Salvador Ros García

La muerte «revelada» de Jesús de Nazaret

En Jesús de Nazaret se nos ha  dado la posibilidad  de contemplar una imagen modélica: un hombre que libremente ha ido al encuentro de la muerte y en ella, saboreando toda la carga de negatividad que comporta el hecho de morir, ha consumado el gesto  propio de su  vida  como  entrega  libre  y  liberalmente  consentida. La suya no ha sido una muerte serena e impávida como la de Sócrates; tampoco una muerte estoica como la de Séneca;  ni  tampoco la  de un discípulo de Buda en quien la muerte de todo deseo le habría preparado el acceso tranquilo al nirvana... Jesús, en cambio, ni ha escondido su miedo delante  de  los  discípulos  ni  ha  reprimido  el  grito angustiado en el trance final  de  su  agonía.  Es  justamente  en  esta muerte en la que todo ser humano podrá reconocer  el  fondo  mismo de su experiencia; una muerte en la que han tenido cabida las dimensiones más humanas de la persona: el dolor, la angustia como horror vacui..., y también la libertad amorosa de la entrega.

Aparte de otros datos históricos, ciertamente escasos, el testimonio de la muerte de Jesús nos viene consignado con  mayor amplitud en los cuatro relatos evangélicos. Es claro que en  ellos no podemos encontrar las actas de un proceso jurídico, ni tampoco la crónica-reportaje  de  cuanto  ocurrió   positivamente   en aquella  muerte. Al ser estos relatos la narracción de una comunidad confesante,  la muerte que en ellos se nos describe está fuertemente teologizada [58]. Según esto parece que tendríamos limitado el acceso histórico a la muerte de Jesús, pues si la  que  nos cuentan  los  evangelios obliga a  ser   leída   como   un   relato   de   fe  para   la  fe  de  una comunidad, ¿quién nos dice, con juicio crítico, que Jesús ha vivido  su  muerte con radical autenticidad y que en ella ha desvelado  el sentido  último de la existencia humana? Si los pocos datos históricos que poseemos acerca de su muerte sólo nos dicen que fue una  muerte  violenta  (crucifixión  romana), ¿cómo saber con certeza histórica  que  él contó con ese trágico desenlace y que no le llegó a modo de sorpresa en una especie de emboscada? Esta y otras cuestiones, legítimas desde el punto de vista histórico (y también desde la fe para evitar irracionalismos), han abierto una historia de polémicas en el campo de la exégesis contemporánea: desde una radical desconexión entre el Jesús de la historia y el Cristo  de la fe  (Reimarus  y  teología liberal), pasando por la interpretación mítica (Strauss) para desembocar en el extremo opuesto del desprecio por las cuestiones históricas de Jesús (escuela bultmanniana) [59].

Rudolf Bultmann negaba la posibilidad de un acercamiento histórico a la muerte de Jesús. Con un radical escepticismo hacía de ella cuestión de un malentendido  político: si él sufre la muerte de un malhechor político y es difícil que esta ejecución pueda entenderse como la consecuencia íntimamente necesaria de su actividad, históricamente hablando se trataría de un destino absurdo; con lo cual afirma el autor: «la mayor desazón que siente el que quiere reconstruir el retrato de Jesús se debe a que no nos es dado  saber cómo comprendió Jesús su fin, su muerte... ¿ Le encontró un sentido? ¿Cuál? No podemos saberlo» [60].

Sin embargo, en la postura de Bultmann, más  que  una  verificación histórico-positiva (no es posible  saber  lo  que  ocurrió  en  la muerte de Jesús) hay una cuestión pre-lógica:  no  interesa  el  contenido histórico-objetivo del evangelio, sino sólo el kerigma, la proclamación de que Dios nos  ha  salvado  en  el  acontecimiento  pascual de Jesús. Por esto mismo,  porque  la  afirmación  bultmanniana  más  que negar la posibilidad histórica negaba la validez soteriológica de lo histórico (un dato que entra de lleno en su unilateral teología dogmática para  derribar  todos  los  modelos  anteriormente  construidos por la teología liberal de la Leben-Jesu-Forschung), quedaba todavía abierto el desafío para proseguir la investigación. Sus mismos discípulos  emprendieron  la  nueva  búsqueda [61]. Y, poco  a  poco,  se iba constatando que los  evangelios  sinópticos  tienen una  gran dosis de  tradición auténtica;  de modo  que  «los  evangelios  no  autorizan de ninguna manera la resignación  o  el  escepticismo.  Por  el  contrario, nos presentan la figura histórica de Jesús con una  fuerza  inmediata, aunque de manera muy distinta de cómo  lo  hacen  las  crónicas o los relatos históricos» [62].

Entre los estudios dedicados al análisis de la  muerte  de  Jesús, los más satisfactorios, sin  duda, han sido la  tesis de Hans  Kessler [63], y  el  libro  de  Heinz   Schürmann [64]. El primero, Kessler, intenta dar con los primerísimos fragmentos de la narración del Calvario (el relato más antiguo estaría construido por una serie de frases de Marcos,  todas  ellas  en  presente  histórico),  para  ir  señalando  después las distintas etapas de evolución e  intensidad  teológica  que  el dato de la muerte de Jesús ha ido recibiendo en la cristología neotestamentaria (desde una ausencia de mención  en la fuente Q hasta la lectura salvífica por  parte  de  Pablo) [65].  Schürmann,  en  cambio, tiene siempre de frente la refutación de Bultmann y de entre sus mismas ruinas, procediendo con rigor analítico (su método es la  conducta de Jesús en orden a  su  destino),  va  levantando  la  atalaya que nos permite ver de qué modo  Jesús  ha  arrostrado  su  muerte. Desde esta bipolaridad hermenéutica entre vida-muerte (lo que sabemos de su  conducta  nos  permite  esclarecer  lo  que  fue  su  muerte;  y a la inversa,  lo que  sabemos  de su  muerte  consuma  la  significación de su vida) es desde donde Schürmann puede afirmar que Jesús ha asumido activamente su muerte en su conducta [66], que ha ido a su encuentro en una actitud de pro-existencia  amante [67]  y  que,  en  el gesto profético de la cena  con  sus  discípulos  en  vísperas  de  su pasión, atribuyó a su muerte inminente un valor salvífica,  anticipando su significación en el lenguaje eficaz del gesto [68].

Desde esta afirmación histórica exponemos a continuación cómo Jesús realizó una muerte modélica:

a)   Podemos saber las razones que  pesaron  en  su  condena,  aunque en la sentencia, además de razones, entraron también odios e intrigas  (desde  los  recelos  por  parte  de las autoridades judías  hasta las cobardías del poder romano,  pasando  por  las  emociones  enfebrecidas de  la  masa  anónima):  un  falso  profeta  (sentencia  judía) llevado a las autoridades romanas como un   revolucionario  de masas para  que  le apliquen  la  condena  en  uso (crucifixión) [69]. Pero entre estas « causae crucis »,  que  llevan  a  Jesús  a  sufrir  la  prueba  límite de una muerte violenta, está el protagonismo de su propia libertad, mediante la cual mantiene una original pretensión, con radicalidad absoluta en su conducta,  y  de  la  que  no  se  desdice  en  ninguna  de las situaciones extremas a sabiendas del peligro en que pone su vida. Digamos, por tanto, que la causa de su muerte no  es  otra  que el conflicto de su vida llevado hasta  las  últimas  consecuencias;  pensar que le soprendieron en  la  casualidad  de  una  muerte  fortuita  es ignorar la actitud con que vivió su  vida.  La  muerte  de  Jesús  no  es sólo la resultante de simples factores intrahistóricos, es también la consecuencia última de su valiente actuación [70].

b)   ¿Cuál  es  el  contenido  de  esa  suprema  libertad?,  ¿cuál  es el conflicto de su vida que desemboca en  la  muerte?  No  se  trata de  un coraje momentáneo  ni  de  actitudes  estoicas  al  estilo  del  héroe rojo de  Bloch;  se  trata  de  una  suprema  libertad  prendida  a  una causa libremente amada: el Reino de Dios. En Jesús se da  de  modo libre y absoluto lo que Heidegger llamaba la «autodilucidación  del propio ser en vistas  a  su  proyecto»,  la  identificación  total  de  sí mismo con su pretensión, con la causa de  Dios  (la  basileia  tau Theou). Es ésta la magnitud que dinamiza  todo  su  ser  y  que  se traduce de inmediato  en  el  lenguaje  manifestativo  de  su  conducta; una magnitud tan  personalizada  que  en  ella  se  hacen  inseparables su persona y su mensaje; ser y misión totalmente unidos en la causa recibida. Esta es también la causa explicativa  de  su  conflicto  al anunciar la presencia de Dios  aconteciendo  en  su  persona:  «el  reino de Dios está en  medio de  vosotros»  (Lc 17, 21), con  perfecta cuenta de  la  novedad  y  riesgo  que  supone  tal  novedad:  « dichoso  el  que no se escandaliza de mí» (Mt  11, 6), y que, ciertamente, suscitó  las más graves sospechas entre sus contemporáneos: «blasfema  contra Dios» (Mc 2, 6).

Con  esta  categoría  del  Reino  de  Dios,  Jesús  está  diciendo  que lo único que le importa es Dios y  los  hombres,  la historia  ele  Dios con los hombres . Este y no otro es su asunto [71]. Tomando  de  este modo tan en serio la  causa  de  Dios  y  la  causa  del  hombre, Jesús hace de su vida una existencia-receptora (no se presenta como autoidentidad rígida y clausurada  sobre  sí  misma,  sino  como  realidad abierta y transparente; haciéndose  hueco, vacío  total ,  para hacer sitio a Dios totalmente )  y  una  libertad-libertada  (entregándose de lleno a una causa absoluta queda libre de las demás pretensiones intramundanas o egoísmos posibles y se hace libre para comprometerse en el mundo).  Obediencia  y  entrega  son  el  resumen de su existencia.

c)   Este nuevo modo  de  ser  y de  vivir Jesús  lo va  explicitando en el dinamismo de su conducta, con una conciencia clara  de autoridad referida siempre a la causa que trae entre manos [72], y con una singular  conciencia  de  filiación   respecto, de Dios a quieninvoca como «Abba» [73]. Desde  esta  señera  pretensión  de  hijo  Jesús  es,  en un  sentido  único  e  intransferible, el hijo  para  los  otros   hijos,  el hijo que debe hacer hijos a los otros; quien por su obediencia y entrega de sí mismo, en la totalidad de su libertad humana, revele la condición amorosa del Padre, la manera de cómo Dios existe para­los-otros [74]. Desde su autoconciencia  de hijo, Jesús define el ser de Dios por el dinamismo de su amor, con un rostro de  misericordia  y con una especial parcialidad por los pobres y pecadores.

En una sociedad teocrática como la judía, anunciar un  Dios  que vale también para los pecadores, para  los  fuera  de  la  ley,  cuestionaba toda la concepción judía de la santidad y justicia  divinas.  El término «pecador»  tenía una fuerte  connotación  sociológica  antes que  moral: pecadores eran los publicanos  por  su  colaboración con la potencia romana ocupante; pecadores eran los leprosos,  considerados como impuros;  los ignorantes,  pues  siéndolo  desconocen  la  ley y sin la ley no pueden salvarse; las prostitutas,  etc... Entre ellos y para ellos anuncia Jesús la causa de Dios con  parábolas y milagros, pero sobre todo con el gesto de sentarse a compartir su mesa (la comunión  de  mesa  para  un  oriental  significa  comunión  vida)  hasta el punto de que se  le  moteja  de  amigo  de  pecadores  y  publicanos (Mt 11, 19). Los motivos de  esta  predilección  se  asientan  no  en  que el pecado o la pobreza sean valores positivos en sí  mismos,  ni  tampoco en el carácter humanitario  de  Jesús,  sino  en  que  la  salvación que Jesús extiende de parte de Dios tiene un rostro de misericordia que sólo pueden comprender y acogerla los insatisfechos, los  desolados, los que tienen conciencia de necesitarla. Esta  actitud proexistente de Jesús, el ser-para-los-otros de parte de Dios y con  un amor desmedido, fue una  de  las  causas  que  le  hizo  desembocar  en la muerte.

d)   Llegados ya a su  muerte,  sabemos  que  fue  padecida  como un  destino  irresoluble e impuesta con toda su carga de  negatividad y de violencia,  que  murió  saboreando el amargor de una traición (Mc 14, 10 s.17.21.43-45) y el abandono de quienes parecían sus incondicionales (Mc 14, 66-72). Para Jesús la muerte fue sentida como una frontera  absoluta;  sólo  en  la  confianza  concedida  al  Padre  y  a su infinita justicia sobre las  fuerzas  del  mal  pudo  ser  asumida,  sin que esta religiosa abertura le mermara nada  de la  mortal  negatividad con que nos adviene a todos los humanos. ¿Cuál es, entonces, el protagonismo de Jesús en la situación última de su muerte? Nuevamente los contenidos de su libertad: está  viviendo  su  muerte  no desde la evidencia de que al final todo va a salir bien, sino desde la exigencia radical  de  su  vida, apostando de nuevo  por  la  fidelidad al Padre y a la misión que ha encarnado entre los hombres. Jesús muere como ha vivido (ha vivido literalmente desviviéndose en favor de la causa de Dios entre los hombres),  consumando  en  coherencia el sacrificio último de su muerte con el sacrificio existencial realizado en su vida; de tal modo que el acto de morir-por se entiende plenamente como desembocadura lógica de su vivir-por [75].

Pero ¿cómo Dios puede dejar ir a la muerte a quien ha vivido con radical autenticidad, comprometiéndose de modo tan absolutamente fiel por su causa? Más aún: ¿por qué permitió la  muerte injusta del hijo? y ¿por qué calló en su angustia?  Si  dejó  que Jesús saboreara la muerte en todo su amargor, si no le restó ningún sufrimiento humano ni  intervino  para  suavizarle  la  angostura  de su tragedia, no fue porque Dios no se percatara de ello o no pudiera librarlo de tales tinieblas, sino por respeto a la misteriosa libertad humana por la  cual el hombre es capaz  de  los gestos más  creativos y heroicos, pero también capaz del abuso y de la destrucción. Respetó al  hombre hasta  el punto  de que  no  abrió con violencia el  corazón endurecido para evitar  así  la  muerte  del hijo [76].  Y  si  Dios  calló  ante la súplica angustiada de Jesús (Mc 15, 33-34;  Mt  27, 45-47)  no  hay que ver en ello solamente el vacío  de  un  mudo  silencio,  sino  ante todo un espacio abierto para la respuesta del hijo que consuma definitivamente, en el sacrificio puntual de su muerte, la  entrega  existencial de su vida.

e)   En las manos de Dios ha ido  la  vida de  Jesús  a  la  muerte; mas su propia identidad y las reivindicaciones de su causa parecen perdidas.  La  causa  injusta,  los poderes del mal, han triunfado con la ejecución del  injustamente  condenado  a  muerte. ¿Quién  saldrá en su favor? ¿Quién le hará justicia a él y a su proyecto  liberador? La respuesta la dio Dios resucitando a Jesús de entre los muertos. Dios hace de este modo justicia  al  inocente: el  triunfo de  la justicia se instaura con el triunfo sobre la muerte, es decir, con la resurrección. Tenía que ser así; de otro  modo, o Dios no es amor, o Dios no es Dios, puesto que la muerte  puede  más  que  él  al  anular una causa auténticamente fiel.  Si  todo  se  hubiera  perdido  en  la muerte de Jesús, sería sin  duda  el  héroe  de  una  causa  noble,  pero uno  más  entre  los  muchos  ajusticiados  de  la  historia.  Los  poderes de  la  injusticia  y  de  la  mentira  habrían  hecho  inútil  la  utopía  de  su vida; todo reducido a una quimera. Más aún, su  vida  sería  un ejemplo  evidente  de  que  la  idea  de  Dios  es  una  ilusión  (Freud), una alienación (Feuerbach) y que los otros son  un  infierno  (Sartre). Pero Dios en verdad es amor, capaz de recrear  la  vida  que  le  había sido confiada; la idea de resurrección significa, pues, la identidad culminada (vida en plenitud) y la justicia a una fidelidad vivida [77].

Con el hecho de la  resurrección  Dios  reivindica  la  causa  de Jesús, avalando con su absolutez todos los contenidos de su proyecto liberador, revelando en ellos con carácter salvífico el sentido último de la vida humana: 1º)  que  el  fundamento  de la libertad  en verdad es el amor; así  lo  ha  mostrado  Jesús  en  el  ejercicio  de  los  actos más infalsificablemente humanos, en el servicio  desinteresado  a  la causa de Dios entre los hombres; en él se nos da la mostración apodíctica de la libertad humana: «nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18); «nadie  tiene  mayor  amor  que  el  que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13)... Quien ahora diga que «el hombre es una pasión inútil»  supone por  su   parte   un  insulto -cuando menos  una  terrible  ignorancia-  respecto  de  Jesús... 2°)  que el amor en verdad es más fuerte  que la  muerte;  si  Marcel  intuyó que  todo  amor  promete  perennidad  («amar  a  alguien  quiere  decir: tú no morirás»), en la amorosa fidelidad de Jesús se ratifica  plenamente: el amor que es autodonación  de sí no se borra y desaparece sin dejar huella; pese a su desamparada impotencia  termina  revelándose  más  fuerte  que  todo,  más  fuerte  incluso  que  la  muerte [78]...  3°) que por fin y en verdad hay una justicia para todos; si  en la historia no es posible una justicia  total, y  si  por  encima de  la  muerte no hay lugar  para  ninguna  victoria,  entonces  ¿dónde calmar  la sed de justicia  que  lleva  todo  ser  humano?  Aún  más:  si  la  historia  no es capaz de redimir  a  sus  muertos,  ¿quién  hará  justicia  entonces  a los  ajusticiados  de  la  historia,  a  los  que  han   muerto víctimas de las más terribles  injusticias perpetradas en la historia tales  como en Auschwitz o en Hiroshima,  por ejemplo?  Si no hay la posibilidad de una justicia para todos, vivos  y  muertos,  el  hombre  será  una pasión inútil destinada al  olvido  y  la  historia  queda  a  merced  de todas las tiranías posibles  por  parte  del  más  fuerte;  el  verdugo acabará  prevaleciendo   sobre  su  víctima   ya  que  ésta   se  pierde   en la muerte y la historia será pura historia de los vencedores.  O  hay victoria sobre  la  muerte  o  no  hay  victoria  sobre  la  injusticia;  o  se da la superación de la alienación más  radical  que  es  la  muerte  o no hay  proceso  de  liberación  eficazmente  humano  en  la  historia.  Esta es una de las grandes cuestiones que se  ciernen  sobre  la  praxis marxista: cierto que la historia es proceso  abierto  para  el  protagonismo humano,  y  que  la  utopía  es el  resorte  activo  que  acelera  todo lo transformable del proceso (Bloch); pero si  los  que  han  quedado atrás se han perdido y ya  no  cuentan,  si  son simplemente  la  escoria de la historia del mundo, entonces la historia misma  se  hace  antiutopía porque deja a sus hijos engullidos en  el  anonimato  de  la muerte; al  mártir  de  la  revolución,  al  héroe  rojo  de  Bloch,  no  se  le hace justicia llevando  flores  a  su  tumba o guardando un minuto de silencio en el aniversario de su muerte.

La injusticia perpetrada con Jesús (arquetipo de todas las injusticias de la historia) es clamor que exige justicia; y si  la injusticia le introdujo en el abismo de la muerte, sólo se  sobrepujará cancelando ésta con su reverso, la vida.  Esto  es lo  que explica el hecho de la resurrección de Jesús, el triunfo de la justicia de Dios como la única salida válida que rompe el cerco opresivo del mal y redime las injusticias de la historia.

Conclusión: En Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rm 1, 3-4), se nos ha revelado el sentido último de la existencia humana y de la historia. Precisamente por su victoria sobre la muerte ha sido proclamado Cristo y Señor, salvador y liberador, porque siendo él mismo salvado de la más inícua acusación y liberado de la más extrema esclavitud ha dado origen a una nueva humanidad, permaneciendo él mismo como primogénito y arquetipo de esa nueva manera de ser hombre en la historia, ya que él ha roto desde dentro mismo de la condición humana nuestra impotencia abriéndola a la posibilidad de una  relación  infinita [79].

Definitivamente, pues, la salvación de Dios se ha dado en la solidaridad histórica de Jesús con los hombres; es precisamente la significación de esta eterna solidaridad de Jesús con nosotros lo que hace que su victoria sobre la muerte  tenga  una  validez  universal  para  todos los hombres, ya que su salvación se ha dado en el seno de la historia, en la entraña misma de los condicionamientos humanos (un salvador que sobrevolase angélicamente las simas de la condición humana no aportaría más que una salvación decretista, pero no rompería las alienaciones humanas); por otra parte  ha  sido  una  victoria que ha redimido a toda la humanidad de  la  historia (al descender Jesús al reino de la muerte se solidarizó de modo absoluto con los que yacían  sepultados  en  el  dominio  de la muerte,  pero al hacer saltar los lazos de ésta dejó redimido todo el  caudal  de  sufrimientos  destilado por milenios en la historia) [80], y definitivamente  con  esa  misma victoria ha desvelado el sentido último para la historia de la humanidad (la historia tiene  un  destino último, no es la evolución cíclica en la que todo se reitera sin cesar; el mismo Dios que en su amor recreó la vida de Jesús con una total plenitud existencial,  llevará también la historia hacia su realización definitiva en un  mundo  nuevo y una sociedad nueva).

La muerte como «misterio» del cristiano

Hemos visto ya de qué manera la muerte representa un problema para la vida humana, cómo por su carácter de ruptura pone en entredicho la  densidad  existencial  de  la  vida  (Sartre,  Gardavsky,  Schaff) y cómo a  la  vez,  por  su  carácter  inherente  a  la  vida  misma,  goza de una presencia axiológica en el proyecto vital de  la  existencia (Scheler, Heidegger, Machovec).  Vimos  después, en  el caso ele Jesús de Nazaret, que  la  muerte  no  es  un  hecho  neutro  que  se  dé  de modo unívoco para todos igual, sino que hay también  en  ella  un carácter de ambigüedad, puesto que se ha  evidenciado la posibilidad de un morir que es  capaz  de  sobrepujar  su  condición  alienante  y  que termina revelándose más fuerte que la muerte; no que la muerte pierda su carácter oculto o su dimensión  crítica  de  situación  límite, sino que por encima de su opacidad fenoménica, de su  densa  oscuridad, la entrega absoluta en la originalidad del amor, tal como  lo expresó Jesús de Nazaret, se ha manifestado como garantía  definitiva  de  victoria  sobre  la  muerte.  A  partir,  pues,  de  la  experiencia de Jesús  la  muerte  se  nos  muestra  en  cierto  modo  ambivalente,  en el sentido de que  hay  una  doble  posibilidad  para  la  muerte  humana: o morir la muerte «natural» de manera más o menos resignada, o morir la muerte «entregada» (y por ende «agraciada») de Jesús, llamado el Cristo.

Pero, ¿cómo vivir la nueva  muerte  de  Cristo?  ¿cómo  hacer llegar esta nueva posibilidad sin alienar el acto más infalsificablemente humano y que por  eso  mismo  exige  mayor  personalización? Por supuesto que no se  trata  de  hacer  de  la  muerte  de  Cristo  un calco o una repetición de todos sus fenómenos. Ni es posible (cada muerte lleva la firma de quien  la  vive)  ni  se  intenta  tampoco  la simple imitación; si fuera así, estaríamos echando a perder la transcendencia de la  muerte  de  Cristo  (el  hecho  de  que  fuera  repetible por otros le arrancaría a su muerte específica -el carácter salvífica definitivo- con la seguridad, además,  de  que  el  sujeto  humano  no vería en esa muerte  postiza  la  identidad  de  su  propia  muerte.  Se trata, por tanto, de representar, de hacer presente  en  nuestra  condición temporal los misterios de la vida de  Cristo.  De  este modo,  lo que es nuestra adhesión a él,  manifestada  con  una  existencia  cristiana, eso mismo nos llevará a un «conmorir» con Él. Se trata, en definitiva, de una apropiación de su muerte. Con ella no inficcionamos la  vocación  humana;  al  contrario,  queda  salvada.  Recuérdese que la muerte de Jesús fue culminación de su humanidad, libre y liberalmente consentida y que por ello resultó agraciada por Dios, convirtiéndola en el modelo arquetípico de la muerte más  humanamente realizable. Con lo dicho, esta  apropiación  de  su  muerte  nos lleva a realizar visiblemente en nuestra vida la eficacia salvífica  de su muerte [81].

Esta  apropiación  de la  muerte  de Cristo es,  por  tanto, la nueva magnitud axiológica, la más absoluta y envolvente, que el cristiano introduce   en  toda   su   trayectoria   existencial [82]. Con  la   densidad de tal magnitud, la muerte humana pierde el aguijón que  hacía  de  ella algo problemático para la existencia y pasa a convertirse en signo prognóstico, en misterio, que da a la vida un carácter de itinerario pascual hasta configurarse definitivamente con Cristo muriendo también una muerte como la suya [83].  Ir,  pues,  cursando  la  muerte  de Cristo nunca podrá ser una  bella  idea  que  el  cristiano  deba  guardar en el fuero de  su  conciencia,  será  siempre  una  realidad  existencial en la que,  quedando  afectados  todos  los  dinamismos  de  su  ser,  todas sus relaciones, el cristiano la hará traducible de modo sacramental y virtual. Veamos  brevemente  este lenguaje  a  través  del cual se hace visible o manifestable la realización  existencial  de  la  muerte de Cristo, operante en el cristiano.

Cuando decimos que los  sacramentos  son  cauces  de gracia  para el cristiano porque reciben su eficacia de la  muerte  de  Cristo,  estamos diciendo que a  través  de  esas  mediaciones  visibles  que  tienen un carácter pascual el  cristiano  establece  una  conexión  con  el misterio salvífica de aquella muerte.  Esta  conexión  es  particularmente clara en tres de ellos: bautismo, eucaristía y unción  de  enfermos; los tres señalan  y  consagran  el  comienzo,  el  medio  y el fin de la vida cristiana como apropiación de la muerte de Cristo:

a)   La vida cristiana se origina en las aguas del bautismo, significando  en  ellas  el  paso  de  una  antigua  condición  de  pecado (el hombre clausurado egoístamente sobre sí mismo) a una configuración con Cristo.  Con  la  fuerza  expresiva  del  signo  sacramental se va realizando a lo largo del rito bauüsmal la escenificación de una imagen de muerte: la inmersión  simboliza  una  sepultura,  el  ele­ mento del  agua  es  a  un  tiempo  símbolo  de  muerte  y  regeneración, y el significado sacramental es que el hombre muere al pecado para caminar a una vida santa [84]. La expresión plástica del rito hace visible el comienzo pascual del cristiano naciendo de las aguas bautismales con el sello de la muerte de Cristo (Rm 6, 3), para ir configurándose existencialmente con él. Por tanto, además de  comienzo de la vida cristiana, el bautismo es también el comienzo sacramental del morir cristiano.

Esta muerte mística del bautismo va siendo ratificada  a  diario  en la mortificación, en la adhésion incondicional a Cristo. El  sentido de la mortificación el contenido de la ascesis cristiana, no será nunca un código normativo de abstenciones o de imposiciones venidas de fuera, ,sin o antes que nada la presencia activa de esta apropiación de la muerte de Cristo que el cristiano ha hecho en su bautismo y que a lo largo de  la  existencia va  desarrollando  como un aprendizaje del morir en Cristo.  Por  último, la  muerte  mística del bautismo hace también relación a la muerte real  del cristiano; ésta no será otra cosa que la realización última del con-morir con Cristo que prometimos y previvimos en la forma de signo sacramental en el bautismo y que  existencialmente  fuimos  desarrollando hasta por fin entregar la vida definitivamente en las  manos  del  Padre.

b)   El cristiano renueva su apropiación de la muerte de Cristo  en la celebración de la eucaristía, que es la  renovación,  el memorial, de la muerte del Señor; participando en ella anuncia gozoso la muerte salvífica de Cristo y a la vez asimila progresivamente  ese  acto de morir tal como  se  dio  en  El.  Si  los  sacramentos,  en cuanto que son signos eficaces, obran lo que representan, éste (la eucaristía), que representa el memorial  de la  muerte del Señor, ha  de obrar en quien lo recibe la muerte por él  representada;  es  decir,  el cristiano renueva la verdadera apropiación de la muerte de Cristo en lo que es memorial de esta muerte, la eucaristía. Lo que en este misterio hacemos -dice  Rahner-  es  la celebración  sacramental  de la muerte de Cristo, y lo que en este misterio  recibimos  es  la gracia que en su muerte se hizo nuestra [85].

Eucaristía y vida cristiana quedan también íntimamente conexionadas: la muerte apropiada (hecha propia) en el misterio celebrado se desarrolla luego en la actividad del morir existencialmente incorporado al misterio de  Cristo,  para  consumar  definitivamente en la muerte real la plenitud de lo celebrado en la eucaristía [86].

c)   Si el bautismo fue el comienzo sacramental del morir  cristiano, y la eucaristía la fuerza que le ha ido permitiendo al cristiano activar  esa  muerte  durante  la  vida ,  ahora,  la  unción   de   enfermos le consagra para morir ya definitivamente la nueva muerte de Cristo. Dijimos antes cómo los dos primeros, bautismo y eucaristía, en su visibilidad sacramental, tenían una clara referencia a la  muerte  de Cristo; el sacramento de la unción la tiene sobre  todo por la situación o coyuntura especial en que es administrado: la  enfermedad corporal del hombre  como  situación  crítica;  por  esto  mismo,  la unción es  el  sacramento  de  la  situación  última.  En  el  espesor  de esta situación límite, sentida con la inevitable carga  de  dolor, incluso con el temor a  caer  en  el  vacío,  en  el  abismo  sin  fondo,  la  unción es para el cristiano la fuerza de Cristo, el poder de su gracia,  que le sostiene en la prueba última de su vida y le alienta a consumar, nuevamente en la generosa  libertad,  la  última  acción  en  comunión con Cristo  para  entrar  en  la  vida  de  Dios.  Y  así,  muriendo  libre, fiel y confiadamente, el cristiano estará  haciendo  algo  que  sólo  por esta gracia de Cristo puede hacerse; lo sepa o no,  muere  la  nueva muerte de Cristo, puesto que «sólo  esta  muerte  nos  mereció  esta gracia  y  sólo  ella  libera  nuestra  muerte  y  la  introduce  en  la  vida  de Dios» [87]

d)   ¿Hay algún otro sacramento  que  manifieste  más  plenamente  la  íntima   conexión  entre  realización ritual   y aplicación subjetiva, entre muerte sacramental de Cristo y muerte virtual del cristiano? De otro  modo:  ¿existe  un  morir  en  el  que se evidencien la  libre libertad humana y la fe auténtica? Sí, el martirio;  donde la libertad es más  libremente  amada  y,  precisamente  por amor,  se tiene el valor del gesto más gratuito que es entregar  la vida . El martirio no es nunca una muerte suicida; el suicidio es cobardía, nunca libertad aunque libremente  se  realice;  precisamente  porque la libertad y el amor no apuestan  por  la  vida,  es  lo  que  hace  que el  suicidio sea una traición a la creatividad y a  la  fidelidad,  a los  contenidos más densos de la vida humana; el martirio, en cambio, es  la muerte libremente fiel; en ella la violencia que lo provoca es sólo artificio que no logra  diluir  la  presencia  de  esta suprema  libertad. Una muerte así es la realización modélica del morir cristiano; es  la «buena  muerte»  convertida  en  testimonio  de la  buena causa; es definitivamente «el bello testimonio» (1Tm 6, 13), la armónica coherencia de la verdad  interior  con  su  manifestación  externa.  En ella, la gracia se hace más  claramente  visible,  el amor  se  hace digno de  fe  y el mártir realiza el  mayor de  los  signos  sacramentales,  el «supersacramento», el único en el que no puede ponerse  óbice  por parte de quien lo recibe [88].

Aunque la muerte martirial no sea hoy una realidad muy común (ciertamente, todavía hay zonas conflictivas -desde las iglesias del silencio en los regímenes totalitarios del este, hasta la praxis liberadora en los países latinoamericanos- donde el  grito  por  la  libertad o la denuncia profética de las  injusticias  está  llevando  a  no pocos a situaciones de sangre); sin  embargo, no  por eso el cristiano ha perdido la posibilidad de testimoniar la «buena muerte» en la buena causa: confesar  que Jesús llevó  a culminación  su  humanidad y por eso mismo salió victorioso sobre la muerte, significa para el cristiano creer que el  dolor,  la  alienación  y  el  sinsentido  pueden ser aniquilados, afirmando precisamente -como Jésus lo hizo- la libertad y el amor frente a los poderes del mal que  siembran  la muerte (alienaciones, injusticias) sobre los desventurados de este mundo. La fe cristiana, lejos de ser un coto privado, defenderá así la causa de la vida, que a todos interesa porque a todos abarca.

* * *

Después de haber levantado acta de las distintas tanatologías contemporáneas, en la que  hemos  incluido  la  muerte  salvífica  de Jesús de Nazaret y tras ella la consiguiente valoración cristiana, terminamos aquí con la cuestión que ya iniciamos  en las  primeras  páginas sobre  el  sentido  de  la  muerte  que  de  modo  inevitable  pone  fin a  la  existencia  temporal  del  hombre.  Por  una  parte  ha  quedado clara la honestidad de las ofertas antropológicas tratadas. Tanto el existencialismo como el marxismo humanista han sobrepasado  la postura que reducía la muerte a mera positividad  biológica  y  han tratado de rellenar con sentido antropológico  la  aparente  negatividad del hecho. Tales ofertas han venido a confirmar que la muerte no sobreviene de modo extraño al individuo sino que está insertada en  el  mismo  estatuto  antropológico  y   que  anticipadamente  puede ser asumida por el  hombre  con  el  mismo  sentido  que  haya  dado  a su existencia. Con lo  cual  no  hay  muertes  anónimas,  todas  llevarán la  firma  de  su  autor.  Por  otra  parte  las  nuevas  tanatologías  vienen a confirmar el carácter crítico de la muerte sobre la existencia del individuo, de tal manera que todos los proyectos existenciales que pretendieran ignorar el hecho de  la  muerte, sin ofrecer  una  respuesta de sentido, se harían radicalmente inexistenciales.

Vimos después la novedad de la respuesta cristiana. El hombre incorporado existencialmente a Cristo muere como ha vivido, en clave de transcendencia y participando de la misma victoria de Cristo sobre la muerte. El sentido cristiano de la muerte es la resurrección; que nada de lo más humanamente vivido por el hombre en el dinamismo de su amorosa libertad permanecerá en el abismo de la muerte porque Dios, el creador de la vida, ha manifestado en Jesús de Nazaret su pasión por el hombre vivo (la gloria de Dios -decía  san lreneo-  es que el hombre  viva).  La  categoría de la resurrección es la novedad cristiana; no es una ideología más en el campo de las hipótesis, sino una verdad de fe, lo cual significa que no se llega a ella por el procedimiento de una conclusión racional sino tle una decisión personal  ante lo que es oferta victoriosa de Jesús de Nazaret. Y creer en la victoria sobre la muerte jamás podrá ser una evasión desacreditadora de lo temporal; al contrario, llevará al cristiano a esperar la resurrección operándola (la esperanza cristiana jamás es pasiva; acelera lo que cree para alcanzar lo que espera). De este modo, la victoria sobre la muerte, la resurrección, se presenta como la lógica consecuencia del empeño más humano del hombre que es la gratuidad del amor manifestado en la existencia.

Concluyendo: la  afirmación  que  demos  sobre  la  muerte  gozará de credibilidad si surge de la  afirmación  de la  vida,  de  esta  vida  y  del sujeto que la vive.  La  afirmación  más  absoluta  es, sin  duda, que el amor es más fuerte que la muerte.  Y  la  vivencia  de  esta  afirmación en  el  ahora  de  la  existencia  temporal  es  lo  que  hace  legítimo e  inteligible  el  postulado  de  la   resurrección  (Mt.  25,  31 ss.;  1Jn 4, 7 ss.). Esta y no otra es  la  buena  noticia  cristiana  y  la  vocación más absoluta del hombre. No es extraño,  por  tanto,  que  la  conclu­ sión se haga radicalmente  evidente:  quien  ama  vive  y  «  quien  no ama permanece en la muerte» (1Jn 3, 14).

Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es

Notas:

58    El transfondo desde el cual quedan iluminados los distintos relatos evangélicos es que el  Jesús  crucificado  «resucitó al tercer día, según  las  Escrituras» (1Co 15, 4; Lc 24, 34).  Desde  esta  óptica se recuerda al Jesús que fue a la luz del Jesús que vive; y en ese  luminoso contraste,  entre  lo  vivido  ahora y lo convivido antes con él, se hace la necesaria memoria de lo que fue  su vida y de lo que fue su muerte.

59 Toda la historia de la investigación sobre la vida de Jesús (desde el «colosal  preludio» de  Reimarus  hasta  Wrede)  la  ha  recopilado   su   gran   historiógrafo ALBERT ScHWEITZER, Geschichte der  Leben-Jesu-Forschung,  Tübingen  1913. Una buena síntesis de esta problemática: CARLOS PALACIO, Jesucristo, historia e interpretación, Madrid 1978, 23-57.

60    R. BULTMANN, Das Verhiäiltnis der urchristlichen  Christusbotschaf zum historischen Jesus, Heidelber g 1960, 11 s.

61    El nuevo punto de arranque lo marca E. KÄSEMANN en 1953, con su conferencia  El  problema  del  Jesús  histórico,  ante  la  asamblea  de  antiguos  alumnos de Marburg . La conferencia está recogida en E. KASEMANN, Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 159-189.

62    G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 24.

63    H. KESSLER, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu, Düsseldorf 1971; cf. J.-1. GONZÁLEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, en Selecciones de Libros 18  (1972)   341-349.

64    H. SCHÜRMANN, Comment Jésus a-t-il vécu sa mort?, París 1977.

65    Ciertamente que ha sido Pablo el autor neotestamentario que más  fuertemente ha teologizado el hecho  histórico  de  la  muerte  en  cruz.  Para  Pablo resulta  más  significativo  el  morir  en cruz que el hecho de morir. Al tratarse de una muerte necia y escandalosa,  Pablo  no  quiere  que  se elimine  este  carácter de maldición y escándalo; precisamente desde el dato de la  cruz  presentará  la justicia  de Cristo frente a la justicia de  la ley, y la «stultitia  crucis» frente a la sabiduría corintia. Toda una «Theologia Crucix» a través de estos textos paulinos:  Rm 6, 6;  1Co 1,  13.17.18.23; 2Co ,  2.8;  2Co 13,  4; Ga  2, 19; Ga 3, 1.13; Ga 5, 11.24; Ga 6, 12.14; Flp 2,8; Flp 3, 18.

66    H. SCHÜRMANN, o. c., 51.

67   Ibid., 61.

68    Ibid., 78.

69    Los cargos del  proceso  parecen  ambigüos.  Propiamente  uno  no  sabe  de qué se  le  acusa  ante  el  sanedrín  si  seguimos  el  relato  de  Juan,  ni  por  qué  le ha condenado  Pilato  si  seguimos  los  relatos  de  Marcos y Mateo.  El  conjunto  de los textos permite concluir la existencia de dos procesos sucesivos. La importancia  de  cada  uno de  ellos  varía  según  los narradores.  Juan  no  menciona al sanedrín, en cambio el  proceso  ante  Pilato  es  descrito  con mayor detalle. Mateo y Marcos abrevian el juicio romano e insisten en el proceso judío. Parece que el proceso ante el sanedrín (Me. 14, 53-65)  jugaron  dos  cosas:  la  cuestión mesíánica  y  la  palabra  de  Jesús   contra   el   templo.   Con  ello   se  quería   probar que  Jesús  era  un  falso  profeta  y  blasfemo,  contra  lo  que  existía  la   pena   de muerte (cf. Lv 24, 16; Dt 13, 5; Dt 18, 20; Jr 14, 4 s.; Jr 28, 15-17; cf. J. JEREMÍAS, Teología  del   Nuevo  Testamento  I, Salamanca  1978,  99 ss.).  Como  en  aquel  tiempo  el sanedrín mismo no podía ejecutar la pena de muerte, se llegó a una mañosa colaboración con la potencia romana;  de  este  modo  Jesús  cayó  entre  el  aparato de los poderosos (Cf. WALTER KASPER, Jesús, el Cristo , Salamanca 1982, 138-140).

70    Resultaría incomprensible su muerte sin  ese  conflicto  mantenido  de  por vida con la ley y sus representantes. Su  muerte  fue la realización de la maldición de la ley: «fue contado entre  los  impíos » (Lc 22, 37). Seguramente el motivo que aduce el evangelio de Juan para la  condena  de  Jesús,  con  unos  u  otros  términos,  responde  a  esa  situación  de  fondo: «nosotros  tenemos  una  ley y segun esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7; Jn 10, 33).

71    «La  perspectiva  teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de  Jesús»  (W.  KASPER,  o. c.,  85). Al  perder  esto  de  vista  es  por lo  que  se   originaron,  a  partir   de  Reimarus,   las   distintas   imágenes   mesiánicas  del  Jesús   prepascual,   resultando   éstas una mera proyección  de los deseos de sus autores. Así nacieron las  tesis  del  Jesús  zelote o las del agitador  político fracasado: S.G.F. BRANDON, Jesus and the  zealots.  A study  of  the  political  factor in primitive christianit y, Manchester 1967; J. CARMlCHAEL, The Death of Jesus, London 1963; K. KAUTSKY, Orígenes y fundamentos del Cristianismo, Salamanca 1974...  Imposible olvidar la perspectiva teologal (la  causa de  Jesús era  el  dominio  real  de  Dios ,  su  reinado).  Esta es la idea central de la predicación de Jesús por la que es  soportada y esclarecida la totalidad de su mensaje. Por él ha vivido y por él también ha muerto.  Cf.  J. JEREMIAS, Teología  del  NT.,  119;  R. ScH NACKENBURG, Reino y rainado de Dios , Madrid, 1970, 67.

72    Esta  conciencia  de  autoridad  viene  expresada  con  la  fórmula del yo enfático «pero yo os digo» que no tiene paralelismo en la literatura veterotestamentaria o rabínica. Encontramos dicha fórmula trece veces  en  Mc;  treinta  en Mt; seis en Lc y venticinco en Jn.

73    La   designación    de   Dios  como  «padre»  (Abba)  aparece  en  los  evangelios 170 veces,  con una tendencia clara de la tradición de poner en labios de Jesús tal designación. G.  BORNKAMM,  Jesús  de  Nazaret,  134: «Dios está cerca, tal es el secreto del nombre 'Padre' en los labios de Jesús»; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid 1975, 109: «detrás de la palabra nueva se esconde una realidad   nueva: El es el testigo verdadero y el amén de Dios»; W. PANNENBERG, Fundamentos de  cristología, Salamanca 1974, 284; J. JEREMIAS, Palabras desconocidas de Jesús,  Salamanca   1979; ID., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1982, 65-73; E. SCHILLEBEECKX,  Gesit,  la  storia  di  un  vívente,  Brescia  1976,  262-278.

74    La  abertura sin reservas de Jesús a  Dios presupone la abertura de Dios al mundo. La pro-existencia  de  Jesús  (su  condición  esencial amor constante y fidelidad inconmovible para los hombres). Cf. H. SCHÜRMANN, o. c., 164 ss.

75    Las fórmulas hyper (por, en favor de) que los exégetas  estudian en el contexto de la cena de Jesús (Lc 22, 19 par; cf. Mc 10, 45) y en  los  estratos primeros de la tradición (1Co  15, 3-5;  iCo 11,  24)  están  profundamente  enraízadas en la vida del Jesús terreno. Mientras que para  la  exégesis  francesa  estas  fórmulas son claramente prepascuales, serían ipsissima verba Iesou (J.L. CHORDAT, Jésus devant sa mort. Dans l'évangile de Marc, Paris 1970; A. GEORGE, Comment Jésus a-t-il per u sa mort, en Lumiere et Vie 20 (1971) 34-52; MARCEL BASTIN, Jésus devant sa passion, Paris 1976, 83), en cambio para la exégesis alemana no ofrecen ninguna validez histórica (HANS CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu . Exegetische Beitriige, Gütersloh 1968). Algo hace sospechar que también en la exégesis histórica  se  dan  posturas  subjetivas:   la  exégesis   francesa   cree  poder  decir que «sí» donde la exégesis alemana  cree  deber  decir  que  «no»,  con  lo  cual  ambas son posiciones teológicas que condicionan saberes llamados científicos. Cf. J.I. GONZALEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, 338-341. Una de las exégesis más satisfactorias, H. KESSLER, Die theologische  Bedeutung  des Todes Jesu, 282-285, afirma  que estos  logion son  claramente  pospascuales;  mientras  que a E. SCHILLEBEECKX, Gesú, 304, le hace suscitar esta pregunta: «¿no será que la expresión de redención por muchos 'tiene  algún  fundamento  histórico  en  alguna palabra de Jesús que interpreta su muerte futura?». Por  otra  parte  J.  JEREMIAS,   Teología  del  NT,  337 cree  poder  afirmar  que  con esta  expresión Jesús « sabe  que  es  el  siervo de Dios  que  va a  la  muerte  vicariamente».   Véase   también H.  SCHÜRMANN,  Comment  Jésu,  105 ss.;  ID.,  Palabras  y  acciones  de  Jesús  en la última cena, en Concilium 40 (1968) 639-640. Al  margen  de  la  polémica  exegética, debemos hacer una   observación: en el hecho de morir-por, la teología clásica acumuló sobre la muerte de Jesús su virtualidad salvífica. Pero ya que la existencia de Jesús ha sido toda ella salvífica  (vivir-por  =  vivir  des-viviéndose)  y su  muerte ha sido la culminación de un proceso vital  coherente,  mejor  sería  decir  que  lo  que  Jesús  ha  realizado  en su vida y en su muerte ha sido todo ello un  sacrificio  existencial.  No  sólo  su muerte es sacrificio redentivo, también su vida.

76    RICARDO BLAZQUEZ, Dios entregó a su  hijo  a  la  muerte,  en Communio, 1 (1980) 27.

77    La idea  de  resurrección  de  que  habla  el  kerigma  apostólico  está  situada en un  inequívoco  contexto  de  vindicación;  Dios  que  hace  justicia  al  inocente. Ya en  el  antiguo  testamento fue este mismo contexto vindicativo, ocasionado por la experiencia del martirio de  los  macabeos  (2M, 7),  lo que  hizo  saltar  la fe en un más allá de la resurrección (athanasía); dar la vida por Dios  no  puede quedar sin recompensa pues siendo él un Dios fiel no puede dejarse ganar en generosidad. No se trata de un cálculo  comercial  -como  pretendía  ver  Bloch-, sino de una relación interpersonal profunda en  la  que  el  amor  es  tan  gratuito como gratificante, en la que por amor se confía la vida  al  más  digno  de  confianza, a quien la puede recrear de nuevo.  El Dios de  la  Biblia , el Dios  de  Jesús, se define siempre por su amor constante y fidelidad al hombre. No « Dios  o  el amor» que Feuerbach presentaba como  alternativa  de  absolutos  para  defender luego la tesis de que «el amor supera a Dios». (L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 100) ... Resulta desalentador que el marxismo humanista, tras haber recuperado varias categorías bíblicas centrales (amor, esperanza), sin embargo sigan aferrados a negar dogmáticamente cualquier posibilidad de Dios; más aún, que no hayan querido reexaminar la categoría Dios y la continúen utilizando en su versión pagana, como alienación usurpadora del hombre.

78    J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Contenidos fundamentales de la salvación cristiana, en Sal Terrae 69 (1981) 203.

79    Cf.  Rm  5, 12-21;  8,  29;  1Co  15, 45-47;  Col 1, 15.18;  Hb 2, 9-11;  Ap 1, 5. ANDRES TORRES QUEIRUGA, Recuperar la salvación. Para  una  interpretación  liberadora de la existencia cristiana, Madrid 1979.

80    En este  contexto  se  hace  teológicamente  claro  el  significado  del  credo cuando habla del «descensus ad ínferos»:  Jesús,  en  su  muerte  y  por  su  resurrección, verdaderamente  se  solidariza  con  los  muertos,  fundando  así  la  verdadera  solidaridad  entre  los  hombres  más  allá  de  la  muerte.  Cf.  W.  KASPER,   Jesús, el Cristo, 278 ss.; H. VORGRIMMLER, Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los infiernos, en Concilium II (1966) 140-151; J, RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1976, 256 s.

81    Nos situamos de lleno en la teología eminentemente paulina: el cristiano configura toda su vida unido existencialmente a Cristo; si vive como  él  en  la originalidad  del  amor  haciendo  de  su  existencia  un  co-existir   con  Cristo,  entonces también su  muerte  será  un  con-morir  con  él,  con  la  certeza  de  que  quien rescató  la  vocación  originaria  del  hombre  como  ser-para-la-vida,  hará  de  esta muerte  asociada  el  tránsito  hacia  la  comunión  en  la  misma   vida  de   Dios.  Cf. KARL RAHNER, Sentido teológico  de la muerte, Barcelona  1965, 76:  «Hay un  'morir en el Señor' (Ap 14,  3;  1Ts  4,  16;  1Co  15,  18).  Hay  un  conmorir  con Cristo que da la vida (2Tm. 2, 11; Rm 6, 8) ». ld., Sobre la relación  entre  la naturaleza  y  la  gracia,  en  Escritos  de  Teología  (=  ET),  I,  Madrid  1963,  325-347; La resurrección de la carne, ET, II, Madrid 1963, 209-223;  La  vida  de los  muertos, ET, IV, Madrid 1964, 441-449; El escándalo de la muerte, ET,  VII,  Madrid  1969, 155-159; La  experiencia  pascual,  ET  VII, 174-182;  Sobre  el  morir  cristiano,  ET, VII, 297-304. Véase también J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Perspectiva cristiana  de  la muerte, en Iglesia viva 62 (1976) 137-151; SILVANO ZUCAL, La Teología della morte in Karl Rahner, Bologna 1982.

82    La expresión heideggeriana de la muerte como  presencia  axiológica  de  la vida ha sido recogida  por  Rahner  y rellenada  con esta  nueva  densidad  salvífica: la presencia axiológica  de  la  vida  del  cristiano  es  la  apropiación  de  la  muerte de Cristo (Sentido teológico de la muerte, 49 y 76). Sólo así se hace posible verdaderamente el hecho  de  «pre-cursar  la  muerte  en  la  existencia» (el  individuo ya sabe de su muerte: que es tránsito y no final, que termina con su estado de viador y que le lleva a la existencia definitiva); con lo cual también se hace verdaderamente  posible el « correr  al  encuentro  de  la  muerte »  y  no  porque  a ello le anime  una  angustia  (Heidegger),  una utopía (Bloch) o una pulsión clave de la subjetividad (Garaudy, Gardavsky); sino porque en la victoria de Cristo descansa su garantía de que la vocación humana no es un ser-para-la-muerte, sino un ser-para-la-vida que no se pierde en la muerte.

83    El cristiano muere como muere Cristo . Véase el paralelismo entre la muerte de Jesús (Lc 23, 34.43-46) y la muerte de Esteban (Hch 7, 56-60). En ambos se trata de una muerte amorosamente vivida, reiterando el perdón a los hermanos y entregando el espíritu a las  manos  de  Dios  (Jesús  lo  pone  en  manos del Padre y Esteban lo  envía  a  manos  de  Jesús,  a  quien  se  le  ha  dado  el  poder de vivificarlo nuevamente).

84    El vínculo entre el misterio pascual de Cristo y el bautismo se hacía evidente e inteligible por el mero hecho de administrar el bautismo en el curso de la vigilia pascual. Para los bautizados, el misterio de  Cristo  muerto  y  resucitado se hacía realidad presente. Cf. A. HAMMAN, El bautismo y la confirmación, Barcelona 1973, 185.

85    K. RAHNER, Sentido teológico..., 84.

86    IGNACIO DE ANTIOQUIA, en su Carta a los Romanos IV, 1, presenta la inminencia de su muerte  martirial  con  términos  eucarísticos:  «Dejad  que  sea  pasto de  las  fieras,  ya  que  ello  me  hará  posible  alcanzar  a  Dios.  Soy  trigo  de  Dios y he  de  ser  molido  por  los  dientes de las  fieras, para  ser  pan limpio  de  Cristo».

87    K. RAHNER, Sentido teológico..., 96.

88    La tradición de la Iglesia ha visto  esto  claro  cuando  otorga  a  la  muerte martirial la misma virtud justificante del bautismo. «No puede,  pues  llamarse sacramento  en  sentido  usual  al  martirio; pero el negarle este nombre no significa que es menos que un sacramento, sino más...  Aquí  el  sacramento  válido  es siempre  fructuoso  para  la  vida  eterna»  (K.  RAHNER, Sentido  teológico,  110-111.

Salvador Ros García

«No quiero morirme, no, no quiero  ni  quiero  quererlo;  quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy  y  me  siento  ser  ahora  y  aquí» [1]. El  soliloquio  unamuniano  evidencia de manera angustiada lo que otros han venido  a  llama  la  tristeza  de  lo  finito [2],  el  carácter  ambigüo  de  la  existencia  humana al caer en la cuenta de su contingencia. Frente  a  la  tarea  de  reali­ zarse a sí mismo junto con los demás en el  mundo,  el  hombre observa la experiencia del mal y del fracaso: derrotas, angustias y frustraciones que parecen mermar la posibilidad de  tal  realización. Entre esas  dimensiones  críticas  de  la  condición  humana,  la  muerte es sin duda la más ostensible y dramática, la más amenazante para cualquier proyecto humano.

Por otra parte, y a pesar de, sus silencios, la  muerte  nos  viene  dada como un hecho necesario para nuestra  misma  condición  humana. Es algo con lo  que  ya  contamos  de  antemano.  Una  existencia sin muerte, nos lo ha recordado Simone de Beauvoir, es una prolongación de vacíos donde todo se diluye en la tediosa provisoriedad  de  lo  indefinidamente  revocable [3]. No  se  desea,  por  tanto, una amortalidad, sino una inmortalidad; no la  repitición  indefinida, sino una transmutación ontológica. Vivir, sí; pero vivir mejor.

Situados en esa dialéctica entre naturaleza y razón, necesidad y libertad, contingencia e infinitud, la muerte provoca la angustia, esa indomable rebeldía de quien se resiste a la extinción. Lo que pareée necesario por vía de  hecho  (la  necesaria  mortalidad)  viene  negado por vía de razón;  la  muerte  está  ahí  y  el  hombre  mientras  vive  ya va herido de muerte. Y al revés, lo que parece necesario  por  vía de razón (necesidad de la inmortalidad) viene negado por  vía  de hecho; con lo cual la razón recusa el absurdo de  que  todos los  seguros  de vida, toda  la  creatividad  humana,  nada  puedan  contra  la  seguridad de  la  muerte.  Esta  dolorida  perplejidad  entre   naturaleza   y  razón fue   percibía   por   el   mismo   Unamuno   cuando   escribía   que  ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo [4].

Estamos, pues, ante un problema en el que nos va la  vida a todos, que no puede ser banalizado porque en él se juega el sujeto humano por entero; la pregunta sobre la muerte es por tanto una variante de la pregunta sobre la persona; sobre la profundidad, irrepetibilidad y validez absoluta  del sujeto que la  sufre y  del sentido de su existencia. Cualquier proyecto sobre  el hombre será humano en tanto en cuanto no deje sin respuesta ninguna de sus dimensiones humanas; y entre ellas, el hecho de su muerte. ¿Para qué, entonces, una existencia cargada de proyectos si  todos ellos  han de terminar en un vacío irremedianable? Más aún, ¿qué sentido tendrían la libertad  y el compromiso  humanos  si  al final  todo se pierde en la  muerte? Precisamente con éstas y parecidas preguntas se tuvo que enfrentar la moderna filosofía posthegeliana al decidirse, no ya por las esencias, sino por la existencia del existente humano concreto. La filosofía existencialista ha tenido  el  gran mérito  de haber operado el paso de una filosofía de la inmortalidad (el alma separada) a una filosofía de la muerte. Para ello no habrá que olvidar ese factor desencadenante del movimiento existencialista, y del cual se recogieron los grandes interrogantes, que fue el hecho brutal de las dos guerras últimas; en ellas se había desvelado, con una crudeza insoslayable, la extrema precariedad de la existencia  humana,  de tal modo que « seguir viviendo después de Auschwitz » va a ser el leitmotiv preocupante de muchos pensadores [5]. También del marxismo humanista, apremiado por el rostro humano perdido con el monolitismo ideológico del sistema (neopositivismo stalinista y neodogmatismo de Althusser) en  el  que  todo  lo  humano quedaba amenazado. El cristiano no podrá pasar de largo frente a estas ofertas (existencialismo y  marxismo  humanista)  que,  aunque  nos  lleguen  desde la orilla de la increencia, sin embargo esconden una secreta  raíz religiosa y tienen un mensaje común al cristianismo: salvar  al hombre. Si el diálogo entre ciencia y  fe  ha  sido  siempre necesario para que aquella no cayera en un dogmatismo positivista ni ésta en un fideísmo inquisitorial, hoy se hace obligado levantar un frente común con quienes se ocupan del sentido  de  la  vida [6]. Esta  cuestión  es la que ha hecho reclamar una nueva comprensión  de  la muerte  por encima de su facticidad biológica. No ya la muerte naturalmente impuesta como el último corte con la realidad temporal, sino  una muerte personalizada como dato que llene la existencia toda y la identifique  plenamente  con  su  destino,  de  tal  manera  que  ni aquella quede bloqueada ni éste venga superpuesto.

A estas nuevas ofertas de  comprehensión  dedicaremos  la  primera parte  de  nuestro  estudio.  Todas  ellas,  independientemente  de su respuesta y matices, presentan la muerte como problema de la existencia; no después de ella, sino en ella llenándola de  sentido.  En una segunda parte nos ocuparemos  de la muerte más humana  (y por  ello agraciada) realizada  modélicamente  por  Jesús  de  Nazaret  como la entrega libre  y  liberalmente  consentida  de  su  vida;  al  darse  en ella una salida válida al problema de la  muerte,  la  suya  fue  una muerte revelada. A partir de ésta se nos ha dado a los hombres la posibilidad de vivir la muerte como misterio, realizándola virtual y sacramentalmente unidos a la suya; de esta posibilidad trataremos en la tercera parte de nuestro estudio. Este será, pues, el triple cauce -antropología,  cristología  y espiritualidad- a través del cual haremos transcurrir la reflexión de estas páginas.

