Jorge Mario Posada

PLURAL ACCESO DE LA INTELECCIÓN HUMANA A DIOS

Paralelamente, tampoco la causalidad trascendental equivale a causar algún efecto sino a ser causa o principio primario, es decir, acto de ser extramental en cuanto que cifrado en exclusivamente depender de Dios, y de suerte que tampoco este acto de ser causa el análisis real según el que su esencia potencial equivale a un distinguirse real intrínseco de acuerdo con una dinámica distribución de concausalidades.

A su vez, puesto que de acuerdo con el carácter de además alcanza la intelección humana el ser personal también a Dios se accede en cuanto que según el además mostrado desde luego como Origen en Identidad pero, si de este modo cabe decirlo, según su “hondura” pues sin mengua de la originaria Identidad es mostrado como Plenitud de Intimidad así que como Ser personal supremo, y de suerte que compete al hombre inagotablemente buscarse buscándolo a Él.

Luego tanto la advertencia del ser extramental cuanto más todavía el alcanzamiento del ser personal humano comportan intelectivo acceso del hombre a Dios como Acto de ser originariamente idéntico con la Esencia divina, desde luego sin alcanzar ni discernir o menos abarcar esa Identidad en tanto que originaria y sin, para de alguna manera indicarlo, “entrar” en la Intimidad de Dios; acceso intelectivo al Ser divino logrado al sin más inteligir que esos actos de ser exclusiva e intrínsecamente equivalen a de Él depender, con lo que estriban en mostrarlo, por cierto de distinta manera en cuanto que son realmente distintos, de donde sin, por así decir, “obtener” un inteligido correspondiente a Dios o que con Él se adecúe y, menos, que le cupiera en común con la criatura 18.

Por consiguiente, inteligir la criatura equivale a inteligirla en cuanto que es un mostrar a Dios como Origen según Identidad de Ser y Esencia al nada más ser ella que un de Él depender, o de suerte que basta inteligir la criatura para inteligir que Dios es en originaria Identidad con la Esencia y aun cuando sin alcanzar su Ser ni abarcarlo ni, menos, ingresar en Él, y sin que sea menester una ni deductiva ni inductiva ulterior demostración –con mayor motivo si tan sólo de que Dios existe–, que a su vez conllevaría un inferior acceso a la Divinidad de entrada por objetivado aunque también por su índole meramente lógica e incluso apenas modal.

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Así pues, estribando en un exclusivo depender de Dios es primario el comenzar persistente, como justamente muestra su condición de comienzo; y estribando en un distinto depender de Él es primario el carácter de además según el inagotable redoblar que le compete como primaria dualidad intrínseca en cuanto que es metódico en alcanzando el tema, de donde no apenas inconsumable sino todavía más incolmable, con lo que de Dios depende de manera superior a como el incesante e insecuto comenzar al con mayor motivo carecer de identidad 19.

De donde Dios es por el hombre inteligido sin que éste nada más haya de inteligir que el ser creado, por lo pronto el ser personal humano y el ser cósmico, y en cuanto que intelige que sin ser uno y otro insuficientes, carecen de autosuficiencia pues desde luego de identidad al igual que de originariedad con lo que a la par de simplicidad.

Y es de tal suerte como siendo de entrada el comienzo en tanto que incesante e insecuto suficiente bajo la condición de persistir, es insuficiente para concederse comienzo, por lo que equivale a depender de un Primero superior a cualquier principiación, y Primero que el comienzo trascendental muestra en la medida en que, se sugiere, “extremamente” se distingue respecto de Él justo como Origen según Identidad.

A su vez, siendo el carácter de además suficiente precisamente como además, es insuficiente para concederse o más aún darse el redoblar inagotable como primaria dualidad, con lo que estriba en depender de un Primero más alto que cualquier ampliarse primario o trascendental y al que, por de Él distinguirse real y extremamente –y aún más extremamente que el persistir– muestra como Primero en tanto que Amplitud máxima a la par que como Plenitud en Intimidad. Porque el carácter de además en modo alguno se concede él dicho carácter, ni él solo se conduce a ser además, sino que, incluso otorgándose como método al tema en inescindible e inagotable dualidad redoblante, es insuficiente para venir a ser además, lo que tampoco equivale a comenzar ni, correlativamente, a venir a ser extra nihilum. Desde luego el además no “conquista” ni “logra” el ser además sino que de antemano, y por pura “concesión” divina (en la que por lo demás estriba el Dispensar creador equivalente sin más a la criatura), es como alcanzándo“se” (por cierto sin reflexión).

Ahora bien, ese extremo distinguirse real de la criatura respecto de Dios en modo alguno exige negar nada en la criatura ni en cuanto a lo de ella afirmado postular un eminente o superlativo grado de perfección ya que más bien precisamente “afirmar” dicha extrema distinción, a su vez distintamente extrema, de cada criatura respecto de Dios, con lo que a la par se afirma el Ser divino como Origen en Identidad y como Plenitud de Intimidad al que se accede sin presumir alcanzarlo ni abarcarlo y, menos, valga así expresarlo, “inceder” en dicho Ser ni “proceder” desde lo íntimo de Él.

Por lo demás, la distinción real que cabe llamar extrema vige tan sólo respecto de la Identidad también en cuanto que Plenitud, mas sin que sea preciso negar ni comparar, con lo que se excluye un inteligido común entre Dios y la criatura, pero sin apelar a ningún tipo de oposición al sentar que Él máximamente se distingue de la criatura y sin necesidad de la paradójica indicación de que incluso apelando a la eminencia de Dios respecto de la criatura se sabe más lo que Él no es que lo que es).

Correlativamente, en modo alguno es extrema la presunta distinción real de la criatura respecto de la nada ya que esa distinción equivale a la criatura extramental como persistir aunque no a la personal pues de acuerdo con el carácter de además el acto de ser que es la persona humana es un más alto depender respecto de Dios que como mero extra nihilum pues de entrada estriba en co-existir con el ser extramental no sólo por en su esencia recibir una naturaleza orgánica individual sino por comportar pura distinción, si bien no extrema, respecto del acto de ser principial.

De otro lado, la relativa condición insuficiente del ser creado por carecer de autosuficiencia pues en nada más estriba que en depender de Dios, en lugar de a alguna negación o falta (privación) de ser equivale a ese exclusivamente depender de Dios al asimismo carecer de identidad y de plenitud.

Y en modo alguno es negativa la Identidad originaria, que más bien excluye cualquier negar, incluso el negar la distinción real, la que a su vez tampoco niega la identidad ni de ninguna manera se le opone. Para en cierta medida indicarlo, tanto el acto de ser creado según que admite un distinguirse real intrínseco como esencia potencial, cuanto ésta, equivalen a estricta “afirmación” —valga decir, “real”—, con lo que la Identidad originaria es, si de esta suerte cabe indicarlo, pura y plena Afirmación.

 

Con lo que la condición relacional de la criatura respecto de Dios equivale a que ella es el puro y exclusivo depender de Él, sin que se le añada o sin que le “convenga” con carácter de cierta participación en el Ser divino o de Él.

Al cabo, en cualquier nivel la “realidad” es sola afirmación: ni niega ni se opone, y ni siquiera se relaciona (cabe sugerir que la relación sólo es real como ser personal o, en la esencia extramental, como orden de variabilidad según la concausalidad de la causa final con la formal).

De donde se accede al Origen sin que sea viable inceder en Él. No obstante, dicha inviabilidad en manera alguna conlleva ignorar el Ser que Dios es ni ignorar su Esencia, idéntica al Acto de Ser, por lo que tampoco conlleva ni apofasis ni mística (así como, menos, exige callar, “sigética”), pues como Acto de ser en Identidad con la Esencia, e Identidad originaria, Dios justamente es mostrado según el depender de Él que cada criatura es; para de algún modo ilustrarlo, el ser que la criatura es, si no el ser extramental al menos el personal, y desde luego de distinta manera equivale a cierto “conato de palabra” según la que se logre “decir” a Dios así como “decirse” en Dios.

Y al excluir la negación también se elude la meramente lógica (o, más aún, matemática) alternativa entre infinitud y finitud con miras a distinguir la criatura respecto del Creador. Por su parte, la precariedad, a menudo equiparada con la finitud, de la existencia humana se debe antes que a comportar distinción real más bien a la desadaptada vivificación espiritual de la naturaleza corporal del hombre debida al pecado original (cabe sugerir que por Heidegger tomar esa caída situación histórica como inherente a la condición primaria del ser humano, no alcanza la libertad en tanto que futuro indesfuturizable ni en cuanto que inclusión atópica en la máxima amplitud, que es Dios).

Por eso al afirmativamente inteligir la criatura en lugar de algún tipo de lógica según conectivos a través de los que de un inteligido se discurra a otro más bien se muestra –y de modo que este mostrar es simplemente el ser creado– la plena Afirmación en la que por cierto estriba el Ser del que ella extremamente se distingue, aunque sin inteligirlo en cuanto a lo íntimo de su Ser originariamente idéntico.

Puesto que la relacionalidad de la criatura respecto de Dios es su ser, valga decir, “propio” pero de suerte que el ser que es la criatura, aun pareciendo paradójico, en modo alguno es sin más “suyo”, “de” ella sola, sino ante todo “de” Dios, pues ese ser equivale a de Él depender, aunque sin desde luego ser el “propio” Ser de Dios o, mejor, el Ser que Él es, pues tampoco Dios habría de “tener” un ser “suyo” como distinto respecto del de las criaturas, ya que por lo pronto son ellas las que son su distinguirse real respecto de Dios como puro de Él depender; además, en tanto que las criaturas se distinguen entre ellas y respecto de Dios muestran que en lugar de “propio” en tanto que diferente respecto de un ser común que “otros” —al cabo, entes— de diferente manera apropiarían, el ser que las criaturas son es sin más distinto pues también de distinta manera carecen de identidad y de modo que se distinguen ante todo, es decir, máxima o extremamente, del Ser divino, y que al de Él depender muestran que es Origen según Identidad, por lo que Dios “es” sin más, sin que ni siquiera sea viable, respecto del Ser que Él es, distinguir la Esencia “suya” o “propia” como si hubiera de distinguirse no tanto respecto de una presunta “esencia común” cuanto respecto de las demás esencias según las que los actos de ser creados admiten un intrínseco distinguirse real (en esa medida se excluye la noción medieval de esse commune, al cabo sin contrapartida “real”, aunque para el beato Escoto el esse commune entre Dios y las criaturas se equipararía con una communis essentia o natura en cuanto que podría ser infinita o bien finita); al cabo, la Esencia que es Dios es idéntica con el Ser que Él es en cuanto que no menos es originaria según Identidad, esto es, sin que nada de Ella se intelija que no sea lo que de Dios se inteligiría como Acto de ser.

Y es así como en lugar de Dios distinguirse respecto de las criaturas más bien éstas se distinguen respecto de Él, y extremamente, al carecer de identidad, de donde también como actos de ser que en calidad de esencia admiten un intrínseco y potencial o dinámico distinguirse real.

Por consiguiente, las esencias de los actos de ser creados se distinguen antes que como diferentes sentidos o significados y, en último término, diferentes inteligidos objetivados que pueden tomarse como sujetos del acto de ser, más bien en cuanto que distintamente son el potencial o dinámico distinguirse real de esos actos de ser en tanto que carentes de identidad y por eso equivalentes cada uno a un “entero”, “completo” y exclusivo depender de Dios justo como Origen según Identidad desde luego de Acto de ser y Esencia, con lo que sin que esta Esencia sea una “quididad” objetivable o significable, tampoco como “el mismo solo y puro ser” (así que ni siquiera como “el mismo solo y puro ser suyo”), sino Actuosidad originaria e idéntica a la par que según Plenitud de Intimidad personal.

Así pues, la intelección acerca de la criatura es a la par intelectiva de lo que ésta muestra de acuerdo con su extremo distinguirse real respecto del Ser del que depende por distintamente carecer de identidad; la afirmación de la criatura al inteligirla según que al asimismo carecer de identidad admite distinción real muestra la Afirmación Plena correspondiente a la originaria Identidad respecto de la que la criatura es extremamente distinta, pero sin que nada sea preciso negar de la criatura para eminentemente afirmar al Creador, y sin que haga falta ninguna comparación o analogía mediante la que se hubiera de postular a Dios como inteligido supremo; procedimientos en último término lógicos según los que se pretende objetivar cierta participación de muchos y diversos respecto de uno solo y el mismo 20.

a)                 Acceso a Dios según la intelección de la esencia potencial de los actos de ser creados

De manera que en calidad de distinto distinguirse real intrínseco a los distintos actos de ser creados también las esencias potenciales muestran a Dios con lo que asimismo a Él se accede al inteligirlas en cuanto que admitidas por esos actos de ser carentes de identidad, aunque por cierto de maneras distintas puesto que son actos de ser distintos y de modo que el intrínseco distinguirse real que esas esencias son también se distingue de acuerdo con una distinta potencialidad o dinamismo así que no menos distinta temporalidad.

De una parte, la analítica real principial equivalente a la esencia potencial del acto de ser extramental en cuanto que principio primero, pero que en lugar de segunda o secundaria es principialidad diversificadamente primaria o plural como diversa co–principiación, a su vez intelectivamente encontrada según las operaciones objetivantes que en virtud de hábitos adquiridos son inteligidas o manifestadas sin conmensurarse con objetivaciones de donde compitiéndoles pugnar o contrastarse con los distintos principios o causas físicas –material, eficiente, formal y final– y de distinta manera concausales al ser ad invicem causae en concausalidades distintas que de esta suerte cabe explicitar, aun si por fases; esa analítica real, también equivalente al ocurrir extramental como distribución de concausalidades, muestra a Dios en tanto que nunca en ella falta, o es necesaria, la ordenabilidad, según lo que a Él se accede inteligiéndolo con carácter de “Fin” en cuanto que Último insuperable a manera de “abarcante” Necesidad trascendente respecto de cualquier posible unidad de ordenación en dicha dinámica complejidad en la que el universo físico estriba, lo que asimismo excluye que hubiera de ser definitiva o última cualquier ordenación de la analítica real de la causalidad (también de ahí que las propuestas físico-matemáticas de unificación sean apenas hipotéticas).

Al cabo, la única necesidad supracósmica es dicho Fin o Último con carácter, por así decir, de “más allá” respecto de cualquier variación y de cualquier posible ordenación de la variante variedad, y en orden al que el variar cósmico ni siquiera es capaz de “aproximarse” —incapax Dei—: para el cosmos Dios es, valga la expresión, “inallegable” y, si no ajeno, por completo inaccesible (de ahí que si el hombre se considera tan sólo como un ser intracósmico, se estima como enteramente separado respecto de Él hasta el punto de experimentar terror) 21.

La necesidad de los actos de ser creados o de sus esencias se averigua en lugar de según la noción de actualidad supra-temporal así como, menos, de eternidad —si entendida según la actualidad total y simultánea—, de acuerdo, se ha sugerido, con la indefectibilidad e indesplazabilidad que les compete y, por lo pronto en la esencia extramental apenas en cuanto que la ordenabilidad física ni falta ni puede faltar por más que varíe la ordenación o precisamente a través de este variar, lo que en último término se debe a la causa final, que de esa suerte es causa de que ninguna ordenación cósmica sea definitiva.

A su vez, aunque los actos de ser creados comportan la indefectibilidad e indesplazabilidad equiparable con la necesidad que les compete por de Dios depender de acuerdo con una, por así llamarla, Dispensación —o Economía— inconmutable o inamovible, por más que desde luego libérrima, aun de esa manera, admiten distintos, por así llamarlos, niveles de contingencia según el distinguirse real que es su esencia potencial.

De esa suerte, si bien la noción de contingencia, a veces confundida con la condición efectiva o bien con la índole fáctica e incluso con la finitud, de antemano se equipara con la defectibilidad del ser o existir al menos en cuanto al tiempo (en santo Tomás lo possibile esse vel non esse y en Aristóteles con “lo que es algunas veces”), de ella carecen la criatura humana pero asimismo la extramental siquiera a parte post aunque en cierta medida a parte ante pues la temporalidad es tan sólo pertinente en lo que concierne a la esencia potencial o dinámica del acto de ser creado y según la que éste comporta el intrínseco distinguirse real por el que carece de identidad de manera realmente distinta a como las demás criaturas y de acuerdo con el que más aún se distingue real, y extremamente, respecto de Dios como Origen en Identidad.

De donde defectibles o contingentes son apenas las distintas distinciones distinguibles en la esencia de las criaturas, por lo pronto los movimientos, naturalezas y sustancias intracósmicas según las que varía la esencia del acto de ser extramental así como, si bien de distinta manera, las disposiciones y manifestaciones históricamente instituidas según el sin restricción enriquecible dinamismo de la esencia del ser humano personal (excepto las que involucran un compromiso del ser personal como futuro indesfuturizable, ante todo la fundación de la sociedad familiar según el matrimonio, al igual que la vocación divina a un peculiar cometido dentro de la Iglesia).

Por lo demás, la noción de contingencia como defectibilidad —posibilidad de faltar— plausiblemente se debe a la idea aviceniana de que el ser es añadido por Dios a la criatura en calidad de cierto accidente que podría Él quitarle, mientras, parejamente, las esencias serían tales o cuales de entrada en la mente divina, esto es, siendo inteligidas por Dios. Frente a lo que, según añade el beato Escoto, ni siquiera Dios, inteligiendo desde luego las esencias, se ve constreñido a crearlas pues podría no hacerlo o, habiéndolas creado, sería “poderoso” para extinguirlas o para modificarlas sin atenerse a las determinaciones y “principios” esenciales que a ellas conciernen y que, con todo, serían asequibles a través justamente de la intelección también humana.

Por su parte, la noción de “abarcante necesidad” que en la metafísica griega habría incluso de ser viviente y aun inteligente es, cabe sugerir, pensada según la idea de circularidad ya desde Alcmeón (lo que une principio y fin) y sobre todo de Parménides (el Único); también Platón y Aristóteles admiten que lo perfecto —y divino— ha de ser circular; por eso para el ateniense el universo vive si acaso no intelige y por más que sea no tan “enteramente ente” como el mundo de las ideas; según el Estagirita el universo circular es abarcado por el último casquete esférico, el estelar, que es primer motor movido, y movido a su vez por un inteligir entitativo, sustancial, pero que al estribar intelección de intelección antes que mover esos casquetes esféricos, los atrae, “provocando” en ellos cierta emulación (hôs erómenon) como en orden a la perfección suprema de la identidad de inteligir e inteligido. Y si bien asimismo en el hombre acontece intelección, según Platón en virtud de la reminiscencia de un presunto estado del alma separada del cuerpo, mientras que según Aristóteles en virtud de cierta derivación de los entes intelectuales superiores, el intelecto agente, por el que, aun siendo el ser humano intracósmico, de acuerdo con su alma intelectiva abarca el entero universo al de alguna manera ser la “totalidad” (psukhée pôs pánta), incluso de ese modo la intelección del hombre conlleva inidentidad entre inteligir e inteligido por ser éste al menos plural mientras aquél intermitente y nunca acabado, así como, más aún, indiscernible de cierta pasividad según la noción de intelecto paciente (o de antemano según la inevitable debilidad de la vigilia).

Con todo, ni apelando al mundo de las ideas ni tampoco a la intelección separada respecto del cosmos se logra en la filosofía clásica una noción más abarcante que la de entidad y que la trascienda, pues comoquiera que se postule habría de ser ente. De ahí que si bien la filosofía hebrea helenizada al igual que la cristiana y, siguiéndolas, la musulmana equiparan el platónico lugar celeste de solas ideas con la Mente de Dios (san Agustín, Avicena), o sin más con Dios la aristotélica intelección separada (Averroes), también si existiera sin vinculación necesaria con el cosmos —aun si pudiera éste ser perpetuo—, es decir, de suerte que a Dios compitiera existir sin el universo a la par que pudiendo ser cual fuere la presunta ideación divina acerca de lo creado, que tampoco comportaría necesidad en cuanto a las presumiblemente diferentes ideas divinas no tanto porque libremente quisiera Dios “ejecutarlas” cuanto al menos por comportar la criatura distinción real como esencia potencial respecto de la existencia que en lugar de añadida a la esencia más bien se corresponde con el acto —de ser— del que esa esencia es el dinámico distinguirse real y de manera que tan sólo Dios existe de acuerdo con Identidad de Esencia y Acto de ser (santo Tomás de Aquino), incluso de ese modo, el Ser divino es entendido como ente ya supremo o eminente según la analogía respecto de cualquier entidad determinada, ya infinito según la univocidad de una presunta entidad común —ens commune—, mas de una u otra manera en cuanto que según el acto como actualidad dicha Identidad es reducida a mismidad y unicidad.

Es más, quizá la griega preeminencia del inteligir o de lo inteligido en la comprensión acerca del Altísimo Ser o Esencia, pero todavía tomado como entidad, pues sin tampoco desvelar la limitación de la actualidad que se corresponde con lo ente, haya conducido al beato Escoto a tematizar la trascendencia de Dios antes que según el ser como intelección (Ipsum Intelligere subsistens en cuanto que Identidad equiparable a la del Ipsum Esse subsistens), más bien de acuerdo con la libre voluntariedad, para lo que sobre el actuoso despuntar del acto volitivo postula un omnímodo poder voluntario esto es, un pleno dominio del querer sobre el propio querer, y que en último término equivaldría a la libertad, de la que en cambio carecería el inteligir comprendido como una suerte de principiación natural incluso en la elección deliberada puesto que dependería de la esencia inteligida, mas entendidas voluntariedad y libertad todavía con carácter de principiación; un poder principial, por tanto, respecto del propio principiar y de entrada, paradójicamente, como “poder de no principiar” —de evitarlo o de inhibirlo— (aunque sin por eso admitir que hubiera Dios de ser un “poder de no ser Él”, con lo que, para de alguna manera decirlo, Dios sería libre en cuanto a su actuar, pero no respecto de su ser), y de suerte que Él solo sería necesario mientras que la criatura por entero contingente, también en cuanto a su esencia y no sólo a su existir.

Sin embargo, incluso de tal modo aún se mantiene la de seguro platónica y agustiniana equiparación de la esencia, incluso de la divina, con cierto inteligido (o, más propiamente, con un significado), aun si primigeniamente inteligido o significado por parte del propio Dios.

Por lo demás, debido también a esa equiparación de las esencias con ciertos inteligidos o significados determinados, al menos como rationes essendi, las vías tomasianas para demostrar la existencia de Dios estriban en demostrar que existe una Esencia, que si no inteligida al menos significada según el término “Dios”, porque el Aquinate admite que dicha Esencia no directa o intrínsecamente la intelige el hombre, aun cuando en otros textos implícitamente la equipara con el Ipsum Esse subsistens como Plenitud de acto o perfección así que con la Identidad respecto del Acto de ser divino.

Comoquiera que sea, mientras la creación se comprenda a manera de cierta transposición de inteligidos o significados divinos fuera de la Mente de Dios y que por Él serían dotados de existencia, resulta problemática la compatibilidad entre la contingencia de la criatura o, más aún, de la libertad personal con la Necesidad que a Dios se atribuye aunque sin mengua de su Libertad al menos para “actuar”.

Y de ahí seguramente que para el beato Escoto la necesidad que se sigue de que la intelección sea de altura suprema obstaculizaría la libertad divina con mayor motivo si ésta de entrada según el amar es a la par equiparada con un acto voluntario por más que superior.

Mas, de otra parte, en tanto que se intelige el mayor y más alto distinguirse real –o “complejidad”– de la esencia de la persona humana por ser, si de tal manera cabe indicarlo, más “rico” pues comporta un irrestrictamente “enriquecible” manifestar, por lo pronto según luces iluminantes, y cuya unificación también supera la debida a la causa final intracósmica como causa de que no falte una diversamente ordenable ordenación, ya que unificable según el disponer, en esa medida, se accede a Dios en cuanto que por esa esencia mostrado como plena Claridad incluso respecto de la Providencia y Gobierno del universo de las criaturas y, con mayor motivo, de las humanas según la temporalidad histórica de la vida del hombre en sociedad.

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Desde donde, por un lado, el análisis real que de acuerdo con los distintos “tipos” de causa física distintamente concausales en distintas concausalidades admite el primer principio –o causa primaria– que es el acto de ser extramental puede en cierto modo inteligirse como dependiente respecto de éste, y sólo en esa medida admite cierta unidad, pero sin ser por él causado o principiado pues justamente es análisis de dicha primaria principiación o causalidad, que, por otro lado, al ser insuficiente desde luego según su condición de comienzo incapaz de concederse el comenzar aunque, más todavía, en cuanto que carece de culminación o consumación, equivale, pero sin que tampoco sea un causar causado o un principiar principiado, a por entero depender de Dios, según lo que estriba en mostrarlo como Origen en Identidad; y en tal medida el depender respecto del Ser divino que intrínsecamente compete a la primaria causalidad o principiación equivalente al acto de ser extramental, podría, justamente en él, equipararse con cierta “fundamentación” trascendental –en modo alguno lógica sino estrictamente “real”–, que es la que de ordinario se llama causalidad trascendental.

De acuerdo con el acceso a Dios al inteligir la esencia extramental en la medida en que ésta lo muestra se recogen, cabe sugerir, las tres primeras de las vías propuestas por santo Tomás de Aquino para conocer que Dios existe, así como en cierta medida la quinta ya que todavía sin concluir en que Dios es Intelección pues la esencia extramental lo muestra apenas en cuanto que ella estriba en una ordenabilidad debida a la concausalidad de la causa final con la formal y que, siendo de causas físicas, carece de intelección.

Por su parte, la cuarta vía tomasiana equivaldría a cierta global formulación lógica del plural argumento demostrativo acerca de la existencia de Dios a partir de la criatura y apoyado tanto en la analogía cuanto en la participación, esto es, postulando un inteligido insuperable o altísimo, por decirlo así, “inducido” si el argumento se inicia con los inteligidos correspondientes a las criaturas, aunque al cabo según la noción de ente, mas por eso sin destacar que cada criatura es mostración de Dios al ser un acto de ser carente de identidad y de modo que admite esencia potencial en calidad de intrínseco y dinámico distinguirse real, lo que a su vez torna superfluo cualquier proceso lógico inductivo o deductivo que culminara en una noción que hubiese de valer no menos para Dios que para las criaturas, pues elude cualquier inteligido que se presumiera como directamente correspondiente al Ser que en Identidad con la Esencia es Dios, de manera que, incluso si accediendo la intelección humana a ese mostrar a Dios que las criaturas son, sin de ninguna manera reducir la inalcanzable Grandeza divina según nociones en alguna medida adecuadas respecto del ser creado.

No obstante, aún de otro modo cabe asimilar esas vías para conocer la existencia de Dios a la asequible al inteligir la esencia potencial del acto de ser extramental, a saber, en cuanto que la primera y la segunda se corresponderían con la intelección de la causa eficiente, la tercera y la quinta con la de la final, mientras que la cuarta con la de la causa formal; no obstante, sería viable ascender a la intelección de Dios incluso según la causa material en la medida en que las otras tres concausas causan temporalmente —y no más que de esa manera se causa físicamente— tan sólo si concausan con la material, que de tal suerte muestra que es favor de Dios en el despliegue cósmico temporal (lo que en alguna medida el Aquinate señala en la tercera vía, pues la considera a la vista de la temporalidad).

Con lo que, por lo demás, desde luego en Dios pero asimismo en el acto de ser equivalente a las criaturas y en la esencia potencial de éstas, incluso en el ocurrir físico, se excluye la noción de mera pasividad pues por lo pronto cualquier recibir es activo; de donde la materia es inequiparable con un indefinido o indeterminado receptáculo pasivo preexistente respecto de “formas” por lo pronto físicas; correlativamente, estas formas —al cabo, “formalidades” o “formalizaciones”— tampoco son de antemano inteligidas en calidad de posibles, ni siquiera por parte de Dios, ni son ideas que hayan de guiar o dirigir algún tipo de acción productiva. Paralelamente la noción de infinito se excluye en cuanto que da lugar a ambigüedad respecto de lo indefinido, indeterminado o, incluso, vacío.

Pero, aun así, en lo concerniente a la noción de fundamento, aparte de que esta noción no basta para discernir la distinta condición de la primariedad concerniente a la principiación o causalidad, a saber, los tres primeros llamados “principios” en tanto que distintos a la par que, según Polo, vigentes entre sí, el de Identidad originaria u Origen simplicísimo, el de no contradicción equivalente al persistir, y el de “trascendental dependencia” que el persistir en cuanto que causalidad o principiación extramental comporta respecto de la Identidad, esa noción, la de fundamento, solamente consta objetivada, de modo que puede equipararse con cualquiera de esos tres primarios en cuanto que la principialidad (aunque Dios tan sólo como fundamento mientras que el acto de ser extramental como fundamentado a la par que como fundamento pues el “fundamentar” valdría respecto tanto de éste cuanto de la esencia potencial que él admite como distinción real), con lo que según la noción de fundamento la identidad se macla o bien con la no contradicción como primer principio único o monista (macla griega), o bien con la causalidad trascendental como no menos monista “autofundamentación” (macla moderna).

Sin embargo, puesto que la causalidad o principiación primaria o trascendental carece de identidad según el carácter de comienzo incesante e insecuto, de donde equivaliendo a como tal principiación depender del Origen, aun así, de ningún modo es por Éste causada ni principiada, mientras tampoco causa o principia la analítica real que según coprincipiaciones o concausalidades admite.

Por otra parte, la pluralidad de primeros respecto de la primaria principialidad, cabe sugerir, es discernible sólo si a la par se alcanza la ampliación del orden trascendental de acuerdo con el acto de ser personal según el carácter de además, y ampliación que parejamente resulta inasequible sin abandonar la limitación de la presencia mental en el inteligir objetivante pues según ese límite la primariedad es equiparable no más que con la principialidad y de acuerdo con la noción objetivada de fundamento, de donde indiscernidad tanto del Origen cuanto de la dependencia que respecto de Éste es ella, o sea del primer “principio” de identidad y del primer “principio” de “causalidad” trascendental.

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A su vez, si bien la unificación desde el acto de ser humano personal como acto primario según el carácter de además, y a manera de cierto conato de réplica bajo la condición de “verbo” en intimidad o de “logos de la persona humana” es para el hombre inalcanzable en el “nivel” del acto de ser, aun así, es, valga la expresión, “procurada” a través del descenso desde el hábito de sabiduría desde luego en el nivel del distinguirse real que es la esencia potencial de ella y justo al unificar el plural manifestarse iluminante al que esta esencia equivale, aunque también, y de antemano a través del descenso según el que por distinción pura se advierte el acto de ser de la criatura extramental, así como –y, cabe sugerir, conjugando ese dual descenso intelectivo inmediato desde la sabiduría personal– a través de cierto contraste o pugna de lo inferior en la propia esencia –la presencia mental limitada– con la esencia extramental, no menos se explicita ésta; unificación del plural descenso del acto de ser personal desde el bito de sabiduría que siendo manifestativa de la intimidad personal, a la par es, si de este modo cabe decirlo, “gestionada” según el disponer en tanto que descenso de la libertad trascendental.

Y de esa suerte el unificarse de la compleja manifestación humana “conducido” desde el hábito de sabiduría y, hasta donde sea viable, según el disponer, se corresponde con el logos de la persona humana en tanto que según éste se unifica el co–existir–con el ser extramental según el hábito de intellectus y el adquirido de ciencia (no menos físico-matemática) a la par con el enriquecimiento (o bien empobrecimiento) equivalente a la esencia del ser personal y que temporal o, más aún, históricamente, procede a partir del hábito que de inmediato desde el innato de sabiduría, de donde siendo por así decir “nativo”, es ápice de tal descenso, el hábito de sindéresis, y enriquecimiento de entrada intelectivo en calidad de ver–yo aunque asimismo voluntario en la medida en que el querer–yo se involucra en la actuación humana, también la de nivel natural–orgánico si al menos en cuanto a lo psíquico cabe asumirla bajo la “guía” de la actividad intelectual.

Con lo que el descenso desde el hábito innato de sabiduría a partir del bito nativo de sindéresis según el que procede el enriquecimiento esencial de la persona humana, antes que una emanación derivativa del acto de ser personal, y ni siquiera respecto de las potencias del alma, más bien comporta una suscitación de la riqueza al cabo intelectiva de la vida humana, esto es, plural iluminación –de nivel– esencial que a su vez nativamente se añade –vida añadida– a la vida natural orgánica –vida recibida activamente o asumida–, y en la que “redunda”, aunque no por cierto de manera acabada ni completa; aunque asimismo estriba en la constitución de obras voluntariamente ejecutadas en la medida en que en la actuación se inserta la iluminación intelectiva del bien que es viable añadir, en su esencia, al ser creado.

Así que en último término la unificación del irrestrictamente enriqueci- ble distinguirse real que es la esencia potencial del acto de ser humano y en tal medida equiparable con el logos de la persona humana sería asequible tan lo desde el acto de ser personal que como libertad a su vez equivalente antes que a un fin con carácter de después a un indesfuturizable futuro se orienta, por así decir, más allá de cualquier fin, de donde como superación respecto de cualquier necesidad, mas de suerte que tampoco dicho logos personal humano llega a ser culminado o completo.

