Ángel Rodríguez Luño

1. La fe cristiana ante el desafío del relativismo

Las presentes reflexiones toman como punto de partida algunas enseñanzas de Benedicto XVI, aunque no pretenden hacer una exposición completa de su pensamiento [1]. En diversas ocasiones y con diversas palabras, Benedicto XVI ha manifestado su convicción de que el relativismo se ha convertido en el problema central que la fe cristiana tiene que afrontar en nuestros días [2]. Algunos medios de comunicación han interpretado esas palabras como referidas casi exclusivamente al campo de la moral, como si respondiesen a la voluntad de calificar del modo más duro posible a todos los que no aceptan algún punto concreto de la enseñanza moral de la Iglesia Católica. Esta interpretación no corresponde al pensamiento ni a los escritos de Benedicto XVI. Él alude a un problema mucho más hondo y general, que se manifiesta primariamente en el ámbito filosófico y religioso, y que se refiere a la actitud intencional profunda que la conciencia contemporánea —creyente y no creyente— asume fácilmente con relación a la verdad.

La referencia a la actitud profunda de la conciencia ante la verdad distingue el relativismo del error. El error es compatible con una adecuada actitud de la conciencia personal con relación a la verdad. Quien afirmase, por ejemplo, que la Iglesia no fue fundada por Jesucristo, lo afirma porque piensa (equivocadamente) que ésa es la verdad, y que la tesis opuesta es falsa. Quien hace una afirmación de este tipo piensa que es posible alcanzar la verdad. Los que la alcanzan —y en la medida en que la alcanzan— tienen razón, y los que sostienen la afirmación contradictoria se equivocan.

La filosofía relativista dice, en cambio, que hay que resignarse al hecho de que las realidades divinas y las que se refieren al sentido de la vida humana, personal y social, son sustancialmente inaccesibles, y que no existe una única vía para acercarse a ellas. Cada época, cada cultura y cada religión ha utilizado diversos conceptos, imágenes, símbolos, metáforas, visiones, etc. para expresarlas. Estas formas culturales pueden oponerse entre sí, pero con relación a los objetos a los que se refieren tendrían todas igual valor. Serían diversos modos, cultural e históricamente limitados, de aludir de modo muy imperfecto a unas realidades que no se pueden conocer. En definitiva, ninguno de los sistemas conceptuales o religiosos tendría bajo algún aspecto un valor absoluto de verdad. Todos serían relativos al momento histórico y al contexto cultural, de ahí su diversidad e incluso oposición. Pero dentro de esa relatividad, todos serían igualmente válidos, en cuanto vías diversas y complementarias para acercarse a una misma realidad que sustancialmente permanece oculta.

En un libro publicado antes de su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI se refería a una parábola budista [3]. Un rey del norte de la India reunió un día a un buen número de ciegos que no sabían qué es un elefante. A unos ciegos les hicieron tocar la cabeza, y les dijeron: "esto es un elefante". Lo mismo dijeron a los otros, mientras les hacían tocar la trompa, o las orejas, o las patas, o los pelos del final de la cola del elefante. Luego el rey preguntó a los ciegos qué es un elefante, y cada uno dio explicaciones diversas según la parte del elefante que le habían permitido tocar. Los ciegos comenzaron a discutir, y la discusión se fue haciendo violenta, hasta terminar en una pelea a puñetazos entre los ciegos, que constituyó el entretenimiento que el rey deseaba.

Este cuento es particularmente útil para ilustrar la idea relativista de la condición humana. Los hombres seríamos ciegos que corremos el peligro de absolutizar un conocimiento parcial e inadecuado, inconscientes de nuestra intrínseca limitación (motivación teórica del relativismo). Cuando caemos en esa tentación, adoptamos un comportamiento violento e irrespetuoso, incompatible con la dignidad humana (motivación ética del relativismo). Lo lógico sería que aceptásemos la relatividad de nuestras ideas, no sólo porque eso corresponde a la índole de nuestro pobre conocimiento, sino también en virtud del imperativo ético de la tolerancia, del diálogo y del respeto recíproco. La filosofía relativista se presenta a sí misma como el presupuesto necesario de la democracia, del respeto y de la convivencia. Pero esa filosofía no parece darse cuenta de que el relativismo hace posible la burla y el abuso de quien tiene el poder en su mano: en el cuento, el rey que quiere divertirse a costa de los pobres ciegos; en la sociedad actual, quienes promueven sus propios intereses económicos, ideológicos, de poder político, etc. a costa de los de­más, mediante el manejo hábil y sin escrúpulos de la opinión pública y de los demás resortes del poder.

¿Qué tiene que ver todo esto con la fe cristiana? Mucho. Porque es esencial al Cristianismo el autopresentarse como religio vera, como religión verdadera [4]. La fe cristiana se mueve en el plano de la verdad, y ese plano es su espacio vital mínimo. La religión cristiana no es un mito, ni un conjunto de ritos útiles para la vida social y política, ni un principio inspirador de buenos sentimientos privados, ni una agencia ética de cooperación internacional. La fe cristiana ante todo nos comunica la verdad acerca de Dios, aunque no exhaustivamente, y la verdad acerca del hombre y del sentido de su vida [5]. La fe cristiana es incompatible con la lógica del "como si". No se reduce a decirnos que hemos de comportarnos "como si" Dios nos hubiese creado y, por consiguiente, "como si" todos los hombres fuésemos hermanos, sino que afirma, con pretensión veritativa, que Dios ha creado el cielo y la tierra y que todos somos igualmente hijos de Dios. Nos dice además que Cristo es la revelación plena y definitiva de Dios, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» [6], único mediador entre Dios y los hombres [7], y por lo tanto no puede admitir que Cristo sea solamente el rostro con que Dios se presenta a los europeos [8].

Quizá conviene repetir que la convivencia y el diálogo sereno con los que no tiene fe o con los que sostienen otras doctrinas no se opone al Cristianismo; más bien es verdad todo lo contrario. Lo que es incompatible con la fe cristiana es la idea de que el Cristianismo, las demás religiones monoteístas o no monoteístas, las místicas orientales monistas, el ateísmo, etc. son igualmente verdaderos, porque son diversos modos cultural e históricamente limitados de referirse a una misma realidad que ni unos ni otros en el fondo conocen. Es decir, la fe cristiana se disuelve si en el plano teórico se evade la perspectiva de la verdad, según la cual quienes afirman y niegan lo mismo no pueden tener igualmente razón, ni pueden ser considerados como representantes de visiones complemen­tarias de una misma realidad.

2. El relativismo religioso

La fuerza del Cristianismo, y el poder para configurar y sanar la vida personal y colectiva que ha demostrado a lo largo de la historia, consiste en que implica una estrecha síntesis entre fe, razón y vida [9], en cuanto la fe religiosa muestra a la conciencia personal que la razón verdadera es el amor y que el amor es la razón verdadera [10]. Esa síntesis se rompe si la razón que en ella debería entrar es relativista. Por ello dijimos al inicio que el relativismo se ha convertido en el problema central que la evangelización tiene que afrontar en nuestros días. El relativismo es tan problemático porque, aunque no llega a ser una mutación epocal de la condición y de la inteligencia humanas, sí comporta un desorden generalizado de la intencionalidad profunda de la conciencia respecto de la verdad, que tiene manifestaciones en todos los ámbitos de la vida.

En primer lugar existe hoy una interpretación relativista de la religión. Es lo que actualmente se conoce como "teología del pluralismo religioso". Esta teoría teológica afirma que el pluralismo de las religiones no es sólo una realidad de hecho, sino una realidad de derecho. Dios querría positivamente las religiones no cristianas como diversos caminos a través de los cuales los hombres se unen a Él y reciben la salvación, independientemente de Cristo. Cristo a lo más tiene una posición de particular importancia, pero es sólo uno de los caminos posibles, y desde luego ni exclusivo ni inclusivo de los demás. Todas las religiones serían vías parciales, todas podrían aprender de las demás algo de la verdad sobre Dios, en todas habría una verdadera revelación divina.

Esa posición descansa sobre el presupuesto de la esencial relatividad histórica y cultural de la acción salvífica de Dios en Jesucristo. La acción salvífica universal de la divinidad se realizaría a través de diversas formas limitadas, según la diversidad de pueblos y culturas, sin identificarse plenamente con ninguna de ellas. La verdad absoluta de Dios no podría tener una expresión adecuada y suficiente en la historia y en el lenguaje humano, siempre limitado y relativo. Las acciones y las palabras de Cristo estarían sometidas a esa relatividad, poco más o menos como las acciones y palabras de las otras grandes figuras religiosas de la humanidad. La figura de Cristo no tendría un valor absoluto y universal. Nada de lo que aparece en la historia podría tener ese valor [11]. No nos detenemos ahora en explicar los diversos modos en que se ha pretendido justificar esta concepción [12].

De estas complejas teorías se ocupó la encíclica Redemptoris Missio [13] de Juan Pablo II y la declaración Dominus Iesus [14]. Es fácil darse cuenta de que tales teorías teológicas disuelven la cristología y relativizan la revelación llevada a cabo por Cristo, que sería limitada, incompleta e imperfecta [15], y que dejaría un espacio libre para otras revelaciones independientes y autónomas [16]. Para los que sostienen estas teorías es determinante el imperativo ético del diálogo con los representantes de las grandes religiones asiáticas, que no sería posible si no se aceptase, como punto de partida, que esas religiones tienen un valor salvífico autónomo, no derivado y no dirigido a Cristo. También en este caso el relativismo teórico (dogmático) obedece en buena parte a una motivación de orden práctico (el imperativo del diálogo). Estamos, pues, ante otra versión del conocido tema kantiano de la primacía de la razón práctica sobre la razón teórica.

Se hace necesario aclarar que lo que acabamos de decir en nada prejuzga la salvación de los que no tienen la fe cristiana. Lo único que se dice es que también los no cristianos que viven con rectitud según su conciencia se salvan por Cristo y en Cristo, aunque en esta tierra no le hayan conocido. Cristo es el Redentor y el Salvador universal del género humano. Él es la salvación de todos los que se salvan.

3. El relativismo ético-social

Pasamos a ocuparnos del relativismo ético-social. Esta expresión significa no sólo que el relativismo actual tiene muchas y evidentes manifestaciones en al ámbito ético-social, sino también —y principalmente— que se presenta como si estuviese justificado por razones ético-sociales. Esto explica tanto la facilidad con que se difunde cuanto la escasa eficacia que tienen ciertos intentos de combatirlo.

Veamos cómo formula Habermas esa justificación ético-social. En la sociedad actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien humano. Este hecho nos plantea la siguiente alternativa: o se renuncia a la pretensión clásica de pronunciar juicios de valor sobre las diversas formas de vida que la experiencia nos ofrece; o bien se ha de renunciar a defender el ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida vale tanto como cualquier otra o, por lo menos, tiene el mismo derecho a existir [17]. La misma idea la expresa de modo más sintético un conocido jurista argentino: «Si la existencia de razones para modos de vida no fuese utilizada para justificar el empleo de la coacción, la tolerancia sería compatible con los compromisos más profundos» [18]. La fuerza de este tipo de razonamientos consiste en que históricamente ha sucedido muchas veces que los hombres hemos sacrificado violentamente la libertad sobre el altar de la verdad. Por eso, con un poco de habilidad dialéctica no es difícil hacer pasar por defensa de la libertad actitudes y concepciones que en realidad caen en el extremo opuesto de sacrificar violentamente la verdad sobre el altar de la libertad.

Esto se ve claramente en el modo en que la mentalidad relativista ataca a sus adversarios. A quien afirma, por ejemplo, que la heterosexualidad pertenece a la esencia del matrimonio, no se le dice que esa tesis es falsa, sino que se le acusa de fundamentalismo religioso, de intolerancia o de espíritu antimoderno. Menos aún se le dirá que la tesis contraria es verdadera, es decir, no se intentará demostrar que la heterosexualidad nada tiene que ver con el matrimonio. Lo característico de la mentalidad relativista es pensar que esta tesis es una de las tesis que hay en la sociedad, junto con su contraria y quizá con otras más, y que en definitiva todas tienen igual valor y el mismo derecho a ser socialmente reconocidas. A nadie se obliga a casarse con una persona del mismo sexo, pero quien quiera hacerlo debe poder hacerlo. Es el mismo razonamiento con el que se justifica la legalización del aborto y de otros atentados contra la vida de seres humanos que, por el estado en que se encuentran, no pueden reivindicar activamente sus derechos y cuya colaboración no nos es necesaria. A nadie se le obliga a abortar, pero quien piense que debe hacerlo, debe poder hacerlo.

Se puede criticar a la mentalidad relativista de muchas formas, según las circunstancias. Pero lo que nunca se debe hacer es reforzar, con las propias palabras o actitudes, lo que en esa mentalidad es más persuasivo. Es decir: quien ataca el relativismo no puede dar la impresión de que está dispuesto a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad. Más bien se debe demostrar que se es muy sensible al hecho, de suyo bastante claro, que el paso desde la perspectiva teórica a la perspectiva ético-política ha de hacerse con mucho cuidado. Una cosa es que sea inadmisible que los que afirman y niegan lo mismo tengan igualmente razón, otra cosa sería decir que sólo los que piensan de un determinado modo pueden disfrutar de todos los derechos civiles de libertad en el ámbito el Estado. Se debe evitar toda confusión entre el plano teórico y el plano ético-político: una cosa es la relación de la conciencia con la verdad, y otra bien distinta es la justicia con las personas. Siguiendo esta lógica se podrá mostrar después, de modo creíble, que de una afirmación que pretende decir cómo son las cosas, es decir, de una tesis especulativa, sólo cabe decir que es verdadera o que es falsa. Las tesis especulativas no son ni fuertes ni débiles, ni privadas ni públicas, ni frías ni calientes, ni violentas ni pacíficas, ni autoritarias ni democráticas, ni progresistas ni conservadoras, ni buenas ni malas. Son simplemente verdaderas o falsas. ¿Qué pensaríamos de quien al exponer una demostración matemática o una explicación médica, empezase a decir que esos conocimientos científicos tienen sólo una validez privada, o que constituyen una teoría muy democrática? Si hay completa certeza de que un fármaco permite detener un tumor, se trata de una verdad médica, a secas, y no hay nada más que añadir. En cambio a una forma de concebir los derechos civiles o la estructura del Estado sí cabe calificarla de autoritaria o democrática, de justa o injusta, de conservadora o reformista. A la vez hay que recordar que existen realidades, como el matrimonio, que son a la vez objeto de un conocimiento verdadero y de una regulación práctica según justicia. En caso de conflicto, hay que encontrar el modo de salvar tanto la verdad cuanto la justicia con las personas, para lo cual se ha de tener muy en cuenta —entre otras cosas— el aspecto "expresivo" o educativo de las leyes civiles [19].

En el Discurso del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI ha distinguido con mucha nitidez la relación de la conciencia con la verdad de las relaciones de justicia entre las personas. Transcribo un párrafo muy significativo: «Si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad del plano de la necesidad social e histórica al nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia» [20].

Benedicto XVI da muestras de un fino discernimiento cuando reconoce que en el Concilio Vaticano II la Iglesia hizo suyo un principio ético-político del Estado moderno, y que lo hizo recuperando algo que pertenecía a la tradición católica. Su posición está llena de matices. Y así aclara que «quien esperaba que con este "sí" fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que esa "apertura al mundo" transformase todo en armonía pura, había minimizado las tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia». Y si afirma que «no podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre» [21], dice también que es un bien hacer todo lo posible por evitar «las contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza» [22]. Y señalando el fondo del problema, añade que «el paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como "apertura al mundo", pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas» [23].

El razonamiento de Benedicto XVI muestra un modo de hacer frente de modo justo y matizado a una posición tremendamente insidiosa como es el relativismo ético-social.

4. Los problemas antropológicos del relativismo

Hemos dicho que el relativismo en el campo ético-social se apoya en una motivación de orden práctico: quiere permitir hacer algo a quien lo desea, sin hacer daño a los demás, y esto sería una ampliación de la libertad. Pero el valor de esa motivación es sólo aparente. La mentalidad relativista comporta un profundo desorden antropológico, que tiene costes personales y sociales muy altos. La naturaleza de este desorden antropológico es bastante compleja y altamente problemática. Aquí voy a mencionar sólo dos problemas.

El primero es que la mentalidad relativista está unida a una excesiva acentuación de la dimensión técnica de la inteligencia humana, y de los impulsos ligados a la expansión del yo con los que esa dimensión de la inteligencia está relacionada, lo que lleva consigo la depresión de la dimensión sapiencial de la inteligencia y, por consiguiente, de las tendencias transitivas y trascendentes de la persona, con las que esta segunda dimensión de la inteligencia está emparentada.

Lo que aquí se llama dimensión técnica de la inteligencia humana, y que otros autores llaman con otros nombres [24], es la evidente y necesaria actividad de la inteligencia que nos permite orientarnos en el medio ambiente, garantizando la subsistencia y la satisfacción de las necesidades básicas. Acuña conceptos, capta relaciones, conoce el orden de las cosas, etc. con la finalidad de dominar y explotar la naturaleza, fabricar los instrumentos y obtener los recursos que necesitamos. Gracias a esta función de la inteligencia las cosas y las fuerzas de la naturaleza se hacen objetos dominables y manipulables para nuestro provecho. Desde este punto de vista conocer es poder: poder dominar, poder manipular, poder vivir mejor.

La función sapiencial de la inteligencia mira, en cambio, a entender el significado del mundo y el sentido de la vida humana. Acuña conceptos no con la finalidad de dominar, sino de alcanzar las verdades y las concepciones del mundo que puedan dar respuesta cumplida a la pregunta por el sentido de nuestra existencia, respuesta que a la larga nos resulta tan necesaria como el pan y el agua.

La sistemática huida o evasión del plano de la verdad, que hemos llamado mentalidad relativista, comporta un desequilibrio de estas dos funciones de la inteligencia, y de las tendencias que les están ligadas. El predominio de la función técnica significa el predominio a nivel personal y cultural de los impulsos hacia los valores vitales (el placer, el bienestar, la ausencia de sacrificio y de esfuerzo), a través de los cuales se afirma y se expande el yo individual. La depresión de la función sapiencial de la inteligencia comporta la inhibición de las tendencias transitivas, es decir, de las tendencias sociales y altruistas, y sobre todo un empequeñecimiento de la capacidad de autotrascendencia, por lo que la persona queda encerrada en los límites del individualismo egoísta. En términos más sencillos: el afán ansioso de tener, de triunfar, de subir, de descansar y divertirse, de llevar una fácil y placentera, prevalece con mucho sobre el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a lo que se hace, de ayudar a los demás con el propio trabajo, de trascender el reducido ámbito de nuestros intereses vitales inmediatos. Queda casi bloqueada la trascendencia horizontal (hacia los demás y hacia la colectividad) y también la vertical (hacia los valores ideales absolutos, hacia Dios).

El segundo problema está estrechamente vinculado con el primero. La falta de sensibilidad hacia la verdad y hacia las cuestiones relativas al sentido del vivir lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la idea y de la experiencia de la libertad; de la propia libertad en primer lugar. No puede extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes con el desorden antropológico del que estamos hablando se fundamenten siempre invocando la libertad, realidad ciertamente sacrosanta, pero que hay que entender en su verdaderos sentido. Se invoca la libertad como libertad de abortar, libertad de ignorar, libertad de no saber hablar más que con palabras soeces, libertad de no deber dar razón de las propias posiciones, libertad de molestar y, ante todo y sobre todo, libertad de imponer a los demás una filosofía relativista que todos tendríamos que aplaudir como filosofía de la libertad. Quien le niega el aplauso será sometido a un proceso de linchamiento social y cultural muy difícil de aguantar. Pienso que estas consideraciones pueden ayudar a entender en qué sentido Benedicto XVI ha hablado de "dictadura del relativismo".

Todo esto también tiene mucho que ver, negativamente, con la fe cristiana. Quien piensa que existe una verdad, y que esa verdad se puede alcanzar con certeza aun en medio de muchas dificultades, quien piensa que no todo puede ser de otra manera, es decir, quien piensa que nuestra capacidad de modelar culturalmente el amor, el matrimonio, la generación, la ordenación de la convivencia en el Estado, etc. tiene límites que no se pueden superar, piensa, en definitiva, que existe una inteligencia más alta que la humana. Es la inteligencia del Creador, que determina lo que las cosas son y los límites de nuestro poder de transformarlas. El relativista piensa lo contrario. El relativismo parece un agnosticismo. Quien pueda pensarlo coherentemente hasta el final lo verá mucho más afín al ateísmo práctico. No me parece compatible la convicción de que Dios ha creado al hombre y a la mujer, con la idea de que puede existir un matrimonio entre personas del mismo sexo. Esto sólo sería posible si el matrimonio fuese simplemente una creación cultural: nosotros lo estructuramos hace siglos de un modo, y ahora somos libres de estructurarlo de otro modo.

El relativismo responde a una concepción profunda de la vida que trata de imponer. El relativista piensa que el modo de alcanzar la mayor felicidad que es posible lograr en este pobre mundo nuestro, que siempre es una felicidad fragmentaria y limitada, es evadir el problema de la verdad, que sería una complicación inútil y nociva, causa de tantos quebraderos de cabeza. Pero esta concepción se encuentra con el problema de que los hombres, además de desear ser felices, de querer gozar, de aspirar a carecer de vínculos para movernos a nuestro antojo, tenemos también una inteligencia, y deseamos conocer el sentido de nuestro vivir. Aristóteles inició su Metafísica diciendo que todo hombre, por naturaleza, desea saber [25]. Y Cristo añadió que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» [26].

El deseo de saber y el hambre de la palabra que procede de la boca de Dios son inextinguibles, y ningún aparato comunicativo o coercitivo podrá hacerlos desaparecer de la vida humana. Por eso estoy convencido de que la hora actual es una hora llena de esperanza y de que el futuro es mucho más prometedor de lo que parece. Con las presentes reflexiones, que no quieren ser negativas, sólo se ha pretendido exponer con seriedad y realismo el aspecto de la presente coyuntura que Benedicto XVI ha llamado relativismo, así como su incidencia en la práctica y difusión de la fe cristiana en el mundo actual.

Ángel Rodríguez Luño, en opusdei.org/es-es/

Notas:

[1] Aquí tendremos en cuenta los siguientes textos: Ratzinger, J., Fede, verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003 (trad. española: Fe, verdad y tolerancia, Ed. Sígueme, Salamanca 2005); la homilía de la "Missa pro eligendo Romano Pontifice" celebrada en la basílica vaticana el 18 de abril de 2005, y el importantísimo Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana con ocasión de la Navidad, del 22 de diciembre 2005.

[2] Cfr. por ejemplo Ratzinger, J., Fede, verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo, cit., p. 121. Se vea también la homilía antes mencionada del 18 de abril de 2005.

[3] Cfr. Ratzinger, J., Fede, verità, tolleranza..., cit., pp. 170 ss.

[4] Cfr. ibid., pp. 170-192.

[5] Decimos que el conocimiento de Dios que nos da la fe no es exhaustivo porque en el Cielo conoceremos a Dios muchísimo mejor. Sin embargo, lo que nos dice la Revelación es verdadero, y es todo lo que Dios ha querido darnos a conocer de Sí mismo. No hay otra fuente para conocer más verdades acerca de Dios. No hay otras revelaciones.

[6] Hb 1, 3.

[7] Cfr. 1Tm 2, 5.

[8] Ésta es la tesis defendida a principios del siglo XX por E. Troeltsch. Cfr. L’assolutezza del cristianesimo e la storia delle religioni, Morano, Napoli 1968.

[9] Esta es una idea muy presente a lo largo de libro antes citado Fede, verità e tolleranza...

[10] Cfr. Ratzinger, J., Fede, verità e tolleranza..., cit., p. 192.

[11] Una exposición y defensa de la tesis pluralista puede encontrarse en: Knitter, P., No Other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes towards the World Religions, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1985; Hick, J., An Interpretation of Religion. Human Responses to Tracendent, Yale University Press, London 1989; Amaladoss, M., The pluralism of Religions and the Significance of Christ, en Id., Making All Things New: Dialogue, Pluralism and Evangelisation in Asia, Gujarat Sahistya Prakash, Anand 1990, pp. 243-268; Id., Mission and Servanthood, «Third Millennium» 2 (1999) 59-66; Id., Jésus Christ, le seul sauveur, et la mission, «Spiritus» 159 (2000) 148-157; Id., "Do Not Judge..." (Mt 7:1), «Jeevadhara» 31/183 (2001) 179-182; Wilfred, F., Beyond Settled Foundations. The Journey of Indian Theology, Madras 1993.

[12] Unos afirman que el Verbo no encarnado, Lógos ásarkos o Lógos cósmico, desarrolla una acción salvífica mucho más amplia que la del Verbo Encarnado, es decir, que la del Lógos énsarkos (Cfr. por ejemplo Dupuis, J., Verso una teologia del pluralismo religioso, Queriniana, Brescia 1997, p. 404). Otros dicen en cambio que es el Espíritu Santo quien despliega una acción salvífica separada e independiente de la de Cristo, y fundamentan en el Espíritu Santo el valor salvífico autónomo de las religiones no cristianas y la verdadera revelación contenida en ellas.

[13] Cfr. Juan Pablo II, Carta encíclica "Redemptoris missio" sobre la permanente validez del mandato misionero, 7-XII-1990.

[14] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración "Dominus Iesus" sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6-VIII-2000.

[15] Cfr. Dupuis, J., Verso una teologia del pluralismo religioso, cit., pp. 367 y 403.

[16] Cfr. ibid., pp. 332 y 342.

[17] Cfr. Habermas, J., Teoria della morale, Laterza, Roma - Bari 1995, p. 88 (original: Erläuterungen zur Diskursethik, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1991).

[18] Nino, C.S., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona 1989, p. 195.

[19] Se llama aspecto "expresivo" de las leyes civiles al hecho innegable de que las leyes, además de permitir o de prohibir algo, expresan una concepción del hombre, de la vida, del matrimonio, y así tienen un efecto educativo de signo positivo o negativo.

[20] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana con ocasión de la Navidad, 22-XII-2005.

[21] Ibidem.

[22] Ibidem.

[23] Ibidem.

[24] Philipp Lersch la llama función intelectual, y denomina función espiritual de la inteligencia a la que nosotros llamamos función sapiencial. Cfr. Lersch, Ph., La estructura de la personalidad, 4ª ed., Scientia, Barcelona 1963, pp. 399-404.

[25] Cfr. Aristóteles, Metafísica, I, 1: 980 a 1.

[26] Mt 4, 4.

Melena Montero

El conocido "angelito de la guarda" puede ser más útil de lo que te imaginas...

Nunca será sencillo comprender en su totalidad, cómo es que un ser de naturaleza espiritual pueda interactuar con nosotros en el mundo material, pero ciertamente nos acompañan, ayudan, aconsejan, inspiran, día a día, a cada momento, cuando dormimos, sin pedirlo, sin darnos cuenta y aún olvidando su presencia... nunca un buen amigo ha estado junto a nosotros con tal disposición.

Como ya sabemos, en la Sagrada Escritura se hace referencia a la intervención de los Ángeles Custodios, pero ¿qué hay de nosotros, los hombres y mujeres del tercer milenio, los que vivimos en un mundo donde lo que cuenta es lo que se ve y se toca?, ¿Es posible pensar en llevar una relación estrecha con ese Mensajero de Dios en el hogar, la oficina, el taller, la escuela, el consultorio del médico y en todo lugar y circunstancia? La respuesta es si.

Primero debemos ser conscientes -con ayuda de la Fe y la Gracia- de su presencia, comenzar a platicar con él mentalmente o en voz alta, como lo haríamos con una persona que está a nuestro lado y nos ha inspirado confianza.

Algunas personas, con el ánimo de lograr un mejor acercamiento con su Ángel le han puesto nombre, su propio nombre, tomado algún nombre de la Escritura, el que más les gusta, el de uno de sus hijos... como no tienen género no importa si es propio de mujer o de hombre, también puede ser un mote cariñoso.

Con el trato diario a nuestro Ángel, pronto comenzaremos a descubrir cosas que aparentemente son producto de la casualidad o de la suerte: el encontrar estacionamiento donde normalmente no hay lugar, la reacción comprensiva de nuestro jefe ante una

situación inesperada, encontrar el consejo adecuado para dar a nuestros hijos o a aquella persona que lo necesita, y así, tantas y tantas situaciones que parecen surgir de la nada. Y todo esto no es otra cosa sino su intervención delicada y dedicada en multitud de asuntos cotidianos.

Nuestro ángel custodio se convierte en una ayuda valiosísima, pues además de las oraciones que habitualmente le dirigimos, podemos entablar un diálogo frecuente, que se traduce en peticiones concretas y sencillas, a título de ejemplo: nos inspire para acudir con mejores disposiciones a la Eucaristía, la Confesión y nuestra oración personal; ayuda para recordar dónde dejamos aquel objeto aparentemente perdido; encontrar las palabras adecuadas para decir aquello que es delicado; antes de salir de casa pedirle que aparte un lugar para estacionarse; localizar con prontitud una dirección hacia la cual nos dirigimos; también es conveniente pedirle que "hable" con el Ángel de aquella persona con la que particularmente se es difícil tratar, para lograr un verdadero diálogo; ayuda para iniciar o terminar con prontitud esmero y cuidado aquella tarea que es particularmente tediosa; saber cómo corregir con cariño a los hijos; el encontrar la manera más adecuada de procurar el cuidado atención y tratamiento a un enfermo; saber qué decirle a aquella persona tan cercana a nosotros pero muy alejada de Dios; y así podríamos enumerar múltiples situaciones en las cuales su presencia se hace indispensable.

Debemos ser conscientes de que nuestro Ángel en ningún momento substituirá nuestro esfuerzo personal, nunca hará que se obtenga una buena calificación sin estudiar; conseguir un mejor empleo sin tener la preparación adecuada y necesaria; mostrar como bueno algo que hicimos mal; coaccionar a las personas para que reaccionen a nuestra conveniencia; conseguir un aumento de sueldo haciendo un trabajo de mala calidad; mantener la amistad con Dios sin confesarnos; pedir que una comida sea excelente sin haber puesto el cuidado necesario en todo el proceso de preparación; que los hijos sean buenos sin dedicarles tiempo para conversar con ellos y orientarlos.

De esta forma vemos que las cosas no son, ni serán, producto del azar, ya que nuestro Ángel Custodio es otro de los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance como ayuda esencialmente espiritual , ya que detrás de todo aquello que podamos ver, está la Gracia y bondad Divina.

Oraciones a los ángeles

¿Puedo rezarle a mi ángel custodio? ¿Puedo rezar a otros ángeles?

Al Ángel Custodio

  1. 1. Ángel de mi Guarda, mi dulce compañía,

 no me desampares ni de noche ni de día,

hasta que me entregues en los brazos de María.

 No me dejes solo, que me perdería.

  1. 2. Ángel de Dios,

Ángel de mi guarda,

ilumíname, guárdame,

y gobiérname este día.

Amén

A San Miguel Arcángel

San Miguel Arcángel,

defiéndenos en la batalla,

sé nuestro amparo contra la persversidad y asechanzas del demonio.

Reprímale Dios, pedimos suplicantes;

y tú, Príncipe de la milicia celestial,

arroja al infierno, con el divino poder,

a Satanás y a los demás espíritus malignos,

que vagan por el mundo

para la perdición de las almas.

Amén.

Bendición para el Viaje

Por la intercesión de Santa María,

que tenga (tengamos, etc.)

un buen viaje:

que el Señor esté en mi (nuestro) camino,

y su Ángel me acompañe (y sus Ángeles nos acompañen).

En el nombre dle Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén

Oración a los Santos Ángeles Custodios de los Sagrarios

"Oh Espíritus Angélicos que custodiáis nuestros Tabernáculos, donde reposa la prenda adorable de la Sagrada Eucaristía, defendedla de las profanaciones y conservadla a nuestro amor".

"Dios, Padre misericordioso, que en tu providencia inefable te has dignado enviar para nuestra guarda a tus Santos Ángeles; concede a quienes te suplican ser siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía.

Por nuestro Señor Jesucristo..." (Colecta de la Misa de los Santos Ángeles Custodios)

Petición a Dios

"Dios, Padre del Cielo, que con admirable sabiduría, distribuyes los ministerios de los Ángeles y de los hombres; te pedimos que nuestra vida sea protegida en la tierra, por quienes te asisten siempre en el Cielo.

Por nuestro Señor Jesucristo..." (Colecta de la Misa de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael)

Los "Otros" ángeles

Tan reales como nuestro ángeles custodios, aquellos que desobedecieron a Dios también influyen en nuestras vidas. Ya hemos tratado anteriormente el tema de los ángeles, su existencia y nuestra influencia en la vida diaria. Hoy toca el momento de hablar de "los otros ángeles"...

Hablar de ángeles caídos, demonio y temas similares no es fácil, pues actualmente así como hay gente que se aparta ante todo lo que "huela" a religión, también tiende a pensarse en fanatismo e intolerancia cuando se trata cualquier asunto relacionado con la demonología.

Por otra parte el tema mismo puede despertar el morbo de la gente. Basta ver todas las películas que explotan este tópico. Es evidente que hoy en día hay más películas como "El Exorcista", "El Abogado del Diablo" o "La Profecía" que de vidas de Santos o narrativas del Evangelio.

Es fácil pensar en el demonio como un ser de ciencia ficción o de historias de terror, y esto no es casualidad. Uno de los grande éxitos de los ángeles caídos en sus propósitos es el lograr que no se crea en su existencia ni en su influencia en nuestras vidas. Así como nuestros ángeles custodios tienen un papel importante en nuestra vida diaria, así también ocurre con los "otros" ángeles también dotados de inteligencia, de libertad y que forman parte de ese "mundo invisible" que recitamos al rezar el Credo: "Creo en lo visible y lo invisible."

Para el católico es muy importante conocer este tema que afecta directamente nuestra vida espiritual, que es real y que es una verdad de Fe profesada contínuamente por la Iglesia Católica.

Hechas las consideraciones anteriores, es momento de entrar en materia:

En algunos momentos podemos olvidar que el demonio actúa de manera efectiva y real de nuestra vida, creyendo que sólo se manifestará en una posesión o en algún evento extraordinario.

Al igual que en algunas películas, el villano aparece como un personaje bien parecido o elegante; del mismo modo, el demonio se oculta tras las cosas aparentemente buenas o a nuestro juicio inofensivas, y no sólo eso, nos hace creer que no existe. Si pudiéramos verlo, seguramente nos causaría horror y como consecuencia acudiríamos inmediatamente al auxilio divino, lo cual seria contrario a su plan: alejarnos de Dios y crear enemistad con Él mediante el pecado. El demonio en este sentido es increíblemente sutil, y por tanto peligrosamente efectivo.

El demonio y los ángeles que le acompañaron en desobedecer a Dios no pueden leer nuestra mente, pero son capaces de conocer nuestras intenciones e influir en nosotros deseos, recuerdos y tentaciones.

Podemos caer bajo su influencia de distintas maneras, según el momento y las circunstancias; debemos recordar que Dios permite las tentaciones y estas nunca serán desproporcionadas a nuestras fuerzas, es decir, en todo momento contamos con la ayuda de la gracia para superar los obstáculos y acercarnos más a Dios. No olvidemos que aún en nuestras caídas podemos comprender nuestra naturaleza debilitada, y crecer en la humildad.

Las tentaciones que se nos presentan, son dirigidas a nuestra naturaleza caída, abusando de nuestras debilidades humanas: tendencia al placer, la comodidad, la grandeza; cuando nuestro corazón lo ponemos en nosotros mismos o en las cosas, es fácil desviar nuestra atención de Dios.

Claro esta que en algunas ocasiones nosotros "ponemos de nuestra parte" para caer en pecado por imprudencia:

- Asistir a un espectáculo que excite nuestra imaginación o nuestros sentidos de tal modo que obtengamos un placer que nos aleja de Dios.

- Detenernos a ver revistas o películas en los estantes, que si bien no son pornográficas, estimulan la imaginación. Todos sabemos que "no es lo que se ve, si no lo que se oculta" lo que provoca que la imaginación complete el cuadro.

- Por curiosidad o ignorancia asistir a un lugar donde se practica la lectura de cartas, la mano, el café o cualquier otra forma de "adivinación" la cual está severamente condenada desde el Antiguo Testamento y hasta nuestros días por el Magisterio de la Iglesia. No debería ser extraño que lo que se dice sea cierto o se cumpla en un futuro, es un medio para alejarnos de Dios por desconfiar de la Providencia Divina. ¿Para qué necesitamos como católicos saber el futuro, si nos abandonamos diariamente en el Padre al que le rogamos constantemente "Danos hoy nuestro pan de cada día"? ¿No fue Jesús quien nos dijo que no habríamos de preocuparnos del futuro pues cada día trae su propio afán? Jesucristo nos ha mostrado a un Dios Padre bondadoso que si viste a los lirios del campo mejor que al Rey Salomón ¿Qué no hará por nosotros que somos sus hijos? Al tratar de "adivinar" el futuro desconfiamos de este Padre amoroso.

- El trato con alguien del sexo opuesto, que por su condición (o la nuestra) no debemos llegar a cierta intimidad o familiaridad: por estar casado, la relación de trabajo, la amistad familiar...

Otra manera en la que el demonio ejerce su influencia es mediante los recuerdos:

- Revive los disgustos que hemos tenido con las personas.

- Nos trae a la mente recuerdos de actos realizados contra la pureza, con peligro de recrear la imaginación y reavivar malos deseos.

- Traernos remordimientos sobre nuestras faltas: maltrato a los hijos, amigos o conocidos; alguna trampa en el negocio o en el estudio; falta de atención a un enfermo; no haber pedido perdón a aquella persona que estimábamos...

Todo esto, aún habiéndolo confesado y reparado las faltas cometidas. No olvidemos que una tentación típica de muchos Santos ha sido el sentir que están en pecado mortal aún cuando hayan hecho un examen de conciencia pleno y una confesión completa.

También podemos advertir la influencia negativa en nuestra pereza o desgano:

- No ir a confesarse pretextando pena por los pecados cometidos

- Creer que no vale la pena confesarse porque volveremos a pecar o sentimos que siempre decimos los mismos pecados

- Faltando al precepto de la Misa dominical por pereza u otras actividades

- No cumplir nuestro deber familiar, de trabajo o estudio poniendo como pretexto cansancio, enfermedad, aburrimiento...

Otras tentaciones que podemos considerar son las relativas a la soberbia:

- Sentir que Dios puede perdonarnos en cualquier momento

- No ceder en nuestros gustos, ideas y opiniones, aunque se nos demuestre que estamos en un error

- Considerarnos mas importantes, aptos o inteligentes que los demás

La imaginación también tiene un papel importante, ya que nos hace elaborar fantasías que si en el momento no son reales, pueden llevarnos a cometer faltas graves por un desordenado deseo:

- Observar a alguien del sexo opuesto que vemos por la calle y faltarle el respeto con el pensamiento.

- Creer que por el trato amable que tiene una persona, busca algo más de nosotros desconfiando de ella.

- Pensar en qué tenemos que hacer para que una persona que ocupa un mejor puesto de trabajo que el nuestro caiga y podamos ascender nosotros.

- Encadenar una serie de mentiras para justificarnos o conseguir un beneficio.

Los detalles que consideramos poco importantes van endureciendo nuestra conciencia, tomándolos como "actitudes naturales", y así poco a poco hasta caer con más facilidad en pecados graves, con peligro de no tener la fuerza interior necesaria para buscar la reconciliación con Dios.

Meditar en lo anterior debe ponernos en guardia y no ser ingenuos pensando que el Demonio no existe. Una vez que estamos alertados de esto, debemos fortalecer nuestra debilidad acudiendo con regularidad al sacramento de la Reconciliación (Confesión), hacer oración aún si estamos en pecado mortal, pedir ayuda a la Santísima Virgen y a nuestro Angel Custodio, serán los medios habituales para evitar las tentaciones, las ocasiones de pecado y el pecado mismo, pues con su ayuda alejaremos de nosotros la influencia de los ángeles caídos, o mejor dicho: el demonio.

Los demonios son aquellos ángeles que desobedecieron a Dios y fueron condenados eternamente al infierno. Conocemos su existencia porque la enseña la Sagrada Escritura y la Tradición. Jesucristo dijo: "Yo vi a satanás caer del Cielo como un rayo" (Lc 10, 18).

"El Diablo es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él" (Jn 8, 44)

Es un dogma de fe definido por la Iglesia Católica la existencia de los demonios.

"El diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismo, se hicieron malos" (Concilio IV de Letrán).

El jefe de los demonios es lucifer o stanás o diablo. Recibe, además otros nombres: luzbel, beelcebú, belial, el maligno, príncipe de este mundo.

Se le compara a un león, a un dragón y a una serpiente.

La palabra diablo procede del griego y significa "instigador"; el que casua la destrucción y la división ; el murmurador, el engañador.

La palabra satanás procede del hebreo, significa "adversario".

No sabemos el número de demonios, pero son muchos. En el Nuevo Testamento aparece un endemoniado que dijo a Jesucristo "mi nombre es legión, pues somos muchos" (Mc 5, 9).

El demonio tiene poder sobre los humanos porque su conocimiento y su influencia es superior al de éstos. El demonio no tiene, sin embargo, poder directamente sobre nuestra inteligencia pues no conoce nuestros pensamientos íntimos; tampoco sobre nuestra voluntad pues nunca puede obligarnos a pecar.

La actividad del demonio se manifiesta en los humanos al:

  •  Inducir a desobedecer los Mandamientos Divinos y a rebelarse contra Dios.
  •  Propagar el error y la mala doctrina.
  •  Inducir al hombre a la mentira y a la corrupción.
  •  Provocar la rebeldía en el hombre que sufre penalidades.
  •  Influier sobre el cuerpo, los sentidos y la imaginación.
  •  Influir sobre los bienes materiales.
  •  Producir hechos extraordinarios que tienen la aparición de milagro, con el fin de hacer adeptos.
  •  Llenar de temor, angustia y tristeza al hombre para alejarlo de Dios.
  •  Inducir a la brujería, las "limpias", a las supersticiones, al espiritismo y a la magia negra.
  •  Promover el culto demoniaco.

Su actividad durará hasta el final de los tiempos. La Iglesia enseña que "toda la historia humana está invadida por una tremenda lucha contra el poder de las tinieblas, que iniciada desde el principio del mundo durará hasta el último día, como dice el Señor" (Concilio Vaticano II, Const Gaudium et Spes, n. 37)

El demonio puede atormentar a los hombres por medio de la posesión y la obsesión diabólica.

La posesión diabólica consiste en que el demonio se apodera del cuerpo de una persona para atormentarla. En el cristianismo son raros los casos, gracias a la Redención de Cristo.

La obsesión diabólica consiste en que el demoni molesta externamente a las personas: con golpes u otras manifestaciones.

La Iglesia Católica tiene poder, recibido de Cristo, de arrojar al demonio de una persona posesa, de un lugar o de un objeto, por medio del exorcismo.

Las tentaciones consisten en que el demonio o el mundo o la carne influyen en el hombre despertando imágenes en la memoria y provodando sensaciones capaces de afectar su inteligencia y de inclinar su voluntad hacia cualquier pecado, por ejemplo: el robo, el homocidio, etc.

Tener tentaciones no es pecado. Llegan a ser pecado si existen la advertencia y el consentimiento.

Los medios para vencer al demonio son:

  •  Rezar frecuentemente.
  •  Recurrir al Sacramento de la Penitencia (confesión).
  •  Persignarse ante cualquier tentación.
  •  Besar un crucifijo con amor.
  •  Usar agua bendita, especialmente antes de dormir. (Decía Santa Teresa de Ávila que de ninguna cosa huyen más los demonios, para no tornar, que del agua bendita).
  •  Invocar con devoción a la Santísima Virgen María y a nuestro Ángel Custodio.
  •  Invocar con devoción a San Miguel Arcángel.
  •  Rezar con devoción tres Ave María.

Todos los Angeles fueron creados buenos por Dios. Sin embargo ellos, igual que los humanos fueron dotados de libre voluntad, y podían elegir entre la obediencia a Dios y la rebelión, entre el bien y el mal. Habiendo usado mal su libertad, parte de los ángeles, encabezados por lucifer, se separaron de Dios y formaron su reino.