La muerte como «problema» y sus respuestas

Los sistemas anteriores de la filosofía, dualistas e idealistas (de Platón a Kant y  de  Descartes  a  Hegel)  no  captaron  esta  dimensión de la muerte como «problema» de la existencia. Para ellos era simplemente la  liberación  del  espíritu,  del  yo,  de  la  persona,  sin  más. A partir de Kierkegaard y Nietzsche la situación ha cambiado. La filosofía se ha tornado antropología, pregunta preocupada por la existencia del hombre  concreto,  acosado  por  el  tiempo  y  definido por su destino.

Fue sobre todo FEUERBACH quien puso en crisis la idea de una inmortalidad individual que había sido el patrimonio común de  occidente durante dieciocho siglos. La tesis de  la  inmortalidad  del  alma  -dirá  él-  ha funcionado  como  piadosa  coartada   para  todos los evasionismos. Su interés pragmático por la historia  como  único lugar en el que el hombre realiza  su  destino,  le  llevará  a  negar  la idea de un  más  allá  que  opera  como devaluador  del  más  acá  y, por lo mísmo, a exorcizar todo temor a la muerte [7] La idea de la inmortalidad ya  no  tiene  vigencia  porque  el  hombre  ha  despertado a la llamada de construir su mundo y su historia.

Pero  no  querer  saber  nada  de  la  propia  inmortalidad   es  negar la entraña y la esencia de la  muerte  -dirá MAX  SCHELER-,  pese  a  que ella es un elemento constitutivo de toda conciencia vital. La inmortalidad ha caído en el  olvido  porque  se  ha  dado  en  olvidar  que yo, y no otro, tengo  que  morir  mi  propia  muerte.  Ya  no  preocupa una filosofía de la inmortalidad pero sí una filosofía de la muerte. Scheler va a ser, pues, el  punto  de transición  y quien opera el cambio  de una muerte padecida a una muerte protagonizada. Pese a que  el tema sea secundario en  la  ocupación  de  sus  escritos,  lo  va  a  tratar sin embargo como propedéutica al problema de la  supervivencia pernonal  [8]. A grandes rasgos ésta es su  preocupación:  hay  que  superar el simple conocimiento nocional, la idea de que  conocemos  la muerte porque vemos morir  en  la  que  por  inducción  incluimos nuestro  caso.  Este  modo  de  saber  la  muerte,  de  forma   impersonal («se muere»), no nos posibilita  el  acceso  a  la  verdad  de  la  muerte. Si únicamente fuera  así,  el  sofisma, de  Epicuro  resultaría  consolador y no le faltaría razón  a  Feuerbach  cuando habla  de  la  muerte  como un  ser  fantasmagórico.   Pero   no;   la  muerte  es  un   hecho  presente  a la conciencia de modo inmediato e intuitivo, no es algo accidental contra el que tropezamos  caminando  en  la  oscuridad.  Es,  por  tanto, un a priori para toda experiencia  inductiva  del proceso vital humano,  de tal manera que «el  morir  la  muerte»  es  una  acción,  un  acto mismo del ser vivo [9].

A partir de Scheler habrá  que intentar  esclarecer  el  sentido  de la muerte sin saltar a lo que esté detrás de ella. Este va a ser el esfuerzo común de la antropología existencialista y del marxismo humanista [10].

1. El existencialismo

A)   La construcción de una ontología existencialista es el objetivo de MARTIN HEIDEGGER. Parte del análisis del existente humano, singular y concreto, a quien llama Dasein: «ser-que-está-ahí» como posibilidad siempre abierta, un poder ser auténtica o inauténticamente. Pero el Dasein no existe en un señero solipsismo, sino «en­el-mundo», entre los demás existentes que le tientan para que se olvide de sí mismo y se  sumerja  en el  anonimato  del  «se» (man). El resorte para que el Dasein venza esa  inclinación y no se  pierda  en la confusión  de  los  demás existentes es la  angustia, que  no  es  el miedo, sino una facultad positiva, el horror de la nada.

Y  la muerte,  ¿qué  es  para  el  Dasein?  « La   muerte  es   un  modo  de  ser que  el  Dasein  asume  tan  pronto  como  es»  [11],  es  un  «existenciario» que  hace  del  Dasein  un  ser-para-el-fin  (Sein  zum  Ende),  esto es,  un ser-para-la-muerte   (Sein   zum   Tode) [12].  Así, el Dasein muere no sólo  en  la  vivencia  del  fáctico  expirar;  muere   ya   fácticamente mientras existe [13]. (La medicina, en su positividad biológica, ha hecho  del  morir y del  expirar  algo, sinónimos;      Heidegger,  en  cambio, nos hace ver que son puntualmente distintos).

La  angustia heideggeriana  es  una  densidad  metafísica  que  provoca en el Dasein  una  actitud  de  autenticidad  en  «el correr al encuentro de  la  muerte»;  por  tanto  una  actitud  dinámica   que   difiere de aquella objetivación como mero acontecimiento por venir  e  igualmente de la  expectativa  que  aguarda  a  que  la  muerte  se  haga  realidad. La angustia hace que el Dasein no pierda su protagonismo entre  los  demás  existentes,  sino  que  él  sea  «el   pastor  de  los  seres». Le hace,  pues,  correr  al  encuentro  de  la  muerte  y  le  mantiene   en clave  de autenticidad  [14].  Y  así,  en  su  finalidad  de  ser-para-la  muerte, las demás posibilidades se mantendrán en  su carácter de penultimidad, en cuanto que ellas sólo podrán ser auténticamente asumidas a la cruda luz de la excepcional posibilidad del morir [15]. He aquí, pues, cómo la muerte se convierte en la llave hermenéutica para la comprensión del Dasein, del ser-ahí.

Heidegger, al «precursar»  la  muerte  en  la  existencia  hace  que ésta sea  una  densidad  con  sentido  (existencia y muerte   unidas   en una misma trayectoria de autenticidad) y crea una especie de transcendencia intramundana en la cual la muerte tiene una permanente presencia axiológica. Es decir, ha intensificado el proceso de interiorización de  la  muerte  iniciado  por  Scheler.  La  muerte,   en   sí misma, ha cobrado un sentido, el único sentido  (fin  y  finalidad)  de toda la existencia, con lo cual, en el hecho de  la muerte,  el  hombre cobra ya su definitiva mismidad. Pero  ¿cómo  saber  que la  muerte  que me golpeará es de hecho mi muerte?

B)   También JEAN-PAUL SARTRE pretende la construcción de una ontología existencialista;  pero   parte   de   una   distinción   fundamental. El ser se escinde  en  dos  categorías: la  del  ser-en-sí  (étre-en-soi)  y  la del ser-para-sí (étre-pour-soi). El ser-en-sí es el objeto en su plena positividad, que  posee  una  identidad   densa  que  le  hace  ser «lo que es». En  cambio,  el  ser-para-sí  es  todo  él  futuro y proyecto. El  hombre es  el  «ser-para-sí»,  futuro   plenamente   abierto,   pero con el anhelo de un « ser-en-sí », plenamente identificado. Mas estas  dos categorías de ser, el «ser-en-sí» y el « ser-para-sí», son irreconciliables,  se  anulan  mutuamente.  Esto  es  lo  que  hace  d, el   hombre,  en su deseo de ser-en-sí, un absurdo, «una pasión inútil » [16].

Este brutal negativismo sartriano es la conclusión lógica al refutar como imposible la instancia intermedia de Heidegger (la transcendencia intramundana que se agota en sí misma, densa de sentido pero extraña al ser-para-sí) y al llevar, por otra parte, hasta las últimas consecuencias la repulsa de toda dimensión postmortal del hombre (siendo éste «su proyecto», su  futuro, necesita siempre  de un «después», es así que la  muerte se lo niega,  luego  es claro que no puede ser admitida en el «ser-para-sí», que es todo él  abertura). Por tanto la muerte es extraña a mi subjetividad, no pertenece a la entraña ontológica del proyecto existencial humano.

Heidegger pensaba que en la muerte el hombre cobra su definitiva mismidad, Sartre responde que si tras la muerte no hay nada, toda ganancia se troca en pura pérdida. Si para Heidegger la muerte quedaba interiorizada en la existencia, para Sartre la muerte es radical exteriorización que hace del «ser-para-sí » una total  expropiación, hace que mi ser se cosifique,  es  «el triunfo del otro sobre mí», algo que me convierte en botín de los supervivientes.

Aún más.  Si  la  muerte  fuera mi  muerte  (como  pensaba  Heidegger pero  que  no  cabe  en  la  ontología  de  Sartre)  yo   podría   esperarla; pero siendo ella un suceso esencialmente  inesperable  (el  ser­para-sí no puede contar con un término) la muerte recibe retrospectivamente  el  carácter  de absurdo. No es   otra  cosa  -dirá  Sartre­ que la revelación del  absurdo  de  toda  espera: no se puede   esperar la muerte [17]. De aquí que todos los hombres se encuentren  en  una condición semejante a la del condenado a muerte,  que  se  está  preparando para presentar un aspecto decoroso en el momento de la ejecución, pero que muere  por  culpa  de  una gripe vulgar [18] ; el absurdo también de su carácter accidental.

Ya en su primera obra, una novela filosófica, concluía  con  una frase   llena  de  brutal pesimismo: «todo  existente nace  sin razón, se  prolonga   por   debilidad   y   muere por tropiezo» [19]. Es la misma conclusión de cuanto venimos  exponiendo.  Consiguientemente,  el único sentido que tiene la muerte es revelar el carácter absurdo  que marca a la existencia  humana:  «Si  debemos  morir,  nuestra  vida carece de sentido, porque sus  problemas  no  reciben  ninguna  solución, y porque el significado mismo de los problemas queda indeterminado» [20].

¿No habrá, entonces, ninguna posibilidad  de  redimir  la  existencia  humana  de  esa  alienación  fundamental que es  la muerte? La respuesta de  Sartre  ya  es  sabida:  ninguna. Pero con tal  absurdo en la existencia, ¿no quedará ésta a merced de todos los cinismos posibles? Se hace necesario encontrar con los demás existentes un remedio antes de que en verdad ellos lleguen a ser  para  mí  un  infierno. De aquí que un coetáneo suyo, ALBERT CAMUS, buscase afanosamente un camino intermedio entre la ausencia de esperanza y  la repulsa del absurdo radical. Si no es posible vencer la muerte al menos amordazar su carácter  alienante  padeciéndola  en  solidaridad con los que sufren su agonía [21]

C)   Recordemos nuevamente la ontología  heideggeriana  refutada por Sartre: si para Heidegger no hay más existencia que  la  que construye el Dasein  (ser-ahí)  y  en  ella,  identificada plenamente con su destino (el ser-para-la-muerte), concentra y agota toda la transcendencia posible, ¿ no será demasiado alto el precio que paga a la muerte si al final ésta, en su muda opacidad, le expropia de toda la densidad lograda ? El interrogante nos lleva  a  otro  existencialista:  KARL JASPERS. Para éste hay que distinguir el Dasein y la Existencia, porque mi Dasein no es toda la Existencia. El  Dasein  es  absolutamente temporal y la Eústencia  va  más  allá  del  tiempo.  La  relación del Dasein es el ser-del-mundo; ese mundo de la acción y del conocimiento que puede ser captado bajo dos aspectos diferentes: o bien tiendo  hacia  él  para  colmar  mis  deseos  (con  lo  cual   me  abandono a la ciega voluntad de vivir), o bien  ejerzo  en  el  mundo  una  actividad de transcendencia  (con  lo  cual,  todo  lo  que  realizo  en  él,  en la creación y en el amor, veo  una  manifestación  de  la  Transcendencia que me habla).

La distinción que hace Jaspers es importante, pero ¿ no estará provocando un salto religioso al configurar en una especie de círculos concéntricos Dasein-Eústencia-Transcendencia? De alguna manera sí, pero legítimo a la filosofía  misma -señala nuestro autor-; pues el origen de la filosofa no está en la objetiva positividad del Dasein, sino en la Existencia. Filosofar es, esencialmente, presuponer la Existencia, captarla en el esfuerzo atrevido hacia el descubrimiento del sentido de las cosas y de mí  mismo  y hacia  la  obtención de un punto de apoyo sólido y estable que se aclare en la filosofía  misma.  Este  origen  fontal  y cuasi  transcendente  de la filosofía crea en Jaspers una actitud que se ha venido  a  llamar  la  fe filosófica [22].

Avanzamos. Si  la  Existencia  me  instala  en  el  seno  mismo  de las situaciones concretas y contingentes de la  vida,  de  las  que  no puedo evadirme, no por eso estamos obligados a negar la existencia (contra  el  absurdo  de  Sartre),  sino  precisamente   hay  que  afirmarla a través de dichas situaciones. La existencia situacionada es la única existencia real de cualquier sujeto. Esas situaciones hacen que la existencia no se mueva en el vacío. El hombre necesita de esos condicionamientos como el pájaro precisa de  la  resistencia  del  aire para poder volar. Y cuando esas  situaciones,  transformadas  su estrechez en profundidad, aproximan a la Existencia a una frontera  donde se presiente la vecindad de la Transcendencia, las llamamos situaciones-límite (cuatro  fundamentalmente:  muerte,  sufrimiento, lucha y culpa) [23].

Esa «Transcendencia» constituye, pues, el misterio  de  la  Existencia. Pero  ninguna  verificación  empírica   puede   permitirnos   alcanzar dicha «Transcendencia», porque  nunca  se  nos  aparece  objetivable. El único método  válido  será  el  de  la  apropiación y la presencia realizadas  por y en la libertad.  Encontrarla es leer la «cifra», el lenguaje a través del cual habla la Transcendencia   en la Existencia.

Dentro de esas  situaciones-límite  la  muerte  es  la  cifra  ele  las cifras,  la que  puede  abrir  una  brecha a la «Transcendencia»: a través de la muerte del prójimo, de aquel a quien amo, esa  muerte concretiza dicha apertura, porque « lo que  la  muerte  destruye  es apariencia y no el  ser mismo».  Por  esto  mismo  llega  a  decir  Jaspers con  apasionada intuición:  «Yo  conquisto  la  inmortalidad  en  la  medida en que amo... y es amando como discierno  la  inmortalidad  de aquellos a los  que  me  une  el  amor»  [24].  Pero nuestro autor no explicita el  contenido  de   esa   «Transcendencia»  sobre  la  cual sólo cabe el silencio [25].

D)  Más que la muerte en sí, a GABRIEL MARCEL le apasiona  lo que se esconde detrás de ella. Se  podría  decir  que  su  vocación  filosófica nació con la muerte  de  su  madre  cuando  él  tenía  sólo  cuatro años. Habiendo  preguntado  a  su  tía  por  la  muerte  y  el  más  allá, recibió una respuesta evasiva; «lo sabré algún día», afirmó entonces  el   niño [26]. Tiempo después,  durante  la  primera  guerra  mundial, ocupándose en un departamento de la Cruz Roja por los soldados desaparecidos,   surgió de nuevo en  su mente la pregunta clave: «¿Qué   es   de   los   difuntos? ». Resulta significativo que Marcel, al igual que otros existencialistas,  haya vivido con  enorme  intensidad la experiencia de la guerra, que le ha marcado en la elección de los centros de interés de su pensamiento.

Marcel, al igual  que  Jaspers,  emparenta  amor  e  inmortalidad. El nexo que los une es la fidelidad. Cuando estoy en grado de comprometer mi futuro con una  promesa, entonces  estoy  en  condiciones de superar, rebasándolo, el momento presente: hay algo en mí que perdura, que me reserva el porvenir. Por este camino la  fidelidad deviene  creadora,  «consiste en mantenerse  activamente en  estado de permeabilidad» [27]. Pero he aquí que la prueba decisiva de  la fidelidad es la muerte; por eso,  cuando  ella  irrumpe en la persona amada, en ese ser querido compañero de mi existencia, se produce un quiebro en la conciencia humana, ya que se enfrentan de manera inconciliable el muro de la muerte y la fidelidad en el amor. Sin embargo, pese a su  desaparición  y  lejanía,  el muerto  puede  pervivir en mí, no sólo como recuerdo o imagen, sino como  auténtica  existencia concreta ¿Cómo? Si mi relación con él era la de un tener, entonces es claro que la  muerte  me priva  de  ese  objeto;  en cambio,  si la relación era  la de  un  yo  con  un  tú,  entonces  la persona amada  es conmigo en la unidad indestructible de un nosotros.

Uno de los personajes dramáticos de Marcel, el Arnaud Chartrain de La Soif,  pronuncia  esta  sentencia  lapidaria:  «amar  a  un ser equivale a decirle tú no morirás ». Nunca la fidelidad es más creadora  que  cuando  el amor se hace  más  fuerte  que la  muerte [28].

Un último interrogante: ¿es la muerte un no-ser o el acceso al ser? Nuevamente la libertad en acción, que eso es la fidelidad en el amor, será quien deba resolver el  dilema. Y lo hará en el sentido en que haya optado durante la vida o en comunión  con el ser o en el aislamiento por el tener efímero, que a la larga se revela  como  un no-ser. Más allá de la filosofía paradójica de Jaspers, que desembocaba en la fe filosófica, Marcel ha hecho una filosofía del misterio que nos emplaza en los umbrales de la fe cristiana [29].

2. El marxismo humanista

El movimiento existencialista, sobre todo después de Sartre, ha venido siendo objeto de una contestación general. La más dura, sin duda, por parte del marxismo. En efecto, el nihilismo sartriano adolecía de un subjetivismo voluntarista en el que se evidenciaba la imposibilidad de fundar con  un  mínimo  de  coherencia  una  práxis y una ética. El «todo es absurdo» equivale al todo es igual, al todo está permitido; argumento contradictorio, por tanto, para quien profesa la transformación de la  realidad [30].  ¿Cuál  va  a  ser,  entonces, la respuesta que dé a la muerte la nueva ideología de la izquierda hegeliana?

En los escritos de KARL MARX,  apenas si encontramos esbozada  su opinión. De su época primera, en la que se confiesa seguidor de Feuerbach, encontramos esta frase: «La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir a la unidad de la especie; pero el individuo  determinado es sólo un ser genérico determinado y, como tal, mortal» [31]. La  razón  del parentesco lo explica todo; se ratifica la línea iniciada por Feuerbach: el Sujeto-Hombre es la especie, no el individuo singular;  la muerte es sólo del individuo pero deja intacto al Hombre (a la  especie); es el resorte del que se vale la especie para afirmarse en  la historia... El tema de la muerte individual permanecerá en  un  completo silencio en los escritos  posteriores  de  Marx, en  la  llamada época de madurez. Un silencio que no debe extrañarnos  cuando sabemos  que  eran  otros  los  intereses  y  objetivos  que  perseguía con su obra. ENGELS, de quien sabemos que propendía a endurecer sistemáticamente  las  posiciones  de  Marx,  lleva  la  muerte  individual  a un planteamiento de necesidad caracterizado por su enfoque biologicista: la materia se mueve  en  un  ciclo  eterno,  la  muerte  está incluída en el proceso biológico  que  llamamos  vida,  luego  es  un hecho que vivir significa morir;  es  necesario  morir  para  que  continúe la vida [32]. Con este enfoque  radical  está  de  más  cualquier cuestión en torno a la inmortalidad; estaríamos fuera del proceso biológico, del ciclo eterno de la materia.

La ortodoxia marxista se fue limitando a una repitición de estas posturas fundacionales. Es más, rehuyendo obstinadamente el tratamiento en profundidad de nuestro tema. Así es cómo se fue imponiendo una postura normativa:  el  argumento  ex  silentio  de  Marx (la muerte individual) se eleva al  rango de  argumento  ex auctoritate (no ha interesado al maestro) para justificarlo a posteriori  con  diversas razones (luego al marxismo no tiene que interesarle).  Cabe esperar que la técnica vaya  arrinconando  progresivamente  el  poder letal de las enfermedades y se llegue a conseguir un status de amortalidad. Mientras, exorcizar pedagógicamente el temor a la muerte propio del individualismo burgués; en una sociedad liberada de las contradicciones del capitalismo no  será  temible  una  muerte  vista  como necesidad natural.

Poco a poco la ortodoxia del marxismo quedaba interpretada desde las instancias dictatoriales del neopositivismo stalinista. Y lo  que es peor, se identifican las nociones de revolución y  de socialismo marxistas con el modelo ruso, hasta que la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68) desveló lo que en todo ello había de perversión del marxismo original. Por otra parte, el ala intelectual venía atrincherándose en un neodogmatismo no  menos  pervertido que la praxis stalinista: Althusser, sustituyendo el método dialéctico marxiano por el método estructuralista, hacía una comprensión determinista de la historia, como un puro juego de la estructura sometido a los mecanismos económicos, como un proceso sin sujetos ni fines que se mueve a impulsos de un motor (la lucha de clases);  mas en dicho proceso nada importan los sujetos,  sólo  cuenta  el motor [33].

Ambas posturas (positivismo stalinista y dogmatismo althusseriano) entrañaban una terrible  amenaza  para  todo  lo  humano.  Como ha escrito Machovec, aquel marxismo prendido en las redes del cientismo positivista desdeñó los problemas del hombre concreto, al que abrumó con «la lógica férrea del impulso socio-económico», aceptando como única instancia válida «el determinismo histórico» [34]. Como reacción frente a tales doctrinarismos ha  fraguado en el seno del marxismo una corriente de pensadores independientes con la unánime voluntad de recuperar el humanismo perdido.

A)   En la ontología y antropología de ERNEST BLOCH no interesa el ser-ahí, el Dasein heideggeriano. El ser concentrado sobre sí mismo en una densa identidad no existe para Bloch, ya que el Ser es posibilidad, «ser en movimiento, transformable y en trance de transformarse», capacidad abierta de devenir en un mundo  procesual [35]. Frente a la ontología de la finitud de Heidegger, Bloch opone la ontología del aún-no, la plenitud en camino: la única ontología realista, ya que la realidad no se ha manifestado  del  todo y la materia no es ser, sino aún-no-ser. Con esta comprensión del mundo procesual supera Bloch el materialismo mecanicista de Althusser: en un mundo no estático, sino abierto, el único materialismo válido es el dialéctico en el que la historia es su entraña ontológica  y  el  proceso su transcendencia.

El hombre, como el mundo, es también  proceso  e  historia. Advierte Bloch que, además del subconsciente, inconsciente y preconsciente  que  Freud  situa  en  los  subterráneos  de  la  conciencia, hay una otra dimensión en la que él no reparó: la dimensión de lo «aún-no-consciente», la índole prospectiva de la conciencia  humana por la cual el sujeto se proyecta  siempre  hacia  adelante. La  conciencia no es sólo el reflejo de algo dado (Freud), también es la  inteligencia de algo posible (Bloch). Esta  nueva categoría  de  la  conciencia no es,  por  tanto,  el  efímero  preconsciente  freudiano  que  se borra, sino un genuino «preconsciente»  donde  se  elabora  la  novedad y que hace al consciente que  tienda  al  más  allá  de  lo  adquirido; es, pues, la utopía que, en su dinamismo, tiende hacia el novum ultimum, el final del proceso.

Todo el proceso tiene un principio ontológico que lo hace histórico: es el principio-esperanza, la fuerza de  la  utopía,  la  fermentadora del proceso.  Una  esperanza  que se  opone  al  recuerdo, al  temor y a todos los demás afectos  negativos  (aquí  Bloch se  encarniza contra la angustia heideggeriana). Pero, ¿qué es la muerte en el proceso?. Bloch  reconoce  sin  ambages  la  terribilidad  de la muerte: es «la respuesta más dura a la utopía», «la aniquiladora de todas las delicias»... El memento mori opera en la conciencia una fuerza relentizadora del proceso, corrompe el gusto por la vida, y,  frente  a  la índole prospectiva de la conciencia que  ejerce  el  «pre-consciente»,  ella, en cambio, ejerce una especie de retrospectiva  virtud  depredadora.  Entonces,  ¿qué  solución  cabe  frente  a  ella?  ¿encender una «lámpara sepulcral» como hacen todos los sistemas religiosos? [36].

A Bloch no  le  preocupa  que  haya  muerte  durante  el  proceso; en realidad el  proceso  se alimenta  de  esas  muertes: «Cronos engulle a  sus  hijos  pues  el  hijo  auténtico  aún  no  ha  surgido».  La  muerte se da en el proceso,  como etapa  del  proceso,  pero  en  la  «patria  de  la identidad» ya no habrá muerte.  El  proceso  en  la  muerte  sólo  pierde la dimensión  de  su  exterritorialidad,  pero  nada  de  su  esencia procesual. Con  lo  cual,  el  hombre,  definido  por  su  proceso,  en la muerte únicamente pierde  la  cáscara  exterritorial,  pero  no  el núcleo de su existencia, lo aún-no-desvelado en el proceso, que se adentra al fin en la patria de la identidad, en una especie de original duración que contiene el novum aflorado en su muerte ya sin corruptibilidad.

El valor de morir, la actitud de coraje frente a ella, es la del «héroe rojo», el mártir de  la  revolución,  a  quien  no  le  importa perder su yo territorial, ya que a lo largo del proceso ha ido adquiriendo conciencia de clase y, ahora, en el acto de morir, consuma el gesto de su  solidaridad  al  transfundir  el  yo  propio  en  el  alma  de una humanidad nueva. La conciencia de clase es,  pues,  el  novum contra la muerte; y el hecho de la exterritorialidad, su antídoto. La muerte viene a ser así un fenómeno más o menos epidérmico que priva al sujeto sólo de una corteza territorial, pero el núcleo se salva, en el proceso hacia la patria de la identidad.  El  proceso,  por tanto, se hace más fuerte que la muerte, ya que ésta  es  sólo  un accidente de tránsito, pero nunca un destino.

En una antropología dilemática como es la de Bloch (cáscara­núcleo; sujeto-proceso) quedan cuestiones y ambigüedades por resolver. Si para él la  patria  de  la  identidad  no  es  el  encuentro  con una transcendencia de sujetos,  parece  difícil  creer  en  un  cosmos vacío o en una humanidad a-tópica; por el contrario, se hacen necesarias ambas realidades en la utopía al fin plenamente realizada.

B)   Contra la devaluación  del  hombre,  tanto  si  acontece  por  la vía de la práxis (stalinismo y regímenes socialistas  del  Este)  como por la vía del discurso teorético (antihumanismo de Althusser) se ha  levantado  la  voz  «personalista»  de ROGER GARAUDY [37].  Con él, igual que ocurre con Bloch, la antropología marxista se desembaraza de inhibiciones doctrinarias para ir al encuentro del  hombre  real  en todas sus dimensiones: subjetividad y  socialidad,  necesidad  y  libertad, existencia e historia, vida y muerte.

Para profundizar en tales  aspectos,  Garaudy  ha  venido  realizando un diálogo con  el  existencialismo  de  Sartre  (de  donde  recoge la idea de  subjetividad)  y  con  la  filosofía  cristiana  (de  donde  toma la idea de transcendencia), todo ello desde su adhesión nunca desmentida a  la filosofía de Marx. Desde estos  frentes  pretende  construir su antropología «humanista»; pero pronto advierte que si bien «el marxismo puede y debe ser abordado desde un punto de vista existencial», sin embargo «no existe una  variante  sartriana  del  marxismo» [38], ya que para Sartre el individuo queda clausurado en un solipsismo subjetivista, la libertad no es compromiso y los otros no cuentan en la realización de la existencia [39].

¿Cómo pasar de un marxismo  negador  del  sujeto  (Althusser) sin caer en  una  afirmación subjetivista (Sartre)? Garaudy encuentra la solución en Fichte, en el cual  la  conciencia  del  yo  supone  siempre la presencia del otro, no se da  el  yo  al  margen  del  otro.  Desde esta comprensión hace Garaudy su relectura marxiana: cuando Marx define  al  individuo  como  «el  conjunto  de  sus  relaciones  sociales» no pretende decir que el individuo sea la resultante o  el simple  producto de tales relaciones (tesis de Althusser), sino que  el  individuo, fuera  de  esas  relaciones,  es  una abstracción  (aquí  radica el  error de Sartre) [40].

Con estas dos dimensiones a salvo (subjetividad y socialidad), Garaudy entiende el absoluto humano con dos categorías: el hombre­individuo (el conjunto de sus propiedades; lo que constituye su haber, no su ser) y el hombre-persona (que se define por  la transcendencia y  el  amor) [41].  Según  esto,  la  muerte  afecta  únicamente al  individuo no a la persona: todo lo que es individuo será destruido  por  la muerte; en cambio, el reino de la persona goza del privilegio de la eternidad aquí y ahora. El amor, que es lo consitutivo de la  persona, nos salva de la muerte; y todo lo que con él haya podido  crear  el hombre queda inscrito para vencer la muerte [42].

El binomio individuo-persona en la  temática  de la  muerte vuelve a recordarnos a Bloch y su di,stinción entre cáscara y núcleo. Pero ¿cuál es exactamente el sujeto de la supervivencia? Si no es el individuo, ¿cómo se sostiene la identidad entre el hombre de la existencia mortal y el de esa existencia  reencontrada  en  la  otra orilla de la muerte? La solución de Garaudy tiene un colorido idealista-panteísta: el individuo pasa por la muerte a integrarse en un todo humano y cósmico intencionalmente presente en su conciencia a través del compromiso revolucionario [43].

C)   Dos pensadores checos, animadores  de  la  efímera  primavera de Praga, preguntan por el sentido de la vida. MILAN MACHOVEC, tras afirmar que tal pregunta se halla alojada en la  experiencia  de  la finitud (silenciada violentamente por el marxismo ortodoxo),  reivindica su tratamiento: mientras no se ofrezca un sentido plausible a la vida individual, no será lícito exigir  de nadie  un esfuerzo, y menos un sacrificio, en pro de una colectividad  abstracta.  La  respuesta  no está en la esfera de  la  razón  pura,  sino  en  el  auténtico  humanismo de Marx: «el materialismo de Marx significa la primacía del hombre, del concepto de hombre en el cosmos» [44].

¿Cuál es la respuesta de Machovec a la muerte? ¿cómo salvar frente a ella el sentido  de  la  vida? Si el  yo  consiste en  la  posesión  de objetos, la muerte se evidencia como  un  despojamiento de todos los haberes, y será un fenómeno puntual; pero si el hombre  desarrolla las formas siempre ascendentes del yo, vivirá con la vivencia de la muerte, no en el  desnudo  punto  final,  sino  como  «parte  integrante de mi ser» [45]. Más aún; si he vivido con la vivencia de la muerte mientras he sido en la existencia, después de ella seré  también:  con mi muerte se eclipsa mi nombre y mi conciencia, «mas no la posibilidad de ser yo». «Yo he sido, luego yo  soy»,  es la  tesis  de Machovec [46].

Más que una postura con cierta dosis de optimismo ingenuo, diríamos que la postura de Machovec responde a una comprensión cuasi-religiosa de la realidad como  « el  gran  Uno »  que  permite vivir la vida en una latente eternidad; con lo cual, la muerte, lejos de desligar al hombre del cosmos, consagra su  pancosmicidad.  El sentido de la vida y de la muerte descansan, pues, en una  confesión monista, casi platónica, alentada por un sentimiento místico panteísta. En el sistema de Machovec no caben  preguntas  acerca de  la muerte individual; todas serán diluidas en el misterio de un cierto panteísmo. En cambio, a partir de VITEZSLAV GARDAVSKY, predominará en el resto de los pensadores del marxismo humanista un realismo desencantado.

También Gardavsky se ocupa del individuo concreto, quien le merece  los  calificativos  axiológicos  más   altos: «valor  límite», algo «insustituible». En la conciencia humana -destaca el autor-  hay dos certezas fundamentales: la socialidad y la mortalidad. Imposible silenciarlas o disociarlas, porque ambas se implican mutuamente. Es la socialidad, por el hecho de que el hombre sea una realidad tejida en relaciones supraindividuales, lo que hace al hombre captar en la muerte una tragedia. La muerte es espantosa precisamente a causa de la pérdida de relaciones: «Yo muero quiere decir: no llevaré  mi  obra  hasta el fin, no volveré a ver a los que he amado, no volveré a sentir ni la  belleza  ni  la  tristeza...  No  volveré  ya  nunca más a trascenderrne a mí mismo en  ninguna  dirección,  hacia  ningún  lado.  Sólo me  queda  esta  certeza» [47].  El  problema  de  la  muerte  no tiene solución: «La muerte individual es mi muerte;  este  hecho  no puede ser eliminado por ninguna reflexión» [48].

Ante la muerte, y para que la  vida  no  pierda  sentido, sólo  cabe una ofrenda o una  actitud  de amor [49]  que  mantenga  la  esperanza  de los que vienen detrás [50].

D)  Decíamos que a partir  de  Gardavsky  se  da  en  los  posteriores humanistas la actitud  de un  realismo  desencantado;  tal  es el caso de ADAM SCHAFF y el de LESZEK K0LAKOVSKI, ambos polacos, que, al rebasar sin inhibiciones los doctrinarismos del marxismo ortodoxo, lo han pagado al precio del descrédito (Schaff) y del exilio (Kolakovski). Schaff identifica las pretensiones socialistas de Marx con la construcción de un verdadero humanismo para la felicidad del individuo concreto tratándolo como un valor irrepetible. Pero advierte enseguida el autor que el socialismo, sin embargo,  no  puede  garantizar  de  modo  absoluto  la  felicidad   personal,  pues   «también   en el socialismo mueren los  hombres,  y  éste  es  el  más  grave  problema que  la filosofía  no  puede  resolver» [51]. ¿No estaremos al  borde de un absurdo al afirmar tan radicalmente que el individuo humano es un valor irrepetible si por  otra  parte  la  muerte  le  arrebata  ese  valor de absolutez? ¿cómo salvar dicha antinomia entre lo que es  el sentido de la vida y el sin-sentido que se evidencia en la muerte? Desechadas las soluciones religiosas, Schaff interpela a la libertad individual para que esclarezca en cada caso si merece o no la pena vivir. No obstante hay una oferta para vivir con sentido: el «eudaimonismo social» que propone el humanismo socialista. Si es verdad que no podemos  abolir  la  muerte  -la única  certeza de Schaff- podemos, sin embargo, hacer la vida  más  humana  unidos en  la  praxis política [52].

Kolakovski, como los anteriores autores, apuesta también por un marxismo humanista. El conjunto de sus acotaciones críticas al modelo oficial estriba en la idea central de que «todo hombre debe  ser considerado como  fin en  sí  mismo», como «algo absoluto» [53]. Y a esta afirmación ha de seguir la de su libertad; una sociedad compuesta por miembros no libres sería una « sociedad de hormiguero». Es, por tanto, la  libertad  la  condición  de  posibilidad  de una vida con sentido, la que permite al individuo afirmarse ante el reto de las necesidades indomesticables. ¿Sabrá  la libertad afrontar la última necesidad que es la muerte?.

Kolakovski distingue entre el miedo a la  muerte concreta  (que se identifica con el instinto animal de conservación) y la angustia ante la muerte abstracta (que deriva de una conciencia sabedora de que todos los hombres son mortales) [54]. La primera, la muerte biológica, es perfectamente asimilable en el proyecto de una vida con sentido. En cambio, ¿cómo exorcizar el temor de la segunda, en la que va el sentimiento  de  la  personalidad? El  autor  desecha  tanto el recurso religioso (la creencia en la inmortalidad) como la hipótesis -«exceso de fantasía»- de una humanidad  nueva  en  otro sistema planetario [55] y propone una nueva solución: la racionalización de la muerte; percatarse de que tal vivencia de la mortalidad como problema angustioso es una « mistificación ideológica », una «aparencia» y, por tanto, basta una educación adecuada para poder cancelarla [56].  Pero  a  esto  habrá  que  añadir  que  el   autor  no   logra su propósito convincentemente, que  su  racionalización  de  la  muerte no despeja la incógnita, aunque séa la única salida válida que  encuentre para no hacer imposible el sentido de la vida en una coexistencia activa con el mundo [57].

* * *

Después de este recorrido a través de las diversas tanatologías contemporáneas se impone una evaluación global  rápida. Mientras que en el pasado se daba un desplazamiento del problema de  la muerte -se hablaba de su origen (la culpa) y de su término (el más allá), pero de la  muerte  en sí misma  apenas  se decía  nada-, ahora  es la vida la que se trata de elucidar  mediante  la  muerte;  éste  ha sido el mérito del movimiento existencialista, recordarnos que la muerte tiene una presencia axiológica en la existencia humana, que afecta al hombre por entero y le identifica con su destino, de tal manera que todo cuanto haya realizado no adquirirá su brillo último sino cuando la muerte consume en coherencia  lo que  pretendió  en  su vida; de aquí, por  tanto, el papel decisivo  de su  libertad en orden a la muerte.

En cuanto a los autores del marxismo  humanista,  no  podemos negar el mérito de haber rescatado las inquietantes cuestiones antropológicas que el marxismo escolástico dejaba relegadas a mera positividad fáctica. Y si en el eústencialismo  constatábamos  secretas raíces religiosas, también  en  el  marxismo  humanista  se  da  una secreta afinidad con los planteamientos teológicos al mantener postulados tales como el amor y la esperanza para  promover  los  dinamismos del sujeto y de la historia.

Sin embargo, el conjunto de ambas ofertas está pidiendo la experiencia modélica concreta de alguien que, habiendo padecido la situación-límite de la muerte, la haya protagonizado en la radical autenticidad de su vida y, a la vez, haya desvelado  en  el  acto  de morir la cifra absoluta de la Transcendencia  para  consuelo y sentido último de la vida humana.

Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   MIGUEL DE ÜNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1981, véase todo el capítulo 111, p. 64 ss.

2   PAUL RICOEUR, Philosophie de la volonté. I (Le volontaire et l'involontaire), Paris 1967, 420.

3   SIMONE DE BEAUVOIR, Taus les hommes  sont  mortels,  Paris  1954.  cf.  JUAN ALFARO, Cristología y antropología, Madrid 1973. 492 ss.; lo, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972, 20 ss.

4   MIGUEL DE UNAMUNO, o. c., 106. El Concilio Vaticano II  ha  expresado  la misma inquietud: « El máximo enigma de la  vida  humana  es  la  muerte.  El hombre  sufre  con  el  dolor   y  con  la  disolución  progresiva  del  cuerpo.  Pero   su -máximo tormento- es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con  instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra  la muerte».  (Const.  past. sobre la  Iglesia  en  el   mundo, n. 18). Cf. J. ALFARO, Hacia una teología del progreso  humano,  Barcelona  1969, 46-48.

5   Los filósofos postmarxistas de la escuela de Frankfurt han dado un giro de profundidad a las grandes cuestiones rescatadas  por  sus  antecesores  humanistas: sujeto y transcendencia, sentido de la vida y sentido de la muerte serán nuevamente evaluadas con una lucidez que les avecina al pensamiento cristiano. Después de Auschwitz habrá que rastrear «las huellas de lo  Otro» como  posibilidad de que sea revocable todo el  horror  irrevocablemente  acontecido  (T.W. ADORNOR, Dialéctica negativa, Madrid 1975, 400-402), caminar con la esperanza «de que exista un absoluto positivo»  (Véase la respuesta de H0RKHEIMER  recogida en  A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, 79, 93-95, 103).

Esta  es  la  cuestión  desencadenante  de  no  pocos  estudios:  MIGUEL  BENZO, Sobre el sentido de  la  vida, Madrid  1971,  3-9;  JUAN  LUIS  RUIZ  DE LA  PEÑA,  El  último  sentido,   Madrid   1980,   132-154.   Este   autor   es   comúnmente   admitido   como gran  perito  en  cuestiones  de  escatología;  remitimos   por   tanto   a   toda   su   producción:  El  hombre  y  su  muerte.   Antropología   teológica   actual,  Burgos   1971;   La otra  dimensión.  Escatología  cristiana,  Madrid   1975;   Muert e   y   marxismo   humanista.   Aproximación   teológica,   Salamanca   1978.   Además   de   las    obras   de   Adorno y  Horkheimer  ya  citadas,  véase  K.   LowrrH,   El   sentido   de  la   historia ,   Madrid 1968.

7   L. FEUERBACH, La esencia del  cristianismo, Salamanca 1975.  Al hombre no le está permitido hipostasiar en la  lejanía  de  un  más  allá  lo  que  son  ocupa­ ciones y valores del más acá. Tales proyecciones son  alienantes,  restan  credibilidad y absolutez al  único  y  total  proyecto  humano:  la  humanidad  concentrada  en sí  misma  y  en  su  mundo  del  presente:  «Así  como  Dios  no  es  más que la esencia del hombre, purificada de  lo  que  al  individuo  humano  aparece como límite..., del mismo modo el más allá  no es otra  cosa  que  el  más  acá liberado de lo que aparece como límite, como mal»  (p. 217) ... Tanto  para  quienes se remontan a la  supervivencia  (tesis  de  la  inmortalidad  del  alma  separada) como para quien sólo cuenta  la  pervivencia  (tesis  de  la inmortalidad  inmanente de la especie), unos y otros reducen la muerte a un fenómeno más o menos epidérmico que acontece solamente al cuerpo (tesis tradicional) o al individuo singular (tesis  de  Feuerbach  y  común  al  pensamiento  materialista).  En  cualquier caso,  la  muerte  es  sólo  un  mero  despojo,  nunca  un  valor  en  sí  misma; por lo cual, en lugar de contar con  ella,  se  prefiere  exorcizar  su  temor.  Así  lo hace  Feuerbach,  que,  recuperando  el  sofisma  de   Epicuro   -utilizado también por Epicteto y Montaigne- (« la muerte, el más temible de los  males,  es  para nosotros  como  una  nada:  mientras   nosotros  somos,  ella  no  es, y cuando  ella   es, no somos nosotros»), reduce su comprensión de la muerte a un simple ser fantasmagórico:  «Unicamente  antes  de   la   muerte,   pero  no en   la   muerte,   es la muerte muerte y dolorosa; la muerte es así  un  ser  fantasmagórico, puesto  que sólo  es  cuando  no  es, y  no  es  cuando  es».  Este  y otros  textos  en  J.L.  Rurz DE u PEÑA, Muerte y marxismo humanista, 17 ss.

8   MAX SCHELER, Muerte y supervivencia. Ordo amoris, Madrid  1934; Id. De  lo eterno en el hombre,  Madrid  1940.  Cf.  M.  DuPUY,  La  philosophie  de  Max  Scheler.  Son évolution et son unité, Paris 1959; ANTONIO PINTOR RAMOS, Max Scheler y el vitalismo, en La Ciudad de Dios  182  (1969)  514-555;  Id.,  El  humanismo  de  Max  Scheler. Estudio de su antropología filosófica, Madrid 1978.

9   El acto de morir, en el ideario antropológico de Max Scheler, tiene todo el protagonismo personalizador. Puesto que «la persona está en cada uno de  sus actos plenamente concretos» no  cabe  la  despersonalización  de   la   muerte,   ya que  ésta  es  un  acto  «que emerge de la persona desarrollándose en el tiempo» y llena de sentido la vida misma. Cf. A. PINTOR RAMOS, El liumanismo de Max Scheler, 286-304 y 351 ss.

10    Uno  y  otro  han   sido   ampliamente  estudiados   por   J.L.  Ruiz  DE  LA   PEÑA. El movimiento existencialista, en El hombre  y  su  muerte,  Burgos  1971.  El  marxismo humanista,  en  Muerte  y  marxismo  humanista,  Salamanca  1978.  Una  síntesis de ambas tanatologías las ha  presentado  el  mismo  autor  en  Muerte  e  increencia. Inventario de actitudes y ensayo de comprensión teológica, en Sal Terrne 65 (1977) 675-686 y en El último sentido, Madrid 1980, 132-154.

11    MARTIN HEIDEGGER, El ser y el tiempo, México-Buenos Aires 1974, 273. «Tan pronto  como  un  hombre entra en  la vida, es ya bastante viejo para morir», p. 268.

12    Ibid., 256.

13    Ibid ., 288: «El 'precursar' la  posibilidad  irrebasable  abre  con  ésta  todas las posibilidades  que están antepuestas a ella: por eso reside en él la posibilidad de un tomar por anticipado existencialmente el ser total'».

14    Ibid., el ser-para-la-muerte «es en esencia angustia», p. 290.

15    Ibid., 414: «Sólo el ser en libertad para la muerte da al «ser ahí»  su meta pura y simplemente tal y empuja a la existencia hacia su finitud».  Cf.  J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Salamanca 1976, 300-302. Estudia el tema heideggeriano con profundidad y detalle ALFONSO ALVÁREZ BOLADO, Filosofía y teología de la muerte, en Selecciones de libros 5 (1966) 13-53.

16    J.P. SARTRE, L'Existentialisme est un  humanisme,  París  1946:  «El  hombre no  es  otra  cosa   que  su  proyecto;  existe   sólo  en  la  medida  en  que  se realiza», p. SS; ID., L'etre et le néant, París 1948:  «La realité humaine est  souffrante dans son etre, parce qu'elle est sans pouvoir l'etre, puisque justement elle ne pourrait atteindre  l'en-soi  sans se  perdre  comme  pour soi»  p. 134...

17    Después concluye: «L'homme est une passion inutile», p. 708. 11 L'etre et le néant, 617.

18   Ibídem.   Para   establecer   un   paralelismo   entre   Heidegger   y  Sartre   véase R. JOLIVET.  Le  probleme  de la  mort  chez  M.  Heidegger  et  J.P.  Sartre,  Fontenelle 1950.

19    La Nausée, Paris 1943, 147.

20    L'etre et le néant, 624.

21  Al  tener  que  morir,  todos  los  hombres  son  extranieros   en  el   mundo,   se ven   condenados   a  un   destierro   insanable   «dado   que   el   mundo   está   privado de  los  recuerdos  de  una  patria  de  la  esperanza  de  una  tierra  prometida»  (A. CAMUS, Le mythe de Sisyphe, Paris 1943, 18); pero es preciso vivir el  momento presente buscando  no  el  placer  egocéntrico  que  predica  A.  GIDE  en  sus  escritos, sino algo  con  sentido  que  no  se  lo  trague  la  muerte:  la  solidaridad  con  el  que sufre  no  puede  ser  algo  absolutamente vano; a través de ella se puede construir un   frente común para rebelarse   contra   la   miseria  y  la   muerte   violenta.   Esta es la  actitud  que  Camus  encarna  en  el  doctor  Rieux,  el  héroe  de  su  obra  La  Peste.  De  este  mismo   autor  véase  también   La   muerte   feliz,  Barcelona   1971.  Cf. P.  KAMPITS,  La  marte  et  la  révolte   dans  la   pensée  d'Albert  Camus,  en  Giornale di Metafisica 23 (1968) 19-28.

22    Cf. R: JOLIVET, Las doctrinas existencialistas.  Desde  Kierkegaard  a  J.P. Sartre, Madrid 1968, 222-286.

23    Cf. GABRIEL MARCEL, Situación fundamental y situaciones límite en Karl Jaspers, en Filosofía concreta, Madrid 1959, 249-283.

24    K. JASPERS, La morte, en  La  mía  filosofia,  Torino  1981,  196-209;  Cf.  J.L. Ruíz DE LA PEÑA, El último sentido, 139; DUFRENTE-RICOEUR, Karl Jaspers et la philosophie de l'existence, Paris 1947, 366 donde se hace el comentario de esta sentencia   conclusiva   de   Jaspers :   « La   muerte  era  menos  que  la  vida  y  exigía arrojo; la muerte es más que la vida y ofrece hospitalidad».

25    G. REMOLINA VARGAS, Karl  Jaspers  en  diálogo  de  la  fe;  análisis  de  su  posición filosófica frente a la fe revelada, Madrid 1971.

26    Citado  en  E.  GILSON,   Existentialism   e  Chretien.  Gabriel   Marcel,  Paris 1947, 302.  Una  exposición  precisa  del  pensamiento  de  Marce!  puede  verse  en  R.  Jou  vET, Las doctrinas existencialistas, 287-308 y en X. TILLIETTE,  Philosophes  contemporains: Gabriel Marcel, Maurice Merleau-Ponty, Karl Jas pers , Paris 1962.

27    G. MARCEL, Du refus a l'invocation, Paris 1940, 192 ss.

28    El  Arnaud  Chartrain  de  La  Soif  volverá  a  decir:  «por la muerte  nos abrimos a aquello de lo que hemos vivido sobre la tierra».  Sobre  esta  fidelidad creadora: G. MARCEL, Filosofía concreta, 167-195; lo ., Hamo viator,  Paris  1945, 205-210;   lo .,  étre  et  avoir,  Paris  1935,  135:   la   muerte  como  fidelidad   en  el amor «deviene   trampolín   de   una   esperanza   absoluta»;   ld.,   Diario   metafísico (1928-1933), Madrid 1969, 115 y 171.

29    Cf. P. RIcOEUR, Gabriel Marcel et Karl Jaspers . Philosophie du mystere et philosophie  du  paradoxe,  Paris  1947;  M .M.  DAVY,  Un  filósofo  itinerante,  Madrid 1963.

30    La undécima tesis marxiana: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». K. MAR X-F R. ENGELS, Sobre la religión I, Salamanca 1974, 161.

31    Texto y contextos en J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Muerte y marxismo, 15 ss.

32    Sobre la religión, 296 s.

33    L. ALTHUSSER, La revolución teórica de Marx, México 1968; lo ., Réponse II. John Lewis, París 1973.

34    MILAN MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 27.

35    E. BLOCH, El principio esperanza I, Madrid 1977; Cf. Muerte y marxismo, 37-74.

36    Bloch rechaza todos los contrapuntos religiosos, así como las elucubraciones metafísicas del  idealismo  o el  naturalismo  positivista  refutadas  luego por el nihilismo existencialista. La solución a la muerte se encuentra en el mismo proceso.

37    La  polémica  contra  Althusser  le   valió   la   expulsión   del   partido   comunista francés. Situado «tanto al margen  de  las  iglesias  como  al  margen  de  los  partidos»   Garaudy   se   confiesa  cristiano y marxista: cristiano,  porque aspira a  «vivir según  la  ley  fundamental  del ser (persona): el amor»;  marxista,  porque  rechazando  la  degradación  althusseriana   (que no es el  marxismo de Marx) se propone devolver al hombre su «dimensión  divina».  Cf.  Palabra  de  hombre, Madrid 1976, 234.

38    Marxismo del siglo XX, Barcelona 1970, 88 s.

39    «La concepción sartriana de la libertad es solitaria... No hay más que libertades imnumerables  e  incomunicables».  ( Perspectivas del  hombre,   Barcelona 1970, 76 s.).  Los  dos  grandes  problemas  de  la  filosofía  de  Sartre ,  dirá Garaudy, son el  de  la  libertad  y  el  del  otro;  «el  infierno  es  la  ausencia  de  los otros» dirá nuestro autor invirtiendo la  frase  sartriana  (Perspectivas  del  hombre, 131, 133 s.).

40    «La  noción  de  esencia  humana  no  puede  formarse... sino  partiendo   de las relaciones de los hombres con la naturaleza (trabajo, producción) y con los  demás  hombres...  Pero  esas  relaciones, a su vez, son producidas  por  el hombre» (Perspectivas..., 446); « lo que yo  llamo  yo es el nudo de relaciones vivientes que me unen a todos los otros en  un  tejido  indisoluble»  (Palabra  de hombre, 50, nota 1).

41    El término transcendencia  no  se  identifica  con  Dios  transcendente,  ni en un más allá distinto de este mundo y de esta historia; en Garaudy viene a ser sinónimo  de  humanidad  en  el  sentido  de  «explorar  todas  las  dimensiones de la realidad humana» (Marxismo del siglo XX, 107). Transcendencia es pues «el futuro humano». Garaudy asiente a una frase de J.  Lacroix:  «el  porvenir  es  la única transcendencia de  los  hombres  sin  Dios»  (Perspectivas ...,  132,  170.  Cf. Del anatema al diálogo. Barcelona 1971, 93; Marxismo del siglo XX, 150).

42    También Garaudy explica el temor a la muerte  desde  la  óptica  individualista: «e! individualismo ha engendrado la  angustia  de  la  muerte » (Palabra  de hombre, 46). Por el contrario, el concepto de  persona,  sinónimo  de  humanidad, adquiere en nuestro autor una sublimidad panteísta:  «nosotros  no  formamos sino un sólo hombre... La  naturaleza  entera  es  mi  cuerpo. El proyecto total de la humanidad... constituye mi espíritu» (Palabra..., SS);   «nosotros no  formamos  sino  un  solo  hombre,  el  cual  no  muere  con  nosotros»   (Palabra , 54).

43    Es  la  vieja  nostalgia  de  un  nous  universal.  Véanse  los  textos  citados en la nota anterior.

44    M. MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 24.

45    Vom Sinn  des  menschlichen  Lebens,  Freiburg  1971,  225 s .  Véase  el  parecido con Scheler y Heidegger.

46    Vom Sinn...,227-229. «Yo he sido, luego yo soy. Soy en el tiempo, luego soy en la eternidad».

47    V. GARDAVSKY, Dios no ha muerto del todo, Salamanca 1972, 251-252.

48    Ibid., 252.

49    El amor aquí mentado no debe confundirse con el mito evangélico de una fraternidad universal, ni con el  sentimentalismo  romántico  o  con  cualquier  moralismo  tópico.  Para  Gardavsky  el  amor  es  una  clave  que  posee la  subjetividad, es  «el  elemento  integrador   de  la subjetividad en el  momento en  el  que se decide a emprender una acción y se esfuerza por dar a esa  decisión  la  forma  humana óptima» (Dios no ha muerto del todo, 258).

50    El  amor es  lo que  puede  llevar  al  individuo a  aceptar el  propio  fracaso y  a  convertirse  en  esperanza  para  los  que  sobreviven: «El  amor es difícil: siempre limita con  la  muerte...  Al  final sufriremos  una  derrota. No les  ahorraremos a los que nos sobrevivan nada de lo que hace que la vida  de  la  comunidad humana sea un drama... Pero  tampoco  menguaremos  su  esperanza  en  una  comu­ nidad en la que vivir sea digno del hombre» (Dios , 260).

51    A. SCHAFF, Marxismo e individuo humano, México 1967, 47.

52    El mismo Schaff matiza con cierto  escepticismo  su  teoría  del  eudaimonismo social: crear para todos las posibilidades de una vida feliz es un sueño imposible; a lo sumo se puede  crear  «la posibilidad de una vida mejor, más feliz», pero mucho más no puede exigirse razonablemente (Marxismo e individuo humano, 220),

53    L . KOLAKOVSKI, El hombre sin alternativa, Madrid 1970, 264-266.

54    lbid., 236: «el temor ante la muerte concreta concierne a la muerte biológica; la angustia  abstracta ante la muerte concierne a la muerte espiritual, a la pérdida del sentimiento de la personalidad ».

55    lbid., 236. Kolakovski  no  comparte  la  amortalidad  biológica  que  propone EDGAR MORIN, El hombre y la muerte, Barcelona 1974.

56    lbid., 238.

57    lbid,, 239. El autor sabe que «el conocimiento de la muerte vuelve imposible el sentimiento de  la  finalidad de la vida»; con lo cual, para mantener firme esta finalidad, remite al individuo a  la  acción  en  la  « coexistencia  activa con el mundo».

 

Álvaro Albacete Perea

Capítulo VI: Diplomacia y religión en la construcción de la paz

Introducción

Ayer, hoy; con muchas probabilidades, cualquier día de esta semana que hayamos prestado atención a los medios de comunicación habremos leído o escuchado noticias que tienen que ver con conflictos armados en algún lugar del mundo, y a menudo esos conflictos están relacionados con aspectos religiosos. Lo habitual es que esas noticias aparezcan de manera destacada en los medios, y que continúen con imágenes o videos durante más tiempo o incluso queden permanentemente en las redes sociales. Son noticias que tratan de Daesh en Irak, o Siria o Libia, pero no sólo sobre Daesh; son también sobre Boko Haram en Nigeria, y en los países vecinos a través de sus porosas fronteras, o sobre Al Shabab en Somalia, o en Kenia; sobre la deriva de la República Centroafricana hacia un país fallido, en un enfrentamiento sin final entre los Seleka y Anti-Balaka, que se identifican con grupos religiosos de distinto signo; sobre la minoría Rohingya en Myanmar; o en Filipinas, o los actos terroristas en territorio europeo, Paris, Bruselas, Londres, Manchester, o más recientemente en Barcelona y Cambrils.

Ya desde esta introducción conviene señalar que ninguna religión ampara la violencia. Ante la inexplicable sinrazón que supone hacer el mal en nombre del bien supremo, los dirigentes religiosos elevan sus voces para desvincular la violencia de la religión y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa. Pero cuando se produce violencia y se justifica en nombre de la religión no basta negar su nexo. Las reglas de la lógica nos enseñan que si la religión ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, sólo la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz.

Al desarrollo de esta idea se dedica el presente estudio, esto es, la movilización activa de voluntades en favor de la paz gracias a la influencia de las religiones, en     la consecución de un objetivo que comparten con la diplomacia. Pero además de objetivos, religión y diplomacia pueden compartir medios y estrategias para alcanzar esos objetivos compartidos, preservando cada una su área de trabajo, sin que por ello se establezca relación alguna de subordinación. Los límites se encuentran en la manipulación; de la religión por la política, para alcanzar metas sólo políticas; o de la política por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.

La influencia de las religiones en sus comunidades es una de las claves de la relación entre diplomacia y religión. Cómo profundizar en esa influencia en sus propias comunidades e incluso extenderla más allá de los límites de su propia religión es  otro de los aspectos a los que se refiere el presente estudio, al abordar la cuestión  del diálogo interreligioso. Que una religión que ha sido manipulada para justificar la violencia (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) exprese públicamente su compromiso con la paz, y denuncie la tergiversación de sus textos, y aún la falta de legitimidad de quienes los invocan desde posiciones extremistas y excluyentes es un primer paso necesario pero al mismo tiempo es insuficiente. Es necesario porque corresponde en primer término a quienes tienen esa legitimidad para hablar en nombre de una religión, por su representación y/o preparación y conocimientos, defender el sentido de sus textos sagrados y la contextualización  de sus mensajes en el momento actual. Pero no es suficiente porque la percepción equívoca que trasmiten los violentos sobre una determinada religión, al justificar sus ataques con referencias religiosas, trasciende el ámbito de esa religión y se instala en primer lugar en los agredidos, y en segundo lugar en aquellos que se solidarizan con las víctimas o que han conocido el ataque, creando recelos o animosidades, no ya entre individuos sino entre comunidades o grupos religiosos que constituyen un obstáculo para la convivencia. El impulso de diálogo interreligioso es un ámbito de coincidencia con la diplomacia, que esta puede y debe alentar para la consecución de un objetivo compartido con las religiones, la paz y la estabilidad mundial.