Y es de esa manera, según que la esencia de la persona humana no sólo procede del ser personal sino que a su vez se orienta de acuerdo con la libre destinación de éste, como a través por un lado del englobar de la sindéresis en cuanto que ver–yo respecto de la plural intelección de nivel esencial cifrada en iluminación se accede a Dios en cuanto que mostrado como plena Claridad íntima, mientras que a través por otro lado del “conducirse” voluntario como querer–yo se accede al Ser divino en tanto que mostrado en calidad de Poder pleno u omnímodo según la Claridad plena en la divina Dispensación sobre la historia e, incluso, sobre la evolución cósmica.

De donde a la par el ser humano según el carácter de además es, para de alguna manera indicarlo, un conato de logos o verbo “acabado” en intimidad a manera de plena réplica mediante la que venga a serle viable aceptar y dar por entero su ser, y procurado logos que muestra a Dios como un fiel y puro o límpido Manifestarse en Intimidad y omnímodamente poderoso sobre cuanto de Él depende y sin que para, por así decir, “ejercer” ese Poder le sea preciso “actuar” con actos distintos del que su Ser es, pues si lo fueran, habrían de ser criaturas.

Por lo demás, a partir de la sugerida manera de entender la necesidad en los actos de ser creados y la contingencia en sus esencias potenciales todavía más se ha de rectificar, si cabe, la extendida idea de contingencia como correlato de un presunto poder divino respecto de no crear o, incluso, de aniquilar la criatura (si bien a Dios no falta el poder de transmutarla), y según la que en último término la libertad, y no sólo divina, se entiende como poder de actuar a la par que de no actuar, pero sin que bajo esa consideración se note que nada añadiría al poder de actuar el de no actuar (como sí, en cambio, nota Nietzsche cuando rechaza la que llama “voluntad de no”), y que, sin actuar, el poder de actuar sería inferior respecto de sin más actuar.

Luego de entrada y sin necesidad de introducir ni la negación ni la reflexión más bien la libertad es entrañada en la actuosidad superior a la meramente principial, de intrínseca dualidad en tanto que primaria.

A su vez, desde luego la criatura necesariamente depende de Dios y por eso es indefectible; pero de Él depende en virtud de una libérrima Dispensación divina equivalente sin más a la criatura, es decir, al ser que la criatura es, sin que la creación exija algún acto divino de crear que fuera distinto de Dios a la par que de la criatura, esto es, sin que entre Dios y la criatura medie un acto “de” Dios, pues por cierto en modo alguno de la criatura.

Así que Dios “crea” libérrimamente y desde luego sin ningún tipo de necesidad que lo restrinja mas sin que por eso la criatura haya de involucrar esa intrínseca “posibilidad de no ser” con la que suele la contingencia equipararse; en su condición de acto de ser dependiente exclusivamente de Dios ninguna criatura es, ni tiene, posibilidad de no ser, y por más que puedan dejar de ocurrir o bien de acaecer muchas de las distintas distinciones según las que es potencial su esencia, por lo que dicha posibilidad de no ser atañe apenas a algunas de tales distinciones intrínsecas a su esencia.

Más aún, de ninguna manera necesita Dios poder para ser Dios ni, cabe sugerir, para crear, aunque desde luego le compete poder sobre la entera creación habiéndola creado, así como por entero también sobre la humana libertad y sin por cierto cancelarla, de entrada porque ninguna vicisitud o mudanza puede concernirle y sin que sea equiparable su eternidad con una suerte de necesidad. Al cabo, si la criatura no hubiese sido por Dios creada, Él sería libérrimo por encima de cualquier poder así como de cualquier necesidad.

*   *  *

Por consiguiente, de acuerdo con las “vías” de intelectivo acceso humano al Ser divino según el inteligido ser y esencia de la criatura en la medida en que sin más muestra a Dios por exclusivamente depender de Él, de donde o bien alcanzando el ser personal humano según el carácter de además o bien advirtiendo el ser extramental con carácter de puramente distinto respecto del ser mental o, todavía, a la par encontrando, y de distintas maneras, la distinta esencia potencial de esos distintos actos de ser creados; de acuerdo con esas cuatro “vías”, no apenas se constata la existencia de Dios, o “que” Dios existe –quia est, hóti esti–, sino que se intelige el Ser que Él es también como Esencia, o “qué” es Dios –quid est, esti–, al inteligir el mostrarlo que las criaturas son, y mostración a través de la que la persona humana accede a la Identidad divina de Esencia y Acto de ser como Origen según plena Simplicidad, mas también en tanto que Ser personal, y sin que para eso haya de lograr algún “inteligido” correspondiente a Dios ni, menos todavía, pueda discernir la divina Intimidad.

Para de algún modo expresarlo, las criaturas permiten no meramente demostrar que Dios existe, ni a Él remiten sólo en calidad de imágenes o como símbolos –iconos–, sino que sin más muestran a Dios: son una “muestra” de Él en cuanto a su Esencia idéntica con el Acto de ser; al intelectivamente conocer las criaturas, y sin nada más conocer que ellas, se conoce a Dios en la medida en que se sabe que dependiendo exclusivamente de Él son las criaturas máxima o extremamente distintas respecto del Ser divino; distinguirse éste que ni conlleva negar ni admite comparar, pero que muestra ese Ser respecto del que vige justo como extrema distinción.

Y es de esa suerte, nada más inteligiendo que el mostrar el Ser divino que las criaturas son en calidad de pura y exclusiva dependencia respecto de Él, como el hombre intelige la Identidad de Esencia y Acto de ser que Dios es en tanto que Origen, esto es, como Primero simplicísimo que a la par es supremo Ser personal, acerca de cuya Intimidad, sin embargo –la Intimidad divina del Origen idéntico–, solamente le caben barruntos.

Así que sin reducir el conocimiento humano de Dios a una demostración, y tampoco de la mera existencia del Ser divino (menos desde luego si sólo como “cuantificador existencial”), ni siquiera si de este modo cupiera deducir atributos de la Divinidad –aunque en alguna medida apelando a cierta negación–, se accede al Ser y a la Esencia que según originaria Identidad y también de carácter Personal es Dios, inteligiendo la distinta distinción real de esencia potencial y acto de ser equivalente a las distintas criaturas pues tanto según el ser cuanto según la esencia estriban ellas en un exclusivamente depender respecto de Dios equivalente a mostrarlo a través al cabo de una extrema distinción real.

Inteligir de acuerdo con cierto distinguirse real concerniente al inteligir humano, por lo pronto en su ínfimo nivel, respecto de sus temas se equipara con el método de abandonar el límite mental, y límite cifrado en la unicidad y la mismidad como características de las objetivaciones intelectuales en tanto que constantes según la presencia mental limitada equivalente a ese acto intelectual mínimo. De este modo la distinción real de la limitada presencia mental es o bien pura, respecto del acto de ser extramental, o bien, cabe sugerir, “matizada” de acuerdo con un contraste o pugna según fases, respecto de la esencia potencial del acto de ser extramental; por su parte, el acto de ser personal es alcanzado sin que la distinción real del límite mental del inteligir respecto de él comporte prescindir de éste sino a ser además respecto de la presencia mental limitada, así como la esencia de la persona humana se esclarece al enriquecerse intelectualmente como englobando ese límite.

Por su parte, el distinguirse real según el que el inteligir humano accede a Dios es, por así decir, extremo o máximo en comparación con el distinguirse real según el que son inteligidos los distintos actos de ser y sus esencias potenciales: equivale, por así decir, a extremar la distinción pura o la distinción según el además respecto del límite mental, así como el contraste o pugna con él y el englobarlo. Con lo que inteligir a Dios equivale a inteligir el acto de ser que las criaturas son como distinto distinguirse real extremo respecto de Él, así como a inteligir la esencia de ellas a su vez como el distinguirse real intrínseco a esos actos de ser, de donde como a través de ellos distinguiéndose no menos extremamente de Dios.

Por tanto, según la intelección humana se muestra a Dios sin que sea preciso postular una presunta noción intelectual que hubiera de corresponderle ya sea por analogía de atribución o ya como carácter de suprema unidad aun si imparticipada (ni por cierto según la noción de infinito propiamente entendida), de suerte que sin tampoco afirmar de Él de manera eminente cuanto en la criatura es perfección inmixta o pura en paralelo con de Él negar cuanto en ella conlleva imperfección, pues más bien inteligiendo la distinción real extrema de la criatura respecto de Dios. Y de este modo, siendo la criatura extramental comienzo incesante e insecuto, muestra a Dios como Origen según Identidad, mientras que siendo la criatura personal según el además muestra a Dios desde luego como Origen idéntico pero, antes aún, según inaccesible Intimidad plena.

De donde, al cabo, sin nada más inteligir que la criatura en cuanto que distintamente comporta distinción real se intelige que depende de Dios y de suerte que ella equivale a mostrarlo justo en cuanto que de manera extrema se distingue realmente de Él; se intelige sin más la criatura en tanto que ella entera, y según puro y neto “afirmar” como ser, equivale a un mostrar el Ser divino justo en la medida en que de Él como acto de ser se distingue según xima o extrema distinción por carecer de identidad, y distintamente, así como por de modo correlativo comportar un distinto distinguirse real intrínseco en calidad de esencia potencial, mientras a la par estriba en con exclusividad depender del Origen idéntico 22.

En definitiva, el acceso intelectivo a Dios asequible al hombre se logra de acuerdo con el ascenso que cada uno de los superiores hábitos intelectivos comporta, por lo pronto según el hábito de sabiduría al que por ser solidario con el inteligir personal compete en este inteligir trocarse en búsqueda del Ser divino como Plenitud personal, orientando la persona entera hacia Dios, aunque también, y en descenso desde ese hábito, de inmediato según el hábito de los primeros principios o intellectus en cuanto que el acto de ser extramental o persistir se advierte como primer principio vigente respecto del Origen en Identidad al estribar en exclusiva dependencia respecto de Él, y dependencia en el persistir equivalente a la que, se ha sugerido, puede llamarse “fundamentación”, si bien real antes que lógica, es decir, a que la causalidad o principiación primaria y trascendental es vigente tan sólo si dependiendo respecto del Origen idéntico; pero se logra asimismo dicho acceso según que a través de esos dos hábitos se asciende a la par según el de sindéresis y el de ciencia

Así pues, se intelige —filosóficamente— que la criatura muestra a Dios en la medida en que se abandona la actualidad, es decir, la presencia mental limitada según objetivaciones ya que de esta manera la criatura es inteligida en cuanto que carente de identidad justo como acto de ser, o bien como comienzo persistente o bien de acuerdo con el carácter de además, según lo que uno y otro estriban en depender del Ser divino mientras paralelamente admiten el distinguirse real equivalente a su esencia potencial.

Y dicho mostrar a Dios se equipara a su vez con un distinguirse real extremo respecto de Él como Ser de acuerdo con Identidad, de entrada como Origen mostrado según el persistente comienzo y como Plenitud de Intimidad personal según el carácter de además.

Por eso, en cuanto que muestra a Dios al de Él distintamente depender puesto que de manera distinta carente de identidad, la criatura con mayor motivo es imagen respecto de la Identidad, a la par que símbolo —o icono—, así como indicio de Ella.

Pero asimismo se intelige que la criatura muestra a Dios en cuanto que, incluso sin valerse del método filosófico de abandono del límite mental, sin objetivarla se intelige esa distinción de acuerdo con los hábitos intelectuales superiores y en tanto que comportan cierto ascenso “mostrativo” antes que demostrativo, y que puede tomarse con carácter de racional; aunque todavía cabe entender las correspondientes objetivaciones en calidad de símbolos ideales

que remiten a los temas de dichos hábitos intelectivos 23.

Jorge Mario Posada en revistas.unav.edu/

Notas:

18 La verdad del inteligir humano acerca de Dios es adecuación de este inteligir antes que con Dios más bien con los distintos actos de ser creados y con las distintas esencias potenciales de cada uno en cuanto que al corresponderse éstos con un depender de Dios estriban en mostrarlo.

19 Más aún que el ser extramental como comienzo persistente carece de identidad la persona humana de acuerdo con su intrínseca dualidad primaria, por lo que también en cuanto que se manifiesta y manifiesta a la par que dispone según su esencia indescriptiblemente más compleja, y de manera más alta, que la del cosmos físico, pero a la par “disponible” para una mayor y más alta unidad en calidad asimismo de verbo o logos manifestativo de la intimidad personal.

20 Aun cuando se intelige a Dios en la medida en que la criatura lo muestra de acuerdo con un extremo distinguirse real respecto de Él, en modo alguno el Ser divino es declarado según la índole de “absolutamente otro” (por lo pronto, cabe sugerir, lo “otro” es opuesto respecto de lo “uno” en tanto que “mismo”), pues la criatura muestra a Dios justo en la medida en que ella es un “positivo” o “afirmativo” depender de Él, por lo que mucho menos esa intelección conlleva negar ya que más bien equivale a sólo “afirmar” el extremo distinguirse real de la criatura a su vez inteligida como afirmación, respecto del Creador, con mayor motivo afirmado en tanto que la criatura, es inteligida como un completo o “íntegro” depender respecto de Él al cabo debido a que carece de identidad (y sin que tampoco “afirmación” indique un acto judicativo, pues los hábitos intelectuales congruentes con la afirmación del persistir así como con la del además son actos superiores no sólo al juicio sino, más aún, a la fundamentación, que sólo acontece objetivadamente).

21 En consecuencia, sólo Dios es último respecto del cosmos ya que intrínsecamente nada en éste lo es, ni lo es el hombre y tampoco desde luego el ángel.

22 Y de esa manera, en cuanto que se evita “presumir” una directa intelección humana de Dios se elude el llamado ontologismo.

23 A los símbolos ideales alude Polo en Nietzsche y Antropología trascendental II.

 

 

 

 

Jorge Mario Posada

Para El acto intelectivo más alto asequible al hombre es una inagotable búsqueda en la que compete al inteligir involucrado en el acto de ser personal trocarse. Para de alguna manera discernir este acto se atiende a la condición ascendente a la par que descendente de la vida intelectual humana que de tal suerte se “alza” incluso sobre esa intelección de nivel personal mientras asimismo baja hasta “asumir” el conocimiento sensible. Y se atiende a dicho ascenso intelectivo hasta el acceso al cabo a Dios, y que se extrema justamente en búsqueda que cabe equiparar incluso con cierta “fe” intelectual o racional meramente humana, y no sólo filosófica 1.

Por su parte, se sugiere equiparar con la razón dicho alzarse a la par que “inclinarse” del inteligir en la medida en que pluralmente “discurre” o “prosigue” tanto en ascenso cuanto en descenso y de tal modo unificando la a su vez irrestrictamente “enriquecible” diversidad jerárquica de actos intelectuales que por lo demás resultaría restringida o incluso inviable si apenas procediera desde lo inferior, como es corriente exponer el peculiar dinamismo o potencialidad intelectiva del hombre 2.

1.                         BÚSQUEDA “RACIONAL” EN EL INTELIGIR HUMANO DE NIVEL PERSONAL

Ahora bien, alzarse de esa suerte en búsqueda, así que del tema supremo, atañe por lo pronto al inteligir como trascendental del acto de ser equivalente a la persona humana y con él convertible, de donde sobrepasando cualquier otro acto intelectual incluso si en calidad de hábito y sin desde luego equipararse con una potencia o facultad del alma espiritual.

En esa medida se atiende a los diversos, por así llamarlos, niveles de la actividad intelectiva humana discernibles según el planteamiento poliano y que sobrevienen de acuerdo con dualidades jerárquicas.

Por lo pronto en el nivel del acto de ser humano cabe distinguir el hábito innato de sabiduría como método y el inteligir en tanto que trascendental personal como tema que a la par es metódico, si bien insuficientemente, respecto de un tema ulterior.

A su vez, desde el hábito de sabiduría de inmediato desciende la intelección del ser extramental, asimilable al hábito de los primeros principios o intellectus, aunque a la par la correspondiente a la esencia potencial del acto de ser personal y que a partir del hábito de sindéresis procede en la medida en que se suscita y es englobada no sólo una pluralidad de hábitos intelectuales adquiridos y de operaciones objetivantes según la que se “enriquece” dicha esencia sino, cabe sugerir, incluso la que suele llamarse potencia intelectual y que se correspondería con el acto intelectivo mínimo en cuanto que, por así decir, “abre” el ámbito de objetivabilidad intelectual en el que es posible asumir el conocimiento sensitivo.

Pero también a partir del hábito de sindéresis se constituye la actuación voluntaria en cuanto que se suscitan actos intelectuales que en ella se “insertan”, de entrada, igualmente se sugiere, el equivalente a la potencia volitiva como intelección de la “irrestricta ampliabilidad” del bien (inteligido como “otro que el ser”) y según el que procede el querer que cabe llamar “nativo” —mejor que natural— así como, de acuerdo con la voluntariedad racional, por lo pronto la intentio finis, a la que siguen la deliberación, la elección respecto de medios y el imperio, no menos que, en conjunción asimismo con el conocimiento sensitivo, la ejecución a través del uso de las actividades corporales; asimismo, y como “empoderamiento” del querer nativo, sobreviene la intelección involucrada en los hábitos volitivos o virtudes.

Y todavía a partir del planteamiento de Polo cabe discernir el inteligir ínsito en la amistad de amor respecto del que sin más se incluye en las virtudes y actos voluntarios pues sin desde luego ser el amor involuntario ni irracional comporta un acto intelectual superior ya que estrictamente “interpersonal”, aun si más que nada trocado en búsqueda 3.

De esa manera, por una parte, se distinguen los trascendentales del ser personal, a saber, libertad, intimidad, inteligir y amar, respecto de los considerados en la filosofía platónica y aristotélica y explicitados en la medieval: ser, unidad, verdad y bien, así como belleza 4. Con lo que la noción de trascendentalidad se toma en lugar de como a priori respecto de la plural actividad intelectiva humana o de las diversas modalidades de racionalidad sobre todo lógico-lingüísticas más bien como equiparable con la noción de “primeridad” (“primariedad” o “primalidad”: próton) y sin la índole abarcante de una presunta primeridad única, sola o absoluta (mónon), con lo que admitiendo distinción en lo primario sin que por distinto deje de ser primario, ya que lo es, al cabo, por estribar en dependencia respecto de Dios 5.

Mientras que, por otra parte, heurísticamente se continúa una tesis considerada central en el planteamiento de santo Tomás de Aquino y según la que éste asimismo desarrolla la filosofía aristotélica, la distinción real de esencia potencial y acto de ser, pero distinguiendo a su vez distintos actos de ser, de entrada el equivalente a la persona humana y el correspondiente al universo físico o acto de ser extramental, respecto de los que se distinguen las distintas esencias potenciales.

En esa medida, al menos desde la perspectiva del análisis lógico-lingüístico, puesto que por lo pronto como existir el acto de ser ordinariamente se equipara con un acto de cierto sujeto o ente denotado mediante alguna o algunas determinaciones según las que se mienta una “quididad” como esencia, resulta extraño que en la propuesta filosófica poliana el acto de ser se equipare con la persona o, quizá más, con el acto de ser extramental carente de intelección y correspondiente a la “entera” criatura cósmica, esto es, según el que existe el variante “distinguirse” real físico de acuerdo ciertamente con individuos de especies con vida orgánica animal y vegetal aunque también con aglomerados de compuestos físico-químicos involucrados en galaxias, estrellas y demás núcleos señalables mediante nociones si no con apoyo perceptual al menos de diversa índole físico-matemática.

Sin embargo, de entrada equiparar con la criatura el acto de ser como acto primario, tanto si personal cuanto si extramental, cuya esencia es el intrínseco distinguirse real según el que dicha primaria actuosidad es dinámica o potencial, de inmediato se corresponde con el método que Polo propone para la filosofía, a saber, el abandono del límite mental, equivaliendo este límite a la constancia en la mismidad según los diferentes inteligidos objetivados que en alguna medida se unifican por lo pronto a la vista de la noción de ente tomada como participio (“lo que es”) y considerada pertinente en los distintos niveles jerárquicos del inteligir objetivante a partir del incoativo, el abstraer, más que nada en la línea prosecutiva de fundamentación, en el concepto y en el juicio así como, respecto del fundamento, en los axiomas lógicos, y de acuerdo con lo que al ente se atribuyen de un lado distintos modos de ser pensado o dicho mientras, de otro, carácter analógico a la par que trascendentalidad de índole lógica.

Al cabo, el plural método filosófico de abandono del límite mental se corresponde, cabe sugerir, con un plural abandono de la noción de ente, excluyéndola de la distinción real de esencia potencial y acto de ser en las a su vez distintas distinciones reales que entonces son inteligidas, pues al excluir la entidad de entrada se inteligen los distintos actos de ser, o primarios, en cuanto que distintamente careciendo de identidad estriban en asimismo distintamente depender de Dios, mostrado así como Origen en Identidad del que también esos actos de ser —las distintas criaturas— se distinguen realmente pero de manera, por así decir, “extrema”, mientras a la par se realmente distinguen unos de otros, y no sólo por cada uno distintamente admitir un al igual distinto distinguirse real intrínseco en calidad de esencia potencial.

De manera que abandonar el límite mental equivale a sentar una plural filosofía primera en la medida en que se abandona la noción de ente pues de acuerdo con exclusivamente con la distinción real de esencia potencial y acto de ser distintamente distinta según el distinto distinguirse real de las criaturas respecto de Dios al depender de Él por distintamente carecer de identidad 6.

 

*   *  *

Pues bien, la persona humana como acto de ser, o primario, equivale a coexistir por cierto con otras personas pero de entrada según intimidad en apertura interior y más aún hacia adentro, de donde siendo primariamente “actuosa”.

I. La existencia extramental, y sobre el acto de ser humano en el primer tomo de la Antropología trascendental, aunque las indica ya en El acceso.

según libertad de acuerdo con el que Polo llama carácter de además: acto de intrínseca dualidad en cuanto que primario, o como un de antemano alcanzar, por lo que superior al acto de ser meramente principial o primero según la condición apenas de comienzo, aunque sin tampoco conllevar vuelta, redditio o reflexión 7.

Luego es primario como acto o, si el término cabe, “avance” 8el ser humano personal así que no apenas el ser extramental que con carácter de sola principiación equivale a comienzo incesante e insecuto o persistir y de manera que estriba en por completo excluir la “contravención” del comenzar, es decir, en “inadmitir” la contradicción a la que la nada equivaldría, con lo que la criatura extramental más bien que ex nihilo es extra nihilum 9.

De manera que es acto el existir como persistir o bien como coexistir, mas sin consistir, que corresponde a la objetivación intelectual en tanto que supuesta, es decir, objetivada según presencia mental limitada de modo que según cierta constante mismidad —y unicidad—, y sin tampoco subsistir, que corresponde a la objetivación extrapolada con carácter de sujeto de atribución — de sustrato o de sustancia— tanto respecto de actos así tomados como segundos cuanto de propiedades características de dicho sujeto.

Porque justo según las distintas dimensiones del abandono del límite mental se intelige el acto primario o acto de ser o bien como persistir (comienzo incesante e insecuto) o bien como coexistir (según el carácter de además), sin que esa noción, la de acto o avance primario, mas tampoco la de ser, permitan una propiamente dicha analogía, pues se inteligen antes que con carácter de noción abstracta respecto de “concretos”, ni como idea común o general respecto de particulares, ni como concepto universal respecto de muchos, más bien de acuerdo con el método de abandono de la objetividad intelectual en cuanto que restringida ésta según la presencia mental como actualidad, esto es, como acto, sí, pero, valga de este modo indicarlo, “retenido”, “contenido” o mantenido constante según mismidad.

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A la par, en cuanto que la primaria o trascendental principiación equivale a comienzo persistente pues ni cesa, según lo que es “indefectible”, ni es seguido, de modo que es, por así decir, “indesplazable”, se equipara con un acto suficiente como primariedad aunque sin ser “autosuficiente”: de ninguna manera el comienzo es comienzo respecto de su condición de comienzo.

Por su parte, un primero es por entero suficiente respecto del principiar, con lo que sin ser comienzo, sólo si, según justamente muestra la criatura principial al carecer de identidad, es primario como Origen en Identidad, lo que tan sólo compete a Dios, respecto del que por eso equivale a exclusivamente depender el comienzo persistente o sin que cese ni sea seguido.

Pero con mayor altura que el persistir es suficiente como acto de ser o primario el carácter de además, y comportando condición tanto indefectible e indesplazable cuanto, más aún, inagotable como ampliación de la primariedad por ser intrínsecamente dual 10, aunque careciendo asimismo de autosuficiencia pues de ningún modo el además, él solo, “se concede” el ser primario según dualidad, de donde equivale a carecer de identidad de manera por así decir más “honda” que el primer principio extramental como persistir o comienzo incesante e insecuto, con lo que a la par estriba en más estrechamente depender del Ser divino pues no sólo en cuanto a la intrínsecamente dual primariedad sino también a la “ultimidad”, e íntimamente, según lo que muestra a Dios en tanto que Primario desde luego como Origen idéntico si bien más todavía como Plenitud de Intimidad 11.

De donde tanto el persistir cuanto el además carecen también de plenitud en la medida en que como actuosidad carecen de identidad y debido a lo que admiten o involucran un intrínseco distinguirse real equivalente a su esencia dinámica o potencial.

Al cabo, el persistir y el además de distinta manera carecen de identidad pues aquél equivale a primario comenzar incesante e insecuto mientras éste a inagotable ampliarse de la primaria dualidad intrínseca, por lo que distintamente dependen de un Primero, Dios, que en modo alguno carece de identidad; averiguación ésta en lugar de a una demostración equivale a una mostración: el persistir y el además de distinta manera muestran a Dios en tanto que estriban en depender de Él: son un depender de Dios 12.

De donde un acto de ser o acto primario es por Dios creado en tanto que equiparado con un de Él depender en la medida en que como primariedad de antemano carece de identidad ya sea como principio o comienzo ya como intrínseca dualidad primaria o además, con lo que no sólo por consiguientemente admitir un intrínseco distinguirse real en el que estriba su esencia potencial y según lo que a su vez las esencias potenciales distintamente son un distinguirse real del acto de ser 13.

*   *  *

Ahora bien, la condición primaria del acto o avance de intrínseca dualidad que según el carácter de además es el acto de ser humano, distinta de la del solamente principial equivalente al acto de ser extramental como persistir, comporta que sin ser segundo como secundario es por cierto tema de filosofía primera aunque de mayor amplitud en cuanto a su carácter primario o trascendental que el de la sola metafísica, de entrada el ser extramental como acto primario en calidad de mera principiación 14, pues, para de algún modo indicarlo, en lugar de avance como “ir hacia adelante” el acto primario de intrínseca dualidad “va delante” como acompañándose, de donde ampliándose al “ir” como “hacia adentro” y “hacia lo más alto”.

Desde luego al apelar a las ideas de “ir” o de “venir” no se alude a un imaginario trayecto a través de un espacio preexistente sino que se pretende ilustrar el carácter “indetenido” de la actuosidad, su condición de avance “desligado” respecto de la actualidad, la que exclusivamente concierne al acto intelectual mantenido constantemente el mismo, es decir, al inteligir objetivante, lo él según limitada presencia mental.

Porque al por así decir “desprenderse” o “zafarse” el inteligir de la índole actual del acto objetivante o de la presencia mental limitada como actualidad, aunque sin excluir ésta ni eliminarla, y abandonando ese límite de distintas maneras o según distintas dimensiones, se inteligen actos primarios distintos sin desatender su primaria condición actuosa o como actos de ser, mientras a la par se inteligen las distintas esencias según las que esos actos de ser carentes de identidad admiten un distinguirse real como dinamismo o potencialidad, inequiparable por eso con la posibilidad en tanto que correlativa apenas respecto de la actualidad.

Con lo que se accede tanto a actos de ser distintos cuanto a sus esencias no menos distintas, es decir, sin que hayan de compartir “el” ser (o la índole de “esencia”), algún ser (o esencia) “común” —general, universal, y ni siquiera trascendental— que se diferenciaría y pluralizaría tan sólo en atención a determinaciones constantes y mismas tomadas, por lo demás, como esencias diferentes a la común, esto es, objetivadamente, y reunidas de acuerdo con esa noción común mediante el participio “ente” —o, dicho en abstracto, “entidad”—, con lo que se extrapolan en calidad de nombres conjuntados con la correspondiente índole verbal.

Y en paralelo con el abandono de la noción de ente por cuanto que conlleva suponer cierto sujeto constante y mismo respecto por lo pronto de la “actividad” de ser, ni el acto de ser ni la esencia potencial se toman en calidad de “principios del ente”, como si uno hubiera de corresponder al “que es” —o existencia— mientras el otro al “qué es” —o esencia como “quididad”—; más bien, se averigua la esencia potencial según la condición de dinámico distinguirse real del acto de ser carente de identidad y por eso equivalente a un exclusivo depender respecto de Dios como Origen idéntico, pero sin subsumir los distintos actos de ser y sus distintas esencias en una sola noción, ni siquiera analógica, en la que hubieran de coincidir, y sin por eso excluir su actividad o actuosidad primaria o como ser.

Mas también en esa medida la esencia de un acto de ser es inequiparable con algún inteligido que sea constantemente lo mismo, ya que esta índole le compete tan sólo en cuanto que es objetivable al igual que significable.

Así pues, en la medida en que la esencia potencial del acto de ser creado equivale al distinguirse real por así decir intrínseco o “inherente” a dicho acto de ser en tanto que carece de identidad se elude entenderla a manera de sujeto respecto de un “acto” que se le hubiera de atribuir en calidad de predicado “existencial” (incluso si no apenas como “cuantificador” extensional pues en la determinación del ser postularía cierta “intensidad” antes que continua jerárquica); y de esa suerte, por más que el término essentia o el correspondiente de ousía sean nombres abstractos equivalentes a “entidad” (ens, o esse en abstracto), se evita tomar la esencia como cierto “recipiente”, a la par supuesto —esto es, constante y el mismo—, respecto de la actividad de ser; con lo que, más bien, al equiparar la esencia con un dinámico y así potencial distinguirse real concerniente a la primaria actividad de ser, cabe prescindir de tomar una y otra como entidad.

Incluso Aristóteles en alguna medida apunta al carácter, por así llamarlo, supra-entitativo del distinguirse real correspondiente a la esencia de acuerdo con la noción de en eînai [tôoi ónti] (“ese qué [que] era ser para un ente”, o “ser el ‘qué’ [que] era respecto de un ente”), aun si todavía apelando a la idea de determinación según el (“lo que”), que al cabo concierne a la entidad objetivadamente inteligida pues denota que, incluso manteniendo constante y misma cierta determinación, dicho distinguirse real —según el que a su vez “existir como principiación” (hupárkhein) es acto— resulta indiscernible respecto de la temporalidad ya que, si bien implícitamente, asimismo se apunta al “será”: según Aristóteles, para un ente la esencia es ser aquel qué que era (y que será), con lo que se indica cierto distinguirse real del “lo” o del “qué” no tan sólo de acuerdo con diversas determinaciones distinguibles sino de acuerdo también con sus distintas fases temporales, esto es, el distinguirse real indiscernible de la temporalidad, que con mayor motivo atañe a la eficiencia y a la condición material de las “determinaciones” formales físicas.

Por su parte, al mantener a la tradicional reducción del acto a actualidad según la que se supone, extrapolada, la noción objetivada de lo ente, tampoco Heidegger nota la condición potencial de la esencia del acto de ser cuando éste es distinto del que habría de corresponder a Dios como Acto de ser según plena y originaria Identidad, y condición potencial que, por lo demás, no es tan sólo la de la causalidad física —y, menos, apenas material y eficiente pues, incluso, formal y aun final—, ya que con mayor complejidad se distingue realmente la esencia de la persona humana de acuerdo con el manifestativo disponer plural.

Al cabo, heurísticamente se continúa la filosofía aristotélico-tomista sin reducirla a una “teoría primera” acerca de la posibilidad de objetos o significados (o “sentidos”), aun siendo ellos desde luego válidos pues por lo pronto remiten como a través de símbolos ideales tanto a la “actuosidad” (siempre que distinta respecto de la actualidad como la que se corresponde el límite de la presencia mental según el inteligir objetivante) cuanto al dinamismo o potencialidad que como actos de ser admiten las criaturas por carecer de identidad y estribando por eso en depender de Dios como Creador, de suerte que equivaliendo a su vez a un plural mostrarlo a Él.

Por consiguiente, eludiendo la índole actual correspondiente a la entidad, sin que la persona humana como acto de ser sea ni un ente ni un subsistens, cabe que “exista” pues equivale a coexistir de acuerdo con la intrínseca dualidad equivalente al carácter de además.