Aquella rebelión de los ángeles contra Dios fue -algo que no podemos imaginar, pero que el apóstol San Juan nos describe en el Apocalipsis, hablando de "un gran dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas; arrastró con su cola a la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. Hubo luego una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón. También el dragón y sus ángeles combatieron, pero no vencieron, y no quedó ya lugar para ellos en el cielo. Y fue arrojado aquel gran dragón, la antigua serpiente que se llama diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; lanzado fue a la tierra , y sus ángeles con el Ap 12, 3-Ap 4, 7-9

Acerca del pecado de los ángeles, la Revelación se limita a hacer algunas indicaciones. Si todo pecado comienza por la soberbia (Si 10, 12 y sig.), también el pecado de los ángeles habrá tenido que comenzar por la soberbia. Del "hijo de la perdición" se dice que se alza contra Dios y todo lo santo (2Ts 2, 4). En concreto, puede decirse sobre el pecado de Satanás que éste, deslumbrado por su propia gloria, olvidó que dependía de Dios y negó esa dependencia, que se opuso a ser mera criatura o que rechazó el don de la perfección sobrenatural que Dios le ofrecía porque no quería deber nada al amor. Su lucha encarnizada con Cristo y contra la obra de la Redención nos permite colegir que Satanás se resistió a reconocer la supremacía de Cristo, a reconocer que Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el corazón y la cabeza de la Creación.

El castigo que merecieron por su pecado es doble: la obstinación de la voluntad en el mal, y el fuego eterno o infierno (Judas 6, 2; 2P 2, 4).

Desde los tiempos, cuando Ap. Pablo escribió su epístola a los Corintios (2Co 11, 4) y casi hasta nuestros días, en los escritos de la Iglesia se mencionan casos cuando los ángeles caídos tomaban distintas formas - y no solo de Angeles de la Luz, sino también de los Santos, la Virgen María y hasta el mismo Jesús Cristo! Por ejemplo San Juan Kassian, en sus escritos sobre un cuidadoso reconocimiento de los espíritus de otro mundo, cuenta como un monje se suicidó y otro hombre quiso sacrificar a su hijo como siguiendo la obediencia del Patriarca Abraham (Gn 22).

En ambos casos estas conductas aberrantes fueron provocados por los demonios, que se les aparecieron bajo la forma de Angeles de la Luz (Amor al bien t. 1).

El Patericon de Kievo-Pechersk cuenta el caso de un joven monje Nikita quien se le apareció un "ángel de luz." Este "ángel" ordenó a Nikita no perder tiempo en oraciones y dedicarse al estudio de Sagradas Escrituras, y le prometió a Nikita que orará por el. Después que el demonio, tomando la forma de un ángel, comenzó a orar en la celda de Nikita, éste recibió el don de clarividencia.

Pronto se hablo del nuevo "clarividente" y la gente comenzó a venir a él para recibir su consejo y dirección. Pero pronto se notó una rareza - Nikita no queria ni hablar del Evangelio - él estudiaba y citaba solamente el Antiguo Testamento. Por fin los monjes se dieron cuenta que Nikita cayó en las garras del demonio, al que expulsaron con sus oraciones. Volviendo en sí, Nikita hizo una profunda penitencia y se transformó en un monje ejemplar y esforzado. Con el tiempo fue consagrado como Obispo de Novgorod. El fue un buen pastor, se distinguía por su sabiduría y el don de milagros. Nosotros lo conocemos con el nombre de San Nikita el Ermitaño.

Nuestro Señor nos prevenía: "Tengan cuidado con los falsos profetas, que vienen a vosotros en la piel de la oveja, pero son lobos feroces. Por sus frutos los reconoceréis: Es posible cosechar uvas del endrino o higos de un cardo?" (Mt 7, 15-16). El Ap. Pablo nos enseña: "El fruto del espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, misericordia, fe, dulzura, contención. Sobre éstos no hay ley... Aquellos, que son de Cristo, crucificaron su carne con pasiones y deseos" (Ga 5, 22-24).

Seguir en la vida las palabras de Cristo y del apóstol san Pablo -no es fácil, debido a nuestra imperfección, pecado, ligereza (y falta de conocimientos), e ignorancia- y también debido a la practica de muchos siglos que poseen los espíritus de mal en su lucha contra Dios y los hombres. Hay que recordar, que hasta los hombres consagrados a Cristo, como los monjes que citamos mas arriba, no están asegurados contra la seducción demoniaca y pueden ser burlados por ella.

Por eso, si ante nosotros aparece alguien como ángel o tenemos una visión, hay que tener un gran cuidado de no confundir a un ángel caído con uno bueno. Los Santos Padres, inspirados por el Espíritu Santo y su experiencia espiritual, nos exhortan con amor de orar con humildad y no tratar de tener visiones y experiencias exaltadas. En el caso que veamos a alguien o algo extraordinario, ser muy circumpuestos y contar, lo mas pronto posible, el hecho a un experimentado padre espiritual.

Los Santos Padres nos enseñan, que si tenemos la mínima duda sobre la naturaleza de nuestra aparición, interrumpir todo contacto con esta y dirigirnos a Dios con una intensa oración, pidiendo Su ayuda. Si este espíritu es en efecto un enviado celestial, un Angel bueno, el se alegrará de nuestro vigilante cuidado.

San Atanasio también nos advierte que la soberbia perdió al demonio, y por ello debemos practicar la humildad. " Un gran remedio para la salud es la humildad, ya que Satanás fue arrojado del cielo no por libertinaje o adulterio o robo, sino que fue la soberbia lo que le precipitó a las partes inferiores del abismo".

San Agustín, respecto a la salvación o pérdida de los ángeles, y su persistencia en el bien o en el mal, dice que " los unos permanecen inquebrantablemente fieles en el Bien común a todos, que es Dios mismo, y en su eternidad, bondad y amor. Los otros, al contrario, orgullosos de su poder, como si fueran por si mismos el propio bien, se han apartado del Bien supremo común y beatificante, y se han vuelto hacia sí mismos; impertinente soberbia por sublime eternidad, su artificioso engaño por seguísima verdad, y sus deseos particulares por amor puro" Tenemos aquí una breve descripción de cómo una mala elección puede hacer tanto daño a una criatura.

La existencia de los demonios y su acción maligna es una verdad de fe. No se trata, pues, del modo de hablar de un pueblo primitivo que personificaba al mal en unos seres superiores pero inexistentes. La mayor diablura del diablo es: hacernos creer que no existe.

Por el contrario, estos seres reales, personales, espirituales, aunque han sido ya vencidos por Jesucristo, tienen como un ejército derrotado, en huida, gran capacidad de hacernos daño:

        a) Porque no han perdido su naturaleza de ángeles, y así su conocimiento y su poder son muy superiores a los nuestros.

b) Porque su experiencia de tantos siglos les ha enseñado el mejor modo de engañarnos.

c) Porque su voluntad perversa está siempre inclinada a toda maldad. Los demonios procuran nuestro mal:

d) Por odio a Dios cuya imagen ven en nosotros.

e) Por odio a Cristo, cuya muerte nos rescató de su poder.

f) Por envidia a nosotros pues Dios nos destinó a ocupar los puestos que ellos perdieron en el cielo.

El Señor llama al diablo "el asesino de la humanidad desde el principio," refiriéndose al momento cuando él, tomando la forma de una serpiente, sedujo a nuestros antepasados Adán y Eva, que quebraron la ley de Dios y con esto privaron a la humanidad de su inmortalidad (Gen 3, 1-6). Desde entonces, teniendo la posibilidad de influir sobre los pensamientos y sentimientos humanos, el diablo y sus demonios, tratan de hundir a la humanidad cada vez mas profundamente en el pecado, donde se encuentran ellos: "Quien peca es de Diablo, ya que éste fue el rimero que pecó… Cada uno que peca es esclavo del pecado" (1Jn 3, 8, Jn 8, 3-4).

Recordemos que el diablo es un mentiroso profesional, calumniador, sembrador de confusión y discordias; él y sus ángeles caídos, con todas sus fuerzas tratan de perdernos y para esto usan no solo la insinuación, sino muchas otras astucias, incluyendo su camuflaje en otro seres. Por eso todos los fenómenos, que nos causan admiración, confusión ó miedo, pueden fácilmente ser resultado de su trabajo infame contra nosotros.

La presencia de los espíritus del mal entre los hombres constituye un constante peligro para nosotros. Por eso el apóstol san Pedro nos recuerda: "Sean atentos y vigilantes porque nuestro enemigo, el diablo, es como un león rugiente, que busca a quien tragar" (1P 5, 8). Semejante llamado de atención nos dice el Ap. Pablo: "Hermanos míos, confortaos en el Señor, y en la potencia de su fortaleza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne; sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestas" (Ef 6, 11-12). De estas palabras de las Escrituras vemos que la vida humana es una intensa y constante lucha, para defender su alma.

Hay que considerar que, no obstante el gran daño que ocasionaron a sí mismos los demonios, y aún estando despojados de la gracia divina, conservan todo el poder que les corresponde por su naturaleza en cuanto a la inteligencia y voluntad. Obviamente están sujetos al querer y al poder de Dios; pero por esa fuerza natural que conservan como seres espirituales, dada su malicia, continúan siendo criaturas peligrosas y muy de temer de nuestra parte, por que se ocupan de hacer y desear toda clase de males posibles.

De hecho, en el Cielo la guerra esta terminó con la derrota total del mal. Pero la batalla se trasladó del Cielo a nuestro mundo y al corazón de los hombres. En esta batalla contra el mal nos ayudan activamente los Angeles buenos.

La existencia de los ángeles revelada por Dios

1. Nuestras catequesis sobre Dios, Creador del mundo, no podían concluirse sin dedicar una atención adecuada a un contenido concreto de la revelación divina: la creación de los seres puramente espirituales, que la Sagrada Escritura llama "ángeles". Tal creación aparece claramente en los Símbolos de la Fe, especialmente en el Símbolo niceno- constantinopolitano: Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas (esto es, entes o seres) "visibles e invisibles". Sabemos que el hombre goza, dentro de la creación, de una posición singular: gracias a su cuerpo pertenece al mundo visible, mientras que, por el alma espiritual, que vivifica el cuerpo, se halla casi en el confín entre la creación visible y la invisible. A esta última, según el Credo que la Iglesia profesa a la luz de la Revelación, pertenecen otros seres, puramente espirituales, por consiguiente no propios del mundo visible, aunque están presentes y actuantes en él. Ellos constituyen un mundo específico. 2. Hoy, igual que en tiempos pasados, se discute con mayor o menor sabiduría acerca de estos seres espirituales. Es preciso reconocer que, a veces, la confusión es grande, con el consiguiente riesgo de hacer pasar como fe de la Iglesia respecto a los ángeles cosas que no pertenecen a la fe o, viceversa, de dejar de lado algún aspecto importante de la verdad revelada.

La existencia de los seres espirituales que la Sagrada Escritura, habitualmente, llama "ángeles", era negada ya en tiempos de Cristo por los saduceos (Cfr. Hch 23,  8). La niegan también los materialistas y racionalistas de todos los tiempos. Y sin embargo, como agudamente observa un teólogo moderno, "si quisiéramos desembarazarnos de los ángeles, se debería revisar radicalmente la misma Sagrada Escritura y con ella toda la historia de la salvación" (.). Toda la Tradición es unánime sobre esta cuestión. El Credo de la Iglesia, en el fondo, es un eco de cuanto Pablo escribe a los Colosenses: "Porque en El (Cristo) fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por El y para El" (Col 1, 16). O sea, Cristo que, como Hijo-Verbo eterno y consubstancial al Padre, es "primogénito de toda criatura" (Col 1, 15), está en el centro del universo como razón y quicio de toda la creación, como ya hemos visto en las catequesis precedentes y como todavía veremos cuando hablemos más directamente de El.

3. La referencia al primado de Cristo nos ayuda a comprender que la verdad acerca de la existencia y acción de los ángeles (buenos y malos) no constituyen el contenido central de la Palabra de Dios.

En la Revelación, Dios habla en primer lugar "a los hombres. y pasa con ellos el tiempo para invitarlos y admitirlos a la comunión con El", según leemos en la Cons. "Dei Verbum" del Conc. Vaticano II (n.2). De este modo "las profunda verdad, tanto de Dios como de la salvación de los hombres", es el contenido central de la Revelación que "resplandece " más plenamente en la persona de Cristo (Cfr. Dei Verbum 2).

La verdad sobre los ángeles es, en cierto sentido, "colateral", y, no obstante, inseparable de la Revelación central que es la existencia, la majestad y la gloria del Creador que brillan en toda la creación ("visible" e "invisible") y en la acción salvífica de Dios en la historia del hombre. Los ángeles no son, criaturas de primer plano en la realidad de la Revelación, y, sin embargo, pertenecen a ella plenamente, tanto que en algunos momentos les vemos cumplir misiones fundamentales en nombre del mismo Dios.

4. Todo esto que pertenece a la creación entra, según la Revelación, en el misterio de la Providencia Divina.

Lo afirma de modo ejemplarmente conciso el Vaticano I, que hemos citado ya muchas veces: "Todo lo creado Dios lo conserva y lo dirige con su Providencia extendiéndose de un confín al otro con fuerza y gobernando con bondad todas las cosas. "Todas las cosas están desnudas y manifiestas a sus ojos", hasta aquello que tendrá lugar por libre iniciativa de las criaturas". La Providencia abraza, por tanto, también el mundo de los espíritus puros, que aun más plenamente que los hombres son seres racionales y libres. En la Sagrada Escritura encontramos preciosas indicaciones que les conciernen.

Hay la revelación de un drama misterioso, pero real, que afectó a estas criaturas angélicas, sin que nada escapase a la eterna Sabiduría, la cual con fuerza (fortiter) y al mismo tiempo con bondad (suaviter) todo lo lleva al cumplimiento en el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

5. Reconozcamos ante todo que la Providencia, como amorosa Sabiduría de Dios, se ha manifestado precisamente al crear seres puramente espirituales, por los cuales se expresa mejor la semejanza de Dios en ellos, que supera en mucho todo lo que ha sido creado en el mundo visible junto con el hombre, también él, imborrable imagen de Dios. Dios, que es Espíritu absolutamente perfecto, se refleja sobre todo en los seres espirituales que, por naturaleza, esto es, a causa de su espiritualidad, están mucho más cerca de El que las criaturas materiales y que constituyen casi el "ambiente" más cercano al Creador.

La Sagrada Escritura ofrece un testimonio bastante explícito de esta máxima cercanía a Dios de los ángeles, de los cuales habla, con lenguaje figurado, como del "trono" de Dios, de sus "ejércitos", de su "cielo". Ella ha inspirado la poesía y el arte de los siglos cristianos que nos presentan a los ángeles como la "corte de Dios".

La misión de los ángeles

1. Según la Sagrada Escritura, los ángeles, en cuanto criaturas puramente espirituales, se presentan a la reflexión de nuestra mente como una especial realización de la "imagen de Dios", Espíritu perfectísimo, como Jesús recuerda a la mujer samaritana con las palabras; "Dios es espíritu" (Jn 4, 24).

Los ángeles son, desde este punto de vista, las criaturas más cercanas al modelo divino. El nombre que la Sagrada Escritura les atribuye indica que lo que más cuenta en la Revelación es la verdad sobre las tareas de los ángeles respecto a los hombres: ángel (angelus) quiere decir, en efecto, "mensajero". El término hebreo "malak" -mélk-, usado en el Antiguo Testamento, significa más propiamente "delegado" o "embajador".

Los ángeles, criaturas espirituales, tienen función de mediación y de ministerio en las relaciones entre Dios y los hombres. Bajo este aspecto la Carta a los Hebreos dirá que a Cristo se le ha dado un "nombre", y por tanto un ministerio de mediación, muy superior al de los ángeles (Cfr. Hb 1, 4).

2. El Antiguo Testamento subraya sobre todo la especial participación de los ángeles en la celebración de la gloria que el Creador recibe como tributo de alabanza por parte del mundo creado.

Los Salmos de modo especial se hacen intérpretes de esa voz cuando proclaman, p.e.: "Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto. Alabadlo, todos sus ángeles." (Sal 148, 1-2).De modo semejante en el Salmo 102: "Bendecid a Yahvéh vosotros sus ángeles, que sois poderosos y cumplís sus órdenes, prontos a la voz de su palabra" (Sal 102, 20). Este último versículo del Salmo 102 indica que los ángeles toman parte, a su manera, en el gobierno de Dios sobre la creación, como "poderosos ejecutores de sus órdenes" según el plan establecido por la Divina Providencia.

A los ángeles está confiado en particular un cuidado y solicitud especiales por los hombres, en favor de los cuales presentan a Dios sus peticiones y oraciones, como nos recuerda, p.e., el Libro de Tobías (Cfr. especialmente Tb 3, 17 y Tb 12, 12), mientras el Salmo 90 proclama: "a sus ángeles ha dado órdenes. te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra"(Cfr. Sal 90, 1-12). Siguiendo el libro de Daniel, se puede afirmar que las funciones de los ángeles como embajadores del Dios vivo se extienden no sólo a cada uno de los hombres y a aquellos que tienen funciones especiales, sino también a enteras naciones (Dn 10,  13-21).

3. El Nuevo Testamento puso de relieve las tareas de los ángeles respecto a la misión de Cristo como Mesías y, ante todo, con relación al misterio de la encarnación del Hijo de Dios, como constatamos en la narración de la anunciación del nacimiento de Juan Bautista (Cfr. Lc 1, 11), de Cristo mismo (Cfr. Lc 1, 26), en las explicaciones y disposiciones dadas a María y José (Cfr. Lc 1, 30-37; Mt 1, 20-21), en las indicaciones dadas a los pastores la noche del nacimiento del Señor (Cfr. Lc 2, 9-15), en la protección del recién nacido ante el peligro de la persecución de Herodes (Cfr. Mt 2, 13).

Más adelante los Evangelios hablan de la presencia de los ángeles durante el ayuno de Jesús en el desierto a lo largo de 40 días (Cfr. Mt 4, 11) y durante la oración en Getsemaní (Cfr. Lc 22, 43). Después de la resurrección de Cristo será también un ángel, que se aparece en forma de un joven, quien dirá a las mujeres que habían acudido al sepulcro y estaban sorprendidas por el hecho de encontrarlo vacío: "No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí. Pero id a decir a sus discípulos. "(Mc 16, 6-7). María Magdalena, que se ve privilegiada por una aparición personal de Jesús, ve también a dos ángeles (Jn 20, 12-17; cfr. también Lc 24, 4). Los ángeles "se presentan" a los Apóstoles después de la desaparición de Cristo para decirles: "Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo?. Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo" (Hch 1, 11).

Son los ángeles de la vida, de la pasión y de la gloria de Cristo. Los ángeles de Aquel que, como escribe San Pedro, "está a la diestra de Dios, después de haber ido al cielo, una vez sometidos a El ángeles, potestades y poderes" (1P 3, 22).

4. Si pasamos a la nueva venida de Cristo, es decir, a la "parusía", hallamos que todos los sinópticos hacen notar que "el Hijo del hombre. vendrá en la gloria de su Padre con los santos ángeles" (así Mc 8, 38; Mt 16, 27 y Mt 25, 31, en la descripción del juicio final; y Lc 9, 26; cfr. también San Pablo, 2 Ts 1, 7).

Se puede, por tanto, decir que los ángeles, como espíritus puros, no sólo participan en el modo que les es propio de la santidad del mismo Dios, sino que en los momentos clave, rodean a Cristo y lo acompañan en el cumplimiento de su misión salvífica respecto a los hombres. De igual modo también toda la Tradición y el Magisterio ordinario de la Iglesia ha atribuido a lo largo de los siglos a los ángeles este carácter particular y esta función de ministerio mesiánico.

Melena Montero, en monografias.com/

Zaida Espinosa Zárate

La cuestión de la relación entre ciencia y fe ha adquirido nuevo vigor en los comienzos del siglo, cuando, tras años de especialización y separación fragmentaria de los saberes, que conducían a la esquizofrenia cultural del cognoscente, se empieza a percibir de manera cada vez más nítida la necesidad de su integración para dar cuenta de la multidimensionalidad de lo real. Tras poner de manifiesto la aparente tensión entre cultura y trascendencia como realidades que conviven en el ser humano, se rastrea la posibilidad que Panikkar propone de una ciencia que, sin eliminarse a sí misma, sin cancelar la mediación que ella misma constituye ni despojarse de sus maneras y métodos propios, sin siquiera abandonar el plano de la pura inmanencia, reconoce en él lo divino: la infinita trascendencia del cuerpo -su carácter siempre abierto al misterio- y su infinita inmanencia -su profundidad insondable-. Esto tiene lugar en la forma concreta que el autor propone de una teofisica, de modo que con ella no ocurre algo semejante a lo que Wittgenstein indica respecto a la escalera de la que, una vez arriba -lograda la significación de lo Absoluto- puedo desprenderme, sino que, en ella, la escalera -la dimensión física- se conserva y se supera.

1. ¿Homo culturalishomo religiosusa la vez?

La cuestión de la relación entre fe y ciencia puede plantearse de manera más amplia al considerar la relación entre fe y cultura como actividad específicamente humana. Cultura es todo lo que el hombre hace. Como es bien sabido, el ser humano es un ser cultural, que vive en la cultura y no en la naturaleza bruta y originaria (Gehlen, 1980). Esto significa que es un ser creativo, eminentemente productor, que construye objetos, obras de arte, pero también teorías, modelos, hipótesis que configuran lo que actualmente consideramos como ciencia. Podemos construir teorías incluso para contextos inventados, sin relación a la realidad y, sobre la base de ellos, hacer enunciados demostrables dentro de tales contextos, pero falsos, sin correspondencia con la realidad. También el sujeto humano elabora lo que puede denominarse un ‘pensamiento’ cristiano, que es también construcción intelectual (Panikkar, 2009). Todo esto son mediaciones que sirven para dar cuenta de mundo, para manejarlo y hacerlo soportable: constituyen la manera humana de habitarlo.

La pregunta que se nos plantea es acerca del alcance -¿inmanente?, ¿trascendente?- de esta acción cultural creativa humana y de sus productos, entre ellos, los de la ciencia en específico y, por tanto, de sus límites expresivos. ¿Puede la ciencia, en concreto, acoger a Dios y entenderse como expresión y deseo de Él o, por el contrario, constituye una objetivación que prescinde de lo divino o pretende sustituirlo? ¿Puede la ciencia mostrar, sin necesidad de ir más allá de sí, algo absoluto, o consiste en un complejo sistema de signos que no remiten más que a sí mismos?

Esta cuestión supone una reedición del agitado debate escolástico respecto a las relaciones entre razón y fe, pero aquí nos proponemos examinar un tipo de racionalidad particular, la científica. La disputa medieval fraguó en posturas de ensalzamiento, e incluso exclusividad, de la una frente a la otra, o en la teoría de la doble verdad, que hoy en día perdura en “la esquizofrenia cultural de nuestro tiempo”, es decir, en una “fragmentación del conocedor” a la que nos ha llevado “la fragmentación de los conocimientos” (Panikkar, 2009: 75), que son adjudicados a compartimentos estancos por la razón procedimental de nuestra época.

El dilema es agudo, pues afecta radicalmente a la propia identidad humana y, en tanto que tal, exige necesariamente una toma de postura. Fernando Inciarte (2016) lleva al límite esta tensión que se vive en el corazón humano: ¿tiene el cristiano que despreciar, en cierta medida al menos, el mundo y, en consecuencia, su propia razón creadora, para amar auténticamente a Dios? ¿Es el deseo de cultura, de ciencia para erigirse en señor de la realidad, síntoma -además, fácilmente contagioso- de enfermedad anticristiana, o puede contener la aspiración a la trascendencia la voluntad del poder que otorga el conocimiento científico?

Podemos hacer referencia al modo de vida de los cristianos primitivos, los arameos monofisitas. De ellos dice Inciarte que vivían de manera sumamente sobria, insultantemente simple en lo que se refiere a esa dimensión cultural creadora característicamente humana: ellos tenían una pura religión sin cultura. Esto supone eliminar todo tipo de mediación, a saber, no sólo el arte, sino también la teología: “No es que sean ellos mismos iconoclastas. En sus iglesias tienen también imágenes, pero la calidad artística de esas imágenes es algo que les tiene literalmente sin cuidado” (Inciarte, 2016: 38). Consideraban el mundo de tal manera como meramente pasajero y transitorio y, en consecuencia, como tan radicalmente insignificante, que la situación del hombre en él y su cuidado era hasta cierto punto indiferente. No es desprecio del mundo necesariamente, sino completo desinterés. Ahí simplemente no está lo que importa. Este es el sentido de la consideración de la curiositas como pecado: “El deseo de indagar aquello que es irrelevante para la plenitud de la vida humana” (Panikkar, 2009: 41).

La pregunta que se nos plantea, entonces, es: ¿se puede ser cristiano de verdad y a la vez profundamente científico y, en definitiva, ser cultural, creador que se regocija en el mundo, que cultiva la cultura como expresión del deseo de vivir humanamente de manera plena para hacer habitable el entorno, pues, a pesar de todo lo efímero que este sea, constituye estación por la que necesariamente hay que pasar?

En base a esta ambivalencia que vive el que se recrea en el mundo y que, a la vez, lo percibe en esencial contraposición a lo Absoluto, se puede ver cómo adquiere sentido plantear la relación entre cultura en general -dentro de la cual encontramos la actividad científica-, y trascendencia, para determinar si a través de aquella el ser humano puede no solo quedarse en sí y en el mundo que le rodea, sino ir más allá de ello.

Para abordar esta cuestión es necesario que precisemos qué es la fe en la concepción de Panikkar, por un lado, y, por otro, qué es lo que actualmente entendemos por ciencia y en qué consiste la cultura científica contemporánea que hoy está envuelta de prestigio e invade todas las áreas, pues esta ha evolucionado mucho en el paso del tiempo respecto a la episteme griega. Merece la pena detenerse en la propuesta de este autor en el que ha sido declarado como el “año Panikkar”, centenario de su nacimiento (Cirlot, Melloni, Tamayo & Saranyana, 2018).

2. La fe como dimensión constitutiva humana

Para Panikkar la fe constituye una dimensión fundamental del hombre por la que necesariamente aparece el cuestionamiento por lo Absoluto. Es fundamental u ontológica porque “no solamente es necesaria para comprender [crede ut intelligas], sino también para alcanzar la plena humanidad, para ser” (Panikkar, 2007: 200). Esto es así porque no consiste, frente a lo que podría pensarse, en una relación exclusiva con un Dios aislado, sino que pasa por reconocer la ligazón con toda la realidad, desde sus vínculos ontológicos fundamentales de solidaridad. Panikkar distingue lo que denomina actitud religiosa de la religión como institución humana (Martínez Bejarano, 2016), y desde esta diferencia se comprende la historicidad de estas últimas y la llamada a su autoexamen, e incluso a su conversión a las verdades de otras religiones a través del diálogo interreligioso, frente a la universalidad de la primera como actitud connatural del ser humano. El acto de fe como acto antropológico primordial (Panikkar, 2016) le permite conquistar la libertad que le otorga la instalación en una relación personal, rompiendo con una existencia puramente cósmica, esto es, anclada al mundo de las meras cosas (Panikkar, 2007). Desde esta perspectiva, la actitud de conversión consiste en un ejercicio de recuperación de la relacionalidad originaria de lo real -religación-, sin que esto afecte a la ontonomía de cada ser (Fundación Vivarium Raimon Panikkar, s.f.). Convertirse al otro significa, entonces, descubrir que el “‘caso’ contiene en su interior una referencia constitutiva, una valencia abierta, una relación esencial con el todo” (2009: 146) y transforma el individuo en persona (2006b).

La fe se manifiesta en un conjunto de creencias más o menos integradas. Pero no consiste en mera obediencia acrítica a la autoridad, “una especie de simple aceptación de las ‘verdades de fe’ o de los ‘datos revelados’” (Panikkar, 2009: 104), sino “escucha inteligente al conjunto de las fuentes de verdad del hombre: la triple empireia de los sentidos, de la razón y de la fe, implicados los tres en la misma experiencia” (2009: 54-55), que “entreabre la posibilidad de la perfección, permitiéndonos llegar a ser lo que todavía no somos” (Panikkar. 2007: 199). A esta experiencia la denomina Panikkar “mística”, como experiencia de integralidad en un doble sentido: en tanto que pone en juego todas las facultades de la persona, y en la medida en que su objeto no es exclusivamente lo divino, la experiencia de Dios -una sola dimensión de lo real-, sino que es también integral, a saber, la realidad completa, abordada de manera holística (Panikkar, 2005).

Por tanto, si no es obediencia ciega, “la fe es también conocimiento [gnosis], aunque distinto del científico” (Panikkar, 2009: 15, 60). Es decir, es un conocimiento que no se basa en la evidencia racional, sino que sobrepasa nuestros propios límites para “entrar en la benevolencia creadora de Dios” (Vilanova, 1993: 20), pero que no la niega o elimina. Es decir, la supera, la completa y enriquece sin ir en contra de ella. En efecto, según Panikkar este enriquecimiento es de estricta necesidad para el hombre contemporáneo, que percibe de manera cada vez más patente las insuficiencias de la razón fragmentada a la que ha conducido el racionalismo (Sánchez Cañizares, 2008): “La razón debe ser ciertamente superada, pero no borrada” (Panikkar, 2009: 59). Esto significa introducir la mística en toda experiencia humana (científica, filosófica, ética, cotidiana, etc.), que es la única manera de, primero, volverla verdadera, comprometida y encarnada, esto es, integral o relacional y, segundo, recuperar la propia naturaleza de su sujeto (Panikkar, 2005). Podemos rastrear tres motivos a los que Panikkar alude para dar cuenta de esto:

En primer lugar, “conocimiento no equivale a conocimiento racional, así como racionalidad no equivale a inteligibilidad. Hay muchas formas de racionalidad, pero también hay muchas formas de inteligibilidad” (Panikkar, 2009: 80). Que el conocimiento, la comprensión o la inteligibilidad no puedan identificarse con el conocimiento racional se debe, a su vez, a dos razones:

Por una parte, a que la realidad no es enteramente objetivable racionalmente. Esto ocurre porque, primero, el sujeto es parte de ella, y de él no se puede lograr una plena objetivación. Millán-Puelles se refiere a esto al hablar del carácter inadecuado de la conciencia de la subjetividad:

La efectiva adecuación de esta conciencia es por completo imposible porque es imposible la plena conversión de la subjetividad ‘connotada’ en subjetividad ‘objetivada’. O lo que es igual: si un ser que no es conciencia no puede aparecerse por completo, es porque no le es viable una perfecta y absoluta reflexión, lo cual a su vez se debe a que la índole de sujeto o sustrato de conciencia, que corresponde a este ser, es meramente consectaria de los actos en que él se aparece. (1967: 130)

Y, segundo, por el radical dinamismo de lo real, frente al carácter más o menos rígido o estático de los conceptos racionales, debido a que el conocimiento racional procede objetivando aquello con lo que se encuentra.

Por otra parte, la fe busca -y es en sí misma- una forma de inteligibilidad, de comprensión: es sentido en sí: “Así como la vida intelectual va más allá que la vida de los sentidos, la vida de la fe no puede limitarse a la vida racional. La simbiosis es imperativa” (Panikkar, 2009: 58).

Panikkar denuncia la preponderancia casi absoluta de la racionalidad en la modernidad occidental hegemónica. Advierte que existen distintas visiones del mundo o cosmologías, distintas experiencias de él, es decir, diversos mythos fundamentales que no cabe ignorar ni tampoco meramente abordar desde el propio logos, subordinándolos a la racionalidad de nuestra cultura occidental, como si ella constituyera el centro, criterio o marco de referencia legítimo de observación. De otro modo se perpetua el “mono-culturalismo colonialista” de la actitud moderna, del que ha derivado el “fundamentalismo laicista” al que asistimos en nuestro tiempo (2005: 96). El pluralismo de estos modos de inteligibilidad delata la relatividad de la propia cosmovisión, que, sin embargo, no debe confundirse, como él mismo aclara en numerosas ocasiones (1993a: 328; 2009: 83), con relativismo, ni degenerar, por tanto, en escepticismo. Si bien el examen crítico del propio modo de acceso a lo real desde sus presupuestos es radicalmente necesario como momento transitorio o provisional de escepticismo para evitar los peligros del dogmatismo, este no se puede constituir en estación o parada definitiva del pensamiento, ya que no concuerda con su afán incansable de sentido. De hecho, reparar en la relatividad de la cosmovisión en la que vivimos constituye el medio para hacer lo mismo res pecto a “la vulnerabilidad, los límites [de la persona], la condición humana” (Vilanova, 1993: 22-23), en definitiva.

Así pues, no es la constatación del pluralismo de los modos de inteligibilidad de lo real lo que aboca al relativismo. Según Sánchez Cañizares, ha sido precisamente la afirmación de la exclusividad de la razón lo que ha llevado paradójicamente a él, como se ha puesto de manifiesto en el devenir del movimiento racionalista. Más que hipertrofia de la razón, este consistió precisamente en “reducción, autolimitación de la misma” como propuesta metodológica que, al acabar “autoimponiendo límites de principio a la propia razón”, condujo a la pérdida de su “capacidad integradora para difractarse en una pluralidad de razones procedimentales” (Sánchez Cañizares, 2008: 862) que acabó en una “progresiva pérdida [...] de todas las certezas” (Maritain, 1942, s. p.).

Para evitar el totalitarismo de la razón como epidemia heredada de la modernidad occidental, Panikkar propone en su hermenéutica diatópica un método de diálogo no dialéctico, sino dialógico o dialogal (Gómez, 2015; Panikkar, 1993a; 2009). Este tiene la virtualidad de que tiene lugar “entre sujetos”, mientras que aquel es “sobre objetos” (Gómez, 2015: 35). Es decir, se trata de un “diálogo vital que compromete a toda la persona. donde cada uno busca comprender el corazón del otro” (Vilanova, 1993: 19), se da “el descubrimiento de una interioridad recíproca” (Vilanova, 1993: 23). Como se dijo más arriba, el conocimiento racional es siempre objetual, procede objetivando aquello con lo que se encuentra, y en este pensamiento objetivizador se aprecian las limitaciones ya señaladas.

En definitiva, “del mismo modo que el ser no puede identificarse con el logos [como más abajo veremos], el ser humano para Panikkar no se agota en la razón” (Gómez, 2015: 35). Aquello que puede abarcar lo real es solo el espíritu, que es libertad, y por ello puede este abarcar la libertad de lo real, libertad óntica. Para ello hay que trascender la actividad puramente mental, ya que el intelecto no puede admitir aquello que considera equivocado, mientras que el corazón sí es capaz de abrazar al que considera estar en el error: “El logos representa la gran dignidad del hombre, pero existe también el espíritu -que no está subordinado al anterior” (2006b: 14, 51).

En segundo lugar, no sólo hemos de relativizar la razón y sus productos, superándolos sin negar su intrínseca validez, sino que conviene notar también la identificación prevalente de racionalidad con racionalidad científica. A esto replica Panikkar (2009: 82) que “no toda la realidad es científicamente pensable; existen otras formas de pensamiento que nos desvelan otros aspectos de la realidad”, lo cual no debe llevar a una actitud de condena de la ciencia, sino a una emancipación de su dominio (Panikkar, 2006a).

La racionalidad admite muchos modos, y por ello hemos de ampliarla (Kasak, 2018) para dar cuenta de lo que no es puramente cuantitativo o reducible a ello y expresable en términos matemáticos. Lo verosímil, lo que no es objeto de una estricta demostración apodíctica, de pura certeza matemática ni procede more geométrico, también forma parte del campo de lo racional. Hay “un espacio libre entre la verdad absoluta y lo falso para que lo ocupen esas verdades generalmente aceptadas que son buenas razones pero que están y deben estar siempre sujetas a revisión” (López Eire, 1995: 888). Este espacio corresponde a la ética y, en general, a todas las ciencias humanas, que no “se prestan a la formalización basada en verda des necesarias y universalmente convincentes. Pero no por eso [...] había que dejar tales cuestiones fuera de los confines de la lógica y de la razón” (López Eire, 1995: 886), en línea con la distinción aristotélica entre un razonamiento estrictamente demostrativo y otro dialéctico, basado en la plausibilidad. También Benedicto XVI señala la necesidad de un ensanchamiento de los espacios de nuestra racionalidad para dar cuenta de la complejidad del ser humano y, en último término, de lo real (Sánchez Cañizares, 2008).

En tercer lugar, la expansión del concepto de racionalidad, e incluso su superación y enriquecimiento mediante otras fuentes de inteligi- lidad, no aseguran la conmensurabilidad del pensamiento respecto de lo real: “No toda la realidad es pensable; y, aunque exista un pensamiento no científico que nos abra a la realidad, el pensamiento no agota ni el Ser ni la realidad” (Panikkar, 2009: 78-79, 82).

Esto es, en cualquier caso, el orden del ser no es paralelo al orden del pensar, “la realidad misma no es auto-inteligible” (Gómez, 2015: 28), sino que el on es más amplio que el logos, hay un “sustrato incomprensible de la comprensión” (Panikkar, 1993a: 332). Panikkar alude a este aspecto bajo la idea de la libertad óntica: “El ser no necesita tener o seguir leyes, por útil que esto pueda ser. El ser no se restringe exclusivamente a lo que el pensamiento postula” (1999: 33). Pero es precisamente esta resistencia de la cosa a ser conocida la que “nos está revelando que ella es real. Si fuese totalmente transparente, sería invisible (incognoscible)” (Panikkar, 2009: 78). Y más adelante: “Todo ser es un misterio. La mística es consciente de ello. La noche, la vacuidad, las tinieblas, hacen posible la luz, la gnosii” (2009: 79). Precisamente en tanto que la cosa se retira, se nos da. Esta es la ambivalencia o dualidad que afecta a la realidad en su carácter intrínsecamente aparencial.

Por otra parte, si la fe es conocimiento, es también, como él, un acto de libertad. En efecto, es libertad conquistada, no meramente dada o libertad negativa, porque la verdad es fruto de una conquista que no es pacífica para el hombre, sino que implica lucha: una lucha contra algunas inclinaciones, de dominio y resistencia frente a ciertas tendencias para no ser esclavo de ellas (Gervilla Castillo, 2003). Desde esta perspectiva se entiende la bidireccionalidad entre libertad y verdad o, puesto de otra forma, el círculo que se genera entre ellas: por un lado, la verdad hace al hombre libre, de modo que “si el hombre no está en condiciones de conocer la verdad, entonces no puede ser libre” (Llano, 2013: 217). Es decir, el conocimiento (no sólo racional) es tal para la libertad, porque constituye una de las pocas realidades humanas que no es natural, al no estar sometido a la necesidad o causalidad natural del mundo físico. Todo lo demás, “lo que no es conocimiento, incluso el lenguaje, es influjo” (Llano, 2013: 217). Y, por otro lado, la libertad es la verdad del hombre, en tanto que este es un ser que está más allá del mundo estrictamente natural.

Por otro lado, si la fe no es conocimiento exclusivamente racional, ha de emplear un lenguaje distinto al de la razón: el símbolo, que no es reducible a conceptos. La diferencia entre ambos se examinará más abajo. Además, por no ser puramente racional, no se puede decir que se apoye primordialmente en la información de la objetividad racional, sino que está basada en una experiencia espiritual subjetiva, personal o existencial, y tiene por ello un potencial transformador de la vida. Esto significa, por un lado, que “no puede contentarse con ser ‘fe’ en la fe de los demás, confianza en el testimonio de algunos privilegiados” (Panikkar, 2009: 54) y, por otro, que no es puramente intelectual, concerniente sólo a esta dimensión humana, sino que trasciende el mundo mental: es vivencial, lo cual no significa, como se ha dicho arriba, que ignore o niegue la actividad de la razón. Otra forma de expresar esto consiste en decir que “la fe sin obras está muerta... Sin la contribución de la sensibilidad, de la inteligencia y del “tercer ojo”. es superstición y no es capaz de sostener una vida” (Panikkar, 2009: 55).

Este carácter experiencial de la fe implica que no está desgajada de la realidad, sino que se refiere a la “visión de la realidad como un templo, símbolo de la morada humano-divina, como algo sagrado -la “sagrada secularidad” (Panikkar, 2009: 105), pues lo divino no es puramente trascendente y extraño a la realidad, sino que está en ella misma, es “inmanente a la realidad material”. Esta es la “dimensión teológica de la creación material” (2009: 106) por la que puede reconocerse un fondo divino en todo lo real: en el cosmos y también en el hombre. “«Lo divino abraza la naturaleza entera»”, recoge Panikkar (2009: 153) de Aristóteles. Esta constituye la aportación central de la propuesta de Panikkar en la forma de su visión o intuición cosmoteándrica (Panikkar, 2009: 63) hacia la que considera que actualmente se avanza, en la dirección de una superación de los dualismos que separan a Dios del mundo, al hombre del cosmos, y al hombre de Dios.

Signo manifestativo de que las cosas están cambiando es que cada vez se percibe con más nitidez el lado sagrado de la naturaleza, como se manifiesta en la nueva sensibilidad ecológica que está proliferando con paso firme en el mundo actual (Panikkar, 1993a). El reconocimiento del hombre contemporáneo de que “ya no es el dueño del universo” (1993a: 329) y, “en lugar de comportarse como saqueador..., empieza a actuar como un administrador más humano ante la ‘madre tierra’” (Panikkar, 1993b, s. p.), como “colaborador o administrador responsable” (Panikkar, 1993a: 329), así como la creciente preocupación por la justicia, la alimentación, la salud y la paz en la tierra, manifiestan los inicios de un cambio más pro fundo: “una nueva sensibilidad respecto del cuerpo, la materia, sociedad y el mundo entero” (Panikkar, 1993b: s. p.), según la que se comienza a comprender la radical integración de lo cósmico, lo humano y lo divino que, como elementos distintos o realidades específicas pero entrelazadas, constituyen el ritmo del ser, dejando atrás los exclusivismos que los aíslan.

Panikkar repara en que la fe cristiana, cristalizada en pensamiento, constituye todo un mundo cultural, una forma mentis que ha configurado el modo de pensar de las sociedades modernas secularizadas: “El sentido de la historia, la convicción de una dualidad entre espíritu y materia, la noción de la temporalidad lineal y la consciencia de la individualidad” (Panikkar, 2009: 36-37), así como la noción de un Dios personal, de la realidad del pecado en su relación con el problema del mal, o la idea de dignidad humana son aportaciones cristianas a nuestra cultura (Orrego Sánchez, 2015), de modo que estas “actúan en el mismo marco del mythos cristiano, aunque a veces en oposición dialéctica” con su logos (Panikkar, 2009: 37).

3. El pensamiento científico

El pensamiento científico, como cualquier otro tipo de pensamiento, constituye una cierta construcción: construcción intelectual, obra de la razón, actividad de la mente. Es decir, es abstracto, representa un acceso mental o lógico a lo real, y esto significa que opera de forma categorial subsumiendo lo real en categorías más o menos estáticas o rígidas, lógicamente construidas. Es importante reparar en este carácter construido o abstracto de los productos racionales, ligados al lenguaje y la cultura a la que se pertenece, pero sin que se agoten en ello (Inciarte, 2016).

Además, los productos de la ciencia resultan de una razón entendida de una manera particular o restringida: de la razón matemática, la cual se refiere exclusivamente a un aspecto de la realidad: su dimensión medible o cuantificable (Panikkar, 2009: 13), de modo que abstrae de todo lo demás, se abstiene de pronunciarse sobre ello, aunque son frecuentes las injerencias del pensamiento científico en terreno metafísico por las que, al descubrir cierta conexión legal entre fenómenos de tipos distintos, se acaba reduciendo uno de ellos al otro (García Norro, 2014). “Sólo cuando el objeto del saber es cuantificable, y, por lo tanto, controlable, aunque solo sea estadísticamente, permite una interpretación científica” (Panikkar, 2009: 32). Desde esta demarcación o restricción de su objeto, se observa fácilmente cómo la ciencia moderna constituye “una forma particular y limitada no solo de aproximación a la realidad [una aproximación exclusivamente racional], sino también de pensamiento [de una racionalidad solamente matemática]” (Panikkar, 2009: 81).

Su carácter matemático implica que constituye un pensamiento calculador en tanto que se refiere al comportamiento de los fenómenos, a cómo estos tienen lugar (leyes y regularidades científicas), no al qué, a su esencia, frente a la ciencia o filosofía tradicional, que se autocomprendía como auténtico conocimiento, como asimilación comprehensiva de la realidad (Maritain, 1942Panikkar, 2009). Es decir, aquella no pretende hacer ninguna afirmación metafísica, pronunciarse sobre “la naturaleza real de las cosas” (Panikkar, 2009: 103-104), y por ello se puede decir que, en último término, “ha abandonado la pretensión de conocer” (Panikkar, 2009: 81) en sentido estricto. La primacía de este tipo de pensamiento en el mundo contemporáneo hace que creamos “que explicar la génesis de un fenómeno equivale a conocerlo” (Panikkar, 2009: 27), y así queda desarticulada del panorama epistemológico la necesidad de la pregunta específica por el qué, que pierde su vigencia al haberse reducido a la cuestión del cómo. No cabe duda de que este enfoque en el comportamiento de los fenómenos permite predecirlos y controlarlos, lo cual constituye una forma de dominarlos que “es muy útil”, pero sigue sin desvelar “el misterio de la cosa” (Panikkar, 2009: 53).

