”, nueve hacen referencia a la dirección espiritual. Su doctrina al respecto queda patentemente reflejada en dos puntos consecutivos de Forja:

“Si el demonio mudo -del que nos habla el Evangelio- se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha.

-Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata”[40];

“Ama y busca la ayuda de quien lleva tu alma. En la dirección espiritual, pon al descubierto tu corazón, del todo -¡podrido, si estuviese podrido!-, con sinceridad, con ganas de curarte; si no, esa podredumbre no desaparecerá nunca.             Si acudes a una persona que sólo puede limpiar superficialmente la herida..., eres un cobarde, porque en el fondo vas a ocultar la verdad, en daño de ti mismo”[41].

En estas frases encontramos interesantes apreciaciones basadas en una rica experiencia pastoral, sobre las que no es posible ahora detenerse. Son elementos presentes también en algunos otros textos: el peligro del demonio mudo que atenaza el alma[42]; su curación inmediata cuando se habla con sinceridad[43]; la recomendación de la dirección espiritual para las almas que buscan la plenitud de vida cristiana; la constatación de que no todos son el Buen Pastor para la propia alma, etc.

6. Conclusión

 Los veintitrés textos hasta ahora señalados en las diversas manifestaciones o “especies” de la sinceridad no siempre han sido fácilmente encuadrados en uno u otro apartado[44]. Aunque san Josemaría utilice expresamente vocablos y contextos que inducen a esa posible división, la mayoría de las veces esas manifestaciones o “especies” están implicadas unas en otras, hasta el punto de no poder distinguir netamente entre sinceridad con Dios y sinceridad con uno mismo, entre sinceridad interior y sinceridad exterior, etc. Todo conduce a pensar que son aspectos distintos de una misma realidad o, si se prefiere, diversos momentos de un mismo proceder en la reflexión teológica. En este sentido, cabe hablar de una “teología de la sinceridad” o reflexión en la que existe el momento dogmático o de aprehensión conceptual del misterio de Dios y del hombre (sinceridad con uno mismo); el momento espiritual o de apropiación personal de esa verdad, de donde brota inmediatamente el trato y la comunión con Dios (sinceridad con Dios); y, por último, el momento moral que muestra cómo se articula la vida cristiana en su despliegue existencial concreto, una vez abrazada la verdad revelada y contando con la acción de la gracia (sinceridad con los demás).

Con este intento de estructuración teológica de la sinceridad he pretendido poner de manifiesto que no estamos ante una virtud más o ante un instrumento para conseguir un objetivo intermedio, sino ante un concepto espiritual de primer orden: me parece que los textos de san Josemaría Escrivá de Balaguer así lo dan a entender. Precisamente porque su fin es la búsqueda y la manifestación de la Verdad, la sinceridad se constituye en virtud omnicomprensiva y totalizadora del quehacer humano, en proyecto enaltecedor del cristiano que sabe descubrir en la vida ordinaria la grandeza de un camino capaz de conducirle a la identificación con Cristo.


[1] Real Academia, Diccionario de la Lengua Española, Madrid 1992, p. 1335.

[2] 1 Jn 1, 6: “Si decimos que estamos en comunión con Él y sin embargo caminamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad”.

[3] S. Josemaría escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 96: “Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza”. En adelante, las obras de san Josemaría se citarán sólo por el título, sin indicar cada vez el nombre del autor.

[4] Via Crucis, VI Est.: “(...) por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. — Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus”.

[5] L. Debarge, Sincerité, en “Catholicisme” 14, p.109.

[6] Sorprende no encontrar la voz “Sinceridad” en instrumentos de uso común en teología espiritual como el Dictionnaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique (París, 1937-1994), elDizionario Enciclopedico di Spiritualità (Roma, 1990), el Nuevo Diccionario de Espiritualidad(Madrid 1983), o el reciente Dizionario di Mistica (Città di Vaticano, 1998). Otra laguna significativa es la ausencia del término sinceridad en el índice temático del Catecismo de la Iglesia Católica, compuesto de más de 700 voces entre las que se incluyen 26 virtudes (alegría, benevolencia, caridad, castidad, compasión, confianza, continencia, esperanza, fe, fidelidad, hospitalidad, humildad, justicia, misericordia, modestia, obediencia, paciencia, perseverancia, piedad, pobreza, prudencia, pudor, pureza, religión, solidaridad, y templanza)

[7] El adjetivo sincero y la noción de sinceridad –expresada con sinónimos o términos correlativos- aparecen en muchos otros textos.

[8] En un precedente estudio señalé que la sencillez es “una disposición vital, existencial, traducida en obras de fe y de sinceridad, por la que el alma tiende a recomponer su unidad y a evitar su dispersión en lo múltiple, acercándose cada vez más, mediante la gracia divina y la ascética, a la unión con Dios, a una mayor participación de la simplicidad divina”: V. Bosch, El concepto cristiano de simplicitas en el pensamiento agustiniano, Roma 2001, p. 263.

[9] I.J. de Celaya, Sinceridad, en “Gran Enciclopedia Rialp” 21, Madrid 1989, p. 174.

[10] Amigos de Dios, 141. El cursivo es nuestro; en adelante lo utilizaremos para señalar la palabra sinceridad en todos los textos de san Josemaría.

[11] Forja, 930.

[12] Amigos de Dios, 243.

[13] Ibid., 82.

[14] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 93.

[15] Surco, 325. La ausencia en este texto de una referencia a la sinceridad con uno mismo es irrelevante: como se deducirá de estas páginas, la sinceridad con uno mismo puede considerarse previa a la sinceridad con Dios o incluida en esta última.

[16] Misal Romano, Orac. Colecta, Domingo XXVI del Tiempo Ordinario: “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia; infunde siempre sobre nosotros tu gracia para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del Cielo. Por nuestro Señor Jesucristo ...”.

[17] Es Cristo que pasa, 64.

[18] Forja, 193.

[19] Sacerdote para la eternidad, 6: “Acostumbrémonos a hablar con esta sinceridad al Señor, cuando baja, Víctima inocente, a las manos del sacerdote. La confianza en el auxilio del Señor nos dará esa delicadeza de alma, que se vierte siempre en obras de bien y de caridad, de comprensión, de entrañable ternura con los que sufren y con los que se comportan artificialmente fingiendo una satisfacción hueca, tan falsa, que pronto se les convierte en tristeza”.

[20] Forja, 357: “Haz presentes al Señor, con sinceridad y constantemente, tus deseos de santidad y de apostolado..., y entonces no se romperá el pobre vaso de tu alma; o, si se rompe, se recompondrá con nueva gracia, y seguirá sirviendo para tu propia santidad y para el apostolado”.

[21] Es Cristo que pasa, 93.

[22] C. Spicq, La vertu de simplicité dans l’Ancien et le Nouveau Testament, en “Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 22 (1933), p. 17.

[23] Para un estudio detallado de la cuestión, cfr. P. Courcelle, Connasi-toi toi même. De Socrate a Saint Bernard, Paris 1974-5.

[24] Ya en su primer tratado –el De gradibus humilitatis et superbiae-, San Bernardo coloca el conocimiento de sí en el primer grado de la humildad. El tema aparece después, con frecuencia, en el resto de sus obras, especialmente en el De diligendo Deo y en el Super Cantica Canticorum.

[25] Basta traer a colación las palabras iniciales de El Dialogo, que la misma Catalina llamaba “mi libro”: “Cuando un alma se eleva a Dios con ansias de ardentísimo deseo de honor a El y de la salvación de las almas, se ejercita por algún tiempo en la virtud. Se aposenta en la celda del conocimiento de sí misma y se habitúa a ella para mejor entender la bondad de Dios (...)” (Santa Catalina de Siena, Obras. El Diálogo, Oraciones y Soliloquios, Madrid 1980, p. 55).

[26] Amigos de Dios, 215.

[27] Cfr. Ibid., 205.

[28] Forja, 710.

[29] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior. Moradas sextas, 19, 7: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo sino presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad (...)” (Obras Completas, ed. A. Barrientos, Madrid 2000, p. 937).

[30] Surco, 148.

[31] Amigos de Dios, 150.

[32] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología IV, (II-II, q.109, a.3), Madrid 1994, p. 242.

[33] Cfr. Ibid., (II-II, q.109, a.3, ad.1), p. 243.

[34] Surco, 337.

[35] Amigos de Dios, 75: “El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo”.

[36] Ibid., 91.

[37] Es Cristo que pasa, 23.

[38] Forja, 530.

[39] Es Cristo que pasa, 70.

[40] Forja, 127.

[41] Forja, 128.

[42] Amigos de Dios, 189: “Para apartarse de la sinceridad total no es preciso siempre una motivación turbia; a veces, basta un error de conciencia. Algunas personas se han formado -deformado- de tal manera la conciencia que su mutismo, su falta de sencillez, les parece una cosa recta: piensan que es bueno callar. Sucede incluso con almas que han recibido una excelente preparación, que conocen las cosas de Dios; quizá por eso encuentran motivos para convencerse de que conviene callar. Pero están engañados. La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas”.

[43] Surco, 335: “Se acabaron los agobios... Has descubierto que la sinceridad con el Director arregla los entuertos con una facilidad admirable”.

[44] Los restantes textos no reseñados son los siguientes: Surco, 153; 188; 332; 336; 339; 600; 633; y 820. Forja, 405; y 575. Es Cristo que pasa, 29; 97; y 101. Amigos de Dios, 14; 22; 129; 157; 185; 186; 188; y 188.

Pio Santiago

 

Pablo Marti

Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma), 2002


Índice:

1. La simplicidad en los escritos sistemáticos

1.1. La simplicidad como parte de la templanza

1.2. Veritas y simplicitas

1.3. La verdad de la vida

2. La simplicitas en los comentarios bíblicos

2.1. Expositio super Iob ad litteram.

2.2. Expositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli

2.2.1. Carta a los Romanos

2.2.2. Primera carta a los Corintios

2.2.3. Segunda carta a los Corintios

2.2.4. Carta a los Efesios

2.2.5. Carta a los Filipenses

2.2.6. Carta a los Colosenses

2.3. Comentario a San Mateo

2.4. Comentario a San Juan

3. Los significados bíblicos de simplicitas.

3.1. La simplicidad como opuesta al dolo

3.2. La simplicidad del corazón como rectitud de intención

3.3. La simplicidad dependiente de Dios

Balance conclusivo


1. La simplicidad en los escritos sistemáticos

Se estudia a continuación el uso de este término con sentido moral, aplicado al hombre.

La mayoría de estos textos pertenecen a los comentarios a la Sagrada Escritura, aunque también se encuentran algunos en tratados sistemáticos, especialmente en la Summa.

A pesar de que reconoce que no tiene culpa, deja que lo claven en la cruz. Cuando una persona no tiene convicciones fuertes sobre el bien y el mal, sobre la verdad y el error, no se convierte en un elemento ideal de la democracia, sino en una persona altamente peligrosa, y sobre todo si tiene el poder. Le dará igual que maten al inocente, con tal de no perder su poltrona, la única verdad que admite.

Pasamos a ver el uso que hace Santo Tomás de este significado en las obras sistemáticas. Este empleo de simplicitas no es muy común en este tipo de obras. Además existe una novedad en la Summa, respecto al resto de los tratados.

1.1. La simplicidad como parte de la templanza

Santo Tomás emplea el término simplicitas como virtud en dos contextos: formando parte de la templanza o de la justicia.

En el primero, como parte de la virtud de la templanza, la simplicidad aparece en una clasificación tomada de cierto filósofo, Andrónico[1].

Se recoge en algunos textos de las Sentencias. Hablando de la templanza, ese filósofo afirma que la templanza se configura en siete partes[2], una de las cuales es la simplicidad.

Tomás compara esta clasificación con la opinión de Tulio Cicerón, según el cual la templanza tiene tres partes (“utrum continentia, clementia et modestia sint partes temperantiae, sicut dicit Tullius”[3]) y establece algunas diferencias.

Primero dice que Andrónico admite que la continencia y la modestia forman parte de la templanza, pero se opone a Cicerón en cuanto omite la clemencia[4]. Después habla de la continencia y de la modestia, dividida según diferentes aspectos, de la que forma parte la simplicidad. La simplicidad se define como un aspecto de la modestia, en cuanto controla el modo de buscar-desear los bienes exteriores con moderación[5].

Este significado aparece también en algunos textos de la Summa. La simplicidad es una virtud de la familia de la templanza, siendo clasificada dentro de las virtudes potenciales de esa virtud cardinal. Significa la moderación respecto a las cosas exteriores que lleva a no desear únicamente lo exquisito[6].

Más adelante, recoge de nuevo el término. Está considerando la modestia en cuanto se relaciona al decoro exterior del hombre. De nuevo se refiere al trabajo de Andrónico que pone tres virtudes relacionadas con el ornato exterior. La simplicidad en este caso excluye la solicitud por lo superfluo[7].

Así pues, la simplicitas en cuanto parte de la templanza siempre va acompañada de la cita de ese filósofo griego, sin que Tomás realice una aportación propia. Aportación que sí aparece en el segundo significado de la simplicidad-virtud.

1.2. Veritas y simplicitas

Este sentido de simplicitas corresponde a la elaboración propia de Santo Tomás, que trata de forma sistemática la simplicidad del hombre en algunas cuestiones de la Summa. El ámbito de referencia es la virtud de la justicia, en concreto una parte de ésta, relacionada con la verdad.

En la Secunda Secundae se encuentra el tratado sobre la veritas (cuestiones 109 a 112).  Santo Tomás identifica esta virtud humana, parte de la virtud de la justicia, con la simplicidad:

“Virtus simplicitatis est eadem virtuti veritatis, sed differt sola ratione, quia veritas dicitur secundum quod signa concordant signatis; simplicitas autem dicitur secundum quod non tendit in diversa, ut scilicet aliud intendat interius, aliud praetendat exterius”[8].

El ligamen, que sólo aparece en la Summa, entre verdad y simplicidad en cuanto virtudes supone un nuevo campo de búsqueda en nuestro trabajo. (Realmente la profunda relación entre verdad y simplicidad ha sido en parte desarrollada en los capítulos precedentes, pero la temática actual presenta un botón de muestra que confirma ulteriormente nuestra opinión).

Entre ambas sólo se da una diferencia de razón: la simplicidad supone una adecuación entre el interior y el exterior de la persona, mientras que la verdad-veracidad indica la concordancia del signo con lo significado.

Veamos el contenido fundamental de esas cuestiones.

Tomás establece una primera división necesaria. La verdad se puede entender de dos modos:

1) Según que por la verdad algo se dice verdadero: “Uno modo secundum quod veritate aliquid dicitur verum. Et sic veritas non est virtus, sed obiectum vel finis virtutis. Sic enim accepta veritas non est habitus, quod est genus virtutis, sed aequalitas quaedam intellectus vel signi ad rem intellectam et significatam, vel etiam rei ad suam regulam, ut in primo habitum est”[9].

De esta forma, la verdad se presenta como uno de los trascendentales del ser (algo se dice verdadero porque es). Según este sentido, la verdad significa la adecuación de la cosa a su regla o medida. La verdad así entendida no es la virtud, sino el objeto o fin de la virtud. Sobre esta base debemos ver la relación entre una y otra: la verdad-ser es el objeto y el fin de la verdad-virtud.

2) Según que por la verdad alguien dice algo verdadero: “Alio modo potest dici veritas qua aliquis verum dicit, secundum quod per eam aliquis dicitur verax. Et talis veritas, sive veracitas, necesse est quod sit virtus, quia hoc ipsum quod est dicere verum est bonus actus; virtus autem est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit”[10].

En este sentido, la verdad puede ser una virtud. En cuanto que el sujeto dice la verdad del ser, este decir la verdad perfecciona al sujeto, haciendo que sea veraz.

Una vez establecida la distinción, es necesario determinar el contenido propio de la verdad-virtud. Así lo específico de esta virtud es ese decir la verdad, ese manifestar la verdad acerca de uno mismo:

“Habitus virtutum et vitiorum sortiuntur speciem ex eo quod est per se intentum, non autem ab eo quod est per accidens et praeter intentionem. Quod autem aliquis manifestat quod circa ipsum est, pertinet quidem ad virtutem veritatis sicut per se intentum, ad alias autem virtutes potest pertinere ex consequenti, praeter principalem intentionem”[11].

Declaración por la cual uno se muestra tal y como es, a través de las palabras o de las obras:

“Veritas qua aliquis et vita et sermone talem se demonstrat qualis est, et non alia quam circa ipsum sint, nec maiora nec minora”[12].

Al tratar sobre la naturaleza de la veritas, el Aquinate se pregunta si estamos ante una virtud específica o no. En uno de los argumentos, refiriéndose expresamente a la simplicidad, explica la existencia de un doble significado, como virtud especial y como aspecto general presente en toda virtud:

“Praeterea, veritas videtur idem esse simplicitati, quia utrique opponitur simulatio. Sed simplicitas non est specialis virtus, quia facit intentionem rectam, quod requiritur in omni virtute.Ergo etiam veritas non est specialis virtus”[13].

La objeción expone que como lo propio de la simplicidad es “quia facit intentionem rectam” y eso se requiere en toda virtud, no se puede hablar de la simplicidad como virtud propia. En la respuesta se afirma que sí es virtud especial, ya que tiene un aspecto propio, excluir la duplicidad:

“Simplicitas dicitur per oppositum duplicitati, qua scilicet aliquis aliud habet in corde, aliudostendit exterius. Et sic simplicitas ad hanc virtutem pertinet. Facit autem intentionem rectam, non quidem directe, quia hoc pertinet ad omnem virtutem, sed excludendo duplicitatem, qua homo unum praetendit et aliud intendit”[14].

Según esto vemos que la simplicidad aparece propiamente como virtud opuesta a la doblez; mientras que en sentido general significa el actuar con recta intención, algo que conviene a todas las virtudes.

Otro de los aspectos tratados hace referencia a la relación de la simplicidad con la sabiduría que requiere la prudencia. En este texto encontramos algunos rasgos para entender esa relación. Está hablando de la simulación y pone la siguiente objeción:

“Praeterea, omnis simulatio ex aliquo dolo procedere videtur, unde et simplicitati opponitur. Dolus autem opponitur prudentiae, ut supra habitum est. Ergo hypocrisis, quae est simulatio, non opponitur veritati, sed magis prudentiae vel simplicitati.

Ad secundum dicendum quod, sicut supra dictum est, prudentiae directe opponitur astutia, ad quam pertinet adinvenire quasdam vias apparentes et non existentes ad propositumconsequendum. Executio autem astutiae est proprie per dolum in verbis, per fraudem autem in factis. Et sicut astutia se habet ad prudentiam, ita dolus et fraus ad simplicitatem. Dolus autem vel fraus ordinatur ad decipiendum principaliter, et quandoque secundario ad nocendum. Unde ad simplicitatem pertinet directe se praeservare a deceptione”[15].

En la respuesta se establece la contraposición directa entre prudencia y astucia. Ahora bien, la astucia se ejerce mediante el dolo y el fraude, a los cuales se opone la simplicidad. De forma que a la pareja astucia y dolo/fraude correspondería la misma relación que a la prudencia y simplicidad.

1.3. La verdad de la vida

Santo Tomás habla en varias ocasiones de distintas verdades particulares: veritas vitae, veritas iustitiae y veritas doctrinae. Nos interesa lo que dice sobre la primera.

Se trata de una expresión que ya aparece en las Sentencias[16], pero en la Suma Teológicaestá mejor delimitada.

La virtud de la verdad, como ausencia de dolo en obras y palabras, debe perfeccionar la verdad del sujeto. Esta verdad de la vida (del sujeto) no es la virtud específica de la veracidad, sino algo común a toda virtud:

“Veritas vitae est veritas secundum quam aliquid est verum, non veritas secundum quam aliquis dicit verum. Dicitur autem vita vera, sicut etiam quaelibet alia res, ex hoc quod attingit suam regulam et mensuram, scilicet divinam legem, per cuius conformitatem rectitudinem habet. Et talis veritas, sive rectitudo, communis est ad quamlibet virtutem”[17].

La verdad de la vida es la verdad de ser, no de declarar. Y la vida es verdadera cuando se atiene a su regla y medida propia. En el caso de la vida humana cuando se adecua libremente a la ley divina, a la idea que tiene Dios sobre el hombre. El hombre tiene la vida verdadera, propia sólo de él, cuando a través de su conformidad al plan divino posee la rectitud.

La verdad de la vida, que contiene en sí toda virtud, no es igual a la virtud de la veritas, parte de la justicia. Por eso hay que diferenciarla también de la verdad de la justicia:

“Differt veritas iustitiae a veritate vitae, quia veritas vitae est secundum quam aliquis recte vivit in seipso”[18].

La vida verdadera responde a la situación del hombre que vive rectamente en sí mismo. Significa la integridad de la persona, de acuerdo a su modo de ser, a su verdad trascendental. (Esta verdad es ser imagen de Dios).

En Tomás de Aquino, veritas vitae se presenta como una noción equivalente a simplicitas cordis. Es la rectitud integral del hombre justo ante Dios, que encontramos en los textos bíblicos. Así opina también Spicq en su trabajo sobre la simplicidad bíblica: “La verdad de la vida para Santo Tomás es esta verdad que tiene todo ser por el hecho de que reproduce en sí la idea divina: en el hombre, consistirá en la sumisión perfecta al orden divino y, en consecuencia, una justicia y un aspecto de la perfección”[19].

***

En este nuevo ámbito -la simplicidad moral del hombre-, la simplicitas queda caracterizada en un sentido estricto por la ausencia del dolo en la acción. El hombre simple (sencillo, sincero, veraz) se manifiesta tal y como es, sin doblez ni engaño, a través de sus palabras y de sus obras. El interior de su corazón se corresponde plenamente con lo que manifiesta al exterior.

También hemos observado la existencia de una simplicidad en un sentido general, común a toda virtud. La simplicitas en cuanto rectitud de intención en toda la actuación del hombre, especialmente de cara a Dios. Una disposición de conformación a la propia verdad interior, a la regla y medida del propio ser que es la idea de Dios, el plan de Dios para el hombre, creado a su imagen y semejanza y destinado a la bienaventuranza eterna.

Además existe una relación entre ambos sentidos. La veritas vitae, esa verdad del ser del hombre, es el objeto y el fin de la verdad-virtud. La verdad-virtud representa el camino adecuado y necesario para crecer en la posesión efectiva de esa vida verdadera.

2. La simplicitas en los comentarios bíblicos

Llegamos por último al análisis más detallado de los Comentarios bíblicos de Santo Tomás.

La simplicitas en la Biblia es una noción con un amplio contenido. En este sentido nos remitimos al estudio realizado por el prof. Bosch[20], del que nos hemos servido para encuadrar la reflexión propia del Aquinate.

Aparece en distintas ocasiones a lo largo de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Especialmente rico es el contenido de esta noción en la espiritualidad judía. Lo manifiesta la diversidad de matices del término hebreo. “Los diversos diccionarios de hebreo bíblico traducen la raíz םמת (tmm) por acabar, terminar, concluir, completar, dar remate, poner fin, terminar, estar completo, ser completado; y las respectivas formas nominales, por los sustantivos plenitud, integridad, rectitud, inocencia, honradez, sinceridad, y por los adjetivosentero, completo, intacto, sin defecto, perfecto, íntegro, honrado, cabal, probo, honesto, justo, inocente, intachable, irreprochable”[21].

El estudio etimológico de la palabra en el original hebreo o griego, traducido en el latín de la Vulgata como simplicitas o simplex, ofrece de un lado el sentido de perfección, con los matices de verdad, inocencia, probidad; de otro lado, significa rectitud, honestidad, integridad. Esta sugerencia etimológica se confirma en el uso que se hace del término en la Escritura. Así simplicidad, rectitud, integridad son nociones equivalentes o al menos correlativas a perfección, a las características excelentes del Justo[22].

Al final de su análisis de los textos del Antiguo Testamento sobre la simplicidad, Spicq relaciona los distintos contenidos y matices que describen la simplicitas y nos ofrece la siguiente descripción-definición. “Ser perfecto es, en el estilo bíblico, caminar por el sendero que lleva a Dios, es decir, en primer lugar haber elegido a Dios por heredad, no estando apegado con el espíritu y el corazón a cosa distinta de Él; y, por tanto, ser simple, por oposición a los hombres dobles, con el corazón partido; es aún más, no tener otra preocupación que practicar la voluntad de Dios y observar integralmente sus preceptos, y así ser justo; es por consiguiente vivir en la sinceridad y en la verdad absoluta”[23].

Esta simplicidad, noción fundamental para la espiritualidad de Israel, no es desconocida en el mensaje de la Nueva Alianza[24]. La simplicidad es condición primordial de la fe y de la salvación. Aparece relacionada con la inocencia y el candor de los niños que entrarán en el reino de los cielos; y debe acompañarse con la prudencia. La simplicidad es necesaria para ver a Dios.

De todas maneras, se puede hablar de una cierta evolución respecto al Antiguo Testamento. “Parece, en efecto, que la verdad ha remplazado en el Nuevo Testamento la simplicidad del Antiguo. El paso de una noción a otra ha sido fácil; se presenta como una precisión necesaria de los conceptos, que aboca en la disociación de los elementos demasiados ricos e indiferenciados de la simplicidad bíblica. Mientras que los Sinópticos conservan la palabra y su valor tradicional, acentuando más bien el aspecto de sinceridad, rectitud; la simplicidad-perfección ha evolucionado, sobre todo en san Pablo, hacia la noción específicamente cristiana de santidad; por otro lado, la simplicidad-rectitud, especialmente en san Juan, ha sido asimilada a la virtud de la veracidad, que adquiere un relieve totalmente nuevo”[25]. Con estas precisiones, “la simplicidad designa ante todo la actitud moral del justo caracterizada por la rectitud de la conciencia y de la conducta; la santidad, incluyendo esa rectitud, tiende cada vez más a definirse como una imagen y participación de la santidad y de la perfección divina; una conviene al perfecto caballero, la otra es propiedad exclusiva del cristiano”[26].

El Aquinate se hace cargo de esta riqueza de contenido en sus exposiciones y nos ofrece algunas explicaciones interesantes. Su exégesis procede a partir de una lectura muy próxima al texto, por lo que en línea general sus comentarios acogen el significado bíblico anteriormente expuesto.

En sus comentarios encontramos los distintos usos de simplicitas que hemos ido analizando a lo largo de nuestro estudio. Aparece la simplicidad como atributo divino: Dios es absolutamente simple; también en su sentido ontológico aplicada al ángel y al alma humana; o al conocimiento simple de la verdad... Como son argumentos ya tratados sistemáticamente y aquí no aporta ninguna profundización, hemos optado por evitar la repetición de su estudio.

Debemos notar, sin embargo, que en estas obras prevalece el uso de la simplicidad aplicada al hombre en un sentido moral o espiritual. Aquí sí hemos encontrado valiosas aportaciones. El núcleo central de la simplicitas bíblica en los comentarios de Tomás viene caracterizado como la ausencia de dolo en el actuar y la rectitud de intención que lleva a dirigir la inteligencia y la voluntad del hombre, y con ellas todo su operar, hacia el Dios uno, simple.

Los textos que hemos seleccionado pertenecen a la Expositio super Iob ad litteram, a laExpositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli, a la Lectura super Matthaeum y a la Lecturasuper Ioannem.

2.1. Expositio super Iob ad litteram

Para datar esta obra, la crítica sigue el testimonio de Tolomeo de Lucca[27]. Según éste, sería fruto de la enseñanza de Santo Tomás a sus frailes en Orvieto, entre 1263 y 1265.

Contemporánea al libro tercero de la Contra Gentiles, desarrolla el mismo tema central: la Providencia. El comentario se atiene al sentido literal del Libro: la historia de Job, el problema de la Providencia y del sufrimiento del justo, la condición humana y el gobierno divino[28].