Y ni siquiera el Origen en Identidad de Esencia y Acto de ser habría de conllevar algún tipo de índole entitativa ni de subsistencia, al igual que, menos, “ipseidad” (lo que sería pertinente sólo si Dios se tomara como ente, tanto si

supremo o perfectísimo —santo Tomás de Aquino: Ens como Ipsum Esse subsistens—, cuanto si infinito —beato Duns Escoto: Ens como Ipsum Esse infinitum, cabría decir—) 15.

*   *  *

A la par, en cuanto que intrínsecamente dual sin reflexión y con mayor motivo sin negación se corresponde el carácter de además con que su valor o “porte” como método –de ser y no sólo de inteligir– equivale a de antemano y primariamente alcanzar su porte como tema, con el que en esa medida es “inescindiblemente” solidario, y de suerte que el método amplía el tema en alcanzándolo pues, por así decir, “se le otorga” de manera que el tema asimismo según el además amplía el método, de donde equiparándose el además con dicha inescindible solidaridad metódico-temática que, si de este modo puede indicarse, inagotablemente “redobla” en cuanto a su intrínseco ampliarse primariamente dual. Y de este modo el carácter de además es, por así decir, doblemente primario, con lo que de mayor –dual– amplitud trascendental que el persistir.

En consecuencia, la amplitud trascendental concierne antes que a una noción que hubiera de abarcar y unificar la diversidad de lógicas de acuerdo con las diversas líneas de prosecución del inteligir según objetivaciones que diversamente es posible conectar, más bien a la primariedad de los distintos actos de ser. Con lo que siendo esa condición trascendental supra-genérica, supra-universal, supra-categorial y superior a cualquier axiomática única, es de entrada inequiparable con la noción de “todo” (“todo” es ente, uno, verdadero, bueno, bello).

Paralelamente, no compete índole general o común, ni universal, ni categorial a las nociones de acto de ser y de esencia potencial —como tampoco, al cabo, a las de acto y de potencia o de ser y de esencia—; ni la distinción de actos de ser o de esencias potenciales es subsumible bajo algún tipo de unidad, ni siquiera si pròs hén, pues tales unificaciones nocionales en último término conciernen a la objetivación de ente, aun si difiere en tanto que objetivada según la abstracción y las distintas líneas y niveles prosecutivos, generalización o bien universalización, juicio y axiomas lógicos en tanto que remiten al fundamento. Desde donde, cabe sugerir, trascendental es cuanto se intelige como “desprendido” respecto de la “circunscripción” que corresponde al límite mental equivalente a la restricción de la presencia según el acto como actualidad, con lo que se “sale” del “horizonte” equiparable con la objetivabilidad y, valga la expresión, se “escapa” respecto de cualquier objetivación de suerte que en modo alguno es comprendido bajo ninguna determinación, al cabo de la entidad; en cambio, trascendente sería un acto de ser en cuanto que más excelente que otro, por lo pronto el acto de ser personal respecto del extramental y Dios respecto de las criaturas, y sin que, aun siendo distintos, sea preciso incluirlos bajo una sola noción, por más que sean actos, y de ser, y de acuerdo cada uno con su propia y distinta esencia como intrínseco distinguirse real dinámico o potencial (aunque Dios sin potencialidad puesto que según Identidad de la Esencia y el Acto de ser).

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Por su parte, ya que el coexistir o además es acto como primaria e intrínseca dualidad redoblante, no menos como acto de ser comporta intelección de acuerdo con una actuosa trasparencia o, sin metáfora, luz, de entrada como “lucidez” que inagotablemente “se abre”, para de alguna manera decirlo, a colmarse de lucir como “relucir”, esto es, de claridad como esplendor; luz o trasparencia “solamente lúcida” cuyo relucir como claridad más bien que a un auto-iluminarse equivale a que el método justo estriba en de antemano alcanzar el tema y como otorgándosele, con lo que la inescindible solidaridad metódico-temática redobla como inagotable ampliarse intrínseco de la pura lucidez o trasparencia, si bien nunca en plenitud colmada por el íntimo lucir con carácter de claridad o fulgor que, por cierto, en alcanzándose, tampoco le falta.

De esa suerte, como trasparencia o luz puramente lúcida es el inteligir personal un trascendental del acto de ser humano en tanto que según el carácter de además –equivalente a coexistir– estriba en primaria actuosidad intrínsecamente dual, pero que se “dualiza” antes que respecto de otros actos de ser, y en lugar de como operación o actuación o de como acto “segundo” que hubiera de proceder desde otro acto primordial, sin más de acuerdo con su intrínseca y primaria dualidad, así que siendo primero o trascendental con mayor altura y amplitud que el principial.

A su vez, en su condición de trascendental del ser personal humano el inteligir es tema congruente del método con él inescindiblemente solidario, equiparable con el hábito de sabiduría, y de manera que dicha solidaridad equivale al carácter de además, por lo que en el hombre cabe tomar la sabiduría como hábito innato o “inherente” al acto de ser 16.

Y junto con el inteligir personal son tema congruente del hábito de sabiduría los otros trascendentales del acto de ser personal, por cierto la intimidad así como de antemano la libertad pero también el amar, distintos de los trascendentales del ser, entre los que se cuenta la unidad, por sin más valer asimismo para el acto de ser “apersonal”, carente por lo pronto de intelección, o extramental, aun cuando la verdad, el bien y la belleza no sin alguna relación con el ser intelectual.

Por lo demás, que los trascendentales del ser ordinariamente considerados “valgan” para el ser apersonal o carente de intelección no excluye que con mayor motivo para el ser personal pues la verdad, el bien y la belleza suelen tomarse por lo pronto como trascendentales “relativos” ya que justo respecto de ellos versa la diversa actividad del ser personal incluso en cuanto que baja al nivel esencial.

De donde, al revés, aunque los trascendentales personales no valen para el ser extramental no por eso son “menos” trascendentales pues, aparte de que la trascendentalidad en modo alguno es de índole lógica (y, menos, solamente extensional), la amplitud que les compete en cuanto que de condición primaria es de mayor, por así decir, “excelencia” según su intrínseca dualidad, con lo que superior a la primariedad meramente principial.

Y es así como aun no valiendo los trascendentales personales para el ser extramental en cierto modo “abarcan” los de éste, de entrada según la intelección mas también según el amar y desde luego según la libertad y como intimidad.

Paralelamente, ni los trascendentales del ser personal ni los del ser extramental son, aunque por cierto de manera distinta, ajenos ni externos o extraños respecto de la Máxima amplitud trascendental, que es Dios, ya que el ser creado equivale precisamente a de Él depender.

Por su parte, en lo concerniente a la unidad, aun cuando la carencia de identidad según la que los actos de ser son creados equivale a que ni el comienzo persistente ni el además son autosuficientes por lo que estriban en depender de Dios y de manera que a la par con ese carecer de identidad admiten un intrínseco y distintamente dinámico distinguirse real en calidad de esencia potencial de su actuosidad, aun así, cabe sugerir, la unidad como trascendental del ser es equiparable por lo pronto con la condición trascendental de “cada” acto de ser en tanto que acto primario y como tal inderivable —e indeducible— de cualquier otro, incluso del Acto de ser que Dios es, y por más que estribando en sólo y por completo depender del Ser Creador; de donde la unidad de la criatura equivale, para de alguna manera decirlo, a nada más ser que un distinto depender de Dios así que distinguiéndose realmente por cierto respecto de Él pero también de las otras criaturas.

A su vez, ya que el acto de ser extramental es primario apenas principialmente o sin intrínseca dualidad, y careciendo tanto de libertad y de intimidad cuanto de inteligir y de amar, le concierne unidad apenas en la medida en que estriba en incesante e insecuto comienzo, según lo que el distinguirse real intrínseco que es su esencia es equiparable con cierto indefectible “conato” de completarse y de concluir o acabar, pero sin que en modo alguno le competa unicidad ni mismidad —el universo no es único ni el mismo aun siendo análisis real de un solo comienzo—, y sin que, menos aún, le resulte asequible alguna suerte de ultimidad (a ello apuntaría la noción aristotélica de acto imperfecto, con tal de que no se le suponga un sujeto; por eso, la correlativa de acto perfecto, en cuanto que equiparable con el inteligir objetivante así que con la actualidad, es indicio del acto de ser personal).

Con lo que de manera más alta o excelente compete unidad como trascendental del ser a la persona humana por depender de Dios según su condición de acto de ser primariamente dual —o dualmente primario— de donde a la par como conato de ultimidad según destinación en orden a la plenitud y, por eso, como acto de ser con nitidez irreductible al acto de ser extramental al igual que, más todavía, al de las demás personas humanas incluso si con ellas nativamente comparte condiciones de naturaleza, que asume no apenas de manera individual sino, de modo superior, “apropiándoselas” personalmente de acuerdo con el que cabe llamar “carácter de yo”.

De esa suerte, incluso si la persona creada existe o es estribando en una estrecha dependencia exclusiva respecto del Ser personal divino, con mayor motivo aún es irreductible a Dios, de manera que las propuestas filosóficas panteístas o bien emanacionistas y según ciertas versiones de la metafísica de la participación desconocen tanto el ser personal creado cuanto que estriba en mostrar a Dios como Ser Creador según Plenitud personal.

Así que en último término la unidad como trascendental del ser plenamente atañe tan sólo a Dios como Origen en Identidad o según Simplicidad en la Plenitud de su Intimidad.

A su vez, la unidad que suele atribuirse a los individuos de naturalezas sobre todo orgánicas estriba en mera extrapolación de la unicidad y mismidad objetual introducida en la intelección inicial según la operación objetivante abstractiva, conjugada con el conocimiento sensible, ya que según el nivel sensitivo imaginario respecto de proporciones formalizadas de acuerdo con algún tipo de sucesividad se asignan las dimensiones por las que se delimitan los cuerpos espacio-temporalmente, y también porque en lo concerniente al acto de ser extramental a ningún ocurrir intracósmico compete “ser uno” como esencia a manera de “íntegra” distinción real de él pues a lo sumo equivale a naturaleza e involucrando necesariamente otras naturalezas o sustancias naturales que exigen a la par involucran las sustancias y movimientos inferiores. Y de ahí que la unidad que según la índole de ente suele atribuirse si no a la sustancia “pre-natural” al menos a la natural se corresponde con la extrapolación del quedar ella supuesta según cierta inteligida objetivación reductible en último término a la entidad.

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Ahora bien, como acto de ser y primario de mayor “excelencia” que el ser extramental equivalente a sola principiación ya que de redoblante dualidad intrínseca según el carácter de además equiparable con el intrínseco otorgarse del método al tema en alcanzándolo y bajo la condición de inescindible solidaridad metódico-temática, la persona humana excede una condición meramente inacabable o inconsumable ya que estribando en un ampliarse inagotable es todavía más “incolmable” pues consecuentemente el tema, por así decir, “se torna” en método o se metodiza respecto de un tema ulterior, más alto, y en el que tan sólo cabría que se lograra el pleno lucir del además, su colmarse de claridad como refulgencia o esplendor.

A la par, con ese según el carácter de además tornarse el tema en método se corresponde el que por con el además convertirse de entrada la libertad trascendental, en lugar de ser ésta método para un tema ulterior se “corrobora” como método puro, de suerte que le compete “activar” el metodizarse de los otros trascendentales del acto de ser humano personal –intimidad, inteligir y amar–, mientras como libertad de destinación le cabe ratificar o refrendar su condición como libertad nativa en tanto que se convierte con el acto de ser personal que al carecer de identidad equivale a según libertad depender respecto de Dios, y según lo que hacia Él se orienta, aun si pudiendo ella sola pretender identidad. Y de esa manera, al ser el inteligir personal metodizado respecto de un tema ulterior, supremo, libérrimamente le compete trocarse en búsqueda de dicho tema, Dios, sólo en Quien es plausible encontrar la plenitud del además 17.

Con todo, incluso libremente trocado el carácter de además en búsqueda, y en un buscar que en último término comporta un orientarse el hombre hacia el tema supremo, al carecer de identidad carece a la par de encuentro definitivo de tal tema, pero sin que por eso se agote el además ni colmándose culmine. De donde la búsqueda en la que con entera libertad compete al inteligir personal trocarse es tanto un buscar –a Dios– cuanto un buscarse la persona humana –en Dios–, si bien parejamente puede el hombre rehusar dicha búsqueda al pretender, para de algún modo indicarlo, por completo “encontrarse” a través de cierto para él recabar la identidad exclusiva de Dios.

De suerte que según su primaria actuosidad intrínseca y redoblantemente dual el carácter de además supera el persistir al ser actuoso de manera por cierto inacabable e inconsumable, es decir, indefectible e indesplazable pero más aún inagotable e incolmable, de donde equivaliendo a cierto “conato” de réplica que, a guisa de “adverbio” por ser acto o avance en orden a un “verbo” o logos interior, habría de ser tanto réplica de esa íntimamente dual actuosidad cuanto plenitud actuosa de ella, si bien plenitud que justo en vista del además resulta para el humano ser personal inasequible, aun cuando según dicho conato de réplica como además en modo alguno “desiste” respecto de su inagotablemente redoblante actuosidad dual.

Con lo que siendo el además inagotablemente redoblante dualidad intrínseca en calidad de incolmable conato de réplica, como intelección personal le compete según la libertad destinal trocarse en búsqueda del tema inalcanzable, que es Dios; tema supremo, a su vez, en el que la persona humana habría de encontrar plenitud, y no sólo intelectual, pues, en paralelo, según el amar se trueca el además en búsqueda de plena aceptación, mientras según la intimidad de réplica plena.

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En consecuencia, ya que en el nivel más profundo a la par que más alto del humano vivir personal, de entrada intelectivo, estriba la búsqueda en cierto ascenso –desde luego no tan sólo filosófico–, valdría considerarlo como razón o intelección racional, aun si careciendo de encuentro a la par que de alcanzamiento del tema buscado.

Porque la racionalidad, se ha sugerido, es equiparable con cierto intelectivo ascender y descender que si bien por lo común se toma en cuenta apenas a la vista del discurrir a través de objetivaciones intelectuales, esto es, con carácter de discurso lógico-lingüístico (o matemático), de manera superior es asequible según la intelección supra-objetual, de donde por encima respecto de cualquier lógica.

Ahora bien, la búsqueda intelectiva y como tal racional de la persona humana orientada hacia el Inteligir supremo involucra por cierto, y en cierta medida la exige, la intelección acerca del Ser divino que para el hombre resulta accesible.

Jorge Mario Posada en revistas.unav.edu/

Notas:

1 En lo concerniente al acceso de la intelección humana a Dios y a la búsqueda en la que puede trocarse, y equiparable con la aludida “fe” intelectual o racional, se glosan ideas de una conferencia pronunciada por Leonardo Polo en la Universidad de Piura en 1999, titulada Itinerario de la razón a la fe, aún inédita, para la que a su vez se sirvió él de otra, con el mismo título, de Ignacio Falgueras en la Universidad de Navarra (cf. Actas del I Simposio Internacional fe cristiana y cultura contemporánea “Fe y Razón”, Eunsa, Pamplona 1999, 201-221). En cursiva se resaltan términos con los que Polo expresa sus propias nociones, mientras que entre comillas los que a manera de glosa se sugieren. Algunas notas que son más ampliamente aclarativas se incluyen a manera de anexos al final del texto.

2 La irrestrictamente ampliable diversidad jerárquica de la humana actividad intelectiva unificada tanto en ascenso cuanto en descenso se corresponde con los axiomas que Polo señala al inicio del Curso de teoría del conocimiento: axioma A, sobre el acto, B, sobre la jerarquía, C, sobre la unificación y D, sobre la irrestricta ampliabilidad o inagotabilidad del inteligir (cf. Curso de teoría, I).

3 En las personas creadas la completa intelección interpersonal es viable sólo “desde” Dios.

4 Polo expone la propuesta ampliación del orden trascendental en el tomo primero de la Antropología trascendental (cf. Antropología trascendental. Tomo I: La persona humana, Eunsa, Pamplona, 1999; 2ª ed., 2003).

5 La primariedad que vale respecto de lo secundario, cabe sugerir, sólo cabe en el discurso lógicolingüístico.

6 Sobre la crítica poliana a la noción de ente puede verse la Lección séptima del cuarto tomo del Curso de teoría del conocimiento. Polo expone las nociones sobre el acto de ser extramental en El ser

7 “Principiación” puede asimilarse a prima “incipiatio”, a primum incoepisse: primariedad tan sólo en cuanto que comienzo, de donde equivalente al acto de ser extramental; mientras que el además o acto de ser personal humano es primario de manera más amplia, o alta, que como principialidad, justo según primaria e intrínseca dualidad. Por su parte, la reditio o reflexión en modo alguno es primaria sino cierta principiación como “al revés”, cuyo comienzo, por lo demás segundo, tendría que añadirse al primero (paradójica noción de “segundo comienzo” a la que Heidegger apela pretendiendo una filosofía más allá —o “más acá”— de la metafísica).

8 La noción de acto —en rigor, primario—, que denota tanto “ir hacia delante” cuanto más aún “ir delante” —es decir, avanzar— significados por el verbo griego ágein (en latín, ducere) usado por ejemplo para referirse a la actividad del pastor al frente del rebaño, es la noción que de manera neta a partir de Aristóteles se emplea para aludir al “sobrevenir” como ser, a su vez equiparado por lo pronto con cierto “sistir” (sistere) o como “sistencia”, mas sin “estar” (stare) —la raíz indoeuropea sth denota cierto aguantar antes que según la indesplazabilidad del estar, según la del alzarse o levantarse, así que sin conllevar detención—. En consecuencia, es acto el ex–sistir como per–sistir o bien como co–existir, mas sin con–sistir, que corresponde a la objetivación intelectual en tanto que supuesta, es decir, objetivada según presencia mental limitada de modo que según cierta constante mismidad —y unicidad—, y sin tampoco subsistir, que corresponde a la objetivación extrapolada con carácter de sujeto de atribución —de sustrato o de sustancia— tanto respecto de actos así tomados como segundos cuanto de propiedades características de dicho sujeto. Porque justo según las distintas dimensiones del abandono del límite mental se intelige el acto primario o acto de ser o bien como persistir (comienzo incesante e insecuto) o bien como co–existir (según el carácter de además), sin que esa noción, la de acto o avance primario, mas tampoco la de ser, permitan una propiamente dicha analogía, pues se inteligen antes que con carácter de noción abstracta respecto de “concretos”, ni como idea común o general respecto de particulares, ni como concepto universal respecto de muchos, más bien de acuerdo con el método de abandono de la objetividad intelectual en cuanto que restringida ésta según la presencia mental como actualidad, esto es, como acto, sí, pero, valga de este modo indicarlo, “retenido”, “contenido” o mantenido constante según mismidad.

9 Puesto que elude el negar, la noción de excluir o “extrañar” (en lugar de “entrañar”) la contradicción (o, mejor, la “contravención”, pues se trata de un principio antes que lógico, “real”) resulta más ajustada que la de “no” contradicción.

10 La condición indefectible e indesplazable de los actos de ser creados y, más aún, inagotable e in- colmable del carácter de además puede equipararse con la noción de suficiencia, así como ésta con la de necesidad no solamente de índole lógica o nocional sino, por así decir “real”. esencia potencial, la necesidad que les compete no excluye la contingencia justo en ese dinamismo o potencialidad de nivel esencial; necesidad y contingencia, a su vez, realmente distintas según las distintas criaturas, de modo que sin tampoco ser nociones comunes ni unívocas. Una digresión al respecto en una nota aclaratoria al final del texto.

11 Mientras que el además equivaldría a un, por así llamarlo, “conato” de ultimidad según plenitud en intimidad, de suyo el persistir carece de ultimidad pues equivale justo a persistir como comienzo.

12 En consecuencia, depender de Dios por lo pronto según la primariedad así como según la ultimidad equivale estrictamente a ser creado, a la criatura como ser, y si bien es de condición relacional, lo es sin que se precise de “algo” que a manera de relación se añada a la criatura como cierto accidente ni siquiera “entitativo”; por eso, como sentencia Nicolás Gómez Dávila, «depender de Dios es el ser del ser» —creado— (Escolios a un texto implícito, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977, 218).

13 La esencia potencial del ser extramental equivale al distinguirse como análisis real de la primaria o trascendental principiación mientras que la del acto de ser personal a la “enriquecible” manifestación dispositiva que de según dualidades jerárquicas procede del carácter de además como primaria e intrínseca dualidad según el co–existir trascendental con el que se convierten la libertad y la intimidad personales.

14 Puesto que como acto de ser intrínsecamente dual la persona humana, por así decir, “trasciende” el acto de ser principial cuya esencia es el entero universo físico, el cosmos, mas sin ser ajeno a éste ya que en su esencia nativamente “asume” una naturaleza orgánica individual, la antropología trascendental como filosofía primera puede equipararse con cierta metafísica o transfísica, si cabe, de “segundo grado” (metafísica “al cuadrado”, “a la segunda potencia”). Y en último término la metafísica es plena respecto de Dios, al que intelectivamente se accede en cuanto que mostrado por las criaturas.

15 La exclusión de “ipseidad” según mismidad, puesto que correspondiente a la noción de ente, en modo alguno obsta a la consideración de una intrínseca relacionalidad personal, de acuerdo con  la que en la teología medieval se evita que el Misterio de la Trinidad  divina —del que, con todo,  no más que por divina Revelación se tiene noticia cierta— sin mengua de la Unidad según Identidad decante en tres “sujetos” respecto del Acto de ser divino y de la Esencia y que conllevaran distinción justamente en cuanto a la Identidad de Acto de ser y Esencia en Dios

16Sobre los hábitos que según la tradición aristotélica serían innatos, desde luego el de sabiduría pero también el de intellectus o de los primeros principios y en cierto modo el de sindéresis, en esa tradición entendido como cierta primigenia conciencia moral respecto del actuar, trata Polo además de en la Antropología trascendental en Nominalismo, idealismo y realismo, así como en el epílogo del Curso de teoría IV/2. Con todo, se sugiere que innato es tan sólo el hábito de sabiduría por equipararse con el valor metódico del carácter de además, mientras que por de inmediato descender desde el de sabiduría como “naciendo” del ser personal por lo pronto el hábito de sindéresis así como en alguna medida el de los primeros principios más bien se habrían de llamar “nativos”.

17Así pues, se sugiere que la “corroboración” corresponde a que la libertad como tema en lugar de ser metodizada respecto de un tema ulterior sin más se amplía como método en calidad de libertad de destinación según la que o bien se refrenda o ratifica como libertad nativa en la medida en que le compete continuarse en los otros trascendentales personales, comunicándoseles para o bien trocarlos en búsqueda de un tema ulterior, al cabo, supremo, o bien pretende identidad de acuerdo con el descenso desde la libertad metódica corroborada.

 

 

Ramiro Pellitero

El comienzo del año “Familia-Amoris laetitia” (desde el 19 de marzo pasado hasta el 26-VI-2022) ha coincidido con el 150º aniversario de la proclamación de san Alfonso María de Ligorio como doctor de la Iglesia. Con motivo de esta segunda efeméride, el Papa ha hecho público un mensaje en el que se subraya la importante contribución de este santo a la renovación de la teología moral, en continuidad con lo que ya señaló Benedicto XVI.

El texto recoge las palabras del Papa Pío IX, alabando a san Alfonso por haber sabido mostrar "el camino seguro a través de la maraña de opiniones encontradas de rigorismo y laxismo”. Hoy este santo, patrono de los confesores y moralistas, es presentado por Francisco también como modelo para toda la Iglesia en salida misionera.

En efecto, la aportación de san Alfonso (por su experiencia misionera, de búsqueda de los alejados y escucha de confesiones, y fundador de una congregación religiosa) tiene mucho que ver con el momento actual, sobre todo a través del discernimiento, tema común a la moral y a la misión evangelizadora y pastoral.

Del discernimiento a la teología

El discernimiento, desde antiguo, es necesario para toda persona madura que se enfrenta a decisiones sobre el camino a tomar, sea en las actividades más ordinarias de cada día, o de vez en cuando en decisiones más importantes. El discernimiento es acto propio de la razón práctica. Es decir, según Aristóteles, la dimensión de la razón que se ocupa de la acción.

Si es un cristiano el que actúa, además la fe ilumina su acción y la de la Iglesia en su conjunto, a nivel universal o local. Y también en el nivel de las familias, asociaciones y movimientos y demás realidades eclesiales.

Todas nuestras acciones afectan siempre a los demás, a nuestras familias, a nuestros amigos, a la Iglesia y a la sociedad. El discernimiento es clave, tanto desde el punto de vista de la moral personal como desde el punto de vista de la ética social, y también en el ámbito de la evangelización o de la misión de la Iglesia.

Se entiende que el discernimiento sea particularmente decisivo en el caso de los gobernantes. También para los confesores. Y en general para todos los educadores (padres y madres de familia, catequistas, profesores, etc.), que deben ejercerlo habitualmente, ellos mismos y enseñarlo a los jóvenes. El discernimiento, en una buena “teología de la acción”, requiere, como se ve en los epígrafes del mensaje papal, “la escucha de la realidad”. Es decir, el conocimiento, la observación y la valoración de la situación y especialmente de las personas. Y todo en orden a la formación de “conciencias maduras para una Iglesia adulta”.

Se entiende también que la aportación de san Alfonso sigue siendo una valiosa luz para toda la teología, “fe que busca entender”. Esta relación entre fe y razón a nivel de la acción hace posible el “discernimiento” en perspectiva cristiana: distinguir en la realidad aquellos signos que pueden ayudar a valorar y decidir lo que hay que hacer, teniendo en cuenta nuestra identidad como cristianos y nuestra misión evangelizadora.

Se trata de distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo bello respecto de que no lo es. El discernimiento, tanto en la acción humana como en la acción de los cristianos (que asume lo humano en la perspectiva de la fe, mirando “con los ojos de Cristo”), es ejercicio de la virtud de la prudencia, que es “guía” de todas las virtudes, e interviene en el juicio de la conciencia. El discernimiento, en definitiva, es fundamental para toda persona y para todo cristiano en el día a día.

Discernimiento, evangelización y educación

El Papa Francisco ha hecho del discernimiento un tema constante de sus enseñanzas, en el contexto del a nueva evangelización. En su exhortación programática Evangelii gaudium (2013) señala entre otras cosas:

“Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (n. 20). “(…) Exhorto también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma” (Ib., 30). Todo cristiano “sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (Ib., 45).

Cinco años después, en su exhortación Gaudete et exsultate (2018) sobre la llamada a la santidad en el mundo contemporáneo, vuelve sobre el discernimiento en el ámbito de la vida cristiana, tanto a nivel personal como familiar, social y eclesial. Se trata del discernimiento como “método” educativo y de acompañamiento, y también como “contenido”, es decir, como modo de actuar humano y responsable, que puede y debe enseñarse particularmente a los jóvenes. Y destaca cinco puntos:

1) su imperiosa necesidad, para poder educar y aprender la verdadera libertad;

2) debe realizarse siempre a la luz del Señor (un ejercicio concreto es el “examen de conciencia”);

3) es un don sobrenatural del Espíritu Santo (que nos ayuda a ir más allá de la búsqueda del bienestar o del interés propio); por lo tanto, hay que invocarlo para saber acertar;

4) requiere una disposición a escuchar (a Dios en la oración, y también a los demás, y al magisterio de la Iglesia);

5) ha de seguir “la lógica de la cruz” (sin dejarse llevar por la comodidad o por el miedo).

“El discernimiento –observa ahí Francisco- no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos” (n. 175).

Discernimiento, ecología integral y fraternidad universal

En el mensaje sobre san Alfonso María de Ligorio, el Papa conecta el discernimiento con los temas principales de su pontificado: la evangelización de una Iglesia “en salida”, la atención especial a los más frágiles y necesitados, el acompañamiento de las familias (ahora que estamos de nuevo comenzando un año especial dedicado a la familia), el cuidado de la Tierra para todos (ecología integral) y la fraternidad universal.

Como vemos, el discernimiento no se opone a la llamada universal a la santidad, sino que protege e impulsa la vocación y la misión de todos. Y esto, tanto para la mayoría de los cristianos (los fieles laicos, sea en el matrimonio o en el celibato), como en el caso de los ministros sagrados o en el de la vida consagrada. Ayuda a superar una ética de corte individualista (muy frecuente en nuestra cultura), que podría encerrarnos en nosotros mismos. Y, como se ha dicho ya, es el núcleo de la formación de la conciencia. Volviendo a san Alfonso, respecto a la teología moral, señala Francisco que este santo promovió una reflexión teológica que “no se detiene en la formulación teórica de los principios, sino que se deja interpelar por la vida misma”.

De san Alfonso había dicho el Papa Benedicto XVI: "Propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica (...). En su época se había difundido una interpretación muy rigorista de la vida moral, entre otras razones por la mentalidad jansenista que, en vez de alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano del que nos reveló Jesús. San Alfonso (...) propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo e interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que precisamente en la adhesión a la verdad y al bien permiten la maduración y la realización de la persona" (Audiencia general, 30-III-2011).

Cabe observar que esto (por situarse justamente en el plano de la razón práctica) es bueno y provechoso para toda la teología, que tiene una dimensión evangelizadora y de servicio al bien común en la sociedad. Especialmente, claro está, para la teología pastoral, que se ocupa de la evangelización, y otras disciplinas que estudian también las acciones cristianas o eclesiales.

Francisco desea impulsar concretamente “el desarrollo de una reflexión teológico-moral y de una acción pastoral, capaz de comprometerse con el bien común, que tiene su raíz en el anuncio del kerigma, que tiene una palabra decisiva en defensa de la vida, para la creación y la fraternidad”.

Ramiro Pellitero, en  iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/

Amelina Correa Ramón

«Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno»

El magistral volumen que ilumina las hondas raíces de donde surge nuestra modernidad estética y literaria y que, bajo el título de El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX [1], publicó Pedro Cerezo en el año 2003 se presentaba encabezado por una reveladora cita de quien es, sin duda alguna, uno de los escritores preferidos del autor:

No hay cimiento

ni en el alma ni en el viento (vv 117-118) [2].

Los lapidarios versos machadianos proceden de una extensa composición incluida en Campos de Castilla, titulada «Poema de un día. Meditaciones rurales» (CXXVIII). Se trata de un largo poema de más de doscientos versos, que se muestra especialmente significativo puesto que da cuenta de las profundas reflexiones de Machado en un momento de cambio de rumbo estético y filosófico, tras la anterior impronta nítidamente simbolista/modernista que había caracterizado su etapa de Soledades. Fechado en 1913 y en Baeza, a cuyo instituto se había trasladado pocos meses antes desde una Soria que sólo puede traerle ya recuerdos luctuosos, el poeta lo había compuesto al parecer en su versión casi definitiva entre diciembre de 1912 y enero de 1913, dándolo a conocer por vez primera en la revista madrileña La Lectura un año más tarde (1914, XIV, II, págs. 47-51) [3]

En la primera estrofa, la localidad de su nuevo destino resulta significativamente descrita como «un pueblo húmedo y frío,/ destartalado y sombrío,/ entre andaluz y manchego» (vv 5-7). Allí Antonio Machado  entretiene su desolado espíritu entre la tristeza y el hastío provinciano ayudado  con las lecturas de los libros que siempre lo acompañan:

Libros nuevos. Abro uno de Unamuno.

¡Oh, el dilecto,

predilecto

de esta España que se agita,

porque nace o resucita! (vv 98-103).

La mención de Miguel de Unamuno no resultará en absoluto casual. De hecho, el apoyo de la,amistad sincera del autor de Del sentimiento trágico de la vida (1913) iba a ser fundamental en el proceso de superación del duelo por parte del recién viudo Machado. Y precisamente la aparición del nombre del literato y pensador vasco en esta composición machadiana reúne en un mismo contexto los que serían, indudablemente, dos de los autores preferidos por nuestro tan merecidamente homenajeado Pedro Cerezo. Porque, si repasamos su amplísima trayectoria de estudios dedicados a los autores finiseculares españoles, se puede observar que -utilizando precisamente los adjetivos que elige Antonio Machado en su  composición-, tanto el poeta sevillano como el atormentado Unamuno han demostrado cumplidamente ser dilectos y predilectos de Pedro Cerezo. La última edición del Diccionario de la Real Academia Española define dilecto como «Amado  con  dilección»,  y predilecto como  «Preferido  por amor o  afecto especial».

