Virginia Domingo de la Fuente
Aproximación al concepto de Justicia Restaurativa
La Justicia Restaurativa en su dimensión estricta, referida al sistema de justicia penal es definida por las Naciones Unidas, como una respuesta evolucionada al crimen que respeta la dignidad y equidad de cada persona, construye comprensión y promueve armonía social a través de la “sanación” de la víctima, infractor y comunidad.
Para entender esta dimensión de la Justicia Restaurativa y obtener la mejor visión, lo más conveniente es contraponer la actual Justicia Retributiva a esta Justicia Restaurativa:
La Justicia Retributiva centra su análisis en la violación de la norma.
La Justicia Restaurativa se centra en la vulneración de las relaciones entre las personas, en el daño que se las ha causado.
La Justicia Retributiva muy en la línea con lo que decía Christie al afirmar que el estado se queda con la propiedad del conflicto, intenta defender la norma vulnerada y decidir de acuerdo a esto, el castigo y la culpa. El estado asume como propio el delito y deja al margen a la víctima, considerando el hecho como algo de él, frente al infractor.
La Justicia Restaurativa por el contrario trata de defender a la víctima al determinar qué daño ha sufrido y qué debe hacer el infractor para compensar el daño ocasionado.
Con la Justicia Retributiva, el estado busca como castigo a la vulneración de la norma creada por él mismo y también como afrenta personal que este infractor sea separado de la comunidad a través de la privación de libertad.
La Justicia Restaurativa busca alternativas a la prisión o al menos la disminución de la estancia en ella a través de la reconciliación, restauración de la armonía de la convivencia humana y la paz.
La Justicia Retributiva debe defender la autoridad de la ley y castigar a los infractores. La Justicia Restaurativa reúne a víctimas e infractores en una búsqueda de soluciones. La Justicia Retributiva mide cuanto castigo fue infringido.
La Justicia Restaurativa mide cuantos daños son reparados o prevenidos.
La base del sistema de justicia retributivo es que el delito supone una violación de la norma, la justicia representa al gobierno y castiga al infractor por el hecho delictivo cometido.
Sus objetivos principales son:
Pena merecida por el infractor
Privación de la capacidad de seguir cometiendo delitos. Disuasión de cometer otras infracciones.
Según Howard Zehr hay tres preguntas esenciales en la justicia tradicional retributiva:
¿Qué norma ha sido vulnerada?
¿Quién lo ha hecho?
¿Qué castigo merecen los autores?
Las dos primeras preguntas son respondidas cuando el acusado se declara culpable o es declarado culpable en el juicio. La última se resuelve por los órganos judiciales de acuerdo con las normas escritas de cada país.
La Justicia restaurativa, por el contrario, parte de la premisa de que los delitos causan un daño al bien común y por eso se sancionan en las normas. Cuando un delito ocurre, hay un daño a la víctima, comunidades e incluso infractores.
El objetivo de la justicia restaurativa se centra en:
Reparación de la víctima (porque nos ocupamos del daño causado por la ofensa)
Reintegración de la víctima e infractor (porque deseamos un futuro con menos delitos, en el que se pueda vivir en paz y armonía) En este sentido y como dice Braithwaite la Justicia Restaurativa puede ser un proceso constructivo y preventivo en el que se obtiene un compromiso mucho más auténtico de hacer las cosas necesarias para impedir que se produzca otro delito de este tipo en el futuro, gracias al grado de intimidad en la conversación que reúne a los afectados por el delito. La Justicia Restaurativa debe llevar al remordimiento.
Esta Justicia Restaurativa se centra en estas preguntas:
¿Quién fue dañado?
¿Cuáles son las necesidades del dañado?
¿Quién tiene la obligación de satisfacer estas necesidades?
La primera pregunta va más allá de si una norma ha sido vulnerada llegando al punto de ver cuanto daño se ha causado. La segunda traslada el foco de atención del acusado a las personas dañadas (víctimas) y la tercera reitera la oportunidad del infractor de asumir su responsabilidad por el daño y repararlo. Una respuesta justa hace cosas correctas.
En definitiva, la justicia restaurativa puede ser definida como un proceso a través del cual las partes afectadas por una infracción específica resuelven colectivamente cómo reaccionar tras aquella y sus implicaciones para el futuro
Origen de esta forma de ver la justicia
Es muy difícil determinar exactamente el momento o el lugar en que se originó. Lo que sí es seguro, es que las formas tradicionales y autóctonas de Justicia consideraban fundamentalmente que el delito era un daño que se hacía a las personas y que la Justicia restablecía la armonía social ayudando a las víctimas, los delincuentes y las comunidades a cicatrizar las heridas. Esta idea de justicia es más bien la que existía en la antigüedad y que hemos perdido con la evolución de los tiempos, y así el delito era definido como un daño al individuo y por ejemplo el código de Hammurabi establecía como sanción a los delitos contra la propiedad, la restitución de lo sustraído.
Y es que realmente la idea de la Justicia Restaurativa no es algo novedoso, sino que está enraizada en nuestra cultura y tradiciones, así como en las religiones, de hecho, la Biblia está repleta de referencias indirectas a esta forma de ver la justicia, así Lucas 19.8 “Zaqueo se levantó entonces y dijo al señor: Mira Señor, voy a dar a los pobres la mitad de todo lo que tengo y si he robado a alguien le devolveré cuatro veces más”.
Son en los pueblos indígenas y aborígenes de ciertos países, como Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá donde se habían venido practicando ciertos modos de Justicia Restaurativa, los cuales, se han ido adaptando al devenir de los tiempos dando lugar a ejemplos como los Tratados de Paz y Círculos de Sentencia, tomados de la esencia tradicional de estos pueblos nativos. Hacía el 1974, la primera Corte que ordenó una sentencia de Justicia Restaurativa fue realizada en Kitchener, Ontario. Dos jóvenes, capturados tras una parranda vandálica que dejó 22 propiedades dañadas, lo hicieron y gradualmente pudieron restituir el daño que habían causado. El éxito de este caso permitió el establecimiento del primer programa de Justicia Restaurativa, en Kitchener, conocido como Programa de Reconciliación entre víctima y ofensores (Howard Zehr). En Elkhart, Indiana el programa fue iniciado en pequeña escala en 1977-1978 por agentes de la libertad condicional que habían aprendido del modelo de Ontario. Para 1979 este programa se había convertido en la base de una organización no lucrativa llamada "el centro para Justicia Comunitaria". Programas similares están funcionando en Inglaterra, Alemania y otros lugares de Europa, por supuesto con muy diferente variedad de formas para hacerlo.
Características que deben reunir los procesos restaurativos
Existen diferentes herramientas para poner en práctica la justicia restaurativa, sea cual fuere la herramienta (mediación penal, conferencias o círculos restaurativos) estas deben reunir unas características para que sean consideradas restaurativas:
Se debe ofrecer una oportunidad para el encuentro
Se debe poner énfasis en la reparación del daño. Algunos daños no podrán ser reparados, pero pueden hacerse cosas para que, si bien no se repara el daño, se puede aminorar o bien proporcionar una satisfacción moral, como, por ejemplo: las disculpas, acciones que hagan ver a la víctima que será difícil que se vuelva a cometer un nuevo delito...
Se debe tener como objetivo primordial reintegrar a la víctima y al infractor. Victima e infractor necesitaran ayuda en su esfuerzo por reintegrarse de nuevo en la sociedad como un miembro más. El infractor necesitará ayuda para cambiar su comportamiento, y aceptar que la reparación es una prestación socialmente constructiva. La víctima necesitará asistencia para recuperarse del delito.
Se debe posibilitarla inclusión de la víctima y del infractor en todos los procesos restaurativos. Aunque la víctima no quiera participar en un proceso restaurativo se la pueden ofrecer otros cauces como por ejemplo estar representada por un tercero.
Estas características coinciden en la esencia con una serie de pilares básicos:
Compensación, este pilar cuadra totalmente con la segunda característica: poner énfasis en la reparación del daño.
Esta reparación o compensación puede ser muy variada, por ejemplo: disculpas, devolver lo robado, no volver a hacer algo…Esto implica hacer frente a los daños y precisamente por esto se está reconociendo la responsabilidad en el hecho delictivo.
Reintegración, este coincide con la característica que pone su objetivo en reintegrar a la víctima y al infractor.
Ambas partes necesitan despojarse de su “rol” tanto de victima como de infractor y volver a la comunidad como un miembro productivo. La víctima necesita superar el trauma del delito y el infractor convertirse en un ciudadano de bien, apartado del delito.
Encuentro, este pilar encaja con la característica que resalta el hecho de que se debe dar una oportunidad a ambas partes para el encuentro. Generalmente se valorará la conveniencia o no de un encuentro cara a cara sino es posible el mediador o facilitador actuará de puente entre ambos.
Las personas necesitan implicarse y pueden y deben implicarse en un hecho que les afecta tan directamente como es el delito.
Participación, este es semejante a la característica que habla de posibilitar la inclusión de víctima e infractor en los procesos restaurativos. El reconocimiento del delito es muy importante, se quiere que los infractores hablen, lo mismo la víctima, ambos deben participar para saber lo que están sintiendo.
Juntos víctima y ofensor pueden abordar alternativas de solución que no estén contempladas, se puede analizar la compensación (compromiso de pagar cierto dinero, ayudar en su trabajo…), reintegración (se evita o se reduce el tiempo de cárcel, se ponen condiciones para el acuerdo, se ven necesidades mutuas y se ayuda a otras víctimas). Lo importantes es que se piensa en las victimas como nunca se ha hecho.
Mediación penal como herramienta de Justicia Restaurativa
La mediación penal es sin duda, la herramienta restaurativa más conocida y la más aplicada, aunque en la actualidad cada vez más se tiende a explorar la utilización de otras herramientas como las conferencias restaurativas. Esta es un procedimiento que tiene por objeto la reparación y compensación de las consecuencias del hecho delictivo, mediante una prestación voluntaria del autor a favor del ofendido o la víctima y cuando no sea posible realizarlo ante el ofendido se llevará a cabo ante la comunidad.
Se intenta a través de esta mediación rescatar la confianza, credibilidad y eficacia basada en la apertura hacia la diversidad, conscientes de que la justicia y la paz social se pueden alcanzar por vías complementarias a la contienda judicial o litigio, en el entendido de que la garantía de impartición de justicia no se limita a la emisión de sentencias, como quizá muchos ciudadanos creen.
Es un proceso voluntario, gratuito, confidencial, alternativo o complementario al sistema de justicia tradicional, con intervención de un tercero imparcial, economía de tiempo y esfuerzo ya que supone agilizar el proceso, informal pero con estructura y no se pierden derechos (las partes siempre tienen abierta la vía judicial y en cualquier momento pueden desistir de la mediación penal)
Otros definen la mediación en materia penal como un proceso que provee una oportunidad a la víctima interesada de reunirse con el infractor en un escenario seguro y estructurado, enfrentándose en una discusión del delito con la asistencia de un mediador. Ambos conversan sobre el incidente, la victima puede hacer preguntas y recibir información además de expresar sus sentimientos. Las víctimas obtienen una sensación de cierre con respecto al incidente de liberar su ira y otras emociones.
Los infractores consiguen ver a sus víctimas como personas y no sólo como objetos aleatorios, tienen la oportunidad de responsabilizarse, reducir la vergüenza dañina y hacer la restitución. El mediador se reúne individualmente con cada uno, antes de la sesión conjunta, les explica el proceso, analiza las posibilidades de desarrollar el espacio de cada parte, prepara a cada uno en el uso efectivo de la comunicación, aclara presunciones y expectativas.
Asimismo, la recomendación R99, 19 del Comité de ministros del Consejo de Europa, septiembre de 1999. Define mediación penal como “todo proceso que permite a la víctima y al delincuente participar activamente si lo consienten libremente, en la solución de las dificultades resultantes del delito con al ayuda de un tercero independiente (mediador)
Existe multitud de normativa europea e internacional que, de forma directa o indirecta, anima a los países a la incorporación de programas de justicia restaurativa, con especial referencia a la mediación penal. El hito a destacar es el año 2001 con la decisión Marco del Consejo de la Unión Europea ( 2001/220/JAI) relativa al estatuto de la víctima en el proceso penal, ésta en su artículo 10 establece” que los estados miembros procuraran impulsar la mediación en causas penales y velaran porque pueda tomarse todo acuerdo entre victima e infractor con motivo de la mediación” además fija un plazo para que los estados pongan en vigor las disposiciones necesarias para dar cumplimiento a lo estipulado sin que pueda exceder del 22 de marzo de 2006.
Esta decisión marco del 2001 será sustituida por una directiva sobre víctimas de 18 de mayo de 2011, está nueva directiva que esperamos sea pronto transpuesta por España, de hecho para eso estamos trabajando contempla los servicios de justicia restaurativa como servicios de ayuda a las víctimas y ya tiene en cuenta que existen otras herramientas no solo la mediación penal.
Y esto obviamente es lo más lógico, recomendar la incorporación de programas de justicia restaurativa, dejando en cada caso que la tradición, cultura, circunstancias del caso y de las personas decidan la balanza hacia una u otra herramienta.
En España nos queda un largo camino por recorrer sin embargo, la justicia restaurativa es una demanda necesaria para dar a la víctima el papel y el protagonismo que la corresponde por derecho, muchos ya llevamos años con servicios de mediación penal como el de Castilla y León, que tratan de promocionar y dar a conocer a los ciudadanos las bondades de esta forma de ver la justicia, el siguiente paso después de haber organizado dos congresos internacionales será poner en práctica otras herramientas más restaurativas como los círculos o las conferencias.
Virginia Domingo de la Fuente en dialnet.unirioja.es
Nota del editor:
Es muy aconsejable visionar la película Las dos caras de la justicia (2023 – Movistar) de la directora francesa Jeanne Herry, donde se ejemplifica muy bien este concepto de Justicia, que, desde mi punto de vista tiene un claro origen cristiano
Almudi
Solo Dios es más grande que nuestro corazón, y por eso solo él puede curarlo, reconciliarlo hasta el fondo. Sexta entrega de la serie “Combate, cercanía, misión”.
Parte de la fascinación que Jesús generaba en sus contemporáneos se debía a su capacidad de curar lo incurable. El Señor atraía también mucho interés por lo sorprendente de algunos prodigios, por la fuerza y originalidad de su predicación, por su simpatía y buen humor, porque aparecía como el Mesías prometido en las Escrituras…, pero muchos se acercaban a su figura sobre todo por los milagros que hacía con los enfermos. Se había corrido la voz de que leprosos, paralíticos, ciegos, sordomudos o personas con problemas de movilidad habían sanado gracias a sus palabras y sus gestos.
Pero aquel misterioso médico devolvía la salud a los cuerpos también para mostrar un poder más grande: curar las almas. Jesús reconcilia como solo lo podría hacer Dios: viene a sanar el fondo de nuestro corazón. «¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados —se dirigió al paralítico—, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y marcha a tu casa» (Lc 5, 23-24). Al Señor le interesa, sobre todo, curar nuestra ceguera interior: la que nos impide darnos cuenta de todo lo que recibimos de él; quiere curar nuestra mudez, nuestra incapacidad de poner palabras al mal que hay en nosotros; la sordera que nos impide atender a la voz de Dios y a las necesidades de nuestro prójimo; nuestra parálisis para movernos hacia lo que nos puede hacer verdaderamente libres; o la lepra que nos hace creernos indignos de un Dios que nunca se cansa de buscarnos. Cada momento de la vida de Cristo, y en especial su pasión y su resurrección, manifiesta su deseo de curar. Lo único que necesita es encontrar en nosotros ese mismo deseo. La curación solo es posible si no escondemos nuestra herida ante quien tiene el poder de sanar.
Dios es más grande que nuestro corazón
«Todo proviene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación», escribe san Pablo a los de Corinto. «Porque en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de reconciliación» (2Co 5, 18-19). Las primeras comunidades cristianas, quizá por el contraste con la dura lógica social que las rodeaba, fueron comprendiendo que la reconciliación con Dios y con los demás era un don que solo podía venir de lo alto. Se daban cuenta de que nosotros no podemos «causar» el perdón de Dios con nuestra penitencia o con nuestros actos de reparación, sino que solamente podemos aceptar con agradecimiento el regalo gratuito —la «gracia»— que él nos ofrece.
Es fácil que, sin darnos cuenta, nos encontremos aplicando al perdón de Dios la lógica de un perdón demasiado humano. Para una mentalidad estrictamente legal, lo importante es el pago de una sanción, la cantidad que se tiene que reparar, el esfuerzo por regresar a un equilibrio anterior al daño. Pero precisamente esa lógica, con la desesperación silenciosa que puede generar en quien no tiene cómo reparar, es lo que Jesús vino a superar. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona» [1].
La primera carta de san Juan también da cuenta de esta noticia consoladora, con unas palabras que nos pueden llenar de paz: «En su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo» (1Jn 3,19-20). Jesús repite una y otra vez que ha venido a salvarnos y no a condenarnos [2], pero aun así pueden surgir fácilmente en nuestro interior voces que traten de inquietarnos: la de una esperanza débil, que invita a tirar la toalla, porque no acaba de creerse que Dios puede perdonarlo todo; o la de la soberbia, que no soporta constatar una vez más la propia debilidad.
El Papa nos alienta a salir al paso de esas voces: «Tú, hermana, hermano, si tus pecados te asustan, si tu pasado te inquieta, si tus heridas no cicatrizan, si tus continuas caídas te desmoralizan y parece que has perdido la esperanza, por favor, no temas. Dios conoce tus debilidades y es más grande que tus errores. Dios es más grande que nuestros pecados, es mucho más grande. Te pide una sola cosa: que tus fragilidades, tus miserias, no las guardes dentro de ti; sino que las lleves a él, las coloques ante él, y de motivos de desolación se convertirán en oportunidades de resurrección» [3].
En ese mismo sentido, san Josemaría nos invitaba a fijarnos en los personajes que se acercan a Jesús, conscientes de que no tienen ninguna posibilidad de pagar la factura de su curación, ni física ni espiritual. Pero esa convicción les abre las puertas de la verdadera vida espiritual, el espacio de la gratuidad, en donde esa «gracia» es lo más importante: «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia (…). Observad lo que nos cuenta san Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: solo está allí, en la presencia de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza, que perdonados te son tus pecados» [4].
Cúrame, Señor, de lo que se me oculta
La convicción de que Dios siempre nos perdona vibra también en el corazón del salmista: «Te declaré mi pecado, no te oculté mi delito. Dije: “Confesaré mis culpas al Señor”. Y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 32, 5). Así nos acercamos nosotros al misterio de la santa Misa: para poder unirnos a la cruz de Jesús, para entrar en su transformación amante de todo el mal de la historia, empezamos por reconocer con humildad nuestra culpa; y nos golpeamos el pecho al hacerlo, como para que el corazón despierte [5].
En esta insistencia por reconocer nuestros pecados, conscientes o inconscientes, algunos han querido ver un posible desequilibrio psicológico o un afán por cargar pesos innecesarios en el alma. En realidad, aunque hay tendencias escrupulosas que bloquean el crecimiento de la vida interior, existe también un sano sentimiento de culpa, indispensable para desplegar las alas del corazón. Solamente hay libertad allí donde hay responsabilidad, donde nuestras acciones son tomadas en serio. Todo proceso de crecimiento espiritual pasa por mirar de frente, con realismo, a nuestras propias acciones; también a aquellas en las que experimentamos inquietud o remordimiento. Necesitamos ver, junto a Dios, nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones [6]: comprender en qué hemos podido herir —o, casi peor, tratar con indiferencia— a Dios y a los demás; en qué nos hemos hecho daño a nosotros mismos, dejando que crezca en nuestra alma la cizaña. Porque solo la verdad nos libera (cfr. Jn 8, 32), especialmente la verdad sobre nuestra propia vida.
En esta tarea habremos de evitar tres tentaciones: primero, la de minimizar nuestra culpa, por un examen de conciencia superficial, o por rehuir al silencio interior en el que nos espera el Espíritu Santo para mostrarnos nuestra propia verdad; segundo, la de transferir la culpa a los demás o a las circunstancias, de manera que aparezcamos habitualmente como víctimas, o como si nunca hiciéramos daño a nadie; y, en último lugar, una tentación que parece contraria a la anterior, pero que acaba por llevar a la misma complacencia estéril: la que desvía nuestro arrepentimiento de Dios y de los demás para centrarlo en nuestro orgullo herido, en el hecho de habernos fallado de nuevo a nosotros mismos.
«¿Quién conoce sus faltas? Purifícame de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré limpio e inocente del gran pecado» (Sal 19, 13-14). En el fondo de un sano sentimiento de culpa no se encuentra la actitud de «un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada» [7], sino la humildad de quien quiere descubrir qué es lo que le aleja de Dios, qué es lo que crea división en su alma y a su alrededor, qué es lo que le impide dar y recibir amor. No confesamos nuestra «imperfección» sino nuestra indiferencia o nuestro poco cariño, manifestados en detalles concretos: «¿Ha habido algo en mí que te pueda a ti, Señor, amor mío, doler?» [8]. De esa actitud puede salir la luz que nos lleve a descubrir serenamente nuestra propia verdad: a mirar en lo más profundo de nuestro corazón, donde ya se encuentra, queriendo abrirse camino en nosotros, el reino de Dios (cfr. Lc 17, 21). Un saludable sentido de culpa es un aliado en nuestro afán por ser más de Dios; un catalizador de nuestras «sucesivas conversiones» [9], siempre que recordemos que sin él no podemos hacer nada.
Un sacramento que devuelve la belleza al mundo
San Agustín decía que «la Iglesia es el mundo reconciliado» [10]. De ahí que la familia de Dios se desarrolle «reconciliando el mundo con Dios. Esa es la gran misión apostólica de todos» [11]. Y el sacramento de la Reconciliación es uno de los centros neurálgicos de ese gran movimiento de reconstrucción, de pacificación, de perdón. Es el mejor lugar desde el que podemos tomar distancia de nuestra culpa; ahí nos damos cuenta de que, aunque somos pecadores, no somos nuestro pecado; y de que, ante un Padre que nos ama sin condiciones, no necesitamos ocultar nada. El sacramento de la Reconciliación nos ayuda a enfrentarnos con nuestra fragilidad, nuestras contradicciones, nuestras heridas; y a mostrarlas al único médico que puede curarlas. San Pablo lo hacía con una seguridad sin límites: «Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2Co 12, 9).