Religión y diplomacia

La reivindicación de una colaboración mutua entre estas dos realidades, religión y diplomacia, es una constante en el mundo de las relaciones internacionales de la hora actual. Ha llegado el momento, se afirma, de reconocer el importante papel que, hasta ahora, se ha obviado a las religiones, promoviendo activamente la participación oficial de líderes religiosos en foros o encuentros internacionales, procesos de paz o iniciativas de prevención de la violencia, o programas de reconciliación postconflicto. Y todo ello fundamentado en la capacidad de influencia que pueden tener los representantes religiosos en sus comunidades, para, a través de esa influencia, lograr objetivos políticos y sociales que están en consonancia con los religiosos, en particular el no uso de la violencia y la tolerancia hacia quien piensa diferente y así favorecer la convivencia social y, en última instancia, coadyuvar a la consecución de los objetivos de paz y seguridad.

Si consideramos el hecho de que el punto de partida de la disciplina de las relaciones internacionales, cuando surgió a comienzo del siglo XX, fue asumir la exclusión de las cuestiones de fe, tal y como había sido acordado en la paz de Westfalia en 1648, como principio rector de las relaciones entre los estados, podemos entender el hecho de que esta disciplina haya asumido un papel más secundario en esta materia, siguiendo la estela de otras más antiguas (filosofía, sociología, ciencia política), que empezaron antes a reflexionar sobre la religión y la política, y su papel en cuestiones globales [1]. Se observa en todas ellas una tendencia general a integrar la religión en los debates y reconocerla como un actor con voz propia e influencia. Resulta interesante en este sentido leer las reflexiones del filósofo Habermas en sus diálogos con Joseph Ratzinger. Mientras que en sus primeros escritos, Habermas se había mostrado muy contario, hasta hostil, a considerar la tradición –entendida también como religión- como un elemento al que se debiera prestar atención, existe una evolución evidente en sus reflexiones ulteriores, en las que se muestra más receptivo a ello, argumentando que en la sociedad global multicultural de nuestro tiempo, debe producirse un encuentro con la religión, como un aspecto de la formación intelectual contemporánea [2]. Es ese también el enfoque del influyente filósofo holandés Hent de Vries [3], quien afirma que cualquier debate en torno a cuestiones de identidad, estado-nación, inmigración o globalización debe reconocer que las tradiciones religiosas estuvieron en el origen  de las mismas. Y finalmente, coincide en llamar la atención sobre la religión, en el ámbito de la sociología, Anthony Guiddens, en sus numerosas reflexiones en torno a la globalización, la modernidad y la posmodernidad, y Gilles Keppel [4], en la ciencia política.

Se trata así de un debate multidisciplinar, todavía vivo, en el que participa la filosofía, la teología, la sociología, la historia, la ciencia política y las relaciones internacionales, al que esta última llega con retraso, siguiendo los pasos de las otras disciplinas.      Sea como se ha indicado porque es la más reciente de todas ellas, pues surge en el contexto de la primera guerra mundial, o por la falta de un cuerpo de investigación suficiente, o por el enfoque metodológico, lo cierto es que la llamada ciencia de las relaciones internacionales va detrás de los acontecimientos, sin ser capaz de elaborar interpretaciones de la realidad que permitan atisbar los cambios o las nuevas tendencias globales, o aplicar paradigmas o modelos. La globalización y sus consecuencias, el colapso soviético y su desmembración, o la interpretación de las primaveras árabes, son algunos hitos internacionales en los que esta disciplina ha estado más ausente que las demás, o ha apuntado hacia direcciones tan ambiguas como erróneas. Tiene ante sí todavía el reto de entender el mundo.

Pero para ser justos, no es sólo que la disciplina propia de la diplomacia –las relaciones internacionales- haya llegado tarde a esta reflexión. Es también que aquellos que tienen –tenemos- la responsabilidad de ejecutar la política exterior de los estados, esto es, los diplomáticos, tradicionalmente hemos considerado la religión como   una realidad ajena a nuestra esfera de trabajo. En este sentido se expresa Madeleine Albright [5] afirmando que «muchos de los que ejecutan en la práctica la política exterior -incluyéndome a mí-, hemos buscado separar la religión del mundo político, para de esa manera preservar la lógica ante las creencias que la trascienden». La observación de la que fue Secretaria de Estado estadounidense pone en evidencia que los temores de quienes han sido renuentes tradicionalmente a la implicación de lo religioso en la diplomacia siguen vigentes hoy, a pesar de haber evolucionado hacia la comprensión de que la diplomacia no puede vivir de espaldas a la religión, manteniendo la convicción implícita en su cita de que en todo caso la religión no puede imponer postulados que trasciendan la lógica, la razón. Esta posición de Albright, positiva hacia la recepción de la religión pero al mismo tiempo ambivalente o con ciertas reservas, refleja el punto de vista de numerosos diplomáticos estadounidenses [6], y me atrevería a decir en general occidentales.

Es, por lo demás, un enfoque muy arraigado en el mundo de la diplomacia a través del concepto de estado-nación y su preponderancia en el paradigma del realismo político. Para los realistas políticos, a partir de la elaboración doctrinal de Hans Morghenthau [7], el fundamento de la acción diplomática es únicamente el llamado interés nacional, definido en términos de supervivencia y poder, y ello aleja consideraciones de otra naturaleza -el caso de la religión-, como aspecto a tener en cuenta en la ejecución de la política exterior. Finalmente, se podría decir que hay otro elemento que frena la disposición de la diplomacia a asociar la religión a sus trabajos, y es su potencial para exacerbar posturas en igual medida que lo contrario. Esta cuestión provoca numerosos problemas prácticos tendentes a asegurar que el efecto no será la radicalización de posturas, como es particularmente la selección de los interlocutores religiosos, que deben ser, sí, líderes con suficiente reconocimiento por sus comunidades, pero deben también ser líderes que propaguen mensajes moderados, conjugando religión y paz.

Recupero ahora el hilo inicial, cuando afirmábamos que la relación entre diplomacia y religión, y el papel de esta en las relaciones internacionales, se fundamenta en la capacidad de influencia de los representantes religiosos para la consecución de ciertos objetivos, para advertir ya en estos primeros párrafos que esa influencia no es nueva ni es absoluta.

No es nueva. Dejando al margen la cuestión de la relación entre el hombre y la divinidad, y su ulterior estructuración a través de las religiones, cuestiones que rebasan el ámbito del presente estudio, sí nos corresponde señalar que la interacción entre diplomacia y religión se adentra muy profundo en la historia de la humanidad. No sólo porque según nos enseña la historia de las relaciones diplomáticas, las primeras misiones diplomáticas fueran misiones papales (Constantinopla), con encargo semiespiritual y semitemporal [8], antes de que a partir del siglo XV en la Italia del Quattrocento se establecieran las primeras embajadas permanentes; digo que no sólo por eso, ni siquiera fundamentalmente por eso, pues quizá este dato no es ya más que una curiosidad en el conocimiento de diplomáticos o investigadores. La mutua imbricación de la diplomacia y la religión se adentra de manera sustantiva en la historia, pues no debemos olvidar que en occidente hace poco más de dos siglos, la religión todavía imponía sus modos de pensamiento, e influía –algo que se mantiene en ciertos aspectos en el momento actual- en áreas tan significativas como la justificación de la guerra,  el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación internacional al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos.

Y tampoco es absoluta. No lo es en primer lugar en cuanto a la influencia de lo religioso en los individuos, ni tampoco –ni debe serlo desde nuestro punto de vista- en su relación con la diplomacia. Respecto a la influencia de lo religioso en los individuos (o en las comunidades, o en los pueblos), la primera limitación es geográfica, en la medida en que dependiendo de la zonas, regiones o países, lo religioso tiene una influencia sobre su población que varía de manera significa. La influencia de lo religioso en los ciudadanos es distinta, por poner un ejemplo, en Europa que África, en Egipto que en Finlandia. Resulta esclarecedor en esta sede analizar los informes del Pew Forum on Religion and Public Life [9] y del World Religion Database [10], de los que se pueden obtener las siguientes conclusiones. En primer lugar, la influencia de la religión es mayor en África que en el resto del mundo; nueve de cada diez personas africanas declaran que la religión es importante en sus vidas, frente a las seis que  lo hacen en Estado Unidos, o cuatro en Europa. En segundo lugar, el número de personas que no profesan religión alguna se incrementa sustancialmente, año tras año, en los países o regiones en los que la edad media de la población es mayor, esto es, Europa y América del Norte. Sin embargo, en el conjunto del mundo, el número de personas que consideran que la religión no tiene importancia en sus vidas, al declararse ateos, agnósticos, o sencillamente los que no se identifican con ninguna religión, se reduce, y la previsión es que pase del 16 por ciento en 2015 al 13 por ciento en 2060. Es interesante advertir que mientras que en Europa y América del Norte el porcentaje de los que no profesan ninguna religión continuará incrementándose, en Asia, continente en el que en la actualidad se encuentra casi el 75 por ciento de las personas sin religión, ese porcentaje se irá reduciendo.

De igual manera, el análisis del número de estados que incluyen la religión como elemento esencial en la definición de su identidad nacional puede resultar llamativo. Un estudio [11] de 175 estados, realizado entre 1990 y 2002, muestra que casi la mitad de los estados incluyen una religión en la definición de su identidad. De ellos, 46 estados (26,2%) cuentan con una religión oficial, y otros 36 estados (un 20,6% adicional) aunque no declaran una religión oficial, respaldan con medidas legislativas a una religión por encima de las demás.

Decíamos que la influencia de lo religioso en lo político (en el ámbito diplomático) no es nueva ni es absoluta, sin que con ello hayamos logrado explicar la razón del interés creciente que la diplomacia presta a la realidad religiosa. Para responder a esa pregunta, y hacerlo condensando la respuesta en una sola idea, que desarrollaremos más adelante, debemos referirnos a su carácter instrumental, esto es, su utilidad. La religión puede ser útil para alcanzar ciertos objetivos que la religión comparte con la diplomacia. En primer lugar porque la religión suministra información de enorme valía para entender la situación sobre el terreno, contextualizando los análisis y dando un valor añadido sin el cual sería incompleto, y podría dar lugar a incorrectas interpretaciones de la situación. Y en segundo lugar, y sobre todo, por su capacidad de influencia, considerando que además de la influencia propia del agente comunicador, al ser reconocido por sus feligreses como trasmisor de certezas –lo que de por sí otorga ya un alto grado de legitimidad a la iniciativa de que se trate-, cuenta con los recursos para que esa influencia sea efectiva, esto es, lugares de reunión en los que se congregan los fieles a escuchar a los representantes religiosos, redes de comunicación social, competencias comunicativas de los representantes religiosos, recursos económicos, acceso a los medios, etc [12]. Así explicado, este papel de la religión puede ser interpretado por algunos como un «instrumento»al servicio de la diplomacia, embadurnando su significado con matices de subordinación o servilismo que daría un carácter peyorativo a la relación. En esta línea, algunos autores [13] han elaborado sobre esta cuestión, denunciando el hecho de que esa «utilización»de la religión por lo político pudiera disolver lo religioso, o rebajarlo a una escala que no le es propia. Desde nuestro punto de vista, el enfoque que opone lo religioso a lo útil, más aún cuando esa utilidad es política, es sólo parcial, y ofrece un argumento tan extremo como quienes defienden, en aras de la laicidad absoluta, el aislamiento de lo político ante cualquier tipo de contacto con lo religioso. Salvaguardando el hecho de que se trata de realidades diferentes, que operan en ámbitos diferentes, con valores y principios propios, lo cierto es que ambas realidades pueden coincidir en objetivos y medios para alcanzarlos, y es entonces cuando se debe producir esa colaboración, y así alcanzar objetivos que son legítimos y deseables para ambas realidades.

Constituyen aspectos clave para definir esa colaboración, con la cautela necesaria para no invadir los ámbitos que no les son propios a cada una de esas dos realidades, la coincidencia, y a partir de esa coincidencia, el trabajo conjunto. La coincidencia de objetivos entre la diplomacia y la religión, como son particularmente la paz y seguridad, debe delimitar  el  ámbito  de  esa  colaboración,  salvaguardando  las  competencias y ámbitos de acción recíprocos. De nuevo, adentrarnos en el cómo y hasta dónde  de esa colaboración, exigiría un trabajo de análisis y reflexión que supera con creces el propósito de este estudio, pero con todo nos parece importante afirmar que los límites están en la posible manipulación (el carácter instrumental de la religión o de la diplomacia llevado al extremo) de la religión por la política, para obtener réditos políticos –electorales o no- a través de los mensajes religiosos; o la manipulación de la diplomacia por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.

Pero no es sólo la coincidencia. Una  vez identificados los campos comunes,  tanto en objetivos como en medios, es esencial el trabajo conjunto. Resulta crucial enfatizar este aspecto porque, al hacerlo, se evita la disolución de una realidad en la otra, o su subordinación, o su rebaja, que veíamos representan cautelas expresadas por ciertos autores para cuestionar esa posible colaboración. Desde el punto de vista de la diplomacia, ese trabajo conjunto exige implicar a los representantes religiosos desde el inicio del diseño de las iniciativas, en especial aquellas que se refieran al establecimiento o consolidación de la paz, mediante las consultas pertinentes, y establecer grupos de seguimiento que de manera regular actualicen esas consultas. La implicación de los representantes religiosos desde el inicio conlleva, por un lado, el efecto de la «apropiación»de la iniciativa (ownership) por parte de esos representantes, y por otro, una continua «validación»de las decisiones que se van tomando, en el sentido de legitimar ante sus comunidades el proceso. Particularmente ilustrativo resulta en esta materia el ejemplo del proceso de paz en Colombia.

La implicación del llamado sector religioso, que se refiere fundamentalmente a   la Iglesia Católica, pero que da cabida también a otras confesiones, ha sido clave desde el inicio del proceso de paz en Colombia, es decir, desde los momentos de acercamiento, decisión y negociación de los acuerdos con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) hasta la puesta en práctica del acuerdo final, estadio en el que nos encontramos ahora. Los acuerdos de paz mencionan el importante papel que deben desempeñar las entidades religiosas y organizaciones del sector religioso, concretándolo en cuatro capítulos.

En primer lugar, como facilitadores. La iglesias conjuntamente con el Diálogo Intereclesial por la Paz  y la Conferencia Episcopal de Colombia coordinarán con    el gobierno y las organizaciones sociales y de víctimas, los actos tempranos de reconocimiento de responsabilidad colectiva contemplados en el punto 5 del Acuerdo, sobre reparación a las víctimas [14].

En segundo lugar, como veedores. Las iglesias serán parte de las veedurías que vigilarán el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, a través de Consejos Municipales de Evaluación. También servirán como fuentes de monitoreo en primera instancia del cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, y la dejación de armas [15].

En tercer lugar, como actores de política pública. Las iglesias tendrán asiento propio en el Consejo Nacional para la Convivencia y la Reconciliación donde desempeñarán la función de asesorar y acompañar al gobierno en la puesta en marcha de mecanismos y acciones que promuevan la reconciliación, la convivencia, el respeto por la diferencia, la no estigmatización y la resolución de conflictos, tanto a nivel nacional como en los territorios. Desde dicha instancia también deberán capacitar a los funcionarios públicos y líderes sociales para garantizar la no estigmatización, diseñar campañas de divulgación masiva de la cultura de paz, reconciliación y pluralismo y aportar insumos para la creación de una cátedra de cultura política para la reconciliación y la paz [16].

Y en cuarto lugar, como garantes del «Pacto Político Nacional». Las iglesias serán también garantes del cumplimiento del punto 3 sobre el «fin del conflicto»del Acuerdo Final, en el que las FARC se comprometen a dejar el uso de las armas como forma de incidir en la política, lo que se denomina Pacto Político Nacional, que deberá ser garantizado en todas las regiones [17].

Religión y paz

La conjunción de religión y paz es el área de plena coincidencia entre el mundo de la diplomacia y la religión. A falta de una elaboración académica que se haya adentrado con profundidad en los vericuetos de la relación entre diplomacia y religión, nos centraremos en este capítulo, sin pretender ser exhaustivos, en tres aspectos. En primer lugar reflexionaremos sobre cómo condiciona el papel de la diplomacia el hecho de que se incluyan motivaciones religiosas en los conflictos, y cómo las religiones están llamadas a reforzar ese papel de la diplomacia tradicional, combatiendo en el terreno de las ideas religiosas cuando esos conflictos tienen un componente religioso. En segundo lugar, nos referiremos a la participación de los líderes religiosos en dinámicas propias de la diplomacia, en lo que hemos denominado «diplomacia religiosa itinerante». Y en tercer lugar, discurriremos sobre la implicación de los representantes religiosos en procesos de mediación o facilitación del diálogo en conflictos, a través de lo que se conoce como «diplomacia de segunda vía», o track two.

Es idea transversal en los tres aspectos indicados que los esfuerzos religiosos dirigidos a pacificar o consolidar la paz deben ser siempre el trabajo conjunto de actores religiosos que representan sensibilidades religiosas distintas (dentro de una misma religión, o de religiones diferentes). El panorama de inseguridad y confrontación ligado a percepciones equivocadas que se han nutrido de la identificación del extremismo y la religión, sea la que fuere, requiere de un esfuerzo para revertirlo superior al que puede hacer esa religión por sí sola. Requiere de una cooperación interreligiosa que abunde en las similitudes fundamentales de las religiones, destacando los aspectos conciliadores, en particular la tolerancia y el respeto, con el objetivo de trabajar conjuntamente en beneficio de la paz. Y para asegurar esa cooperación continuada, la piedra angular es la promoción del diálogo interreligioso, mediante mecanismos (o instituciones) que garanticen que ese diálogo no es coyuntural o reactivo, sino permanente y preventivo.

Conflictos con elementos religiosos

La literatura académica de las relaciones internacionales [18] sitúa el final de la década de los setenta del siglo XX como el momento en el que los conflictos con elementos religiosos empiezan a tener una presencia creciente en el mundo, hasta alcanzar la mayoría de los conflictos a principios del siglo XXI [19]. Resulta difícil expresar con rigor la naturaleza de esos conflictos. Preferimos hablar de elementos religiosos, más que de causas o motivaciones religiosas, porque nos sumamos a la premisa de que la religión, cualquiera que consideremos, no justifica la violencia, y que la utilización de la violencia en nombre de la religión es de hecho una manipulación de la religión en cuyo nombre dice producirse.

Al enmarcar el conflicto en motivaciones religiosas, el efecto inmediato es la subjetivación de sus causas. No son ya identificables sus causas como aspectos susceptibles de negociación porque se representan como categorías ligadas al bien o al mal, referidas a creencias íntimas e identitarias, y que en última instancia aseguran –o amenazan- la salvación. Y por esa razón, el conflicto, cuando se tiñe de religioso –o de identitario, aunque esto último con matices- es por su propia naturaleza extremo, o absoluto, pues no admite fácilmente la negociación para acercar posiciones o eventualmente para alcanzar la paz. Es la transacción misma lo que se impide porque no hay objeto de cesión. La derrota del adversario o la separación de las comunidades –mediante la imposición de un actor externo- en territorios o realidades diferentes, aparecen entonces como únicas soluciones posibles.

El ejemplo de la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995), causada por una compleja combinación de factores políticos y religiosos -exaltación nacionalista y sobre ella, afirmación de la identidad religiosa, crisis políticas, sociales y de seguridad-, que siguieron al final de la guerra fría y la caída del comunismo en la antigua Yugoslavia, puede ser ilustrativo a estos efectos. Aquellas negociaciones concluyeron en los llamados Acuerdos de Paz de Dayton, firmados en diciembre de 1995, en los que se sentaron las bases para detener la guerra. El Acuerdo rompía con la tradición de los acuerdos de paz [20], no sólo porque era elaborado por potencias externas al conflicto sino por los amplios poderes asignados a la comunidad internacional, que trascendían las cuestiones meramente militares para adentrarse en los aspectos más básicos del gobierno y del Estado [21].

El texto legal fundamental de Bosnia es la Constitución, una de las partes (Anexo 4) de los Acuerdos de Paz. En ella se establece en su artículo primero que la -hasta entonces- República de Bosnia y Herzegovina pasa a llamarse sencillamente Bosnia y Herzegovina, sin calificación política alguna. Esta «descalificación»política del Estado es en extremo ilustrativa de hasta qué punto las partes entonces en conflicto forzaron la negociación en favor de sus intereses partisanos. Esos intereses obligaron a formar un «Estado»compuesto por una República (República Srpska, territorio de mayoría de población serbia, de identidad religiosa ortodoxa) y una Federación (Federación de Bosnia y Herzegovina, compartida mayoritariamente por bosniacos, de mayoría musulmana, y croatas, de mayoría católica), ambas denominadas «Entidades». Tanto la República como la Federación cuentan con instituciones propias: Presidencias, Consejos de Ministros, Parlamentos y Tribunales Constitucionales, pues una y otra tienen su Constitución diferente de la del Estado. Esta somera descripción [22] del complejísimo acuerdo de Dayton que puso fin a la guerra de Bosnia, que es todavía hoy una cuestión pendiente en cuanto a cómo garantizar la convivencia real de la población, pretende ilustrar el hecho de que el final de la guerra en Bosnia se debió más la imposición de un acuerdo desde fuera que al resultado de una negociación efectiva entre los grupos en conflicto. Como hemos indicado más arriba, el conflicto se tiñó de elementos identitarios, azuzados por los nacionalismos, entre los que el religioso adquirió un peso significativo; y enmarcado así el conflicto, la subjetivación de sus causas, a través de aspectos relacionados con las creencias íntimas de los pueblos, alejó la posibilidad de acercamiento, y finalmente de negociación. El propio negociador internacional que impulsó el acuerdo, el diplomático estadounidense Richard Holbrooke, se refirió al mismo más como un alto el fuego garantizado por la comunidad internacional que como un verdadero acuerdo de fin hostilidades que garantizara la paz. El título mismo del libro en el que Holbrooke relató el tortuoso camino de las negociaciones, «Para terminar una guerra», es por sí sólo significativo del carácter exclusivamente finalista del acuerdo; y abundando en esa idea, Holbrooke señala en relación con el acuerdo que «(…) los acuerdos y las disposiciones iniciados hoy aquí son un enorme paso adelante, el mayor desde que empezó la guerra. Pero ahora espera una tarea igualmente intimidante: su aplicación. En todas las páginas  de los muchos documentos y anexos complicados que se presentan aquí, hay desafíos para que ambas partes dejen a un lado sus enemistades, sus diferencias, que siguen estando en carne viva y con las heridas abiertas. Tenemos la paz sobre el papel. Nuestro próximo gran reto es hacer que funcione» [23].

Pero no quisiera dejar en el lector del presente estudio la impresión de que la implicación de elementos religiosos en los conflictos los hacen irresolubles. La tesis que mantengo a lo largo de estas líneas apunta a dos ideas que desde mi punto de vista son complementarias. Uno, que esos elementos religiosos en los conflictos (habitualmente la manipulación de las creencias para identificar enemigos de la fe,    y justificar la violencia) exacerba las posturas de los oponentes hasta convertirlas en absolutas y por ello, reduce o incluso excluye las posibilidades de transacción, dejando únicamente margen para una imposición de la paz desde fuera y la separación en territorios distintos de los grupos o comunidades enfrentadas. Y dos, si la religión  ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, concluimos que la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz [24].

En esta lógica, es crucial en primera instancia romper el vínculo entre las religiones y la violencia, ruptura que sólo puede producirse desde el interior de esas religiones. El islam, suní o chií, como lo es el cristianismo o el judaísmo, es una religión de paz, y las interpretaciones del Corán que defienden la violencia deben ser ahogadas por las fatwas de reconocidos y prestigiosos líderes musulmanes, seglares o religiosos, que defienden su fe en conjunción con la paz. Se trata en definitiva de fortalecer el eco de las voces moderadas, en los centros religiosos, mezquitas e iglesias; en los centros educativos, escuelas y universidades; en los medios de comunicación, incluidos los medios tradicionales y las redes sociales; y desde las instancias gubernamentales. Se trata de extender el mensaje de las voces moderadas de la manera más amplia posible, con especial énfasis en la juventud.

Este enfoque se ampara en la idea de que los conflictos (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) no pueden combatirse sólo militarmente, y requieren el combate en el terreno de las ideas, es decir, en el terreno religioso cuando esos conflictos tienen un componente religioso. La autoidentificación con el Islam de ciertos grupos terroristas exige que el combate de las ideas se haga utilizando esa fuente, el Islam. Por eso es tan importante empezar llamando a los grupos terroristas por nombres que no les identifiquen con el Islam, ni referirse a ellos como «grupos terroristas islámicos», o «extremistas islámicos» [25]. La vinculación del terrorismo, aún la meramente nominativa o formal, con el Islam, sólo sirve los intereses de los grupos terroristas. El efecto de desenmascarar a los grupos terroristas, denominándolos como tales, en lugar de ligarlos nominalmente al Islam, tiene el doble efecto de debilitar al propio grupo terrorista, por un lado, y por otro, fortalecer al Islam mayoritario, que contrapone su fe a la violencia y al extremismo.

Aun así, la verdadera batalla ideológica no es nominativa o formal, sino substantiva, se produce en el terreno de los conceptos y los objetivos, es decir, cómo puede el Islam favorecer la paz, ser agente de paz, tanto en el ámbito de la prevención [26] como en las fases de consolidación de la paz (peacebuilding). Son numerosas las iniciativas que responden a esta idea, tanto de actores privados como de gobiernos y de organizaciones internacionales como la Liga Árabe o la Organización para la Cooperación Islámica, a través de programas en materia de educación, salud, lucha contra el hambre y la pobreza, o intervención en operaciones para la consolidación de la paz.

Diplomacia religiosa intinerante (Shuttel religious diplomacy)

La historia de la diplomacia atribuye a Henry Kissinger, Secretario de Estado estadounidense entre 1973 y 1977, haber popularizado el término de diplomacia itinerante, y haber protagonizado su puesta en práctica con una diplomacia viajera que le llevaba a estar presente en los escenarios diplomáticos más calientes. Aunque en puridad el término se refiere al papel que pueden jugar los diplomáticos como puente entre dos partes que no se reúnen, o no lo hacen con asiduidad, y así mantener el pulso de las negociaciones, su uso conlleva aspectos que pueden ser aplicables a la relación entre diplomacia y religión en nuestro tiempo. Nos referimos en particular al contacto personal entre los interlocutores, y a hacerlo en foros o conferencias fuera de su contexto más cotidiano.

El desplazamiento de líderes religiosos locales o nacionales fuera de su área territorial de trabajo es inusual, y aún lo es más para encontrarse o reunirse con líderes de otras religiones. Enmarcada su realidad exclusivamente en lo local, o nacional, su intercambio de pareceres con representantes de otras religiones se limita a los que pueda tener en su esfera local o nacional. Pero no siempre esa realidad local o nacional ofrece diversidad suficiente –en algunos casos, no ofrece diversidad religiosa en absoluto-, y aún en los casos en los que la realidad local sea rica en diversidad religiosa, es importante propiciar el cambio de su perspectiva desde el punto de vista de la mayorías y minorías religiosas. Porque no es lo mismo abordar el diálogo interreligioso desde la representación de una mayoría social que profesa una determinada religión, que en representación de un grupo que no es mayoría social. La dinámica del diálogo, condicionada por ese factor social, está a menudo condicionada también por el hecho de que esa religión que representa una mayoría social cuenta con un respaldo mayor del gobierno, o a veces incluso protección legislativa. Desde esta perspectiva, si consideramos que el fin último del intercambio personal de pareceres es generar confianza, a través del «conocimiento del otro», podremos concluir que el aislamiento de los líderes religiosos en su realidad cotidiana, condicionada por los factores sociales, políticos o legislativos a los que me he referido, puede no ser siempre útil a esos efectos.

Se trata por tanto de romper la dinámica en el que se produce el trabajo diario   de los lideres religiosos, incluido su contexto político, para de esa manera asegurar que adquieren efectivamente otro punto de vista. Nos referíamos en primer lugar al juego de las mayorías/minorías. Sin duda, el punto de vista de un líder religioso de un país en el que su religión es la predominante será diferente cuando se enfrente a la realidad de su comunidad en otro país en el que su religión es minoría. Si además ese líder religioso intercambia pareceres con los representantes religiosos mayoritarios en ese país, y aboga por la defensa de los derechos de quienes no son mayoría, sus posiciones podrían ser en el futuro más receptivas hacia las reivindicaciones de las minorías religiosas de su propio país.

Como decíamos, esa dinámica cotidiana, a veces supone ciertos niveles de protección política y legislativa, habitualmente favorable al grupo religioso que ostenta la mayoría social. Es también importante alejar a los líderes religiosos de ese contexto a fin de que el intercambio de pareceres se produzca sin desventajas, con naturalidad y confianza.

Son todas ellas razones por las que abogamos por el fomento de una diplomacia religiosa viajera, que bien podría ser un área de confluencia entre religión y diplomacia (coincidencia, la llamábamos en apartados anteriores), para trabajar conjuntamente en favor de la paz y la estabilidad internacionales. Desde nuestro punto de vista, el intercambio de estudiantes entre escuelas de formación religiosa (seminarios, escuelas de Sharia), o la convocatoria de talleres, foros o conferencias internacionales –en las que a veces se negocian textos que deben ser consensuados entre los participantes -, que propician el intercambio de pareceres entre líderes religiosos, son complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que permiten el conocimiento del otro y facilitan la empatía al asumir roles diferentes a los que desempeñan habitualmente, y en definitiva generan confianza.

Diplomacia de segunda vía (Track Two)

La llamada Track Two diplomacy, o diplomacia de segunda vía, cobra su sentido como un complemento de la diplomacia oficial o tradicional. Así, a través de la diplomacia de segunda vía, actores de la sociedad civil que cuentan con el respeto  de las partes implicadas en el conflicto –o al menos con su neutralidad-, acercan posiciones de manera oficiosa para avanzar en la preparación de unas negociaciones que, antes o después, deberán formalizarse en acuerdos oficiales por los que las partes se comprometen de manera efectiva y oficial, entonces ya sí, con intervención de la diplomacia tradicional. No es ésta una definición académica; es una aproximación al concepto de diplomacia de segunda vía que pretende destacar dos elementos que nos parecen importantes a efectos del presente estudio.

El primero es que la diplomacia de segunda vía no sustituye sino que complementa la diplomacia tradicional, por lo que las conversaciones no necesariamente deben versar sobre las cuestiones objeto de negociación. Es esencial enfatizar este aspecto porque ello permite abordar el conflicto desde perspectivas no políticas que pueden generar confianza; en particular la participación de líderes religiosos en esta diplomacia de segunda vía a menudo se dirige a destacar las áreas de confluencia en las que la mayor parte de las religiones se encuentran, utilizando para ello valores compartidos como la compasión, la misericordia o el perdón. Albright se ha referido a este aspecto señalando que «en los conflictos, la reconciliación emerge como posible cuando los contrincantes empiezan a verse unos a otros como humanos, y comienzan a verse reflejados en sus enemigos», y añade que en ese cambio de perspectiva, la religión puede jugar un papel determinante, y cuando eso ocurre, «el acuerdo se vuelve factible porque las partes han humanizado el conflicto» [27].

Y el segundo aspecto del concepto de diplomacia de segunda vía que queríamos subrayar es que la diplomacia de segunda vía la conducen personas que por su reconocimiento por ambas partes (volvemos a la idea de influencia) pueden jugar un papel de facilitadores o mediadores en el conflicto, entre ellas los líderes religiosos   o representantes de organizaciones de base religiosa (conocidas en inglés por su acrónimo, FBO, Faith-Based Organisations). Si se trata de conflictos en los que se identifican causas religiosas, resultará difícil que las partes acepten líderes religiosos que se asocien con alguna de las religiones o facciones en liza; si se trata de un conflicto intra-rreligioso, la propia dinámica del conflicto determinará si la conducción de las conversaciones las pueden realizar personas de esa religión o de una tercera, o un grupo formado por ambos. En esta sede, podemos utilizar el caso de la República Centroafricana para ilustrar con un supuesto práctico la capacidad de actores religiosos para jugar un papel de facilitadores. La comunidad internacional es consciente de    la importancia de impulsar un acuerdo de carácter intra-religioso en el seno de la comunidad musulmana centroafricana, de tal forma que quede reforzado el liderazgo musulmán en la puesta en práctica de los acuerdos de consolidación de la paz y reconciliación del conocido como Foro de Bangui, que integraron el propio gobierno, representantes de la sociedad civil (profesionales independientes como jueces, médicos, maestros; asociaciones de mujeres, y de juventud), la plataforma de líderes religiosos, representantes de la comunidad internacional, representantes de los grupos militares Seleka y anti-Balaka, y representantes de la asamblea parlamentaria.

En mayo de 2015, los grupos armados rivales de República Centroafricana, Seleka y anti-Balaka, firmaron un Acuerdo de Paz mediante el que se comprometían al desarme de sus milicias, así como a comenzar un proceso judicial por los crímenes de guerra cometidos durante los dos años de conflicto en el país. El acuerdo tuvo lugar dentro del Foro de Bangui y contó con la firma de diez grupos armados junto al Ministerio de Defensa. El acuerdo dice que los combatientes de todos los grupos armados en la República Centroafricana, «se comprometen a disponer las armas y renunciar a la lucha armada como medio de hacer declaraciones políticas, así como de entrar en el proceso de Desarme, Desmovilización, Reinserción y Repatriación (DDRR)». Además se trataron otras cuestiones como el desarme de los niños soldados entre otros aspectos. Como  se observa, son todas ellas cuestiones de enorme relevancia para el proceso general de consolidación de la paz, que exige la plena participación de los distintos grupos que conforman el tejido social centroafricano. Y la comunidad musulmana, que representa aproximadamente un 15% del total de la población (la comunidad cristiana representa el 80% de la población; de ellos, 55% evangélicos, y 25% católicos), no puede quedar al margen. Detrás de la división de la comunidad musulmana se encuentra una diferencia respecto al concepto mismo de ciudadanía, en la medida en que parte de la comunidad musulmana procede de países vecinos, en particular de Sudán del Sur, sobre todo tras el establecimiento de un gobierno  autónomo  en 2005 y el reconocimiento formal de independencia en 2011. En los esfuerzos de acercamiento intra-Musulmán en la República Centroafricana intervienen sumando influencias –en un proceso que continua en la actualidad- instituciones de diversa naturaleza y adscripción religiosa, como es la Comunidad de Sant Egidio (no gubernamental, adscripción católica), la Organización para la Cooperación Islámica (intergubernamental, adscripción musulmana) y el Centro Internacional de Diálogo KAICIID (intergubernamental, multirreligioso).

Conclusión

La religión y la diplomacia son antiguos compañeros de viaje. La mutua imbricación entre una y otra se adentra de manera sustantiva en la historia, en áreas tan significativas como la justificación de la guerra, el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos. Pero bien se puede afirmar que con el inicio del siglo XXI se vive una revitalización de la religión en los asuntos internacionales, propiciada por la manipulación de la religión por los violentos para justificar sus ataques.

Ello ha obligado al pronunciamiento explícito de los líderes religiosos para desvincular violencia y religión, y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa, y al mismo tiempo hacer un llamamiento a sus comunidades para la consecución del objetivo global de paz y seguridad. Es este un objetivo en el que diplomacia y religión coinciden, y en cuya realización deben ambas realidades colaborar.

Las áreas de colaboración abarcan todos los estadios del desarrollo del conflicto, desde la prevención hasta la resolución, consolidación y ulterior reconciliación. En todas ellas, diplomacia y religión pueden y deben trabajar salvaguardando sus realidades distintas, sin imposiciones o manipulaciones. Desde la diplomacia ello exige implicar a la religión desde el inicio del diseño de las iniciativas, lo que conlleva el efecto positivo de la validación (legitimación) de las mismas ante sus comunidades. El ejemplo de la puesta en práctica del acuerdo de paz con las FARC en Colombia nos ha servido para ilustrar este aspecto.

La religión puede igualmente servirse de los instrumentos diplomáticos (lo que hemos llamado «diplomacia religiosa itinerante») para diversificar el punto de vista de sus representantes a través de encuentros internacionales que les obligan a negociar pronunciamientos, y en última instancia les permite adoptar perspectivas fuera de su contexto más cotidiano, en el que se encuentran influidos por una marco político y legislativo local. Se trata de complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que favorecen el conocimiento del otro, y facilitan la empatía al asumir roles diferentes, y en definitiva generan confianza. Otro aspecto de la colaboración mutua es el papel que la religión puede desempeñar a través de la llamada «diplomacia de segunda vía», con iniciativas de mediación o facilitación, como complemento de la diplomacia tradicional. En este punto hemos utilizado un ejemplo real de necesidad de mediación en la República Centroafricana.

Cuando los conflictos se explican  por  motivaciones  religiosas,  se  exacerban  las posiciones, y se absolutizan, reduciendo o incluso excluyendo las posibilidades  de negociación. El margen para la diplomacia se achica, y es entonces cuando la movilización activa de voluntades por las propias religiones podría contribuir con efectividad a la paz. De no ser así, más que negociar, la diplomacia queda casi limitada a la imposición de un acuerdo de paz desde fuera, y la separación de los grupos en conflicto en territorios distintos. El ejemplo de la guerra de Bosnia nos ha servido para ilustrar este aspecto.

Queremos concluir subrayando el hecho de que el ámbito de colaboración verdaderamente efectivo entre la diplomacia y la religión, que puede proporcionar soluciones sostenibles en el medio y largo plazo, son las medidas en materia de prevención. A ellas nos hemos referido a lo largo del estudio, al mencionar la necesidad de desacreditar el concepto de violencia vinculado a la religión, utilizando para ello los poderoso instrumentos de las redes sociales y los foros internacionales para amplificar las voces de los moderados, o al referirnos a la importancia de fomentar los encuentros interreligiosos internacionales, o las iniciativas de diálogo interreligioso, o al enfatizar el indispensable papel de una educación fundamentada en la tolerancia y el respeto, en escuelas de educación regular, pero también en escuelas religiosas (seminarios, escuelas coránicas) en las que se imparte formación a los religiosos.

Álvaro Albacete Perea, en ieee.es/

Notas:

1   Vendulka Kubalkova (2009), A Turn to Religion in International Relations? Perspectives, Vol. 17 No 2 (2009), pp. 13-41, Institute of International Relations.

2   Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger (2008), «Entre Razón y Religión, Dialéctica de la secularización», FCE, Madrid.

3   Hent de Vries (1999), «Philosophy and the Turn to Religion», Johns Hopkins University Press.

4   Gilles Kepel (1994), «The Revenge of God: The Resurgence of Islam, Christianity, and Judaism in the Modern World». University Park: Pennsylvania State University Press.

5   Madeleine Albright (2006), «The Mighty and the Almighty: Reflections on America, God and World Affairs», pag. 73, New York Harpers.

6   Allen Keiswette and Bishop John Chane (2013), «Diplomacy and Religion: Seeking Common Interest and Engagement in a Dynamic Changing and Turbulent World», pag 5, The Brooking Project on US Relations with the Islamic World, US-Islamic World Forum Papers 2013, November 2013.

7   Hans Morgenthau (1948), «Politics Among Nations: The Struggle for Power and Peace», The Mc Graw Hill Companies.

8   Luis Weckmann, «Origen de las misiones diplomáticas permanentes», Secretaría de Educación Pública de México, pág. 271.

9   Pew Forum on Religion and Public Life, The Changing Global Religious Landscape. April 2017.

10    World Religion Database, International religious demographic statistics and sources (http:// www.worldreligiondatabase.org).

11    Jonathan Fox (2008), «A World Survey of Religion and the State», New York, NY.

12    Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), «Toward Integrating Religion into International Relations Theory». Zeitschrift für Internationale Beziehungen, 17 Jahrg., H. 1, pp 149-159. Published by: Nomos Verlagsgesellschaft mbH.

13    Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), Op. Cit.

14    Punto 5.1.3.1, Acuerdo Final.

15    Punto 4.1.3.5, Acuerdo Final.

16    Punto 2.2.4, Acuerdo Final.

17    Punto 3.4.2, Acuerdo Final.

18    Jonathan Fox (2007), «The Increasing Role of Religion in State Failure: 1960-2004», in Terrorism and Political Violence, 19:3, págs. 395-414.

19    Es pertinente leer la observación de Karen Armstrong (Campos de Sangre, 2014) sobre la constante aseveración de que la religión ha sido la causa de las principales guerras en la historia, al señalar que, al menos en nuestro tiempo, esa afirmación no se corresponde con la historia, pues «es obvio que las dos guerras mundiales no se produjeron como consecuencia de la religión». Y respecto al período premoderno, afirma que «Los sentimientos religiosos estaban presentes en las mentes de quienes combatían esas guerras; pero imaginar que la religión era distinguible de las cuestiones sociales, económicas y políticas resulta esencialmente anacrónico. El historiador John Bossy nos recuerda que antes de 1700 no existía un concepto de religión como algo separado de la sociedad y política. (…) esa distinción no tendría lugar hasta que los modernos filósofos y políticos separaran la Iglesia y el Estado»(pág. 278-279). Armstrong continúa en unas páginas más adelante: «Los primeros filósofos de la modernidad, como Hobbes, pidieron un Estado fuerte para reprimir la violencia en Europa, que, según creían, era inspirada únicamente por la religión. Sin embargo, la nación era evocada   para movilizar a todos los ciudadanos a la guerra y Fichte animaba a los alemanes a combatir el imperialismo francés por amor a la patria. El Estado se había ideado para contener la violencia, pero la nación se utilizó para desencadenarla» (pág. 317). Sobre esta cuestión, Armstrong se refiere a su vez al imprescindible libro de William T. Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, Oxford 2009. 

20    David Chandler (2000), «Bosnia. Faking Democracy after Dayton», Pluto Press, págs. 43-44 y 51-52.

21    Carl Bildt (1996), «The important lessons of Bosnia», Financial Times, 3 de abril de 1996: «La mayoría de los anexos del Acuerdo de Dayton no se refieren a la conclusión de las hostilidades, que es tradicionalmente el ámbito de un acuerdo de paz, sino al proyecto político de la democratización de Bosnia, de la reconstrucción de su sociedad».

22    Álvaro Albacete (2007), «Reconstrucción institucional en Bosnia y Herzegovina: hacia una reforma constitucional», Revista de Derecho Político, núm. 67, 2006, págs. 259-294.

23    Richard Holbrooke, (1999), «To End a War», Random House Inc. N.Y., págs. 311-312. «Para acabar una guerra», Editorial Política Exterior, 1999, pág. 416.

24    Alvaro Albacete (2015), «Anotaciones sobre la religión en el contexto de seguridad africano», CESEDEN, Escuela de Altos Estudios de la Defensa, Ministerio de Defensa de España, Monografías 144, África, págs. 46-47.

25    Mathew Lee (2008), «Jihadist Booted from Government Lexicon», Associated Press, April 2008.

26    Todas las áreas mencionadas resultan esenciales pero el combate efectivo contra el terrorismo, en aras de soluciones que pervivan en el medio y largo plazo, requiere de medidas que se dirijan hacia la prevención. Y en este sentido el reto principal se encuentra en desacreditar el concepto de terrorismo o violencia vinculado al Islam mediante la educación, en escuelas o madrasas fundamentalmente, pero también en escuelas coránicas, en las que se imparte formación a los Imanes.

27    Madeleine Albright (2006), Op. cit.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz

Religiones nacidas en el Indo-Ganges

Esta importante área de origen religioso se encuentra en las llanuras de tierras bajas del extremo norte del subcontinente indio que son drenadas por los ríos Indo y Ganges, allí nacieron el hinduismo, el sijismo y el budismo. El hinduismo no tuvo un fundador único, y las razones por las que surgió alrededor de 2000 a.C. siguen sin ser claras. El budismo y el sijismo evolucionaron a partir del hinduismo como movimientos de reforma, el primero alrededor del 500 a.C. y el segundo en el siglo XV [41].

Una vez que nace una religión, la forma más rápida y fácil en la que puede propagarse es por difusión. A lo largo de la historia, la India ha sido un importante cruce cultural y un centro desde el cual las culturas, las creencias y los valores se dispersaron por todo el mundo [42].

Hinduismo

El hinduismo es la primera religión mayor que emergió en esta área. Se originó  en el Punjab, en el noroeste al menos hace 4.000 años, y más tarde se extendió por Afganistán y Cachemira hasta Sarayu en el este, seguido por una gran ola de expansión a través del Ganges para ocupar la región entre el Sutlej y el Jumna. De aquí se extendió hacia el este por el Ganges y hacia el sur en la península, absorbiendo y adoptando otras creencias y prácticas indígenas. Finalmente, dominaría todo el subcontinente indio.

9. Early buddhist area.png

Más tarde, durante su fase principal de universalización, los misioneros hindúes llevaron la fe al extranjero, aunque la mayoría de las regiones conversas, serian posteriormente dominadas por otras religiones. Durante el período colonial, cientos de miles de indios fueron reubicados en otras regiones, incluyendo África Oriental y del Sur, el Caribe, el norte de América del Sur y las islas del Pacífico. Esta difusión por reubicación extendió eficazmente el hinduismo mucho más allá de su área de origen [43].

Budismo

El budismo nace en las estribaciones que bordean la llanura del Ganges, como una rama desgajada del hinduismo. Su fundador fue el Príncipe Gautama (644 a. C.), quien encontró la Iluminación mientras estaba sentado bajo un árbol. Más tarde, decidió dar a conocer a los demás el camino de salvación, intermedio entre los dos extremos de la auto indulgencia y la auto mortificación, inicialmente en el Parque Deer en Isapatana (cerca de Benares).

A partir de cinco monjes discípulos, el Buda reunió alrededor de él sesenta monjes que fueron enviados a predicar y enseñar. Durante la vida de Buda, las actividades misioneras se limitaron al norte, y algunas pequeñas comunidades en el oeste de la India. En los dos siglos siguientes el budismo se extendió a otras partes de la India, pero confinado al subcontinente. Misioneros y comerciantes llevaron posteriormente el budismo a China (100 a.C. a 200 d.C.), Corea y Japón (300 a 500 d.C.), Asia sudoriental (400 a 600 d.C.), Tíbet  (700 d.C.) y Mongolia (1500 d.C.). A medida   que se extendía, el budismo desarrolló diferentes formas regionales. Irónicamente, el budismo desaparecería de la zona de origen al ser reabsorbido por el hinduismo en el siglo VII, aunque ha sobrevivido entre la gente de las montañas del Himalaya y en la isla de Sri Lanka [44].

10. Budismo sudeste asiático.png

Las políticas y los valores budistas, están profundamente entrelazados en el caso tibetano, en la medida en que la filosofía política del Tíbet -tanto antes de 1959 como en el exilio- es chos srid gnyis ldan, o «religión y política combinadas». La figura central para esta confluencia, ha sido la figura del Dalai Lama, líder espiritual y político del Tíbet desde 1642. Sin embargo, en marzo de 2011, el actual y décimo cuarto Dalai Lama declaró su retiro de la vida política y la devolución del poder político al exiliado, y directamente elegido primer ministro (Kalon Tripa). Seis meses después, el Dalai Lama emitió una declaración sobre el futuro de su propio sucesor, declarando que él tenía la «única autoridad legítima» sobre la reencarnación del próximo Dalai Lama. En cuestión de días, el Gobierno chino respondió declarando que «el título del Dalai Lama es conferido por el gobierno central y es ilegal de otro modo».

Los acontecimientos políticos en el transcurso de este siglo, han obligado a poner la cuestión de los derechos humanos en lo más alto de la agenda. La invasión china del Tíbet, el conflicto étnico en Sri Lanka y la experiencia de la dictadura militar     en países como Birmania han aportado al budismo contemporáneo una experiencia directa sobre las citadas cuestiones. Otro impulso que ha contribuido en centrar la atención en los temas sociales y políticos es el surgimiento de un «budismo socialmente comprometido», un movimiento cuyo nombre mismo implica una crítica de las formas más tradicionales y «desenganchadas» del budismo [45].

Sijismo

El sijismo se originó en Punjab a finales del siglo XV como movimiento de reforma iniciado por un líder espiritual llamado Nanak. En poco tiempo estaba siendo considerado como un hombre santo (guru), sus ideas encontraron apoyo generalizado, y estaba predicando a grandes multitudes, muchos de los cuales habían viajado especialmente para escucharlo. La nueva religión se adoptó ampliamente en el Punjab, porque ofrecía una nueva y atractiva idea espiritual, en particular por su crítica al sistema de castas, tan central del hinduismo. Creció rápidamente mientras prevalecieron las condiciones pacíficas, lo que no siempre fue el caso (especialmente debido a la perturbación de los invasores musulmanes), y su consolidación y expansión fueron favorecidas por el patrocinio político inicial.

Durante los primeros 2 siglos, el sijismo permaneció confinado a su área de origen, en el Punjab, porque los gurús sucesivos fueron elegidos siguiendo líneas familiares. Entre 1850 y 1971 hubo una considerable difusión del sijismo, unas veces por migración voluntaria, porque la comunidad sij era notoriamente aventurera, pero otras por migración forzada, causada por disturbios políticos.

Tras la creación de Pakistán después de la partición de la India en 1947, dividió el Punjab en una mitad occidental islámica y una mitad oriental predominantemente hindú. Un gran número de sikhs se embarcó en un éxodo masivo hacia la India desde el antiguo Punjab Occidental y otros estados en Pakistán. Muchos de los inmigrantes se establecieron en Punjab, donde el nacionalismo basado tanto en la religión como en el idioma llevó a la eventual formación del Punjabi Suba (estado) en 1966 [46].

Religiones de origen semítico

El judaísmo, el cristianismo y el islam -las tres grandes religiones monoteístas- se desarrollaron primero entre los semíticos en los márgenes de los desiertos del suroeste asiático, en lo que hoy es Oriente próximo. Al igual que las religiones originadas en el Indo-Ganges, las tres religiones monoteístas tienen lazos familiares. El judaísmo nace hace unos 4.000 años, y el cristianismo surgió -dentro del judaísmo- hace 2.000 años. El Islam nace en el oeste de Arabia hace unos 1300 años.

11. Cuadro.png

Muchos escritores se han cuestionado el por qué las tres grandes religiones monoteístas se desarrollaron en el mismo núcleo básico, si bien en momentos diferentes. No pueden descartar ciertos factores ambientales, como los deterministas defendían con entusiasmo antes de los años cincuenta, pero buscar una sola causa o explicación dominante es demasiado simplista.

El monoteísmo se ha extendido por todo el mundo, y entre el cristianismo y el Islam incluyen cerca de 2,4 millardos de creyentes, lo que representa la mitad de la población mundial. El cristianismo y el Islam, las dos religiones «universalizadoras» dominantes, han desempeñado papeles claves en la dispersión del monoteísmo desde su centro inicial de Oriente Medio hacia las periferias.

Cristianismo

Como todas las demás religiones importantes, el cristianismo no es monolítico y la fuerza numérica (tanto absoluta como relativa) de los diferentes subgrupos cristianos varía de un lugar a otro. La Iglesia Ortodoxa Oriental es particularmente fuerte en la antigua Unión Soviética, y en ciertas partes de Europa y África (particularmente África del Norte). El catolicismo romano -más grande y disperso que la Iglesia Ortodoxa- tiene su presencia numérica más fuerte, en América del Sur y Europa [47]. El dominio del cristianismo ortodoxo en la Rusia Asiática, el fuerte crecimiento del cristianismo protestante en China y la implantación del catolicismo en Filipinas son los principales elementos para un análisis prospectivo del cristianismo en Asia.

12. La conquista del Islam.png

Islam

Islam significa «sumisión a Dios», y esta religión estrictamente monoteísta fue fundada por Mahoma en Medina en el año 622 (que marca el comienzo del calendario islámico). Cuando murió Mohammed en 632, gobernaba toda Arabia en términos tanto religiosos como políticos. El Islam se expandió inicialmente, por la conversión de las poblaciones principalmente cristianas bajo su control político. En menos de cien años, los musulmanes árabes habían conquistado tierras, desde el Océano Atlántico hasta las fronteras de la India, incluyendo España, África del Norte, Egipto, Siria, Mesopotamia y Persia. La distribución de hoy del Islam refleja un retroceso significativo de este emirato o territorio temprano del núcleo, aunque la extensión del Islam en la India, el Asia central, el Sudán y los márgenes de África del este ha dejado un legado duradero. El Islam también tiene una fuerte presencia en Asia sudoriental [48].

Otro factor importante para la rápida expansión del Islam fue su surgimiento en el centro de una serie de rutas comerciales importantes, incluyendo las caravanas que discurrían desde Oriente Medio hasta Asia Central y el norte de China, y a través  del Sahara hasta el Sudán. Muchos comerciantes musulmanes también eran eficaces misioneros, actuando como múltiples núcleos de difusión que viajaban ampliamente. La difusión por expansión explica la extensión del Islam desde su área de origen árabe, y la difusión por reubicación explica su posterior dispersión hacia Malasia, Indonesia, Sudáfrica y el Nuevo Mundo.

A diferencia del hinduismo, el Islam atraía conversos dondequiera que se apoderara. Nuevas áreas nucleares pronto se convirtieron en eficaces áreas fuente para una mayor dispersión, por una combinación de difusión por contagio y jerárquica. En los últimos años, el Islam ha vuelto a propagarse a Europa, a causa no de una invasión militar, sino por la inmigración de musulmanes desposeídos del norte de África, Oriente Medio y el sur de Asia [49].

La religiones del sudeste asiatico

Hinduismo

La primera religión practicada en la región fue el animismo, la creencia de que    las plantas y los animales poseen espíritus. Más tarde, Los comerciantes indios introdujeron el hinduismo alrededor del siglo I d.C. lo que permitió el nacimiento de diferentes reinos grandes y poderosos. El hinduismo fue tan popular que se convirtió en la religión estatal de varios países del sudeste asiático.

Budismo

El budismo se asentó mientras que el hinduismo era influyente a lo largo de la región, y ha seguido siendo preponderante en muchos países. Entre los siglos IX al XIII, el budismo mahayana era la religión más importante, influyendo en la lengua, el arte y la arquitectura. El budismo Theravada se extendió a través del continente asiático y hacia el año 500 dC estuvo presente en Birmania, Tailandia, Camboya y Laos. A diferencia de otras religiones, el budismo se difundió por contacto, no por difusión jerárquica desde la élite gobernante.

13. Zonas de influencia.png

Islam

A principios del siglo IX, los comerciantes árabes comenzaron a desempeñar un papel clave en el comercio internacional. En 674 A.D., un asentamiento musulmán se estableció en la costa oeste de Sumatra y se extendió lentamente a otras comunidades. No fue, sin embargo, hasta el siglo XII que la religión comenzó a propagarse significativamente. Varios gobernantes de la época se convirtieron  o  se  casaron con personas de la fe y establecieron el islam como la religión estatal. Además, los misioneros llevaron la ideología a través de Indonesia y Malasia. Hoy, el islam es la religión mayoritaria en Brunei (67%), Islas Cocos (80%), Indonesia (87,18%) y Malasia (60,4%).

Cristianismo

La otra religión importante que se encuentra en el sudeste asiático es el cristianismo. El catolicismo, una rama del cristianismo, llegó mucho más tarde que las otras religiones. Se introdujo con la llegada de los españoles en el 1500 que colonizó Filipinas. Hoy en día, el 80% de la población de Filipinas es católica y en Timor Oriental ese número asciende al 97%.

Las religiones de Asia oriental

Incluye las religiones de China, Japón y Corea, si bien nos centraremos en China.

El Estado chino y las religiones nacionales

China ha sido durante mucho tiempo una cuna de muchas de las tradiciones religioso-filosóficas más duraderas del mundo. El confucianismo y el taoísmo, al que posteriormente se une el budismo, constituyen las «tres enseñanzas» que han formado la cultura china. Los límites entre estos sistemas religiosos entrelazados no son claros, ya que ninguno pretende ser exclusivo, y elementos de todos ellos enriquecen la religión popular. La compleja y constante relación entre el estado chino y las religiones de la nación se remonta a miles de años. El estado gobernó una religiosidad incrustada en la población, difusa, no exclusiva y pluralista [50].

Las chamánicas son las primeras tradiciones religiosas registradas en China, y datan de la dinastía Shang (1600 a.C.-1050 a.C.). Elementos de estas tradiciones siguen constituyendo una parte importante de lo que se denomina religión tradicional china, que se refiere a las numerosas creencias, cultos y prácticas locales que han evolucionado desde entonces. Durante este período surgieron el concepto de reinos extra-mundos, el elevado estatus de los antepasados, el uso de la adivinación y los médiums espirituales, el culto al cielo y la ofrenda de comida como sacrificio.

El periodo de los Reinos Combatientes (771 a.C.-221 a.C.), aunque caracterizado por el caos y la guerra, vio un florecimiento de la actividad intelectual con las Cien Escuelas de Pensamiento. Estas cien escuelas incluían, entre otras, el taoísmo, basado en las obras del legendario sabio Laozi, así como las enseñanzas del filósofo Confucio, que más tarde formaría la base de la ideología oficial del estado imperial chino. El budismo fue introducido desde el subcontinente indio a través de la Ruta de la Seda durante la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.); la primera referencia documentada fue registrada bajo el reinado del emperador Ming (58-75). A través de la influencia e interacciónes mutuas, estas tres tradiciones, el budismo, el confucianismo y el taoísmo, formaron la base del sanjiao ( , «tres enseñanzas»), un influyente modelo que ve a las tres tanto como complementarias o como esencialmente similares, como elementos de un conjunto armonioso.

Aunque cada tradición tenía su propio canon y líderes, ninguno era autónomo o exclusivo; la mayoría de los chinos estaban comprometidos con las deidades, liturgias, personas y rituales de todos los sanjiao [51].

Además del budismo, otras religiones extranjeras llegarían finalmente a China, como el zoroastrismo, a través de los comerciantes de Asia Central. La dinastía Tang (617-907), como la dinastía Han antes de ella, poseía un tremendo poder y territorio, permitiendo el contacto frecuente con culturas extranjeras, y así fomentó una era cosmopolita. Tanto el maniqueísmo como el Islam, se introdujeron durante este tiempo; Cao’an, en Fujian, es uno de los pocos templos maniqueos sobrevivientes hoy en día, y la mezquita de Huaisheng en Guangdong es una de las mezquitas más antiguas del mundo. La presencia del cristianismo en China, por medio de la Iglesia Nestoriana, fue documentada por primera vez en la Estela Nestoriana, escrita en chino y siríaco y erigida en Xi’an, en el año 781. La Estela relata la historia temprana del cristianismo en China y su reconocimiento oficial por el emperador [52].