Y es que sólo un amor o un afecto muy especial  justificada las en torno  a dos decenas de trabajos  dedicados  a lo largo de décadas de estudio  a  uno y otro escritor. Comenzando por el emblemático capítulo dedicado al pensamiento filosófico de las generaciones del 98 y el 14, incluido en el volumen correspondiente a La Edad de Plata de la cultura española (1898-1936), XXXIX de la mítica y monumental Historia de España concebida por Ramón Menéndez Pidal [4], y continuando con títulos como «Poesía y existencia», «El pesimismo trascendente en Miguel de Unamuno» o su libro monográfico Las mdscaras de lo trágico: Filosofia y tragedia en Miguel de Unamuno [5], dedicados al autor bilbaíno, o «Antonio Machado: del soliloquio al diálogo», «Juan de Mairena: un Sócrates andaluz» o su volumen fundamental y ya clásico, Palabra en el tiempo. Poesía y filosofia en Antonio Machado [6], consagrados al poeta sevillano, por mencionar tan sólo  algunos  ejemplos. Sin olvidar, por supuesto, las importantes páginas que a ambos dedica en su ya citado ensayo El mal del siglo. En este libro Pedro Cerezo señala intuiti­ vamente que «el sentimiento primordial,  dominante,  que embarga  la vida, en la crisis de fin de siglo» tiene mucho que ver con la angustia existencial del tiempo y sus modalidades que asalta a los sensibles espíritus de los artistas de finales del siglo XIX y comienzos del XX: «Son muchos los matices afectivos e inflexiones que reviste en la literatura finisecular: melancolía, hastío, aburrimiento,  spleen... [   ] Este temple de ánimo tiene que ver básicamente con la vivencia del tiempo, de la realidad en el tiempo, sentida o experimentada como un precipitarse en la nada» [7].

El tema del tiempo será, precisamente, como es bien sabido,  central  en la obra poética de Antonio Machado, y cobra  un especial  protagonismo  en la composición que nos ocupa, «Poema de un día», donde aparece simbolizado en el sonido monótono y rítmico del reloj, que marca implacable un tiempo muerto y que parece carecer de sentido en las sempiterna.mente re­ petidas jornadas rurales [8].

Tic-tic, tic tic. Ya te he oído.

Tic-tic, tic-tic. Siempre igual,

monótono y aburrido.

Titic, tic-tic, el latido de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha el latir del tiempo? No.

En estos pueblos se lucha sin tregua con el reló, con esa monotonía,

que mide un tiempo vacío (vv 43-53).

 

En realidad, Machado, abrumado por el dolor de la pérdida de su amada Leonor [9] y sometido a la rutinaria existencia de una vida estancada, muy lejos de la animada agitación cultural de la capital madrileña que frecuentaba años atrás, se siente inmerso en el profundo contraste, o desajuste, entre ese tiempo cronológico e implacable, que mide el reloj y señala el tránsito que lo acerca irremisiblemente a la muerte, y el tiempo psicológico, interior, que,  muy por el contrario,  mide las íntimas  pulsaciones  del alma [10]:

«Pero ¿tu hora es la mía?/ ¿Tu tiempo,

reloj, el mío?» (vv 53-54), interpelad el poeta.

La conciencia de la temporalidad humana será en Machado, como bien aflrma Pedro Cerezo, «radical e intrascendible. El tiempo es todo cuanto el hombre es» [11] En ese contexto precisamente se puede entender la mención de otro de los autores de los libros que entretienen sus largas veladas de invierno en la hermosa pero paralizada Baeza. En la alusión se contiene una interpelación cómplice a su buen amigo, el rector de la Universidad de Sa­ lamanca [12]:

 

Enrique Bergson: Los datos inmediatos

de la conciencia. ¿Esto es otro embeleco francés? Este Bergson es un tuno;

¿verdad, maestro Unamuno? (vv 122-127).

 

En efecto, tanto Unamuno como Machado se sintieron vivamente interesados por las teorías filosóficas de Henri Bergson, quien había publicado su rápidamente célebre Ensayo sobre los datos inmediatos de la concien­ cia más de dos décadas antes, en concreto, en 1889, constituyendo éste, en palabras de Pedro Cerezo, «una verdadera fenomenología del alma, prestando así armadura teórica a la visión interior de los poetas» [13]. Pues, ciertamente, su propósito era «encontrar el lugar del alma, más allá del mundo determinista  de la extensión  y más  acá del  mundo  idealista del puro espíritu » [14].

Vehementemente atraído por los planteamientos del pensador francés acerca de la percepción del tiempo y de la conciencia, y seducido por una propuesta según la cual «es a través de la intuición, no del análisis racional, como se puede llegar a descubrir la verdad escondida como realidad y como flujo [,una] realidad [que] aparece en perpetuo movimiento, penetrada por el impulso vital y susceptible de ser cognoscida a través de la intuición » [15], Antonio Machado había solicitado en 1910 una beca de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, con el objeto de estudiar durante un año en París y poder asistir a las clases de Bergson en el Colegio de Francia. Concedida,  efectivamente dicha beca, el poeta pasará buena parte del año 1911 en compañía de su esposa adolescente en  la capital francesa. Tiempo después de su regreso dejará constancia por escrito de su asiduidad entre el auditorio del eminente pensador, afirmando categórico: «Henri Bergson es el filósofo definitivo del siglo XIX. El aula donde daba su cla­ se era la mayor del Colegio de Francia, y estaba siempre rebosante de oyentes. Bergson es un hombre frío, de ojos muy vivos. Su cráneo es bello. Su palabra es perfecta, pero no añade nada a su obra escrita» [16].

Sin embargo, si hemos de creer la literalidad del «Poema de un día», a pesar de conocer ya la obra del francés, Antonio Machado debió  de encargar en torno a finales de 1912 un ejemplar de ese famoso Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, que le llega mientras se encuentra destinado en Baeza y que, a pesar de ser citado en  español,  no  puede sino tratarse de la versión original francesa, puesto que la obra no sería traducida por primera vez al español hasta 1919 [17].

La influencia de Bergson resultaría notable en la poética de Machado [18]. La concepción del filósofo francés que, en palabras de Pedro Cerero, propone innovadoramente que «El yo no está bajo el tiempo ni sobre el tiempo, sino en el tiempo» [19] se iba a dejar sentir poco después aplicándose, entre otros aspectos decisivos, a su propia noción de la poesía, que definirá en un famoso terceto como:

 

Ni mármol duro y eterno, ni música ni pintura,

sino palabra en el tiempo (CLXI\f, XVI).

 

Pero retornando al fecundo «Poema de un día», encontramos otra interesante referencia filosófica a continuación de la cita bergsoniana, si bien de naturaleza completamente diferente. Al fin y al cabo, Antonio Machado no fue nunca «un pensador sistemático» [20], sino que se caracterizó más bien  por un considerable eclecticismo, puesto que «estaba convencido de que no es posible contener en un sistema' ideal y estático la estela fluyente, radicalmente enigmática, del vivir» [21]. Así pues, en su «Poema de un día» recoge también una clara alusión al libro sapiencial del Eclesiasté [22], cuyo proverbial pesimismo fatalista, ejerció precisamente una considerable fascinación sobre los autores inmersos en la profunda crisis finisecular. Así Machado se cuestionará:

¿Todo es

soledad de soledades, vanidad de vanidades,

que dijo el Eclesiastés? (vv 148-151).

La conocida expresión «vanidad de vanidades» se corresponde con el versículo 2 del capítulo primero del Eclesiastés, sabiduría amarga que iba a inspirar a otros poetas coetáneos de Machado, como Felipe Cortines Murube o Alejandro Sawa [23]. Pero tampoco se puede olvidar el contenido del versículo 18 de ese mismo capítulo, cuya formulación dice así: «Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor», que se encuentra en la base de obras fundamentales de comienzos del siglo XX como, por ejemplo, la emblemática El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.

Al fin y al cabo no conviene dejar de señalar la relativa cercanía que exis­ te entre los planteamientos desengañados y de renuncia cuasi ascética que propone el libro bíblico y el que será indudablemente uno de los filósofos más influyentes del período finisecular, es decir, el alemán Arthur Schopenhauer [24], cuya proyección sobre los autores españoles ha sido tan cumplidamente estudiada por Pedro Cerezo a lo largo de varios capítulos de El mal del siglo.

Pensamientos y reflexiones de procedencia e índole diversas se entrelazan, en efecto,  a lo largo  de las estrofas  en el poema  de Antonio Machado que nos ocupa, pero tampoco se puede perder de vista que se trata de una composición «que habla de transformación desde sus primeros versos» [25]:

Heme aquí ya, profesor de lenguas vivas (ayer maestro de gay-saber,

aprendiz de ruiseñor) (vv 1-4).

La expresión «maestro de gay-saber» recuerda, sin duda alguna a otro decisivo poema machadiano como es su «Retrato», uno de sus más famosos textos, que encabeza, de hecho a la manera de introito el libro Campos de Castilla. Allí, en su verso 16, y en relación con la definición de su poética, Machado se declaraba contrario a los epígonos del modernismo que habían convertido este movimiento en una retórica hueca y excesiva:

 

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar (XCVII, vv 15-16).

 

Continuando con una detenida reflexión sobre la evolución de su poética, él mismo se plantea una disyuntiva: «¿Soy clásico o romántico?» (v 21). Su respuesta dubitativa -«No sé»- parece inclinar la balanza hacia el romanticismo germinal, según plantea Jorge Urrutia en su estudio sobre el poema: «Por esa duda Machado se descubre romántico,  ya  que el clásico está siempre seguro» [26]. Efectivamente, la literatura y el arte de nuestra modernidad encuentran sus raíces primeras en el romanticismo. Lo que resulta indudable es que la interrogación que se formula a sí mismo Machado lo vincula con el maestro nicaragüense Rubén Daría, su buen amigo, estableciendo un evidente enlace de intertextualidad con una conocida proclamación que el hispanoamericano había hecho en 1907,  incluida en su poemario El Canto Errante. Allí, en su composición titulada «La canción de los pinos», Daría lleva a cabo una declaración de principios que, bajo la presentación formal de una oración interrogativa de carácter retórico, esconde una proclamación asertiva:

¿Quién que Es, no es romántico? [27]

Machado Es, sin duda, y es romántico, con ese romanticismo que  Pedro Cerezo ha considerado fecundamente «inquisitivo  e interrogativo,  [con el que] se trasciende progresivamente hacia lo abierto del mundo» [28]

Y en el cambio de rumbo que supone a todos los efectos Campos de Castilla el poema «Retrato» constituye un puntal insoslayable. En la reseña al libro que publicaría enseguida Miguel de Unamuno en el periódico La Nación [29], el escritor vasco «destaca cómo Retrato significa que el hombre Machado se ofrece desde el principio a sus lectores» [30]. De hecho, se trata de un  poema  en el que el  autor parte  del  paraíso  perdido  y nunca recobrado -«Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero»- (vv 1-2), para avanzar hasta el futuro inexorable y asumido de una muerte estoica y desasida de cualquier atadura material:

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar (vv 33-36).

Entre tanto, las estrofas intermedias conti nen una meditada reflexión acerca de su devenir existencial, la evolución de su poética y el sentido mismo de su vida y de su personalidad. Se trata, por tanto, de un texto muy importante dentro del corpus machadiano, y así lo entendió precisamente Pedro Cerew, quien ha dedicado a su pormenorizado estudio y contextualización la última -hasta la fecha- de sus siempre lúcidas aportaciones sobre el pensamiento creador del poeta hispalense. Se trata del artículo titulado «Antonio Machado en su "Retrato"», en el que el profesor Cerezo, al igual que ya hiciera en 1912 el propio Unamuno en la mencionada reseña de Campos de Castilla, constata que Antonio «obviamente busca definirse en contrapunto a su hermano Manuel» [31], y su impresionante autorretrato «Adelfas» (Alma, 1902). Si bien la idea ya había sido adelantada en 1975 en su enjundiosa monografía Palabra en el tiempo, es ahora cuando Pedro Cerezo se dedica con minucioso detalle a examinar «la oposición simétrica de ambos retratos, como clave para diferenciar sus actitudes y mundos respectivos» [32].Porque, en efecto, como bien afirma, resulta lícito suponer, conociendo tanto los en­ trañables vínculos fraternos que los unían, como las muy diferentes concepciones del quehacer poético, de la literatura y aun de la vida que ambos tenían, que Antonio Machado debió de quedar «no sólo impresionado, sino interpelado, poética y existencialmente, por el gesto egotista de Manuel, por su poderío poético y personal, que representaba para él lógicamente un desafío integral, ante el que, ya sea por emulación o por el deseo de individuación, tenía que responder» [33].

Pero su respuesta, además de constituir una clara manifestación de diá­ logo con el texto manuelmachadiano anterior, hay que entenderla dentro de un contexto mucho más amplio y en extremo complejo, cuyo marco ideológico y estético ha estudiado· Pedro Cerero cumplidamente en su libro El mal del siglo. En realidad, hay que entender el «Retrato» de Antonio Ma­ chado como inserto en una amplia tradición creada por sus propios compañeros generacionales. La soledad íntima del poeta, ese agudo sentimiento de sentirse diferentes y desubicados en una s0ciedad regida por valores mate­ rialistas y pragmáticos donde el Arte no encuentra su lugar, llevará con frecuencia a los autores finiseculares a llenar sus versos con las respuestas que tratan de obtener a las insistentes preguntas acerca de su yo esencial. De ahí la reiterada presencia de análisis introspectivos que se plasman en el surgimiento de un subgénero característico como es el del autorretrato confesional modernista.

No sólo los muy conocidos de los hermanos Machado. A ellos  habría que sumar, entre otros muchos, ejemplos como «Ecce horno», de Pedro Luis de Gálvez, «Autosemblanza», de Enrique de Mesa, «Autorretrato» o «Ego sum», ambos del poeta almeriense Francisco Villaespesa [34], en el segundo de los cuales se encuentra una elocuente afirmación que confirma ese tan frecuente sentimiento de exilio interior:

Nací para altos fines, pero ahogó mi grandeza

la prosa cotidiana del tiempo en que he vivido. [...]

 

Mi sueño de belleza se asfixia en este ambiente; contra tantas miserias luchar intento en vano. Triste y solo en el mundo mi corazón se siente.

¿He nacido muy tarde o llegué muy temprano? [35].

Y dentro de ese peculiar género del íntimo retrato confesional, convie­ ne no olvidar a quien elige como forma de expresión preferencial la prosa en lugar del verso, como es el caso de Alejandro Sawa, que incluye también un autoexamen que incide en un sentimiento de alteridad que resultará en buena medida punzante y doloroso, y que aparecerá reiteradamente en la crisis de fin de siglo. De manera sintomática, Sawa afirma tajante: «Yo soy el otro; quiero decir, alguien que no soy yo mismo» [36].

Sin duda, el radical sentimiento de extrañamiento y alteridad que manifiesta Alejandro Sawa, amigo de los hermanos Machado, y, sobre todo, del primogénito Manuel, que le dedicará un sentido «Epitafio» tras su  prematura y desgraciada muerte [37], no puede por menos que recordar la conocida afirmación que el provocador poeta francés Arthur Rimbaud  repite en va­  rias de sus cartas, «Yo es otro» («car je suis un autre») [38] Y es que ése será uno de los inevitables resultados de la implacable inmersión en esa búsqueda desesperada por su propia identidad en la sociedad prosaica que ahoga al sensible hombre de letras. El poeta  no puede evitar sentirse extrañado  ante  el mundo [39], pero tampoco  puede evitar sentirse extrañado  ante sí mismo. Y es que, como le escribirá el propio Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez: «¿no incurriremos en la vanidad de erigir en virtud nuestra propia miseria?» [40].

Ya lo había dicho Friedrich Holderlin casi un siglo antes: «¿para qué poe­ tas en tiempos de penuria?». Sin embargo, su conocida elegía «Pan y vino» a la que pertenecen estas desoladas palabras contienen también la afirmación del sentido radical de la poesía, que permanece plenamente vigente a finales del siglo XIX y comienzos del:XX. Como dato anecdótico, se puede añadir que Martín Heidegger -a quien se le ha dedicado una especial aten­ ción en el presente encuentro-homenaje- comentaría precisamente estas estrofas del poeta alemán en una conferencia que impartió en 1946 con motivo de la conmemoración del vigésimo aniversario del fallecimiento de Rainer Maria Rilke. Unos versos de Holderlin sobre el alcance y valor de los poetas, que hubiera suscrito sin duda alguna Antonio Machado y que pueden servir como adecuado punto final a la presente intervención:

[...] y ¿para qué poetas en tiempos de miseria?

Pero, me dices, son como los santos sacerdotes del dios de los viñedos que de una tierra vagan a otra tierra en la noche sagrada [41].

 

 

Amelina Correa Ramón, en academia.edu/

 

Notas:

1 Pedro Cerezo, El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en /,a crisis fi­nisecular del siglo XIX, Madrid/Granada, Biblioteca Nueva/Universidad de Granada, 2003.

2 Todas las citas de las obras de Antonio Machado procederán de Poesías compktas, ed. crítica de Oreste Macd, Madrid, Espasa Calpe/Fundación Antonio Machado, 1989.

3 Cfr. Giovanni Caravaggi, «Motivos y variantes del "Poema de un día''>,, en Jacques ls­ sorel, Machadianas, Persignan, CRIIAUP/Université de Persignan, 1993, pág. 27.

4 Pedro Cerezo, «El pensamiento filosófico. De la generación trágica a la generación  clásica. Las generaciones del 98 y el 14", en Pedro Laín Emralgo (coord. y pról.), La Edad de Pl,ata de la cultura española (1898-1936). Identidad. Pensamiento y vida. Hispanidad, vol. XXXIX de Historia de España, fund. de Ramón Menéndez Pidal, dir. de José María Jover Za­ mora, Madrid, &pasa Calpe, 1993, págs. 133-264.

5 Pedro Cerezo, «Poesía y existencia», en M.ª Dolores Gómez Molleda (coord.), Vólumen-Homenaje a Miguel de Unamuno, Salamanca, Universidad de Salamanca/Casa-Museo Unamuno, 1986, págs. 541-574; «El pesimismo trascendente  en  Miguel  de  Unamuno »,  en M.ª Dolores Gómez Molleda (coord.), Actas del Congreso Internacional Cincuentenario de Unamuno, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1989, págs. 261-290; y Las mdscaras de lo trdgico: Filosofla y tragedia en Miguel de Unamuno, Madrid, Trotta, 1996.

6 Pedro Cerezo,  «Antonio Machado: del soliloquio al diálogo», en Pablo Luis Ávila (ed.), Antonio Machado hacia Europa, Madrid, Ministerio de Cultura/Visor, 1993, págs.  185-201; «Juan de Mairena: un Sócrates andaluz», en Jordi Doménech (ed.), Hoy es siempre todavía. Curso Internacional sobre Antonio Machado, Sevilla, Renacimiento, 2006, págs. 580-615; y Pa­ labra en el tiempo. Poesía y jilosofla en Antonio Machado, Madrid, Gredas, 1975.

7 Pedro Cerezo, El mal del siglo, ob. cit., pág. 590.

8 Cfr. José Ortega, «Nueva reflexión sobre "Poema de un día. Meditaciones rurales"», Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 304-307, t. 11, Madrid, 1975-1976, págs. 972-985.

9   Cfr., en este sentido, los versos 55-58 del poema: «(Tic-tic, tic-tic)... Era un día/ (riel, tic-tic) que pasó, / y lo que yo más quería/ la muerte se lo llevó».

10 Cfr. Ricardo Gullón, Una poética para Antonio Machado, Madrid, Credos, 1970, pág.. 157.

11 Pedro Cerezo, El mal del siglo, ob. cit., pág. 610.

12 Cfr. «Siempre re ha sido, ¡oh Rector / de Salamanca! leal  /  este humilde  profesor  /  de un instituto rural» (vv. 104-105) .

13 Pedro Cerezo, El mal del sigl,o, ob. cit., pág. 519.

14 Ibíd., págs. 519-520.

15 Carmen Sanjuán Pastor, «Meditaciones desde la  conciencia:  Una  reflexión  sobre  la idea de libertad en Poema de un día», Revista Hispdnica Moderna, LVIII, núms. 1-2, Nueva York, junio-diciembre de 2005, pág. 87.

16 Apud lan Gibson, Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado, Madrid, Aguilar, 2006, pág. 230.

17 Henri Bergson, Emayo sobre /,os datos inmediatos de la conciencia, trad. de Domingo Barnés, Madrid, Francisco Beltrán, 1919.

18 En relación con su influencia en  esta composición  precisamente,  cfr.  Robert S. Piccioto, «Meditaciones rurales de una mentalidad urbana: el tiempo, Bergson y Manrique en  un poema de  Machado»,  La Torre, XII,  núms.  45-46, San Juan  de Puerto  Rico, enero-junio  de I 964, págs. 141-150. También se puede ver Eugenio Frutos, «E l primer Bergson en Antonio Machado», Revista de Filosofta, XIX, núms. 73-74, 1960, págs. 121-125.

19 Pedro Cerezo, El mal del siglo, ob. cit., pág. 520.

 

20 Carmen Sanjuán Pastor, «Meditaciones desde la conciencia», ob. cit., pág. 89.

21 José Biedma López, «La filosofia de Antonio Machado: dialéctica de las creencias». Disponible en: http://webs.ono.com/usr036/manuel2002/ articulos/990921-lafilosofia-de-antonio machado.htm/.

22 Aunque no aporta demasiada información al respecto, se puede consultar el siguiente artículo: Gutiérrez Hernández, Pablo Fernando, «La Biblia en la literatura española de la lla­ mada Generación del 98: el ejemplo de Antonio Machado en el "Poema de un día. Meditaciones rurales"», en Rafael Sánchez Mantero (ed.), En tomo al 98. España en el trdnsito del siglo XIX a/XX, t. II, Huelva, Universidad de Huelva, 2000, págs. 321-329 .

23 En efecto, se puede constatar la suerte de fijación que la inspiración fatalista de los ver­ sículos del libro bíblico escrito supuestamente por Salomón en su etapa de madurez ejerció sobre nuestros autores modernistas. Así, se puede recordar, por ejemplo, el caso del sevillano Felipe Cortines Murube: «Un anhelo infinito de morir para el mundo,/ Y una mística llama en mi pecho nació; / [...] Y quedé meditando en la vida y los hombres, / Con las. manos cru­ zadas sobre un libro sin par: / Era el Kempis divino; del jardín de las sombras / Yo tan sólo leía:¡Todo es vanidad!...» («Hora mística», Nuevas Rimas, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1911. Apud Amelina Correa Ramón, Poetas and4luces en /,a órbita del modernismo. Anto­ wgía, Sevilla, Alfar, 2004, pág. 68). Igualmente significativa resulta la evocación reiterada que del Eclesiastés hará a lo largo de su obra el bohemio prototípico que fue Alejandro Sawa, ins­ pirador del personaje valleinclaniano de  Max Estrella.  Entre otros fragmentos  de su obra  que se podrían recordar para ilustrar dicha fascinación se puede destacar el siguiente: «Rancias glosas del Eclesiastés lo pregonan con clarines de plata enlutados por todos los confines de la an­ siosa espiritualidad humana: el placer es el siervo de la muerte» (Alejandro Sawa, Iluminacio­ nes en /,a sombra, ed. de Iris M. Zavala, Madrid, Alhambra, 1977, pág. 221).

Además, el propio Antonio  Machado  reiteraría sus  menciones  del texto  bíblico  en otras de sus composiciones, como en la titulada «El poeta»: «Con el sabio amargo dijo: Vanidad de vanidades, / todo es negra vanidad; / y oyó otra voz que clamaba, alma de sus soledades; / sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad» (Poesías completas, pág. 441) o «Poema de un día. Meditaciones rurales»: «¡Oh, estos pueblos! Reflexiones,  / lecturas y acotaciones  / pronto dan en lo que son:/ bostezos de Salomón./ ¿Todo es/  soledad  de soledades,/  vanidad  de vanida­ des, / que dijo el Eclesiastés?» (XVIII).

24 Cfr., además, el monográfico Miguel Angel Lozano Marco (coord.), Schopenhauer creación literaria en España, Anales de Literatura Españo/,a, núm. 12, Universidad de Alicante, 1996.

25 Carmen Sanjuán Pastor, «M editaciones desde la conciencia», ob. cit., pág. 82.

26 Jorge Urrutia, «Bases comprensivas para un análisis del poema «Retrato », Cuadernos Hispanoamericanos, n úms. 304-307, t. II, Madrid, 1975-1976, pág. 935. El propio Pedro Ce­ n:zo, no ya en relación con el caso concreto de este verso machadiano,  sino globalmente  con toda la obra del poeta, explicará que, siendo «h abitu al en el artista moderno, a diferencia del dásico que desaparece en su obra, verse en un reflejo de su creacrón, ya sea en mirada de sos­ layo o bien &anca y abie rtamente», en Machado «vida y obra están fundidas, confundidas, to­ davía al gusto romántico o tardorrom ántico» (Pedro Cerezo, «Antonio Machado en su "Re­ trato, en Luis Miguel Enciso Recio (dir .), Joaquín Álvarez Barrientos (coord.), Antonio Machado en Castil/,a y León. Congreso Internacional Valladolid, Junta de Castilla y León, 2008, pág. 290).

27 Rubén Darío, «La canción de los pinos», El Canto Errante (1907), Obras completas, t. V : Poesía, Ma drid, Afrodisio Aguado, 1953, pág. 1009. En el mismo poemario se incluye una significativa  composición,  como  prueba  de su  buena  amistad,  dedicada  al  poeta hispalense: «Antonio Machado» (págs. 1O16-1O17 ).

28 Pedro Cerew, «Antonio Machado en su "Retrato"», ob. cit., pág. 310.

29 Miguel de Unamuno, «Campos de Castilla», La Nación, 25 de junio de 1912; apud Manuel García Blanco, En torno a Unamuno, Madrid , Tau rus, 1965, pág. 283.

30 Jorge Urrucia, «Bases comprensivas para un análisis del poema «Retrato», pág. 921.

31 Pedro Cerero, «Antonio Machado en su "Retrato"», ob. cit., pág. 292 .

32 Ibíd., pág. 291.

33 Ibíd.,  pág. 292.

34 Francisco Villaespesa, «A utorretrato», El patio de los arrayanes (1908), Poesías completas, ed. de Federico de Mendizábal, Madrid, Aguilar, 1954, vol. I, pág. 545.

35 Francisco Villaespesa, «Ego sum », El Libro deJob (1909), Poesías completas, vol. I, págs. 621-623. En los dos casos citados, se trata precisamente de las composiciones que encabezan dichos poemarios.

36 Alejandro Sawa, Iluminaciones en la sombra, ed. de Iris M. Zavala, Madrid, Alhambra, 1977, págs. 175-176 .

37 Cfr. Amelina Correa Ramón, Alejandro Sawa, luces de bohemia, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2008.

38 Cfr. José Carlos Mainer, La Edad de Plata (1902-1939). Ensayo de interpretaci6n de un proceso cultural Madrid, Cátedra, 1983, pág. 28.

39  En relación con el caso de Antonio  Machado, Pedro Cerezo hablará de la «experiencia   de sentirse extraviado en el mundo, fuera de la propia casa» (Pedro Cerezo, Palabra en el tiem­ po, págs. 26-27).

40 Antonio Machado, «Arias tristes de Juan R. Jiménez», en Jordi Doménech (ed.), Prosas dispersas (1893-1936), Madrid, Páginas de Espuma , 2001, pág. 191

41 Friedrich Holderlin, «Pan y vino», Las grandes elegías (1800-1801), versión castellana y estudio preliminar de Jenaro Talens, Madrid, Hiperión, 1980, pág. 117.


 

Ana Mª Navarro

El Feminismo puede entenderse como un movimiento  y como una actitud. Como movimiento,  es  minoritario  y  plural  y  aparece dividido en múltiples grupos, a  veces  grupúsculos,  aunque está extendido por muchos países, sobre  todo  en  América  del Norte y Europa Occidental. Como actitud, responde a una  ideología bastante generalizada en nuestros días: permisivista, hedonista, materialista, individualista o colectivista.

Tampoco se presenta como un fenómeno aislado. Es un hecho social que se origina y refuerza con otros acontecimientos de tipo político, demográfico o ideológico. En concreto, el socialismo y el marxismo, como ideologías y como concepciones de vida, han influido bastante en los Movimientos Feministas, aunque  estos  hayan derivado en ocasiones hacia el maoismo y el anarquismo. La Revolución Industrial y el Capitalismo consiguientes, que supusieron para la  familia  la  disgregación  entre  el  hogar  y  el  lugar de trabajo, y  en  concreto  determinaron  para  la  mujer  trabajadora su inserción en la clase proletaria, son quizá las  causas  históricas más relevantes de la Historia del Feminismo actual.

Como fenómeno colectivo los autores  están  de  acuerdo  en  fijar su origen en 1848, fecha en que fue promulgada la llamada "Declaración de Séneca Falls" (Estado de Nueva York), que contiene doce Decisiones referentes a la igualdad radical  entre  los sexos, el derecho de la mujer al voto y a la participación social, politica y religiosa. En la Decisión número 12 se habla de "derribar el monopolio de los púlpitos' [1]. Curiosamente, el año 1848 es también el de la publicación del Manifiesto comunista.

De algún modo el acontecimiento de Séneca Falls venía a culminar toda una serie de protestas y reclamaciones que muchos autores, masculinos y femeninos, habían manifestado en épocas anteriores a través de la  literatura  o  el  ensayo.  Estos  testimonios quedarían en el acerbo de la bibliografía feminista, como testimonios aislados pero eficaces  de la  condición  de  inferioridad a la que la Historia y la sociedad habían reducido a la mujer.

Así como el descontento procedía en un principio de la exclusión de la  mujer del mundo  de la  cultura  y  de la  actividad  social o política, junto con su reducción a un papel reproductor y asistencial (madre-esposa, "reposo del guerrero"),  con  el impacto  de la ideología socialista,  y  sobre  todo  marxista,  pasaría  a  cobrar  un  tinte  marcadamente  político,  de  lucha  y  de  reivindicación. Por eso es interesante, antes de pasar adelante, analizar las  diversas formas en que se manifiesta el Feminismo actual.

1.        El feminismo y sus formas

Es difícil presentar una síntesis coherente de  las  similitudes entre las múltiples formas que adopta el Feminismo actual. También es difícil clasificarlas en orden a sus diferencias. En parte, porque muchas de ellas no han acabado de definirse, por  inmadurez o por contradicciones internas en su planteamiento.

No obstante, podemos aventurar que hay dos tendencias bastante marcadas. Una es la liberal-radical, que pretende una conquista  de  los  derechos  de  la  mujer  al  igual  o  por  encima  de los hombres, sobre todo en el plano sexual, familiar y  laboral­social. Esta tendencia va del reformismo más moderado al maximalismo más radical, pero no suele tener connotaciones  políticas. La encontramos sobre todo en los Estados Unidos, pais de larga tradición democrática. Las feministas norteamericanas pretenden influir en  la sociedad,  no  tanto a  través del  poder,  cuanto de las organizaciones y  actividades  intermedias  o  autónomas. De hecho es en Norteamérica donde se imparten cursos en la Universidad, se elaboran tesis doctorales y se publican libros de autores y autoras intelectuales sobre el tema de la Mujer y el Feminismo. Las especialidades que más se ocupan de ello son la antropología, histórica y filosófica, y la sociología.

Coincidiendo radicalmente en las ideas básicas pero discrepando en los métodos, se encuentra la segunda tendencia, la política. Esta corriente se ha localizado mayoritariamente en los países de Europa occidental. España es probablemente el último país que se ha incorporado a esta tendencia, a partir de la instauración de la democracia en el año 1975 [2]

La tendencia del Feminismo político es por un lado la radicalidad, el extremismo en las denuncias y la agresividad en las manifestaciones, y su estrecha vinculación a los partidos de izquierda, por otro. Siguiendo la teoría de Marx de que toda organización que aún no está cuajada debe vincularse a los partidos revolucionarios, no se sabe si por táctica o por  oportunismo, se promueven muchas agrupaciones feministas que constituyen un ala del partido correspondiente. Y el problema  que esta situación les plantea -están unidas a compañeros de mentalidad "machista", que son por lo tanto sus enemigos- les hace buscar la solución, bien inventando autonomías reales o utópicas, bien mediante lo que llaman sus adeptas la "doble militancia". Hay también asociaciones independientes.

Las diferencias entre los diversos movimientos radican fundamentalmente en la edad de sus dirigentes y en su extracción socio-cultural. En general son jóvenes -el dato es interesante por cuanto supone de inexperiencia familiar o de vida- y suelen proceder de los medios obreros. Hay evidentemente algunas universitarias, y mujeres de más edad, pero éstas en franca minoría. Se publican más artículos de revistas y de divulgación que libros, ya que el tema no ha recabado aún la atención de los intelectuales, quizá por  considerarlo  pintoresco o anecdótico [3]. Por  último,  da  la  impresión de que, así  como  las  feministas  apolíticas  -que  por  cierto son tildadas de  "burguesas"  por  las  políticas-,  pretenden  cambiar las condiciones de la mujer en la sociedad desde abajo, éstas aspiran a transformar la sociedad y  la  cultura  desde  el  poder, como condición previa a la mejora  de  la  condición  de  la  mujer. Lo que ya no se sabe es  si  esa  transformación  que  pretenden  es fin y no medio. Es decir, si lo que les interesa no  es tanto  la  mujer como el poder.

Vale la pena, pues, ordenar los objetivos de ambas tendencias feministas.