En concordancia con su modo de expresión matemática, la actividad científica emplea un lenguaje conceptual unívoco, que corresponde con la aspiración a las ideas claras y distintas de Descartes, pero esta vez referida al mundo observable.

Por último, al igual que la fe cristiana cristaliza en un pensamiento que moldea la forma de comprender el mundo de aquellos influidos por él, también opera de forma semejante la construcción intelectual científica. En efecto, la ciencia “no es solo un conjunto de conocimientos, es una institución político-social; es también una forma mentís, un modo de ver la realidad y de interpretar los hechos y los sucesos que se presentan a la consciencia humana” (Panikkar, 2009: 27). Es decir, es una cosmovisión o mito como conjunto de certezas que compartimos que no cuestionamos y que tenemos arraigadas profundamente, que sirven de trasfondo sobre el que juzgamos la verdad o falsedad de todas las proposiciones: aquello que “creemos de tal manera [...] que no creemos ni siquiera que creemos en ello” (2005: 98). Corresponde a lo que Wittgenstein considera la imagen del mundo (world-picture), frente al conocimiento, para el que sí cabe la duda (Ariso, 2019), o a lo que Ortega denomina “creencia”, frente a las “ideas” (Ariso, 2015). Panikkar nota cómo la ciencia moderna, a pesar de tener unos orígenes culturales concretos -de hecho, pone de relieve su carácter marcadamente “mono-cultural” (2009: 30)-, se ha convertido en paradigma de todo pensamiento, incluso convirtiéndose en la única forma de conocimiento y en el único modo de entender lo real. Se encuadra dentro del mythos de la modernidad que es el “mito supremo de la razón, la filosofía como opus rationis, la universalidad de la ciencia y la linealidad del tiempo” (Panikkar, 2009: 18). Por ello, aunque “la ciencia y las tecnologías que se desprenden de su campo no constituyan una tradición de espiritualidad o religiosa, [esto] no significa que de hecho no supongan una modulación concreta de la dimensión espiritual” de la persona (Senent de Frutos, 2019: 90), pues se da una relación precisa entre tecnociencia e interioridad.

La potencia o el atractivo de la ciencia moderna como trasfondo de certeza compartida desde el que operan todos nuestros conocimientos radica en su carácter flexible. Es decir, en que no fija ni se apega a ningún contenido concreto, sino que “puede vivir en la provisionalidad”, pues “se sabe limitada, falible y provisional”. Lo único absoluto en ella es su método. Es decir, “no fija sus propios contenidos; está dispuesta incluso a cambiar de paradigma, pero exige que se lo demuestren -dentro de los parámetros que ella misma reconoce”. Es decir, “es suficientemente abierta y tolerante, pero dentro de sus propios límites” (Panikkar, 2009: 33).

En la medida en que constituye un pensamiento calculador dirigido fundamentalmente a establecer las regularidades de los fenómenos para predecirlos y controlarlos, está asociada con el producir, y se autocomprende cada vez más desde una razón instrumental que ha invadido todas las áreas (Heidegger, 1994Taylor, 2016). Es decir, asume como criterio de verdad uno pragmático, a saber, la efectividad práctica de los productos que se logran a partir de ella.

4. El principio de la ciencia: La presencia de lo real como momento contemplativo

A pesar de la deriva instrumental de la ciencia, que ha llevado a que pongamos a la racionalidad científica el segundo apellido de ‘técnica’, ha de notarse que la actitud científica parte necesariamente de una captación o comprensión fundamental de la realidad de las cosas. Es decir, incluso a pesar de que “el pensamiento científico no se plantea la cuestión metafísica, el problema del ser, sino de manera indirecta..., no puede dejarlo de lado” (Panikkar, 2009: 53). Hay necesariamente en él, como elemento constitutivo de su estructura de sentido, un momento contemplativo que sirve de raíz para que la racionalidad productiva a la que da lugar se ponga en marcha. Es decir, la actitud científica que enfatiza y pone valor exclusivamente en lo expositivo, lo objetivo, impersonal y susceptible de evaluación, prescindiendo del aspecto experiencia! y de la vivencia subjetiva, arranca y presupone inevitablemente un momento contemplativo como experiencia existencial que se refiere a la presencia de la realidad elemental, bruta y originaria como algo independiente de la conciencia que nos afecta de manera irremediable, incluso al margen de la propia voluntad. De este modo reparamos en la dimensión de fatalidad de la vida humana (Ortega y Gasset, 1983), en el hecho de que nos vivimos de manera pasiva respecto a algo que nos afecta, es decir, recibimos determinaciones naturales de lo externo, nos vivimos instados por ello, percibimos la causalidad en acto de los seres corpóreos en el yo (Millán-Puelles, 1967), de modo que no todos los significados son humanamente construidos.

Así se pone de manifiesto el carácter reforme del sujeto, su radical facticidad y finitud, el hecho de que somos determinables físicamente. En definitiva, la condición trágica humana, el dolor físico, la necesidad biológica (Millán-Puelles, 1967: 385), pero no solo esto, sino también el trabajo esforzado de su actividad, la constatación de que el deseo de cultura es lastimoso y laborioso, mientras que los dioses asisten a banquetes y celebran fiestas, como dice Platón (1871) en el Fedro, 246. Piirto, estudiosa estadounidense de la creatividad, se refiere a lo que denomina la “Regla de los diez años”, según la que “uno ha debido estudiar un ámbito durante aproximadamente diez años antes de que pueda hacer una contribución original” (2011: 10), y también afirma que son necesarias 10.000 repeticiones antes de que se pueda llegar a un trabajo creativamente logrado, pues este requiere de una cierta automatización y del estudio formal del campo en el que se inscribe la acción creativa. No cabe duda, entonces, del carácter trabajoso y en algún momento penoso de la acción cultural.

Esta condición trágica se manifiesta de la forma más palmaria, como compartida, pero vivida en primera persona, en la realidad de la muerte, en el hecho de que todos nos vamos a morir. La originalidad humana radica precisamente, como afirma Karen Armstrong, en que, “a diferencia de otros animales, tenemos que vivir siendo conscientes de nuestra mortalidad, de nuestra muerte ineludible” (Nieto, 2 de noviembre de 2018), y en la propia pregunta por la identidad humana desde este hecho se manifiesta su dignidad. “Somos seres que nos hacemos preguntas”, mientras que “los perros, por ejemplo, no se preocupan por los sufrimientos de los otros perros en otras partes del mundo, ni tampoco piensan si deberían ser amigos de los gatos”. Y “nos olvidamos con frecuencia de que la misma pregunta [¿Qué es el hombre?] es la respuesta. El hombre es ese ser que se pregunta ¿Quién soy?” (Nieto, 2 de noviembre de 2018); es decir, la propia “pregunta constituye su dignidad” (Panikkar, 2009: 50).

La conciencia de la propia mortalidad constituye el acicate o el impulso que agita la normalidad de la vida ordinaria, que afecta de manera radical, experiencial y no meramente teórica a la voluntad individual. Desde ella arranca la posibilidad de un intento de comprensión científica del mundo que no absolutice el horizonte humano, al que se percibe ahora, desde esta perspectiva parcial, como esencialmente finito. Es decir, la conciencia de la posibilidad de la muerte a lo largo de la vida -por la que esta nunca es del todo ajena a aquella- constituye el aguijón que puede servir como catalizador o principio de una aproximación al mundo abierta a la trascendencia.

En efecto, la ciencia trae la muerte a la presencia en diversas manifestaciones, la hace presente como la nada del yo en su máxima individualidad, o al contemplar lo meramente posible precisamente en tanto que tal, ya sea de manera aislada, ya sea tomando en cuenta el conjunto de todas las posibilidades puras. La experiencia de ser mera posibilidad, de la pura contingencia en primera persona, de la no necesidad del yo, deja ver la oposición metafísica fundamental entre ser y nada, de la que ha de partir el científico al ocuparse precisamente de lo que es. Así deja atisbar /o radicalmente otro a todo aquello, a lo contingente, que no sólo o no necesariamente está fuera de ello, según Panikkar, y por ello puede impulsar, desde su modo de abordar lo real, al natural preguntarse por lo absolutamente necesario. Desde sus propios parámetros se puede abrir la pregunta, que ella misma no acaba de responder, pero sí abrazar, por la trascendencia.

5. Una condición trágica elevadora

El individuo que se encuentra en la tesitura de esta conciencia descubre la tensión más característica que hay en él que le saca de la cotidianeidad. Modificando la metáfora que Unamuno emplea en “En torno al castiásmo”, podríamos decir que, si la vida humana es el mar, habitualmente el sujeto vive en la superficie como actualidad curiosa, volcado a lo otro que se aparece (Quevedo, 2013), pero debajo de ella se encuentra todo lo que la soporta: no sólo la historia, sino los acontecimientos significativamente humanos que descubren la gravedad de la existencia. La falsedad brota del esfuerzo de intentar quedarse sólo en la superficie como vida inauténtica o no examinada.

En el acceso a esa gravedad se vive la ambivalencia en las inclinaciones que afectan al sujeto, que es una expresión de la paradoja fundamental humana. Esta radica en que, en el reconocimiento de su facticidad y contingencia, en la vivencia del límite con el que se topa ante el dolor, el sufrimiento, la limitación y los fracasos frecuentes, que se constatan en el mismo hecho del cansancio físico, en definitiva, en la experiencia de la finitud humana, se descubre lo más profundo del yo, que consiste en su afán de absoluto, su deseo de lo infinito o aspiración de trascendental. Esta inclinación le lleva a un movimiento incansable del querer que no se posa, que no se colma ni conforma con relatividades pasajeras. Es la experiencia de vivir en una trinchera: su sensibilidad está herida por el fuego cruzado de una racionalidad opaca, que absolutiza el horizonte humano, que seduce con promesas de dominio de la naturaleza, de felicidad inmanente, en la tierra, y de una racionalidad abierta a lo Absoluto, que lo acoge como explicación última de lo real y “parte” de ello mismo.

Entonces puede ocurrir lo que Jane Piirto explica respecto al proceso de crear, que ahora podemos aplicar también al proceso de creer. “Lasitud, pereza, inercia -todas operan frenándonos a crear [creer]. El rechazo, la indiferencia y la crítica de otros también frustran la creatividad [fe]. El miedo a crear [creer] también juega un papel en la obstrucción del proceso creativo [de fe]” (2011: 8-9).

Es decir, en la experiencia vivida a menudo se da el deseo de una vida más cómoda y simple, lo cual significa una vida alejada del reto y del riesgo y el fracaso de la incomprensión. Pero, por otra parte, la tendencia a buscar respuestas absolutas resulta imperiosa (Piirto, 2011). Como ocurre con el poeta, tal y como Platón lo presenta en la Apología de Sócrates, en el Ion o en el Fedro, este tiene que crear como si de una necesidad o de una obsesión se tratase, de modo que pareciera que no es dueño de su libre voluntad y de la decisión creadora, sino que es la Musa la que se apodera de él y lo emplea para expresar el arte a su través. Algo semejante ocurre cuando el sujeto humano descubre en lo real su carácter divino: del propio cosmos y de sí mismo.

Ciertamente, la actitud radical ante este reconocimiento exige tomar riesgos, emprender el camino del pensamiento divergente y revisar de manera novedosa lo que ya es sabido para ir más allá de ello, frente a la asimilación acrítica o la conformación a las respuestas disponibles. Los peligros de este camino en el que se embarca el creador-creyente son evidentes, pero reconoce que esta constituye la única senda auténtica. Igual que ocurre con el proceso de crear, esperar que el proceso de creer esté exento de dificultades es tan falso como pensar que cualquier camino de aprendizaje es un camino de rosas, en el que el maestro entretiene, de una manera idílica, y hace felices a los que de aquellas enseñanzas participan, elimi nando cualquier obstáculo y sin perturbar la calma. El esfuerzo y un cierto desasosiego son inevitables, pues siempre es más fácil quedarse donde uno ya estaba. La incertidumbre acerca de dónde llevará ese proceso supone dar un salto, pero la carga se vuelve más soportable si uno se sabe acompañado por algún Maestro. Y, como indica Piirto, “a menudo, la espina, la pasión que hiere o daña, también salva” (2011: 8).

Frente a una elaboración puramente intelectual de lo divino que pueda haber aportado cierta filosofía académica o profesionalizante y, desde luego, poco socrática, la aproximación humana más radical a la trascendencia tiene lugar desde un acceso netamente individual y experiencia! Sólo esta manera de aparecerse lo divino tiene una virtualidad transformadora de la vida. Pero este punto de partida subjetivo no marca su destino o su campo de actuación definitivo: como ocurre con el científico, que no puede quedarse recluido en el laboratorio, sino que debe comunicar sus resultados, el creyente tampoco puede quedarse en el templo, es decir, en la sola vida privada, sino que la actitud religiosa consiste esencialmente en salir al mundo, como reacción ante las injusticias del Estado, para ayudar al otro. Así nacen todas las religiones, como sostiene Armstrong: “Como un intento para mejorar las cosas y decirle al Estado que hay que ayudar a los pobres y preocuparse por ellos”. Si se queda en la esfera privada, “se convierte en una forma de egocentrismo, de egoísmo e indiferencia” (Nieto, 2 de noviembre de 2018).

Al descender desde la superficie del ser hasta sus honduras se abre al sujeto humano otro horizonte como posibilidad para recorrer: la posibilidad de lo absoluto, de lo divino desde la propia ciencia, y el camino de la fe como otro tipo de conocimiento. Como Platón ya había dicho al hablar de la episteme, aunque también de la inspiración poética, estas tienen una función elevadora que nos saca del mundo meramente sensible. Es decir, a partir de sus comprensiones del mundo y del yo -que se retroalimentan y asisten mutuamente en su relativa parcialidad-, pueden alcanzar la posibilidad de una trascendencia.

Esta apertura de la ciencia a la trascendencia consiste, más que en un cambio en el contenido, en los qués de su aproximación a lo real, en un nuevo modo de vivirlos, en la adquisición de un cómo novedoso de la propia existencia, por lo que implica una cierta transformación personal que afecta al científico qua científico.

6. La ciencia opaca

Ciertamente, la experiencia de la condición trágica humana puede ser virtud también de arranque a una concepción de la ciencia que cierra al hombre sobre sí en una actitud de control o dominio puramente humano del mundo, desde una voluntad despótica dirigida por el puro amor de sí, que pretende controlar y, en último término, eliminar la tragicidad de la vida, liberarla de sus penosos esfuerzos con la ilusión de un progreso ilimitado. Así se entiende el mundo como “dato a comprender y utilizar”, como recurso, y no tanto como “don del que disfrutar y estar agradecidos” (Panikkar, 2009: 76), se desvela su misterio por su neta eliminación. Entonces la ciencia pretende volverse omnímoda, quiere abarcarlo y cubrirlo todo, y se vuelve, además, opaca: no deja ver más allá de sí, se vuelve espejo de sí, no trasciende, constituyéndose en el único absoluto. Sólo se quiere a sí misma. Esto es lo que puede reconocerse en movimientos como el transhumanista o poshumanista, que estiman que la evolución de las ciencias y las técnicas NBIC (nanotecnología, biotecnología, tecnologías de la comunicación y la información y ciencias cognitivas) ha permitido que el ser humano se trascienda o supere a sí mismo, al estar ahora en su mano su propio proceso evolutivo gracias a esas tecnologías materiales.

Resulta curioso leer estudios referidos a la certeza que tenemos todos en nuestra propia muerte: a primera vista podría parecer que esta constituye una convicción básica, compartida por todos los individuos mentalmente sanos; pero, si realmente fuera así, “si la gente estuviera realmente cierta de que morirán y de que pueden morir en cualquier instante, no debería aparecer como tan inesperado el ser diagnosticado con una muerte inminente, pues tal posibilidad estaría ya implícita y dada por descontado en la asunción de que uno puede morir en cualquier momento” (Ariso, 2015: 83). Por esto, parece que no estamos tan ciertos de ella. Más bien, la percibimos como algo que “puede ocurrir sólo de forma accidental” (Ariso, 2015: 85), de modo que la consideramos como evitable y como algo que va a ocurrir a medio o muy largo plazo, por lo que su posibilidad se disipa en el horizonte y cancela así su operatividad. En palabras de Ortega, se cree en ella con fe muerta, es decir, de modo que estamos en esa creencia, pero sin que influya nuestra vida (Ariso, 2015).

Este modo de pensar, propio de una cultura que deja de lado la muerte, es responsabilidad de una autocomprensión de la ciencia moderna como dominio respecto a todo lo que nos afecta. Para constituirse en absoluto, la ciencia necesita negar la condición trágica del hombre asegurando que, con su avance técnico ad infinitum, logrará /a superación por eliminación de todo problema humano. La vivencia de la limitación, de la insuficiencia o pobreza esencial le resulta, en efecto, intolerable e insoportable, y confía en que podremos combatir nuestra finitud entitativa; en que todo esfuerzo es, o será, técnicamente eliminable desde las posibilidades técnicas del presente y del futuro.

El error que comete el que exclusiviza la ciencia como modo de conocimiento es un error de soberbia, que viene por “un desconocimiento de la verdad de la insuficiencia humana” (Millán-Puelles, 2009: 535), frente a la actitud de admiración ante el acontecimiento del mundo, en el que se revela la verdad ontológica, la verdad del ser insondable. También Panikkar afirma que un conocimiento de este tipo, “un conocimiento sin amor ‘infla’, vuelve arrogantes” (2009: 12), cuando lo más propio de la realidad humana es su característico tener límites, que no pueden ser salvados o superados por eliminación a través de puentes tecnológicos, sino que son connaturales a ella de manera no sólo operativa, sino también entitativa. “No poner límites al conocimiento significa querer ignorar la condición ‘limitada’ del hombre” (Panikkar, 2009, 159).

Y hay que notar que la constatación de la finitud humana no nace realmente de una actitud de resignación, incapacidad o debilidad de espíritu, como a veces se ha dicho: “[En la filosofía humanista] la finitud es celebrada -desde el nacimiento, respetuoso del azar genético, al envejecimiento y a la muerte, pasando por los sufrimientos y los esfuerzos físicos y psicológicos que el individuo debe soportar gracias a la fuerza moral de su alma y a su capacidad de resignación y aceptación” (Hottois, 2013: 168). Más bien, aquella nace del reconocimiento de que la limitación es estructural a la conciencia inadecuada de la subjetividad. Por una parte, lo es a su conocimiento, en tanto que la verdad que le es alcanzable es siempre parcial, perspectiva y determinada por su condición material e histórica. Y, por otra, afecta también a su voluntad,, en la medida en que muchas veces no hacemos el bien que reconocemos como tal y deseamos. Por ello, la idea de una mejora radical ilimitada de todas las capacidades humanas en base al progreso técnico-material es falsa, incluso aunque este crezca de forma exponencial, puesto que para acabar con los males morales del ser humano no sólo basta con un mayor grado de conocimiento -y, menos aún, sólo técnico-, sino que también hay que educar la voluntad.

Por todo esto se observa la necesidad de recuperar la templanza, la prudencia y la justicia como virtudes regulativas del interés por conocer la verdad, como dice Millán-Puelles. En concreto, la primera frena la curiosidad im pertinente que lleva a “experimentarlo o probarlo todo” (Millán-Puelles, 2009: 551). La segunda, la prudencia, permite que no solo se atienda a la sustancia del acto, sino también a sus circunstancias; y la justicia regula nuestro afán por el conocimiento posibilitando que este no se busque a toda costa, por ejemplo, a costa de tratar a la persona puramente como un medio. Desde esta perspectiva se entiende lo que Hans Jonas dice: que “tener poder para hacer algo no implica que haya que hacerlo” (Chavarría Alfaro, 2015: 105).

7. Una diversidad de lenguajes

Es cierto que el lenguaje unívoco de la ciencia, representativo de qués, de cosas materiales o de la dimensión cuantificable de lo real (y, en consecuencia, no de aquello que de ningún modo es ‘cosa’) no es el más adecuado para expresar y, por ende, para conocer la dimensión trascendente que escapa al determinismo de la naturaleza física y supera los límites de la comprensión racional-demostrativa. Para ello, la imagen simbólica del arte, el lenguaje análogo de la metafísica y los símbolos de la fe son más apropiados. La analogía tiene la virtud, frente a aquel, de permitir un mejor acceso al Ser divino, en tanto que prescinde totalmente de los contenidos -que no coinciden en los analogados -para fijarse en la modalidad -que sí puede ser compartida-. Panikkar apuesta por una analogía de tercer grado, la equivalencia homeomórfica, que permite establecer relaciones entre elementos procedentes de contextos o mythos totalmente diversos y que, por tanto, no tienen funciones equiparables ni son traducibles de forma directa (Gómez, 2015). En la misma línea, la virtualidad del símbolo frente al concepto consiste en que, mientras que este último “individualiza, el símbolo conecta” (Panikkar, 2009: 99), de modo que su incorporación genera nuevas maneras de pensar necesarias “para salir de los callejones sin salida de nuestra situación cultural” (Panikkar, 2006a: 70).

Por tanto, no se puede decir en sentido estricto que el pensamiento científico en nuestra forma cultural represente directamente a lo Absoluto, pero sí puede hacer aparecer la idea que apunta intencionalmente a ello, puede tener también lo divino en el horizonte de su sentido en tanto que no se comprende sólo a sí mismo como construcción meramente evasiva de la condición finita de su sujeto, como búsqueda exclusiva de la vida cómoda o del producto técnico placentero, sino que aspira también a reconocer el fondo sagrado de lo real como es en sí mismo. Sólo así “posee una ligazón con la divinidad” (Panikkar, 2009: 104), y se puede decir, por tanto, que esta “surge muchas veces en el interior mismo de la ciencia sin necesidad de ser importada desde el exterior” (2009: 93). Como señala Panikkar, “la visión científico-matemática de la realidad nos revela un aspecto de esta realidad y de la realidad última, no ciertamente en cuanto trascendente, sino en cuanto inmanente” (Panikkar, 2009: 104).

Esto ocurre cuando la ciencia pone en contacto con la realidad última de las cosas, pues en este momento, sin eliminarse a sí misma, sin cancelar la mediación que ella misma constituye ni despojarse de sus maneras y métodos propios, sin siquiera abandonar el plano de la pura inmanencia, reconoce en él lo divino. No ocurre entonces algo semejante a lo que Wittgenstein propone respecto a la escalera de la que, una vez arriba -lograda la significación de lo Absoluto- puedo desprenderme, sino que la escalera se conserva y se supera en la forma concreta que Panikkar propone de una teofisica. En esta se pretende reconocer a Dios en la propia experiencia científica. Sólo desde esta visión del mundo se puede comprender que:

Las cosas no son Dios, pero no son sin Dios. Dios no es parte de las cosas, ante todo porque Dios no tiene partes. El Creador (si queremos utilizar este lenguaje) no se retira tras el acto creativo. Creación y conservación son un mismo acto. La creación es un acto continuo -o, dicho de manera más tradicional, un acto eterno, tempiterno prefiero decir. Como ya hemos apuntado, la teofísica no sólo nos da una nueva visión de la física, sino también una nueva visión de Dios. (Panikkar, 2009: 103)

Ciertamente la percepción de la sagrada secularidad no es fácil o directamente accesible y requiere de una nueva conciencia (Panikkar, 1993b). Rebasar el campo de la pura mediación -mediación sin resto de inmediación, sin dejar atisbar en ella la inmediatez- es aquello que más cuesta cuando estamos viviendo de forma sola o meramente humana en el mundo. La pura mediación es, en efecto, el medio -el hábitat- más frecuente de la vida cotidiana, si bien no el único posible, como vemos. Es su cómo más frecuente, un cómo que consiste básicamente en qués pura mente finitos, en la ocupación con los qués propios de una existencia rodeada de cosas solamente físicas y nada más. Pero en las posibilidades de la misma ciencia como teofisica está la de acercar la inmediatez, sin necesidad de prescindir en absoluto de sus contenidos específicos.

Para este fin, además de reparar en la dimensión o aspecto divino del cosmos como objeto de la ciencia, es necesaria también la comprensión de que su sujeto, el hombre -que no es ajeno al objeto de la ciencia-, a pesar de su condición finita y determinable, no es tampoco una pura cosa más entre las cosas meramente finitas, y sus actos no se agotan o disuelven en puros procesos caracterizados por la obtención de unos resultados a partir de ciertos estímulos -como ocurre en los procedimientos deterministas o en las transformaciones puramente materiales-, sino que es espíritu y, en consecuencia, libertad. Por ello se reconoce también en él “un fondo abismal, inasible e inconmensurable” desde la consideración de su “infinita trascendencia -su carácter siempre abierto al misterio-”, y “su infinita inmanencia -su profundidad insondable-” (Panikkar, 1993b, s. p.). Actos como el perdón, el amor o el conocimiento, que no tienen estrictamente hablando causas, esto es, no son respuesta a ningún estímulo, en tanto que ninguna condición es suficiente para ellos, son ejemplos de la libertad que el hombre es. Son pura novedad: no se dan dentro de una lógica del mercado, del intercambio, que es de tipo determinista o causal: el perdón se puede dar sin arrepentimiento (Papastephanou, 2003) y, por muy agradable que alguien sea, esto no provoca al sujeto que lo tenga que amar, ni el que sea desagradable empuja necesariamente a lo contrario, en lo cual se observa cómo el ser humano rebasa el mundo puramente natural.

Ciertamente esta comprensión resulta también costosa, en la medida en que la vida está tan llena o atiborrada de cosas, y de cosas tan complejas, que puede resultar difícil reparar en nuestra distinción de ellas (el mismo planteamiento de la pregunta de si las máquinas pueden pensar es signo de ello). Si el ser humano se comprende como pura cosa, ha de entender, en consonancia, que aquello que basta para satisfacerle son también cosas, quizá un número mayor de ellas o de mejor calidad, cosas incluso más sutiles como las que pretenden ser algunos productos culturales en sentido opaco o puramente inmanente, que se consumen en nuevos templos pu ramente humanos sin trascendencia. Pero es desconocer al hombre darle cosas sólo humanas.

En la comprensión de este modo peculiar de ser -divino- del hombre hacía radicar Platón la misión de la vida humana, la cual, en tanto que remite necesariamente a lo Absoluto, sólo adquiere pleno sentido en contacto con ello. Por ello reclama para aprehenderlo la necesidad del conocimiento (gnosis), que va unido al amor, que no cancela, pero que supera el solo método científico (episteme) y constituye la base para la sabiduría (Panikkar, 2006a).

8. Dos posibles comprensiones del mundo

Por tanto, frente a Nietzsche, para el que el mundo sólo habla de sí, de modo que lo eterno es el retorno de lo puramente finito, Inciarte (2004) distingue y compara dos concepciones que pueden tenerse de él y que Panikkar también aceptaría con ciertos matices.

En primer lugar, este puede presentarse meramente como mundo, como puro mundo, esto es, como esfera de la afirmación de lo solamente humano, que puede estar en contra de Dios o simplemente al margen de Él, como si aparentemente fuera algo además de Él. Desde esta perspectiva -y en el mejor de los casos en el que este mundo no fuera negador de lo divino- este sólo podría ser una imagen representativa de lo Absoluto. Y, dado que las representaciones (frente a los conceptos, según Inciarte) son por definición imperfectas en su capacidad de remitir a aquello que representan, el mundo desde esta perspectiva no deja ver bien a lo divino. En efecto, “la imagen representativa se parece a su original sin llegar a serlo” (Inciarte, 2004: 187), puesto que a Dios en sentido estricto no se le puede representar, ya que no es ‘cosa’ en absoluto.

En segundo lugar, según Inciarte el mundo puede hacerse presente como creación en sentido metafísico, es decir, “prescindiendo de la ilusión de una realidad que sea algo de por sí” (2004: 187), esto es, mostrando su propia nada, su ser “nada de suyo” (2004: 186). Panikkar utilizaría otros términos y, en lugar de destacar la nada del mundo al lado de Dios, lo elevaría a Él al reconocer su aspecto también divino. Desde esta perspectiva se entiende el mundo no como representación de lo divino -en consecuencia, imperfecta o defectuosa-, sino como icono, el cual sí puede constituir una auténtica presencia de Dios, verdadera semejanza (similitudine) de Él, que no se asemeja meramente (frente a la representación sensible), por tanto, a aquello.

Inciarte hace corresponder estas dos concepciones a una “visión puramente científica o mundana de la creación, del mundo” y a una “visión metafísica o como creación” (2004: 186), respectivamente, que representa a su vez de manera gráfica con las imágenes del calor y de la luz: mientras que “el calor puede subsistir en el aire aunque la fuente del calor desaparezca” (2004: 186), no ocurre así con la luz. Esto último es lo que sucede respecto al mundo: “No se puede independizar, a diferencia del calor, de su fuente o principio” (2004: 186). Sin embargo, para Panikkar este hecho no habla a favor de la poca consistencia del mundo en sí y, en consecuencia, a favor de la ceguera estructural de la visión científica, frente a lo que Inciarte parece sugerir, sino precisamente de la radical interdependencia del cosmos y lo divino, por la que ambos no pueden quedar desligados. Inciarte también está de acuerdo en esta conclusión, pero a costa de haberlos primero separado hasta el punto de reducir el mundo, considerado por sí mismo, a una pura nada: de volverlo lo completamente otro a lo Absoluto.

En cualquier caso, desde la segunda perspectiva se alcanza la comprensión más elevada por la que se observa que “el mundo nos viene dado no como un objeto a indagar o como objeto de pensamiento [solamente], sino como don, como algo que nos abraza, en el cual podemos vivir y descubrir nuestros objetos” (Panikkar, 2009: 74).

Esta diferencia ontológica corresponde, en el plano cognoscitivo, con la que Panikkar señala entre comprender y entender. “El comprender es racional y require la ‘reducción’ a una unidad inteligible. La razón fija y aprisiona su propio ‘objeto’. Entender implica un entendimiento que supera la comprensión. En este caso el intelecto no aprisiona, sino que se aproxima a la cosa” (Panikkar, 2009: 72).

9. Conclusión

En definitiva, el problema en el que nos encontramos inmersos probablemente viene de intentar someter la fe a la ciencia o viceversa (heteronomía), o de declarar la total independencia de ambas en una mera paz política o tolerancia en sentido negativo (pura autonomía), cuando ambas se refieren a órdenes distintos del ser, el cual “es polivalente y multiforme” (Panikkar, 2009: 16): “No se trata de subordinar ni la experiencia a la razón ni la razón a la experiencia (espiritual en este caso). La primera actitud es racionalista; la segunda, fideísta” (Panikkar, 2009: 55). A la necesidad de trascender ambas posturas se refiere Panikkar (1961) con el término de ontonomía, que alude a la superación de los dualismos y exclusivismos que han reinado en la historia del pensamiento (cosmocentrismo, teocentrismo y antropocentrismo) para captar el sentido holístico del cosmos, la interdependencia o relatividad radical de mundo, hombre y Dios en un pensamiento integral, no sectario, que no elimine la auténtica diversidad entre ellos y el respeto a sus leyes propias. Desde esta perspectiva no tiene sentido enfrentar ni filosofía y teología ni, de manera más amplia, razón y fe, sino que se trata de construir la experiencia -sapiencial, esto es, informada por el amor- de búsqueda de lo que son las cosas.

La posibilidad de una armonización y reconocimiento mutuo de fe y ciencia se logra al reparar en que “el hombre es una unidad y no es posible salvarlo si se lo divide en muchas partes” (Panikkar, 2014: 133). Precisamente por su desmembramiento, por ejemplo, por “la división tajante alma-cuerpo es que la medicina ‘con menos frecuencia cura al enfermo y casi nunca al ser humano’” (Martínez Bejarano, 2016: 177), en la analogía que Panikkar establece entre medicina y religión, lo cual es digno de considerar tanto por parte de la medicina como por la psicología actuales. Ya el hombre moderno asesinó a un Dios aislado y distante, totalmente alejado y retirado del mundo, y la Tierra está acabando con un hombre codicioso y sin piedad que sólo se preocupa de sí y entiende lo real como mero recurso de explotación. El desafío para el nuevo siglo radica en superar estas fragmentaciones, la segmentación de ámbitos heterogéneos que viven de espaldas unos a otros, que lleva en último término a la desintegración de cada uno de ellos, pues el ser humano no se satisface con aspectos parciales, sino que sólo una simbiosis de todos los ámbitos de la vida (cósmico, humano y divino) puede acoger a esta de manera cabal.

Zaida Espinosa Zárate, en scielo.cl/

Melena Montero

¿Cuál es la enseñanza de la Iglesia Católica sobre los Ángeles? La doctrina definida solemnemente por la Iglesia en torno a los seres angélicos abarca cinco afirmaciones principales(1) :

a)Los ángeles existen

La existencia de los ángeles se recoge expresamente en las fórmulas de fe o Credos de la Iglesia, a partir del Símbolo Niceno-constantinopolitano (381), en el que confesamos creer «en un solo Dios... Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles»(2) .

Lo mismo se dice en las profesiones de fe católica elaboradas por los concilios de Letrán IV en 1215 (3) , Lyon 11 en 1274 (4), Florencia en 1441 (5) y Trento en 1564 (6). El Concilio Vaticano I (1869-70) habla de la criatura angélica como parte de la obra creadora producida por Dios (7). Los negadores de la existencia y realidad de los ángeles han tenido representantes en casi todas las épocas de la historia. Los Hechos de los Apóstoles nos informan -como hace también el historiador judío Flavio Josefo- que los saduceos negaban «la resurrección y la existencia de ángeles y espíritus» (8).

Desde presupuestos religiosos y culturales muy diferentes, el racionalismo(9) iluminista que se desarrolla a partir del siglo XVIII tampoco admite la existencia de los ángeles. La cosmovisión propia del materialismo en sus distintas variantes constituye otra tajante opinión negativa frente a la realidad de cualquier mundo espiritual. Numerosos contemporáneos hablan de ángeles, pero los consideran productos de la imaginación literaria, y proyecciones de la conciencia estética del hombre, que se apoya en la idea de esos seres misteriosos para expresar reflexiones y fantasías del espíritu humano.

La existencia de ángeles es negada finalmente por algunos autores protestantes, que los consideran un mito bíblico necesitado de nueva interpretación(10) . Y con frecuencia este modo de pensar, busca difundirse, actualmente, en los medios de comunicación. A estas, y parecidas opiniones derivadas de ellas, se refería la Encíclica Humani Generis (1950) al afirmar que «algunos se plantean la cuestión de si los ángeles son criaturas personales»(11). La profesión de fe de Pablo VI, llamada también Credo del pueblo de Dios, fue promulgada en junio de 1968, con motivo del año de la fe. La profesión incluye en su inicio una importante referencia a los ángeles. Dice así:

«Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles -como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida y de las cosas invisibles -como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles» (n. 8). El texto menciona de nuevo a los santos ángeles más adelante, para atribuirles una participación «en el gobierno divino de las cosas» (n. 29) (12).

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición»(13) .

b)Son seres de naturaleza espiritual.

Que los ángeles son seres puramente espirituales y desprovistos de toda corporeidad es doctrina claramente formulada por el concilio IV de Letrán (1215), en cuyo decreto Firmiter leemos que Dios «creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, compuesta de espíritu y de cuerpo»(14) .

El hecho de que los ángeles aparezcan corpóreos en la Biblia y puedan ser representados en imágenes como enseña el Concilio II de Nicea en el año 787, no debe hacer pensar en la existencia de un cierto cuerpo angélico.

Algunos autores cristianos mantuvieron por un tiempo esta idea como opinión privada. Pero la legitimidad de la representación iconográfica de los ángeles, afirmada por la Iglesia frente a los iconoclastas, no exige atribuirles «cuerpos espirituales». El Catecismo de la Iglesia Católica precisa que «En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf Pío XII: DS 3891) e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Dn 10, 9-12)»(15).

c) Fueron creados por Dios

Los ángeles han sido creados por Dios a partir de la nada. Son criaturas. No son aspectos de Dios ni emanaciones del ser divino. Tampoco son seres divinos intermedios entre el Altísimo y el mundo visible. Pertenecen al conjunto de la creación, que es visible e invisible.

Esta doctrina de fe se encuentra afirmada en los Credos y subrayada particularmente por el Concilio IV de Letrán (vide supra).

La Sagrada Escritura no describe la creación de los ángeles «pero al presentarlos como dependiendo completamente de Dios enseña implícitamente esta verdad»(16). La enseñanza bíblica sobre los seres angélicos se desarrolla por entero en el marco del más estricto monoteísmo.

d) Fueron creados al comienzo del tiempo

El Concilio IV de Letrán define asimismo que los ángeles, igual que el mundo material, fueron creados en el comienzo del tiempo: simul ab initio temporis(17) . Dios no los creó desde toda la eternidad.Si los ángeles fueron creados antes del mundo material o a la vez que éste, es una cuestión secundaria desde el punto de vista dogmático, y no se dice en el texto conciliar. El «simul» usado por el decreto indicaría simplemente que Dios ha querido de igual manera la existencia de los espíritus y de la criatura humana. Parece ser una partícula más bien incidental que no contiene ninguna afirmación sobre el momento de la creación de los ángeles.

e) Los ángeles malos o demonios fueron creados buenos, pero se pervirtieron por su propia acción.

La doctrina de que todos los ángeles fueron creados buenos por Dios y que los demonios se pervirtieron por su propia voluntad se define por vez primera en el Concilio de Braga, celebrado en el año 561. Dice el Concilio que el diablo fue primero un ángel bueno hecho por Dios, y que su naturaleza fue obra de Dios. No emergió, por tanto, de las tinieblas como principio y sustancia del mal(18) .

Esta enseñanza se encuentra ya expuesta con gran precisión en escritos patrísticos del siglo IV, especialmente en la Vida de Antonio escrita por San Atanasio de Alejandría, donde leemos: «Hay que saber que los demonios no se llaman así porque hayan sido siempre demonios. Dios, en efecto, no ha creado ninguna cosa mala. También los demonios fueron creados buenos, pero caídos de su celestial sabiduría y dedicados a vagar por la tierra engañaron a los paganos con sus fantásticas invenciones y, envidiosos luego de nosotros los cristianos, hacen todo lo posible para impedirnos llegar al cielo; porque no quieren que lleguemos al lugar del que ellos han caído»(19) .

El Catecismo de la Iglesia Católica precisa que « ...el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios.

El «diablo» [«dia-bolos»] es aquel que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo(20) . Refiriéndose al «Padre nuestro» añade el Catecismo que «En la última petición, «y líbranos del mal», el cristiano pide a Dios con la Iglesia que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre el «príncipe de este mundo», sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación»(21) . La enseñanza de la Iglesia sobre los ángeles malos puede consiguientemente articularse en las siguientes afirmaciones:

1) Los demonios fueron creados por Dios como todos los ángeles (22) .

2) «El diablo y los demás demonios fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero ellos se hicieron malos por sí mismos». Son palabras del Concilio IV de Letrán, que condenan el error de los cátaros, para quienes los diablos procedían de un principio absoluto del mal(23) .

3) Los demonios han llevado al hombre al pecado: «el hombre pecó por sugestión del diablo»(24) .

4) A partir del pecado, los demonios ejercen un cierto dominio sobre la humanidad: el hombre pecador queda de algún modo «bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte, es decir, del diablo»(25) . Este dominio es relativo y no implica derecho ninguno del diablo sobre el hombre. Deriva simplemente de una situación que de momento favorece al enemigo de Cristo.

5) La reprobación de los demonios es eterna, es decir, no tendrá lugar, debido a una imposibilidad intrínseca de reforma o cambio, ningún tipo de amnistía divina que pudiera eliminar la condición réproba de Satanás y sus ángeles. El castigo de los demonios no es por tanto un castigo temporal.

La existencia de ángeles caídos nos obliga a hablar de un pecado angélico, cuya naturaleza y circunstancias resultan muy difíciles de determinar. Pero la posibilidad de semejante pecado entra fácilmente en el horizonte teológico, porque sólo Dios es impecable(26).

Una intervención de Pablo VI recordaba en noviembre de 1972 que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la realidad del demonio; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una seudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias»(27) .

El documento publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe en junio de 1975, acerca de la enseñanza de la Iglesia sobre los demonios, se expresa en términos semejantes, a la vez que llama la atención sobre las dificultades interpretativas de la Sagrada Escritura en este punto, y da a entender que la afirmación cristiana acerca de la existencia de Satanás no está situada en el centro de la doctrina revelada sino en su periferia. «La actitud de la Iglesia en todo lo referente a la demonología -leemos- es clara y firme.

Es verdad que a lo largo de los siglos, la existencia de Satanás y de los demonios nunca ha sido hecha objeto de una afirmación explícita de su magisterio. La razón está en que la cuestión no se planteó jamás en estos términos: tanto los herejes como los fieles, fundándose en la Sagrada Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su existencia y sus actividades perversas. Por eso hoy, cuando se pone en duda la realidad demoníaca, es necesario hacer referencia a la fe constante y universal de la Iglesia y a su fuente más importante: la enseñanza de Cristo.

En efecto, la existencia del mundo demoníaco se revela como un dato dogmático en la doctrina del Evangelio y en el corazón de la fe vivida»(28) . El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cfr. Gn 3, 1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2, 24). La Escritura y la tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cfr. Jn 8, 44; Ap 12, 9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios»(29) .

El testimonio de la Biblia sobre la actividad de los ángeles malos y su papel negativo y turbador respecto a la salvación del hombre se expresa generalmente con un lenguaje simbólico, que designa una realidad difícil de reflejar y comprender con puros conceptos. Las afirmaciones bíblicas sugieren que los hombres tienen que combatir en el plano espiritual no sólo contra seres de carne y hueso(30) , sino contra «principados y potestades»(31) malos, que representan la rebelión y la resistencia de lo mundano contra el orden divino, y son enemigos del hombre en todo lo referente a su vocación y destino eternos. Son seres que «pervierten la creación de Dios y tratan de dañar a los humanos incluso en lo corporal, hasta conseguir en ocasiones posesionarse de sus fuerzas físicas y psíquicas, y enajenarles profundamente de sí mismos (posesión diabólica). Como príncipe de este mundo(32) y dios de este siglo(33) , el Maligno frustra las esperanzas y deseos del hombre mortal, o lo entusiasma con engaños que llegan hasta lo infinito, como hizo la serpiente en el Paraíso: «Seréis como Dios»(34) . En este sentido, el diablo es el padre de la mentira(35) , que invierte la verdad sobre el hombre, oscurece la diferencia, clara en sí misma, entre el sí y el no, y trastoca el orden que Dios ha dado al mundo. De este modo es el tentador de la criatura humana, que , sin embargo, sólo tiene poder sobre el hombre si éste lo consiente»(36).

«La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama «homicida desde el principio» (Jn 8, 44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (Cfr. Mt 4, 1-11)»(37) . Funciones de los seres angélicos Los ángeles de la Revelación judeo-cristiana: a)adoran a Dios en el cielo. b)desempeñan determinados ministerios de salvación en favor de los hombres.a) Adoran a Dios en el cielo. Los ángeles contemplan siempre el rostro de Dios, le adoran y le dan gloria en el cielo. Esta alabanza de Dios constituye la perfección y felicidad de los ángeles.

Es precisamente el estado o situación sobrenatural que llamamos cielo, que consiste en ver, amar y adorar a Dios. Puede decirse que la esencia del ser angélico es la adoración.

Los ángeles realizan en este sentido el fin más importante y profundo de la entera creación, que es la gloria de Dios. «Bendecid a Yahvéh vosotros sus ángeles todos, alabadle todos sus ejércitos»(38) . El «Sanctus» de la liturgia eucarística no es otra cosa que el eco de lo que, según el profeta Isaías, repiten los ángeles en el cielo. Dice Isaías: «Había ante El serafines... y los unos y los otros se gritaban y se respondían: Santo, Santo, Santo, Yahvéh de los ejércitos. La tierra está llena de tu gloria»(39) .

La liturgia de la Iglesia, cuyo primer fin es doxológico o laudatorio, es como un reflejo de la liturgia del cielo, a la que trata de parecerse. En la Carta a los Hebreos leemos: «Vosotros os habéis aproximado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a las miríadas de ángeles, a la asamblea y congregación de los primogénitos, que están inscritos en los cielos»(40) .

