“El Sumo Pontífice, obispo de Roma y sucesor de san Pedro, ‘es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles”
En Roma, centro del cristianismo desde hace XXI siglos, convergen en estos días todas las miradas del mundo. Y ahí seguirán hasta que se vayan apagando los ecos de la marcha del papa Francisco a la casa del Padre, y de la figura del nuevo sucesor del primer Vicario de Cristo. Por breve tiempo permanecerá cerrada la ventana del Palacio Apostólico, desde la que tantos Papas se han dirigido a la multitud, en los Angelus dominicales y en importantes momentos en la vida de la Iglesia.
He vivido en Roma varios períodos de “ventanas cerradas” o, en términos más eclesiales, de “sede vacante”, y he podido rezar ante los restos mortales de Juan XXIII, de Pablo VI y de Juan Pablo I. Y también, de cerca, el ambiente en torno a varios cónclaves. Hoy, a la espera de conocer la figura de quien será el 267 sucesor de Pedro, haré unos breves comentarios sobre la esencia de su misión, aunque no dirán nada nuevo a cualquier cristiano medianamente instruido.
En estos días que rodean los preparativos del cónclave, se oyen y se leen comentarios para todos los gustos, en torno a quienes serán sus protagonistas más directos: los cardenales electores. Se hacen comparaciones entre ellos, y se les asignan etiquetas que serían más propias de personas dedicadas al mundo de la política. Y esto cuando no se llega ya a máximos desenfoques de la figura del Vicario de Cristo, como el de cierto político diciendo que el Papa Francisco estaba “en su misma barricada”, como si se tratara de posicionamientos en un contexto de protestas o revueltas sociales. O afirmar que “yo estoy con Francisco, pero no con la Iglesia”. Las miradas cortas ante una institución divina pueden originar juicios y comentarios fuera de lugar, que muestran la ignorancia de sus autores en esta materia y confunden a la gente.
Mirada corta, aunque en este caso más comprensible, es también cuando se habla del tal o cual Papa como sucesor, obviamente, de quien le ha precedido, pero centrándolo todo en comparaciones con sus inmediatos predecesores, olvidando la gran verdad: que todo Papa es siempre y por encima de todo sucesor de Pedro, primer Vicario de Cristo. Y a quien él y los cristianos debemos mirar es a Cristo; el Papa, además, a través de Pedro que -no conviene olvidarlo- murió mártir por defender la fe. Por tanto, más que empezar a hacer comparaciones cercanas, hay que resaltar que el nuevo Papa siempre es un nuevo eslabón en la cadena comenzada con san Pedro.
El Catecismo de la Iglesia recuerda esa gran verdad, destacando la misión esencial de todo Papa: “El Sumo Pontífice, obispo de Roma y sucesor de san Pedro, ‘es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (n. 882). El servicio y cometido esencial de todo Papa será, por encima de todo, preservar la unidad de la fe y la fidelidad a la doctrina de Cristo, sean cuales fueren las circunstancias históricas de su pontificado y los problemas que agiten el mundo en los momentos que le toque vivir. Y sin huir en absoluto del diálogo con esa cultura y los problemas que plantee, preservar en primerísimo lugar la mencionada unidad de fe y la fidelidad a Cristo Cabeza de la Iglesia.
Hasta aquí nada nuevo, decía antes, para un cristiano medianamente formado, pero no siempre llegamos hasta el fondo de nuestra fe y de sus consecuencias más radicales. Y esto significa que la misión y testimonio del Papa, como la de cualquier cristiano, siempre exigirá navegar contra corriente de modas culturales, cálculos políticos, etc., que sean contrarios y negadores de las enseñanzas de Cristo. El Señor sabía que este proceder comportaría persecución y nos lo dice sin ambages: “Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Sin embargo, también nos ha mostrado el camino para hacer frente a todas las adversidades: la unión estrecha con él, como el sarmiento unido a la vid, y nos lo advierte: “Sin mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5). Y aquí vienen al caso los “infartos espirituales” que figuran en el título; cuando la savia no irriga al sarmiento, es como si se entre éste y la vid se produjera un “infarto vegetal”, de consecuencias mortales si no se corrige. Algo análogo puede ocurrir en la Iglesia.
La expresión “infartos espirituales” es del cardenal Julián Herranz, recogida en su libro “Dos Papas”, y la considero de vivísima actualidad en estos momentos de “la ventana cerrada” en espera del cónclave y del nuevo Vicario de Cristo que, dentro de unos días aparezca en ella. El cardenal Herranz, médico antes de ordenarse sacerdote, utilizó esa expresión cuando intervino en una de las congregaciones generales de cardenales que precedieron al cónclave donde fue elegido Benedicto XVI. Después de aludir a sus lejanos estudios de Medicina y referirse a las eventuales consecuencias mortales de un infarto, trasladó el caso a la vida de la Iglesia; transcribo literalmente sus palabras, aunque la cita sea extensa:
“Se puede decir -por analogía- que también en el Cuerpo místico de Cristo se pueden dar ‘infartos espirituales’. Captada ya la plena atención del auditorio (..), continué así: ‘Queridos hermanos: no es esta una comparación dictada por el pesimismo, sino por la esperanza, si se valora la suprema ley de la Iglesia: la salus animarum: la salvación de las almas (C.I.C., ca. 1752); sin embargo, puede suceder, y sucede que esté reducida al mínimo la funcionalidad o estén completamente obstruidos aquellos canales divinos de la gracia santificante que son los Sacramentos, ’instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales nos viene otorgada la vida divina’” (CEC, 1131). (Dos Papas, pp. 166 ss.)
Prosiguió: “no pocas comunidades de fieles estaban sufriendo una progresiva obliteración de los canales sacramentales de la gracia divina, de ‘infarto sacramental’, con una paulatina extinción de la práctica religiosa y de la vida cristiana, una progresiva ‘necrosis’ en el tejido vital de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo”. Y concluyó: “… Se trata de un problema pastoral grave, de una primaria necesidad espiritual de los fieles, que el nuevo Papa deberá afrontar necesariamente”. (Dos Papas, pp. 166-168).
En estos días de “ventana cerrada”, comienzo de las congregaciones generales y posterior cónclave, más que dejarnos llevar por los ruidos tantas veces confusos de informaciones mediáticas, será mejor que recemos con fe al Espíritu Santo que “es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos” (Catecismo, n. 1108). Así todos, de algún modo, participaremos en el cónclave y los cardenales electores tendrán la ayuda de toda la Iglesia para ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, en la elección del nuevo Vicario de Cristo y sucesor de Pedro.