El Libro de Job presenta importantes temas de contenido espiritual, entre los que se puede destacar la simplicitas. Por ello hemos recogido varios textos significativos.

El primero aparece al inicio del libro, nada más presentar el personaje, Job. Este es definido por el texto sagrado como “vir ille simplex et rectus ac timens Deum et recedens a malo” (Job1,1). Esta descripción de Job, modelo de hombre justo (santo) se repetirá en distintas ocasiones a lo largo del texto, y también aparecerá citada en otros comentarios.

Aunque la descripción forma una unidad, Santo Tomás analiza cada uno de los elementos de esa frase (simplex, rectus, timens Deum, recedens a malo), dando a hombre simple el siguiente sentido:

“Et erat vir ille simplex: simplicitas enim proprie dolositati opponitur”[29].

Este es el significado específico de nuestro concepto: la simplicidad como lo opuesto al dolo. En otros textos la simplicitas recibe algunos matices propios.

En el capítulo 12, la historia muestra como se burlan de Job sus amigos. Los ricos de este mundo se ríen de la simplicidad del justo, sin embargo, éste sabe que puede confiar en Dios:

“Studium autem iustorum non est ad temporalia conquirenda sed ad rectitudinem sectandam, unde a fraudibus et dolis abstinent quibus plerumque divitiae acquiruntur, et ex hoc simplices reputantur: ergo ut plurimum deridentur iusti. Causa autem irrisionis est simplicitas, sed non sic irridetur quasi malum manifestum sed quasi bonum occultum, et ideo hic simplicitas vocaturlampas propter claritatem iustitiae, sed contempta apud cogitationes divitum, scilicet qui finem suum in divitiis ponunt - qui enim summum bonum in divitiis ponit, oportet quod cogitet quod intantum sunt aliqua magis bona inquantum magis prosunt ad divitias conquirendas -, unde oportet quod eis sit contemptibilis iustorum simplicitas per quam divitiarum multiplicitas impeditur”[30].

La preocupación del justo no se dirige a conseguir bienes temporales, sino a conservar la rectitud. Por eso se abstiene del fraude y del dolo para adquirir la riqueza. Su simplicidad le lleva a rechazar el desorden de los que ponen su fin en la riqueza temporal, esperando el tiempo oportuno en el que verá cumplido su verdadero fin. El hombre sencillo no será defraudado:

“Sed licet ipsa simplicitas iustorum in cogitationibus divitum contemnatur, tamen suo tempore a fine debito non fraudatur, unde dicit parata ad tempus statutum; non autem dicit hoc quasi in aliquo tempore praesentis vitae iustis pro sua simplicitate aliqua terrena prosperitas sit reddenda, sed indeterminatum relinquit quod sit istud tempus statutum et ad quem finem iustorum simplicitas praeparetur: nondum enim ad hoc disputatio pervenit sed in sequentibus ostendetur. Sic igitur Iob occulte insinuat quare ab amicis irrideretur, quos divites vocat, quia prosperitatem huius mundi finem hominis ponebant quasi praemium iustitiae hominis; ipse autem sua simplicitate non hoc praemium quaerebat sed aliud in tempore statuto, et ideo fiduciam habebat ut si invocaret Dominum ab eo exaudiretur”[31].

El justo no busca conseguir los bienes temporales, sino la rectitud. Por eso se abstiene del fraude y del dolo para adquirir las riquezas. Esa rectitud supone no buscar la prosperidad de este mundo, sino esperar confiando en Dios el premio que vendrá en el tiempo establecido.

Además la simplicidad sólo es conocida por Dios, puesto que pertenece al interior del hombre:

“Quod autem aliquis absque dolo ambulet considerari potest ex inspectione rectitudinis iustitiae a qua dolosus declinat, unde subdit appendat me in statera iusta, scilicet Deus, ut ex eius iustitia discernatur an ego in dolo processerim. Cum autem dolus praecipue in intentione cordis consistat, ille solus potest de dolo iudicare cui patet cordis intentio, scilicet Deus, unde subdit etsciat Deus simplicitatem meam, quae scilicet duplicitati dolositatis opponitur; dicit autem sciat Deus, non quasi de novo cognosciturus sed quasi de novo alios scire facturus, vel quia in ratione suae iustitiae hoc ab aeterno cognovit”[32].

La simplicidad o la doblez se sitúan en la intención del corazón. Sólo Dios puede conocer esa parte íntima del hombre y juzgar si hay rectitud o no.

2.2. Expositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli

No es fácil precisar a qué años pertenece la enseñanza de los cursos sobre san Pablo. Además es necesario establecer algunas divisiones según el valor que se le puede atribuir a cada comentario. A pesar de ello, Santo Tomás pensó los distintos comentarios como un todo unitario.

Las fechas posibles serían, en Italia (quizá en Roma, entre 1265 y 1268), y después en París y Nápoles.

En cuanto a la autoría y fidelidad de los escritos, según los datos actuales[33]:

1) habría corregido directamente los ocho primeros capítulos de la carta a los Romanos;

2) el comentario desde 1 Cor. 7, 10 hasta el capítulo 10 no se conserva;

3) el texto que comenta desde 1 Cor. 11 hasta la carta a los Hebreos, es la reportatio de Reginaldo de Piperno, quizá fruto de las clases de los años 1265-68 en Roma.

2.2.1. Carta a los Romanos

De esta carta hemos seleccionado un texto, cuya referencia aparece en distintas ocasiones. Comenta el pasaje de Rom. 16, 19: “Vestra autem obedientia in omnem locum divulgata est.Gaudeo igitur in vobis, sed volo vos sapientes esse in bono et simplices in malo”.

El comentario dice así:

“Secundo reddit eos cautos contra malum, dicens sed volo vos esse sapientes in bono, ut scilicet ei quod bonum est inhaereatis, I Thess. ult.: Quod bonum est tenete; et simplices in malo, ne scilicet per aliquam simplicitatem declinetis ad malum, ut talis sit vobis simplicitas, quod nullum decipiatis in malum. Matth. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. E converso de quibusdam dicitur Ier. IV, 22: Sapientes sunt ut faciant mala, bene autem facere nesciunt”[34].

Se requiere la sabiduría para hacer el bien y la inocencia que incapacita para el mal. Este “simplices in malo” es la comprensión paulina del texto de Mateo (Mt. 10, 16) en el que se relacionan prudencia y simplicidad, como veremos más adelante.

2.2.2. Primera carta a los Corintios

De esta carta recogemos el comentario a 1 Cor. 14, 20: “Fratres, nolite pueri effici sensibus, sed malitia parvuli estote, sensibus autem perfecti estote”.

En este comentario nos explica como entender la relación entre infancia y simplicidad -que aparecerá en otros textos-, y también la complementariedad entre la simplicidad y la prudencia-sabiduría del logion de Mateo 10 y de Romanos 16:

“Circa primum videtur apostolus excludere pallium excusationis aliquorum qui ideo docent quaedam rudia et superficialia, quasi ostendant se volentes vivere in simplicitate, et ideo non curantes de subtilitatibus ad quas secundum rei veritatem non attingunt, habentes verbum Domini ad hoc Matthaei 18, 3: nisi conversi fueritis et efficiamini sicut parvuli, etc.

Sed hoc apostolus excludit, cum dicit nolite pueri effici sensu, id est nolite puerilia et inutilia et stulta loqui et docere. Supra XIII, v. 11: cum essem parvulus, etc.

Sed quomodo debetis effici pueri? Affectu, non intellectu. Et ideo dicit sed malitia. Ubi sciendum est quod parvuli deficiunt in cogitando mala, et sic debemus effici parvuli, et ideo dicitsed malitia parvuli estote, et deficiunt in cogitando bona, et sic non debemus esse parvuli, immo viri perfecti, et ideo dicit sensibus autem perfecti, etc., id est ad discretionem boni et mali perfecti sitis. Unde Hebr. V, 14: perfectorum est solidus cibus, etc. Non ergo laudatur in vobis simplicitas quae opponitur prudentiae, sed simplicitas, quae astutiae. Et ideo Dominus dicit Matth. c. X, 16: estote prudentes sicut serpentes. Rom. XVI, 19: volo vos sapientes esse in bono, simplices in malo”[35].

La simplicidad de que habla el apóstol corresponde a la inocencia de los niños con respecto al mal. No está aconsejando la ignorancia intelectual, sino un no-saber referido a la parte afectiva. Es la voluntad que no sabe buscar el mal porque es simple, sencilla. En definitiva se trata de la simplicidad que se opone a la astucia para obrar con doblez.

2.2.3. Segunda carta a los Corintios

Un primer texto se refiere a 2 Cor. 1, 12: “Nam gloria nostra haec est, testimonium conscientiae nostrae, quod in simplicitate cordis, et sinceritate Dei, et non in sapientia carnali, sed in gratia Dei conversati sumus in hoc mundo, abundantius autem ad vos”.

El comentario divide este versículo en tres partes. La primera muestra como san Pablo se gloría porque en su actuación ante los corintios se ha dirigido con rectitud de conciencia; la segunda explica que esa pureza de conciencia consiste en actuar con simplicidad; y la tercera, como esa simplicidad se opone a la sabiduría carnal:

“Primo ostendit gloriam quam habet de testimonio purae conscientiae; secundo causam huius gloriae insinuat, ibi Quod in simplicitate; tertio manifestat unde proveniat haec causa, ibi Et non in sapientia carnali”[36].

¿Qué significa en este caso actuar in simplicitate cordis? Según el texto, san Pablo se gloría porque ha actuado en simplicidad de corazón, que consiste en dos cosas:

“Causam autem huius gloriae insinuat, dicens, quod in simplicitate, etc.; quae consistit in duobus. In duobus enim consistit puritas conscientiae, ut scilicet ea quae facit sint bona, et quod intentio facientis sit recta, et ista dicit apostolus de se.

Primo quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis, et ideo dicit quod in simplicitate, id est in rectitudine intentionis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis, etc. Prov. XI, 3:simplicitas iustorum, etc. Secundo quod ea quae facit sunt bona, et ideo dicit et sinceritate operationis, Phil. I, v. 10: Ut sitis sinceri et sine offensa”[37].

Así pues, la simplicidad del corazón significa actuar con la intención dirigida a Dios (quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis) y hacer algo que en sí es bueno (quod ea quae facit sunt bona).

Esta forma de obrar se opone a la sabiduría de la carne (“sed non in sapientia carnis”). Hay varias interpretaciones posibles de esa sabiduría de la carne, contrapuesta a la simplicidad con que ha actuado el apóstol:

1) “Primo ut referatur ad hoc quod immediate praecedit, scilicet Dei; et tunc est insinuativum, unde veniat ei sinceritas et simplicitas; quasi dicat: multi antiqui fuerunt sapientes in sapientia terrena, sicut philosophi, et multi iudaei pure vixerunt confidentes in iustitia legis, sed nos non in sapientia carnali, quae secundum naturas rerum, vel desideria carnis est, sed in gratia Dei conversati sumus in hoc mundo”[38]. Según esta interpretación, la simplicidad procede de Dios y por eso se opone a la sabiduría de la carne, que deriva de la naturaleza de las cosas;

2) “Non in sapientia”, es decir, que hemos actuado no en base a la sabiduría humana sino según la gracia de Dios;

3) Hemos actuado “in simplicitate, etc., referatur ad puritatem vitae; hoc vero quod dicit non in sapientia, etc., referatur ad veritatem doctrinae, quasi dicat: sicut vita nostra est in simplicitate et sinceritate Dei, sic doctrina non est in sapientia carnali, sed in gratia Dei”[39]. En este sentido, la simplicidad se presenta como una actitud vital de verdad y pureza ante Dios, a la que sigue una doctrina que no procede de la carne sino de la gracia de Dios. Como la vida es recta ante Dios (en simplicidad), la doctrina enseñada también viene de Dios.

Según estas tres interpretaciones, la simplicidad es una actitud de la persona que procede de Dios. Supone una vida y una sabiduría derivada directamente de Dios, de la gracia divina.

El segundo comentario pertenece a 2 Cor. 8, 2: “Quod in multo experimento tribulationis abundantia gaudii ipsorum fuit, et altissima paupertas eorum abundavit in divitias simplicitatis eorum”.

El apóstol pide a los corintios para la colecta por la iglesia de Jerusalén y les muestra el ejemplo que han dado las iglesias de Macedonia, para que lo sigan.

Explica Santo Tomás:

“Homo ex duabus causis habet promptum animum ad dandum satis, scilicet ex abundantia divitiarum, sicut divites, vel ex contemptu divitiarum; et sic idem facit in paupere contemptus, quod facit in divite abundantia. Et ideo dicit altissima paupertas, sic supra, abundavit, id est effectum abundantiae fecit, in divitias simplicitatis eorum, quia cor eorum erat solum ad Deum, et ex hoc provenit contemptus divitiarum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc”­­[40].

El ánimo de dar procede de la abundancia o del desprendimiento (ex contemptu) de la riqueza. Aquí el texto sagrado nos habla de una pobreza tan perfectísima que abunda en riquezas por su simplicidad. En el comentario a Job (cap. 12), veíamos que la simplicidad lleva a no poner el propio fin en las riquezas de este mundo, sino esperar al tiempo oportuno. Aquí observamos que la simplicidad lleva realmente a la abundancia de riqueza. Porque al desprenderse de las cosas terrenas (por la pobreza perfectísima) han abundado en la riqueza de tener a Dios: “porque su corazón era sólo para Dios”, y de ahí viene el desprendimiento de las riquezas temporales.

Así aparece un nuevo rasgo de la simplicidad: tener el corazón sólo para Dios. La persona sencilla (que actúa en simplicidad) es rica –en su pobreza abunda de todo- porque se dirige totalmente a Dios, estando desprendida de las riquezas materiales.

2.2.4. Carta a los Efesios

Se comenta Ef. 6, 5-6: “Servi, obedite dominis carnalibus cum timore et tremore, in simplicitate cordis vestri, sicut Christo. Non ad oculum servientes, quasi hominibus placentes, sed ut servi Christi facientes voluntatem Dei ex animo”.

El contexto es la explicación de los modos de comportarse en distintas relaciones humanas: hombre-mujer, padres-hijos y, en este caso, siervos-señores. El siervo debe obedecer a su señor, con reverencia y con simplicidad de corazón, como Cristo (v. 5):

“Et in simplicitate cordis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis quaerite illum. Lc. XII, v. 42: fidelis servus, etc. Iob I, 8: numquid considerasti servum meum Iob, etc., et, paulo post: vir simplex, etc”[41].

En qué consiste esta simplicidad de corazón se explica en el v. 6. En primer lugar, expone lo que sería contrario a ella:

“Contrarium autem simplicitatis est, quod servus habeat respectum ad oculum et non ad complacentiam domini. Talis enim servus non habet simplicitatem et rectam intentionem. Et ideo hoc prohibet, dicens non ad oculum servientes, scilicet domino propter lucrum temporale tantum, quasi hominibus placentes, id est complacere volentes. Gal. I, 10: si adhuc hominibus placerem, Christi servus non essem.- Sed ut servi Christi. Col. III, 24:Domino Christo servite”[42].

La simplicidad implica no buscar solamente el lucro temporal (el bien exterior superficial), sino querer complacer a la persona (el bien interior).

En segundo lugar, explicita su contenido positivo. Actuar con simplicidad de corazón supone cumplir la voluntad de Dios, y hacerla ex animo:

“Et quomodo? Facientes voluntatem Dei, scilicet implendo mandata eius opere. Ps. CII, 20:facientes verbum illius, sicut Christus Io. VI, 38: descendi de caelo, non ut facerem voluntatem meam, sed voluntatem eius, qui misit me. Haec est enim voluntas eius qui misit me, scilicet ut obediam hominibus propter Deum. Et ideo dicit sicut servi Christi, et sicut servientes Domino, non hominibus, scilicet non propter se, sed propter Dominum.

Quomodo? Ex animo. Col. III, v. 23: quodcumque facitis, ex animo operamini, sicut Domino, et non hominibus. Item, idem subiungit hic dicens sicut domino et non hominibus. Cum bona voluntate, id est recta intentione. Col. IV, 12: stetis perfecti et pleni in omni voluntate Dei”[43].

La simplicidad o rectitud de intención debe llevar a obedecer la voluntad de Dios, es decir, a cumplir sus mandamientos. Pero a su vez este hacer la voluntad divina, va acompañado necesariamente de una intención recta. De nuevo (supra 2 Cor. 1, 12) encontramos que la simplicidad aúna la verdad de las obras –cumplir los preceptos del Señor- y la verdad en el corazón del hombre –realizar esas obras con intención recta-.

2.2.5. Carta a los Filipenses

El pasaje que se comenta es Fil. 2, 15: “Ut sitis sine querela et simplices filii Dei, sine reprehensione in medio nationis pravae et perversae, inter quos lucetis sicut luminaria in mundo”.

En los versículos anteriores, san Pablo les ha animado a realizar la obra de la salvación. Ahora, les enseña el modo de hacerlo -v. 14: “omnia autem facite sine murmurationibus et haesitationibus”- y la razón de actuar así (nuestro versículo 15).

Esta razón presenta un triple aspecto, según sea en comparación a los fieles (“cum dicit ut sitis sine querela”); en comparación a Dios (“ibi simplices, etc”); y en comparación a los infieles (“ibi sine reprehensione, etc.”).

Cuando se habla del modo de actuar que deben tener los filipenses en comparación a Dios, Santo Tomás comenta:

“Ibi simplices, etc., filius enim est similis patri; Deus autem simplex est; unde simplices simus sicut filii Dei, quod est, quando intentio est ad unum. Iac. I, 8: vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis. Matth. c. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”[44].

Este texto nos parece muy significativo. En primer lugar, señala la razón de semejanza: el hijo es semejante al padre. A continuación afirma que la característica de ese padre es su simplicidad: Dios es simple. Como consecuencia, para ser semejantes a Dios, seamos simples como hijos suyos. Y, ¿qué quiere decir ser simples?: dirigir la intención a uno.

De esta forma, Tomás une expresamente la simplicidad divina y la simplicidad del hombre, además bajo la razón de semejanza.

Después, el comentario sigue exponiendo el resto del versículo (inter quos lucetis sicut luminaria in mundo):

“Et huius ratio ponitur, ibi inter quos, etc. Quia qualitercumque mundus varietur, luminaria caeli clara manent. Matth. c. V, 14: vos estis lux mundi, etc. Lucens non quantum ad essentiam, quia sic tantum Deus lux est. Io. I, 4: et vita erat lux hominum, etc. At vero sancti non sic. Io. I, 8: non erat ille lux, etc. Sed sunt lux, inquantum habent aliquid lucis illius qui erat lux hominum, scilicet Verbi Dei irradiantis nobis. Et ideo dicit verbum vitae continentes, scilicet verbum Christi. Io. VI, 68: Domine, ad quem ibimus? Verba vitae aeternae habes. Ps. CXVIII, 105: lucerna pedibus meis verbum tuum, etc”[45].

2.2.6. Carta a los Colosenses

Aparece un texto sobre la simplicidad de corazón muy similar al de Efesios ya comentado.

De nuevo está diciendo como debe ser la obediencia del siervo. Col. 3, 22: “Servi, obedite per omnia dominis carnalibus, non ad oculum servientes, quasi hominibus placentes, sed in simplicitate cordis timentes Deum”. Aunque aquí se refleja otro aspecto: la simplicidad del corazón se une al temor de Dios, como en el caso de Job.

El siervo debe obedecer a su señor. ¿Cómo?:

“Ideo addit sed in simplicitate cordis, etc., id est, absque dolo, timentes Dominum, sicut Iob I, v. 1: Erat vir ille simplex et rectus ac timens Deum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos, etc”[46].

Obedecer con simplicidad de corazón, sin dolo ni fraude. Buscando realizar la voluntad de Dios.

2.3. Comentario a San Mateo

La Lectura super Matthaeum es fruto de la segunda estancia en París; muy probablemente durante el año académico 1269-1270. El texto de esta reportatio que nos ha llegado está incompleto. Falta el comentario de Santo Tomás a buena parte del Discurso de la Montaña, que se ha sustituido por el de otro autor, Pietro di Scala. En concreto los pasajes desde Mt. 5, 11 hasta 6, 8 y de 6, 14 a 6, 19 (equivalentes a las lecturas 13-17 y 19; n. 444-582 y 603-610 de la edición Marietti). Los trabajos de la Comisión leonina han consentido el descubrimiento de un nuevo manuscrito que contiene el texto íntegro, pero todavía no ha sido publicado[47].

El primer texto es el comentario a Mt. 5, 8: “Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt”. Aparece la relación de la pureza con la simplicidad, en concreto con la simplicidad del corazón de Sab. 1, 1:

“Et ideo dicitur Beati mundo corde: quia sicut oculus videns colorem oportet quod sit depuratus, ita mens videns Deum; Sap. I v. 1: in simplicitate cordis quaerite illum, quoniam invenitur ab his qui non tentant illum; apparet autem his qui fidem habent in illum: fide enim purificatur cor; Act. XV, 9: Fide purificans corda eorum. Et quia visio succedet fidei, ideo diciturQuoniam ipsi Deum videbunt”[48].

La mens para ver a Dios tiene que ser pura. Para ello hay que buscar a Dios con simplicidad de corazón. Pero el corazón se purifica por la fe, y a la fe sigue la visión.

Así explica Tomás la conexión entre la pureza de corazón y la visión de Dios. Esta idea de ver a Dios por la pureza y simplicidad la encontramos más adelante en un texto de S. Juan al explicar el significado del nombre Israel. Ahí nos detendremos un poco más en el ligamen entre simplicidad y ver a Dios.

A continuación encontramos un pasaje muy significativo para la simplicidad. El motivo es la enseñanza de Mt. 6, 22: “Lucerna corporis tui est oculus tuus. Si oculus tuus fuerit simplex, totum corpus tuum lucidum fuerit”.

El comentario de Santo Tomás habla en primer lugar del ojo corporal, siguiendo la interpretación literal del texto:

“Et hoc primo exponitur de oculo corporali; sicut enim lucerna dirigit gressus hominis, sic oculus. Unde si oculus tuus fuerit simplex, idest fortis ad videndum, corpus totum erit lucidum, idest dirigetur ad faciendum; si nequam, idest lippus et obscurus, totum corpus tuum tenebrosum erit, idest omnia opera tua fient ad modum tenebrarum. Si ergo lumen quod in te est, tenebrae sunt, ipsae tenebrae quantae erunt. Lumen quod in te est, est cor et mens. Si ergo ad terram dirigatur, et omnes sensus hominis ad terram dirigentur”[49].

El ojo es la lucerna que dirige los pasos del hombre: si ve bien (si es simple), guía al hombre hacia su actuar propio.

Después expone los distintos sentidos espirituales que pueden atribuirse al “ojo simple”:

1) “Aliter exponitur de oculo spirituali: lumen enim inducit ad probandum, sicut hominis ratio; Prov. XX, 27: lucerna domini spiraculum hominis. Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum, totum corpus tuum, idest omnia membra tua a peccato servabuntur: si non, involventur in operibus tenebrarum. Vel lucidum, in resurrectione sanctorum. Infra XIII, 43: tunc iusti fulgebunt sicut sol”. Tu ojo es simple significa que la razón es simple si se dirige a Dios. Como consecuencia el cuerpo se preserva del pecado;

2) “Item, per oculum significatum intentio. Unde qui vult operari, aliquid intendit: unde si intentio tua sit lucida, idest ad Deum directa, totum corpus, idest operationes tuae erunt lucidae. Et hoc intelligitur in simpliciter bonis”. La simplicidad supone que la intención se dirige hacia Dios, con lo que las obras son luminosas, buenas;

3) “Item, per oculum intelligitur fides; unde si simplex est, ita quod tendat in Deum, idest non vacillet etc.; ad Rom. XIV, 23: quod non est ex fide peccatum est”[50]. Por último, la fe es simple si tiende a Dios y no vacila.

El tercer texto que hemos seleccionado es la enseñanza típica sobre la simplicidad, recogida en Mt. 10, 16b: “Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”.

El Señor ha instruido a sus discípulos sobre el oficio que deberán realizar, ahora les anuncia los peligros que les amenazaran y como deben comportarse ante ellos:

“Estote ergo prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. (...) Ideo ad duo monet eos: ad prudentiam videlicet, et simplicitatem. Ad prudentiam, ut devitent mala illata; ad simplicitatem, ut non inferant mala”[51].

Tras comentar la prudencia, dice sobre la simplicidad:

“Et simplices sicut columbae. Comparaverat autem eos ovi, quia non remurmurat, item non nocet; hic comparat columbae, quia non habet iram in corde. Item simplices contra dolositatem, quae aliud gerit in corde, aliud in ore, iuxta illud Ps. XXVII, 3: loquuntur pacem cum proximo suo, mala autem in cordibus suis. Contra tormenta habere patientiam et simplicitatem. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos”[52].

Es una referencia que aparece en muchas ocasiones en los distintos escritos de Santo Tomás. Pone de relieve la estrecha relación que existe entre la simplicidad y la prudencia. La simplicidad tiene su raíz en el corazón, que no tiene ira contra el otro, que es igual en el interior del hombre que en el exterior.

Seguidamente hemos seleccionado tres textos en los cuales Santo Tomás cita el pasaje de 1 Cor. 14, 20. El contenido es la relación entre infancia y simplicidad. Hay que ser como niños, pero no por la edad sino por la simplicidad. En este contexto se observa la relación entre simplicidad y humildad.

En primer lugar, cuando comenta Mt. 11, 25 (“...quia abscondisti haec a sapientibus et prudentibus, et revelasti ea parvulis”), Santo Tomás describe quienes son los sabios, quienes los prudentes y quienes los niños. Los niños significan tres grupos de personas: bien ad literam, bien por la humildad o por la simplicidad:

“Item simplicitate: unde Apostolus I Cor. XIV, 20: malitia parvuli estote”[53].

En segundo lugar, refiriéndose a Mt. 18, 3: “et dixit: Amen dico vobis, nisi conversi fueritis, et efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum caelorum”, comenta algo similar:

“Dicit Amen dico vobis, nisi conversi fueritis, ab ista scilicet elatione immunes; Zach. I, 3: Convertimini ad me etc., et efficiamini ut parvulus iste, non aetate, sed simplicitate; I ad Cor. XIV, 20: nolite parvuli effici sensibus, sed malitia parvuli estote”[54].

En el tercero, cuando comenta Mt. 21, 16: “et dixerunt ei: Audis quid isti dicunt? Iesus autem dixit eis: Utique. Numquam legistis, quia ‘ex ore infantium et lactentium perfecisti laudem’?”, afirma lo siguiente:

“Sed quomodo dicit infantes, quia tales non possunt loqui: ergo nec laudare? Dico quod non dicuntur infantes propter aetatem, sed propter simplicitatem, quia a malitia immunes. Apostolus I Cor. XIV, 20: Nolite pueri effici sensibus, sed malitia parvuli estote”[55].

La enseñanza es la misma. Hay que hacerse como niños, no por la edad sino por la simplicidad. Esta simplicitas se refiere a la voluntad, no a la inteligencia. Consiste en ser como los niños que no conocen la malicia.

2.4. Comentario a San Juan

La Lectura super Ioannem puede datarse durante el segundo período parisino, probablemente durante los años 1270-1272 (Gauthier prefiere hablar de 1270-1271). Se trata de unareportatio hecha por Reginaldo de Piperno[56]. La exégesis teológica del evangelio de san Juan resulta uno de los comentarios más completos y profundos del Aquinate[57].

El primer texto comenta la escena del bautismo de Jesús (Jn. 1, 32): “Et testimonium perhibuit Ioannes, dicens: Quia vidi Spiritum descendentem quasi columbam de caelo, et mansit super eum”.