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta enseñanza: «S. Agustín dice respecto a ellos: «El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel» (Sal 103, 1.15).

Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan «constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10), son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Sal 103, 20)»(41) . Además, Cristo es el centro del mundo de los ángeles.

Los ángeles le pertenecen: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles...» (Mt 35, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para El: «Por que en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16)»(42) .

f) Desempeñan determinados ministerios de salvación en favor de los hombres.

Sin abandonar la contemplación y la alabanza divinas, los ángeles intervienen en la historia de la salvación como mensajeros de Dios en su solicitud hacia los hombres. «Son espíritus servidores, enviados para ayudar a aquellos que han de heredar la salvación»(43) .

Es tarea de los ángeles, por lo tanto, expresar y llevar a cabo la protección que Dios dispensa a la Creación humana y a cada uno de los que la componen. «El te encomendará a sus ángeles, para que te guarden en todos tus caminos»(44) .«Desde la creación (cf Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados «hijos de Dios») y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf Gn 3, 24), protegen a Lot (cf Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf Gn 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cf Hch 7, 53), conducen al pueblo de Dios (cf Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf Jc 13) y vocaciones (cf Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cf 1R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cf Lc 1, 11.26)»(45) .

«De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: "adórenle todos los ángeles de Dios" (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: «Gloria a Dios...» (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; Mt 2, 13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando El habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2M 10, 29-30; 2M 11, 8). Son también los ángeles quienes «evangelizan» (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo.

Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; Mt 25, 31; Lc 12, 8-9)»(46) . «De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf Hch 5, 18-20; Hch 8, 26-29; Hch 10, 3-8; Hch 11, 6-11; Hch 27, 23-25)»(47) . «En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cf MR, «Sanctus»); invoca su asistencia así en el "supplices te rogamus..." («Te pedimos humildemente...») del Canon romano o el «In Paradisum deducant te angeli...» («Al Paraíso te lleven los ángeles...») de la liturgia de difuntos, o también en el «Himno querubínico» de la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (S. Miguel, S. Gabriel, S. Rafael, los ángeles custodios)»(48) .

La tradición de la Iglesia ha desarrollado la doctrina de que Dios asigna a todo hombre un ángel de la guarda o ángel custodio. Hablando de los niños, dice el Señor que «sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial»(49) . Y el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «Desde la infancia (cf Mt 18, 10) a la muerte (cf Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cf Sal 34,8; 91, 10-13) y de su intercesión (cf Jb 33, 23-24; Za 1, 12; Tb 12, 12). «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (S. Basilio, Eun. 3, 1). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios. Los santos ángeles garantizan y apoyan nuestra esperanza en Dios, asisten nuestros esfuerzos contra adversarios que son más fuertes y sutiles que la carne y la sangre, y nos encaminan hacia nuestro destino último.

Instrumentos divinos «en el gobierno divino de las cosas»(50) , los seres angélicos sirven a los caminos e iniciativas de la Providencia»(51) . El testimonio de la teología y piedad cristianas en relación con los ángeles custodios y su actuación es abundante y significativo. Orígenes afirma que «el ángel particular de cada cual, aun de los más insignificantes dentro de la Iglesia... une su oración a la nuestra y colabora, según su poder, a favor de lo que pedimos»(52) . El ángel guardián es mencionado en los escritos de Hermas(53) , Clemente de Alejandría(54) , Eusebio de Cesarea(55) , San Basilio(56) , San Hilario(57) , San Gregorio de Nisa(58) , etc.Santo Tomás de Aquino se hace eco de esta doctrina y dedica un largo artículo de la Suma Teológica a establecer la existencia y funciones del ángel custodio(59) . El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que Cristo «los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: "¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?"» (Hb 1, 14)»(60) .

La literatura espiritual habla asimismo del ángel de la guarda y del papel que desempeña en la vida del cristiano. En Camino, obra compuesta por el Beato Josemaría Escrivá en 1933, leemos: «Ten confianza con tu Angel Custodio. Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día»(61) . «Te pasmas porque tu ángel custodio te ha hecho servicios patentes. Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti»(62) . «Acude a tu Custodio a la hora de la prueba, y te amparará contra el demonio y te traerá santas inspiraciones»(63) .Y hablando de apostolado: «Gánate al Angel Custodio de aquel a quien quieras traer atu apostolado. -Es siempre un gran «cómplice»(64) . «Si tuvieras presentes a tu Angel y a los Custodios de tus prójimos evitarías muchas tonterías que se deslizan en la conversación»(65) . El Catecismo Romano explica que «no se opone al culto debido únicamente a Dios la veneración e invocación de los ángeles...

El mismo Espíritu Santo nos manda honrar a los padres, ancianos, gobernantes, etc. Con mucha más razón deberán ser honrados los ángeles, ministros de Dios en el gobierno de la Iglesia y de toda la Creación. Hemos, por tanto, de invocar a los ángeles, porque están perpetuamente, delante de Dios y porque asumen gozosos el patrocinio de salvación de quienes les han sido encomendados»(66) . Y en Piura hemos de invocar a S. Miguel, presente en el nombre y escudo de la ciudad y en el de la Universidad. Universidad de Piura. Capellanía

Melena Montero, en monografias.com/

Notas:

(1)Cfr. José Morales, «El Misterio de la creación», Palabra, Madrid.

(2)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n.86.

(3)Ibidem, n. 428.

(4)Ibidem, n. 461.

(5)Ibidem, n. 706.

(6)Ibidem, n. 994.

(7)Ibidem, n. 1783.

(8)Hch 23, 8.

(9)Racionalismo: En un sentido general, de signo positivo, el Racionalismo es una actitud filosófica que, basándose en la analogía entre la razón humana y la divina, considera que el mundo es explicable de un modo racional (así Santo Tomás y los mejores escolásticos). En sentido más estricto, el Racionalismo es una corriente filosófica que admite como fuente de verdad únicamente la razón humana, excluyendo la revelación, la fe y la autoridad. Aunque esta tendencia se manifiesta intermitentemente dentro del cristianismo (Nestorianos, Pelagianos y Humanismo), el móvil propulsor de este error fue el principio del libre examen de la Sagrada Escritura proclamado por el Protestantismo. Consecuencia del Racionalismo fueron la indiferencia, la incredulidad, la hostilidad manifiesta contra la religión. La Iglesia ha luchado siempre contra el Racionalismo, principalmente en el siglo XIX bajo Pío IX con el Syllabus y las definiciones del Concilio Vaticano I.

(10)Cfr. Sistematic Theology I, Chicago 1953, p. 260.

(11)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n. 2318.

(12)Cfr. C. Pozo, El Credo del pueblo de Dios. Comentario teológico, Madrid, 1968, pp. 67-68.

(13)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 328.

(14)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n. 428.

(15)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 330.

(16)M. FLiCK-Z. ALSZFGHY, Los comienzos de la Salvación, Salamanca, 1965, 618-619.

(17)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n. 428.

(18)Ibidem, n. 237.

(19)C. 22.

(20)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2851.

(21)Ibidem, n. 2864.

(22)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n. 428.

(23)Cfr. P.M. QUAY, Angels and Demons: The Teaching of IV Lateran, Tleological Studies 42 (1981), pp. 20-45.

(24)Denzinger-Schönmetzer. Enchiridium Symbolorum Definitionum et Declarationum, Herder, n. 428.

(25)Ibidem, n. 788.

(26)Cfr. Suma contra Gentiles, 3, 109.

(27)Cfr. Osservatore Romano 16-11-1972.

(28)Ecclesia 1975, 1065.

(29)Catecismo de la Iglesia Católica, n 391.

(30)cfr. Ef 6, 12.

(31)Col 2. 15.

(32)cfr. Jn 12, 31.

(33)cfr. 2Co 4, 4.

(34)Gn 3, 5.

(35)cfr. Jn 8, 44.

(36)Catecismo alemán para adultos, Madrid, 1989, p. 117.

(37)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 394.

(38)Sal 148, 2.

(39)Is 6, 3. Cfr. Ap 4, 8.

(40)Hb 12, 22-23.

(41)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 329.

(42)Ibidem, n. 331.

(43)Hb 12, 22-23.

(44)Sal 91, 11.

(45)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 332.

(46)Ibidem, n. 333.

(47)Ibidem, n. 334.

(48)Ibidem, n. 335.

(49)Mt 18, 10.

(50)Cfr. Profesión de Fe de Pablo VI, n. 29.

(51)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 336.

(52)De Oratione XI, 1-5.

(53)Vis, 5, 1-4.

(54)Strom. 6, 17, 161.

(55)Dem. EV. 4, 6.

(56)Adv. Eunomium 3, l.

(57)Tract. Sal 65.

(58)Com. in Cant. 14.

(59)S. T, 1 113.

(60)Catecismo de la Iglesia Católica, n. 331.

(61)Camino, n. 562.

(62)Ibidem, n. 565.

(63)Ibidem, n. 567.

(64)Ibidem , n.. 563.

(65)Ibidem , n. 564.

(66)Catecismo Romano, III, 1.

Melena Montero

  1.  En las últimas catequesis hemos visto cómo la Iglesia, iluminada por la luz que proviene de la Sagrada Escritura, ha profesado a lo largo de los siglos la verdad sobre la existencia de los ángeles como seres puramente espirituales, creados por Dios. Lo ha hecho desde el comienzo con el Símbolo niceno-constantinopolitano y lo ha confirmado en el Conc. Lateranense IV (1.215), cuya formulación ha tomado el Conc. Vaticano I en el contexto de la doctrina sobre la creación: Dios "creó de la nada juntamente al principio del tiempo, ambas clases de criaturas: las espirituales y las corporales, es decir, el mundo angélico y el mundo terrestre; y después, la criatura humana que, compuesta de espíritu y cuerpo, los abraza, en cierto modo, a los dos" (Cons. Dei Filius).

O sea: Dios creó desde el principio ambas realidades: la espiritual y la corporal, el mundo terreno y el angélico. Todo lo que El creó juntamente("simuél") en orden a la creación del hombre, constituido de espíritu y de materia y colocado según la narración bíblica en el cuadro de un mundo ya establecido según sus leyes y ya medido por el tiempo ("deinde").

       2.  Juntamente con la existencia, le fe de la Iglesia reconoce ciertos rasgos distintivos de la naturaleza de los ángeles. Su realidad puramente espiritual          implica ante todo su no materialidad y su inmortalidad. los ángeles no tienen "cuerpo" (si bien en determinadas circunstancias se manifiestan bajo formas visibles a causa de su misión en favor de los hombres), y por tanto no están sometidos a la ley de la corruptibilidad que une todo el mundo material. Jesús mismo,      refiriéndose a la condición angélica, dirá que en la vida futura los resucitados "(no) pueden morir y son semejantes a los ángeles" (Lc 20, 36).

        3. En cuanto criaturas de naturaleza espiritual los ángeles están dotados de inteligencia y de libre voluntad, como el hombre pero en grado superior a él, si bien siempre finito, por el límite que es inherente a todas las criaturas. Los ángeles son también seres personales y, en cuanto tales, son también ellos, "imagen y semejanza" de Dios.

La sagrada Escritura se refiere a los ángeles utilizando también apelativos no sólo personales (como los nombre propios de Rafael, Gabriel, Miguel), sino también "colectivos" (como las calificaciones de: Serafines, Querubines, Tronos, Potestades, Dominaciones, Principados), así como realiza una distinción entre Ángeles y Arcángeles. Aun teniendo en cuenta el lenguaje analógico y representativo del texto sacro, podemos deducir que estos seres-personas, casi agrupados en sociedad, se subdividen en órdenes y grados, correspondientes a la medida de su perfección y a las tareas que se les confía. Los autores antiguos y la misma liturgia hablan de los coros angélicos (nueve, según Dionisio el Areopagita).

La teología, especialmente la patrística y medieval, no ha rechazado estas representaciones tratando en cambio de darles una explicación doctrinal y mística, pero sin atribuirles un valor absoluto. Santo Tomás ha preferido profundizar las investigaciones sobre la condición ontológica, sobre la actividad cognoscitiva y volitiva y sobre la elevación espiritual de estas criaturas puramente espirituales, tanto por su dignidad en la escala de los seres, como porque en ellos podía profundizar mejor las capacidades y actividades propias del espíritu en grado puro, sacando de ello no poca luz para iluminar los problemas de fondo que desde siempre agitan y estimulan el pensamiento humano: el conocimiento, el amor, la libertad, la docilidad a Dios, la consecución de su reino.

        4. El tema a que hemos aludido podrá parecer "lejano" o "menos vital" a la mentalidad del hombre moderno. Y sin embargo la Iglesia, proponiendo con franqueza toda la verdad sobre Dios creador incluso de los ángeles, cree prestar un gran servicio al hombre.

El hombre tiene la convicción de que en Cristo, Hombre-Dios, en él (y no en los ángeles) es en quien se halla el centro de la Divina Revelación. Pues bien, el encuentro religioso con el mundo de los seres puramente espirituales se convierte en preciosa revelación de su ser no sólo como cuerpo, sino también espíritu, y de su pertenencia a un proyecto de salvación verdaderamente grande y eficaz dentro de una comunidad de seres personales que para el hombre y con el hombre sirven al designio providencial de Dios.

  1. Notamos que la Sagrada Escritura y la Tradición llaman propiamente ángeles a aquellos espíritus puros que en la prueba fundamental de libertad han elegido a Dios, su gloria y su reino. Ellos están unidos a Dios mediante el amor consumado que brota de la visión beatificante, cara a cara, de la Santísima Trinidad. Lo dice Jesús mismo: "Sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 18, 10). Ese "ver de continuo la faz del Padre" es la manifestación más alta de la adoración de Dios.

Se puede decir que constituye esa "liturgia celeste", realizada en nombre de todo el universo, a la cual se asocia incesantemente la liturgia terrena de la Iglesia, especialmente en sus momentos culminantes. Baste recordar aquí el acto con el que la Iglesia, cada día y cada hora, en el mundo entero, antes de dar comienzo a la plegaria eucarística en el corazón de la Santa Misa, se apela "a los Ángeles y a los Arcángeles" para cantar la gloria de Dios tres veces santo, uniéndose así a aquellos primeros adoradores de Dios, en su culto y en el amoroso conocimiento del misterio inefable de su santidad.

       6. También según la Revelación, los ángeles, que participan en la vida de la Trinidad en la luz de la gloria, están también llamados a tener su parte en la historia de la salvación de los hombres, en los momentos establecidos por el designio de la Providencia Divina. "No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que han de heredar la salud?", pregunta el autor de la Carta a los Hebreos (Hb 1, 14). Y esto cree y enseña la Iglesia, basándose en la Sagrada Escritura por la cual sabemos que la tarea de los ángeles buenos es la protección de los hombres y la solicitud por su salvación.

Hallamos estas expresiones en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, como por ejemplo en el Salmo 90, citado ya repetidas veces: "Pues te encomendará a sus ángeles para que te guarde en todos tus caminos, y ellos te levantarán en sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras" (Sal 90, 11-12). Jesús mismo, hablando de los niños y amonestando a no escandalizarlos, se apela a "sus ángeles" (Mt 18, 10).

Además, atribuye a los ángeles la función de testigos en el supremo juicio divino sobre la suerte del quien ha reconocido o renegado a Cristo: "A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios. El que me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios" (Lc 12, 8-9; cfr. Ap 3, 5). Estas palabras son significativas porque si los ángeles toman parte en el juicio de Dios, están interesados en la vida del hombre. Interés y participación que parecen recibir una acentuación en el discurso escatológico, en el que Jesús hace intervenir a los ángeles en la parusía, o sea, en la venida definitiva de Cristo al final de la historia (Cfr. Mt 24, 31; Mt 25, 31.41).

  1. Entre los libros del Nuevo Testamento, los Hechos de los Apóstoles nos hacen conocer especialmente algunos episodios que testimonian la solicitud de los ángeles por el hombre y su salvación. Así, cuando el ángel de Dios libera a los Apóstoles de la prisión (Cfr. Hch 5, 18-20), y ante todo a Pedro, que estaba amenazado de muerte por la mano de Herodes (Cfr. Hch 12, 5-10). O cuando guía la actividad de Pedro respecto al centurión Cornelio, el primer pagano convertido (Cfr. Hch 10, 3-8; Hch 11, 12-13), y análogamente la actividad del diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza (Hch 8, 26-29).

De estos pocos hechos citados a título de ejemplo, se comprende cómo en la conciencia de la Iglesia se ha podido formar la persuasión sobre el ministerio confiado a los ángeles en favor de los hombres. Por ello, la Iglesia confiesa su fe en los ángeles custodios, venerándolos en la liturgia con una fiesta especial, y recomendando el recurso a su protección con una oración frecuente, como en la invocación del "Ángel de Dios". Esta oración parece atesorar las bellas palabras de San Basilio: "Todo fiel tiene junto a sí un ángel como tutor y pastor, para llevarlo a la vida" (Cfr. San Basilio, Adv. Eunomium, III, 1; véase también Santo Tomás, S.Th. I, q.11, a.3).

  1.  Finalmente es oportuno notar que la Iglesia honra con culto litúrgico a tres figuras de ángeles, que en la Sagrada Escritura se les llama con un nombre.

El primero es Miguel Arcángel (Cfr. Dn 10, 13.20; Ap 12, 7; Jdt 9). Su nombre expresa sintéticamente la actitud esencial de los espíritus buenos: "Mica-El" significa, en efecto: "¿quien como Dios?". En este nombre se halla expresada, pues, la elección salvífica gracias a la cual los ángeles "ven la faz del Padre" que está en los cielos.

El segundo es Gabriel: figura vinculada sobre todo al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios (Cfr. Lc 1, 19.26). Su nombre significa: "Mi poder es Dios" o "Poder de Dios", como para decir que en el culmen de la creación, la Encarnación es el signo supremo del Padre omnipotente.

Finalmente el tercer arcángel se llama Rafael. "Rafa-El" significa: "Dios cura", El se ha hecho conocer por la historia de Tobías en el antiguo Testamento (Cfr. Tb 12, 50; Tb 20, etc.), tan significativa en el hecho de confiar a los ángeles los pequeños hijos de Dios, siempre necesitados de Custodia, cuidado y protección. Reflexionando bien se ve que cada una de estas tres figuras: Mica-El, Gabri-El, Rafa-El reflejan de modo particular la verdad contenida en la pregunta planteada por el autor de la Carta a los Hebreos: "¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio en favor de los que han de heredar la salvación?" (Hb 1, 14).

La caída de los ángeles malos

  •  Proseguimos hoy nuestra catequesis sobre los ángeles, cuya existencia, querida por un acto del amor eterno de Dios, profesamos (.).
  • En la perfección de su naturaleza espiritual, los ángeles están llamados desde el principio, en razón de su inteligencia, a conocer la verdad y a amar el bien que conocen en la verdad de modo mucho más pleno y perfecto que cuanto es posible al hombre. Este amor es el acto de una voluntad libre, por lo cual también para los ángeles la libertad significa posibilidad de hacer una elección en favor o en contra del Bien que ellos conocen, esto es, Dios mismo.

    Hay que repetir aquí lo que ya hemos recordado a su debido tiempo a propósito del hombre: creando a los seres libres, Dios quiere que en el mundo se realice aquel amor verdadero que sólo es posible sobre la base de la libertad. El quiso, pues, que la criatura, constituida a imagen y semejanza de su Creador, pudiera de la forma más plena posible, volverse semejante a El: Dios, que "es amor".

    Creando a los espíritus puros, como seres libres, Dios, en su Providencia, no podía no prever también la posibilidad del pecado de los ángeles. Pero precisamente porque la Providencia es eterna sabiduría que ama, Dios supo sacar de la historia de este pecado, incomparablemente más radical, en cuanto pecado de un espíritu puro, el definitivo bien de todo el cosmos creado

    1.  De hecho, como dice claramente la Revelación, el mundo de los espíritus puros aparece dividido en buenos y malos. Pues bien, esta división no se obró por la creación de Dios, sino en base a la propia libertad de la naturaleza espiritual de cada uno de ellos. Se realizó mediante la elección que para los seres puramente espirituales posee un carácter incomparablemente más radical que la del hombre y es irreversible, dado el grado de intuición y de penetración del bien, del que está dotada su inteligencia.

    A este respecto se debe decir también que los espíritus puros han sido sometidos a una prueba de Carácter moral. Fue una opción decisiva, concerniente ante todo a Dios mismo, un Dios conocido de modo más esencial y directo que lo que es posible al hombre, un Dios que había hecho a estos seres espirituales el don, antes que al hombre, de participar en su naturaleza divina.

    3. En el caso de los espíritus puros la elección decisiva concernía ante todo a Dios mismo, primero y sumo Bien, aceptado y rechazado de un modo más esencial y directo del que pueda acontecer en el radio de acción de la libre voluntad del hombre. Los espíritus puros tienen un conocimiento de Dios incomparablemente más perfecto que el hombre, porque con el poder de su inteligencia, no condicionada ni limitada por la mediación del conocimiento sensible, ven hasta el fondo la grandeza del Ser infinito, de la primera Verdad, del sumo Bien. A esta sublime capacidad de conocimiento de los espíritus puros Dios ofreció el misterio de su divinidad haciéndoles participes, mediante la gracia, de su infinita gloria.

    Precisamente en su condición de seres de naturaliza espiritual, había en su inteligencia la capacidad, el deseo de esta elevación sobrenatural a la que Dios les había llamado, para hacer de ellos, mucho antes que del hombre, "partícipes de la naturaleza divina", partícipes de la vida íntima de Aquel que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, de Aquel que, en la comunión de las tres Divinas Personas, "es Amor".

    Dios había admitido a todos los espíritus puros, antes y en mayor grado que al hombre, a la eterna comunión de Amor.

              4. La opción realizada sobre la base de la verdad de Dios, conocida deforma superior dada la lucidez de sus inteligencias, ha dividido también el mundo de los espíritus puros en buenos y malos.

    Los buenos han elegido a Dios como Bien supremo y definitivo, conocido a la luz de la inteligencia iluminada por la Revelación. Haber escogido a Dios significa que se han vuelto a El con toda la fuerza interior de su libertad, fuerza que es amor. Dios se ha convertido en el objetivo total y definitivo de su existencia espiritual.

    Los otros, en cambio, han vuelto la espalda a Dios contra la verdad del conocimiento que señalaba en Él el Bien total y definitivo. Han hecho una elección contra la revelación del misterio de Dios, contra su gracia, que los hacía partícipes de la Trinidad y de la eterna amistad con Dios, en la comunión con El mediante el amor. Basándose en su libertad creada, han realizado una opción radical e irreversible, al igual que la de los ángeles buenos, pero diametralmente opuesta: en lugar de una aceptación de Dios, plena de amor, le han opuesto un rechazo inspirado por un falso sentido de autosuficiencia, de aversión y hasta de odio, que se ha convertido en rebelión.

    1. Cómo comprender esta oposición y rebelión a Dios en seres dotados de una inteligencia tan viva y enriquecidos con tanta luz? ¿Cuál puede ser el motivo de esta radical e irreversible opción contra Dios, de un odio tan profundo que puede aparecer como fruto de la locura?.

    Los Padres de la Iglesia y los teólogos no dudan en hablar de "ceguera", producida por la supervaloración de la perfección del propio ser, impulsada hasta el punto desvelar la supremacía de Dios que exigía, en cambio, un acto de dócil y obediente sumisión. Todo esto parece expresado de modo conciso en las palabras "No te servir” (Jr 2, 20), que manifiestan el radical e irreversible rechazo de tomar parte en la edificación del reino de Dios en el mundo creado. "Satanás", el espíritu rebelde, quiere su propio reino, no el de Dios, y se yergue como el primer "adversario" del Creador, como opositor de la providencia, como antagonista de la amorosa sabiduría de Dios. De la rebelión y del pecado de Satanás, como también del pecado del hombre, debemos concluir acogiendo la sabia experiencia de la Escritura, que afirma: "En el orgullo está la perdición" (Tb 4, 14).

    El pecado y la acción de Satanás

    1. Continuando el tema de las precedentes catequesis dedicadas al artículo de fe referente a los ángeles, criaturas de Dios, vamos a explorar el misterio de la libertad que algunos de ellos utilizaron contra Dios y contra su plan de salvación respecto a los hombres.

    Como testimonia el Evangelista Lucas en el momento, en el que los discípulos se reunían de nuevo con el Maestro llenos de alegría por los frutos recogidos en sus primeras tareas misioneras, Jesús pronuncia una frase que hace pensar: "veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10, 18).

    Con estas palabras el Señor afirma que el anuncio del reino de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal. Interesarse por esto, como tratamos de hacer con nuestra catequesis de hoy, quiere decir prepararse al estado de lucha que es propio de la vida de la Iglesia en este tiempo final de la historia de la salvación (como afirma el libro del Apocalipsis. Cfr. Ap 12, 7). Por otra parte, esto ayuda a aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno.

    Las precedentes catequesis sobre los ángeles nos han preparado para comprender la verdad, que la Iglesia ha transmitido, sobre Satanás, es decir, sobre el ángel caído, el espíritu maligno, llamado también diablo o demonio.

    1. Esta "caída", que presenta la forma de rechazo de Dios con el consiguiente estado de "condena", consiste en la libre elección hecha por aquellos espíritus creados, los cuales radical y irrevocablemente han rechazado a Dios y su reino, usurpando sus derechos soberanos y tratando de trastornarla economía de la salvación y el ordenamiento mismo de toda la creación.

    Un reflejo de esta actitud se encuentra en las palabras del tentador a los progenitores: "Seréis como Dios" o "como dioses" (Cfr. Gn 3, 5). Así el espíritu maligno trata de transplantar en el hombre la actitud de rivalidad, de insubordinación a Dios y su oposición a Dios que ha venido a convertirse en la motivación de toda su existencia.

    1. En el Antiguo Testamento, la narración de la caída del hombre, recogida en el libro del Génesis, contiene una referencia a la actitud de antagonismo que Satanás quiere comunicar al hombre para inducirlo a la transgresión (Cfr. Gn 3, 5). También en el libro de Job (Cfr. Jb 1, 11; Jb 2, 5.7), vemos que satanás trata de provocar la rebelión en el hombre que sufre. En el libro de la Sabiduría (Cfr. Sb 2, 24), satanás es presentado como el artífice de la muerte que entra en la historia del hombre juntamente con el pecado.
    2. La Iglesia, en el Conc. Lateranense IV (1.215), enseña que el diablo (satanás) y los otros demonios "han sido creados buenos por Dios pero se han hecho malos por su propia voluntad".

    Efectivamente, leemos en la Carta de San Judas: . a los ángeles que no guardaron su principado y abandonaron su propio domicilio los reservó con vínculos eternos bajo las tinieblas para el juicio del gran día" (Judas 6). Así también en la segunda Carta de San Pedro se habla de "ángeles que pecaron" y que Dios "no perdonó. sino que, precipitados en el tártaro, los entregó a las cavernas tenebrosas, reservándolos para el juicio" (2P 2, 4).

    Está claro que si Dios "no perdonó" el pecado de los ángeles, lo hace para que ellos permanezcan en su pecado, porque están eternamente "en las cadenas" de esa opción que han hecho al comienzo, rechazando a Dios, contra la verdad del bien supremo y definitivo que es Dios mismo. En este sentido escribe San Juan que: "el diablo desde el principio peca" (1Jn 3, 3). Y " él es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él" (Jn 8, 44).

    1. Estos textos nos ayudan a comprender la naturaleza y la dimensión del pecado de satanás, consistente en el rechazo de la verdad sobre Dios, conocido a la luz de la inteligencia y de la revelación como Bien infinito, amor, y santidad subsistente.

    El pecado ha sido tanto más grande cuanto mayor era la perfección espiritual y la perspicacia cognoscitiva del entendimiento angélico, cuanto mayor era su libertad y su cercanía a Dios. Rechazando la verdad conocida sobre Dios con un acto de la libre voluntad, satanás se convierte en "mentiroso cósmico" y "padre de la mentira" (Jn 8, 44). Por esto vive la radical e irreversible negación de Dios y trata de imponer a la creación, a los otros seres creados a imagen de Dios, y en particular a los hombres, su trágica "mentira sobre el Bien" que es Dios.

    En el libro del Génesis encontramos una descripción precisa de esa mentira y falsificación de la verdad sobre Dios, que satanás (bajo la forma de serpiente) intenta transmitir a los primeros representantes del género humano: Dios sería celoso de sus prerrogativas e impondría por ello limitaciones al hombre (Cfr. Gen 3, 5). Satanás invita al hombre a liberarse de la imposición de este juego, haciéndose "como Dios".

    1. En esta condición de mentira existencial satanás se convierte -según San Juan- también en homicida, es decir, destructor de la vida sobrenatural que Dios había injertado desde el comienzo en él y en las criaturas "hechas a imagen de Dios": los otros espíritus puros y los hombres; satanás quiere destruir la vida según la verdad, la vida en la plenitud del bien, la vida sobrenatural de gracia y de amor. El autor del libro de la Sabiduría escribe:. por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sb 2, 24). En el Evangelio Jesucristo amonesta: . temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena" (Mt 10, 28).
    2. Como efecto del pecado de los progenitores, este ángel caído ha conquistado en cierta medida el dominio sobre el hombre.

    Esta es la doctrina constantemente confesada y anunciada por la Iglesia, y que el Concilio de Trento ha confirmado en el tratado sobre el pecado original (.): Dicha doctrina encuentra dramática expresión en la liturgia del bautismo, cuando se pide al catecúmeno que renuncie al demonio y a sus seducciones.

    Sobre este influjo en el hombre y en las disposiciones de su espíritu (y del cuerpo) encontramos varias indicaciones en la Sagrada Escritura, en las cuales satanás es llamado "el príncipe de este mundo" (Cfr. Jn 12, 31; Jn 14, 30; Jn 16, 11) e incluso "el Dios del siglo" (2Co 4, 4). Encontramos muchos otros nombres que describen sus nefastas relaciones con el hombre: "Belcebú" o "Belial", "espíritu inmundo", "tentador", "maligno" y finalmente "anticristo" (1Jn 4, 3). Se le compara a un "león" (1P 5, 8), a un "dragón" (en el Apocalipsis) y a una "serpiente" (Gn 3). Muy frecuentemente para nombrarlo se ha usado el nombre de "diablo" del griego "diaballein" -diaballein- (del cual "diabolos"), que quiere decir: causar la destrucción, dividir, calumniar, engañar. Y a decir verdad, todo esto sucede desde el comienzo por obra del espíritu maligno que es presentado en la Sagrada Escritura como una persona, aunque se afirma que no está solo: "somos muchos", gritaban los diablos a Jesús en la región de las gerasenos (Mc 5, 9); "el diablo y sus ángeles", dice Jesús en la descripción del juicio final (Cfr. Mt 25, 41).

    1. Según la Sagrada Escritura, y especialmente el Nuevo Testamento, el dominio y el influjo de Satanás y de los demás espíritus malignos se extiende al mundo entero. Pensemos en la parábola de Cristo sobre el campo (que es el mundo), sobre la buena semilla y sobre la mala semilla que el diablo siembra en medio del grano tratando de arrancar de los corazones el bien que ha sido "sembrado" en ellos (Cfr. Mt 13, 38-39). Pensemos en las numerosas exhortaciones a la vigilancia (Cfr. Mt 26, 41; 1P 5, 8), a la oración y al ayuno (Cfr. Mt 17, 21). Pensemos en esta fuerte invitación del Señor: "Esta especie (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio sino es por la oración" (Mc 9, 29).

    La acción de Satanás consiste ante todo en tentar a los hombres para el mal, influyendo sobre su imaginación y sobre las facultades superiores para poder situarlos en dirección contraria a la ley de Dios. Satanás pone a prueba incluso a Jesús (Cfr. Lc 4, 3-13) en la tentativa extrema de contrastar las exigencias de la economía de la salvación tal como Dios le ha preordenado.

    No se excluye que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no sólo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de "posesiones diabólicas" (Cfr. Mc 5, 2-9). No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta extrema manifestación de su superioridad.

    1. Debemos finalmente añadir que las impresionantes palabras del Apóstol Juan: "El mundo todo está bajo el maligno" (1Jn 5, 19), aluden también a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios. El influjo del espíritu maligno puede "ocultarse" de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus "intereses": La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo.

    Sin embargo, no presupone la eliminación de la libre voluntad y de la responsabilidad del hombre y menos aún la frustración de la acción salvífica de Cristo. Se trata más bien de un conflicto entre las fuerzas oscuras del mal y las de la redención. Resultan elocuentes a este propósito las palabras que Jesús dirigió a Pedro al comienzo de la pasión: . Simón, Satanás os busca para ahecharos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe" (Lc 22, 31).

    Comprendemos así por que Jesús en la plegaria que nos ha enseñado, el "Padrenuestro", que es la plegaria del reino de Dios, termina casi bruscamente, a diferencia de tantas otras oraciones de su tiempo, recordándonos nuestra condición de expuestos a las insidias del Maligno.

    El cristiano, dirigiéndose al Padre con el espíritu de Jesús e invocando su reino, grita con la fuerza de la fe: no nos dejes caer en la tentación, líbranos del Mal, del Maligno. Haz, oh Señor, que no cedamos ante la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el principio.

    La acción de Satanás y la victoria de Cristo

    1. Nuestras catequesis sobre Dios, Creador de las cosas "visibles e invisibles", nos ha llevado a iluminar y vigorizar nuestra fe por lo que respecta a la verdad sobre el maligno o Satanás, no ciertamente querido por Dios, sumo Amor y Santidad, cuya Providencia sapiente y fuerte sabe conducir nuestra existencia a la victoria sobre el príncipe de las tinieblas.

    Efectivamente, la fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. El sólo es una criatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una criatura, con los límites de la criatura, subordinada al querer y al dominio de Dios. Si Satanás obra en el mundo por su odio a Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia que con potencia y bondad ("fortiter et suaviter") dirige la historia del hombre y del mundo.

    Si la acción de Satanás ciertamente causa muchos daños -de naturaleza espiritual- e indirectamente de naturaleza también física a los individuos y a la sociedad, él no puede, sin embargo, anular la finalidad definitiva a la que tienden el hombre y toda la creación, el bien. El no puede obstaculizar la edificación del reino de Dios en el cual se tendrá, al final, la plena actuación de la justicia y del amor del Padre hacia las criaturas eternamente "predestinadas" en el Hijo-Verbo, Jesucristo. Más aún, podemos decir con San Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los "elegidos" (Cfr. 2Tm 2, 10).

    1. Así toda la historia de la humanidad se puede considerar en función de la salvación total, en la cual está inscrita la victoria de Cristo sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31; Jn 14, 30; Jn 16, 11). "Al Señor tu Dios adorarás y a El sólo servirás" (Lc 4, 8), dice terminantemente Cristo a Satanás.

    En un momento dramático de su ministerio, a quienes lo acusaban de manera descarada de expulsar los demonios porque estaba aliado de Belcebú, jefe de los demonios, Jesús responde aquellas palabras severas y confortantes a la vez :"Todo reino en sí dividido será desolado y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí: ¿cómo, pues, subsistirá su reino?.

    Mas si yo arrojo a los demonios con el poder del espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12, 25-26.28). "Cuando un hombre fuerte bien armado guarda su palacio, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá sus despojos" (Lc 11, 21-22). Las palabras pronunciadas por Cristo a propósito del tentador encuentran su cumplimiento histórico en la cruz y en la resurrección del Redentor.

    Como leemos en la Carta a los Hebreos, Cristo se ha hecho partícipe de la humanidad hasta la cruz "para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que estaban toda la vida sujetos a servidumbre" (Hb 2, 14-15). Esta es la gran certeza de la fe cristiana: "El príncipe de este mundo ya está juzgado" (Jn 16, 11); "Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo" (1Jn 3, 8), como nos atestigua San Juan. Así, pues, Cristo crucificado y resucitado se ha revelado como el "más fuerte" que ha vencido "al hombre fuerte", el diablo, y lo ha destronado.

    De la victoria de Cristo sobre el diablo participa la Iglesia: Cristo, en efecto, ha dado a sus discípulos el poder de arrojar los demonios (Cfr. Mt 10, 1, y paral.; Mc 16, 17). La Iglesia ejercita tal poder victorioso mediante la fe en Cristo y la oración (Cfr. Mc 9, 29; Mt 17, 19 ss.), que en casos específicos puede asumir la forma de exorcismo.

    1. En esta fase histórica de la victoria de Cristo se inscribe el anuncio y el inicio de la victoria final, la parusía, la segunda y definitiva venida de Cristo al final de la historia, venida hacia la cual está proyectada la vida del cristiano. También si es verdad que la historia terrena continúa desarrollándose bajo el influjo de "aquel espíritu que -como dice San Pablo- ahora actúa en los que son rebeldes" (Ef 2, 2), los creyentes saben que están llamados a luchar para el definitivo triunfo del bien: "No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires" (Ef 6, 12).
    2. La lucha, a medida que se avecina el final, se hace en cierto sentido siempre más violenta, como pone de relieve especialmente el Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento (Cfr. Ap 12, 7-9). Pero precisamente este libro acentúa la certeza que nos es dada por toda la Revelación divina: es decir, que la lucha se concluirá con la definitiva victoria del bien. En aquella victoria, precontenida en el misterio pascual de Cristo, se cumplirá definitivamente el primer anuncio del Génesis, que con un término significativo es llamado proto-Evangelio, con el que Dios amonesta a la serpiente: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer" (Gen 3, 15). En aquella fase definitiva, completando el misterio de su paterna Providencia, "liberará del poder de las tinieblas" a aquellos que eternamente ha "predestinado en Cristo" y les "transferirá al reino de su Hijo predilecto" (Cfr. Col 1, 13-14). Entonces el Hijo someterá al Padre también el universo, para que "sea Dios en todas las cosas" (1Co 15, 28).
    3. Con ésta se concluyen las catequesis sobre Dios Creador de las "cosas visibles e invisibles", unidas en nuestro planteamiento con la verdad sobre la Divina Providencia. Aparece claro a los ojos del creyente que el misterio del comienzo del mundo y de la historia se une indisolublemente con el misterio del final, en el cual la finalidad de todo lo creado llega a su cumplimiento. El Credo, que une así orgánicamente tantas verdades, es verdaderamente la catedral armoniosa de la fe.

    De manera progresiva y orgánica hemos podido admirar estupefactos el gran misterio de la inteligencia y del amor de Dios, en su acción creadora, hacia el cosmos, hacia el hombre, hacia el mundo de los espíritus puros. De tal acción hemos considerado la matriz trinitaria, su sapiente finalidad relacionada con la vida del hombre, verdadera "imagen de Dios", a su vez llamado a volver a encontrar plenamente su dignidad en la contemplación de la gloria de Dios.

    Hemos recibido luz sobre uno de los máximos problemas que inquietan al hombre e invaden su búsqueda de la verdad: el problema del sufrimiento y del mal. En la raíz no está una decisión errada o mala de Dios, sino su opción, y en cierto modo su riesgo, de crearnos libres para tenernos como amigos. De la libertad ha nacido también el mal. Pero Dios no se rinde, y con su sabiduría transcendente, predestinándonos a ser sus hijos en Cristo, todo lo dirige con fortaleza y suavidad, para que el bien no sea vencido por el mal.

    Nombres de los ángeles ¿Cuáles son los nombres de los ángeles? ¿Cómo los conocemos? En la Sagrada Escritura aparecen los nombres de tres Arcángeles: San Miguel, San Gabriel y San Rafael.

    La palabra Arcángel proviene de dos palabras. Arc = el principal. Y ángel. O sea "principal entre los ángeles. Arcángel es como un jefe de los ángeles.

    San Miguel. Este nombre significa: "¿Quién como Dios? O: "Nadie es como Dios". A San Miguel lo nombre tres veces la S. Biblia. Primero en el capítulo 12 del libro de Daniel a donde se dice: "Al final de los tiempos aparecerá Miguel, al gran Príncipe que defiende a los hijos del pueblo de Dios. Y entonces los muertos resucitarán. Los que hicieron el bien, para la Vida Eterna, y los que hicieron el mal, para el horror eterno".

    En el capítulo 12 del Libro del Apocalipsis se cuenta lo siguiente: "Hubo una gran batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles combatieron contra Satanás y los suyos, que fueron derrotados, y no hubo lugar para ellos en el cielo, y fue arrojada la Serpiente antigua, el diablo, el seductor del mundo. Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado a vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo".

    En la Carta de San Judas Tadeo se dice: "El Arcángel San Miguel cuando se le enfrentó al diablo le dijo: "Que te castigue el Señor". Por eso a San Miguel lo pintan atacando a la serpiente infernal. La Iglesia Católica ha tenido siempre una gran devoción al Arcángel San Miguel, especialmente para pedirle que nos libre de los ataques del demonio y de los espíritus infernales. Y él cuando lo invocamos llega a defendernos, con el gran poder que Dios le ha concedido. Muchos creen que él sea el jefe de los ejércitos celestiales.

    San Gabriel. Su nombre significa: "Dios es mi protector". A este Arcángel se le nombra varias veces en la S. Biblia. Él fue el que le anunció al profeta Daniel el tiempo en el que iba a llegar el Redentor. Dice así el profeta: "Se me apareció Gabriel de parte de Dios y me dijo: dentro de setenta semanas de años (o sea 490 años) aparecerá el Santo de los Santos" (Dn 9).

    Al Arcángel San Gabriel se le confió la misión más alta que jamás se le haya confiado a criatura alguna: anunciar la encarnación del Hijo de Dios. Por eso se le venera mucho desde la antigüedad.

    Su carta de presentación cuando se le apareció a Zacarías para anunciarle que iba a tener por hijo a Juan Bautista fue esta: "Yo soy Gabriel, el que está en la presencia de Dios" (Lc 1, 19).

    San Lucas dice: "Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, a una virgen llamada María, y llegando junto a ella, le dijo: "Salve María, llena de gracia, el Señor está contigo". Ella se turbó al oír aquel saludo, pero el ángel le dijo: "No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será Hijo del Altísimo y su Reino no tendrá fin"". San Gabriel es el patrono de las comunicaciones y de los comunicadores, porque trajo al mundo la más bella noticia: que el Hijo de Dios se hacía hombre. San Rafael. Su nombre significa: "Medicina de Dios". Fue el arcángel enviado por Dios para quitarle la ceguera a Tobías y acompañar al hijo de éste en un larguísimo y peligroso viaje y conseguirle una santa esposa.

    San Rafael. Hebreo: "Dios te cura". Uno de los tres arcángeles que salen mencionados en la Biblia. Es el arcángel que nos da apoyo en nuestro camino diario. Patrón de los mutilados de guerra. Onom: 29 setiembre. miguel Hebreo: "quien es como Dios?". Miguel junto a Gabriel y Rafael simbolizan la fidelidad, el poder y la gloria de los ángeles. San Miguel representa la fuerza y la firmeza y es el patrón de los paracaidistas y caballeros armados. Onom: 29 septiembre.

    Ángeles en las Sagradas Escrituras y el Catecismo

    Conoce algunos de los pasajes bíblicos y puntos del catecismo que se refieren a los ángeles Ángeles en el Antiguo Testamento

    Tobit y Daniel los libros más ricos del Antiguo Testamento respecto de los ángeles. Allí encontramos ángeles que comunican al hombre mensajes o revelaciones de parte de Dios. Estos ángeles son siempre criaturas de Dios, subordinados a El. No son seres divinos, aunque sean seres celestiales. El monoteísmo de Israel es absoluto en esta época. Los ángeles son enviados, pues, a los hombres como mensajeros (Dn 14, 33), les ayudan y protegen (Dn 3, 49; 2M 11, 6), presentan ante Dios las oraciones de los hombres e interceden por ellos (Tb 12,15). Cada pueblo tiene asignado un ángel custodio (Dn 10, 13.20). Ya fuera del Antiguo Testamento será a cada persona a quien se le asigne un ángel custodio.

    En este proceso de desarrollo de la angelología, los ángeles se Irán conociendo por su nombre propio. Por el Antiguo Testamento conocemos el nombre de tres ángeles: Rafael, en el libro de Tobit, y Miguel y Gabriel, en el libro de Daniel.

    Es preciso indicar que estos tres nombres pueden traducirse y ello nos da una pista sobre su significado. Rafael significa «Dios cura», y esa es la misión que el ángel desempeña en el libro de Tobit: cura al anciano Tobit de su ceguera y libra a Sara de las asechanzas del demonio Asmodeo.

