Una nubecilla pequeña como la mano de un hombre está subiendo del mar (…) En un momento el cielo se oscureció con nubes y viento y sobrevino una fuerte lluvia” (1R 18, 44).
“Hoy en muchas bahías y ensenadas se escucharán cantos al procesionar embarcada la imagen de María Virgen. Los miembros de la Armada entonarán la “Salve marinera” también conocida como “Salve, estrella de los mares”, en honor de la Virgen del Carmen, a quien veneran como Patrona de su corporación. Este canto con más de siglo y medio de antigüedad fue adoptado en 1872 por alumnos de la Escuela Naval Militar de Ferrol, después de asistir a una representación de la zarzuela “El molinero de Subiza”, en la que se escucha esa canción con aclamaciones a la “Estrella de los mares”.
El tema de la zarzuela se remonta a un romance histórico del siglo XII, en territorio navarro, pero lo esencial de la aclamación dirigida hoy a la Virgen del Carmen tiene raíces más antiguas todavía. Así, desde los siglos VIII o IX, con las palabras latinas Ave Maris Stella (“Salve Estrella del Mar”), la Iglesia católica reza un himno dirigido a María en vísperas de sus fiestas. A su vez, “Estrella del Mar”-o su variante plural “de los Mares”-, procede de la interpretación de un pasaje del Antiguo Testamento sobre un hecho histórico acontecido en Israel nada menos que en el siglo IX antes de Cristo.
El episodio sucedió en el monte Carmelo, donde el profeta Elías rogaba a Dios para que pusiera fin a los años de sequía que sufría el pueblo. En el mismo lugar donde la tradición sitúa esa oración del profeta, reviví como peregrino la escena narrada en el “Primer libro de los Reyes”, porque la magnífica vista del mar Mediterráneo que se contempla desde la cima, enmarca el episodio histórico. Elías, postrado en tierra ora a Dios para que envíe la lluvia, y pide a su criado que otee el mar; después de haberlo hecho repetidas veces sin resultado alguno, al fin, la séptima vez le anuncia que ve: ”Una nubecilla pequeña como la mano de un hombre está subiendo del mar (…) En un momento el cielo se oscureció con nubes y viento y sobrevino una fuerte lluvia” (1R 18, 44).
De ese pasaje arranca la tradición de interpretar la nubecilla divisada por el criado, como símbolo y figura de María Virgen, pues lo mismo que de aquella pequeña nube llegó la lluvia copiosa para vivificar la tierra, así de la humilde doncella de Nazaret nació Cristo para derramar su gracia sobre la entera humanidad. Parecida interpretación, con ligera variante, ofrece san Agustín: “la nubecilla subiendo del mar, figuraba la carne de Cristo, que había de nacer en el mar de este mundo” (Sermones 40, 5). Precisamente el nombre del monte “Carmelo” ha dado origen a esta advocación de la Virgen del Carmen, porque en sus cumbres se retiraron en el siglo XII algunos eremitas, que más tarde constituyeron la orden religiosa bajo el patrocinio de María.
Pero volvamos al inicio de estas líneas y a nuestro agitado siglo XXI, en la fiesta que hoy conmemoramos los cristianos y especialmente las gentes del mar. Para quienes no sean creyentes, podría ser también una invitación a repensar una experiencia que sin duda comparten con todo el mundo; y a partir de ella elevar su mirada hacia un horizonte de segura esperanza.
Esta universal experiencia no es otra que la de comprobar que nadie se basta a sí mismo. En el correr de la vida ¿quién no se siente necesitado algunas veces de una presencia que, como luz cercana, nos fortalezca e ilumine, especialmente en tiempos de borrasca y tempestades?; o ¿acaso hay alguien tan sobrado y suficiente que no necesite de una mano amiga? Semejante persona se habría deshumanizado porque “un corazón solitario no es un corazón”, que diría Antonio Machado. O con, palabras de Benedicto XVI: “ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí (…) Nadie vive solo. (…) Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil” (Enc. “Salvados en la esperanza”, 30-XI-07, n. 48)
Ahora, Benedicto XVI desarrolla esa experiencia y lo hace así: “La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza”. Raro será que alguien no suscriba estas palabras. Pero a partir de aquí, el Papa invita ya a elevar la mirada en ese firmamento de luces amigas.
En efecto, prosigue así: “Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza. Ella que con su ´sí´ abrió la puerta de este mundo a Dios mismo. Ella (…) en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros”.
Hoy, en medio de tanta sequía espiritual y tanto agujero oscuro en vidas personales y en el entorno social, seguimos necesitados de mirar a la “Estrella” y, con María, a la Luz de su Hijo. Los dos desean muchos colaboradores, luces también de esperanza que ayuden a muchos más en el navegar de sus vidas. Así lo pidió el Papa alemán al millón de participantes en la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia: “Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo. Tratemos nosotros mismos de conocerlo cada vez mejor para poder guiar también, de modo convincente, a los demás hacia Él”. (Homilía, 21-VIII-2005).
Estas palabras serán siempre actuales, merecedoras de acogida. Y a su vez, pedimos hoy a la Estrella del Mar que, como la nubecilla en tiempos de Elías, nos alcance la lluvia de luz y esperanza, especialmente en momentos de sombras y sequías interiores, si el Señor permitiera estas pruebas en la travesía de nuestra vida.