El comentario viene a explicar la simbología de la paloma, animal en el cual se manifiesta el Espíritu Santo. Da varios motivos de esa simbolización Espíritu-paloma, el primero de los cuales hace referencia a la simplicidad de la paloma, citando el logion de Mt. 10, 16:

“Primo quidem propter columbae simplicitatem. Nam columba simplex est; Matth. 10, 16:Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae. Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet. Et quidem, secundum Augustinum, apparuit etiam super discipulos congregatos per ignem, quia quidam sunt simplices, sed tepidi; quidam autem ferventes, sed malitiosi. Ut ergo Spiritu sanctificati dolo careant, Spiritus in columbae specie demonstratur; et ne simplicitas frigiditate tepescat, demonstratur in igne”[58].

Ya hemos comentado el consejo evangélico de tener la sencillez de la paloma. Ahora se relaciona la sencillez con la obra del Espíritu Santo. Éste nos hace sencillos (simplices) porque nos lleva a mirar a uno (respicere unum), a Dios que es Uno.

El segundo texto es el pasaje de Jn. 1, 47: “Vidit Iesus Nathanaëlem venientem ad se, et dixit de eo: Ecce vere Israëlita, in quo dolus non est”.

Dice el comentario que Israël puede interpretarse en dos sentidos: como rectissimus y como vir videns Deum. Según ambos significados Natanael sería un verdadero israelita:

“Et secundum utrumque, Nathanaël est vere Israëlita: quia enim ille dicitur rectus in quo non est dolus, ideo dicitur vere israelita, in quo dolus non est; quasi dicat: vere repraesentas genus tuum, quia tu es rectus et sine dolo. Quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt, ideo dixit vere israelita; idest, tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo”[59].

Natanael es un verdadero israelita porque es recto, sin dolo (que es el sentido de Israel). Natanael es un verdadero israelita porque ve a Dios (que es el otro sentido de Israel). ¿Cuál es la conexión entre ambos significados? Como el hombre ve a Dios por la pureza y la simplicidad, para ver a Dios hay que ser simple: tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo.

El tercer comentario que presentamos hace referencia a Jn. 14, 27a: “Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, ego do vobis”.

El contexto, según la exposición de Santo Tomás, es el siguiente. Cristo se atribuye la paz, que se apropia al Espíritu Santo, ya que el Espíritu procede del Hijo, y la da a sus discípulos. La paz se define como la tranquilidad del orden. En el hombre debe darse un triple orden respecto a sí mismo, a Dios y a los demás. Ese orden afecta a las distintas partes del ser humano:

“In nobis tria ordinari debent: intellectus, voluntas et appetitus sensitivus: ut videlicet voluntas dirigatur secundum mentem, seu rationem; appetitus vero sensitivus secundum intellectum et voluntatem. Et ideo Augustinus in lib. De Verbis Domini, pacem sanctorum definiens dicit: «pax est serenitas mentis, tranquillitas animae, simplicitas cordis, amoris vinculum, consortium caritatis»: ut serenitas mentis referatur ad rationem, quae debet esse libera, non ligata, nec absorpta aliqua inordinata affectione; tranquillitas animi referatur ad sensitivam, quae debet a molestatione passionum quiescere; simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri; amoris vinculum referatur ad proximum; consortium caritatis ad Deum”[60].

El hombre debe ordenar su intelecto, su voluntad y su apetito sensitivo. La voluntad es dirigida por la inteligencia y ambas potencias espirituales dirigen el apetito sensitivo. Así aparece la simplicidad de corazón relacionada con la paz (tranquilidad en el orden). Según el texto de Agustín, que Santo Tomás hace propio, la simplicidad del corazón se refiere a la voluntad que debe dirigirse totalmente a Dios como su único objeto.

3. Los significados bíblicos de simplicitas

Finalizada la presentación de los textos escriturísticos, queremos recoger a grandes líneas los distintos contenidos y matices que el Aquinate otorga a la simplicidad.

3.1. La simplicidad como opuesta al dolo

Es el sentido propio, estricto de la simplicidad. Concuerda perfectamente con el significado atribuido a la simplicitas en la Suma Teológica. Aparece en muchos de los textos que hemos presentado.

En el Libro de Job, al inicio, el texto sagrado define este personaje como “vir ille simplex et rectus ac timens Deum et recedens a malo”. Esta descripción de Job, modelo de hombre justo, santo se repetirá en distintas ocasiones a lo largo del texto, y también aparecerá citada en otros comentarios:

“Et erat vir ille simplex: simplicitas enim proprie dolositati opponitur”[61].

En el comentario a Col. 3, 22, hablando sobre cómo debe ser la obediencia del siervo a su señor dice:

“Ideo addit sed in simplicitate cordis, etc., id est, absque dolo, timentes dominum, sicut Iob I, v. 1: Erat vir ille simplex et rectus ac timens Deum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum diriget eos, etc”[62].

Un matiz interesante de la sencillez se encuentra en los comentarios a  la carta a los Romanos (Rom. 16, 19)[63], al logion de Mateo (Mt. 10, 16)[64] y al texto de  1 Cor. 14, 20[65], cuyas referencias aparecen en distintas ocasiones. Explican la relación entre simplicidad y sabiduría.

¿En qué consiste la simplicidad? En ser como niños en el afecto, en la parte volitiva. Respecto a la inteligencia hay que ser sabio, prudente; respecto a la voluntad hay que ser simple, es decir, sin doblez, buscando el bien y no pensando el mal, actuando rectamente y sin la astucia propia del que engaña.

Esta simplicidad en el mal, la inocencia (ignorancia) de los niños, es la simplicitas de la voluntad. Una voluntad recta, que no tergiversa la verdad sino que la acoge tal y como es, actuando después en consecuencia.

3.2. La simplicidad del corazón como rectitud de intención

En diversas ocasiones la simplicidad tiene este sentido más amplio y profundo que el anterior. No se trata sólo de no engañar, de no actuar con dolo, sino de proceder en todo momento con rectitud de intención. Es decir, poner en todo el obrar como fin el dirigirse a Dios.

Así lo subraya Spicq, para quien “en sus comentarios bíblicos Santo Tomás traduce siempresimplicitas cordis como intención recta (rectitudo intentionis)”[66]. Además, como vimos anteriormente,  resalta la conexión de la virtud de la simplicidad con la veracidad y habla de laverdad de la vida, que “para Tomás es aquella verdad que tiene todo ser por el hecho de que reproduce en sí la idea divina; en el hombre, consistirá en la sumisión perfecta al orden divino, por tanto una justicia y un aspecto de la perfección”[67]. Comprobamos de esta manera que la simplicidad como rectitud de intención está presente tanto en la Summa theologiae como en los Comentarios Bíblicos.

Como hemos visto, fundamentalmente dos textos explican la sencillez como rectitud de intención: los comentarios a 2 Corintios 1, 12[68] y Efesios 6. ¿Cómo actuar con simplicitas cordis?:

“Et quomodo? Facientes voluntatem Dei, scilicet implendo mandata eius opere. Ps. CII, 20:facientes verbum illius, sicut Christus Io. VI, 38: descendi de caelo, non ut facerem voluntatem meam, sed voluntatem eius, qui misit me. Haec est enim voluntas eius qui misit me, scilicet ut obediam hominibus propter Deum. Et ideo dicit sicut servi Christi, et sicut servientes Domino, non hominibus, scilicet non propter se, sed propter Dominum.

Quomodo? Ex animo. Col. III, v. 23: quodcumque facitis, ex animo operamini, sicut Domino, et non hominibus. Item, idem subiungit hic dicens sicut domino et non hominibus. Cum bona voluntate, id est recta intentione. Col. IV, 12: stetis perfecti et pleni in omni voluntate Dei”[69].

La simplicitas consiste en hacer el bien (cumplir la voluntad de Dios) y en hacerlo con rectitud de intención. La simplicidad del corazón exige actuar en todo momento con intención recta, es decir, dirigiendo a Dios las propias obras mediante la finalidad. Además las obras deben ser rectas por sí mismas: hacer materialmente el bien con la intención formal de hacerlo.

3.3. La simplicidad dependiente de Dios

Por último, hemos visto una serie de textos que repiten o suponen esta noción: la simplicidad como rectitud del hombre que dirige todo su actuar hacia Dios. Pero, a la vez, aportan nuevos elementos al contenido específico de la simplicidad.

Estos textos aisladamente no son fáciles de interpretar. Sin embargo, como colofón de los desarrollos anteriormente presentados son de inestimable ayuda. Exponemos los más interesantes.

En el comentario a 2 Cor. 8, 2, explica Santo Tomás la riqueza sin par que supone la simplicidad, porque no se fija en los bienes temporales sino en Dios:

“Homo ex duabus causis habet promptum animum ad dandum satis, scilicet ex abundantia divitiarum, sicut divites, vel ex contemptu divitiarum; et sic idem facit in paupere contemptus, quod facit in divite abundantia. Et ideo dicit altissima paupertas, sic supra, abundavit, id est effectum abundantiae fecit, in divitias simplicitatis eorum, quia cor eorum erat solum ad Deum, et ex hoc provenit contemptus divitiarum. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc”­­[70].

Aquí la simplicidad se describe como tener el corazón sólo para Dios, hacia Dios (cor eorum erat solum ad Deum). De ahí procede la abundancia y la verdadera riqueza del hombre. Para entender esta expresión debemos observar el paralelo existente con la doctrina del hombre imagen de Dios (lo veremos en el capítulo 7). El hombre es simple cuando dirige su corazón (todo su ser) hacia Dios. El hombre es imagen especialmente cuando se dirige al conocimiento y al amor de Dios.

En la misma dirección encontramos un pasaje muy significativo para nuestro estudio. El motivo es la enseñanza de Mt. 6, 22 sobre el ojo simple.

El comentario de Santo Tomás sigue en primer lugar la interpretación literal del texto. Habla del ojo corporal como guía del cuerpo[71], después expone los distintos sentidos espirituales que pueden atribuirse al ojo simple:

1) En primer lugar dice que el ojo es la razón. La razón es simple si se dirige hacia Dios[72];

2) En segundo lugar, significa la intención. Todo obrar está dirigido por una intención. La intención es recta cuando se dirige a Dios, consecuentemente todas las operaciones del hombre serán buenas[73];

3) Por último, significa la fe. La fe simple tiende a Dios y no vacila[74].

En los tres casos, podemos observar la vinculación directa entre la simplicidad y el dirigirse hacia Dios (razón, intención o fe).

Esta idea se recoge también en el comentario a Jn. 14, 27a: “Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, ego do vobis”. La simplicidad del corazón ordena la voluntad, en tanto que la dirige totalmente a Dios como el único objeto de sus actos: “simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri”[75].

Observamos en estos textos que la simplicitas dirige la persona (la razón, la intención, la fe, la voluntad) hacia Dios. Pero, ¿por qué existe en Tomás este vínculo entre la simplicidad del hombre y Dios? Nos parece que los dos comentarios que traemos de nuevo a colación dan respuesta suficiente.

El texto más claro y relevante es el comentario a Fil. 2, 15. Hablando del modo de actuar los filipenses respecto a Dios, Santo Tomás comenta:

“Ibi simplices, etc., filius enim est similis patri; Deus autem simplex est; unde simplices simus sicut filii Dei, quod est, quando intentio est ad unum. Iac. I, 8: vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis. Matth. c. X, 16: Estote prudentes sicut serpentes, et simplices sicut columbae”[76].

Aquí el Aquinate une explícitamente la simplicidad de Dios (Deus autem simplex est) y la simplicidad de los hijos de Dios, que deben imitar (ser semejantes) a su Padre: como Dios es simple, nosotros somos simples en cuanto hijos de Dios.

Esta simplicidad se realiza cuando la intención se dirige ad unum. Este dirigirse ad unum, como notábamos en los comentarios precedentes, es dirigirse totalmente hacia Dios, que es absolutamente simple. De tal forma que la simplicidad del objeto (Dios) captado por la inteligencia y voluntad, hace más simple al hombre.

Este aspecto se manifiesta en el comentario al bautismo de Jesús (Jn. 1, 32). El Espíritu Santo desciende en forma de paloma, porque este animal representa la simplicidad:

“Primo quidem propter columbae simplicitatem. Nam columba simplex est; Matth. 10, 16:Estote prudentes sicut serpentes,et simplices sicut columbae. Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere Unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet”[77].

El Espíritu Santo hace que las personas sean simples, porque les hace mirar, dirigirse hacia Uno, el Dios simple. Es la misma idea de la simplicidad: la simplicitas del objeto hace simple al sujeto. Pero ahora se subraya la labor del Espíritu Santo en el alma. La va haciendo simple según se va conformando al Dios simple.

Por último, queremos hacer referencia a dos comentarios en los que el Aquinate une la simplicidad del hombre y la visión de Dios.

El primer texto únicamente nos habla de esta relación simplicidad-visión: comentario a Mt. 5, 8: “Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt”[78]. El segundo la especifica más detenidamente: se trata de la escena en que Jesús ve a Natanael (Jn. 1, 47).

Israël puede interpretarse en dos sentidos: rectissimus y vir videns Deum. Natanael es un verdadero israelita según ambos significados, quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt[79].

Natanael como Job, como tantos otros, son verdaderos representantes del pueblo de Dios por su simplicidad: rectos, justos, con temor de Dios, observantes de la Ley. A la vez, por su pureza de conducta, por esta simplicidad, es capaz de ver a Dios, verdaderamente es un hombre que ve a Dios. ¿Por qué para ver a Dios hay que ser simple de corazón?

Dios se ve por la simplicidad, porque para ver a Dios no cabe el dolo, ni la malicia, ni la riqueza terrena (poner el fin en las cosas temporales), sino que es necesario poner toda la mente, el corazón y la voluntad en Dios.

Nos parece que el origen de esta relación entre simplicidad y visión de Dios deriva del hecho de que Dios es simple y para captar algo simple hay que ser simple. No es otra cosa que aplicar el principio de que lo semejante se capta (conoce) por lo semejante.

La simplicidad del objeto afecta al sujeto. El dirigirse hacia el Dios Simple (por el conocimiento, por la voluntad, por la obras) hace que el hombre se haga más simple. Pero también para captar el objeto simplicísimo (ver a Dios), el sujeto necesita ser simple.

De esta forma se clarifica la relación entre la simplicidad humana y la simplicidad divina. A su vez, esta enseñanza se relaciona con la teología sobre la vida eterna. La vida eterna consiste en ver a Dios, verle como Él es, en su esencia, y al verle como es, nosotros seremos semejantes a Él.

Así nos sirve para fundamentar el vínculo existente entre “Dios simple” (Ego sum qui sum) y el “ver a Dios tal y como es, siendo semejantes a Él”. El Dios simple es objeto de la visio beatífica por el hombre simplificado. La simplicidad ontológica del hombre se desarrolla gracias a la simplicidad moral. Esta simplicidad tendrá su cumplimiento en la vida eterna, con la visión de Dios cara a cara que nos hará semejantes a Él (lo veremos en el próximo capítulo).

Balance conclusivo

La sistemática de este capítulo, presentar los textos para después realizar una síntesis de los distintos significados, hace menos necesario este balance.

De todas formas, es importante señalar que también encontramos en Tomás de Aquino una referencia al sentido moral de la simplicitas. Principalmente en sus comentarios a la Escritura, pero no sólo.

La simplicidad (sencillez) aparece como una virtud específica, veracidad, que consiste en decir la verdad tanto con las obras como con las palabras. El hombre exterior debe expresar fielmente el hombre interior (el corazón, la inteligencia).

Esta identidad entre las virtudes de la veritas y la simplicitas, que aparece por vez primera en la Summa, es un punto a tener en cuenta. Efectivamente ofrece algunas luces para entender la relación entre simplicidad moral y ontológica. La virtud de la verdad (simplicitas), como ausencia de dolo en obras y palabras, debe perfeccionar la verdad del sujeto, lo que Santo Tomás denomina veritas vitae, noción equivalente a la simplicitas en cuanto rectitud de intención.

Esta virtud, simplicidad en sentido estricto, tiene como fin y es un instrumento adecuado para constituir una actitud del alma más general: la simplicidad del corazón o verdad de la vida.

El hombre debe actuar, debe vivir con total rectitud de intención. Es decir, vivir libremente de acuerdo a la verdad profunda de su ser, obrando según la idea que Dios tiene de él. Así el ser humano se somete voluntariamente al designio eterno de Dios sobre su propio ser y vivir. Todo el actuar del hombre, todo el obrar virtuoso implica esta actitud de rectitud de las potencias espirituales del hombre ante la voluntad divina.

Esta simplicidad moral presenta su punto culminante en algunos textos, en los que la simplicidad del hombre se une a la simplicidad divina siendo perfeccionada por ésta. Como Dios es simple, el hombre es simple.

Se trata de textos que relacionan la simplicidad ontológica de Dios con la simplicidad moral del hombre. Éste actúa con simplicidad o se hace simple como consecuencia de que el objeto de su razón o de su voluntad es el Dios simple. El objeto conocido y amado modifica al sujeto, Dios actúa en el hombre simplificándolo, haciéndolo simple (tal y como Él es).

En un primer paso, esos textos muestran que la simplicidad lleva al hombre a poner como objeto de su conocer, de su amar o de sus acciones a Dios. Somos simples cuando la razón se dirige completamente a Dios: “Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum” (In Mattheum, cap. 6, lect. 5). O este otro en el que la simplicidad deriva de la voluntad que toma a Dios como único objeto: “simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri” (In Ioannem, cap. 14, lect. 7).

En un segundo momento, diversos textos establecen la unión entre la simplicidad y el ver a Dios. El hombre puede ver a Dios por la simplicidad,  porque como Dios es simple, “ita mens videns Deum” (In Mattheum, cap. 5, lect. 2); “quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt” (In Ioannem, cap.1, lect. 16).

La actuación del Espíritu Santo consiste en hacernos simples como Dios, porque hace que nuestro actuar se dirija a una sola cosa, Dios: “Spiritus autem Sanctus, quia facit respicere unum, scilicet Deum, simplices facit; et ideo in specie columbae apparet” (In Ioannem, cap. 1, lect. 14).

De esta forma sólo el hombre que es simple puede ver a Dios. Cuando el hombre se fija exclusivamente en Dios, cuando su inteligencia se dirige únicamente a Dios, cuando su voluntad se pone en Dios, entonces el hombre es simple. La simplicidad del hombre se perfecciona, se realiza en esa unión con Dios. El hombre se asemeja a Dios.

En este sentido, la clave viene ofrecida por el texto de Filipenses (In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4). Tenemos que ser simples porque somos hijos de Dios. El hijo es semejante al padre, por tanto como Dios es Simple, nosotros debemos hacernos simples. Esta simplicidad radica en dirigir nuestra intención ad unum, es decir, a Dios.

Nos parece que esta temática presenta bastantes puntos de contacto con el tratado sobre la imagen de Dios en el hombre. El hombre es imagen de Dios por gracia especialmente cuando conoce y ama a Dios, es decir, cuando su conocimiento y su voluntad se dirigen hacia Dios.

No podemos olvidar que Dios es simple. Y que la simplicidad del hombre es a semejanza o imitación de la simplicidad de Dios (cfr. In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4). Además la simplicidad humana lleva a dirigir la inteligencia y la voluntad hacia el ser divino, permitiendo ver a Dios. Precisamente en este ver a Dios (conocerle y amarle) el hombre se hace más simple (la acción del Espíritu Santo en el hombre), porque el objeto (la simplicidad divina) conforma al sujeto (el hombre simple).

NOTAS:


[1] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3; Summa Theologiae, II-II, q. 143, a. 1, ag4 et c; q. 160, a. 2; q. 169, a. 1.

[2] “Quidam philosophus graecus ponit septem partes temperantiae, scilicet austeritatem, continentiam, humilitatem, simplicitatem, ornatum, bonam ordinationem, per se sufficientiam; et videtur quod male”, In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, ag 1.

[3] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2.

[4] Cfr. In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, c.

[5] “Sed modestiam in multa dividit secundum diversa exteriora in quibus oportet hominem modum imponere. Exteriora enim in quibus modestia modum imponit, sunt tria. Primum est collocutiones ad eos quibus convivimus; et in his ponit modum austeritas cujus definitio in objiciendo supra posita est. Secundum est bona exteriora, ut vestes, equi, et hujusmodi, et in his ponit modum humilitas quantum ad quantitatem in usu; unde secundum ipsum, humilitas est habitus non superabundans in sumptibus et praeparationibus; sed simplicitas quantum ad modum quaerendi, quae secundum ipsum est habitus contentus his quae contingunt, non enim multum solicitus est de talibus. Tertium est actiones propriae quae ad corpus pertinent; et in his ponit modum quantum ad agentem ornatus, qui secundum ipsum est scientia circa decens in motu et habitudine: quantum autem ad exteriora, quae consideranda sunt ut debito tempore, et loco, et hujusmodi, ordinatio, quae secundum ipsum est experientia separationis et discretionis actuum, ut sciat loqui verum in tempore suo; quantum vero ad instrumenta, vel auxilia quibus indigemus ad actionem, est per se sufficientia, quae secundum ipsum est habitus contentus quibus oportet”, In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, qª. 3, c.

[6] “Circa exteriora vero duplex moderatio est adhibenda. Primo quidem, ut superflua non requirantur, et quantum ad hoc ponitur a Macrobio parcitas, et ab Andronico per se sufficientia. Secundo vero, ut homo non nimis exquisita requirat, et quantum ad hoc ponit Macrobiusmoderationem, Andronicus vero simplicitatem”, Summa Theologiae, II-II, q. 143, a. 1, c.

[7] “Et secundum hoc, Andronicus ponit tres virtutes circa exteriorem cultum. Scilicet,humilitatem, quae excludit intentionem gloriae. Et per se sufficientiam, quae excludit intentionem deliciarum. Et simplicitatem, quae excludit superfluam sollicitudinem talium. Unde dicit quod simplicitas est habitus contentus his quae contingunt”, Summa Theologiae, II-II, q. 169, a. 1, c.

[8] Summa Theologiae, II-II, q. 111, a. 3, ad 2.

[9] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 1, c.

[10] Ibid.

[11] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 2.

[12] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 3, ad 3.

[13] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ag 4.

[14] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 4

[15] Summa Theologiae, II-II, q. 111, a. 3, ag 2 et ad 2. Ver también Summa Theologiae, I-II, q. 58, a. 4, ad 2.

[16] “Veritas autem de qua loquimur, consistit in hoc quod homo in dictis et factis suis rectitudini divinae, sive divinae legis regulae, se conformet: cui quidem homo conformari debet et in his quae ad cognitionem pertinent, et hoc pertinet ad veritatem doctrinae; et in his quae ad actionem spectant; sive ea debeat aliquis per se ipsum agere, quod pertinet ad veritatem vitae, sive ea debeat ab aliis observanda promulgare, quod pertinet ad veritatem justitiae, quae consistit in rectitudine judicii”, In IV Sententiarum, d. 38, q. 2, a. 4, qª. 1, c. También: “Sed quia non solum aequalitas constituta in rebus per actus nostros, sed etiam ipsi actus nostri commensurari debent rationi quae est in mente; ideo in hac commensuratione etiam alia veritas invenitur, secundum quod ipsae operationes sunt commensuratae menti; et haec est veritas vitae, quae consistit in hoc quod unusquisque faciat secundum quod ratio docet”, In IV Sententiarum, d. 46, q. 1, a. 1, qª. 3, ad 1.

[17] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 2, ad 3. Se puede ver también en este texto: Summae Theologiae, I, q. 16, a. 4, ad 3: “Ad tertium dicendum quod virtus quae dicitur veritas, non est veritas communis, sed quaedam veritas secundum quam homo in dictis et factis ostendit se ut est. Veritas autem vitae dicitur particulariter, secundum quod homo in vita sua implet illud ad quod ordinatur per intellectum divinum, sicut etiam dictum est veritatem esse in ceteris rebus”.

[18] Summa Theologiae, II-II, q. 109, a. 3, ad 3

[19] C. SPICQ, La vertu de simplicité dans l’Ancien et le Nouveau Testament, en RSPT 22 (1933), pp. 14-15, nota 4.

[20] V. BOSCH, El concepto cristiano de “simplicitas” en el pensamiento agustiniano, Apollinare Studi, Roma 2001. Aunque su trabajo estudia formalmente a san Agustín, prepara el tema con una exposición de la simplicitas en la Sagrada Escritura (pp. 19-35) y en el pensamiento patrístico (pp. 37-110), con referencias y bibliografía de los principales estudios sobre la cuestión.

[21] V. BOSCH, El concepto cristiano de “simplicitas”..., o.c., p. 19.

[22] Cfr. C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 6.

[23] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 14.

[24] Cfr. C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 15.

[25] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., p. 25.

[26] Ibid., p. 26.

[27] Leonina, t. 26, pp. 17*-20*.***

[28] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin. Sa personne et son oeuvre, Pensée antique et médiévale. Vestigia 13, Paris-Fribourg 2002, pp. 175-178, 494 y 620.

[29] In Iob, cap. 1.

[30] In Iob, cap. 12.

[31] Ibid.

[32] In Iob, cap. 31.

[33] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 365-376, 496-497 y 621.

[34] In ad Romanos, cap. 16, lect. 2, n. 1219.

[35] In I ad Corinthios XI-XVI, cap. 14, lect. 4, n. 852.

[36] In II ad Corinthios, cap. 1, lect. 4, nn. 30ss.

[37] Ibid., n. 32.

[38] Ibid. ((ver el n.***))

[39] Ibid.

[40] In II ad Corinthios, cap. 8, lect. 1, n. 285.

[41] In ad Ephesios, cap. 6, lect. 2, n. 344.

[42] Ibid., n. 346.

[43] Ibid., nn. 347-348.

[44] In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4, n. 81.

[45] Ibid., n. 82.

[46] In ad Colossenses, cap. 3, lect. 4, n. 178.

[47] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 80-86, 495.

[48] In Mattheum, cap. 5, lect. 2, n. 434.

[49] In Mattheum, cap. 6, lect. 5, nn. 615-616.

[50] Ibid.

[51] In Mattheum, cap. 10, lect. 2, n. 839.

[52] Ibid., n. 841.

[53] In Mattheum, cap. 11, lect. 3.

[54] In Mattheum, cap. 18, lect. 1, n. 1489.

[55] In Mattheum, cap. 21, lect. 1, n. 1707.

[56] Algunos autores, entre ellos Torrell, sostienen que no ha sido revisada posteriormente por Santo Tomás. Es un tema controvertido. Los testimonios de Tolomeo de Lucca y de Bartolomé de Capua se corroboran, son positivos y precisos. La noticia según la cual la revisión se extiende hasta el capítulo 5 es demasiado concreta para ser sin fundamento.

[57] J.-P. TORRELL, Initiation à saint Thomas d’Aquin, o.c., pp. 288-292, 496 y 621.

[58] In Ioannem, cap. 1, lect. 14, n. 272.

[59] In Ioannem, cap. 1, lect. 16, n. 322.

[60] In Ioannem, cap. 14, lect. 7, n. 1962.

[61] In Iob, cap. 1.

[62] In ad Colossenses, cap. 3, lect. 4, n. 178.

[63] “Secundo reddit eos cautos contra malum, dicens sed volo vos esse sapientes in bono, ut scilicet ei quod bonum est inhaereatis, I Thess. ult.: Quod bonum est tenete; et simplices in malo, ne scilicet per aliquam simplicitatem declinetis ad malum, ut talis sit vobis simplicitas, quod nullum decipiatis in malum”, In ad Romanos, cap. 16, lect. 2, n. 1219.

[64] “Et simplices sicut columbae. (...) Hic comparat columbae, quia non habet iram in corde. Item simplices contra dolositatem, quae aliud gerit in corde, aliud in ore”, In Mattheum, cap. 10, lect. 2, n. 841.