Mientras China seguía importando, interpretando y practicando diferentes religiones, el estado trataba de administrarlas, y ocasionalmente promover o purgar ciertas tradiciones. Por ejemplo, el emperador Han Wu (141 a. C.-87 a. C.) patrocinó oficialmente el confucianismo en la educación, estableció ritos y sacrificios imperiales y abrazó a místicos y médiums espirituales en su corte. Por el contrario, el reinado del último emperador Tang Wuzong (840-846), un taoísta devoto, fue testigo de una masiva persecución religiosa contra las religiones extranjeras; Wuzong  perseguiría   el cristianismo, el maniqueísmo, el zoroastrismo y, sobre todo, el budismo por la corrupción económica y social que producían en la sociedad china. La extensión y la influencia de estas diferentes tradiciones religiosas se extinguirían a lo largo de diferentes dinastías y emperadores, evolucionando y adaptándose a la cultura china. Por ejemplo, mientras que el cristianismo, el islam y el budismo tibetano se convirtieron en influencias importantes entre las élites gobernantes bajo la dinastía cosmopolita Yuan (1271-1368), la dinastía Ming, más aislacionista (1368-1644) supuso un regreso a la primacía nativista sanjiao [53].

15. Postal.png

La interacción con las tradiciones religiosas europeas comenzó durante la dinastía Ming posterior, con la llegada de las órdenes católicas, sobre todo notablemente la Compañía de Jesús. Generalmente tolerados y ocasionalmente favorecidos a lo largo de la dinastía Ming, así como de la dinastía Qing (1644-1912), los jesuitas estaban en el centro de la «Controversia de los Ritos», un feroz debate entre los católicos sobre si el culto ancestral y la veneración de Confucio era aceptable para los católicos convertidos. El decreto del Papa Clemente XI en 1704 falló contra la política más acomodaticia de los jesuitas, que a su vez llevó al destierro del cristianismo por el emperador chino. Esta controversia, combinada con la discusión sobre el término correcto para «Dios»en chino, marca uno de los muchos intentos de definir y entender la religiosidad china a través de un marco occidental [54].

El llamamiento de Mao Zedong para una lucha de clases renovada en 1966 encendió la Revolución Cultural, comenzando uno de los esfuerzos más exhaustivos para destruir la vida religiosa y tradicional en China. Tanto la Administración Estatal de Asuntos Religiosos como el Departamento del Frente Unido fueron condenados, las asociaciones patrióticas fueron disueltas, los líderes religiosos y los practicantes fueron perseguidos, y todas las formas de expresión religiosa fueron prohibidas. Como parte de la campaña Destroy Four Olds, innumerables artefactos, edificios y textos históricos y religiosos fueron demolidos y profanados por los Guardias Rojos, incluyendo el saqueo y vandalismo del cementerio de Confucio [55].

Con la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural en 1976, Deng Xiaoping se convirtió en el líder supremo de China en 1978. Deng iniciaría importantes reformas económicas y sociales, y la religión, efectivamente prohibida durante la Revolución Cultural, regresó lentamente, al igual que las cinco asociaciones patrióticas.

Los sanjiao, en particular, recibieron apoyo del Estado, ya que los lugares de culto destruidos o dañados fueron reconstruidos, pero el catolicismo, el islamismo, el protestantismo y la religión popular china también crecieron considerablemente [56].

16. Principales religiones de China.png

En 1982 -el mismo año en que se adoptó la constitución actual- el PCCh formuló su actual filosofía orientadora sobre la religión en lo que se conoce como Documento Número 19. Tomando la visión marxista tradicional de la religión, el PCC considera la religión como una fuerza negativa y en el PCCh los miembros deben ser ateos trabajando hacia un momento en que «la gran mayoría de nuestros ciudadanos serán capaces de tratar con el mundo y nuestros semejantes desde un punto de vista científico consciente, y ya no tienen necesidad de recurrir a un mundo ilusorio de dioses para buscar consuelo espiritual».

Sin embargo, el documento reconoce que en el corto plazo la religión seguirá siendo una parte de la sociedad, y como tal debe ser manejada apropiadamente; diferentes secciones detallan la necesidad de restaurar los lugares de culto, la relación entre religión y minorías étnicas, la importancia de las cinco asociaciones patrióticas y la protección estatal de la libertad de creencias religiosas [57].

En los últimos años, la religiosidad ha aumentado en todas las tradiciones religiosas, coincidiendo con disturbios político-religiosos en lugares como el Xinjiang y el Tíbet, así como con supersticiosos xiejiao (邪教, «cultos malvados») como Falun Gong. Esto no ha pasado desapercibido para los líderes chinos como Hu Jintao (ex Secretario General y Presidente de China) y Wang Zuoan (actual director de SARA), quienes reconocen el papel que juega la religión en la construcción de una «sociedad próspera», pero también su potencial para « disturbios y antagonismo». Con los masivos cambios socioeconómicos internos que tienen lugar, así como la creciente influencia de China en la escena global, la presión está en el Estado -cuyas políticas sobre la religión son sin duda todavía una reminiscencia de las de hace cien años- para comprometerse con la religión de manera nueva y constructiva [58].

La República Popular China reconoce oficialmente cinco religiones: el budismo, el catolicismo, el taoísmo, el islam y el protestantismo. Es de destacar el crecimiento del cristianismo en China. El mapa, basado en la información del profesor Fanggang Yang, director del Centro de Religión y Sociedad China en la Universidad de Purdue, muestra que las religiones monoteístas de China, incluyendo el Islam y el Cristianismo, están empezando a ocupar una parte considerable del país. Aunque el budismo sigue ocupando la mayoría de las regiones del sur y el suroeste, los protestantes y católicos han comenzado a ocupar las regiones orientales de China, mientras que las regiones occidentales como Xinjiang y Gansu son predominantemente musulmanas.

17. Creyentes cristianos.png

China ha sido testigo de un resurgimiento religioso durante las últimas cuatro décadas, en particular con el aumento significativo de creyentes cristianos, que representan el 5 por ciento de la población, según los datos del Centro de Investigación Pew. El número de protestantes chinos ha crecido en un promedio de 10 por ciento anual desde 1979 (Albert, 2015). Para El Telegraph, China está en camino de tener la población más grande de cristianos del mundo en 2030 (Phillips, 2014). En opinión de Yang «El cristianismo protestante ha sido la religión de más rápido crecimiento en China». The Economist (The Economist, 2014) [59] estima en 100 millones los cristianos en China. escribió Yang, «Si el crecimiento continúa a un ritmo del 7 por ciento, los cristianos podrían ser el 32,5 por ciento de la población china en 2040 y el 66,7 por ciento para 2050».

Conclusiones

La relación entre religión y geopolítica en Asia se hace evidente. Las «cunas», de las principales religiones, identificadas a través de investigaciones históricas y arqueológicas están en el norte de la India para el hinduismo en el Punjab, para el budismo en la llanura del Ganges. El judaísmo y el cristianismo se originaron en Palestina, y el Islam (en parte basado en el judaísmo y el cristianismo) nació en Arabia occidental.

La diferenciación entre religiones «universales» y «étnicas» influye en sus distribuciones espaciales. Las religiones universales, como el cristianismo, el islam o el budismo, están ampliamente distribuidas. Por el contrario, las religiones étnicas a menudo se limitan a países específicos: el hinduismo particularmente en la India, el confucianismo y el taoísmo en China, y el sintoísmo en Japón.

Desde un punto de vista geográfico, podemos agrupar a las religiones en las religiones de Oriente Próximo: el judaísmo, el cristianismo, el islam, el zoroastrismo; las religiones de Asia Oriental, que consiste en el confucianismo, el taoísmo, las diversas escuelas del budismo Mahayana («Gran Vehículo») y Shintō; las religiones indias, incluyendo el budismo temprano, el hinduismo, el jainismo y el sijismo, y las religiones de inspiración hindú y budista del sur y el sudeste asiático.

Hay dos tipos básicos de proceso de difusión: En la expansión por difusión, el número de personas que adoptan la innovación crece por contacto directo, usualmente in situ, que puede subdividirse en difusión por contacto y difusión jerárquica; y la Difusión por reubicación, la migración y los misioneros son mecanismo clásico de difusión por reubicación.

China ha sido testigo de un resurgimiento religioso durante las últimas cuatro décadas, en particular con el aumento significativo de creyentes cristianos. China está en camino de tener la población más grande de cristianos del mundo en 2030.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz, en ieee.es/

Notas:

41    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 12.

42    Ibíd, p. 13.

43    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

44    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

45    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 5.

46    Ibíd., p. 13-4.

47    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 6-7

48    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 16

49    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

50    ZHU, W. (01 de 10 de 2013). What is religion in China? A brief history. Obtenido de Social Science Research Council: https://tif.ssrc.org/2013/10/01/what-is-religion-in-china-a-brief-history/.

51    ZHU, W. What is religion in China., Op. cit.

52    Ibíd.

53    ZHU, W. (01 de 10 de 2013). What is religion in China, Op. cit.

54    Ibíd.

55    Ibíd.

56    ZHU, W. What is religion in China, Op. cit.

57    ZHU, W. What is religion in China, Op. cit.

58    Ibíd.

59    THE ECONOMIST, Analects, Crosses to bearNov 11th 2014.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz

Capítulo V: Asia: la confluencia de religión y geopolítica

Introducción

Cada Ministerio de Asuntos Exteriores, sea cual sea el atlas que usa, opera mentalmente con un mapa diferente del mundo. Spykman.

1. Mapa.png

Uno de los responsables de la evolución conceptual de la geopolítica y fundador de la revista Hérodote, Yves Lacoste define Geopolítica de la siguiente forma:

«El término «Geopolítica», utilizado en nuestros días de múltiples maneras, designa en la práctica todo lo relacionado con las rivalidades por el poder o la influencia sobre determinados territorios y sus poblaciones: rivalidades entre poderes políticos de todo tipo, no solo entre estados…».

La introducción del prefijo «geo» tanto en la  idea  de  estrategia  como  en  la idea de política, afirma el General Miguel Alonso Baquer, muestra un proceso de modernización. Incluso de mundialismo, de ecumenismo, de universalismo y de globalización, fenómenos tan característicos de la denominada postmodernidad [1]. En el marco del ecumenismo, universalismo y globalización, se producen «desordenes», que en términos de geopolítica pretenden la intersección del género, la generación, el origen étnico o la religión, con estructuras tradicionalmente asociadas con la geopolítica, como son la competencia entre estados o la identidad nacional. En las geografías de la proyección global del poder, los conflictos interestatales y el nacionalismo no pueden ser ignorados, pero también…

«…la religión merece ser reconocida plenamente y de manera similar a la raza, la clase y el género en el análisis geográfico. Lo que es más importante, subrayo la importancia geográfica de examinar la religión, no menos en la intersección de las fuerzas sagradas y las seculares en la toma de lugar. Esto es especialmente así en contextos urbanos donde las variedades sagradas y seculares son, de hecho, variedades de lo sagrado» [2].

Geografía y Geopolítica

La geopolítica, para Colin Flint, es un componente de la geografía humana. Para entender la geopolítica primero debemos entender lo que es la geografía humana [3]. Para nuestro propósito podemos definir la geografía simplemente como «el estudio del espacio y del lugar, y de los movimientos entre los lugares» [4]. Geopolítica para Gilmartin & Kofman [5], son las múltiples prácticas y múltiples representaciones de un amplio espectro de territorios.

Unos meses después de la caída del muro de Berlín- Francis Fukuyama publicó «El Fin de la Historia», proclamando que el sentido hegeliano de la historia había terminado, dado que los éxitos de las democracias liberales capitalistas habían terminado con el debate sobre qué sistema de gobierno era mejor para la humanidad. Representaba un idealismo como el «wilsoniano» tras la Primera Guerra Mundial. Los debates tras los primeros años de la guerra de Iraq nos retornaron a una visión «realista» para la que los legados de la geografía, historia y cultura, establecen límites de lo que se puede lograr en un determinado lugar [6].

El sistema internacional del siglo XXI estará marcado por una aparente contradicción, afirmaba Henry Kissinger en «Diplomacy» [7]: En cuanto a relaciones entre estados, el «nuevo orden» será más parecido al sistema de estados europeos del siglo XVIII y XIX, que a los patrones más rígidos de la guerra fría. Dentro de este orden, según Kissinger, se encontrarán al menos seis potencias, Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente India, así como una multitud de países intermedios y pequeños.

Zbigniew Brzezinski [8], considera que:

«Los estados, como los individuos, se conducen por propensiones heredadas -sus inclinaciones geopolíticas tradicionales y su sentido de la historia- y se diferencian por su capacidad de discriminar entre las ambiciones pacientes y autoengaños imprudentes»

Todo nos lleva a pensar en la interrelación entre geopolíticas y religiones.

Geografía y religión

Como afirma L. Kong, la primera década del siglo XXI ha presenciado un gran desarrollo dentro de la investigación geográfica sobre la religión. Las geografía de las religiones ya no pueden considerarse como un interés trasnochado dentro de la gran empresa geográfica [9].

Nuestras imaginaciones geográficas y sensibilidades religiosas han sido radicalmente reformadas y agudizadas, incluso aunque nuestra sensibilidad humana resultara asaltada. Porque nuestro mundo está cada vez más interconectado y «lo que ocurre aquí y ahora está profundamente afectado por lo que ha sucedido en otros tiempos y sucede en otros lugares» [10].

Nuevas fuentes de inmigrantes, nuevas religiones, nuevos conflictos, nuevos territorios y nuevas redes han sido objeto de análisis. Nuevos objetivos teóricos dentro de la geografía también han permitido nuevos enfoques para los que estudian la religión. Diferentes lugares de la práctica religiosa más allá de lo «oficialmente sagrado», los diferentes sentidos de geografías sagradas, las diferentes religiones en diferentes contextos históricos y específicos del lugar, diferentes escalas geográficas de análisis y diferentes componentes de la población, han centrado la atención durante la primera década del siglo XXI [11].

La religión y la geopolítica siempre han tenido lazos de un tipo u otro. Mucho nacionalismo e imperialismo han encontrado propósito y justificación en las diferencias religiosas y en el proselitismo. A medida que los Estados nacionales europeos modernos surgieron en los siglos XVI y XVII, el fanatismo religioso fue causa y consecuencia de la concentración del poder estatal y de las rivalidades entre los estados [12].

En ciertos casos, como el del hinduismo o el del confucianismo, donde no disponen de un texto único como la Biblia, la Torá o el Corán que inspiren su geopolítica, la amplitud de la interpretación del pensamiento religioso puede tener consecuencias geopolíticas, por ejemplo:

•    Imaginar un «hinduismo» distintivo, se ha convertido en un elemento importante del nacionalismo en la India, representado por una serie de movimientos afiliados, y -no menos importante- un partido político como el BJP.

•    El contrapunto es el confucianismo, tanto en sus manifestaciones clásicas como en las postcoloniales, muestra poca especificidad territorial, ya que «No se reconocía ningún exterior absoluto, sólo grados relativos de la proximidad a un centro». Si esta premisa hegemónica inspira la geopolítica contemporánea china, o del Asia oriental en general, es una cuestión abierta [13].

A pesar de las implicaciones geopolíticas de los casos anteriores, son el cristianismo y el islam, -las grandes religiones misioneras- las que proporcionan los casos más dinámicos de la religión como el lenguaje geopolítico de la época. Sus textos fundacionales, sirven como plantillas utópicas que otorgan a los fundamentalistas una fuente particular de autoridad sobre la que descansan sus reivindicaciones geopolíticas [14].

La fusión de nociones geográficas y religiosas sobre el mundo

Fue explorada en los trabajos seminales de John Kirtland Wright (1891-1969), un geógrafo que introdujo el término «geopiedad». La geopiedad puede implicar acciones que van más allá de la oración y el sacrificio, como la protección del medio ambiente o la construcción de santuarios en lugares específicos; señala el «apego a un lugar, el orgullo del imperio o del Estado nacional». En términos de «geopiedad», no hay una clara distinción entre lo que se ha denominado la «dimensión sagrada del nacionalismo» y el apego a un lugar que se enorgullece de su Providencia Especial [15].

Anthony Smith ha distinguido cuatro aspectos de la «dimensión sagrada» de la nación.

1.   La elección étnica o la idea de pueblo elegido, que se encarna en mitos como el ángel que aparece en Kosovo Polje. Pero Smith también reconoce versiones seculares como la Revolución Francesa y la idea de misión que implicaba para los franceses.

2.   El territorio sagrado. Es la cuna de la nación o el lugar donde se han producido acontecimientos importantes y se visitan reliquias. Naturalmente, la idea de una Tierra Santa puede derivarse de la Biblia.

3.   La etno-historia. Identifica este aspecto con el reconocimiento de «edades de oro», períodos que encarnan las virtudes internas o verdaderas de una comunidad.

4.   La idea del sacrificio nacional, la sangre derramada por la nación como conmemorada en los monumentos de los muertos gloriosos, nos recuerda la inmaterialidad y la eternidad de la nación (DIJKINK, 2006 , pág. 194) [16].

Smith trata de identificar los paralelismos entre la religión y el nacionalismo, incluso cuando este último no contenga ninguna referencia a Dios, los escritos sagrados o el más allá. Hay una tendencia a equiparar la religión con valores generales, aunque no sean valores «sagrados»; cuando la nación es «sagrada», se considera análoga a Dios [17].

Pero si un discurso político se basa en cosmologías explícitas o teologías, no hay ambigüedad. Lo sagrado salta a la vista en contraste con el discurso casi religioso sobre la nación. Este último discurso puede apelar a las personas religiosas sin evocar directamente ningún mandamiento religioso o escritura sagrada. La religión pasa a ser una dimensión oculta [18].

Lo anterior proporciona una estructura preliminar para estudiar la fusión de la geopolítica y la religión, la idea de territorio sagrado o tierra santa; las prescripciones religiosas para la acción internacional, de las cuales la guerra santa es la más presente; todas las demás ideas religiosas sobre el orden mundial o las relaciones de Dios con él [19].

Religeopolítica

El término religeopolítica fue propuesto por Lari Nyroos al estudiar dos movimientos «fundamentalistas» en el Oriente próximo: Hamas y Kach. Ambos movimientos apelan a un destino manifiesto religioso de Palestina/Israel y que en la visión del creyente (Kach) puede alcanzar una dimensión desproporcionada, incluso –en el caso de Israel- extendiéndose geográficamente hasta el río Éufrates. El piadoso, sea musulmán (Hamas) o judío (Kach), ve como una misión religiosa no abandonar este territorio [20].

Estos movimientos, esencialmente políticos, plantean la cuestión de si se trata de movimientos políticos que utilizan el poder religioso, o de movimientos religiosos que utilizan el poder político [21].

2. Distribución geográfica de religiones.png

Hay diversas formas de clasificar las religiones:

•    Normativo, distingue la religión verdadera de la religión falsa.

•    El etnográfico-lingüístico, para Max Müller, el «Padre de la historia de las religiones», declaró que «Particularmente en la historia temprana del intelecto humano, existe la relación más íntima entre lengua, religión y nacionalidad».

•    Filosófico, Los últimos 150 años también han producido varias clasificaciones de la religión basada en conceptos especulativos y abstractos que sirven a los propósitos de la filosofía.

•    Morfológico, El progreso considerable hacia clasificaciones más científicas   de las religiones estuvo marcado por la aparición de esquemas morfológicos que asumen que la religión en su historia ha pasado por una serie de etapas discernibles de desarrollo.

•    Fenomenológicos, Todos los principios hasta aquí discutidos se han referido a la clasificación de las religiones en el sentido de establecer agrupaciones entre comunidades religiosas históricas que tienen ciertos elementos en común.

Desde una perspectiva geográfica es útil distinguir las religiones universales y las étnicas. Las religiones universales (como el cristianismo, el islam y las diversas formas de budismo) buscan la aceptación a nivel mundial buscando activamente y atrayendo a nuevos miembros (conversos). Las religiones étnicas (o culturales), son muy diferentes ya que no buscan convertir. Cada una se identifica con un determinado grupo tribal o étnico. Las religiones tribales (o tradicionales) implican la creencia en algún poder o poderes más allá de los seres humanos, a los cuales pueden apelar para la ayuda, como las almas de los difuntos, o los espíritus que viven en las montañas, en piedras, árboles o animales. Las religiones étnicas de base más amplia incluyen el judaísmo, el sintoísmo, el hinduismo y el sistema moral-religioso chino (que abarca el confucianismo y el taoísmo), que dominan principalmente una cultura nacional particular.

Al tratar en este estudio de relacionar religión y geopolítica, descartando Europa, América y África, me corresponde una gran parte del mundo, ese mundo «oriental» que es la cuna de la mayoría de las religiones, si excluimos las sectas norteamericanas del siglo XIX como Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones), Adventistas del Séptimo Día, Iglesia de Cristo Cientista, o los Testigos de Jehová. Todas ellas comparten:

1.   Reduccionismo cristológico, por negar la plena deidad de Jesús o la eficacia de su obra expiatoria.

2.   Reduccionismo eclesiástico, al considerarse únicos depositarios de la salvación.

3.   Ampliación de la revelación, al considerar algún texto, persona o institución con autoridad inspirada además de la Biblia.

3. Joseph Smith.png

Análisis de la religión y geopolítica

Un elemento esencial para nuestro estudio es la distribución de las religiones. La distribución geográfica se puede abordar a distintas escalas, desde la global a la local. A escala global, el primer tema central es ¿Qué religiones son dominantes en los diferentes lugares? Para dar respuesta a la pregunta genérica –de acuerdo con Park- habría que plantearse otras cuestiones claves como:

•    ¿Cómo se expanden los grupos religiosos y las nuevas religiones por el espacio?»,

•    ¿Cómo evolucionan a través del tiempo?», y

•    ¿Qué procesos podrían explicar los patrones de cambio observados a través del espacio y el tiempo?» [22].

Otro tema central sería el de los espacios y los lugares sagrados, y cómo a su vez influyen en los movimientos de las personas, es decir ¿por qué algunos lugares son considerados sagrados y especiales, y por qué los restantes no se consideran sagrados?

En los trabajos recientes se han adoptado dos enfoques diferentes: la geografía religiosa y la geografía de la religión. La geografía religiosa, examina el papel de la religión en la formación de las percepciones de las personas sobre el mundo y dónde y cómo la gente encaja en él. Afronta el papel de la teología y la cosmología en la construcción de la comprensión del universo. La geografía de la religión no se refiere tanto a la religión en sí misma, sino a las múltiples formas en que se expresa la religión, y considera la religión como una institución humana, y explora sus impactos sociales, culturales y ambientales [23].

Distribución espacial

A comienzos del siglo XXI, casi uno de cada tres seres humanos son clasificados como cristianos, pero su distribución espacial es desigual. Así [24], un alto porcentaje de la población en Europa (84%), las Américas (91%) y Oceanía (84%) es cristiana, mientras que la cifra baja al 8% en Asia y al 45% en África. Por el contrario, la gran mayoría de los musulmanes (72%) se encuentra en Asia y de los restantes, el (26%) se encuentra en África. Tanto el hinduismo como el budismo (ambos más del 99 por ciento) están confinados en Asia. El judaísmo tiene un patrón mucho más disperso [25].

La diferenciación entre religiones «universales» y «étnicas» tiene una fuerte influencia en sus distribuciones espaciales. Las religiones universales como el cristianismo, el islam o el budismo, están ampliamente distribuidas. El objetivo final de las tres grandes religiones universales es convertir a todas las personas en la tierra, se involucran en actividades misioneras, y admiten nuevos miembros a través de actos simbólicos individuales de conversión. El cristianismo tiene un patrón casi global, el islam es dominante en gran parte de África y Asia; en el caso del budismo, si bien trasciende las fronteras culturales y políticas, se concentra en el sudeste asiático [26].

Por el contrario, las religiones étnicas a menudo se limitan a países especificos. Así, por ejemplo, el hinduismo es particularmente fuerte en la India, el confucianismo y el taoísmo se concentran en gran medida en China, y el sintoísmo se concentra en Japón. A diferencia de las religiones universales, la propagación de las religiones étnicas es lenta y limitada, porque no buscan conversos activamente. El judaísmo histórico practicó la actividad misionera, pero hoy la pertenencia está reservada para el propio grupo por herencia. En otras religiones étnicas, los individuos no son aceptados hasta que son completamente asimilados a la comunidad. Las religiones tradicionales persisten en gran parte de África, América del Sur, partes del sudeste asiático, Nueva Guinea y el norte de Australia [27].

Difusión y dispersión

La religión, como cualquier otro conjunto de ideas o valores, se puede propagar entre grupos de personas, a menudo separados por distancias considerables. Debemos reconocer la existencia y el funcionamiento tanto de portadores (que promueven la difusión), como de barreras (que inhiben la difusión), ya que todo lo que se mueve debe ser portado de alguna manera, por lo que debemos entender los procesos, las velocidades y la dinámica, y no solamente los patrones espaciales de la difusión. La velocidad a la que algunos sucesos se mueven sobre el espacio geográfico, se verá influenciada por las barreras que se interpongan en su camino.

Hay dos tipos básicos de proceso de difusión:

La expansión por difusión:

En la que el número de personas que adoptan la innovación crece por contacto directo, usualmente in situ. Por ejemplo, una idea es comunicada por una persona que la conoce a otra que no, y a lo largo del tiempo el número total de conocedores aumenta. La difusión de expansión puede subdividirse en:

1.- difusión por contacto. Es la difusión por contacto directo a través de una población.

2.- difusión jerárquica. La idea o innovación se impone de arriba a abajo sobre las personas y lugares donde se interviene.

Difusión por reubicación:

En la que el grupo inicial de los transportistas se mueven, por lo que se difunden a través del tiempo y el espacio a un nuevo conjunto de lugares. La migración es un mecanismo clásico de difusión por reubicación. Los misioneros que deliberadamente introducen la religión en nuevas áreas entran también en esta categoría [28].

Áreas de origen de las religiones

Las «cunas», o áreas de origen de las principales religiones están identificadas a través de investigaciones históricas y arqueológicas. El norte de la India proporciona el nucleo inicial tanto para el hinduismo en el Punjab, como para el budismo en la llanura del Ganges. A partir de estos núcleos, ambas religiones se extendieron por el subcontinente indio, pero el hinduismo (religión étnica) se continuó extendió, mientras que el budismo (religión universal) se dispersó por gran parte de Asia central y oriental. El judaísmo y el cristianismo se originaron en Palestina, y el Islam (en parte basado en el judaísmo y el cristianismo) nació en Arabia occidental [29].

Los geógrafos describen las dos áreas de origen de las religiones principales como «hogares» o «núcleos» religiosos. Ambas áreas comparten dos propiedades importantes.

•    En primer lugar, coinciden con las localidades importantes de las principales civilizaciones antiguas de Mesopotamia y el valle del Nilo, y del Indo, con lo que la evolución cultural de la religión era una posibilidad evidente (aunque no se establezca una relación causa-efecto).

•    En segundo lugar, las religiones surgieron en los márgenes, no en los núcleos de las grandes civilizaciones [30].

Con independencia de las razones para el surgimiento de las religiones dentro de un área tan restringida, muchas religiones se han extendido más allá de su núcleo original y, paradójicamente, muchas religiones son más fuertes hoy en día en zonas muy diferentes de sus áreas de origen. A través de la dispersión las religiones principales han entrado en contacto con y han sido influenciadas por diferentes culturas y costumbres, algunos se han dividido en sub-grupos (sectas), y muchos han cambiado las formas de adoración y organización [31].

Las civilizaciones y la Religión

«Las civilizaciones son, entidades significativas, y aunque las líneas divisorias no estén perfectamente delimitadas, son reales. Las civilizaciones son dinámicas;  se levantan  y caen; se dividen y se fusionan. Y, como sabe cualquier estudiante de la historia, las civilizaciones desaparecen y están enterradas en las arenas del tiempo» [32]

La identidad de la civilización –para Huntington- será cada vez más importante en el futuro, y el mundo será moldeado en gran parte por las interacciones entre siete u ocho civilizaciones principales. Éstas incluyen occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava-ortodoxa, latinoamericana y posiblemente la civilización africana. Los conflictos más importantes del futuro –opina Huntington- se producirán a lo largo de las líneas de quiebra cultural que separan unas civilizaciones de otras (Huntington, 1993) [33].

Las civilizaciones del Mundo según Huntington

4. Civilizaciones mundiales.png

Por  la propia lista de identidades y civilizaciones que nos ofrece Huntington,      la religión juega, en su opinión, un papel esencial en la formación de las citadas identidades, particularmente en Asia.

La religión es un elemento específico en la formación de identidades. La identidad religiosa no es necesariamente lo mismo que religiosidad, sino que la identidad religiosa, se refiere a la pertenencia a grupos religiosos sin importar la actividad religiosa o la participación en las mismas. Al igual que otros elementos de la formación de la identidad, como son la identidad étnica y cultural, el contexto religioso puede proporcionar una «cosmovisión» -una perspectiva general del mundo-, la oportunidad de socializar con un espectro de individuos de diferentes generaciones y un conjunto de principios básicos vitales. Estas fundaciones pueden llegar a configurar la identidad de un individuo [34].

Las investigaciones recientes, en particular en el campo de las ciencias sociales   en general y de la sociología, sugieren una tendencia gradual hacia el renacimiento del interés por el tema de religión e identidad. Especialmente la interacción de la religión la configuración de la formación de la identidad, el vínculo entre la religión  y la etnicidad como uno de los vehículos para el desarrollo identitario y el papel de la religión en forjar la formación de identidad especialmente para jóvenes [35].

El papel de las religiones varía en las diferentes sociedades y épocas. La religión podría ser una fuerza poderosa en una sociedad, menos poderosa en otra y en algunas sociedades podría tener una influencia insignificante. El desigual papel de la religión en diferentes sociedades y épocas no permite eliminar en su totalidad la influencia de la religión sobre el desarrollo de la identidad y la evolución en el tiempo [36].

Existen pocas dudas sobre la importancia de la relación entre religión e identidad. Diferentes estudios muestran evidencia de correlación positiva entre la formación de la identidad y la religiosidad. La religión es una expresión del sentido profundo de la unidad y su vinculación con la formación de la identidad, especialmente en el vínculo entre la religión y la etnicidad en términos de forjar la formación de la identidad; y  el vínculo entre la religión y la formación de la identidad. La evidencia sugiere que la religión está positivamente correlacionada con la formación de la identidad [37].

5. Mapa religiones India.png

Las religiones del mundo

El estudio demográfico -basado en el análisis de más de 2.500 censos, encuestas y registros de población- encuentra a 2.200 millones de cristianos (32% de la población mundial), 1.600 millones de musulmanes (23%), 1.000 millones de hindúes (15%), casi 500 millones de budistas (7%) y 14 millones de judíos (0,2%) alrededor del mundo  a partir de 2010. Además, más de 400 millones de personas (6%) practican varias religiones tradicionales. Se estima que 58 millones de personas, un poco menos del 1% de la población mundial, pertenecen a otras religiones, incluyendo la fe Bajáis, el jainismo, el sijismo, el sintoísmo, el taoísmo, el tenrikyo, la wicca y el zoroastrismo. Aproximadamente una de cada seis personas en todo el mundo (1,1 mil millones, o 16%) no tienen afiliación religiosa. Esto hace que el grupo de los «no perteneciente a ninguna religión»sea el mayor a nivel global, detrás de los cristianos y musulmanes, y de tamaño similar a la población católica mundial [38].

En gran medida, los hindúes y los cristianos tienden a vivir en países donde son mayoría. El 97% de todos los hindúes viven en los tres países más importantes del mundo hindú (India, Mauricio y Nepal), y casi nueve de cada diez cristianos (87%) se encuentran en los 157 países de la mayoría cristiana.

6. Mapa de religiones.png

Grupos religiosos en Asia pacifico

La distribución geográfica de los grupos religiosos varía considerablemente. Diferentes grupos religiosos están fuertemente concentrados en la región de Asia- Pacífico, la mayoría de los hindúes (99%), budistas (99%), seguidores de religiones populares o tradicionales (90%) y los miembros de otras religiones del mundo (89%).

Tres cuartas partes de los no religiosamente afiliados (76%) también viven en la masiva y populosa región de Asia Pacífico. De hecho, el número de personas religiosas no afiliadas en China (alrededor de 700 millones) es más del doble de la población total de los Estados Unidos. La región Asia-Pacífico es también el hogar de la mayoría de los musulmanes del mundo (62%).Lo cierto es que las grandes religiones históricas, han competido por dominar ese espacio que se encuentra entre el oriente próximo y el extremo oriente.

7. Mapa religiones Oriente.png

Dado que hablamos de geopolítica y religión, la geografía es importante, es por tanto de interés la clasificación geográfica que nos da Charles Joseph Adams [39].

Desde un punto de vista geográfico, las categorías más utilizadas, en el caso de Asia Pacífico son:

•    Las religiones de Oriente Próximo: el judaísmo, el cristianismo, el islam, el zoroastrismo y un conjunto de cultos antiguos;

•    Las religiones de Asia Oriental, que comprenden las comunidades religiosas de China, Japón y Corea, y que consiste en el confucianismo, el taoísmo, las diversas escuelas del budismo Mahayana («Gran Vehículo») y Shintō;

•    Las religiones indias, incluyendo el budismo temprano, el hinduismo, el jainismo y el sijismo, y a veces también el budismo Theravada, y

•    Las religiones de inspiración hindú y budista del sur y el sudeste asiático [40].

8. Clasificación religiones.png

Lo anterior nos proporciona cuatro regiones geopolíticas bien definidas, a las que habría que sumar Asia central, esencialmente musulmana, la Siberia rusa cristiana ortodoxa, y las islas Filipinas mayoritariamente católicas.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz, en ieee.es/

Notas:

1   ALONSO BAQUER, M. A. (17 de agosto de 2010). ieee.es. Recuperado el 16 de marzo de 2013, de http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_analisis/2010/DIEEEA082010EstrategiaGeoestrategiaGeopolitica.pdf.

2   KONG, Lily, 2001, «Mapping ‘New’ Geographies of Religion: Politics and Poetics in Modernity.»Progress in Human Geography 25 (2): 211–33. P.

3   FLINT, C. (2011). Introduction to Geopolitics (segunda ed.). New York: Routledge.

4   PARK, C. (2004) Religion and geography. Chapter 17 in Hinnells, J. (ed) Routledge Companion to the Study of Religion. London: Routledge.

5   Gilmartin, M., & Kofman, E. (2004). Critically Feminist Geopolitics.

6   KAPLAN, R. D., 2012). The Revenge of Geography: What the Map Tells Us About Coming Conflicts and the Battle Against Fate. Nueva York: Random House.

7   KISSINGER, H. A. (1994). Diplomacy. Nueva York: Simon & Schuster.

8   BRZEZINSKI, Z. (2012). Strategic Vision: America and the Crisis of Global Power. Nueva York: Basic Books. p. 76.

9   KONG, L., (2010) «Global shifts, theoretical shifts: changing geographies of religion». Progress in Human Geography, 34, no. 6: 755-776.

10    JACKSON, P. 2008: Afterword: new geographies of race and racism. In Dwyer, C. and Bressey, C., editors, New Geographies of Race and Racism, Aldershot, England; Burlington, VT: Ashgate, 297-304. p. 299.

11    KONG, L., Global shifts, theoretical shifts: changing geographies of religion, op cit, p. 2.

12    Ibíd.

13    JOHN AGNEW (2006) Religion and Geopolitics. 14                

14    Ibíd, p.188.

15    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse: A Historical Perspective Geopolitics, 11:192–208, 2006 routledge ISSN: 1465-0045, p. 193-4.

16    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse, p. 194.

17    Ibid, p.194.

18    Ibíd.

19    Ibid, p.195.

20    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse, Op. cit., p. 199.

21    Ibíd, p. 200.

22    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit., p. 2.

23    Ibíd.

24    Según la «World Christian Encyclopedia» de 1982.

25    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 3.

26    Ibíd. P. 5-6.

27    Ibíd., p. 6.

28    PARK, C. Religion and geography, op. cit. p. 11.

29    PARK, C. Religion and geography, op. cit. p. 11-2.

30    Ibíd. P. 12.

31    Ibíd.

32    HUNTINGTON, S. P. (1993). The Clash of Civilizations? Foreign Affairs Summer, 72/3, 22-49.

33    HUNTINGTON, S. P. (1993). The Clash of Civilizations, Op. cit.

34    OPPONG, S. H. (2013). Religion and Identity. American International Journal of Contemporary Research. Vol. 3 No. 6, 10-16., p. 10.

35    OPPONG, S. H. (2013). Religion and Identity, p. 10.

36    Ibíd. p. 12.

37    Ibíd. p. 15.

38    HACKETT, C., & GRIM, B. J. (2012). The Global Religious Landscape. Washington, D.C.: Pew Research Center.

39    ADAMS, C. J. (2016). Classification of religions. Obtenido de Encyclopedia Britannica: https:// www.britannica.com/topic/classification-of-religions.

40    ADAMS, C. J. Classification of religions, Op cit.

Juan Ignacio Castien Maestro

El Islam en el África subsaharian

Si exceptuamos a la antigua Nubia, hoy islamizada, y a Etiopia, de las que nos ocuparemos en el siguiente apartado, la presencia del Islam en el África subsahariana es mucho más antigua que la del cristianismo. Asimismo, este Islam presenta una serie de particularidades que lo diferencian, hasta un cierto punto, del imperante en otras latitudes, en particular del practicado en lo que podemos denominar el espacio de la civilización islámica clásica. Entendemos por tal la región que se extiende, aproximadamente, desde el Magreb hasta la India, en donde el Islam se expandió de un modo más temprano, como consecuencia sobre todo de una sucesión de victoriosas campañas militares, de modo que en pocos siglos la inmensa mayoría de sus habitantes devinieron musulmanes y en donde surgió, al mismo tiempo, una nueva civilización multiétnica, con una cultura vertebrada, en gran medida, por la religión islámica y  en la que se integraron las aportaciones de poblaciones muy diversas, pertenecientes también a otras religiones. En comparación con esta región pionera, la propagación del Islam por el África subsahariana ha resultado más tardía y ha discurrido, sobre todo, bajo otras modalidades diferentes.

Sus vías de entrada han sido básicamente dos: la terrestre, a través del desierto  del Sáhara, y la marítima, desde el Océano Índico. Pero esta última ha sido mucho más marginal y durante siglos, la influencia de la religión y de la cultura islámica ha quedado allí restringida a las costas y a los inmigrantes de origen árabe o persa. En cambio, la vía terrestre ha alcanzado resultados mucho más espectaculares. A través suyo, la inmensa mayoría de los habitantes del Sahel ha terminado convertida al Islam. Desde ahí esta religión ha continuado difundiéndose cada vez más al sur, en particular por el África occidental, en donde ha sido adoptada por importantes minorías de su población [27].

Lo más interesante, sin embargo, de esta propagación del Islam ha consistido en su modalidad. Al contrario que en el espacio de la civilización islámica clásica, el proceso ha sido muy lento y mayoritariamente pacífico. Sus agentes principales han sido los mercaderes, primero magrebíes y luego también negro-africanos, que han conectado al mundo subsahariano con el Norte de África a través de un comercio caravanero cuyos excedentes han sido además históricamente fundamentales para el desarrollo de los distintos Estados locales. Otro tanto ocurrió, si bien con un menor alcance, en la costas del Índico. Traído por los comerciantes arabo-bereberes, el Islam se extendió, primero, entre sus socios locales, para llegar más tarde a las aristocracias guerreras y al pueblo llano [28]. Brindó en ocasiones a las primeras una ideología nueva, muy útil para unir a poblaciones diversas bajo un único poder político, y para legitimar, bajo la forma de una yihad contra los infieles, sus campañas no sólo de conquista, sino también de apresamiento de esclavos, como sirvientes suyos o para intercambiarlos por las armas, caballos y bienes de lujo llegados desde el norte [29]. En cuanto al campesinado, aunque su islamización fue mucho más tardía, a veces, como ocurrió de manera muy señalada entre los wolof de Senegal, encontró en el Islam una ideología de resistencia frente a los abusos de los aristócratas [30].

De cualquier manera, esta propagación del Islam por vías básicamente pacíficas, aunque no siempre, ha tenido dos efectos trascendentales. La primera de ellas ha estribado en que sus propagadores acabaron siendo en la mayoría de los casos también negro-africanos. Ha estado, por ello, mucho menos vinculado con ningún tipo de empresa colonial que el cristianismo traído por los occidentales. En segundo lugar, ha dependido, en mucha mayor medida, de la aceptación voluntaria por parte de  la población, ya que la coacción desde arriba ha dispuesto de menos oportunidades para ser ejercida. A ello se ha sumado otro hecho fundamental. Debido al carácter periférico del mundo negro-africano con respecto al mundo islámico clásico, durante mucho tiempo el número de ulemas bien formados ha sido en extremo reducido. El Islam ha tendido a ser propagado, por ello, en muchos casos por gentes que tampoco lo conocían demasiado bien y que podían combinarlo de manera bastante inconsciente con sus propias creencias tradicionales [31].

De resultas de todo lo anterior, el Islam se ha mestizado, en muchos casos de una manera muy profunda, con las religiones locales. El resultado ha sido una suerte de Islam mestizo [32], también denominado a veces «Islam negro» [33]. Evidentemente, más que de un Islam mestizo habría que hablar de una pluralidad de mestizajes, muy distintos según las épocas y las regiones. Entre los rasgos compartidos por la mayoría de estas síntesis, podríamos citar, en primer lugar, una inicial desatención hacia el derecho islámico, con el mantenimiento de muchas costumbres tradicionales que podrían resultar condenables de acuerdo con el mismo. A esto se añadiría también, ya en un plano más ligado al ámbito de las doctrinas y de los rituales, la conservación, más o menos islamizada, de una parte notable de ellos, incluidas las ceremonias de regeneración cósmica. A veces, incluso, los rituales islámicos han devenido en un elemento más dentro de un repertorio mucho más amplio de técnicas utilitarias. El Corán ha sido tratado como otro fetiche añadido, investido de ciertos poderes, y los dignatarios religiosos musulmanes como los oficiantes de un culto más entre otros. Lo islámico ha sido, así, asimilado a lo tradicional. Esta operación ha permitido una primera apertura hacia la nueva religión, pero al precio de distorsionarla y, quizá, en ciertos casos, de neutralizar su carácter contradictorio con respecto a las tradiciones locales y, por tanto, la posibilidad de la emergencia de un conflicto susceptible de dirimirse luego en un sentido o en otro.

Esto es lo que ha tendido a ocurrir en aquellos casos en los que, dentro de la síntesis híbrida que se estaba conformando, el componente religioso tradicional era el predominante. En aquellos otros en los cuales la contribución dominante ha sido la islámica, la incorporación de elementos tradicionales ha requerido de una relativa islamización de los mismos. Esta operación ha podido efectuarse de distintas maneras. En primer lugar, las entidades personales propias del «animismo» han sido asimiladas a otras ya presentes en el Islam. Los espíritus lo han sido a los yinn, o «genios», y los seres humanos dotados de cualidades taumatúrgicas han sido tomados por «santos», awliya, sufíes, investidos de la bendición divina, o baraka. En el peor de los casos, el Islam acepta también la existencia de brujos capaces de conjurar el poder de los demonios, con lo que también puede dar cabida bajo esta modalidad a un sinfín de prácticas tradicionales Pero, naturalmente, esta asimilación puede requerir, en segundo lugar, de una relativa laxitud a la hora de establecer correspondencias entre las categorías de cada uno de los dos sistemas de creencias. Los nuevos yinn pueden no coincidir plenamente con los comúnmente aceptados [34].

De todo lo anterior se desprende además otro hecho muy digno de consideración. Al haberse focalizado tan a menudo el interés negro-africano por el Islam en sus posibles virtudes milagrosas, se ha mostrado una especial receptividad hacia su vertiente sufí, aquella en donde precisamente tales presuntas cualidades desempeñan un papel más destacado. Es conocida, a este respecto, la notable influencia de las cofradías místicas en el Islam negro-africano, si bien, no obstante, la misma varía mucho de unas regiones a otras [35]. Empero, resultaría un tanto unilateral explicar esta influencia del sufismo en razón únicamente de este sincretismo con las religiones tradicionales. Aparte de que esta corriente se encuentra presente, en mayor o menor grado, por todo el orbe islámico, existen también otras razones que explican su éxito en el mundo subsahariano en concreto. La principal de ellas parece estribar en sus capacidades organizativas. Las cofradías sufíes no son únicamente asociaciones para la práctica del misticismo. Frecuentemente desempeñan también otras funciones sociales. Pueden operar, de este modo, como mecanismos de encuadramiento político y como organizadores de la actividad económica. En ocasiones, han llegado a conformar en torno suyo auténticos Estados, como ocurrió de manera destacada con el efímero Imperio forjado por la Tiyanía en el Sahel, bajo la dirección del Hach-Umar en el siglo XIX [36]. Semejantes funciones son tanto más fáciles de llevar a cabo en un contexto de relativo vacío político, como el imperante precisamente en amplias zonas del África subsahariana ya parcialmente islamizada en tiempos pre-coloniales. Allí, o bien no existían Estados o bien éstos eran muy débiles y ejercían un control escaso y precario sobre su territorio y su población. En tales circunstancias, tampoco tendría que sorprendernos tanto el papel político jugado por numerosos maestros sufíes. Por otra parte, a través de estas acciones, y en general de su capacidad para organizar la vida social trascendiendo límites étnicos y de linaje, acabaron tomando el testigo de las antiguas asociaciones de culto.

Estas particularidades tan frecuentes en el Islam negro-africano han empujado a un amplio elenco de autores a postular la existencia de un llamado «Islam negro», cualitativamente diferente del de otras regiones del mundo islámico. Semejante concepción nos parece un arma de doble filo. Sin duda, detenta la doble virtud de contrarrestar cualquier visión demasiado monolítica acerca  del  Islam,  resaltando sus variaciones regionales, y de llamar la atención sobre fenómenos muy reales de sincretismo religioso en esta parte del mundo. Manejada, pues, con prudencia puede resultar de gran utilidad. El problema estriba en que no siempre lo es de este modo. En sus versiones más extremas desemboca en una visión muy monolítica y esencialista, en la que el Islam negro-africano nos es presentado como totalmente homogéneo, con independencia de las épocas y las regiones concretas. Lo que se había ganado contrarrestando la idea de un único Islam, siempre igual a sí mismo en todos los lugares del planeta, se pierde ahora fabricando una variante de alcance más local de este mismo modelo. Esta visión esencialista suele incurrir además en un llamativo primitivismo. Tiende a representar este «Islam negro» como destinado a ser ya por siempre una construcción sincrética con una fuerte presencia de tradiciones arcaicas, como si los negro-africanos no fuesen capaces de asimilar igualmente las versiones más elaboradas e intelectualistas del Islam. La realidad es naturalmente mucho más compleja. El Islam híbrido que hemos estado describiendo más arriba está lejos de ser, hoy en día, el único presente en la región. Éste, con el tiempo, ha ido volviéndose mucho más «ortodoxo». La constitución de un cuerpo de ulemas bien formados y el desarrollo de unos contactos mucho más intensos con el resto del mundo musulmán y con sus principales centros de formación y de creación intelectual han resultado claves en este proceso. El viejo Islam híbrido sigue, ciertamente, existiendo, pero su peso ha ido disminuyendo de manera muy acentuada [37].

Esta transformación no tiene tampoco nada de reciente. Comienza a mediados del siglo XVIII. A lo largo de más de un siglo, justo hasta la intervención colonial, partiendo desde la Senegambia y llegando hasta Somalia, se van a suceder toda una serie de yihad encabezadas por maestros sufíes encuadrados en cofradías. El objetivo de estas yihad era derribar a los gobernantes «paganos», y frecuentemente opresivos, y reemplazarlos por regímenes dirigidos por los propios sufíes, en donde se aplicara con todo rigor el derecho islámico. Tanto el «paganismo» como el Islam sincrético debían ser erradicados, no sólo mediante la persecución directa, sino también por medio de una intensa labor de proselitismo, que condujo a la fundación de numerosas escuelas coránicas y a la puesta por escrito, con caracteres árabes, de varias lenguas locales. Los Estados nacidos de esta cadena de yihad recabaron, en general, un notable éxito. No sólo promovieron un Islam más «ortodoxo», sino que también pacificaron diversas regiones -aunque devastaron también otras- lo que propició una mayor prosperidad económica en su conjunto [38]. Merece la pena destacar el hecho de que estas revoluciones rigoristas constituyeron una experiencia radicalmente novedosa en su momento a escala del mundo islámico. Los gobiernos clericales que instauraron  y su severidad en la aplicación del derecho islámico contrastan sobremanera no sólo con el estado de cosas existente previamente en la región subsahariana, sino también con la tónica general entre las poblaciones musulmanas, en donde lo más habitual a lo largo de la historia ha sido que el gobierno recayese en manos de soberanos seculares, por ejemplo, caudillos tribales, quienes después podrían mantener unas relaciones más o menos estrechas con determinados clérigos y promover con variable entusiasmo la aplicación de la ley religiosa.

Estos hechos deben ser subrayados, como un claro desmentido de esa visión tan difundida sobre el «Islam negro» como forzosamente más tolerante y pacífico que el Islam más clásico, en razón de su sincretismo y de su desinterés- primitivista –por las cuestiones jurídicas y doctrinales. En concordancia con esta primera tesis tan discutible, se pretende igualmente que la actual propagación por el África subsahariana del fundamentalismo y del yihadismo no podría explicarse sino por una influencia foránea, que estaría alterando la naturaleza originaria del Islam local. En contra de estas creencias tan extendidas, el Islam subsahariano no sólo no ha hecho gala de una laxitud menor que el Islam de otras regiones, sino que, por el contrario, se ha mostrado en determinados momentos como un pionero promotor del más extremo rigorismo.

La conquista colonial liquidó todos estos Estados teocráticos, aunque en ocasiones sus líderes lograron sobrevivir como dirigentes nativos destinados a operar como mediadores con la población local. Todavía a día de hoy, aunque desprovistos ya en casi todas partes de un poder ejecutivo directo, bastantes de ellos disfrutan de una más que notable influencia social y política, junto con una muy llamativa también riqueza material. Junto a esta pervivencia de varias dinastías nacidas de las antiguas yihad, el segundo rasgo más destacado del moderno Islam subsahariano ha consistido en sus notables progresos. Las conversiones han continuado a buen ritmo, de manera que el porcentaje de musulmanes, y de musulmanes además relativamente «ortodoxos», no ha dejado de incrementarse. Resulta sobremanera significativo el que además estos éxitos hayan sido alcanzados bajo la férula de gobernantes coloniales cristianos, primero, y de Estados casi siempre laicos, después, regidos a veces además por líderes políticos cristianos. Esta aparente paradoja encuentra su solución en el hecho de que la pacificación, el desarrollo de los transportes y el crecimiento económico permitieron a los predicadores musulmanes llegar allí a donde antes les hubiera resultado imposible hacerlo.

También asimismo, la receptividad hacia su mensaje se acrecentó. Según el modo de vida tradicional era revolucionado por el desarrollo capitalista inducido por el colonialismo y según los aldeanos emigraban a las ciudades o los nuevos centros de desarrollo agrícola y minero, el mensaje del Islam y la capacidad de encuadramiento de las cofradías sufíes se mostraron como un eficaz instrumento para recrear un nuevo modo de vida en sustitución del más tradicional y unas identidades más inclusivas que las anteriores [39].

En el curso de este proceso, el Islam negro-africano ha experimentado además una evolución multidireccional. De una parte, las cofradías sufíes se han ido fortaleciendo y diversificando. En ocasiones han entrado además en competencia unas con otras. Ha sido bastante habitual, asimismo, una tendencia hacia el abandono de aquellos planteamientos doctrinales que abogaban por la yihad, por el uso de la violencia para imponer un adecuado seguimiento de los mandatos religiosos, y su reemplazo por otros distintos, más favorables hacia la coexistencia con los no musulmanes. Esta tendencia ha favorecido una política de acomodación, primero, con las autoridades coloniales y después con los regímenes laicos y las poblaciones no musulmanas. Su contribución a la paz y al desarrollo democrático de varios países africanos, especialmente Senegal, merece ser subrayada [40]. Sin embargo, también se han producido desarrollos menos amables. ]Han tenido lugar también dentro del propio sufismo, ya que, en contraste también con una simplificación demasiado extendida, el mismo no ha sido, como ya hemos visto, históricamente incompatible ni con el rigorismo doctrinal ni jurídico ni con el recurso a la violencia, ni aquí ni en otros lugares del mundo [41].

Pero, sobre todo, se ha podido contemplar en las últimas décadas una notable difusión del islamismo, en la línea de los Hermanos Musulmanes, y del salafismo, a semejanza del resto del mundo islámico. Ambos movimientos abogan, cada uno a su manera, por una islamización más resuelta, que desafía la política de acomodación practicada durante décadas por la mayoría de los dirigentes sufíes. Asimismo, en determinados casos, el más señalado de los cuales es el de Boko Haram en Nigeria, el salafismo ha experimentado una deriva violenta, la cual, y esto debe ser subrayado, no es inherente a todos los salafíes. Las razones de la misma son complejas. Al fanatismo doctrinal de sus promotores, se ha sumado la receptividad de una parte importante de la población musulmana local, que ha encontrado en el mismo una forma de canalizar su descontento con la situación en la que se encuentra. Es una situación marcada no sólo por una aguda pobreza y exclusión social, sino también por una serie de rivalidades inter-confesionales, especialmente intensas en el caso nigeriano [42].

El cristianismo en el África subsahariana

A la hora de abordar la situación del cristianismo en el África subsahariana, debemos comenzar por distinguir claramente entre aquel más tempranamente instalado en la región, el de Etiopía, y aquel otro llegado en tiempos mucho más recientes de la mano de los europeos. Comenzando por el primero de ellos, éste no debe ser tomado como una suerte de curiosidad histórica, sino ubicado en el contexto de la primera expansión del cristianismo por África, expansión que entrañó la conversión de sectores importantes de la población del Magreb y de Egipto, pero también de la de Nubia. No está de más recordar a este respecto el papel jugado en la génesis del pensamiento clásico cristiano por toda una serie de teólogos africanos como San Clemente, Orígenes, Tertuliano y San Agustín, por citar solamente algunos de ellos. La posterior islamización de toda esta región erradicó progresivamente esta religión del Magreb y de Sudán, la redujo  a una posición minoritaria en Egipto y dejó a Etiopia como un auténtico bastión cristiano rodeado de musulmanes y aislado del resto de la Cristiandad.

Aunque evidentemente importado en su momento, el cristianismo arraigó pronto entre la población abisinia. Su expansión no puede ser asociada en modo alguno a una imposición colonial, como sí ha ocurrido, en cambio, con esta religión en el resto de la región subsahariana y, en ciertos casos, también con el Islam. Es más: Etiopía tiene a gala el ser uno de los primeros reinos del mundo en haberse convertido al cristianismo, junto con Armenia y Georgia, y antes de que lo hiciera el propio Imperio Romano. Su cristianización ha sido además anterior en varios siglos, a veces en bastantes, a la islamización de las regiones vecinas [43]. Podemos considerarla, por todo ello, la religión universalista más profundamente arraigada en el mundo subsahariano. Así ha sido hasta el punto de convertirse en una religión nacional de los pueblos abisinios, no, por supuesto, de todos los ciudadanos del actual Estado etíope, un Estado multiétnico, con un abultado porcentaje de musulmanes.

Esta centralidad de la que disfruta el cristianismo en el seno de la identidad nacional abisinia, se apoya además en una serie de leyendas, en particular la que hace remontarse los orígenes del Reino hasta Menelik, supuesto hijo de Salomón y la Reina de Saba [44], apoyándose en el hecho real de que Abisinia nació de la fusión entre inmigrantes sabeos, venidos del actual Yemen, y poblaciones locales. Mediante esta ingeniosa maniobra ideológica, se conecta la propia historia particular con la gran historia bíblica, engrandeciéndola y legitimándola. Se trata, por lo demás, de una operación harto frecuente. La encontramos en los distintos reinos europeos medievales, con mitos como el del Apóstol Santiago, pero también entre pueblos negro-africanos de mayoría musulmana como los fulani, los hausa y los wolof, quienes alegan descender de personajes vinculados a la historia fundacional del Islam presuntamente asentados luego entre la población negra. Del mismo modo, y al igual también que distintos reinos cristianos de Europa, Abisinia cuenta con una historiografía oficial que hace de ella una suerte de réplica del antiguo Israel, un pueblo fiel a su Dios y cercado por enemigos paganos, a los que combate incesantemente, aunque con variable éxito [45]. Así, el modelo del «pueblo elegido», del pueblo ligado a Dios por un nexo privilegiado, operó aquí también como una auténtica matriz a partir de la cual fue forjada con el tiempo una identidad nacional, de un modo no tan diferente al experimentado en su caso por españoles, franceses e ingleses [46].

Todo ello ha contribuido sin duda a la supervivencia de esta auténtico islote cristiano en el corazón de África. Con todo, el cristianismo abisinio también ha mostrado ciertas limitaciones en lo atinente a su capacidad para difundirse entre otras poblaciones, incluso cuando no tenía que competir con el Islam. Quizá éstas se hayan debido a una asociación demasiado estrecha con un pueblo en concreto. De ser así, aquello que le ha ayudado a sobrevivir en condiciones muy difíciles podría haber dificultado, sin embargo, su expansión en otros momentos más favorables de su historia. De igual manera, el cristianismo abisinio presenta claras diferencias con las corrientes mayoritarias de esta religión en el plano mundial. Constituye una sección local de una tendencia extremadamente minoritaria hoy en día, como lo es el monofisismo, mayoritario únicamente entre los cristianos egipcios. Esta circunstancia le condena también a un cierto aislamiento con respecto al resto del mundo cristiano.

El cristianismo llegado desde Occidente resulta muy diferente en varios aspectos fundamentales. Es obviamente una religión introducida por extranjeros en tiempos recientes, en el contexto, básicamente, de la dominación colonial. Desde este punto de vista, le corresponde claramente el calificativo de importada. Lo hace además en mucha mayor medida que en el caso del Islam local, llegado un milenio antes y propagado en parte por nativos previamente convertidos. Pero pese a estos factores adversos, su éxito ha resultado, en su conjunto, auténticamente espectacular, de forma que en poco más de un siglo se ha logrado cristianizar en torno a la mitad de la población local. Esta expansión ha revestido, sin embargo, ciertas particularidades que explican en buena parte sus logros.