Esa confianza, sin embargo, va de la mano de la contrición, el sufrimiento del corazón por el mal que encuentra dentro de sí: «Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí» (Sal 51, 4-5). La tradición católica suele diferenciar dos tipos de contrición: la que surge del amor a Dios —el arrepentimiento por haber rechazado el amor de la Trinidad, es decir, de las personas más importantes de mi vida—; o la que surge, de manera indirecta, ya sea por comprender el daño ocasionado con el pecado, sus consecuencias espirituales, o la confianza en la sabiduría de la Iglesia [12]. La primera es llamada «contrición perfecta»: por ella, Dios nos perdona los pecados, incluso graves, con tal de que nos propongamos acudir al sacramento de la Reconciliación cuando sea posible. La segunda es la llamada «contrición imperfecta»; también es un don de Dios que inicia un camino espiritual, porque nos dispone a recibir el perdón de los pecados en el sacramento. Los actos de contrición, que pueden ser breves oraciones improvisadas a lo largo del día —¡Perdón, Jesús!— despiertan ese dolor del corazón; nos preparan para recibir y para compartir más abundantemente la misericordia de Dios.
El catecismo de la Iglesia nos recuerda también que, junto al sacramento de la Penitencia, único lugar en el que Jesús nos libera de los pecados graves, también podemos recibir de otras maneras la reconciliación de los demás pecados. La Sagrada Escritura y los Padres citan, entre ellos, «los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cfr. St 5, 20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad “que cubre multitud de pecados” (1P 4,8)» [13]. Sin embargo, la Iglesia no deja de recomendar la Confesión sacramental también para esas faltas menos graves. San Pablo VI recordaba que «la Confesión frecuente sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría» [14]. Y san Josemaría: «Acudid semanalmente —y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos— al santo sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón, (…) y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a él, si aprendemos a arrepentirnos» [15].
La Confesión frecuente nos permite afinar el corazón, y evita que nos acostumbremos a nuestra frialdad, a nuestras resistencias al amor de Dios. Benedicto XVI comentaba una vez: «Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana» [16].
«El sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar el puesto central en la vida cristiana» [17], ha escrito el Papa Francisco. Más allá de la curación de las grandes heridas, es un necesario aliado en la vida cristiana diaria: nos ayuda a conocernos cada vez mejor, y a familiarizarnos con el corazón misericordioso de Dios. Difícilmente superaremos de manera inmediata todas las rutinas o disposiciones que nos llevan al mal: la gracia cuenta con la historia, y tiene que hacerse una cosa con la nuestra [18]. Por eso, sin expectativas irreales que nos pueden hacer desesperar de nuestra debilidad, o incluso de la gracia, tengamos siempre la mirada puesta en Jesús; no dejemos de acudir a quien quiere y puede curarnos. Porque la vida espiritual es «un continuo comenzar y recomenzar. —¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición» [19].
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. San Josemaría, Camino, n. 309.
2. Cfr. por ejemplo Jn 3, 17; Jn 12, 47.
3. Francisco, Homilía, 25-III-2022.
4. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 253.
5. Cfr. Misal romano, ritos iniciales.
6. Ibid.
7. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.
8. San Josemaría, Forja, n. 494.
9. Es Cristo que pasa, n. 57.
10. San Agustín, Sermón 96, n. 8.
11. F. Ocáriz, Mensaje pastoral, 21-X-2023.
12. Cfr. Catecismo de la Iglesia, nn. 1452-1453.
13. Ibid., n. 1434.
14. San Pablo VI, Ex. ap. Gaudete in Domino, n. 52.
15. Amigos de Dios, n. 219.
16. Benedicto XVI, Catequesis, 15-X-2005.
17. Francisco, Misericordia et misera, n. 11.
18. Cfr. Francisco, Gaudete et exsultate, n. 50.
19. Forja, n. 384.
Redacción de opusdei.org
Quinta entrega de la serie “Combate, cercanía, misión”. Entrar en caminos de contemplación significa darnos cuenta de que necesitamos a Dios, de que necesitamos «luchar» con él. Y pedirle, una y otra vez, su bendición: no te suelto hasta que me bendigas
Una noche de Navidad, mientras celebraba la Santa Misa y tenía entre sus manos la sagrada hostia, san Juan María Vianney se emocionó. Sonreía, lloraba, alargaba esos instantes sin apartar los ojos de Jesús. «Parecía hablarle; después volvían las lágrimas, y de nuevo la sonrisa», cuenta el hermano Atanasio, que lo observaba con atención. Al final de la celebración, le preguntó qué había sucedido en esos momentos. El cura de Ars respondió con sencillez: «Me había venido una idea curiosa a la cabeza. Le decía a nuestro Señor: “Si supiera que iba a tener la desgracia de no verte durante toda la eternidad, ahora que te tengo en mis manos, no te soltaría”» [1].
«He asido al amor de mi alma y no lo soltaré», como dice la esposa del Cantar (Ct 3, 4). Son ecos de las súplicas que Jacob hacía al desconocido con el que había peleado toda la noche, mientras se preparaba para encontrarse con su hermano Esaú. «Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando con alguien hasta rayar el alba. Aquel, viendo que no podía vencer a Jacob, le tocó la articulación femoral y le dislocó el fémur. Luego le dijo: “Suéltame, que ya ha rayado el alba”. Jacob le respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. Dijo el otro: “¿Cuál es tu nombre?”». El patriarca responde, desarmado: «Jacob». Y el misterioso personaje: «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y lo has vencido». Jacob, cayendo en la cuenta de su posición de vulnerabilidad —porque ha dicho su nombre, pero no sabe el de su oponente— pide aún: «Dime por favor tu nombre». Y responde Dios: «“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y lo bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, porque se dijo: “He visto a Dios cara a cara, y sigo con vida”. Luego que hubo cruzado Penuel salió el sol, pero él cojeaba del muslo» (Gn 32, 25-32).
Dime algo, Jesús, dime algo
Cada vez que nos recogemos para hacer un rato de oración, y concretamente oración contemplativa, entramos en una especie de combate: «un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea» [2]. La oración contemplativa es «mirada de fe, fijada en Jesús» [3]; una mirada que lo busca, y que no deja de hacerlo, que no lo suelta hasta que nos bendiga, es decir, hasta que ilumine, con la luz de su mirada, «los ojos de nuestro corazón» [4].
¿Qué buscamos en su mirada? Las facciones de su rostro, sus sentimientos, su paz, el fuego de su corazón. Y si en esos ratos serenos no se nos concede el encuentro que anhelamos, estamos dispuestos a perseverar hasta que eso suceda. «No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme decisión de no dejarlo» [5]. La contemplación es «un don, una gracia, que no puede ser acogida más que en la humildad y la pobreza» [6]. Precisamente por eso Dios necesita nuestra perseverancia; necesita que le digamos: aquí te tengo y aquí me tienes... No me muevo, no me voy a ninguna parte. «Dime algo, Jesús, dime algo», como repetía a veces san Josemaría en su oración [7].
Personalizar
El misterioso personaje que luchó con Jacob no había sido convocado. Se presentó él, por su propia iniciativa. Y así sigue siendo ahora: es Dios quien viene a nuestro encuentro, porque «tiene sed de que el hombre tenga sed de él» [8]. Resulta sorprendente, pero esa sed «llega desde las profundidades de Dios» [9]: es tan grande y misteriosa como el amor que lo llevó a crearnos a cada uno, a cada una.
De nuestra parte, sencillamente hemos de plantarnos frente a él. El lugar de la cita no es solo el ámbito de los afectos, ni tampoco la imaginación o la razón, sino el corazón, «en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas» [10]. Se trata de estar ahí, de mantenerse en su presencia, de permanecer en su amor (cfr. Jn 15,9). No nos hemos embarcado en una simple operación psicológica, ni en un mero esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental: no estamos peleando contra el aire… Nuestra contemplación tiene la estructura de la fe cristiana: es «un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios» [11].
No vamos, pues, a pelear con visitantes inoportunos que vienen precisamente en ese momento. Más que intentar echarlos, el mejor método es, simplemente, ignorarlos. A solas con Cristo, tomando conciencia de que él está plenamente volcado hacia mí, e invitándome a que también yo esté totalmente disponible para él. Para nuestro oponente no hay minutos en blanco; él no deja de mirarnos ni por un instante. Nosotros sí, podemos apartarnos, dar media vuelta y dejarlo plantado. Pero perderíamos su bendición.
Jacob no quita la vista de Aquel con quien pelea. Tiene que mantenerse atento, sin desviar el contacto visual, sin perder la dirección de su corazón. ¿Mirar la pantalla del teléfono? No; se cortaría el ámbito del contacto interior. ¿Las distracciones que vemos venir, como lo son tantas veces todo tipo de cuestiones organizativas, o la curiosidad por lo que sucede a nuestro alrededor? No. Y tampoco los pensamientos centrados en estar a la altura o dar la talla, que pueden ser un retorno sutil sobre nosotros mismos. Toda nuestra vida está centrada en alguien, en «la persona de Jesucristo, a quien deseamos conocer, tratar y amar»; y ponerle «en el centro de nuestra vida significa adentrarse más en la oración contemplativa» [12]. El reclamo es radical y cada vez más englobante. Dios bendice al que pelea por el don de la contemplación, anticipo del don de la vida eterna, que ya desde ahora empezamos a saborear. «La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con aquel que afirmó: Yo soy el camino» [13].
La contemplación busca «al amado de mi alma (Ct 1, 7). Esto es, a Jesús» [14]. Alguien como yo, a quien puedo tratar a mi nivel, porque él mismo me ha llamado amigo (cfr. Jn 15, 15). La oración contemplativa no será tal mientras no haya personalización. «Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la humanidad santísima de Cristo» [15]. Jesús es el puente que, a través de lo corporal, nos lleva a lo divino. Esa «lucha» cuerpo a cuerpo supone un encuentro de miradas, de sonrisas, de rostros y, sobre todo, de corazones. Se trata de apropiarnos del sentir del corazón de Jesús, aprender «el “conocimiento interno del Señor” para más amarle y seguirle» [16]. ¿Cómo se siente él hoy conmigo? ¿Encuentra sintonía, concordia? ¿Advierto y asumo sus alegrías y sus penas?
En la oscuridad y en las pruebas
El combate se desarrolla de noche. Es la noche en la que se mueve la fe: no tenemos otra mediación para el encuentro cara a cara. Nuestra búsqueda se verifica en la oscuridad, «en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de él y vivir en él» [17]. Ni el sentimiento —si llega, bienvenido; si se va, bien ido—, ni tampoco la pura razón, porque no estamos haciendo acrobacias mentales. Lo que hemos encendido es la fe en una persona viva que desea el encuentro. En la fe no tenemos la inmediatez de los sentidos ni la claridad de los silogismos; andamos en la penumbra hasta que llegue el momento de la visión. Pero la oscuridad de la fe nos permite ver más lejos. De día nuestra mirada alcanza unas decenas de kilómetros: se detiene en el azul de la atmósfera. Pero de noche vemos las estrellas, a millones de años luz. La fe nos descubre mundos nuevos.
El combate contemplativo supone también afrontar el desaliento, la sequedad, el cansancio de la fe, incluso la tristeza de no entregarnos totalmente al Señor porque tenemos muchos bienes (cfr. Mc 10, 22); o una rebeldía interior frente a la lógica de Dios, que a veces nos parecerá tan distinta de la nuestra; o bien la sugestión de que aquello no es para nosotros, que no tenemos esa sensibilidad… ¿No estaré subido en una fantasía? ¿Adónde vamos con esto? ¿No es un planteamiento demasiado místico? En este momento Jacob podría haber dejado de pelear. De hecho, ¿no habrá tenido sus vacilaciones mientras luchaba? Seguramente sí, pero continuó. Es preciso ir adelante con determinación y con alma de niño, sabiendo que andamos por un camino de amor, que es un camino de confianza y de abandono.
Si la oración de meditación atiende a los medios, la contemplación atiende al fin. Estamos con aquel con quien queríamos estar. No consideramos ahora las virtudes, ni los propósitos, ni las luchas… De todo eso tratamos en la meditación. Nuestro tiempo, el vacío de nuestro tiempo, se llena ahora con su sola presencia. Encendemos el ansia, la ilusión, el adelanto del cielo. La medida de nuestro cielo será la medida de nuestro deseo: la sed de Dios, el «ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro...» [18]. Y con ese deseo, llenos de paz, caminamos por la vida cuando entramos en caminos de contemplación: «Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán» [19].
Jacob tuvo que caminar largas jornadas hasta el lugar donde Dios lo encontraría. Ahí no tenía acompañantes: nos dice la Biblia que este episodio sucede cuando se ha quedado solo. Tampoco tiene equipaje: acaba de pasar todo lo que tenía a la otra orilla (cfr. Gn 32, 24-25). Y es necesaria «la noche», en el sentido de que el intercambio pide recogimiento. Por una vez, Jacob «ya no es dueño de la situación —su astucia no sirve—, ya no es el hombre estratega y calculador (…). Por una vez, Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios más que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados» [20]. Dios viene a buscarlo cuando está sin defensas, y libre de otras cosas que lo distraigan. Porque, para contemplar, necesitamos la libertad y la apertura del corazón: nada más que la percepción de nuestra poquedad y el deseo del encuentro. Aquel a quien esperamos no se presentará si tenemos el corazón ocupado. Ninguna de nuestras ansias debe ser mayor que la de estar con él.
No te soltaré hasta que me bendigas
«Bendíceme». El patriarca no se conforma con menos. Tiene asido, cautivo, a su Señor. Pero ¿en qué consiste esa bendición? Jacob tiene la alegría de ver a Dios, y su alegría se amplifica cuando se da cuenta de que, aun habiéndolo visto, sigue con vida. La bendición es la contemplación del rostro de Dios, que nos llena de su paz, de su alegría, de su misericordia. No podremos lograrlo con un acto de nuestra voluntad, sino con la apertura de nuestro corazón a los dones del Espíritu Santo. «Toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida solo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor» [21].
Hemos de esperar, pues, pacientemente. Jacob tuvo que esperar toda la noche hasta el amanecer. No huyó, no desistió. La bendición se nos otorgará si la pedimos una y otra vez. Ponemos lo que está de nuestra parte, buscando el silencio, el recogimiento, la libertad del corazón… A Dios le corresponde poner los dones propiamente contemplativos: ciencia, entendimiento, sabiduría. Nosotros somos incapaces de ejercitarnos en ellos… Son actitudes receptivas que él da cuando quiere. Hemos de pedirlos y esperarlos con humildad. El Señor nos los dará poco a poco, o quizá de una vez. Y, cuando recibamos esta bendición, ya sea a sorbos o a raudales, proseguiremos nuestra ruta con la mirada puesta en la lejanía, porque esa bendición no es transeúnte, sino permanente. El patriarca se puso en marcha y… ¿a dónde fue? Es lo de menos. Lo importante es que lleva ya impreso en su alma el rostro de su Señor. «Aquella bendición que el patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendición obtenida con engaño, sino la concedida gratuitamente por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo» [22].
«He visto a Dios cara a cara, y sigo con vida», se dice Jacob. A lo largo de esta extraña pelea, ha ido logrando conocer a quien tenía delante. A lo largo de nuestra vida, con nuestra oración, vamos logrando conocer a Dios, vamos entendiéndole, o por lo menos aceptando sus modos de hacer, aun sin comprenderlos. Querríamos saber su nombre: «¿Tú quién eres?». Querríamos verle. Y Dios se muestra, pero se esconde, para que lo sigamos buscando: para que vivamos de él, para que vivamos de esa búsqueda…
El desenlace de este relato misterioso es paradójico, como lo es casi siempre nuestra fe. Dios bendice a Jacob y lo felicita por su victoria, pero a fin de cuentas le ha dislocado el fémur. El patriarca ha peleado el buen combate, ha afrontado sin desmayo al misterioso oponente. Pero en adelante caminará cojeando: será una especie de condecoración que le recordará la batalla. «Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo» [23]. También nosotros saldremos heridos y renovados del combate: se nos dislocarán nuestras seguridades terrenas y nos guiará ya la marca de Dios. Él nos ha bendecido, y nos seguirá bendiciendo, pero nos hace tomar conciencia profunda de que nuestra verdadera seguridad está en él. Y cuanto más rezamos más nos damos cuenta de que lo necesitamos, de que necesitamos «luchar» con él. Y más le pediremos su bendición: no te suelto hasta que me bendigas.
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. Cf. F. Trochu, Le Curé d’Ars Saint Jean-Marie Vianney, Lyon-París, 1925, p. 383.
2. Benedicto XVI, Audiencia, 25-V-2011.
3. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.
4. Ibid.
7. Cfr. apuntes íntimos, 12-XII-1935, citado en A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei (vol. 1), Rialp, Madrid, 1997, p. 582; apuntes íntimos, 20-XII-1937, citado en Camino, edición crítico-histórica, nota al n. 746.
8. San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4; citado en Catecismo, n. 2560.
11. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15-X-1989, n. 3.
12. F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.
20. Papa Francisco, Audiencia, 10-VI-2020.
Redacción de opusdei.org
La tibieza es una enfermedad del corazón, por la que las cosas de Dios nos disgustan, y por la que llegamos incluso a convencernos de que la vida, la verdadera vida, está en otra parte
Es una de las primeras y más célebres teofanías que recoge la Biblia. El ángel del Señor se aparece a Moisés en el monte Horeb como una gran llama de fuego en medio de una zarza. «Moisés miró: la zarza ardía, pero no se consumía. Y se dijo Moisés: “voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza”» (Ex 3, 2-3). Dios es Amor, una llama de amor siempre nueva, que no se agota con el paso del tiempo, para dejar detrás de sí solo un palitroque humeante. Su amor arde eternamente, dando calor y luz a quien se deja abrazar por él. Por eso, dice Dios a Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Él es Amor, un amor fiel, y siempre vivo. Y, al crearnos a su imagen (cfr. Gn 1, 27), nos ha destinado a un amor así: nuestro corazón no es capaz de vivir con menos. El nuestro solo puede ser un amor ardiente, que se renueva y crece con el paso del tiempo.
Quizás hemos tenido alguna vez la experiencia de volver a una casa en la que habíamos vivido tiempo atrás: un lugar donde habíamos amado, donde habíamos dado y recibido cariño. Ahora nos la encontramos vacía y abandonada, quizá incluso en ruinas. Nos atraviesa el corazón un punzante sentimiento de nostalgia, al pensar lo felices que fuimos allí. Algo así ocurre cuando nuestros amores se enfrían y se apagan. Dan pena. Un amor lleno de calor, que encerraba una promesa eterna de alegría, un amor que lo era todo…, y que, sin embargo, se ha convertido en cenizas. ¡Qué lástima! Lo expresaba bien un famoso escritor: «Qué terrible es cuando uno dice: “te quiero” y en la otra parte la persona grita: “¿Qué?”» [1]. Así es la tibieza, un amor precioso en su origen, un amor que antes alegraba el corazón y llenaba de luz nuestra vida, pero que se ha ido consumiendo hasta casi apagarse: un amor que no ha resistido el paso del tiempo.
Una muerte a cámara lenta
Para enfriarse, es necesario haber estado antes encendido, enamorado. Por eso la tibieza no es un riesgo para quien acaba de entregar el corazón: su amor es todavía demasiado elemental, demasiado ingenuo. La tibieza es en cambio un peligro real para cualquier amor que lleva ya tiempo encendido. No consiste en una muerte repentina, sino en una enfermedad que avanza casi imperceptiblemente: una muerte a cámara lenta, como la llamada «muerte blanca» de los alpinistas, mezcla fatídica de frío y cansancio, en la que el cuerpo pierde paulatinamente su reactividad y acaba por entregarse a un sueño dulce pero letal.
La reflexión sobre la tibieza surge desde muy pronto en la historia de la Iglesia. En los siglos III y IV, Orígenes y Evagrio Póntico hablaban de la acedia, un estado de disgusto y de pereza del alma que no se presenta en las primeras horas del día que es la vida, sino cuando el sol ya ha recorrido un buen tramo y brilla alto en el cielo. Por eso, inspirándose en el salmo 91, hablaban del «demonio de mediodía» [2]. Acedia (akedia) significa, literalmente, descuido, dejadez. Aunque con el tiempo algunos autores la distinguirán de la tibieza (tepiditas), ambos términos definen el mismo panorama espiritual: un «enfriamiento de la caridad, que se enturbia de abandono y pereza» [3], una dejadez que pone en jaque la entrega, porque «ipsa caritas vacare non potest; el amor no puede estar ocioso» [4], no puede irse de vacaciones.
El beato Álvaro escribió una vez unas líneas especialmente enérgicas sobre el peligroso avance de la tibieza: «Con una mirada apagada para el bien y otra más penetrante hacia lo que halaga el propio yo, la voluntad tibia acumula en el alma posos y podredumbre de egoísmo y de soberbia que, al sedimentar, producen un progresivo sabor carnal en todo el comportamiento. Si no se ataja ese mal, toman fuerza, cada vez con más cuerpo, los anhelos más desgraciados, teñidos por esos posos de tibieza: y surge el afán de compensaciones; la irritabilidad ante la más pequeña exigencia o sacrificio; las quejas por motivos banales; la conversación insustancial o centrada en uno mismo (...). Aparecen las faltas de mortificación y de sobriedad; se despiertan los sentidos con asaltos violentos, se resfría la caridad, y se pierde la vibración apostólica para hablar de Dios con garra» [5].
Es el itinerario de la tibieza. Poco a poco va entrando en el alma una tristeza que lo ensombrece todo: lo que antes nos llenaba el corazón ya no nos dice nada, y empezamos a razonar mundanamente. La tibieza produce una distorsión de los sentidos del alma, por la que las cosas de Dios nos hastían; y llegamos incluso a convencernos de que la vida, la verdadera vida, está en otra parte. Por su propia experiencia, escribía san Agustín: «no sorprende que al paladar enfermo le resulte una tortura aun el pan, que es grato para el sano, y que a los ojos enfermos les resulte odiosa la luz, que a los puros es amable» [6].
