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Una defensa del pecado

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Escrito por Enrique García-Máiquez
Publicado: 30 Abril 2016

Prescindir del pecado es como tirar los termómetros, tan rigoristas e inflexibles, para acabar con la fiebre

EL pecado es una especie en extinción. Como concepto, digo. Y un conservacionista como yo ha de promover la campaña "Salvemos el pecado". Su depredador natural es la virtud, pero no es lo que le amenaza ahora, ojalá. Está acosado por especies exóticas invasoras (EEI), tipo el Mejillón Cebra o el Caracol Manzana. Tenemos el pecado dietético, del que se zampa un bollo y luego va dándose golpes de pecho por ahí y buscando con quién confesarse: "¡He pecado, he pecado!" Otro pecado exógeno es decir "los andaluces", cuando el mandamiento reza que hay invocar el nombre sagrado de "la población andaluza". Y si uno, en un calentamiento, enciende el aire acondicionado, comete sacrilegio contra la Pachamama. El pecado autóctono se queda sin ecosistema propio.

Su extinción supondría una pérdida irremediable de la biodiversidad moral. En una reciente entrevista, Jeremy Irons se atrevió a decir que le parecía bien que, aunque no esté penado por la ley, el aborto sea pecado, porque hace mucho daño. Le cayó la del pulpo. Aunque en el aborto en concreto hay una víctima inocente que la ley debe proteger, la idea general de Irons es brillante. La virtualidad del pecado es que ofrece una heteronomía que permite no aplicar la dura ley civil a casos en que la conciencia puede hilar más fino. Con la ventaja añadida de que el pecado no te afecta si no crees en él. Si consideras que la envidia no está mal, puedes seguir reconcomiéndote tranquilamente. El pecado lo sostenemos los voluntarios, que no ignoramos que, si desaparece, perderíamos los matices que crearon buena parte de la gran literatura, y que dan hondura al alma, con perspectivas y claroscuros complejos y fecundos.

Con todo, lo que más amenaza al pecado son los desfallecimientos teóricos. Cunde la idea de que se trata de una estructura social o así, y que se diluye, entre disquisiciones y excusas, cuando se acerca a cada persona particular. Pero lo mejor del pecado es lo contrario: la apelación a la conciencia íntima. No soy teólogo, sólo hablo por experiencia. Como pecador practicante, prefiero que me perdonen a que me disculpen. Prescindir del pecado es como tirar los termómetros, tan rigoristas e inflexibles, para acabar con la fiebre. Lo malo es el mal; y quien no entiende la necesidad del pecado es quizá porque olvidó que la víctima verdadera del mal es quien lo hace, no quien lo padece. El pecado nos advierte de esto.

Enrique García-Máiquez, en diariodecadiz.es.

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