[65] “Sed quomodo debetis effici pueri? Affectu, non intellectu. Et ideo dicit sed malitia. Ubi sciendum est quod parvuli deficiunt in cogitando mala, et sic debemus effici parvuli, et ideo dicitsed malitia parvuli estote, et deficiunt in cogitando bona, et sic non debemus esse parvuli, immo viri perfecti, et ideo dicit sensibus autem perfecti, etc., id est ad discretionem boni et mali perfecti sitis”, In I ad Corinthios XI-XVI, cap. 14, lect. 4, n. 852.

[66] C. SPICQ, La vertu de simplicité..., o.c., pp. 14-15, nota 4.

[67] Ibid.

[68] Esa es la forma de actuar que ha seguido el apóstol: “Primo quod habet intentionem rectam ad Deum in operibus suis, et ideo dicit quod in simplicitate, id est in rectitudine intentionis. Sap. I, 1: in simplicitate cordis, etc. Prov. XI, 3: simplicitas iustorum, etc. Secundo quod ea quae facit sunt bona, et ideo dicit et sinceritate operationis, Phil. I, v. 10: Ut sitis sinceri et sine offensa”, In II ad Corinthios, cap. 1, lect. 4, n. 32.

[69] Ibid., nn. 347-348.

[70] In II ad Corinthios, cap. 8, lect. 1, n. 285.

[71] Cfr. In Mattheum, cap. 6, lect. 5, nn. 615-616.

[72] “Unde si oculus tuus fuerit simplex, sic quod ratio tua dirigatur in Deum, totum corpus tuum, idest omnia membra tua a peccato servabuntur: si non, involventur in operibus tenebrarum. Vel lucidum, in resurrectione sanctorum. Infra XIII, 43: tunc iusti fulgebunt sicut sol”, Ibid.

[73] “Item, per oculum significatum intentio. Unde qui vult operari, aliquid intendit: unde si intentio tua sit lucida, idest ad Deum directa, totum corpus, idest operationes tuae erunt lucidae. Et hoc intelligitur in simpliciter bonis”, Ibid.

[74] “Item, per oculum intelligitur fides; unde si simplex est, ita quod tendat in Deum, idest non vacillet etc.; ad Rom. XIV, 23: quod non est ex fide peccatum est”, Ibid.

[75] “In nobis tria ordinari debent: intellectus, voluntas et appetitus sensitivus: ut videlicet voluntas dirigatur secundum mentem, seu rationem; appetitus vero sensitivus secundum intellectum et voluntatem. Et ideo Augustinus in lib. De Verbis Domini, pacem sanctorum definiens dicit: pax est serenitas mentis, tranquillitas animae, simplicitas cordis, amoris vinculum, consortium caritatis: ut serenitas mentis referatur ad rationem, quae debet esse libera, non ligata, nec absorpta aliqua inordinata affectione; tranquillitas animi referatur ad sensitivam, quae debet a molestatione passionum quiescere; simplicitas cordis referatur ad voluntatem, quae debet in Deum obiectum suum totaliter ferri; amoris vinculum referatur ad proximum; consortium caritatis ad Deum”, In Ioannem, cap. 14, lect. 7, n. 1962.

[76] In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4, n. 81.

[77] In Ioannem, cap. 1, lect. 14, n. 272.

[78] “Et ideo dicitur Beati mundo corde: quia sicut oculus videns colorem oportet quod sit depuratus, ita mens videns Deum; Sap. I v. 1: in simplicitate cordis quaerite illum, quoniam invenitur ab his qui non tentant illum; apparet autem his qui fidem habent in illum: fide enim purificatur cor; Act. XV, 9: Fide purificans corda eorum. Et quia visio succedet fidei, ideo diciturQuoniam ipsi Deum videbunt”, In Mattheum, cap. 5, lect. 2, n. 434.

[79] “Et secundum utrumque, Nathanaël est vere Israëlita: quia enim ille dicitur rectus in quo non est dolus, ideo dicitur vere israelita, in quo dolus non est; quasi dicat: vere repraesentas genus tuum, quia tu es rectus et sine dolo. Quia vero per munditiam et simplicitatem homo Deum videt, ideo dixit vere israelita; idest, tu es vir vere videns Deum, quia tu es simplex et sine dolo”, In Ioannem, cap. 1, lect. 16, n. 322.

Pio Santiago

Caio Márcio Barreto Penna Chaves

Extracto de la Tesis de Doctorado presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (2004)


Índice

1. Introducción

2. La fidelidad divina en las enseñanzas de Santo Tomás

3. La fidelidad en el sistema tomista de virtudes

4. La fidelidad es una virtud especial

5. La fidelidad y las dimensiones de la virtud ética

5.1. Dimensión afectiva. El sujeto de la fidelidad

5.2. Dimensión intelectual o normativa

a) Respecto a Dios

b) Respecto a la comunidad y a su soberano

c) Respecto al prójimo

d) La fidelidad de los ministros

e) La fidelidad en el contexto de los votos

6. Conexión de la fidelidad con otras virtudes

a) Fidelidad, caridad y amistad

b) Fidelidad y paciencia

c) Fidelidad, perseverancia y constancia

Bibliografía General


1. Introducción

Si nos aplicamos a examinar cómo aparece la virtud de la fidelidad en algunos manuales clásicos de moral, observaremos que, en un principio, esta parece ser una cuestión en torno a la cual no se plantean grandes discusiones.

Las principales nociones respecto a esta virtud parecen muy bien asentadas. Las definiciones son claras: no hay dudas sobre en qué consiste, ni sobre el puesto que ocupa en la exposición de la doctrina moral. Su campo de incidencia se presenta bastante claro, así como el elenco y el alcance de sus más típicas obligaciones.

No cabe duda de que se trata de un importante valor de la vida humana, pero situado en un segundo o tercer plano, en el conjunto de las cuestiones de la vida moral, hasta tal punto que algunos autores llegan a dedicarle en sus manuales un tratamiento más bien sumario.

Sin embargo, esto no debe ser interpretado como un menosprecio de la virtud. La fidelidad siempre ha sido considerada como una de las virtudes más dignas de honor y aprecio. Lo que ocurre es que, así como los hombres que la han vivido, la virtud de la fidelidad ha ejercido desde hace mucho en el mundo del pensamiento un papel discreto, sin casi llamar la atención, pero firme, seguro y eficaz. Si se ha hablado poco de la fidelidad –al menos en la literatura teológica– es porque no se sentía esta necesidad. La fidelidad no era un “problema”, y por tanto estaba naturalmente situada lejos del vértice de las profundas cuestiones teológicas y filosóficas.

En este sentido, como observa P. Adnès, parece que la fidelidad apenas ha despertado la preocupación de los teólogos, ni siquiera de Santo Tomás, que no la atribuye explícitamente a Dios como una de las perfecciones relativas a su ser o a su operación[1]. El Angélico tampoco elabora un estudio sistemático, detallado, de la fidelidad en el ámbito de las virtudes cardinales y sus partes.

Pero alrededor del Concilio Vaticano II, y sobre todo en los años posteriores, comenzaron a surgir, en el ámbito del pensamiento teológico, muchos escritos que proponían una reflexión más profunda acerca de la fidelidad. El tema adquirió, en aquel entonces, bastante envergadura, especialmente a raíz de las innumerables defecciones en la esfera de la vida religiosa y sacerdotal, y del creciente fenómeno de las rupturas matrimoniales.

Con predominio de enfoques psicológicos y antropológicos, la fidelidad pasó a ser cuestionada en este contexto de “abandonismo vocacional”, de crisis, de “búsqueda de la identidad” del sacerdote, del religioso, etc. Es verdad que muchos autores se han planteado el asunto movidos por la intención de redescubrir los fundamentos de la fidelidad y de hacerle recobrar la fuerza que había perdiendo. Pero en algunos casos se puso en tela de juicio la misma capacidad humana de asumir compromisos de por vida, y, coherentemente con ciertos presupuestos filosóficos, se consideró la fidelidad como un ideal irrealizable.

¿A qué se debía este creciente interés sobre la virtud de la fidelidad? Era la constatación -en un campo muy concreto del saber, como es el teológico- de que las cosas estaban cambiando. Ciertamente no ha sido un fenómeno surgido de la noche a la mañana, sino algo que fue ganando cuerpo poco a poco, a lo largo de muchos años, y cuyas raíces se pueden remontar quizás al desprestigio de los valores cristianos tradicionales, propugnado por una serie de pensadores de los últimos tres siglos.

A estos factores intelectuales se suelen añadir otros, como el influjo en la conducta de las personas –por lo menos en el mundo occidental– de la cada vez más acelerada dinámica de la vida moderna, de la mutación constante de la realidad. En un espacio de tiempo muy corto, el hombre ha dado un verdadero salto en diversos ámbitos de la cultura, y la misma vida humana ha asumido un ritmo de cambio verdaderamente insospechable tiempos atrás, al mismo tiempo que se van afirmando, de modo cada vez más extenso, estilos de vida individualistas y relativistas, marcados por la desconfianza y por un verdadero temor ante la toma de decisiones que comprometan toda la vida. ¿Cómo asumir un compromiso estable, si la vida es tan variable, si el futuro se nos escapa, si nacemos y crecemos en un ambiente donde todo nos conduce a vivir y a disfrutar el momento?

Si se considera también el creciente proceso de secularización de la sociedad en los países de antigua tradición cristiana, y su influjo en otras partes del mundo, que pone en tela de juicio los valores cristianos tradicionales, se entiende cómo se ha podido llegar a un verdadero desprestigio de la fidelidad, a una tergiversación de su sentido, a una debilitación de su poder atractivo.

«Una superficial valoración de todo lo que exige amor y fidelidad, ya sea en el matrimonio, en la vida religiosa, en los deberes filiales o laborales, se difunde hoy rápidamente por doquier, viciando el sereno clima de una fidelidad a la palabra dada. Ya no se reconoce la existencia de lazos definitivos e indisolubles. Todo se relativiza, se temporaliza»[2]. En casos extremos, se llega al punto de calificar como “fieles” ciertas conductas que en otras circunstancias se considerarían como claras manifestaciones de infidelidad.

No obstante, en medio de todo este panorama, no han faltado personas que han ofrecido, con sus vidas, preciosos testimonios de fidelidad, de entrega a Dios, a personas, a ideales y a instituciones. Además, a pesar de todo este bombardeo de ideas contrarias a la fidelidad, hay en el hombre una tendencia natural que lo lleva a buscar la estabilidad en las relaciones familiares, sociales, etc., y no se puede olvidar que la gracia divina trabaja en las almas, despertando aquí y allá deseos de entrega y de fidelidad.

Así las cosas, creemos que la cuestión está en descubrir y mostrar cuáles son los fundamentos de la fidelidad humana. ¿Por qué debo ser fiel? y ¿qué debo hacer para ser fiel? Naturalmente, estas cuestiones exigen un elemento previo: querer ser fiel, considerar la fidelidad como un verdadero bien moral para uno mismo y para los demás. Solamente estas personas estarán en condiciones de encontrar razones, motivos, convicciones de fondo. Los que desprecian la fidelidad como valor, le cierran las puertas del alma y la tornan impracticable.

 Frente a este panorama, vamos averiguar si, a pesar de que no haya realizado un estudio sistemático de esta virtud, es posible encontrar en las obras de Santo Tomás de Aquino elementos que nos proporcionen una base teológica segura para una auténtica concepción de la fidelidad.

2. La fidelidad divina en las enseñanzas de Santo Tomás

Como observa von Balthasar, la experiencia nos demuestra que es difícil al hombre permanecer fiel a sus semejantes, a los compromisos asumidos, a los ideales y al mismo Dios, si se cuenta tan sólo con las propias fuerzas[3]. La fidelidad del hombre implica la fidelidad de Dios, pues el deseo humano de fidelidad no se realizaría nunca si no contara con Él.

Hay, por tanto, una relación entre el ser divino y la fidelidad del hombre, en consonancia con lo que afirma Santo Tomás respecto a la existencia en Dios de las ideas ejemplares de las virtudes:

El ejemplar de la virtud humana es necesario que preexista en Dios, como preexisten en Él también las razones de todas las cosas[4].

Así podemos afirmar que la causa ejemplar de la fidelidad humana es Dios, cuya fidelidad se hace patente al contemplar los atributos de su ser. El hombre es capaz de ser fiel porque Dios es fiel.

En la Summa Theologiae no encontramos la fidelidad explícitamente enumerada entre los atributos de Dios, pero por lo menos una vez se encuentra en las obras del Angélico la relación en Dios entre inmutabilidad y fidelidad.

Nos situamos en Super ad Romanos, más precisamente en los comentarios de Santo Tomás a las siguientes palabras de San Pablo: «¿Cuál es, pues, la ventaja del judío? ¿Cuál la utilidad de la circuncisión? Grande, de todas maneras. Ante todo, a ellos les fueron confiados los oráculos de Dios. Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles, ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso, como dice la Escritura (Sal 51, 6): Para que seas justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado» (Rm 3, 1-4).

Dice Santo Tomás que el versículo que recoge la interrogación de San Pablo - «Nunquid incredulitas eorum, evacuavit fidem Dei?» - puede ser interpretado de dos modos. Primero, con relación a la fe con que se cree en Dios. Segundo, con relación a la fidelidad con que Dios es fiel a sus promesas, y esta fidelidad de Dios se frustraría si a causa de la incredulidad de unos sucediera que todo judío renegase su pertenencia al pueblo elegido[5].

Siguiendo el texto de la epístola, afirma San Pablo a continuación que de ningún modo se frustrará la fidelidad de Dios, a causa de la infidelidad de algunos, porque «Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso, como dice la Escritura: Para que seas justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado» (Rm 3, 4). Y comentado ambas razones dadas por el Apóstol, Santo Tomás enseña dos cosas.

En la primera, conjuga la fidelidad de Dios con la veracidad tomada en su acepción metafísica, para concluir que la mentira de los hombres o bien su infidelidad por no adherirse a la verdad no frustra la veracidad o fidelidad de Dios[6]:

Pues el intelecto divino es causa y medida de las cosas, y por esto, en sí mismo, es infaliblemente veraz, y cada una de las cosas es verdadera en cuanto se conforma con él[7].

Para explicar la segunda razón dada por San Pablo, quien echa mano de un argumento de autoridad de la Escritura, observa Santo Tomás la necesidad de interpretar el versículo en su contexto, el salmo 51.

Según la conocida narración bíblica, Dios había prometido a David, a través del profeta Natán, que afirmaría su descendencia y consolidaría para siempre el trono de su realeza (cfr. 2S 7, 12). Pero por causa del pecado de David se decía que Dios no cumpliría su promesa. David, arrepentido, dirige a Dios el salmo Miserere, donde exclama: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. Porque aparezca tu justicia cuando hablas y tu victoria cuando juzgas» (Sal 51, 6).

Y enseña Santo Tomás al respecto:

La intención del Salmista es decir dos cosas. Lo primero, en efecto, es que por su pecado no cambia la justicia divina, a la cual corresponde que sus palabras se cumplan[8].

Aquí se toma la inmutabilidad de Dios en su sentido más genuinamente bíblico. Dios es inmutable en su justicia y en sus decisiones, es constante, no olvida sus promesas a causa de nuestros pecados, porque rectas son sus palabras (cfr. Pr 8, 8) y es fiel en todas ellas (cfr. Sal145, 13). Y por lo tanto, concluye Santo Tomás diciendo:

Así pues es manifiesto según este sentido, que el pecado del hombre no excluye la fidelidad divina[9].

3. La fidelidad en el sistema tomista de virtudes

Considerando la importancia de las virtudes en la moral tomista y el hecho de que Santo Tomás les dedique un estudio detallado[10], quizás llame la atención verificar que en el caso de la fidelidad no ocurre lo mismo[11].

Esto no quiere decir, como veremos más adelante, que la fidelidad no esté incluida en el cuadro tomista de las virtudes. Además, no sólo en la Summa Theologiae, sino también en otros escritos de Santo Tomás, encontramos una serie de referencias a la fidelidad, que aquí trataremos de estudiar más ordenadamente.

Con base a estas referencias, pretendemos ubicar la fidelidad en el sistema de virtudes de Santo Tomás, siguiendo sus criterios de clasificación. Después, trataremos de verificar si se pueden encontrar, en el caso de la fidelidad, las notas características de las virtudes morales en general.

En el tratado de los hábitos y virtudes de la Prima secundae, después de hacer la distinción entre las virtudes morales y las intelectuales, Santo Tomás presenta, en la cuestión 60, un cuadro general según la enumeración de Aristóteles, donde las virtudes se dividen en géneros y especies.

En pocas palabras, la variedad de virtudes estriba en la diversidad de sujetos o facultades apetitivas que han de ser perfeccionados por la virtud. Esta diversidad de sujetos determina una primera división genérica, según la cual algunas virtudes tienen por materia las pasiones que han de ordenar, y otras las acciones que deben rectificar. Las primeras se agruparán bajo la templanza y la fortaleza, mientras que las segundas se encuadran dentro de la justicia. La división específica se hace por los diferentes objetos formales.

Sin embargo, este cuadro general de la cuestión 60 no es completo. Se refiere tan sólo a la división efectuada por Aristóteles, que Santo Tomás trata de ordenar sistemáticamente, y ciertamente padece de algunas anomalías. «La templanza y fortaleza son presentadas, en estilo aristotélico, como virtudes únicas y aisladas, y no formando principios de agrupación, como virtudes principales, ramificadas en numerosas secundarias del mismo orden. Además, las virtudes de afabilidad, liberalidad, veracidad, son presentadas como virtudes circa passiones, mientras que en el plan seguido en la Secunda secundae se clasifican como virtudes adjuntas a la justicia, que no versan sobre pasiones, sino sobre las operaciones exteriores relativas a otros»[12].

En el esquema seguido en la Secunda secundae, a su vez, encontramos las virtudes divididas en diversos tratados. Los tres primeros corresponden a las virtudes teologales. Luego se encuentran los tratados de la prudencia, de la justicia, de la religión, de las virtudes sociales y de la fortaleza.

En cuanto al organismo de las virtudes morales, se aprecia que Santo Tomás modifica grandemente el esquema de la Prima secundae, y construye un sistema que tiene como punto de partida las cuatro virtudes morales fundamentales que ya Platón distinguía. Esta clasificación en torno a las virtudes cardinales es mantenida abiertamente por Santo Tomás. Se puede decir que la razón de ello es que el Angélico «se ha encontrado ante una tradición enormemente sólida. No solamente la Escritura (Sb 8, 7) enumera cuatro virtudes cardinales, sino que los filósofos (Cicerón, Macrobio) y los Padres de la Iglesia (San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio Magno) no han conocido otra. Y toda la tradición escolástica del siglo XIII antes de él se las ingenió para demostrar por la razón que esta clasificación se impone al espíritu. Y lo mismo vale para la tradición pre-tomista en lo referente a las ramificaciones de las virtudes cardinales»[13].

Santo Tomás no duda en respetar e incorporar una tradición tan antigua como arraigada entre las “autoridades”. Según esta tradición, prudencia, justicia, fortaleza y templanza se consideran las cuatro virtudes fundamentales o cardinales porque «son las características generales del modo de decidir y obrar virtuoso, (...) se refieren a los aspectos específicos de la conducta donde principalmente son necesarias»[14].

No obstante el respeto a la tradición en la que se vio insertado, Santo Tomás no deja de manifestar su pensamiento, y un ejemplo de esto lo encontramos al examinar el lugar que ocupa en sus escritos la virtud de la religión[15].

Dicho sea de paso, será precisamente en el ámbito del tratado de la virtud de la religión donde encontraremos quizás la más importante referencia a la fidelidad en el conjunto de las obras de Santo Tomás, como veremos detalladamente más adelante.

Volviendo a la investigación del lugar que ocupa la fidelidad en el organismo de las virtudes morales, se puede advertir que tampoco en el sistema de la Secunda secundae parece que la fidelidad encuentre un puesto entre las virtudes. Es necesario buscar la clasificación más completa de las virtudes elaborada por Santo Tomás, y ésta la encontraremos en el Scriptum super libros Sententiarum, el Comentario a los cuatro Libros de las Sentencias de Pedro Lombardo.

Super Sententiis es la primera de las grandes obras de Tomás de Aquino[16]. Al contrario de lo que sucede en la Summa Theologiae - su obra de madurez, donde se manifiesta más frecuentemente una independencia del contexto histórico - en Super Sententiis Santo Tomás se muestra muy ligado a sus contemporáneos y predecesores inmediatos[17].

En esta obra, «el Angélico, tras un genial esfuerzo de síntesis y de inventiva, integra, bajo una sistematización rigurosa en torno a las cuatro virtudes cardinales, todas la clasificaciones conocidas de la antigüedad: la de Aristóteles, la enumeración de Cicerón, de unas 20 virtudes; la de Macrobio, que contiene unas 27; la de Andrónico de Rodas, que es de 33; y la clasificación de la primera Escolástica o de Guillermo de Conches en su obra Moralium dogma philosophorum»[18].

En la distinctio XXXIII estudia extensamente las cuatro virtudes principales o cardinales, en tres cuestiones; la primera sobre las virtudes morales en común, la segunda sobre las virtudes cardinales, y la tercera sobre sus partes.

En esta última, Tomás reúne todas las partes de la justicia según los elencos de diversos autores, antiguos y contemporáneos[19].

De los antiguos, menciona los siguientes autores con sus respectivas clasificaciones:

Cicerón, que atribuye a la justicia seis partes: religio, pietas, gratia, vindicatio, observantia, veritas.

Macrobio, que señala las siguientes: innocentia, amicitia, concordia, religio, pietas, humanitas, affectus.

De la clasificación de un autor anónimo sale un gran número de divisiones y subdivisiones de la justicia. Ésta posee dos partes, a saber, liberalitas y severitas, que a su vez se divide enbenignitas y beneficentia. La benignitas comprende otras siete partes: religio, pietas, innocentia, amicitia, reverentia, concordia, misericordia.

De Andrónico de Rodas, o Andrónico el Peripatético, como le llama Santo Tomás en laSecunda secundade, tenemos otro extenso elenco de partes. Para este pensador sonfamiliares justitiae las siguientes virtudes: liberalitas, benignitas, vindicativa, eugnomosyne, eusebia, eucharistia, sanctitas, bona commutatio, legis-positiva.

Aristóteles, a su vez, presenta la justicia dividida en legalis y specialis, y esta segunda subdividida en distributiva y commutativa.

De un autor no identificado, oculto bajo un genérico quidam, pero que podría ser Guillerme de Alvernia[20], y por lo tanto un contemporáneo suyo, Santo Tomás menciona cinco:

Uno propone cinco partes, que son obediencia respecto a los superiores, disciplina respecto a los inferiores, equidad, respecto a los iguales, fe (fides) y verdad respecto a todos[21].

En seguida Tomás aclara que la fe aquí no debe ser interpretada en el sentido de la virtud teologal de la fe, sino como fidelidad:

(…) la fe aquí es tomada como fidelidad, no según es virtud teológica[22].

Y la explicación que presenta Santo Tomás no deja lugar a dudas:

A la tercera cuestión, de las otras partes, hay que saber que parecen ser propiamente dichas partes subjetivas de la justicia, porque por obligación de la ley el hombre está obligado a obedecer al superior, a manifestar disciplina para con el inferior confiado a su cuidado, y a los iguales, y también hacia todos, a conservar la equidad en las cosas, la fe en los hechos, que es lo mismo que la observancia, y la veracidad en las cosas dichas, aunque por veracidad se tome como aquella de las confesiones de un juicio.

De otra manera, si fuese tomada conforme se dijo arriba, seria parte potencial de la justicia[23].

La fidelidad aparece en otros dos lugares del comentario al tercer libro de las Sentencias. El primero, en la cuestión 3 de la distinctio XXIII, donde se indaga sobre la formación de la fe. Al final, en la expositio textus, Santo Tomás enseña que la palabra “fe” puede ser tomada según tres acepciones, siendo una de ellas explicada en los siguientes términos:

La fe del hombre se dice también veracidad, en cuanto es causa de que alguien crea incluso en estas cosas que no ve. Y así dice Cicerón que “la fe es fundamento de la justicia”, fe entendida como fidelidad[24].

Más adelante, todavía en el tercer libro del Super Sententiis, aparece nuevamente la fidelidad, en términos muy semejantes, pues se trata de aclarar una vez más que la “fe” en algunos casos equivale a la “fidelidad”:

Y aquí el Apóstol excluye tres cosas de la caridad, que repugnan a la verdadera amistad: de las cuales, la primera es el fingimiento, como en aquellos que simulan la amistad, cuando no son amigos: cosa que rechaza al decir: fe no ficticia, fe en el sentido de fidelidad[25].

Volviendo a la cuestión del lugar de la fidelidad en el organismo de las virtudes morales, fijémonos ahora en el hecho de que el texto del autor anónimo citado en Super Sententiis, que atribuye la fidelidad a la justicia como una parte potencial, se encuentra repetido casi en idénticos términos en la cuestión 80 de la Secundae secunde, que versa sobre las partes potenciales de la justicia:

(…) otros autores establecen cinco partes de la justicia: obediencia respecto al superior, disciplina con relación al inferior, igualdad entre los iguales, fidelidad y verdad para todos[26].

Al explicar este modo de dividir las partes de la virtud de la justicia, Santo Tomás enseña lo siguiente:

La fidelidad, por la que se realiza lo afirmado, está comprendida en la veracidad en cuanto al cumplimiento de las promesas; pero esta veracidad va más lejos, como se verá más tarde[27].

De todo esto podemos concluir que, en el sistema tomista de virtudes, la fidelidad es definida como una virtud moral, parte potencial de la justicia. El hecho de que Santo Tomás la incluya dentro de la veracidad explica quizás por qué no le ha dedicado una cuestión a parte, hecho que, sin embargo, no le resta importancia.

Curiosamente, aunque ambas virtudes se presenten relacionadas en esta parte de la Summa Theologiae, no se encuentra ninguna referencia a la fidelidad en la cuestión 109 de la Secundasecundae, que versa precisamente sobre la veracidad. Pero sí habrá una mención, y de las más importantes, precisamente en el ámbito de la virtud de la religión[28], que, como hemos visto, ocupa un puesto de relevancia en el sistema tomista de virtudes éticas.

Esto nos permite concluir que, a pesar de que la virtud de la fidelidad no haya encontrado tratamiento sistemático entre los escritos de Santo Tomás, está inserta en el contexto de las virtudes centrales en la concepción tomista de la vida moral.

4. La fidelidad es una virtud especial

Hasta aquí hemos podido ubicar la virtud de la fidelidad en el organismo de las virtudes morales según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. La fidelidad es una parte potencialde la virtud de la justicia, afín a la veracidad.

Para alcanzar el objetivo de este trabajo, no basta dar por zanjada la cuestión del carácter de virtud ética de la fidelidad simplemente por estar incluida en los catálogos de virtudes.

Es un hecho que, con frecuencia, la fidelidad se identifica con el fijismo, la inmovilidad, máxime cuando en moral se parte de la base de una concepción de libertad no acorde con la auténtica moral tomista, como veremos en el capítulo siguiente. En muchos ambientes, «la fidelidad en el sentido habitual, como vínculo reconocido entre la voluntad y un bien, un ideal, una persona, una forma de vida, una institución, una elección anterior, la fidelidad que asegura la permanencia de esta voluntad en un sentido determinado, cambia de valor. Se convierte en una amenaza precisamente porque es un vínculo, que resulta atentatorio de la libertad de elección entre cosas contrarias. Más bien, es la traición la que se hace buena, porque sólo ella conserva el campo libre a la pasión de la afirmación de si mismo»[29]. Frente a esta visión torcida, se hace necesario rescatar el carácter bueno de la acción fiel y el concepto de fidelidad como verdadera virtud, lo que intentaremos hacer a continuación, tratando de demostrar la excelencia de la conducta fiel en los textos de Santo Tomás.

Las virtudes morales son principios de acciones buenas y excelentes. Sobre todo, no se puede perder de vista que en la definición de la virtud como hábito moral está comprendida la capacidad de tomar y realizar decisiones moralmente excelentes de manera coherente y estable.

