Hay mucha gente sencilla y buena, tremendamente confundida y aturdida. No se explican la deriva de la sociedad, de la cultura, de la política.
El asesinato de Charlie Kirk, activista conservador y fundador de Turning Point USA, ocurrido el pasado 10 de septiembre en la Universidad del Valle de Utah, ha generado una ola de reacciones intensas y controversias en múltiples frentes.
Hay quienes han reaccionado con indiferencia o incluso con alegría, lo cual revela una profunda herida en nuestra sociedad. No han faltado los que han intentado justificar el asesinato por razones ideológicas, olvidando que el mal nunca puede ser justificado.
Ante esto, los cristianos no podemos caer en la trampa del revanchismo, de la intransigencia, de la beligerancia. Eso es precisamente lo que algunos pretenden; pues, si lo hacemos, perderíamos nuestra esencia, nuestra fe. Ya no seríamos seguidores de Cristo, sino unos fanáticos: talibanes.
Robinson, el asesino, confesó en mensajes a su pareja que había planeado el crimen durante más de una semana, motivado por el “odio” que sentía hacia Kirk. Lo que Charlie defendía era lo siguiente: “La familia es la célula básica de la civilización. Si la destruyes, destruyes todo lo demás”; “No hay nada más revolucionario hoy que decir la verdad sin pedir permiso”; “No me importa cómo me llamen. Si defender la vida me convierte en extremista, entonces lo soy”. Se declaraba creyente.
Hay mucha gente sencilla y buena, tremendamente confundida y aturdida. No se explican la deriva de la sociedad, de la cultura, de la política. Son ciudadanos que callan, que rechazan la violencia, que sufren y están profundamente heridos. Pero la historia reciente nos recuerda lo mal que pueden terminar las confrontaciones. No podemos pagar con la misma moneda. ¿Entonces debemos callar, aguantarnos, dejar que nos pisoteen, poner la otra mejilla? ¿Qué podemos hacer?
No es tan difícil: mirar a Cristo, ser cristianos de verdad, seguir sus enseñanzas. En esto sí podemos ser radicales: hacer lo que Jesús haría, lo que espera de nosotros, lo que hace en nosotros si le dejamos. San Pablo hablaba de ser otro Cristo, el mismo Cristo: “No soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí”. Pienso que hemos olvidado lo auténtico y genuino del cristianismo, que no es cumplir unas normas ni quedarnos en sentimientos bonitos, sino encontrarnos con Cristo y dejarle actuar en nosotros.
La parábola del administrador infiel nos puede sorprender: “El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz”. Jesús no nos invita a hacer el mal ni a ser injustos; nos recuerda que vivimos en la tierra, en la que hay injusticias y personas taimadas y malintencionadas. Cuando se vive en el mundo real, se requiere prudencia, astucia y actuar con rectitud.
El mal no se vence con armas ni con violencia; su único antídoto es el bien. No olvidemos que la lucha de clases, la dialéctica marxista, es atea e inhumana. No puede usarse como método para convencer ni para mejorar: lo empeora todo.
Decía el Papa Francisco que, con esta narración, Jesús “nos lleva a reflexionar sobre dos estilos de vida contrapuestos: el mundano y el del Evangelio. (…) La mundanidad se manifiesta con actitudes de corrupción, de engaño, de abuso (…). En cambio, el espíritu del Evangelio requiere un estilo de vida serio -¡serio pero alegre, lleno de alegría!-, serio y de duro trabajo, basado en la honestidad, en la certeza, en el respeto de los demás y su dignidad, en el sentido del deber. Y ¡esta es la astucia cristiana! (…) Fuerte y categórica es la conclusión del pasaje evangélico: ‘Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro’ (Lc 16, 13). Con esta enseñanza, Jesús hoy nos exhorta a elegir claramente entre Él y el espíritu del mundo, entre la lógica de la corrupción, del abuso y de la avidez, y la de la rectitud, de la humildad y del compartir”.
Las discusiones caseras, familiares; el afán de imponer la razón; los agrios debates políticos y las ideologías no arreglan nada. El ejemplo de una vida coherente, la empatía y la cordialidad, el resplandor gozoso de una vida en Dios, son la única respuesta eficaz ante la falacia, el mal y la zafiedad.