¿Cómo se llega hasta ese estado? ¿Cómo un amor vibrante puede llegar a enfriarse así? Se podría decir que en su origen hay un desencanto con la vida, quizá debido a ciertas decepciones y dificultades, por las que se ha perdido la candidez y el fervor de los primeros pasos. Ese punto de inflexión puede pasar relativamente desapercibido, pero cala en el alma. Uno empieza a recortar el tiempo para Dios, porque el plan de vida le sabe a acumulación de obligaciones; uno deja de soñar y de esforzarse por la misión apostólica, quizá por la hostilidad del ambiente, o por el desánimo al ver pocos frutos. «Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca el alma» [7]. Ese tipo de descontento hace que, poco a poco, el corazón se enfríe «por el abandono, por la apatía, por la desgana a la hora de examinar diariamente la propia conducta: hoy dejamos esto; mañana, no damos importancia a esto otro, omitimos sin motivo una mortificación, se nos escapa una falta de sinceridad..., y nos vamos acostumbrando a esas cosas que desagradan a Dios, sin convertirlas, mediante el examen, en materia de lucha. Así se emprende el camino que conduce a la tibieza, no lo olvidéis. Por las rendijas de ese examen negligente entra el frío que acaba helando el alma» [8].
Dios llama a la puerta de nuestro corazón
En los primeros compases del Apocalipsis hay unas líneas muy célebres, que pueden sorprender por su dureza: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16). Las líneas que siguen, quizá menos conocidas, ayudan a entender qué quiere decir Dios con esas palabras fuertes. «Porque tú dices: “Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada”; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3, 17-18). La acumulación de calificativos, que podría dar la impresión de un ensañamiento con el tibio, nos permite en realidad asomarnos al corazón de Dios. El Señor le habla fuerte para ayudarle a comprender su situación, tan parecida a la de aquel hombre de la parábola del Evangelio que, tras una muy buena cosecha, se decía: «alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12, 19). Su error es que atesora para sí en lugar de ser «rico ante Dios» (Lc 12, 21). No se da cuenta de que está replegado sobre sí mismo, y de que así va directo a la ruina.
A las palabras duras del Apocalipsis siguen otras llenas de solicitud paternal, que muestran cómo Dios no solo no desespera de nosotros, sino que hace todo lo posible por cambiarnos el corazón: «Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas; y vestiduras blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y colirio para untarte los ojos a fin de que veas. Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete. Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 18-20). El Señor quiere sacarnos de ese estado lamentable; llama a la puerta de nuestra alma, porque quiere que volvamos a la intimidad con él… pero necesita que pongamos de nuestra parte, que pongamos los medios para encender de nuevo nuestro amor.
Para prevenir y para curar la tibieza
«Atrapadnos las raposas, las raposas pequeñitas, que devastan nuestras viñas, nuestras viñas floridas» (Ct 2, 15). La tibieza cuaja en el alma cuando se pierde la delicadeza con Dios, cuando la confianza se convierte en dejadez. Es verdad, no podemos ofrecer al Señor una perfección intachable, pero sí podemos ser delicados y atentos con él. Y de esta delicadeza forma parte también la contrición, cuando nos damos cuenta de que lo hemos tratado mal, o de que nos ha faltado cariño. Por eso es preciso estar atentos a las cosas pequeñas, y despertar la contrición por nuestras resistencias al amor, como son por ejemplo omitir o retrasar un rato de oración por activismo, llegar tarde a cenar por privilegiar nuestras cosas, retrasar un servicio por pereza, poner mala cara a una persona… Los actos de contrición, también por cosas así, encienden el alma: nos permiten recomenzar. «Sí, recomenzar. Yo —me imagino que tú también— recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo» [9].
Hemos aludido antes a la necesidad de cuidar la actitud de examen, que supone una actitud sincera con Dios y con nosotros mismos [10]. De ahí surge a su vez la sinceridad con quienes nos acompañan en nuestro camino hacia Dios; una sinceridad llena de docilidad, para dejarnos exigir, y así mantener vivo nuestro amor. «La sinceridad y la tibieza son enemigos, y se excluyen. Por eso, quien es sincero, encuentra la fuerza de luchar y de salir del camino peligrosísimo de la tibieza» [11].
Nuestro amor a Dios también se mantiene joven y se renueva compartiéndolo con los demás. «Cuando una brasa no prende fuego, es señal de que se está enfriando, de que ya casi todo es ceniza» [12], decía san Josemaría en una ocasión. En efecto, cuando el corazón no vibra con el deseo de que otros puedan acercarse a Dios e incluso recorrer nuestro camino, es que quizá nosotros mismos nos hemos quedado dormidos en una curva. Remedio para despertar: «Olvídate de ti mismo… Que tu ambición sea la de no vivir más que para tus hermanos, para las almas, para la Iglesia; en una palabra, para Dios» [13].
La magnanimidad es también un gran antídoto contra la tibieza: dedicar lo mejor, lo más precioso de nuestra vida, al Señor. Nos cuenta San Juan que, estando Jesús en Betania, María «tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 1-3). El mejor perfume, nuestro mayor tesoro, nuestro mejor tiempo, debe ser para el Señor. Es mal síntoma, en cambio, que surjan en nosotros valoraciones como la de Judas, a quien todo le parecía demasiado para Jesús: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» (Jn 12, 5). Judas de hecho acabaría vendiendo al Maestro por el precio de un esclavo… (cfr. Mt 26,15). Los pequeños o no tan pequeños sacrificios, vencimientos, mortificaciones, nos encienden por dentro y alejan la tibieza. Recuerdan a nuestro corazón que, aun con toda su fragilidad, es capaz de un amor grande: «Hazme de nieve, Señor, / para los goces humanos, / de arcilla para tus manos, / de fuego para tu amor» [14].
Todos estos remedios se podrían resumir con unas palabras conmovedoras de San Pablo: «no entristezcáis al Espíritu Santo de Dios» (cfr. Ef 4, 30). El Espíritu Santo, que no descansa en su empeño por formar a Jesús en nosotros, necesita nuestra prontitud y nuestra docilidad a sus inspiraciones. Bajo sus alas, nuestra vida adquirirá ese sentido de misión que, desmarcándose del cálculo y de la mediocridad de la tibieza, puede llenarla de aventura: «Quien ha optado por configurar toda su existencia con Jesús ya no elige dónde estar, sino que va allá donde se le envía, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son los espacios abiertos de su misión. Su tesoro es poner al Señor en medio de la vida, sin buscar otra para él (…). Contento con el Señor, no se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testigo y de llegar a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el Espíritu: contrario al “ir tirando”, siente el gusto de evangelizar» [15].
* * *
En la vida de nuestra Madre no hay mezcla de tibieza. Si el fuego que hace arder la zarza simboliza la presencia de Dios, el arbusto mismo representa la persona de María Santísima, que brilla sin consumirse por la presencia del Espíritu Santo, Fuego del Amor divino: «Llameabas como el arbusto que fue mostrado a Moisés, y no ardías. Te fundías y no te consumías (…). Fundida al fuego, retomabas fuerzas de ese mismo fuego, permaneciendo siempre ardiente» [16]. A ella le pedimos que nos ayude a mantener también siempre ardiente el amor de Dios; que el amor a Santa María encienda nuestro corazón «en lumbre viva» [17].
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. J. D. Salinger, Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Edhasa, Barcelona, 1986, p. 80.
2. Cfr. E. Boland, «Tiédeur», Dictionnaire de Spiritualité, vol. 15, c. 918. Cf. Sal 91 (90),6: «No tendrás miedo del terror en la noche, ni de la flecha que vuela de día; ni de la peste que se propaga en tinieblas, ni del azote que devasta a pleno día».
3. F. Ocáriz, A la luz del evangelio, Studium, Madrid, 2020.
4. San Agustín, Enarrationes in Psalmos 31, 5.
5. Beato Álvaro, Carta pastoral, 9-I-1980, n. 31 (Cartas de Familia II, n. 275; AGP, biblioteca, P17).
6. San Agustín, Confesiones 7, 16.22.
7. Papa Francisco, Evangelii gaudium, n. 277.
8. Beato Álvaro, Carta pastoral, 8-XII-1976, n. 8 (Cartas de Familia II, n. 116; AGP, biblioteca, P17).
9. San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 12.
10. Cfr. San Josemaría, Carta 1, n. 34.
11. San Josemaría, Instrucción 8-XII-1941, nota 122.
12. San Josemaría, palabras recogidas en Crónica, 1973, pp. 640-641 (AGP, biblioteca, P01).
13. San Josemaría, Surco, n. 630.
14. E. de Champourcin, Presencia a oscuras, Rialp, Madrid, 1952, p. 21.
15. Papa Francisco, Homilía, 30-VII-2016.
16. Cfr. San Amadeo de Lausanne, Homilías marianas (Sources Chrétiennes, 72), III, 313-317.
Redacción de opusdei.org
Cualquier deporte requiere esfuerzo, pero genera un espacio de disfrute y abre posibilidades nuevas. Así sucede con la vida cristiana: en medio del combate y de la lucha, es posible pasarlo bien con el Señor, creciendo y afrontando nuevos retos con él
«Eres ya nueva criatura y has sido revestido de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano. Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala sin mancha hasta la vida eterna» [1]. Desde muy antiguo existe en la Iglesia la tradición de vestir de blanco a los nuevos bautizados, para expresar visiblemente la ilusión de hacerse una cosa con Cristo, de dejar que él viva en nosotros [2]. A esa realidad precisa responden también el nombre y el gesto mismo del bautismo: baptizein significa sumergir, porque por este sacramento entramos en la vida de la Trinidad, como una esponja que entra en el agua y, sin dejar de ser ella misma, se hace una cosa con ese nuevo medio. Se produce así «una interpenetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva y única realidad, con un nuevo y único nombre» [3]. A partir de entonces, cuidar de esta vida nueva se convierte en una tarea diaria, que requiere un combate espiritual constante, como lo advierte la Escritura: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a él y no te separes, para que al final seas enaltecido» (Si 2, 1-3).
Punto de partida: Dios nos ama sin condiciones
En nuestro Bautismo Dios nos ha dicho para siempre que nos ama tal como somos, pase lo que pase. Esta convicción es el punto de partida en el itinerario interior; sin ella, estaríamos corriendo por la senda equivocada, porque en esta carrera no se trata de merecer nada por nosotros mismos, ni de demostrar nada a nadie, sino de vivir libremente, disfrutando del amor de Dios. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él», escribe san Juan (1Jn 4, 16). Y qué necesario es «dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!» [4].
Al mismo tiempo, la gracia de Dios no reemplaza el uso inteligente y perseverante de nuestras fuerzas: «Nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo» [5]. Es verdad que, por la gracia, nuestra vida tiene un valor que excede nuestras posibilidades, pero la gracia no sustituye a la naturaleza: necesita trabajar… ¡bailar! con ella. Se podría decir que en nuestra vida todo es nuestro y, al mismo tiempo, todo es de Dios. «Sobre la continuidad de los pequeños hechos cotidianos, agradables o penosos, previstos o imprevistos, corre la serie paralela de las gracias actuales, que en cada instante se nos ofrecen. (…) Poco a poco entre él y nosotros se establecerá una conversación casi ininterrumpida que será la verdadera vida interior» [6].
Así las cosas, resultaría reductivo describir esa vida que se despliega en el corazón del hombre solo con palabras como «lucha» o «combate». Lo que, desde la perspectiva de las resistencias que encontramos dentro y fuera de nosotros, aparece como un combate, desde una visión más amplia se puede describir como actividad y movimiento, como dinamismo y crecimiento. Estos aspectos del desarrollo de cualquier ser viviente —que incluyen la lucha contra las amenazas o las asperezas del ambiente como momentos de ese mismo desarrollo— expresan de manera más lograda la riqueza de la vida espiritual.
Mirar el paisaje, no solo el suelo
Los alpinistas y los ciclistas de alta montaña saben lo necesaria que es la concentración en el esfuerzo y la dosificación de las energías; de ahí que muchas veces avancen mirando casi solamente hacia el suelo. Sin embargo, sería una lástima que esa concentración les impidiera gozar del panorama que se abre a su alrededor a medida que avanzan. En el combate espiritual puede ocurrirnos algo similar: que nos fijemos demasiado en el mal que queremos superar, o que solo veamos el costo que tiene conseguir algún bien. Por eso siempre es bueno levantar la mirada para no perder de vista todo lo que estamos ganando en el camino.
«No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12, 21), escribe san Pablo en un versículo que san Josemaría a veces resumía así: «ahogar el mal en abundancia de bien» [7]. El combate cristiano no consiste tanto en una lucha contra los pecados como en un esfuerzo por alimentar esa vida que nos ha sido entregada desde nuestro bautismo. Por ejemplo, si en una ocasión dejamos lo mejor para los demás, podemos ver este vencimiento como una lucha contra el egoísmo, o como un ejercicio para no apegarnos a ciertas cosas; pero, mejor todavía, podemos verlo como una lucha por agrandar el corazón, por crecer en amor, en generosidad, en desprendimiento, etc. Y esto no por un afán individual de perfección, sino porque, desde el corazón de Cristo, queremos vivir para los demás.
Estas dos distintas maneras de enfocar el combate cristiano están unidas también a dos modos de formular los propósitos de mejora. En este sentido, en lugar de proponernos «no volver a hacer algo», puede ser mucho más enriquecedor levantar la mirada, contemplar el horizonte, y afirmar lo que sí queremos hacer. In omnibus respice finem, dice un adagio clásico: «en todas las cosas mira al fin»; o, en una formulación más actual, «empieza con el porqué». Para vivir con los ojos en la meta es necesario muchas veces tomar distancia de la situación concreta, tomarse el tiempo de reflexionar, de compartir nuestras impresiones con Dios. Entonces veremos mejor: nos daremos cuenta de que no está en juego solamente un propósito inmediato, una pequeña batalla concreta, sino nuestra apertura a la gracia de Dios, a que Dios haga de nosotros otro Jesús, alter Christus.
Luchar es ya amar
«Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3, 18). Nadie se siente verdaderamente querido cuando el amor, afirmado con todo tipo de declaraciones y promesas, es desmentido después por la vía de los hechos. Por eso, con cada una de nuestras decisiones respondemos a aquella pregunta de Jesús a Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21, 16). La vida cristiana —escribía el prelado del Opus Dei— es «una respuesta libre, llena de iniciativa y de disponibilidad, a esta pregunta del Señor» [8]. Cada momento en que nos sobreponemos a nuestro egoísmo, cada esfuerzo por crecer en tal o cual virtud que nos permitirá servir mejor; cada vez que escogemos la humildad frente a nuestro deseo de afirmarnos contra los demás, estamos diciendo sin palabras a Dios: te quiero más.
«Este es nuestro destino en la tierra: luchar, por Amor, hasta el último instante», escribió san Josemaría una vez, haciendo balance al acabar el año [9]. Luchar por amor es mucho más que simplemente añadir a la lucha, desde fuera, un motivo de amor: «Mientras hablabas con el Señor en tu oración, has comprendido con mayor claridad que lucha es sinónimo de Amor, y le has pedido un Amor más grande» [10]. El combate espiritual es más necesario que la victoria porque «mientras hay lucha, lucha ascética, hay vida interior. Eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día» [11]. Y lo que convierte la lucha en amor es la finalidad del combate: por qué lucho y para quién lucho. Estas respuestas dan forma al mismo combate; se convierten en la base misma de su desarrollo.
Al leer las vidas de santos, es posible que lleguemos a imaginar el combate espiritual como la lucha de unos héroes que se esfuerzan hasta el límite, enfrentando tareas difíciles, que exigen una gran fuerza interior, una valentía fuera de lo común. El santo aparecería así como «una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales» [12]. Sin embargo, esta impresión no capta lo esencial del secreto de los santos; lo que cuenta al final —y en cada momento del camino— es el amor, la caridad, que viene de Dios. «Incluso el martirio recibe su grandeza no de un acto de fortaleza, sino principalmente de una heroica acción de maravillosa caridad. Los tres siglos de persecución de la primitiva Iglesia fueron ciertamente tiempos de valor, de heroica fortaleza, pero aún lo fueron más de ardiente amor de Dios» [13].
A veces, un excesivo afán de seguridad puede llevarnos a un planteamiento cuantitativo de la lucha, por el que querríamos medir nuestros progresos, como quien se confronta con un plan de entrenamiento personalizado para mejorar la forma física. Ciertamente, es importante hacer propósitos de mejora, superarse en muchos aspectos, sacrificar cosas, pero todo eso no es necesariamente un signo del progreso que se pretende asegurar. La santidad, decía san Josemaría, «no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor» [14]. Lo que da frutos espirituales no es hacer cosas arduas, sino responder con amor a ese amor primero que Dios nos tiene; santidad no significa que uno «hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara» [15]. Por eso, porque todo inicia en el querer gratuito de Dios, que nos ha dado el don del Bautismo y de la vida cristiana en nosotros, podemos comprender lo que nos dice la Sagrada Escritura: la santidad «no depende de que uno quiera o de que se esfuerce, sino de Dios, que tiene misericordia» (Rm 9, 16).
Saber que toda obra de santidad inicia con un impulso divino, que es Dios quien inició su obra y es él mismo quien la llevará a término: eso es lo que marca nuestra comprensión de la batalla espiritual. Nosotros no «ganamos puntos» ante Dios, de modo que merezcamos su amor: él se nos da continuamente, pase lo que pase. «La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa (…). Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor (…). Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo contagioso» [16].
Como un deporte
¿Por dónde es mejor «comenzar y recomenzar»? [17] ¿En qué frente concreto del alma inicia esta lucha? La respuesta cambiará para cada persona, pero una buena pista puede ser detectar cuál es nuestro defecto más recurrente, teniendo en cuenta que suele tratarse de algo que guarda íntima relación con nuestro modo de ser. Por ejemplo, si somos muy fuertes por temperamento, este modo de ser podría con frecuencia degenerar en formas bruscas; o si nuestra característica personal es la amabilidad, el principal defecto podría ser la blandura o el apocamiento. El combate se enfocará en excluir, primero, todo lo que sea contrario al amor de Dios —es decir, el pecado mortal—, después aquellas cosas que impiden que nuestro corazón se abra hacia el Señor y hacia los demás —es decir, los pecados veniales— y, finalmente y siempre, también las faltas de amor, la mediocridad. Todo un programa de vida que san Nicolás de Flue condensó en unos pocos versos: «Señor mío y Dios mío, aparta de mí todo lo que me aparte de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerque a ti. Señor mío y Dios mío, líbrame de mí mismo, para darme todo entero a ti» [18].
A san Josemaría le gustaba comparar esta lucha con el deporte: «La lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte» [19]. Cualquier deporte requiere esfuerzo, pero genera un espacio de disfrute: por la interacción con otros, por las nuevas vivencias, por el gozo de superarse... Del mismo modo, con un poco de entrenamiento podemos empezar a pasarlo bien con el Señor en medio de la lucha espiritual. Así, veremos en las dificultades objetivas no solo obstáculos, sino también oportunidades para el desarrollo de nuestra vida en Dios. Si aceptamos las dificultades como un reto, nos molestarán mucho menos. Cambiará también el modo en que miramos a quienes nos rodean, sobre todo aquellos con quienes quizás tenemos menor afinidad: «No digas: esa persona me carga. —Piensa: esa persona me santifica» [20].
Un factor clave en el entrenamiento deportivo es la constancia. No se consiguen grandes victorias en un solo día. A veces hacen falta muchos intentos. «El deportista insiste, el buen deportista pasa mucho tiempo entrenándose, preparándose. Si se trata de saltar, lo intenta una y otra vez» [21]. Los pasos pequeños, con tenacidad y perseverancia, llevan finalmente al éxito. En este sentido, suele ser más eficaz hacer propósitos pequeños y concretos, para vivirlos con constancia, que hacer grandes propósitos que muchas veces dejaremos incumplidos. Además, en las batallas del alma es necesario contar con el tiempo, comenzar y recomenzar, rehacer los propósitos con humildad y creatividad, todas las veces que sea necesario. Una respuesta de amor se realiza discretamente a lo largo de toda la vida.
Como en el deporte, en la vida espiritual también las derrotas forman parte del juego. Pero, así como hay «más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7), podemos pensar que con cada una de nuestras pequeñas victorias, o con cada uno de nuestros «recomienzos», el Señor se alegra más que con todo lo que ya nos sale bien. Aunque siempre nos quede mucho por hacer, no deberíamos continuar sin más después de una victoria. Las victorias se saborean: cada paso adelante es un momento para dar gracias a Dios, para sacar fuerzas nuevas. No podemos olvidar tampoco que no estamos solos en nuestra lucha. Como los atletas, tenemos personas alrededor, puestas por Dios, que nos ayudan a entrenarnos y a superarnos. Podemos contar con nuestros hermanos y hermanas en la fe, con su oración y con su apoyo; con el de quienes nos han precedido y nos ayudan desde el cielo; con el de nuestro ángel custodio y el de santa María.
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. Ritual de la celebración del Bautismo de niños.
3. Benedicto XVI, Lectio Divina, 11-VI-2012.
4. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 144.
6. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Tomo I, p. 184ss.
7. San Josemaría, Surco, n. 864.
8. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 5.
9. San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 83.
11. San Josemaría, Via Crucis, 3ª estación.
12. J. Ratzinger, «Dejar obrar a Dios» (traducción del original en L’Osservatore Romano, 6-X-2002; disponible en www.opusdei.org).
13. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Tomo I, p. 167.
14. San Josemaría, Apuntes de la predicación (AGP, P10, n. 25), cit. por E. Burkhart y J. López, Vida Cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. II, p. 295.
15. J. Ratzinger, «Dejar obrar a Dios».
16. Francisco, Gaudete et exsultate, nn. 52, 54, 55.
17. San Josemaría solía hablar así de la vida interior. Cfr. por ejemplo Camino, n. 292; Forja, n. 384; Es Cristo que pasa, n. 114.
18. Esta oración se puede encontrar, por ejemplo, integrada en la que pronunció San Juan Pablo II ante la tumba del santo, el 14-VI-1984. San Josemaría rezaba con palabras semejantes: «¡Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti!» (cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2003, vol. 3, p. 462).
Redacción de opusdei.org
Para un cristiano, el cielo está siempre a la vuelta de la esquina: la vida es, a la vez, viaje y destino
«La vida es un viaje, no un destino»: así reza una de las citas más populares que corren por la red [1]. Basta una simple búsqueda de estas palabras para dar con infinidad de imágenes y posters para todos los gustos: paisajes idílicos con un camino o una carretera serpenteando, una niña que se balancea en su columpio, composiciones gráficas con estilo vintage... Pero ¿qué significa realmente que la vida es un viaje, y no un destino? ¿Quizá estamos simplemente ante un tópico, una frase que triunfa porque permite relativizar los propios errores, o porque parece decir que lo demás es vivir y lo de menos cómo vivas o para qué? ¿Viaje y destino se oponen, después de todo? El destino, concretamente el destino de la vida, ¿no se juega en cada instante del viaje?