Muchas veces el hombre sabe de modo genérico lo que es vivir moralmente bien, y que una vida así es una vida llena de valor. Pero no basta tener un conocimiento teórico de lo que es bueno, sino que es necesario a la vez un conocimiento moral práctico, es decir, la conciencia de que la acción virtuosa es un bien para mi, aquí y ahora.

La conversión del conocimiento teórico del bien en una convicción personal, firme y práctica, es garantizada precisamente por la virtud moral.

Tal vez lo que más desvalorice la fidelidad como virtud sea la pérdida de la percepción práctica de la acción fiel como bien de la persona. Como consecuencia, se tiende a juzgar que la conducta fiel es tenida como buena por fuerza de la conveniencia social o de una mera tradición, mientas se olvida que ser fiel, en cuanto acto de virtud moral, es algo que hace feliz a la persona, que contribuye al bien global de su vida.

Podemos decir que todo esto está reflejado de algún modo en las enseñanzas de Santo Tomás cuando se refiere a la fidelidad, particularmente en dos momentos.

El primero de ellos corresponde al prólogo del comentario a la epístola de San Pablo a los Romanos. Santo Tomás empieza por aludir al pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles en que San Pablo afirma de sí mismo que es un vaso de elección, escogido por Dios para llevar Su Nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. El motivo de la excelencia de la vida del Apóstol está, dice Santo Tomás, en sus virtudes, que compara a piedras preciosas[30], entre las cuales brilla con particular esplendor la fidelidad:

Pues en este oficio de llevar el nombre de Dios, su excelencia es manifestada cuanto a tres cosas:

(…) Segundo, en cuanto a la fidelidad, porque no ha buscado nada suyo, sino de Cristo, según aquello de 2Cor. 4, 5: “pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo”[31].

Otro texto que nos permite indicar la excelencia moral de una conducta fiel es el prólogo deSuper epistolam ad Philemonem. Santo Tomás abre esta obra citando un versículo del libro delEclesiástico: «Servus si est tibi fidelis, sit tibi quasi anima tua» (Si 33, 31). El Sabio, comenta el Angélico, enseña las cosas que deben caracterizar las relaciones entre señor y siervo, y de parte de este lo primero que se requiere es precisamente la fidelidad, en la cual estriba su bien.

La fidelidad supone al siervo una gran exigencia, porque se debe a sí mismo, y todo lo suyo, a su señor[32], dice Santo Tomás. Pero al mismo tiempo que le exige mucho, en la fidelidad el siervo encuentra su recompensa, porque halla en ella su bien. Es más, de acuerdo con lo que dice el Angélico en el siguiente texto, podemos concluir que la virtud de la fidelidad hace que la relación siervo-señor ya no se limite a un mero deber de justicia, sino que surja la amistad donde antes solamente había lazos serviles:

Así pues, tal siervo ha de ocupar en el corazón del amo el lugar de un amigo, por lo que dice que sea para ti como tu alma. Pues esto es lo propio de los amigos, que sean las suyas un alma en el no querer y en el querer[33].

Y podemos decir que, aunque el texto en cuestión se refiera a una especie de relación interpersonal peculiar (la relación señor-siervo), queda patente la eminencia de la fidelidad, así como su escasez, porque el mismo Santo Tomás observa, aludiendo a Prov 20, 6, que a pesar de su excelencia la fidelidad se halla en pocos[34].

Acerca de la bondad del acto de fidelidad, podemos hacer un paralelo con aquello que Santo Tomás hace notar respecto a la veracidad: hablar de uno mismo con verdad es una cosa buena, pero con una bondad genérica, que no basta para que el acto sea virtuoso. Para esto se requieren otras condiciones, sin las cuales el acto sería más bien un vicio[35].

En el caso de la fidelidad, esto se da de modo claro. La fidelidad no es un valor absoluto. Para que sea verdadera necesita la referencia a objetivos y valores por los que merezca la pena entregarse. No es verdadera fidelidad, por ejemplo, la perseverancia en la búsqueda de un ideal mezquino o inmoral, o el cumplimiento de promesas acerca de cosas ilícitas, como la promesa de Herodes a la hija de Herodías (cfr. Mt 14, 1-12).

Creemos poder indicar una alusión a esta dependencia de ciertas condiciones para que el acto de fidelidad sea verdaderamente virtuoso, en un pasaje de la Summa Theologiae donde Santo Tomás recuerda que la fidelidad debida a Dios jamás nos exigirá el cumplimiento de una cosa mala, inútil o impeditiva de un bien mayor[36].

Entrando ahora más directamente en la cuestión de la especificidad de la virtud de la fidelidad, y haciendo un paralelo con el tratamiento dado en la Summa Theologiae a otras virtudes anejas a la justicia, se podría argüir una dificultad, que Santo Tomás se plantea al hablar sobre la obediencia. Y lo hace en estos términos:

A la obediencia se opone la desobediencia. Pero todo pecado es una desobediencia, pues dice San Ambrosio que el pecado es “desobediencia a la ley de Dios”. Luego la obediencia no es virtud especial, sino general[37].

 Esta idea se podría aplicar de modo análogo a la fidelidad: así como todo pecado implica un acto de desobediencia, también envuelve un acto de infidelidad. Luego, la fidelidad sería una virtud general.

La solución proporcionada por Santo Tomás respecto a la obediencia[38] ciertamente no se puede aplicar tal cual a la virtud de la fidelidad, pero la respuesta acerca de la especificidad de aquella virtud sirve también para ésta:

(…) a todas las obras buenas que tienen una razón especial de bondad corresponde una virtud especial, ya que lo propio de la virtud es “hacer la obra buena”[39].

Idea que Santo Tomás señala también para afirmar la especificidad de la virtud de la veracidad. Lo propio de la virtud humana es hacer bueno al que la posee. Por tanto, todos los actos que tienen una especial razón de bondad, como el decir la verdad, requieren una virtud especial que disponga a ello[40].

El acto de obediencia tiene una razón especial de bondad, que radica en la misma naturaleza, y por tanto tenemos la virtud especial de la obediencia, que dispone el hombre a los actos propios de esta virtud. Esta razón especial de bondad del acto de obediencia reside en el hecho de que la obediencia al superior está establecida por Dios en la misma naturaleza y es, por consiguiente, un bien, ya que éste, en palabras de San Agustín recordadas por el Angélico, consiste en la medida, especie y orden[41].

Así como el acto de obediencia, también el de fidelidad posee una especial razón de bondad y hace bueno al que lo practica. En el caso de la fidelidad, podemos deducir su especial razón de bondad a partir de algunos elementos tomados de la cuestión sobre el voto en la Secundasecundae[42].

En efecto, el acto más propio de esta virtud es cumplir lo que se ha prometido[43], y, como la obediencia, también es un deber que deriva de la misma naturaleza humana:

(…) por un deber de honestidad moral obliga cualquier promesa hecha de hombre a hombre, y esta es obligación de derecho natural[44].

En conclusión, el cumplimiento de las promesas, por ser un deber de honestidad moral, cuya especial razón de bondad radica en el derecho natural, requiere una virtud especial que a ello disponga. Esta virtud es la fidelidad, parte potencial de la justicia, hábito que dispone al hombre a mantener la palabra dada, a cumplir lo que ha prometido, hacer que sea verdad lo que ha afirmado. Dicho de otro modo, la fidelidad es la virtud que establece la conformidad entre lo que se dice y lo que se hace, así como la veracidad establece la conformidad entre las palabras o acciones y las realidades que expresan.

5. La fidelidad y las dimensiones de la virtud ética

La virtud ética no es una realidad simple, sino que tiene varias dimensiones. En concreto, «tiene una dimensión afectiva, porque es un orden poseído por la afectividad y la voluntad; tiene una dimensión disposicional, ya que ese orden afectivo predispone y anticipa la decisión moralmente excelente para cada situación y (...) dispone en orden al fin último; y tiene, por último, una dimensión intelectual o normativa, en cuanto la virtud es un principio de la razón práctica que ha de ser desarrollado para determinar lo que en cada caso conviene hacer u omitir»[45].

Hemos visto hasta ahora el lugar de la fidelidad en el organismo de las virtudes según la concepción de Santo Tomás de Aquino, y hemos sacado de sus escritos diversos elementos que nos han permitido definirla como una virtud moral especial.

Siendo una virtud, queda clara su dimensión disposicional. Pasemos ahora a investigar si en los escritos de Tomás, sobre todo en la Summa Theologiae, se pueden encontrar elementos suficientes para describir, en el caso de la fidelidad, las otras dos dimensiones antes citadas: ladimensión afectiva y la dimensión intelectual o normativa.

Nos fijamos sobre todo en estas dos dimensiones porque nos permiten dilucidar algunas cuestiones de interés. En el primer punto, que trataremos a continuación, vamos a examinar más en detalle la fidelidad como parte potencial de la justicia, y así quedará resuelta la cuestión del sujeto de la fidelidad. En el segundo punto, dedicado a la dimensión intelectual, vamos a identificar cuáles son los fines de la virtud de la fidelidad que se pueden aprehender en los escritos de Santo Tomás, particularmente en la Summa Theologiae.

5.1 Dimensión afectiva. El sujeto de la fidelidad

A una visión más superficial, quizá pudiera extrañar el hecho de que la fidelidad esté situada por Santo Tomás dentro de la virtud cardinal de la justicia. Y esto porque comúnmente la fidelidad es relacionada con el amor, sobre todo cuando se piensa en el ámbito del compromiso matrimonial, hasta el punto de que muchos autores, antes de referirla a la justicia, y como algo que la supera, la consideran una propiedad esencial de la caridad[46].

Además, pensar en la fidelidad como parte de la justicia causa extrañeza cuando se considera que algunos elementos propios de esta virtud no cuadran con la idea general de fidelidad, como, por ejemplo, el deber de restitución. ¿Cómo puede uno exigir la restitución de un acto de infidelidad?

Para aclarar eventuales dudas, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que la clasificación tomista de las virtudes morales responde a los criterios propios de la época escolástica, situada en un contexto histórico bastante diverso al nuestro. Lo que se buscaba sobre todo era la precisión, la exactitud formal. Actualmente partimos de una óptica quizás más centrada en otros aspectos, que prestigian más las tendencias humanas, la espiritualidad, las relaciones entre las personas, etc.

Lo segundo que hay que tener en cuenta es, como hemos dicho, el respeto de Santo Tomás hacia la firme tradición con la que se encuentra, de agrupar todas las virtudes alrededor de las virtudes fundamentales o cardinales.

Sabemos que las virtudes tienen por sujeto propio las potencias del alma, «pues las virtudes, tanto en su razón genérica de hábitos operativos como en su concepto específico de nuevos principios de acción que “perfeccionan las facultades para el bien, que es la operación óptima”, entrañan relación inmediata de inherencia a las potencias, a las que disponen para obrar»[47].

En el caso de la voluntad, siendo su objeto el bien de la razón proporcionado a ella, no necesita ser perfeccionada por una virtud, a no ser que el hombre desee un bien que exceda su capacidad volitiva, ya de la especie humana, como el bien divino, ya del individuo, como el bien del prójimo[48].

Así, mientras que el doble apetito sensible será el sujeto de las virtudes agrupadas en torno a la templanza y la fortaleza, en la voluntad residirán como en su sujeto las virtudes que dirigen los afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo: «la caridad con la esperanza, que ordenan al bien divino, trascendente al bien humano en general, y la justicia con todas las virtudes anejas – religión, virtudes sociales, etc. – que se refieren al bien del prójimo, que como tal excede al bien individual»[49].

La fidelidad es una de estas virtudes que se refieren al bien del prójimo y que exceden el bien individual, porque no busca lo que aprovecha a uno mismo, sino lo que es de interés y utilidad de los demás:

Respecto de los prójimos, el hombre se ha de disponer rectamente: (…) en cuanto que no sólo no cause daños al prójimo por la ira, sino tampoco por fraude o engaño. Y a esto pertenece la “fe”, si se toma en el sentido de fidelidad[50].

Por tanto, está claro que la fidelidad se integra en el grupo de las virtudes anejas a la justicia y, por consiguiente, reside en la voluntad como sujeto propio. Sin embargo, es aneja a la justicia como parte potencial, por no cumplir perfectamente la razón de la virtud principal[51].

En efecto, fidelidad y justicia tienen en común la referencia al prójimo[52], pero la fidelidad se separa de la virtud principal por defecto de débito[53].

Hay dos clases de débito, el legal y el moral. El primero es obligatorio por imposición de la ley, y es el objeto propio de la justicia. Débito moral es lo que uno debe por la honestidad de la virtud, y puede ser de tal manera necesario que no sea posible conservar sin ello la honestidad de las costumbres[54].

La fidelidad, per quam fiunt dicta, está comprendida en la veracidad. Y la realización de lo afirmado, que pertenece a la fidelidad, es un deber de honestidad moral.

En conclusión, de acuerdo con los criterios de Santo Tomás para la división de las virtudes, la fidelidad se sitúa bajo la justicia como parte potencial, a ella semejante por ordenar el hombre al prójimo y de ella distinta por defecto de la razón de débito[55]. Y perteneciendo al grupo de las virtudes anejas a la justicia, es inherente a la voluntad como sujeto propio.

5.2  Dimensión intelectual o normativa

En este apartado vamos a analizar los fines propios de la virtud de la fidelidad, partiendo de las referencias esparcidas sobre todo por la Secunda Pars.

Sabemos que la división genérica de las virtudes morales las separa en dos grandes grupos, según la materia a que se refieren. Como hemos estudiado, algunas tienen por materia las pasiones que han de ordenar, y otras, las operaciones o acciones exteriores que han de rectificar. Las acciones y pasiones, en cuanto materia propia y principal (aunque no como dominios exclusivos), son los elementos que nos permiten distinguir las diversas virtudes[56].

En otras palabras, la distinción específica de las virtudes se hace por sus objetos formales. Las virtudes que tienen por materia propia y principal las operaciones exteriores se refieren al bien del prójimo, porque tales acciones poseen por objeto lo que es debido a los demás.

Pero el débito no guarda en todas ellas (las virtudes) la misma significación, porque una cosa se debe de muy distinta manera a un igual que a un superior, que a un inferior; y la naturaleza del débito difiere también según resulte de un contrato, de una promesa o un favor recibido. Y estas diversas razones de débito dan lugar a distintas virtudes[57].

El objeto formal de la fidelidad, o su materia propia y principal, son las acciones exteriores que se refieren al bien del prójimo y que tienen por objeto todo lo que es debido a los demás en razón de una promesa, entendida esta en sentido amplio.

La promesa es un acto de la razón, a la cual pertenece ordenar, y, por tanto, esta obligación que de ella se origina es la contrapartida de los mandatos y peticiones. Así como por los mandatos y peticiones establecemos lo que los demás nos deben hacer, por las promesas ordenamos a nosotros mismos lo que debemos hacer a los demás[58].

Por tanto, la promesa es una relación que une al que promete con aquel a quien se promete[59], y puede darse de diversas maneras. Puede ser expresa o tácita. Puede ser con relación a Dios o al prójimo. Con relación a Dios, puede estar unida a un voto o juramento y así expresar un vínculo sagrado. Con relación al prójimo puede dirigirse al individuo o a una colectividad. Puede hacerse de modo más o menos solemne.

Lo que hay de común en todas estas situaciones es la razón de débito moral. La exigibilidad del cumplimiento de las promesas en virtud de una obligación de derecho natural que deriva de la honestidad moral u honorabilidad[60].

Las referencias de Santo Tomás a la fidelidad contemplan esta amplia gama de situaciones, que ahora pasaremos a analizar. Para facilitar el estudio, optamos por dividir las varias referencias en distintos grupos, a saber: a) respecto a Dios; b) respecto a la comunidad y a su soberano; c) respecto al prójimo. En dos grupos a parte pondremos la fidelidad en el contexto de los votos (d) y juramentos (e).

a) Respecto a Dios

Examinando los escritos de Santo Tomás, se podría afirmar que, respecto a Dios, lo primero que se debe especificar como deber de fidelidad es la obligación de cumplir los votos sagrados.

El voto se incluye en la categoría de promesa, porque su contenido es una obligación nacida de una promesa hecha a Dios de un bien mayor, y como tal constituye un acto de la virtud de la religión[61].

Al discurrir sobre la obligatoriedad del cumplimiento de los votos, Santo Tomás enseña que la obligación de cumplir lo que se ha prometido mediante voto radica en la fidelidad que se debe a Dios:

Es de fidelidad humana cumplir lo que se ha prometido, pues, como dice San Agustín, “la palabra ‘fidelidad’ se deriva del cumplimiento de lo dicho”[62].

Se podría concluir, entonces, que, respecto a Dios, la fidelidad nos ordena sobre todo al cumplimiento de lo prometido, los votos sagrados en primer lugar.

Pero Santo Tomás va más allá y nos coloca en una perspectiva mucho más amplia: la fidelidad debida a Dios no se origina de la promesa que le hacemos. No es en la promesa donde encontramos el fundamento último de la fidelidad. Es más, la fidelidad debida a Dios es anterior a la promesa, porque la incluye como uno de sus varios aspectos.

El fundamento último de la fidelidad – que incluye, entre otras acciones, el cumplimiento de los votos – es el reconocimiento del dominio divino sobre nosotros y de los innumerables dones y beneficios que recibimos constantemente de Dios. En otras palabras, el reconocimiento de nuestra radical condición de dependencia y de destinatarios de la gracia divina:

Ahora bien, a Dios se le debe la máxima fidelidad tanto por su dominio sobre nosotros como por los bienes recibidos de Él. Por lo tanto, los votos que a Él se hacen obligan en el máximo grado, pues se comprenden en la fidelidad que el hombre debe a Dios, siendo su infracción una especie de infidelidad[63].

A esta obligación de fidelidad a Dios se hará una mención más, para explicar que, aunque sea máxima esta obligación, no le es contraria la dispensa del voto, que debe ser interpretada a modo de la dispensa que se hace de cualquier ley, cuando en algún caso su observancia no realiza el bien[64].

La fidelidad a Dios también exige que no atribuyamos a otros el honor a Él debido. Esto es lo que se concluye de la lectura de un pasaje de la cuestión 100 de la Prima secundae, donde se pregunta si los preceptos del Decálogo están bien enumerados.

Explica Santo Tomás que, así como la ley humana regula la vida del hombre en la sociedad humana, la ley divina ordena la sociedad humana bajo la autoridad de Dios. Así como para vivir bien en sociedad es necesario guardar las debidas relaciones con el presidente de la sociedad y con los demás miembros de ella, también es necesario que la ley divina imponga preceptos que ordenen al hombre a Dios, y otros que lo ordenen con respecto al prójimo:

Al príncipe de la comunidad tres cosas debe el hombre: primero, fidelidad; segundo, reverencia; tercero, servicio. La fidelidad al señor consiste en no atribuir a otro el honor del principado. Y por tanto, la ley divina ordena: no tendrás otros dioses [65].

b) Respecto a la comunidad y a su soberano

Los textos aquí examinados, naturalmente necesitan ser leídos e interpretados en el contexto histórico concreto de la época en que fueron escritos.

El escenario de la vida de Santo Tomás es el siglo XIII, más precisamente los cincuenta años centrales de este siglo. Y como apunta J. Weisheipl, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, sus trabajos no están desligados de los acontecimientos contemporáneos, pues fue un hombre totalmente inmerso en su época y en su ambiente[66].

Desde el punto de vista histórico-social, la vida de Santo Tomás transcurre en una sociedad - la del mundo medieval occidental - caracterizada por el feudalismo, en cuyo sistema son de primordial importancia los vínculos de dependencia personal, donde se conceden tierras, derechos y beneficios en general a cambio de la fidelidad personal y la prestación de servicios.

Uno de los elementos fundamentales del sistema feudal es el contrato de vasallaje[67], en el que un hombre libre concede a otro un beneficio, a cambio del homenaje, de la fidelidad y de la prestación de determinados servicios. Entre los diversos actos y ceremonias de este contrato, que constituía las relaciones feudales entre el señor y su vasallo, se sitúa el juramento de fidelidad[68].

Una de las veces en que Santo Tomás se refiere a la fidelidad, es precisamente en este contexto, cuando establece las causas de licitud de los juramentos:

Las causas en las cuales es lícito jurar son estas: para firmar la paz, como juró Labón, Gen. XXXI, 44 ss.; segundo, para conservar la fama; tercero, para guardar la fidelidad, como los feudatarios juran a sus señores; cuarto, para cumplir la obediencia, si algo honesto ha sido preceptuado por el superior; quinto, para dar seguridad; sexto, por la verdad que se ha de testificar. Así juró el Apóstol, Rom. I, 9: me es testigo Dios, etc[69].

Respecto al soberano de la comunidad, la fidelidad exige el sometimiento a su autoridad legítima, de la cual quedan liberados los súbditos en caso de apostasía del príncipe:

Desde el momento en que alguien fue por sentencia judicial excomulgado por apostasía en la fe, quedan sus súbditos libres de su dominio y del juramento de fidelidad[70].

Con relación a la comunidad, Santo Tomás alude al deber de fidelidad del ciudadano, al explicar si todo perjurio es pecado, en la cuestión 98 de la Secunda secundae.

No parece, explica, que todo perjurio sea pecado. Puede cesar la obligación del juramento por la aparición de alguna circunstancia imprevista, como cuando una ciudad jura guardar un juramento y después se incorporan a ella nuevos ciudadanos. La razón que apunta Santo Tomás es la siguiente:

El juramento es siempre una acción personal. Por esto, el nuevo ciudadano no está obligado a observar aquello que la ciudad tenía jurado. Sin embargo, hay ciertos lazos de fidelidad que obligan al ciudadano nuevo a participar de las cargas y beneficios de la ciudad[71].

Quizás razonando en términos de estricta justicia, la conclusión lógica del caso en cuestión sería que, al ciudadano que no hubiera tomado parte del juramento de la ciudad, no se le podría exigir participar en las cargas de la vida en sociedad. Este hecho se vería compensado porque – de otra parte – estaría privado de la participación en los beneficios de la vida ciudadana.

Sin embargo, por fidelidad, el ciudadano se siente impelido a contribuir libremente en la tarea de hacer frente a las cargas de la vida social, y no se puede afirmar que esto signifique para él una desventaja, porque también podría participar de los beneficios otorgados a los demás ciudadanos.

Si se tiene en cuenta el contexto histórico-social de la vida de Santo Tomás, se pueden comprender mejor los motivos y el alcance de cuestiones como las que hemos visto.

c) Respecto al prójimo

Con relación al prójimo, en primer lugar tenemos que el hombre debe cumplir lo que ha prometido, por las razones que ya hemos visto en el epígrafe 3 y que veremos más adelante en el caso de los votos y juramentos. Igualmente, según el texto que también hemos mencionado anteriormente, debe el hombre disponerse rectamente con relación al prójimo, y por fidelidad no debe causarle daños por fraude o engaño, o por ira[72].

El oponerse a todo tipo de fraude, engaño, falsedad, mentira, apariencia, etc., se configura como uno de los rasgos más característicos e importantes de la virtud de la fidelidad en el pensamiento de Santo Tomás.

Esto explica, por ejemplo, un pasaje de una de sus obras, intitulada Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religione ingressu. Se trata de un escrito polémico, redactado para contrarrestar “la doctrina errónea y perniciosa de aquellos que impiden a los hombres entrar en religión”. Su finalidad principal era la apología de las nuevas órdenes mendicantes, entonces recién surgidas.

En el capítulo 11 de esta obra, Santo Tomás repasa todos los argumentos elaborados por sus opositores para negar la utilidad de que unos hombres se obliguen a la religión mediante votos. Uno de estos argumentos es el siguiente:

Añaden también ser contra la fidelidad, que gente inexperta se obligue a las graves cargas de la religión, tales como las largas maitines, vigilias, ayunos y disciplinas y otras asperezas, y así son conducidos como bueyes al sacrificio, y esto porque al no cumplir lo que prometieron, se les prepara un lazo de muerte eterna[73].

La respuesta de Santo Tomás a esta objeción no niega las asperezas que encontrarán aquellos que son admitidos a la religión, pero invitar a estas personas a ingresar en este estado no es obrar en contra de la fidelidad, si junto a las austeridades se les prometen también las consolaciones espirituales, a ejemplo de Nuestro Señor[74].

A la fidelidad le repugna tanto toda especie de traición y falsedad que no sólo impide causar daños por fraude o engaño a los amigos, sino que nos obliga incluso a conservarla respecto a los enemigos, por fuerza de ciertos derechos y pactos. Todo esto es lo que extraemos de la cuestión 40 de la Secunda secundae, sobre la licitud del uso de estratagemas en las guerras:

Parece que no sea licito en las guerras usar de estratagemas, (...) porque las asechanzas y fraudes parecen oponerse a la fidelidad, lo mismo que las mentiras. Mas, como a todos debemos guardar fidelidad, a nadie se debe mentir, como se ve en San Agustín. Pues, habiendo de guardar fidelidad al enemigo, como él mismo afirma, parece que no se han de usar celadas contra él[75].

Efectivamente, así responde Santo Tomás:

(...) la estratagema se ordena a engañar al enemigo. De dos modos se puede engañar a uno: con palabra o con obras. Del primer modo, por decirle falsedad o porque no se le guarda lo prometido. Esto siempre es ilícito. De esta manera nadie debe engañar al enemigo, pues hay ciertos derechos y pactos entre los mismos enemigos que han de guardarse, como dice San Ambrosio en el libro “De officiis” (L. 1, c. 29)[76].

En estas obligaciones de fidelidad, cuyo alcance se da incluso respecto a los enemigos, se puede ver reflejada la seriedad de las repercusiones sociales de esta virtud.

Campo especial de la fidelidad que se ha de vivir con relación al prójimo es aquél en que se sitúan las obligaciones de esta virtud respecto a los secretos. Conservar los secretos aparece como acto perteneciente a la fidelidad en dos textos de la Secunda secundae, ambos situados en el Tratado de la Justicia y concernientes a la administración de la justicia.

El primero trata de la obligación de la acusación. Santo Tomás plantea la cuestión de si el hombre está obligado a acusar:

Parece que nadie está obligado a acusar. (...) Nadie está obligado a obrar contra la fidelidad que debe al amigo, puesto que no debe hacer a otro lo que no quiere que se haga con él. Ahora bien, el acusar a alguien va algunas veces contra la fidelidad que se debe a un amigo, como expresa el libro de los Proverbios XI: “quien anda con doblez, descubre los secretos; mas el que es fiel calla lo que el amigo le confió”[77].

De hecho, la respuesta de Santo Tomás confirmará la obligación de fidelidad de no revelar los secretos, pero admitiendo una excepción: cuando está en juego la conservación del bien común, que siempre prevalece sobre el bien particular. Por esto, no es lícito recibir secretos contrarios al bien común[78].

El segundo texto se encuentra dos cuestiones más adelante, y versa sobre la obligación de prestar testimonio.

Parece que nadie está obligado a prestar testimonio, principalmente sobre materias confiadas en secreto. Esto en el caso del sacerdote y para las cosas confiadas en confesión está claro, pues lo que ha conocido como ministro de Dios tiene un vínculo mayor que cualquier precepto humano.

Pero acerca de las demás cosas que bajo secreto se confían a los hombres se ha de distinguir. A veces son de tal naturaleza que el hombre está obligado a manifestarlas en el momento en que llegaren a su conocimiento; por ejemplo, si afectan a la corrupción espiritual o corporal de la multitud, si han de causar daño grave a alguna persona o producir algún otro efecto parecido. En estos casos, todo el mundo está obligado a revelar el hecho, por medio de testimonio o denuncia, y la obligación del secreto no puede prevalecer aquí contra ese deber, porque entonces se quebrantaría la fidelidad que se debe a otros[79].