2.        Objetivos del feminismo

Aunque en pocos textos figuran ordenados, se puede construir una lista de objetivos feministas, siguiendo por  una  parte un  orden cronológico, y por otra una jerarquía en las pretensiones. A nuestro parecer, pueden ser expresados del siguiente modo:

1.°     Denuncia de las injusticias y  discriminaciones  de que ha sido objeto la mujer en el pasado

En este campo se recopilan citas, datos y textos  que  demuestran la secular condición de inferioridad de la mujer, como mito (musa,  diosa)  o  esclava  (procreadora,  subordinada  al  hombre   y a los hijos, y objeto sexual).

El postulado marxista  de la lucha de clases,  vendría  a añadirse  a esta calificación, mediante  la  definición  del  hombre  opresor  y la  mujer  oprimida.  Esta  idea  se  habría  de  convertir  en  axioma o dogma desde el  que  se  interpretaría  dialécticamente  la  historia de las relaciones personales y  de las  instituciones  relacionadas con la mujer.

En el caso  de  la  mujer  trabajadora  se  dice  que  la  opresión  es doble  -"sobreexplotada"-  por  razón  de  su  sexo  y  por  razón de su trabajo, tanto en el hogar como fuera. El Capitalismo, enemigo público del proletariado, impondría a  la  mujer  un  doble yugo: relegándola al hogar, con lo que se evitaba una  serie  de costos sociales, tales como guarderías infantiles, hospitales para enfermos y ancianos, servicios colectivos de lavandería, restaurante, etc., y explotándola en la fábrica, con salarios de complemento y empleos "de tapadera", que serían los más afectados en épocas de crisis, como la actual.

Hombre opresor, sociedad patriarcal y capitalismo se habrían aliado contra la mujer, en una fabulosa conjura histórica internacional. Es así cómo la feminista adopta a priori una postura defensiva, de quien se sabe agredido.  Se  entiende  así  la  amargura de su comportamiento, su agresividad destructora, su rechazo global [4]

2.º     "Libre disposición del propio cuerpo" o libertad sexual

Para ello, legalización y difusión masiva -con propaganda a través de los medios de difusión y a cargo de la seguridad social­ de anticonceptivos. Legalización del aborto y de la esterilización, con todas las garantías sanitarias.

El derecho invocado aquí es el de "maternidad  libre"  ("mi vientre es mio y hago de él lo que quiero"). Aunque el  Feminismo condena la  pornografía  y las  violaciones,  sin  embargo  apoya y protege la homosexualidad  masculina  o  femenina,  viendo  en ella una forma de marginación social.

En este marco rechaza cualquier  planteamiento  ético  que  apele al derecho a la vida del niño o a la responsabilidad social. Las críticas a la URSS por su  cambio  de  política  familiar  están  en esta línea [5]

3.º     Igualdad con el hombre

Se formula este objetivo de modo funcional, en relación con el empleo, las leyes y la educación (que fueron los tres planos elegidos como objetivo de la igualdad de los sexos por el Año Internacional de la Mujer organizado por la ONU en 1975). A nivel esencial hay varias opiniones, desde quienes consideran que no hay diferencias naturales entre los sexos porque todo es cultura ("la mujer no nace, se  hace",  "la  mujer  es  producto  de  la  costumbre, no de la  naturaleza",  dice  S.  de  Beauvoir).  Hay  quien  no acepta más diferencias que  la  reproducción  femenina.  Otros, por último,  amplían  el  reconocimiento  de  las  diferencias  entre los sexos, pero atribuyen a la  Historia y la  cultura  la mayor  parte de ellas. Queda con ello abordado el problema antropológico de naturaleza o cultura.

El tradicional "sexo débil" se convierte en "sexo fuerte" o "primer sexo" [6] Y  en  determinados  sectores  se  alza  para  destruir  a su secular enemigo, el hombre. Una nueva dictadura de mujeres -ya  que  no   matriarcado-   pretende   sustituir   al  patriarcado   de la sociedad tradicional de occidente.

4.º Destrucción del sistema de valores de la "clase dominante" y de sus estructuras

Se entiende por  clase  dominante  a  la  "burguesía  capitalista" en denominación marxista. Las estructuras, según el mismo criterio,  son  las  instituciones,  en  concreto  la  familia,  la  Iglesia  y el "Stablisment".

Quizá el blanco de todas las iras  sea  la  familia.  Trataremos  este aspecto con más detenimiento en el punto siguiente.

5.º Reclutamiento y propaganda

Una de las preocupaciones del Feminismo es la "concienciación" de la sociedad, hombres, mujeres y niños, sobre la secular opresión de la mujer. Nótese  que éste  es el punto  importante,  no  la conquista de sus derechos. Reconocen en sus textos que hay muchos obstáculos y atribuyen a manipulación y engaño la resistencia de muchas mujeres  a  abandonar  el amor  a su  marido  y el cuidado de los hijos. En los hombres, es su situación de  privilegio la que les hace oponerse a la liberación de las mujeres tal como la propone el Feminismo.

Tan es así  que  este objetivo  llega en  ocasiones a  convertirse  en prioritario. Los medios más idóneos para conseguirlo son la educación y la propaganda, el escándalo público.

En la escuela se propugna la coeducación y la iniciación sexual de los niños por medies colectivos, y se emplea  cualquier medio, clases o edición de libros de texto, donde sean modificados los "roles" tradicionales de la mujer y el hombre y la relación de autoridad-obediencia de los padres y los hijos. Los maestros y educadores deben ser sensibilizados previamente con los de la ideología desestabilizadora. La reciente difusión del llamado "Libro rojo del Cole" entre algunos escolares  españoles  sigue  esta idea.

Tarea parecida se propugna para las mujeres. Aquí hay que convertir a las mujeres "burguesas" que tienen "mecanismos de escape" en su cultura y su dinero, lo que les permite pagar un servicio doméstico o "ir a  Londres a abortar" convenciéndolas de su papel de mujeres explotadas  por  razón  de su sexo.  Esther  Vilar descubriría un argumento sorprendente: el explotado es el varón,  no  la  mujer [7]     A  la   mujer  trabajadora,  dos  veces  explotada, se le propone todo un programa de acción: desde huelga de brazos caídos [8] hasta quema de prendas íntimas  en  manifestaciones públicas.

En síntesis, podemos constatar que  los  objetivos  que  propugna el Feminismo actual, sobre todo el radical, apuntan a una erradicación de los valores que a lo largo de los siglos han  acompañado a la mujer en el mundo: entrega, generosidad, abnegación, impulso y aliento desde la intimidad del  hogar.  Quién  sabe  si, como ha quedado dicho  más  arriba,  interesa  más  la  destrucción de esos valores que la promoción de la mujer. Quizá porque  en grado máximo los encarna  ella.  "La  corrupción  de  lo  óptimo  es lo pésimo".

3.        El feminismo y la familia

El lema que se repite hasta la saciedad en muchos textos feministas es éste "Hay  que  destruir  a  la  familia".  Algunas  veces se añade el calificativo "patriarcal", otras se omite. Nos encontramos, pues, remedando a  la  Historia,  con  un  nuevo  "Delenda est Carthago!".

¿Por qué "hay que destruir  a  la  familia"?  Porque,  siempre  en la mentalidad feminista, la familia resume y concreta todos los comportamientos y actitudes de una relación de dominio. El Estado, las leyes o la Iglesia son también reprobables  en  la  medida en que alientan y defienden esta situación.

"Hay que destruir a la familia" por lo que  tiene de  alienante  para la mujer. Y los argumentos se ordenan por conceptos:

1.º Unás tareas tediosas  y rutinarias,  atomizadas de tal  modo  que la mujer no llega a especializarse en nada.

2.º Una atadura al hogar por  la  reproducción  y el cuidado de  los hijos, que  le  impiden  realizarse  en  otra actividad,  el  trabajo o la política.

3.º Una subordinación al  marido,  del que  depende  por  razón de la autoridad marital y por razón económica.

4.º Una  perpetuación  de  las  ideologías  dominantes,  al prolongar la situación de dependencia de los hijos a la madre y de dominio sobre ellos.

5.º Por  último,  la   familia,  siguiendo   a   Engels  "es   el   último reducto de la propiedad privada". En el plano social, propugna la cohesión íntima de pocos miembros -familia nuclear- y la insolidaridad social. En el aspecto económico es un servicio gratuito que ahorra al capitalismo una serie de costos sociales, como se ha visto más arriba. A la hora  de  buscarle  sustitutivos,  se  aprecian dos posibles formas en clara correspondencia con las dos tendencias arriba descritas, la liberal-radical y la socialista.

Se trata en ambas de colectivizar la vida familiar, unas a conveniencia de los adultos o para respetar la libertad de  los  niños, otras siguiendo una rígida planificación estatal. En unos casos se propugna la promiscuidad entre padres e hijos. Germaine Greer piensa en una granja en el sur de Italia donde los niños serían atendidos por los adultos que voluntariamente se  prestasen  a ello, sin distinguir quién de ellos sería su padre o su madre [9] Y en otro:, sería la colectivización de los servicios domésticos al mismo nivel que la actividad laboral, tal como se hace  en  los  Kibbutz  israelíes. En el extremo  estaría  la  "liberación"  total  de  las  cargas  de la  maternidad  con  los  niños-probeta,  en  una   fiel  reproducción de "El mundo feliz" de Huxley.

De modo parcial, como primer paso, se promueven la independencia de la mujer respecto del hombre mediante  el trabajo, que le proporciona dinero y en ocasiones le otorga el prestigio que la familia no le da, y el divorcio, que reduce la vida conyugal a un contrato temporal. Se pide también la creación de guarderías infantiles gratuitas y... "obligatorias", lo mismo que la  inserción  de los ancianos y enfermos en los hospitales  y la  colectivización de  los demás servicios.

En suma, y  de  eso  se  trata,  todo  apunta  a  desterrar  la idea de intimidad en las relaciones personales.  Todo  es  de  todos  y nada es de nadie en particular, ni  siquiera  el  amor.  Unas  lo piden en nombre de la libertad, otras en nombre de la responsabilidad. Ambos conceptos aparecen asi disociados.

4.        Crítica y balance del feminismo

Quizá valga la pena hacer una réplica no detallada pero sí ajustada a los diversos aspectos que el Feminismo critica en la familia, tal como se describe en el apartado

1.º No tienen  por qué ser  tediosas,  rutinarias  ni atomizadas  las tareas domésticas. Lo son si se toman como fines de la vida familiar; no, cuando son medios para una convivencia  grata y educativa. En ese caso demandan una jerarquización en un orden de importancia: las personas antes que  las  cosas,  lo  importante  antes que lo urgente. Y las "tareas" (trabajos  materiales)  se  convierten en un medio para educar en una serie de hábitos  virtuosos: ni manías, ni negligencias; orden, puntualidad, delicadeza, buen gusto, etc.

Ver las "tareas" como ocasión de adquirir  una  buena  disciplina, para lograr un mayor aprovechamiento del tiempo y del esfuerzo, educa a quien las desempeña, y ennoblece las  tareas  mismas, al conferirles valor de trascendencia. "El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad" [10]

2.º "La  cadena  ata,  pero  también   une".  La  vinculación   de  la madre a los hijos es un hecho universalmente aceptado por la experiencia, pero es también un fenómeno derivado de la propia biología. Si es  la  madre  quien  ha  llevado  durante  nueve  meses al niño en su seno, es natural que sea ella quien tenga  más  contacto con él después de nacer, incluso más que el padre. Pero esa relación, que  efectivamente  reduce  sus  posibilidades  de  hacer  a la vez y al mismo tiempo otra cosa, es también un reto a la organización del tiempo y a la  jerarquización  de  las  tareas.  Y, sobre todo, es una vivencia que enseña mucho, más que todos los libros del mundo, sobre los sentimientos y la relación humana.

Sobre el amor. De tal modo que de ese aprendizaje  puede  derivarse una  actuación  social  -incluso  laboral,  política,  por  qué  no- que lleve a la sociedad esos valores familiares, vividos, sentidos y asumidos en la propia experiencia de una madre.

Se dice que en el ejercicio  de  una  profesión  es  preciso  aglutinar  ciencia-teoría  -Y  experiencia-práctica-.  Pero  no   se   especifica el orden. ¿Por qué no puede una madre vivir primero la experiencia, y luego adquirir los recursos técnicos y  la  sabiduría teórica  que  le  permitan  sistematizar  su   experiencia   y   transmitirla a los demás, en forma de docencia o de orientación?.

Es decir, la "realización" no va únicamente por la línea del trabajo o la política. Es esa una generalización que no resiste la crítica más simple. La "realización" está en la  línea  del  despliegue de las cualidades personales absolutamente originales y propias,  y  este  despliegue  puede darse  -y  se  da-  en la  conjunción de la actividad -la que sea- con la deliberada intención de perfeccionar esa actividad, de perfeccionarse en ella, y de  perfeccionar a otros mediante esa actividad.

3.º        La   subordinación   de  la   esposa  al   marido,   por   razón  de autoridad o por dinero, es hoy un anacronismo. Es más frecuente la situación inversa, la del "padre ausente", junto con la  tarea de reincorporarlo al hogar, motivo de quejas  y  de  descontento de muchas esposas. En cualquier caso, la autoridad real suele ser compartida, y la esposa suele administrar el dinero que gana el marido -o los dos-. Aunque aquí puede haber también problemas. Pero el que los haya es normal en toda convivencia humana, no un síntoma de fracaso. Habrá  que  verlo  también  como un reto a la superación.

4.º        Los   hijos   reclaman   la   autoridad   de   los   padres,  porque necesitan  de  su  aprobación  o   negativa   para   algo   tan   básico en su desarrollo psicológico como es su seguridad. La natural dependencia y subordinación de los hijos pequeños a sus padres es algo, no sólo inevitable, sino  saludable.  Y  así  como  los  padres son el marco de referencia de la valoración de las cosas para los  hijos pequeños, los padres aprenden  también  a  ir  adaptándose  a los cambios que sobrevienen a los hijos en  su  desarrollo  biológico, mental, afectivo y espiritual. Pero, no porque es difícil mantener el timón de la familia,  tiene  sentido  abandonar  la  autoridad, pretextando que supone un dominio sobre los hijos.

5.° Es difícil de creer que la sociedad  está  compuesta  de  células cerradas e insolidarias entre sí, como se reafirma en Leibniz. El bien, como el amor, es difusivo, y donde el amor se vive con generosidad, como por ejemplo, en las familias numerosas, se comprueba cómo, a pesar de las dificultades materiales que ello comporta, esos hijos son desenvueltos, decididos, se integran con facilidad en la escuela, tienen amigos, colaboran.

Por último, el ser humano necesita de unas relaciones personales donde pueda volcar su intimidad. Y eso se da con la mayor naturalidad en el seno de la  familia,  no  en el  foro  público  ni  en  la estación de ferrocarril. Las relaciones familiares, cuyas características son la intimidad, la reiteración, la relación directa y complementaria entre pocas personas, fijas y permanentes, y, por último, la afectividad, se ha descubierto  que son  el elemento  clave en toda educación.

Sostener la familia y favorecer el desarrollo de su intimidad -que no excluye, sino que favorece su apertura  social-  es  también la mejor inversión social que pueda hacer cualquier sistema político y económico, en legitimo provecho del bien común. Más aún, la familia, la maternidad son la razón de  ser  de  la  tarea política y social.

Al hacer un balance sobre el feminismo radical, subrayaría dos aspectos. Por un lado, es una  alternativa  totalitaria  y  reductora para la propia mujer y, por el enorme influjo  que  la  mujer  ejerce en la familia, para la sociedad. Donde además el afán propagandístico es desestabilizador y violento,  puede  arrastrar  a  una serie de víctimas al fracaso y la desesperanza. Entre esas víctimas están potencialmente los jóvenes, idealistas, fascinables  y  proclives a adoptar soluciones extremas.

Por otro lado, supone  un  reto:  plantea  la  necesidad  de  clarificar posturas entre las mujeres, los hombres,  y  esa  masa  conformista  que  siempre  es  compañero  de  viaje  de  los  que  predican la ley del mínimo esfuerzo.

Ya se ven los resultados. El tema de la mujer ha pasado a protagonizar unos cuantos estudios, y realizaciones. El de la familia, -la contestación de los jóvenes  no es ajena a este  problema- ocupa la atención de políticos, científicos, educadores y moralistas. Es tema, junto con el matrimonio, que ha sido elegido para el Sínodo de Obispos que habrá de celebrarse  próximamente. Se me ocurre también, en este punto, aportar un par de  sugerencias:

1.ª Hasta ahora los problemas -las situaciones desviadas o dolorosas- han llamado la atención de la  gente. Hay  en  ello  como una tónica apesadumbrada, de enderezamiento de las cuestiones problemáticas. Pues bien, puesto  que  disponemos  de  tantos testimonios positivos y felices, de mujeres "realizadas" en su hogar o en su trabajo, sin que necesariamente participen de los planteamientos feministas, ¿por qué no  aprender  de  ellas?  ¿por qué no darles publicidad?

Es hora ya de tomar como objeto de estudio, no los casos anormales y patológicos, sino los casos normales.

2.ª  Sin  tener  que  adoptar  la  postura   reactiva  "lo  contrario del Feminismo es lo bueno", conviene conocer la parte de verdad que hay en su denuncia (efectivamente hubo discriminación his­tórica de la mujer), pero remediarlo en el sentido más digno y humano. Podrá ser mediante  la igualdad  de  oportunidades, o  por  el reconocimiento concreto y práctico de  la  dignidad  de  la  mujer, o a través de la valoración personal  y  social  de  sus  funciones, tanto el hogar como el trabajo. Y otras medidas que las circunstancias  vayan  planteando,  de  tal  modo  que  no  se  presente el Feminismo como el único Movimiento que se ocupa de la  mu­jer, ni termine captando a  las  que  se  encuentran  solas,  sin  ayuda ni orientación.

Es necesario dar a conocer las iniciativas que ya existen para asistir a la mujer en esta  difícil época  que  le  está  tocando  vivir. Es preciso también potenciar, con un alarde de realismo e imaginación. muchas fórmulas más.

Se trata de arrebatar al Feminismo,  aun  aceptando  el  incentivo de su reto, el aparente monopolio de la "liberación de  la mujer".

Ana Mª Navarro, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.         Amalia  MARTÍN  GAMERO,  Antología  del   Feminismo,   Alianza   Editorial, Madrid 1975, pp. 51-57.

2.         En Diciembre de 1975 aparece el Seminario Colectivo Feminista, organizando las Primeras Jornadas por la  Liberación  de  la  Mujer.  En  junio  de 1976 le seguirán las Jornadas Catalanas de la Dona.  Después,  una  prolifera­ ción de organismos y actividades. (Cfr. Magdalena VELASCO, ¿Qué hay  detrás de los Movimientos Feministas? en "Mundo Cristiano", abril 1978).

3.         Cfr. Carpeta Langaiak. Distribuido por  IPES  (Instituto  Promoción  Es­ tudios Sociales), Navarra 1980. Contiene unas cuantas  fotocopias  de  los  dis­ cursos  pronunciados  en  un  Cursillo  sobre  Feminismo   que,  con   gran  afluencia de jóvenes de  ambos  sexos,  están  teniendo  lugar  en  Pamplona  en  los  me­ ses de marzo y abril de 1980. Los títulos son significativos: Notas sobre el tema Feminismo y lucha  de  Clases  (Empar  PINEDA):  Sobre  los  conciptos  utilizados en el  Feminismo  (contradicción,  clase,  etc.)  (Gretel  AMMAUN MARTÍNEZ);  La toma de poder.  Dictadura  de  la  mujer  (Ana  EsTANY);  El  Feminismo  como opción política (s. a.).

4.         Una feminista declaraba en 1979 ante las cámaras de TVE  que  el  piropo debía ser castigado por la ley.

5.         "Marx nos ha vendido",  dice la  declaración  del  grupo  italiano  "Rivolta feminile".

6.         S. DE BEAuvom, La deuxieme sexe, Gallimard, 1949 (2 tomos); Ashley MONTAGU, Le premier sexe, Laffont, Paris 1970.

7.         Esther VILAR, El varón domado, Plaza y Janés, 1973. Cfr. J. M.ª IÑIGO,

La bomba Ester Vilar, Plaza y Janés, Barcelona 1975.

8.         Para el 8 de marzo, declarado como Día Internacional de la l'.'.Iujer trabajadora, se dictaminó una huelza de brazos caídos en  el  hogar  y  en  el  trabajo. Tanto en Norteamérica como en España tuvo muy  poco  eco  esta iniciativa.

9.         Cfr. A. STASSINOPOULOS, La mujer femenina, Grljalbo, Barcelona 1974.

10.       J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 47.

 

 

 

 

María Calvo

Se habla e investiga mucho sobre el vínculo de la madre con sus hijos, sobre los derechos de los niños y las mujeres. Pero, al tratar sobre la familia, el padre aparece como el gran olvidado. Numerosos estudios recuperan el valor de la paternidad y la relación entre esta y el matrimonio.

«Necesitamos varones que se den cuenta de que la paternidad no finaliza con la concepción. Y que asuman que la hombría no reside en su capacidad de tener hijos, sino en la valentía de criarlos y educarlos» (Barack Obama)

En Europa, recientes datos muestran cómo el número de matrimonios ha descendido alarmantemente. En España, las parejas que han optado por pasar por el Registro Civil en los últimos diez años han disminuido un 25 por ciento. Esta tendencia es aún más acusada entre las bodas eclesiásticas, que han caído un 52 por ciento entre 2007 y 2013. En la última década en nuestro país, el descenso del porcentaje de bodas ha sido del 27 por ciento. A ello debemos sumar el elevado número de rupturas que también hace patente la crisis que atraviesa la institución matrimonial. Todos los años, según datos del Instituto Nacional de Estadística, por cada diez matrimonios que se celebran, se producen siete rupturas.

Estos datos tienen una consecuencia inmediata en relación con los hijos, pues cuando el vínculo entre hombre y mujer es débil, también lo es habitualmente el vínculo creado entre ellos y los vástagos; y muy especialmente entre la figura paterna y sus descendientes. En relación con las parejas casadas, cuando los padres separados no viven con sus hijos −en países desarrollados rara vez la custodia es compartida, y la mayoría de las veces se le atribuye a la madre (68-88 por ciento)− las investigaciones demuestran que, con el tiempo, la relación padre-hijo en muchos casos acaba desapareciendo. Como reflejan diversas estadísticas, diez años tras el divorcio, solo uno de cada diez niños ve a su padre al menos una vez a la semana.

La desconexión padre-hijo es aún superior si nos referimos a la separación de parejas que nunca habían estado casadas. Estas no solo tienden a romperse con mayor frecuencia que las que tenían un vínculo matrimonial, sino que, además, los estudios exponen que, una vez separadas, en un 90 por ciento de los supuestos el padre se desvincula totalmente de la familia

Hoy en día, en Europa y Estados Unidos, aproximadamente cuatro de cada diez hijos nacen fuera del matrimonio. También en España, la proporción de hijos extramatrimoniales aumenta vertiginosamente y se está convirtiendo en un fenómeno masivo. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, la proporción de hijos de padres no casados, que era del 4,4 por ciento en 1981, no ha dejado de crecer hasta el 40,9 por ciento alcanzado en 2013. Abundantes investigaciones exponen cómo muchos de los padres de hijos nacidos fuera del matrimonio pierden la conexión con sus vástagos, tanto afectiva como material −pues abandonan su manutención− en un plazo breve de tiempo; incluso entre padres que gozan de bienestar económico pero que, al perder el contacto físico con los hijos, se niegan a permanecer en un papel de meros abastecedores. Según datos de la Administración norteamericana, en comparación con los hijos nacidos dentro del matrimonio, los de parejas no casadas pero que viven juntos tienen tres veces más posibilidades de crecer en ausencia física del padre, y hasta cuatro veces más si los progenitores no cohabitaban. En general, estadísticas de Naciones Unidas (Men in Families and Family Policy in a Changing World) advierten cómo un 31 por ciento de los padres de parejas no casadas y que no viven juntos pierde el contacto con su hijo un año después del nacimiento

Consecuencias de la ausencia física del padre

El hecho de que exista una relación directa entre la ruptura de parejas −de manera especialmente intensa en el caso de las no casadas− y la pérdida de contacto de los hijos con el padre es importante. Sobre todo si tenemos en cuenta los profundos efectos sociales que lleva implícita la ausencia física del padre. Diversos estudios muestran cómo la carencia de padre está en la base de la mayoría de los conflictos sociales más urgentes, desde la pobreza y la delincuencia, hasta el embarazo de adolescentes, abuso infantil y violencia doméstica, según datos extraídos de la National Fatherhood Initiative. 

La ausencia del padre, física o simplemente psíquica −distancia emocional−, puede tener efectos muy negativos sobre los hijos, incluyendo problemas de salud graves, ya que su sistema inmunológico se ve afectado por el estrés que genera tal situación de desamparo, y ello a pesar de los esfuerzos de las madres en estos casos para compensar las carencias afectivo-educativas desde el ángulo paterno, ya que la relación madre-hijo, por mucho que algunos quieran, nada tiene que ver con la relación paterno-filial.

Los hijos que sufren la ausencia física del padre viven la peor orfandad
posible: aquella en la cual sus padres están vivos.

El sociológo Duncan Timms, de la Universidad de Estocolmo, realizó durante dieciocho años un seguimiento de todos los niños nacidos en Suecia en 1953. A intervalos regulares, se le hizo un psicodiagnóstico a cada uno de estos quince mil niños. Los que presentaron un grado mayor de disfunción psicológica fueron varones nacidos de madre soltera y que crecieron sin padre. Son convergentes con estas conclusiones los resultados de un seguimiento de más de diecisiete mil menores de diecisiete años que realizó en Estados Unidos el National Center for Health Statistics: el riesgo de problemas emocionales y de conducta es entre dos y tres veces más alto para niños que han crecido sin padre. 

Ronald y Jacqueline Angel, investigadores de la Universidad de Texas, publicaron en 1993 un trabajo en el que se evaluaron los resultados de todos los estudios cuantitativos que analizaron los efectos de la ausencia paterna: «El niño que crece sin padre presenta un riesgo mayor de enfermedad mental, de tener dificultades para controlar sus impulsos, de ser más vulnerable a la presión de sus amigos y de tener enfrentamientos con la ley. La falta de padre constituye un factor de riesgo para la salud mental del niño». Hace treinta años se pensaba que los motivos principales de las conductas conflictivas de los chicos se encontraban principalmente en la pobreza o la discriminación. Sin embargo, hoy se sabe que la ausencia de padre está en la base de la inmensa mayoría de estas actitudes asociales.

Las cifras expuestas por la Administración norteamericana son ejemplificadoras del problema: 

  • El 63 por ciento de los suicidios de jóvenes se da entre muchachos sin padre. 
  • El 90 por ciento de los niños que se va de casa son de familias sin padre. 
  • El 85 por ciento de los chicos con desórdenes de conducta proviene de familias sin padre. 
  • El 80 por ciento de violaciones con violencia las cometen chicos de padres ausentes. 
  • Los jóvenes sin padre protagonizan el 71 por ciento del abandono escolar en secundaria. 
  • El 75 por ciento de los adolescentes en centros de desintoxicación no conoce a su padre. 
  • El 70 por ciento de jóvenes internados en reformatorios creció sin padre. 
  • El 85 por ciento de jóvenes en prisión proviene de familias en las que solo estaba la madre. 

Un punto interesante de este estudio es que el impacto de una madre ausente con respecto a la variable criminalidad es casi nulo, lo que confirma la especificidad de la figura paterna en la conducta transgresora. En cuanto a la pobreza, los niños de familias sin padre tienen cinco veces más posibilidades de ser pobres, y hasta diez veces más de ser extremadamente pobres.

Para David Blankenhorn, director del Institute for American Values (EE. UU.), en las primeras décadas del siglo XXI, la principal línea divisoria de la sociedad estadounidense no será el color de la piel, la lengua, la religión o el lugar donde uno vive: «Será una cuestión de patrimonio personal: quién, siendo niño, recibió el amor y los cuidados de un padre preocupado por él y por su madre, y quién no lo tuvo. Así estará dividida nuestra próxima generación de adultos. Es una situación de tal seriedad, que, si se distinguiera entre los niños que van a vivir con su padre cuando cumplan dieciocho años y los que no, la población menor de todos los Estados Unidos quedaría dividida en dos grupos de igual tamaño». Los efectos negativos de la ausencia paterna adquieren mayor intensidad cuando los hijos son varones, en especial en lo relativo al autocontrol y al fracaso escolar. Estos chicos tienden a mostrar actitudes masculinas muy exageradas con radicalización de estereotipos por la falta de un modelo adecuado de masculinidad

En cuanto a las niñas, la presencia del padre es determinante para su autoestima. En los hogares sin padre las niñas suelen embarcarse antes en relaciones sexuales, embarazos tempranos y divorcios. El riesgo de embarazo en la adolescencia se duplica en ausencia de padre −las consecuencias de este fenómeno trascienden lo individual y familiar: el costo de asistencia federal a madres solteras adolescentes en Estados Unidos es de cuarenta mil millones de dólares por año−. Por otra parte, la doctora Margo Maine, especialista en el tratamiento de desórdenes alimenticios, sostiene que la ausencia de padre −o su presencia débil y desdibujada− hace que las hijas necesitadas de las funciones que este debería brindarles no se sientan ni validadas ni valoradas y empiecen a dudar de sí mismas, a no gustarse, a tratar de modificarse, a partir de lo físico, de un modo obsesivo y, en última instancia, a tratar de llamar la atención a través de fenómenos corporales. Pero lo más grave es que nos encontramos ante un problema intergeneracional: los hijos que han crecido sin padre son más proclives a tener hijos fuera del matrimonio y no querer asumir responsabilidades al respecto. Estas cifras nos permiten medir cuantitativamente la tragedia, pero de ningún modo alcanzan a reflejar el dolor y sufrimiento de los miles de hijos afectados por esa triste carencia. Estos hijos viven la peor de las orfandades: aquella en la cual sus padres están vivos

Ausencia paterna y violencia

Entre el 6 y el 10 de agosto de 2011, muchos barrios de Londres y otras poblaciones inglesas sufrieron desórdenes generalizados, caracterizados por saqueos descontrolados y ataques incendiarios de violencia sin precedentes. Murieron cinco personas y al menos otras dieciséis resultaron heridas. Las pérdidas económicas por daño a la propiedad privada alcanzaron la cifra aproximada de doscientos millones de libras esterlinas, y la actividad económica local se vio afectada de modo significativo. Hasta el 15 de agosto, se detuvo a 3 100 personas y se presentó acusación formal contra más de mil de ellos. Un estudio sociológico posterior demostró que la mayoría de los detenidos eran varones jóvenes que habían crecido en ausencia física del padre o bien con una enorme distancia emocional de él. Como señaló el propio David Cameron: «¿Puede haber alguien que crea todavía que no hay relación entre la ausencia paterna y el salvajismo de los jóvenes que recorrían las calles como si fueran bestias?». 

Las culturas con mayor compromiso del padre en la
crianza de los hijos son las menos violentas.

Estos hechos podrían repetirse en cualquier lugar del mundo desarrollado. Son muchos los estudios e investigaciones que marcan un nexo de unión directo entre ausencia paterna y violencia. La relación entre estructura familiar y delincuencia es mucho más sólida y relevante que la existente entre raza y criminalidad o pobreza y delincuencia. Las estadísticas prueban que solo el 13 por ciento de los delincuentes juveniles proviene de familias en las que el padre y la madre biológica están casados. Por el contrario, el 33 por ciento desciende de padres separados o divorciados y el 44 por ciento proviene de padres que nunca estuvieron casados. 

El Dr. James Dobson, fundador de Family Research Council, señala cómo, sin la guía y dirección de un padre, la frustración de los muchachos les conduce a variadas formas de violencia y comportamiento asocial. Desde los ocho o nueve años, los niños sin padre buscarán en la calle su medio de vida, sus modelos, sus líderes, sus ritos iniciáticos, su identificación y su sustento. Su vida no será una vida de familias, sino de bandas callejeras. Crecerán en el desorden, sin capacidad para integrarse en sociedad e incapaces, asimismo, de asumir más tarde su propia paternidad en toda su dimensión afectiva, educativa y social.

Los economistas de la Universidad de California Llad Phillips y William Comanor, basándose en un seguimiento a más de quince mil adolescentes que realiza anualmente el Center for Human Resources (Universidad Estatal de Ohio), encontraron una fuerte asociación estadística entre ausencia de padre y delincuencia y violencia juvenil: el riesgo de actividad criminal en la adolescencia se duplica para varones criados sin figura paterna. También los antropólogos M. West y M. Konner detectaron una relación entre ausencia del padre y violencia al estudiar el funcionamiento de una serie de culturas diferentes. Las culturas con mayor involucración del padre en la crianza de los hijos resultaron ser las menos violentas. Para el Dr. Anatrella, especialista en psiquiatría social, el niño que no ha experimentado el conflicto edípico −chocar con el padre y sus corolarios sociales− tiene muchas posibilidades de lanzarse en su juventud a comportamientos asociales, violentos y agresivos. Estos jóvenes no encuentran el límite a su psicología que impone la presencia de la función paterna que les ayuda a interiorizar el sentido de la ley y en consecuencia, como no saben «cómo pertenecer»: roban, agreden y son violentos para ocupar, a la manera primitiva, un territorio. 