En primer lugar, se ha dirigido de manera prioritaria hacia los adherentes a las religiones tradicionales y sólo en un grado muchísimo menor hacia los musulmanes. Es de sobra conocida la resistencia que las poblaciones musulmanas suelen ofrecer a su conversión a otras religiones, la cual generalmente no ocurre salvo en situaciones muy excepcionales, como la de los esclavos africanos en las Américas y, hasta un cierto punto, las diásporas de levantinos en Latinoamérica. Las razones de esta adhesión tan firme a su religión parecen residir en la capacidad del Islam para operar como una ideología global, que vertebra una gran parte de la existencia de sus fieles, a los que además proporciona una identidad muy bien trabada, fuente de un intenso orgullo colectivo. Frente a tales beneficios, el cristianismo tenía, en general, bien poco que ofrecer a los musulmanes y la adhesión a esta religión condenaba además al converso a un ostracismo total por parte de sus antiguos correligionarios, que seguramente no fuera a ser compensado por su nueva comunidad de pertenencia, salvo en ciertos casos muy particulares. De ahí entonces que el Islam, también en expansión, como hemos visto en el apartado anterior, se haya erigido como un formidable obstáculo para la propagación del cristianismo. Dado que también él se ha ido difundiendo entre las poblaciones «paganas», ambas religiones han acabado por convertirse en competidoras directas en esta parte del mundo.

La situación era muy otra con respecto a los practicantes de las religiones tradicionales. Como había ocurrido siglos antes con el Islam, el cristianismo aparecía ante ellos como la religión de gentes más ricas y poderosas, lo que le deparaba un indudable atractivo. Les brindaba, asimismo, una doctrina muy elaborada, capaz de trascender el frecuente localismo de los tradicionalistas, y de propiciar además nuevas experiencia espirituales. Todo ello, en el contexto de una rápida modernización inducida por el colonialismo, le dotaba de una notable funcionalidad. Las ventajas ofrecidas, desde hacía ya tiempo, por el Islam se repetían ahora también en su caso. Empero, el cristianismo predicado por los misioneros adolecía, sin embargo, de algunos inconvenientes muy notorios. Se trataba, obviamente, de una religión extranjera, en principio, muy diferente de las tradiciones locales, con las que resultaba difícil conciliarlas. Así era sobre todo porque su proceso de expansión estaba siendo muy rápido, mucho más, en general, que el que había caracterizado la del Islam en tiempos pasados, el cual había dispuesto de más tiempo para aclimatarse a su nuevo entorno.

Pero este problema ha sido solventado, al igual que en el caso de esta otra religión, mediante ciertos procesos de sincretismo religioso. El mismo ha discurrido por distintos caminos. Robin Horton [47] señala que, a menudo, el cristianismo negro-africano ha heredado la orientación pragmática y utilitarista de las religiones tradicionales locales. Se sigue persiguiendo prioritariamente el bienestar cotidiano, el éxito terrenal. De ahí entonces la importancia concedida a aquellas prácticas que puedan servir para sanar enfermedades, obtener fortuna, amores o, incluso, dañar a los enemigos. Lo único que han cambiado son los procedimientos utilizados. De igual manera, y como también ocurre con ciertas formas de sufismo, los cultos evangélicos encuentran hoy una amplia acogida en el África subsahariana, dada la receptividad local hacia un género de devoción centrado en rituales cargados de emoción, en donde puede llegar a caerse en éxtasis, al igual que ocurre en tantos cultos tradicionales. Más en concreto, el pentecostalismo, en el que la posesión por el Espíritu Santo es algo habitual, así como los exorcismos contra los demonios, se adapta igualmente bien a una demanda local modelada por la pervivencia de las creencias en las posesiones.

El segundo gran inconveniente al que se ha enfrentado el cristianismo subsahariano ha estribado en su vinculación con la dominación colonial, lo cual, por supuesto, ha propiciado rechazos, mayores en conjunto que los experimentados por el Islam, por las razones ya señaladas. Pero más en concreto, el cristianismo era la religión de los blancos. Todos los personajes centrales de la narración bíblica lo eran. No era sólo  la doctrina de unos extranjeros y de costumbres muy diferentes a las propias, sino también la de unas gentes con un aspecto físico extraño, fuente, en ocasiones, de sorpresa y turbación [48]. Ninguno de estos obstáculos resultaba, sin embargo, insalvable. Después de todo, aunque blancos, ninguno de los principales personajes de la Biblia era europeo. Es más, eran semitas, hacia los que se fue desarrollando una fuerte antipatía y, en concreto, judíos, hacia los que la hostilidad podía llegar a ser terriblemente intensa. Pero esta distancia originaria ha sido luego olvidada en la propia Europa. La tradición bíblica se ha convertido en un componente fundamental de la civilización occidental, junto con la grecolatina. El mundo medioriental descrito en las Escrituras ha dejado de ser algo extranjero para ella. Mejor dicho, se ha convertido en uno de los componentes fundamentales de su tradición histórica y de su identidad. Es mucho más cercano hoy para el occidental medio que cualquier supervivencia de las antiguas culturas prerromanas y precristianas europeas.

En principio, esta misma aclimatación podría darse también en el caso de los cristianos negro-africanos. Las razones son diversas. Para empezar, su occidentalización cultural, muy profunda en bastantes casos, les acerca también al cristianismo, como componente fundamental de su cultura actual. La diferencia en el fenotipo sigue ahí. Pero la importancia que se le otorgue puede variar mucho. De este modo, los negro-africanos también son susceptibles, en principio, de verse incluidos dentro de una colectividad universal cristiana, cuyo cristianismo se encuentra enclavado, inculturado [49], dentro de una cultura de origen occidental, pero hoy ya casi universal. En segundo lugar, junto a esta primera operación encaminada hacia el ingreso en una comunidad de creyentes en igualdad de condiciones con el resto, sin tomar en cuenta las propias particularidades, también puede ejecutarse otro movimiento distinto, consistente en resaltar precisamente tales particularidades y buscar algún vínculo entre las mismas y la tradición cristiana. Así, en vez de disolver la particularidad dentro de una generalidad más amplia y común a todos los cristianos, y lograr a través suyo el deseado vínculo con la cristiandad, en esta otra maniobra ideológica es lo idiosincrásico lo que se ve resaltado y conectado de manera más directa con la religión que se profesa.

La estrategia desarrollada con este objetivo no ha sido muy diferente de esas otras examinadas en el caso del cristianismo abisinio o de ciertos pueblos musulmanes del Sahel. Con este fin, se han seleccionado dentro de la Biblia algunos pasajes que luego han sido convenientemente interpretados. El mito de Cam, el hijo de Noé maldecido por éste tras haberse mofado de él mientras permanecía en estado de embriaguez, empleado durante siglos para justificar la esclavización y colonización de los negro-africanos, supuestos descendientes suyos, puede ser ahora reciclado con objetivos opuestos. Puesto que Canaán fue descendiente de Cam, la negritud habría estado enclavada desde el principio en la tierra de origen del judaísmo y, a través suyo, del cristianismo. De igual manera, el precedente abisinio, tomado no como un caso aislado, sino como el representante privilegiado de todo el mundo negro-africano, ha sido aducido para reivindicar la ancestral condición cristiana de África. No está de más recordar la exaltación de lo etíope entre muchas poblaciones negras cristianizadas y de la cual el rastafarismo jamaicano no constituye sino su versión más extrema. Asimismo, se ha vuelto popular la tesis de una antigua presencia judía en el África subsahariana, atestiguada presuntamente por costumbres como la circuncisión. Es fácil rastrear en internet bastantes páginas al respecto. Su discutible fundamento histórico no importa aquí. Lo que nos interesa es que por medio suyo se logra por fin conectar de alguna manera a esta región con la historia bíblica. El cristianismo no sería entonces tan extraño a los subsaharianos. Por último, las viejas teorías de los misioneros sobre el monoteísmo esencial de los negro-africanos y su intensa espiritualidad en un sentido cristiano pueden ser también retomadas ahora.

Pero en ocasiones se ha ido todavía más lejos. No se ha tratado entonces solamente de buscar una conexión con el cristianismo, que lo hiciera más aceptable. Tampoco siquiera de situarse, con ello, a la misma altura que los europeos. Con independencia de que estos objetivos se lograsen, la dominación europea persistía. Y con ella la resistencia a la misma. El problema que planteaba la religión cristiana en este punto estribaba en su fácil susceptibilidad para ser percibida como un instrumento al servicio de la empresa colonial. No en vano, la misión de civilizar y de cristianizar a los nativos fue, como se sabe, una de las principales justificaciones ideológicas de este colonialismo. Asimismo, en la medida en que, pese a todas las maniobras ya reseñadas, el cristianismo había sido traído por los europeos, éstos quedaban convertidos en los maestros y los negro-africanos en sus discípulos, de tal modo que la situación de supeditación social generalizada de estos últimos también tendía a reproducirse ahora en el plano religioso. Sin embargo, del mismo modo que el cristianismo operaba en este sentido, también era posible apropiárselo y hacer de él un instrumento de afirmación identitaria y de resistencia anticolonial. Para ello, tampoco era preciso empezar desde cero. No en vano, las comunidades afro-descendientes de las Américas habían ya trabajado bastante en este sentido. Principalmente, habían aplicado una serie de esquemas tomados de la Biblia a su propia realidad. Por ejemplo, su situación de esclavitud y opresión había sido equiparada a la de los antiguos hebreos en Egipto. Sobre la base de esta equiparación, era de esperar entonces una futura emancipación. De este modo, un esquema extraído de la religión oficial, poseedora de un vínculo privilegiado con los grupos dominantes, era remodelado en beneficio de los dominados.

Algo similar se hizo con la readaptación de la figura veterotestamentaria del profeta. Esta operación posibilitó que diversos líderes religiosos africanos se acogieran a esta figura, lo que les permitió, de paso, reivindicar toda suerte de poderes milagrosos. Por medio de la misma, su estatus como predicadores se vio además elevado al mismo nivel que el de los antiguos profetas de Israel, al tiempo que sus seguidores ascendían hasta el de los hebreos bíblicos. Ambas elevaciones brindaban una autoridad renovada para enfrentarse a las autoridades coloniales. Los casos de Simon Kimbangu en el Congo y de Simâo Tocó en Angola resultan especialmente significativos a este respecto [50]. A través en parte de estas distintas estrategias, el cristianismo importado de Europa ha terminado arraigando en breve tiempo en el África subsahariana, dejando de ser una religión extranjera. El proceso parece hoy ya irreversible.

Las complejas relaciones inter-confesionales

El Islam, el cristianismo y las religiones tradicionales coexisten hoy de un modo complejo y, a veces, conflictivo a lo largo y ancho del África subsahariana. Esta delicada coexistencia discurre en varios niveles. Por un lado, cristianismo e Islam cohabitan y compiten entre sí. Por el otro, ambas religiones lo hacen con el «animismo». En cuanto a este último, el número de personas a las que únicamente se puede catalogar como «animistas», al no profesar, ni siquiera nominalmente, ninguna religión universalista, es hoy muy reducido y tiende a serlo cada vez más. En contrapartida, ciertos fragmentos de las religiones tradicionales subsisten en el seno de nuevas síntesis sincréticas, de acuerdo a las modalidades ya señaladas.

La política aplicada con respecto a ellas por los líderes de las religiones universalistas resulta muy variada. De una parte, pueden asumir que un cierto sincretismo resulta inevitable, como primer paso hacia una plena conversión. Asimismo, el carácter más ecuménico y respetuoso hacia otras formas de religiosidad, característico en especial del catolicismo postconciliar, incita hacia una actitud más benévola en relación con estas tradiciones, encaminada a rastrear, cuando no a proyectar, en ellas elementos equiparables a las religiones universales. Sin embargo, esta actitud tolerante no siempre está presente. Ya hicimos referencia anteriormente a la lucha contra el sincretismo como uno de los motivos fundamentales de las yihad decimonónicas. Hoy en día, el salafismo procede del mismo modo. Al igual que en el resto del mundo musulmán, este movimiento combate con ahínco cualquier desviación de lo que, desde su particular punto de vista, constituye el estricto monoteísmo musulmán, como es el caso del culto a los santos y a los lugares sagrados [51]. Estas prácticas se encuentran precisamente muy presentes entre muchos musulmanes subsaharianos, no solamente en razón   del viejo sincretismo con tradiciones «paganas», sino también por su adhesión a un Islam sufí muy dado en todas partes a las mismas. Entre los nuevos movimientos protestantes se observa una tendencia coincidente. Se denuncia apasionadamente la magia y la devoción «animista» hacia objetos, animales o plantas y los fetiches son destruidos, a despecho, incluso, del valor artístico que puedan poseer en ocasiones. Las creencias y prácticas perseguidas lo son no como supervivencias de una religión falsa, sino como manifestaciones de una presencia satánica entre aquellas comunidades imperfectamente cristianizadas. Ello las convierte en algo mucho más peligroso y mucho más necesitado de ser combatido. Se recupera, así, una visión sobre la diferencia religiosa que otros muchos cristianos abandonaron ya hace generaciones. Ni que decir tiene que estos comportamientos repercuten de manera muy negativa sobre el tejido social, provocando numerosas rupturas personales, incluso entre parientes cercanos.

Con todo, esta lucha contra el «paganismo» por parte de ciertos cristianos y musulmanes resulta un conflicto menor en comparación con aquel otro que en ocasiones separa a estos dos colectivos, así como a distintas tendencias dentro de los mismos, como ocurre con los afiliados a distintas cofradías y entre éstos y los salafíes o entre determinados católicos y determinados protestantes. Así ocurre sobre todo cuando las diferencias confesionales se combinan con otras de naturaleza étnica y regional. En muchos lugares, aunque no en todos, la pertenencia a una determinada etnia y a una determinada religión se hallan claramente correlacionadas. Ambas pertenencias se refuerzan, así, mutuamente y acentúan la contraposición con quienes se adscriben a otra confesión o a otro grupo étnico. Allí en donde una u otra religión disfruta de una posición de casi completo monopolio la hostilidad puede dirigirse hacia las gentes de otras regiones. Ejemplo de ello es la oposición entre un norte mayoritariamente musulmán y un sur  mayoritariamente  cristiano y «animista»,  que presenciamos principalmente en Chad, Camerún, Nigeria y Sudán, ante de su partición. Pero en otros lugares, en donde coexisten los adeptos de ambas religiones, la competencia puede volverse a veces muy enconada. En tales situaciones, la pugna por el control de distintos sectores económicos o de las instituciones puede conducir a una degradación de las relaciones de vecindad y desembocar, a veces en brotes de violencia colectiva.

Bajo estas distintas modalidades, las rivalidades inter-confesionales constituyen uno de los grandes problemas actuales del África subsahariana. Son, por supuesto, un fenómeno históricamente moderno, que sólo ha podido desarrollarse una vez que las relaciones universalistas han arraigado y han promovido un exclusivismo doctrinal, que ha reemplazado la actitud mucho más sincrética y ecléctica del antiguo «paganismo».

Debe tenerse en cuenta que la debilidad de los procesos de construcción nacional en la mayoría de estos países favorece esta acerva rivalidad. No se dispone de una identidad nacional plenamente asumida, capaz de trascender los particularismos de etnia o religión, ni de una suficiente articulación económica interna, generadora de intereses compartidos, sino que se padecen profundos desequilibrios, en especial entre aquellas regiones que han accedido a una inserción, aunque sea dependiente, en el mercado internacional y aquellas otras que han quedado relegadas a la marginalidad. Tampoco existe un Estado fuerte y eficaz, que conecte entre sí a los distintos grupos sociales. En tales condiciones, cada país se nos presenta como una especie de confederación entre distintos colectivos en permanente pugna. Esta rivalidad de base favorece a su vez una tendencia a la afirmación de una identidad diferenciada frente a los otros, precisamente mediante una insistencia en aquello que separa de ellos.

Dada la importancia que a veces tiene la confesión religiosa en la definición       de estas colectividades, no debe sorprendernos que se insista entonces tanto en la oposición entre unas religiones y otras. El ejemplo de Nigeria es de todos conocido. A la gran pugna entre norteños musulmanes y sureños cristianos se suma también  la existente entre distintas facciones dentro de cada bando. Se trata de un conflicto de larga data, salpicado por periódicos episodios sangrientos. Parece muy razonable postular que esta rivalidad inter-étnica e inter-regional, al promover un modelo de identidad islámica cerrado y agresivo, haya jugado un papel clave en el desarrollo de un movimiento como Boko Haram, cuya intolerancia, dogmatismo e inclinación hacia la violencia indiscriminada pocas veces han sido igualados en la historia humana. Sin embargo, paralelamente, en otras regiones del África subsahariana, en especial en Senegal, se han alcanzado niveles de convivencia, y no sólo de coexistencia, más que notables. Sin duda hay factores objetivos que la promueven. En el caso senegalés, el carácter francamente minoritario de los cristianos hace muy difícil considerarlos una amenaza real. Pero también han sido claves las estrategias adoptadas por la mayoría de los dirigentes religiosos. La evolución experimentada por el sufismo local en una dirección favorable a la acomodación con los no musulmanes ha jugado aquí un papel seguramente imprescindible [52].

Las religiones del África subsahariana ante el proceso de modernización

A lo largo de todo este trabajo, nos hemos situado a menudo en un terreno un tanto abstracto, reflexionando sobre las relaciones entre el fenómeno religioso y todo un conjunto de procesos socio-históricos muy generales, como el surgimiento de los Estados y de las sociedades de clases, los contactos entre distintas civilizaciones, el colonialismo europeo y las vicisitudes de los nuevos Estados africanos independientes. Procurando no olvidar en ningún momento la autonomía y riqueza del hecho religioso en sí mismo, hemos tratado, sin embargo, de explorar los modos en que aquél se    ve afectado por todos estos procesos de tan hondo calado. En este apartado, y en  el siguiente, vamos a seguir trabajando en esta misma dirección, elevando nuestra reflexión a un nivel de abstracción todavía mayor. Nuestra atención va a concentrarse ahora en las complejas y contradictorias relaciones entre dos hechos ya apuntados. El primero consiste en el enorme peso del fenómeno religioso en el África subsahariana, sobre todo si lo comparamos con Europa occidental. El segundo, en el proceso de modernización que, con todos los bloqueos, contradicciones y retrocesos que se quieran, está experimentando esta región.

Este proceso de modernización mantiene una relación en extremo ambivalente con el hecho religioso, potenciándolo y socavándolo a un mismo tiempo. Si bien semejante relación parece darse en todos los lugares del mundo, quizá aquí lo haga de un modo más intenso, en razón precisamente de la fuerte religiosidad existente de partida y del carácter acelerado, parcialmente exógeno y contradictorio de la propia modernización en curso. Las contradicciones se presentan, así, de un modo particularmente visible.

De acuerdo con una visión sociológica bastante convencional, a la que ya hemos aludido, la modernización entraña una secularización de la sociedad, desde el momento en que supone una autonomía progresiva de las distintas esferas de actividad con respecto a los mandatos religiosos. Desde esta perspectiva, la intensa religiosidad en su conjunto de los subsaharianos habría de explicarse sencillamente por el carácter todavía poco avanzado en su caso de esta modernización. Las sociedades del África subsahariana conservarían, de este modo, una cierta indistinción institucional, que haría más fácil su regulación mediante cosmovisiones religiosas. También seguirían albergando en una gran medida modos de pensamiento mágico y místico, lo que facilitaría entonces la credibilidad otorgada a la presunta acción de los agentes sobrenaturales en los más diversos aspectos de la existencia. De ser esto así, cabría esperar que, con el tiempo, estas sociedades acaben experimentando el mismo proceso de secularización que las occidentales.

Si bien nos aporta una valiosa clave explicativa, este planteamiento resulta en sí mismo insuficiente. Su  principal carencia estriba en que reposa sobre la asunción   de un evolucionismo unilineal cada vez más difícil de sostener en nuestros días. No es que haya que refugiarse en ningún relativismo, ni en ninguna pretendida inconmensurabilidad entre las distintas culturas, que impida formular generalizaciones acerca de posibles líneas de desarrollo comunes. De lo que se trata es de dejar de pensar en lo religioso como una mera supervivencia atávica de un pasado destinado a terminar por desaparecer y buscar las razones de su atestiguada longevidad en sus potenciales funcionalidades en términos sociales y psicológicos. Para empezar, y desde el punto de vista de una teoría de la modernización entendida de un modo bastante clásico,  la religión desempeña un obvio papel como agente de integración social. El proceso de modernización posee, así, una doble cara. Implica, ciertamente, complejidad, diferenciación y, como hemos visto, secularización, entendida ésta en un sentido muy preciso. Pero, al mismo tiempo, supone igualmente mayor integración y cohesión, desde el momento en que el desarrollo tecnológico permite construir sociedades más amplias e integradas, conectando a poblaciones que antes vivían de un modo mucho más autónomo y autárquico. De ahí entonces, la necesidad de forjar nuevos vínculos sociales, entre ellos, unas identidades colectivas más vastas e inclusivas [53]. Obviamente, las identidades derivadas del hecho de compartir unas determinadas creencias y practicar unos mismos rituales pueden jugar en este punto un papel muy destacado.

Esta contribución parece especialmente importante en unas sociedades con identidades nacionales débiles y una profunda fragmentación étnica y  regional, como es el caso de las que aquí nos ocupan. En consecuencia, el fuerte desarrollo experimentado aquí por el fenómeno religioso podría entenderse aquí como el resultado de una demanda de integración social, planteada por la modernización,     a la que resultaría difícil responder mediante identidades seculares. La razón de tal dificultad estribaría en lo acelerado del propio proceso de modernización, en razón de su carácter inducido desde el exterior, que obligaría a quemar etapas. En ausencia de una secularización previa, que en Europa ha necesitado de varios siglos, no quedaría otra opción que la de recurrir a aquellas fuentes de identidad más fácilmente comprensibles para el conjunto de la población. Las sociedades más tardíamente modernizadas no podrían entonces reproducir punto por punto la trayectoria de las más precoces, sino que, por el contrario, tendrían que combinar elementos más antiguos con otros más modernos. Nos encontraríamos, así, ante una manifestación particular de lo que un cierto marxismo denomina un desarrollo desigual y combinado [54].

Por otra parte, esta necesidad de integración social discurre cada vez en mayor medida en el plano trasnacional. Una de las vertientes claves del actual proceso de globalización estriba en el fuerte desarrollo de identidades transnacionales. Se trata de identidades que traspasan las fronteras de los Estados y que suelen hallarse fuertemente ligadas a la constitución de comunidades de diáspora, resultantes de las migraciones internacionales. Estas comunidades pueden tener un carácter étnico, agrupando a miembros de una misma etnia repartidos entre varios Estados, pero conectados a través de todo un conjunto de redes sociales. Pero también pueden trascender las etnicidades de los lugares de origen, constituyendo grupos más amplios. Conforme tales grupos desarrollan, sin embargo, una cultura y una identidad diferenciadas, que les proporcionan una mayor cohesión interna, sobre todo a la hora de competir con comunidades rivales, podemos hablar entonces de la constitución de auténticas neo-etnias [55]. El proceso se vuelve todavía más complejo, desde el momento en que además estas comunidades de la diáspora interactúan con la población que ha quedado en el lugar de origen, influyendo sobre ella. De este modo, los nuevos modos de vida ahora desarrollados, así como las nuevas identidades ligadas a ellos, se hacen susceptibles de extenderse también entre esta misma población. En este punto puede entrar en juego la religión. A través suyo pueden constituirse precisamente neo-etnias de este tipo, agrupando a gentes distintas desde el punto de vista étnico, pero unidas por una misma fe.

Las diásporas negro-africanas, cada vez más numerosas, son un buen ejemplo de todo ello. A través suyo, se recrean y reconfiguran varias etnias ya existentes, pero también se promueven identidades más amplias, incluida la pan-africana. Las organizaciones religiosas juegan un papel clave en todo este proceso, organizando a sus fieles en redes solidarias y dotándoles de una identidad bien afianzada y diferenciada con respecto  a los extraños. El rol de la cofradía muridí entre los musulmanes senegaleses [56] y el de ciertas iglesias protestantes nigerianas son un claro ejemplo de todo ello.

Así, pues, la religión puede, en principio, jugar un fuerte papel integrador. Pero quizá sólo pueda hacerlo bajo ciertas condiciones. Llegados a este punto, parece conveniente evocar brevemente la pareja de conceptos «epocalismo»-«esencialismo», acuñada en su tiempo por Clifford Geertz [57]. El primero de ellos alude a la elaboración de una cultura y de una identidad acordes con las exigencias de una sociedad moderna, el segundo, al mantenimiento de un nexo con el propio patrimonio cultural. Se trata de dos orientaciones que deben satisfacer simultáneamente las sociedades en proceso de modernización, aunque las dos no tengan por qué tener el mismo peso dentro de la síntesis que se acabe conformando. Para ello, lo tradicional ha de ser reciclado para parecer más moderno, pero también lo moderno ha de ser investido de un carácter tradicional ilusorio, produciéndose una auténtica «invención de la tradición» [58]. Estos requisitos atañen también a las religiones y a las identidades confesionales. Tienen que resultar al tiempo modernas y tradicionales. Lograr tal cosa requiere de una compleja ingeniería cultural.

Las transformaciones experimentadas por ciertos cultos tradicionales negro-africanos resultan ejemplares a este respecto. Los cultos de posesión siguen disfrutando de una elevada popularidad, incluso entre adherentes al cristianismo y al Islam. No en vano, sus prácticas pueden entenderse como un modo de manejar las complejidades psicológicas de la existencia, especialmente agudas en situaciones de intenso cambio social. Por el contrario, los cultos más ligados a linajes particulares y a parajes geográficos específicos han tendido a debilitarse. La religión tradicional ha sido objeto, así, de un desarrollo selectivo, a favor de sus elementos más adaptables al universalismo y al individualismo modernos [59]. Ejemplo privilegiado de todo ello es el célebre culto a Mami Wata. Se trata de una figura sincrética, que condensa antiguas divinidades femeninas del agua con las sirenas de tradición europea. Suele ser representada como una mujer bella y poderosa, pero, al mismo tiempo, cruel y caprichosa [60]. Al igual que las aguas de las cuales es señora, puede brindar riqueza, pero también matar, sobre todo a quienes pecan de imprudencia. En la línea de lo comentado anteriormente, refleja a la perfección el carácter descarnado que frecuentemente tiene la existencia humana, sobre todo, en entornos marcados por la pobreza, la desigualdad y una notable inestabilidad. No en vano, es objeto de culto por los migrantes que se juegan la vida para alcanzar el mundo desarrollado. Asimismo, y también en concordancia con ideas ya avanzadas, fusiona distintas realidades concebidas como análogas en ciertos aspectos, como ocurre con la figura de la «mujer fatal» y la imprevisibilidad de las aguas.

Tampoco tiene por qué sorprendernos la amplia difusión conservada por las creencias en la hechicería, así como su práctica, que tan bien se adaptan a mundos sociales caracterizados por fuerte rivalidades interpersonales. En este caso, la pervivencia de tradiciones, pero sobre todo de modos de pensamiento tradicionales, se ha visto potenciada por su peculiar adecuación a una nueva realidad social, de clientelismo político y capitalismo periférico, generadora de una competencia a veces despiadada.

Si pasamos ahora a ocuparnos de las religiones universalistas, la situación resulta un poco diferente. A primera vista, no resulta tan patente su capacidad para satisfacer de manera simultánea las exigencias esencialistas y epocalistas. En cuanto a la primera, no dejan de ser religiones importadas, a veces muy recientemente, lo que podría restarles arraigo histórico. Asimismo, como ya hemos señalado antes, si bien han sido muy frecuentes los casos de sincretismo con las tradiciones locales, también lo es hoy en día su orientación resueltamente rupturista con respecto a ellas. En cuanto a su posible epocalismo, y al igual que en el resto del mundo, las grandes religiones universalistas mantienen una relación complicada, y a menudo conflictiva, con la cultura moderna. En suma, estas religiones parecieran entonces combinar lo peor del epocalismo y del esencialismo: extrañeza con respecto a la cultura local y tradicional y disfuncionalidad con respecto a la moderna y universal.

Pero contemplados bajo otro prisma, los defectos pueden devenir en virtudes. En primer lugar, su carácter de religiones importadas puede favorecer, paradójicamente, su capacidad integradora, tan necesaria en un contexto de modernización. En sociedades fuertemente fragmentadas por diversos particularismos, se hace conveniente buscar en el exterior los elementos con los que forjar una síntesis integradora. Basta recordar cómo, en un contexto de acentuado pluralismo lingüístico, el recurso a la lengua de la antigua metrópoli resulta a menudo la mejor opción, pese a todos los rechazos que pueda suscitar su asociación con el colonialismo. Pues sólo una lengua externa puede aspirar a ser considerada como neutral, es decir, no ligada a ningún grupo étnico particular, de tal modo que su adopción no vaya a favorecer a ninguno de ellos en detrimento de los demás. Al mismo tiempo, el hecho de haber sido la antigua lengua colonial la vuelve más familiar para ciertos sectores de la población. Por último, desde el punto de vista epocalista, reviste claras ventajas, como medio privilegiado de conexión con la cultura occidental, hegemónica en el plano mundial. A este respecto, la adopción del swahili como lengua oficial en Tanzania constituye una interesante variación parcial sobre este modelo más general. Se ha optado por una lengua franca, conocida ya por una parte de los habitantes del país, pero que no se encuentra asociada con ninguna etnia en particular. Posee además la ventaja de no estar ligada al colonialismo, aunque pudiera estarlo con los antiguos esclavistas de la costa [61]. Su único inconveniente radica en su posición más bien marginal a escala mundial, en claro contraste con las antiguas lenguas metropolitanas. Resulta interesante también el hecho de que entre la población musulmana el árabe juegue a veces este mismo papel, al menos para la minoría que lo domina. No es la lengua de ninguna etnia en particular y, al tiempo, proporciona un vínculo con la gran cultura arabo-islámica en su conjunto. Con ello, no solamente se trascienden los particularismos y se consigue además una prestigiosa referencia externa; también se hacen ambas cosas de un modo tal que permite auto-afirmarse frente a la hegemonía occidental.

Las religiones universalistas importadas parecen operar de un modo parecido a estas adquisiciones lingüísticas. Permiten trascender el particularismo de cualquier religión local, demasiado imbricada casi siempre con la cultura de alguna etnia particular. Son igualmente neutrales con respecto a las divisiones inter-étnicas y su mismo carácter universalista les dota de un prestigio especial. Por último, constituyen un medio privilegiado para vincularse con las culturas más dominantes a escala mundial, atenuando hasta cierto punto la condición periférica de lo subsahariano. Incluso, al situarse ahora en el mismo plano que tales culturas, puede optarse por competir con ellas en su propio terreno. La exhibición de un fuerte rigorismo en lo doctrinal y en lo ritual, frente a la tibieza de lo occidentales, puede ser una buena forma de superarles.

El cristianismo subsahariano brinda numerosos ejemplos de este comportamiento [62]. Tampoco es infrecuente encontrarse con subsaharianos musulmanes que presumen de practicar mejor su religión que los árabes.

En cuanto a sus carencias desde el punto de vista del esencialismo, es decir, su ruptura con las tradiciones previas, éstas no son siempre tan profundas. De una parte, en sociedades en donde los modos de pensamiento mágico y místico parecen retener una fuente influencia, la introducción de estas religiones importadas supone una ruptura únicamente parcial con lo ya existente con antelación. Hubiera sido muy superior, de haberse basado los nuevos símbolos e identidades más integradores en ideologías seculares. Con todo, la cesura está ahí. La religión importada rompe con la cultura imperante. Adoptarla implica modificar en profundidad los propios modos de vida. Semejante cambio puede resulta costoso. Pero también puede estar revestido en ocasiones de un notable atractivo. Puede servir para desafiar a las autoridades tradicionales, más ligadas a las formas de religión anteriores. También puede contribuir a marcar ciertas distancias con el pasado, en el contexto de una remodelación real del modo de vida, en razón de la migración a la ciudad, de la inmersión en el mercado capitalista, del desgarramiento de los antiguos vínculos de aldea y linaje. Se produce, así, una reconfiguración en la propia visión del mundo, que acompaña a la que se está experimentando al mismo tiempo en las condiciones de vida objetivas.

En tales circunstancias, la religión no juega ningún papel conservador, sino, por el contrario, uno francamente innovador, revolucionario. Se rompe con lo tradicional, pero mediante un instrumento igualmente tradicional, con el cual resulta más fácil manejarse. En esta línea, las identidades confesionales que ahora se adoptan suponen ciertamente una ruptura con la tradición anterior, más localista. Pero, al mismo tiempo, permiten conectarse con otra tradición mucho más amplia, la de las grandes religiones universalistas y la de las grandes civilizaciones a las cuales aquellas se han encontrado ligadas históricamente. Se reemplaza una tradición por otra de mayor alcance y prestigio, aunque el vínculo con la misma pueda resultar mucho más débil. Con ello, la exigencia esencialista también se ve, en cierta manera, satisfecha.

Modernización y fundamentalismo

Toda esta subversión de lo antiguo resulta más fácil de realizar, si quien la promueve es un movimiento fundamentalista, dotado de una visión simplificada y holista sobre la realidad, por medio de la cual intenta organizar una gran parte de la existencia humana, tratando de erradicar todo aquello que parezca desviarse de sus principios doctrinales [63]. La adopción de una ideología milenarista, de acuerdo con la cual se aproxima la batalla final entre el bien y el mal, y mesiánica, en donde la conducción de este combate se encomienda a un enviado sobrenatural, ayuda, asimismo, a dotar a los fieles del necesario estado de ánimo combativo [64]. Lo mismo ocurre con esa presencia tan habitual de predicadores carismáticos, tanto entre musulmanes como entre cristianos. El ´líder carismático no es sólo capaz de movilizar a la gente y de organizarla en torno suyo. Asimismo, en virtud de esa vinculación directa con lo divino que se le atribuye y de las dotes milagrosas que pueden derivarse de ella, se encuentra legitimado para desechar antiguos elementos religiosos e introducir otros nuevos. Así, fundamentalismo, milenarismo y mesianismo actúan conjuntamente como catalizadores del cambio social y cultural, como instrumentos con los que quebrar la rigidez de ciertas tradiciones. De ahí entonces el carácter ambivalente de todos estos movimientos en relación con el proceso de modernización. De una parte, fomentan en efecto una ruptura con ciertas tradiciones y con ciertas identidades hoy en día demasiado particularistas. De la otra, promueven estilos de pensamiento muy reñidos con el logro de una mayor racionalidad, al tiempo que obstaculizan el desarrollo de una individualidad más autónoma y crítica, lo cual, a su vez, dificulta también el surgimiento de una ciudadanía democrática.

Realmente, el auge de los movimientos fundamentalistas, de carácter muy diverso, constituye uno de los rasgos más llamativos de la actual África subsahariana. Las razones de este auge son igualmente variadas. Aparte de su contribución a la reorganización de la vida de la gente en momentos de delicado cambio social, podemos enumerar otros motivos añadidos. En primer lugar, la propia organización sectaria de estos movimientos refuerza su fundamentalismo doctrinal. Enfrentados a un entorno al que descalifican como pecaminoso, han de procurar protegerse de su mala influencia y reforzar su disciplina interna. Una existencia reglada mediante una serie de principios doctrinales no cuestionados y marcada por el rechazo a lo ajeno potencia evidentemente un pensamiento fundamentalista.

La segunda razón que podemos destacar es más compleja. Constituye en sí misma un resultado del proceso de modernización. Si algo caracteriza al fundamentalismo, en cuanto que orientación vital, es el afán por alcanzar la mayor coherencia en las propias ideas y entre la propia vida y tales ideas, frente a cualquier acomodación conformista al mundo en el que se vive. En principio, se trata de una inclinación merecedora de una valoración muy positiva. Podemos además vincularla claramente con el individualismo propiciado por la modernización, cuando el individuo rompe parcialmente con el mundo de las convencionalidades y empieza a pensar más por sí mismo, cuestionándose lo que hasta entonces le parecía obvio [65]. Lo hará más todavía, si adquiere una cierta formación escolar, que le habilite en alguna medida para el pensamiento abstracto y le haga experimentar una cierta curiosidad intelectual. Lo que ya no resulta tan encomiable es el modo sesgado y unilateral en que este distanciamiento con las antiguas certezas es llevado a cabo, ignorando la complejidad de la existencia humana, difícilmente encuadrable por ningún credo simple. El fundamentalismo supone sacrificar la complejidad de la vida en aras de una coherencia forzada. Con ello, el talante crítico y despierto que le había impulsado en parte en sus inicios acaba anulado. Es como si la salida que acabase encontrándose para determinadas aspiraciones terminase por bloquear la satisfacción de las mismas. Aquí reside su profundo carácter contradictorio y paradójico.

Pero ésta es también la paradoja frecuente de la peculiar orientación más individualista e intelectualista que se desarrolla en estos particulares contextos. Es fácil que la formación adquirida haya sido relativamente superficial. Suministra determinados contenidos simplificados y un entrenamiento básico en el razonamiento abstracto, pero no muestra realmente la complejidad de las cosas, ni las dificultades para demostrar cualquier aserto [66]. Asimismo, el individualismo que se desarrolla puede ser ante todo un individualismo «en negativo» [67], caracterizado más por una ruptura de los vínculos de solidaridad previos y un debilitamiento de los controles sociales a los que se vivía sometido, que por el desarrollo de una mayor capacidad para pensar y actuar de un modo autónomo y para establecer una relación equilibrada con los demás, basada en el reconocimiento de las peculiaridades de cada uno y en el respeto a sus intereses particulares. Un individualismo en negativo semejante parece propicio para el desarrollo de la psicología del «verdadero creyente», tal y como la definió Eric Hoffer [68], en donde una profunda inseguridad e insatisfacción vital aboca no sólo a la búsqueda de certezas inamovibles, sino también a una ruptura auto-afirmativa con el medio circundante. Empero, siendo optimistas, podría esperarse que un aumento del nivel educativo pudiera favorecer a la larga una menor confianza en las simplificaciones propias de todo fundamentalismo, como lo haría también un individualismo más en positivo y equilibrado.

El tercer factor coadyuvante al desarrollo de este fundamentalismo tiene que ver con ese desarraigo cultural ya mencionado. La religión se autonomiza con respecto  al entorno cultural del que forma parte. Se deculturiza. Lo hace en parte debido a la propia crisis por la que atraviesa el patrimonio tradicional, derivada sobre todo de la inadaptación de muchos de sus componentes al nuevo contexto histórico. Ello ocurre en el ámbito interno, pero también en el trasnacional. Las identidades trasnacionales son identidades construidas mediante una ruptura con las identidades y culturas previamente existentes, que ya no funcionan igual de bien en la diáspora. En este escenario de debilitamiento del entorno cultural, lo religioso gana en autonomía. Lo hace todavía más cuando se adopta una postura rupturista con la tradición, como es propio, justamente, del fundamentalismo. Como quiera, la religión deja de estar tan inserta dentro de una cultura dada y compleja, a la que tiene que adaptarse y con la que, seguramente, tiene que acabar transigiendo. Queda libre de esos diques de contención, que favorecían una relativa acomodación a lo existente y, por lo tanto, un mayor pragmatismo. Se vuelve ahora más fácil el despliegue de sus principios teóricos de un modo doctrinario, preocupado ante todo por la coherencia interna, sin atender a las complejidades del mundo real. Con ello, en definitiva, fundamentalismo y deculturación terminan por reforzarse entre sí [69].

Todas estas consideraciones nos llevan a pronosticar que, al  menos,  por  un largo tiempo el África subsahariana va a seguir siendo una región no sólo de una gran religiosidad, sino también un terreno fértil para numerosas variedades de fundamentalismo religioso. Por más que esto último nos parezca comprensible, no deja de entrañar serios peligros. Más allá de las derivas violentas que pueden darse en ocasiones, se hace difícil en esta tesitura sacarle todo el partido al patrimonio cultural heredado, frecuentemente rechazado como impío. Tampoco parece ser un factor especialmente favorable para el desarrollo de un pensamiento más científico y racionalista, sin el cual es difícil avanzar en el desarrollo socio-económico. El futuro se muestra, pues, problemático.

Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/

Notas:

27    ROBINSON, D.: Muslim Societies in African History. Cambridge: Cambridge University Press. 2004.

28    ROBINSON, D. op.cit., pp. 27-41. Vid. igualmente TRIMINGHAM. J.: Islam in West Africa. Oxford At the Claredon Press. 1959.

29    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.

30    BARRY, B.: La Sénégambie du Xveme au XIXeme siècle. Traite négriére, Islam, conquête coloniale.

París: L’Harmattan. 1988.

31    NADEL, S. op. cit., pp. 245-253. Vid. igualmente SANNEH, L.: La corona y el turbante. El Islam en las sociedades del África occidental. Barcelona: Bellaterra y TRIMINGHAM, J. op. cit., pp. 47-67.

32    TRIMINGHAM, J. op. cit.

33    MONTEIL, V. : L’Islam noir. París: Éditions du Seuil. 1964.

34    TRIMNGHAM, J. op.cit., pp. 47-67.

35    POPOVIC, A. y VEINSTEIN, G.: Las sendas de Allah. Las cofradías musulmanas desde sus orígenes hasta la actualidad. Barcelona: Bellaterra. 1997.

36    ROBINSON, D.: La guerre sainte d’al-Hajj Umar. Le Soudan occidental au milieu du XIX éme siècle. París: Karthala. 1988.

37    CASTIEN MAESTRO, J.: «Islam e identidad nacional en el Senegal contemporáneo». Papeles del CEIC. International Journal on Colective Identity Research, Volumen 2016/2. 2016. Vid. igualmente SEESEMANN, R.: The Divine Flood. Ibrahim Niasse and the Roots of a Twentieth- Century Sufi Revival. Londres: Oxford University Press. 2011.

38    ROBINSON, D. 1988. op.cit., pp. 9-13.

39    ROBINSON, D. 2000. op. cit.

40    Ibid.

41    POPOVIC y VENSTEIN. op. cit.

42    SMITH, M.: Boko Haram. Inside Nigeria’s Unholy War. Londres: I.B. Tauris & Co. Ltd. 2016.

43    READER, J.: África. Biografia de un continente. Mem Martins: Publicaçôes Europa-América. 2002.

44    DE MONFREID, H. Las leonas de oro de Etiopía. Barcelona: Luís de Caralt Editor. 1965, pp. 10-26.

45    HASTINGS, A.: La construcción de las nacionalidades. Cambridge: Cambridge University Press. 2002, pp. 190-193.

46    Ibid., pp. 51-317

47    HORTON, R. op. cit., pp. 173-180.

48    BA, A.: Amkoullel, l’enfant peul. Avignon: Actes Sud. 1992, pp. 236-242.

49    ROY, O. op. cit. pp. 56-57.

50    PEREIRA DE QUEIROZ, M.: Historia y etnología de los movimientos mesiánicos. Reforma y revolución en las sociedades tradicionales. Madrid: Siglo XXI. 1969, pp. 201-221.

51    CASTIEN MAESTRO, J.: «Las corrientes salafíes. Puritanismo religioso, proselitismo y militancia». Cuadernos de Estrategia, Nº 163. 2013.

52    CASTIEN MAESTRO. 2016. op. cit.

53    GELLNER, E.: Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza Editorial. 1989.

54    AMIN, S.: El desarrollo desigual. Ensayo sobre las formaciones sociales del capitalismo periférico. Barcelona: Planeta-Agostini. 1986. Vid. igualmente NOVACK, G.: La ley del desarrollo desigual y combinado. Bogotá: Pluma. 1974.

55    ROY, O. op. cit., pp. 23-28.

56    ROSANDER, R.: «Morality and money. The Murids of Senegal». Awraq. Estudios sobre el mundo árabe e islámico contemporáneo, Volumen XVI.1995.

57    GEERTZ, C.: La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. 1987, pp. 210-214.

58    HOBSBAWM, E. y RANGER, T.: La invención de la tradición. Barcelona: Editorial Crítica. 2002.

59    HORTON, R. op. cit.

60    MARTÍNEZ VEIGA, U.: «Mami Wata, Diosa de la migración africana». Batery: una revista cubana de antropología social, Vol. 3, Nº, 3. 2012.

61    HASTINGS, A. op. cit., pp. 206-208.

62    ROY, O. op. cit.

63    CASTIEN MAESTRO, J. 2016. op.cit. Vid. igualmente HOFFER, E.: El verdadero creyente: sobre el fanatismo y los movimientos sociales. Madrid: Tecnos. 2009.

64    HOFFER, E. op. cit. Vid. igualmente PEREIRA DE QUEIROZ, M. op. cit.

65    GEERTZ, C. op. cit., pp. 131-151.

66    CHARFI, M.: Islam y libertad. El malentendido histórico. Barcelona: Almed. 2001, pp. 274-284.

67    HUSSEIN, M.: Vertiente sur de la libertad. Ensayo sobre la emergencia del individuo en la sociedad del Tercer Mundo. Barcelona: Icaria. 1998.

68    HOFFER, E. op. cit.

69    ROY, O. op. cit. 17-40.

Juan Ignacio Castien Maestro

Capítulo IV: El factor religioso en el África subsahariana. Desarrollo histórico y perspectivas de futuro

Importancia del factor religioso en el África subsahariana

Que el mundo occidental, y Europa en particular, han experimentado a lo largo de las últimas generaciones un intenso proceso de secularización es algo difícil de negar. Ha surgido, de este modo, una amplia masa de no creyentes, junto con otra, todavía más numerosa, de personas que sólo creen hasta un cierto punto o sólo en algunas cosas o para las cuales estas creencias resultan poco importantes en sus vidas o que, de cualquier manera, cumplen poco o nada con los mandatos   de la religión a la que formalmente se adhieren. La visibilidad en paralelo de ciertas minorías militantes no anula esta corriente de fondo [1]. Asimismo, y en concordancia con la conocida visión weberiana sobre el proceso de racionalización, las distintas esferas de la existencia humana- la política, la ética, la ciencia, el arte, la economía –han ido adquiriendo a lo largo de los últimos siglos una creciente autonomía con respecto a las creencias y las normas religiosas [2]. En particular, los valores y normas de vida de una parte importante de la población en campos como la sexualidad entran en flagrante contradicción con los sostenidos por las organizaciones confesionales, que muchas veces ni siquiera consiguen la obediencia de quienes en otros ámbitos les siguen siendo fieles. Una vertiente especialmente llamativa de este proceso consiste en la menor propensión a recurrir a argumentos expresamente religiosos para defender posiciones éticas o políticas, incluso aunque las mismas reposen, en última instancia, sobre planteamientos de este tipo. De este modo, muchos cristianos antiabortistas esgrimen razonamientos basados en una filosofía moral general que, en principio, podrían resultar convincentes también para los no creyentes. Por último, las grandes celebraciones religiosas, si bien continúan disfrutando de un amplio seguimiento, son vividas por muchos participantes como acontecimientos profanos, desprovistos de cualquier vínculo con un mensaje trascendente. Lo ocurrido con la Navidad resulta paradigmático en este aspecto.

Naturalmente, este cuadro general está plagado de excepciones. Dos de ellas nos parecen singularmente relevantes. Primero de todo, se observa también una marcada proliferación de búsquedas espirituales de muy diversa índole, a través de la conversión a religiones foráneas o del interés por el esoterismo. Constatamos igualmente una notable presencia del simbolismo de origen religioso en el ámbito político, especialmente en Estados Unidos, pero no sólo allí, con oraciones, alusiones bíblicas e invocaciones a seres sobrenaturales. En un sentido más amplio, la adscripción a una determinada confesión religiosa sigue jugando un papel considerable en la definición de varias identidades nacionales y étnicas. Esta centralidad identitaria propicia, a su vez, un recurso añadido a la simbología sagrada en el espacio público.

No obstante, estas dos excepciones nos parecen también matizables. Las referidas búsquedas espirituales apuntan ciertamente hacia la frecuente pervivencia de una religiosidad, de una necesidad religiosa, entendida ésta como el afán por hacerse con una representación de la realidad capaz de dotar a la propia existencia de un sentido más global, en donde los sufrimientos deparados por ella queden además mitigados en alguna media [3]. Pero los modos en que muchas veces se satisface semejante demanda revelan, sin embargo, una plasticidad tan marcada en el manejo de los contenidos religiosos, fabricando con ellos síntesis tan personales como volubles, que merece la pena preguntarse en qué medida el sujeto se las toma en serio como descripciones pretendidamente verídicas de la realidad, o las concibe tan sólo como instrumentos al servicio de su bienestar psicológico. Cuando es esto último el caso, la supeditación de las creencias y los actos religiosos a un interés finalmente mundano resulta palmario. Y ello implica también una compleja e implícita secularización de tales actos y creencias en el sentido weberiano, desde el momento en que lo terrenal se presenta como autónomo y dominante y las representaciones a propósito de lo sobrenatural como subordinadas y secundarias.

En cuanto al extendido uso de símbolos y referentes religiosos en la esfera pública y, en concreto, en el campo de la política, tampoco debemos olvidar que aquí también su papel suele ser auxiliar. No es la religión la que organiza estas actividades. Simplemente se recurre a algunos contenidos o algunos símbolos extraídos de la misma para otorgar una legitimidad añadida a ciertos planteamientos ya postulados de antemano o para revestirlos de una determinada carga emotiva. Lo religioso queda, así, instrumentalizado y subordinado nuevamente a lo terrenal. Una vez más, aquello que parecía desmentir la idea de secularización puede contemplarse, en cambio, como una modalidad de la misma especialmente sofisticada.

El panorama se torna bien diferente cuando volvemos nuestra mirada hacia el África subsahariana en su conjunto. Al contrario que en el mundo occidental, aquí la fe religiosa suele ser intensa. No se trata solamente de que la práctica ritual se halle mucho más extendida, ni de que las creencias en lo sobrenatural estén mucho más arraigadas y condicionen mucho más decididamente los comportamientos cotidianos. Aparte de creída y practicada, la religión es vivida con suma emoción. La devoción se despliega, a menudo de manera muy ostentosa, en frecuentes ceremonias de la más diversa índole. Resulta también harto interesante el hecho de que esta centralidad del hecho religioso conviva con una acusada pluralidad del mismo. Afecta a cristianos, musulmanes y seguidores de las religiones tradicionales, divididos todos ellos, a su vez, en multitud de corrientes diferentes. Asimismo, el universo religioso subsahariano se encuentra en profunda ebullición. Junto a la fortaleza de las corrientes ya arraigadas, contemplamos también el auge de otras nuevas, en competencia con aquéllas. Es lo que ocurre con movimientos, por lo demás, tan profundamente diferentes entre sí, como el pentecostalismo cristiano y el salafismo musulmán. Pero quizá el rasgo más distintivo del mundo subsahariano estribe en la amplia presencia en su seno de la hechicería. Como iremos viendo, las prácticas y creencias ligadas a la misma siguen influyendo en los más diversos aspectos de la vida. El recurso a distintos sortilegios continúa operando ampliamente en campos como el cultivo de la tierra, el tratamiento de enfermedades, las disputas personales, la reparación de aparatos mecánicos o los negocios. En todos estos casos, las prácticas y creencias mágicas se entremezclan con otras más seculares, lo que dificulta el desarrollo de un enfoque más «racionalista», en el sentido habitual del término.

Nada de esto significa, por supuesto, la ausencia completa de una secularización en el estricto sentido weberiano. También aquí una vida social de creciente complejidad trae aparejada la autonomía de las distintas esferas de la existencia humana. Así ocurre con el desarrollo de un Estado moderno y de una economía de mercado, aunque se trate de un Estado débil y lastrado por el clientelismo y de un capitalismo periférico. De igual manera, también aquí el amplio empleo de un discurso o de una simbología de carácter religioso opera muchas veces al servicio de objetivos notoriamente más mundanos. Por último, la identidad confesional disfruta de una clara centralidad, a la hora de decirle a cada uno quién es y cómo ha de relacionarse con los demás. Un buen ejemplo de ello es esa frecuente recreación de unas identidades cristiana y musulmana en mutuo enfrentamiento, que podemos observar hoy en varios países de la región, particularmente en Nigeria. Pero sería de una enorme ingenuidad el ignorar que tales identidades religiosas se articulan con otras de carácter étnico o regional, de manera que el grupo confesional puede hallarse entonces integrado por gentes de una misma etnia, que quizá además ocupen unos determinados nichos económicos y compartan, por todo, ello, unos mismos intereses materiales.

Pese a todas estas matizaciones, la importancia del factor religioso en el África subsahariana resulta innegable. Es imposible entender esta región del mundo sin otorgarle la debida consideración. Este artículo está dirigido precisamente a este objetivo. Aspira a brindar una visión panorámica del complejo mundo de las religiones subsaharianas, proporcionando algunas interpretaciones teóricas al respecto. Con este fin, dividiremos nuestra exposición en varios apartados. En el primero describiremos las religiones tradicionales negro-africanas, incidiendo en aquellos rasgos que les diferencian de las grandes religiones universales, con las que todos estamos más familiarizados. Los apartados segundo y tercero abordarán precisamente los dos grandes sistemas monoteístas presentes en esta región, el Islam y el cristianismo. Examinaremos someramente su desarrollo histórico y expondremos algunas de las particularidades que han acabado adquiriendo en ciertos casos. A continuación, nos enfrentaremos  al espinoso asunto de las relaciones inter-confesionales. Para concluir, dedicaremos nuestros dos últimos apartados a discutir algunas de las posibles explicaciones del peso que el hecho religioso, y en concreto su vertiente más fundamentalista, ostentan hoy en día en esta parte del mundo.

Las religiones tradicionales negro-africanas

Varias puntualizaciones son necesarias a la hora de abordar las religiones tradicionales del África subsahariana. La primera de ellas estriba en que, hablando en propiedad, resulta discutible que se pueda aplicar sobre estas tradiciones el término «religión». El debate al respecto es antiguo y nos remite a las grandes discusiones acerca de la definición de este concepto. Nosotros no vamos a adentrarnos aquí en él y, por razones fundamentalmente de comodidad, vamos a considerar estas tradiciones como religiones en un sentido laxo, en el sentido de contener referentes a entidades de carácter supra-empírico, personales o no, que interactúan con los seres humanos [4]. Pero aún obrando de esta manera, se nos sigue planteando todavía un importante problema metodológico. En las sociedades tradicionales subsaharianas, como, por otra parte, en cualquier otra sociedad tradicional, resulta difícil delimitar un sector particular de la vida social y definirlo como religioso en oposición a todos los demás. La razón estriba en que en estas sociedades la mayor parte de las actividades humanas se hallan, de alguna manera, entrelazadas con lo religioso. El trabajo agrícola puede, por ejemplo, combinar los aspectos técnicos con otros de naturaleza ritual, dirigidos a ganarse el favor de determinados espíritus. Asimismo, es probable que incluso su faceta más técnica se halle regulada por una serie de reglas que se remitan a lo establecido por un algún antepasado mítico. Lo mismo ocurre aproximadamente con cualquier otra esfera de la existencia, como el matrimonio, la herencia, la guerra o la elección y deposición de los dirigentes políticos. Nada hay de sorprendente en ello. Se trata de sociedades menos complejas desde el punto de vista estructural, en donde apenas ha tenido lugar esa disociación entre diferentes esferas de actividad que caracteriza precisamente al mundo moderno, de acuerdo con el conocido planteamiento de Weber [5].

Sin embargo, el hecho de que se produzca esta imbricación no implica que tengamos que concluir que entonces todo es religioso. Ciertamente, en todas estas facetas de  la existencia están operando creencias referidas a entidades suprasensibles y rituales referidos al trato con las mismas. Pero ni estas creencias ni estos rituales abarcan ninguna de estas facetas en su totalidad. Ni la actividad productiva, ni el campo del parentesco, ni el de la guerra, ni ningún otro pueden entenderse como meras aplicaciones prácticas de unas reglas derivadas de las creencias religiosas. Cada uno de estos campos obedece también a reglas profanas y sobre todo a los intereses y los cálculos de las personas inmersas en ellos, condicionados por la propia naturaleza de la actividad realizada en cada caso [6]. Si se quiere cultivar la tierra con una cierta eficiencia, hay que satisfacer unos mínimos requerimientos técnicos, derivados de condicionantes botánicos, edafológicos o climatológicos. Lo religioso es sólo un aspecto de esta actividad, por más importante que pueda resultar. Parece más apropiado entonces hablar de lo religioso, en tanto que adjetivo, en tanto que aspecto particular de un todo más amplio, que de la religión, en tanto que sustantivo, en tanto que ámbito social claramente disociado de otros diferentes. Pero nada nos impide, con fines analíticos, agrupar luego estos distintos aspectos religiosos presentes en distintos campos de actividad dentro de un único sistema religioso, hecho de creencias y prácticas, es decir, en una religión, en cuanto que realidad relativamente delimitada y autónoma con respecto a otras, y,  por lo tanto, regida, al menos en parte, por una lógica propia y específica, susceptible de ser estudiada de un modo separado, aunque tomando en cuenta, por supuesto, el todo más amplio en el que se inscribe. Esta abstracción analítica nos resulta de gran utilidad. Nos permite comparar una determinada religión tradicional subsahariana con otras religiones tradicionales de la misma región, o de otras, o con las regiones universalistas, como el Islam y el cristianismo, llegadas a allí más recientemente.

La segunda aclaración que debemos realizar atañe al hecho bastante obvio de que, por supuesto, no existe una religión tradicional subsahariana, sino una multitud de religiones particulares. Aunque podamos hablar de la religión de una determinada etnia, como los nupe [7], tampoco debemos olvidar, no sólo la heterogeneidad interna de estos grandes conjuntos, sino, asimismo, el hecho de que es frecuente que existan determinados cultos que trascienden los límites entre las diversas etnias. Las fronteras de las distintas religiones no siempre se corresponden con las de los grupos étnicos. Así, del mismo modo que, con prudencia, podemos hacer referencia a la religión de cualquiera de estas etnias, también podemos ocuparnos de tales cultos inter-étnicos por separado.

Como tercera y última puntualización, debemos señalar que estas religiones tradicionales se han ido mestizando progresivamente con el Islam y el cristianismo desde hace ya varios siglos. En consecuencia, en muchos casos no se puede decir propiamente que existan ya como religiones separadas. No obstante, diversas creencias y rituales suyos subsisten todavía, integrados ahora dentro de ciertas versiones locales de las religiones universales importadas y reducidos a la condición de «supersticiones». Y en un sentido más amplio, perviven también, como iremos constatando más adelante, en los modos en que muchas veces estas nuevas religiones son entendidas, vividas y puestas en práctica.