En otras circunstancias, dirá Santo Tomás, no habrá obligación de revelar las cosas conocidas bajo secreto, y a esto nadie puede ser coaccionado, ni siquiera por precepto del superior, porque guardar la palabra es de derecho natural y nadie puede ser obligado a actuar contra ello. Una vez más se nota que prevalece el bien común, materia de la fidelidad que se debe a los demás.

d) La fidelidad de los ministros

Hay todo un ámbito de ejercicio de la virtud de la fidelidad en los escritos de Santo Tomás, sobre todo en los comentarios escriturísticos, que es el oficio de los ministros o dispensadores de Cristo.

En casi todas las referencias a la fidelidad en este ámbito encontramos como telón de fondo una exhortación de San Pablo en la primera epístola a los corintios: «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1Co 4, 1-2).

El pasaje de la epístola concierne a la amonestación que San Pablo dirige a los corintios por el hecho de que algunos ministros de entre ellos despreciaban a otros ministros. Y observa Santo Tomás que lo primero que hace el Apóstol es recordar a los corintios que aun conociendo la autoridad que corresponde a los que son mediadores en Cristo, nadie debe gloriarse de los hombres[80].

Los ministros deben, por tanto, reconocer su dignidad de mediadores entre Cristo y los hombres, y conocer lo que les corresponde hacer en función de este ministerio: servir sólo a Cristo, por cuyo amor apacientan sus ovejas[81].

Entre los dispensadores de Cristo, dice el Apóstol, lo que se busca es que sean fieles. Y observa el Angélico:

(…) que de los ministros y dispensadores de Cristo, algunos son fieles, algunos infieles. Infieles son los dispensadores que, en la tarea de dispensar los divinos ministerios, no pretenden el beneficio del pueblo y el honor de Cristo y el beneficio de sus miembros (…). Fieles, en cambio, son los que en todo buscan el honor de Dios y la utilidad de sus miembros (…)[82].

Sobre la fidelidad como principio en la dispensación de los misterios divinos, encontramos otra alusión en el comentario a un pasaje de la carta a los colosenses donde dice el Apóstol: «De la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios» (Col 1, 25). Y Santo Tomás llama la atención sobre la grandeza de este ministerio, entregado a los hombres con poder para dispensar las cosas divinas y transmitirlas fielmente[83].

En el Super Matthaeum, al comentar aquella exhortación del Señor a la vigilancia, recogida enMt 24, 45 -«¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a su tiempo?»-, Santo Tomás indica que esta amonestación se dirige especialmente a los prelados[84].

A una actitud de vigilancia pertenece que se comporten los prelados con idoneidad:

La idoneidad está en que sea fiel y prudente. En cualquier buena obra dos cosas son necesarias: que la intención sea puesta en el fin debido, y también que elija las vías adecuadas a este fin; del mismo modo, en el oficio de los prelados estas dos cosas son necesarias[85].

Dirigir la intención al debido fin significa buscar no la propia utilidad, sino la del prójimo, ut salvi fiant, y todo por la gloria de Dios. En esto consiste el comportamiento fiel y, por consiguiente, idóneo de los buenos prelados[86].

Comentando el mismo pasaje de Mateo, añade Santo Tomás que pocos son los hombres verdaderamente fieles[87], afirmación que apoya en la constatación del Apóstol: «Ya que todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2, 21). Se puede concluir, pues, que tal escasez se debe a que muchos no tienen la intención puesta en el fin recto, no buscan ni la honra de Cristo, ni el beneficio del prójimo.

Más adelante, en el evangelio de San Mateo, encontramos la parábola de los talentos, y respecto a la actitud del primer siervo de la parábola, el que recibió cinco talentos y que lucró otros cinco, Santo Tomás apunta la fidelidad entre las calidades de su modo de obrar. Y le atribuye un nuevo matiz:

Igualmente se nota la fidelidad, porque trajo otros cinco. Infiel ciertamente sería quien atribuyera a sí algo de los bienes de su amo: por lo cual éste (el primer siervo) todo lo trajo a su amo. Si has hecho algo bueno, si alguno convertiste, pero a ti te lo atribuyes, y no a Dios, no eres fiel[88].

La fidelidad debida a Dios por los beneficios que de Él recibe el hombre tiene, por tanto, una manifestación muy concreta: corresponder a estos beneficios, hacerlos fructificar, y reconocer como venidos de las manos de Dios no sólo estos mismos beneficios, sino también los frutos que son resultado de la correspondencia humana.

Porque nada retuvo para sí, sino que todo lo ha entregado a su señor, el primer siervo es remunerado y felicitado por su fidelidad. Santo Tomás vuelve a referirse a las palabras de San Pablo a los corintios (cfr. 1Co 4, 2), porque en el comportamiento del siervo bueno y fiel está el ejemplo que debe ser imitado por los ministros de la Iglesia[89].

e) La fidelidad en el contexto de los votos

Como hemos visto, el voto consiste en la promesa de un bien mayor y mejor que su contrario. Es un mandato que, como fruto de una previa deliberación, la persona se impone a sí misma mediante el propósito de la voluntad y la promesa que lo constituye.

La obligación de fidelidad en este contexto arranca del voto en sí, sino del propósito de la voluntad – la promesa – inherente a él. El incumplimiento de un voto no es en sí contrario a la virtud de la fidelidad, sino a la religión. La ofensa a la fidelidad reside en la quiebra del propósito de la voluntad.

Santo Tomás tiene bastante clara esta distinción, como podemos observar en el artículo 4 de la cuestión 88 de la Secunda secundae, sobre la utilidad de hacer votos.

Uno de los argumentos aducidos en contra a la utilidad de los votos es el peligro a que se expondría la persona, porque se encontraría obligada a conservar todo aquello que antes hubiera podido omitir sin problemas[90].

El Angélico rebate este argumento, con mucho sentido común. Hay peligros que nacen del mismo acto que se practica, y ciertamente no se encuentra en él ninguna utilidad, como el querer atravesar un río a través de un puente que amenaza ruina[91].

Pero es posible que el peligro resulte más bien de la práctica displicente de una acción, que se realiza de modo indebido, aunque, en sí misma considerada, tal acción sea útil. Es el caso, por ejemplo, de montar a caballo: una acción que en sí es útil y conveniente, aunque se corra el riesgo de una caída[92].

La conclusión es, pues, que el peligro de hacer un voto no reside en el voto en sí, sino en la falibilidad del hombre, que por cambiar la voluntad puede transgredir el voto y ser infiel[93].

De aquí podemos sacar algunas observaciones. El voto por si solo no garantiza la fidelidad a Dios. Porque la fidelidad no es resultado de la inercia, un hecho acabado o un estado de cosasque no se cambia. La fidelidad es una virtud moral, y como tal tiene que ser cultivada por todos aquellos que, por encima de las contingencias del mundo, desean dar el testimonio de una vida fiel a los compromisos asumidos con Dios, con una persona o con un ideal noble.

En el camino concreto de la entrega a Dios en la vida religiosa, el voto supone, por tanto, un apoyo para que la persona pueda responder a una particular llamada divina mediante el establecimiento de un compromiso. Pero no se ha de perder de vista que la fidelidad a este compromiso es obra de virtud, y por lo tanto se construye a través de la multiplicación de actos interiores – de buena elección de acciones -, como veremos en el capítulo siguiente.

***

Como conclusión de este epígrafe, se puede afirmar que, a partir de las referencias que hace Santo Tomás a la fidelidad, es posible afirmar que su acto propio es la adecuación de la conducta a la palabra dada, en el sentido de mantener esta palabra, hacer verdad lo que se dijo. Esta adecuación se especifica principalmente en el cumplimiento de lo prometido. En esto se incluye, ante todo, la promesa expresa, y, dentro de la promesa expresa, el voto en primer lugar.

La promesa tácita comprende todo aquello a lo que el hombre se obliga sin necesidad de comprometerse expresa o formalmente, como por ejemplo la conservación de los secretos confiados en razón de una relación profesional, de amistad, de parentesco, entre maestro y alumno, etc.[94] También se incluye la obligación de no causar daño mediante insidias y fraudes[95], que tampoco necesita un comprometimiento expreso, siendo, como es, propio de la honradez del hombre.

6. Conexión de la fidelidad con otras virtudes

La fidelidad es parte potencial de la justicia, y tiene como sujeto propio la voluntad, en cuanto virtud que dispone el querer humano hacia un bien que supera al individuo.

Pero para que se mantenga esta disposición de la voluntad, hay que tener en cuenta que es necesario neutralizar los obstáculos que se le oponen, como el desorden de las potencias apetitivas que con facilidad inclinan la voluntad hacia otros objetos, el desgaste inherente al pasar del tiempo, las pruebas y sacrificios, las dificultades exteriores, etc. Por esto es necesario que la fidelidad esté conjugada con otras virtudes, cuyo papel será el de auxiliar a la fidelidad a orientar la voluntad hacia al bien.

Vamos a analizar brevemente las que, a nuestro parecer, son las principales virtudes conexas a la fidelidad, recordando que, a excepción de la caridad, de la amistad y de una breve referencia a la constancia, no son correlaciones que hace Santo Tomás explícitamente, sino que las hacemos nosotros con base en elementos de su doctrina que nos permiten estas comparaciones.

Fidelidad, caridad y amistad

Ya hemos advertido que algunos autores ven en la fidelidad, sobre todo, una de las propiedades esenciales del amor, «por lo que el precepto de la fidelidad se extiende tanto como el de la caridad. El amor tiende, por esencia, al establecimiento de una relación personal, y cuanto más íntima sea esta relación, más profundo será el deber de fidelidad»[96].

B. Häring llega a afirmar que, «aunque en el concepto de fidelidad entra esencialmente el de firmeza, lealtad y constancia personal, no es éste, sin embargo, el que debe ofrecerse primero a nuestra mente cuando hablamos de fidelidad. En su sentido pleno, expresa la fidelidad una relación amorosa y personal con otro o con la comunidad»[97].

Cierto es que los textos citados responden al modo de plantear la cuestión de la fidelidad propio de nuestro mundo actual, muy distinto al de Santo Tomás, que naturalmente está de acuerdo con su época, con su modo de pensar y con las características propias del mundo medieval. Hemos visto que la manera con que el Angélico se refiere a la fidelidad es mucho más formal y sistemática, porque busca la exactitud, la precisión en la definición y en la clasificación.

Sin embargo, es notable que una de las referencias más largas (comparada con la sobriedad de las demás) a la fidelidad en los escritos de Santo Tomás está precisamente en un pasaje del Super Ioannem, donde resalta la fidelidad como una de las cualidades del amor, más precisamente del amor de amistad con Cristo.

Se trata del comentario al pasaje del capítulo 3 del Evangelio de San Juan, en el cual Juan Bautista, afirmando que él no es Cristo, se designa a sí mismo como el “amigo del Esposo”. Y dice Santo Tomás:

Y a pesar de que antes (Juan) había dicho que no era digno de desatar la correa de la sandalia de Jesús, aquí sin embargo se declara amigo de Jesús, para dar a entender la fidelidad de su amor por Cristo. (…) El amigo, en verdad, cuida de los intereses del amigo, movido por el amor y fielmente[98].

“Fidelidad de su amor”. Desde el punto de vista meramente formal, como observamos en laSumma Theologiae, la fidelidad aparece como parte potencial de la justicia. Pero aquí, Santo Tomás la señala como propiedad del amor. La fidelidad del amor se caracteriza por un contenido específico, que consiste en no buscar el interés personal, sino todo aquello que concierne al bien del amado:

En efecto, el siervo no es movido por el afecto de la caridad hacia las cosas que son de su señor, sino por el espíritu de servidumbre. Mientras que el amigo, por amor cuida aquellas cosas que son del amigo, y fielmente. De donde el siervo fiel es como un amigo de su señor[99].

Y continúa Santo Tomás comentando que la fidelidad del siervo hace que se alegre del bien de su señor. Ciertamente lo mismo vale para la amistad. El amigo fiel busca lo que es de interés de su amigo y se alegra con su bien:

Y de ahí es evidente la fidelidad del siervo, cuando se alegra de los bienes del señor, y cuando no busca su bien, sino el de su señor[100].

La fidelidad es nota característica de la amistad, pues sin ella no tenemos una amistad verdadera, sino más bien una ficción, según enseña Santo Tomás al comentar el texto de 1Tim, 1, 5: «El fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera»:

Y aquí el Apóstol excluye tres cosas de la caridad, que repugnan a la verdadera amistad: de las cuales, la primera es el fingimiento, como en aquellos que simulan la amistad, cuando no son amigos: cosa que rechaza al decir: fe no ficticia, fe en el sentido de fidelidad[101].

Fidelidad y paciencia

Por definición, todas las virtudes se ordenan esencialmente al bien, ya que la virtud hace bueno al sujeto que la posee y a sus actos. Pero algunas virtudes se relacionan con el bien más directamente, como la fidelidad, que ordena la voluntad a un bien que supera al individuo. Otras virtudes únicamente remueven los obstáculos que apartan la voluntad de este bien. Entre estas virtudes se encuentra la paciencia.

Mientras que la fidelidad ordena el bien del hombre hacia Dios o hacia los demás, la paciencia tiene por misión conservar este bien, moderando a las pasiones para que no aparten al hombre de él; en concreto, manteniendo el orden de la razón contra los ataques de la tristeza que la dilación del bien trae consigo.

Por comportar duración, la fidelidad encontrará importantes obstáculos precisamente en la tristeza, en la tendencia a la rutina, el acostumbramiento, el tedio de la vida[102]. Estas dificultades hacen que la práctica de la fidelidad sea una tarea bastante laboriosa, y por esto necesita el auxilio de la paciencia, cuya definición ciceroniana citada por Santo Tomás viene muy a cuento para percibir el importante papel que conjuga con la fidelidad:

Por eso Cicerón dice, definiendo la paciencia, que “es la tolerancia voluntaria y continuada de cosas arduas y difíciles por un bien honesto y útil”[103].

Fidelidad, perseverancia y constancia

La perseverancia es, de todas las virtudes, quizás la que más se suele relacionar con la fidelidad, hasta el punto de que no pocas veces la encontramos empleada como sinónimo de la misma.

No es nada sorprendente, pues la misma definición de fidelidad nos dice que lo propio de esta virtud es la duración a pesar de las dificultades y el desgaste que suponen el paso del tiempo. Es en este aspecto, por lo tanto, un objeto difícil. Recordemos aquí la referencia que hace Santo Tomás a esta dificultad cuando examina, en el caso de los votos, la inconstancia de la voluntad humana:

El peligro de hacer el voto no lo engendra el mismo voto, sino la falta del hombre al cambiar su voluntad y transgredir el voto[104].

La voluntad humana es falible, inconstante. Su ordenación no es tarea fácil, y la infidelidad es siempre un riesgo. Pero, como afirma Santo Tomás,

(…) donde quiera que se dé una especial razón de dificultad o de bien, debe darse también una virtud[105].

Dado que uno de los obstáculos que suelen oponerse a la obra virtuosa es precisamente la duración temporal, porque es difícil aplicarse al bien de un modo continuado, esta persistencia será objeto de una virtud especial, que es la perseverancia[106].

Lo propio de la perseverancia es, pues, persistir en el bien, soportar la dificultad de la duración inherente al acto de virtud. Pero no sólo la duración temporal constituye el obstáculo que principalmente hace que la fidelidad reclame el auxilio de otra virtud.

Además de vencer la dificultad que lleva consigo la duración del acto de virtud, el hombre fiel muchas veces se encuentra con obstáculos externos, que necesita superar para mantenerse fiel. Por esto, también se relaciona con la fidelidad la virtud de la constancia, que es parecida a la perseverancia, como auxilio para remover los obstáculos que se opongan al acto de virtud. Lo hace, por tanto, según lo que es propiamente suyo, según explica Santo Tomás, diferenciándola de la perseverancia:

La perseverancia hace que el hombre permanezca firme en el bien venciendo la dificultad que implica la duración del acto; la constancia, venciendo la dificultad originada por todos los demás obstáculos externos[107].

La constancia es una importante calidad aneja a la fidelidad, y esto lo hace notar Santo Tomás en el Ad Colossenses. En efecto, dice el Angélico que San Pablo, después de alabar a Cristo en relación a Dios, a todas las criaturas y a los mismos colosenses, se aprecia a sí mismo en cuanto ministro. Y lo hace presentando, además del mismo ministerio y su grandeza, la fidelidad con que lo ha ejercido, que se manifiesta precisamente en no haber rehuido los peligros que traía consigo, sino que los ha afrontado diligentemente[108].

La perseverancia y la constancia también aparecen como características de la fidelidad en el mismo pasaje del Super Ioannem, citado más arriba. Comenta Santo Tomás que, en el capítulo 3 del cuarto evangelio, Juan Bautista, además de manifestar la fidelidad de su amor, indica también su perseverancia, aquí expresada con el sustantivo permanentiam, en la forma de acusativo singular, que deriva del verbo permaneo, cuya traducción admite, además de permanencia, los significados análogos de perseverancia, constancia y persistencia.

Así pues da a entender la fidelidad de su amor, por esto que dice Amigo del esposo. De igual modo la permanencia, cuando dice Permanece firme en la amistad y en la fidelidad, no elevándose sobre si mismo[109].

***

Hemos considerado algunas virtudes, pero es preciso observar que se podrían relacionar con la fidelidad muchas otras, incluso porque la misma conexión de las virtudes morales implica que ninguna virtud crece sola: «las virtudes morales participan de alguna manera de la unidad que el bien racional tiene en la prudencia, de manera que se forman y se desarrollan a la vez y según cierta proporción armónica»[110].


BIBLIOGRAFÍA GENERAL

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Notas

[1] Cfr. P. Adnès, Fidélité, en «Dictionaire de Spiritualité ascétique et mystique» [= DSp], t. V, Beauchesne, Paris 1937-1995, col. 319-320.

[2] I. M. Gómez, La fidelidad, reflexiones sobre una realidad problematizada,  Monte Casino, Zamora 1981, p. 9.

[3] Cfr. H. U. von Balthasar, Dove ha il suo nido la fedeltà?, en «Communio» 26 (1976), p. 15.

[4] Summa Theologiae [=S. Th.], I-II, q. 61, a. 5, c.: «Oportet igitur quod exemplar humanae virtutis in Deo praeexistat, sicut et in eo praeexistunt omnium rerum rationes».

[5] Cfr. Super epistolam ad Romanos lectura [=Ad Rom.], n. 253 (Los comentarios escriturísticos de Santo Tomás y el Contra retrahentium serán citados según la enumeración empleada por la edición Marietti).

[6] Cfr. Ad Rom., n. 255.

[7] Ib.: «Intellectus autem divinus est causa et mensura rerum et propter hoc, secundum seipsum, est indeficienter verax, et unaquaeque res est vera, inquantum ei conformatur».

[8] Ad Rom., n. 257: «Intentio ergo Psalmiste, est duo dicere. Primo quidem, quod propter peccatum eius non mutatur iustitia Dei, ad quam pertinet ut suos sermones impleret».

[9] Ib.: «Sic ergo patet secundum hunc sensum, quod peccatum hominis divinam fidelitatem non excludit».

[10] «Las virtudes proporcionan a la moral de Santo Tomás su armadura principal. Por ello, las estudia con cuidado, utilizando todos los recursos de la tradición filosófica y cristiana» (S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 1988, p. 296).

[11] Algunos opúsculos que se solían atribuir al Doctor Angélico en los cuales encontramos una doctrina más desarrollada sobre la fidelidad, desde el punto de vista de la espiritualidad, son inauténticos o de dudosa autenticidad., en la voz) menciona tres opúsculos, De dilectione Dei et proximi, De divinis moribus y De beatitudini, que se pueden encontrar en la edición de Parma (25 t., 1852-1873) de las obras de Santo Tomás (Opusculum 54, t. 16, p. 245;opusculum 55, t. 16, p. 288; opusculum 56, t. 16, p. 297). Cfr. P. Adnès, Fidélité, en DSp, op. cit., col. 319-320.

[12] T. Urdanoz, La división de las virtudes morales, en «Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino», t. V, Editorial Católica, Madrid 1954, p. 271.

[13] O. Lottin, Comment interpréter et utiliser Saint Thomas d’Aquin?, en «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 36 (1960), p. 62: «s’est trouvé devant une tradition étonnamment ferme. Non seulement l’Escriture (Sap. 8, 7) énumère quatre vertus cardinales, mais les philosophes (Cicéron, Macrobe) et les Pères de l’Église (saint Ambroise, saint Augustin, saint Jérôme, saint Grégoire le Grand) n’en connaissent pas d’autres. Et toute la tradition scolaire du XIIIe siècle avant lui s’est ingéniée à démontrer par la raison que cette classification s’imposait à l’esprit. Et il en va de même pour la tradition préthomiste concernant les ramifications de ces vertus cardinales».

[14] A. Rodríguez-Luño, Ética general, EUNSA, Pamplona 2001, p. 225.

[15] Cfr. O. Lottin, Comment interpréter..., op. cit., p. 63.

[16] Esta obra es fruto de la enseñanza de Santo Tomás como bachiller sentenciario al principio de su primera estancia en París, entre los años 1252-54. Cfr. J.-P. Torrell, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, EUNSA, Pamplona 2002, p. 357, donde observa: «Más que un simple comentario, hay que ver en este amplio libro unas cuestiones levantadas con ocasión del texto de Lombardo, que engloban toda la materia de la teología, una obra teológica personal de pleno derecho, reveladora del pensamiento y opciones de Tomás».

[17] Cfr. O. Lottin, Comment interpréter..., op. cit., p. 60.

[18] T. Urdanoz, La división de las virtudes morales, op. cit., p. 271.

[19] Cfr. In III Sententiarum [=In III Sent.], d. 33, q. 3, a. 4.

[20] Guillerme de Alvernia (*Aurillac 1180?, †París 1249), nombrado obispo de París por Gregorio IX en 1228, autor de numerosos escritos, entre comentarios a la Escritura, obras de teología, filosofía y espiritualidad, y también sermones.

[21] In III Sent., d. 33, q. 3, a. 4, quaest. 3: «Quidam ponunt quinque partes, quae sunt obedientia respectu superiores, disciplina respectu inferiores, aequitas respectu parium, fides et veritas respectu omnium». En la cuestión 80 de la Secunda secundae se reproduce el mismo texto, casi en idénticos términos, y tal como en el Super Sententiis, sin que se reconozca el autor. La atribución del texto citado por Santo Tomás a Guillerme de Alvernia se encuentra, por ejemplo, en la edición de la casa Marietti de la Summa Theologiae (Torino 1952). En efecto, hay un gran paralelismo entre el texto de Tomás y el texto del Capitulo 12 del tratado De Virtutibus del obispo de París. Sin embargo, este enuncia en su obra seis partes y no cinco, como se menciona en el Super Sententiis y en la Summa Theologiae. He aquí el texto de Guillerme de Alvernia: «De iustitia vere dicimus hic, quia ipsa est virtus, qua redditur unicuique quod suum est per se, videlicet inquantum suum, seu debitum. Huius autem sex sunt species, seu rami, vel partes, quarum prima est obedientia, et haec debetur superioribus inquantum superioribus (...). Secunda et quasi correlativa pars iustitiae, disciplina est et hanc debemus subditis, sive inferioribus (...). Tertia est aequitas hoc est quae debetur paribus, non supergredi quemquam illorum, aut praemere, ut parem natura conditionem habere. Quarta autem virtus est fides, sive fidelitas, et haec proprie est contra fraudes, et dolus. Quinta veracitas, hoc in dictis, et promissis: haec est contra mendacia, perjuria, contra promissa, ut pacta non servata. Sexta est veritas, haec proprie factorum, et operum, et haec est proprie contra falsitatem hypochrisis, et aliarum nequam simulationum;» Guillerme de Alvernia, Summa de virtutibus et vitiis, en Guilielmi Alverni Opera Omnia, t. 1, Frankfurt am Main 1963, p. 163.

[22] In III Sent., sol. 3, ad 3: «(Ad tertium dicendum quod) fides hic sumitur pro fidelitate, non secundum quod est virtus theologica».

[23] In III Sent., sol. 3: «Ad tertiam quaestionem de partibus aliis sciendum est quod videntur esse subjectivae justitiae proprie dictae quia ex obligatione legis tenetur homo ut superiori obediat, ut inferiori suae curae commiso disciplinam exhibeat, et ad aequales etiam, et ad omnes servet aequalitatem in rebus, fidem in factis, quae est idem quod observantia, et veritatem in dictis, si tamen veritas sumatur ea quae est in confessionibus judicii. Alias si sumeretur sicut supra, esset pars potentialis justitiae».

[24] In III Sent., d. 23, a. 3, q. 4, ex: «Dicitur autem et veracitas hominis fides, inquantum est causa quod credat quis etiam de his quae non videt; et sic dicit Tullius, quod “fides est fundamentum justitiae”, fidem pro fidelitate accipiens».

[25] In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 2: «Et excludit ibi apostolus tria a caritate, quae verae amicitiae repugnant: quorum primum est fictio, sicut est in simulantibus amicitiam, cum non sint amici: quod removet per hoc quod dicit: fides non ficta; fidem pro fidelitate accipiens».

[26] S. Th., II-II, q. 80, a. 1: «(Praeterea), a quibusdam aliis ponuntur quinque partes iustitiae: scilicet obedientia respectu superioris, disciplina respectu inferioris, aequitas respectu aequalium, fides et veritas respectu omnium».

[27] S. Th., II-II, q. 80, a. 1, ad 3: «Fides autem per quam fiunt dicta, includitur in veritate, quantum ad observantiam promissorum. Veritas autem in plus se habet, ut infra patebit».

[28] En la cuestión 88 de la Secunda secundae, más precisamente en el artículo dedicado al tema de la obligación de cumplimiento de los votos, se encuentra una afirmación de Santo Tomás que se puede considerar como su definición de la virtud de la fidelidad: «Es de fidelidad humana cumplir lo que se ha prometido, pues, como dice San Agustín, “la palabra ‘fidelidad’ se deriva del cumplimiento de lo dicho» (S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.). Sobre esta definición tendremos oportunidad de detenernos más adelante.

[29] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, op. cit., p. 434.

[30] Cfr. Ad Rom., n. 1.

[31] Ad Rom., n. 8: «In hoc autem officio portandi nomen Dei ostenditur eius excellentia quantum ad tria. (...) Secundo quantum ad fidelitatem quia nihil sui quaesivit sed Christi, secundum illud II Cor. IV, 5: non enim nosmetipsos praedicamus, sed Christum Iesum».

[32] Cfr. Super epistolam ad Philemonem lectura [=Ad Phil.], n. 1.

[33] Ib.: «Talis ergo servus debet haberi a domino, sicut amicus in affectu. Unde dicit sit tibi sicut anima tua. Hoc enim est proprium amicorum, ut eorum anima una sit in nolendo et volendo».

[34] Cfr. Ib.

[35] Cfr. S. Th. II-II, q. 109, a. 1, ad 2.

[36] Cfr. S. Th. II-II, q. 88, a. 10, ad 3.

[37] S. Th. II-II, q. 104, a. 2: «Obedientiae enim inobedientia opponitur. Sed inobedientia est generale peccatum, dicit enim Ambrosius quod peccatum est inobedientia legis divinae. Ergo obedientia non est specialis virtus, sed generalis».

[38] Cfr. S. Th. II-II, q. 104, a. 2, ad 1.

[39] S. Th. II-II, q. 104, a. 2, c.: «(Respondeo dicendum quod) ad omnia opera bona quae specialem laudis rationem habent, specialis virtus determinatur, hoc enim proprie competit virtuti, ut opus bonum reddat».

[40] Cfr. S. Th. II-II, q. 109, a. 2, c.

[41] Cfr. S. Th. II-II, q. 104, a. 2, c.

[42] Cfr. S. Th. II-II., q. 88.

[43] Cfr. S. Th. II-II, q. 88, a. 3, c.