Según el psicólogo forense Shawn Johnson, no hay nadie más capacitado para frenar la agresión antisocial de un muchacho que su padre biológico. Algunos trabajos de investigación sugieren que la función paterna tiene una influencia crítica en la instauración y desarrollo de la capacidad de controlar los impulsos en general y el impulso agresivo en particular, es decir, la capacidad de autocontrol. Esta relación entre función paterna y control de impulsos tiene posiblemente un papel importante en las adicciones. De hecho el 50 por ciento de los toxicómanos en Francia y en Italia proviene de familias monoparentales.

En Estados Unidos, en junio de 2008, la National Fatherhood Initiative presentó un estudio en el que exponía cómo los problemas ocasionados como consecuencia de la ausencia de padres en los hogares costaban al Gobierno federal cien mil millones de dólares al año. El sistema judicial norteamericano se encuentra colapsado por la criminalidad de quienes crecieron en hogares sin padre. En palabras del doctor en filosofía Donald DeMarco, «la falta de padre nos conduce a la anarquía personal y social».

Beneficios de la presencia paterna activa

Como señala uno de los más destacados sociólogos de Estados Unidos, el Dr. David Popenoe: «Los padres son mucho más que simplemente los segundos adultos del hogar. Los padres implicados traen múltiples beneficios a los niños que ninguna otra persona es capaz de aportar». Nadie duda de que las madres son insustituibles en la vida afectiva y emocional de los hijos, así como en su desarrollo físico y equilibrio personal, pero el listado de beneficios que proporciona un padre implicado en la educación y configuración de la personalidad de los hijos es asimismo considerable y bien diferente. La psicología del vínculo maternofilial ha sido ampliamente estudiada desde hace siglos, pero recientes investigaciones (Lamb, Greenberg, Morris, Lynn) han demostrado cómo los hijos establecen relaciones de apego con el padre tan fuertes como con la madre, y estos vínculos paternofiliales aportan consecuencias también muy beneficiosas. La poderosa influencia de un padre sobre sus hijos es única e irremplazable. El estímulo paterno cambia la vida de los hijos. 

Recientes investigaciones demuestran cómo los hijos establecen
con el padre vínculos tan fuertes como con la madre.

Diversos estudios indican una serie de diferencias cualitativas entre los niños que han crecido con o sin padre. Los niños que se han beneficiado de la presencia de un padre interesado en su vida académica, emocional y personal tienen mayores cocientes intelectuales y mejor capacidad lingüística y cognitiva; son más sociables; tienen mayor autocontrol; sufren menos dificultades de comportamiento en la adolescencia; sacan mejores notas; son más líderes; presentan una autoestima más elevada; no suelen tener problemas con drogas o alcohol; desarrollan más empatía y sentimientos de compasión hacia los demás; son más sociables y cuando se casan tienen matrimonios más estables, según datos extraídos del National Center for Fathering. Algunos estudios sugieren que la presencia activa del padre es especialmente importante desde los primeros instantes de vida de los niños. En esta línea, un trabajo de Jacinta Bronte-Tinkew, investigadora de la organización Child Trends, en 2008, centrado en el análisis de expresiones de balbuceo y capacidades de exploración, pone de manifiesto que los niños cuyos padres están más involucrados en su cuidado y supervisión presentan una probabilidad más baja de sufrir retrasos cognitivos. 

Junto con estos trabajos centrados en el desarrollo infantil, es cada vez más importante la evidencia que relaciona las actividades educativas de los padres con sus hijos en los primeros años de vida con los rendimientos escolares en etapas más avanzadas. Los estudios señalan, por ejemplo, que los bebés de seis meses cuyos padres se ocuparon activamente de ellos tienen un mayor nivel de desarrollo mental. La investigación realizada por el Dr. Blake Bowden, del Hospital Infantil de Cincinnati, sobre una muestra de 527 adolescentes, mostró que aquellos niños cuyos padres desayunaban, comían o cenaban al menos cinco veces a la semana con ellos tenían muchas menos probabilidades de tener dificultades en la escuela, alteraciones de conducta o consumo de drogas. En otro trabajo de campo desarrollado sobre 11 572 adolescentes (The National Longitudinal Study of Adolescent Health), se llegó a la conclusión de que la presencia del padre, temprano por las mañanas, después del colegio y a la hora de la cena y de acostarse, es fundamental para la educación de adolescentes tranquilos y con éxito escolar. La implicación activa del padre está íntimamente relacionada con un gran número de características positivas de los niños como el grado de empatía, autoestima e inteligencia social. Asimismo, incrementan el nivel de felicidad de los hijos y su compromiso en asuntos de su comunidad. Se detectan también menos problemas de comportamiento, incluyendo hiperactividad, ansiedad, depresión, comportamientos delictivos, especialmente entre hijos varones. Muchos de estos beneficios se constataron también en padres que, aunque no vivían con los hijos, tenían sin embargo un elevado nivel de implicación y compromiso con ellos, con contacto constante y regular.

Así como los padres son fundamentales para el bienestar de los hijos, el
matrimonio es esencial para el bienestar de los padres.

En relación con la autoestima e independencia de las hijas, nuevamente la influencia paterna es determinante. En este sentido, merece la pena citar la investigación desarrollada por Lora Tessman, acerca de las primeras mujeres que lograron doctorarse en Estados Unidos en el prestigioso MIT (Massachusetts Institute of Technology). La mayoría de estas mujeres triunfadoras en un mundo tecnológico y dominado por hombres había tenido, desde su nacimiento, una relación paterno-filial intensa, sana y afectuosa. Y en relación con los propios padres, estudios recientes demuestran que los hombres que son padres responsables y activos tienen niveles de felicidad y satisfacción con la vida superiores a los que no lo son, y suelen gozar de matrimonios más estables. Los beneficios de la implicación activa de un padre y de la conexión afectivo-emocional con los hijos son inmensos y repercuten sobre el cuerpo entero de la sociedad, según el National Health Statistics Report, de Estados Unidos.

El matrimonio: incubadora de paternidad

Cuando en una sociedad el fenómeno de la ausencia paterna adquiere carácter masivo, deben esperarse consecuencias, tanto en el devenir psicológico del individuo, como también de forma generalizada en el plano social. Como señaló el psicólogo alemán Alexander Mitscherlich: «Cada vez más, los procesos sociales han privado al padre de su importancia funcional». Es preciso reaccionar lo antes posible y adoptar medidas al respecto. Se trata no solo de favorecer la paternidad en sí, sino el vínculo matrimonial previo, que, como indican las investigaciones, es garantía de mayor estabilidad y conexión emocional entre el padre y los hijos. La paternidad es más efectiva y satisfactoria cuando va acompañada y resulta complementada por la maternidad y está enmarcada en el matrimonio. Así como los padres son fundamentales para el bienestar de los hijos, el matrimonio es esencial para el bienestar de los padres. La institución matrimonial parece ser el marco más adecuado para el desarrollo de la función paterna en plenitud. Según David Blankenhorn, en el matrimonio se dan dos de los requisitos básicos para una efectiva implicación de los padres en la crianza y educación de los hijos: residencia estable en el hogar común y colaboración íntima con la madre de los vástagos

Se trata no solo de favorecer la paternidad en sí, sino
el vínculo matrimonial previo, que es garantía de estabilidad y
conexión emocional entre el padre y los hijos.

Otras investigaciones establecen una relación de proporcionalidad directa entre la buena relación madre-padre con la relación padre-hijo. La relación con la madre es un predictor de la implicación del padre en la crianza y educación de los hijos. Además, varias investigaciones recopiladas por Naciones Unidas revelan cómo los individuos casados tienen mayor nivel de satisfacción con la vida y tienen menor riesgo de depresión y mortalidad, lo que afecta directamente al ejercicio de la paternidad. En la misma línea, la Children’s Society británica considera la estabilidad familiar como el principal predictor de bienestar de los hijos. Y, según estadísticas del National Center for Family & Marriage Research, las parejas casadas se consideran más felices que las que no lo están, lo que repercute necesariamente en la propia felicidad de los vástagos.

En conclusión, el matrimonio es la gran incubadora de la paternidad. A pesar de esta evidencia, en España, sin embargo, no se están adoptando las medidas necesarias al respecto. A diferencia de otros países, como EE. UU. o Reino Unido, nuestro país sigue ignorando la necesidad de prestar la debida atención a los padres y a la institución matrimonial. En las políticas sociales actuales existe una profunda indiferencia ante la paternidad como función social y como valor. También en la práctica judicial se refleja tal indiferencia. Como señala acertadamente Evelyn Sullerot, socióloga y feminista francesa, un divorcio por mutuo acuerdo puede acabar convertido para el padre en una condena a prescindir del hijo, y dejar su paternidad humillada, atrofiada y herida. El divorcio es el medio que facilita a un número cada vez mayor de hombres hacerse conscientes del declive de la paternidad en nuestras sociedades. El papel del padre no puede ser eliminado ni desvalorizado ni ignorado ni tergiversado sin consecuencias negativas graves para el hombre que lo ejerce, para el hijo que lo necesita, para la mujer que lo complementa y, en general, para la familia y la entera sociedad.

Gobierno y Administración llevan años impulsando y promocionando a la mujer con medidas concretas, normativas y administrativas. Y esto debe seguir siendo así, pero hay que hacer lo mismo también con los varones, con los padres −casados o no; separados o no−, pues la mejor defensa de la mujer y de los hijos es también una política adecuada de fortalecimiento y apoyo a la paternidad −el Plan Integral de Apoyo a la Familia 2016-2017 no contiene ni una sola referencia expresa a la paternidad o a la función del padre−. Y esto sin perder de vista que padres y madres se complementan y equilibran. Los hombres tienen muchísimo que aprender de la educación materna, y las madres de la educación paterna. Padre y madre forman un equipo, la educación individualista y atomizada de cualquiera de los dos cónyuges conduce necesariamente al fracaso educativo y al desequilibrio emocional de los hijos. Todo encuentro entre un hombre y una mujer, entre el padre y la madre, es nutriente y enriquecedor para ambos, cuando estos están dispuestos a abandonar sus corsés mentales, a romper estereotipos del pasado y a crear juntos un espacio de unión y participación en beneficio de ambos y, en consecuencia, de los hijos.

María Calvo, profesora Titular de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III

Fuente: Nuestro Tiempo

Ilustración: Diego Fermín

Fernando Díez Moreno

Se ha considerado a Tomás Moro, primero como un santo y mártir y después como un gran humanista cristiano. Pero no se puede olvidar que fue también un gran jurista y que todas las condiciones fueron importantes para el ejercicio del poder político. Dejando de lado el contexto cultural y social de su vida, se repasan en este artículo las facetas del autor de Utopía, destacando las virtudes y los principios éticos que rigieron su actividad.

Queda fuera de nuestro estudio el contexto cultural, económico, social y político en que se desarrolló la vida de Tomás Moro, esto es, el Renacimiento tardío, que daría comprensión a su vida y explicación a su obra. Y también queda fuera el análisis de esta misma obra en su perspectiva política.

El objetivo que perseguimos es la valoración humana del político Tomás Moro; sus cualidades y virtudes políticas, y entre ellas la importancia del «actuar en conciencia» que le llevó a la muerte; su manera de concebir el poder y de relacionarse con los poderosos; y, por último, el ejemplo, para los políticos de nuestros días, de su honestidad e integridad, ajenas absolutamente a cualquier tipo de corrupción.

Para ello veamos, brevemente, primero su condición de humanista y después la de jurista para comprender cómo estaba preparado y cómo concibió la vocación política y el ejercicio del poder.

Tomás Moro reunió en grado extremo los caracteres del auténtico humanista de su tiempo: un hombre culto, como lo eran los humanistas de la época, con profundo conocimiento del legado grecorromano; una preocupación por el hombre integral y por su alma trascendente; un profundo sentido de la amistad; una gran preparación y competencia profesional; un especial sentido de la familia, en sus dos matrimonios fue un marido y un padre excepcionalmente afectuoso y preocupado por los estudios de humanidades de su mujer e hijos; y sentido de la lealtad, respecto de la fe cristiana y respecto a la Corona que sirvió.

En su obra más famosa, Utopía, Tomás Moro utilizó esta técnica para describir una organización social y política ideal, fruto de su imaginación, que tenía visos de irrealizable pero que contenía una crítica de la situación existente en su época. Ser utópico no es soñar lo imposible o lo inasequible, sino soñar lo que es difícil. Por primera vez en la historia del pensamiento se aborda el tema de la igualdad.

Tomás Moro, el jurista

De su biografía se deduce que fue su padre, también jurista, quien le impuso los estudios de Derecho, cuando Moro se sentía más atraído por los estudios humanísticos. No ha dejado escritas directamente obras jurídicas, a diferencia de su aportación al pensamiento humanista. A los treinta años Moro era un famoso abogado que intervenía en los asuntos más importantes que se conocían ante los tribunales.

El pleito más importante de su vida fue el defenderse de la acusación de traición

Pero sin duda alguna, el pleito más importante de su vida fue el defenderse de la acusación de traición. El Parlamento aprobó el Acta de Sucesión (Ley de Sucesión), por la que la Iglesia de Inglaterra se independizaba de Roma y negaba la supremacía espiritual del Papa, y se reconocía a los herederos de Ana Bolena como sucesores de la Corona, de manera que se negaba a Catalina su condición de reina.

Posteriormente, el Parlamento aprueba el Acta de Traición, en la que se calificaba como traidor a quien privase maliciosamente al rey, la reina o sus herederos de sus títulos y dignidades, así como a quien calificase al rey de hereje, cismático, tirano o infiel.

La negativa de Tomás Moro a jurar estas leyes le llevó a juicio ante el Consejo Real. A la primera acusación contesta que su resistencia no era «maliciosa» (por tanto no se producen las condiciones del tipo penal), sino «en conciencia». A la segunda acusación, sobre privación del título y dignidad real, contesta que para ello son necesarias actuaciones positivas, y él se ha limitado a guardar silencio, no habiendo dicho ni hecho nada. Aduce además que, de acuerdo con el Derecho común, «el que calla, otorga».

Y cuando se pronuncia la sentencia de muerte Tomás Moro pide ejercer el derecho de última palabra, y argumenta: la Ley de Sucesión repugna a la Ley de Dios y de su Iglesia al negar la supremacía del Papa, por lo que no puede servir para acusar a ningún cristiano; Inglaterra no era más que un miembro de la Iglesia y no podía dictar leyes contra su universalidad; aunque los obispos y universidades de Inglaterra estuviesen contra la posición de Moro, los obispos y las universidades del resto del mundo cristiano estaban a su favor. Era consciente que el tribunal buscaba su muerte no solo por la cuestión de la Supremacía, sino por no querer condescender en el asunto del matrimonio de Enrique VIII.

Tomás Moro, el político

Breve semblanza

Sus primeros contactos con la política se produjeron al formar parte de las embajadas oficiales que el rey envía a Europa para asuntos comerciales.

En 1504 es elegido miembro del Parlamento y se opuso a la petición de contribuciones al reino que Enrique VII planteó. En 1510, una vez muerto Enrique VII, Moro es reelegido y nombrado Under-Sheriff (alguacil) de la ciudad de Londres, y al mismo tiempo el equivalente a un juez de paz, de Hampshire, siendo decisiva su intervención el motín de 1517 (Evil May Day). En 1518 es consejero en el King Council del rey Enrique VIII, quien le nombra Master of Resquests. En 1521, vicetesorero del reino y nombrado caballero (KnigHt), al igual que lo fuera su padre. En 1523 actúa como Speaker. Un año después, en 1524, ocupa los puestos de canciller del ducado de Lancaster y de High Steward en la Universidad de Cambridge, participando activamente en la política interior y exterior del reino.

Cuando el canciller-cardenal Wolsey fracasa en sus gestiones con Roma para resolver «el asunto familiar», y entrega el Gran Sello de los Cancilleres (es decir, dimite) el 19 de octubre de 1529, Tomás Moro es nombrado canciller seis días más tarde, puesto que ocupa hasta 1532. En este momento renuncia al cargo de canciller. A partir de entonces comienza su calvario.

Es recluido en la Torre de Londres en 1534, acusado de traición, al no querer reconocer en el rey la condición de jefe de la Iglesias de Inglaterra. Durante los quince meses de prisión soportó extremas condiciones materiales y de dolencias físicas; resistió las presiones de familiares, especialmente de su mujer, y de amigos, para que cediera en su posición; y tuvo la certeza de que esa posición y la crueldad de Enrique VIII le llevarían a la muerte. Fue decapitado el 6 de julio de 1535.

Actitud de Moro ante  la política y el poder

No haremos mención en este trabajo, como ya anticipamos, a las ideas políticas de Moro, que están implícitas en su obra Utopía, y que tanta polémica han levantado, especialmente en relación con el derecho de propiedad.

Nuestro interés se centra en poner de manifiesto cómo concibe Moro la dedicación a la política y cómo debe llevarse a cabo el ejercicio del poder.

En su tiempo, la política se concibe como una ciencia empírica, no apriorística, de forma que el uso de la historia permite ejemplificar lo que los gobernantes deben hacer y deben evitar. Así, Moro utiliza frecuentemente a Tácito y a Suetonio, Maquiavelo lo hará con Tito Livio, Shakespeare con Plutarco. Este método opondrá a la corriente maquiavelista el humanismo cristiano, que tomará el nombre de «tacitismo» por el uso frecuente que se hace de Tácito [1].

Tuvo muchas dudas sobre si dedicarse a la política: Como abogado de prestigio tenía una posición profesional consolidada

En una actitud preliminar, Moro tiene muchas dudas sobre si dedicarse o no a la política. Como abogado de prestigio tenía una posición profesional consolidada y no necesitaba la política como medio de vida. No era de los que querían servirse de la política, sino de los que sirven a la política. Ni tampoco veía la política como forma de beneficiar a amigos y parientes, pues entendía que había cumplido con ellos sobradamente.

Sus dudas se centraban en si con sus consejos y su dedicación podría influir en hacer mejor la cosa pública, porque sabía que de las decisiones que se toman al más alto nivel de la política «fluye al pueblo entero el caudal de todos los bienes y los males» [2]. Si, no obstante, sus consejos no servían para mejorar la cosa pública, ni para remendar los vicios consolidados, era obligado pensar que cuando sobreviene la tempestad y resulta imposible gobernar los vientos, no por ello debe abandonarse el barco. Por otra parte, pensaba, el retraerse e intervenir en la política por el peligro que conlleva, demostraría gran cobardía.

Le animaba el pensamiento de que la ejemplaridad y la influencia de un hombre pueden cambiar, aunque fuese poco a poco, la situación política. Así, con una clarividencia que le acerca a nuestros días, Moro estaba convencido de que el único método para lograr un cambio profundo y duradero en la sociedad, era el buen ejemplo, la constante intervención y presencia activa en la política y el prestigio profesional.

No se trataba de cortar de raíz los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo, sino de mejorar poco a poco sus vicios y sus costumbres. La política era para él un arte, no de agresividad, sino de reforma, y su uso acertado permitiría recristianizar la sociedad, de manera que cuando una cosa no pueda ser vuelta para el bien, debe ordenarse de manera que no resulte mala. El oficio político era para conseguir un progresivo mejoramiento de la realidad social, y en el caso del régimen despótico de Enrique VIII, la acción del cristiano debía basarse por fuerza en una acción renovadora [3].

A Moro le repugnaba mezclar y confundir la religión y la política, pues son materias distintas aunque se relacionen en la esfera social y en la conciencia del individuo. La política es para los asuntos humanos y la religión para los divinos. El dogma es intocable, mientras las creencias políticas mudan y cambian. Y dada su relación en la vida social es preciso establecer una prioridad de autoridad sin caer en el error de extender el primado de lo espiritual a todas las cuestiones del Estado [4].

Su condición de gobernante: honestidad e integridad

Para el humanismo de todos los tiempos, el gobernante, es decir, el político, debe enfrentarse a tres problemas: la pasión por el poder, la corrupción y la obsesión por su imagen [5].

La pasión por el poder es legítima. No se debe descalificar a nadie de quien se dice que tiene una gran ambición. La cuestión está en saber dirigir y enfocar esa ambición hacia los fines propios del ejercicio del poder: servir a los demás, esto es, a los ciudadanos, en vez de servirse a sí mismo. El poder necesita pasión, pues nada hay más desolador que un político sin ella. Y se necesitan políticos apasionados por su tarea y por su servicio a los demás.

La corrupción no es solo el tema de nuestro tiempo y de nuestros días. También existía en los tiempos de Tomás Moro como veremos más adelante. Se produce porque el político corrupto se sirve a sí mismo, en vez de servir a los demás; porque considera que una vez alcanzado el poder todo le está permitido, especialmente enriquecerse. Hay muchas maneras de corromperse, desde abusar de los servicios, de las personas y de las cosas que se ponen a su disposición para cumplir las funciones públicas encomendadas, hasta terminar el mandato con un patrimonio superior al del inicio.

El tercer problema del político se mueve en líneas más suaves y en conductas menos visibles, pero que conducen ineluctablemente a la demagogia, y es la obsesión por la imagen y por tener presencia en los medios de comunicación a costa de lo que sea.

La integridad del gobernante es así el resultado de su pasión, de su honestidad, y de la superación de la esclavitud de la imagen. La lucha permanente por la integridad de las personas constituye el ideal permanente del humanismo y debe serlo también del gobernante. No basta la honradez o la honestidad es necesaria una vocación de plenitud personal al servicio de los ciudadanos y del bien común o interés general. Además, la comunidad tiene derecho a que sus gobernantes sean íntegros, porque los elige para que lo sean.

Todas las consideraciones que acabamos de hacer sobre la honestidad y la integridad en política fueron aplicables a Tomás Moro, como lo demuestran algunas circunstancias de su vida que reflejamos a continuación.

A la vuelta de una de las embajadas que duró más de seis meses, el rey le señaló una pensión anual no ciertamente despreciable teniendo en cuenta sus obligaciones familiares y las obligaciones para con su secretario y criados que le acompañaron en el viaje. Pero renunció a ella porque la estimaba «incompatible» con su cargo de Under Sheriff de Londres, «pues si surge algún conflicto con la Corona en materia de privilegios, aquellos [los ciudadanos de la City] confiarán menos en mi integridad, por cuanto sería persona ganada por las mercedes reales» [6].

Nuestro humanista Juan Luis Vives destacó de él «su agudeza de ingenio, su profundidad de juicio, la excelencia y variedad de su erudición, la elocuencia de su discurso, la integridad de su conducta, su sana intuición, su eficacia, la suavidad de su modestia, su rectitud y su inquebrantable lealtad» [7].

Cuando el canciller-cardenal Wolsey presentó al Consejo Privado del Rey un proyecto para crear un nuevo puesto que representara de manera exclusiva los intereses de la Corona de Inglaterra, con la intención de ser nombrado para el puesto, obtuvo el voto favorable de duques, condes y demás nobles que componían el Consejo, pero no el de Tomás Moro. Al reproche del canciller-cardenal de si no se avergonzaba de disentir de gente tan noble y de que siendo el último en dignidad y rango mostraba ser un consejero estúpido, respondió Moro que había que dar gracias a Dios de que su majestad el rey tuviera solo un idiota en su Consejo. Los dos vicios cortesanos que más afligían a Moro eran el hambre ansiosa que ponían todos en enriquecerse y la petulante vanagloria de quienes le rodeaban [8].

El embajador de Carlos I de España, Luis de Praet, informaba puntualmente al emperador de la situación en Inglaterra y de cómo el canciller-cardenal Wolsey pretendía hacerse el árbitro de la paz, inclinándose a favor de Francia o de España según conviniera, por lo que quien quisiera valerse de sus servicios debía pagar en dinero contante y no con simples promesas. Y además le sugería que, dado el ascendiente que Moro tenía en la corte, no estaría de más atraérselo con algunos regalos. Pero muy pronto el embajador tuvo necesidad de rectificar su juicio [9].

La dimisión de Tomás Moro del cargo de canciller constituye una prueba suprema de honestidad política. El 1 de mayo de 1532, Enrique VIII conmina al clero a prestarle obediencia, delegando en él la potestad legislativa en materia eclesiástica, lo que consigue cuatro días más tarde al recibir el documento de la Submission. Moro trató de impedir que se aprobaran tales medidas, pero no lo consiguió y el 16 de mayo presentó su renuncia. Debe tenerse en cuenta que en aquellos tiempos el servicio al rey no era comparable al moderno comportamiento político. El rey lo era por derecho divino y el deber de los súbditos consistía en obedecer. Una dimisión voluntaria era una ofensa al rey y un acto de rebelión. No existía la libertad que existe hoy para abandonar un cargo político. Pero Moro lo hizo porque de seguir en el cargo tendría que obrar contra su conciencia [10].

En cierta ocasión Moro fue denunciado por haber aceptado como soborno una valiosa copa de oro, que le regaló la mujer de una de las partes de un proceso (Vaughan versus Parnell). Moro reconoció que, efectivamente, mucho después de dictar la sentencia, le habían ofrecido la copa como regalo de año nuevo y que tanto le habían importunado que consideró descortés rehusarla. Y cuando la parte denunciante consideraba haber probado su denuncia, Moro añadió que una vez recibida la copa ordenó a su mayordoma la llenara de vino bebiendo allí mismo a la salud de la oferente y devolviéndosela para que se la regalase a su marido, lo que fue confirmado por la dama y los testigos [11].

En otra ocasión recibió el regalo de un litigante con pleito pendiente, el cual aceptó con la condición de que el donante aceptara otro de mayor valor por parte de Moro [12].

No era el miedo a la muerte lo que le acongoja sino que le consideren traidor a la autoridad legítimamente constituida por Dios

Dentro de la integridad política de Tomás Moro cabe destacar la virtud de la lealtad [13]. A los enemigos de la Iglesia les resulta difícil entender la lealtad civil y humana que han vivido siempre los cristianos con las autoridades civiles. No era el miedo a la muerte lo que acongoja a Tomás Moro, sino que le consideren traidor a la autoridad legítimamente constituida por Dios para gobernar la sociedad. Tal vez pueda parecer locura esta lealtad, pero sin ella no se entiende su vida y su muerte.

Esta era su firme convicción: lealtad al rey y al poder constituido; libertad de conciencia a Dios; libertad en el fuero interno y sumisión a las leyes, siempre que no infrinjan el Derecho divino. Tomás Moro no se negaba a admitir como herederos del reino a los descendientes de Ana Bolena, si la nación los aceptaba como tales. Lo que no podía admitir era la proclamación de la invalidez del matrimonio con Catalina de Aragón, negando la supremacía espiritual del Papa. Y ello no era un problema político sino espiritual.

El papa Benedicto XVI, al dirigirse a las Cámaras de Representante y de los Lores, en sesión conjunta, el 17 de septiembre de 2010 dijo: «Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura de santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político» [14].

Patrono de los políticos

Las cualidades que hemos destacado de Tomás Moro justifican plenamente que le consideremos el primero de los humanistas. Pero ¿por qué patrono de los gobernantes y de los políticos, cuando se diferencia tanto de ellos?

El papa Juan Pablo II lo decidió así [15], a petición de jefes de Estado y de Gobierno, conferencias episcopales, obispos, numerosas instituciones de diversa orientación política, cultural o religiosa, porque de la figura de Tomás Moro emana un «mensaje de inalienable dignidad de la conciencia, de primacía de la verdad sobre el poder, de coherencia moral y de una política que tenga como fin el servicio a la persona»

Tomás Moro enseñó que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes, y desde este imperativo moral gestionó las controversias sociales, tuteló y defendió con gran empeño a la familia, promovió al educación integral de la juventud y mantuvo un profundo desprendimiento de honores y riquezas, una humildad serena y jovial, un equilibrado conocimiento de la naturaleza humana, el buen humor y la ironía, y una seguridad en sus juicios y convicciones basados en la fe.

Podemos concluir en que Tomás Moro alumbró una verdadera ética política basada en la defensa de la Iglesia frente a las indebidas injerencias del Estado, en la primacía de la libertad de conciencia frente al poder público, en el ejemplo de honestidad e integridad frente a la corrupción, de preparación cultural y profesional, de lealtad a su rey, de hombre de conciliación y dialogo, de amor a la familia y de sentido de la ironía.

Obras principales

La obra de Tomás Moro es muy copiosa, pero toda ella referida al Humanismo y no al Derecho. Es obra en prosa, obra poética, gran número de cartas, así como cursos o conferencias impartidas.

Entre 1498 y 1505 publica Nueve rimas para las tapicerías de la casa de sir Juan Moro, Endechas a la muerte de la reina Isabel, El libro de la Fortuna, donde recoge sus temores a las represalias de Enrique VII, y Sainete de cómo un oficial de Justicia tuvo que hacer de fraile.

En 1506 traduce junto a Erasmo los Diálogos de Luciano y la Vida de Pico della Mirandola. En Epigramas recogesus meditaciones sobre la muerte y el desengaño dela existencia, la libertad política de los ciudadanos y la fortunay azares de la vida. Y en la Historia de Ricardo III recuerdalas trágicas circunstancias conocidas en su niñez.

Impartió conferencias sobre san Agustín y su De civitate Dei en Londres, y cursos en el Lincoln’s Inn sobre materias jurídicas en 1511 y 1515. Antes, a la muerte de Enrique VII, escribe Odas y poemas a Enrique VIII, a la coronación del nuevo rey y a su boda con Catalina.

En 1515 escribió Utopía, entre Flandes y Londres, su obra más famosa, nombre de una isla imaginaria, que desde entonces se hace concepto, y en el que reflexiona sobre muy diversos problemas sociales.

Tomás Moro luchó decididamente contra la herejía luterana. Réplica a Martín Lutero, Diálogo acerca de las herejías, Escritos contra las herejías, Refutación de la respuesta de Tyndale y Apología están en esta línea. De tema religioso son Los novísimos, en el que pasa revista a estos, aplicándolas a cada uno de los siete pecados capitales; la Súplica de las almas, para contestar el libro de Simon Fisher Súplica de los mendigos, escrito contra el clero; Debelación de Salem y Bizancio y Respuesta a la primera parte del venenoso libro que un hereje anónimo ha titulado «La cena del Señor», en defensa de la eucaristía.

Ya en la cárcel, Moro escribe Diálogo del consuelo en la tribulación, sobre la invasión turca de Hungría y el peligro de la cristiandad, y sobre la forma de vivir con Cristo entiempos de persecución; Tratado sobre la pasión de Cristo y Expositio Passionis. Llamamos la atención al lector sobre cómo interpreta Tomás Moro las Sagradas Escrituras, utilizando sus experiencias jurídicas. Así, por ejemplo, cuando el evangelista Mateo relata «marchó a la otra parte del torrente Cedrón, a un huerto llamado Getsemaní», la mención de dos lugares, Cedrón y Getsemaní, dice Moro, no es vana, porque Cedrón significa tristeza y Getsemaní, valle fértil.

Fernando Díez Moreno, en nuevarevista.net/

Notas:

1 V. «Santo Tomás Moro: humanista, jurista y político», conferencia de Federico Trillo-Figueroa, pronunciada el 9 de noviembre de 2013 en el Centro Cultural de la Villa de Madrid.

2 Utopía, Editorial Zero, Madrid, 1980, pág. 78.

3 A. Vázquez de Prada: Sir Tomás Moro, Ed. Patmos. 3.ª ed., 1975, pág. 242.

4 Ibídem, pág. 249.

5 V. la 34ª Carta sobre «Humanismo y Política» de Fernando Díez Moreno en la pág. Web de la Fundación Tomás Moro: www.fundaciontomasmoro.es.

6 A. Vázquez de Prada: op. cit., pág. 178.

7 J. L. Vives: D. Aurelii Agustini libri XXII De civitate Dei, en ibídem, pág. 234.

8 Vázquez de Prada, op. cit., págs. 242-243.

9 Ibídem, pág. 262.

10 Ibídem, págs. 356-357.

11 Ibídem, pág. 377.

12 Ibídem, pág. 378.

13 Ibídem, págs. 394, 403, 438.

14 Encuentro con representantes de la sociedad civil, del mundo académico, cultural y empresarial, con el cuerpo diplomático y con líderes religiosos en el Westminster Hall (City of Westminster).