Una vez aclaradas estas cuestiones preliminares, vamos a esbozar ahora una visión de conjunto de estas religiones tradicionales. Evidentemente, no aspiramos más que a recoger algunos rasgos comunes a la mayor parte de las mismas. Por ello, nuestra exposición habrá de tener por fuerza un carácter enormemente abstracto. Lo que más nos interesa es mostrar sus diferencias con los monoteísmos universalistas llegados más tarde. Un ejercicio semejante plantea un cierto riesgo desde el punto de vista metodológico, al amenazar con desembocar en un planteamiento artificialmente binario. Así, aunque, en verdad vamos a establecer aquí una dicotomía, no deberá olvidarse que la misma no deja de suponer tan sólo una simplificación a efectos expositivos y que la realidad es siempre mucho más compleja.

El primer rasgo fundamental de estas religiones tradicionales subsaharianas estriba en su acentuada globalidad. Se trata de un aspecto correlativo a esa imbricación, ya señalada más arriba, con el conjunto de la existencia de quienes las profesan. Al insertarse simultáneamente en las diferentes facetas de esta existencia, acaban conectándolas a todas ellas dentro de un mismo sistema global. Pero no sólo articulan entre sí estas distintas actividades humanas. También hacen lo propio con el mundo natural, con su fauna y su flora, su orografía o sus fenómenos meteorológicos. Se conforma, de este modo, una suerte de estructura densa y compacta, en la que sus distintos elementos integrantes se remiten los unos a los otros [8]. Esta estructura puede ser denominada con toda justicia una cosmovisión, siempre y cuando este término no se entienda de un modo excesivamente intelectualista, ignorando que muchos de estos contenidos poseen un carácter más bien implícito, expresado a través de determinadas prácticas, pero no necesariamente de un discurso explícito ni de un pensamiento consciente. La densidad propia de estas cosmovisiones implica, asimismo, que los distintos elementos que la componen pueden reforzarse entre sí. Si, por ejemplo, los astros que se observan en el firmamento son pensados como seres personales que establecen relaciones familiares entre ellos, entonces las relaciones familiares propias de los seres humanos podrán serlo como un mero remedo de aquéllas. Esta equiparación ficticia les brindará una mayor legitimidad moral, al tiempo que una suerte de verosimilitud espontánea. Formarán parte de un orden cósmico internamente integrado, cuyos distintos componentes parciales no podrán ser, por ello, alterados con facilidad.

De lo anterior se desprende además que todos estos elementos integrados dentro del sistema religioso comparten algo muy llamativo: su naturaleza concreta. Es ésta la segunda gran característica distintiva que podemos atribuir a las religiones tradicionales negro-africanas. Sus representaciones versan en torno a parajes concretos, como tal manantial o tal montaña, a especies animales concretas y a actividades concretas, como la fabricación de tal o cual herramienta. Se vive en un mundo de cosas particulares, lejos de abstracciones filosóficas. Incluso, los dioses o los espíritus están forjados a semejanza de tales cosas. Son parecidos a ellos. Por ello mismo, las distintas cuestiones son pensadas no mediante conceptos abstractos, sino recurriendo a nociones referidas a seres concretos, sean éstos reales o imaginarios. Las cualidades morales, las relaciones entre las personas o los procesos mediante los que surgen o desaparecen nuevas realidades lo son a través del juego entre estas concreciones. Por ejemplo, la contradicción entre el frío y el calor podrá ser pensada como la permanente disputa entre dos hermanos y la compleja fusión entre dos pueblos a lo largo de siglos quedará condensada en  el matrimonio legendario entre un príncipe y una princesa. No se trata de meros ejemplos, ni de alegorías, en donde se es consciente de la diferencia entre el plano de lo abstracto y el de lo concreto, mediante el cual aquél queda ilustrado. Aquí ambos planos están fundidos en uno. O, mejor dicho, la cualidad general está contenida en la entidad particular, de la cual no puede ser abstraída. Como se sabe, Lévi-Strauss [9] (1964) nos brindó una descripción magistral de este tipo de pensamiento.

El tercer rasgo central de estas religiones deriva precisamente de esta misma tendencia hacia la concreción. Los elementos con los que opera no sólo son articulados entre sí. También se proyectan los rasgos de unos sobre otros. Es lo que ocurre cuando, continuando con el ejemplo anterior, el mundo de los astros es concebido como semejante, hasta cierto punto, al de los seres humanos. El mundo natural es objeto, así, de una serie de proyecciones analógicas a partir del humano. Es, pues, humanizado. Aquí reside el fundamento de ese «animismo» propio de todas estas religiones, utilizando la terminología del evolucionismo clásico. Siguiendo en este punto a Robin Horton [10], nada de ello resulta especialmente sorprendente. En sociedades aldeanas, con una vida social intensa, las relaciones interpersonales constituyen una experiencia primaria, a partir de la cual se pueden luego pensar otras realidades diferentes. La complejidad  y las habituales ambivalencias de estas relaciones son también proyectadas sobre     el mundo no humano, que queda entonces poblado de entidades personales, unas veces benéficas y otras maléficas. Es algo similar a lo ocurrido con el mecanicismo del pensamiento europeo a partir del siglo XVII, el cual parece deber mucho a la sencillez de las primeras máquinas, en las que se inspiró para pensar en otras realidades.

Pero no se trata solamente de establecer analogías entre diversos planos de la experiencia, ni de proyectar ciertos rasgos de los unos sobre los otros. Más allá de todo ello, se tiende a establecer una verdadera identidad entre estos distintos planos. No solamente se los concibe como más semejantes de lo que podrían parecerlo desde una perspectiva científica. Asimismo, puede postularse una radical consubstancialidad entre ellos. Se encuentran ligados entre sí. Lo que ocurre en uno habrá de repercutir, por tanto, en lo que suceda en el otro. Este es el fundamento intelectual de los rituales de carácter mágico. En un sentido más amplio, es el resultado del uso de un pensamiento sincrético, caracterizado precisamente por efectuar este género de amalgamas. Y las lleva a cabo también en otras direcciones. Puede, de este modo, amalgamar también a distintos individuos de una misma especie, como si todos fueran uno sólo, reduciéndolos a lo que Eliade [11] denominaba un arquetipo. «Un leopardo» cualquiera será, así, una modalidad particular de «El leopardo». Pero, entonces, al actuar sobre uno de ellos, se actúe quizá también sobre todos los demás. También todos los miembros de un mismo grupo humano tendrán algo en común. Serán en cierto modo lo mismo. De ahí que el comportamiento de los individuos tenga tantas repercusiones, para lo bueno, pero también para lo malo, sobre el grupo en su conjunto. Podrá enaltecerlo o contaminarlo. Este hecho nos ayuda a entender la importancia concedida al control social, pero también a las vendettas entre distintos grupos, basadas en la noción de responsabilidad colectiva. Y sobre todo, cada individuo concreto actualizará en sí mismo mediante sus propios actos al antepasado mítico, el cual operará como el arquetipo de todos ellos. La forma de ser, las ocupaciones o la posición ocupada por un determinado colectivo podrán ser, de este modo, explicadas con facilidad a partir de las cualidades y acciones de ese ancestro común. Sus descendientes estarán ineludiblemente marcados por aquello que él fue o por aquello él que hizo. La correspondencia entre esta tendencia a la equiparación entre antepasados y descendientes y un modo de organización social en donde el linaje constituye una institución fundamental resulta bastante obvia.

De igual manera, pueden existir individuos o grupos que mantengan esta misma relación con los leopardos o con cualquier otra especie designada para este fin. Habrá algo en común entre humanos y leopardos. Deberán honrar ciertas obligaciones para con ellos y podrán también beneficiarse de su colaboración en ciertos casos. Aquí reside el fundamento de lo que en tiempos se denominó el «totemismo» [12]. Para terminar, también pueden establecerse conexiones de esta misma índole entre distintos períodos temporales. Cada estación seca será una modalidad nueva de «La estación seca» primigenia. Por tanto, aquello que ocurrió en esa primera estación arquetípica, por ejemplo, los actos fundacionales de determinado ancestro, se habrá de repetir con cada nueva estación seca. De ahí la dificultad para desarrollar un pensamiento histórico, en donde los acontecimientos novedosos se van sucediendo. Este tipo de pensamiento es, por el contrario, fundamentalmente a-histórico. Lo nuevo tiende a ser asimilado a arquetipos ya existentes de antemano [13]. Pero acaso el proceso no vaya a ocurrir solamente por sí solo. Puede que sea necesaria la acción humana. Será preciso, en tales casos, recrear mediante algún tipo de mímesis ritual, de representación teatral, el acontecimiento mítico originario para que vuelva a repetirse ahora, con todos sus trascendentales efectos. Es lo que ocurre, en concreto, con los rituales estacionales [14].

El oficiante de los mismos puede además actualizar en él al antepasado mítico. Así, los danzantes enmascarados que representan a uno de estos seres no serán ellos mismos durante la danza ceremonial, sino, en cierto modo, el propio ser mítico. Este hecho nos ayuda a entender mejor la importancia de la posesión divina en muchos cultos tradicionales negro-africanos. En ellos alguien es poseído en el curso de una danza ceremonial por un ser divino, en el que se condensan ciertas cualidades humanas en particular. El poseso quizá detente él mismo tales cualidades en una proporción más reducida y este hecho facilite su posesión por este determinado personaje arquetípico en vez de por otro [15].

Todos estos procesos de fusión sincrética entre realidades separadas se corresponden en líneas generales con el concepto de «participación mística»enunciado ya en su día por Lucien Lévy-Bruhl [16]. A partir suyo pueden desarrollarse, asimismo, otras modalidades más complejas. Una de ellas, muy habitual precisamente en el África subsahariana, es la de la realeza sagrada. En ella el Monarca, al que compete además oficiar una serie de rituales fundamentales, encarna de manera simultánea a alguna figura mítica y al conjunto de su pueblo. A través de los rituales que ejecuta, se actualizan los grandes acontecimientos míticos, y lo que él experimenta en sí mismo lo experimentan, en algún grado, todos también. Por eso precisamente, su buena o mala salud será también la de todo su pueblo [17]. Y, por ello también, el Rey viejo y enfermo quizá deba morir y ser reemplazado por un sucesor más joven y sano, a fin de que su pueblo no envejezca y muera con él. Son célebres a este respecto los análisis de Evans-Pritchard [18] (1948) sobre los shilluk de Sudán del Sur. A su vez, los rituales oficiados por el Monarca pueden también implicar una fusión sincrética entre distintos planos de realidad. El ciclo agrícola, en donde la vegetación «nace»y «muere»para volver después a «nacer»de nuevo, podrá verse entonces amalgamado con el ciclo de la vida humana y animal, con el ciclo, supuesto, de todo el cosmos, pero también con el que se atribuye a la comunidad política. Al igual que el ciclo de la naturaleza, y coincidiendo con sus momentos fundamentales, el ciclo político se desenvolverá también entre el caos y el orden, entre momentos de liberalidad y de rigor, de vigor y de decadencia Organizando la sucesión de estas distintas fases y articulándola con los ciclos naturales, el ritual político, con el Monarca como oficiante principal, consigue entones, a los ojos de la gente, que la comunidad se depure periódicamente de sus conflictos internos y de sus comportamientos desviados, para renacer más sólida y cohesionada, más «joven» de nuevo [19].

El quinto y último rasgo característico de estas religiones tradicionales subsaharianas consiste en su profunda trabazón con la vida cotidiana y con los intereses materiales más inmediatos. Es algo que se corresponde bastante claramente con otros rasgos suyos ya enunciados, como la centración en lo concreto. La atención recae de un modo prioritario sobre cuestiones como la prosperidad material o el éxito en la guerra. Hay un profundo pragmatismo, e incluso materialismo, en esta actitud vital [20]. Podemos decir que si, de acuerdo con la expresión clásica, estamos ante un «mundo encantado», también nos hallamos, en contrapartida, frente a una religión un tanto mundana. Esta misma focalización en lo cotidiano implica un hondo particularismo. Las cosmovisiones están profundamente centradas en la propia colectividad. Los antepasados míticos son los antepasados del propio grupo. Los parajes míticos son los parajes en donde vive o ha vivido este mismo grupo. La historia del cosmos y del grupo se entrelazan de un modo inextricable. Todo ello supone, obviamente, una peculiar forma de etnocentrismo.

Sin embargo, este pragmatismo y este localismo no siempre han recibido la debida consideración. En este aspecto, y siguiendo aquí de nuevo a Horton [21], podemos apuntar hacia varios responsables  de  esta  infravaloración.  Un  primer  colectivo  ha estado integrado por cierto misioneros cristianos. Interesados como estaban en difundir su religión entre los africanos subsaharianos, buscaron en sus tradiciones religiosas aquellos elementos que pudieran predisponerles a aceptar más fácilmente su predicación, incurriendo, en determinado casos, en interpretaciones un tanto sesgadas. Tendieron, así, a atribuir a los negro-africanos creencias como la de un Dios supremo y un alma inmortal, junto con el cultivo de elevados valores éticos universales y el afán por lograr una comunión espiritual con lo divino. Tomados en su conjunto, todos estos elementos conformarían una especie de «religión natural» parecida al cristianismo, cuya presencia favorecería en grado sumo una futura conversión al mismo. Ciertos autores africanos actuales parecen haber seguido esta misma senda idealizadora. Siendo muchos de ellos cristianos o compartiendo, al menos, las ideas occidentales acerca de lo que debería ser una religión digna de respeto, se esfuerzan también por presentar un retrato de las tradiciones religiosas de sus propios pueblos acorde con este modelo tomado del exterior. En un sentido más amplio, esta obsesión por resaltar la espiritualidad del otro parece obedecer a un impulso todavía más profundo. Al menos desde el romanticismo, el descontento con el carácter maquinal e impersonal del mundo moderno ha llevado a muchos a proyectar sobre el pasado europeo o sobre otras culturas, reales o imaginarias, sus aspiraciones a un tipo de sociedad más fraternal, espontáneo y emotivo. Pero aunque podamos valorar la bondad de todas estas intenciones, no debemos permitir que las mismas nos conduzcan hacia una visión distorsionada de las realidades que estamos estudiando.

Los cinco rasgos básicos que hemos estado exponiendo nos ayudan, asimismo,    a explicar la importancia de la hechicería en el mundo negro-africano tradicional, entendiendo la misma como el manejo de ciertos elementos sobrenaturales con el  fin de dañar a otras personas o de, al menos, manipularlas en beneficio propio, pero también de protegerse de ellas. En cuanto que práctica basada en la interacción con ciertas entidades personales o en el manejo más mecánico de ciertos agentes naturales, en función de sus relaciones de semejanza y de contigüidad, la hechicería se nos presenta como una manifestación particular del ya señalado pensamiento sincrético, a veces, en su modalidad más «animista». Asimismo, su carácter pragmático resulta también evidente. Por último, la visión sobre el mundo de lo sobrenatural que le subyace no deja de constituir una proyección muy realista, casi descarnada, del mundo de las relaciones sociales, en donde a menudo se dan enemistades, mentiras y manipulaciones. En este aspecto, los seres espirituales pueden ser muy semejantes a los seres humanos. Y esta visión se ajusta muy bien además a la naturaleza de unas sociedades descentralizadas, en donde mucha gente detenta alguna dosis de poder, en donde existen numerosas rivalidades, nacidas de la pugna por unos recursos más bien escasos, pero en donde también la necesidad de convivir dentro de un mismo linaje y una misma aldea, debido al manejo en común de tales magros recursos, conduce en muchas ocasiones a una hipocresía y a una hostilidad encubiertas, propicias para las agresiones soterradas. En el último apartado nos ocuparemos de las posibles razones de la popularidad de la que siguen disfrutando estas prácticas en la actualidad.

La llegada de las religiones universalistas

Conforme al retrato que acabamos de trazar sobre ellas, las religiones tradicionales subsaharianas parecen especialmente aptas para la vida en sociedades aldeanas, en las que la gente concentra su atención en la resolución de sus problemas cotidianos dentro de un ámbito local restringido. No obstante, estas sociedades y estas religiones son susceptibles de evolucionar hacia formas más complejas. Las aldeas pueden acabar integradas en grandes Estados multiétnicos, regidos por aristocracias guerreras y dotados de una elaborada división estamental, con castas de artesanos especializados y una ingente población esclava, consagrada no sólo a los trabajos agrícolas y domésticos, sino también, en ocasiones, a tareas administrativas y militares de alto nivel [22]. En el curso de este proceso, como una vertiente más del incremento en la división del trabajo social, también ha hecho frecuentemente aparición un sacerdocio especializado, ligado por lo general a ciertos linajes privilegiados y emparentado a menudo con los clanes gobernantes. Las doctrinas y los rituales religiosos han ganado asimismo en sofisticación. Han experimentado también una mayor centralización. En particular, los cultos ligados a la regeneración del cosmos y del orden político han sido objeto de una apropiación monopolística por parte de los monarcas y los estratos dominantes. Éstos han pasado a ocuparse también de tareas como la persecución de los hechiceros. Por último, las asociaciones consagradas a algún culto en particular han vivido igualmente un fuerte desarrollo. Ya en las sociedades aldeanas estas asociaciones pueden disfrutar de una notable influencia social. Encuadran a la población, ejecutan ciertos cultos, practican o persiguen la hechicería, según el caso, organizan labores agrícolas, socializan a los jóvenes, celebran diversas actividades lúdicas, operan como círculos solidarios para afrontar distintos percances y agrupan a personas de distintos linajes, ayudando con ello a tejer unas redes sociales más amplias e inclusivas. Ahora su papel político puede expandirse, pasando además a convertirse en el núcleo de distintas facciones cortesanas. También pueden vincularse a los monarcas y devenir sus auxiliares, aunque no por ello tengan que dejar de constituir un poder autónomo con el que habrá que negociar.

Pero dentro de esta marcha global hacia la complejidad existe un aspecto que nos interesa de manera especial. Como acabamos de apuntar, los nuevos Estados pueden acabar gobernando a gentes muy diversas desde el punto de vista étnico y, por tanto, también desde el punto de vista religioso. A ello va añadirse, asimismo, el incremento de los movimientos de población, por efecto de la guerra, el comercio y la esclavitud. Aunque la inmensa mayoría de las personas siguen siendo aldeanos dedicados a una agricultura de subsistencia, ciertos productos empiezan a circular, tales como el ganado, determinados productos vegetales y artesanales y los esclavos. Los mercaderes que los comercializan se desplazan de unos lugares a otros, trabando contacto con grupos étnicos muy diferentes, e instalándose en ocasiones entre ellos [23]. A través de la guerra, se producen movimientos intensos de población, con grupos que invaden las tierras de otros y grupos que escapan a otros lugares. Por último, los esclavos, comprados o capturados, son llevados, con frecuencia, muy lejos de donde nacieron. Allí, sometidos al poder de amos de otras etnias, han de convivir asimismo con esclavos también de otros orígenes [24]. Todos estos procesos favorecen, ciertamente, no sólo la aculturación de ciertos segmentos de la población, sino asimismo la eclosión de ciertos referentes culturales compartidos y de ciertas lenguas francas.

Tales procesos de integración social no dejan de entrañar un fuerte desafío para  el localismo y particularismo de las religiones tradicionales. Pero este reto puede ser en parte afrontado. Las religiones pueden volverse más sofisticadas en lo ritual y en lo doctrinal. Asimismo, determinados cultos pueden adquirir ahora un carácter más inter-étnico. De igual manera, puede acabar estableciéndose semejanzas entre los cultos de distintos pueblos, lo que hace posible una cierta traductibilidad entre los mismos. Pueden crearse, de este modo, panteones mixtos, que agrupen a las divinidades de unos y otros. Lo ocurrido en otros lugares de más antigua civilización, como el mundo mesopotámico o el grecorromano, nos enseña el modo en que estas transformaciones pueden tener lugar.

Con todo, las religiones universalistas importadas parecen desempeñar mucho mejor esta función integradora. Después de todo, ellas mismas son el resultado de una evolución milenaria en este mismo sentido. Se presentan, por ello, como una suerte de solución ya preparada de antemano, que dispensa de la ardua tarea de reformar  las tradiciones locales. Son, pues, una alternativa más cómoda. Pero ésta no es su única ventaja. Asimismo, poseen un cierto carácter neutral. Su Dios no es el Dios de ningún pueblo en particular. Puede ser accesible a cualquier población, en igualdad de condiciones, en principio, con las demás. En ello, se diferencia radicalmente de los dioses «paganos» propios de las religiones étnicas, cuya adopción por extranjeros resulta más complicada y puede relegarles a una posición secundaria. De este modo, en cuanto que religiones extranjeras, se encuentran además al margen de las querellas entre las distintas etnias locales. Ciertamente, no van a estarlo del todo. Puede percibírselas, precisamente, como las religiones de unos extranjeros hostiles y conquistadores. E incluso cuando no sea así, dado que no todas las poblaciones locales adoptan las nuevas religiones al mismo tiempo ni con el mismo entusiasmo, también han podido quedar vinculadas a menudo de manera especial con unos determinados grupos étnicos y  unos determinados Estados. Como quiera, pese a estos inconvenientes, su capacidad para trascender los particularismos anteriores resulta manifiesta.

Otras tres virtudes han contribuido igualmente a fomentar la receptividad hacia estas nuevas religiones. La primera de ellas estriba en su mayor sofisticación intelectual. Tienen detrás suyo largos siglos de elaboraciones teológicas, de la mano de grandes pensadores y plasmadas en distintos textos, algunos de ellos sagrados. Frente a esto, las religiones locales, a pesar de la complejidad que pueden exhibir en ocasiones, no pueden oponer nada equiparable. Asimismo, estas nuevas religiones presentan un pragmatismo menos estrecho. Se interesan por grandes cuestiones teóricas de mayor alcance, al tiempo que cultivan una subjetividad más profunda. Están formuladas   en términos más abstractos. En ellas, el discurso religioso se hace más autónomo con respecto a la práctica ritual. Deviene entonces en elaboración teológica. Al superarse, al menos en parte, el modelo de pensamiento sincrético, resulta también posible separar con mayor facilidad al acontecimiento concreto del arquetipo y al acontecimiento novedoso del repetido cíclicamente. Se vuelve más fácil, pues, pensar en términos históricos. Probablemente, ciertas personas, especialmente inquietas, puedan encontrar en ellas aquello que no les resultaría tan fácil hallar en sus propias tradiciones de origen.

En tercer lugar, las nuevas religiones se encuentran estrechamente ligadas a unas civilizaciones extranjeras, percibidas como poderosas y ricas, capaces de ofrecer toda una serie de nuevos productos, todo lo cual, con independencia de otras consideraciones, les depara un notorio prestigio. Adherirse a la religión de aquellos a quienes en ciertos aspectos se admira y envidia puede ser una forma de empezar a ser como ellos y acabar disfrutando también de su mismo poder y riqueza [25]. Esta operación puede realizarse a veces de unas maneras un tanto sorprendentes. Es probable que la buena fortuna de los extranjeros provenga de su vinculación con alguna divinidad particular. Convendrá entonces comenzar a rendirle culto, sin que ello implique adoptar la nueva doctrina religiosa en su conjunto, ni renunciar a la antigua, ni, por supuesto, volverse ahora monoteísta. Por último, esta conversión, total o parcial, a la religión de otros puede facilitar objetivamente un acercamiento a los mismos. Si se está interesado en mantener relaciones estables con ellos, en lo comercial y en lo político, conviene ganarse su reconocimiento como alguien, más o menos, igual a ellos, teniendo en cuenta que para los cristianos y musulmanes de aquel tiempo la posesión o no de una misma fe constituía un criterio fundamental, y a menudo el más importante, para distinguir entre el prójimo y el extraño. Podrá ingresarse, así, dentro de una comunidad humana más amplia. Se empezará a formar parte de su mismo círculo de civilización.

Acabamos de señalar el carácter parcial y contradictorio de muchas conversiones. Las viejas tradiciones no han sido abandonadas más que paulatinamente, a lo largo de un proceso que prosigue hasta nuestros días. El sincretismo se ha erigido en norma. Las razones de que así haya ocurrido han sido diversas. Más allá del apego a lo tradicional que muchas veces caracteriza a los seres humanos de cualquier latitud, no debemos olvidar la ya señalada funcionalidad de las prácticas y creencias ancestrales. Seguramente las nuevas religiones sean incapaces de reemplazarlas de manera automática en todos estos aspectos. Es harto probable, por ejemplo, que siga siendo necesario ejecutar los viejos rituales de recreación periódica del orden cósmico y social. De igual manera, es también muy posible que persista el viejo pensamiento sincrético ya descrito con anterioridad. Por lo tanto, las nuevas creencias ahora adoptadas habrán de ser amoldadas a la lógica interna del mismo. Es fácil, en concreto, que subsista la visión «animista» de un mundo poblado por entidades personales dotadas de poder, con las cuales los seres humanos pueden interactuar y a las que pueden lograr poner de su parte, incluso para perjudicar a terceros. Tal concepción no resulta forzosamente incompatible con la creencia en un Dios todopoderoso. Sencillamente, se sitúa en otro plano distinto.

En el ámbito de la moral, el universalismo preconizado por las nuevas religiones pueden entrar en contradicción con el particularismo más tradicional, con su restricción de los comportamientos solidarios a los miembros del propio grupo. Semejante particularismo vuelve más verosímil además esa concepción poliárquica y competitiva del mundo, en donde sus diversos habitantes, humanos o no, persiguen sus propios intereses particulares, aliándose o enfrentándose entre sí, según se tercie. Las religiones universalistas son muy diferentes en este aspecto. En primer lugar, propugnan una hermandad humana, por más que la misma haya quedado históricamente restringida en muchas de sus versiones tan sólo a los tenidos por verdaderos creyentes. Desde el momento en que es así, el recurso a agentes sobrenaturales para hacer daño a otras personas se vuelve algo bastante más reprobable. El segundo gran rasgo distintivo de las nuevas religiones estriba en su concepción mucho más vertical sobre la autoridad moral. Las razones son diversas. Un pensamiento más abstracto disocia a los seres sobrenaturales en mayor medida del mundo terrenal. Los vuelve más trascendentes con respecto al mismo (Berger, 1967). Esta trascendencia de lo divino con respecto a su creación favorece el establecimiento de una jerarquía ontológica más marcada entre ambos, que vuelve también más verosímil el carácter todopoderoso de lo primero. Es Dios quien promulga la norma y es el ser humano quien ha de obedecerla, si no desea ser castigado.

En las religiones tradicionales la religión con lo divino se encuentra, en cambio, menos desequilibrada. Los seres sobrenaturales son más poderosos que los seres humanos, pero se puede negociar con ellos e, incluso, forzarles a obrar según los propios designios. Ello es tanto más fácil dada la imbricación entre distintos planos de la realidad, de tal forma que, por ejemplo, un ritual político puede actuar también sobre los ciclos agrícolas. La mayor separación analítica que ahora se instaura entre estos distintos ámbitos resta mucho espacio a toda esa capacidad performativa previamente admitida. Por último, y en tercer lugar, las religiones universalistas promueven, en consonancia con las dos razones anteriores, una visión más idealizada sobre la divinidad. La misma más que reproducir el modo de ser habitual de los seres humanos corrientes, con su característica ambivalencia moral, pasa ahora a encarnar los ya apuntados ideales de fraternidad y de bondad. Aquí reside precisamente uno de los fundamentos de su superioridad sobre los seres humanos y de su absoluta autoridad moral sobre ellos. Pero todos estos nuevos principios éticos parecen difíciles de asimilar. Por ello mismo, es predecible la subsistencia durante largo tiempo de la vieja moralidad, con su cotejo de prácticas mágicas y su recurso al concurso de las entidades sobrenaturales en provecho de intereses particulares.

La supervivencia de lo antiguo va a tener lugar, en vista de lo anterior, de dos maneras fundamentales. La primera consiste, simplemente, en la pervivencia de muchas creencias y prácticas antiguas, más o menos remodeladas. Se trata de algo fácil de detectar. La segunda es más sutil. Estriba en la de ciertos modos de pensar y ciertas actitudes vitales, que filtran la recepción del nuevo mensaje religioso. El resultado   de todo ello es la conformación de una auténtica estructura híbrida, integrada por elementos de distintos orígenes y naturaleza, que sólo encajan entre sí en una medida bastante limitada, lo que la inviste, en definitiva, de una naturaleza un tanto laxa y contradictoria. Esta estructura global puede luego organizarse de distintas maneras. Es frecuente a este respecto que se establezca en su seno una particular división del trabajo, en virtud de la cual los elementos más claramente ligados a la religión importada pasen a desempeñar un papel más oficial, más vinculado con las grandes celebraciones colectivas y con los ideales sociales tenidos por más elevados. En contrapartida, aquellos otros más relacionados con las antiguas tradicionales pasarán a jugar un rol más oficioso, a veces, semi-clandestino, y más estrechamente utilitario y pragmático, encaminado a la obtención del propio beneficio, incluso a costa de otros. Esta peculiar distribución de funciones favorece la supervivencia parcial de lo «pagano», al que se encomienda la satisfacción de ciertas necesidades no atendidas por la religión oficial universalista. Pero tiene también como efecto el que la religión tradicional se vea degradada de manera progresiva a un conjunto de fragmentos manejados con fines considerados ilícitos.

En esta misma línea, el mayor o menor peso otorgado a lo tradicional y a lo importado puede varias, asimismo, en función de la clase social. Como en otros muchos lugares, lo «pagano» tiende a predominar en los niveles más bajos de la escala social y en los ámbitos más rurales. El ascenso social y la vida urbana se encuentran ligados, por el contrario, a la asimilación progresiva de la nueva religión, manifestada en signos tales como el uso de vestiduras que cubran en mayor medida la desnudez del cuerpo, o, entre los musulmanes, en la renuncia al alcohol y, por tanto, a las libaciones colectivas de carácter frecuentemente ritual [26]. Pero aún degradado, lo tradicional sobrevive. No lo hace además como un mero atavismo, sino como un elemento dotado de funcionalidad y capaz de evolucionar y adaptarse a nuevas situaciones.

Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/

Notas:

1   ROY, O.: La santa ignorancia. El tiempo de la religión sin cultura. Barcelona: Ediciones Península. 2010, pp. 19-20.

2   WEBER, M.: Economía y sociedad. Ensayo de una sociología comprensiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.

3   BERGER, P.: El dosel sagrado. Elementos para una sociología de la religión. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1967. Vid. igualmente CASTIEN MAESTRO, J.: «Georg Lukács y la naturaleza del hecho religioso». Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, Volumen 13, pp. 48-54.

4   CASTIEN MAESTRO, op.cit., pp. 37-43. Vid. igualmente NADEL, S.: Nupe Religion: Londres: Routledge & Kegan Paul, Ltd. 1954, pp. 2-8.

5   WEBER. M. op. cit.

6   TURNER, V.: La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu. Madrid: Siglo XXI., pp. 333-398.

7   NADEL. S. op. cit.

8   DOUGLAS, M.: Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Madrid: Siglo XXI. 1996, pp. 80-105.

9   LÉVI-STRAUSS, C.: El pensamiento salvaje. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.

10    HORTON, R.: Patterns of Thought in Afric and the West. Essays on Magic, Religious and Science. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 215-221.

11    ELIADE, M.: El mito del eterno retorno. Barcelona: Planeta-Agostini, pp. 11-50.

12    LÉVI-STRAUSS, C.: El totemismo en la actualidad. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

13    ELIADE, M. op. cit., pp. 94-119. 14             

14    Ibid., pp. 51-86.

15    LIENHARDT, G: Divinidad y experiencia. La religión de los Dinkas. Madrid: Akal. 1985.

16    LEVY-BRUHL, L.: La mentalidad primitiva. Buenos Aires: La Pléyade. 1972 y El alma primitiva.

Barcelona: Península. 2003.

17    BALANDIER, G.: Antropología política. Buenos Aires: Ediciones del Sol. 2004, pp. 182-186.

18    EVANS-PRITCHARD, E: The Divine Kingship of the Shilluk of the Nilotic Sudan. Cambridge: Cambridge University Press. 1948.

19    BALANDIER, G. op. cit.

20    HORTON, R. op. cit., pp. 161-193. 21          

21    Ibid., pp. 185-193.

22    MEILLASSOUX, C.: Antropología de la esclavitud. El vientre de hierro y de dinero. Madrid: Siglo XXI. 1990.

23    MEILLASSOUX, C.: The Development of Indigenous Trade and Markets in West Africa. Studies presented and discussed at the Tenth International African Seminar and Fourah Bay College, Freetown, December, 1969. Londres: International African Institute/ Oxford University Press. 1971.

24    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.

25    LÉVY.BRUHL, L. 1974. op.cit., pp. 306-372.

26    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit., pp. 270-271. Vid. Igualmente NADEL, S. op. cit., pp. 234- 236.

 

María Luisa Pastor Gómez

Capítulo III: Del mesianismo de EE. UU. al pentecostalismo de América Latina. Un enfoque geopolítico

Introducción

Uno de los principales factores que caracterizan al continente americano es su gran religiosidad, tanto a la América del Norte como a la del Sur. A diferencia de Europa, que se sumergió en un proceso de secularización a partir de la firma de la Paz de Westfalia, en 1648, lo que relegó las creencias al ámbito de lo privado, América, la tierra prometida para muchos colonos europeos, se ha mantenido desde el descubrimiento y hasta el día de hoy, básicamente en las creencias y valores cristianos que recibieron entonces; la fe católica procedente de España y Portugal, y la protestante que portaron los peregrinos europeos que llegaron a América del Norte, huyendo de la persecución religiosa que vivían en Europa y buscando nuevas oportunidades de vida para ellos y sus descendientes.

Esta peculiar evolución demuestra, especialmente en el caso de EE. UU. -una de las sociedades occidentales más modernas del mundo-, que el índice de desarrollo de un país no tiene por qué ser determinante de su grado de secularización, como a veces se piensa. La religión en EE. UU. sigue todavía muy presente hoy en día y forma parte de la idiosincrasia nacional. El puritanismo estuvo en el trasfondo del expansionismo norteamericano como sustentador ideológico del mesianismo que impulsó el movimiento de conquista hacia el oeste, alejándose de lo que Frederick Jackson Turner denominaba «la frontera con Europa», hasta llegar al Pacífico. Una vez asegurada su condición de país entre dos océanos, EE. UU., en su ferviente expansionismo miraría entonces hacia la cuenca del Caribe, área que desde el siglo XIX consideró vital, tanto en el aspecto económico como en el de seguridad.

Esa política de penetración en América Latina, considerada como un continente de oportunidades, se sustentó ideológicamente en el conocido «destino manifiesto», el cual, cargado de elementos teológicos puritanos que hacían que el país se considerara un pueblo escogido por Dios destinado a expandirse por toda América, constituyó el conjunto de ideas geopolíticas y geoeconómicas justificativas de dicho expansionismo. Este movimiento de ampliación de la herencia colonial estadounidense no fue solo un proceso de crecimiento territorial sino que también estuvo asociado a elementos de tipo cultural, político, ideológico, racial, estratégico y por supuesto religioso.

Por lo que se refiere a América Latina, sabido es que el catolicismo se mantuvo irreductible durante toda la etapa colonial. Finalizada esta última, tras las independencias de principios del siglo XIX, las nuevas repúblicas fueron inspiradas desde su nacimiento por los principios de igualdad, libertad y fraternidad forjados por las revoluciones francesa y norteamericana, así como por los postulados de la Constitución liberal de Cádiz. No obstante esta realidad, el catolicismo seguía siendo considerado como el guardián de las unidades nacionales, aún precarias. De hecho, como indica R. Simbaña [1], la Iglesia Católica era «la única fuerza ideológica capaz de cohesionar las incipientes nacionalidades. Los estados nacientes buscaban consolidarse como naciones homogéneas y encontraban en el catolicismo su única garantía».

La segunda generación de liberales latinoamericanos intentó imponer por la fuerza nuevas constituciones, más radicales en cuanto a las relaciones Iglesia-Estado, pero tampoco lo logró, puesto que la Iglesia continuaba apareciendo como el árbitro de las situaciones conflictivas. A mediados del siglo XIX, ya irrumpe el liberalismo en América Latina y se sintió la influencia de las ideas del iluminismo francés, racionales y anti-clericales, lo que favoreció la masonería y la teosofía, el libre pensamiento y el advenimiento del protestantismo histórico estadounidense.

Todo ello en un momento en el que EE. UU. «consolidaba su economía después de la guerra de Secesión (1861-1865), aumentaba su producción y miraba hacia mercados externos que absorbieran la superproducción» [2]. Es decir, la expansión se convirtió en una alternativa para la salida de sus productos y es cuando se inicia el proceso mencionado de penetración económica y religiosa en América Latina. América Latina ya no era tan impermeable para el protestantismo del Norte como lo había sido en el siglo anterior.

1. percent responding.png

EE. UU. y la génesis de su mesianismo

Alexis de Tocqueville (1805–1859) decía ya en su libro La democracia en América, escrito en 1835, que «en EE. UU., desde el principio, la política y la religión estuvieron de acuerdo, un acuerdo que aún no ha cesado».

Las raíces religiosas conforman la identidad del país. Desde sus inicios, la historia de los Estados Unidos de América ha estado íntimamente ligada a la religión, puesto que los primeros colonos que llegaron a bordo del mítico Mayflower, en 1620, emigraban de Europa escapando de la persecución religiosa que sufrían, fundamentalmente por parte de la Iglesia Anglicana, con la intención de fundar una colonia basada en sus propios ideales religiosos. Estos colonos crearon una sociedad en la que el papel de la religión era muy importante y trascendía los ámbitos estrictamente privados o espirituales, para convertirse en pilar de las comunidades y reguladora de la vida y de la política.

Los pilgrims llegaron a América huyendo de la persecución de la Iglesia Anglicana contra el puritanismo y portaron su estricta moral al Nuevo Mundo; creían ser los escogidos para formar una sociedad ejemplar e idealizaban el trabajo como una ofrenda necesaria para obtener la bendición divina y ganancias materiales. El severo protestantismo que profesaban  postulaba  un  control  de  la  moral  muy  riguroso e intolerante. «Surgieron así comunidades en las que se sacralizaba el trabajo y se proponía una vida austera y de íntima comunión con Dios y es entonces cuando comenzaron a consolidarse dos de las principales fuerzas motrices de la mentalidad estadounidense: el individualismo por una parte, y la fuerte religiosidad, por otra. Los pilgrim fathers querían crear una nueva Jerusalén, pura y consagrada a su dios, alejada de corruptas jerarquías europeas y próxima a la auténtica santidad. Sería su Tierra Prometida, el lugar en el que sus hijos y nietos prosperarían, y una nueva sociedad encontraría su lugar» [3].

Los fundadores quisieron organizar el país de manera que quedara garantizada la separación entre la iglesia y el estado y se evitara el establecimiento de una religión oficial de la nación y, con ello, la persecución religiosa. Tras la declaración de Independencia de 1776 y la aceptación de la Constitución, ante el temor de que se perdieran las libertades conquistadas se redactaron en 1786 las diez enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos, estableciendo la Primera Enmienda, que «el Congreso no promulgará ninguna ley respecto al establecimiento de una religión o que prohíba el ejercicio libre de la misma».

EE. UU. es el primer país occidental que fue fundado principalmente por protestantes, en lugar de católicos romanos, lo que en cierto modo supone un desafío a la tradición y una apertura a la experimentación de nuevas ideas. Casi desde su mismo nacimiento, las jóvenes sociedades de las trece colonias originarias asumieron la pluralidad religiosa como signo de identidad. Sobre todo los protestantes interpretaban las sagradas escrituras de forma variada y promovían una fe más íntima y personal. Esta fe, junto con la ausencia de jerarquías, son los factores que favorecieron la aparición de denominaciones tempranas como la Iglesia Presbiteriana Reformada y la Iglesia Libre Europea, que dieron luz a la siguiente ola de movimientos cristianos.

En el siglo XVII, los puritanos habían llevado a las colonias americanas unas reformas que pretendían «purificar»la Iglesia Anglicana. Este movimiento se dividiría más tarde en baptistas y congregacionalistas y seguidamente aparecerían las denominaciones metodista, pentecostalista, fundamentalista y adventista, de forma que con cada       fe sucesiva que iba apareciendo se reducía cada vez más su parecido con la Iglesia Anglicana original. Se formaron cientos de denominaciones protestantes durante ese tiempo, algunas de las cuales han perdurado y otras no; éstas ayudaron a dar forma a la sociedad estadounidense y garantizaron la libertad religiosa de la que hoy todavía disfrutan sus ciudadanos.

Los puritanos pensaban que su alma se encontraba absolutamente pura a comparación de los otros, «los no escogidos». Sólo ellos eran «santos», eran los representantes exclusivos de Dios; esa santidad, según la teología puritana, se heredaba de padres a hijos, y podría durar por muchas generaciones; este colectivo llevó a cabo la evangelización de su doctrina y trató de integrar a los indios dentro de su religión, a veces incluso con métodos represivos y violentos. A diferencia de los pueblos latinoamericanos, los nativos norteamericanos no eran súbditos de la corona, lo que les exponía a las arbitrarias represiones de los colonos, hambrientos de tierras, unas tierras que consideraban suyas por gracia divina. La exclusión de los indios de sus tierras fue una práctica utilizada por los puritanos y, posteriormente, por las políticas estadounidenses.

Como señala F. Galindo:

El motivo típicamente religioso inicial que tenían los colonos que fueron a América del Norte, sin desaparecer nunca del todo, irá adquiriendo formas diversas y cediendo el sitio a otras motivaciones, hasta sancionar legalmente la lucha abierta contra los pueblos aborígenes. Esta modalidad, que dará prioridad a la expansión territorial, a la conquista y explotación de nuevas tierras por parte de los colonizadores, retroalimentados siempre por una motivación religiosa de fondo, es el modelo que se impondrá a partir de la Independencia de 1776 y que caracterizará el siglo siguiente[4].

La expansión territorial y el destino manifiesto

La base puritana de los «peregrinos»y sus ideas de superioridad y predestinación ayudaron a consolidar la conciencia nacional norteamericana. Este sustento ideológico se tornaría decisivo durante el siglo XIX y dio lugar al surgimiento de la doctrina del destino manifiesto, según la cual los Estados Unidos constituyen el país elegido por Dios para llevar a cabo la misión de regenerar la moral y la política. La idea de un destino providencial madurado por el pueblo estadounidense surgió en 1845, a raíz de la publicación del conocido artículo del político y editor del Morning Post de Nueva York, John O’Sullivan, en el que escribía: Es nuestro destino manifiesto el extendernos y tomar posesión de todo el continente que la Providencia nos ha dado para el desarrollo de este gran experimento de la libertad. La expresión «manifest destiny»tuvo gran éxito y empezó a convertirse en moneda de uso común; fue también la formulación conceptual de toda la conquista del oeste, otra de las epopeyas que configura la historia del país.

De ese modo, el destino manifiesto se utilizó para justificar la anexión de los territorios conquistados a México, tras la guerra de 1846-1848, y también la posterior expansión de los EE. UU. en el Caribe, a partir de 1898, tras la guerra Hispano-estadounidense, así como su misión de defender la libertad y la democracia en el mundo [5]. A lo largo del siglo XIX, los norteamericanos lograron alcanzar grandes dimensiones territoriales y, a partir del siglo XX, el país se convirtió en una gran potencia y en el símbolo  del capitalismo, sistema económico heredado de los puritanos. América Latina se volvió entonces una de las piezas esenciales de la estrategia inversora de EE. UU. y les abastecería de las principales materias primas y combustibles que permitieron el poderoso ritmo de su economía. Se hacía necesario retomar el destino manifiesto del siglo anterior y orientarlo hacia el Caribe.

Conforme a la visión del capitán de navío Alfred Mahan, cuyas ideas prendieron especialmente durante la administración de Theodore Roosevelt (1901-1909), se debería fortalecer el dominio naval e impulsar el comercio utilizando los océanos. EE. UU. debía ejercer un estricto control del golfo de México y el Caribe, para garantizar la seguridad y la eficacia de la flota. Para Mahan, el mar Caribe y el golfo de México forman juntos un archipiélago, un mar interno y una entidad compacta: el denominado

«Mediterráneo americano». Al igual que para Roma el Mare Nostrum era la garantía de su poderío y de su seguridad, para EE. UU. se hacía necesario controlar y el Caribe y mantenerlo seguro para sus embarcaciones y su comercio.

Esta idea de Mediterráneo en sentido geopolítico que inició Mahan la continuaría Spykman, considerado el padre de la «escuela geopolítica norteamericana». Para este, se trata de la zona estratégica de mayor relevancia del continente. El valor estratégico del Caribe se incrementaría considerablemente con la apertura del canal de Panamá y su posterior ampliación [6], proceso que se inició después de que EE. UU. consiguiera que se independizara de Colombia, en 1903.

La religiosidad de los EE. UU., en el siglo XX

A diferencia del viejo continente, en los Estados Unidos Dios no sólo no está arrinconado sino que el nombre de Dios está presente en numerosas instancias de la vida pública y política. En la época del presidente Dwight D. Eisenhower (1953-1961), se aprobó una ley que establecía que la moneda de curso legal de EE. UU. las monedas y los billetes, llevaran la inscripción «In God we trust», que se convirtió a partir de este momento en el lema del país. Posteriormente y a partir de la presidencia de Ronald Reagan, se instauraría como norma entre los presidentes acabar sus discursos a la nación con la ya famosa frase «Dios bendiga América».

En líneas generales, es más o menos preceptivo para todos los políticos estadounidenses ser religiosos, ya que se considera un indicativo de que se es persona de principios, que comparte los valores socialmente aceptados y que está comprometido con su comunidad. En EE. UU. creer en Dios es la práctica normal y lo que se espera de un buen político. Pero a partir de la década de 1970 irrumpió en política el fundamentalismo evangélico, una rama del protestantismo que vive enfrentada con la modernidad y que veía en la teología liberal alemana del siglo XIX poco menos que una apostasía.

La irrupción del fundamentalismo y su influencia en la política

En sentido estricto, el fundamentalismo nace en la Conferencia Bíblica de Niágara de 1878, pero el uso extendido del término «fundamentalismo»no comienza hasta finales de la década de 1910. Esta corriente es considerada la más influyente y de mayor crecimiento en Estados Unidos y otros países con fuerte presencia baptista.

El fundamentalismo surgió dentro del evangelismo como el movimiento más fuerte de reacción a la modernidad; era contrario a la teología liberal protestante alemana del siglo XIX que dialogó con la modernidad y a todos las corrientes modernas de pensamiento en general y muy especialmente al darwinismo, por entender que la idea de la evolución es irreconciliable con la fe cristiana y además es un atentado contra la doctrina bíblica de la creación [7]. Los fundamentalistas se distinguen por su conservadurismo en cuestiones políticas y sociales, así como religiosas, ya que practican la llamada «separación bíblica», rechazando el ecumenismo que no esté basado en la fidelidad a las Escrituras.

A mediados de la década de los años 1970, millones de americanos sintieron la necesidad de adherirse a las formas de religiosidad que les ofrecían los tele-evangelistas del mercado: Jim Robinson, Jerry Falwell, Pat Robertson, Robert Schuler, Oral Roberts y Jimmy Swaggart, a través del uso masivo de la pequeña pantalla para la prédica evangélica. Esta es la parte más visible de un movimiento de fondo, de rechazo de ciertas capas de la sociedad a los «valores seculares»que consideraban dominantes y nefastos, y el anhelo de un cambio profundo de la ética social.

A partir de 1979, un grupo de pastores evangélicos, con J. Falwell a la cabeza, funda el movimiento Moral Majority (MM) con el objetivo de formar líderes que sean capaces de combatir una cultura que ellos consideraban moralmente decadente. Este fundamentalismo, que durante una buena parte del siglo XX se había mantenido más bien alejado de la escena pública, da un salto a la política poco antes del triunfo de Ronald Reagan y contribuye en gran manera a su elección como Presidente, en noviembre de 1980 [8].

En 1980, Falwell inició su particular cruzada por la recristianización de América. En el prefacio de su libro Listen, America! (¡Escucha, América!), escribia:

«Según sondeos recientes [...] hay actualmente en América 60 millones de personas que proclaman ser cristianos regenerados (born-again), otros 60 millones que se consideran favorables a la moral religiosa y 50 millones más que tienen un ideal moral, que quieren que sus hijos crezcan en una sociedad moral [...] 84% del pueblo americano cree que los Diez Mandamientos siguen teniendo validez. Y sin embargo, observando estas estadísticas, hemos de admitir que el pueblo americano, es decir, todos nosotros, ha permitido que una ruidosa minoría de hombres y mujeres llevara el país al borde del abismo... ¡Ya es hora de que los americanos morales unan sus fuerzas para salvar a nuestra bien amada nación!» [9].

El creador de MM, destacaba en su programa de acción 5 problemas mayores  que tienen trascendencia política y los americanos morales deben estar dispuestos a afrontar: la lucha contra el aborto, la homosexualidad, la pornografía, el humanismo y la destrucción de la familia. Falwell abogaba por que había que salvar a América y con la aparición de Moral Majority surgió en los EE. UU. una nueva cultura político- religiosa; pero esta conquista tenía que emprenderse partiendo de la moral individual, que en la sociedad secular estaba amenazada. Este grupo afirmaba que era responsabilidad de los americanos elegir dirigentes que gobiernen América «justamente dentro de la senda de Dios».

Con ese afán de recristianizar a la sociedad, ya se venía apreciando desde los años 70, un notable progreso en el número de jóvenes evangelistas que iban accediendo a la Universidad, ya que pasó del 7% en la década anterior a 23% en los 70. La «Liberty University»–la mayor universidad cristiana del mundo-, creada por Falwell, fue una inversión política de largo plazo, que tomó el relevo del grupo de presión a corto plazo que constituía la MM y garantizaba la perdurabilidad de sus ideales.

Los evangelistas apoyaban un programa militarista que asegure la defensa de la fe cristiana dentro de los EE. UU. y también hacia afuera, y en ese sentido propugnaban el rearme del gobierno de Reagan contra «el Imperio del mal»que representaba la Unión Soviética, que mantenía posturas de ateísmo militante y misionero. Esta política sería posteriormente retomada por Bush cuando, en su primer discurso tras los sucesos del 11-S, utilizó la expresión «eje del mal»para referirse a los estados que fomentan el terrorismo, entre los que citó a Irán, Irak y Corea del Norte.

América Latina. Del catolicismo al pentecostalismo

Para EE. UU., el control militar, económico y político que había logrado en el subcontinente tras la guerra de Cuba parecía no ser suficiente, había que romper ideológicamente con el antiguo orden colonial, para lo que era necesario introducir los valores norteamericanos en la región. Esta conquista espiritual requería la ayuda y el concurso de los predicadores protestantes quienes, animados por un celo misionero que las iglesias tradicionales no suelen igualar, fueron utilizados por los poderes económicos y políticos estadounidenses para romper el monopolio tradicional de la Iglesia Católica en Sudamérica y satisfacer así sus propios intereses.

Los misioneros se aliaron con compañías comerciales para la apertura de nuevos mercados y la promoción de sus productos entre los lugareños. El protestantismo le dio aprobación religiosa al proyecto liberal; Dios no estaba atado al mundo medieval, pre-científico, feudal y aristocrático, sino que era el Dios de la libertad, la cultura, la democracia y el progreso, el Dios al que se enaltecía con la inteligencia, el trabajo y la honradez. El ethos protestante operaba en la dirección liberal» [10].

Ya en el siglo XIX había comenzado esta penetración estratégica por parte de EE. UU. en América Latina. Un aporte esencial del protestantismo a las sociedades liberales fueron las redes escolares, que pronto competirían con las escuelas católicas en el sector privado, todas con el nombre de algún prócer liberal anticatólico. Estos centros de enseñanza se extendieron por casi toda América Latina entre 1880 y 1920, de manera especial en Cuba, Brasil y México.

Pero fue a partir de la celebración del Congreso de Panamá de 1916, cuando se inició una nueva era respecto a la presencia y expansión del protestantismo en Latinoamérica. Allí se reunieron las iglesias y misiones norteamericanas para entablar un diálogo sobre el trabajo realizado hasta entonces y desarrollar, al mismo tiempo, una agenda con la tarea que restaba por hacer en la región. Hacia 1925, las iglesias protestantes experimentaron un incremento de sus miembros y salieron de las ciudades para adentrarse en el campo y en las poblaciones indígenas que vivían en situación de marginación, comenzando con ello la evangelización a través de las denominadas «Misiones de Fe».

Hasta los años 40, la presencia evangélica en América Latina se veía conformada solamente por iglesias metodistas, luteranas, presbiterianas, baptistas y episcopales, es decir las del protestantismo histórico. Después de la segunda guerra mundial, que había preparado el camino para el llamamiento que sintieron los EE. UU. para «resolver»los problemas de las áreas subdesarrolladas del globo, comenzaron a gestarse las políticas de desarrollo, revitalizándose el destino manifiesto y sobre todo la doctrina Monroe de 1823: «América para los americanos».

El auge del movimiento evangelista

En los años 50, algunas «misiones de fe»dieron impulso a una evangelización agresiva cuyo modelo fue experimentado por Billy Graham, nacido de la tradición fundamentalista norteamericana y con utilización sistemática de los medios de comunicación. Con el inicio de la guerra fría, el mensaje bíblico fue hábilmente mezclado con declaraciones anticomunistas en «las cruzadas de Billy Graham»en el Caribe, Centroamérica y México, con el fin de contrarrestar la influencia de la teología de la liberación.

También en los años 50 y 60 se extendió la actividad evangelizadora en muchos países latinoamericanos a través del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), el cual fue fundado como misión de fe. Dados sus lazos con los grupos neoconservadores y de la Moral Majority, estos institutos se convertirían en el instrumento privilegiado de control de las iglesias evangélicas del continente. Más tarde, los ILV fueron acusados de estar ligados a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y tanto por esto como por su ideología anticomunista, varios países en los que estaban implantados rompieron los contratos de educación bilingüe que tenían firmados con ellos.

Desde los años 60, el pentecostalismo comenzó a tomar forma en América Latina a partir del catolicismo popular:

El pentecostalismo llegó a insertarse entre las capas más bajas de la sociedad, las cuales habían sido dominadas por la magia y el misticismo; se desarrolló como protesta contra la racionalidad religiosa de los protestantes históricos propia de la clase media y el catolicismo de la clase alta, en un intento de afirmar la identidad religiosa de los pueblos marginales» [11].

«La religiosidad popular tiene un carácter escapista, vive el mito y a partir de este vive lo mágico como parte integral de su espiritualidad. Este carácter mágico le permite evadir el dolor de la realidad que debe vivir a diario, la lucha del pueblo latinoamericano empobrecido» [12].

La penetración del protestantismo en América Latina, no obstante, se intensificó sobre todo a partir de la década de los años 70 y 80, en plena guerra fría. En 1968, Nelson Rockefeller, vicepresidente de Richard Nixon, emprendió una gira por el continente y elaboró un conocido informe titulado «Quality of Life in the Americas», en el que no dejaba lugar a dudas sobre los intereses estadounidenses y el papel de la religión a la hora de hacer realidad la doctrina Monroe.

En su texto, aparecido en 1969, Rockefeller destacaba que «la iglesia está en la misma situación que la juventud, con un profundo idealismo, pero como resultado es susceptible de sufrir una penetración subversiva. Veía a la iglesia católica y más específicamente a la teología de la liberación como peligrosa y contraria a los intereses de los EE. UU. Por ello, se afirmaba en el informe, era preciso reemplazar a los católicos latinoamericanos por «otro tipo de cristianos». El magnate recomendó a su gobierno la promoción de las llamadas «sectas»fundamentalistas que brotaban del florido árbol pentecostal estadounidense.

Estas sugerencias contaron con el apoyo del presidente Nixon (1969-1974) y      el Congreso de los EE. UU. que aprobó un plan de envío sucesivo y creciente de misioneros para debilitar a la denominada Iglesia Católica popular latinoamericana, una mezcla de la tradición católica española con los ritos y creencias indígenas y con los llegados de África en los casos de Brasil y de las Antillas. Para la consecución de esa política, se destinaron millonarias sumas de dinero a la construcción de templos evangélicos y al envío de «tele-evangelistas»que se encargaran de organizar campañas masivas de evangelización a nivel regional.

En mayo de 1980 un nuevo informe saldría a la luz, el Documento de Santa Fe I, dirigido al candidato Ronald Reagan, para el caso de que ganara las elecciones. En ese texto por primera vez se pedía incluir a la teología de la liberación como objetivo a ser combatido dentro de la Doctrina de la Seguridad Nacional. En adelante y sobre todo después del triunfo del sandinismo en Nicaragua, en 1979, se destinaron nuevos recursos para neutralizar la acción de movimientos revolucionarios y detener el marxismo en la región.

«La política exterior de los EE. UU. dice el Documento, debe comenzar a enfrentar (y no simplemente a reaccionar con posterioridad) la teología de la liberación, tal como es utilizada en América Latina por el clero de la teología de la liberación. Lamentablemente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la Iglesia como arma política contra la propiedad privada y el sistema capitalista de producción, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas»

El éxito del movimiento pentecostal

El protestantismo pentecostal ha prendido considerablemente en América Latina. Este movimiento «surgió en los suburbios de la ciudad de Los Ángeles a principios del siglo XX como un medio de protesta ante el aburguesamiento de la iglesia metodista en EE. UU.»y como una primera manifestación de una expresión religiosa protestante efervescente de fieles sacudidos por lo que llamaban «el poder del Espíritu Santo» [13].

«El pentecostalismo rápidamente se expandió por el resto de los EE. UU. y también por América Latina, con una primera expresión en el puerto de Valparaiso (Chile), donde en 1910 surgió una tendencia pentecostal del seno de una sociedad metodista. Rápidamente surgieron otras expresiones pentecostales en 1914 en Brasil y en México y poco a poco en toda la región. Sin embargo este movimiento quedó restringido a poblaciones marginadas y analfabetas, ignoradas por las élites sociales y las vanguardias ideológicas liberales y protestantes y pasó desapercibido hasta los años 50. Su expansión y difusión a partir de entonces ha modificado la relación de fuerzas en el campo religioso latinoamericano» [14].

Una de las claves del éxito del protestantismo pentecostal ha sido su adaptación a la cultura latinoamericana. A los indígenas les resulta atractivo porque tiene equivalentes en las tradiciones nativas de sanación espiritual, es decir, se adaptan al sincretismo de la religiosidad popular indígena. Los indígenas ven en este movimiento una cosmovisión que renueva sus prácticas religiosas y brinda una nueva comprensión armoniosa del mundo frente a la amenaza de la penetración económica, cultural e ideológica de la ciudad. Con ello, los evangelistas han logrado atraer a una población históricamente silenciada, en especial indígenas y mujeres, proporcionándoles un lugar de encuentro y de solidaridad. Esto explicaría su rápida difusión.