[44] S. Th. II-II, q. 88, a. 3, ad 1: «(Ad primum ergo dicendum quod) secundum honestatem ex qualibet promissione homo homini obligatur, et haec est obligatio iuris naturalis».

[45] A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit, pp. 211-212 (sin cursiva en el original). El autor observa que tal denominación la toma de la obra de J. Annas, The Morality of Happiness, Oxford University Press, New York 1993, y que la misma idea se puede encontrar en muchos otros autores.

[46] Cfr. a título de ejemplo: J. Cardona Pescador, Fidelidad, en «Gran Enciclopedia Rialp» [= GER], t. X, Rialp, Madrid 1991-1993, p. 87; B. Häring, La ley de Cristo, t. II, Herder, Barcelona 1961 (2ª ed.), p. 536, quien a su vez remite al artículo de W. Schultz, Vom Wesen der Treue, en «Zeitschrift für Theologie und Kirche» (1935), 211-233.

[47] T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes, en «Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino», t. V, Editorial Católica, Madrid 1954, p. 171.

[48] Cfr. S. Th., I-II, q. 56, a. 6, c.

[49] T. Urdanoz, El sujeto psíquico de las virtudes, op. cit., p. 180.

[50] S. Th., I-II, q. 70, a. 3, c.: «Ad id autem quod est iuxta hominem, scilicet proximum, bene disponitur mens hominis (...), quantum ad hoc quod non solum per iram proximis non noceamus, sed etiam neque per fraudem vel per dolum. Et ad hoc pertinet fides, si pro fidelitate sumatur».

[51] Cfr. A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit, p. 225.

[52] Cfr. S. Th., II-II, q. 80, a. 1, c.

[53] Cfr. Ib.

[54] Cfr. Ib.

[55] Así como la fidelidad, otras virtudes, tales como la gratitud, la veracidad, la afabilidad y la liberalidad, encuentran la razón de su obligación en la honestidad de la virtud. Son virtudes, como observa J. Pieper, que poseen un elemento de exceso o de inutilidad, porque la persona sabe que jamás será capaz de hacer aquello a lo que está obligada. La razón es que la sola justicia no basta para obtener y garantizar la totalidad del bien humano y por tanto, el hombre virtuoso debe estar dispuesto a dar no únicamente lo que se debe, sino también lo que, estrictamente hablando, no se está obligado a dar. Esta disposición es directamente proporcional a «la lucidez con que se sabe sujeto pasivo de donación, obligado ante Dios y ante los hombres» (J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1990, p. 162; 170). Este pensamiento está perfectamente ilustrado por Santo Tomás cuando escribe, por ejemplo, sobre la afabilidad, cuya prestación surge de las mismas “exigencias de la naturaleza sociable del hombre”, que es tan necesaria porque “nadie puede aguantar un solo día de trato con un triste o con una persona desagradable” (S. Th., II-II, q. 114, a. 2, ad 1).

[56] Cfr. S. Th., I-II, q. 60, a. 2, c.

[57] S. Th., I-II, q. 60, a. 3, c.: «Sed debitum non est unius rationis in omnibus, aliter enim debetur aliquid aequali, aliter superiori, aliter minori; et aliter ex pacto, vel ex promisso, vel ex beneficio suscepto. Et secundum has diversas rationes debiti, sumuntur diversae virtutes».

[58] Cfr. Ib.

[59] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 5, c.

[60] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 3, ad 1.

[61] Cfr. S. Th., II-II, q. 88.

[62] S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.: «(Respondeo dicendum quod) ad fidelitatem hominis pertinet ut solvat id quod promisit, unde secundum Augustinum, fides dicitur ex hoc quod fiunt dicta».

[63] S. Th., II-II, q. 88, a. 3, c.: «Maxime autem debet homo deo fidelitatem, tum ratione dominii; tum etiam ratione beneficii suscepti. Et ideo maxime obligatur homo ad hoc quod impleat vota deo facta, hoc enim pertinet ad fidelitatem quam homo debet deo, fractio autem voti est quaedam infidelitatis species».

[64] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 10, ad 3.

[65] S. Th., I-II, q. 100, a. 5, c.: «Principi autem communitatis tria debet homo, primo quidem, fidelitatem; secundo, reverentiam; tertio, famulatum. Fidelitas quidem ad dominum in hoc consistit, ut honorem principatus ad alium non deferat. Et quantum ad hoc accipitur primum praeceptum, cum dicitur, non habebis deos alienos».

[66] Cfr. J. Weisheipl, Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrinas, EUNSA, Pamplona 1994, p. 20-21.

[67] J. Mausbach – G. Ermecke, Teología moral católica, vol. III, EUNSA, Pamplona 1974: «La Edad Media cristiana desarrolló el concepto de fidelidad especialmente en conexión con la relación de vasallaje. En aquella época, la fidelidad era exaltada en los poemas épicos y didácticos, y el ejercicio de esta virtud se consideraba el compendio de todas las virtudes naturales y cristianas».

[68] S. Moreta Velayos, Feudalismo, en GER, t. X, p. 68: «El juramento de fidelidad (sacramentum) seguía a la ceremonia del homenaje y consistía esencialmente en la promesa de ser fiel a la palabra dada. El origen y la razón de ser de tal juramento está en la “preocupación de los señores en asegurarse más exactamente la ejecución de los deberes de sus vasallos. Violar un juramento significaba hacerse culpable de perjurio, es decir, de un pecado mortal. En una sociedad en que la fe era general, constituía algo muy importante” (F. L. Ganshof, El feudalismo, Ariel, Barcelona 1963, p. 53)».

[69] Super epistolam ad Hebraeos lectura, n. 320: «Causae autem in quibus liceat iurare hae sunt: pro pace firmanda, sicut Laban iuravit, Gen. XXXI, 44 ss.; secundo pro fama conservanda; tertio pro fidelitate tenenda, sicut feudatarii iurant dominis; quarto pro obedientia implenda, si praecipitur a superiori aliquid honestum; quinto pro securitate facienda; sexto pro veritate attestanda. Sic iuravit apostolus, Rom. I, 9: testis est mihi Deus, etc.».

[70] S. Th., II-II, q. 12, a. 2, c.: «Et ideo quam cito aliquis per sententiam denuntiatur excommunicatus propter apostasiam a fide, ipso facto eius subditi sunt absoluti a dominio eius et iuramento fidelitatis quo ei tenebantur».

[71] S. Th., II-II, q. 98, a. 2, ad 4: «(Ad quartum dicendum quod) quia iuramentum est actio personalis, ille qui de novo fit civis alicuius civitatis, non obligatur quasi iuramento ad servanda illa quae civitas se servaturam iuravit. Tenetur tamen ex quadam fidelitate, ex qua obligatur ut sicut fit socius bonorum civitatis, ita etiam fiat particeps onerum».

[72] Cfr. S. Th., I-II, q. 70, a. 3, c.

[73] Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religione ingressu [=Contra ret.], n. 811: «Adiiciunt etiam, hoc contra fidelitatem esse, dum inexperti ad graviora religionis onera, ut ad longas matutinas, graves vigilias, ieiunia et disciplinas et alias huiusmodi asperitates obligantur, et ducuntur sicut bos ad victimam; et ita dum non implent quod voverunt, paratur eis laqueus ad mortem aeternam».

[74] Cfr. Ib.

[75] S. Th., II-II, q. 40, a. 3: «Videtur quod non sit licitum in bellis uti insidiis, (...) insidiae et fraudes fidelitati videntur opponi, sicut et mendacia. Sed quia ad omnes fidem debemus servare, nulli homini est mentiendum; ut patet per Augustinum, in libro contra mendacium. Cum ergo fides hosti servanda sit, ut Augustinus dicit, ad bonifacium, videtur quod non sit contra hostes insidiis utendum».

[76] Ibid.: «(Respondeo dicendum quod) insidiae ordinantur ad fallendum hostes. Dupliciter autem aliquis potest falli ex facto vel dicto alterius uno modo, ex eo quod ei dicitur falsum, vel non servatur promissum. Et istud semper est illicitum. Et hoc modo nullus debet hostes fallere, sunt enim quaedam iura bellorum et foedera etiam inter ipsos hostes servanda, ut Ambrosius dicit, in libro de officiis».

[77] S. Th., II-II, q. 68, a. 1: «Videtur quod homo non teneatur accusare. (...) Nullus tenetur contra fidelitatem agere quam debet amico, quia non debet alteri facere quod sibi non vult fieri. Sed accusare aliquem quandoque est contra fidelitatem quam quis debet amico, dicitur enim Prov. XI, qui ambulat fraudulenter revelat arcana, qui autem fidelis est celat amici commissum».

[78] Cfr. S. Th., II-II, q. 68, a. 1, ad 3.

[79] S. Th., II-II, q. 70, a. 1, ad 2: «Circa ea vero quae aliter homini sub secreto committuntur, distinguendum est. Quandoque enim sunt talia quae, statim cum ad notitiam hominis venerint, homo ea manifestare tenetur, puta si pertineret ad corruptionem multitudinis spiritualem vel corporalem, vel in grave damnum alicuius personae, vel si quid aliud est huiusmodi, quod quis propalare tenetur vel testificando vel denuntiando. Et contra hoc debitum obligari non potest per secreti commissum, quia in hoc frangeret fidem quam alteri debet».

[80] Cfr. Super primam epistolam ad corinthios lectura [=I ad Cor.], n. 186.

[81] Cfr. I ad Cor., n. 187.

[82] I ad Cor., n. 189: «(Circa primum considerandum est) quod ministrorum et dispensatorum Christi, quidam sunt fideles, quidam infideles. Infideles dispensatores sunt, qui in dispensandis divinis ministeriis non intendunt utilitatem populi, et honorem Christi, et utilitatem membrorum eius (...). Fideles autem, qui in omnibus intendunt honorem Dei, et utilitatem membrorum eius (...)».

[83] Cfr. Super epistolam ad Colossenses lectura [=Ad Col.], n. 63.

[84] Cfr. Super evangelium S. Matthei lectura [=In Matth.], n. 1999.

[85] In Matth., n. 2000: «Idoneitas est quod sit fidelis et prudens. In quolibet bono opere duo sunt necessaria: ut intentio constituatur in debito finem, item quod accipiat vias congruas ad illum finem; ideo in officio praelationis haec duo sunt necessaria».

[86] Cfr. Ib.

[87] Cfr. Ib.

[88] In Matth., n. 2051: «Item notatur fidelitas, quia et obtulit alia quinque. Infidelis quidem esset, qui de bonis domini sui aliquid sibi attribueret: unde iste totum obtulit domino. Si ergo feceris aliquod bonum, si aliquem convertisti, et tibi attribuis, non Deo, non est fidelis».

[89] Cfr. Ib.

[90] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 4.

[91] Cfr. S. Th., II-II, q. 88, a. 4, ad 2.

[92] Cfr. Ib.

[93] Cfr. Ib.

[94] Cfr. S. Th., II-II, q. 68, a. 1, ad 3.

[95] Cfr. S. Th., II-II, q. 40, a. 3.

[96] J. Cardona Pescador, Fidelidad, en GER, t. X, Madrid 1991-1993, p. 87.

[97] B. Häring, La Ley de Cristo, t. II, Herder, Barcelona 1961 (2ª edición), p. 537.

[98] Super evangelium S. Ioannis lectura [=In Ioann.], n. 519: «Et licet supra dixerit quod non erat dignus solvere corrigiam calceamentorum Iesu, hic tamen vocat se eius amicum, ut insinuet caritatis suae fidelitatem ad Christum. (...) Amicus vero ex amore, quae amici sunt procurat, et fideliter».

[99] In Ioann., n. 519: «Nam servus ad ea quae domini sui sunt, non movetur affectu caritatis, sed spiritu servitutis; amicus vero ex amore, quae amici sunt procurat, et fideliter. Unde servus fidelis est sicut amicus domini sui».

[100] In Ioann., n. 519: «Et ex hoc patet fidelitas servi, quando gaudet de bonis domini, et quando non sibi, sed domino suo bona procurat».

[101] In III Sent., d. 27, q. 2, a. 2, ad 2: «Et excludit ibi apostolus tria a caritate, quae verae amicitiae repugnant: quorum primum est fictio, sicut est in simulantibus amicitiam, cum non sint amici: quod removet per hoc quod dicit: fides non ficta; fidem pro fidelitate accipiens».

[102] Cfr. I. M. Gómez, La fidelidad, reflexiones sobre una realidad problematizada, op. cit., p. 40.

[103] S. Th., II-II, q. 136, a. 5, c.: «Unde et Tullius, definiens patientiam, dicit quod “patientia est, honestatis ac utilitatis causa, voluntaria ac diuturna perpessio rerum arduarum ac difficilium”».

[104] S. Th., II-II, q. 88, a. 4, ad 2: «Periculum autem vovendi non imminet ex ipso voto, sed ex culpa hominis, qui voluntatem mutat transgrediens votum».

[105] S. Th., II-II, q. 137, a. 1, c.: «(Et ideo) ubi occurrit specialis ratio difficultatis vel boni, ibi est specialis virtus».

[106] Cfr. Ib.

[107] S. Th., II-II, q. 137, a. 3, c.: «Nam virtus perseverantiae proprie facit firmiter persistere hominem in bono contra difficultatem quae provenit ex ipsa diuturnitate actus: constantia autem facit firmiter persistere in bono contra difficultatem quae provenit ex quibuscumque aliis exterioribus impedimentis».

[108] Cfr. Ad Col., n. 60.

[109] In Ioann., n. 519: «Sic ergo insinuat caritatis suae fidelitatem per hoc quod dicit Amicus sponsi. Item permanentiam, cum dicit Stat, firmus in amicitia et fidelitate, non elevans se supra se».

[110] A. Rodríguez Luño, Ética general, op. cit., p. 227.

Pio Santiago

Pedro Matinez

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Pio Santiago

 

Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Publicado en: A. SARMIENTO-T.TRIGO-E.MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.


Índice:

Introducción

1. La virtud de la veracidad

    1.1. Noción de veracidad

    1.2. Fundamento de la veracidad

2. Virtudes vinculadas a la veracidad

    2.1. La sinceridad

    2.2. La sencillez

    2.3. La fidelidad a la palabra dada

3. La comunicación de la verdad

    3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa

    3.2. Veracidad y medios de comunicación

4. Las ofensas a la verdad

    4.1. La mentira

    4.2. La simulación y la hipocresía

    4.3. La jactancia y la ironía

    4.4. Pecados contra la fama de las personas

BIBLIOGRAFÍA


Introducción

Manifestar la verdad conocida cuando es debido, es un bien moral, el bien custodiado por la virtud de la veracidad (Apartado 1), cuya noción es preciso delimitar adecuadamente para no confundirla con la espontaneidad, que es un modo de proceder no siempre virtuoso. La conformidad entre lo que la persona es y piensa, y las obras y palabras con que lo expresa, reviste una especial importancia para la misma existencia de la vida social. Su fundamento último, sin embargo, lo encontraremos en la vida íntima de la Trinidad.

Existen algunas virtudes que se asimilan a la veracidad o la acompañan, y que resultan esenciales para la perfección moral de la persona: la sinceridad, la sencillez y la fidelidad a la palabra dada (Apartado 2).

Un aspecto especialmente interesante de la veracidad es comunicar a otros la verdad religiosa y moral: se trata de uno de los servicios más importantes que el hombre puede prestar a sus semejantes para ayudarles a ser felices (Apartado 3).

Entre las ofensas a la verdad (Apartado 4), la que se opone más directamente a la virtud de la veracidad es la mentira, un acto intrínsecamente malo o absoluto moral cuya noción es importante delimitar bien. También se estudian brevemente otros defectos contrarios a la veracidad: la simulación, la hipocresía, la jactancia, la ironía y los pecados que atentan contra la fama del prójimo.

Se considera, en primer lugar, la veracidad en sí misma y después algunas virtudes anejas, que vienen a ser como su despliegue y manifestación.

La veracidad, custodiada especialmente por el octavo mandamiento de la Ley de Dios, es la virtud que inclina a la persona a decir la verdad y a manifestarse al exterior, con sus acciones y palabras, tal como es interiormente[1]. Su función consiste en establecer la conformidad de las acciones y palabras con la realidad que ellas expresan, como el signo con la cosa significada[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica la define como «la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía»[3].

La veracidad es el justo medio entre un vicio por exceso y otro por defecto. En primer lugar, con relación a lo que se dice, porque el que dice la verdad sobre algo ni exagera ni disminuye la realidad. En segundo lugar, con relación al acto mismo de decir la verdad, porque el hombre veraz dice la verdad cuando debe y como debe: no habla cuando debe callar, ni calla cuando debe hablar[4].

La virtud de la veracidad puede ser considerada como una parte de la justicia, pues tiene algunos rasgos comunes con esta virtud, como la alteridad, ya que su acto consiste en manifestar algo a otro. Pero, desde otro punto de vista, la veracidad difiere de la justicia en cuanto decir la verdad no constituye una deuda legal, sino moral, es decir, basada en lahonestidad[5].

La veracidad no debe confundirse con la espontaneidad, que consiste en actuar o hablar de acuerdo con lo que se siente en cada momento. Esa confusión supone convertir los sentimientos en la regla del comportamiento verdadero, despojando de esa función a la razón. Si, por ejemplo, en aras de una veracidad mal entendida, tratamos sin respeto a una persona que despierta en nosotros sentimientos de antipatía, tal comportamiento no es veraz, sino ofensivo, porque no está de acuerdo con lo que pensamos que se debe hacer, sino con lo quesentimos ganas de hacer, y este no es un criterio moral.

1.2. Fundamento de la veracidad

a) La naturaleza de la palabra. La veracidad es postulada por la misma naturaleza de la palabra, cuya finalidad consiste en manifestar a los demás nuestro pensamiento interior; es la expresión externa (signo) del pensamiento (significado). La naturaleza del hombre, como personalidad unitaria, y la naturaleza del lenguaje, como instrumento de apertura del propio espíritu, exigen que las palabras concuerden con el pensamiento. La palabra es expresión de un contenido mental, y el lenguaje es la forma de comunicación intelectual creada por la misma naturaleza. Por eso, cuando se utiliza para expresar lo contrario de lo que se piensa, se violenta el orden natural que la Sabiduría divina ha establecido.

b) La vida social. La veracidad es una perfección moral de la persona, indispensable para la misma existencia de la sociedad. El hombre es un ser social, y el fin de la vida social es la amistad entre los hombres. Por su misma naturaleza, cada hombre debe al otro todo aquello sin lo cual la sociedad humana se volvería imposible. Ahora bien, los hombres no podrían convivir si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad, si cada individuo utilizase el lenguaje sin sujeción a la realidad de las cosas tal como se refleja en su mente. Con la comunicación de la verdad, es posible la convivencia de las personas y su perfección; con la mentira, en cambio, se manipula a los demás, tratándolos como instrumentos para alcanzar los propios intereses.

Sin la verdad no sólo sería imposible la justicia en la sociedad, sino también la misma esperanza de justicia. En la medida en que en una sociedad se respeta la verdad, la persona puede esperar, cuando sea necesario, que se le haga justicia; pero si la sociedad estuviese fundada en la mentira, desaparecería toda esperanza.

«Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad no puede crecer la libertad, la justicia y el amor. La verdad, sobre todo la sencilla, humilde y paciente verdad de la vida diaria, es el fundamento de las demás virtudes (...). Cuando la verdad no está presente, se desintegra el suelo social sobre el que nos apoyamos. De ahí que esta virtud aparentemente tan inútil sea en realidad la virtud fundamental de toda vida social»[6].

La veracidad hace posible el primer bien natural de la humanidad: su vida intelectual, pues esta descansa en los principios generales verdaderos y exige de todo poseedor de la verdad que no la altere ni desfigure.

c) El fundamento teológico. El fundamento más profundo de la veracidad es de tipo teológico. «Puesto que Dios es el “Veraz” (Rm 3, 4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad (cfr. Sal 119, 30)»[7]. Esta llamada encuentra una cumplida explicación cuando se considera la concepción de la persona humana que se manifiesta en la revelación del misterio trinitario: «La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las Personas divinas entre sí»[8]. Se puede decir, por tanto, que la relación de las Personas divinas, el «encuentro personal» de la Trinidad, es el fundamento del encuentro entre las personas humanas.

La relación del Padre con el Hijo (el Verbo, la Palabra) es una relación de diálogo en el que lo que se dice y se responde es lo más alto y sublime: lo que está contenido en la Palabra es el mismo ser de Dios. Es un diálogo de amor en el que el Padre se entrega totalmente al Hijo, y este corresponde con una entrega total al Padre. Este diálogo de amor permite afirmar que la palabra del hombre, imagen de Dios, debe ser también diálogo enriquecedor para los demás, comunicación de la riqueza de la propia intimidad, manifestación de la verdad.

Virtudes vinculadas a la veracidad

2.1. La sinceridad

En sentido amplio, la sinceridad se identifica con la veracidad. En un sentido más restringido, la sinceridad es la veracidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios.

La sinceridad con Dios consiste en que el hombre trata de verse tal como es delante de Él; quiere verse a sí mismo, por decirlo así, con los ojos de Dios, «reconoce» la verdad sobre su condición, sus cualidades y defectos, la acepta y se comporta consecuentemente[9].

En muchas ocasiones, la sinceridad con Dios implica reconocer que se le ha ofendido, y confesarse pecador, sin justificarse con falsas razones. En estos casos, es preciso superar el miedo a la verdad, y para ello conviene considerar que Dios quiere que el hombre acepte la verdad de sus miserias, no para acusarlo, sino para perdonarlo. La sinceridad con Dios lleva a reconocer los errores, a pedir perdón y a dar gracias por la misericordia divina.

En el sacramento de la Penitencia, Dios pide una actitud de sinceridad para confesar los propios pecados. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros»[10]. Al arrepentimiento y la sinceridad humilde del hombre que se reconoce pecador, Dios corresponde con su misericordia y su perdón.

El conocimiento propio y el conocimiento de lo que Dios quiere de nosotros son ámbitos en los que el hombre puede equivocarse con facilidad, y por eso resulta tan conveniente la dirección espiritual, en la que también es imprescindible la virtud de la sinceridad: sólo así puede ser el director espiritual un fiel instrumento del Espíritu Santo (el verdadero modelador) que trata de esculpir en la persona la imagen de Cristo (el verdadero modelo).

Un aspecto importante que el director espiritual debe tener en cuenta es, precisamente, la necesidad de ayudar al interesado a descubrir su interior con claridad, a superar las dificultades que encuentre para manifestarse tal como es.

También la sencillez puede asimilarse a la virtud de la veracidad. Según Santo Tomás, sólo las separa una mera diferencia racional: la veracidad se llama así cuando los signos concuerdan con lo significado; se llama, en cambio, sencillez o simplicidad cuando no se tiende a diversos objetivos, a saber, procurar internamente una cosa y buscar externamente otra[11]. La sencillez hace referencia, por tanto, a la conexión entre la intención del hombre y el camino que toma para realizarla. Podría definirse como la virtud «por la que en el hombre concuerdan sus intenciones íntimas con el modo en que las expresa y las pretende realizar»[12].

Es una virtud individual y social al mismo tiempo: «Exige una actitud primaria interior, que excluye la complicación y la doblez en las ideas y deseos del hombre; y, partiendo de ella, una actitud exterior, incompatible con la mentira y con todo género de doblez en sus diversas manifestaciones»[13].

En cuanto a la actitud interior, la sencillez, si se toma en un sentido amplio, puede identificarse con la rectitud de intención, pues asegura que las últimas intenciones del hombre estén limpiamente dirigidas hacia Dios, y prevalezcan sobre los sentimientos, impresiones y emociones; exige claridad de inteligencia y rectitud de voluntad, que impiden que la vida de los sentidos y sentimientos creen en el interior del hombre una duplicidad o complicación en sus deseos e intenciones más recónditas[14]. De todas formas, en un sentido estricto, la sencillez es la rectitud de intención que excluye la duplicidad en un caso particular: entre el ser y el parecer[15].

La sencillez es como un reflejo en el hombre de la simplicidad de Dios. El hombre sencillo se caracteriza por su unidad de vida: es siempre el mismo, en todo momento y en todo lugar. Se comporta como hijo de Dios en el trabajo y en la calle, en las relaciones profesionales y en la familia. No tiene las complicaciones interiores que tantas veces causa la soberbia; trata de mantener la coherencia entre lo que es, lo que piensa y lo que hace.

La sencillez es una virtud muy agradable a Dios. El Señor, refiriéndose a Natanael, dice a sus discípulos: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez»[16]. Con frecuencia, el Señor alaba la sencillez de corazón y la pide como características de sus discípulos, que han de ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas»[17]. No hay incompatibilidad entre prudencia y sencillez; por el contrario, gracias a la sencillez, la prudencia no se convierte en astucia. La sencillez no debe confundirse con la ingenuidad en la actuación o en las palabras, es decir, con la simplonería.

La persona sencilla atrae la benevolencia de Dios, que le da a conocer verdades que permanecen encubiertas para quienes se tienen por sabios:  «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños»[18]. «Buscad al Señor con sencillez de corazón»[19]. La sencillez de corazón es necesaria para encontrar a Dios y para entender las cosas de Dios. El engreído, el soberbio, el pagado de sí mismo, por muy inteligente que sea, no entiende la lógica divina.

La sencillez es una virtud que se refleja también en el modo de actuar, en la actitud exterior. El hombre sencillo actúa y habla en íntima conexión con lo que piensa y desea, y aparece ante los demás como realmente es, pues no tiene doblez, es decir, no tiene en el corazón algo distinto a lo que exterioriza[20]

2.3. La fidelidad a la palabra dada

La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido[21]. Mientras la veracidad consiste en la conformidad de las palabras y acciones con las realidades que expresan, la fidelidad es la conformidad de lo que se dice con lo que se hace. Como la veracidad, la fidelidad reposa sobre la honestidad que debe reinar entre los hombres[22].

El fundamento de la fidelidad humana es la fidelidad de Dios. A pesar del pecado original, Dios no abandona al hombre, sino que le promete la victoria contra el mal. Establece con él una alianza y se revela como el Dios fiel a sus promesas. «Al revelar su Nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre»[23]. Se manifiesta como el Dios «rico de amor y fidelidad»[24], que mantiene eternamente su alianza y su amor: «Has de saber, pues, que Yahvé tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos»[25]. La fidelidad divina tiene su más perfecta manifestación en Cristo, en el que se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas[26].

A la fidelidad de Dios debe corresponder la fidelidad del hombre, que se identifica con la rectitud moral. El Nuevo Testamento pone la fidelidad en relación explícita con el amor: es el amor de Dios el que pide como prueba y expresión de amor la fidelidad del hombre.

El cristiano tiene que ser fiel, en primer lugar, a Dios, viviendo la vocación que ha recibido en el Bautismo, vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo[27], es decir, a identificarse con Cristo. Esta vocación se concreta después en caminos diversos: unos son llamados a santificarse en las realidades temporales y otros en la vida religiosa, unos en la vida matrimonial, otros en el celibato, etc.

Respecto a los demás, el hombre debe cumplir fielmente la palabra dada o las promesas explícitas o implícitas que ha asumido: fidelidad conyugal, fidelidad a los amigos, a la empresa, a la Patria, etc. Un campo especial de la fidelidad a los demás es el que se refiere al deber deguardar los secretos[28], pues conllevan un compromiso implícito o explícito de no ser revelados. Algunos secretos, sin embargo, deben desvelarse en razón de la fidelidad debida a otra persona; otros, en razón de esta misma virtud, deben callarse[29].

«Los secretos profesionales –que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas- o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardadas, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad»[30]. En cambio, «el secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto»[31].

Actualmente está bastante extendida la opinión, fruto de una antropología errónea y del olvido de la gracia divina, de que el hombre, un ser limitado, débil y contingente, no puede comprometerse a nada de modo duradero, y menos aún para toda la vida.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma, en cambio, que «por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar»[32].