    Por su intervención, Dios premia con la felicidad a aquella familia de justos sobre quienes hasta entonces había acaecido la desgracia. Miguel significa «¿quién como Dios?» Es el ángel protector de Israel y capitanea los ejércitos celestiales en su lucha contra las fuerzas del mal. En concreto contra la opresión del poder político absolutizado que intenta ocupar el lugar de Dios. Gabriel, que significa «fuerza de Dios», es el ángel que revela a Daniel el momento en que tendrá lugar el fin del mal y el comienzo de la justicia perfecta que sólo la fuerza de Dios hará posible.

    Estas tres figuras angélicas son, en el fondo, recursos literarios para indicar diversas actuaciones salvíficas de Dios en el mundo de los hombres. Su propio nombre, que siempre incluye a Dios, indica lo que son. En los escritos intertestamentarios se multiplicará la presencia y la actuación de los ángeles.

    Algunas citas de los Ángeles en el Antiguo Testamento:

    Y habiendo expulsado al hombre, puso [Yahvéh] delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida.

    Gn 3, 24

    Oyó Dios la voz del chico, y el Angel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está.

    Gn 21, 17

    He aquí que yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te conduzca al lugar que te tengo preparado. Pórtate bien en su presencia y escucha su voz; no le seas rebelde, que no perdonará vuestras transgresiones, pues en él está mi Nombre. Si escuchas atentamente su voz y haces todo lo que yo diga, tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios mis adversarios.

    Ex 23, 20-22

    Angeles del Señor, bendecid al Señor, cantadle, exaltadle eternamente.

    Dn 3, 58

    Ángeles en el Nuevo Testamento

    En el Nuevo Testamento sus nombres aparecen en cada una de sus páginas y el número de referencias sobre ellos iguala aquellas dadas en la Antigua Dispensación. Fue su privilegio el anunciar a Zacarías y a María el albor de la Redención, y a los pastores su cumplimiento.

    El Señor Jesús en Sus discursos habla de ellos con la autoridad de alguien que los ha visto, y que mientras "habla con los hombres", está siendo adorado inadvertida y silenciosamente por la hueste celestial. Él describe sus vidas en el cielo (Mt 22, 30; Lc 20, 36); nos dice como se forman a su alrededor para protegerlo y que con sólo una palabra suya atacarían a Sus enemigos (Mt 26, 53); uno de ellos tuvo el privilegio de atenderlo en el momento de Su Agonía y que sudó sangre. Más de una vez, habla de ellos como de auxiliares y testigos del Juicio Final (Mt 16, 27), el cual ellos prepararán (ibid., Mt 13, 39-49); y por último, ellos dan un alegre testimonio de Su triunfante Resurrección (ibid., Mt 28, 2).

    Es fácil para las mentes escépticas ver en esta hueste angélica la obra de la imaginación hebrea y de la superstición, pero, ¿los relatos sobre ángeles que figuran en la Biblia no nos proporcionan una progresión bastante natural y armoniosa? En la página de apertura de la historia sagrada de la nación judía, esta es escogida como depositaria de las promesas de Dios; como el pueblo en el que nacería el Redentor.

    Los ángeles aparecen en el curso de la historia de este pueblo escogido, como mensajeros de Dios, como guías; como quienes anuncian la ley de Dios, en otra ocasión prefiguran al Redentor cuya misión divina ayudan a madurar. Conversan con los profetas, con David y Elías, con Daniel y Zacarías; acaban con las huestes acampadas para atacar a Israel, sirven como guías a los siervos de Dios, y el último profeta, Malaquias, lleva un nombre de importancia especial; "el Ángel de Yahvéh". Parece resumir en su mismo nombre el anterior "ministerio realizado por las manos de los ángeles", como si Dios con ello recordara las antiguas glorias del Éxodo y del Sinaí.

    Todo este ministerio amoroso realizado por los ángeles es sólo por la causa del Salvador, Cuyo rostro ellos desean contemplar. Por ello, cuando la plenitud de los tiempos llegó, fueron ellos quienes lo proclamaron alegremente cantando "Gloria in excelsis Deo". Ellos guiaron al recién nacido Rey de los Ángeles en Su huida a Egipto, y lo atendieron en el desierto. Su segunda venida y los temibles eventos que le precederán, han sido revelados a su siervo predilecto en la isla de Patmos. Nuevamente se trata de una revelación, y por ello, sus antiguos ministros y mensajeros aparecen nuevamente en la historia sagrada, y el relato final del amor de Dios acaba casi como lo había empezado: "Yo, Jesús, he enviado a mi Ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias" (Ap 22, 16).

    Algunas citas de los Ángeles en el Nuevo Testamento:

    Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»

    Lc 1, 26-28

    El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor;

    Lc2, 10-11

    Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.»

    Lc 2, 13-14

    De pronto se presentó el Angel del Señor y la celda se llenó de luz. Le dio el ángel a Pedro en el costado, le despertó y le dijo: «Levántate aprisa.» Y cayeron las cadenas de sus manos. Le dijo el ángel: «Cíñete y cálzate las sandalias.» Así lo hizo. Añadió: «Ponte el manto y sígueme.» Y salió siguiéndole. No acababa de darse cuenta de que era verdad cuanto hacía el ángel, sino que se figuraba ver una visión. Pasaron la primera y segunda guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Esta se les abrió por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. Y de pronto el ángel le dejó. Pedro volvió en sí y dijo: «Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos.»

    Hch 12, 7-11

    Los Ángeles en el Catecismo de la Iglesia Católica

    "Desde la creación y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal protegen a Lot, salvan a Agar y a su hijo, detienen la mano de Abraham, la ley es comunicada por su ministerio [cf. Hch 7,53 .], conducen el pueblo de Dios, anuncian nacimientos y vocaciones, asisten a los profetas, por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús." (CEC  332)

    "San Agustín dice respecto a ellos: "Angelus officii nomen est, non naturae. Quaeris nomen huius naturae, spiritus est; quaeris officium, angelus est: ex eo quod est, spiritus est, ex eo quod agit, angelus" ["El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel"]. Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan "constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos" [Mt 18, 10], son "agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra" [Sal 103, 20 ]." (CEC 329)

    1.  "Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. "Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida". Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios."

    Jerarquía de los ángeles

    ¿Existe alguna jerarquía en los Ángeles? La distinción de los Ángeles en nueve coros, agrupados en tres jerarquías diferentes, aunque no conste explícitamente en la Revelación, es de creencia general.

    Esa distinción es hecha en relación a Dios, a la conducción general del mundo, o a la conducción particular de los Estados, de las compañías y de las personas.

    Los tres coros de la primera jerarquía, ven y glorifican a Dios, como dice la Escritura:

    "Vi al Señor sentado sobre un alto y elevado trono .... Los Serafines estaban por sobre el trono ... clamaban uno hacia el otro y decían: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los Ejércitos (Is 6, 1-3). "El Señor reina .... está sentado sobre querubines" (Si 98, 1).

    Los tres Coros inferiores a los arriba enunciados están relacionados con la conducta general del universo. Y los tres últimos Coros dicen respecto a la conducta particular de los Estados, de las compañías y de las personas. (14).

    Los 9 Coros Angélicos, agrupados en tres jerarquías

  • Serafines - del griego "séraph", abrazar, quemar, consumir. Asisten ante el trono de Dios* y es su privilegio estar unidos a Dios de manera más íntima, en los ardores de la caridad.
  • Querubines - del hebreo "chérub", que San Jerónimo y San Agustín interpretan como "plenitud de sabiduría y ciencia". Asisten también ante el trono de Dios, y es su privilegio ver la verdad de un modo superior a todos los otros Ángeles que están bajo ellos.
  • Tronos - algunas veces son llamados "Sedes Dei", (Sedes de Dios). También asisten ante el trono de Dios, y es su misión asistir a los Ángeles inferiores en la proporción necesaria.
  • Dominaciones - Son así llamados porque dominan sobre todas las órdenes angélicas encargadas de ejecutar la voluntad de Dios. Distribuyen a los Ángeles inferiores sus funciones y sus ministerios.
  • Potestades - O "conductores del orden sagrado", ejecutan las grandes acciones que tocan en el gobierno universal del mundo y de la Iglesia, operando para eso prodigios y milagros extraordinarios.
  • Virtudes - cuyo nombre significa "fuerza", son encargados de eliminar los obstáculos que se oponen al cumplimento de las órdenes de Dios, apartando a los Ángeles malos que asedian a las naciones para desviarlas de su fin, y manteniendo así las criaturas y el orden de la Divina Providencia.
  • Principados - Como su nombre indica, están revestidos de una autoridad especial: son los que presiden los reinos, las provincias, y las diócesis; son así denominados por el hecho de que su acción es más extensa y universal.
  • Arcángeles - son enviados por Dios en misiones de mayor importancia junto a los hombres.
  • Ángeles - los que tienen la guarda de cada hombre en particular, para desviarlo del mal y encaminarlo al bien, defenderlo contra sus enemigos visibles e invisibles, y conducirlo al camino de la salvación. Velan por su vida espiritual y corporal y, a cada instante, le comunican las luces, fuerzas y gracias que necesitan (14).
  • (*) ""Asistir" ante el trono de Dios tiene dos significados: uno es cuando reciben Sus órdenes; cuando Le ofrecen las oraciones, limosnas, buenas obras y votos de los mortales; cuando defienden contra los demonios las causas de los hombres en el Tribunal Supremo; cuando fijan su mirada en los rayos de la faz divina para percibir las delicias inefables que constituyen su felicidad. "En este último sentido, todos los Ángeles, sin exceptuar ninguno, so "asistentes delante de Dios", porque todos gozan, sin interrupción, de la Visión Beatífica, incluso cuando se ocupan del desempeño de alguna misión en el gobierno del mundo. Pero, en otro sentido estricto, la expresión "asistir ante el trono de Dios" designa a los Ángeles de la primera jerarquía, y que no pueden ser empleados en ministerios exteriores" (cfr. Corn. A Lapide, in Tb. 12, 15; apud Mons. Gaume, Tratado del Espíritu Santo, Granada, Imp. Y Lib. Española de D. José Lopez Guevara, 1877, p. 137 ).

    Si bien los ángeles que aparecen mencionados en los libros más tempranos del Antiguo Testamento son impersonales y quedan ensombrecidos por la importancia del mensaje que llevan o por la obra que realizan, no nos dan ninguna información acerca de la existencia de una cierta jerarquía en el ejército celestial.

    Después de la expulsión de Adán del Paraíso, este es defendido de nuestros Primeros Padres por querubines que son ministros de Dios, aunque nada se menciona acerca de su naturaleza. Sólo una vez más aparece la figura de un querubín en la Biblia, en la maravillosa visión que tuvo Ezequiel en la que los describe con muchos detalles (Ez 1), y que en Ezequiel 10 los llama querubines. El Arca era defendida por dos querubines, pero sólo tenemos conjeturas acerca de cómo eran. Se ha sugerido, con gran probabilidad, que estos pueden ser comparados con los toros y leones alados que cuidan los palacios asirios, y también con los extraños hombres alados con cabeza de halcones pintados en las paredes de algunas de sus construcciones. Los serafines sólo aparecen en la visión de Is 6, 6.

    Ya hemos mencionado a los siete místicos que están de pie ante Dios, y parece que en ellos tenemos una indicación de un cordón interno que rodea el trono. El término arcángel sólo aparece en San Judas y 1Ts, 4, 15; pero San Pablo nos da otras dos listas de nombres de las cohortes celestiales. Nos dice (Ef 1, 21) que Cristo está "por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación"; y, escribiendo a los Colosenses (Col 1, 16), dice: "porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades".

    Hay que señalar que San Pablo usa dos de estos nombres para señalar los poderes de la oscuridad cuando (Col 2, 15) dice que una que Cristo haya "despojado los Principados y las Potestades… incorporándolos a su cortejo triunfal". Y no es de menos importancia que sólo dos versículos después advierta a sus lectores a no dejarse seducir por "el culto de los ángeles". Aparentemente pone su sello en una cierta angelología permitida, y al mismo tiempo advierte en contra de las supersticiones sobre este asunto.

    Tenemos una insinuación de algunos excesos en el Libro de Enoc, en el que, como ya dijimos, los ángeles tienen un papel bastante desproporcionado. Al igual, Josefo nos dice (Be. Jud., II, VIII, 7) que los esenios realizaban un voto para preservar los nombres de los ángeles.

    En Dn 10, 12-21 varios ángeles están designados a varios lugares, y que se les llama sus príncipes, y este mismo rasgo reaparece de manera más notable en el Apocalipsis "los ángeles de las siete Iglesias", aunque es imposible decir el significado preciso de este término. Generalmente estos siete Ángeles de las Iglesias son considerados los Obispos que ocupan éstas sedes. San Gregorio Nacianceno en su carta a los Obispos en Constantinopla en dos ocasiones les dice "Ángeles", según el idioma del Apocalipsis.

    El tratado "De Coelesti Hierarchia" atribuido a San Dionisio Areopagita, y que ejerció una gran influencia entre los escolásticos, trata con muchos detalles las jerarquías y órdenes de los ángeles. Generalmente se considera que este trabajo no pertenece a San Dionisio, y que fue escrito algunos siglos después.

    Si bien su doctrina acerca de los coros de ángeles ha sido aceptada en la Iglesia con gran unanimidad, ninguna proposición referente a las jerarquías angélicas es dogma de fe. El siguiente pasaje de San Gregorio Magno (Hom. 34, en Evang.) nos dan una idea clara del punto de vista de los doctores de la Iglesia acerca de este punto:

    Sabemos por la autoridad de la Escritura que existen nueve órdenes de ángeles: Ángeles, Arcángeles, Virtudes, Potestades, Principados, Dominaciones, Tronos, Querubines y Serafines. Que existen Ángeles y Arcángeles casi todas las páginas de la Biblia nos lo dice, y los libros de los Profetas hablan de Querubines y Serafines. San Pablo, también, escribiendo a los Efesios enumera cuatro órdenes cuando dice: "sobre todo Principado, Potestad, Virtud, y Dominación"; y en otra ocasión, escribiendo a los Colosenses dice: "ni Tronos, Dominaciones, Principados, o Potestades". Si unimos estas dos listas, tenemos cinco Órdenes, y agregando los Ángeles y Arcángeles, Querubines y Serafines, tenemos nueve Órdenes de Ángeles.

    Santo Tomás (Summa Theologica I:108), siguiendo a San Dionisio (De Coelesti Hierarchia, VI, VII), divide a los ángeles en tres jerarquías cada una de las cuales contienen tres órdenes. Su proximidad al Ser Supremo sirve como base para esta división. En la primera jerarquía pone a los Serafines, Querubines, y Tronos; en la segunda, a las Dominaciones, Virtudes, y Potestades; en la tercera, a los Principados, Arcángeles, y Ángeles. Los únicos nombres que nos dan la Escritura de ángeles en particular son los de Rafael, Miguel, y Gabriel, nombres que significan sus atributos. Los libros judíos apócrifos, como el Libro de Enoc, nos dan el de Uriel y Jeremiel, mientras que otras fuentes apócrifas nos dan muchos más, como por ejemplo Milton en su "Paraíso Perdido". (Para conocer sobre el uso supersticioso de estos nombres, véase más arriba).

    En las Sagradas Escrituras, algunos de los Angeles tienen nombres propios: El de Arcángel Miguel es mencionado por el Profeta Daniel, Ap. Judas y en Apocalipsis (Jos 5, 13, Jos 12, 1; Jdt 9; Ap 12, 7-8). El nombre Miguel, en hebreo, significa "Quien sino Dios?" En Escrituras El es llamado "jefe del Ejercito del Señor" y es representado como principal Guerrero contra el diablo y sus servidores. Habitualmente se lo representa con una espada de fuego en la mano. El nombre Gabriel significa "Fuerte de Dios." Lo menciona el prof. Daniel y el Evang. Lucas (Dn 8, 16; Dn 9, 21 y Lc 1, 19-26). En Escrituras es representado como mensajero de Misterios Divinos. Se pinta con la rama de Paraíso en la mano. En las Escrituras se nombran tres Angeles más Rafael -"Ayuda de Dios" (Tb 3, 16; Tb 12, 12-15); Uriel- "Fuego de Dios" (Ez 4, 1, Ez 5, 20); Sela -fiel - "El que ora a Dios" (Ez 5, 16). Cuál es la finalidad de los Seres del mundo espiritual? Aparentemente ellos están creados para ser perfectos reflejos de la Grandeza y la Gloria de Dios, compartiendo Su Bienaventuranza. Si sobre el cielo visible se dijo: "Los cielos harán saber la Gloria de Dios" mas aun éste es el meta de los cielos espirituales.

    Querubines y Serafines

    Dos términos de no fácil interpretación para designar a los seres entre los que se encuentra Dios son los de «querubim» y «serafim». .Los serafines aparecen únicamente en el capitulo 6 de Isaías rodeando el trono de Dios y sirviéndole de ministros. El significado etimológico del término quizá tenga que ver con el hebreo srf y podríamos traducirlo en consecuencia como «los ardientes». Son descritos provistos de rostro y pies humanos al tiempo que con seis alas. Con cuatro de ellas se cubren el cuerpo y con las dos restantes vuelan, indicando así probablemente la prontitud con que sirven a Yahvéh.

    Los querubines, que a partir del acadio karabú habría que interpretar como «los poderosos», aparecen en el Antiguo Testamento muy frecuentemente para indicar el lugar en que se encuentra Yahvéh, pero el lugar en que habita en esta tierra. Yahvéh se sienta «entre» o «sobre» los querubines. Son los querubines quienes custodian el arca de la Alianza (cf. Ex 25,18; 1R 6,23; 2Co 5,8).

    Debemos considerar el arca de la Alianza como la peana sobre la que se encuentra Yahvéh. Por eso se conserva en ella el libro de Alianza a la manera como bajo el trono de los reyes se guardan los ejemplares de sus tratados y alianzas. Los querubines son representados originalmente en forma humana, aunque, eso sí, provistos de alas. Posteriormente se les añadirían rasgos de águila, león, toro, etc. Estos querubines, custodios del arca de la Alianza "entre» o "sobre» los cuales se encuentra la presencia de Yahvéh en el Sancta sanctorum del templo de Jerusalén, son una representación terrena de la morada celestial de Dios. Dios está sentado en el cielo sobre los querubines y sobre ellos viaja (cf 2S 22, 11 y Sal 18, 11) y es así como se aparece a Ezequiel (Ez 29,3; Si 49,8). Yahvéh los utiliza también como servidores.

    Es un querubín a quien Dios ha colocado con espada llameante a la entrada del paraíso para impedir el paso del hombre hasta el árbol de la vida (Gn 3,24).

    Las influencias que Israel ha sufrido por parte de otros pueblos del Antiguo Oriente se dejan sentir especialmente en la iconografía y descripción literaria de los querubines y serafines.

    Representaciones de los ángeles

    ¿Por qué siempre se representan a los ángeles con alas? ¿Realmente las tienen? Los ángeles se representan en la pintura y en la escultura en forma de hombre o de niño, con alas en su espalda y con una aureola en su cabeza; pero se trata únicamente de algo simbólico que no corresponde a la realidad, pues los ángeles no tienen cuerpo.

    Los ángeles, a lo largo de toda la Biblia, aparecen representados como un cuerpo de seres espirituales que son intermediarios entre Dios y los hombres: "Lo creaste (al hombre) poco inferior a los ángeles" (Sal 8, 6). Ellos, al igual que los hombres, son seres creados; "Alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle! Alaben el nombre de Yahveh… pues él lo ordenó y fueron creados" (Sal 148, 2-5: Col 1, 16-17). El hecho de que los ángeles fueron creados, fue confirmado en el Cuarto Concilio de Letrán (1.215 d.C). El decreto llamado "Firmiter", contra los albigenses, habla del hecho de que ellos fueron creados, y que los hombres fueron creados después de ellos. Este decreto fue repetido por el Concilio Vaticano Primero, en su decreto "Dei Filius". Hacemos mención aquí de él, porque las palabras: "El que vive eternamente lo creó todo por igual" (Si 18,1) se usan para demostrar la creación simultánea de todas las cosas; pero generalmente se considera que "juntos" (simul) puede aquí significar "igualmente", en el sentido de que todas las cosas fueron "igualmente" creadas. Son espíritus; el autor de la Epístola a los Hebreos dice: "¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?" (Hb 1, 14).

    Melena Montero, en monografias.com/

    Melena Montero

    ¿Quiénes son los ángeles? ¿Para qué los creó Dios? ¿Cómo sabemos de su Existencia?

    La existencia de los Ángeles es una verdad de fe continuamente profesada por la Iglesia, que forma parte desde siempre del tesoro de piedad y de doctrina del pueblo cristiano. La iglesia los venera, los ama y son "motivo de dulzura y de ternura" (Juan XXIII, 9-VIII-1961).

    Es de fe, además, que muchos ángeles, abusando de su libertad, cayeron en pecado y se hicieron malos, quedando así perpetuamente constituidos enemigos de Dios y condenados a la pena eterna. Estos ángeles malos son llamados también demonios.

    Los ángeles son seres espirituales, personales y libres; dotados, por tanto, de inteligencia y voluntad, creados por Dios de la nada.

    Dios creó a los ángeles para que le alaben, le obedezcan y le sirvan; además, para hacerlos eternamente felices y para que ayuden y guíen a cada persona, a cada familia, nación, institución y muy especialmente a la Iglesia.

    Conocemos de su existencia porque Dios la reveló. Así en el Antiguo Testamento, se nos dice que:

    • Cerraron el paraiso terrestre después del pecado de Adán y Eva.

    • Protegieron a Lot en Sodoma.

    • Salvaron a Agar y a su hijo Ismael en el desierto.

    • Anunciaron a Abraham y aSara que tendrían un hijo.

    • Detuvieron la mano a Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac.

    • Asistieron al profeta Elía.

    En el Nuevo Testamento, se nos dice que

    • Avisaron a Zacarías el nacimiento de San Juan el Bautista.

    • San Gabriel anunció a la Virgen María que sería la Madre dle Redentor.

    • Alabaron a Dios por el nacimiento de Cristo.

    • Revelaron a San José el misterio de la Encarnación.

    • Confortaron a Jesús en su agonía en el Huerto de Gethsemaní.

    • Aparecieron en la Resurrección de Cristo.

    Creer en la existencia de los ángeles es una verdad de fe. Así lo definió el Magisterio de la Iglesia: "Dios creó de la nada a una y a otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la ángelica y la mundana (...)" (Concilio IV de Letrán y Concilio Vaticano I).

    Quien niegue su existencia con pertinacia, sabiendo que es dogma de fe, comete pecado mortal e incurre en excomunión (cfr. Código de Derecho Canónico, canon 1364).

    Durante la consagración como Papa de San Gregorio XV (1621), una terrible peste estaba devastando Roma San Gregorio organizó a su pueblo en torno de una gran procesión que estaba encabezada por una pintura de la "Virgen Gloriosa" (obra atribuida a San Lucas Apóstol). Estando la procesión en marcha, una densa nube de aire nauseabundo se detuvo ante la pintura. Los presentes escucharon, entonces, a un coro angélico cantar con alegría. "Regina Coeli, laetare, alleluja" El Papa San Gregorio relató luego la visión que tuvo de un enorme ángel parado sobre el castillo, cerca de allí. Desde ese día los romanos se refieren a él como Sant"Angelo en conmemoración de la rauda purgación de la peste de Roma. San Gregorio murió el 8 de julio de 1623. El relato de su vida se encuentra en "Vida de los Santos", de Edward Kinesman.

    Dotados de una naturaleza más perfecta que la humana, esos espíritus puros fueron creados para dar gloria a Dios, regir el mundo material y ser potentes auxiliares de los hombres en vista su salvación eterna. En un éxtasis, Santa María Magdalena de Pazzi vio a una religiosa de su Orden (carmelita) ser sacada del Purgatorio y llevada al Cielo por su Ángel de la Guarda. Y Santa Francisca Romana vio a su Ángel de la Guarda conducir al Purgatorio, para ser purificada, a un alma a ella confiada. El espíritu celeste permaneció fuera de aquel lugar de purgación, para presentar al Señor los sufragios ofrecidos por aquella alma. Y, al ser aceptados por Dios, esa alma era aliviada en sus penas. (1)

    Después de nacer, el hombre recibe de Dios uno de esos angélicos guardianes, que lo acompañará durante la vida, protegiéndolo y comunicándole buenas inspiraciones, Si la persona hubiese vivido según la Ley de Dios, al punto de santificarse e ir directamente al Cielo, el Ángel de la Guarda la conducirá a ese lugar bendito. Si, en otro caso, y lo que es más probable, ella precisa purificarse en el fuego del Purgatorio, el Ángel la conducirá después al Paraíso Celestial. O, en caso contrario, si hubiese rechazado sus inspiraciones y buenos movimientos, condenándose del todo para siempre, lo abandonará a las puertas del infierno.

    En nuestros días, a la par del materialismo y del ateísmo reinantes en tantas almas y en incontables ambientes, se percibe una saludable reacción -cada vez más intensa y generalizada- a esas llagas de la civilización contemporánea. El sentimiento religioso, la creencia en Dios y en el destino eterno ganan siempre más terreno, especialmente en el seno de la juventud actual.

    Un síntoma de este renacer de los valores espirituales es precisamente el interés por los Ángeles, el aumento de la devoción a los espíritus puros, así como los pedidos invocando su intercesión. Sin embargo tal resurgimiento, infelizmente, se manifiesta en algunos casos mezclada de supersticiones y hasta de manifestaciones de ocultismo. Para atender este saludable movimiento de alma, nos proponemos hoy presentar a nuestros lectores la atrayente y actualísima temática de los Ángeles.

    El Ángel sólo pasa a custodiar en nuevo ser después que este sale de las entrañas maternas. Esto porque, desde el momento de la concepción hasta el nacimiento del nuevo ser, el Ángel de la Guarda de la madre cuida también de la nueva criatura, así como quien guarda un árbol cargado de frutos, junto con el árbol cuida también lo frutos (2)

    Tenemos necesidad de la celestial protección angélica. Nuestra alma inmortal está destinada a ser, en el futuro, compañera de los Ángeles y de ocupar a su lado, en el Cielo, uno de los tronos que quedaron vacíos por la caída de aquellos ángeles puros que se rebelaron contra Dios, transformándose en demonios. Tal necesidad sobretodo proviene de la propia flaqueza humana para alcanzar este objetivo ¿Qué empeño no tendrá el demonio para que un recién nacido no reciba las aguas regeneradoras del Santo Bautismo? Muchas veces también procurará causarnos males físicos.

    "La función principal del Ángel de la Guarda es iluminarnos en relación a la verdad y a la buena doctrina. Pero su protección acarrea también muchos otros efectos, tales como reprimir los demonios e impedir que nos sean causados daños espirituales o corporales". Ellos "rezan por nosotros y ofrecen nuestras oraciones a Dios, tornándolas más eficaces por su intercesión (Ap 8, 3; Tb 12, 12), sugiriéndonos buenos pensamientos, incitándonos a hacer el bien (Hch 8, 26; Hch 10, 3ss). Del mismo modo, cuando nos infligen penas medicinales para corregirnos (2S 24, 16): y -lo más importante de todo- cuando nos asisten en la hora de la muerte, fortaleciéndonos contra los supremos asaltos del demonio" (3).

    Algunas almas muy selectas, que conservaron intacta su inocencia y pureza bautismal a lo largo de la vida, por especial privilegio de Dios tuvieron la dicha de ver a su Ángel de la Guarda. Así sucedió con San Geraldo Magela, Santa Francisca Romana, Santa Gema Galgani y otros Santos.

    Veamos dos ejemplos:

    • Santa Francisca Romana: dama romana de la más ilustre estirpe, quería hacerse religiosa pero fue obligada por sus padres a casarse, habiendo procurado santificarse en el estado matrimonial. De ese casamiento nacieron varios hijos. Uno de ellos, Juan Evangelista, de extrema piedad, dotado con el don de la profecía, falleció angélicamente a los nueve años. Un año después de su muerte, apareció a Francisca, resplandeciente de luz, acompañado por un joven aún más brillante si es posible. Hizo conocer a la madre la gloria que gozaba en el Cielo; y le comunicó que venía a buscar a su hermanita Inés, de cinco años, para colocarla entre los Ángeles. Y que, por orden de Dios, dejaría aquel Ángel para -junto con su propio Ángel de la Guarda- asistirla en los que le restaba de vida terrena. Era un Ángel de categoría superior, un Arcángel.

    A partir de entonces, Santa Francisca veía constantemente ese Arcángel que, según ella, brillaba más que el sol, de manera que no conseguía mirarlo. Si Francisca dejaba escapar alguna palabra poco necesaria, o acaso se preocupaba un poco de más con los problemas domésticos, el Ángel desaparecía, quedando oculto hasta que ella se recogiese de nuevo. Él, con sus luces, la auxiliaba muchas veces, defendiéndola contra los ataques del demonio, que constantemente la asaltaba (4).

    • Santa Mariana de Jesús: conocida como la Azucena de Quito, después del fallecimiento del padre, siendo aún una bebé, la madre se retiraba a una casa de campo llevándola abrazada, en el lomo de una mula. En el paso de un río de aguas muy tormentosas, la mula tropezó y la bebita cayó de los brazos maternos... Al mismo tiempo, la niña predestinada quedó sostenida en el aire por su Ángel de la Guarda, hasta que la presurosa madre la recogió (5).

    Valiosos consejeros celestes

    Los Ángeles de la Guarda son nuestros consejeros, inspirándonos santos deseos y buenos propósitos. Evidentemente, lo hacen en el interior de nuestras almas, si bien que, como vimos, hayan existido almas santas que merecieron de ellos recibir visiblemente celestiales consejos.

    Cuando Santa Juana De Arco, aún niña, guardaba su rebaño, oyó una voz que la llamaba: "Jeanne! Jeanne!" ¿Quien podría ser, en aquél lugar tan yermo? Ella se vio entonces envuelta en una luz brillantísima, en el medio de la cual estaba un Ángel de trazos nobles y apacibles, rodeado de otros seres angélicos que miraban a la niña con complacencia. "Jeanne", le dice al Ángel, "sé buena y piadosa, ama a Dios y visita frecuentemente sus santuarios". Y desapareció. Juana, inflamada de amor de Dios, hizo entonces el voto de virginidad perpetua. El Ángel se le apareció otras veces para aconsejarla, y cuando la dejaba, ella quedaba tan triste que lloraba (6).

    El desvelo de nuestro Ángel de la Guarda para con nosotros está bien expresado por el Profeta David en el Salmo 90: "El mal no vendrá sobre ti, y el flagelo no se aproximará a tu tienda. Porque mandó [Dios] a sus Ángeles en tu favor, para que te guarden en todos tus caminos. Ellos te elevarán en sus manos, para que tu pié no tropiece con alguna piedra" (Si 90, 10-12).

    Innumerables son los ejemplos del poderoso auxilio de los Ángeles en la vida de los Santos. Santa Hildegonde, alemana (+1186), habiendo ido en peregrinación a Jerusalén con su padre y falleciendo éste en el camino, fue frecuentemente socorrida por su Ángel. Cierto día, cuando viajaba camino a Roma, fue asaltada y abandonada como muerta. Apenas pudo lograr levantarse, y vio surgir a su Ángel en un caballo blanco. Éste ayudó cuidadosamente a su protegida a montar, y la condujo hasta Verona. Allá, se despidió de ella diciendo: "Yo seré tu defensor donde quiera que vayas" (7).

    Santa Hildegonde podría aplicar a sí misma el siguiente comentario de San Bernardo al Salmo arriba citado: "¡Cuán gran reverencia, devoción y confianza deben causar en tu pecho las palabras del profeta real! La reverencia por la presencia de los Ángeles, la devoción por su benevolencia, y la confianza por la guarda que tienen de ti. Mira vivir con recato donde están presentes los Ángeles, porque Dios los mandó para que te acompañen y asistan en todos tus caminos; en cualquier posada y en cualquier rincón, ten reverencia y respeto a tu Ángel, y no cometas delante de él lo que no osarías hacer estando yo en tu presencia" (8). San Buenaventura afirma: "El santo Ángel es un fiel paraninfo conocedor del amor recíproco existente entre Dios y el alma, y no tiene envidia, porque no busca su gloria, sino la de su Señor". Agrega que la cosa más importante y principal "es la obediencia que debemos tener a nuestros santos Ángeles, oyendo sus voces interiores y saludables consejos, como de tutores, curadores, maestros, guías, defensores y mediadores nuestros, así en el huir de la culpa del pecado, como en el abrazar la virtud y crecer en toda perfección y en el amor santo del Señor" (9).

    Intrépidos guerreros del Ejército Celestial

    En varias partes de los Libros Sagrados los Ángeles son mencionados como siendo la Milicia Celestial. Así, narra el Profeta Isaías haber visto que "Los Serafines ... clamaban uno hacia el otro y decían: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los Ejércitos". (Is 6, 2-3). Y, en el Apocalipsis, comandados por el Arcángel San Miguel, trabaron en el Cielo una gran batalla derrotando a Satanás y a sus Ángeles rebeldes (Ap 12, 7). En otros pasajes aparecen elles ejerciendo incluso funciones bélicas. Leemos, por ejemplo, en el II Libro des Crónicas que, habiendo Senaquerib invadido Judea, mandó una delegación a Jerusalén para disuadir a sus habitantes de la fidelidad a su rey Ezequías, blasfemando contra el Dios verdadero. El Rey de Judá y el Profeta Isaías se pusieron en oración

    implorando la protección divina contra las tropas enemigas. "Y el Señor envió un Ángel que exterminó todo el ejército del rey de Asiria en su propio campamento, con los jefes y los generales, y el rey volvió a su tierra completamente confuso" (2Cro 32, 1-21).

    Guerreros angélicos - tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento - a veces se unen también a los hombres contra los enemigos del Señor. Así, por ejemplo, ayudaron a Judas Macabeo en una batalla decisiva. Otras veces auxiliaron a los soldados de la Cruz contra los musulmanes, como ha sido narrado en las crónicas de las Cruzadas.

    En la Sagrada Escritura, el propio autor de los Hechos de los Apóstoles afirma: "El Señor Dios de los ejércitos frecuentemente envía también sus guerreros para librar a sus amigos de las manos de los impíos" (Hch 5, 18-20; Hch 12, 1-11).

    Protectores de los hombre, mensajeros de Dios

    En el Libro de Daniel (Dn 10, 13-21), el Arcángel San Miguel defendió los intereses de los israelitas contra el Ángel protector de Persia. En el Apocalipsis, San Juan se refiere a la victoria de ese Arcángel contra el demonio y sus secuaces. Más recientemente, leemos en la autobiografía de San Antonio María Claret, que cierto día, estando él sólo en el coro del Monasterio del Escorial, vio a Satanás que pataleaba con gran rabia y despecho, por habérsele frustrado algunos de sus planes en relación a los estudiantes. Oyó entonces la voz del Arcángel San Miguel que le dice: "Antonio, no temas. Yo te defenderé". San Gabriel fue el gran mensajero y embajador de Dios no sólo en la Anunciación a Nuestra Señora, sino, según el parecer de muchos teólogos, también apareció junto a San Zacarías, para anunciarle el nacimiento de Juan Bautista. Y junto a San José, a quien apareció tres veces en sueños: para anunciar la concepción divina de María, recomendar la fuga a Egipto y el retorno de aquél, después de la muerte de Herodes.

    La misión de San Rafael junto al joven Tobías es detalladamente descrita en la Biblia.

    Ya en tiempos posteriores, se señalan también muchas de sus intervenciones, como la salvación eterna del tesorero de un rey de Polonia, por el hecho de que el protegido le tenía gran devoción; y el haber librado de las manos de asaltantes a un burgués de Orleans que a él se encomendaba, en una peregrinación a Santiago de Compostela (10). Se narra en la vida de la Beata Madre Humildad de Florencia (+1310) que, habiendo sido electa Abadesa de su monasterio, además de su Ángel de la Guarda, recibió uno más para ayudarla en el gobierno de la comunidad. Ella compuso para sus religiosas una sencilla oración, pidiendo la guarda de los sentidos, oración en que se nota mucho la influencia del espíritu de Caballería de la época:

    "Buenos Ángeles, mis constantes protectores: guardad todas mis vías y vigilad cuidadosamente la puerta de mi corazón, de manera que yo no sea sorprendida por mis enemigos. ¡Blandid ante mí vuestra espada protectora! ¡Guardad también la puerta de mi boca para que ninguna palabra inútil escape de mis labios! ¡Que mi lengua sea como una espada, cuando fuere el caso de combatir los vicios o de enseñar la virtud! Cerrad mis ojos con un doble sello cuando ellos quisieren ver con complacencia otra cosa que no sea Jesús. Pero tenedlos abiertos y despiertos cuando fuere para rezar y cantar las alabanzas del Señor. Vigilad también la puerta de mis oídos, a fin de que ellos repelan siempre con disgusto todo lo que viene de la vanidad o del espíritu del mal. Colocad cadenas a mis pies cuando ellos quisieran ir a pecar. Pero acelerad mis pasos cuando se trate de trabajar para la gloria de Dios o de la santa Virgen María, o de la salvación de las almas! Haced que mis manos sean siempre, como las vuestras, prontas a ejecutar las órdenes de Dios.

    Apagad en mí el olfato del cuerpo, a fin de que mi alma no aspire mas que el suave perfume de las flores celestes. En una palabra, guardad todos mis sentidos, de manera que mi alma se deleite constantemente en Dios y con las cosas celestes. Mis Ángeles bienamados: fui colocada bajo vuestra guarda por el dulce Jesús; yo os suplico que me guardéis siempre con cuidado, por el amor de Él. ¡Oh mis Ángeles bienamados, yo os pido que me conduzcan un día a la presencia de la Reina del Cielo, y de suplicarle que yo sea colocada en los brazos del divino Niño Jesús, su Hijo bienamado!" (11).

    ¿Cuál es la naturaleza de esos espíritus puros? Los Ángeles son seres puramente espirituales, dotados de inteligencia, voluntad y libre arbitrio, elevados por Dios al orden sobrenatural, esto es, llamados por la gracia a participar en la vida de Dios a través de la visión beatífica. Muchísimo más perfectos que los hombres, su inteligencia es inerrante y su voluntad inmensamente poderosa. Como no tienen dependencia alguna de la materia, su conocimiento es considerablemente más perfecto que el del hombre; para ellos, ver es ya conocer. Y conocer significa comprender la cosa en toda la profundidad de que son capaces, en su substancia, y sin posibilidad de error. Por eso, la prueba, para ellos, tuvo consecuencia inmediata e irremediable. Pues su querer es absoluto, sin vuelta atrás. Aquello que quieren, lo desean para todo y para siempre.

    De ahí el hecho de que, después de la prueba, hayan pasado inmediatamente a la eternidad del Infierno (los demonios), como a la del Cielo (los Ángeles buenos).

    Dios creó a los Ángeles para conocerlo, amarlo, servirlo y proclamar sus grandezas, ejecutar sus órdenes, gobernar este universo y cuidar de la conservación de las especies y de los individuos que él contiene.

    "Como príncipes y gobernadores de la gran Ciudad del Bien, la que se refiere a todo el sistema de la creación, los Ángeles presiden, en el orden material, el movimiento de los astros, la conservación de los elementos, y la realización de todos los fenómenos naturales que nos llenan de alegría o de terror.

    Entre ellos está compartida y repartida la administración de este vasto imperio. Unos cuidan de los cuerpos celestes, otros de la tierra y de sus elementos, otros de sus producciones, árboles, plantas, flores y frutos. A éstos, está confiado el gobierno de los vientos y mares, de los ríos y fuentes; a aquellos, la conservación de los animales. No hay una criatura visible, ni grande ni pequeña, que no tenga una potencia angélica encargada de velar por ella" (12).

    Algunas veces los Ángeles, cuando son enviados por Dios a los hombres para alguna misión, utilizan la forma humana, a fin de acomodarse a nuestra naturaleza. Sin embargo, en esos cuerpos etéreos y ligeros con los cuales en general aparecen, no están como el alma humana está en el cuerpo, dándole vida y tornándolo capaz de operaciones vegetales y animales. Por el contrario, allí están como un operador está en su máquina, de la cual cual se sirve para ejecutar las obras de su arte. fuera del horario de trabajo, no tiene con ella ninguna ligazón.

    "Según los más doctos intérpretes, las apariciones accidentales de los Ángeles en el mundo no son más que el preludio de su aparición habitual en el Cielo. Así, es probable que en el Cielo los Ángeles asumiránmagníficos cuerpos aéreos para regocijar la vista de los elegidos y conversar con ellos cara a cara" (13).

    Conclusión: devoción y fidelidad a los ángeles

    Evidentemente, todas esas maravillas del mundo angélico deberían llevarnos a un profundo amor, reverencia y gratitud especialmente para con nuestro Ángel de la Guarda, evitando todo aquello que pueda apenarlo, como son nuestros pecados.

    "¿Como te atreverías a hacer en la presencia de los Ángeles aquello que no harías estando yo delante tuyo?" (14), nos interpela el gran San Bernardo. Y deberíamos hacer todo lo que sabemos puede alegrar al Ángel de la Guarda, pues sólo así estaremos trabajando efectivamente para nuestra propia santificación y salvación.

    La reverencia a su Ángel de la Guarda llevaba a San Estanislao Kostka, que lo veía constantemente, a esta exquisita delicadeza: cuando ambos debían entrar por una puerta, él le pedía al Ángel que pasara antes. Y como éste, a veces, lo rechazase, insistía con él hasta que cediese (15).

    ¡Ojalá tantos y tan bellos ejemplos nos sirvan tanto para corregir nuestra idea y visión de los seres puros como para reverenciar y aumentar nuestra devoción a esos bienaventurados espíritus angélicos que Dios, en su misericordia, nos concedió como guardianes, consejeros, protectores y mensajeros -especialmente valiosos en el mundo neopagano en que vivimos-, con vistas a la obtención de la vida celeste!

    Melena Montero, en monografias.com/

    Notas

    1 - Cfr. Deharde, apud P. Ramón J. de Muñana, Verdad y Vida, Editorial El Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao, 1947, tomo I, p. 233.

    2 - Cfr. Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González y Compañía - Editores, 5a edição, tomo I, p. 497.

    3 - Plinio Maria Solimeo, Os Santos Ángels, Nossos Celestes Protetores, Coleção Catolicismo nº 2, 1997, pp. 63, 64.

    4 - Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d"après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, Paris, 1882, tomo III, p. 311.

    5 - Cfr. Id., ib., tomo VI, p. 230.

    6 - Cfr. Debout, Vie de Saint Jeanne D"Arc, apud Pe. Muñana, op. cit., p. 230.

    7 - Cfr. Les Petits Bollandistes, t. IV, p. 529; Deharbe, apud Pe. Muñana, op. cit. p. 232.

    8 - Cfr. Eduardo Vilarrasa, op. cit., p. 499.

    9 - Pedro de Ribadaneira, Flos Sanctorum, apud Eduardo Vilarrasa, op. cit., p. 499.

    10 - Cfr. Les Petits Bollandistes, op. cit., t. XI, pp. 501-502.

    11 - Id. Ib., tomo VI, pp. 109, 110.

    12 - Mons. Gaume, Tratado del Espíritu Santo, traducción española de D. Joaquin Torres Asensio, Imp. Y Lib. Española de D. José López de Guevara, Granada, 1877, t. 1, p. 116.

    13 - Id. Ib. p. 116.

    14 - Cfr. Les Petits Bollandistes, op. cit., t. XI, 501-502.

    15 - Cfr. V. Agustín, Vida de San Estanislao de Kostka, p. 308, apud, Pe. Muñana, op. cit., p. 230.

     

    José Luis Caballero Bono

    En la primavera del año pasado se inauguró en Berlín un busto en bronce de Edith Stein. Está ubicado junto al río Spree, a la entrada del Ministerio alemán de Asuntos Exteriores, en una ciudad llamativamente alejada de lo religioso. El autor de la efigie es Bert Gerresheim, el mismo artista que realizó el grupo escultórico sobre la santa junto al Seminario Diocesano de Colonia. Y al igual que allí, ha representado el rostro de Edith Stein cortado, longitudinalmente, en dos mitades que no encajan entre sí.

    La imagen puede sugerir una ruptura vivida por el personaje. Entiendo que esa ruptura es el acontecimiento de la conversión, y que ese momento decide también sobre la manera como podemos dividir el itinerario intelectual de Edith Stein. Pero la imagen del rostro escindido sugiere también que hay una continuidad en la persona y en su pensamiento, que se trata del mismo rostro.