También, como se señala en el informe elaborado por Llorente & Cuenca [15]. Hay circunstancias de carácter endógeno, derivadas de los procesos de modernización socioeconómica y de urbanización que se vivieron en los países latinoamericanos, las cuales crearon una diversificación de las prácticas religiosas de unas sociedades que cada vez se hacían más plurales y experimentaban un cambio cultural, con retorno a lo sagrado incluido. En ese contexto, la Iglesia Católica no estaba preparada para el salto de una sociedad rural a una sociedad urbana, ya que no contaba con recursos humanos para atender a las multitudes que empezaban a poblar las periferias urbanas y que se encontraban en situaciones de precariedad económica. Ese vacío lo supieron llenar muy bien las nuevas misiones evangélicas norteamericanas que se convirtieron en una alternativa para aquellos que no encontraban refugio en la Iglesia Católica.

Una vez en América Latina, las iglesias evangélicas fueron desvinculándose de los EE. UU. y ganando autonomía. Ya en los años 70, pastores autóctonos fueron adaptando los mensajes a las necesidades y a la cultura latinoamericana generando, formas de religiosidad híbridas que combinan el catolicismo popular latinoamericano con el protestantismo importado [16]. Esto se aprecia por ejemplo en la producción musical que, hasta los años 70 era de origen anglosajón y a partir de entonces se transformó en cantos directamente inspirados por la tradición musical endógena, los llamados «Ministerios de alabanza»que adoptan la música local, samba o salsa, salsa-gospel.

El movimiento pentecostal pone especial énfasis en una supuesta relación directa y personal de Dios con los creyentes, mediante el llamado «bautismo en el Espíritu Santo»que posibilita la experiencia cotidiana y frecuente de milagros, sanación de enfermedades, profecías etc.. Pero además, estima J.P Bastian [17], está determinado por una «situación de mercado»:

La economía dirige, permea, las estrategias de negocio de la religión, estimando el desarrollo, distribución y consumo de nuevos productos simbólicos en un sistema de competencia generalizada de las agencias y autoridades religiosas. A esto le sigue un declive del monopolio católico, así como la transformación de prácticas y creencias… Los pentecostalismos han llegado a convertirse en firmas de negocios, desarrollando estrategias para comercializar y distribuir bienes simbólicos multilateralmente, haciendo un uso ecléctico de elementos que surgen de diversas fuentes locales, nacionales y transnacionales para ofrecer un producto novedoso y atractivo. Los servicios solemnes y los predicadores protestantes han sido reemplazados por pastores-presentadores, que muestran la letra de los himnos en las paredes de los lugares de adoración, a modo de un karaoke japonés.

Así, los servicios se han llegado a convertir en shows, con una orquesta eléctrica y pequeños grupos de cantantes (los «Ministerios de alabanza») que se manejan con un sentido empresarial o conocidos cantantes que se hacen evangelistas, lo que a su vez ha creado un circuito comercial audiovisual de videos y CDs, que evidencia que los actores religiosos se han apropiado de las estrategias de mercado. Esto aparece claramente en la práctica del exorcismo, el trance religiosos y la posesión. El pastor/ intercesor es el que tiene el poder de recocer los espíritus, hablarles y expulsarles. Se da una creciente mercantilización de los servicios a través de la venta de objetos religiosos, la «donación»(a cabio de dinero) de objetos bendecidos (jabones, aceites..) y la venta de «oraciones»y «bendiciones».

La religión en el siglo XXI

América Latina continua siendo mayoritariamente católica. Cuenta con más de 425 millones de personas, lo que supone aproximadamente el 40% de la población católica mundial, si bien en los últimos 50 años se ha observado un descenso del catolicismo. Entre 1900 y 1960s, el 90% de la población era católica y en la actualidad supone el 69%, debido sobre todo a la gran cantidad de conversiones al evangelismo que se han producido, un 19% (1 de cada 5), aunque el 84% dice que nacieron católicos, pero se convirtieron al evangelismo, en sus distintas versiones. Para el propósito de este trabajo no se tendrá en cuenta esta distinción, ya que inicialmente estaba más claro cuando había pastores estadounidenses, pero en la actualidad, como ya se ha expresado, esta religión se ha hecho más local y en algunos casos ni siquiera sus seguidores saben a qué rama del protestantismo pertenecerían o siguen al líder más que al credo.

Las organizaciones pentecostales son las que en la actualidad dominan el nuevo escenario religioso no-católico. Según el Pew Research Center, entre los protestantes latinoamericanos, la mitad son pentecostales, menos de un cuarto del total son miembros de la «historical protestant church», y otro cuarto dice pertenecer al protestantismo, pero no conocen su denominación.

El evangelismo no afecta por igual a todos los países. En líneas generales ha calado mucho más profundamente en Centroamérica, donde se vivieron cruentas guerras civiles con el telón de fondo de la guerra fría, el caso de Guatemala (47%), El Salvador (54%) y Nicaragua (47%), o se han visto afectados por los procesos revolucionarios del istmo, como fue el caso de Honduras(47%), siendo este el país donde más ha crecido el evangelismo en los últimos años, en contraste con Panamá, que alberga un 70% de población católica. En México y en Sudamérica existen todavía porcentajes muy altos de presencia del catolicismo, como ocurre en Paraguay (88% de la población), Ecuador (81%), o México y Venezuela (79%). Le sigue Colombia (75%), Brasil (63%) y Chile (57%), siendo con diferencia Uruguay el país más laico de toda América latina.

Por edades, la población católica es mayor entre las personas de 60 años o más (74%) que entre los jóvenes (61%). Al contrario, hay más evangelistas entre los jóvenes (19%) que entre los mayores de 60 años (14%).

El sector mayoritario de evangelistas se encuentra en la franja entre los 35 y los  45 años de edad y, por sexos, entre la población femenina, más que masculina, ya que estas se sienten más protegidas por esta religión, si bien ante la pobreza y los necesitados, los protestantes se inclinan más por llevar a los pobres a Cristo, mientras que los católicos piensan que es más importante hacer trabajo de caridad y abogan por que los gobiernos los protejan.

El ascenso a la política

Pero el evangelismo no sólo ha calado en las zonas indígenas y rurales, en las clases medias urbanas ascendentes y ha prosperado económicamente, sino, lo que es más importante, en algunos países han dado incluso el salto a la política. Esto ya había ocurrido en el siglo XX en Guatemala, con el ascenso, en 1991, del evangelista Jorge Serrano Elías a la presidencia del país, o con la elección de Fujimori en el Perú, favorecida por la captación de actores religiosos protestantes como fue el caso de su segundo vicepresidente, un pastor bautista que era presidente de la federación evangélica del Perú. Pero la participación evangelista en la política también es visible hoy.

Así, en Brasil, por ejemplo, el Frente Parlamentario Evangélico, compuesto por 92 diputados de 14 partidos diferentes, la conocida «bancada de Dios o bancada de la Biblia», votan en bloque y se han convertido en una de las fuerzas políticas más cortejadas del país; sus votos fueron claves para el impulso del impeachment contra Dilma Rousseff; el actual presidente Michel Temer ha nombrado a pastores evangélicos como ministros de su gabinete, mientras que el sobrino de Edir Macedo, el fundador y máximo líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD) -uno de los credos evangélicos más poderosos-,el obispo Marcelo Crivella, es el alcalde de Rio de Janeiro desde el 1 de enero de 2017 [18].

También se ha observado el creciente poder de la comunidad evangélica en Colombia, donde los evangelistas estimaron que el acuerdo de paz del gobierno del presidente Santos con las FARC ponía en peligro la familia tradicional, ya que el texto subrayaba la necesidad «promover la equidad entre las personas con orientación sexual e identidad de género diversa». Ante esta ‘amenaza’, dos millones de evangélicos votaron en masa permitiendo la victoria del ‘no’, lo que a su vez es un indicativo de que la movilización de los religiosos en América es hoy mucho más amplia que la que consiguen los partidos políticos, que han perdido encanto entre la población [19].

Nuevamente en Perú, los evangélicos presentaron, en 2006, un candidato a la presidencia de la República, Humberto Lay Sun, que fue derrotado en primera vuelta. No obstante, en las últimas elecciones este colectivo le dio su apoyo a Keiko Fujimori, que si llegó a la segunda vuelta en las elecciones generales de 2016, después de que firmase un compromiso para rechazar la unión civil de personas del mismo sexo, impedir que estas adoptasen niños y prohibir el aborto en cualquier circunstancia [20].

En Chile, los evangélicos habían depositado grandes esperanzas ya en la etapa   de Pinochet, cuando a cambio de apoyo consiguieron exención de impuestos para  la construcción de templos y licencias de radio. Esperaban que este fuera el primer país en el que se alcanzara la mayoría evangélica, pero no fue así debido a que su crecimiento se ha ralentizado ante el avance de la «no creencia»que tanto afecta por ejemplo a Uruguay, el país más laico de toda América Latina [21].

Los nuevos pentecostales o neopentecostales

En el siglo XXI han surgido los neopentecostalistas, que son nuevos actores   que proceden de escisiones o transformaciones de iglesias pentecostales o de otras denominaciones evangélicas, entre ellas Lakewood Church –la iglesia evangélica más grande de los EE. UU.- la cual, fundada originalmente como Iglesia Bautista por John Ostee, después fue neopentecostalizada por su hijo Joel Osteen. Se nutren y propagan a través del pensamiento positivo y el secular culto a lo empresarial.

Se trata de una nueva expresión pentecostal que subraya un cambio en la ética y en la estética religiosa y tiende a volcarse hacia el mundo secular. Utilizan la técnica, el lenguaje y los códigos de los medios de comunicación social, adoptan una estructura empresarial, participan en política, construyen redes transnacionales y en Brasil, por ejemplo, practican una liturgia basada en las curaciones, el exorcismo y la prosperidad.

Como indica J.L. Rocha [22] entre finales de los años 80 y principios de los 90, surgieron en la región centroamericana numerosas iglesias neopentecostales que han seguido extendiendo su influencia mediante una expansión masiva a través de los medios y de la política. Entre estas iglesias es de destacar Hosanna, en Nicaragua, La Casa de Dios y la Fraternidad Cristiana en Guatemala, el Tabernáculo del Avivamiento Internacional y el Ministerio COMPAZ en El Salvador; el Ministerio Internacional La Cosecha, el Centro Cristiano Internacional, la Iglesia Cántico Nuevo y el Ministerio Internacional Shalom, en Honduras.

Existen una serie de rasgos distintivos que caracterizan a las iglesias neopentecostales, afirma Rocha [23], y que las distinguen de las pentecostales, destacando los siguientes:

El rasgo «mega». Toda Iglesia neopentecostal es extra large, y su oferta de productos son bienes generales que todos necesitan: consejos, música, abrazos, besos e instrucciones para la vida que los pastores distribuyen narrando anécdotas sobre su propia vida y presentándose como ejemplo y modelo a seguir.

Lo importante no es la doctrina sino el mensaje que llega a través del medio, el pastor y el público objetivo son los sectores de medianos y altos ingresos. Su código de conducta es menos severo que el de las iglesias pentecostales y está más centrado en las actividades y rutinas que conducen hacia una vida familiar exitosa y placentera.

El nuevo pentecostalismo no condena los gustos en materia de atuendo, música  o alcohol y carece de código de vestuario y censura. A diferencia del evangelismo tradicional, de ideas especialmente críticas hacia ciertas conductas, algunas iglesias neopentecostales, asegura Rocha, se muestran explícitamente abiertas al colectivo LGTB y a otros hijos de Dios cuyas «prácticas sexuales contra natura»son objetadas por el catolicismo y otras denominaciones evangélicas. La moral sexual cede paso a una ética empresarial y al emprendedurismo, ayudados por un Dios que ya no es iracundo como propugnaban los calvinistas, sino que reparte palmadas de aliento.

El camino de la salvación ya no consiste en una ardua senda de privaciones. El relativismo que caracteriza a este movimiento posmoderno está abierto a la diversidad de gustos y estilos de vida que hay que respetar. Aman el éxito personal.

Pero el rasgo más característico del pentecostalismo, concluye Rocha [24], «es su carácter no denominacional. En los templos y prédicas neopentecostales se evita todo decorado, práctica, afirmación o ritual que pueda ser asociado a una religión institucionalizada reconocible. Lakewood Church, en Houston, era y sigue pareciendo un estadio deportivo. El templo de Shaddai, en Guatemala, es un sobrio salón de convenciones. Los templos carecen de retablos; el lugar del Santísimo o de la Cruz lo ocupa un micrófono. No hay doctrina, sólo consejos y palabras de ánimo y es compatible con cualquier tipo de opciones pasadas y presentes, ya sea religiosas, laborales o políticas. Como consecuencia de este carácter no denominacional no hay dependencia orgánica; cada iglesia neopentecostal es autónoma.

En este terreno el contraste con el catolicismo es muy marcado. No hay una casa matriz que controle el tipo y la calidad de los productos que ofrecen las distintas ramas y sucursales; cada gerente-pastor administra su iglesia como mejor le parece.

«No existe otra dinámica que la de la mera competencia de la economía del libre mercado religioso» [25].

2. Cuadro comparacion religiones.png

Conclusiones y perspectiva

Al estudiar la influencia geopolítica de la religión observamos que las diferencias entre el norte y el sur en función del origen de su colonización, en su momento reconocidas por Mahan, siguen estando allí. No hay una unidad continental sino  que la influencia de las religiones ha tenido un carácter muy diferente en el norte, particularmente en EE. UU., que en el Sur, esencialmente ibérico.

Si nos centramos en el norte, la principal característica de EE. UU. es, por un lado, el mesianismo que se plasma en las visiones religiosas y en la creencia en un destino manifiesto que ha tenido una gran influencia en la visión geopolítica americana hacia el hemisferio occidental y, por otro lado, la aparición, particularmente en el siglo XIX, y posteriormente en el XX, de nuevas religiones que se auto enmarcan dentro del cristianismo, pero que tienen unos elementos característicos propios. La visión mesiánica norteamericana ha sido el hecho geopolítico más importante y constante en las relaciones dentro del continente americano, por encima de ideologías, partidos y épocas, y la religión ha estado siempre en el trasfondo de sus actuaciones a lo largo de la historia.

Los países de América Latina han tratado siempre de mantener relaciones con EE. UU. pero también de marcar sus diferencias, tratando de alcanzar un espacio geopolítico independiente del vecino del Norte apoyándose en sus principales factores de cohesión regional, las lenguas (español y portugués) y el carácter religioso como un rasgo esencial de la población latina. Por su parte, EE. UU. identificó ambos factores, el catolicismo, especialmente durante la teología de la liberación, y la lengua española de América Latina como sus principales elementos de incertidumbre a la hora de controlar geopolíticamente el Sur.

Este interés geoestratégico se unió con los intereses económicos, sobre todo comerciales, como un modo de dar salida a su excedente de productos, y con el celo de los misioneros evangelistas, quienes muy ávidos de «pescar» feligreses en aguas católicas fusionaron sus creencias con las de las religiones indígenas precolombinas, dando lugar a nuevas combinaciones que resultaban próximas a la mentalidad de algunos sectores de la población latinoamericana, al tiempo que encontraron un modus vivendi.

En consecuencia, la Iglesia Católica ha perdido el monopolio con la llegada de estos nuevos actores. Pero una vez allí establecidos, se ha producido una hibridación de corte posmoderno con lo autóctono que ha dado lugar a nuevas creencias y prácticas, las cuales se han hecho especialmente visibles a través de los medios de comunicación y/o se han hecho eco de la estética del mundo de la imagen a la hora de elegir los lugares de encuentro, antiguos cines o construcciones espaciosas que llenan de equipos electrónicos y de música.

A pesar del crecimiento experimentado por estas nuevas denominaciones herederas del protestantismo histórico, la Iglesia que más fieles acoge en América Latina sigue siendo la católica, seguida únicamente por aquellos que han abandonado el catolicismo para convertirse al evangelismo. Menos homogeneidad existe en EE. UU., donde los protestantes son mayoritarios y los católicos muy numerosos y además han apareciendo particularmente en el siglo XIX y después durante el XX, nuevas denominaciones hasta constituir un mosaico que abarca religiones incluso laicas como la cienciología.

A futuro, es previsible que el evangelismo siga creciendo, sobre todo en América Latina, aunque no en la misma proporción que en las últimas dos décadas, y también se prevé un incremento elevado del número de ateos o el de personas sin afiliación, a lo que habría que añadir los cultos sincréticos de raíz africana presentes en Brasil o en Haití, lo que sin duda contribuirá a la multirreligiosidad. En cualquier caso, las cifras que arroja el Pew Research Center siguen destacando una fuerte presencia del cristianismo, tanto en la América del Norte como en la del Sur, aunque esta se irá reduciendo paulatinamente.

María Luisa Pastor Gómez, en ieee.es/

Notas:

1   SIMBAÑA, Roberto, Religión y Política: Protestantismo en América Latina.

2   Ibid..

3   SANCHEZ, Iñaki, «In god we trust. La religion en EE. UU.», Versacrum 15 de marzo 2015, disponible en http://www.versacrvm.com/religion-e-e-u-u/.

4   GALINDO, Florencio, CM El «fenómeno de las sectas fundamentalistas». La conquista evangélica de América Latina, Ed. Verbo Divino, Navarra, España, 1995, pag. 137.

5   Para una ampliación de este tema se puede consultar el artículo de la autora: «La política exterior norteamericana hacia América Central y el Caribe: una aproximación histórico-política», Documento de Análisis IEEE, 9 febrero de 2016, disponible en http://www.ieee.es/Galerias/fichero/ docs_analisis/2016/DIEEEA08-2016_PoliticaExt_norteamericana_MLPG.pdf.

6   PASTOR, M. L., Op. cit.

7   KEPEL, Gilles., La revancha de Dios. Alianza Editorial , 2005.

8   Ibid.

9   FALWELL, Jerry, Listen, America, New York, Doubleday, 1980. Apud, KEPEL, Guilles, Op. cit..

10    KEPEL Op. cit.

11    BASTIAN, Jean-Paul, La mutación religiosa de América Latina. Ed, Fondo de Cultura Económica de España, 2012..

12    MORALES ARIAS, Pablo, El pentecostalismo y la lucha social en América Latina, Monografías. com.

13    MORALES., Op. cit.

14    BASTIAN, op. cit.

15    LLORENTE & CUENCA, «Cambio religioso en América Latina, presente, pasado y porvenir», Madrid, septiembre de 2014.

16    Para una extensión de este tema se puede consultar el artículo de la autora «Posmodernismo y auge de la Iglesia Evangelista en Centroamérica», Documento de Análisis IEEE, Madrid 7 septiembre de 2016, disponible en: http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_analisis/2016/DIEEEA55-2016_ Posmodernismo-Evangelismo-Centroamerica_MLPG.pdf.

17    BASTIAN, Op. cit.

18    EGOAGUIRRE, Jean Palou, «Comunidades evangélicas demuestran su creciente fuerza política en América Latina», El Mercurio, 16 de octubre de 2016.

19    GUILAYN, Priscila, Evangélicos a la conquista de América», XL SEMANAL, dicIembre de 2016, disponible en http://www.xlsemanal.com/actualidad/20161222/evangelicos-conquista-de- america.html.

20    Ibid.

21    Ibid.

22    ROCHA, J. L, «Sincretismo en la Centroamérica Neoliberal, los neopentecostales absorven y difunden la cultura gerencial y el pensamiento positivo», en De las Misiones de Fé al Neopentecostalismo, Universidad Evangélica de El Salvador, San Salvador, 2013.

23    Ibid.

24    Ibid.

25    BASTIAN, Op. cit.

Cristina del Prado Higuera

Capítulo II: Europa vuelve a encontrarte, el cristianismo en una nueva Europa

Introducción

Europa es lo único en la historia que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar. Y este principio de resurrección será el mismo que el de su vida y el de su transitoria muerte [1].

La identidad europea está íntimamente ligada al cristianismo, los tres grandes pilares de la cultura europea han sido la filosofía greco-romana, la religión judía y el legado cristiano, por lo tanto podemos decir que Europa es la consecuencia de tres grandes centros de pensamiento, Jerusalén, Atenas y Roma. Europa ha bebido de todas y cada una de estas culturas, siendo más una realidad cultural que una geografía física.

Para algunos autores como Z. Barman es una aventura inacabada, para J. Rifkin Europa es un sueño que nos ayuda a contemplar una nueva tierra, para Przywara «un idea d´Europa, che non sia semplicemente il marchio comerciale di un’associazione d’imprese operanti per fini economici, debe essere ricavata da una da una riflessione sull’essenza d’Europa pa per cui è neccessario interrogare innanzitutto i due grandi maestri del pensiero occidentale: Platone e Aristotele» [2], todas y cada una de estas afirmaciones nos permite llegar a la conclusión que Europa no es la historia de un solo pensamiento con una única interpretación sino la historia de una tradición que permite una gran diversidad de lecturas [3]. El filósofo italiano Emanuele Severino al hacerse la pregunta ¿qué es Europa? Reflexionaba cómo el pasado constituye la esencia de Europa, mientras considera que el presente europeo se unifica por el dominio tecnológico [4]. Para Paul Valery, Europa es la confluencia de tres elementos sustanciales «romanidad, con su espíritu jurídico, religioso y militar; helenismo, que dio la disciplina del espíritu, el ejemplo de la búsqueda de la perfección en todos los órdenes y cristianismo, que completa el ius al unificar la moral y decidir que a ella debe sujetarse el derecho. Son estas tres condiciones las que explican que Europa haya podido colocarse a la cabeza del mundo» [5].

Nombrar Europa significa participar del mito, aceptarlo como la metáfora fundacional, lo hizo Horacio, Angelo Poliziano, Platón, Aristóteles... fue tierra mestiza de encuentros entre romanos, germanos, eslavos, celtas y pueblos de la estepa, supo superar los obstáculos de unos tiempos convulsos sabiendo crear un espacio político y cultural [6]. Europa es el resultado de la aportación del cristianismo a las construcciones del espíritu de Grecia y Roma, los valores cristianos fueron capaces de acoger a las tradiciones de Atenas, Roma, Alejandría y Jerusalén.

María Zambrano en 1945, se preguntaba ¿qué ha sido Europa? ¿qué es de su compleja y riquísima realidad? [7], apuntando que la tragedia de Europa es la tragedia de la violencia que al fin ha estallado, es la tragedia de la inmigración, de la pérdida de valores… Ortega y Gasset reflexionaba «Europa se ha quedado sin moral…ahora recoge las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces» [8], el hombre europeo no se resigna a pesar de las circunstancias históricas, ni a la vida ni a la muerte, ni a la inmortalidad, a ello le ayuda el cristianismo, pues para el cristiano jamás el mundo será una decoración, el velo del Maya, sino el lugar donde se decide su perdición o su salvación, ser cristiano es también no resignarse, agarrarse a la esperanza en lo imposible» [9].

La vieja Europa está viviendo un tiempo crítico de su historia, hay quien considera que su propia supervivencia está en peligro acompañado por un lento suicidio demográfico del Continente. Su suerte parece depender de que sea capaz de reaccionar y recuperar su identidad inconfundible, una identidad inconfundiblemente cristiana que supo integrar bajo la denominación común de pueblos y razas de cultura y de procedencias muy diversas que se asentaron a lo largo del tiempo y que forjaron una fecunda convivencia sobre diversas zonas del mundo occidental [10].

Lo que es unánime para todos los historiadores, filósofos… es que el alma de Europa es inequívocamente cristiana, el cristianismo le dio el ser y configuró su unidad, la conversión de Europa tuvo luces y sombras, avances y retrocesos, ya que en el nombre de Dios también se cometieron las mayores atrocidades de la historia, pero ha sido un factor esencial en la génesis de la civilización occidental, la Iglesia ha cumplido dos papeles fundamentales a lo largo de los siglos, evangelizó y civilizó, como manifestaba el Papa Pío XI la Iglesia no evangeliza civilizando, sino que civiliza evangelizando.

Algunos historiadores afirman que la cristianización del Continente europeo se inició antes del nacimiento de Europa, toda una serie de territorios del norte del Mediterráneo que ya se consideraban europeos y que se prolongaban desde el mar Negro hasta el océano Atlántico habían sido penetrados por el Evangelio, mientras formaban parte todavía del Imperio pagano o cristiano, es indudable afirmar que Europa surgió como consecuencia de las invasiones barbáricas sobre las ruinas del Imperio occidental. Tenemos que remontarnos a los siglos VII y VIII para entender el avance en su configuración, apareciendo un nuevo elemento histórico como el islamismo, que fue capaz de quebrar la unidad del mundo mediterráneo, el mare nostrum dejó de ser nexo de unión poniendo una gran separación entre las dos orillas, las tierras musulmanas de la orilla sur quedaron ampliamente enfrentadas a la del norte suscitando un problema geopolítico que hoy en día sigue más vigente que nunca. La conversión al cristianismo de esta incipiente Europa fue una gran labor de siglos.

En la actualidad el cristianismo se sitúa como el mayor grupo religioso con unos 2.200 millones de devotos, seguido del Islam con alrededor de unos 1.400 millones de fieles, aunque los cristianos se dividen en muchas congregaciones e iglesias, los tres grandes bloques son: católicos, protestantes y ortodoxos, alcanzando los católicos los 1.200 millones de creyentes, seguidos de protestantes, incluyendo los anglicanos, que cuentan con 700 millones de fieles y el de los ortodoxos con 300 millones de seguidores [11].

Según los datos recogidos en el Anuario Pontificio 2017 y el Annuarium Statiscum Ecclesiae 2015 [12], los católicos bautizados han aumentado a nivel planetario, pasando de 1.272 millones en 2014 a 1.285 millones en 2015, con un aumento relativo del 1%. Esto equivale al 17,7% de la población total. Si se adopta una perspectiva a medio plazo, por ejemplo, con referencia a 2010, se constata un crecimiento más fuerte, igual a 7,4%. La dinámica de este aumento es diferente de un continente a otro: mientras que, de hecho, en África hubo un aumento del 19,4%, pasando el número de católicos, en el mismo período, de 186 a 222 millones, en Europa, sin embargo, se manifiesta una situación estable (en 2015 los católicos eran casi 286 millones y son poco más de 800.000 en comparación con 2010 y 1,3 millones menos que en 2014). Este estancamiento se debe a la notoria situación demográfica, cuya población ha aumentado ligeramente, mientras se prevé que disminuya drásticamente en los próximos años. Situaciones intermedias entre las dos descritas anteriormente son las registradas en América y Asia, donde el crecimiento de católicos es sin duda importante (respectivamente, más 6,7% y más 9,1%), pero completamente en línea con el desarrollo demográfico de estos dos continentes. Estacionamiento, en valores absolutos obviamente inferiores, también con respecto a Oceanía.

En los diferentes continentes el número de católicos oscila desde el 3,2% de católicos por 100 habitantes de Asia, el 63,7% de América, en África es de 19,4%, en Oceanía de 26,4% y en Europa de 39,9%. Confirmándose el peso del continente africano cuyos bautizados suben del 15,5% al 17,3% del mundo frente a la fuerte disminución de Europa, donde la incidencia se reduce del 23,8% en 2010 al 22,2 % en 2015. Profundizando en el detalle territorial, Brasil en el conjunto de los diez países del mundo con mayor número de católicos bautizados irrumpe en el primer lugar (172,2 millones), seguido de México (110,9 millones), Filipinas (83,6 millones), Estados Unidos (72,3 millones), Italia (58,0 millones), Francia (48,3 millones), Colombia (45,3 millones), España (43,3 millones), República Democrática del Congo (43,2 millones) y Argentina (40,8), la cifra total de católicos, en los países que ocupan los diez primeros puestos asciende a 717,9 millones , el 55,9% de los católicos del mundo.

La Iglesia católica está organizada en unas 2.800 diócesis con alrededor de 3.500 obispos, siendo una monarquía absoluta electiva, los denominados príncipes de la Iglesia a su vez nombrados por el Papa, a diferencia de las demás religiones y del resto de las iglesias cristianas, la Iglesia católica se caracteriza por tener una estructura centralizada de poder que culmina en la figura del Pontífice, máxima autoridad para nombrar a todos los cargos, fijar todas las creencias y dirimir todas las discrepancias morales, desde el Concilio Vaticano I la figura del Papa es infalible, un dogma de fe aceptado por todos los católicos [13].

Para entender la Europa de hoy tenemos que hacer una síntesis de sus avatares filosóficos, sociales y de una cultura que fue creciendo en torno al Mediterráneo, lugar de acogida de Oriente, Occidente y África. Fue tejiendo su propia identidad a lo largo de los siglos, haciendo su propio camino, pero un camino hacia la cristiandad, Thomas Eliot señalaba que «todo nuestro pensamiento europeo adquiere significación por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, cree y hace, surge de la herencia cultural cristiana y solamente adquiere significación en relación con esta herencia. Solamente una cultura cristiana ha podido producir a Voltaire, Nietzsche, Camus… la cultura europea no podrá sobrevivir a la desesperación completa de la fe cristiana» [14]. El cristianismo ayudó a comprender al ser humano y se fue abriendo camino desde sus orígenes en medio del Imperio Romano, las causas de la realidad de Europa están implícitas en los avatares tanto positivos como negativos de los orígenes del cristianismo, creándose la sociedad europea cristina [15].

Europa surge sobre las ruinas de las provincias del Imperio Romano emplazadas a lo largo de la ribera septentrional del Mediterráneo, desde el mar Negro hasta      las Columnas de Hércules y el Finisterre galaico o bretón, el Mediterráneo había constituido el corazón del mundo antiguo. El mar era un nexo de unión entre las tierras, sintiéndose tan romanos Cicerón y Séneca como Tertuliano y Agustín; tan romanas eran Cartago o Hipona como Nápoles o Milán [16]. El cristianismo se propagó durante los tres primeros siglos de nuestra Era entre las poblaciones de cultura greco-latina, hay que esperar a los primeros años del siglo V con las invasiones germánicas para que una nueva población conviviesen con las antiguas poblaciones indígenas contribuyendo todos a la formación de una primera Europa, progresivamente con la ayuda de los misioneros cristianos tanto occidentales como bizantinos enseñaron la fe cristiana a otros pueblos como los germanos o celtas, de esta manera eslavos y magiares construyeron la formación de una Europa cristiana culminada con la conversión de Escandinavia y de los pueblos de los Países bálticos.

A los historiadores siempre nos surge la pregunta ¿qué hubiese sucedido si las tropas musulmanas del Califato Omeya en el año 732 hubieran vencido a Carlos Martel en Poitiers o los ejércitos del Califato Omeya se hubiesen apoderado de Constantinopla? Posiblemente el futuro de Europa hubiese sido otro. En un momento de la historia que cada vez más el islamismo se radicaliza el politólogo e islamólogo Françoise Burgat [17] analiza las raíces de la aparición del yihadismo, «el extremismo no cae del cielo, encuentra un terreno abonado en las injusticias, nunca hubiese encontrado un eco si las instituciones representativas de las sociedades donde está enraizado no sufrieran grandes disfunciones, considera que también el origen se encuentra en la estigmatización de la identidad musulmana en Occidente que lleva a un sentimiento de alienación y de humillación entre algunos jóvenes musulmanes».

El Papa Benedicto XVI también alertaba en su pontificado sobre el peligro que las religiones sean instrumentalizadas para fines violentos tal y como estamos viendo actualmente, el mundo se está reordenando geopolíticamente y geoculturalmente, está reordenación introduce nuevas relaciones y modifica las antiguas de tal manera que Europa se ve sumergida en estos cambios de una forma muy activa [18]. El cardenal Ratzinger en el año 2004 ya advertía «Occidente siente un odio por sí mismo que    es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro.

Europa necesita de una nueva ciertamente crítica y humilde aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir» [19].

Tampoco la cultura europea puede entenderse si no es a través de las huellas del cristianismo. La música europea tiene sus orígenes en el canto gregoriano, no podemos leer ni comprender a los grandes maestros de la literatura como Dante, Cervantes o Tolstói sin una mirada cristiana y las universidades europeas como Salamanca, Bolonia, Lovaina, Cracovia o Alcalá… nacen bajo el auspicio de la Iglesia dependiendo directamente del Papa, al igual que la filosofía y el Derecho han bebido directamente del pensamiento cristiano[20].

La mirada de Europa a través del pensamiento de los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco

Es interesante resaltar la preocupación que han tenido siempre los  distintos Papas por las raíces de Europa, gracias a las encíclicas, discursos… de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el Papa Francisco, Europa ha estado y sigue estando en el centro de la atención política, social y cultural. Tanto Juan Pablo II como J. Ratzinger vivieron acontecimientos transcendentales en la historia de Europa, como el nacionalsocialismo, el comunismo, la caída del Muro de Berlín… ofreciendo desde la perspectiva cristiana alternativas a los nuevos retos a los que se enfrentaba.

Karol Wojtila ha sido el Papa que más ha insistido en la idea de Europa, una de sus máximas preocupaciones en su pontificado fue profundizar en sus raíces para conseguir comprender los fundamentos de la europeidad, aprovechó sus viajes a España para exponer sus ideas sobre el pasado, presente y futuro de Europa y en todos sus actos dedicó unas palabras a la unidad del viejo continente: en el discurso a los teólogos españoles en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de Salamanca; en Toledo;  en la Universidad Complutense de Madrid…su discurso más europeísta lo hizo en la catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, meta de peregrinación de cualquier peregrino, un lugar en el que aquellos días se encontraban representantes de los diversos Organismos Internacionales, de las Conferencias Episcopales, miembros de las comunidades universitarias, políticos, periodistas…en él resaltaba «la historia de la formación de las naciones europeas va a la par con la evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio… se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y que precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del Continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra todo lo que constituye su gloria» [21].

Su mensaje en la tumba del Apóstol fue una llamada a una Europa dormida; el Papa procedente del Este de Europa tenía muy claro lo que significaba la separación de un pueblo. Lo más trascendente de su mensaje es su llamada a Europa para salir de la crisis que la envuelve: «Yo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: «Vuelve  a encontrarte. Sé   tú misma». Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye   tu unidad espiritual, en un clima de respeto a las otras reuniones y a las genuinas libertades… [22], desde hacía años había mostrado su preocupación por lo que era el hundimiento de la gran Europa y muchos de sus discursos había ido encaminados a poner de relieve esta preocupación [23], las ideas que podemos destacar de sus palabras son: la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y el europeísmo; Europa no puede rechazar al extraordinario tesoro de la fe cristiana ya que gracias   a ella ha progresado la historia, la cultura, el arte y los derechos humanos; Europa dividida por las trágicas Guerras Mundiales por las ideologías no puede dejar de buscar su unidad fundamental de los pueblos del Este y el Oeste; la conjunción entre Oriente y Occidente, debe volver al cristianismo que está en las raíces de su historia; revelaba a los juristas y jueces de la Corte de Europa que uno de los motivos de la crisis de Europa se encuentra en el escepticismo destructivo y la falta de confianza en la vida y en el futuro; Europa es un proyecto común y su unidad se basa en engendrar un sustrato cultural donde prime la dimensión espiritual; hace hincapié en que Europa no puede perder la esperanza, Europa no sería lo que es hoy sin los valores que fueron sembrados tras la evangelización; Europa se deshumaniza al desarmarse moral y espiritualmente, se quiebra, pierde su equilibrio por no conservar su herencia; Europa tiene que abrir sus puertas a la solidaridad universal y no olvidarse que la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; y algunas de las fronteras europeas coinciden con las de la expansión del evangelio.

Años más tarde con motivo del Sínodo de los Obispos europeos, el 13 de mayo de 1991, en su Carta de Fátima a los Hermanos en el Episcopado del Continente europeo, reseñaba «Europa posee una gran herencia cultural entre sus aliados, en sus diferentes manifestaciones, por el fermento de la única raíz evangélica…la conciencia histórica de Europa es indisociable de su milenaria experiencia cristiana. El cristianismo en Europa se remonta directamente a la época de los Apóstoles y a lo largo de los siglos su cultura se ha enriquecido por el evangelio de Cristo, que ha constituido la principal fuerza creadora de su pensamiento filosófico y teológico, de sus creaciones artísticas, de sus instituciones sociales, jurídicas y universitarias…» [24]. Juan Pablo  II entendió  la naturaleza transformadora del cambio de época, la gigantesca oportunidad que se presentaba a los cristianos y la necesidad de emprender en el mundo y especialmente en Europa una nueva evangelización [25], pero sobre todo lo que proponía era la renovación espiritual y humana de una Europa que se siente vieja y busca nuevos caminos por recorrer.

Todo ello lo planteaba en uno de los siglos más cruciales y crueles para Europa, el siglo XX, al que Toynbee lo denominó «cisma del alma»y en el que la filósofa Simone Weil [26] ya advertía con lucidez que unos de los males que padecía Europa era el desarraigo, la separación de su pasado milenario, estableciendo una disociación absoluta entre la vida religiosa y la vida profana, distanciándose de la tradición cristiana sin saber buscar un vínculo con la antigüedad, huérfana de su pasado.

Es indudable lo que el cristianismo ha aportado a Europa y posiblemente uno de los Papas que más hecho por cambiar el signo ha sido J. Ratzinger señalando que la crisis posconciliar de la Iglesia católica coincidió con una crisis generalizada de la humanidad o cuando menos del mundo Occidental [27].

Europa desde un primer momento estuvo siempre presente en su misión y en su programa ecuménico, desde la elección de su nombre Benedicto haciendo un guiño a uno de los grandes patronos de Europa, hasta conseguir ofrecer una visión global y complementaria de su pasado presente y futuro. En su obra ha recogido todos los problemas que le preocupaban [28], ya desde las conferencias impartidas en 1958 en el Instituto de Pastoral de Viena [29] trataba el concepto de fraternidad cristiana y como el abandono de ésta conduce al desarraigo de las raíces de Europa, abordando toda una serie de temas como eran: la secularización de las conciencias con la desaparición de Dios; la tentación del fundamentalismo debido entre otras razones a la presencia del Islam; el grave desafío de Europa que exigía un justo y nuevo ordenamiento jurídico; la ideología laicista de la Unión Europea [30]. Haciendo siempre mucho hincapié en que la perdida de la fraternidad cristiana es una de las principales causas que conduce al desarraigo de la sociedad.

Para el Papa el olvido del significado de la fraternidad cristina comienza ya en la Ilustración alejándose poco a poco del fundamento cristiano, intentará dar una respuesta desde la perspectiva teológica a las diversas ideologías que surgen en los años de su Pontificado, para él Europa poco a poco va excluyendo a la teología y a la fe de la respuesta a los problemas que se plantean. Desde 1979 siendo cardenal-arzobispo de Múnich se siente preocupado por el futuro de Europa poniendo de manifiesto como una de las grandes amenazas para la seguridad será el fanatismo del islamismo, haciendo una llamada de su fortalecimiento y de las consecuencias que podría tener para el viejo Continente, y más en un momento en el que Europa se encuentra muy empobrecida por el debilitamiento del cristianismo frente a un islamismo cada vez más radical y más fuerte. Adelantaba que relegar a Dios al ámbito de lo privado ponía en peligro la supervivencia del Estado de Derecho, basándose en la teoría que no es posible la democracia sin conciencia y ésta sin estar basada en los valores cristianos [31], es el tiempo de redefinir Europa desde un punto de vista político y moral [32].

Para J. Ratzinger los grandes problemas de la Europa de los ochenta son muy parecidos a los actuales: la droga, el déficit moral y el terrorismo convertido en fanatismo político, la búsqueda de la salvación y el vacío religioso están detrás de estas acciones suicidas, provocados por la confusión de una Europa que ha apostado más por los avances tecnológicos y se ha olvidado de los aspectos espirituales que son los que dan sentido a una nación.

La caída del Muro de Berlín será uno de los acontecimientos que le servirán para explicar el cambio que se va a propiciar en Europa con el fracaso del Marxismo, en su obra El cristianismo en la crisis de Europa [33] plantea un tema capital en su razonamiento a la hora de entender la crisis política y social que atravesamos «Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo hasta ahora desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública sea negando abiertamente su existencia… en cualquier caso la existencia de Dios es irrelevante».

El pontificado del Papa Francisco se enfrenta a una Europa muy diferente a la que tuvieron que dar respuesta sus predecesores siendo además el primer Pontífice no europeo de la era Moderna, aunque ya no existen dos bloques que separan el Continente y vivimos en una Europa cada vez más interconectada y global la soledad y el individualismo se ha convertido en una de las mayores enfermedades del siglo XXI, «el futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos, el cielo y la tierra. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel espíritu humanista que, sin embargo, ama y defiende. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problema» [34], aborda casi siempre en sus discursos uno de los temas que más preocupa a la Europa actual, la cuestión migratoria denunciando la situación que se produce en el Mediterráneo, convertido en un cementerio de hombres y mujeres que buscan un futuro mejor, Europa tiene que dar una respuesta poniendo en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes. Sus últimas palabras interpelaron a los Eurodiputados de una forma contundente y dura a que no construyan una Europa basada únicamente en la economía, sino a la sacralidad de la persona humana de los valores inalienables, fue un discurso de claro corte social y económico en un momento en el que se necesitan respuestas por parte de la clase política a problemas como los derechos humanos, la dignidad, el respeto a la naturaleza…

Su discurso más europeísta tuvo lugar cuando le otorgaron el premio Internacional Carlomagno de Aquisgrán en el año 2016, un galardón que también había recibido el Papa Juan Pablo II en el año 2004, en este discurso volvió abordar los problemas que más preocupan a Europa como es el tema de la inmigración «sueño con una Europa en que ser inmigrante no sea delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano, fue un auténtico llamamiento a la conciencia de los líderes europeos presentes en el acto, las ideas más importantes del mismo se centraron en preguntarse «¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa?, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por  la dignidad de sus hermanos, una de las ideas que más fuerza tuvo en su discurso fue la necesidad de generar una nueva idea de Europa basada en tres aspectos: capacidad de integrar, capacidad de comunicar y capacidad de generar, haciendo hincapié en la identidad europea como una identidad dinámica y multicultural y promoviendo una cultura del diálogo» [35], el final de su discurso recordó mucho a las palabras de Martin Luther King  en las que termina soñando con una Europa de las familias y con un nuevo humanismo europeo, un proceso constante de humanización, para el que hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.

Un año y casi dos meses separaron a Jorge Mario Bergoglio de su última intervención ante los Jefes de Estado de la Unión Europea, el 24 de marzo de 2017. El Santo Padre volvió a reunirse con ellos para la celebración del sesenta aniversario del Tratado de Roma (25 de marzo de 1957), la primera parte de su discurso se lo dedicó a los padres de Europa a Adenauer, Pineau recogiendo algunos de sus pensamientos «los padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica…» [36].

Hizo una dura crítica a los populismos en los que está inmersa invitándonos a pensar de modo europeo, no aferrándonos a las falsas seguridades, las raíces de nuestra historia están en el encuentro con otros pueblos y culturas. No volvió a olvidarse de la inmigración que ya había abordado en discursos anteriores, planteando que los europeos no podemos enfrentarnos a él como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad, interpelándonos sobre ¿qué cultura propone la Europa de hoy? Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad.

Ningún líder europeo actual, ha abordado de una manera tan sincera los verdaderos problemas que ocupan y preocupan a Europa. Nuestros políticos y gobernantes tienen que hacer una transfusión de memoria para no cometer los mismos errores que sucedieron en el pasado siglo, buscar soluciones y actualizar la idea de Europa, dando voz a los jóvenes y a la Iglesia capaces de ayudar a renacer a una Europa cansada.

Los Políticos Democristianos frente a Europa

El pensamiento católico de los políticos de la posguerra fue una opción innovadora para Europa, supieron buscar vías alternativas y distintas en un contexto marcado por las huellas de las dos Guerras Mundiales, ellos fueron auténticos gigantes de la historia de Europa «todos eran seres humanos excepcionales, grandes estadistas y firmes cumplidores de sus tareas, creían en la centralidad de la persona humana, en que no era posible la libertad sin la justicia social, en la acción civilizadora del Estado Derecho y en el triunfo de la conciencia fraterna» [37]. «Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes, con ellos Europa aprendió la oportunidad de empezar una nueva historia y la Unión Europea es su histórico legado» [38].

No se puede entender la evolución de Europa sin mencionar aunque sea de forma muy somera a los denominados Padres de Europa Konrad Adenauer (1876-1967), Alcide de Gasperi (1881-1954), Jean Monnet (1888-1979), y Robert Schuman (1886- 1963) trabajaron por una Europa unida siguiendo las palabras de Juan Pablo II «una opción espiritual a favor del perdón y una voluntad de superar la violencia por el diálogo y la solidaridad» [39].

Ellos consiguieron impulsar un proyecto europeo, la firma de algunos tratados como el de Roma, creador tanto de la Comunidad Económica Europea (CEE) como de la Comunidad Económica de la Energía Atómica (EURATOM)  son un hito en  la idea de Europa unida [40], la Europa que ellos soñaban y por la que tanto trabajaron desde el servicio público, la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 se centraba en el principio de solidaridad para conseguir la paz como último fin. No fue un hecho fortuito elegir Roma para la firma de dos de los tres Tratados fundacionales de la actual Unión Europea; como recoge Schuman «queremos volver a hacer una unidad que existió ya en tiempos de la Roma primero pagana y luego cristina…» [41].

«Lo que más unía a estos tres políticos era que no pensaban en sí mismos o en su porvenir político. Pensaban en erradicar la guerra y consolidar la democracia y la libertad. No pensaban en las próximas elecciones. No pensaban en las exigencias de la historia. Pensaban con la mentalidad de cristianos instalados en la Eternidad» [42]. Eran políticos con grandes valores, consideraban como recogía Adenauer que «era ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo» [43]. Frente a  ellos nuestro problema es la falta de fe en nosotros mismos, en nuestra identidad, en la singularidad de una Europa diferente, ellos eligieron lo posible frente a lo probable y lo difícil frente a lo fácil [44].

Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, reconocía que Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho.

Europa  no es capaz de reconocer explícitamente sus raíces cristianas, aunque en el Preámbulo de la Constitución europea se evoque a su herencia cultural, religiosa y humanista, no se hace ninguna mención al cristianismo lo que provocó un enfrentamiento entre los países que consideraban que se tenía que incluir una referencia y los que consideraban que no era necesario. La mayoría de los Estados opuestos a que no se incluyera no era laicos, eran Estados con una concepción político religioso de carácter estatalista pero no consiguieron traspasar este planteamiento [45], los países que optaron por incluir la expresión raíces cristianas fueron: Malta, Eslovaquia, Alemania, Austria, España, Italia, Portugal, Polonia, República Checa, Lituania, Hungría, Luxemburgo, Países Bajos e Irlanda. Por el no, optaron países como Reino Unido, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Bélgica, Chipre, Eslovenia, Estonia, Letonia y Francia.

No podemos olvidar que la democracia moderna ha echado sus raíces más profundas en países en general de origen cristiano, la razón es sencilla, la dignidad y la fraternidad que une a personas igualmente libres son valores centrales en las democracias actuales encontrando un fundamento firme en el cristianismo evangélico, tenemos claros ejemplos en Europa de países mayoritariamente católicos como Polonia, Hungría, España, Portugal que han dado un impulso religioso democratizador, apoyando reformas sociales democratizadoras.

El Concilio Vaticano II apoyó y apostó por la democracia, un ejemplo lo tenemos en el pensamiento de Gaudium et Spes que es «conforme a la naturaleza humana un régimen en el que todos los ciudadanos participen en el gobierno». También ese mismo documento afirma «que es de alabar la conducta de las naciones en las que la mayor parte posible de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública, esto suponía un discreto pero claro apoyo a las democracias» [46]; el Papa Pablo VI siempre que se refería a este tema lo hacía en positivo, también el Papa Juan Pablo II lo ha abordado en sus encíclicas, discursos, encuentros…el documento principal en el que lo trata es en la encíclica Centessimus Annus; sostenía que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y que debía seguir contribuyendo, junto con todas las religiones; es por lo que la Iglesia ha trabajado y sigue trabajando en contra de la represión política y social pero sin caer en el error que los grupos religiosos formen parte de las estructuras políticas, existiendo una separación entre la religión y la política, sin que se subordine una a la otra, sino que por el contrario exista una colaboración mutua entre ambas, nadie mejor que Jesucristo quien dijo «Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios»( Mt 22, 21) para entender la separación entre Iglesia y Estado. Para que se dé una sana democracia, es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa y que haya unas correctas relaciones entre las dos instituciones, lo que es indudable es que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y debe seguir haciéndolo junto con el resto de religiones.

La Secularización en la Europa de hoy

Europa es uno de los lugares del mundo donde más ha aumentado la secularización, algunos sociólogos explican esta realidad atendiendo a factores económicos, culturales, educativos… vemos que sólo es mantenida por el 46% de los suecos, el 50% de los alemanes, el 56% de los franceses, el 58% de los holandeses, el 61% de los ingleses, el 62% de los daneses [47]. Las tendencias actuales indican que la modernidad no conduce a la secularización pero lo que es interesante es analizar qué ha cambiado en Europa en la relación de los ciudadanos con la Iglesia.

Tenemos que preguntarnos ¿qué se entiende por secularización?, ¿hay diversas definiciones que nos acercan al concepto del término? Etimológicamente proviene de la palabra latina saeculum, refiriéndose a lo mundano en contraposición a lo espiritual, con la secularización la religión va perdiendo influencia sobre la sociedad [48]. Como término apareció en la época de la Reforma, cobrando más transcendencia a finales del siglo XVI hasta que en el siglo XVIII queda unido el término al tiempo histórico, para presentarse en el siglo XIX la secularización como una forma de la mundanización [49], para el filósofo Max Weber la secularización será un desencantamiento del mundo [50], el mundo sucumbía cada vez más a la racionalización desapareciendo los valores propios de la Iglesia; lo que es indudable es que detrás de este término lo que nos encontramos es una pérdida de poder social, económico y cultural, una falta de influencia que comenzó con la Reforma abriendo las puertas a la misma.

Las causas de la secularización en Europa son muy variadas, como señalaba Joseph Ratzinger [51] «en Europa se excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su existencia, o pensando que no se puede demostrar porque es incierta», lo que es una evidencia es que la existencia de Dios es cada más irrelevante para la vida pública.

Para Huston Smith «la palabra secularización se utiliza ahora de manera general para referirse al proceso cultural por el que el área de lo sagrado ha disminuido progresivamente, mientras que el secularismo denota el punto de vista razonado que favorece esa tendencia» [52]. En Europa este progreso secularizador se está viendo cómo avanza desde la segunda mitad del siglo XX de una forma muy rápida y no es un fenómeno exclusivamente de la Iglesia católica también se está produciendo en la Iglesia protestante. Entre las causas nos encontramos con un aumento de la individualidad, una racionalización de la sociedad, un desarrollo económico muy marcado.

Charles Taylor observaba que detrás del laicismo beligerante se esconde un desprecio por la religión y una sobrestimación de la capacidad de la razón no religiosa para resolver las cuestiones político-morales a partir del diálogo entre personas honestas y de mente claras [53]. La creencia en la Iglesia como institución está perdiendo cada vez más fuerza, no solo entre la sociedad sino también dentro de los propios creyentes; se cree de una forma más individual al margen de la ortodoxia. Por grupos, las mujeres tienen un nivel más alto de creencia que los hombres al igual que los mayores frente a los jóvenes y por ideologías más los que se autodenominan de derechas que de izquierdas…

Según la encuesta del CIS de junio de 2017, el 69,8 % de los españoles se confiesan católicos frente a los no creyentes, cuya cifra está en 15,5%, pero lo que es demoledor son los resultados a la pregunta con qué frecuencia asiste usted a misa o a otros servicios religiosos en donde la respuesta de casi nunca es del 60,1% [54].

Conclusiones

El think tank Pew Research Center ha publicado el informe The future of world Religios: Population Growth Proyections 2010-2050 [55], en él estudia el cambio que están teniendo las religiones y su impacto en las sociedades alrededor del mundo, las conclusiones que podemos obtener del mismo son tremendamente reveladoras para analizar si la religión cristiana está en crisis o si por el contrario lo que está en crisis es Europa y esta realidad está arrastrando al cristianismo en el viejo Continente: durante las próximas cuatro décadas, los cristianos seguirán siendo el mayor grupo religioso de manera que su peso porcentual se mantiene inalterable aunque la gran expansión la tendrá el Islam que crecerá más rápido que cualquier otra religión importante, del 23,2% al 29,7%; entre ambas confesiones se encuentra más del 61% de la humanidad; los no pertenecientes a alguna religión, que engloba ateos, agnósticos, y quienes no se pronuncian, reducen sensiblemente su peso en los próximos cuarenta años, disminuyendo del 16% al 13,2 % de la población mundial; éstos aumentaran en países como Francia y Estados Unidos; cuatro de cada diez cristianos en el mundo vivirán en el África subsahariana y en Estados Unidos los cristianos se reducirán en más de tres cuartas partes de la población.

Este Informe también recoge que la población europea es la única que disminuirá por lo tanto la población cristiana se reducirá alrededor de los 100 millones, pasando de 553 a los 454 millones; además se espera que en el 2050 un 23% de los europeos no tengan afiliación religiosa, por el contrario los musulmanes representaran el 10% de la población de la región frente al 5,9% en el 2010, en el mismo periodo se espera que el número de hindúes se duplique de 1,4 millones a 2,7 millones y la población budista aumente de 1,4 a 2,5 millones. Además se prevé que en 2050 el número de países con mayoría cristiana disminuya de 159 a 151 de tal forma que la población cristiana caerá por debajo del 50% en países como Francia, Bosnia Herzegovina, Reino Unido, República de Macedonia… lo que está provocando que el cristianismo esté empezando a agonizar en Europa con todas las consecuencias sociales, políticas, culturales que ello conlleva.

Hay quienes argumentan con contundentes razones que la crisis de Europa es la crisis de la democracia. Robert Schuman, afirmaba que «la democracia sería cristiana o no sería», a estas alturas, tenemos que preguntarnos si hay una desconexión entre el cristianismo y la democracia o si el cristianismo no ha sabido encauzar la democracia [56]. El Papa Juan Pablo II en diversas ocasiones también afirmaba que el Cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y para que se dé la misma es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa, huyendo la Iglesia y las religiones de toda tentación fundamentalista, se debe de proponer no de imponer sus convicciones [57]. Hoy como entonces una democracia sana, abierta, pro-positiva y vital es una democracia con alma, Schuman decía, ya tenemos instituciones ahora necesitamos alma [58].

Europa tiene que volver a encontrarse con sus orígenes, hacer de ellos su más fuerte aliado; el cristianismo da sentido a su historia, a sus instituciones políticas, educativas, artísticas… Este año se cumple el quinto centenario del cisma luterano en el que Europa dio una lección de cómo sobrevivir y superar a una de las mayores crisis religiosas y políticas de su historia. El 31 de octubre de 1517 Europa se rompió en dos, el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis que desafiaban el poder de Roma y comenzaron dos siglos de guerras y matanzas que transformaron a Europa e hicieron saltar por los aires la unidad de la Iglesia, y aunque en un principio se pensaba que sólo era una querella de frailes, fueron los problemas políticos que suscitó el conflicto lo que movió al Papado a convocar el Concilio de Trento (1545-1563) para fijar las posiciones católicas.

Juan Pablo II en su encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa anunciaba a los obispos «la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo» [59].

Por ello Europa tiene que dar respuesta a los problemas saliendo de sí misma y con una reorientación a la cooperación internacional siendo capaz de reconstruir una nueva Iglesia para una nueva Europa, en la que abandere la libertad religiosa, la dignidad  de la persona, la solidaridad y la defensa del bien común… es necesario reconocer las raíces espirituales de la crisis que están atravesando las democracias occidentales, caracterizada por una concepción del mundo materialista, utilitaria e inhumana que se aparta de los fundamentos morales de la civilización occidental.

Cristina del Prado Higuera, en ieee.es/

Notas:

1   ZAMBRANO, María, La agonía de Europa, Mondadori, Madrid, 1945, p. 26.

2   PRZYWARA, Erich, L’ Idea d’ Europa. La crisi di ogni política cristina, Stampa, Monozalcati, 2013, p. 67.

3   ROMERO POSE, Eugenio, Europa: De la controversia sobre sus raíces a la crisis sobre su futuro, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Unidad Editorial, Madrid, 2007, p. 13.

4   NEGRO,Dalmacio, Lo que Europa debe al cristianismo, Unión Editorial, Madrid, 2007, p. 41.

5   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

6   RUIZ-DOMÉNEC, José Enrique, Europa las claves de su historia, RBA, Barcelona, 2010, p. 17.

7   ZAMBRANO, María, op.ci., p.18.

8   ORTEGA Y GASSET, José, La rebelión de las Masas, Clásicos Castalia, Madrid, 1998, pp.226-229.

9   Ibidem. p. 40.

10    ORLEANS, José, La conversión de Europa al cristianismo, Rialp, Madrid, 1988, p. 67.

11    MOSTERÍN, Jesús, Los cristianos historia del pensamiento. Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 482.

12    http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino.html.

13    Ibídem, p. 488.

14    ELIOT, Thomas Stearns, La Unidad de la cultura europea. Notas para la definición de cultura, Encuentro, Madrid, 2003, p. 186.

15    ROMERO POSE, Eugenio, Raíces cristianas de Europa. Del Camino de Santiago a Benedicto XVI, Pensar y Creer, Madrid, 2006, p. 15.

16    ORLANDIS, José, Europa y sus Raíces Cristianas. Rialp, Madrid, 2004, p. 12.

17    BURGAT, Françoise, El Islamismo cara a cara, Bellaterra, Madrid, 1996, p. 45.

18    NEGRO, Dalmacio, op. cit., p. 77.

19    Conferencia del Cardenal J. Ratzinger ante el Senado 13 mayo de 2004.

20    REALE, Giovanni, Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona, 2005, p. 78.

21    Discurso en el acto europeísta celebrado en la catedral de Santiago de Compostela, en Juan Pablo II en España, edición patrocinada por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1983, pp. 240-245.

