La esperanza no depende de cómo acaben saliendo las cosas, sino del profundo convencimiento de que algo tiene sentido, sin importar cómo acabará resultando. Byung-Chul
Conformarnos con la inmediatez, con el hoy y el ahora; vivir el instante olvidando el futuro y el pasado, desmemoriados y sin capacidad de soñar, no es humano
Ya no esperamos ir al cielo. Vivimos tan pegados a lo inmediato, al “ya”, que hemos dejado de levantar los ojos. Nuestra mirada se ha vuelto rastrera, plana, miope. Ya no se ven las estrellas en nuestras ciudades. Recuerdo que hace poco pude contemplar el firmamento en un lugar del Pirineo: silencio, inmensidad, belleza. Me quedé pasmado, sobrecogido por tanta grandeza, extasiado. Cerca de Dios. Las estrellas son inalcanzables, lejanas, pero cautivan.
Hoy nos rodeamos de placeres inmediatos, de respuestas instantáneas, de promesas cumplidas antes incluso de formularlas. La tecnología nos ha enseñado que todo está al alcance de un clic, y la cultura nos ha convencido de que merecemos todo, ¡ahora! La espera se ha vuelto obsoleta; la hemos desahuciado.
Vivimos en una época en la que la esperanza parece haber cambiado de dirección. Antes, se alzaba hacia el cielo, hacia lo intangible, hacia lo que no podíamos ver, pero sí imaginar. El cielo era símbolo de lo eterno, lo perfecto, lo prometido. Pero hoy, ya no esperamos el cielo. Pensamos que lo tenemos en la tierra. ¿Es así? ¿Puedo decir que todos los deseos inmediatos satisfechos me llenan, me hacen feliz?
Conformarnos con la inmediatez, con el hoy y el ahora; vivir el instante olvidando el futuro y el pasado, desmemoriados y sin capacidad de soñar, no es humano. Poco a poco nos vamos desnaturalizando, robotizando.
Nos dijeron que el progreso nos traería plenitud, pero nadie nos advirtió que también podía robarnos la “chispa”. Que, al convertir los sueños en productos, los milagros en algoritmos y la trascendencia en consumo, algo profundo se perdería. Tenemos tantas cosas que no sabemos qué hacer con ellas. Cuando nos quedamos solos con el silencio que deja todo lo cumplido, experimentamos el vacío.
Es conocida la famosa frase de los cómics de Astérix y Obélix: “El único temor es que el cielo caiga sobre nuestras cabezas”. Parece que el pueblo galo, en su valentía, solo temía eso. Hoy, el más allá ha dejado de importarnos. Y esta pérdida nos ha robado la esperanza.
Decía Benedicto XVI: “El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”.
Perdida la esperanza, no caminamos, no avanzamos, nos quedamos donde estamos. Somos conformistas, como mascotas saciadas, amarradas felizmente a un rico collar.
También escribió: “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, está en el fondo sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida”.
Nos relata el Evangelio: “Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas. Contestó Abrahán: Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros”.
No olvidemos que estamos hechos para la eternidad. El yo humano no se destruye con la muerte: perdura para siempre. Nuestras acciones libres tienen consecuencias; no se borran. Pasa como lo que subimos a las redes: por mucho que queramos eliminarlo, ahí está. Nos hace bien o mal, buenos o malos. Sirve a los demás o les hacen daño. Todo tiene sentido, y eso es la esperanza.
Byung-Chul Han lo expresa así: “La esperanza no depende de cómo acaben saliendo las cosas, sino del profundo convencimiento de que algo tiene sentido, sin importar cómo acabará resultando.”
Vivir sin sentido, obviar las consecuencias de nuestras decisiones y acciones, es renunciar a la libertad, a ser humanos. La esperanza está anclada en la trascendencia, en Dios, y en la promesa de una vida eterna. Sin esa orientación hacia lo alto, el ser humano se pierde en la inmediatez y el vacío, en el aburrimiento.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es
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