15 Carta apostólica en forma de motu proprio de 31-10-2000.

 

Giulio Maspero

1. Introducción: ¿por qué el año de la fe?

Al comienzo de la Carta Apostólica en forma de motu proprio Porta Fidei se dice: «La puerta de la fe (cfr. Hch 14, 27) que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia está siempre abierta para nosotros» [1]. Fe y vida son de este modo inmediatamente próximas en el incipit del documento con el cual el Santo Padre estableció el año de la fe. La vida de la que se habla es la de comunión con Dios. La preocupación fundamental del documento, coherente con todo lo que Benedicto XVI está enseñando a lo largo de su pontificado, es la de impedir que el cristianismo pueda ser confundido con una simple doctrina filosófica o moral: es más bien, en su esencia, un encuentro vital con Cristo Resucitado, presente en Su Iglesia y Señor de la historia, un encuentro «que da un nuevo horizonte a la vida» [2].

Este nuevo horizonte de la vida de comunión con Dios abierto por la fe es la fuente misma de la predicación y del apostolado de Pablo y Bernabé, que, ya vueltos a Antioquía, de donde habían salido para su misión, «reunieron a la iglesia y contaron todo lo que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (Hch 14, 27). Por tanto, es Dios mismo quien abre la puerta de la fe actuando en la vida de sus apóstoles y de sus santos.

La imagen de la puerta es corriente en el lenguaje del Evangelio: con frecuencia la puerta está cerrada, como en el caso de las vírgenes necias (cfr. Mt 25, 10) o en el caso del hombre y sus hijos que ya se habían acostado (cfr. Lc 11, 7). La puerta es de todos modos estrecha y el amo de la casa puede cerrarla (cfr. Lc 13, 24-25 y Mt 7, 13-14). Pero Dios abre aquella puerta, y la vida y la experiencia de Pablo lo manifiestan; por esto escribe a los Corintios «se me ha abierto una puerta amplia y prometedora» (1Cor 16, 9), y pide a los Colosenses que oren para que Dios «nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 3).

El Evangelio de Juan añade un elemento esencial: abre la puerta no solo Dios, sino también el Buen Pastor, que se manifiesta por el hecho de pasar por la puerta, y se identifica con la puerta misma (cfr. Jn 10, 2-10). Desde esta perspectiva Cristo es la Puerta, porque lleva a la vida plena y eterna que el Padre otorga.

La referencia escriturística a la puerta de la fe remite, por tanto, a una perspectiva eminentemente teologal: la fe compromete e involucra la vida precisamente porque dona la vida, una vida que no tendrá nunca fin. Por eso, «atravesar esa puerta implica emprender un camino que dura toda la vida» [3].

Según las intenciones del Santo Padre, el año de la fe debería tener como fin precisamente la recuperación del fuerte lazo entre fe y vida: la fe no se vive hoy porque ya no se advierte que es esencial para la vida, no se reconoce ya como un factor significativo para la existencia.

Esta verdad —la conexión entre fe y vida— ocupa un lugar central en el Magisterio de Benedicto XVI: «Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» [4].

Hoy la religión, y de modo especial el catolicismo, puede ser valorada, en el contexto de una cultura extendida, como un factor enemigo de la felicidad. Todo lo que nos atrae parece resultar prohibido precisamente porque nos atrae. La fe es presentada como necesariamente opuesta a los deseos del hombre y a una vida en plenitud. La referencia a Nietzsche en la primera cita de la Deus Caritas est es muy explícita en este sentido [5].

Pero ¿por qué la fe es percibida hoy como enemiga de la vida? Benedicto XVI contesta indicando que la causa está en un insuficiente relieve atribuido a la dimensión teologal en el anuncio cristiano. Es preciso poner de relieve, en cambio, el primado del don y señalar que el elemento esencial del esfuerzo del cristiano es la disposición a recibir. En este sentido en la Porta Fidei el Papa afirma con fuerza: «La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» [6].

Más que la exigencia de ser coherentes, lo que hace que la fe sea de modo natural una guía para la existencia es la conciencia de la hermosura del don y de la alegría por el encuentro: «La fe “que actúa por el amor” (Gal 5,6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cfr. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2Co 5, 17)» [7].

Las virtudes teologales son la vida de Dios que irrumpe por la gracia en la vida del hombre que se abre a estas. Santo Tomás, por ejemplo, afirma que la fe «es el hábito de la mente, por el que se tiene una incoación en nosotros de la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve» [8].

El movimiento es, por tanto, desde la Vida de Dios, que se dona, a la vida del hombre, que llega a ser opus Dei. Benedicto XVI expresa esta dinámica de modo sumamente luminoso, si nos acercamos a la enseñanza y a la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer a la luz de Porta Fidei: «En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación» [9].

2. Vida de fe en san Josemaría

Como Pablo, también san Josemaría experimentó que Dios le había abierto la puerta de la fe, al descubrir que su voluntad es que se abran «los caminos divinos de la tierra» [10], haciendo aparecer aquel «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes» [11] y la «vibración de eternidad» que todo instante encierra [12]. Por esto llamaba a Madrid su “Damasco” [13], lugar donde recibió la luz clara sobre su vocación y su misión de fundar el Opus Dei. La santidad a la que Dios le llamaba estaba encerrada en la vida cotidiana y en el amor al mundo. La obra que Dios cumple en él se realiza en la existencia concreta, transformada así en lugar del encuentro con Dios. Hacer la obra de Dios está esencialmente fundado, en la experiencia de san Josemaría, en el ser “obra de Dios”.

El primado de la dimensión teologal es absoluto, ya que el mismo creer, según enseña Jn 6, 29 arriba citado, es obra de Dios: la condición necesaria para hacer la obra de Dios es permitir cada vez más que la propia vida sea obra de Dios por medio de la fe [14]. Esta es en sí un don de Dios, quien por medio del bautismo comunica su vida y su santidad a cada cristiano.

No debe extrañar, por lo tanto, comprobar que la gran frecuencia de la palabra “fe” en los escritos publicados por san Josemaría manifieste inmediatamente una evidente correlación con la terminología relativa a la vida [15]. Se habla de “vivir de fe” y de tener una “fe viva”. Esto se puede esclarecer acudiendo al final de la homilía titulada “Amar al mundo apasionadamente”, pronunciada en la Universidad de Navarra el 8 de octubre 1967. También entonces se celebraba un año de la fe, promulgado por Pablo VI, al cual el Fundador del Opus Dei hace referencia explícita:

Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: “magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul”; engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe. [...]

Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria.

Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al “mysterium fidei”, a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres. [...]

Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María [16].

Santificar la vida cotidiana es posible precisamente gracias a la fe y equivale a vivir de fe y a tener una fe viva [17], con referencia explícita a la doctrina paulina de Ga 3, 11: «El justo vivirá de la fe». Todo está fundado en la dimensión teologal, como indica san Josemaría con una expresión sugestiva: «Los actos de Fe, Esperanza y Amor son válvulas por donde se expansiona el fuego de las almas que viven vida de Dios» [18].

“Vida de fe” es el significativo título de una homilía incluida en Amigos de Dios y reservada a esta virtud teologal: en ella, la aparente ausencia de milagros de la época actual, comparada con la de los primeros tiempos del cristianismo, se atribuye precisamente al hecho de que los cristianos no viven una vida de fe [19]. La fe es viva, en cambio, cuando «se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre», según la expresión ya citada de Porta Fidei. La fe es viva cuando es operativa, cuando se manifiesta y lleva a elecciones concretas, a propósitos que orientan la existencia real del cristiano [20]. De lo contrario, la fe está muerta, porque permanece en un plano simplemente sociológico, como si se tratara de una doctrina abstracta o de una serie de tradiciones morales que no tienen un valor absoluto en sí. Lo explica bien Joseph Ratzinger, cuando señala que los contenidos de la fe no son como la tabla periódica de los elementos, cuyo conocimiento no afecta directamente a la existencia del hombre. La fe atañe, en cambio, a unas verdades frente a las cuales no es posible no tomar postura. Por esto no se puede decir que existan verdaderamente agnósticos: ellos, en efecto, son en realidad unos ateos prácticos, porque para vivir han de tomar unas decisiones concretas que deciden que no sean conformes a la fe [21].

En otros términos, para vivir es preciso en todo caso tener una fe, porque inevitablemente se elige dar un sentido a la propia existencia. De este modo la enseñanza de san Josemaría no puede estar más lejana del pelagianismo y del moralismo. El cristianismo no puede limitarse a las obras, ni el hombre puede conquistar la salvación con sus solas virtudes humanas o con su propio trabajo. Se dice, en cambio, con claridad extrema que el acto de creer no se limita al aspecto intelectual, a la aceptación de algunas verdades que tienen poco que ver con la vida, sino que, al contrario, el propio acto se refleja en la vida misma del creyente, porque la fe comunica la vida sobrenatural, y permite pensar según la «lógica de Dios» [22]. Todo se pone en relación con Cristo y se establece con Él una relación personal: «No tiene fe “viva” el que no tiene entrega actual a Jesucristo» [23].

Es exactamente el cristocentrismo radical lo que permite a san Josemaría hablar de modo tan audaz de santificar y de amar al mundo [24]. Parece muy revelador el siguiente texto: cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada [25].

El anuncio solemne de la llamada universal a la santidad se presenta, por tanto, como una profundización en la fe como “nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre”, ya que nace del encuentro con Cristo en la vida de cada día. La reducción de la fe a pura tradición sociológica, con la consiguiente separación de la vida real, está unida con una reducción de su ámbito al dominio de lo extraordinario, de lo que no es normal. En cambio acoger la llamada universal a la santidad implica dar nueva vida a la propia fe para abrirse al Dios cercano:

Vamos a no engañarnos... —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve. Aunque no lo percibamos con nuestros sentidos, su existencia es mucho más verdadera que la de todas las realidades que tocamos y vemos. Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas.

Creemos esto..., pero ¡vivimos como si Dios no existiera! Porque no tenemos para El ni un pensamiento, ni una palabra; porque no le obedecemos, ni tratamos de dominar nuestras pasiones; porque no le expresamos amor, ni le desagraviamos...

—¿Vamos a seguir viviendo con una fe muerta? [26].

La fe ha de ser viva porque Cristo no es un personaje del pasado, un recuerdo, una tradición, sino que está vivo, hoy, ahora [27]. Y vivir de fe quiere decir en esencia tratarle de tú, dirigirse a Él, mantener una relación personal con Él. Esta doctrina pone la fe en conexión directa con los deseos más profundos del hombre. No niega, no elimina, sino que satisface los más secretos impulsos del corazón: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [28]. Por esto a san Josemaría se le acusaba de predicar ejercicios de vida y no de muerte, como era costumbre entonces [29].

De este modo, en la homilía “Vida de fe”, los textos de la Escritura de los que se parte son los relatos de los milagros de Jesús que sale al encuentro de los deseos de los hombres, como en el caso de Bartimeo, el ciego de Jericó, en Mc 10, o de la hemorroísa en Mt 9, y finalmente del padre del joven lunático en Mc 9. Como escribió Joseph Ratzinger, «la sed de lo Infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, más aún es su misma esencia» [30], de modo que todos los amores y deseos auténticos encuentran su sentido solo en el Amor divino:

Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo. —Amale de verdad —¡de verdad, de verdad!—, y serás protagonista de la gran Aventura del Amor, porque estarás cada día más enamorado [31].

El corazón del hombre pide un auténtico “para siempre” —hasta Nietzsche ha dejado escrito que «toda alegría quiere la eternidad» [32]— pero todo esto es mentira si el hombre no reconoce en los amores de la tierra, en los anhelos de su corazón, un camino que lleva, como el río a la fuente, al Amor de Dios, a Cristo, Amor de los amores:

Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre [33].

En conclusión se puede afirmar que la propuesta de fe de san Josemaría habla a la vida, se dirige a los amores de los hombres. Frente a una fe concebida solo como fenómeno sociológico o tradicional, su predicación interpela al corazón del hombre porque nace de una fe «cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe» [34]. Jesús es presentado, en el sentido personal del verbo, como se presenta un amigo, como el Amor de los amores, la fuente y el sentido de todo amor auténtico y puro.

La llamada universal a la santidad tiene como cimiento, en efecto, la seguridad de la cercanía de Dios en la vida concreta, allí donde están las aspiraciones y deseos del hombre. Amar al mundo apasionadamente es posible por medio de la fe, gracias a una profundización en la fe.

Precisamente el primado de la dimensión teologal y el cristocentrismo permiten presentar la fe de modo que corresponda al anhelo del hombre. ¿Pero, cuáles son los fundamentos teológicos de esta perspectiva?

3. Fe de hijo y fe de padre

Esta profundización en la dimensión teologal de la fe, que permite abrirse a la santificación de la vida ordinaria, y por tanto muestra cómo la fe misma corresponde a los deseos más profundos y nobles del corazón del hombre, tiene profundas raíces teológicas. Estas raíces tocan aquellos elementos doctrinales que estarán cada vez más en el centro de la atención de los teólogos a lo largo del siglo XX, precisamente en el intento de reflexionar sobre la llamada universal a la santidad.

En las enseñanzas de san Josemaría estos elementos están claramente presentes, en primer lugar, por la luz que el carisma imprimió en su alma y, luego, gracias a la profundidad de la comprensión de la tradición de la Iglesia permitida por esta luz. En particular, son bien evidentes elementos dogmáticos característicos del pensamiento patrístico, que siempre ha presentado conjuntamente la fe y la vida.

Destaca sobre todo el fuerte convencimiento de la filiación divina, que nos otorgó Cristo, y que es expresada hasta con términos más orientales como divinización [35]; esta filiación apunta hacia la clara percepción de la conexión entre las misiones divinas y las procesiones intratrinitarias, así como al vínculo entre el acto creador con la generación eterna del Hijo. San Josemaría afirma, comentando Ga 3, 26: «todos vosotros sois hijos de Dios mediante la fe. ¡Qué poder es el nuestro! Poder de saber que somos y que somos hijos de Dios» [36]. Y saca las consecuencias de aquel misterio que en términos patrísticos es identificado con la distinción sin separación y la unión sin confusión de economía e inmanencia divinas, del obrar de Dios y de Su ser. En la historia de la salvación se percibe constantemente la dimensión trinitaria, que permite reconocer el sentido de lo creado en el Verbo encarnado. Con palabras del gran teólogo francés Jean Daniélou: «Desde los mismos orígenes profundos de todas las cosas aparece esa relación íntima de toda la creación con el Verbo. Se puede afirmar que en ese sentido la creación no es sino una irradiación de la generación eterna» [37]. Por esto, san Josemaría afirma que no hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los cielos [38].

Ser contemplativos en medio del mundo quiere decir reconocer, gracias al don de la fe y a la vigilancia sobre este don, que todo habla de Cristo, que Él es quien da sentido a la historia y al mundo. Nada de lo que es auténtico le puede resultar extraño, de modo que no es necesario abandonar la vida ordinaria para llegar a ser santos. De nuevo según las palabras de Jean Daniélou: Cristo «coincide en cierto modo con la realidad misma del ser creado en su totalidad. Y sustraerse a Cristo es al mismo tiempo sustraerse a lo real. No consiste en andar más allá de Cristo, antes por el contrario es cerrarse a la vida» [39].

La doctrina de la fe no es solo un conjunto de enseñanzas que se han de aprender, sino más bien una luz que ilumina la realidad, luz que procede de los ojos de Cristo.

La unión de fe y vida es, por tanto, reflejo del cristocentrismo de san Josemaría y de su profunda experiencia del papel de la filiación divina, verdadero centro de todo el mensaje cristiano y punto de unión entre el tiempo y lo eterno. En el Verbo encarnado, en Su Corazón, se encuentran los dos movimientos: de Dios que busca al hombre y el del hombre que con sus deseos busca, también de modo inconsciente, a Dios, Amor de los amores. Por esto la fe no se presenta nunca solo como una doctrina, sino que es vitalmente reconducida a Cristo:

La fe es virtud sobrenatural que dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder que sí a Cristo, que nos ha dado a conocer plenamente el designio salvador de la Trinidad Beatísima [40].

El asentimiento de la mente es inseparable del asentimiento del corazón que se realiza en el encuentro con Cristo, vivo y resucitado, en el hoy del cristiano [41]. El acto de fe es pensamiento y conocimiento que nacen de la relación con la Persona de Jesús, del diálogo y de la apertura a Él. Entre los Padres de la Iglesia, san Agustín explicó este aspecto distinguiendo tres dimensiones del acto del creer: es preciso creer que Dios existe, credere Deum; pero hace falta también creer a Dios que se revela, credere Deo; y todo culmina en el credere in Deum, es decir, en la adhesión personal a Dios, en una fidelidad que se resuelve en tender continuamente con la propia vida a Él [42]. En este sentido, la concepción de san Josemaría es profundamente moderna y auténticamente fiel a la tradición patrística [43], de la cual evoca el “apofatismo”, esto es, la afirmación que el conocimiento del ser mismo de Dios está más allá de las capacidades humanas. Piénsese en la bellísima respuesta que dio en un encuentro multitudinario en Venezuela, en 1975:

Y cuando ellos te digan que no entienden la Trinidad y la Unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero. Si comprendiera las grandezas de Dios, si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño..., y, sin embargo, cabe —quiere caber— en mi corazón, cabe en la hondura inmensa de mi alma, que es inmortal [44].

La dimensión intelectual no puede agotar el conocimiento de Dios, que es irreductible a un concepto o a una idea. El misterio cristiano se capta con plenitud en el conocimiento personal de Dios que habita en el alma del bautizado. De este modo, la pareja fe y corazón se repite en sus escritos: se trata de “ver la verdad y amarla” [45], de amar y creer [46]. La dimensión doctrinal no es sacrificada en un lance que se expone al sentimentalismo, ni la fe es reducida a simples fórmulas intelectuales, desligadas de la vida. La original fórmula “piedad de niños y doctrina segura de teólogos” [47], indicada como camino seguro para sus hijos espirituales, manifiesta esta misma honda armonía que desde los primeros cristianos alimenta la fidelidad de la Iglesia y tiene su fundamento precisamente en la filiación divina.

Creer es en primer lugar don, es la estancia de Dios en el corazón del hombre, su venir.

Se vislumbra de este modo cómo un elemento esencial de la profundización en la comprensión de la dimensión teologal de la fe sea el realismo radical de la afirmación de la inhabitación trinitaria en el hombre. Este último está llamado a ser una sola cosa con Cristo, Quien es su verdadera identidad. Se puede vivir de fe solo viviendo la vida de los hijos de Dios, para ser otro Cristo [48]. San Josemaría acude por esto a la fuerte expresión alter Christus, ipse Christus [49]: «Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo» [50].

Una fe que se convierte en “un nuevo criterio de pensamiento y de acción”, que es fe plena en la encarnación, en su realidad, en su sentido cósmico. El sentido del mundo es el Hijo encarnado y el hombre está llamado a reconducir todo a Cristo, Quien devuelve todo al Padre. Esto quiere decir reconocer la huella de la Trinidad en lo creado, subiendo del Hijo encarnado, que da sentido al mundo, al Padre, fuente de todas las cosas. Como ya escribió Jean Mouroux: «nuestra fe es cristológica; y porque es cristológica, es trinitaria» [51].

Ser contemplativos en el mundo significa, por tanto, mirar el mundo con ojos trinitarios, una mirada que la unión personal con Cristo hace posible. De este modo se puede encontrar el sentido de la creación y de la historia en la libertad de los hijos de Dios.

En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor [52].

La encarnación confirma el Amor divino, revelando que la verdadera ley que gobierna el mundo no es la ciega necesidad, ni una razón absoluta y desencarnada, sino la libertad y la confianza del Padre que crea cada cosa en el Hijo y por el Hijo [53]. Así, san Josemaría declaraba en una entrevista en España en 1969:

Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre [54].

Por esto, el santo de Barbastro tenía la «certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [55].

Esta honda comprensión de fe se convertía en vida en la respuesta de san Josemaría, que se sentía hijo de Dios hasta tal punto que llegaba a ser padre de otros hijos, y los formaba de modo que llegaran a ser a su vez padres. Pero formar en la libertad y hacer crecer exigen la fe en el único Padre que siempre actúa, engendra y protege. Un magnífico texto de 1937 —con el lenguaje cifrado que era necesario a lo largo de la guerra civil para engañar a la censura— muestra la fortaleza y la profundidad de esta fe vivida:

Yo... no digo nada —escribe a sus hijos de Madrid—. Tengo costumbre de callar y de decir casi siempre: “Bien, o muy bien”. Nadie podrá decir con verdad, al fin de la jornada, que hizo esto o lo otro, no ya por orden, sino ni por insinuación del abuelo. Me limito, cuando creo que debo hablar, a poner claros y terminantes los datos de cada problema: de ningún modo, aunque la vea patente, doy ni daré la solución concreta de cada caso. Otro camino tengo, para influir en las voluntades de mis hijos y nietos, con suavidad y eficacia: fastidiarme y dar la lata a mi viejo Amigo D. Manuel. ¡Ojalá no pierda yo el compás, y sepa dejar hacer libérrimamente a los míos... hasta que llegue la hora de tirar de la cuerda! Que llegará. Desde luego —creo que me conocéis—, a pesar de la flaqueza de mi corazón, nunca seré capaz de sacrificar la vida —ni un minuto de la vida— de nadie, por mi comodidad o por mi consuelo. Y esto, hasta tal extremo, que callaré (ya hablaré con D. Manuel) aunque me parezcan las resoluciones de mis hijos una verdadera catástrofe [56].

San Josemaría muestra su modo de actuar y gobernar con fe, recurriendo a Dios —D. Manuel, el Emmanuel precisamente— para respetar la libertad de sus hijos, que para crecer, para adquirir la capacidad de ser padres, han de experimentar también sus propios límites y sus errores. Para una persona que ama esto es doloroso, es un sufrimiento análogo a los dolores del parto, pero no hay otro camino para engendrar de verdad a otro, haciéndolo capaz de ser a su vez padre. Es propio de un padre, en efecto, hacer descubrir al hijo la belleza de la realidad, más allá de la percepción de sus límites personales y de los ajenos. De este modo «la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo» [57] se apoyan precisamente en la fe de san Josemaría que le hace ser padre de modo tan destacado.

La fe de hijo, que es fe en el Hijo, se traduce de modo natural en la fe de padre que caracterizó la vida de san Josemaría, totalmente entregada a la Obra de Dios. Él, que se sentía muy hijo, fue también muy padre. La misma fecundidad apostólica puede ser interpretada en esta perspectiva teologal de la fe, que le movió a convocar a muchas personas para que fueran santas en el mundo, y a abrir en la historia concreta y real un camino de santidad, en la realización de la institución.

4. Conclusión: vida trinitaria

El Santo Padre ha proclamado un año de la fe para superar la crisis entre fe y vida: parece que hoy el cristianismo y las verdades profesadas en el Credo ya no tienen valor para la existencia concreta del hombre. En cambio, en la enseñanza de san Josemaría se encuentra, ya desde un nivel meramente terminológico, una estrecha conexión entre fe y vida, en cuanto se presenta la vocación cristiana como llamada a vivir de fe, a fundar la propia existencia en el trato personal con Cristo.

La invitación a convertir la fe en obras nace de una honda comprensión del primado de la dimensión teologal, que permite dirigir el mensaje cristiano a los amores y a las aspiraciones más profundas de los hombres. La posibilidad de amar apasionadamente al mundo y de santificar todas las actividades y dimensiones auténticamente humanas de la propia existencia, se basa en una profundización de la comprensión de la íntima conexión entre fe y vida. La unidad de vida, constantemente predicada por san Josemaría, no es solo coherencia, sino que brota de una fe honda y operativa que abre la vida del hombre a la Vida misma de Dios. En efecto, «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [58].

Todo esto, desde un punto de vista teológico, se funda en una comprensión cristológica de la fe como llamada a la identificación con Cristo. La filiación divina pasa al primer plano, y permite leer el mundo a partir de la revelación trinitaria. Si el Creador es el Dios Uno y Trino, el sentido último de la creación ya no es plenamente comprensible sin referirse al misterio de la Trinidad misma. La historia y la libertad del hombre adquieren así un valor extraordinario.

La profundidad teológica de la unión de fe y vida en el pensamiento de san Josemaría es particularmente evidente en una de sus enseñanzas más profundas y originales, que citamos por su valor sintético: la invitación concreta a aprender a vivir de fe contemplando la Sagrada Familia [59], subiendo a la Trinidad del Cielo a partir de la existencia concreta y de las mutuas relaciones entre María, Jesús y José, que él llama “la trinidad de la tierra”. Este camino, fundado en una intuición que constituye una verdadera y propia síntesis dogmática, pone de relieve tanto el cristocentrismo como la profundización en la dimensión teologal de la fe:

Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad, aquella de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal... No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando..., porque a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra [60].

El hombre está llamado a vivir la vida misma de Dios, la vida de la Trinidad Santísima, como aconteció en la Sagrada Familia, en la que cada uno vivía totalmente para el otro, en una comunión de amor perfecta, fundada en la presencia de Dios, de la segunda Persona divina, sobre la tierra. Desde las misiones, san Josemaría sube a las procesiones divinas inmanentes, manifestando cómo la vocación cristiana no es un puro esfuerzo humano para imitar a unos modelos inalcanzables, sino que depende o consiste en que, más bien, Dios ofrece siempre los medios que permiten al cristiano corriente ser divinizado en su vida cotidiana, trabajando y amando a las personas que el Señor puso a su lado.

Desde el punto de vista dogmático, la enseñanza de san Josemaría tiene profundas raíces en los Padres de la Iglesia [61], en aquel pensamiento que surgió de la vida de los primeros cristianos. Además, el primado de la dimensión teologal y la conexión de fe y vida se apoyan en la plena percepción de la trascendencia del misterio de Dios Uno y Trino, que en el lenguaje patrístico desemboca en el apofatismo. Precisamente esta comprensión profunda del misterio une fe y vida y permite explicitar la conexión entre el actuar de Dios en la historia y su inmanencia trinitaria. De este modo, a propósito de la incomprensibilidad del misterio del Dios Trino, san Josemaría afirma:

Es justo que en la maravilla inmensa de belleza y de sabiduría de Dios haya cosas que en la tierra no entendemos. Si las entendiéramos, Dios sería un ser finito, no infinito, cabría en nuestra cabeza, ¡qué pobre sería Dios! Por lo tanto, tú vas a José, a María, a Jesús, y sabes que Jesús es Dios, y que Dios es Trino en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y adoras la Trinidad y la Unidad, amas al Espíritu Santo al amar a Jesucristo [62].

La vida concreta de Jesús, María y José son el único camino para llegar a la Trinidad, porque sólo en el misterio de la divino-humanidad de Cristo se tiene acceso a la intimidad de Dios y se puede participar de su vida, distinguiendo y tratando de tú a cada Persona Divina, como se puede hacer con la trinidad de la tierra.

Esta fe, por tanto, que abarca los amores del hombre, sus anhelos más profundos, su trabajo y su familia, encuentra su más perfecto modelo y su cumplimiento en la Sagrada Familia. Cada cristiano puede, así, santificarse como contemplativo en medio del mundo, aprendiendo, por medio de la contemplación, a tener una fe que se convierte en entendimiento y criterio de acción en la vida, a partir del pensamiento concreto siempre dirigido a Cristo, que caracterizó a nuestro Padre, José, y de modo muy especial a María, a la cual es preciso dirigirse para aprender a pronunciar aquel sí que une fe y vida [63].

Giulio Maspero, en romana.org/

Notas:

[1] Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de “Motu proprio” Porta Fidei con la que se inicia el Año de la fe, 11-X-2011, n. 1 (en adelante, Porta Fidei).

[2] Idem, Carta Encíclica Deus Caritas est, 25-XII-2005, n. 1 (en adelante, Deus Caritas est).

[3] Porta Fidei, n. 1.

[4] Ibídem, n. 2.

[5] Cfr. Deus Caritas est, n. 3, nota n. 1 donde se cita la obra de F. Nietzsche Jenseits von Gut und Böse, IV, 168.

[6] Porta Fidei, n. 7.

[7] Ibídem, n. 6.

[8] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 1, r.

[9] Porta Fidei, n. 3.

[10] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 21 (en adelante citaremos solo el título del libro).

[11] Idem, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones con Monseñor Escrivá, n. 114 (en adelante, Conversaciones).

[12] Cfr. Idem, Amigos de Dios, n. 239 (en adelante citaremos solo el título del libro).

[13] Cfr. J. Echevarría, “Un nuevo Damasco”, en Romana 53 (2011), p. 283 (publicado como original en Alfa y Omega, 28-VII-2011).

[14] Véase el artículo del entonces Card. Joseph Ratzinger, con el título: Dejar obrar a Dios, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.

[15] Acerca de una presentación sintética de la vida de fe en san Josemaría Escrivá, se puede consultar: E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Vol. II, Rialp, Madrid 2011, pp. 346-364.

[16] San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 123. Las cursivas son mías.

[17] Cfr. Idem, Camino, n. 578 y Surco, n. 459 (en adelante citaremos solo el título del libro).

[18] Camino, n. 667.

[19] Cfr. Amigos de Dios, n. 190.

[20] Cfr. Camino, nn. 317, 380 y 489; Surco, nn. 46 y 945; Forja, nn. 256 y 602.

[21] Cfr. J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 2005, p. 19.

[22] Es Cristo que pasa, n. 172.

[23] Forja, n. 544.

[24] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo: estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000.

[25] Amigos de Dios, n. 312

[26] Surco, n. 658.

[27] Cfr. Camino, n. 584; Es Cristo que pasa, nn. 102 y ss.

[28] Es Cristo que pasa, n. 24

[29] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 20022, vol. II, p. 673.

[30] J. Ratzinger, Mirar a Cristo, cit., p. 18.

[31] Forja, n. 448

[32] F. W. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, Edaf, Madrid 1981, p. 211.

[33] Amigos de Dios, n. 200.

[34] Porta Fidei, n. 7.

[35] D. Ramos Lissón, Aspectos de la divinización en el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en J.L. Illanes (ed.), El cristiano en el mundo: En el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 483-499.

[36] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 24-X-1942, n. 68 (AGP, serie A.3, leg. 91, carp. 5, exp. 4).

[37] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Ediciones Paulinas, Madrid 1969, p. 92.

[38] Es Cristo que pasa, n. 22.

[39] J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, cit., pp. 97-98.

[40] Amigos de Dios, n. 191.

[41] Arturo Blanco ha destacado que san Josemaría relacionó la fe con toda la persona humana y no solo con el entendimiento: A. Blanco, Alcuni contributi del beato Josemaría alla comprensione dei rapporti tra fede e ragione, en: AA.Vv., La grandezza della vita quotidiana, vol. V/1, Edusc, Roma 2004, p. 259.

[42] Cfr. San Agustín, Enarrationes in Psalmos 130,1 y Tractatus in Iohannem 29,6.

[43] La concepción de la fe en san Josemaría es definida por su primer sucesor, el venerable Álvaro del Portillo, como “viva y dinámica”: A. Del Portillo, Discurso conclusivo del Simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), en: AA.VV., Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, p. 292.

[44] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Venezuela, 9-II-1975: Catequesis en América, III, p. 75 (AGP, Biblioteca, P04).

[45] Surco, n. 818.

[46] Cfr. Forja, n. 215.

[47] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 10.

[48] Cfr. Ibídem, n. 21

[49] Cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo, cit., pp. 227-254.

[50] Amigos de Dios, n. 6.

[51] J. Mouroux, Je crois en toi, Cerf, Paris 19612, p. 37. La traducción es nuestra.

[52] Amigos de Dios, n. 25.

[53] Cfr. Col 1,15-20.

[54] San Josemaría Escrivá de Balaguer, entrevista en ABC, 2-XI-1969.

[55] Es Cristo que pasa, n. 99.

[56] Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, cit., pp. 148-149.

[57] Forja, n. 703.

[58] “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, n. 114. Un comentario de este texto de la homilía en: Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Edición crítico-histórica, editada por J. L. Illanes, A. Méndiz, Rialp, Madrid 2012, pp. 477-478 y 486-489.

[59] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 22.

[60] San Josemaría Escrivá de Balaguer, meditación Consumados en la unidad, citada por S. Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 19806, p. 360.

[61] En esto sentido se podría desarrollar el valioso análisis de Cornelio Fabro en el artículo dedicado a San Josemaría: C. Fabro, “El temple de un Padre de la Iglesia”, en AA.VV., Santos en el mundo: estudios sobre los escritos del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 1993.

[62] San Josemaría Escrivá de Balaguer, respuesta a una pregunta en Argentina, 14-VI-1974: Catequesis en América, I, p. 449 (AGP, Biblioteca, P04).

[63] Cfr. Amigos de Dios, nn. 284-286.

Guillaume Derville

4. En Medio del mundo

San Josemaría escribió en una carta sobre la misión sobrenatural del Opus Dei: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa – homo peccator sum [es decir: soy un hombre pecador] (Lc 5, 8)- pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión, o oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo [23]”.