22    Discurso en el Acto europeísta en Santiago 9 de noviembre de 1982.

23    Discurso al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas en Asamblea Plenaria el 19 de diciembre de 1978; en el Monasterio de Santa Escolástica el 28 de septiembre de 1980; en la Homilía con motivo de la XIII Jornada Mundial de la Paz el 1 de enero de 1980; en el Parlamento Europeo el 5 de abril de 1979; la Alocución en la 169ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Polaca; en la Homilía durante la Liturgia de la Palabra en la abadía de Montecasino el 17 de mayo de 1978; Discurso en Nursia el 23 de marzo de 1980; Discurso en Subiaco durante la peregrinación con los obispos europeos el 28 de septiembre de 1980; la Carta apostólica Egregiae virtutis para la proclamación de los santos Cirilo y Metodio como copatronos de Europa el 31 de diciembre de 1980; Discurso a los Juristas y Jueces de la Corte Europea en el XXX aniversario de la firma de la Convención europea de los derechos del hombre el 10 de noviembre de 1980; Discurso sobre las comunes raíces cristianas de las Naciones Europeas el 6 de noviembre de 1981; Discurso a los participantes al Congreso sobre la crisis de Occidente y la misión espiritual de Europa el 12 de noviembre de 1981; Discurso en la Audiencia natalicia el 21 de diciembre de 1993; Discurso en la celebración de las Vísperas de Europa el 10 de septiembre de 1983; el Discurso en la sede de la Comunidad Europea el 20 de mayo de 1985; Discurso en el Palacio Vecchio de Florencia el 18 de octubre de 1986; Discurso a los obispos españoles de la provincia eclesiástica de Toledo en la visita ad limina apostolorum el 19 de diciembre de 1986; Diálogo con los jóvenes de Europa en el estadio de Meinau de Estrasburgo el 8 de octubre de 1988; Discurso al Pontificio Consejo para la Cultura el 12 de enero de 1990.

24    BUTTIGLIONE, Rocco, Cristianismo y Cultura en Europa, Rialp, Madrid, 1992, p. 16.

25    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma! La identidad cristiana en la integración Europea, Madrid, Digital Reasons, p. 94.

26    WEIL, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 2004, p. 144.

27    RATZINGER, Joseph, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona, 1985. p. 44.

28    RATZINGER, Joseph, La crisi delle culture. Riflessione su culture che oggi si contrappongono, en L’Europa di Benedetto nelle crisi delle culture, Ciudad del Vaticano-Bolonia 2005.

29    POSE, Eugenio, op.cit., p. 88.

30    Ibidem, p. 87.

31    RATZINGER, Joseph, Europa: una herencia que obliga a los cristianos, en Iglesia ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid, pp. 243-267.

32    MORIN, Edgar, Pensar Europa, Gedisa, Barcelona, 1989, p. 67.

33    RATZINGER, Joseph, El cristianismo en la crisis de Europa, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005. p. 28.

34    Discurso del papa Francisco al Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014.

35    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

36    Discurso del Santo Padre Francisco a los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, 24 de marzo de 2017.

37    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, La Civilización de los inconformistas. El ideal Europeo en el pensamiento político y la acción institucional (1918-1949), Fundación Universitaria Española, Madrid, 2005, p. 202.

38    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

39    Juan Pablo II. Carta Encíclica «Dominum et vivificatem 18 de mayo de 1986.

40    SAINZ ÁLVAREZ, José Manuel, La visión Cristiana de los Padres de Europa, Unisci Discussion Papers Nº 14 Mayo, 2007.

41    SCHUMAN, Robert, «La misión de la France dans le monde». Conferencia en la Universidad de Lausana.

42    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma¡. La identidad Cristiana en la Integración Europea. Digital Reasons, Madrid, 2015, p. 42.

43    WEILER, Joseph Weiler, Una Europa Cristiana, Encuentro, Madrid, 2003, p. 55.

44    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, El significado de la «C»(de Cristiano). En política que es  lo esencial en Reflexiones sobre la vigencia del Pensamiento Humanista Cristiano. II Encuentro Internacional Oswaldo Payá. Konrad Adenauer Stiftung. Santiago de Chile, p. 47.

45    PETSCHEN VERDAGUER, Santiago, La religión en la Unión Europea. Unisci Discussion Papers. Nº16. 2008.

46    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianos y Democracia, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

47    ARROYO, Milán, La fuerza de la secularización en Europa. Iglesia Viva Nª 224, octubre-diciembre 2005.

48    MARTÍNEZ, Lara, La Secularización en la Europa Moderna, www.fes-sociologia.com/files/ congress/10/grupos-trabajo/ponencias/323.pdf.

49    Giacomo Marramao, Poder y Secularización. Barcelona. Ediciones Península 1989, p 19.

50    WEBER, Max, Ensayos de sociología contemporánea, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972, p. 193.

51    RATZINGER, Joseph, op. cit. p. 28.

52    NEGRO, Dalmacio, op. cit. p. 188.

53    MICCO AGUAYO, Sergio, Cristianos y la democracia contemporánea ante dos ídolos del foro: el poder del más fuerte y el Gobierno del dinero en ¿Qué es ser socialcristiano hoy? Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, 2012, p. 145.

54    http:/www.cis/es

55    http://www.pewforum.org/2015/04/02/religious-projections-2010-2050.

56    NEGRO, Dalmacio, op. cit.,p. 10.

57    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianismo y democracia. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 44.

58    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, Identidad Social Cristiana en el siglo XXI. Convicciones y Proyección. Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, p. 89.

59    Encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia en Europa. http://w2.vatican.va/content/john-paul-

Enrique San Miguel Pérez

Presentación

Hace ahora treinta años se publicó Vueltas al tiempo, las memorias de Arthur Miller. Sin duda, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, pero también una de sus presencias intelectuales más autorizadas, particularmente tras su sólido comportamiento durante la «caza de brujas». Adicionalmente, Arthur Miller fue el tercer y último de los maridos de Marilyn Monroe, un hecho que añadía a la lectura de sus memorias un especial interés no defraudado por algunas de las más bellas páginas del libro. Tampoco pasó desapercibida la razón que el autor de Todos eran mis hijos adujo para explicar su voto a John Kennedy en las presidenciales de 1960: «habíamos leído los mismos libros».

Mucho menos comentada fue, sin embargo, la constante presencia de la religiosidad en las casi seiscientas páginas de la edición española de la obra, con excelente traducción de Antonio-Prometeo Moya. Arthur Miller era un judío de Manhattan, hijo de judíos polacos procedentes de la Galitzia del imperio-reino de Austria-Hungría. De hecho, en el libro agradecía «al emperador Francisco José y a su ejército»la protección que dispensaron a sus antepasados. Y Marilyn se convirtió al judaísmo cuando contrajo matrimonio con Miller. Es verdad que, al comienzo de sus memorias, el escritor parece querer relativizar sus creencias, recordando que durante su infancia existía «cierta repugnancia a explicar racionalmente cualquier cosa que afectase a lo sagrado». Pero, cuando en plena madurez debe enfrentarse a la persecución de la libertad de conciencia, Miller se fortalece en la convicción de que «el hombre no puede actuar en modo alguno sin acicates morales». Y, en 1952, Las brujas de Salem vendrían a certificar el fin del «mccarthismo»en nombre de esa visión en valores y principios de la vida y de la dignidad humanas.

Arthur Miller admitía, en el ocaso de su existencia fecunda y creadora, que su propia constitución moral se había erguido como el mejor argumento para oponerse al quebranto de los derechos y de las libertades fundamentales. La defensa del ordenamiento constitucional obedecía en su caso, pero también en el de muchos de sus ilustres colegas de la industria editorial, o del cine, a una concepción de las responsabilidades cívicas que se hundía en la profesión de unas creencias cuyo libre ejercicio amparaba y tutelaba judicialmente, y de manera efectiva, el sistema democrático.

La concepción religiosa de la existencia y del debate público, es decir, la concepción del mundo de acuerdo con una visión trascendente de la vida humana, se encuentra en el substrato de la pertenencia al orden cívico del Estado de Derecho, de la convicción de la obediencia al ordenamiento jurídico legítimamente constituido, y de la presencia y participación de la ciudadanía en las esferas política y de gobierno. La convicción religiosa, así pues, se convierte en una clave de estabilidad y de seguridad ciudadanas. Pero, allí donde el Estado de Derecho y el modelo de civilización del humanismo de la razón práctica no representan la norma, sino la excepción, la religión, en su entendimiento más fundamentalista, es también la clave explicativa de la agresión totalitaria del terrorismo.

El documento monográfico que sigue a estas líneas pretende aportar una lectura conjunta de esta realidad, extendiendo la reflexión a los principales supuestos de análisis que en este momento se presentan en el mundo, de acuerdo con una distribución del análisis en grandes áreas geopolíticas. Precede al conjunto de aportaciones un examen de algunas de las premisas para la promoción de pautas para la cooperación y la consiguiente convivencia entre identidades religiosas, o su ausencia, en el seno de una sociedad plural. Y, a continuación esas áreas, Europa, América, África subsahariana y Asia, merecen un examen monográfico en cuya autoría se conjugan perfiles científicos e investigadores procedentes de la universidad, la profesión militar  y la diplomacia. Un examen monográfico que depara una síntesis académica enormemente pródiga en referencias, en argumentos de autoridad, en sugerencias, en ideas, en propuestas, y en sentido no únicamente analítico, sino también prospectivo.

La primera contribución está protagonizada por la historiadora Cristina del Prado Higuera, cuyo objeto de examen es la presencia del cristianismo en Europa. La tarea afrontada es verdaderamente exigente y compleja. La doctora del Prado se enfrenta con varios órdenes de materias sucesivos y después convergentes entre sí. En primer lugar, debe analizar la esencial impronta cristiana en la cristalización de una identidad europea digna del nombre común y de la adjetivación, un hecho no necesariamente pacífico, ni doctrinal ni políticamente. A continuación, se ocupa de la aportación de la presencia y aportación de los cristianos, en cuanto tales, y muy concretamente de los demócratas de inspiración cristiana, a la génesis y consolidación de la institucionalidad europea después de la II Guerra Mundial.

Y, finalmente, la profesora Del Prado se enfrenta con el actual proceso de secularización, que viene a coincidir en el tiempo con la crisis del proyecto europeo, y con el renovado despliegue de los discursos populistas, y en todas sus vertientes. El resultado es un texto que acierta a concitar todas las fuentes de conocimiento, tanto las científicas como la rica doctrina pontificia sobre la materia. Un ensayo espléndido, ordenado, pródigo en ideas y sugerencias. Y un magnífico estado de la cuestión sobre la Europa que tenemos.

María Luisa Pastor Gómez, experta analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, y exhaustiva especialista en el continente americano, acude a la historia y a la coyuntura presente para explicar el tránsito del mesianismo fundacional de los Estados Unidos a la expansión de las religiones evangélicas en el subcontinente sudamericano. La analista del IEEE parte de la sabiduría y lucidez de Alexis de Tocqueville para subrayar la fundamental importancia que, en el origen de los territorios de Nueva Inglaterra, reviste el afán del libre ejercicio de la práctica religiosa por parte de los primeros colonos, un afán que deviene impulso mesiánico cuando la Unión nace, y comienza la expansión por Norteamérica de la mano de la doctrina del «destino manifiesto».

Igualmente, María Luisa Pastor analiza con sumo detalle la expansión de las religiones evangélicas en Sudamérica a partir de la presidencia Nixon, una expansión consolidada durante la presidencia Reagan, como mecanismo de respuesta a la difusión de la católica «teología de la liberación». El planteamiento es sumamente atractivo: la Conferencia de Medellín se realizó en 1968, el mismo año de la primera victoria de Richard Nixon en las elecciones presidenciales, y la de Puebla en 1979, un año antes de la primera victoria de Ronald Reagan. Y el capítulo, en su conjunto, deja muchas, razonadas y sugestivas interrogantes en el lector.

El profesor Juan Ignacio Castién Maestro nos propone un extenso, documentado y riguroso recorrido por una región esencial para España, por su posición geoestratégica y su proximidad, pero ampliamente desconocida todavía en nuestro país, como es   el África subsahariana. Las creencias originarias del territorio, la introducción de otras opciones religiosas y los consiguientes conflictos así originados, cuyo impacto en nuestro mundo, dando forma a una sustantiva corriente del vigente fenómeno migratorio, es patente, son objeto de un detallado análisis.

El profesor Castién, además, nos brinda algunas ideas-fuerza sumamente importantes en sus conclusiones, de lectura sumamente sugerente: en primer término, debe valorarse el potencial del fundamentalismo, y la capacidad de agregación del sectarismo, cuando se considera la desestructuración social del territorio y de sus colectividades; además, el fanatismo ofrece un ideal de vida coherente, sumamente atractivo cuando el nivel educativo es menos que superficial; y, finalmente, el profundo desarraigo social y cultural de muchas comunidades conduce a sus integrantes a detectar, en la militancia fundamentalista, un horizonte de vida y de participación. El ejercicio de síntesis final del profesor Castién es brillante. La fuerza de sus conclusiones, evidente.

El coronel Emilio Sánchez de Rojas Díaz exhibe su vastísima formación y cultura en una aproximación al escenario central para el análisis del origen e historia de las religiones, de la civilización, de la cultura escrita, y de la inmensa mayoría de los actuales ciudadanos del mundo o, lo que es igual, la masa continental por excelencia: Asia. Del continente asiático provienen, en efecto, las religiones más asentadas en el mundo, judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo y confucionismo. En Asia se encuentran asentados la mayor parte de los centros de poder de las potencias del mundo multipolar en donde habitaremos en el siglo XXI. Con la excepción de Estados Unidos y Europa, todas las restantes: Rusia (en su mayor parte, asiática), India, China, y Japón.

Y Asia es también el escenario que le permite manejar al doctor Sánchez de Rojas dos conceptos extraordinariamente brillantes, que además explica con enorme amenidad: la «geopiedad»de John Kirtland Wright, o la necesidad de analizar las geografías de la nación y de la identidad cuando ambas equivalen a «lo sagrado», y la «religeopolítica»de Lari Nyroos, o la obligación de situar las religiones, y su difusión, en unos mapas que, ya lo demostraba Robert Kaplan en La venganza de la geografía, importan. Como siempre. Como nunca.

El libro se cierra con un bello capítulo sobre las relaciones entre diplomacia y religión del embajador español Álvaro Albacete Perea. Su amplísimo conocimiento de la materia es el preámbulo de una ágil, metódica, rigurosa y didáctica exposición acerca de dos términos de análisis, como religión y diplomacia, en principio no fácilmente conciliables, en la medida en que la diplomacia procede en forma lógica y defendiendo el interés legítimo de los actores internacionales, de acuerdo con la doctrina realista de Hans Morgenthau. Incluso Madeleine Albright, secretaria de Estado en el último mandato de Bill Clinton, nacida en Praga en 1937 como ciudadana checoslovaca de origen judío, después convertida al catolicismo, que hubo de escapar con su familia del nazismo, y siempre sumamente respetuosa con las creencias religiosas, estimaba que, como recuerda el embajador Albacete, había que «separar la religión del mundo político»como una de las bases de la acción diplomática.

Partiendo de estas premisas, el embajador aporta algunos testimonios recientes de la «diplomacia religiosa itinerante»y de la «diplomacia de segunda vía», que vienen a aportar las más contemporáneas y explícitas manifestaciones de la conciliación entre la lógica diplomática y la convicción religiosa en conflictos como el colombiano, en donde la contribución de la Iglesia católica ha resultado, probablemente, determinante. El texto, de lectura siempre apasionante por su claridad y concisión, representa un inmejorable colofón para el conjunto del documento.

Arthur Miller decidió terminar sus memorias en el territorio rural de Connecticut, el espacio en el que transcurrió más de la mitad de su vida, escenario de bosques y de coyotes que, tenía la certeza, le observaban cuando salía a pasear por la noche. Entonces, Miller llegó a una básica conclusión acerca de los seres humanos: «todos estamos emparentados y nos observamos entre nosotros». Ese sentimiento de identidad en el destino de todos los hombres, de comunidad y, para muchos de nosotros, de fraternidad, es parte esencial de nuestro entendimiento del ejercicio cívico como un deber de cooperación y de construcción compartida.

Adicionalmente, esa convicción es el fundamento del orden y de la seguridad, es decir, de la libertad de todos. John Proctor, el protagonista de Las brujas de Salem, sostenía que Dios conocía ya su nombre cuando, en medio de la persecución -y tanto en el 1692 en que sucedió como en el 1952 en que Arthur Miller escribió su obra-, seguía siendo interrogado hasta el mismo umbral de su ejecución. Cuando los seres humanos albergamos la misma certeza que John Proctor, el proyecto de civilización prevalece. La justicia surge cuando cada nombre es conocido. Cuando se respeta el derecho del otro. Sirvan las reflexiones que componen este documento como parte de ese esfuerzo por el diálogo fecundo entre religión y seguridad. Entre convicción y paz. Entre progreso y libertad.

Capítulo 1: Religión y seguridad en el siglo XXI: del encuentro y la cooperación a la convivencia y la concordia

Los sueños de Enrique IV, o la sabiduría de Montaigne

Hace casi exactamente ochenta años Heinrich Mann comenzó a publicar su monumental díptico literario sobre el rey Enrique IV de Francia. En el exilio, el hermano de Thomas y tío de Erika, Klaus y Golo Mann, protestante de Lübeck, creía haber encontrado en la trayectoria de Enrique de Borbón, no digamos en su inteligencia y en su pragmatismo, la inspiración para superar la colosal crisis europea que, apenas un año después, habría de desembocar en el estallido de la II Guerra Mundial. Enrique IV, nacido en el Bearne, hugonote convertido al catolicismo para salvar su vida en medio de la Noche de San Bartolomé, otra vez hugonote al escapar de París y, finalmente, tras la muerte de Enrique III, el último Valois, de nuevo convertido al catolicismo, puso fin a medio siglo de contiendas religiosas en Francia mediante el Edicto de Nantes, que permitió la práctica de todas las formas del cristianismo.

En la segunda de las novelas del díptico, La madurez del rey Enrique IV, y en una apócrifa aloución final, el Enrique IV de Heinrich Mann, en una fecha tan simbólica como 1938, expresaba su convencimiento de que «el mundo no puede ser salvado más que por el amor», que «la felicidad existe»y que «la Humanidad no está hecha para abdicar de sus sueños, que no son sino realidades mal conocidas». Que, como añadiría François Bayrou, un bearnés y, por tanto, paisano de Enrique de Borbón, nosotros nos enfrentamos al mismo cambio de Era que Enrique IV, y lo hacemos bajo las mismas amenazas, pero también con el mismo mandato de preservar todo cuanto constituye el centro de la vida de cada persona: su identidad, su vida interior, y su voluntad de convivir y de construir espacios comunes para que puedan ser compartidos, lejos de las pasiones irracionales, para así hacer la historia, entre todos y con todos, y entre todos y con todos inventar nuevos mundos [1].

Michel de Montaigne, inspirador de la praxis del primer Borbón francés, animaba ya a los lectores de sus Ensayos a no extralimitarse en el amor a la virtud, ni entregarse tampoco en exceso a una acción justa, recordando la recomendación paulina de no pretender ser más sabios de lo necesario, sino únicamente sabios. Stefan Zweig recordaba que la única pretensión de Montaigne era dar forma a su vida a través de la escritura. Pero no por mor de una suerte de egoísmo ilustrado. Jorge Edwards recuerda que Montaigne sostenía que cada ser humano lleva dentro de sí la forma entera de  la condición humana [2]. De las contiendas religiosas de la Modernidad emergió una suprema lección: cada vida resume y expresa todas las demás, y como tal debe ser respetada en la plenitud de su expresión existencial. Los sueños, la sabiduría y la virtud sirven si contribuyen a la preservación de la vida, la integridad, la libertad y la dignidad de cada persona.

La historia reciente del Hemisferio Norte, y España no es una excepción, y con la historia el futuro mediato, sin embargo, se encuentra decisiva y ya casi cotidianamente mediatizada por una violencia terrorista cuyo proyecto de dominación se sustenta sobre planteamientos de obediencia, en último término, religiosa, en su acepción yihadista. La acción terrorista se desarrolla en centros urbanos seleccionados por   su carácter especialmente representativo de la historia, la cultura, los principios, las libertades y el estilo de vida del mundo occidental, en nombre de una perspectiva pretendidamente religiosa, y en realidad fanática y fundamentalista, cuya exclusiva pretensión es detentar el poder sobre la vida y la muerte de cualquier ser humano. Se trata de una realidad que obliga a una reflexión profunda de todas las instituciones y de todos los ámbitos que, por definición, existen para promover el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales esenciales a la plenitud de la dignidad humana, como las Fuerzas Armadas, la Universidad, o la Diplomacia.

¿Hemos regresado al punto cero de las guerras de religión? El esplendor del modelo occidental de civilización y de convivencia en la segunda mitad del siglo XX partía de un dramático aprendizaje histórico previo, de los mesianismos políticos, las por Michael Burleigh denominadas «religiones políticas» (jacobinismo, bolchevismo, fascismo y nazismo), y la primera edad terrorista de las «sagradas violencias»ideológicas para, tras la finalización de la segunda Guerra de los Treinta Años, la que transcurre entre 1914 y 1945, edificar el Estado de Derecho sobre el pluralismo político e ideológico, la plena autonomía conceptual y funcional de las confesiones religiosas y de los poderes públicos, y la afirmación de la necesidad del diálogo y de la cooperación entre todas las esferas de expresión de las creencias y convicciones de la ciudadanía.

En 1983, tras serle aceptada su renuncia al arzobispado de Madrid al cumplir los 75 años preceptivos, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón entendía que la Iglesia católica no únicamente estaba comprometida con el bien común, sino que también albergaba

«deberes de patriotismo», pero en modo alguno podía vincularse a un régimen o a un partido político, aceptando el pluralismo político, social y religioso como un valor compartido por toda la sociedad, y presente también dentro de la propia Iglesia, un hecho que, de manera más moderna, Jean-Yves Baziou, Jean Luc Blaquart y Olivier Bobineau han dado en calificar como una suerte de saludable incoherencia del sistema democrático que, al mismo tiempo, resulta esencial a su ordenado funcionamiento: separar a los poderes como preámbulo de su obligación de cooperar [3]. O, de nuevo, la sabiduría de Montaigne: la paz y la seguridad no provienen del exceso, sino de la independencia de las esferas políticas, institucionales y espirituales, pero una independencia que en modo alguno desconoce la existencia de las restantes esferas, comprometidas entre sí por el supremo anhelo compartido del bien común, y que en modo alguno se permite ignorar el imperativo democrático y cívico de la convivencia y la cooperación.

Cuando prevalecen las perspectivas maximalistas, incluso cuando prevalece el exceso de sabiduría, el encuentro y la concordia cívica parecen pertenecer al ámbito de los males necesarios, de las renuncias, de las claudicaciones forzadas por coyunturas históricas excepcionales, como son los procesos de cambio, transformación y consolidación democrática. Y, sin embargo, cuando la violencia terrorista golpea, las llamadas a la unidad de todos los agentes e instituciones públicas y privadas, políticas y sociales, confluyen de manera armónica. Es entonces cuando se capta hasta qué punto la paz y la seguridad no se construyen cuando un ser humano, o un conjunto de seres humanos, piensan tener toda la razón, o la razón en todo. Es entonces cuando ser capta la necesidad del otro. Cuando la vulnerabilidad, y la fragilidad, y la debilidad,  se convierten en fortalezas, porque empujan al diálogo, a la participación en la vida pública, a acudir al encuentro del otro que completa nuestra perspectiva, siempre parcial, siempre limitada. No hay democracia, igual que no hay existencia, sin salir  de uno mismo, sin la certeza de nuestra propia insuficiencia. No hay democracia, en definitiva, sin encuentro.

Un mundo sin conciencia, pero con historia

En este sentido, la satisfacción con la que la ciudadanía constata la extraordinaria preparación y profesionalidad de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas no siempre se transforma en una actitud proactiva y preventiva, sino en la concepción de ambas instancias como el último recurso, la solución final en contextos de crisis extrema de la política y de la civilización. De instancias cuya razón de ser es combatir contra los enemigos del ser humano, de la vida y de la libertad, restablecer y consolidar la democracia, poner en pie instrumentos para la plenitud de la experiencia humana y la sociedad de las oportunidades, y hacer posibles proyectos visionarios para la paz como la construcción europea, mientras contribuye a generar y cultivar una cultura política de diálogo y concordia basada en la amistad cívica.

De esta seguridad hablamos. De la que se desarrolla y reafirma al amparo del histórico proyecto de civilización. De hacer posible esta seguridad se ocupan las Fuerzas Armadas. Y este esquema de convivencia en libertad es el que se encuentra sometido a permanente y hostil agresión por quienes piensan que se avanza desde la ruptura, la fractura, el conflicto, y la confrontación. Y recurren a la violencia y a la dominación por el terror para conseguir sus objetivos.

Se trata de un modelo de civilización que viene a converger con los principios   de los sentimientos cívicos y religiosos más mayoritarios en nuestra sociedad, con la conjugación del legado de Atenas, o la consideración de la persona humana como la medida de todas las cosas, de Jerusalén, o el reconocimiento del derecho de todo ser humano a emprender, si así lo considera, su propio itinerario de trascendencia, y de Roma, o el desarrollo del derecho como ese privilegiado instrumento que posibilita la racionalización y consolidación del orden, la seguridad y, por consiguiente, la convivencia. Un modelo de civilización que apuesta por el encuentro entre personas, ideas, creencias e ilusiones. Esto es Occidente. A lo largo de la historia, con avances y retrocesos, episodios brillantes y episodios oscuros. Un ideal. Pero no sólo un ideal. Desde 1945, el «humanismo de la razón práctica»no ha dejado de ensanchar sus fronteras en todo el mundo. No hablamos ya de un Occidente geográfico. Hablamos de un proyecto de vida «para todos los hombres y para todo el hombre».

Un proyecto esencial a los pilares que sustentan nuestro Estado de Derecho. Porque, ¿acaso los enemigos de la cultura del encuentro no son también los enemigos de la democracia? Cuando la convicción en torno a la necesidad del encuentro se debilita o, incluso, se desvanece, las consecuencias para propuestas que se nutren de la necesidad de reafirmar, y ampliar, y potenciar la cultura de la concordia y, lo que es más grave, para las propias cultura y praxis democráticas, son sumamente nocivas.

Por eso es de especial relevancia el hecho de que «la cultura del encuentro»centre hoy el sentido de la presencia y de la participación de los ciudadanos en la vida pública como lo que es, una de las más sugestivas aportaciones del pontificado del Papa Francisco. Pero, como el propio Papa Bergoglio desea, dirigiendo la mirada hacia Francisco por antonomasia, Francisco de Asís, hacia quien es, como diría el padre Guy Gilbert, con su cazadora de cuero y sus chapas de los Rolling Stones, el santo «por excelencia», porque se despojó de todo para hacerse hermano de los pobres, y habló para la eternidad

El Papa Francisco ha tenido el mérito de colocar sobre el tablero mundial la «agenda de san Francisco». Con enorme sencillez, pero también con absoluta rotundidad. Paz y bien. La posibilidad de conversión del ciudadano, como en la película de Roberto Rossellini, en un «juglar de Dios», sencillo, humilde, y lleno de caridad. Responsable de sus actos pero, sobre todo, consagrado al servicio del otro. Empeñado en compartir un mismo horizonte de amor con toda la humanidad. Una nueva humanidad que aspira a un nuevo estilo de vida basado en la austeridad, la sencillez y el afán de servir. Principios que, por cierto, resultan muy familiares a los integrantes de las Fuerzas Armadas. Una civilización que se despoja de lo accesorio para centrarse en lo esencial. Y en donde esa «cultura del encuentro»necesita de una «cultura de la seguridad». Y, como todas las formas de cultura, esas culturas necesitan de una conciencia compartida o, como diría Stefan Zweig, una «conciencia del mundo».

De este lado del Paraíso, sin embargo, no parece que termine de surgir, como en una carta fechada en París el 14 de agosto de 1935 le objetaba ya Joseph Roth a Stefan Zweig, una «conciencia del mundo», entre otros motivos, «porque el mundo no ha tenido jamás una conciencia» [4]. En 1935, como cabe deducir del examen de la historia, no existía un «nosotros». ¿Existe hoy? Y, de no hacerlo, ¿Qué obstáculos se interponen en nuestro tránsito del «yo» al «nosotros»?

Tras la finalización de la II Guerra Mundial, y en un intervalo de apenas unos pocos meses, Emmanuel Mounier y Albert Camus coincidían en la acción demoledora del miedo. Sin duda, consecuencia de la falta de seguridad, de la angustia ante la incertidumbre, de la resignación a la supervivencia, de la renuncia a la esperanza, a  la creatividad, a los matices. En definitiva, de la renuncia a la libertad y, con ella, a la inteligencia y a la comprensión. Es decir: el miedo como expresión de la renuncia a la política. No pueden existir la política y la cultura del encuentro y, por lo tanto, no puede existir seguridad, donde florece el miedo.

Pero, si pudiera sumarse un añadido al pensamiento coincidente de ambos pensadores franceses, la cultura y la política del encuentro y, con ellas, la seguridad, necesitan dotarse de una cualidad adicional: la imaginación. Pero la imaginación no concurre si no satisfacemos algunas de sus exigencias. Me explico. La democracia contemporánea se modeló tras la II Guerra Mundial para resolver un problema que el modelo liberal convencional de Estado de Derecho dejó sin respuesta tras la creación de los regímenes parlamentarios en las Islas Británicas en los siglos XVII y XVIII y en el continente europeo en los siglos XVIII y XIX: el Estado de derecho nacía para regular y controlar el poder. Pero ese modelo de relaciones institucionales que Otto Hintze habría de denominar, con mucho más rigor, «Estado de Poder» [5], y no «Estado de Derecho», no tenía alternativa frente a una dramática constatación: ese poder no era necesariamente justo. Mejor dicho: no tenía siquiera la inquietud o la necesidad de serlo. Por eso, como Hintze, un enemigo del nazismo que habría de terminar en el exilio, constataba ya en 1930, a la vista de la experiencia fascista, nazi y stalinista (es decir, contemplando la obra de tres religiones políticas), la democracia sucumbía y seguiría sucumbiendo frente a sus enemigos.

El éxito del vigente modelo de Estado de Derecho radica en su capacidad para encontrar la explicación y, por consiguiente, las respuestas a las insuficiencias del Estado liberal de impronta decimonónica como Estado de poder,  pero del poder  de la ciudadanía Y, además, convertir esas respuestas en alternativa política. Y, por cierto, en tiempos de populismos de todo signo recorriendo el mundo democrático, en respuestas dotadas de plena vigencia.

A partir de 1945, la democracia entendió que el poder debía ser asumido sin complejos, pero también sin resentimiento, por el pueblo, pero su ejercicio debía distinguirse por la adopción de un estilo denotado por la contención, la austeridad, el equilibrio, la humildad, y la vocación de servicio. En definitiva, que ese poder, firme y democrático, debía ser un poder pobre. No miserable, o paupérrimo, o indecoroso, sino desnudo de toda forma de afectación, de despilfarro, de despliegue de medios innecesarios. En palabras de Marc Sangnier, y después de Aldo Moro, «un poder del pueblo para la libertad».

En tiempos de desafío populista a la democracia, el razonamiento histórico puede llegar a convertirse en un enojoso obstáculo, y el historiador en un contemporáneo Laocoonte delante del caballo de Troya. O, como decía François Mauriac con enorme contundencia, «los muertos no socorren a los vivos» [6]. La historia nos explica, pero no nos justifica. La conducta nos acredita, pero no nos salva. El militar, es decir, el servidor del bien común, como el médico, o el profesor, se examina cada día. Y cada día será un nuevo comienzo en que nada se sumará al pasado. Pero la historia nos demuestra que el desafío de la convivencia para la cooperación no es una mera especulación, sino una realidad esencial a la plenitud del proyecto democrático. Que la fortaleza de ese proyecto es básica a la hora de defender a la democracia de la violencia terrorista. Y que las sociedades democráticas prevalecen cuando están, se saben y se sienten unidos en este objetivo.

Por eso, el desafío totalitario de las religiones políticas, o del entendimiento fundamentalista de cualquiera de las grandes religiones monoteístas, es negar la historia. O, en su defecto, manipularla. Negada o ignorada la historia, la negación   de la realidad, o su repulsa, son también alternativas que, como mantenía Giovanni Papini en tiempos de religión política fascista, se suman para afectar al ciudadano disconforme. Y,  en sentido opuesto, el misticismo, la abdicación de toda forma     de voluntad particular para fundirse con el mundo, o con Dios, pero como parte integrante de la un proyecto de vida que se sustenta sobre la decidida voluntad de huir de la realidad, hacen también acto de aparición cuando el ciudadano dimite del ejercicio de sus propias responsabilidades. La seguridad democrática exige la presencia y la participación cívicas, pero una presencia y participación responsables [7].

La participación, como el servicio o la donación, además de ser uno de los nombres del encuentro, es también uno de los nombres del amor. François Mauriac no se contentaba con sostener que hemos sido creados para el amor, sino que el ser que ama parecía en ocasiones feroz al amado porque su deseo lo era sin medida o, en términos del propio Mauriac: «parece inhumano porque es sobrehumano». La vocación política tiene mucho de esa pulsión muchas veces inhumana por ser sobrehumana. Cuando se considera la incondicionalidad de la entrega del servidor público, los sacrificios e incomprensiones que asume, la dureza con que sus actos y decisiones serán escrutados, la implacabilidad con la que será examinada su conducta, incluso su vida más personal, se constata que la vocación es también una manifestación del genuino amor, del amor sin medida. Y, por lo tanto, de la verdadera inteligencia sin medida, la inteligencia de quien ha captado que no hay más manera de estar en el mundo que servir a los demás.

La cultura del encuentro y, con ella, la cultura de la seguridad, exigen, además, como siempre en la vida pública, como siempre fuera de ella, la suprema virtud de la lealtad. Marcel Proust encontró una muy afortunada expresión para formular la deslealtad en todas sus variantes, tanto las más cotidianas como las más severas: la falta de formalidad, la ausencia de constancia, la traición... Decidió referirse a «las intermitencias del corazón». En democracia, las intermitencias del corazón se enfrentan con la lógica del ordenamiento constitucional. Pero también con la lógica cívica. No puede construirse ningún modelo de seguridad sin contar con la lealtad de la ciudadanía a los principios que informan el Estado de Derecho. Por eso el fundamentalismo religioso, y tanto en su acepción espiritual como en el ámbito de las religiones políticas, intenta siempre subvertir, desprestigiar o desafiar a los servidores públicos que se levantan sobre la vocación de lealtad al sistema constitucional, el sentido del deber, y el cumplimiento de la ley.

Decidía Giovanni Papini que su vida había equivalido a iniciar todo y no terminar nada. Salir en busca de todos los destinos, y no alcanzar ninguno de ellos. No es  mal resumen de una vida plena. Y tampoco es una mala descripción de la identidad democrática. Adicionalmente, iniciar y salir son dos de los verbos más representativos de la cultura cívica y la experiencia del encuentro. Y si, como decía Emmanuel Mounier, la gran fractura de humanidad del siglo XX fue la consecuencia lógica de la crisis de «las dos grandes religiones del mundo moderno: cristianismo y racionalismo»y, añadía el gran pensador de Grenoble, en el caso de la última se daba la terrible desventaja de que carecía de la esperanza que subsiste siempre en la base de la alternativa cristiana, cabe hoy oponer a esa fractura secular, política y de civilización la abrumadora lógica del encuentro.

Ciudadanas de otra patria

Poco antes de su fallecimiento en 1996, Giuseppe Dossetti fue invitado a pronunciar la lección de apertura del curso académico 1994-1995 en el Instituto Teológico Interdiocesano de la región de Reggio-Emilia. Nacido en Génova y residente en Bolonia, Dossetti conocía muy bien una tierra cuya activa resistencia contra el nazismo había liderado durante la II Guerra Mundial sin portar nunca una pistola. Vicesecretario general de la DC de Alcide de Gasperi, constituyente y miembro de la Comisión Constitucional en 1946, había abandonado la política para convertirse en sacerdote y en uno de los más influyentes teólogos del Concilio Vaticano II junto al cardenal-arzobispo de Bolonia, Giacomo Lercaro, antes de radicarse en Tierra Santa.

Enfermo y en las postrimerías de su existencia, convertido en un símbolo nacional de la Italia que había pasado en apenas medio siglo de la derrota y la postración al rango de nación fundadora de las Comunidades Europeas, la Alianza Atlántica y el G-7, Dossetti ofrecía en la que fue una de sus últimas apariciones públicas un diagnóstico de la humanidad del cambio de siglo y de milenio que, más de dos décadas después, asombra por su lúcida percepción del sentido profundo de las grandes corrientes de la historia, y que se basaba en diez ideas-fuerza:

1.   La universalización de los problemas equivale también a una cada vez más estrecha interdependencia entre las naciones, y no únicamente a la hegemonía de las grandes sobre las pequeñas.

2.   Las decisiones que, por tanto, afectan a la humanidad, se concentran en muy pocas manos. La posibilidad de consulta o participación es muy reducida.

3.   La fractura entre ricos y pobres no se ha visto compensada con el acceso a las nuevas tecnologías.

4.   El modelo de vida que propone Occidente se basa en la satisfacción de necesidades en su inmensa mayoría superfluas.

5.   Las crisis, políticas, bélicas, humanitarias, o de subsistencia, se interiorizan como parte de la cotidianidad, y no como realidades que necesitan soluciones duraderas si se desea garantizar la estabilidad y la seguridad en la propia esfera doméstica.

6.   Una nueva ética de las relaciones personales, o de la concepción de la familia y de la existencia, se ha instalado de manera irreversible.

7.   Viene el tiempo de la fragilidad de la ley y de la obediencia al Derecho.

8.   La disolución de la filosofía y del saber en disciplinas cada vez más específicas, que no aspiran a ofrecer respuestas al problema del hombre, va a erosionar la capacidad de las instituciones académicas de inspirar la existencia humana.

9.   La paulatina difusión de una visión meramente administrativa de la acción de las confesiones religiosas e, incluso, la asimilación de ese mandato en ciertos ámbitos de su vida institucional, debilitará a la propia Iglesia.

10. Y la crisis de las vocaciones religiosas perdurará [8].

Caminar por la historia exige ofrecer una respuesta a los diez desafíos enumerados por Dossetti. Ser audaz. Acudir a la imaginación. La cultura del encuentro equivale siempre a dar un salto hacia el desconocido. La última gran etapa de la experiencia democrática en el mundo, que se abrió cuando líderes dotados de una más que visible identidad religiosa, en todos los supuestos cristiana, lideraron los procesos de democratización en Alemania, Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Chile, en un proceso comparable en sus frutos al que siguió a la conclusión de la II Guerra Mundial, pero esta vez no únicamente europeo, sino universal, nos recuerda que la democracia es siempre frágil, siempre vulnerable, siempre incierta, como la propia vida humana. Helmut Kohl no vacilaba en reconocerlo abiertamente cuando evocaba los riesgos asumidos en nombre de la libertad:

«Cuando en otoño de 1989 nos pusimos en camino hacia la unificación, fue como si estuviéramos cruzando un pantano: el agua nos llegaba a las rodillas, la niebla impedía la visión, y sólo sabíamos que en alguna parte había un camino firme. Pero ignorábamos dónde exactamente. Tras tantear paso a paso, llegamos sanos y salvos al otro lado. Sin la ayuda de Dios no lo habríamos conseguido -...- Sin embargo, yo era consciente de que sólo habíamos cubierto la primera etapa de nuestra visión, que habíamos iniciado después de la guerra. Nos quedaba y nos sigue quedando hoy la culminación de la segunda: la unidad europea» [9].

Helmut Kohl era un historiador. Y eso le permitía disfrutar de una cualidad que se hace imprescindible en cualquier escenario y encrucijada de la historia, pero no digamos en la actualidad: la serenidad y la pausa que permite  contemplar  cualquier  problema con perspectiva temporal y espacial. Robert Kaplan  denunciaba  no hace  mucho  uno de nuestros grandes problemas como habitantes del siglo XXI, y no digamos uno de los principales problemas para quienes nos dedicamos a la enseñanza y a la investigación: cruzamos continentes y océanos con enorme celeridad, y con nosotros la información. Y, cuando aterrizamos, emitimos juicios, y a veces sumamente terminantes y severos, con asombrosa ligereza. No procedemos con rigor. No nos permitimos una segunda o una tercera lectura. No nos detenemos [10]. Así no se puede hacer historia. Pero, sobre todo, no se puede leer la realidad.

Una historia en donde se filtran discursos míticos que se pretenden superadores de la propia realidad. Manuel García-Pelayo explicó magistralmente el problema que subyace en la formulación de toda construcción mítica, y es la dramática realidad de cualquier forma de poder, y no digamos de su ejercicio, como expresión de la dominación de un ser humano por otro ser humano. La transfiguración de ese fenómeno de manera que pudiera llegar a ser explicable o, al menos justificable, explicaba la cristalización de soluciones políticas e institucionales a lo largo de la historia y, junto a ellas, o en su defecto, de mitos políticos. El «reino de Dios»se convirtió en un arquetipo político. Y muy especialmente en las llamadas «culturas del libro», es decir, en los tres grandes espacios de civilización que se regían por un patrón monoteísta. Tres espacios que disfrutaban, de esta forma, de un centro ordenador [11].

El poder, de esta forma, adquiría un substrato legitimador lógico, ya fuera bibliocéntrico en el caso del judaísmo (y David Ben Gurión, fundador del Estado de Israel, diría que «nosotros hemos conservado el Libro, y el Libro nos ha conservado a nosotros») e, inicialmente, cristocéntrico en el caso del cristianismo. Y, cuando gracias a la Recepción del Derecho Común, se afianza la convicción de que la voluntad de Dios se expresa a través del Derecho, iuscéntrico. Eso explica que el príncipe no sea más que un vicario de un poder cuya legitimidad descansa únicamente en su lealtad  a Dios, y que cuando el príncipe no se ajusta al Derecho en su accionar, es decir,    ni lo guarda ni lo hace guardar, el pueblo disfrute del derecho, pero también del deber, de proceder a su destronamiento. Las primeras revoluciones parlamentarias que triunfan son furibundamente confesionales, confesionales serán los primeros estados parlamentarios europeos, y la cruz se encontrará siempre en su bandera. A veces, como en el caso del Reino Unido, las cruces son tres: san Jorge por Inglaterra, san Andrés por Escocia, y san Patricio por Irlanda. La superación del Antiguo Régimen, el aniquilamiento del absolutismo, y la implantación del Estado de Derecho son procesos que obedecen a esa matriz confesional y, en el fondo de la traslación de la pulsión religiosa al ámbito de la organización política, mítica.

La concepción del poder se encuentra hoy sometida a una profunda revisión. En palabras de un gran político e intelectual, también uno de los grandes vindicadores de la libertad para los pueblos de Europa central sojuzgados por el stalinismo, Vaclav Havel, el reto es dar paso a una «revolución existencial»como «una perspectiva de reconstrucción moral de la sociedad, es decir, una renovación radical de la relación auténtica del individuo con el llamado ‘orden humano’ (y que no puede ser sustituido por ningún orden político). Una nueva experiencia del ser, un nuevo enraizamiento en el universo, una reasunción de una ‘responsabilidad superior’, una renovada relación interior con el prójimo y con la comunidad humana, está es la dirección en que habrá que proceder».

Las consecuencias políticas, para el dramaturgo y después presidente checo, son evidentes, porque se produce la construcción de estructuras en donde se procede a «la rehabilitación de valores como la confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor». Las instituciones políticas ya no obedecen a criterios técnicos del ejercicio del poder, sino que la relevancia se deposita sobre su significación intrínseca, su apertura, su dinamismo, y la capacidad de los servidores públicos de inspirar confianza con su personalidad. Más cercanía, más accesibilidad, más identidad. En definitiva, más humanidad. Más compromiso con un «presente»no sacralizado como un absoluto, sino entendido como la plasmación del conjunto de fuerzas mentales, culturales, y morales que nos presenta la historia [12].

Y el «deber de memoria»que imponía el gran Paul Ricoeur se convierte, en este punto, en algo más que un deber. Como María en la bellísima novela de Colm Tóibín, debemos poder ser capaces de afirmar que «la memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos» [13]. La confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor son los valores que integran esa memoria y esa identidad. A ejemplo de mujeres y de hombres ejemplares en el ejercicio de esos valores. Parte de la misma memoria, la misma sangre y los mismos huesos. Pero, añadiría Paul Ricoeur, los valores cívicos deben también instalarse en una visión de la justicia y de lo justo que supere la vinculación kantiana entre libertad y ley entendiendo la libertad como ratio essendi de la ley y la ley como ratio cognoscendi de la libertad. Porque esa visión únicamente conduce a la convergencia entre libertad e imputabilidad, y el consiguiente entendimiento de la responsabilidad humana como una mera obligación de reparación de daños o asunción de penas. La responsabilidad cívica en la que se fundamenta la seguridad de las grandes sociedades del siglo XXI, como la española, encuentra en la Regla de Oro o, en palabras también del filósofo de Valence, en la «poética del amor», un argumento no únicamente lírico o voluntarista, sino también racional y lógico, para definir un nuevo vínculo entre ideas, creencias y convicciones que aspiran a convivir partiendo de su mutuo reconocimiento, es decir, en el encuentro [14].

Porque  hacer  frente  al  desafío  de  la  identidad  religiosa  en  las  sociedades

«postseculares»occidentales puede equivaler, no ya a resolver un presunto problema, sino a encontrar respuestas, razones y argumentos para existir en el siglo XXI. A entender la complejidad como una motivación constante para el cultivo y el enriquecimiento de la ciudadanía que acompaña a cualquier persona y la acompaña siempre. A conocer al «otro»como una fuente de permanente aprendizaje y, por lo tanto, a concebir el espacio público como una perenne escuela de civismo y de humanidad. Querer aprender, y querer aprender juntos, los unos con los otros, y los unos de los otros, como premisa y requisito, necesario, pero no suficiente de la civilidad. Como expresión de la identidad profunda de un nuevo proyecto de civilización.

El debate sobre la confesionalidad del Estado parecía pertenecer a la historia, al menos en las democracias de tradición constitucional, y la etapa de la secularización había dado paso a un «postsecularismo»en donde los pilares de la ética pública no respondían a un concepto defensivo de la convivencia y de la tolerancia, sino a una posición cívica proactiva y positiva, en donde cooperar y convivir explicita compromisos, y no meras opciones, o expectativas, por importantes que resulten, de encontrar «esperanza» [15]. La historia nos exige hoy, sin embargo, que revisemos la presencia de las religiones en la vida pública.

Y, en este sentido, una posibilidad es acudir a la visión del fiscal que, en los Diálogos de carmelitas de Georges Bernanos, y después en la película de Raymond Leopold Bruckberger y Philippe Agostini, les recuerda a las religiosas residentes en el convento de Compiègne, durante su juicio por traición a la República, en 1794, que él es «el guardián del alma de la patria». Es decir,  la nueva legalidad no renuncia a un alma,   a una identidad y a una visión trascendente, pero su guardia y custodia pertenecen a la acusación pública cuando la institucionalidad revolucionaria se ve cuestionada implícita o explícitamente. Y, cuando la priora del convento le responde al fiscal que ella y sus religiosas son ciudadanas leales de la República, pero también ciudadanas de otra patria, el fiscal les responde que «os sobra una» [16]. El naciente Estado democrático no ve posible que la ciudadanía conciba más espacio de lealtad que a la propia institucionalidad. No hay sitio para la visión trascendente.

La otra posibilidad es la que ofrece Giorgio La Pira, miembro de la Comisión Constitucional italiana tras la II Guerra Mundial, después alcalde de Florencia durante dos períodos, jurista y profesor de disciplinas jurídicas básicas, cuando plantea que la libertad de conciencia en absoluto significa que la sociedad y la organización estatales se construyan sin juicios de valor entre los que, por ejemplo, pueda y deba figurar la humana vocación de trascendencia [17]. El planteamiento de La Pira es nítido: el Estado de Derecho, y con él una democracia basada en el reconocimiento y efectiva tutela judicial de los derechos y libertades fundamentales, unidos siempre a la condición humana y preexistentes a cualquier forma de organización institucional, la aplicación de la regla de las mayorías desde el respeto a las minorías, la división de poderes, y el imperio de la ley, la misma para toda la ciudadanía, no es una solución de convivencia aséptica o neutral. El Estado de Derecho es una apuesta histórica integral, política y, en tanto que incorporada a la ley, ética, porque toda norma jurídica es una norma política de contenido ético o, al menos, intencionalmente ético.

En conclusión: un drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva

Cuando, sintiendo cercana la muerte, el gran académico francés Jean Guitton escribió su «testamento filosófico», imaginó un encuentro con su recién fallecido presidente y amigo François Mitterrand en el más allá. Ambos comenzaron por hablar de la visión moral del mundo, y Mitterrand afirmó que, para él, la moral consistía en disminuir el sufrimiento del otro. Guitton, entonces, le respondió que, para combatir el sufrimiento humano, únicamente existían dos fórmulas: la analgésica, o la búsqueda de un sentido para la vida. Mitterrand, entonces, se negó a aceptar que el sufrimiento tuviera sentido. Y Guitton le respondió que, toda vez que el sufrimiento es inevitable, no buscar un sentido al sufrimiento equivalía a sufrir dos veces, es decir, a padecer el dolor y el absurdo [18].

Cuando François Mauriac estudió el pensamiento de Blaise Pascal, y lo hizo en conexión con la figura de Molière, recordaba a figuras intelectuales que, para llegar  a Dios, «atravesaban todo el hombre». Pascal buscaba un Dios «sensible al corazón, y no a la razón». Pero, desde una visión y un sistema de creencias muy afín al gran Premio Nobel bordelés, su compatriota Philippe Nemo advertía no hace mucho acerca del peligro que, para las grandes democracias, representaba el pensamiento

«mitologizante»frente al conocimiento y la posición cívica y racional [19]. Algo que seguramente escapa al afán y a la ambición intelectuales de nuestro tiempo. Lo que constituye una auténtica exigencia de nuestro tiempo, y para todos los tiempos, es atravesar, además de todo el hombre, a todos los hombres.

François Mauriac se definía a sí mismo como «un metafísico que trabaja con un material concreto». Probablemente ello permitió que llegara al fondo del problema que suscita el conjunto de reflexiones que integran este documento compartido: «es en nuestro interior que permanecemos libres y donde se juega el único drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva». Y ello cuando, como François Mauriac, ese drama obedece a un sistema de creencias de naturaleza religiosa, pero también cuando, como Bertrand Russell, se considera a la religión como un obstáculo contra «lo que debemos hacer», que exige «un criterio sin temor»y una «inteligencia libre»; o, como Jean-Paul Sartre, se piensa simplemente que «el hombre no es nada más que su vida»; o más modernamente cuando, como John Allen Paulos, el drama se resuelve en el territorio del escepticismo activo [20]. El ser humano no es nunca más libre que cuando se asoma al abismo de su propia conciencia. Nunca tan dueño de su existencia. Y, en la medida en que contribuye a otorgar sentido a ese drama, el impulso de trascendencia que reside en la perspectiva religiosa de la vida se convierte en una expresión siempre recelosa de toda forma de mediatización o de intervención. La seguridad pública, como condición necesaria del ejercicio de los derechos y de las libertades fundamentales, por ejemplo, como condición necesaria de la libertad religiosa, es inseparable de esa circunstancia.

Porque el mundo se enfrenta a un escenario inédito, en donde convergen dos fuerzas no sólo no contradictorias entre sí, sino también lógicamente conectadas. No se puede decir que lo que está sucediendo no resultara previsible: la globalización no aniquiló las identidades, sino que las identidades se han reafirmado, precisamente, como respuesta a la globalización. Y perspectivas muy diversas de un mismo mundo conviven dentro de un escenario que tanto espacial como mentalmente se ha visto reducido a la mínima expresión. «El otro»no pertenece ya a la esfera de lo exótico y digno de curiosidad, sino al ámbito de lo inmediato. Su presencia no se circunscribe a una exposición, o al grabado de un libro poblado por imágenes exóticas. «El otro»es una parte constitutiva de nuestras sociedades y un fragmento esencial de nuestras vidas. Ello no representa un problema cuando «identidad»no equivale a un «destino»inexorable [21]. Cuando identidad es una herramienta para compartir un mismo horizonte abierto a la presencia y participación de sensibilidades diversas. Cuando el afán de concordia y de conciliación presidente la vida cotidiana.

Los años del desencuentro se multiplican, al menos, por dos. Los vividos por cada uno de los seres humanos que ya no se encontraron nunca más. Los años que se pierden cuando las ideas, y los sueños, y los proyectos, y las experiencias no acuden a su histórica cita con las ideas, los sueños, los proyectos y las experiencia del otro, cuentan doble. Cada diálogo no mantenido, cada conversación pospuesta, cada posibilidad perdida de reconocimiento y reafirmación de nuestro amor por nuestros semejantes, multiplica por dos el paso del tiempo. Y el tiempo no tropieza ni regresa.

¿Cómo vivir, en democracia, la cultura del encuentro? ¿Cómo traducir sus enseñanzas en nuestro testimonio cotidiano como servidores públicos? ¿Qué prioridades establecer? ¿Cómo responder y qué hacer ante este maravilloso desafío de renovación, de conversión, de transformación, de apertura a la experiencia siempre fascinante, del otro?

Las claves delimitadoras de la cultura del encuentro las enumera Carlos Osoro, cardenal-arzobispo de Madrid, cuando nos propone objetivos tan formidablemente ambiciosos como no juzgar y, por lo tanto, no condenar, perdonar, y dar. Objetivos que persiguen transformar el corazón del hombre. Imaginemos una vida o, más modestamente, una política que se rige por estos cuatro infinitivos: no juzgar, no condenar, perdonar, y dar. E imaginemos esa vida, porque tendremos un marco democrático de convivencia en paz, en seguridad, y en libertad.

Guy Gilbert nos pone algunas tareas adicionales: aprender a compartir, acercarse a los que están solos como «solidaridad inmediata», combatir la desigualdad con todas nuestras fuerzas, perseverar cuando nos dicen que lo que hacemos no sirve de nada, no olvidar que la indestructible mano de la amistad atraviesa todos los muros, dedicar tiempo a los demás, no olvidar que ayudar comienza por saber escuchar, saber ser compasivo, llamar al otro por su nombre, el primer servidor de las personas dependientes profesional o vitalmente… [22].

Y, sobre todo, «ser una estrella para los demás». Y no precisamente un integrante del star system. Abrazar la vocación de la ejemplaridad, de la exigencia, del rigor, y de la excelencia profesional. Abrazar el servicio como normal de la acción. Y actuar. La convicción religiosa, decía Robert Schuman, «es la fuente interior del actuar». Y el padre de Europa añadía que, en la vida pública «el hablar poco, y el actuar pronto». Todo un desafío. A la medida de todo un tiempo.

Enrique San Miguel Pérez, ieee.es/

Notas:

1   MANN, H.: La juventud de Enrique IV. Barcelona. 1989, pp. 254-255, y La madurez del rey Enrique IV. Barcelona. 1990, p. 642. Vid. igualmente BAYROU, F.: Le roi libre. París. 1994, pp. 520- 522.

2   MONTAIGNE, M. de: Los ensayos según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Barcelona. 2007, pp. 265-266. ZWEIG, S.: Montaigne. Barcelona. 2008, p. 65. EDWARDS, J.: La muerte de Montaigne. México D. F. 2011, p. 12.

3   ENRIQUE Y TARANCÓN, V.: «Cincuenta años de sacerdocio en España». RUIZ GIMÉNEZ, J. (Ed.): Iglesia, Estado y Sociedad en España. 1930-1982, pp. 375-402. Barcelona. 1984, p. 398. BAZIOU, J.-Y.; BLAQUART, J.-L.; BOBINEAU, O. (Dirs.): Dieu et César, séparés pour coopérer. París. 2010, p. 257. Vid. igualmente BURLEIGH, M.: Poder terrenal. Religión y política en Europa de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Madrid. 2005, pp. 24-25.

4   ROTH, J. & ZWEIG, S.: Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938). Barcelona. 2014, p. 217.

5   HINTZE, O.: Historia de las formas políticas. Madrid. 1968, pp. 299 y ss.

6   MAURIAC, F.: El desierto del amor. Barcelona. 2009, p. 136.

7   PAPINI G. G.: Un hombre acabado. Palencia. 2014, pp. 117 y 184.

8   DOSSETTI, G.: Il Vaticano II. Frammenti di una riflessione. Bologna. 1996, p. 193-194. Vid. también GALLONI, G.: Dossetti, profeta del nostro tempo. Roma. 2009, pp. 145 y ss.

9   KOHL, H.: Yo quise la unidad de Alemania por Kai Diekmann y Ralf Georg Reuth. Prólogo de Felipe González. Barcelona. 1997, p. 416.

10    KAPLAN, R.: La venganza de la geografía. Como los mapas condicionan el destino de las naciones. Barcelona. 2015, pp. 22-23.

11    GARCÍA-PELAYO, M.: Los mitos políticos. Madrid. 1981, pp. 38 y ss., y 146 y ss.

12    HAVEL, V.: El poder de los sin poder. Madrid. 2011, pp. 122-123. Cfr. igualmente PETIT, J.-F.: Comment croire encore en la politique. Petite défense de l’engagement. Montrouge. 2011, pp. 48 y ss.

13    TÓIBÍN, C.: El testamento de María. Barcelona. 2014, p. 10.

14    RICOEUR, P.: Lo justo. Madrid. 1999, pp. 57 y ss., y Amor y justicia. Madrid. 1993, pp. 30-31.

15    LAROUCHE, J.-M.: La religion dans les limites de la cité. Le défi religieux des sociétés postséculières. Montréal. 2008, pp. 105 y ss. Vid. igualmente SARKOZY, N.: La République, les religions, l’espérance. París. 2006, pp. 37 y ss.

16    AGOSTINI, P. y BRUCKBERGER, R. L. (según La última del cadalso de G. von LE FORT y Diálogos de carmelitas de G. BERNANOS): Diálogo de carmelitas. Libreto. Madrid. 1960, pp. 100 y ss.

17    LA PIRA, G.: Para una arquitectura cristiana del Estado. Buenos Aires. 1955, p. 239.

18    GUITTON, J.: Mon testament philosophique. París. 1997, pp. 226 y ss.

19    MAURIAC, F.: De Pascal a Graham Greene. Buenos Aires. 1952, pp. 27 y 45, y NEMO, P.: La régression intellectuelle de la France. Lonrai. 2011, p. 11.

20    MAURIAC, F.: Mis recuerdos. Barcelona. s. a., p. 74. Vid. igualmente RUSSELL, B.: Por qué no soy cristiano y otros ensayos. Barcelona. 2004, pp. 42-43; SARTRE, J. P.: El existencialismo es un humanismo. Barcelona. 2005, p. 58; y ALLEN PAULOS, J.: Elogio de la irreligión. Un matemático explica por qué los argumentos a favor de la existencia de Dios, sencillamente, no se sostienen. México D. F. 2009, pp. 16-17.

21    RICCARDI, A.: Convivir. Barcelona. 2006, pp. 80 y ss.

22    GILBERT, G.: Ocúpate de los demás. La solidaridad, urgencia de nuestro tiempo. Barcelona. 2013, pp. 109 y ss.

Colabora con Almudi