Estas preguntas requieren desde luego una aproximación serena. Veamos de entrada cómo el lema en cuestión inspira la vida de la gente corriente. En el mundo del running, por ejemplo, la idea de privilegiar el viaje sobre el destino tiene gran popularidad. Sucede que los corredores, sobre todo los principiantes, empiezan con objetivos ambiciosos, en términos de distancias que recorrer, forma física que adquirir o peso que perder. Y no resulta difícil imaginarse que la mayoría de las veces no logran cumplir esas metas tan fácilmente como esperaban. Así describía su vivencia un corredor:
«Día tras día fracasaba en mi objetivo. Día tras día se me hacía más evidente que no estaba hecho para correr. Cada carrera me ponía brutalmente frente a los hechos: seguía sin llegar al nivel. Sin embargo, lo que no había entendido sobre este deporte era lo mismo que ya tenía bien asumido en mis viajes: la clave es disfrutar del trayecto. [...] Me di cuenta de que cada carrera es un regalo. Cada carrera es una oportunidad de estar donde quieres estar. Con esta revelación, mi forma de correr cambió. Dejé de negar la alegría que sentía. Dejé de acumular días de fracaso. Empecé a vivir más “en el momento”, viendo cada carrera como una oportunidad para apreciar lo que tenía frente a mí» [2].
Este corredor estaba empezando a aprender una lección importante que cualquiera de nosotros puede aplicar al viaje de la vida. Por la fe, sabemos que nuestro destino se juega a lo largo de todos los momentos del viaje, porque la vocación cristiana es llamada a vivir enteramente de Dios y para Dios, ya en nuestro camino por la historia, y después en el cielo, cuando finalmente Él sea «todo en todos» (1 Co 15,28). San Josemaría decía por eso que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» [3].
Sin embargo, esa unión pacífica entre recorrido y destino no es fácil de lograr. Podría decirse que, de hecho, es la obra de toda una vida. Y la vida es breve y larga a la vez. Como a aquel corredor, a veces nos puede suceder que, al proyectar la mirada hacia la meta y volver después con ella hacia donde estamos ahora, nos desanimemos: la vista de la distancia que nos queda por recorrer podría entonces incluso bloquearnos o hacernos desesperar del viaje. Pero Jesús nos ha prevenido ya ante esta tentación: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 33-34). Cuando el Reino de Dios —es decir, la vocación a la santidad— se convierte en lo primero, cada paso es una oportunidad de estar donde quieres estar y con quien quieres estar. Desde este punto de vista, el cielo está siempre a la vuelta de la esquina: la vida va siendo, a la vez, viaje y destino.
Vamos a considerar, pues, algunos aspectos de nuestro viaje hacia el cielo. En primer lugar, la certeza de que no viajamos solos: tenemos a Dios como amigo y compañero de viaje. En segundo lugar, la necesidad de salir al paso del desánimo, aprendiendo a dar la vuelta a nuestros límites y a nuestros pecados. Finalmente, la convicción de que vivir en el presente es la mejor manera de encontrar la felicidad en esta tierra y también en el cielo.
Camina humildemente con tu Dios
En el Antiguo Testamento, el breve libro de Miqueas está lleno de profecías de castigo. A través de su profeta, Dios reprende a los samaritanos por su idolatría; reprocha a su pueblo un culto externo, hueco; y también predice, por primera vez, la caída de Jerusalén. Pero eso no es todo: su mensaje es también anuncio de esperanza y de salvación. La misión de Miqueas no consiste solo en condenar el mal, sino también en recordar al pueblo que Dios está muy cerca: «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios» (Mi 6, 8).
El Espíritu Santo —porque es él quien habla a través de los profetas— no nos dice que caminemos hacia Dios, como si él estuviera lejos, esperándonos al final de un largo camino. Nos dice que caminemos con él. Él nos acompaña en todo y se interesa por todo: lo que pensamos, lo que miramos, lo que decimos, lo que deseamos: «Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo» [4].
Caminar con Dios significa recorrer con él todos los episodios, grandes y pequeños, de mi vida; hablarlo todo con él, escucharle en todo momento; exponerme a que me pueda pedir cosas que no me espero, o a que me lleve por caminos que no imaginaba. Quien camina con un amigo está en la disposición de hablar y de escuchar. Así caminaban los discípulos de Emaús, aunque no sabían hasta qué punto aquel desconocido que los escuchaba con tanta atención y les hablaba con tanta fuerza era su Hermano y su Amigo. No lo sabían, pero estaban caminando con Dios, y Dios les estaba abriendo horizontes insospechados (Lc 24, 13-35). «¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria» [5].
Dios quiere, además, que caminemos con él humildemente. ¿Qué significa esto? Nos lo sugiere Él mismo en una de las oraciones más breves del salterio: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre. Como niño satisfecho está mi alma» (Sal 131, 1-2). Caminar humildemente con Dios significa trabajar sin aspirar a unos resultados o éxitos que no dependen de mí, y que quizá no me corresponden; estar contento con lo que tengo, con lo que Dios me da, con lo que la vida me presenta. Y vivir eso… intensamente. La paradoja es que, si caminamos humildemente con Dios, de hecho haremos cosas mucho más grandes de lo que creíamos. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas dar» [6].
Dale la vuelta a tus defectos
«La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe», escribe el Papa. «Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos» [7]. La fragilidad, las dificultades, las equivocaciones, forman sencillamente parte del camino de la vida. Admitir esta realidad no significa rendirse o resignarse a pecar; es simplemente aceptar nuestros límites y nuestros tiempos, y también los de la realidad.
Pero nuestro orgullo no acaba de aceptarlo. El diablo también lo sabe, y no se limita a tentarnos para alejarnos de Dios: una vez nos ha logrado seducir, intenta aún «hacer leña del árbol caído»; se sirve de nuestros pecados o de nuestra fragilidad para desalentarnos, porque sabe que ese es un método eficaz para hacernos a abandonar el viaje. De ahí que necesitemos aprender a dar la vuelta a nuestras caídas y miserias; es decir, a sacar provecho y experiencia de ellos. Esto puede sonar extraño, pero es uno de los principios más importantes y fundamentales del crecimiento en la vida interior. Así lo han entendido desde hace siglos los maestros de espiritualidad.
Hay personas, escribe uno de ellos, a las que les «ocurre habitualmente que se asombran de sus faltas, que se inquietan, que se avergüenzan; se enfadan consigo mismos y acaban por desanimarse. Son otros tantos efectos del amor propio, efectos mucho más perjudiciales que las propias faltas» [8]. La última línea es sorprendente. La vergüenza, la inquietud y el desánimo en los que nos podemos dejar caer al ver nuestros límites hace mucho daño. Nos empuja lejos de Dios, y nos predispone hacia el pecado, que irónicamente es lo que nos había desanimado en primer lugar. Se trata, en fin, de un círculo vicioso que nos impide reconciliarnos con Dios, mirarle a la cara y decirle que estamos arrepentidos y que queremos su perdón.
A veces lo que nos puede pasar es que no nos perdonemos a nosotros mismos. Nos enamoramos quizá más de nuestra idea de perfección que de Dios, y entonces nos falta la humildad para recomenzar. «Nunca debes desanimarte, por muchas veces que caigas; debes decirte a ti mismo: “Aunque me caiga veinte veces, cien veces al día, me levantaré de nuevo cada vez, y seguiré mi camino”. ¿Qué importará, después de todo, que te hayas caído en el camino, con tal de que llegues al final? Dios no te lo va a reprochar» [9]. Lo más importante, pues, es retomar el camino volviendo a Dios todas las veces que sea necesario. La contrición ante nuestros pecados puede convertirse en un trampolín que nos impulse de nuevo hacia Dios: «Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de Él. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Solo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina» [10].
Vive el presente
La única manera de recorrer nuestro camino es hacerlo paso a paso. Nadie sube una montaña de un salto, y menos aún si se trata de una cima a gran altura: a veces será necesaria una buena temporada de entrenamiento y de aclimatación; y necesitaremos hacer etapas, acampar, retomar fuerzas con el confort de un equipaje bien escogido, al tiempo que disfrutamos de la conversación y del paisaje, cambiante en cada etapa. En definitiva, necesitamos concentrarnos en nuestra realidad más inmediata o, dicho de otro modo, vivir en el presente.
Vivir en el presente significa reconocer el momento actual como el único en el que puedo recibir la gracia de Dios y cumplir su voluntad. El enemigo también sabe esto demasiado bien, de modo que va a intentar alejarnos todo lo posible de nuestro aquí y ahora, angustiándonos con un pasado que nos decepciona o con un futuro que nos inquieta; o haciendo que nos perdamos en imaginaciones de lo que podía haber sido, o de lo que podría ser. Y si logra algo de todo esto, entonces ya está logrando enfriar nuestro amor, porque el amor solo se conjuga en el presente [11].
Vivir en el presente no quiere decir ignorar el pasado y el futuro, sino ponerlos en su lugar. Estar en paz con el pasado, reconciliados con Dios y con los demás... y también con nosotros mismos, por la aceptación de quienes somos y de quienes hemos llegado a ser. Y estar en paz con el futuro, porque, aunque Dios cuenta y vibra con nuestros planes y proyectos, nos quiere serenos. In manibus tuis tempora mea, dice otro salmo. En tus manos está mi tiempo, mis cosas (cfr. Sal 31, 15). «En tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro… [12]», podemos rezar con san Josemaría. La aceptación y el abandono crean el clima necesario para vivir el presente con serenidad y con intensidad.
La confianza en nuestro Padre Dios nos lleva «a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios» [13]. Tener la soltura de un hijo de Dios es vivir centrado en el aquí y en el ahora, atento a hacer lo que él quiere de mí: trabajar, descansar, rezar, consolar, reírme... Hay «un tiempo para cada cosa» (Qo 3, 1), y el mejor modo de acertar es vivir cada momento con el Señor: todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17). Si cultivamos este diálogo constante con Dios, identificaremos más fácilmente lo que nos distrae y nos desvía del camino: momentos de evasión en el teléfono o en nuestra imaginación, pensamientos oscuros, atolondramiento, «mística ojalatera»… [14]. Así podremos volver más fácilmente a ese camino probado y verdadero hacia la santidad, que consiste en hacer lo que debo y estar en lo que hago [15].
Vivir el presente nos permite agradecer lo que tenemos y, por eso mismo, disfrutar de la vida. De nuevo, «la felicidad en el Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» [16]. La felicidad viene de la conciencia de que soy amado aquí y ahora por mi Padre Dios y de que él me colma de regalos cada día. Estar demasiado preocupados por nuestros fracasos en el pasado o por los peligros del futuro nos incapacita para percibir las cosas buenas que se nos ofrecen en el momento presente. Por eso es muy bueno que dediquemos tiempo cada día, en nuestra oración, quizá en nuestro examen de conciencia, a la gratitud. ¿Cómo me ha amado Dios hoy? ¿Qué cosas concretas puedo agradecerle?
Persevera hasta el final
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas», nos dice Jesús (Lc 21, 19). Llegar al final del camino es vital. Todos soñamos con llegar a decir, como san Pablo: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe» (2Tm 4, 7). Lo conseguiremos conservando la fe hoy, ahora mismo. Uno podría sentirse fácilmente abrumado frente a la perspectiva de ser fiel durante diez, veinte, cuarenta, ochenta años. ¿Cómo puedo estar seguro de mi fidelidad en un camino tan largo? En realidad, no se trata de estar seguro de que no me apartaré de Dios durante las próximas décadas; se trata de ser fiel a nuestro Señor hoy, con la gracia que él nos da en este momento. Viviendo así es como recorreremos el camino de la vida hasta su término.
Los cristianos reconocemos que «la vida es un viaje, no un destino» como algo obvio. Sabemos que nuestra vida no termina aquí y que, por tanto, estos años en la tierra no son el destino. Y, a la vez, sabemos que nuestra verdadera vida, nuestro destino, ya está aquí, en cada instante: nuestra vida está «escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Por eso, necesitamos que «la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra» [17]; necesitamos que se haga su voluntad «en la tierra como en el cielo». Y entonces, sí, haremos «camino al andar» [18]: cada paso que demos hará nuestro camino y hará nuestro destino.
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. La cita se suele atribuir a Ralph Waldo Emerson, aunque no existe una referencia escrita que lo atestigüe.
2. John Bingham, «Enjoy Your Journey» www.runnersworld.com.
3. San Josemaría, Forja, n. 1005.
5. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.
6. San Josemaría, Camino, n. 829.
7. Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 50.
8. J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, Lieja, 1851, p. 159. «Lo peor del caso es que, como observa San Francisco de Sales, a veces uno se desanima y se enfada por haberse enfadado, se impacienta de haberse impacientado. ¡Qué desastre! ¿No tendríamos que ver en eso orgullo en estado puro?» (p. 160).
9. J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, pp. 160s.
10. San Josemaría, Via Crucis, 7ª estación.
11. Cfr. C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, cap. 15.
12. Via Crucis, 7ª estación, n. 3.
13. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.
14. Cfr. San Josemaría, Conversaciones, nn. 88, 116.
18. «Caminante, no hay camino; se hace camino al andar» (A. Machado, Campos de Castilla, «Proverbios y cantares», XXIX. San Josemaría cita este verso en Carta 6, n. 75).
Redacción de opusdei.org
Primer capítulo de una nueva serie sobre el camino hacia la santidad, una aventura en la que no solo se trata de «darse» sino, sobre todo, de «recibirse»
Como un príncipe. Así se sentía aquel chico, a pesar de sus pocos años y de su ropa modesta y gastada, cuando al entrar en la iglesia se veía envuelto por la música vibrante del órgano. «Tenía la impresión de que nos saludaba a mí y a mis pequeños compañeros como si fuéramos príncipes», diría muchos años más tarde, recordando su infancia en Canale d’Agordo, un pueblo minúsculo al noreste de Italia. En esa experiencia infantil situaba Albino Luciani el inicio de «una vaga intuición, que luego se convertiría en convencida certeza»: la Iglesia católica «no es solo algo grande, sino que también hace grandes a los pequeños» [1].
Elige la Vida
Estas líneas del beato Juan Pablo I evocan naturalmente las de Santa María en el Magnificat. Precisamente la palabra que abre el canto de nuestra Madre significa hacer grande, cantar las grandezas de alguien. María enaltece a Dios porque Él hace grandes a los pequeños. «Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1, 51-53).
Junto a este canto de María, san Lucas nos ha transmitido también una expansión del corazón del Señor que, en cierto modo, podríamos llamar el Magnificat de Jesús. Como su Madre en Ain Karim, cuando lo llevaba en su seno, Jesús se llena ahora de «alegría en el Espíritu Santo», al ver cómo Dios se vuelca con los pequeños: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 21-22).
Pero ¿qué es lo que le ha sido dado descubrir a los pequeños? Empezando por María y José, y siguiendo por los apóstoles y las mujeres que acompañaban al Señor, hasta tantos cristianos a lo largo de veinte siglos, ¿en qué consiste esa revelación a los humildes? ¿Qué es lo que los hace grandes? Un pasaje del Deuteronomio nos puede guiar hacia una primera respuesta. El Señor habla al corazón de su pueblo, en un tono solemne y tierno a la vez: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Hoy pongo por testigos contra vosotros los cielos y la tierra: pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él, porque Él es tu vida y la prolongación de tus días en la tierra que el Señor prometió dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15.19-20).
El hecho de que estas palabras alternen el «vosotros» y el «tú» parece querer mostrarnos que el Señor no habla simplemente a su pueblo, en general: está hablando a cada uno y a cada una, porque la elección por la Vida se decide en el corazón de cada una de sus criaturas. «La Vida»: así, con mayúsculas, solía escribir san Josemaría, cuando se refería a la gracia y a la gloria; a la Vida con Dios, aquí en la tierra, y después en el cielo. Conmueve releer estas palabras suyas del mes de junio del 75, pocos días antes de irse al cielo: «Todos somos la misma Vida de Cristo:
¡y hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a pedirle al Señor, siempre, que nos ayude a todos a ser fieles, a continuar la labor, a vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena: la otra no vale la pena, la otra se va, como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esta otra Vida!» [2].
«Elige la vida». Con esas palabras fuertes del Deuteronomio, y sus mil ecos en el evangelio [3], nos está diciendo el Señor a cada uno: mira que yo te he creado para que vivas, para que seas feliz… ¿Me vas a elegir, vas a elegir la Vida? Eso es lo que han descubierto, y lo que han escogido, los «pequeños»: saben que toda el ansia infinita de vivir que llevan dentro tiene su fuente y su destino en Dios. Y no quieren otra cosa. Han entendido que triunfar en la vida, lograr su vida, es dejar que el amor de Dios los inunde, y repartirlo después a manos llenas. De María, la hermana de Marta dirá el Señor que «ha escogido la mejor parte», y que «no le será arrebatada» (Lc 10, 42). Y a sus discípulos los reconfortará en ese mismo sentido: «No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12, 32). Los «pequeños» viven de Dios; es lo que los hace grandes. Y eso es la santidad: vivir de Dios; y, desde Dios, para los demás.
Santidad es darse, pero es aún más «recibirse»
Al considerar la vida de los santos, los «pequeños» que han escogido la Vida, no es extraño que se nos presente con frecuencia en primer plano lo que su santidad ha supuesto de renuncia, de lucha, de «empequeñecimiento». Está claro: el santo necesariamente se opone a muchas fuerzas adversas. Jesús nos ha preparado el camino y nos ha adelantado que eso sucedería: «En el mundo tendréis sufrimientos» (Jn 16, 33); «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20); «Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo» (Lc 22,31). No queda, en fin, margen para una visión fácil de la vida cristiana; aunque tampoco es fácil cualquier otra forma de vida en la tierra: al final siempre es necesario el sacrificio, la renuncia, la lucha por diversos fines, más o menos elevados.
«Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro» [4]. Y es que el amor a Dios encuentra distintas formas de resistencia también en nosotros, porque supone «perder cosas»: uno renuncia a tener el control de todo en su vida, o a satisfacer todos sus antojos; uno se expone a perder quizá la aprobación de algunas personas, a tomar su cruz... «Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas» [5]. Uno pierde ciertamente muchas cosas de lo que el mundo llama «vida». Sin embargo, quien pierde así su vida no la pierde en el vacío, sino en Dios. «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). El santo «se pierde» en Dios, y así, precisamente, empieza a «encontrarse».
¿Y qué significa «encontrarse» en Dios? Escribe san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó» (1Jn 4, 10). La frase griega está escrita en un tiempo verbal particular, el aoristo, que es una especie de «pasado abierto». Es el mismo tiempo que domina tanto el Magnificat de María como el de Jesús. Lo que se designa en todos estos casos son «acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia» [6], en la historia de cada uno y de cada una. De modo que san Juan no está diciendo que Dios me ha amado una vez para siempre, sino que Dios me está amando siempre. Y que cada vez que yo amo realmente, es Dios quien me está amando, y quien está amando en mí. Aquí y ahora.
Así, es verdad que el santo se entrega, que «pierde su vida», pero es aún más verdad —en el sentido de que es una verdad que abraza y fundamenta a la anterior— que el santo «se encuentra» en Dios, y «se recibe» todo él de Dios, análogamente a como Jesús se recibe enteramente del Padre [7]. Esa es la fuente secreta del amor de los santos; eso es lo que les permite vivir de un modo que puede parecer imposible o insoportable a una mirada meramente humana. Así, aun sintiendo a diario todos sus límites y debilidades, avanzan con el alma «metida en Dios, endiosada»; en ellos «se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente» [8].
A sus discípulos, que lo miran perplejos, les dice Jesús: «Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis» (Jn 4, 32). Él vive de hacer la voluntad de su Padre: esa es su vida, esa es su gloria; no necesita más (cfr. Jn 4, 33-34). Solo unos instantes antes, ha estado diciendo a la samaritana, junto al pozo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). El Señor nos lo dice al oído a cada uno. Si conocieras el don de Dios, si te dieras cuenta de lo que quiero darte, no sería yo quien te pidiera un sorbo de agua; no sería yo quien te pidiera tu tiempo, tu fuerza, tu paciencia, tu lucha... Serías tú quien me pediría: Señor, ¿qué necesitas? Ya no medirías ni calcularías lo que le das a Dios, porque te darías cuenta de que es Él quien se entrega a ti cada vez que tú le das algo, aunque sea una pequeña moneda, aunque sea un vaso de agua... Cada vez es «todo un Dios» [9] el que se entrega a ti.
Se entiende quizás mejor ahora por qué, al pensar en la santidad, hablamos también de entrega, de renuncia: es porque existe una resistencia en nosotros. El mundo está herido, las relaciones están heridas, porque lo están los corazones... Pero esta resistencia, aun siendo real, tiende a perder fuerza en la medida en que estamos unidos a Dios. El esfuerzo por darse una y otra vez no desaparece, pero se funde con el don que nosotros mismos nos sabemos, con el amor infinito que nos abraza. Los hombres y las mujeres de Dios viven en una «paradójica confluencia de felicidad y dolor» [10], como Jesús en la Cruz; sienten con una certeza profunda que están recibiendo más de lo que dan: su alma «se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» [11]. Como Santa María, saben que Dios está haciendo grandes cosas en ellos (cfr. Lc 1, 49); que en ellos está amando aquel que siempre ama primero, aquel que es la fuente de su amor.
La santidad consiste por eso a fin de cuentas en entrar y permanecer en esa «corriente trinitaria de amor» [12]que tiene su origen en el Padre, y que llega a nosotros a través de Jesús, el predilecto, el primer amado: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Y ese amor del Padre y de Jesús en el que queremos permanecer es el Espíritu Santo: por eso lo llamamos el santificador [13] y dador de vida [14]. «¿Y los santos de Dios? ¡Oh, cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo!» [15].