San Josemaría ha percibido claramente en su alma esa llamada universal a la santidad y la misión suya de difundirla. Proclama que la perfección puede alcanzarse en el propio estado: la radicalidad de la vida cristiana, total, sin fisura, hasta el heroísmo. No se trata de llegar a la santidad en circunstancias excepcionales, sino de modo habitual y ordinario. Así lo expresó el cardenal Joseph Ratzinger al comentar, en 1993, unas palabras de san Josemaría sobre los años de vida escondida de Jesús en Nazareth:

“Dos consecuencias se desprenden de esta consideración de la vida de Jesús, del misterio profundo de la realidad de un Dios que no sólo se ha hecho hombre, sino que ha asumido la condición humana, haciéndose en todo igual a nosotros, excepto en el pecado (cfr. Hb 4, 15). Ante todo la llamada universal a la santidad, a cuya proclamación el beato Josemaría contribuyó notablemente, como recordaba Juan Pablo II en su solemne homilía durante la Misa de beatificación. Pero también, para dar consistencia a esta llamada, el reconocimiento de que a la santidad se llega, bajo la acción del Espíritu Santo, a través de la vida cotidiana. La santidad consiste en esto: en vivir la vida cotidiana con la mirada fija en Dios; en plasmar nuestras acciones a la luz del Evangelio y del espíritu de la fe. Toda una comprensión teológica del mundo y de la historia deriva de este núcleo, como atestiguan, de modo preciso e incisivo, muchos textos del beato Escrivá.

«Este mundo nuestro —proclamaba en una homilía— es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Gal 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20)» ( Es Cristo que pasa, n. 183).

En este espléndido texto, las grandes verdades de la fe cristiana (el amor infinito de Dios Padre, la bondad originaria de la creación, la obra redentora de Cristo Jesús, la filiación divina, la identificación del cristiano con Cristo...) son traídas a colación con el fin de iluminar la vida del cristiano y, más en particular, la vida del cristiano que vive en medio del mundo, empeñado en las múltiples y complejas ocupaciones seculares. Las perspectivas dogmáticas de fondo se proyectan sobre la existencia concreta, y esta, a su vez, impulsa a considerar de nuevo, con una preocupación inédita, el conjunto del mensaje cristiano; de esta suerte, se produce un movimiento en espiral, que implica y sostiene a la reflexión teológica [24]”.

Para caminar hacia la santidad, no se necesita otra consagración que las del bautismo y de la confirmación, como afirma san Josemaría. “Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que -siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial- capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación [25]”. En efecto, explica el fundador del Opus Dei, “la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra [es decir: desde el interior] –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo [26]”.

Los sacerdotes tiene el sacerdocio común de los fieles y, además, el sacerdocio ministerial: han de servir a sus hermanos en la fe para ayudarles a responder a la llamada a la santidad y al apostolado, y lo hacen especialmente mediante la predicación de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos: en particular, la Eucaristía, sacramento al cual se ordenan todos los demás, y que es “el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano [27]”.  San Josemaría hace esta pregunta retórica, al pronunciar una homilía que llegó a ser famosa: “¿Qué son los sacramentos -huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos- sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente- sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo -vino y pan-, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? (cfr. Gaudium et Spes, n. 38) [28]”. La Eucaristía nos lleva a tener una vida de amor; el sacramento de la Penitencia, a volver al amor divino que nos limpia, nos perdona, nos transforma. Santidad y vida sacramental son inseparables. Por esto el Concilio Vaticano II, al hablar del Pueblo de Dios, después de enumerar los siete sacramentos, concluye: “Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto [29]”.

San Josemaría ha predicado muchas veces sobre los primeros cristianos como fieles corrientes, casados y célibes, que buscaban la santidad, en todas las actividades de la tierra. “Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos”; seguía afirmando que los fieles del Opus Dei “son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe [30]”.

En la Carta a Diogneto, un pagano desconocido reflexiona con nobleza sobre lo que había sido para muchos nada más que una raza abominable de hombres [31], o por lo menos en sus orígenes una superstición oriental: el cristianismo. El autor, alrededor del año 150, describe con rectitud lo que observa: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. […] Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. […] Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso los cristianos en el mundo [32]”.

San Josemaría acudía con frecuencia a ese testimonio. Para ilustrar la grandeza de la vocación cristiana, quiso citar en Amigos de Dios estas otras líneas de la Carta a Diogneto sobre los primeros cristianos: “Son para el mundo lo que el alma para el cuerpo. Viven en el mundo, pero no son mundanos, como el alma está en el cuerpo, pero no es corpórea. Habitan en todos los pueblos, como el alma está en todas las partes del cuerpo. Actúan por su vida interior sin hacerse notar, como el alma por su esencia... Viven como peregrinos entre cosas perecederas en la esperanza de la incorruptibilidad de los cielos, como el alma inmortal vive ahora en una tienda mortal. Se multiplican de día en día bajo las persecuciones, como el alma se hermosea mortificándose... Y no es lícito a los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está permitido separarse voluntariamente del cuerpo [33]”.

Hoy día, nadie se atreve a negar de modo frontal la llamada universal a la santidad. Sin embargo, en la práctica, muchos son los cristianos que remiten al día de mañana, por  no decir al final de su vida, el tomarse en serio la idea de que pueden ser santos; y no pocas personas, en el fondo, no creen que esto sea posible. San Josemaría era consciente de esa ignorancia práctica o teórica e insistía en que todos debían tomar conciencia de que Dios los quería santos en la vida que cada uno debiera vivir: “La santidad: ¡cuántas veces pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva. No pensaban de este modo los primeros cristianos, que usaban el nombre de santos para llamarse entre sí, con toda naturalidad y con gran frecuencia: os saludan todos los santos (Rm 16, 15), salud a todo santo en Cristo Jesús (Flp 4, 21) [34]”.

5 . El concepto de santidad a lo largo de la historia de la Iglesia

La historia de la Iglesia ha conocido muchas respuestas a la llamada evangélica a la santidad. Después de los primeros cristianos, en el segundo siglo aparecieron los eremitas, que iban a combatir al diablo en el desierto. San Antonio Magno, en Egipto, vuelve también entre los hombres para guiarles en su vida espiritual.  El hecho de la vida en común conoció un gran desarrollo con los monasterios desde el siglo IV. A finales del siglo V nace san Benito: escribirá, para los monjes de Montecasino, una “regla” que prevé que hagan tres promesas delante de todos: “estabilidad, conversión de sus costumbres y obediencia [35]”. Hoy por esa Regla se rigen casi todos los monjes de Occidente, incluidas las más de 20 congregaciones benedictinas actuales.

En el siglo XIII nacieron las primeras órdenes religiosas, con san Francisco de Asís y santa Clara, y con santo Domingo de Guzmán. El ideal de vida cristiana llegó así a plasmarse en la renuncia a las cosas de la tierra, que es uno de los elementos que definen el estado religioso [36]. Los religiosos, enseña el Concilio Vaticano II, “por la profesión de los consejos evangélicos han respondido al llamamiento divino para que no sólo estén muertos al pecado, sino que, renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios [37]”.

Esa entrega tiene una gran fuerza de arrastre: “los religiosos, fieles a su profesión, abandonando todas las cosas por Él, sigan a Cristo como lo único necesario [38]”. Gracias al testimonio de los religiosos, dice el beato Juan Pablo II, “la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo [39]”. ¡Cuánto bien han hecho, siguen y seguirán haciendo, no sin una maravillosa Providencia de Dios, tantos religiosos y religiosas en el mundo entero! Junto con una obra de evangelización auténticamente desinteresada y muchas veces hasta el martirio, a muchas Órdenes, Congregaciones religiosas y demás realidades de la vida religiosa se deben gigantes avances en la cultura, por ejemplo en el arte, en la enseñanza y en las ciencias [40], sin contar con la atención a los pobres y a los enfermos: en Europa, hasta hace pocos decenios eran muchas veces las religiosas quienes atendían los hospitales, y en algunos lugares su disminución en número se hace cruelmente notar. Las necesidades de la evangelización originaron, en el siglo XVI, clérigos regulares, por ejemplo san Ignacio de Loyola. Con su Introducción a la vita devota (1609), san Francisco de Sales  adoctrina a los que no viven alejados del mundo para que practiquen la devoción.

Sobre  todo desde el siglo XX se ha dado un cierto proceso de acercamiento al mundo por parte de los religiosos, llegando en ciertos casos a tomar una apariencia similar a la de los seglares, por su forma de vestir y  por trabajar en tareas seculares. Sin embargo, su estado sigue siendo distinto al de los fieles corrientes. De otra parte desde 1950 existen también los institutos seculares.

Lo que nos interesa señalar es que los religiosos, con su distinción y apartamiento en uno y otro grado del mundo (realidades compatibles con tantas actividades que llevan a cabo en el mundo para el bien de la Iglesia y de la sociedad) cumplen por  la especificidad de su estado una santa y fecunda función en la Iglesia: como dice la Constitución dogmática Lumen gentium, “los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas [41]”. San Josemaría solía contar cómo la toma de conciencia de que tenía que ser generoso con Dios estuvo unida al hecho de haber percibido el sacrificio de un carmelita que iba descalzo sobre la nieve [42]. Llevó además a diversas personas a abrazar la vida religiosa y tuvo muchos amigos religiosos [43], ya desde los años treinta [44], entre ellos algunos fundadores de nuevas instituciones o realidades eclesiales [45], sin contar con el diálogo que tuvo la oportunidad de mantener con muchos [46].

Con la sabiduría de Gamaliel (cfr. Hch 5, 34-39), san Josemaría decía: “Jamás moveré un dedo para apagar una llama que se encienda en honor de Cristo: no es mi misión. Si el aceite que arde no es bueno, se apagará sola [47]”. Se conserva un manuscrito suyo con estas palabras: “Una gran misión nuestra es hacer amar a los religiosos [48]”. En plena fidelidad con esta afirmación, el Prelado del Opus Dei en su carta pastoral con ocasión del “Año de la fe” convocado por Benedicto XVI, exalta el papel de la familia para “que broten vocaciones de entrega a Dios en el sacerdocio y en las variadísimas realidades eclesiales, tanto en el ámbito secular como en la vida consagrada [49]”. Como no podría ser de otro modo, la llamada universal a la santidad despierta, entre otras, vocaciones para la vida religiosa que, a su vez, contribuyen a difundir cada vez más esa llamada. La vida religiosa es también promovida por numerosos “movimientos [50]” y nuevas comunidades muy variadas, de cuyas aportaciones no es necesario ocuparse aquí. Por otra parte, no es éste el lugar para describir la ampliación del concepto de "religioso" al de "vida consagrada", en una rica diversidad que algunos autores consideran que sigue moviéndose en torno a la noción de "religioso" [51].

Es un hecho, sin embargo, que la proclamación de la llamada universal a la santidad no siempre ha sido igualmente afirmada, de modo que ha tenido una historia paradójica, como observa José Luis Illanes: “durante largo tiempo, su reconocimiento ha coexistido con su oscurecimiento [52]”. Algunos autores no sacan todas sus consecuencias de la llamada universal a la santidad, e incluso presentan el estado de los religiosos como el más elevado. Se habla al respecto de “estado de perfección” o de “estado de consejos”, en referencia a las virtudes de castidad, pobreza y obediencia o, mejor dicho, a un determinado modo de practicar esas virtudes, plenamente legítimo, pero que no es el único válido en orden a la plenitud del ideal cristiano. La realidad es que sería obviamente un error –opuesto a lo proclamado por el Vaticano II– considerar que la radicalidad de la vida cristiana se vive solo en las Órdenes y Congregaciones religiosas [53].

Ese ambiente de una cierto obscurecimiento de la llamada a la santidad explica este punto de Camino: “Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto» [54]”. En la historia de la Iglesia, la vocación de los religiosos ha conocido sucesivas formas diversas, desarrollando una capacidad de crecimiento y adaptación que manifiesta su riqueza. Pero importa señalar con claridad que la Obra no es un eslabón de esa cadena, pues nace desde el principio con un espíritu esencialmente secular, reflejo esencial de la presencia “natural” en el mundo. Su antecedente, como san Josemaría señaló muchas veces, está constituido por la vida sencilla de los primeros cristianos. Sus rasgos esenciales son la santificación en medio del mundo, en el trabajo, en la familia, en todas las nobles actividades temporales, con una plena unidad de vida entre lo cristiano y lo humano y una plena secularidad, actitud espiritual que, como señala José Luis Illanes, afirma a la vez la consistencia y el valor de las cosas temporales nacidas de la Creación y la apertura del mundo a la trascendencia [55].

Desde 1928 el Opus Dei ha venido a recordar a todos los cristianos la llamada universal a la santidad en medio del mundo; de ahí que a san Josemaría le gustara decir: “se han abierto los caminos divinos de la tierra [56]”. La doctrina que proclamó fue confirmada por el Concilio Vaticano II (1965), como recordaba el beato Juan Pablo II, dirigiéndose a unos fieles del Opus Dei durante una homilía en Castelgandolfo: “Vuestra institución tiene como finalidad la santificación de la vida permaneciendo en el mundo, en el propio puesto de trabajo y de profesión: vivir el Evangelio en el mundo, viviendo ciertamente inmersos en el mundo, pero para transformarlo y redimirlo con el propio amor a Cristo. Realmente es un gran ideal el vuestro, que desde los comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio […]: vivir unidos a Dios en el mundo, en cualquier situación, tratando de mejorarse a sí mismos con la ayuda de la gracia y dando a conocer a Jesucristo con el testimonio de la vida. ¿Y qué hay más bello y más entusiasmante que este ideal? Vosotros, insertos y mezclados en esta humanidad alegre y dolorosa, queréis amarla, iluminarla, salvarla [57]”.

Guillaume Derville, en collationes.org/

Notas:

[23]San Josemaría, Carta 24-III-1930, 2, cit. en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, I. ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid 1997, 300.

[24]Joseph Ratzinger, Mensaje inaugural en el Simposio Teológico “Santidad y Mundo”, sobre el fundador del Opus Dei. Simposio Teológico organizado por la Facultad de Teología del Ateneo Romano de la Santa Cruz (hoy Pontificia Universidad de la Santa Cruz), del 12 al 14 de octubre de 1993.

[25]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.

[26]San Josemaría, Conversaciones, n. 9.

[27]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87. El Decreto Presbyterorum Ordinis emplea esa expresión en el n. 14, aunque, como es obvio, ese documento lo aplica aquí a los sacerdotes.

[28]San Josemaría, Conversaciones, n. 115.

[29]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11

[30]San Josemaría, Conversaciones, n. 24; cfr. ed. crítico-histórica preparada por José Luis Illanes y Alfredo Méndiz, Rialp, Madrid 2012.

[31]Cfr. Tácito, Annales, 15, 44.

[32]Epistola ad Diognetum, V, en Padres apostólicos, ed. bilingüe completa, trad. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid 1993 6, pp. 850-851.

[33]Epistola ad Diognetum, VI, tal como la cita san Josemaría en Amigos de Dios, n. 63.

[34]San Josemaría, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, n. 96.

[35]San Benito, Regla de los monjes, 58, 17,  trad. y ed. Norberto Núñez, osb, Monasterio de Montserrat, Madrid 2011,  188.

[36]Así, por ejemplo, los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, que hacen muchos religiosos, manifiestan un espíritu de renuncia a la concupiscencia de la carne, a las riquezas y a la propia voluntad.

[37]Concilio Vaticano II, Decr. Perfectae caritatis, n. 5.

[38]Ibídem.

[39]Juan Pablo II, Exh. Ap. Postsinodal Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, n. 1.

[40]Cfr. por ejemplo Benedicto XVI, Discurso, Encuentro con el mundo de la Cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008: “La base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura”.

[41]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.

[42]Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, I. ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid 1997, 96.

[43]Cfr. los testimonios firmados por religiosos y religiosas en Testimonios sobre el fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1994, 447 p. Cfr. también José Carlos Martín de la Hoz, Un amigo de san Josemaría: José López Ortiz, OSA, obispo e historiador, en “Studia et Documenta” 6 (2012) 67-90; Aldo Capucci, San Josemaría e il beato Ildefonso Schuster (1948-1954), en “Studia et Documenta” 4 (2010) 215-254.

[44]Cfr. por ej. José Luis González Gullón, Josemaría Escrivá de Balaguer en los años treinta: los sacerdotes amigos, en “Studia et Documenta” 3 (2009) 41-106.

[45]Cfr. por ejemplo Testimonios sobre el fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1994: testimonios de: Beato José María García Lahiguera (1903-1989), Arzobispo, fundador de las Oblatas de Cristo Sacerdote (Congregación aprobada en 1950). Otras realidades eclesiales,  por ej. Mons. Juan Hervas Benet (1905-1982), con el apoyo del cual nacieron los Cursillos de Cristiandad (1949): “aquel hombre de Dios [san Josemaría] influyó para alentar una empresa que no era su empresa, y volcó caridad y comprensión sobre un método de espiritualidad y de apostolado laical que iba por caminos distintos del suyo” (p. 202) ; vid. al respecto Francisca Colomer, La relación personal entre san Josemaría Escrivá de Balaguer y Mons. Juan Hervás a través de sus cartas, en “Studia et Documenta” 4 (2010) 185-213. El Padre Joseph-Marie Perrin me ha contado personalmente cómo le ayudaron, para su fundación, Mons. Escrivá de Balaguer y don Álvaro del Portillo.

[46]Por ejemplo, solo durante el Concilio Vaticano II, cfr. Carlo Pioppi, Alcuni incontri di san Josemaría con personalità ecclesiastiche durante gli anni del Concilio Vaticano II, en “Studia et Documenta” 5 (2011) 165-228.

[47]San Josemaría, cit., en Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Rialp, Madrid 1993, cap. 5, p. 82.

[48]San Josemaría, Autógrafo, facsímile publicado por la Postulación General del Opus Dei, El beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, Roma 1992, p. 117. Se trata del librito que acompañó la beatificación. Es bonito ver que el milagro retenido para la beatificación fue la curación de un tumor de una carmelita, Sor Concepción Bullón Rubio; que el Cardenal Edouard Gagnon, sulpiciano fue el ponente (1990-1991), siendo Relator de la Causa el P. Ambrogio Eszer, dominico.

[49]Javier Echevarría, Carta pastoral con ocasión del “Año de la fe”, 29 de septiembre de 2012, n. 25, en www.opusdei.es/art.php?p=50426. Mons. Javier Echevarría vuelve sobre esto en su intervención durante el Sínodo de Obispos sobre la Nueva evangelización en 2012: cfr. Synodus Episcoporum, Boletín 12, 12 de octubre de 2012, 2-3: “de ese ministerio [el confesonario] florecerán vocaciones para el seminario y la vida religiosa y vocaciones de buenos padres y madres de familia”.

[50]Cfr. José Luis Gutiérrez Gómez, La Prelatura del Opus Dei y los movimientos eclesiales. Aspectos eclesiológicos y canónicos, en http://www.collationes.org/de-documenta-theologica/iure-canonico/item/436.

[51]Cfr. Carlos José Errázuriz, Corso fondamentale sul diritto nella Chiesa, vol. I, Giuffrè, Milano 2009, pp. 261-275.

[52]José Luis Illanes, Tratado de Teología espiritual, Eunsa, Pamplona 2007, 138.

[53]Es uno de los inconvenientes del libro Estados de vida del cristiano de Hans Urs von Balthasar. En Riflessioni su un’opera di Hans Urs von Balthasar (“Annales Theologici” 21 [2007] 61-100), Paul O’Callaghan señala algunos aspectos de una reflexión que muestran los límites de la fundamentación teológica de Balthasar: éstos conciernen el inicio de la humanidad, la identidad de Cristo y de sus primeros discípulos, la cualidad paradigmática de la vida religiosa, el significado de la obediencia y del celibato sacerdotal (cfr. http://www.collationes.org/doctrinalia-ductu/themata-actualium/item/199-riflessioni-su-un%E2%80%99opera-di-hans-urs-von-balthasar).

[54]San Josemaría, Camino, 291. Referencias anteriores en Pedro Rodríguez en Camino, Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2004 3, comentario al punto 291.

[55]Cfr. José Luis Illanes, “Secularidad”, en César Izquierdo - Jutta Burggraf – Félix Mª Arocena (eds.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 926-932.

[56]San Josemaría, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, 21.

[57]Juan Pablo II, Homilía, Castelgandolfo, 19 de agosto de 1979.

 

Guillaume Derville

Cuentan que en una ocasión, san Josemaría Escrivá de Balaguer, después de recordar este texto de la carta a los Efesios (Ef 1, 4): “Elegit nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius”, lo tradujo -por Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mancha en su presencia- y enseguida gritó con aquella voz clara y fuerte que le caracterizaba: “Y no hay más [1]”. San Josemaría expresaba así que el meollo del mensaje que debía proclamar era la llamada universal a la santidad.

Ciertamente, el pueblo de Israel se sabía llamado a la santidad, porque Dios es santo (cfr. Lv 19, 2). Sin embargo, solo después de siglos se abriría el gran camino, con la venida del Mesías y la encarnación del Señor. ¿Cuál es el camino?, preguntó el apóstol Tomás. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida -le respondió Jesús-; nadie va al Padre si no es a través de mí” (Jn 14, 6). Por el bautismo, todo cristiano está llamado a la santidad y al apostolado incorporándose a la vida de Cristo: cada uno y todos los cristianos de todas las épocas. La llamada universal a la santidad, afirmación que es central en el Evangelio, ilumina toda la vida con una luz decisiva. Fue predicada por san Josemaría desde el año 1928, no sin una particular gracia de Dios. El Concilio Vaticano II la proclamó solemnemente: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo [2]”.

1. Solo Dios es Santo

“Tu solus Sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altissimus, Iesu Christe, cum Sancto Spiritu: in gloria Dei Patris”: “sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”. Al proclamar la divinidad de Jesucristo, el Gloria afirma que solo Dios es santo. En estricto rigor, nadie es santo mientras está en la tierra, sino que todos estamos en camino hacia esa santidad que Dios nos quiere comunicar. Jesucristo ha lanzado esta llamada con estas palabras: “Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Recogiendo esa enseñanza, san Pablo escribe a Timoteo: Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4). Perfección, salvación eterna, verdad, estas palabras reconducen todas a Dios, el único tres veces santo según el máximo superlativo hebreo (cfr. Is 6, 3). En este sentido, la santidad es una participación en la vida de Dios. Dios quiere que gocemos de esa santidad. Esto es la obra de Dios, con la correspondencia personal del hombre: “Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana [3]”.

En su primera carta a los Tesalonicenses, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, san Pablo exhorta a aquellos recién convertidos que el Apóstol había empezado a formar y que sufrían la persecución: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Ts 4, 3). Semejante afirmación podría asustar. En conformidad con la doctrina paulina (cfr. Flp 4, 13: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”), san Josemaría, al dibujar este camino hacia la santidad, enseñó a abandonarse en las manos de Dios, sin complicarse. Este abandono filial es fundamental. Jesús lo inculcó a sus discípulos de muchas maneras, por ejemplo con estas palabras encantadoras:

“No estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” (Mt 6, 25-34).

Cuando hacía ejercicios espirituales en Segovia en octubre de 1932, Josemaría, joven sacerdote, recordó que su confesor le había indicado que se preguntase: “¿Qué grado de perfección me pide Dios? [4]”. D. Álvaro del Portillo comenta esta anotación de los Apuntes Íntimos escribiendo que “el grado de perfección de primera clase, o de segunda, o de tercera” no es cosa que le importe a san Josemaría. “Lo que quiere es hacer en todo la Voluntad del Señor, para que el Señor le lleve a ese nivel de perfección que desea para él: y así, dejándose llevar hasta esa altura -la que sea-, el Padre está contento, porque cumple con la Voluntad de Dios [5]”.

Dios “nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad” (2Tm 1, 9). La santidad es participación en la vida misma de Jesucristo. Al injertarnos en la vida del Hijo de Dios que se encarnó para nuestra salvación, no solo llegamos a una perfección moral, sino que, a la vez, participamos del mismo ser de Cristo. Es una realidad ontológica asombrosa que permite a Juan Pablo II afirmar: “Mediante la gracia recibida en el bautismo el hombre participa del eterno nacimiento del Hijo del Padre, puesto que se convierte en hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo [6]”.

2. ¿Qué es la santidad?

Benedicto XVI enseña que “la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya [7]”. Se puede, por lo tanto, considerar el vocablo “santidad” aplicándolo a la persona humana según tres perspectivas. Por su participación en la naturaleza divina, es santa desde su bautismo [8];  por su obrar recto, tiene una santidad de vida o vida moral santa; la santidad, finalmente, se puede ver como una meta, pues nadie es santo en esta tierra.

Cuando el Señor llamó a sus discípulos a la perfección, no lo hizo de modo vago o simbólico. No se pueden aguar sus palabras. Antes de decirles “Sed vosotros perfectos”, les enseñó el amor a los enemigos: “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores” (Mt 5, 44-45). En estas palabras, encontramos muchas luces. Así, por ejemplo:

- la santidad pide cierta heroicidad en el cumplimiento de las virtudes: amar a los enemigos significa estar muy cerca de Dios, saber perdonar y desear redimir el mundo;

- la santidad es la plenitud de la caridad, que es la virtud más grande; san Pablo la llama “la plenitud de la Ley” (Rm 13, 10) y “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Por “vínculo”, san Pablo designa lo que une, como los ligamentos del cuerpo, el hilo de un collar, o una cadena: el amor es el vínculo divino que une a los creyentes y, como dice el Catecismo, “el ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad [9]”. San Josemaría explica así lo que significa la caridad: “Querer alcanzar la santidad -a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos- significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra [10]”. Exclamaba san Josemaría: “Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (Tertuliano, Apologeticus, 39: PL 1, 471), repetían [11]”;

- “para que seáis hijos de vuestro Padre”, dice Jesucristo según el texto de Mateo que estamos comentando: perfección y filiación divina van juntas. En efecto, la santidad no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina. Cuanto más creemos y amamos, tanto más somos hijos de Dios en Cristo;

La exigencia de una identificación con Cristo pide conocer su vida: “Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra -obras y dichos de Cristo- no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. -El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida [12]”;

- por esto, la santidad es inseparable de la cruz, que es precisamente cumplir la voluntad de Dios por amor, y conlleva un sufrimiento, sin que falte la alegría.

Por otra parte, Jesucristo ha enseñado el mandamiento del amor. San Juan escribe que “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano” (1 Jn 4, 19-21). Por esto, la llamada universal a la santidad es también llamada al apostolado. El fundamento cristológico de esto es obvio: “No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa [13]”. Santidad y apostolado son dos caras de la misma moneda. “Señal evidente de que buscas la santidad es -¡déjame llamarlo así!- el "sano prejuicio psicológico" de pensar habitualmente en los demás, olvidándote de ti mismo, para acercarles a Dios [14]”. En efecto, enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “la caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino [15]”.

3. Don de Dios y lucha ascética

La santidad se construye en el tiempo mediante una lucha exigente. Lo manifiesta san Pablo con alegría a los filipenses, mediante la imagen del premio en las carreras en el estadio: “No es que ya lo haya conseguido, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no pienso haberlo conseguido aún; pero, olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús” (Flm 3,1-2.14). San Josemaría insiste en la tenacidad en esa lucha, hasta el final: “La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo -que viene a inhabitar en nuestras almas-, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante. Hijo mío, no nos hagamos ilusiones: tú y yo -no me cansaré de repetirlo- tendremos que pelear siempre, siempre, hasta el final de nuestra vida. Así amaremos la paz, y daremos la paz, y recibiremos el premio eterno [16]”.

El Catecismo enseña que “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cfr. 2Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: ‘El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce’ (S. Gregorio de Nisa, hom. In Cant. 8) [17]”.

La santidad es, por lo tanto, la obra conjunta de la gracia y de la lucha personal, sabiendo que siempre la gracia precede, acompaña y sigue nuestros esfuerzos. Se entiende que san Josemaría haya incluido en las Preces del Opus Dei una oración que proviene de la liturgia latina; en efecto, la colecta de la Misa del Jueves después de Ceniza en el Misal de Pablo VI, y que es antigua (está también en el Misal de san Pío V, y en el Gregoriano), reza: “Actiones nostras, quæsumus Domine, aspirando præveni and adiuvando prosequere: ut cuncta nostra operatio a te semper incipiat, et per te cœpta finiatur”: “Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin”.

La prioridad se ha de dar a la acción de Dios. Glosando las palabras “Opus Dei”, el cardenal Joseph Ratzinger subrayaba que Dios había actuado a través de san Josemaría. Reflexionando entonces sobre la santidad, afirmaba:

“En esta perspectiva se comprende mejor qué significa santidad y vocación universal a la santidad. Conociendo un poco la historia de los santos, sabiendo que en los procesos de canonización se busca la virtud “heroica” podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado de la santidad porque tendemos a pensar: “esto no es para mí”; “yo no me siento capaz de practicar virtudes heroicas”; “es un ideal demasiado alto para mí”. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos “grandes” de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores. Esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido corregida –y esto me parece un punto central- precisamente por Josemaría Escrivá.

Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión terminológica, porque el adjetivo “heroico” ha sido con frecuencia mal interpretado. Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad.

Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas.

Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo sabiendo, con certeza, que el Señor es el verdadero amigo de todos, también de todos los que no son capaces de hacer por sí mismos cosas grandes [18]”.

La santidad se alcanza con la ayuda de Dios “y con una lucha ascética constante [19]”, enseñó siempre san Josemaría. Habla de la “lucha interior [20]” para subrayar que es una lucha contra sí mismo: contra las tentaciones, contra el pecado; a la vez, es la lucha llena de confianza de un hijo de Dios. Por esto, siempre se debe luchar por amor: “Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo! Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por El, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso. Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti [21]”.

Por lo tanto esta lucha es una lucha positiva para quedar muy cerca de Dios, y para crecer en virtudes, haciendo fructificar los talentos que nos ha dado. San Josemaría invitaba a poner al servicio de los demás las facultades que Dios nos ha concedido,  a ayudarlos con todos nuestros talentos: con el genio, con las cualidades científicas, literarias, artísticas, deportivas. Decía que, con defectos que tendremos siempre, hemos de hacernos santos.

Dios puede hacernos santos y a la vez cuenta con el tiempo para todo, pues nos toca ejercer libremente nuestra responsabilidad: Dios quiere que le amemos con plena libertad. San Josemaría fue llamado por Juan Pablo II “el santo de lo ordinario” porque ha proclamado la llamada a la santidad en medio del mundo: para “Monsieur tout le monde”, podríamos decir empleando esta expresión francesa, u otra: “les gens de la rue”, la gente de la calle. Podríamos añadir que el fundador del Opus Dei invitó a descubrir el sentido vocacional de la existencia. Cada persona tiene una vocación, ha de recorrer un camino que Dios dibuja contando con su colaboración; cada uno construye su vocación, también cuando no es consciente de esta realidad y no ha tomado un compromiso formal en este sentido. Esa vocación es a la vez luz y fuerza para ir adelante. El que fue durante decenios secretario de Juan Pablo II cuenta de este papa: “Un día le oí murmurar a voz baja: Opus Dei – donum Dei, que, en polaco, se puede expresar con un juego de palabras: dany  zadany, lo que significa que ‘los dones son al mismo tiempo tareas’ [22]”. En realidad, cualquier cosa que haga el bautizado se hace por Jesucristo nuestro Señor, como reza la liturgia.

Guillaume Derville, en collationes.org/

Notas:

[1] Este recuerdo de Mons. Pedro Rodríguez, es corroborado por Notas de una meditación, 8 de febrero de 1959, Archivo General de la Prelatura, biblioteca, P06, II p. 669.

[2]Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40; cfr. nn. 39 y 41; Const. Gaudium et spes, nn. 35, 38, 48 etc. Recordamos que LG es de 21 de noviembre de 1964.

[3]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 7.

[4]San Josemaría, Apuntes Íntimos, nº 1692 (10 de octubre de 1932), citado por Pedro Rodríguez en Camino, Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, comentario al punto 754, nota 7 p. 865.

[5]Álvaro del Portillo, en ibídem.

[6]Juan Pablo II, Homilía, Norcia, 23 de marzo de 1980.

[7]Benedicto XVI, Audiencia, 13 de abril de 2011.

[8]Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.

[9]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1827.

[10]San Josemaría, Conversaciones, n. 62; cfr. ed. crítico-histórica preparada por José Luis Illanes y Alfredo Méndiz, Rialp, Madrid 2012.

[11]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 225.

[12]San Josemaría, Forja, n. 754.

[13]San Josemaría, Es Cristo que pasa, 122.

[14]San Josemaría, Forja, n. 861.

[15]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1827.

[16]San Josemaría, Forja, n. 429.

[17]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2015.

[18]Joseph Ratzinger, Dejar obrar a Dios, artículo publicado en L'Osservatore Romano, con ocasión de la canonización de Josemaría Escrivá, 6 de octubre de 2002.

[19]San Josemaría, Forja, n. 429.

[20]Cfr. San Josemaría, Camino, cap. Lucha interior, nn. 707-733; Es Cristo que pasa, Homilía La lucha interior, nn. 73-82.

[21]San Josemaría, Surco, n. 739.

[22]Cardenal Stanislaw Dziwisz, Dono e compito, en Pontificia Università della Santa Croce. Dono e compito: 25 anni di attività, Silvana Editoriale, Milano 2010, 94.