Gracias a la espiritualidad de su alma, el hombre no está anclado en al momento presente; gracias a su capacidad de prever y proyectar, puede adueñarse de su futuro y entregarlo. De ahí que asumir un compromiso, según las propias capacidades, no implique una reducción de la libertad, sino, por el contrario, un acto de libertad; y la fidelidad a ese compromiso, que exige ejercitar la libertad día tras día para hacer realidad lo que se ha prometido, perfecciona la libertad. No decidirse o no comprometerse no significa tener más libertad, sino convertir la libertad en esclava del propio egoísmo o de la propia soberbia.

Pero la fidelidad no es fruto de la inercia ni del entusiasmo. Exige poner los medios adecuados para consolidarse como virtud: el conocimiento propio, que lleva a reconocer las debilidades y, en consecuencia, a rectificar  y a pedir ayuda a Dios para vivir lo que se ha prometido; la lucha por vivir la fidelidad en los pequeños deberes de cada día, que prepara a la persona para ser fiel en situaciones de mayor dificultad; y el crecimiento en el amor a Dios y a los demás.

La veracidad se ha presentado a veces como una virtud negativa: como si consistiese únicamente en no mentir o, a lo más, en decir la verdad cuando alguien la pregunta y tiene derecho a conocerla. Se descuida entonces su dimensión más atractiva, el derecho y el deber de comunicar la verdad conocida, que responde a la inclinación humana de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, para contribuir a su felicidad.

3.1. La comunicación de la verdad moral y religiosa

Entre las verdades que el hombre puede comunicar, reviste especial importancia la verdad moral y religiosa, la verdad salvadora: es lógico que la persona que ha llegado a conocerla y la ha recibido como un don precioso, sienta la necesidad de hacer partícipes de ella a todos los miembros de la comunidad humana.

La comunicación de la verdad salvadora encuentra su punto de partida en la comunión de amor entre las Personas divinas y en su comunicación a nosotros: en y por Jesucristo, Hijo y Palabra hecha carne, Dios se comunica a sí mismo y comunica su salvación a los hombres.

«Cuando, por su muerte y resurrección, Cristo, el Hijo encarnado, a la vez Palabra y Imagen del Dios invisible (Col 1,15; 2 Cor 4,4), liberó a la raza humana, compartió con todos la verdad y la vida de Dios mismo con una nueva y mayor abundancia. El mismo como único mediador entre el Padre y los hombres establece la paz, la comunión con Dios y restaura la fraterna unión entre los hombres (cfr. Ad Gentes,3). Desde entonces el fundamento último y el primer modelo de la comunicación entre los hombres lo encontramos en Dios que se ha hecho Hombre y Hermano y que después mandó a los discípulos que anunciaran la buena nueva a todos los hombres de toda edad y región (Mt 28,19), proclamándola “a la luz” y “desde los tejados” (Mt 10,27; Lc 12,3)»[33].

Comunicar la verdad que procede de Dios, al mismo tiempo que es un bien moral para la persona que lo hace, es el mayor bien y el mejor servicio que se puede prestar a los demás:

«Si existe una verdad del hombre, si nuestra existencia es realización de un pensamiento de la verdad eterna, su proclamación y la ayuda para que la vida se encamine hacia ella constituyen el paso decisivo de la liberación del hombre, que es liberación del absurdo y de la nada para encaminarse hacia la plenitud de su destino»[34].

El cristiano ha recibido de Dios, a través de la Iglesia, la única verdad salvadora, y tiene el gozoso deber, siguiendo el ejemplo de Cristo, de dar testimonio de esa verdad[35]. «Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad»[36].

Se trata de un derecho y un deber de todo cristiano, y no sólo de los que han sido instituidos por Cristo como Pastores: «Todos (...) los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación»[37].

«La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico –afirma la Enc. Veritatis splendor-, puede llevar al creyente al testimonio del martirio»[38]. El martirio –término griego que se tradujo al latín por testimonio- es el acto principal de la virtud de la fortaleza; se relaciona con la fe, con la caridad (es el amor a Dios el que impera este testimonio) y con la paciencia. Aparece así como la confirmación de la inviolabilidad del orden moral y hace resplandecer la santidad de la ley de Dios, y, al mismo tiempo, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios[39].

«Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no solo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: laconfusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades»[40].

Son pocos relativamente las personas llamadas al martirio. Pero existe «un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios»[41].

La condición para poder comunicar coherentemente la verdad recibida es realizarla, en primer lugar, en la propia vida, en las circunstancias ordinarias, familiares, profesionales, etc., que no pocas veces exigen una fidelidad heroica a la verdad moral y religiosa. La verdad cristiana no es sólo un conjunto de proposiciones  que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo que ha de ser vivido personalmente con fidelidad.

«La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y par la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (Apostolicam Actuositatem, 6)»[42].

Una vida coherente con la verdad implica transmitirla también oralmente, de diversas formas, según las circunstancias de cada persona. Tal vez sea este uno de los aspectos del apostolado cristiano que necesitan más atención, y en el que aparece con mayor claridad la urgencia de una formación más profunda en el conocimiento de la verdad religiosa y moral, de modo que cada cristiano pueda transmitir con fidelidad y naturalidad, en el ambiente en el que vive y trabaja, la verdad que profesa.

3.2. Veracidad y medios de comunicación

Nunca han existido tantos medios y tan eficaces como en nuestro tiempo para formar, informar y comunicar a otros la verdad conocida.

«Dentro de la sociedad moderna, los medios de comunicación social desempeñan un papel importante en la información, la promoción cultural y la formación. Su acción aumenta en importancia por razón de los progresos técnicos, de la amplitud y la diversidad de las noticias transmitidas, y la influencia ejercida sobre la opinión pública»[43].

La importancia e influencia de los medios de comunicación es un estímulo para todos los que quieren servir a los demás dando a conocer la verdad. Todos los hombres de buena voluntad deben sentirse invitados a trabajar coordinadamente «para que los instrumentos de comunicación social sean útiles para el descubrimiento y conquista de la verdad y para el desarrollo y progreso humanos. Y aún más los cristianos quienes por su fe saben que el mensaje del Evangelio, difundido por los medios de comunicación, promueve la fraternidad humana bajo la paternidad de Dios»[44].

Los profesionales de los medios pueden prestar un gran servicio al bien común si persiguen sinceramente lo que constituye el verdadero fin de la comunicación y de sus instrumentos: la perfección moral de la persona y el progreso de la convivencia humana, de la solidaridad entre los hombres, que aparece «como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo»[45].

Al mismo tiempo, por tener en sus manos unos medios con los que se puede hacer tanto bien y tanto mal, los profesionales de la información y, en general, todas aquellas personas que comunican algo a través del medio que sea (cine, programas televisivos, etc.), tienen una importante responsabilidad moral: comunicar es un acto moral[46]; la comunicación no es un mero producto, sino un bien o un mal social; con su trabajo pueden «conducir recta o erradamente al género humano»[47].

«Los informadores no deben olvidar que necesariamente una cantidad inmensa e indeterminada de personas será afectada por esos instrumentos de comunicación social. Y sin traicionar ni al genio ni al arte, han de pensar en el poder y en las obligaciones que comporta su profesión. Pues su influencia puede contribuir de forma increíble al progreso y felicidad humanos»[48].

«La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad»[49]. En consecuencia, el recto ejercicio de la comunicación a través de los medios exige, entre otras cosas:

a) que los contenidos de la comunicación sean verdaderos e íntegros, sin ofender a la caridad y a la justicia, evitando la difamación. El informador debe adherirse a la realidad objetiva, proporcionar una información verídica y auténtica, situando los hechos en su contexto, y manifestando sus relaciones esenciales sin distorsiones. En la medida de sus posibilidades, debe preocuparse de que el público se forme una imagen precisa y coherente del mundo, donde el origen, naturaleza y esencia de los acontecimientos, procesos y situaciones sean comprendidos de la manera más objetiva posible;

b) que los modos de informar sean honestos y convenientes, respetuosos con las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación[50].

Para poder realizar su trabajo con responsabilidad, el profesional de la comunicación necesita una seria preparación intelectual y un fuerte compromiso con la verdad y la honestidad. Debe contar además con la necesaria independencia de todo poder extraño, incluso de la empresa en la que trabaja, para poder mantener su compromiso con la verdad, que consiste en transmitirla fielmente, sin deformarla o manipularla por intereses políticos, económicos, ideológicos, etc. Todo ello requiere, sin duda, la virtud de la fortaleza, para no ceder a la presesiones internas y externas que pretenden condicionar sus informaciones[51].

El Magisterio de la Iglesia, consciente de la importancia de los medios de comunicación, anima a los católicos a promover y sostener  diarios, revistas, producciones cinematográficas, radiofónicas y televisivas «cuyo fin principal sea divulgar y defender la verdad y promover la formación cristiana de la sociedad humana. Al mismo tiempo, invita insistentemente a las asociaciones y a los particulares que gocen de mayor autoridad en las cuestiones económicas y técnicas a sostener con generosidad y de buen grado, con sus recursos y su competencia, estos medios, en cuanto que sirven al apostolado y a la verdadera cultura»[52].

«Jesús es el modelo y el criterio de nuestra comunicación. Para quienes están implicados en la comunicación social responsables de la política, comunicadores profesionales, usuarios, sea cual sea el papel que desempeñen, la conclusión es clara: “Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. (...) No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef 4,25.29). Servir a la persona humana, construir una comunidad humana fundada en la solidaridad, en la justicia y en el amor, y decir la verdad sobre la vida humana y su plenitud final en Dios han sido, son y seguirán ocupando el centro de la ética en los medios de comunicación»[53].

4. Las ofensas a la verdad

Consideradas en el apartado anterior las manifestaciones de la veracidad como modo de comunicar la verdad, se examinan aquí aquellas conductas que contradicen esa comunicación.

El aspecto positivo de la veracidad es que la verdad reine en el propio yo y que irradie eficazmente hacia fuera para constituir una comunidad de comunicación verdadera. El aspecto negativo de esta virtud obliga a evitar toda mentira y falsedad.

a) Noción

Son clásicas las definiciones de la mentira que ofrecen San Agustín y Santo Tomás. Para el primero, «consiste en decir falsedad con intención de engañar»[54]. Para el segundo, es mentira lo que se dice contrariamente a lo que se piensa[55]. El Catecismo de la Iglesia Católica, que recoge la definición de San Agustín, afirma además que «la mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»[56]. «Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad»[57].

Si se entiende la veracidad como aquel tipo de justicia que está en la base comunicativa de la convivencia humana, la mentira puede definirse también como una afirmación a sabiendas falsa dentro de un contexto comunicativo. Un contexto comunicativo está caracterizado por el hecho de que en él existe una convivencia humana mediada por la comunicación lingüística, en la que el lenguaje posee la función de un signo para los pensamientos, sentimientos, intenciones, etc., de quien utiliza este signo. El abuso de la lengua por medio de falsas afirmaciones es un acto de engaño comunicativo.

b) Clases

Si se tiene en cuenta que la veracidad, que consiste en cierta adecuación o igualdad, se quebranta tanto por exceso como por defecto, la mentira puede ser de dos tipos: por exceso, la jactancia, que sobrepasa los límites de la verdad; y por defecto, la ironía, que consiste en rebajarse ante los demás en contra de lo que se siente interiormente[58].

Atendiendo a la intención, la mentira se divide en jocosa, oficiosa y perniciosa. La jocosa tiene como fin divertir o distraer, y de suyo no beneficia ni perjudica a nadie. En este caso no se puede hablar propiamente de mentira, pues lo que escuchan saben que el que habla no pretende afirmar lo que dice, sino tan sólo divertir. Con la mentira oficiosa se pretende conseguir un bien útil o evitar un daño, un disgusto, un castigo, etc., para uno mismo o para otro, sin ánimo de perjudicar a nadie. La mentira perniciosa, en cambio, es la que se profiere con la intención de perjudicar a otro.

c) Malicia moral

Son muy abundantes los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que prohíben de modo terminante la mentira: «Aléjate de toda palabra falsa»[59]; «No quieras proferir mentira alguna, pues su resultado no es agradable»[60]; «Abominación para Yahvé son los labios mentirosos»[61]; «Una boca mentirosa da muerte al alma»[62].

«El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: «Vuestro padre es el diablo (...) porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44)»[63]. San Pablo dice a los colosenses: «No os engañéis unos a otros, ya que os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador»[64]. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, recuerda que «la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo», y al final del Apocalipsis exclama: «Fuera (...) todo el que ama y practica la mentira»[65].

El Catecismo afirma que, por tratarse de una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia a los demás; atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión; contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita; y es funesta para toda sociedad, pues socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales[66].

Junto a esta valoración, hay que tener en cuenta otros criterios orientadores para determinar su gravedad moral: «La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo, llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad»[67].

Las afirmaciones contrarias a la verdad cuando se hacen públicamente, revisten una particular gravedad. Si se hace ante un tribunal se trata de un falso testimonio; cuando es pronunciada bajo juramento se llama perjurio. «Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cfr. Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces»[68].

d) La mentira como absoluto moral

«La mentira –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- es condenable por su misma naturaleza»[69], y no sólo por las consecuencias negativas que de ella puedan originarse. Se trata de un acto intrínsecamente malo o absoluto moral, es decir, de un acto que no puede justificarse nunca, ni siquiera en el caso de que reportase beneficios a una persona o a la sociedad[70].

La razón es que la mentira es objetivamente una acción dirigida contra el bien del otro, contra su derecho a que las palabras coincidan con lo que piensa el que habla, es decir, a que sean verdaderas. La persona humana tiene derecho a no ser engañada, porque tiene derecho a la sociedad. Además tiene también derecho al funcionamiento de las instituciones correspondientes, que presuponen igualmente la veracidad. Mentir es, por tanto, lo opuesto a la benevolencia hacia el prójimo y una negación del reconocimiento del otro como igual a mí.

Esta injusticia objetiva de la mentira, dentro de una comunidad de comunicación, subsiste independientemente de otras posteriores intenciones con las que se pueda realizar: para perjudicar a alguien, para procurar algo ventajoso o para evitar una desventaja propia o ajena, incluso para el engañado. En definitiva, una afirmación falsa se ha de considerar injusta cuando el otro puede esperar razonablemente, es decir, según justicia, que el que habla le diga la verdad.

Mentir es una acción que lesiona la justicia. Pretender justificar excepciones a la norma «nunca es lícito mentir», significaría querer justificar que en un «situación excepcional” no hay necesidad de obrar bien; que, considerando el conjunto, un «poquito» de inmoralidad aquí o allá no está mal.

e) El encubrimiento de la verdad

Como se acaba de ver, nunca es lícito mentir, pero también señalábamos que, en ciertas ocasiones, decir la verdad puede dar lugar a la violación de un secreto o llevar consigo graves peligros públicos y privados. «El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla»[71].

Sin olvidar que «puede haber circunstancias en las que el hombre —y en especial el cristiano— no puede ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma»[72], existen situaciones en las que es lícito ocultar la verdad cuya manifestación ocasionaría un perjuicio injusto al sujeto que la expresa o a cualquier otra persona. En este sentido, se considera lícita, con determinadas condiciones, la restricción mental, es decir, el uso de palabras o frases que adquieren un significado distinto en virtud de las circunstancias que las acompañan.

Muchos moralistas admiten con razón —lo dice el mismo sentido común y también el proceder de las personas rectas y aun santas— que, en casos extremos, en los que quien pregunta no sólo no tiene derecho a conocer la verdad, sino que es un injusto agresor, es lícito —si no hay otro remedio— no sólo ocultar la verdad, sino incluso dar contestaciones que induzcan al error a quien pregunta, si este interroga injustamente, pues ciertamente ha perdido su derecho a no ser engañado[73].

La simulación es la mentira que se realiza con los hechos. Se trata de una ficción en la conducta o en el comportamiento con el fin de causar a los demás un falso juicio acerca del propio estado íntimo. Puede ser empleada para parecer mejor o peor, o para fingir un estado físico (enfermedad) o espiritual. Sin embargo, como advierte Santo Tomás, no toda simulación es pecado.

Es pecado del mismo género que la mentira simular una acción mala (aunque interiormente no se quiera), por razón de la mentira y el escándalo que se da; pero no lo es ocultar lo que debe permanecer oculto con el fin de evitar el escándalo, por ejemplo, un pecado ya cometido. En este sentido, afirma San Jerónimo que el segundo remedio después de la caída es ocultar el pecado, para evitar el escándalo del prójimo[74].

La hipocresía es una simulación especial, que la persona realiza para ser considerada, honrada o alabada como virtuosa, es decir, para aparentar exteriormente lo que no es en realidad. Es el pecado de los escribas y fariseos, que tan duramente fustiga el Señor[75]. La enseñanza del Señor es clara: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía»[76]. La hipocresía se opone directamente a la veracidad y puede ser pecado mortal o venial según el objeto, el fin y las circunstancias que la acompañen[77].

Una variante de la hipocresía es la que se conoce como hipocresía del mal, es decir, los respetos humanos que inclinan a no practicar la fe o a evitar el testimonio apostólico con la palabra o la conducta coherente; también puede darse la simulación de una incredulidad y de una inmoralidad que se está muy lejos de padecer: «Si no eres malo, y lo pareces, eres tonto. —Y esa tontería —piedra de escándalo— es peor que la maldad»[78].

Se relacionan con los defectos anteriores, la afectación y la oficiosidad, actitudes superficiales por las que el hombre obra de modo maquinal, llevado sólo por fórmulas o actitudes vacías, sin contenido, o por simple imitación: son faltas de autenticidad[79]. En las relaciones con Dios, se encuentra en esta línea la reducción de la vida de piedad a fórmulas o actos sin contenido: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí»[80].

La jactancia es la alabanza propia, desordenada y presuntuosa[81]. Se trata de un defecto que se opone a la veracidad y, concretamente, a la sencillez. En efecto, esta virtud incluso «inclina al hombre a callarse acerca de sus propias cualidades»[82], para hacer fáciles las relaciones con los demás, ya que «los que se declaran superiores a lo que son, fastidian y fatigan a los demás queriendo ser más que ellos; en cambio, los que no cuentan todo el bien que hay en ellos, se hacen amables por su condescendencia y moderación»[83].

La ironía, en el lenguaje corriente, significa varias cosas: burla fina y disimulada, tono burlón con el que se dice una cosa, y figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice[84]. En teología moral, y concretamente en los escritos de Santo Tomás de Aquino, se usa la palabra ironía en un sentido peculiar para referirse a una especie de falsa humildad por la que uno se rebaja ante los demás en contra de lo que siente interiormente, es decir, finge ser menos de lo que es en realidad[85]. En este sentido es un pecado que se opone a la veracidad, por defecto.

Santo Tomás distingue dos supuestos en el hecho de rebajarse a sí mismo:

a) Cuando se hace respetando la verdad: por ejemplo, cuando se callan cualidades importantes que uno tiene y se descubren y manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite. En este caso, silenciar o rebajar las propias cualidades no implica ironía ni es en sí pecado, a no ser por alguna otra circunstancia.

b) Cuando se falsea la verdad: por ejemplo, cuando se afirma la existencia de un defecto que no se posee, o cuando se niega una cualidad sabiendo que se tiene. En este caso sí aparece la ironía, y siempre es pecado. Alguien podría pensar que este modo de proceder puede ser bueno para no caer en la soberbia. Pero eso es un error, pues no se debe cometer un pecado para evitar otro. Como afirma san Agustín, «mentir por humildad es convertirse en pecador, si no se era antes»[86].

Hay que tener en cuenta que la jactancia y la ironía pueden ir unidas[87], como en el caso de quien viste pobremente pretendiendo con ello aparentar ser pobre y así hacer ostentación de alguna excelencia espiritual: «Demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan»[88].

4.4. Pecados contra la fama de las personas

La buena fama, en sentido amplio, es la estima que se tiene de la excelencia de una persona. También se utiliza el término reputación para expresar la opinión que los demás tienen de una persona como sobresaliente en su ciencia, arte o profesión. Pero de un modo más particular, la buena fama se entiende referida a la conducta moral, a la honradez de vida.

La buena fama es un bien necesario –a las personas e instituciones- para poder cumplir eficazmente las obligaciones familiares, profesionales, sociales, etc., pues es evidente que se necesita para ser obedecido, para dirigir, para ordenar cualquier agrupación humana y para ejercer cualquier profesión o cargo.

El derecho a la buena fama –fundado en la naturaleza social del hombre- es un derecho natural que ha de suponerse mientras la persona no demuestre con hechos indignos, públicos y notorios que no le corresponde.

Los pecados más frecuentes contra la fama del prójimo son el juicio temerario, la maledicenciay la calumnia.

a) El juicio temerario es un pecado interno que consiste en admitir como verdadero, sin tener fundamento suficiente para ello, un defecto moral del prójimo[89]. Por el hecho mismo de tener mala opinión de otro sin causa suficiente, se le injuria y desprecia. Por tanto, mientras no aparezcan indicios manifiestos de la malicia de alguien, ha de ser considerado bueno, interpretando en sentido favorable sus acciones[90].

b) La maledicencia o murmuración consiste en manifestar, sin razón objetiva válida, los defectos y faltas de otros a personas que los ignoran[91].

c) La calumnia consiste en dañar la reputación de otros y dar ocasión a juicios falsos respecto a ellos, mediante palabras contrarias a la verdad[92]. La calumnia, por tanto, añade a la maledicencia la mentira.

La maledicencia y la calumnia, al destruir el derecho natural a la fama y el honor del prójimo, lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad[93].

Sobre los pecados de la lengua, es especialmente instructivo el capítulo tercero de la Carta de Santiago. El mal uso de la lengua es síntoma de la perversión del corazón, pues, como advierte el Señor, «de la abundancia del corazón habla la boca»[94]. Algunas fuentes de este pecado, que puede causar tantos daños, disgustos, enemistades y sufrimientos, son la vanidad, la locuacidad, la ligereza y el gusto corrompido por contar o escuchar hechos escandalosos.

Como toda falta cometida contra la justicia y la verdad, la maledicencia y la calumnia entrañan el deber de reparar el daño cometido. «Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad (...) Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia»[95].


BIBLIOGRAFÍA

N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994.

I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 406-408.

I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173-174.

A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 292-334.

M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.

Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 109-113.


Notas:

[1] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1c; a. 3, ad 3.

[2] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1, ad 2.

[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CEC), n. 2468.

[4] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 1.

[5] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 3.

[6] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, 182-183.

[7] CEC, n. 2465.

[8] CEC, n. 1704.

[9] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sinceridad, GER, XXI, Madrid 1979, 407.

[10] 1 Jn 1,8–10.

[11] S.Th., II–II, q. 111, a. 3.

[12] I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 173.

[13] Ibidem.

[14] Cfr. Ibidem.

[15] Cfr. S.Th., II-II, q. 109, a. 3.

[16] Jn 1,47.

[17] Mt 10,16.

[18] Mt 11,25–26.

[19] Sb 1,1.

[20] Cfr. S.Th., II–II, q. 109, a. 2, ad 4.

[21] Cfr. S.Th., II–II, q. 110, a. 3, ad 5.

[22] Cfr. S.Th., II–II, q. 88, a. 3, ad 1.

[23] CEC, n. 207.

[24] Ex 34,6.

[25] Dt 7,9.

[26] Cfr. Rm 15,8; Hch 13, 32-34.

[27] Cfr. CEC, n. 1533.

[28] Cfr. S.Th., II–II, q. 68, a. 1, ad 3.

[29] Cfr. S.Th., II–II, q. 70, a. 1, ad 2.

[30] CEC, n. 2491.

[31] CEC, n. 2490.

[32] CEC, n. 357.

[33] Instr. Past. Communio et progressio sobre los medios de comunicación social, 18.V.1971 (CP), n. 10.

[34] J. RATZINGER, Cooperadores de la verdad, cit., 238-239.

[35] Cfr. Jn 18,37.

[36] CEC, n. 2472.

[37] CONCILIO VATICANO II, Decr. Ad gentes (7.XII.1965), n. 11.

[38] VS, n. 89.

[39] Cfr. VS, nn. 90-92.

[40] VS, 93.

[41] Ibidem.

[42] CEC, n. 2044.

[43] CEC, n. 2493.

[44] CP, n. 13.

[45] CEC, n. 2495. Cfr. CP, nn. 1, 6 y 8.

[46] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales (4-VI-2000), n. 32.

[47] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica (4-XII-1963), n. 11.

[48] CP, n. 76.

[49] CEC, n. 2494.

[50] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 5; CP, n. 17; CEC, 2497.

[51] Cfr. Código de ética periodística de la UNESCO (21 de noviembre de 1983). Cfr. N. BLÁZQUEZ, Ética y medios de comunicación social, BAC, Madrid 1994, 129-169.

[52] CONCILIO VATICANO II, Decr. Inter mirifica, n. 17.

[53] PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética de las comunicaciones sociales, n. 33.

[54] S. AGUSTÍN., De mendacio, 4, 5: PL 40, 491.

[55] Cfr. S.Th., II-II, q. 110, a. 1.

[56] CEC, n. 2483.

[57] CEC, n. 2485.

[58] Cfr. S. Th., II–II, q. 110, a. 2.

[59] Ex 23,7.

[60] Si 7,13.

[61] Pr 12,22.

[62] Sb 1,11.

[63] CEC, n. 2482.

[64] Col 3,9-10.

[65] Ap 22,15.

[66] Cfr. CEC, n. 2486.

[67] CEC, n. 2484.

[68] CEC, n. 2476.

[69] CEC, n. 2485.

[70] Sobre este tema seguimos la exposición de M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 348–368.

[71] CEC, n. 2489.

[72] PÍO XII, Aloc. 18.IV.1952.

[73] Cfr. M. ZALBA, Theologiae Moralis Compendium, Madrid 1958, nn. 2555, 1376; S. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Theologia Moralis, l. 4, n. 153; D.M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, vol. II, n. 173, 1; A. TANQUEREY, Synopsis Theologiae Moralis et Pastoralis, vol. III, n. 382. No se trata de un subterfugio que debilita la obligación absoluta de evitar la mentira. Pensamos –con A. Millán Puelles- que la solución de los problemas que se presentan al querer fundamentar estas conductas aparentemente contrarias a la veracidad, está «en la afirmación de la licitud moral de las comunicaciones engañosas cuyos últimos fines propios son moralmente lícitos, sin que tampoco carezca de este valor ninguna de las circunstancias concurrentes en ellas» (A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 311).

[74] Cfr. S.Th., II–II, q. 111, a.1.

[75] Cfr. Mt 23,13–36.

[76] Lc 12,1.

[77] Cfr. S.Th., II–II, q. 111. aa. 2–4.

[78] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Madrid 2001, 72ª, n. 370.

[79] Cfr. I.J. DE CELAYA, Voz Sencillez, GER, XXI, Madrid 1979, 174.

[80] Mt 15,8.

[81] Cfr. S.Th., II–II, q. 112, a. 1.

[82] S.Th., II–II, q. 109, a. 4.

[83] ARISTÓTELES, Ethica, l. IV, 7. La jactancia será un pecado grave o leve según sean su objeto, fin y circunstancias: cfr. S.Th., II-II, q. 112.

[84] Cfr. Diccionario de la lengua española, voz ironía.

[85] Cfr. S.Th., II–II, q. 113, a. 1.

[86] S. AGUSTÍN, Lib. de Verbis Apost., Serm. 181.

[87] Cfr. S. Th. II–II, q. 113, a. 2.

[88] Mt 6,16.

[89] Cfr. CEC, n. 2477.

[90] Cfr. CEC, n.2478; S.Th., II-II, q. 60, a. 4.

[91] Cfr. CEC, n. 2477.

[92] Cfr. Ibidem.

[93] Cfr. CEC, n. 2479.

[94] Mt 12,34.

[95] CEC, n. 2487.

Pio Santiago