Combate, cercanía, misión
Con estos pocos compases quedan delineados los ejes principales de la serie que ahora comienza. Los capítulos que la componen aportan diferentes perspectivas acerca de ese camino hacia la santidad en el que Dios nos quiere a todos, cada uno a su manera: «por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo» [16]… Los ejes de la serie se resumen en tres palabras, que definen también las líneas maestras del Padrenuestro: combate, cercanía, misión. Aunque los tres motivos atraviesan la serie de inicio a fin, porque están siempre presentes en el camino hacia Dios, tiene sentido detenerse unos instantes en el porqué de este orden; sobre todo si tenemos en cuenta que, en este camino, lo fundamental es el amor que Él nos tiene.
No parece necesario insistir en lo ingenuo de pensar que sea posible vivir de Dios sin encontrar resistencia, en nosotros y fuera de nosotros. Aunque no sea este el motor secreto del camino hacia la santidad, ni muchas veces su punto de partida, la lucha no tarda en presentarse: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad» (Si 2, 1-2). La prueba, la tentación, el combate… son inevitables en un mundo herido por el pecado. «El reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12). Empezar la reflexión desde esta perspectiva permite salir al paso de una visión demasiado cándida y buenista del camino hacia el cielo. Sin embargo, sería también ingenuo y superficial pensar que la santidad consista ante todo en esa lucha. La santidad consiste en vivir de Dios, en dejar que Él viva en mí (cfr. Ga 2, 20).
«Dios está junto a nosotros de continuo (…). Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando» [17]. Esta cercanía, por la que nos sabemos escuchados en la oración y en todo momento, nos la manifiesta Dios también a través de nuestros hermanos en la fe: la amistad, el acompañamiento espiritual, los sacramentos... Un cristiano se sabe siempre acompañado de cerca, por Dios y por sus hermanos; se sabe siempre en casa. Y es eso lo que a su vez lo acerca a los demás, para darles también ese calor de hogar que él recibe de continuo. Así lo vivió, como tantos otros, la beata Guadalupe: «La certeza que tenía de la cercanía de Dios, de su amor por ella, la llenaba de sencillez y serenidad y le hacía no tener miedo de sus errores y de sus defectos, e ir siempre para adelante buscando querer en todo a Dios y a los demás» [18].
El camino hacia la santidad no es, pues, un camino solitario, ni tampoco un proyecto de salvación individualista. Todo en la vida de un cristiano dice relación, familia. El Señor, nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, nuestros colegas… son la razón de ser de nuestros esfuerzos, de nuestros vencimientos. Si no fuera por ellos quizá dejaríamos de luchar, quizá nos rendiríamos… Pero sabemos que, igual que podemos contar con su apoyo, cuentan ellos con nosotros; en fin, que nos necesitan: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» [19]. Así han vivido los santos: de Dios y para Dios; de los demás y para los demás.
* * *
Cuando san Josemaría pensaba en el destino de nuestro viaje, imaginaba el momento en que «toda la Grandeza de Dios, toda la Sabiduría de Dios y toda la Hermosura de Dios, toda la vibración, todo el color, ¡toda la armonía!» se volcaría en «ese vasito de barro que somos cada uno de nosotros» [20]. Y se echaba a un lado, imaginando a sus hijos aún más arriba: «Tengo una debilidad y es que os quiero mucho. Pienso que mi Cielo va a consistir en colarme por una puertecita y ponerme en un rincón, mirando y amando a la Trinidad Beatísima. Y desde allí, escondido, ver en el paraíso a mis hijas y a mis hijos muy en alto, muy cerca de Dios» [21].
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. Luciani (Beato Juan Pablo I), «In occasione del restauro dell’organo della chiesa di Canale d’Agordo», en Opera Omnia, Vol. 9, EMP, Padua 1989, p. 457.
2. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 7-VI-1975, citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 174. Cfr. también p.ej. Camino, nn. 218, 255, 399, 737; Surco, n. 817; Forja, nn. 777, 818.
3. Se trata en particular de uno de los hilos conductores del evangelio de san Juan. Cfr. p. ej. los diálogos con la Samaritana (Jn 4, 10-14) y con Marta (Jn 11, 25-27); cfr. también Jn 5, 39-40; Jn 7, 37-39; Jn 10, 10.
4. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 214.
6. Benedicto XVI, Audiencia, 15-II-2006.
7. Cfr. Lc 10, 22; Jn 5, 26; Jn 17, 24; Sal 2, 7.
10. San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 27.
12. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 85.
13. Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 739.
14. Cfr. Misal Romano, Credo de Nicea-Constantinopla; Catecismo, n. 202.
15. San Juan XXIII, Discurso, 5-VI-1960.
16. San Josemaría, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, Rialp, Madrid 1989, p. 252.
18. F. Ocáriz, «Guadalupe: un camino al cielo en la vida cotidiana», ABC, 13-V-2019.
19. Francisco, Evangelii gaudium, n. 273.
20. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 20-X-1968, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, p. 625.
21. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 5-IV-1970, citado en ibidem.
Leonardo F. Massimino
4. Las diferentes teorías en torno a la limitación de los derechos
4.1. La teoría del interés público
La teoría del interés público posee una larga tradición en la doctrina y jurisprudencia de nuestro país. Según este enfoque, la intervención del Estado en la economía, mediante la sanción de regulaciones o la reglamentación de los derechos, tiende a asegurar el bien común [12].
El dictado de la regulación o la reglamentación de un determinado derecho supone que esa intervención corrige las fallas del libre juego de la oferta y la demanda o rectifica situaciones inequitativas (BUSTAMENTE, Jorge, 1993, p. 37).
Un rasgo distintivo de esta teoría es la creciente influencia normativa sobre el proceso de intervención estatal, ya que además de no realizar un análisis técnico sobre la eficacia de ese proceso, tiende a identificar los resultados teóricos de la normativa con sus resultados reales. Se supone dogmáticamente que la intervención, en sí misma, es idónea para corregir las fallas” del mercado, sin indagar en los resultados de la misma.
Una vez identificada la falla del mercado, se recurre a la intervención o reglamentación como un correctivo infalible de aquélla, lo cual es puesto en duda por las escuelas siguientes.
4.2. La teoría del acuerdo colectivo
El fundamento de la intervención reside, según esta teoría, en el dilema del prisionero o en el dilema de la acción colectiva (MITNICK, Barry M., La Economía…op.cit. p. 180) [13]. En tal sentido, la regulación representa un acuerdo al que presuntamente arribarían todos los sujetos– aún los que se opondrían, en principio a la misma– sabiendo que las consecuencias de esa intervención los beneficiaría a todos (incluidos a los mismos opositores). De esta manera la regulación supera las fallas de mercado forzando un presunto acuerdo que se representa en la regulación.
La teoría del interés colectivo sostiene que, en ausencia de costos de transacción [14], el acuerdo solamente estaría bloqueado cuando el beneficio esperado por el disidente de la regulación es superior al que resultaría del bien colectivo proyectado en la misma.
Un concepto interesante desde esta perspectiva es que la intervención estatal no constituye un sustituto idóneo a un intercambio frustrado por “costos de transacción”, sino que configura un costo más, de naturaleza jurídica, que reduce el ámbito de la libre contratación [15].
En definitiva, esta teoría asume la objeción de los costos y beneficios pero ese análisis es presunto y supera el dilema de la acción colectiva. Sin embargo, termina siendo una determinada teoría política que justifica la intervención del Estado según la visión que posea el sistema constitucional de un país, abandonando el mecanismo de consenso voluntario y, con ello, consideraciones de eficiencia como vía de solución de la intervención del Estado (MITNICK, Barry M., La Economía…op.cit. p. 180).
4.3. La teoría económica de las regulaciones
La teoría económica de la regulación o de la intervención del Estado se focaliza en el análisis económico de la oferta y la demanda. En concreto, argumenta que las regulaciones son el resultado de presiones de los grupos de interés, lo cual se vincula con la denominada “teoría de la captura de agencia”, que ha sido desarrollada por la ciencia política.
Sin embargo, la doctrina especializada argumenta que no siempre que existe un organismo regulatorio los grupos afectados tienen la capacidad de controlarlo: ello depende, dicen, de la cantidad de personas involucradas ya que el cálculo costo-beneficio es distinto cuando el grupo es pequeño que cuando el grupo es amplio y hay ocasión de actuar adoptado conductas especulativas (free rider) como vimos (STIGLER, George J., 1971, p. 3).
Desde esta perspectiva, la intervención estatal será requerida por algunos sectores en beneficio de esos sectores, dado que se concibe a las mismas como un recurso sumamente escaso y valioso. Por esa razón, el tamaño o capacidad de gestión que posean esos grupos para requerir la intervención estatal es un elemento relevante para analizar el comportamiento futuro de ellas. De todos modos, se señala que estas regulaciones no satisfacen el interés general, como dicen, sino el puramente sectorial de los grupos favorecidos [16].
4.4. El enfoque institucional. El análisis de eficiencia
El enfoque institucional permite explicar el impacto de las distintas estructuras jurídicas sobre la conducta de las personas a partir de la pauta de la eficiencia.
Si bien tradicionalmente se ha colocado a los “fines públicos” sobre los “fines privados” –ya que los primeros se los identifica con la virtud del bien común y los segundos con el egoísmo individual– este enfoque señala que tanto el contrato como la intervención estatal son marcos institucionales alternativos y complementarios. Es decir, el marco consensual (contrato) es complementario del marco compulsivo y jerárquico (intervención estatal).
Al respecto, se propone que la evaluación de los marcos institucionales alternativos sea en base a la pauta de “eficiencia”. En tal sentido, el marco Institucional es eficiente cuando –a menor costo que otro marco institucional alternativo– facilita los intercambios voluntarios y como resultado, los agentes absorben todos los costos de su conducta y obtienen todo los beneficios.
Hay ineficiencia cuando el marco institucional favorece conductas de sujetos que se apropian de los beneficios, pero no se hacen cargo de todos los costos (externalidad negativa) y/o de sujetos que asumen todos los costos, pero no pueden apropiarse de todos los beneficios (externalidad positiva).
Desde esta perspectiva, podrían delinearse o clasificarse cuatro tipos o modalidades básicas de la intervención estatal. Las regulaciones más eficientes son aquellas en las que los costos y los beneficios de la intervención se encuentran dispersos entre todos los destinatarios y también aquéllas en las que los costos y los beneficios están concentrados entre los sujetos de la intervención como puede ser el caso de una norma que fija un peaje para la utilización de un determinado camino o ruta: paga el peaje quien utiliza la ruta.
Por otra parte, las regulaciones en las cuales los beneficios se encuentran concentrados y los costos dispersos son las típicas regulaciones de fomento en las que, una empresa se ve favorecida por un determinado régimen de promoción industrial, cuyos costos, en definitiva, son sufragados por toda la población a través de los impuestos que deja de percibir por el régimen establecido.
Finalmente, cabe identificar aquellas regulaciones en las cuales sus beneficios están dispersos y los costos se encuentran concentrados en determinados sujetos como es el caso, por el ejemplo, de la intervención estatal que declara como servicio público una determinada actividad. En estos casos, el prestador está sometido a determinadas cargas y obligaciones, cuyos beneficiarios son todos los usuarios del servicio.
4.5. El análisis costo-beneficio de la intervención pública
El análisis costo-beneficio es como vemos un abordaje cada vez más empleado para el análisis de la actividad reglamentaria del Estado y que ha merecido tratamiento en la doctrina, legislación y jurisprudencia de nuestro país [17].
En el ámbito de ciertas contrataciones del Estado, en nuestro país, la introducción oficial del análisis de costo-beneficio en tanto herramienta que permite la determinación de la eficiencia de una medida se operó con la ley 24.759, de aprobación de la Convención Interamericana contra la Corrupción, sancionada en 1996. Ello, sin embargo, de forma elíptica pues la norma no alude expresamente al “análisis costo-beneficio” sino a la “eficiencia” de la decisión.
El Artículo III, inc. 5º de dicha Convención establece que: “(...) [L]os Estados Partes convienen en considerar la aplicabilidad de medidas, dentro de sus propios sistemas institucionales, destinadas a crear, mantener y fortalecer: (...) 5. Sistemas para la contratación de funcionarios públicos y para la adquisición de bienes y servicios por parte del Estado que aseguren la (...) eficiencia de tales sistemas.” [18]
Se ha dicho que un ejemplo de adopción, por parte del legislador, del análisis costo-beneficio proviene de una reglamentación emanada de la Sigen: la resolución 192/02 de la Sindicatura General de la Nación [19], de fines del 2002, que regula la decisión eficiente en materia de perjuicio fiscal. Al respecto, todo conflicto llevado a sede judicial depara costos, y, según los casos, dichos costos pueden o no superar los beneficios de una sentencia favorable. Pues bien, la pre-mencionada resolución, dictada con invocación del decreto 1154/97 interpreta la expresión “perjuicio fiscal registrado” a los efectos de cuándo se opera un perjuicio al Fisco, y fija la pauta, una vez determinada la responsabilidad y el monto del perjuicio fiscal, para determinar la “economicidad” o “anti-economicidad” de iniciar actuaciones judiciales contra el responsable. La citada resolución se motiva en que “procede establecer un monto mínimo del daño patrimonial, debajo del cual su recupero devenga razonablemente antieconómico para el Estado Nacional” [20]. Ello, en razón de que “en la medida en que la relación costo-beneficio, en función de los gastos causídicos que demanden las actuaciones judiciales, pueda resultar negativa y termine produciendo un mayor menoscabo” [21]. Por ello, la resolución que mencionamos resuelve fijar dos “pautas de anti-economicidad”: a) el recupero de sumas inferiores al 50% de la asignación mensual básica de los agentes de nivel “A” del escalafón [22], o bien b) en el caso de montos mayores, que se demuestre “fundada, precisa y concretamente” que la relación costo-beneficio resulte negativa [23].
4.3. Las visiones consecuencialistas
En línea con los enfoques anteriores, los análisis consecuencialistas se focalizan en examinar las consecuencias que producen las decisiones estatales sobre los comportamientos de las personas. Al respecto se ha dicho que, en términos generales, el análisis económico del derecho puede ser definido como “tomarse las consecuencias seriamente”. (COOTER, Robert, 2002).
La preocupación por las consecuencias de la intervención estatal en cualquiera de sus manifestaciones es creciente en los diferentes poderes y órganos del Estado. En tal sentido, en el ámbito del Poder Ejecutivo, por ejemplo, la misma ley nacional de procedimientos administrativos requiere que la intervención administrativa resulte proporcional a la finalidad que persigue la emisión del acto administrativo [(art. 7 inc. e) LPA].
Así, por ejemplo, la Procuración del Tesoro de la Nación, en dictámenes 256:358, en el que se discutía si era o no aplicable el precedente de "Ángel Estrada y Cía. SA. v. Resolución 71/96 –Secretaría de Energía y Puertos–" (expte. 750-002119/96)” al supuesto allí considerado, descartó esa aplicación al sostener que:
1.6. La razonabilidad de una decisión de proyección pública, como un acto administrativo o un fallo de la Corte Sup., por ejemplo, se detecta en los efectos sociales que produce o puede producir. Ése es un test más seguro que el de proporcionalidad que usualmente se emplea.
En dictámenes 197:27 se consideró que la interpretación de normas promocionales resulta privativo de la administración pero se aclaró que esas consideraciones no deben estar exentas del sello de razonabilidad que deben ostentar todos los actos estatales. Como pauta para medir esa razonabilidad se expresó que la correcta hermenéutica de la norma analizada impone armonizar adecuadamente los fines promocionales que inspiraron su dictado con el principio de razonabilidad de los medios que pueden arbitrarse para alcanzarlos de forma tal que el bien común, que satisfaga la aplicación de la franquicia en n caso dado, resulte siempre proporcionalmente superior al sacrificio fiscal que correlativamente dicha exención signifique para la comunidad.
En el ámbito del Poder Judicial, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha señalado desde antiguo que las consecuencias de las decisiones adoptadas es uno de los índices más seguro para analizar la razonabilidad de una norma.
En tal sentido, la acordada 36/98 de la Corte Suprema de Justicia ha creado una unidad de análisis de las decisiones del máximo tribunal con el objeto de analizar las consecuencias que produce en materias diversas [24]. La relevancia del análisis de las consecuencias de los actos jurídicos es reconocida en la misma acordada en los siguientes términos:
“3) la importancia de las cuestiones señaladas precedentemente justifica que sobre ellas se efectúe un razonable juicio de ponderación en el cual “… no debe prescindirse de las consecuencias que naturalmente derivan de un fallo toda vez que constituye uno de los índices más seguros para verificar la razonabilidad de la interpretación y su congruencia con el sistema en el que está engarzada la norma” [25].
La Corte Suprema de Justicia hace referencia al juicio de ponderación que debe realizarse entre el objetivo buscado y los medios elegidos para cumplirlo. Sin embargo, el juicio de ponderación puede ser un enunciado opaco, ya que no tiene un contenido definido más allá del que el juez le conceda en cada caso [26]. Para darle contenido a la “ponderación” se utiliza el “análisis de costo beneficio” al que nos hemos referido. El ambiente en el que se desarrollan estos análisis consecuencialistas es en el del control de razonabilidad o de proporcionalidad de la intervención estatal. En ese sentido, en la Primera conferencia Nacional de Jueces (2007), se concluyó que los jueces deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones, prestando atención a las demandas que la población tiene respecto de la justicia y la división de poderes [27].
La teoría de la acción individual y colectiva en un contexto institucional.
Los enfoques economicistas del derecho muestran, según un sector de la doctrina, algunos límites para ser aplicados a todos los casos y además, presentan cierta despreocupación por la acción colectiva (LORENZETTI, Ricardo, 2015.).
En ese marco, el análisis neo-institucional afirma que las instituciones tienen una importancia relevante en el desarrollo de los pueblos y en la contratación. En tal sentido, se dice que la “progresiva referencialidad pública” del derecho privado es una verdadera necesidad lo cual lleva a una cada vez mayor confluencia con las instituciones del derecho público (CARBAJALES, Mariano, 2009).
En el campo contractual, se dice, hay numerosos avances en este enfoque. Por ejemplo, se ha señalado que si en la época de la codificación el derecho mercantil era un derecho de contratos, ahora lo es de instituciones, en el sentido en que las regulaciones exceden en mucho el mero intercambio inter-partes, para aprehender el fenómeno sistemático típico de cada sector, incluyendo aspectos relativos al control público, a la defensa del consumidor, a la previsibilidad económica, a la organización de la competencia, y lógicamente a los contratos. (LORENZETTI, Ricardo, op. cit., p. 3).
5. La limitación de los derechos y un fundamento diferente
Si bien la noción de poder de policía resulta, como vemos, opinable, es evidente su utilización generalizada en la doctrina y en la jurisprudencia. En tal sentido, los nuevos enfoques proponen un abordaje diferente de la cuestión procurando focalizar, más que en el pecto limitativo de los derechos, en la faceta tuitiva de los derechos personales [28].
En tal sentido, estos nuevos enfoques parten del reconocimiento del carácter no absoluto de los derechos y su posibilidad de reglamentación razonable (arts. 14, 19, 28 y 75 inc. 30 CN). Esta circunstancia es reconocida por los Tratados Internacionales con jerarquía constitucional, que, lejos de oponer los derechos de los particulares a las potestades del Estado, presuponen su coordinación y equilibrio al establecer que:
“En ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática” [29].
De la misma manera, la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica determina que los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de una sociedad democrática. Asimismo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales determina que en el ejercicio de los derechos que el tratado garantiza, el Estado podrá someter tales derechos únicamente a las limitaciones determinadas por la ley, sólo en la medida compatible con la naturaleza de esos derechos y con el exclusivo objeto de promover el bienestar general en una sociedad democrática [30].
Según esta perspectiva las diferentes normas del derecho positivo de nuestro país integralmente considerado aceptan la regulación y limitación de los derechos, es decir, aceptan el ejercicio del poder de policía, pero advirtiendo que en todos ellos se hace hincapié en la protección de los derechos. Desde esta perspectiva, el poder de policía adquiere un papel más tuitivo que limitativo de los derechos individuales.
Entonces, observando el instituto desde su finalidad, se dice que se presenta como una actividad estatal, que tiene en miras la protección de la vigencia de los derechos individuales y de ciertos bienes jurídicos protegidos, mediante la limitación del ejercicio de otros, en aras del bien común y la justa convivencia social.
De esta manera, el poder de policía se despoja de la connotación autoritaria, adquiriendo un contenido más concreto definido por su finalidad tuitiva de aquellos valores fundamentales para la comunidad.
En definitiva, se dice, ya no hablamos de la limitación de los derechos individuales puramente como ejercicio de al potestas estatal, sino como un deber del Estado de proteger la vigencia de ciertos derechos, para la que se requiere contener el ejercicio de otros, de manera que aquéllos no se vean anulados
6. La limitación de derechos. Recapitulación
6.1. Introducción
En los apartados anteriores se han mencionado diferentes perspectivas sobre el modo en que el fenómeno de la actividad interventora del Estado es abordado; puntos de vista que muestran, por un lado, una preocupación creciente por las consecuencias o los efectos que esas intervenciones producen en el ámbito de los derechos de los ciudadanos o de la sociedad en general (apartado II) y un propósito cada vez más tuitivo de los derechos de los particulares (apartado III).
Si bien las tendencias referidas y los nuevos modos de abordar estas cuestiones provienen algunos del campo económico y otros de la ciencia jurídica, es posible identificar en todos los casos un fundamento común de la intervención estatal que va adquiriendo una fisonomía diferente mucho más provechosa y fértil en el estudio de los temas de nuestra disciplina [31].
En tal sentido, la mutación del centro de gravedad en el estudio de la potestad reglamentaria del Estado desde la necesidad de reafirmar el poder del Estado hacia el compromiso de proteger los derechos de la persona por sólo el hecho de “ser” persona y formar parte de una comunidad, importa un verdadero de cambio paradigma que trastoca el modo que, hasta el presente, abordábamos esta temática.
Por esa razón y si bien cada uno de estos aspectos justificarían análisis más pormenorizados, en los apartados siguientes nos referiremos brevemente a la particular naturaleza de estos derechos sobre los que recae la intervención, los condicionamientos y/o los principales limites que encuentra la tarea reglamentaria según estos enfoques y una mención de algunas maneras en que pueden ser agrupados.
6.2. La intervención estatal y los derechos humanos subjetivos
La preocupación de los estudios por la actividad reglamentaria del Estado se adentra al contenido mismo de la intervención y la finalidad protectoria que persigue. Este fenómeno confluye con la mutación que, al mismo tiempo, adquiere la conceptualización de los derechos fundamentales a la luz de los tratados internacionales.