    En primer lugar, por tanto, la división o periodización de su pensamiento. Es muy frecuente leer que el recorrido intelectual de Edith Stein se divide en tres etapas: etapa fenomenológica, etapa de filosofía cristiana —que algunos, demasiado restrictivamente, llaman tomista— y etapa mística [1]. El problema de esta división tripartita es que no resulta del todo claro qué quiere decir la expresión «etapa mística». ¿Una ocupación con los místicos? Semejante ocupación ya la tiene Edith Stein en los años en torno a la conversión: lee los Ejercicios de san Ignacio; escribe poesía mística, como el bellísimo poema a Cristo resucitado en la Pascua de 1924 (regalo a la madre Ambrosia HeBler, OP); se recrea en la plegaria de san Nicolás de Flüe... por no hablar del interés con el que sigue el caso de la estigmatizada Therese Neumann, o de la devoción con la que visita, en un cementerio de Espira, la tumba de Barbara Pfister, una persona muerta con fama de santidad.

    Ahora bien, si con la expresión «etapa mística» se quiere apelar a la vivencia interior de Edith Stein, entonces habrá que preguntar en qué consiste esa vivencia. En su escrito «Caminos del conocimiento de Dios», concluido en 1941, nuestra autora nos dice que el núcleo de la vivencia mística consiste en el «sentimiento» —entre comillas— de que Dios está presente. Más aún: «Uno se siente tocado por él, el presente, en lo más profundo» [2]. Se trata de un «ser interiormente tocado por Dios sin palabra e imagen» [3]. Pues bien, estas metáforas táctiles se encuentran en nuestra autora mucho antes de la denominada por algunos «etapa mística». Me refiero al texto «Libertad y gracia», que, por criterios internos de léxico y de contenido, así como externos —el papel en que está escrito— ha de fecharse en el verano de 1921. En ese escrito habla la recién convertida del «acto religioso fundamental» (religiöser Grundakf), que en realidad coincide con la experiencia de la gracia. Y en este contexto aparecen esas metáforas: «Berührtwerden von der Hand Gottes» («ser tocado por la mano de Dios»), o «die Hand, die mich anrührt» («la mano que me toca»), o bien la imagen de Dios tocando con los nudillos a la puerta del alma, semejante a las que emplean Eugenio Zolli o Xavier Zubiri [4].

    A la luz de estos datos considero que es preferible entender el recorrido intelectual de Edith Stein dividiéndolo de manera más sencilla en dos etapas: la etapa fenomenológica y la etapa que llamo de filosofía cristiana.

    No prejuzgo sobre la idoneidad de esta última expresión, sino que simplemente la tomo de la autora, que la emplea al menos desde comienzos de los años treinta para calificar su proyecto creador.

    De esta manera, el rostro de Edith Stein cortado a pico se convierte en figura alegórica del decurso de su pensamiento. Pero existe una comunicación entre las dos mitades del rostro. Hay en la etapa fenomenológica motivos que cobran más fuerza en la segunda etapa. Y a su vez, se encuentra mucha fenomenología en la filósofa cristiana. La mística está presente en los dos períodos.

    Reconstruir la unidad del rostro significa descubrir cuáles son los ejes que atraviesan el pensamiento de esta gran mujer. Consideraré que hay una gran línea transversal que viene dada por el concepto de «espíritu». Se trata de un concepto sistemático, porque impregna toda la obra de la autora y desde él se puede entender toda ella. A continuación modularé dos direcciones que ha tomado este concepto en la obra de Stein. A lo largo de esta doble modulación iré señalando algunas líneas que podríamos llamar, no ya sistemáticas, sino temáticas: temas que aparecen en las dos etapas de su pensamiento. Por último ofreceré una reflexión acerca de cómo entender una espiritualidad cristiana desde el concepto de espíritu y una síntesis final.

    1.      El espíritu como clave

    El primer rendimiento propiamente personal de Edith Stein en el campo de la filosofía se produce a raíz de un curso de Husserl titulado «Naturaleza y espíritu» (1913). Llama la atención que todo su pensamiento puede encajar en estas dos sencillas palabras. En el mundo mental de Edith Stein todo lo que hay pertenece, o bien a la naturaleza, o bien al espíritu. Y sólo la persona humana participa eminentemente de los dos ámbitos.

    Ahora bien, aunque la persona humana no sea puro espíritu, es el espíritu lo que hace a la persona, lo que la define. Más aún, el espíritu es aquello por lo que el hombre puede ser llamado imagen de Dios. En Ser finito y ser eterno encontramos esta afirmación: «La prerrogativa del hombre frente a las criaturas inferiores es que él, en cuanto espíritu, es réplica de Dios» [5].

    Ahora bien, ¿qué es el espíritu? Si tanta importancia tiene en el pensamiento de Edith Stein, ¿cómo tenemos que entenderlo?

    La palabra alemana Geist (espíritu) tiene una connotación intelectiva, dice relación a una actividad o facultad superior o intelectual. Por eso no es extraño encontrar, por ejemplo, propaganda de un medicamento con la siguiente acreditación: «Gut für Kórper, Seele und Geist». Lo cual podríamos traducir como «Bueno para el cuerpo, para el alma y para la cabeza». Es decir, bueno también para despejar nuestra mente, para que podamos realizar una actividad mental porque, pongamos por caso, dicho medicamento favorece la circulación sanguínea.

    Esta acepción intelectual de la palabra espíritu está muy presente en la filosofía alemana. Sin embargo, no es la que adopta Edith Stein. Para ella, espíritu significa sencillamente «apertura». El espíritu es la dimensión de apertura de la persona, es lo que hace que la persona sea persona. Esto nos obliga a desestimar algunas interpretaciones que se han dado de la palabra «espíritu» en relación con Edith Stein.

    Por un lado, es fácil buscar presuntas coincidencias con filósofos contemporáneos a nuestra autora. También Max Scheler pondera la excelencia del espíritu en el hombre. Sin embargo, Scheler no escapa a esa comprensión intelectualista de la palabra Geist. El filósofo de Munich juega con el binomio de conceptos sensible/espiritual. En su teoría de los valores nos habla de una percepción sentimental sensible que capta valores inferiores, precisamente sensibles. Y de una percepción sentimental espiritual que capta valores espirituales o superiores tales como la belleza o el conocimiento. Para Edith Stein esto no es así. Para ella, la percepción sensible es ya un acto espiritual porque es una expresión del espíritu, de la apertura de la persona. No hay contraposición entre sensibilidad y espíritu, sino entre naturaleza y espíritu. Así, la piedra carece de espíritu; los animales sólo tienen funciones espirituales inferiores.

    Por otro lado, la impronta intelectualista que arrastra el término Geist puede ocasionar malentendidos a la hora de verter los escritos de Edith Stein en una lengua distinta a aquella en la que fueron pensados. Mi querido profesor Walter Redmond, residente en Texas, ha ofrecido la versión en español de unas densas páginas de nuestra autora. En ellas traduce varias veces el término Geist como «mente» [6]. Es posible que la constelación semántica que evoca en un norteamericano la palabra inglesa mind incluya el concepto de espíritu. Pero es evidente que la palabra «mente» en español —al menos en el español de mi país— tiene un halo decididamente intelectual. Ciertamente, Edith Stein, traduciendo a Sto. Tomás de Aquino, ha empleado a veces la palabra Geist para significar intellectus. Pero ella misma, en la nota que antepone a la cuestión décima De veritate, nos advierte de que con ello quiere indicar «solamente el espíritu cognoscitivo, el entendimiento». Por tanto, no todo el espíritu.

    El concepto de espíritu, en fin, tal vez por evocar algo etéreo, puede dar lugar a un tercer equívoco en cuanto a su sentido en el pensamiento de Edith Stein. Uno de los mayores especialistas en fenomenología que hay en España escribió a este respecto que lo propio del espíritu es no ser necesariamente correlato de un cuerpo. El espíritu, escribe él a propósito de Edith Stein, «reúne las propiedades que no presentan característica descriptiva que las ligue necesariamente con el cuerpo, sino que se hallan en vinculación esencial con el "espíritu" y pueden pensarse, por consiguiente, dadas también en sujetos no humanos y en sujetos puramente espirituales» [7]. Lamento no poder declarar sin matiz mi conformidad con esta apreciación de mi buen amigo y querido profesor Miguel García-Baró. Tal y como acabamos de decir, la percepción sensible es una función espiritual, y vemos que estción ecesariamente ligada a un cuerpo. No cabe pensarla en un sujeto que sea puramente espiritual, que carezca de cuerpo. Es verdad que en la clasificación de los sentimientos que maneja Edith Stein ella habla de lo que llama «sentimientos espirituales». Son aquellos en cuyo concepto no está incluido que tengan que estar ligados a un cuerpo vivo. Por ejemplo, el sentimiento de alegría. El creyente concederá que Dios se alegra, pero no por ello admitirá que tiene palpitaciones del corazón o cosa parecida. A pesar de todo, el concepto de sentimiento espiritual está muy localizado en la obra de Stein y la palabra «espiritual» tiene allí un sentido restringido. También es cierto que otras veces nuestra autora emplea el epíteto «espiritual» como contrapuesto a lo material corruptible. Pero lo formalmente constitutivo del espíritu no es la desvinculación, presente o posible, de un cuerpo. En la persona humana, lo espiritual es rigurosamente inseparable de lo corporal. En su obra Ser finito y ser eterno, Edith Stein llega a escribir que el cuerpo habrá de conservarse de algún modo después de la muerte de la persona, aunque pierda algo de su naturaleza [8]. Lo que define al espíritu no es la independencia del cuerpo: es la apertura.

    2.       La doble dirección de la apertura espiritual

    El espíritu del que he venido hablando como apertura es un constitutivo de la persona, lo que nuestra autora denomina «espíritu subjetivo». Pero esta apertura tiene dos direcciones: hacia la naturaleza por la percepción y hacia el espíritu por la empatia y por la conciencia. Un texto maduro de Edith Stein recoge programáticamente esta doble dirección: «Espíritu es salir de uno mismo, apertura en un doble sentido: para un mundo de objetos que es vivenciado y para [la] subjetividad ajena, [el] espíritu ajeno, con el que se vive y se vivencia en común». Vamos a seguir, pues, estas dos vías de apertura: hacia la naturaleza y hacia el espíritu, aunque no sólo hacia el espíritu ajeno, sino también hacia el espíritu propio [9].

    2.1       La apertura hacia la naturaleza

    Podemos considerar a la naturaleza simplemente como el mundo de las cosas, de lo infraespiritual. Desde ahí ha de entenderse la definición más antigua que Stein nos ofrece del espíritu. Este es «la conciencia como correlato del mundo de objetos» [10]. Aquí no hay que entender la palabra «objeto» en el sentido kantiano, sino en el sentido más habitual y corriente de cosa, algo independiente de mí. De esta manera, la apertura espiritual hacia la naturaleza como distinta de mí se convierte en una de las líneas maestras de la refutación que Edith Stein opone al idealismo que creía encontrar en Husserl. Cuando giro la cabeza hacia un lado noto que cambia el panorama, que el paisaje no se desplaza con mi movimiento ocular. Esto es índice de que tiene una existencia independiente.

    En los tratados que presentó para obtener una habilitación docente en Gotinga, Stein insiste en el carácter espiritual de la percepción sensi-ble. Este es el que hace posible que nuestra percepción alcance las cosas mismas y no se quede aprisionada en sus representaciones de las cosas (noematd) [11]. Es por la admisión del espíritu por lo que Stein hace una lectura inequívocamente realista del concepto de intencionalidad. Dentro de esta problemática, si el lector examina la teoría steiniana de los esquemas en lntroducción a la filosofía, o la sección de Votenáaj acto titulada «Excursus sobre el idealismo trascendental», se percatará de la importancia que en ellos tiene el concepto de espíritu. La percepción sensible es la primera función del espíritu, nos abre a la naturaleza y su análisis permite una primera superación del idealismo.

    2.2       La apertura del espíritu hada el espíritu

    Más importante que la apertura del espíritu a la naturaleza es la apertura de éste a otros espíritus. Muchísimas páginas de Edith Stein se refieren a este aspecto o lo presuponen, pues toda la antropología y la mística dan por supuesto que podemos abrirnos a lo que se nos abre de la persona y a lo que se nos abre de Dios.

    Considero que la apertura al espíritu conoce cuatro modalidades en Edith Stein según que el término al que nos abrimos sea también espíritu subjetivo, sea espíritu objetivo, sea el espíritu divino, o bien sea mi propia interioridad. Todos estos modos de apertura descansan sobre la empatia, pero en el último caso creo que es menester introducir también el concepto de conciencia. Vamos a hacer un repaso de cada uno de estos modos.

    A)       La apertura al espíritu subjetivo

    Como sabemos, esta apertura se da por la empatia, que es la experiencia del vivenciar ajeno. Visto a distancia, el concepto más importante de la tesis doctoral de Edith Stein no es el de empatia, sino el de espíritu. La empatia es importante porque es ratio cognoscendi del espíritu. Pero el espíritu es la ratio essendi de la empatia. Esta última sólo es posible porque el hombre es un ser espiritual, constitutivamente abierto.

    Dicho esto, quisiera apuntar tres aspectos relacionados con la empatia que me parecen importantes en el contexto de este trabajo: el tema de la individualidad cualitativa, el alcance metafísico de la empatia y la relevancia de ésta en orden a la antropología.

    Por un lado, la individualidad cualitativa. Para Edith Stein, el hecho inconcuso de que empatizamos se convierte en un alegato contra la doctrina del yo puro de Husserl. Aunque esta doctrina permanece aún en escritos iniciales, el yo puro —dice nuestra autora— es un yo carente de cualidades. De esta manera, dos yoes puros se distinguirían tan sólo cuantitativamente, con una distinción puramente numérica como la que existe entre dos puntos geométricos. Ahora bien, la empatia es la prueba de que los individuos nos distinguimos cualitativamente, porque tus vivencias son tuyas; aun cuando estén en mí gracias a la empatia, no son mías. Esta defensa de la individualidad cualitativa tiene su repercusión en la etapa de filosofía cristiana. Es precisamente la razón de que la materia sola no pueda ser principio de individuación en el caso del individuo humano según nuestra autora.

    En segundo lugar, el alcance metafísico de la empatia. Quizción o es suficientemente explícita Edith Stein respecto a la distancia que separa a la empatia de la percepción sensible y, por tanto, de toda forma de positivismo. Pongamos un ejemplo comparando la empatia con el recuerdo, la espera y la fantasía.

    Cuando yo salga de esta sala podré recordarla tal y como la percibí, con ustedes delante de mí. También es posible que alimente la expectativa de volver a verla como la percibí y la conservo en el recuerdo. Todavía es posible un acto de fantasía por el que imagino esta sala con variantes respecto a la manera como la percibí. Por ejemplo, la recuerdo con las mismas dimensiones y configuración, pero llena de niños. Todo esto indica que el recuerdo, la espera y la fantasía no sólo se apoyan en la percepción sensible, sino que requieren la percepción sensible de su objeto.

    Pues bien, esto no es posible en el caso de la empatia. Primero porque la vivencia ajena no puede ser percibida, sino sólo empanzada. Es cierto que para que haya empatia se requiere alguna percepción, pero no está dicho que lo percibido haya de ser el sujeto empatizado. Puedo empatizar con Goethe leyendo sus obras y sin haberlo visto nunca a él mismo. Pero todavía hay otra razón. Edith Stein dice que puedo empatizar vivencias que yo nunca he tenido. Por ejemplo, la estructura del tipo religioso aunque yo no me identifique con ese tipo. A mí me parece que esto abre un campo a la doctrina de la analogía que, pese a los reparos iniciales de Stein, parece inevitable en la explicación de la comprensión del otro. Esto confirma aún más el montante metafísico, y no sólo fenomenológico, de la empatia. Y tal vez ayuda a comprender las vacilaciones de Husserl en cuanto al papel de la analogía en la fenomenología de la intersubjetividad [12].

    El tercer aspecto que he anunciado es la relevancia antropológica. Es la propia Stein la que narra que la ocupación con su tema de doctorado la condujo hacia lo que más le interesaba: el estudio de la estructura de la persona humana. Si el espíritu es el gran eje sistemático de su pensamiento, la estructura de la persona humana es el eje temático capital. Y dicha estructura se esclarece gracias al efecto que produce el conocimiento del otro sobre el conocimiento de mí mismo.

    Sabemos que Edith Stein delimita muy pronto tres constitutivos básicos de la persona humana: cuerpo vivo (Leib), alma y espíritu. El alma y el espíritu son lo mismo contemplado desde dos puntos de vista: el del recogimiento en sí y el de la apertura. En realidad, el espíritu es el alma ad extra.

    Obviamente, la persona no se agota en estos constitutivos. Otros elementos son decisivos en su estructura, como los sentimientos. Pero el más importante de ellos es la libertad. Además, tampoco hay que buscar originalidad en señalar una estructura tripartita. Erasmo de Rotterdam sigue también esta división inspirándose en Orígenes y, en último término, en un pasaje de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses: «Que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserven sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Ts 5, 23) [13]. Más cerca de nuestra autora, Scheler anuncia en su Ética que tratará ulteriormente el «problema del espíritu-alma-cuerpo» [14], Hedwig Conrad-Martius sigue la misma terminología [15], y hasta Martín Heidegger se referirá a esta terna conceptual en el parágrafo décimo de Ser y tiempo [16].

    Por eso, lo más importante para nosotros no es que sean tres los constitutivos de la persona, sino la manera como Edith Stein los analiza y el hecho de que esta estructura se mantiene, enriquecida, en la etapa de filosofía cristiana. Allí profundizará en lo que, siguiendo a Tomás de Aquino, llama «potencias del alma», de las que distingue tres principales: conocimiento, voluntad y Gemüt. Esta última potencia, de difícil traducción, explica el rasgo específico de la mujer [17]. La mujer vive más desde el Gemüt que el varón. Por eso Stein hablará de «alma de la mujer» y de que la distinción entre ella y el varón no puede ser sólo corporal, sino que afecta al espíritu. Sin embargo, el desarrollo teórico de esto sólo se da en la segunda etapa. Yo no veo que el tema de la mujer sea transversal en su obra.

    B)       La apertura al espíritu objetivo

    Esta es también una línea temática presente a lo largo de toda la obra de la autora judía. El espíritu objetivo es el mundo de los valores y de la cultura. Edith ha indicado desde el principio cómo en la relación intersubjetiva nos damos cuenta de la jerarquía de valores en que vive una persona y de la jerarquía que parece más conforme a la razón. También nos ha llamado la atención sobre el hecho de que la persona vive entre obras del espíritu: instituciones, libros, el idioma, edificios, las ciencias del espíritu, el Estado... Todo ello tiene una consistencia propia.

    Desde esa consistencia se explica la enigmática frase que escribe en Introducción a la filosofía: las ninfas no tienen alma, pero tienen espíritu [18].

    Confieso que le di muchas vueltas a esta afirmación tratando de desentrañar su significado. Llegué incluso a preguntar a una periodista, llamada Ninfa Watt, si había escuchado alguna vez cosa semejante. Ella me respondió amablemente que tal vez las ninfas no tienen alma porque en la mitología responden con desdén a los varones de carne y hueso que intentan cortejarlas.

    Pues no es así. El que las ninfas no tienen alma no significa que se comporten como unas desalmadas con los galanes que las pretenden. No tienen alma porque no son reales, porque son personajes de ficción. Pero tienen espíritu. ¿Qué espíritu? El espíritu objetivo. Las ninfas no existen físicamente, pero existen en el mundo de las fábulas, y por tanto en el espíritu objetivo.

    Ahora bien, si tiramos de la madeja tratando de ver de dónde viene el reino del espíritu objetivo, la respuesta será siempre la misma: hay obras del espíritu —por ejemplo, hay ciencias del espíritu como la historia— porque el hombre tiene espíritu. La legalidad que Edith llama motivación , esa conexión de sentido que escapa al determinismo de la causalidad, se da sólo donde hay persona espiritual y libre. Y por eso el lenguaje, como dechado de la libertad, es exclusivo del hombre. Entre la apertura al espíritu subjetivo, la apertura al espíritu objetivo y la apertura al espíritu divino se sitúa uno de los temas en que Edith se siente más a su sabor: el estatuto de los signos y de los símbolos. Quienes se empeñan en que hay una distancia insalvable entre Sobre el problema de la empatia y Ciencia de la cruz que a la larga quieren que sea una distancia entre la filosofía y la mística, deberían darse cuenta de esto. La semiología es una preocupación de Edith Stein desde el principio, cuando se confrontaba con la doctrina de Theodor Lipps, hasta el final, cuando ha pasado por la lectura del Areopagita.

    C)       La apertura al espíritu divino

    En Causalidad psíquica, Edith Stein ha señalado tres conceptos de espíritu: el espíritu subjetivo, el espíritu objetivo y el espíritu divino [19]. Es pertinente ahora decir algo sobre la apertura a este último.

    Si por espíritu divino entendemos en sentido amplio el orbe de lo sobrenatural, el tema está planteado ya en Sobre el problema de la empatia. Edith había leído en Gotinga algunos textos del teólogo Eric Peterson acerca de los ángeles. A raíz de esto se pregunta por la posibilidad de una empatia entre espíritus puros o por la eventualidad de empatizar con un espíritu puro. Esta pregunta formulada en 1916, unida a algunos testimonios biográficos, avala que por esas fechas nuestro personaje ya siente una inquietud vital por lo religioso. Además, el dato nos sirve para afirmar que el tema de los ángeles es transversal en el pensamiento de Edith Stein. Baste recordar que ocupa una sección entera en Ser finito y ser eterno. Sabemos que Edith, contrariamente a Sto. Tomás, llega en algún momento a asignar estructura hilemórfica a los ángeles. La razón que da —que sólo Dios es por antonomasia espíritu puro, lo que indica que los ángeles no lo son— me parece débil a la luz de la metafísica del Doctor Angélico. Desde ésta, en efecto, cabe pensar el espíritu puro como finito sin que la finitud le venga de la materia, sino de su propia condición de ente creado en el que la esencia, por tanto, no se identifica con su ser [20].

    Pero el espíritu divino en sentido estricto es Dios mismo. La historia personal de Edith Stein le condujo a plantearse la apertura del espíritu a Dios. Y esto sucede a partir del primer semestre de 1918. Es entonces cuando Edith tiene una experiencia religiosa que considero decisiva y de la cual nos ha dejado una alusión en una carta a Román Ingarden (el 12 de mayo de 1918) y, sobre todo, dos bellas descripciones. Estas descripciones no nos dicen tanto qué es Dios, sino más bien cómo se le ha mostrado o qué efectos ha tenido sobre ella. Pues bien, la primera de estas descripciones está recogida en Causalidad psíquica. Nos habla de un afluir de fuerza vivificante allí donde falla la fuerza vital, de un «estado de quietud en Dios», del sentimiento de estar cobijado, de un volver a nacer... y al final añade lo siguiente: «El único presupuesto de semejante renacimiento espiritual parece ser una cierta capacidad de acogida como la que se funda en la estructura de la persona que está sustraída al mecanismo psíquico» [21]. Si tenemos en cuenta que la autora ha estado hablando de la psique y del espíritu, esto es tanto como decirnos que una experiencia de Dios sólo es posible para un ser que sea espiritual, que tenga espíritu.

    Pero, ¿cómo explicar esa apertura a Dios y ese acogerlo? Edith Stein lo hace utilizando el molde conceptual de su tesis doctoral. La experiencia de Dios es empatia con alguien carente de cuerpo vivo. Por tanto, carente también de cuerpo físico. Empatia con alguien invisible, inaudible, intangible... Un ejemplo de ello es la vivencia de estar solos en una sala y tener la sensación de que hay alguien más. Naturalmente que aquí se corre el riesgo de sufrir una ilusión. Pero ese riesgo no es mayor que en cualquier otro caso de empatia, pues hemos visto que ésta se halla a distancia de la percepción sensible. Para empatizar con Dios tenemos que percibir algo, pero ese algo no tiene que ser Dios mismo. Considero que desde aquí se abre un fecundo camino para comprender la experiencia de la gracia, en la que empatizamos la actitud benevolente de alguien invisible; la doctrina de la revelación como autodonación de una realidad divina personal, y no primariamente como una comunicación de verdades; o la realidad del cuerpo místico, porque la empatia ordinaria con el prójimo nos predispone a esa otra empatia con Dios.

    D)       La apertura hacia la propia interioridad

    Lo que podríamos llamar topografía y espeleología del alma es algo que está presente en las dos etapas del pensamiento de Edith Stein. La imagen de la espacialidad del alma se da antes de que la autora haya conocido la metáfora del castillo interior (así, por ejemplo, ya hablaba de estratos). El alma, nos dirá Stein, tiene una superficie y una profundidad, una periferia y un centro. No son conceptos equivalentes: uno puede estar en el centro de una cuestión y, sin embargo, conocerla superficialmente.

    Pero, sobre todo, el alma tiene un centro. Hay un «fondo del alma» que Stein ha caracterizado de varias maneras. Le da distintos nombres: primero, núcleo, donde arraigan el cuerpo vivo, el alma y el Gemüt, así como la libertad y la percepción de los valores; más tarde el Gemüt será ese centro, llamado también «alma del alma», donde el yo se siente en su propia casa, el nivel donde toma las decisiones más importantes y donde puede hacer entrega de sí mismo; o bien el centro es lo que llama «yo puro», pues en ocasiones esta expresión de varios significados parece aludir al centro del alma.

    Estimo que la indagación del centro del alma es un tema que se intensifica en el segundo período del pensamiento de Stein. No en vano, el proyecto de filosofía cristiana no trata de incorporar sólo el saber teológico, sino también la sabiduría mística. Pero lo que me interesa destacar aquí es que el alma sólo puede entrar en sí misma si está abierta a sí misma, es decir, si es espiritual. Sólo porque es espíritu puede el alma allegarse a su más profundo centro. Pero esto significa que puede unirse allí con Dios, pues Dios mora en el fondo del alma. La apertura a Dios no se da sólo por la recepción de efectos sobrevenidos desde fuera, sino en lo más íntimo del hombre. Y esto no se basa sólo en la oración, como decía Teresa de Jesús, sino que lo que facilita la entrada en el castillo del alma es la estructura del alma misma. El alma puede conocerse como dotada de profundidad. Un conocimiento que depende de ese movimiento de autoreversión del espíritu que llamamos conciencia. En fase tardía, Edith ha preferido resumir qué es la persona no tanto mediante las tres potencias, sino mediante los conceptos de conciencia y libertad. «La libertad y la conciencia constituyen la personalidad», nos dice en La estructura de ¡apersona humana [22]. «Hemos entendido por "persona" el yo consciente y libre», compendia en Ser finito y ser eterno [23].

    3.       Una espiritualidad desde el espíritu [24]

    Si bien Edith Stein no utiliza la palabra espiritualidad en sentido religioso (Spiritualität), sino en sentido filosófico como apertura de la persona (Geistigkeif), a la luz del espíritu podemos decir algo de su manera de vivir la fe in concreto.

    Hay un poema anónimo que algunos atribuyen a los años postreros de su vida y que yo considero efectivamente auténtico. Los últimos versos pueden traducirse así:

    «No me preguntes el porqué de mi añorar,

    una piedra soy en tu mosaico;

    en el lugar correcto me pondrás,

    a tus manos yo me adapto».

    Evidentemente, la autora está haciendo un juego con su propio apellido, Stein (piedra). Pero es un juego que lleva detrás toda su evolución espiritual. Ha habido un itinerario desde aquella frase que le dedicó un profesor del bachillerato, «golpea esta piedra y de ella brotan tesoros», hasta la confesión en primera persona: «una piedra soy en tu mosaico». Ha habido un tránsito desde el sueño humano de grandeza y la vanidad de las propias dotes hacia el abandono, la conciencia de que la significación de la propia vida está en manos de otro, la decide otro. Lo que signifique «piedra» (Stein) no lo da ya la jerarquía social de valores, sino Dios, que es quien hace el mosaico.

    A propósito de estos versos me complace calificar la espiritualidad madura de Edith Stein como una espiritualidad de mosaico. El mosaico es una obra de encaje, donde la complejidad de los elementos tiene un sentido unitario.

    Sentirse piedra o tesela del mosaico es sentirse en referencia a todas las demás teselas y percatarse de la propia posición por relación con las demás. La doctrina de la empatia nos decía precisamente que soy capaz de captarme a mí mismo como un yo cuando he empatizado con un tú. La espiritualidad de mosaico comprende, pues, la idea de intersubjetividad, cuyo fundamento es esa apertura espiritual llamada empatia.

    Entre las teselas existe una verdadera relación funcional. Si cambiamos de posición una tesela de figura y color determinados, todo el mosaico se ve afectado. Los elementos están unos en función de otros. Esta funcionalidad está perfectamente recogida en el «uno por todos y todos por uno», la frase en que Edith Stein vio reflejada su propia tesitura espiritual al poco de la conversión. El por es la fórmula de la funcionalidad.

    Pero el por señala también, podríamos decir, la oriundez del mosaico. El mosaico es por Dios, viene de Dios, con quien también empatizamos sin mediación corporal. El es el artista. Es decir, él es quien posee un plan; lo que Sto. Tomás de Aquino llamaba ars, esa palabra que despertó la atención de Edith Stein y que significa un principio o norma de producción de lo factible. Una espiritualidad de mosaico es todo lo contrario a una acumulación de experiencias, como si fueran teselas que uno va buscando. Al revés, es dejar que sea otro, Dios, quien hace la labor de taracea.

    Una espiritualidad de mosaico es una espiritualidad de unidad. El mosaico, visto desde lejos, aparece como una pintura plana. Desaparece lo que los franceses llaman cloisonisme, desaparece el «divisionismo». Esta es también la visión que Dios puede tener del mosaico. Por eso una espiritualidad así es comunión con toda la creación. Resulta significativo que Edith Stein, que había reservado el término espíritu para realidades de índole personal, o estrechamente vinculadas a lo personal, en La estructura de ¡apersona humana nos sorprende con la idea de que también el barro o la piedra están transidos de espíritu. Aquel espíritu que determina el que en su sentido resida el ser blando y moldeable o el ser duro e impenetrable. ¿Acaso podríamos hablar a estas alturas de una empatia con toda realidad creada?

    La unidad del mosaico preserva lo peculiar de cada pieza, salva los contrastes, sin dejar que degeneren en dilemas. En ella cabe la comple-mentariedad varón-mujer, cuestionada en nuestros días. O la convivencia en un marco multinacional y multicultural como es el iberoamericano. O el carácter multicolor de los carismas en la Iglesia. O el ecumenismo como vivencia personal.

    Pero permanece verdadero que solamente Dios tiene la perspectiva absoluta de lo que soy y de lo que son los otros. Como dice Edith Stein, «lo que nosotros creemos comprender de vez en cuando del propio corazón no es más que un reflejo pasajero de lo que permanece en el secreto de Dios hasta el día en que todo se haga manifiesto» (carta de 16 de mayo del 941 a Sor María Ernst).

    En ese estar expuesto a la mirada de Dios es donde quedan unidas la libertad, que depende de nosotros, y la historia, que se nos escapa de la mano. Allí se unen el presagio y el destino efectivo de la persona. Por ejemplo, el anuncio de reconciliación del Yom Kipur y el cumplimiento de la expiación que cierra el puzzle de la vida de Edith Stein. La expiación vicaria es una pieza dentro del plan providencial de quien hace el mosaico. Edith Stein nos dice que ha de ser permitida por el «juez», cuya voluntad es por tanto empatizada. Y la idea de expiación vicaria envuelve la de la funcionalidad con todo el cuerpo místico: «Existe una vocación al sufrimiento con Cristo y, a través de eso, a colaborar en su obra redentora. Si estamos unidos al Señor, somos miembros del cuerpo místico de Cristo; Cristo continúa viviendo en sus miembros y sufre en ellos; y el sufrimiento soportado en unión con el Señor es su sufrimiento, insertado en la gran obra de la redención y, por eso, fructífero» (carta del segundo día de Navidad de 1932 a Anneliese Lichtenberger).

    4.       Síntesis final

    El busto de Edith Stein en Berlín se erige sobre un pedestal de piedra. Una placa presenta allí una cita extractada de su obra que dice así: «Para la consideración externa el cuerpo vivo, como lo que cae bajo los sentidos, es lo primero y el espíritu lo último. Visto desde dentro, el espíritu consciente de sí es lo primero y el cuerpo físico lo más alejado y último». La mirada de Edith Stein ha querido ver a la persona humana desde dentro. Y allí ha descubierto el espíritu como lo que nos abre hacia fuera y hacia ese dentro. Desde el espíritu es desde donde entiendo que vemos el rostro de Edith Stein como unitario e indiviso. Alguna vez he indicado que el concepto de espíritu equivale, en ella, al concepto de ser en Sto. Tomás. Es una afirmación excesiva. Pero el espíritu es lo que lo une todo. Considero que es el concepto más fecundo para entender la totalidad de la obra de Stein. Yo no afirmo que sea uno de los conceptos más importantes ni uno de los rasgos esenciales de la doctrina steiniana de la persona. Esto también lo hacen otros autores, como Bernhard Augustin o Stephan Patt [25]. Mi criterio es que se trata del concepto más importante.

    El espíritu como apertura abarca los demás conceptos que Edith le adjunta en sus escritos maduros. Así, el salir de uno mismo, pues el salir presupone la apertura para poder salir. O la definición de espiritualidad como despertar y apertura: aquí la noción más importante es la de apertura (Aufgeschlossenheit), pues el estar despierto —nos dirá Edith en Ser finito y ser eterno— supone que el ojo del espíritu está abierto. O la definición de la persona como ser espiritual y libre. La libertad no está sometida a la legalidad propia del espíritu, la motivación. Edith Stein, sin embargo, nos ha ofrecido un análisis del acto libre que destaca el momento inicial del propósito. Ahora bien, el proponerme algo, el quererlo, significa que estoy abierto a ello, a ese término de mi voluntad. Lo mismo cabe decir de la caracterización de la persona como ser consciente y libre, puesto que la conciencia no es sino una modalidad que adopta el espíritu.

    Hace quince años tuve la oportunidad de conversar largamente con la hermana Mauritia Müller, de las dominicas de Arenberg. La hermana Mauritia sirvió varios años en el Hospital de la Trinidad de Colonia. Allí estaba en el invierno de 1936, cuando Edith Stein fue conducida a ese hospital por haber sufrido fracturas en la muñeca y en un pie. Ella recordaba perfectamente la conversación con la religiosa carmelita y la manera como ella se había presentado: «Soy Edith Stein. Hermana Teresa Benedicta de la Cruz». Muchas veces en mi vida he pensado sobre estas dos frases. ¿Qué significa el hecho de que Edith haya dicho primero su nombre civil y sólo después el nombre de Orden? Un posible significado es que ella no es patrimonio de la Orden Carmelitana. Que tiene un mensaje que decir, no sólo a los carmelitas, ni siquiera tan sólo a los católicos o a los cristianos, sino también a un musulmán o a un hinduista, incluso a una persona no religiosa. Yo considero que el mensaje que Edith Stein propone a la humanidad se sintetiza en una sola frase: «El hombre tiene espíritu».

    José Luis Caballero Bono, en scielo.cl/

    NOTAS

     

    1   Así se ve, por ejemplo, en A. Lobato, «Edith Stein: el nuevo itinerario de la filosofía cristiana», Theresianum, 38 (1987) 255. Stephan Patt distingue entre fase fenomenológica, período metafísico y mística (cf. S. Patt, El concepto teológico-místico de «fondo del alma» en la obra de Edith Stein. [EUNSA, Pamplona 2009] 19).       

    2   Cf. E. Stein, «Wege der Gotteserkenntnis» en E. Stein, Wege der Gotteserkenntnis. Studie zu Dionysius Areopagita und Übersetzung seiner Werke (Edith Stein Gesamtausgabe 17, Herder, Freiburg im Breisgau 2003) 45.       

    3   Ibid., 49: «das innere Berührtwerden von Gott ohne Wort und Bild».

    4    Cf. E. Stein, «Die ontische Struktur der Person und ihre erkenntnistheoretische Problematik» en E. Stein, Welt und Person. Beitrag zum christlichen Wahrheitsstreben (Edith Steins Werke VI, E. Nauwelaerts / Louvain - Herder/ Freiburg im Breisgau 1962) 192. En esa misma página, la expresión «das Anklopfen». El título dado por los editores a este texto, «Die ontische Struktur der Person und ihre erkenntnistheoretische Problematik» («La estructura óntica de la persona y su problemática gnoseológica») es inadecuado y alejado de la pretensión fundamental de este escrito. El título correcto, a tenor también del manuscrito y del esquema diseñado por Stein, es el de «Freiheit und Gnade» («Libertad y gracia»).       

    5  «Wenn es der Vorrang des Menschen vor den niederen Geschöpfen ist, da Berais Geist Gott nachbildet [...]» (E. Stein, Endliches und ewiges Sein. Versuch eines Aufstiegs zum Sinn des Seins [Edith Stein Gesamtausgabe 11/12, Herder, Freiburg im Breisgau 2006] 431).      

    6   Cf. E. Stein, Excurso sobre el idealismo trascendental (Colección Opuscula Philosophica, Ediciones Encuentro, Madrid 2005). Ya en la primera página del texto aparece la palabra «mente» donde debiera decir «espíritu»: «"La turba de sensaciones" está recogida en las formas de la sensibilidad y del entendimiento -la mente [Geisf] construye así el mundo que aparece» (19). En la nota que figura en esta misma página se traduce Geistesbewegung como «movimiento de la mente» y geistiger Akte como «de actos mentales».       

    7  M. García-Baró, «El problema de la existencia del otro. Con especial referencia a las investigaciones de Edith Stein acerca de la Endopatía», El Olivo, IX/21 (1985) 125.       

    8   «La separación de cuerpo vivo y alma en la muerte es seccionamiento de una unidad natural y no puede suprimir la copertenencia. Ambas partes pierden ahí algo de su naturaleza» (E. Stein, Endliches und ewiges Sein. Versuch eines Aufstiegs zum Sinn des Seins, 313 nota). En lengua original: «Die Trennung von Leib und Seele im Tode ist Durchschneidung einer natürlichen Einheit und vermag die Zusammengehórigkeit nicht aufzuheben. Beide Teile verlieren dabei etwas von ihrer Natur».       

    9    Esto se puede resumir en una apertura hacia dentro y hacia fuera, como dice Stein: «La existencia del hombre está abierta hacia dentro, es una existencia abierta para sí misma, pero precisamente por eso está también abierta hacia fuera y es una existencia abierta que puede contener en sí un mundo» (cf. E. Stein, Der Aufbau der menschlichen Person. Vorlesung zur philosophischen Anthropologie [Edith Stein Gesamtausgabe 14, Herder, Freiburg im Breisgau 2004] 32).       

    10 E. Stein, Zum Problem der Einfühlung (Edith Stein Gesamtausgabe 5, Herder, Freiburg im Breisgau 2008) 108.        

    11  El escrito aludido es Contribuciones para una fundamentación filosófica de la psicología y de las cienáas del espíritu, que constaba de dos tratados presentados en 1919 a la Universidad, aunque sólo publicados en 1922. En el segundo de ellos, Individuo y comunidad, afirma respecto de las intuiciones sensibles que «la mirada espiritual va a través de ellas a los objetos sin hacerlas a ellas mismos objetos» (E. Stein, «Individuum und Gemeinschaft», Jahrbuch für Philosophie und Phänomenologische Forschung, V [1922], 138). Más adelante declara: «Como distintivo de la captación espiritual vemos que el sujeto sale de sí, se enfrenta al mundo y lo pone frente al espíritu» (159).       

    12  De hecho, estas vacilaciones se dan en la propia Stein. En Sobre el problema de la empatia critica la doctrina de la inferencia por analogía, pero al mismo tiempo sostiene la posibilidad de empatia con individuos pertenecientes a tipos alejados del nuestro (animales, plantas), en lo que sin duda habrá una dosis creciente de interpretación. En La estructura de la persona humana admite sin trabas la interpretación analógica de lo ajeno por referencia a lo propio y de lo propio por referencia a lo ajeno, dedicándole una sección (cf. E. Stein, Der Aujbau der menschlkhen Person. Vorlesung zur philosophischen Anthropologie, 75-76).       

    13  Cf. E. de Rotterdam, Enchiridion. Manual del caballero cristiano (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1995) 113. El texto de Orígenes, también aludido por Hugo de San Víctor, dice: «si in nobis, id est hominibus, qui ex anima constamus et corpore ac spiritu vitali».       

    14  M. Scheler, Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético (Caparros Editores, Madrid 2001) 29.       

    15  En Individuum und Gemeinschaft, Stein cita el Gespräch von der Seele, de 1917, incluido luego en H. Conrad-Martius, Metaphysische Gesprachen (M. Niemeyer, Halle 1921).       

    16  La cuestión ontológica sobre la persona, dice Heidegger, «alcanza al ser del hombre entero, a quien se está habituado a tomar por una unidad corpóreo-anímico-espiritual. Cuerpo, alma, espíritu pueden designar a su vez sectores fenoménicos susceptibles de aislamiento [...]; dentro de ciertos límites puede no ser de peso su indeterminación ontológica. Pero en la cuestión del ser del hombre no puede obtenerse éste por adición de las formas de ser del cuerpo, del alma y del espíritu, encima todavía por definir».

    17 El Gemüt reúne todo lo emocional que hay en la persona. Es como un sensus cordis. Cuando Edith se ocupa de Sto. Tomás de Aquino alguna vez traduce affectus como Gemüt. Edith dice que es el lugar donde el alma está cabe sí misma (bei sich). Es, por así decir, el alma ad intra. O como dice Edith Stein con una expresión que está en nuestra tradición mística, «el alma del alma». El Gemüt no es una facultad al mismo nivel que el conocimiento y la voluntad. Más bien el funcionamiento de esas otras facultades pasa por el Gemüt. Es como si fuera una válvula que dota de valor emocional a los conocimientos que obtenemos y a las decisiones que manan de nuestra voluntad (tal vez es posible aquí una analogía con el concepto de «corazón» en Pascal). Además de esto, el Gemüt es el lugar donde el ser humano congrega y elabora todo lo que recibe. Edith escribe en «Vida cristiana de la mujer» que el Gemüt es el «órgano de la percepción del ser en su totalidad y en su peculiaridad». Por eso dice también que de las tres actitudes ante la Creación —conocerla, gozarla y configurarla— en la mujer predomina la segunda. El predominio del Gemüt en ella hace que experimente en sí una unión más íntima de su cuerpo y de su alma que el varón. También hace que su modo de conocimiento sea menos conceptual, más intuitivo y práctico que el del varón. Ella está más abocada a la totalidad, mientras que el varón es más unilateral en todo lo que conoce y hace (esto tiene consecuencias profesionales). El Gemüt también hace que la mujer esté más proyectada hacia lo personal-vital, que sea más sensible a la persona individual y concreta. Por el Gemüt, la mujer capta quién es y cómo está, pero también la calidad y la valía de las otras personas y cosas. El Gemüt es el centro de desarrollo para la mujer y de promoción para aquellos con quienes la mujer trata. La prevalencia del Gemüt capacita para una mayor implicación personal en lo vivenciado y para una mayor disposición a vivir desde el amor. Lo cual, unido al conocimiento intuitivo, hace que la mujer pueda abarcar al otro en su totalidad. El Gemüt, en fin, proporciona a la mujer una mayor sensibilidad para los valores superiores, así como una mayor capacidad estética.

    18  «Denken wir an die Gestalten unserer Marchen, die Nixen, die Geist und Leib, aber keine Seele haben» (E. Stein, Einfübrung in die Philosophie [Edith Stein Gesamtausgabe 8, Herder, Freiburg im Breisgau 2004] 147). Cuestión ulterior es qué clase de cuerpo vivo (Leib) poseen las ninfas. ¿Se está refiriendo Edith Stein al cuerpo vivo de la palabra en que se comunica algo de ellas?       

    19 Cf. E. Stein, «Psyschische Kausalität», Jahrbuch für Philosophie und Phänomenologische Forschung,V (1922) 106.       

    20  Tampoco estimo válido el argumento cuando Edith dice que sólo a Dios cabe dar el nombre de forma pura, aduciendo que para que el ángel sea criatura finita ha de tener algún tipo de materia. Si la forma es lo que comunica el ser, como dice Tomás de Aquino y admite la propia Edith Stein, entonces la forma no es el ser. Por lo tanto, una forma creada no es necesario que informe a una materia. Sería finita por su propia condición de ser restringido por una esencia. Y tampoco es necesario que Dios sea forma: basta con que sea el Ser por antonomasia. Tomás de Aquino ha señalado la asimetría entre los binomios materia/forma y potencia/acto por la que cabe asignar esta segunda, pero no la primera, a las sustancias inmateriales creadas (cf. Tomás De Aquino, Summa contra Gentes, lib. II, cap. LIV).