En efecto, los derechos subjetivos sobre los que recae la intervención o la reglamentación adquieren, en el marco de un Estado que incorpora en su pirámide los tratados de derechos humanos, fisonomía y contenidos diferentes y específicos por cuanto el sujeto referido en esos instrumentos los titulariza como “hombre” que es y no sólo por ser parte de un Estado [32].
Este enfoque re-significa el rol del Estado en la reglamentación de los derechos, que se convierte, a partir de esta mutación, en un sujeto obligado y garante principal de la vigencia de esos derechos subjetivos en lugar de un mero espectador de ellos.
Los derechos humanos adquieren vigencia en el derecho interno de un Estado mediante los tratados incluidos en el ordenamiento y esa vigencia favorece el status de hombres que forman parte de un Estado –el “suyo”–, a cuya población pertenecen y del que son parte, y no de hombres que directamente están situados en la comunidad internacional (aun cuando sean sujetos de derecho internacional).
Siempre es el derecho interno (constitucional) el ámbito de instalación de los derechos, porque es el Estado al que ese derecho interno de la organización y estructura, el que incorpora a su elemento humano un conjunto de hombres en el que conviven territorialmente.
De las afirmaciones anteriores se extrae otra conclusión que, aunque pareciera tener poco o nada que ver con ellas, es trascendental para comprender los nuevos enfoques en esta materia: si el hombre es parte de un Estado, y es dentro de ese Estado (en su derecho interno) donde se instala con un status personal de derechos, se vuelve disvalioso que el derecho interno de “su” Estado le condicione los requisitos al derecho de nacionalidad, porque los derechos son “del hombre en cuanto persona” y no en cuanto a nacional de un Estado y se enfatiza que son derechos del hombre en cuanto persona (nacional o extranjero) dentro de un Estado de cuya sociedad es parte. (BIDART CAMPOS, Germán, 1991, p.362).
En definitiva, desde esta visión en la cual el hombre titulariza los derechos como “hombre” y no como parte de un Estado aunque forme parte de él, re-significa el rol del Estado en la reglamentación de los derechos, razón por la cual adquiere importancia la cuestión relativa a la limitación o límites de los derechos.
6.3. La cuestión de los límites de los derechos
Las manifestaciones que venimos formulando nos enfrentan, entonces, a la afirmación de que los derechos sobre los que recae la reglamentación y/o la intervención estatal no son absolutos sino que los derechos llevan u tienen en sí mismos un carácter limitado o relativo y una función social, por lo que su ejercicio implica el deber de no extralimitarlos, o dicho de otro modo, el deber de no violar ni interferir los derechos ajenos, el orden, la moralidad pública, etc.
En tal sentido y si bien la dicotomía “limites” y “limitación de derechos despierta cierto interés teórico, sí puede resultar útil la dualidad de límites objetivos y límites subjetivos [33]. Límites objetivos serían los intrínsecos que derivan de la propia naturaleza del derecho y de su función social, así como de las limitaciones externas que se imponen a su ejercicio por causa de los derechos de terceros, de la moral pública, del orden y, para quienes aceptan que el bien común es un límite, también por razón del mismo bien común. Límites subjetivos serían los provenientes de la actitud del sujeto titular del derecho, que los ejerce de buena fe, funcionalmente, y en subordinación a los límites objetivos. (BIDART CAMPOS, Germán, op. cit., p. 221.)
Los límites objetivos y subjetivos pueden no ser respetados en cuyo caso el titular incurso en esa responsabilidad no merece la protección que tutela a los derechos. Es decir, como ha señalado cierta doctrina, los derechos ejercicios con extralimitación no son acreedores a la defensa y protección que se les dispensa normalmente [34].
Los derechos poseen, en definitiva, determinados límites –si es que se prefiere continuar con el uso de la expresión– que están demarcados por el contenido esencial –o simplemente el contenido– del derecho, lo cual delimita no sólo el ejercicio por parte de su titular sino también el modo en que se conjuga con el ejercicio que otros realicen de sus propios derechos (SERNA; TOLLER, 2000, p. 44).
6.4. Los distintos propósitos de la intervención. Clasificaciones
Las reglamentaciones de derechos con fundamento en el interés general han sido consideradas tradicionalmente como regulaciones abstractas y generales enfatizando en el interés público de la población. La gran mayoría de esas intervenciones, si bien adscriben a una visión crítica del intercambio voluntario de derechos –de allí justamente la necesidad de una intervención estatal correctiva–, fueron explicadas tradicionalmente a través de la difundida clasificación de Jordana de Pozas de actividades de servicio público, policía y fomento.
Los más modernos enfoques, en cambio, al adentrarse en el contenido mismo de la actividad reglamentaria centrando sus preocupaciones en sus fundamentos, costos, beneficios, efectos o consecuencias, etc. y en la naturaleza misma de los derechos sobre los que recae la reglamentación, permiten otro tipo de clasificaciones.
En tal sentido, la teoría de la regulación –que explica el fenómeno intervencionista con auxilio o complemento con las denominadas fallas de mercado– clasifica las regulaciones en tres grupos: las regulaciones de control que tiende a impedir la conducta abusiva de quienes producen bienes y servicios; las de fomento son las dictadas en interés de los productores y tienden a promover el desarrollo de determinadas actividades y las regulaciones de solidaridad que buscan corregir las situaciones inequitativas de mercado. Al mismo tiempo, las regulaciones de control pueden ser “técnicas” si se refieren a las características de los bienes en el mercado –ej.: regulaciones de medicamentos– y “operativas” si se refieren a las condiciones de ejercicio de actividades “riesgosas” – ej. regulaciones de tránsito, de higiene y seguridad en el trabajo, etc.-. (BUSTAMANTE, Jorge, p. 15).
Desde otra perspectiva se ha dicho que también pueden ser clasificadas en “regulaciones sociales” y en las denominada “regulación económica”, según si el fundamento de si dictado es social o económico (PROSSER, Tony, Law and Regulators, p. 10 y 11). La regulación social tiene una base “redistributiva” fundada en la finalidad de evitar una indeseada redistribución del bienestar o de las oportunidades en la sociedad. La regulación económica como vimos incluye las restricciones impuestas por el gobierno a las decisiones empresarias respecto al precio, cantidades, entrada, salida, del mercado [35].
Adviértase que los modos en los que se agrupan las distintas formas de intervención del Estado se emparentan de alguna manera con el modo de distinguir los derechos fundamentales entre los derechos primera, segunda y tercera generación, según el caso.
Es que las definiciones de derechos humanos, y la aplicación que de ellas se haga a determinados derechos para subsumirlos o dejarlos fuera de la categoría, no deben marginar a los actualmente reconocidos como derechos económicos y sociales –y también culturales– que han hallado cabida en el constitucionalismo social y en los tratados internacionales, debiendo procurarse que ingresen también los denominados de tercera generación. (BIDART CAMPOS, Germán, p. 232.)
Se trata, por decirlo de manera más simple, de dos caras de una misma moneda: la particular naturaleza de los derechos humanos involucrados (según sea la “generación a la que pertenezcan”) requieren una especial limitación por parte del Estado para adecuarlo (según el fundamento o finalidad que se persiga) al ejercicio de los derechos de los demás y al bien común, dando lugar a la particular forma o clasificación de que se trate.
7. A modo de conclusión
En este trabajo se ha referido a algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención.
Si bien las tendencias referidas y los nuevos modos de abordar estas cuestiones provienen algunos del campo económico y otros de la ciencia jurídica, es posible identificar en todos los casos un fundamento común de la intervención estatal que va adquiriendo una fisonomía diferente mucho más provechosa y fértil en el estudio de los temas de nuestra disciplina [36].
La mutación del centro de gravedad en el estudio de la potestad reglamentaria del Estado hacia la protección de los derechos de la persona humana por el sólo hecho de “ser” persona y formar parte de una comunidad, importa un verdadero de cambio paradigma que trastoca el modo que, hasta el presente, abordábamos esta temática.
La problemática del poder de policía –si es que se insiste en mantener esa nomenclatura– debe entenderse en una concepción servicial subordinada a la particular naturaleza de los derechos sobre los que recae la intervención y su razonabilidad reinterpretarse a la luz de los condicionamientos y/o los principales límites que encuentra la tarea reglamentaria según estos enfoques.
Leonardo F. Massimino, en https://dialnet.unirioja.es/
Notas:
12 En relación al concepto y mayores recaudos de especificidad y concreción que ha de reunir la noción de interés público puede verse (RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, 2012).
13 El “dilema de la acción colectiva” se plantea cuando ciertos acuerdos, que beneficiarían a todos los intervinientes, no pueden celebrarse por la actitud estratégica de algunos que prefieren optar por no colaborar, en la esperanza de que los demás llevarán el esfuerzo de todos modos y los reticentes se beneficiarían del resultado sin contribuir al mismo. Esta actitud se denomina free riding que es aquel fenómeno que se plantea cuando un determinado grupo llega a cierto tamaño y las personas piensan que la defección individual no afectará el resultado.
14 El concepto de “costos de transacción” es amplísimo y comprende los aspectos institucionales (regulaciones estatales restrictiva) y fácticas, como toda la amplia gama de circunstancias que dificulta llegar a un acuerdo entre varias personas acerca de una cuestión de interés común. La verdadera solución consiste en la reforma institucional que tienda a disminuir los costos de transacción (cfr. BUSTAMANTE, Jorge, p. 40).
15 Son las normas generales, abstractas, de acceso abierto, características de derecho privado, las que pueden reducir los costos de transacción, mediante la creación de instituciones que favorezcan (y no restrinjan) los intercambios. Y cuando ello ocurre, es la competencia y no la regulación la que elimina las llamadas “fallas de mercado”. (cfr. BUSTAMANTE, Jorge, p. 42.).
16 Además de la obra citada en la nota anterior ver también, STIGLER, George S., “What can regulators regulate?- The case of electriciy”, en The Citizen and the State - Essays on Regulation, The University of Chicago Press, 1975.
17 En tal sentido ver el meduloso trabajo de SACRISTÁN, 2005, p.111.
18 Además del art. III, inc. 5° de la Convención aprobada por ley 24.759, del que da cuenta GORDILLO, Agustín, Tratado…op.cit., Tomo I, 1998, 5ta. ed., p. XVI-15/17 véanse la ley 23.696, art. 69 sobre privatización de servicios y 23.697, arts. 43, 44, 56, 84; dto. 1023/01, arts. 3° inc. a) y 9°; dto. 992/01, art. 12 y cl. 1 del modelo de contrato para el sistema de administración de Unidad Ejecutora de Programa, en lo referido a decisiones eficientes.
19 B.O. 9/12/02, p. 3, y su complementaria en el B.O. del 13/12/02, p. 15.
20 Res. SIGEN 192/02, cons. 4°.
21 Res. SIGEN 192/02, cons. 4°.
22 Res. SIGEN 192/02, art. 1°.
23 Res. SIGEN 192/02, art. 1°.
24 Ver al respecto, DÍAZ, Rodolfo, Una acordada “Alberdiana”. La Unidad de Análisis Económico. La Ley 13/11/2009.
25 La Acordada 36/2009 (09/09/2009) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
26 SOLA, Juan V., La Corte Suprema y el Análisis Económico del Derecho, La Ley, 25/09/2009. Del mismo autor, El análisis económico del derecho. O cómo tomarse las consecuencias seriamente. LL, 03/04/2008.
27 Ver las conclusiones de la “Primera Conferencia Nacional de Jueces” en La Ley, 01/02/2007.
28 En este apartado citamos a RODRIGUEZ CAMPOS, p. 711.
29 Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 29, inc. 2.
30 Ver RODRIGUEZ CAMPOS, op. cit., p. 714.
31 La doctrina ha consolidado este tipo de enfoques. Al respecto, ver, por ejemplo, SOLA, Juan Vicente, Constitución y Economía, Lexis Nexis, Abeledo Perrot, Bs. As., 2004. RIVERA, Julio César, Economía e interpretación jurídica, La Ley, 09/10/2002, entre otros.
32 La expresión derechos humanos subjetivos es una de las tantas denominaciones posibles de los derechos humanos fundamentales. En relación a la nomenclatura de estos derechos ver BIDART CAMPOS, Germán, p. 156).
33 Ver Peces Barba, 1980, p. 110 y ss.
34 Esta afirmación lleva a considerar que es impropio hablar del “abuso” de los derechos fundamentales por cuanto, en realidad, si el abuso de derecho significa algo, es, sin más, la ausencia de derecho, la falta de derecho y/o de la obligación (cfr. SERNA; TOLLER, 2000, p. 98.
35 Ver al respecto AGUILAR VALDÉZ, 2003, p.82.
36 En forma concordante con esta evolución que requiere mayores recaudos de especificidad y concreción que ha de reunir la noción de interés público puede verse RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, 201
Leonardo F. Massimino
1. Introducción [1]
La noción del poder de policía es, sin lugar a dudas, una de las más discutidas en la disciplina ius-administrativa [2]. La razón principal de las diferencias reside probablemente, en que a partir de esa noción se restringen, con mayor o menor intensidad, los derechos individuales de las personas.
Por otra parte, debido a la oscilante intervención del Estado en la actividad económica y social, en los últimos años se ha generalizado el empleo del vocablo regulación que también hace referencia al quehacer estatal que incide en el campo de los derechos.
Si bien los vocablos poder de policía y regulación no son técnicamente sinónimos ni intercambiables, ambos connotan a una porción de la actividad desarrollada por el Estado que tiene por objeto limitar, modular o simplemente establecer el modo en que deben ser ejercidos los derechos que el ordenamiento positivo reconoce a los particulares sobre materias diversas [3].
El propósito de este trabajo consiste en poner en evidencia algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención [4].
Tiene sentido práctico referirse a esas perspectivas y tendencias dadas las implicancias que ellas y sus corolarios importan tanto sobre el ejercicio de la función de administrar como sobre el control judicial que recae en esa actividad. Más aún, podría decirse que esas tendencias cristalizan, en realidad, una nueva visión sobre la naturaleza y concepción misma del rol del Estado en su vínculo con los particulares. Al mismo tiempo y más en detalle, se observa una complejidad creciente en identificar las fuentes de las que breva la disciplina ius-administrativa en la actualidad.
El plan de exposición será el siguiente. En primer lugar formularé algunas precisiones terminológicas. Luego, me referiré muy brevemente a la polémica suscitada en torno a la conveniencia o no de mantener la noción de poder de policía y el modo en que este debate se vería incidido por la evolución en la materia. Posteriormente, describiré brevemente las principales teorías que se esgrimen para explicar las limitaciones de derechos. En cuarto, término, expondré una recapitulación procurando despejar los aspectos en los que se ponen de relieve las tendencias actuales en esta materia. Finalmente, constan las conclusiones del trabajo.
La noción del poder de policía es, sin lugar a dudas, una de las más discutidas en la disciplina ius-administrativa [5]. La razón principal de las diferencias reside probablemente, en que a partir de esa noción se restringen, con mayor o menor intensidad, los derechos individuales de las personas.
Por otra parte, debido a la oscilante intervención del Estado en la actividad económica y social, en los últimos años se ha generalizado el empleo del vocablo regulación que también hace referencia al quehacer estatal que incide en el campo de los derechos.
Si bien los vocablos poder de policía y regulación no son técnicamente sinónimos ni intercambiables, ambos connotan a una porción de la actividad desarrollada por el Estado que tiene por objeto limitar, modular o simplemente establecer el modo en que deben ser ejercidos los derechos que el ordenamiento positivo reconoce a los particulares sobre materias diversas [6].
El propósito de este trabajo consiste en poner en evidencia algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención [7].
Tiene sentido práctico referirse a esas perspectivas y tendencias dadas las implicancias que ellas y sus corolarios importan tanto sobre el ejercicio de la función de administrar como sobre el control judicial que recae en esa actividad. Más aún, podría decirse que esas tendencias cristalizan, en realidad, una nueva visión sobre la naturaleza y concepción misma del rol del Estado en su vínculo con los particulares. Al mismo tiempo y más en detalle, se observa una complejidad creciente en identificar las fuentes de las que breva la disciplina ius-administrativa en la actualidad.
El plan de exposición será el siguiente. En primer lugar formularé algunas precisiones terminológicas. Luego, me referiré muy brevemente a la polémica suscitada en torno a la conveniencia o no de mantener la noción de poder de policía y el modo en que este debate se vería incidido por la evolución en la materia. Posteriormente, describiré brevemente las principales teorías que se esgrimen para explicar las limitaciones de derechos. En cuarto, término, expondré una recapitulación procurando despejar los aspectos en los que se ponen de relieve las tendencias actuales en esta materia. Finalmente, constan las conclusiones del trabajo.
2. Algunas precisiones terminológicas
Las expresiones “poder de policía” y “regulación”, si bien poseen una utilización frecuente en la doctrina y jurisprudencia, no están exentas de ambigüedades y confusiones.
La noción de “poder de policía” parte del reconocimiento del carácter no absoluto de los derechos de los ciudadanos y su posibilidad de reglamentación razonable por parte del Congreso de la Nación en los términos de los artículos 14, 19, 28 y 75 inc. 30 de la Constitución Nacional.
El término regulación no ha tenido una utilización frecuente entre nosotros, donde, en cambio, se ha preferido la palabra reglamentación de derechos. Para un sector de la doctrina, la palabra regulación es sinónimo de reglamentación en sentido jurídico y no son una especie jurídica nueva. Las regulaciones son reglamentaciones al ejercicio de los derechos constitucionales.
Sin embargo, en el common law y en el derecho comunitario europeo, la palabra no suele usarse en el sentido de reglamentación de derechos –según la entendemos nosotros–, sino para describir la actividad del Estado en cuanto interviene en el funcionamiento de ciertas actividades económicas. Esta última actividad, entre nosotros, en cambio, puede comprenderse dentro de la noción de policía administrativa.
Un relevamiento del uso del vocablo en países europeos y en los Estados Unidos muestra que su utilización en la doctrina y jurisprudencia no ha estado exento de debates y ambigüedades.
En tal sentido, la doctrina muestra al menos cinco significados del término regulación y señala que importantes distinciones entre el uso de este vocablo en Europa y en Estados Unidos. Las mismas corrientes doctrinarias, tomando elementos de definiciones amplias y otras acotadas, concluyen en que el uso central de la palabra regulación se refiere a las intervenciones públicas que afectan las relaciones entre las personas a través de directivas y control (PROSSER, 1997, p. 4). Por ello, señalan que cualquier intento de proveer una definición omnicomprensiva de regulación resulta de poca utilidad, por dos razones, porque la variedad de definiciones del vocablo competencia posee diferentes niveles de generalidad y por la deficiencia en pretender incluir los usos más comunes en una única definición. Se argumenta que un más productivo abordaje de la cuestión es, siempre según la doctrina, examinar los fundamentos de propósitos de varias formas de regulación, y especialmente notar las tensiones entre ellos ya que dichas tensiones son de una importancia práctica considerable.
También son frecuentes los intentos de definir el vocablo regulación describiendo el conjunto de actividades y/o funciones que el mismo contiene o refiere. En ese sentido, Ariño Ortiz sostiene que cuando se habla de regulación se hace referencia a dos ámbitos distintos, una es la regulación externa, que en España se ha llamado “policía administrativa” (refiriendo a las condiciones de seguridad, salubridad, protección del medio ambiente de la actividad de que se trata, pero sin entrar en el interior de ésta ni predeterminar las decisiones empresariales). (ARIÑO ORTÍZ, Gaspar, 1993, p. 42).
Otro tipo de regulación es la llamada “regulación económica” (éste sería el nuevo sentido en que suele utilizarse el vocablo según Ariño): que afecta a sectores intervenidos (en muchos casos, de servicio público. La misma se centra fundamentalmente en los aspectos referidos a la entrada y salida de la actividad (en muchos casos, mediante concesiones) y afecta a las condiciones económicas en que la actividad se desarrolla, al quantum de producción, a las zonas o mercados que sirve cada empresa, a los precios o retribuciones que se perciben por ella y, en definitiva, al negocio mismo en que consiste la actividad.
En la doctrina española, en camino a establecer el concepto y las características de la regulación, destaca que la doctrina económica y jurídica realizaron algunos intentos de definición del término acotándolo e identificándolo a la noción de policía administrativa, siendo –según el citado autor– la definición ensayada por Argadoña la más representativa en ese sentido: “Un conjunto de reglas generales o de acciones específicas, impuestas por una autoridad o por una agencia administrativa, que interfiere directamente en el mecanismo de asignación de recursos en el mercado, o indirectamente alterando las decisiones de demanda y oferta de los consumidores y de las empresas”.
En un sentido similar, Yarrow destaca que con el término regulación se puede designar toda actividad del gobierno o de los organismos dependientes de él, encausándola a influir en los comportamientos tendientes al dictado de normas que orienten o restrinjan las decisiones económicas.
Para Mitnick las acciones de regulación constituyen una interferencia con las actividades objeto de la regulación, que se expresa en una desviación de lo que acontecía, un bloqueo una restricción o modificación de las opciones que tenía un sujeto, debiéndose destacar que la actividad regulada no es sustituida, ni la regulación es parte de ella. (MITNICK, Barry M., 1988, p. 180).
Por lo señalado, si bien podríamos señalar ciertas diferencias lingüísticas entre las expresiones “poder de policía” y “regulación”, las mismas no importan distinciones conceptuales de fondo. En ambos casos se hace referencia a una intervención estatal que modula, con mayor o menor intensidad, los derechos de los ciudadanos. Debe reconocerse, al mismo tiempo, que la expresión regulación responde a una visión crítica del libre funcionamiento de los derechos en los acuerdos entre las personas procurando alterar el resultado en un sentido o en otro, por razones de equidad o eficiencia.
3. La noción de poder de policía en la doctrina. Diferentes posiciones
Las nociones de policía y poder de policía son objeto de diferentes interpretaciones en los estudios especializados. Entre las voces más críticas del concepto de poder de policía se encuentra la del Prof. Dr. Gordillo, quien ha propiciado la inutilidad práctica de la noción y su peligrosidad de cara a la defensa de los derechos individuales [8]. Sin embargo, esta posición, ha merecido también la réplica fundada de un sector de la doctrina que, contrariamente a la posición anterior, postula el mantenimiento de la noción y justifica su contenido útil en el marco del Estado de Derecho [9].
En los apartados siguientes, analizaremos brevemente los principales argumentos expuestos en relación a las críticas expuestas y, al mismo tiempo, las réplicas que éstas han merecido.
3.1. Las críticas a la noción de poder de policía.
Los principales cuestionamientos a la noción de poder de policía, se sustentan en consideraciones de naturaleza ideológico-políticas y jurídico-prácticas que seguidamente mencionaremos por separado.
a) razones de índole ideológico político
La posición crítica argumenta que hablar de Policía o de Poder de Policía es tomar como punto de partida el poder del Estado sobre los individuos.
La crítica expresa que “el que explica y analiza el sistema jurídico administrativo no puede partir de la limitación para entrar después inevitablemente a las limitaciones de las limitaciones. En un contrasentido explicarles en primer año a los alumnos cuáles son sus derechos y limitaciones reiterarlo luego en Derecho constitucional y dar una volteface a contramarcha en el Derecho administrativo, elaborando toda una teoría dedicada exclusivamente a las limitaciones a tales derechos […] Se parte del poder, se lo enuncia a nivel de principios, inconscientemente en algún caso se llega el punto máximo y se lo idolatra.” (GORDILLO, Agustín, 2000).
Este punto de partida –se afirma– resulta inaceptable, por ser contrario tanto a la realidad jurídico positiva como al sentido histórico del Instituto Poder de Policía.
Respecto del orden jurídico imperante, la crítica recuerda que “Al haber sido incluidas las Convenciones de Derechos Humanos en al Art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional, no pueden sus juristas partir del Poder del Estado como noción fundante de un sistema. Deben partir de las libertades públicas y derechos individuales, les guste o no, el derecho positivo vigente (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-2).
Atendiendo a su origen histórico, se ha señalado que el Poder de Policía fue, antiguamente, un valladar al Poder por constituir “una esfera de libertad hallada por exclusión”, siendo que hoy “en lugar de que la noción sirva para proteger a los individuos, hay que proteger a los individuos contra la noción” (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-19).
A resultas de ello, se postula su reemplazo por una nueva proposición, resumida en la “tensión entre regulación y desregulación”, concluyéndose que “Sostener esta noción (Poder de Policía) es negar la finalidad misma del Derecho administrativo, es en definitiva deliberadamente preferir el poder y no la libertad, la autoridad y no los derechos” (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-19, 20).
b) Razones de índole jurídico-prácticas
Además de las objeciones formuladas en los párrafos precedentes, la posición crítica sostiene que el planteo de la noción de poder de policía pues esencialmente uno de técnica jurídica”. Ahora bien, cabe detenerse en la referencia a tales razones técnicos jurídicas.
La principal de ellas, radica en que el concepto de Poder de Policía suele ser considerado “como una atribución implícita en el ordenamiento jurídico, una atribución meta-jurídica que el Estado tiene a su disposición por su naturaleza o esencia […] antes o por encima de uno orden jurídico positivo”.
Así, (una gran cantidad de limitaciones a los derechos individuales son justificadas […] sustentándolas en dicho concepto, cuando en realidad muchas de ellas son antijurídicas y lo que ocurre es que se a empleado la impropia noción de Policía como aparente fundamentación de ellas”.
En consecuencia, desde esta posición crítica se propicia la supresión del concepto pues “Allí reside tal vez el valor fundamental de la eliminación que efectuamos: en evitar el empleo oculto de criterios políticos o sociológicos autoritarios para convalidad actuaciones administrativas al margen de la ley y en infracción a los derechos individuales”.
3.2. La réplica de las críticas
En respuesta a la las críticas de la noción de poder de policía se ha recordado que la noción de poder de policía –diferente de las otras formas de actuación de la Administración tales como el servicio público y fomento [10]– aquélla no es sino la ejecución concreta de las leyes que, en ejercicio del denominado Poder de Policía, emite el Poder Legislativo.
La noción de poder de policía no implica, según la posición que reivindica su utilización, una preferencia del poder sobre la libertad sino que, por el contrario, su existencia y razonable aplicación (policía) facilita el ejercicio coordinado de los derechos y la realización del interés general.
En ese sentido, la doctrina que aquí seguimos y tomamos como referencia, señala que –como nos lo recuerda Vignocchi– “la existencia en todo ordenamiento jurídico –aunque esté inspirado en principios de máxima libertad– de normas y prescripciones limitativas no pude ser puesta en duda […] Las limitaciones en general, y particularmente aquellas impuestas en función de exigencias público administrativas, se presentan pues, como algo íntimamente ligado a la existencia de los derechos […] haciendo con ello posible la coexistencia con los derechos y los poderes de los otros asociados, en una armónica atenuación de las distintas posiciones subjetivas”.
Dicen quienes reivindican esta posición que, lejos de estar a contrapelo de la realidad jurídico positiva nacional e internacional, se ve confirmada por los Pactos Internacionales que integran nuestra Constitución pues en todos ellos se reconoce el carácter no absoluto de los derechos, preceptuándose que serán gozados con sujeción a las limitaciones que se establezcan para asegurar los derechos de los demás y la satisfacción del interés público (“de la moral, el orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”, reza la Declaración Universal de Derechos Humanos).
Tampoco parece, se dice, que a la luz de la jurisprudencia existente en materia de Poder de Policía y Policía, que la noción resulte peligrosa por permitir que, a su sólo ampro, la Administración pretenda justificar restricciones y limitaciones a los derechos que no hayan sido, previamente, establecidas por vía legal formal (CANDA, op. cit., p. 123 y ss.).
En cuanto a su vaguedad y carencia de régimen jurídico, sostiene la réplica –respecto de los primero– que es una consecuencia de la actividad administrativa toda, que se deja describir más que definir. Adviértanse que la misa crítica se suele formular respecto del servicio público (la otra gran forma de actividad administrativa) pero hasta la fecha no parece existir un criterio distintivo superador de la clásica tríada (Policía, Servicio Público y Fomento).
c) El debate sobre la noción poder de policía a la luz de la nueva visión. Remisión
Las nociones de policía y poder de policía, aún con todas sus imprecisiones, posee profundo arraigo y prédica en el discurso jurídico.
Por esa razón y como ha afirmado una calificada doctrina, la noción de policía no desaparece con sólo ignorarla, de allí que la normativa y jurisprudencia hablan de poder de policía señalando que su función es precisamente la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos [11]. En ese sentido, en la actualidad, la noción de poder de policía no debe interpretarse en la actualidad como una forma sin más de limitación de derechos, sino precisamente como una forma de legitimación del Estado sobre la actividad de los particulares dirigida esencialmente a la protección de sus derechos y libertades, considerando estos últimos como el eje –principio y fin– de toda y cualquier protección del ordenamiento jurídico.
Como vemos, tanto la doctrina como la jurisprudencia al examinar la noción de poder de policía suelen invocar la sujeción de los ciudadanos a las normas de policía para declarar que son compatibles con los derechos y libertades públicas y, por tanto, ajustadas al ordenamiento jurídico. Ahora bien, ello no obsta –como veremos– que el ejercicio del poder de policía por parte del Estado deba tener una cobertura legal que habilite su actuación y que la jurisprudencia delimite también claramente los límites jurídicos de dicha actuación haciendo foco, precisamente para su resguardo y protección, en los derechos y libertades de los ciudadanos, tal como veremos en los apartados siguientes.
Por tanto la noción de poder de policía continúa siendo útil como elemento de legitimación y para explicar la actuación del Estado en determinados ámbitos materiales, como es la esfera jurídica de los particulares, siempre dentro de los límites que marca el ordenamiento jurídico. Ahora bien, es necesario hacer referencia a las diferentes teorías que se enuncia para justificar y/o fundamentar una limitación de los derechos de los particulares, tarea que realizamos seguidamente.
Leonardo F. Massimino en https://dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 El presente trabajo fue expuesto por el autor en el marco del “Instituto de Derecho Administrativo” (IDA) de la Facultad de Derecho Administrativo de la Universidad Nacional de Córdoba, cuya dirección está a cargo del Dr. Julio Altamira Gigena.
2 La “crisis” del poder de policía y la conveniencia o no de mantener ese concepto es motivo de constantes debates en el derecho público. Al respecto ver (GORDILLO, Agustín, 2003 p. V-12.)
3 Una explicación sobre las vicisitudes que suscita el lenguaje jurídico ver (CARRIÓ, Genaro, 1990, p. 26).
4 La complejidad inherente a la determinación y características de las fuentes del derecho administrativo en la actualidad es reflejada por RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, SENDÍN GARCIA, Ángel, PEREZ HUALDE, Alejandro y FARRANDO, Ismael en el prólogo a la obra Fuentes del derecho administrativo, IX Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo, 2010, Mendoza, Argentina. Ediciones Rap, 2010.
5 La “crisis” del poder de policía y la conveniencia o no de mantener ese concepto es motivo de constantes debates en el derecho público. Al respecto ver (GORDILLO, 2003, p. V-12).
6 Una explicación sobre las vicisitudes que suscita el lenguaje jurídico ver (CARRIÓ, Genaro, 1990, p. 26.
7 La complejidad inherente a la determinación y características de las fuentes del derecho administrativo en la actualidad es reflejada por RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, SENDÍN GARCIA, Ángel, PEREZ HUALDE, Alejandro y FARRANDO, Ismael en el prólogo a la obra Fuentes del derecho administrativo, IX Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo, 2010, Mendoza, Argentina. Ediciones Rap, 2010.
8 En tal sentido, ver GORDILLO, 2003, p. 237 y ss.
9 Ver CANDA, 2003, p. 123 y ss. En este apartado, a los fines del análisis de los argumentos críticos a la noción de poder de policía, y su réplica seguimos el provechoso trabajo precidato de Fabián Canda.
10 Recuérdese la triple clasificación decimonónica de la intervención estatal de Jornadas de Pozas (servicio público, fomento y poder de policía). Ver Jordana de Pozas, Luis, Ensayo de una teoría de fomento en el derecho administrativo”, en Revista de Estudios Públicos N° 48 (1949), p. 41 y ss. (cit. Por CANDA, op. cit., p. 123 y ss.).
11 En el mismo sentido, AGUADO I CIUDOLA, Vicenc, Derecho de la seguridad privada, Thomson, 429, 2005, p. 45, El autor propicia, del mismo modo, el mantenimiento del concepto poder de policía en relación a la noción de auto-tutela administrativa, proveniente de la doctrina italiana (en concreto, BENEVISTE, 1959, p. 539 y ss)
Antonio Malo
A pesar de haber trascurrido más de medio siglo desde la apertura del Concilio Vaticano II en donde se ratificó la doctrina de la llamada universal a la santidad que por inspiración divina predicó también San Josemaría desde los comienzos del Opus Dei [1], todavía se asiste hoy a la sorpresa que muchos cristianos manifiestan al escuchar que también ellos pueden ser santos. Y tal vez ésta raye en la incredulidad si se añade que es en el trabajo ordinario en donde han de encontrar a Cristo.
Sería interesante estudiar por qué el trabajo, a diferencia de las obras de beneficencia o el voluntariado, parece difícil de conciliar con la santidad. Quizá todavía pese en los hombres y mujeres del siglo XXI una lectura parcial del libro del Génesis que considera el trabajo como un castigo. Quizá influya también la distinción tajante entre vida activa y contemplativa, en virtud de la cual la santidad parece relacionarse con la vida humana sólo accidentalmente. O quizá sigan contando los milenios de Historia en que el trabajo se ha visto como una ocupación de esclavos o, todo lo más, como un modo para satisfacer una serie de carencias materiales. Es verdad que, por lo menos en Occidente, a partir de la modernidad el valor del trabajo ha ido impregnando la cultura hasta convertirse en una necesidad social cuando no en el ámbito fundamental en que desarrollar las propias capacidades. Sin embargo, aún quedan amplios sectores de la población mundial en que el trabajo se asocia con una obligación gravosa o un simple modo de subsistencia.
De todas formas, el objetivo de este breve ensayo no consiste en indagar sobre la causa o causas de una visión limitada del trabajo, sino más bien en mostrar desde el punto de vista antropológico por qué el trabajo puede ser el quicio de la santificación en medio del mundo. Para ello analizaré, en primer lugar, cómo el trabajo perfecciona el mundo humano; estudiaré después el influjo perfectivo que produce en la persona, para concluir que, no obstante el trabajo contenga estas virtualidades, hay en él una serie de límites e imperfecciones, en parte comunes a cualquier acción humana, que impiden poder concebirlo al modo marxista, es decir, con un valor redentor. De ahí que la santificación del trabajo, si bien se halla en continuidad con la esencia de éste, se contenga en él sólo como potencialidad o, por usar una terminología clásica, como una potentia oboedentialis [2]. A la luz de esta tesis, terminaré el ensayo apuntando algunas ideas que pueden servir para elaborar una antropología del trabajo.
1. Virtualidades perfectivas del trabajo en relación con el mundo
Desde el punto de vista antropológico, el trabajo constituye un elemento clave de la red sistémica que distingue la vida humana de la animal. En efecto, el trabajo se halla en estrecha relación con otras notas que caracterizan el proceso de humanización, como la liberación de las manos de su función locomotora y prensil, el desarrollo del cerebro (sobre todo de la neo-corteza pre-frontal, implicada en la toma de decisiones), la casi ausencia de instintos [3], la fabricación de instrumentos, la institución familiar, el arte, la religión. La presencia de estos y otros rasgos semejantes nos habla de la existencia de alguien que para vivir, en lugar de adaptarse, modifica el ambiente a sus necesidades transformándolo en mundo humano [4]. Lo que significa que la naturaleza –incluida la humana– posee una tendencia a ser informada por la inteligencia, mediante la cual es posible acceder a la realidad en toda su riqueza y complejidad [5]. Dicha formalización permite, sobre todo, mejorar el conocimiento y amor que la persona tiene de Dios. Por eso, la humanización, además de realizarse en la acción, se logra en la contemplación [6].
Si bien todas esas notas se hallan presentes en otros ámbitos de la existencia humana, es en el trabajo en donde esas logran su mayor integración, pues precisamente por medio de él la persona construye el mundo. Este ligamen con el mundo –con su creación y transformación– permite superar rígidas distinciones sobre lo que es o no es trabajo, mostrando al mismo tiempo lo que constituye su esencia. En efecto, no sólo es trabajo la actividad que exige un especial esfuerzo físico o particulares habilidades manuales o que produce bienes, sino también la que tiene como fin la ciencia, el arte, la política.
Aunque esta idea amplia de trabajo es profundamente cristiana, se desarrolla sobre todo a partir de la modernidad. De hecho, en la edad clásica y medieval algunas actividades, como la ciencia o la política, no eran consideradas como trabajo, sino como artes liberales o de gobierno. Ya que, en opinión de Aristóteles, el trabajo, por tener el fin fuera de sí, pertenece a la poiêsis o producción. Según el Estagirita, los siervos y los artesanos son los únicos que trabajan, porque el fin de sus actividades no perfecciona ni la acción ni al que la realiza, sino únicamente a los dueños que se sirven de ella o las obras producidas. En cambio, la ética y la política son praxis o acción, ya que perfeccionan al ciudadano de la polis mediante el ejercicio de las virtudes, la amistad virtuosa y la promulgación de constituciones promotoras de una vida buena. La ciencia, por último, tampoco es trabajo, sino theoresis, pues tiene como fin la contemplación de la verdad y las virtudes diano-éticas (ciencia y sabiduría) [7]. El mundo aristotélico y, en parte también el medieval, consideran el trabajo como un medio para satisfacer las necesidades del ciudadano, del noble y del estudioso, que así puede gozar del ocio necesario para la contemplación y la virtud. En definitiva, el trabajo del esclavo y del artesano sirve para construir un mundo del que ellos mismos no participan o solo en grado mínimo, pues el servicio que prestan es medio pero no fin.
Con la llegada de la modernidad se produce un cambio de paradigma por el cual el trabajo se valora más y más hasta convertirse en el modo casi exclusivo de autorrealización. ¿Por qué?
En apariencia porque se necesita para satisfacer las necesidades humanas y aumentar la riqueza de los individuos y de las naciones [8]. Es verdad que existe una relación entre necesidades biológicas y trabajo, pero hay algo más. El trabajo se relaciona también con deseos típicamente humanos, como la posesión, el poder y la estima. Precisamente en uno de ellos, el poder de transformar el mundo, es posible descubrir la causa de la apreciación positiva del trabajo por parte del judaísmo y cristianismo.]En efecto, el hombre, en tanto que imagen y semejanza de Dios, cuenta con un poder casi infinito –si no en el orden del ser, sí en el del obrar [9]–, que lo convierten, con palabras de Descartes, en maître et possesseur de la nature (“dueño y señor de la naturaleza”) [10].
El punto débil del nuevo paradigma estriba en el modo de interpretar este dominio: no ya como cuidado y perfeccionamiento de la naturaleza, sino más bien como arbitrio. En efecto, en la medida en que en la modernidad la omnipotencia de Dios se concibe como desligada del amor, o por lo menos, como superior a este, el hombre, en tanto que imagen suya, pierde paulatinamente el sentido de cómo debe ser la trasformación del mundo, para terminar en una pura expresión de su voluntad de potencia [11]. El resultado de ese proceso, que alcanza su auge con la revolución tecnológica y el capitalismo salvaje, es la creación de un mundo inhumano, en el que cada vez resulta más difícil encontrar la armonía con la naturaleza, con los demás y consigo mismo. La crisis ecológica, la injusta distribución de las riquezas del planeta junto con los riesgos que entraña una tecnología despojada de referencias éticas manifiestan con claridad la deriva nihilista escondida en dicha separación.
Si bien San Josemaría no tiene como intención corregir el paradigma moderno de la acción, me parece que en su doctrina de la santificación del trabajo se encuentran los elementos necesarios para lograrlo. En mi opinión, la clave se encuentra en el modo de entender la santidad en medio del mundo. A este respecto es iluminante el enlace que el Fundador del Opus Dei establece entre la siguiente triada: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo [12]. Como en el paradigma moderno, San Josemaría atribuye un papel destacado al trabajo. Tan es así que lo concibe como el quicio de la santidad para los que vivimos en el mundo. Sin embargo, a diferencia de ese paradigma, el valor del trabajo no radica fundamentalmente en el perfeccionamiento del mundo, sino de las personas, que de simples trabajadores pueden convertirse en trabajadores santos [13]. Al poner el centro en la santidad del agente, se indica que las relaciones entre mundo, trabajo y trabajador deben valorarse a partir de la persona o, mejor aún, de las personas que se santifican. Ahora bien, hablar de agente que se santifica significa que el sujeto que se santifica es inseparable del trabajo santificado. De ahí que la doctrina de San Josemaría contenga de forma implícita una antropología del trabajo y, como consecuencia, de un ser–en el mundo–con los otros [14].
2. Virtualidades positivas del trabajo en relación a las personas
A diferencia de la acción del animal, el trabajo no se refiere a una actualización de potencias necesarias e instintivas, como las nutritivas, reproductivas, migratorias. . ., sino de posibilidades para perfeccionar a las personas y el mundo, que son de tipo ético. Ahora bien, el trabajo no debe prescindir de otros aspectos, como la perfección técnica, productiva, comunicativa, pues son constitutivos.
En efecto, para que sea perfectivo, el trabajo debe estar técnicamente bien hecho de modo que las obras producidas contribuyan al desarrollo de las personas que viven en el mundo, a las que se comunica así cierto grado de perfección. Pero eso sólo no basta. Como tampoco es suficiente, por ejemplo, ser un buen arquitecto para perfeccionarse como persona. Para que la actividad del arquitecto sea personalmente perfectiva –además de ser causa de una buena obra: una hermosa casa, acogedora y sólida (dimensión objetiva del trabajo)– debe producir un efecto bueno en el agente (dimensión subjetiva del trabajo). Lo que depende, sobre todo, de la intención con que se trabaja. La intención es tan importante que, si no concuerda con lo que debería ser, puede disminuir o, incluso, anular el carácter perfectivo del trabajo.
¿De qué intención se trata? De una que configura el trabajo desde dentro porque nace de la presencia amorosa del otro [15]. Por ejemplo, el profesor, cuando prepara las clases, debe tener presente a sus alumnos para plantear las preguntas, explicaciones y ejemplos de modo que puedan entender bien la materia, ayudándoles así a pensar por su cuenta. La presencia amorosa del otro en el propio trabajo puede denominarse contemplación, pues se lo considera el destinatario privilegiado de aquella actividad. Entendido de este modo, el trabajo nos hace participar en la transformación del mundo y en la mejora de las condiciones de vida, desarrollando en nosotros el sentido de responsabilidad en la construcción de estructuras sociales justas y solidarias. Cuando en el trabajo se da esta intencionalidad se hace posible un mundo mejor, es decir, más adecuado a la dignidad de la persona. Para conseguirlo, la persona necesita del trabajo de los demás pues no es autosuficiente [16]. Esta dependencia no es, sin embargo, un obstáculo al perfeccionamiento personal, sino más bien su raíz, pues debido a ella la persona se ve obligada a colaborar con los demás en la humanización del mundo.
Además de la intención amorosa, en el trabajo puede haber otras intenciones. Algunas de ellas, por ser radicalmente contrarias a la esencia del amor, impiden la perfección del trabajo ya que convierten al trabajador en éticamente malo, como sucede con la producción de una novela o película que incita al odio racial o al terrorismo. Otras intenciones, si bien son en sí mismas buenas, se trasforman en malas cuando se absolutizan, como la búsqueda exclusiva de riqueza, poder, fama [17]. Se puede incluso absolutizar la misma actividad, como en el ‘activismo’; la intención consiste entonces en la expresión de la propia capacidad, eficacia, etc. [18]. Cuando se examinan estas intenciones en busca del factor común, se descubre que todas ellas se refieren al “yo” como sentido último de la acción. Para el que tiene la intención de hacerse rico, el deseo de riquezas no es algo que se añade al trabajo, sino algo que lo configura por dentro y, por consiguiente, se halla en cualquier dimensión suya (técnica, productiva, científica, etc.).