    21  E. Stein, «Psyschische Kausalität», 76.

    22  E. Stein, Der Aufbau der menschlichen Person. Vorlesung zur philosophischen Anthropologie, 102.       

    23  E. Stein, Endliches und ewiges Sein. Versuch eines Aufstiegs zum Sinn des Seins, 320.       

    24  Este apartado reproduce con ligeras variantes el que en otro lugar titulamos «Una espiritualidad de mosaico». Cf. J. L. Caballero Bono, «La empatia y su importancia en la vida del hombre», en F. J. Sancho Fermín (dir.), Edith Stein: antropología y dignidad de la persona humana (Universidad de la Mística, Ávila 2009) 99-116 (aquí 113-116).       

    25 Cf. B. Augustin, Ethische Elemente in der Anthropologie Edith Steins (Dissertationes Series Philosophica VII, Edizioni Universitá della Santa Croce, Roma 2003) 264; S. Patt, El concepto teológico-místico de «fondo del alma» en la obra de Edith Stein, 97.       

    Luis  M. Armendariz

    El trance "crucial" de la bienaventuranza

    La felicidad humana encuentra en su camino fronteras y contradicciones. Tantas y tales que inducen a pensar si ella no será un sueño imposible, algo que no ha lugar (utopia). La fe cristiana, por su parte, le sale al paso con la figura de la cruz. Esta ha venido incluso a designar en el lenguaje corriente todas aquellas cortapisas y a representar la antítesis de la felicidad.

    Sin embargo, la cruz es, ante todo, un símbolo cristiano; más aún, un símbolo clave del cristianismo. Jesús fue bajado materialmente de ella, pero los cristianos nos resistimos a ese "desprendimiento". El es el crucificado. La cruz no fue un mal trance felizmente dejado a la espalda, sino que constituye la "señal" de Cristo y de los cristianos. Por eso hablar de felicidad y cristianismo es tener que habérselas [1] con el espinoso problema de la felicidad y la cruz. Hasta tal punto parecen oponerse cruz y felicidad e identificarse cristianismo y cruz que se ha llegado a pensar que el cristianismo es el enemigo por antonomasia de la dicha; que es una religión de quienes o no se abreven a ella o la combaten, tal vez por resentimiento.

    Presumo que estas ideas de Nietzsche han perdido audiencia, si bien son de actualidad las imágenes novelescas de un monje que mataba y moría con tal de que la cultura no tuviese acceso a un presunto manuscrito de Aristóteles sobre la risa... ¿Habrá de seguir cargando nuestra fe con el sambenito de una declarada antipatía hacia la felicidad? ¿Será el cristianismo una religión del deber y del dolor? ¿Nos tocará representar en el teatro de la vida la tragedia mientras otros celebran el gozo de vivir? Si en ocasiones hemos contribuido a que así lo pareciese, hemos sido unos malos mensajeros de nuestras creencias. Porque una religión de salvación (y el cristianismo lo es) lo que pretende es liberar de angustias, transmitir sentido, dar "vida y vida plena" (Jn 10,10). Salvar significa no sólo redimir, sino colmar [2]; y un hombre colmado lo es también de dicha, ya que ésta no es algo añadido a la plenitud, sino el gozo de ella.

    Si anunciamos a Dios, dicha infinita por ser vida, la Vida misma absolutamente

    autoposeída, y decimos de El que es la referencia capital del hombre, ¿qué hacemos sino emplazar a éste con la FELICIDAD? Cristo, por su parte, se presenta en el evangelio convocando programáticamente a los hombres a la bienaventuranza (Mt 5, 3-12).

    No podemos alargarnos sobre este punto. Ahora bien nos corresponde recordar que, aun reivindicando para el cristianismo el anuncio primordial de vida y de felicidad, la cruz juega en él un papel decisivo [3].

    ¿Cruz aquí y felicidad en el más allá?

    ¿Será que hay que aplazar al más allá, y hemos solido hacerlo, todo ese componente de dicha y dejar que la cruz señoree este "valle de lágrimas"? Si así fuera, conseguiríamos conjugar esas dos realidades antitéticas, pero al precio de establecer dos mundos, dos vidas, eludiendo en el fondo la pregunta del hombre, que es en esta vida donde anhela la felicidad y la echa de menos. No haríamos sino confirmar la sospecha de que somos gente de cruz y de desencanto con un "alibi" de dicha.

    Muchos lo piensan así apoyándose a un tiempo en el peso de la pena que gravita sobre esta vida y en la fijeza con que la fe y la esperanza han puesto tradicionalmente sus ojos en la otra [4]. Tan decididamente que el presente se redujo a un periodo de preparación y de prueba. ¿No venia la cruz a encajar perfectamente en este esquema precristiano ya consagrarlo? ¿No pensaba así elmismo Jesús cuando esperaba la irrupción del Reino de Dios? ¿No son las bienaventurazas garantía de bienes futuros?

    Sin embargo, y a pesar de la aparente plausibilidad de este esquema (naturalmente, sólo para aquellos que creen en un más allá), hay que afirmar que él no es ni del todo ni primariamente el esquema de la fe cristiana. Lo presienten aquellos creyentes que han redescubierto que la vida futura no es otra vida, sino la plenitud de ésta, plenitud de la que están grávidas las entrañas del presente; aquellos que, siguiendo al Vaticano II, han empezado a apreciar este mundo y a gozar con libertad y gratitud de los bienes de la existencia [5]. Pero además, y sobre todo, ese aplazamiento de la dicha al más allá no se corresponde ni con la experiencia ni con la teoría cristianas. Para ambas es claro que, si el más allá es sólo felicidad, el hoy no es sólo cruz, ni siquiera una cruz dulcificada con la esperanza de una dicha posterior.

    FE/FELICIDAD: La razón más convincente en favor de lo que acabo de decir es que Dios, Dicha esencial y fuente de la dicha, no es una realidad aplazada. Lo que el cristianismo anuncia con más ahínco es que Dios se ha acercado a los hombres (Mc 1, 15), ha plantado su tienda entre ellos (Jn 1, 14), les ha hecho participar, como hijos, de su misma naturaleza (1P 1, 8). La encarnación ha sido una humanización del Esplendor de Dios (Hb 1, 3). Esa palabra de vida la hemos visto y palpado (1Jn 1, 1), y eso hace que nuestra dicha sea completa (1Jn 1, 4).

    Por eso Jesús no fue sólo un mesías crucificado, profeta de dichas futuras. Esa Gloria de Dios y el gozo que la acompaña se traslucían, para aquellos que "tenían ojos" [6], en toda su persona [7]. Sus milagros no tenían por función suplir con pruebas extrínsecas un esplendor inexistente, sino hacer ver a los hombres que el Reino de Dios, con su gozo definitivo correspondiente, estaba ya entre ellos (Lc 11, 20) y desglosar el gran milagro que era Jesús mismo. En mitad del dolor y el desencanto de la historia humana, Jesús devolvía a los hombres la salud, la dignidad, la confianza, la libertad, y reavivaba la ilusión de vivir.

    Tampoco las bienaventuranzas eran meras señalizaciones de una dicha futura, sino también enhorabuenas a los que ya ahora son declarados felices, a la vista, es verdad, de lo que les aguarda, pero también por un gozo de segundo grado al que esas actitudes evangélicas se asoman; y a la vista de ese pobre, manso, pacifico y perseguido Jesús que es el bienaventurado por excelencia (Mt 11, 25-30). En él, la fe descubre el pan, la luz, la verdad, la vida... [8], es decir las fuentes de la dicha.

    Y no se diga que éstos son títulos del resucitado. Tampoco la resurrección fue la demostración posterior y postiza de algo que Jesús no hubiera sido ni parecido ser, sino la potencia y el logro totales de lo que ya había y apuntaba en él. Por eso al anuncio de su resurrección le siguieron los evangelios, para retrotraer al Jesús histórico la grandeza y la gloria que, si bien en el abajamiento de la normalidad y pequeñez humana, ya poseía. Y en cualquier caso, y ya que hablamos de nuestra felicidad, es preciso recordar que es el crucificado- resucitado el que ahora "está con nosotros" (Mt 28, 28) [9], el que parte el pan y reparte el vino de las eucaristías y de la vida, el que nos ha dado el Espíritu, que es el don y el gozo entre el Padre y él, el que nos colma hoy de una alegría que nadie nos quitarás.

    Ni en Cristo ni en nosotros cabe operar una vivisección entre el hombre histórico y el resucitado. Caben, naturalmente, estadios y énfasis, y por ello no se puede invertir el proceso ni nivelar en esas dos fases felicidad y cruz. Pero, aunque la plenitud de la dicha queda emplazada después de la muerte, la dicha misma no queda aplazada allá. En el caso de Cristo, y más aún en el nuestro [10], felicidad y cruz conviven hoy como dos modos de ser que se entreveran, como dos dimensiones de la vida.

    ¿Qué felicidad?

    El Cristo resucitado, invadido por la vida y el gozo de Dios que el Espíritu alienta en esta historia mortal, es, juntamente con el encargo de llevar la cruz de Jesús y la de esa historia, el doble punto de referencia bajo el que el cristiano sitúa el tema y el problema de la felicidad y de la cruz. Pero no sólo las suyas. Esta restricción la prohíben ese Resucitado que es "el primogénito de toda la creación" (Col 1, 15-17) y ese Espíritu que "renueva la faz de la tierra" (Sal 104, 29-30). Esa dicha y esa cruz son patrimonio de todos los hombres, son su herencia nativa.

    La teología cristiana confirma esto al acoger en sí el símbolo universal y veterotestamentario del paraíso original [11]. Es verdad, como escribí en esta misma revista hace unos años [12], que ese símbolo necesita de "ilustración". Si se tiene en cuenta la historicidad del mundo y del hombre, y no menos la de Cristo, habrá que situar primordialmente ese momento de dicha cabal cuando también la humanidad lo sea, es decir, cuando Cristo "haya vencido a todos los enemigos...y Dios sea todo en todos" (1Co 15, 25-28). Así lo indicamos entonces, pero notando también que todo ese futuro era la vocación innata del hombre hacia la que gravita desde sus comienzos y desde su raíces su corazón. Todos y desde el fondo de sus vidas anhelan eso que la resurrección de Cristo lleva consigo y que su Espíritu ha empezado a exhalar por los poros de la realidad.

    Esto significa, además, que la felicidad que aletea sobre el hombre es ilimitada. Cierto que la imaginación ha fantaseado el sobrio relato de Gn 2, 8ss. También por esta razón el símbolo "paraíso" nos merecía una "desmitologización", pero sin perder de vista que, aunque discretamente, hacen su aparición en él aquellos símbolos de la dicha que son el agua, la fertilidad, la armonía, el árbol de la vida... y, sobre todo, la amistad y familiaridad con Dios, es decir, los mismos que recogerán los profetas y proyectarán al futuro mesiánico y escatológico [13]. Los resume y evoca la palabra "shalom", con la que el resucitado saluda a los suyos y los colma de alegría [14] y que denota "la plenitud dichosa de la existencia humana en todas sus posibilidades" (Westermann).

    Es una felicidad sin limites, una felicidad con mayúscula, la que es patrimonio del hombre y agita ya hoy su corazón. Cuando aumenta el número de quienes, sin renunciar a ella, le recortan las alas y la fragmentan en instantes dotados de cierta plenitud [15], el cristianismo no desactiva la tensión entre felicidad y cruz reduciendo la ilimitación de aquélla o remitiéndola al más allá. Pero tampoco aboliendo el escándalo de la cruz o renunciando a gloriarse en ella (Ga 5, 11; Ga 6, 14).

    ¿Qué Cruz?

    Ya señalé que ésta, antes de representar todo el límite, el dolor y el sinsentido que le salen al paso a la felicidad, fue y sigue siendo el trance histórico por el que pasó Jesús. En él hay que descubrir su sentido original. Pues bien, ese trance fue tan decisivo para Jesús y para lo que en él sucedía entre Dios y los hombres [16] que ha venido a condensarlo.

    Pablo resume su "evangelio" (Rm 1, 1) en el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo; pero también en los otros evangelios la pasión ocupa un lugar destacado, y lo que la precede se escribe desde ella y hacia ella.

    Consecuencia de esto ha sido la tendencia a hipostasiar de alguna manera esa cruz, dejando en penumbra lo que la provocó, y a imaginar que Jesús nació para morir en ella o que el Hijo de Dios se encarnó para pasar casi directamente a ella desde el regazo del Padre. Tendencia desmesurada y reductora sobre la que la teología reciente ha puesto en guardia [17]. El énfasis actual en el Jesús histórico y en la cristología "ascendente" la han contrapesado llamando la atención sobre todo aquello que precedió y motivó la cruz [18].

    Esto significa que, sin perder nada de su nuclearidad, la cruz es el resultado de toda la vida de Jesús en su encuentro con los hombres. Ni Dios le puso inmediatamente en ella ni él mismo la buscó. Los hombres tienen mucho que ver al respecto. Dios lo envió para que "tuviéramos vida en plenitud". Jesús quiso traer a ese Dios a los hombres, convocarlos en torno a un proyecto de mundo digno de su Creador, un mundo de hermanos entre los que el más desfavorecido fuese el privilegiado. Un proyecto de vida que era también un proyecto de "bienaventuranza", de una felicidad nueva, más profunda e insospechada, ya que, entre otras, incluía la sorpresa de que "hace más feliz dar que recibir" (Hch 20, 35).

    Esta oferta de vida y de dicha la dejó Jesús en manos de la libertad de los hombres.

    Pero éstos no se atrevieron a tanto y quitaron de en medio al que la hacía, poniéndolo en cruz. Ellos lo hicieron. Otra cosa es que de esa misma entrega a la muerte hiciera Jesús la ocasión de su entrega a ellos, y que Dios hiciera de ella la expresión, el cauce y la garantía irrefutable de la entrega de su Hijo al mundo [19]. En este sentido es también verdad, profunda y última verdad, que la cruz es acción de Jesús y de Dios y manifiesta algo decisivo de ellos [20], y no sólo la cobardía y rebeldía humanas. Pero, aún así, sigue siendo cierto que Jesús no buscó por si misma la cruz, y que ésta es el resultado del encuentro de aquel proyecto de vida y felicidad, que él traía y lideraba, con la limitación y la ruindad de los hombres.

    Esto es de singular importancia para el adecuado planteamiento de las relaciones entre felicidad y cruz. Revela que no se trata de dos magnitudes equivalentes. La felicidad, resonancia de la vida, existe y es querida por sí misma; la cruz no. La cruz señala la dificultad y el rechazo que la felicidad encuentra e incorpora. La cruz es el trance de la dicha. ¿En qué sentido? Una vez perfilados inicialmente los dos conceptos fundamentales, nos toca precisar más su relación mutua en la existencia concreta de los hombres e indagar el porqué de esa vocación de felicidad y sus diversos trances de cruz.

    Dios anda de por medio

    Nada más evidente y hasta banal, por hiriente que resulte, que la afirmación de que la dicha es breve y quebradiza. Experiencia emparentada con la de la brevedad y fragilidad de la vida misma. Y es que la felicidad humana no es una cosa, sino un modo de ser y sentirse el hombre. Nada de extraño, por tanto, que guarde relación con el modo humano de ser.

    Este es limitado y caduco. Lo que sí resulta extraño es que esos días cortos y preocupados sientan de cuando en cuando el roce de una dicha sin limites, y que el hombre no se asombre de ello, sino más bien de lo contrario, como si aquella dicha ilimitada fuese lo natural, y los limites lo indebido. Tal vez se resigne a que no toda la vida esté llena de aquellos momentos, pero no tanto a rebajar la calidad e intensidad de los mismos. ¿Sería verdaderamente humana la vida sin ellos?

    H/CREATURIDAD:  ¿Cómo interpreta la fe cristiana esa coincidencia de una felicidad ilimitada y connatural y de unos limites que la frenan y desmienten? ¿Cómo aclara esa sensación, tan característicamente humana, de que nos toca y a la vez no nos toca ser felices? Lo hace hablando de creaturidad. El hombre, dice, no es Dios, sino su creatura [21]. Esta es la razón de sus limitaciones: la nada de la que fue extraído reaparece a diario en ellas. El hombre es un puñado de días, con sus gozos y penas correspondientes.

    ¿De dónde le viene entonces aquel estremecimiento de gozosa infinitud que siente y que reclama como su patrimonio? Del hecho de que la creaturidad, cuando es humana, es peculiar. El hombre es creado, pero no, como las otras realidades, a la medida de su propia especie, sino "a imagen y semejanza de Dios". Dios es el Tú primordial con quien, a través del mundo, se encuentra al nacer y con quien es, gratuita pero radicalmente, invitado a dialogar. En este diálogo, que constituye el fondo de su existencia, se le contagia irremisible y felizmente al hombre la infinitud de Ese Otro con quien negocia su identidad.

    Así se explica que el hombre sea "infinitamente mayor que si mismo" (Pascal) y que trascienda todo lo que encuentra. Trascendencia que, por lo que al gozo se refiere, se traduce en que éste desborda, ilimitadamente en ocasiones, las razones que empíricamente lo fundan.

    Porque Dios vive en el corazón del hombre, es infinita la felicidad que éste presiente en medio de su finitud. Y le es tan connatural como Dios mismo.

    La cruz de la finitud

    Todo esto le sucede a aquel puñado de días contados, a aquel ser frágil que sigue siendo el hombre por su condición de creatura. De ahí esa amalgama de finitud e infinitud de que está hecho. Amalgama y no simple adición de zonas de finitud pura a otras de pura infinitud. Así es de complicada la vida humana y su dicha. La infinitud de ésta apunta en los goces concretos. Pero, al mismo tiempo que los ahonda y prolonga hacia más allá de todo límite, siente la contención y el dolor del limite. Es la doble cara, el cara y cruz del hombre y de su felicidad.

    Cuando hablo de la cruz de la finitud, me refiero al dolor de ese limite en aquel que siente como connatural la infinitud. Pero esto reclama una aclaración. No es que la finitud sea puro limite y dolor. Aunque breve y amenazada, la vida del hombre comporta momentos de particular densidad (y, con ello, de gozo y exaltación) que ha de saber estimar, gustar y agradecer. Son la dote creatural de un Dios que hace bien las cosas. No son las únicas satisfacciones que Dios nos da, pero son legítimas, deliciosas y muy nuestras, y hay que acogerlas sin desesperación ni desdén [22]. Sólo lastiman a quien, pagado de su infinitud, y sin reconocerla como regalada, olvida que es creatura y quiere "ser como Dios" (Gn 3).

    No obstante esto, a la larga o a la corta el limite se echará de ver y se dejará sentir por quien, aun obsequiado por Dios con el mundo y con la propia vida humana, no puede menos de anhelar a quien ellos pregonan: a El mismo. Existe el dolor del limite, y la finitud misma es a veces nuestra cruz. Sobre todo cuando, además de límite, comporta dispersión, degradación, dolor físico y moral, muerte. También todo esto es patrimonio humano y apunta directamente al corazón de la dicha, porque atenta contra la sensación de coherencia, plenitud y perdurabilidad que la configuran. A esa profunda contrariedad que la finitud concreta de cada hombre conlleva se asocia la finitud de la historia entera, de la que él forma parte, con su dolor indecible y con la desmesura del mal.

    La cruz de la infinitud

    Podría parecer que es sólo la finitud la que duele, que es sólo el palo transversal de la cruz el que mantiene al hombre a ras de tierra y vulnerable por las contradicciones de la historia, el que limita y hiere, mientras que el palo vertical señala el vuelo gozoso del espíritu hacia el infinito. Sin embargo, también la infinitud, esa capacidad de trascender limites y plantarse ante la Felicidad misma, tiene clavados los pies y herida el alma. No en cuanto espontáneo y embriagador arrebato estético, cósmico, erótico, sapiencial... pero sí en cuanto que, llevada a cabo, esa trascendencia no termina en el hombre, ni siquiera en si misma, sino en el Trascendente. La ilimitación humana ha de "humillarse" reconociendo que es sólo eco, resonancia, humus, de la auténtica Infinitud, la de Dios [23]. Además ha de aceptar la libertad de Este Otro y exponerse a ella. Aquella felicidad ilimitada, tan nuestra, no nos pertenece; la deposita en nosotros, y siempre como regalo, El que se inclina a nuestra parcela y la dilata sin medida. Esa dependencia y esa gratuidad de nuestra dicha pueden doler ilimitadamente, aunque también serenar y alborozar sin limite.

    Duele además la infinitud porque exige el esfuerzo de un severo aprendizaje y el precio de no pocas renuncias. En ocasiones hay que llevar la vida hasta el borde para que, desde él, aviste la infinitud; hay que des-prenderse de cosas y seguridades para percibir al "mayor que todo"; hay que sacrificar satisfacciones inmediatas y fáciles, con el fin de entrenar el alma para la gran dicha. Y, en todo caso, hay que sufrir la ruptura definitiva de limites que es la muerte.

    También la infinitud lleva su cruz. Exponerse a Dios, darle cabida en el propio ser, es tensar éste al infinito y herirlo además de una incurable Inquietud. Lo expresó admirablemente Agustín al comienzo de sus Confesiones [24] y lo saben bien los místicos.

    Es una llaga bendita a la que no renunciarían por nada y que no admite otro alivio que no sea Dios mismo "cara a cara".

    La cruz de la libertad

    LBT/FELICIDAD: Ya se ve cómo la dicha requiere el precio de la libertad. Podría parecer extraño, porque nada hay tan imprevisible y gratuito como la felicidad. Sin embargo, aunque a veces nos visita sin previo aviso, no podemos sentarnos a la puerta y esperarla. Hay que prepararle la casa, por si se digna entrar. Precisamente porque es gracia, vale de ella aquella verdad axiomática de que "lo que es don de Dios es también mérito nuestro" [25]. Al igual que sucede con la Sabiduría, con la que el A. Testamento tan estrechamente la relaciona [26], hay que rondar a esa Felicidad que nos ronda, hay que madrugar para hacerse encontradizo con ella [27], hay que liberarse de lo que impide salir de uno mismo a su zaga.

    Es menester además parecerse a Dios para que su dicha encuentre eco en nosotros. Jesús habla a este respecto de la gratuidad que ha de presidir nuestros actos (Lc 6, 32-36).

    En general, si Dios es Amor, infinitud de amor, y no solamente infinitud, sólo le acogeremos dando cabida al amor en nosotros. Sólo así seremos imagen suya y su Dicha podrá reflejarse en nuestras vidas. La felicidad pasa por valerosas decisiones de la libertad. Y decisión quiere decir corte.

    Ya la misma dicha finita pone claramente condiciones. La profunda satisfacción de un trabajo bien hecho, el goce de una meta largo tiempo perseguida, un amor que abunde en generosidad y no sólo en deseo, las mil posibilidades inéditas de un disfrute ulterior que sólo se abren a quien sabe renunciar al placer inmediato...todo ello emplaza la felicidad en la dura palestra de la libertad. Y no digamos si esa felicidad, como luego indicaremos, se quiere también para otros, al precio muchas veces de la de uno mismo. La felicidad pasa por la libertad, por la cruz de la libertad.

    La cruz de la solidaridad

    Pocas palabras como ésta (solidaridad) tienen la virtud de impresionar a los hombres de hoy y concitar sus energías. Juan Pablo II ha fundado en ella las esperanzas de un mundo nuevo en los albores del tercer milenio, un mundo cuyo desarrollo alcance "a todo el hombre y a todos los hombres" [28]. Antes que una palabra conmovedora y un programa de vida, la solidaridad es algo inscrito en el ser de cada uno. Ha de ser solidario porque ya lo es, porque forma con los demás una entidad compacta (solidum), porque sólo a una con todos compone la realidad hombre. Por ello cada uno participará de ésta, será hombre en verdad, en la medida en que se haga cargo de todos los demás [29].

    Si la dicha, como venimos repitiendo, guarda proporción directa con el ser y su plenitud, y ésta incluye a todos, es lógico que la felicidad de cada hombre esté en relación con la de todos los hombres. Mientras no sea universal, no se podrá hablar propiamente de felicidad humana. Ahora bien, esa relación entre uno y los demás, entre su dicha y la de ellos, no es, como en el caso de las poblaciones animales (en cuanto podemos opinar sobre éstas), algo espontáneo. El bien de la colmena engloba el de cada abeja, y ésta se pliega instintivamente a él. En cambio, el individuo humano es libre de buscar su felicidad al margen de su grupo. Si quiere formar parte de él y compartirla con los otros, será, en buena medida, porque así lo decide.

    Esta decisión de vincular la propia felicidad a la de los otros, de aplazarla hasta que éstos sean felices, es una gloriosa, pero también inacabable y dolorosa, cruz. No lo parece tanto cuando se trata de las personas más allegadas y queridas; pero cuando se abre la vida también a "los extraños" y su infelicidad compartida antes de ser superada, la cruz se agiganta y acabará siendo como la de Jesús, en la medida en que esa apertura abarque a todos los hombres e incluya la disposición a dar la vida por ellos y su felicidad.

    Es, pues, nada menos que la cruz de la historia entera [30], con su ilimitada pesadumbre, la que un hombre solidario dejará se interponga en el camino de su propia felicidad. Una cruz que se antoja insoportable y que parece condenar de antemano a muerte toda alegría, si no fuera porque el primogénito nos enseñó el secreto de conjugarla con el gozo. Ante todo, porque éste se funda últimamente en un Dios que es capaz "de llamar la nada a ser y dar vida a los muertos" (Rm 4, 17). La garantía de esta felicidad universal, que Dios hace presentir al corazón, las cálidas alegrías que la vida sigue brindando y el goce inesperado que produce esa misma cruz de la solidaridad (Hch 20, 35) permiten al corazón albergar en sí la pena de la historia entera. Y esto le capacita, a su vez, para ser feliz con el gozo de toda ella.

    La cruz de la espera

    Desde el comienzo hemos excluido que la felicidad sea simplemente una realidad aplazada al más allá. Sin embargo, es innegable que es también algo por venir. Una plenitud como la que anhelamos, liberada de límites y amenazas, ganada al precio de la libertad, amasada con la felicidad de todos y que tiene por fuente a Dios mismo cara a cara, está más allá de la muerte. Sólo cuando Cristo desarme a "este último enemigo" y "Dios sea todo en todos" (1Co 15, 26.28), la felicidad total no será utopia, tendrá lugar.

    En esa felicidad plena ponemos nuestra esperanza. Y también nuestro gozo, porque ella alegra ya ahora nuestro corazón. Esa felicidad futura anida, como dijimos, en el fondo de él; es el patrimonio nativo del que vive. Y se anticipa en las alegrías del presente, que por eso son, tantas veces, incomprensiblemente mayores que si mismas.

    Pero esa felicidad esperada se hace esperar. Esa es su cruz. El hombre, sobre todo cuando quiere ser solidario "del gozo y la esperanza, el llanto y la angustia de los hombres... especialmente de los pobres y afligidos'' [31], se somete a la viva tensión de una felicidad que posee y no termina de poseer, siente una doble pasión: pasión porque llegue la plena luz de ese día que ya ha amanecido, y pasión porque no llega. Pasiones entrelazadas. Un mismo nombre para dos sentimientos contrapuestos, pero profundamente hermanados. Un mismo nombre para expresar la felicidad esperada-pregustada y la cruz de la espera.

    La cruz de Cristo

    Con el término "cruz" hemos venido denominando todo cuanto frena o empaña la felicidad. Pero, tras esta ampliación de sentido, es menester retornar al origen de ese símbolo y situar todas esas cruces, como las de los dos condenados con Jesús, junto a la de éste y encararlas con ella.

    Ciñéndonos al tema que nos ocupa, lo más significativo es que el "esplendor de la gloria de Dios" (Hb 1, 3), el heredero de su Dicha, es el que está en la cruz. Este es un enigma aún mayor que el de la cruz de nuestra felicidad. En esa cruz de Cristo está además acumulada la cruz de la historia. Los límites y contradicciones de ésta nunca llegaron tan lejos. Y, para colmo de desdichas, se abatió sobre el crucificado la más terrible: el silencio de Aquel que era la fuente de su ser y de su gozo. La Biblia habla de "kénosis", anonadamiento, para indicar esa contradicción radical entre cruz y felicidad, el "duelo pavoroso" en el que la primera pareció llevar las de ganar.

    Pero en ese caso limite se fue descubriendo que, si la felicidad parecía eclipsarse, era porque había querido exponerse al dolor de la finitud, al dolor infinito de la ausencia de Dios y al dolor de la solidaridad; es decir, a todas nuestras cruces. Aunque aún es mayor verdad la inversa: es la de Cristo la cruz en la que todos estamos clavados [32]. La llevamos encima al nacer. El hecho de que Jesús apareciera tarde en la historia y de que le llamemos "redentor" podría inducirnos a pensar que la vida humana tenía ya, antes y al margen de él, su gloria y su cruz. Pero ésta no es la verdad más profunda. Jesús es el primogénito, aquel con vistas al cual y en torno al cual hemos sido pensados y creados [33].

    El es nuestro destino, y su cruz es nuestra cruz. No es que hayamos nacido en primer lugar

    (como tampoco él) para llevarla. Hemos venido al mundo para participar en la gloria y el gozo del que es "Dios con nosotros"; pero, al entrar en su vida y en su causa, el Reino de Dios, nos toca participar también del riesgo, la vulnerabilidad y la muerte que padecen en la historia.

    Esto ilumina aspectos importantes de nuestra felicidad y nuestra cruz. En primer lugar, lo indeciblemente doloroso de ésta. Es la pena de Cristo la que nos alcanza; y nos duele tanto porque la padecen corazones creados para acoger todo el gozo del primogénito. En segundo lugar, declara que esa cruz de Jesús y nuestra no es irreconciliable con la felicidad, sino, por el contrario, el trance de ella y la prueba y medida de su grandeza. En el caso de Cristo, la cruz resulta del hecho de que una felicidad con derecho a ser ilimitada y para sí se despojó de su gloria y aceptó ser finita, amenazada, doliente, por amor a aquellos a quienes quería hacerse extensiva [34]. La cruz da la medida de la generosidad de su dicha, del amor que la inhabita. Y lo mismo se puede decir, en su grado, de nosotros.

    Sin esa cruz, quintaesencia de las que hemos venido señalando, nuestra felicidad sería presuntuosa, narcisista, inactiva, insolidaria y sin esperanza de más.

    La cruz de Dios

    Si Jesús, además de primogénito de la humanidad, es el Hijo eterno de Dios, "Luz de la LUZ", resulta que Dios mismo, la FELICIDAD, está en la cruz. Felicidad y cruz no configuran sólo el enigma finito-infinito del hombre, imagen de Dios, sino también el misterio estricto del Dios hecho hombre. Algo le sucede a Dios mismo en la cruz. Esta, sin pertenecer a su esencia, afecta de hecho al corazón de ella, que es la Trinidad [35].

    La fe llega a decir que "Dios (el Padre) amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo" (Jn 3, 16), y la Iglesia se atreve a cantar: "para redimir al siervo entregaste al Hijo" (pregón pascual). Es como si Dios pensase que enaltece a una felicidad infinita el abajarse y comunicarse. Parece como si Dios mismo hiciese suyo el axioma de Jesús: "hace más feliz dar que recibir". El hecho es que Dios abrió a los hombres su propia felicidad y, al hacerlo, la paso a merced de la finitud, la culpabilidad y la pena de la historia.

    La FELICIDAD está en la cruz. No quiere ser feliz sin esa cruz. Dios nos creó para participarnos su dicha al tiempo que participaba de nuestro dolor. Nosotros, creados para acoger la felicidad infinita de Dios, nos sentimos también de alguna manera involucrados en su pena. ¿No será por eso por lo que felicidad y pena humanas se sienten transidas de infinitud? Pero no de igual manera. Al ser la cruz en Dios efecto de su libre condescendencia, es el gozo el que engloba y asume la pena. Esta no acaba con él.

    ¿Acabará, a la inversa, la felicidad con la cruz? El resucitado conserva las llagas. Pero éstas no delatan un dolor divino y humano eternizados; por el contrario, son el recuerdo indeleble de la solidaridad del amor, son la gloria de una Felicidad que quiso ser compartida.

    Luis M. Armendariz, en mercaba.org/

    Notas:

    1. Empleo esta expresión para indicar, por una parte, la dificultad del asunto y, por otra, que no trato directamente de aclarar el problema de la existencia de la cruz, sino de cómo conjugar el anhelo y la experiencia de la felicidad con la cruz que de hecho encuentra en su camino. Otra cosa es que eso, a su vez, arroje indirectamente luz sobre el misterio de su existencia.

    2. Nos desorienta no poco en este punto el lenguaje corriente cuando equipara "salvar" a "liberar de un peligro", recuperar un bien perdido... Pero, tal como resuena en el A. y en el N. Testamento, la salvación denota aquel cúmulo de bienes (tierra prometida, bienes mesiánicos, Dios mismo) a los que Este conduce a los suyos tras liberarlos de Egipto. Esta liberación es, por tanto, sólo el primer paso, imprescindible y evocador, pero no la meta ni el sentido último de la salvación.

    3. 1Co 1, 17-25; 1Co 2, 1-5.

    4. Si durante un tiempo los judíos no necesitaron de una fe expresa en el más allá para creer en Yahvé y servirle, y les bastaba con sus beneficios y promesas en esta vida, el descubrimiento de que tiene que haber otra modificó el planteamiento y llegó incluso a invertirlo, de modo que para muchos cristianos los bienes terrenos perdieron valor y atractivo.

    5. Const. Gaudium et Spes 37.

    6. Mt 13, 13-17; Jn 9, 39-41.

    7. FE/ALEGRIA  La alegría es el sentimiento dominante que acompaña los relatos del nacimiento e infancia de Jesús (Lc 1, 14.28.44.47; Lc 2, 10), como sucede con los de la resurrección (Lc 24, 41.52, Jn 20, 20...). La vida pública no fue un paréntesis total. La admiración y el entusiasmo de muchos (Mc 5, 20; Lc 11, 27; Lc 13, 17...) fue el eco que despertó la vida nueva y el gozo de la conversión y de la creación que Jesús anunciaba y trasmitía. Ni la muerte en cruz apagó la admiración del centurión (Mt 27, 54). Es más, precisamente en ella acertó a ver el cuarto evangelista la glorificación y exaltación de Jesús (Jn 8, 28; Jn 12, 23.31). A sus discípulos les prometió la bienaventuranza incluso en medio de la persecución (Lc 6, 23). La promesa se hizo realidad (Hch 5, 41; Hch 13, 52; 2Co 6, 10; 2Co 7, 4; Flp 2, 17-18). Esa alegría "en todo tiempo" ha de caracterizar a la fe (Flp 4, 4; Lc 24, 52-53).

    8. Jn 7, 38-39; Jn 6, 35; Jn 9, 5; Jn 14, 6; Jn 11, 26. En todos estos simbolismos queda además salvaguardada la sugerencia de felicidad que trasmite la naturaleza.

    9. Jn 16, 22; Jn 17, 33; Jn 20, 20; Hch 2, 46.

    10. Me refiero al hecho de que nosotros, situados en el ámbito de la resurrección de Cristo, vivimos de ella, cosa que no le sucedió a él antes de Pascua. Diferencia que no anula la otra, mayor, entre el Hijo y nosotros.

    11. Aun con variantes, el mito de un estado original de feliz armonía entre dioses y hombres está muy extendido en el mundo de las religiones.

    12. "La gracia original: ¿en el paraíso perdido o en el paraíso que vendrá por la fuerza de Cristo?": Sal Terrae 63 (197;), 738-748.

    13. Ez 16; Ez 36, 35; Ez 47, 12; Os 2, 1-7.23; Am 9, 13; Jr 2, 1-13; Jr 31, 23-26, Jl 4, 18, Is 2, 4; 11, 6ss; Is 51, 3; Is 65, 17-25; Is 66, 22.

    14. Jn 20, 20. Esa "paz" es el don mesiánico por excelencia: Jr 6, 14, Is 9, 6, Mi 5, 4; Lc 1, 79; Jn 14, 17, Rm 5, 1...

    15. Esa podría ser una visión "posmoderna" del tema.

    16. No extrañará este lenguaje, característico de una teología histórico-salvífica que considera a Jesús como el suceso capital entre Dios y el mundo. Cf. 2 Cor 5,19.

    17. No sólo la reciente. La teología patrística y sistemática, hasta Suárez inclusive, se ocupó de los "misterios de la vida de Cristo". Luego vino el silencio, felizmente roto hace poco, si bien sobre nuevas bases exegéticas.

    18. La COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL (=CTI) reconoce la legitimidad de la advertencia: "La teología solo puede captar el sentido y alcance de la resurrección de Jesús a la luz del acontecimiento de su muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido de esa muerte, sino la luz de la vida de Jesús, de su acción y de su mensaje": Cuestiones selectas de cristología, I,B, 2.3, Cele, Madrid 1983, 228.

    19. No deja de ser sugerente y significativo que el mismo verbo griego (paradidonai) y castellano (entregar) admita ese triple significado tan vario, que en el caso presente responde a tres niveles de profundidad de un mismo suceso. Cf. Mi 17, 22; Mi 20, 18; Rm 8, 32; Ga 2, 20.

    20. En particular, lo indebido, incondicional y sin medida de ese amor. Cf. Jn 3, 16; Jn 15, 13; Rm 5, 8.

    21. Nótese esa diferencia en el relato del Génesis (Gn 1, 12.21.25.27).

    22. Uno de los valores más permanentes y valiosos del A. Testamento puede ser la valoración y fruición desinhibida de los legítimos goces de la existencia y del milagro de la naturaleza. Los Salmos, que Jesús tuvo en los labios, los cantan sin cesar. La cruz no invalidó esa herencia. Al contrario, la resurrección que brotó de ella garantizó y acreció aquellos sentimientos. La acción de gracias y la glorificación son de las actitudes más auténticas y espontáneas de la fe. Ellas suponen el reconocimiento gozoso de lo recibido.

    23. Esa opción por el Trascendente como fondo y razón de la trascendencia no es ni teórica ni vitalmente fácil. En ambos casos exige las últimas energías del espíritu. Tiene que ver con la cuestión decisiva de si Dios es proyección del hombre (Feuerbach) o el hombre reflejo de Dios; con la cuestión de si la sed ensueña la fuente inexistente o ésta, con su cantar, provoca la sed. En esta última encrucijada, Jesús invitó a los suyos a salir de dudas no guardándose la trascendencia, sino invocándola como Tú y como Padre. Al hacerlo, mostró que con esa invocación a Dios la trascendencia del hombre no hace sino crecer.

    24. "Nos orientaste, Señor, hacia Ti (así traduciríamos el "Fecisti nos D.i ad te), y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti", 1,1. Menos conocido que la frase misma es el hecho de que ésta es gramaticalmente dependiente, explicativa de por qué el hombre alaba a Dios y, haciéndolo, es feliz ("uf laudare Te delectet"). Es, por tanto, una frase que habla últimamente de la felicidad y de su razón de ser.

    25. La fórmula, que se reviste de autoridad en el concilio de Trento (DS 1548), aparecía ya en el Indiculus (DS 248), pero en su sentido se remonta a Agustín.

    26. Las bienaventuranzas constituyen en la tradición bíblica, ya antes de los evangelios, una forma clásica de alentar, entre otras cosas, a la búsqueda de la Sabiduría. Cf Pr3, 13; Si 14, 20; Sal 1, 1-3; Sal 119...

    27. Pr 8, 1 7.32-35; Si 5, 18,37; Si 14, 20-27; Sb 6, 12-16; Sb 8, 2

    28. Fórmula empleada por Pablo Vi en la encíclica Populorum Progressio y a la que Juan Pablo II vuelve en la Sollicitudo rei socialis una y otra vez (nn. 30,38,44, nota 26).

    29. Esta conclusión la explano en el trabajo "Un proyecto de hombre para un 'plan de desarrollo'", incluido en el comentario interdisciplinar a la encíclica "Sollicitudo reí socialis" titulado Solidaridad, nuevo nombre de la paz, Col. Teología-Deusto, 20, Universidad de Deusto, Bilbao 1989.

    30. De ella no quedan excluidos los difuntos, aquellos en especial a quienes menos ha tocado en el banquete de la vida y que siguen reclamando su parte de felicidad. Hoy la antropología teológica, y también alguna filosófica, piensa que su recuerdo ha de inquietar todo proyecto cabal de hombre.

    31. Es el encabezamiento, muy conocido en su primera parte, de la Const. Gaudium et Spes.

    32. Rm 6, 5; Rm 8, 17; 2Co 1, 5; 2Co 4, 10; Ga 6, 14.17; Flp 3, 10.

    33. Cristo es la primera palabra y la meta del proyecto del Creador. Cf. Jn 1, 17-18; 1Co 2, 7; 1Co 8, 4-6; Ef 1, 4-12; Col 1, 13-20; Hb 1, 1-4. Por eso salvación es más que redención; cf. nota 2.

    34. Flp 2, 6-8; 2Co 8, 9; Hb 2, 17-18.

    35. Este tema, delicadísimo en todos los sentidos, del "dolor de Dios" está despertando un amplio eco en la espiritualidad y teología actuales. Baste aquí con señalar que un tratamiento serio de él ha de tener en cuenta que están en juego no sólo dos concepciones de Dios, sino además dos tipos de cristología. Cf. K. RAHNER, Amar a Jesús, amar al hermano, Sal Terrae, Santander 1983, 76-79. La CTI, tras delimitar el tema, no teme, aun reconociendo que bordea lo indecible, concluir así: "El acto eterno por el que el Padre comunica al Hijo la divinidad está íntimamente unido al acto por el que lo entrega al abandono de la cruz. Pero, dado que también la resurrección es conocida en el designio eterno, el dolor de la "separación" está siempre desbordado por el gozo de la unión. De este modo, la com-pasión del Dios trino en la pasión del Verbo se entiende como la obra del amor más perfecto, de la que hay que alegrarse": TeologLa-Cristologfa-Antropologla, Cete, Madrid 1983, 22-26. La CTI hace una doble afirmación: la cruz afecta a la Trinidad y culmina en gozo.

    José Antonio Peinado Guzmán

    LA LUNA / LA MEDIA LUNA: “¿Quién es ésta que surge cual aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?” [73].

    La luna es símbolo de la Madre-Mediadora-Escalón o puente entre la tierra y el cielo, entre la divinidad y la humanidad. Igualmente, tiene un cariz femenino, en contraposición a la masculinidad del Sol. Esta dependencia que la luna tiene de la luz solar es imagen de la relación de María con Dios: “María no tiene valor por ella misma, todo su valor, toda su grandeza le vienen de Dios” [74]. Es símil de la fecundidad, se la asocia mitológicamente con la Materia Primordial, las Vírgenes Madres, los dioses del amor e incluso con la sabiduría. La luna, en sus ciclos, marca también el ritmo de la vida. En las lunaciones que se prolongan a lo largo del año, la luna nueva de cada mes se encuentra en un signo distinto, pasando por todos mes a mes [75]. Asimismo, la luna adquiere también otros matices. Según los autores místicos, cuando se relaciona con el episodio del Apocalipsis de la “mujer vestida de sol”, aludiría a San Juan Bautista, que mengua en cuanto aparece el Sol de Justicia, Cristo [76]. Igualmente, otra evocación que tiene la luna en forma de creciente, es la castidad de Diana [77]. Y es que la media luna, tradicionalmente, se ha relacionado con las deidades femeninas [78]. De este modo, al referirnos a María, la aplicación del simbolismo de la luna a su ser, tendría como punto clave las alusiones a lo femenino que hemos visto. Desde un punto de vista meramente cristiano, la Virgen es la luna puesto que está en función del Sol, esto es, su Hijo. Ella es el vivo reflejo de Dios y, en ese sentido, un modelo para todo creyente, puesto que irradia al “hombre nuevo” que Cristo instaura.

    De este modo, el teólogo parisino del siglo XII, Adán de San Víctor, en una oración a la Virgen, utiliza la imagen de la luna: “El sol brilla más que la luna, y la luna más que las estrellas: así María brilla entre todas las criaturas” [79].

    Finalmente, mencionar que tras la batalla de Lepanto, el cristianismo usó el creciente de la luna bajo los pies de la Virgen Inmaculada, como un símbolo de la victoria de la Cruz sobre la Media Luna turca [80].

    Ejemplos de esto los encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en la iglesia del convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia, en el camarín de la iglesia parroquial de Alhendín o en el Oratorio de Canónigos de la Catedral granadina.

    EL SOL: “¿Quién es ésta que surge cual aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?” [81].