Se observa así que cuando la intención del trabajo es el “yo”, en forma de búsqueda de riqueza, poder, fama, etc., la persona no puede perfeccionarse. Me parece que ello se debe al hecho de que la persona trasciende esencialmente lo que es puramente individual y finito. Por un lado, porque la perfección de la persona va más allá del puro vivir del individuo, ya que está llamada a colaborar en el perfeccionamiento del mundo y de los demás. Esta capacidad no es una opción, sino una potencialidad tan especial que obliga a su poseedor a ejercitarla: si no se usa, el trabajo se desnaturaliza y, como consecuencia, la persona del trabajador y sus relaciones laborales y sociales se deterioran. El trabajo es bueno no sólo según sea el resultado o la obra, sino sobre todo según el servicio que se presta a los demás. De hecho, el trabajo, en el que se da la presencia del otro, puede perfeccionar no sólo al agente sino también al destinatario.
La perfección técnica, la formación y actualización profesional aparecen así como la condición necesaria para que pueda haber una intención amorosa. Sin la perfección de la actividad y de la obra y sin el ejercicio de las virtudes, no es posible construir una relación perfectiva: se puede ser diligente y avaro, pero no se puede servir a los demás sin vivir la diligencia, la generosidad, la fortaleza y la justicia en el trabajo. La conexión entre las virtudes depende esencialmente de la intención amorosa. Tal vez la virtud más importante para trabajar bien sea la humildad, mediante la cual aprendemos de las cualidades y virtudes de los demás, a la vez que somos capaces de corregir sus errores. Esta misma virtud nos lleva también a cuidar las cosas pequeñas y terminar los trabajos con la máxima perfección posible pues son expresión verdadera de espíritu de servicio [19].
En conclusión, en el trabajo se realiza una circularidad perfectiva: la realidad se humaniza dando lugar al mundo en la diversidad y complejidad de sus estructuras, el cual a su vez sirve a la humanización de las personas. Este proceso carece de término, pues, por una parte, el mundo no se adaptará completamente a la persona; por otra, la persona non encontrará jamás la perfección en el mundo por más humano que sea.
3. Perfección y límites del trabajo
Por tanto, a pesar de todas sus virtualidades, el trabajo humano no es infinito. Por un lado, tanto la persona como la transformación del mundo son finitos. Por otro lado, en relación al sujeto agente, el trabajo –como cualquier acción humana– es limitado, pues la persona trasciende siempre el propio obrar. Por último, el trabajo también es imperfecto respecto del que recibe sus beneficios. En efecto, si bien con el trabajo se puede ayudar al otro y crear las condiciones para que se perfeccione, no se puede mejorarlo directamente, pues el perfeccionamiento del otro no depende de una intención ajena, sino sólo de la propia. En otras palabras: al tener presente al otro en mi trabajo me perfecciono a mí mismo, pero no al que tengo presente. Junto a los límites de cualquier actividad humana, el trabajo cuenta además con los que derivan de las circunstancias y personas con que se trabaja.
De aquí la sorpresa cuando profundizamos en la afirmación de San Josemaría de que el trabajo es instrumento de santificación, pues equivale a sostener el carácter de infinita perfección que éste puede alcanzar. A través de esta doctrina descubrimos que en la concepción marxista del trabajo, a pesar del error de fondo, hay un núcleo de verdad: el trabajo es infinitamente perfectivo. Por supuesto, el poder infinito del trabajo no es de orden natural, sino sobrenatural. Sólo Dios, por ser Infinito, es capaz de actuar de forma infinita. La praxis marxista seculariza así la infinitud de la acción divina.
Es evidente que la concepción de San Josemaría del trabajo va más allá de la antropología filosófica, ya que conocemos la existencia de una acción infinita sólo mediante la fe. De hecho, la creación ex nihilo, la redención del pecado, es decir, de una nada relativa, y la santificación manifiestan con claridad la omnipotencia divina. Por eso, si bien desde el punto de vista filosófico se llega como máximo a concebir el trabajo como un “perfeccionamiento perfectivo”, en la perspectiva de la fe se puede ir más allá y sostener que esta acción puede alcanzar un “perfeccionamiento perfectivo infinito”.
La pregunta que ahora surge es cómo una acción limitada puede llegar a ser infinitamente perfectiva. Me parece que, para San Josemaría, la respuesta se halla en el misterio de la Encarnación, pues allí aparece con total claridad cómo la omnipotencia es inseparable del amor. Dios se abaja infinitamente para asumir nuestra naturaleza, para que el hombre pueda elevarse hasta Él. De este modo, el amor del Hijo encarnado, que es a la vez divino y humano, transforma la naturaleza y el obrar del hombre, sanándolo del pecado y haciéndolo capaz de participar de la misma vida divina [20]. A través de esta divinización, las acciones y pasiones humanas son, en primer lugar, redimidas (los límites que no son inherentes a la acción humana, como la oposición entre técnica y ética, son anulados [21]), y, en segundo lugar, transformadas en instrumento de santidad y santificación, es decir, elevadas a una perfección absoluta que supera los límites de la naturaleza humana [22].
En el contexto de la divinización de la acción humana, el trabajo desempeña un papel especial. En él se unen la infinita Caridad divina, origen de la creación y Encarnación, y la respuesta de amor perfecto de la naturaleza humana de Cristo al querer del Padre. Y, si bien la Caridad y el amor humano son realidades distintas, en virtud de la unión hipostática se convierten en el principio del que surge el trabajo redentor del Hijo [23]. Cuando Jesús trabajaba, contemplaba amorosamente al Padre y al fruto del amor mutuo, o sea al Espíritu Santo, y a todas las criaturas. Y glorificaba a Dios, haciendo bien todas las cosas para redimir a los hombres. La perfección del trabajo de Jesús, que dependía de la contemplación amorosa de la Trinidad y de todo lo que Ella ama, era a la vez divina y humana. En tanto que divina, era fuente de santidad; en tanto que humana, perfecta en todo lo que se refiere a las características propias de la operatividad del hombre [24].
Por consiguiente, en la estructura de la operatividad de Jesucristo se mantiene todo lo que es humanamente perfecto: la mejora de la propia condición humana que –por ser finita– era perfectible, come aparece en las misteriosas palabras de San Lucas [25]; la perfección del mundo a través de las obras realizadas por Él; la mejora de los demás mediante la creación de las condiciones necesarias para que fueran perfectos. La Caridad divina, con la que Jesucristo trabajó, eleva los elementos de la estructura humana a un plano divino y santificante: su naturaleza humana crece en gracia; las personas son santificadas y las realidades del mundo, al ser redimidas, se transforman en caminos de santidad.
4. La santificación del trabajo
La estructura divino-humana del trabajo de Jesucristo, que en Él es hipostática, se trasmite a los cristianos por medio de la gracia santificante. A través del bautismo, el cristiano queda elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios. En virtud de esa participación en la vida divina, las acciones y pasiones del bautizado son análogas a las de Cristo, es decir, humanas, en virtud de su naturaleza, y divinas en virtud de la gracia [26].
Junto a la gracia, el trabajo del cristiano tiene como principio la libertad, ya que el crecimiento en sabiduría y gracia depende también de su intención amorosa [27].
Debido al entrelazamiento de naturaleza, gracia y libertad, la estructura del trabajo es sumamente compleja. En efecto, si bien por su naturaleza humana el cristiano puede realizar sólo acciones finitas, la gracia introduce en él un principio operativo que, sin ser contrario a lo humano, lo trasciende [28]. El trabajo del cristiano posee así un origen que es a la vez divino y humano, pero sin confusión: los elementos de la estructura humana de la acción no son sustituidos por el obrar divino ni viceversa. Dicha insustituibilidad no implica una igualdad entitativa entre naturaleza y gracia, ya que esta última puede sanar y perfeccionar lo que es natural mientras que la naturaleza humana no puede obrar sobrenaturalmente.
Por otro lado, el trabajo del cristiano conserva la misma estructura y relaciones entre los diversos ámbitos de la acción, como la distinción sin oposición entre el ámbito técnico y ético. Además, la acción humana, que naturalmente puede perfeccionar perfeccionando, mediante la gracia se transforma en santificante del trabajador, del mundo y de las personas que se encuentran en él. El trabajo aparece así una realidad santificable y santificadora. Pero para que esa potencialidad se actualice, no basta que se trate de un trabajo bien hecho ni que se respeten las diversas dimensiones estructurales, sino que también es necesario unirlo al sacrificio redentor de Cristo. En efecto, el trabajo humano debe ofrecerse en unión con él, como el agua con el vino del ofertorio de la misa, para que se convierta en sacrificio eucarístico [29]. De este modo, el cristiano, con Cristo, en Cristo y por Cristo, logra elevar al Padre todas las realidades humanas [30]. Esta es la razón por la que, para santificar el trabajo, es necesaria una auténtica unión vital con Cristo. Como aconseja San Josemaría, «es necesario que Jesús y, con Él, el Padre y el Espíritu Santo, habiten realmente en nosotros. Por eso, santificaremos el trabajo, si somos santos, si nos esforzamos verdaderamente por ser santos» [31].
La distinción entre santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo, expresa en el plano sobrenatural el triple significado que esta acción humana posee en el natural: la perfección de la obra, del agente y la de los demás y el mundo. En efecto, si ya en el ámbito natural, la técnica, la producción, la praxis y la contemplación amorosa aparecían como diferentes dimensiones de un solo acto personal cuya intención propia era el servicio de los demás, en el ámbito sobrenatural la unión amorosa con Cristo se descubre como la única intención capaz de enlazar los diferentes elementos de la estructura del trabajo con el sacrificio del altar [32]. De ahí que la contemplación amorosa no sea en primer lugar del mundo o de las personas humanas, sino de Dios, mediante Dios mismo por medio de la Caridad.
Como sucede ya con la intención de servicio, la contemplación amorosa de Dios no se añade desde fuera al trabajo y a las virtudes adquiridas en el desempeño del mismo, sino que constituye más bien el motor de arranque, la ejecución y el término de una actividad profesional que alcanza la máxima perfección de que cada persona es capaz [33]. Aquí se encuentra el valor esencial del trabajo para el cristiano, que va más allá de cualquier tipo de éxito individual y social. Por eso, «incluso en el caso de que una persona no tuviera éxito al hacer una cosa (trabajo u otra actividad), siempre que lo haga con amor (tensión relacional entre lo humano y lo divino) es de este modus, y no de otro (en particular no por el resultado) que realiza el sentido y el valor de la vida cotidiana. Pero si hay amor, este parece ser el “secreto”, habrá también “éxito”, no necesariamente mundano, sino interior y sobrenatural» [34].
5. Conclusiones
Desde el punto de vista antropológico, el Fundador del Opus Dei concibe el trabajo como una transformación de las personas y del mundo que debe estar impregnada por el amor, pues busca perfeccionar todas las realidades y no sólo usar o gozar de ellas. Se entiende así porque el valor último no debe buscarse en la satisfacción de necesidades ni en el crecimiento de la riqueza y el poder humanos, pues en estos ámbitos, además de no encontrarse el sentido último del trabajo, no se tienen en cuenta dos aspectos esenciales del mismo: perfeccionar el mundo y favorecer el crecimiento humano de las personas. Por lo demás, son dos aspectos que se retroalimentan: la perfección del mundo redunda en la persona y la de ésta, en aquel. Es decir, la perfección del mundo consiste en mejorar las condiciones de vida para que todos los seres humanos puedan existir según su dignidad de personas. Por consiguiente, en el trabajo no hay neutralidad o indiferencia ante el mundo, como piensa una ética centrada en el individuo, que no tiene en cuenta el futuro de las nuevas generaciones. Y menos aún, arbitrio, como defiende una visión de la técnica como puro poder. Pues la perfección de la persona implica la del mundo y viceversa. El trabajo aparece así con una doble función: transformar el mundo (dimensión técnica, productiva y científica) y perfeccionar las personas (dimensión ética y contemplativa). Lo que implica tres verdades antropológicas esenciales:
a) El trabajo puede perfeccionar a la persona, pues mientras esta se halle en la tierra es susceptible de mejora y, por consiguiente, también de empeoramiento; más aún, si la persona no mejora, empeora. Para que la posibilidad de mejora sea real, se necesita que el trabajo sea perfecto, dentro –claro está– de los límites humanos y personales. Un trabajo puede considerarse bien hecho cuando en las distintas dimensiones que constituyen su estructura (técnica, producción, ética y contemplación) no se aprecian fallas o cuando entre ellas no se dan oposiciones. No hay que olvidar, sin embargo, que tanto la perfección técnica como las virtudes morales deben ser manifestaciones de una intención amorosa. Por eso, es impensable que haya amor en un trabajo en el que no se cuidan los detalles o en el que no se practica la justicia.
b) La perfección del trabajo no debe entenderse de modo solipsista, pues la persona es un ser en relación. Es decir, no existe un perfeccionarse que no sea a la vez un perfeccionar a los demás y el mundo. Esto se debe a la paradójica estructura ontológica de la persona, en concreto a su falta de autosuficiencia y a la capacidad de ser “más” de lo que actualmente es. En efecto, la persona no se perfecciona cuando se encierra en sí misma pues no es auto-suficiente. En cambio, cuando se da a los demás en el trabajo, se perfecciona–perfeccionando.
c) El mundo y los demás pueden ser perfeccionados porque tampoco son autosuficientes. El perfeccionamiento del mundo hace relación a la persona, pues consiste fundamentalmente en hacerse más digno de ésta. El mundo tiene algo de natural (la naturaleza de la realidad y de la operatividad humana) y algo de adquirido: las acciones humanas y los productos del trabajo. Con el trabajo se crea y se perfecciona el mundo, que carece sin embargo de la duración de la naturaleza y de la vitalidad de la acción humana. Por eso, el mundo requiere continuamente un esfuerzo inteligente y amoroso que lo mantenga en el ser mejorándolo.
A diferencia del mundo, la perfección de los demás no depende intrínsecamente del trabajo. En efecto, como hemos visto, la perfección en el trabajo depende de la intención amorosa, que es siempre personal. Sólo cuando la persona trabaja con amor aceptando con agradecimiento el trabajo del otro, es capaz de perfeccionarse. Por tanto, la relación entre las personas (por ejemplo, mediante el trabajo) a pesar de pertenecer a la estructura de la persona (en concreto, a la de dependencia y donación), no se identifica con ella: los demás no pueden perfeccionarme con su trabajo; sólo pueden ayudarme. En la medida en que la persona no es autosuficiente, para su perfección depende necesariamente de un Ser absoluto, que según la revelación cristiana es una Trinidad de personas, amorosa y omnipotente.
A la luz de dicha dependencia comienza a vislumbrarse por qué la Encarnación del Verbo consiente a la persona humana a través del trabajo no sólo una perfección humana más plena, sino ante todo una completa identificación con la voluntad divina. En efecto, la obediencia filial a Dios es la causa de que el trabajo, a pesar de su finitud, se convierta en algo infinito. Esta posibilidad o potentia oboedientialis sólo se actualiza mediante la gracia y la respuesta amorosa de la libertad personal. Así el trabajo, sin cesar de ser humano, se hace divino.
Antonio Malo en cedejbiblioteca.unav.edu
Notas:
1 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31-36.
2 Santo Tomás es uno de los primeros que utiliza este sintagma “potentia oboedientiae” o “potentia oboedientialis” (De Ver. 3, 3, 3) para indicar una potencia pasiva del alma humana que le permite recibir la gracia. «En el alma humana, como en toda criatura, está presente una doble potencia pasiva: una que puede atribuirse a los agentes naturales, la otra que se hace presente por el primer agente, el cual puede llevar (potest reducere) a cualquier cristiano a acciones superiores a las que es llevado por los agentes naturales. Y esta potencia suele llamarse en la criatura potencia obediencial (potentia oboedientialis)» (S. Th., III, q. 11, a. 1). Es verdad que el término ha recibido las críticas de una parte de la teología contemporánea por no distinguir de forma adecuada entre la gracia y los milagros. Sin entrar en esta polémica, en este artículo se emplea para referirlo sólo a la gracia. Me parece, por otra parte, que es en este sentido en que lo usa el Aquinate. El mismo tema aparece, por ejemplo, en la Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 10, cuando hablando de la elevación del espíritu creado al orden sobrenatural, el Aquinate afirma: «anima naturaliter gratiae capax (capace di grazia)»; cfr. II-II, q. 18, a. 1 s.c.; De Potentia, q. 1, a. 3 ad 1; q. 3; a. 8 ad 3. Sobre el significado teológico de esta expresión puede verse F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, p. 87
3 Cfr. A. Gehlen, L’uomo. La sua natura e il suo posto nel mondo, Feltrinelli, Milano 1990, pp. 115 ss.
4 «El hombre no solo puede elevar el “medio” a la dimensión “del mundo” y hacer de las “resistencias” “objetos”, sino que puede también –y esto es lo más admirable– convertir en objetiva su propia constitución fisiológica y psíquica y cada una de sus vivencias psíquicas. Solo por esto puede también modelar libremente su vida. El animal oye y ve, pero sin saber qué oye y qué ve […]. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio» (M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires 1964, p. 59).
5 «Omnes creaturae corporales ad naturam intellectualem ordinentur quodammodo sicut in finem» (Santo Tomás de Aquino, Summa Contra Gentiles, III, cap. 99, n. 10).
6 «Ipsius autem intellectualis naturae finis est divina cognitio» (ibid.).
7 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 6, 1176b.
8 Como es sabido, este es el punto de vista que adopta Adam Smith en su célebre obra An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, publicada en Londres en 1776.
9 «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y guardara» (Gn. II, 15). Como predicó San Josemaría, el trabajo es una participación en el poder creador de Dios (vid. Amigos de Dios, n. 57).
10 R. Descartes, Discurso del método, A.T., VI, cap. 6.
11 Nietzsche descubre que bajo las máscaras usadas por el yo moderno se oculta la voluntad de potencia (cfr. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, ed. de Colli y Montanari, Walter de Gruyter, Berlín 1967-77, apostilla 20).
12 «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo» (Conversaciones, n. 55).
13 «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! –Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas» (Surco, n. 498).
14 Una introducción a esta antropología puede encontrarse en mi ensayo Il senso antropologico dell’azione: paradigmi e prospettive, Roma, Armando 2004.
15 Para San Josemaría, el otro que se halla presente en el trabajo es ante todo Dios; de ahí que la intención más adecuada al realizarlo sea el amor a Dios y, por Él, a las demás personas: «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» (Es Cristo que pasa, n. 48). Un buen análisis del sentido de esta frase se halla en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 171-209.
16 Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 21, a. 3 c.
17 «Algunos ven en el trabajo un medio para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar» (San Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948, n. 18, cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 194).
18 El activismo, «en nuestra situación cultural, marcada por la tecnología, con su capacidad de aceleración laboral y sus exigencias de automatismo, constituye tal vez el riesgo mayor» (J. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 223). En relación a la distinción entre activismo y laboriosidad puede verse el capítulo X.
19 Cfr. Camino, nn. 429, 813, 814, 427.
20 Redención y elevación, a pesar de ser diferentes desde el punto de vista ontológico, se dan simultáneamente. En efecto, puesto que la naturaleza no puede ser elevada si no es redimida (nada que no sea perfecto en el orden natural puede participar de la santidad de Dios), la elevación implica la redención.
21 La presencia de límites no naturales en la acción humana es señal del influjo de un principio negativo, que no es original. La liberación del mismo se realiza al asumir el Verbo nuestra naturaleza. La restauración o recapitulación de todas las cosas en Cristo será plena y definitiva sólo al final de la Historia (I Cor 15,24-28). Sobre el tema de la liberación de la creación puede consultarse J.M. Casciaro, Estudios sobre cristología del Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 1982, pp. 308-334.
22 «Il lavoro è un compito imposto da Dio, partecipazione alla sua opera creatrice, e nel contempo inserto nel mistero di salvezza, perché con l’uomo è redento anche il suo lavoro» (J. Höffner, La dottrina sociale cristiana, Paoline, Roma 1987, p. 124).
23 La conciencia de la Filiación divina movió a San Josemaría a la meditación frecuente de la vida oculta del Señor, aquellos «años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente [. . .]; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano» (Amigos de Dios, n. 56).
24 Sobre el trabajo en la perspectiva de la relación revelación véase J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, o.c., pp. 196-200.
25 «Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52).
26 La santificación del trabajo nace de la gracia, por lo que solo es posible para el cristiano (cfr. P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986, p. 191).
27 En el trabajo, el hombre se asimila a Dios, que crea libremente (cfr. Santo Tomás de Aquino, In Matt., IV, 7).
28 «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (Conversaciones, n. 116).
29 «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar. . .» (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 69).
30 «Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32)» (San Josemaría Escrivá, Instrucción, 1-IV-1934, n. 116 cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 198). Sobre el significado de esta perícopa véase P. Rodríguez, «La “exaltación” de Cristo en la Cruz. Juan 12, 32 en la experiencia espiritual del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer», en G. Aranda y otros (editores), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. José María Casciaro, Eunsa, Pamplona 1994, pp. 573-601. Un estudio más reciente se encuentra en G. Derville, La liturgia del trabajo. “Levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32) en la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica», 38/2 (2006), pp. 821-854.
31 San Josemaría Escrivá, Carta, 15-X-1948, n. 20, cit. en E. Burkhart – J. López,
32 Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 210.
33 Como explica Santo Tomás, «cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la atención del alma hacia una no impide ni reduce la atención de la otra» (S. Th., suppl., q. 82, a. 3, ad 4). Para Santo Tomás, «il lavoro è “informato” dalla carità, virtù teologale, e può essere “trasformato”: il principio è intrinseco, senza però togliere nulla di ciò che è umano e terreno; la carità, in altre parole, dà al lavoro un “destino” nuovo e diverso, non per una semplice addizione moralistica, ma per un principio nell’ordine della causa, com’è la virtù della carità soprannaturale» (C. Genacchi, Il lavoro nel pensiero di Tommaso d’Aquino, Coletti, Roma 1972, p. 128).
34 P. Donati, Senso e valore della vita quotidiana, in Aa.Vv., La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Eusc, Roma 2012, p. 241.
Eucaristía y sacerdocio |
La Pedagogía del Amor y la Ternura: Una Práctica Humana del Docente de Educación Primaria |
Mons. Álvaro del Portillo y el Concilio Vaticano |
Una nueva primavera para la Iglesia |
El mensaje y legado social de san Josemaría a 50 años de su paso por América |
El pecado: Negación consciente, libre y responsable al o(O)tro una interpretación desde la filosofía de Byung-Chul Han |
El culto a la Virgen, santa María |
Ecumenismo y paz |
Verdad y libertad I |
La razón, bajo sospecha. Panorámica de las corrientes ideológicas dominantes |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis III |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis II |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis I |
En torno a la ideología de género |