    El Sol, tradicionalmente aplicado a los dioses clásicos como Apolo, posteriormente fue símbolo de Dios Padre y de Cristo. Es representación de la Justicia, de lo que nos ilumina tras la muerte, del intelecto, de la fuerza, del poder, el principio y origen de todo [82]. En María, esta imagen del sol es meramente derivada. El verdadero sol es su Hijo. Ella lo es en el sentido que, mediante sus virtudes, irradia luz como el astro solar.

    San Juan Damasceno, de este modo, destinará estas palabras a la Virgen: “¿Quién es esta que sube toda pura, surgiendo como la aurora, hermosa como la luna y escogida como el sol?” [83].

    De igual manera, San Bernardo usa el símil del sol para hablarnos de la Madre de Dios:

    “Con razón, pues, se nos representa a María vestida de sol, por cuanto penetró el abismo profundísimo de la divina sabiduría más allá de lo que creer se puede; por donde, en cuanto lo permite la condición de simple criatura, sin llegar a la unión personal, parece estar sumergida totalmente en aquella inaccesible luz, en aquel fuego que purificó los labios del profeta Isaías, y en el que se abrasan los querubines” [84].

    Muestras de esto encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el camarín de la iglesia parroquial de Alhendín, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral granadina y en la iglesia de La Encarnación de Loja (Altar de la Virgen de la Luz).

    EL ÁRBOL: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará” [85].

    Dentro de los innumerables significados que se le pueden aplicar al árbol, nos quedaremos con el que se le suele aplicar a la cita bíblica que origina este simbolismo mariano. De este modo, algún autor lo ha resumido con estos términos:

    “El árbol de Jesé es por sí solo todo un haz de símbolos en la mística cristiana. Significa a la Virgen María, la nueva Eva, que ha concebido por mediación de la gracia, el Cristo y todos los pueblos cristianos; significa la Iglesia universal, descendiente de María y Cristo; significa el Paraíso donde se reúne la familia de los elegidos; entronca también con el Cristo crucificado, con la Cruz, con esta muerte de donde deriva una raza nueva, una descendencia

    indefinida; recuerda también la escala de Jacob, así como la escala de fuego de San Juan” [86].

    Aunque será San Justino, en el siglo II, el primer autor que utilice esta imagen aplicándola a María:

    “…Se levantará una estrella de Jacob y una flor subirá de la raíz de Jesé y en su brazo pondrán su esperanza los pueblos. Y, en efecto, una estrella brillante se levantó y una flor subió de la raíz de Jesé, que es Cristo. Porque Él fue concebido, con virtud de Dios, por una virgen, descendencia ella de Jacob, que fue padre de Judá, antepasado, como ya se ha dicho, de los judíos” [87].

    El que más claramente use esta alegoría, sin duda, será San Jerónimo, en el siglo V: “La vara [de Jesé] es la Madre del Señor, sencilla, pura, sincera” [88].

    San Bernardo utilizará esta imagen para realizar un símil con las palabras virgo y virga, esto es, virgen y vástago, al comentar el texto del profeta Isaías [89].

    Ejemplos en el entorno granadino encontramos pocos, apenas uno en el frontal de altar de la parroquial de Otura. En el mismo ara también aparece otro árbol, que creemos hace más alusión a la alegoría del olivo.

    EL HUERTO CERRADO: “Huerto eres cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada” [90].

    La imagen del huerto cerrado, así como la de la fuente sellada aluden a la virginidad de María y también de la ausencia de pecado en su ser. El seno de la Virgen sólo fue acariciado por la gracia de Dios, de modo que ningún hombre manchara su pureza [91]. Pero es que además, el pecado tampoco rozó su persona. Si Eva, la primera mujer, cayó en la tentación del Demonio, María, la Nueva Eva, es un huerto cerrado en el que el Maligno no pudo entrar.

    De este modo, San Jerónimo afirmará: “Por estar cerrado y sellado se asemeja a la Madre del Señor, que fue a la vez madre y virgen” [92].

    También Hesiquio de Jerusalén utiliza este símil: “Huerto cerrado y Fuente sellada te denominó con antelación en los Cánticos el Esposo que de ti proviene” [93].

    Muestras de esto encontramos en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte por partida doble, en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Santo Tomás de Villanueva o en el altar de la capilla de la Inmaculada de la iglesia de La Encarnación de Loja.

    EL OLIVO: “…como gallardo olivo en la llanura” [94].

    El olivo es un árbol cargado de riqueza simbólica. Hace referencia tanto a la paz, la fecundidad, la purificación, como a la fuerza, la victoria o la recompensa. Bíblicamente está asociado a la paz por la paloma de Noé, que en su pico traía un ramo de olivo. Asimismo, también se la relaciona con la cruz de Cristo que, según la leyenda, estaba hecha de cedro y olivo. En la Edad Media era símbolo del oro y del amor. Angelus Silesius escribirá: “si puedo ver en tu puerta madera de olivo dorada, te llamaría al instante templo de Dios”. Asimismo, este árbol sería imagen de Abraham y de su hospitalidad [95].

    En la Antigua Grecia era el símbolo de la propia Atenea y de sus valores: sabiduría, prudencia y civilización. En otros autores aludirá a la purificación, la longevidad y la fecundidad [96]. Para el Islam, significa al Profeta [97]. Finalmente, posee matices de realeza puesto que es el árbol del que se extrae el aceite, elemento que se usaba para la coronación o unción de reyes [98]. Nuevamente estos valores de fecundidad, victoria, fortaleza o purificación pueden ser aplicados a la persona de la Virgen.

    De este modo, Germán de Constantinopla, muy proclive a las alegorías, utiliza esta imagen para realizar un símil con María y el episodio del diluvio universal:

    “Ella es el fecundo olivo plantado en la casa de Dios, del cual el Espíritu Santo tomó una ramita material y llevó a la naturaleza humana, combatida por las tempestades, el don de la paz, gozosamente anunciado desde lo alto” [99].

    Muestras de esto las encontramos en la parroquial de La Encarnación por dos ocasiones y en el frontal de altar de la iglesia de Otura.

    LA CIUDAD: “Glorias se dicen de ti, Ciudad de Dios” [100].

    La ciudad, por su esencia, es imagen de la estabilidad. En la Biblia toda ciudad, por analogía, va a estar asociada a la Gran Ciudad, esto es la Jerusalén Celeste. Por esta razón, las ciudades, establecidas como “centros del mundo”, hacen referencia a centros espirituales. En ese sentido, son consideradas omphalos, ejes de la Tierra [101]. Asimismo, la ciudad tiene un cariz femenino, es como una madre que recoge en sí a sus hijos. En la Carta de San Pablo a los Gálatas se dice: “la Jerusalén de arriba es libre, ella es nuestra madre” [102]. La ciudad de lo alto engendra mediante el espíritu, mientras que la ciudad de abajo lo hace con la carne [103]. Como recinto cerrado hace alusión a la Virgen [104]. María es, al igual que huerto cerrado, una ciudad sellada en la que el pecado no ha entrado. Asimismo, la Madre de Dios es imagen de esa nueva Jerusalén celestial a la que todo creyente aspira a llegar. Por ello San Bernardo, en la fiesta de la Asunción, predica las siguientes palabras: “Cesen, sin embargo, nuestras quejas, porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María purísima hoy llega” [105].

    Asimismo, siglos antes, Germán de Constantinopla, evocando la cita del Salmo, escribe estas palabras: “Hoy David, acompañando a la Esposa y entonando cánticos que se refieren a la Virgen bajo la figura de una ciudad, levanta la voz diciendo: «Cosas gloriosas se han dicho de ti, oh ciudad del gran Rey»” [106].

    Ejemplos de esto los encontramos en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en el frontal de altar de la parroquial de Otura, así como en los de las Bernardas y Tomasas ya citados, en las cuevas del Sacro Monte o en las cajoneras de la sacristía catedralicia.

    LA ESCALA DE JACOB: “Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella” [107].

    La escalera o escala es claramente un símbolo ascensional: es un camino por el que se puede subir y bajar. Supone una unión entre el cielo y la tierra. La patrística y la mística medieval han visto en esta figura un tipo de la ascensión del alma hacia Dios [108]. En Bizancio se llama a María escala del cielo por la cual descendió Dios hasta los hombres y por la cual les permite subir al cielo [109].

    Utilizando esa metáfora, Rábula de Edesa, escritor del siglo V, afirmará lo siguiente: “A ti también se refería aquella escalera que el justo Jacob contempló en el desierto, por la cual subían y bajaban los ángeles del cielo” [110].

    Igualmente, San Juan Damasceno, en el siglo VII, lo vuelve a afirmar claramente: “¡Por poco me olvido de la escala de Jacob! ¿No resulta evidente para todos que tú, oh María, estás en ella prefigurada y anunciada?”[111].

    Muestras de esto encontramos en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte en dos versiones, en los frontales de altar del convento de San Bernardo, en el de las Agustinas de Santo Tomás de Villanueva o en la parroquial de La Encarnación de Loja.

    EL CIPRÉS: “…como ciprés en el monte del Hermón” [112].

    El ciprés es para muchos pueblos un árbol sagrado. Por su longevidad y su verdor persistente es denominado el “árbol de la vida”. Por su resina incorruptible y su follaje recio evoca la inmortalidad y la resurrección [113]. Su estricta verticalidad recuerda el tránsito de la tierra al cielo. Asimismo, vendría a ser un símbolo de la esperanza cristiana [114]. Este elemento aplicado a María vendría a significar la idea de que la Virgen, cual ciprés recio, se mantuvo incorruptible y firme ante el pecado. La Madre de Dios es imagen de la inmortalidad y de la resurrección, así como de la esperanza de todo creyente. En María se han realizado ya, de manera anticipada, la promesa divina de salvación.

    Adán de San Víctor, utilizando la alegoría del ciprés, escribirá estas palabras referidas a la Virgen: “Paraíso celeste, cedro no tocado por el hierro y que esparce su dulce hálito” [115].

    Muestras de esto hallamos en la parroquial de La Inmaculada de Dúrcal, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, altar de La Encarnación de Loja, parroquias de Escúzar y Pulianillas, puertas de la sacristía de iglesia de La Zubia o el Oratorio de Canónigos de la Catedral.

    EL TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo?” [116].

    La imagen paulina neotestamentaria de Templo del Espíritu Santo, viene a desarrollar la idea de la pureza de María. Aplicada en su contexto original a la comunidad cristiana de Corinto, el apóstol, con sus palabras, corregía la actitud promiscua de aquellos creyentes. San Pablo criticaba la permisión de los corintios en la fornicación, recordándoles que por su condición de templos de Dios, debían mantenerse puros y respetar sus cuerpos, ya que éstos son imagen de Dios. Esta alegoría, claramente se ve proyectada en la Virgen. María es el Templo del Espíritu Santo por naturaleza. No sólo porque haga referencia a su pureza en su virginidad y en su limpia concepción, sino porque, al igual que el antiguo Templo de Jerusalén albergaba en su interior la presencia real de la Divinidad, ella, en su seno, contuvo a Dios mismo. En ese sentido, esta imagen es una de las más claras y acertadas asociadas a la Madre de Dios.

    De este modo, sería San Atanasio, en el siglo IV, uno de los primeros en usar esta imagen: “En efecto, siendo Él poderoso y creador de todas las cosas, edificó para sí, en la Virgen, un templo, o sea, su propio cuerpo” [117].

    De forma más clara, San Gregorio Magno alude a este ejemplo con los siguientes términos: “En efecto, es llamada monte y templo aquella que, refulgente por incomparables méritos, preparó para el Unigénito de Dios un santo seno para que Él se alojara” [118].

    EL ARCA DE LA ALIANZA:

    Para el pueblo de Israel, este elemento, suponía el símbolo del pacto que Yahvé había hecho con su pueblo. Dentro de esta urna se encontraban las Tablas de la Ley, una porción del maná y la vara de Aarón. La patrística aplicó este símil a María. De igual modo que el arca albergaba la presencia real divina, María, en su seno, llevó al mismo Dios [119]. En cierto modo es una imagen parecida a la del arca de Noé. Pero también se puede contemplar otro matiz más. De la misma manera que aquel receptáculo, según la voluntad de Yahvé, debía de estar recubierto de oro, la Virgen, en previsión de su condición de Madre de Dios, sería revestida y adornada con los dones divinos por dentro y por fuera, es decir, en su alma y en su cuerpo. En ese sentido, esta imagen viene a ser una alegoría de su Inmaculada Concepción: Dios no iba a permitir que la sombra del pecado alcanzase a la que habría de convertirse en la Madre de Jesucristo [120].

    Máximo, obispo de Turín a finales del siglo IV, establece este paralelismo entre el Arca de la Alianza y María:

    “Pero digamos, qué es el arca sino Santa María, pues si el arca contenía las tablas del testamento, María llevó en su seno al heredero del testamento. Aquélla encerraba en su interior la ley, ésta guardaba el Evangelio. Aquélla tenía la palabra de Dios, ésta el Verbo mismo. Además, si el arca resplandecía por dentro y por fuera por el color del oro, santa María brillaba interior y exteriormente por el resplandor de la virginidad. Aquélla estaba adornada con oro terrenal, ésta con el oro celestial” [121].

    También Hesiquio de Jerusalén hace uso de esta metáfora con los siguientes términos: “Esta arca es ciertamente la Virgen Madre de Dios. Si tú eres la perla, ella es el arca” [122].

    Finalmente, ejemplos de esta tipología encontramos en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada o en el altar de la capilla de la Inmaculada de la parroquial de La Encarnación de Loja.

    Otras simbologías e imágenes tomadas tanto de fuentes bíblicas como patrísticas aplicadas a María:

    “Nuevo Cielo”, “Templo de Dios”, “Vid Verdadera”, “Zarza sin consumirse”, “Rosal que crece junto al arroyo”, “Árbol de vida del paraíso de delicias”, “Aurora en extremo resplandeciente”, “Signo de alianza”, “Monte de Dios”, “Tierra de promisión que mana leche y miel”, “Ciudad del gran Rey”, “Mar inmenso”, “Como cinamomo y el bálsamo”, “Tierra sin mancilla”, “Flor del campo”, “Columna de humo”, “Como lluvia sobre el vellón”, “Vara de Aarón florida”, “Paloma”, “Como manzano entre los árboles silvestres”, “Agua viva”, “Urna dorada conteniendo maná”, “Tu vientre como acerbo de trigo rodeado de azucenas”, “Estrella de la mañana entre nubes”, “Nube libera”, “Vellón de Gedeón”, “Ciudad asilo”, “Casa de Dios” y “Tabernáculo de Dios” [123]. Finalmente, otras personificaciones que se le aplican, vienen a ser los paralelismos con figuras como Sara, Rebeca, Judith, la reina Esther o Ana, la madre de Samuel.

    José Antonio Peinado Guzmán, en dialnet.unirioja.es/

    Notas:

    73 Ct 6, 9.

    74 López Pérez, 1995: p. 380.

    75 Pérez Pérez, 2004: p. 84.

    76 Trens, 1946: p. 64.

    77 Réau, 2000a: p. 87.

    78 Becker, 2003: p. 208.

    79 Adán de San Víctor, 1880: XXV, col. 1503.

    80 Réau, 2000a: p. 87.

    81 Ct 6, 9.

    82 Pérez Pérez, 2004: pp. 84-85. La compleja simbología del Sol en las diferentes culturas es tratada en: Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 949-955.

    83 San Juan Damasceno, 1860a: 11, col. 715.

    84 San Bernardo, 1947: p. 625.

    85 Is 11, 1.

    86 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 126.

    87 San Justino, 1857: col. 379.

    88 San Jerónimo, 1877: col. 406.

    89 San Bernardo, 1879: II, cols. 61-71.

    90 Ct 4, 12.

    91 Rey Ballesteros, 2003: p. 120.

    92 San Jerónimo, 1865: lib. I, 31, col. 265.

    93 Hesiquio de Jerusalén. 1860: col. 1463.

    94 Si 24, 14.

    95 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 775-776.

    96 Becker, 2003: p. 240.

    97 Revilla, 2007: pp. 445-446.

    98 Biedermann, 1993: p. 334.

    99 San Germán de Constantinopla, 2000a: p. 108.

    100 Sal 87, 3.

    101 Biedermann, 1993: p. 113.

    102 Ga 4, 26.

    103 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 309-310.

    104 Becker, 2003: p. 80.

    105 San Bernardo, 1947: p. 604.

    106 San Germán de Constantinopla, 2000b: p. 81.

    107 Gn 28, 12.

    108 Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 455-460.

    109 Biedermann, 1993: p. 171.

    110 Rábula de Edesa, 1981: nº 5060.

    111 San Juan Damasceno, 1860b: 2, cols. 711-714.

    112 Si 24, 13.

    113 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 298.

    114 Biedermann, 1993: p. 109.

    115 Adán de San Víctor, 1880: XXV, col. 1503.

    116 1Co 6, 19.

    117 San Atanasio, 1857: 8, col. 110.

    118 San Gregorio Magno, 1862: lib. I, 5, col. 25.

    119 Pérez Pérez, 2004: pp. 81-82.

    120 Rey Ballesteros, 2003: p. 92.

    121 San Máximo de Turín, 1862: cols. 739-740.

    122 Hesiquio de Jerusalén, 1860: col. 1463.

    123 Trens, 1946: pp. 149-164.

     

     

     

     

    Almudi

    Al abordar el asunto de la simbología inmaculista y de las denominadas letanías lauretanas [1], hemos de tener en cuenta que tienen su fundamento, principalmente, en el libro del Cantar de los Cantares. La interpretación tipológica y alegórica que los Santos Padres hicieron de estos textos, han sido primordiales para la fijación de esta iconografía. Todos estos símbolos se terminarían plasmando en un prototipo iconográfico inmaculista denominado la “Tota pulchra”. Si bien, en los comienzos, este modelo, a modo narrativo, colocaba estas alegorías alrededor de la imagen de la Virgen, conforme se fue consolidando el prototipo de la Inmaculada Concepción que terminó estableciéndose, estos elementos pasaron a formar parte del paisaje y del fondo de las obras.

    Las palabras del Cantar de los Cantares, en su origen un pasaje poético amoroso y erótico, fueron reinterpretadas por la patrística y aplicadas a María de modo figurado. En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres, en un clima de devoción creciente, fueron plasmando todas estas imágenes y alegorías en himnos litúrgicos, homilías y cartas. Ese fervor se fue incrementando conforme fueron apareciendo las diferentes fiestas relacionadas con la Virgen: Nacimiento, Presentación en el Templo, Anunciación, Visitación, Dormición… Todas estas festividades no pretendían enaltecer la figura de la Madre de Dios de modo aislado, sino que se insertaban en la teología del momento, que enraizaba fuertemente en la cristología y la eclesiología.

    Las metáforas que aparecen en la Biblia, al igual que son vistas por la patrística como prefiguraciones de Cristo, son también contempladas en sentido mariano. Y es que para estos escritores, la Sagrada Escritura posee una unidad. Del mismo modo que el Nuevo Testamento habla del Antiguo, éste anticipaba en sus profecías al Salvador. Cabe aquí recordar la famosa sentencia de San Agustín “In veteri testamento novum latet, in novo vetus patet”. Esta frase que alude a la unión de ambos testamentos, se refleja asimismo en las palabras de San Pablo: “Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” [2]. De ahí que en su literatura se prodiguen tantos símiles, metáforas y alegorías basadas en el Antiguo Testamento aplicadas tanto a Cristo como a la Virgen [3].

    Estas metáforas fueron recogidas, posteriormente en letanías. La letanía es en sí un modo antiguo de oración, basado en la repetición constante de unas determinadas fórmulas. Ya el pueblo de Israel utilizaba este tipo de rezos en sus sinagogas, en concreto, en las dieciocho bendiciones que diariamente recitaban. San Pablo, en sus escritos, hace referencia a esta costumbre [4]. Asimismo, tanto la cultura pagana como los Santos Padres, siguieron usando este tipo de plegaria. Poseemos testimonios tanto de San Clemente Romano, como en la Carta de San Policarpo o las actas de su martirio. San Gregorio Magno compuso en el año 592 las llamadas Letanías Mayores. Aplicadas ya a la Virgen María, el testimonio más antiguo que conocemos lo encontramos en un Misal de Maguncia del siglo XII. La letanía mariana que actualmente se usa, la conocida como Letanía Lauretana, recibe su denominación del santuario de Loreto, en Italia, de donde procede [5]. Fue aprobada por Sixto V para toda la Iglesia en 1587. En 1597, el cardenal Francisco de Toledo las introdujo en Santa María la Mayor de Roma, siendo cantadas en dicho templo en las fiestas de la Virgen y los sábados desde 1613. La característica principal de esta oración es su función intercesora o de súplica [6].

    Todas estas imágenes plasmadas en letanías, tras la patrística, tuvieron un especial desarrollo en el Medievo. Esta figuración tipológica fue muy representada en libros al uso como la conocida Biblia pauperum, del siglo XIV, quizás el primer gran escrito de este modelo [7]. Otro texto de referencia es el Speculum humanae salvationis, de origen dominicano, escrito en torno a 1324. Pero quizás, los libros más importantes en el desarrollo de estas metáforas, sean el Concordantiae caritatis, escrita por el Abad Ulrico a mediados del siglo XIV, y el famoso Defensorium inviolatae virginitatis Mariae, del dominico Francisco de Retz, escrito en torno a 1400 (según Réau, publicado en 1417). Sendas obras profundizan en esta concordancia e interpretación tipológica, mostrándose muy prolíficas y abundantes en imágenes [8]. En siglos posteriores alcanzarían mucha popularidad gracias a las ilustraciones de los hermanos Joseph Sebastian y Johann Baptist Klauber en la obra de Francisco Xavier Dornn en 1742. Igualmente estos símbolos marianos irán apareciendo en las llamadas mariologías, esto es, textos que defendían tanto la virginidad como la concepción inmaculada de la Virgen. En ellas, la figura de María aparece rodeada de estas alegorías. Ejemplo de esto es el libro del cartujo Fray Nicolás de la Iglesia, Flores de Miraflores, hieroglificos sagrados, verdades figuradas, sombras verdaderas del Mysterio de la Inmaculada Cocepción de la Virgen y Madre de Dios María Señora nuestra, escrito entre 1653 y 1654. Esta obra está dedicada exclusivamente a los símbolos de la Inmaculada [9].

    Así pues, y según lo dicho, veamos el significado de las diferentes letanías y su casuística en el entorno granadino.

    LA FUENTE: “Fuente de los huertos, pozo de aguas vivas, corrientes que del Líbano fluyen” [10].

    Según la tradición, en el paraíso terrenal existían cuatro ríos que partían de un centro, esto es, del mismo pie del Árbol de la Vida. Esta fuente u origen de todo es considerada la fons iuventutis, imagen de la fuerza vital del hombre y de todas las sustancias [11]. Asimismo, la fuente tiene connotaciones de tipo sexual, ya que es alegoría de la fecundidad femenina, además de asemejarse a la sabiduría [12].

    Este símbolo aplicado a María es interpretado como un elemento vivificador y purificador [13]. El agua es madre y matriz en la tradición judía. Es el origen de la creación. De igual modo, la Virgen es fuente de una nueva vida [14]. De su maternidad divina ha brotado para la humanidad la verdadera vida: Jesucristo.

    De este modo, Teodoto de Ancira, escritor del siglo V, dirá de María lo siguiente: “Salve, limpísima fuente del agua que da la vida” [15].

    Ejemplos granadinos [16] encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, en el retablo mayor de la iglesia del convento de Santa Catalina de Zafra, en la iglesia de La Encarnación de Loja (altar de la Virgen de la Luz), en las cajoneras de la sacristía de la Catedral de Granada, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el altar de la iglesia del convento de las Agustinas Recoletas de Sto. Tomás de Villanueva, en el altar del convento de San Bernardo, en la iglesia del convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia o en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada.

    LA PUERTA: “Y asustado dijo: «¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!»” [17].

    De esta imagen podemos sacar dos interpretaciones. Por un lado, María sería la puerta del Cielo por donde ha venido a nosotros el Salvador, a la vez que también es la puerta que nos conduce a Él. En el profeta Ezequiel encontramos la referencia de “puerta cerrada del templo” [18] que la patrística interpretó como símbolo de su maternidad virginal [19]. De hecho, San Jerónimo, en su obra Apologético a Pammaquio, afirmará de la Virgen: “Esta es la puerta oriental de Ezequiel, que oculta en sí o saca fuera al santo de los santos, por la que entra y sale el Sol de Justicia” [20].

    Hesiquio de Jerusalén, en el siglo V, es de los primeros autores que compara a María con la imagen de la puerta:

    “Otro [profeta] te llamó Puerta cerrada, pero además puerta que da hacia el Oriente. En efecto, tú hiciste que entrara el Rey de las puertas cerradas y también lo hiciste salir. Por esta razón te llamó Puerta, porque fuiste la puerta de la presente vida para el Unigénito de Dios. Puerta además situada hacia el Oriente, puesto que desde tu seno, como de un tálamo real, apareció la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo. Tú llevaste dentro de ti al Rey de las puertas cerradas y lo condujiste hacia fuera: el Rey de la gloria no abrió las puertas de tu seno ni aflojó los vínculos de tu virginidad, ni al ser concebido ni al ser dado a luz” [21].

    También San Ambrosio, a finales del siglo IV, cita claramente esta idea: “¿Qué puerta es ésta, sino María, que permanece cerrada por ser Virgen? Por tanto esta puerta fue María, a través de la cual Cristo vino a este mundo” [22].

    La puerta es también símbolo de lo femenino según algunos autores [23]. Es igualmente imagen del tránsito, del paso de un lugar a otro, de un estado a otro, de la muerte a la vida, del pecado a la virtud [24]. Pero no sólo es un simple acceso, sino que también evoca el espacio que esconde tras ella, por tanto, es una alusión al poder misterioso, al secreto que esconde [25].

    Ejemplos granadinos encontramos en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Sto. Tomás de Villanueva, en el altar del convento de San Bernardo y en la iglesia de La Encarnación de Loja (altar de la Virgen de la Luz).

    EL ESPEJO: “Es un espejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad” [26].

    Uno de los títulos de la Letanía Lauretana es el de “Espejo de Justicia”. Ello quiere expresar que María refleja la santidad divina, es decir, la perfección. En María “se reflejó y se reprodujo Dios por medio de su fiel trasunto Jesús sin herir y alterar el espejo mismo” [27]. Asimismo, este elemento se le suele relacionar con el alma y el reflejo que ésta produce. Por tanto, vendría a ser una de las caras de la verdad. Otros significados que se le asocian es el de la armonía; en la adivinación es un medio para preguntar a los espíritus. Igualmente, por su complejidad, aludiría a la conciencia, la verdad, la claridad y la inteligencia divina [28]. Finalmente, en la mística musulmana también se lo asocia con el alma [29].

    San Andrés de Creta, escritor del siglo VIII, en una de sus homilías ensalza a la Virgen haciendo uso de dicha metáfora:

    “¡Salve, espejo de un conocimiento profundo y anticipado, a través del cual los insignes profetas, iluminados por el Espíritu Santo, vieron místicamente el acercamiento a nosotros de la ilimitada fuerza de Dios!” [30].

    En otra homilía, también afirmará lo siguiente: “Ella es el espejo espiritual del resplandor del Padre” [31].

    Ejemplos granadinos de esto encontramos en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Sto. Tomás de Villanueva, en el camarín de la iglesia de La Inmaculada de Alhendín y en la iglesia de La Encarnación de Loja (altar de la Virgen de la Luz).

    LA PALMERA: “Como palmera me he elevado en Engadí” [32]. “Florece el justo como la palmera” [33].

    En líneas generales, los árboles, por su verdor y su vida, suelen tener un significado relacionado con la esperanza de salvación. Igualmente, recordando los sucesos de la Pasión de Cristo, los habitantes de Jerusalén aclamaron a Jesús a la entrada de la ciudad con palmas, en señal de triunfo y de victoria. En ese sentido, evocan la ascensión, regeneración e inmortalidad [34]. Asimismo, no podemos olvidar que la palmera era uno de los árboles que existían en el paraíso. Iconográficamente, en la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, suele aparecer este elemento. Viene a interpretarse como una alegoría de la justicia. De hecho, en la obra mística escrita en griego en el siglo XI Jardín Simbólico, la palmera viene también asociada con la justicia.

    Con el tiempo, la Iglesia adoptó la Justicia como una de las siete virtudes. De igual modo que el hombre recto se eleva hacia el cielo, la palmera, con su tronco derecho, se levanta sobre el suelo recta y a gran altura. Sus frutos, tardíos en nacer, son imagen de la tardanza de los premios de la justicia en llegar al virtuoso. La aspereza de su tronco evoca a la justicia en su función de aplicar un castigo. La palmera, al igual que la justicia, no puede perder su follaje, pues perdería su perfección. Finalmente, si la Justicia necesita beber de la fuente de la Sagrada Escritura, la palmera ha de estar cercana al agua para subsistir [35].

    Otras alegorías sobre la palmera hacen referencia a la fecundidad. Esta significación procede del sufismo, de donde parece ser que se extrapoló al cristianismo [36]. La Virgen es simbolizada por la palmera ya que ella es imagen del triunfo de la salvación de Dios, de su esperanza y de su justicia. María, de forma anticipada a todo cristiano, goza de esos frutos de salvación.

    Siguiendo esa línea, San Germán de Constantinopla, en el siglo VIII, escribe estas palabras con motivo de la fiesta de la Dormición de la Virgen:

    “Con gozo prepara [María] lo que se relaciona con su partida, divulga la noticia de su traspaso, manifiesta lo que le ha anunciado un ángel y enseña el trofeo que se le ha entregado. Se trata de una palma, símbolo de la victoria sobre la muerte y figura de la vida inmarcesible” [37].

    Ejemplos granadinos de esto encontramos en la iglesia de La Inmaculada de Dúrcal, en la sacristía de la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte, en las puertas de la sacristía de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción de La Zubia, en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Sto. Tomás de Villanueva, en el altar del convento de San Bernardo, en la iglesia del convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada, en la iglesia de Ntra. Sra. de los Remedios de Pulianillas y en la iglesia de La Encarnación de Loja (altar de la Virgen de la Luz).

    EL POZO: “…pozo de aguas vivas” [38].

    Encontramos aquí una nueva metáfora del agua con sus ricos matices: agua de vida, vivificadora, que concede a la humanidad la salvación [39]. No olvidemos la importancia que para aquella cultura semita nómada tenía la posibilidad de tener cerca un pozo, en el entorno desértico en que habitaban. Por su importancia era un lugar de encuentro [40]. La trascendencia del agua y de su significado vital, en este contexto se incrementa aún más. Era pues símbolo de la abundancia y de la fuente de vida [41]. María sería ese pozo, en el sentido en que ella contuvo en su seno a la verdadera agua que da la vida.

    De este modo, Crísipo de Jerusalén, autor del siglo V, retomando la cita del Cantar de los Cantares, exalta a la Virgen de este modo: “Alégrate, pozo del agua siempre viva” [42].

    Ejemplos granadinos de esto encontramos en el retablo mayor de la iglesia del convento de Santa Catalina de Zafra, en el altar del convento de San Bernardo, en el convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia y en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada.

    LA TORRE: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos” [43].

    Como algún autor señala, “la torre del alcázar en el que se instaló el rey David cuando conquistó Jerusalén, fue símbolo de su poder y expresión de singular dignidad y hermosura. La invocación a María como torre de David alude a su belleza espiritual, a su firmeza en la fe y a su dignidad de Madre del Mesías” [44]. Asimismo, la Virgen vendría a ser la torre que el Rey se escogió para mostrar en ella todos sus trofeos. Algún autor afirma que María es “Torre de David”, porque es el vaso incorrupto que ha continuado el linaje de aquel rey [45]. Ella, al igual que el cuello, es el nexo entre la cabeza y el cuerpo, esto es, entre Cristo y los hombres [46]. Aplicado a María, es también imagen de la ascensión [47].

    Germán de Constantinopla llamará a la Virgen “sólida muralla”, “fortaleza inexpugnable”, “trinchera protegida” y “fuerte torre de defensa” [48]. Además de estos calificativos, en una de sus homilías pronuncia la siguiente oración: “Concede la corona triunfal de la victoria y rodea con la fuerza de tu protección a esta ciudad tuya, que te considera como su torre y fundamento” [49].

    Ejemplos de esto los encontramos en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte en dos ocasiones y en el altar del convento de San Bernardo.

    EL LIRIO: “Como lirio entre los cardos, así es amada entre las mozas” [50].

    Tanto los lirios como las azucenas, vienen a significar su ser virginal y su concepción sin mancha de pecado. El lirio entre cardos es una metáfora de la pureza de María, que sobresale entre un mundo inundado por el pecado [51]. Esa blancura es imagen de la belleza espiritual de la Virgen. De este modo, los pétalos abiertos hacia lo alto son una referencia a su apertura a Dios Padre. Los que abren a los costados aluden a su “maternidad generosa y esencialmente misionera”. Todos los pétalos forman una sola flor, imagen de la fraternidad. [52] Según el pensamiento de San Bernardo, el lirio de María no es el lirio cultivado y mimado de los jardines, sino el lirio de los valles, silvestre, que brota y florece sin intervención de la mano del hombre [53].

    Asimismo, el lirio en la tradición bíblica es símbolo de elección; la elección del ser amado. De igual modo, la azucena vendría a simbolizar el abandono a la voluntad de Dios, a la Providencia, que cuida de las necesidades de sus escogidos [54]. Este ejemplo viene a ser muy apropiado para asociarlo a la Virgen. Finalmente, también sería una evocación del Árbol de la Vida [55].

    El Himno Akathistos, un texto a caballo entre los siglos IV y V, es uno de los primeros escritos en los que aparece la imagen de la azucena: “Salve, azucena de intacta belleza” [56].

    De igual modo, Venancio Fortunato, autor del siglo VI, compara la belleza de María con la de las flores del siguiente modo: “Eres la más hermosa de las rosas y tu candor es muy superior al de los lirios. Tú eres la nueva flor de la tierra que el cielo cultiva desde lo alto” [57].

    Ejemplos de esto encontramos en las cuevas de la abadía del Sacro Monte, en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada, en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en el altar del convento de las Agustinas Recoletas de Santo Tomás de Villanueva o en el convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia.

    LA ROSA: “…como plantel de rosas en Jericó” [58].

    San Buenaventura, allá por el tercer cuarto del siglo XIII, en su obra La vid mística, relaciona la rosa con la caridad, dándole un tinte de Pasión:

    “Para explicar esta palabra es necesario entretejer la rosa de la pasión y la rosa de la caridad, a fin de que la rosa de la caridad arda en la pasión, y la rosa de la pasión se inflame en el fuego de la caridad. Tanto nos amó nuestro Amante que, forzado del ardor de la caridad, dio consigo en las llamas de la pasión y entregó su alma a la muerte y muerte de cruz (…)

    Pues cuanto padeció Jesús en su vida mortal, todo pertenece a la púrpura encendida de la rosa de la pasión; si bien esta rosa se coloreó señaladamente con las frecuentes efusiones de sangre sacratísima” [59].

    Sedulio, autor del siglo V, nos ofrece una imagen bellísima aplicada a la Virgen María en este contexto:

    “Y así como la tierna rosa que brota entre punzantes espinas no tiene nada que pueda causar una herida y su belleza oscurece el tallo del que brotó, así, Santa María, nacida de la estirpe de Eva, como nueva virgen, elimina la culpa de la virgen antigua” [60].

    Dante, en la Divina Comedia, también asocia esta flor con la Virgen:

    “La rosa en que encarnó el Verbo divino aquí está, con los lirios que, fragantes,

    marcaron con su olor el buen camino” [61].

    Considerada la reina de las flores, es símbolo de caridad porque ésta es la reina de las virtudes [62]. Asimismo, la rosa desnuda de hojas, únicamente con las espinas, suele ser considerada un símbolo de Pasión, de dolor: es el rosal despojado por la pena [63]. De igual modo, es imagen de la copa que recoge la sangre de Cristo. Por tanto, aplicado a María, viene a asociar la figura de la Virgen al sufrimiento de su Hijo [64]. También es símbolo de la discreción [65].

    Ejemplos de esto los encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, en la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, en el convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia, en la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral de Granada, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte o en el Oratorio de Canónigos de la Catedral de Granada.

    LA ESTRELLA / ESTRELLA DE LA MAÑANA / ESTRELLA DEL MAR: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” [66].

    La estrella, en términos generales, viene a ser una metáfora de la esperanza, aquella que tiene el que en las tinieblas ansía que llegue el día. Asimismo, es un elemento que guía a las personas. Al igual que una estrella guio a los Magos de Oriente para adorar al Niño, la Virgen es el astro que conduce a Cristo. Por analogía, este significado se puede aplicar a la “Estrella del Mar”. Del mismo modo que los navegantes antiguamente se orientaban fiándose de las estrellas, María, cual astro, lleva a puerto seguro al creyente.

    La patrística usó abundantemente esta metáfora. Rabano Mauro, a mediados del siglo IX, afirma que el nombre de María significa “Estrella del Mar”, porque puso en el mundo, sumergido en las tinieblas, a Jesús, la verdadera Luz. Más elocuentes son las palabras del San Bernardo, autor de mediados del siglo XII, quien dice lo siguiente:

    “Al fin del verso dice el evangelista (Lucas): «Y el nombre de la Virgen era María». Digamos también, acerca de este nombre, que significa estrella de la mar y se adapta a la Virgen Madre con la mayor proporción. Se compara María oportunísimamente a la estrella; porque, así como la estrella despide el rayo de su luz sin corrupción de sí misma, así, sin lesión suya, dio a luz la Virgen a su Hijo. Ni el rayo disminuye a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad. Ella, pues, es aquella noble estrella nacida de Jacob, cuyos rayos iluminan todo el orbe, cuyo esplendor brilla en las alturas y penetra los abismos; y alumbrando también a la tierra y calentando más bien los corazones que los cuerpos, fomenta las virtudes y consume los vicios. Esta misma, repito, es la esclarecida y singular estrella, elevada por necesarias causas sobre este mar grande y espacioso, brillando en méritos, ilustrando en ejemplos” [67].

    Como “Estrella de la Mañana”, vendría a evocar al astro que, antes de salir el Sol, permanece durante el alba y viene anunciando el día. Asimismo, la Virgen anuncia la llegada del Señor, el Sol que viene [68]. Paralelamente, las estrellas, mensajeros de Dios en la tradición bíblica, como “stella matutina”, evocan el símbolo del renacimiento perpetuo del día, el principio mismo de la vida [69]. Por esta razón San Agustín afirmará:

    “Pero en medio de aquel pueblo, cual si fuera en aquella noche, la Virgen María no fue noche, sino, en cierto modo, una estrella en la noche; por eso, su parto lo señaló una estrella, que condujo a una larga noche, es decir, a los magos de oriente, a adorar la luz, para que también en ellos se cumpliera lo dicho: Brille la luz entre las tinieblas” [70].

    Igualmente, San Isidoro de Sevilla, escritor de los siglos VI-VII, utiliza la imagen de la “estrella del mar”: “María es «la que ilumina» o «estrella del mar»; pues engendró la luz del mundo” [71].

    La representación más antigua en la que aparece una imagen de la Virgen con una estrella se encuentra en el cementerio de Priscila, datándose aproximadamente a finales del siglo II [72].

    Ejemplos de esto los encontramos en la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Escúzar, la ermita de Ntra. Sra. de las Nieves de Las Gabias, la sacristía de la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en las cajoneras de la sacristía de la Catedral, en las cuevas de la Abadía del Sacro Monte en dos ocasiones, en la iglesia del convento de las Carmelitas de la Antigua Observancia y en el camarín de la iglesia parroquial de Alhendín.

    Ejemplos granadinos de esto lo encontramos en por partida doble tanto en las cuevas sacromontanas como en La Encarnación de Loja.

    José Antonio Peinado Guzmán, en dialnet.unirioja.es/

    Notas:

    1 Una información más extensa sobre este asunto en Peinado, 2012: pp. 483-514.

    2 1Co 10, 11.

    3 Elizondo, 1995: pp. 389-391.

    4 “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad”. 1Tm 2, 1s.

    5 Aunque las letanías que terminaron imponiéndose fueron las lauretanas, existían otros tres tipos más: las venecianas, las deprecatorias y las de Maguncia. Besutti, 1988: p. 1054.

    6 Pérez Pérez, 2004: p. 74.

    7 La Biblia de los pobres, llamada así por haber sido escrita para los “pobres clérigos” que no podían permitirse el lujo comprar una Biblia completa, fue escrita en su origen en torno al siglo XI, datándose los manuscritos más antiguos en torno al 1300. Se destacan de esta obra su cantidad de concordancias. Réau, 2000b: p. 234.

    8 Trens, 1946: pp. 150-151 y Réau, 2000b: pp. 234-236.

    9 Escalera Pérez, 2005: p. 44.

    10 Ct 4, 15.

    11 Cirlot, 2002: p. 216.

    12 Revilla, 2007: p. 257. Idénticos paralelismos encontramos en: Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 515-517.

    13 Pérez Pérez, 2004: p. 74.

    14 López Pérez, 1995: p. 381.

    15 Teodoto de Ancira, 1859: col. 1394.

    16 Sobre los diferentes ejemplos granadinos de letanías lauretanas: Peinado, 2012: pp. 1028-1052.

    17 Gn 28, 17.

    18 “Me volvió después hacia el pórtico exterior del santuario, que miraba a oriente. Estaba cerrado. Y Yahvé me dijo: Este pórtico permanecerá cerrado. No se le abrirá, y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahvé, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrado”. Ez 44, 1s.

    19 Pérez Pérez, 2004: p. 74.

    20 San Jerónimo, 1962: p. 375.

    21 Hesiquio de Jerusalén, 1860: col. 1463.

    22 San Ambrosio, 1845: lib. I, col. 320.

    23 Cirlot, 2002: p. 379.

    24 Revilla, 2007: p. 497.

    25 Biedermann, 1993: p. 384. Más en: Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 855-858.

    26 Sb 7, 26.

    27 Biedermann, 1993: p. 179.

    28 Becker, 2003: p. 128. Más sobre el tema en: Chevalier y Gheerbrant, 1999: pp. 474-477.

    29 Pérez Pérez, 2004: pp. 75-76. Similar idea encontramos en: Pons, 2001: pp. 86-88.

    30 San Andrés de Creta, 1995a: p. 107.

    31 San Andrés de Creta, 1995b: p. 140.

    32 Si 24, 14.

    33 Sal 92, 13.

    34 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 796. Por analogía, es símbolo de la resurrección. Becker, 2003: p. 247.

    35 Pérez Pérez, 2004: pp. 76-78.

    36 Revilla, 2007: p. 457.

    37 San Germán de Constantinopla, 2001b: p. 137-138.

    38 Ct 4, 15.

    39 Pérez Pérez, 2004: p. 79. También en: Cirlot, 2002: p. 375.

    40 Revilla, 2007: p. 489.

    41 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 849.

    42 Crísipo de Jerusalén, 1925: p. 337.

    43 Ct 4, 4.

    44 Pérez Pérez, 2004: p. 80.

    45 Becker, 2003: p. 318.

    46 Rey Ballesteros, 2003: p. 118. Semejante idea en: Pons, 2001: pp. 107-109.

    47 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 1006.

    48 San Germán de Constantinopla, 2001b: p. 126.

    49 San Germán de Constantinopla, 2001a: p. 64. 50 Cant. 2, 2.

    50 Ct 2, 2.

    51 Rey Ballesteros, 2003: p. 117.

    52 Pérez Pérez, 2004: p. 80.

    53 Citado en: Trens, 1946: p. 555.

    54 López Pérez, 1995: p. 379.

    55 Chevalier y Gheerbrant, 1999: p. 652.

    56 “Himno Akathistos”, 1860: col. 1342.

    57 Venancio Fortunato, 1862: col. 281.

    58 Si 24, 14.

    59 San Buenaventura, 1967: pp. 494-495.

    60 Sedulio, 1846: II, col. 596.

    61 Alighieri, 1983: Paraíso, Canto XXIII, p. 569.

    62 Pérez Pérez, 2004: p. 81.

    63 Trens, 1946: pp. 310-311.

    64 López Pérez, 1995: p. 379.

    65 Revilla, 2007: p. 521.

    66 Nm 24, 17.

    67 San Bernardo, 1953: p. 205.

    68 Pérez Pérez, 2004: p. 82.

    69 López Pérez, 1995: p. 380.

    70 San Agustín, 1983: pp. 257-258.

    71 San Isidoro de Sevilla, 1982: p. 677.

    72 Pons, 2001: p. 122.