William James

II. Una singular ceguera de los seres humanos

Nuestros juicios sobre el valor de las cosas grandes o pequeñas, depende de los sentimientos que las mismas cosas despiertan en nosotros. Cuando reputamos preciosa una cosa como consecuencia de la idea que formamos de ella, es porque la misma idea está ya asociada a un sentimiento. Si estuviésemos radicalmente privados de sentimientos y en su virtud pudiesen las ideas reinar por sí solas en nuestra mente, nos hallaríamos completamente libres de todas nuestras simpatías y antipatías, y seríamos incapaces de atribuir mayor importancia o significación a una que a otra situación, a una que a otra experiencia de nuestra vida.

Ahora bien: la ceguera de que quiero hablaros es la que todos sufrimos con relación a los sentimientos de las criaturas y de las personas diferentes de nosotros.

Somos seres prácticos y tenemos bien determinadas las funciones y los deberes que hemos de cumplir. Cada uno está obligado a sentir intensamente la importancia de sus propios deberes y la significación de las situaciones que provocan su aparición. Pero tal sensación es en cada uno de nosotros un secreto vital y en vano miramos a los demás para que sientan por ella la misma simpatía. Los demás viven demasiado absortos en los secretos vitales que les son propios para que se interesen por los nuestros. De este procede la estupidez y la injusticia de nuestras opiniones en cuanto se refieren al significado de la vida de los demás; y procede asimismo la falsedad de nuestros juicios en cuanto presumen de decidir de un modo absoluto sobre el valor de las condiciones o de los ideales ajenos.

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Tomemos como ejemplo nuestros perros y nosotros. Nos unen, como es sabido, lazos bastante más íntimos y estrechos que muchos otros que existen en el mundo. Y, sin embargo, en medio de la amigable ternura que nos liga, ¡cuán insensible es cada uno a lo que tiene más importancia en la vida del otro! Nosotros concedemos muy poca a las excelencias del hueso roído debajo de la mesa. Ellos atribuyen muy poca a las delicias de la literatura y el arte. Cuando estáis leyendo la novela más emocionante que ha caído en vuestras manos, ¿qué opinión formará al fox-terrier de vuestra actitud? Con toda su mejor voluntad, no puede explicarse su inteligencia la naturaleza de vuestra conducta. ¿Por qué estáis sentados como una estatua, cuando podríais arrojar un bastón para que corriese a cogerlo? ¿Qué misteriosa dolencia es la que os sobreviene cuando cogéis una cosa blanca y larga y la estáis mirando horas enteras, en la más completa inmovilidad y sin la menor expresión de una vida consciente? Ciertos africanos se aproximaron un poco más a la verdad, sin llegar a ella por completo, cuando se agrupaban maravillados alrededor de aquel viajero americano que había encontrado en el centro del áfrica un ejemplar del Comercial Advertiser de Nueva York y devoraba una tras otra las columnas del mismo. cuando hubo concluido, los indígenas le ofrecieron por aquel misterioso objeto un precio muy elevado, y como el viajero les preguntase para qué lo querían, contestaron: “Porque es un remedio para la vista.” Era ésta la única razón que acertaban a atribuir al prologando baño que el viajero había hecho sufrir a sus ojos sobre la superficie del periódico.

El juicio del espectador pierde el camino de las causas y no puede llegar a la verdad. El sujeto juzgado conoce una parte del mundo real que el espectador que juzga no llega en cambio a entrever: aquél conoce más lo que el espectador conoce menos; y donde existe tal conflicto de opiniones y tal diferencia de visión, hay más obligación de creer que el lado más verdadero es el de aquel que siente más, no el de aquel que siente menos.

Permitid que os refiera un ejemplo personal de esos que se registran todos los días:

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Hace algunos años, viajando por las montañas de la Carolina del Norte, pasaba junto a muchos “cowes” (que así llaman allá a unos pequeños valles tendidos entre las colinas) recientemente talados y provistos de nuevas plantaciones. Su vista me produjo una impresión completamente desagradable. Por lo regular, el colono había derribado los árboles más útiles, dejando sólo la base del tronco; pero a los árboles demasiado grandes se había limitado a abrirles una incisión alrededor del tronco con objeto de que se secaran, evitando así la excesiva sombra de su follaje; después había construido una cabaña de troncos, obturando con arcillar los intersticios, y en torno de tal escena de destrucción había dispuesto una valla rústica muy elevada para tener separados de la casa los cerdos y las ovejas. Por fin, había sembrado trigo entre los árboles y los troncos mochos que quedaban, y allí vivía con la mujer y los hijos. Toda su hacienda se reducía a un hacha, un fusil, unas pocas herramientas, algunos cerdos y algunos pollos.

El bosque había sido destruido y esto que lo había beneficiado resultaba horrible; parecía una úlcera, sin un solo elemento de gracia artificial que compensase todas las bellezas naturales que había perdido. En verdad, debía de ser desgraciada la vida del colono, navegante sin vela, como dicen los marineros, que empezaba de nuevo la existencia en el mismo punto de donde habían partido nuestros antepasados, y en condiciones muy poco mejoradas por el decurso de las generaciones que le habían precedido.

¡No me habréis de volver a la Naturaleza! —decíame al pasar por aquellos lugares bajo la opresión de la aridez que me rodeaba.— ¡No me habléis de la vida del campo para los viejos y para los niños! ¡Las pobres manos desnudas y la tierra sola para sostener la ruda batalla! ¡Jamás es dable prescindir de los últimos beneficios de la cultura! La belleza y las comodidades conseguidas por los siglos de cosa sagrada. Constituyen nuestra herencia y tenemos derecho a ella por el solo hecho de haber nacido. No es posible que persona alguna moderna desee vivir un solo día en un estado tan rudimentario y lleno de privaciones.

Y dije en seguida al montañés que me servía de guía: “¿A qué clase de genera están confiadas estas labores de tala?” “Pues, a todos nosotros —contestóme,— ¿por qué cómo podríamos acomodarnos aquí si no obtuviésemos uno de estos cowes para roturarlos?”— Comprendí instantáneamente que no había acertado a comprender el significado interior de aquella situación.

Porque a mí, aquel desmoche me daba sólo una impresión de pobreza y pensaba que a aquel que con sus vigorosos brazos y su fiel hacha lo había realizado, debía de producirle el mismo efecto. Pero él, cuando miraba aquellas monstruosas bases de troncos, recordaba una victoria personal. Todo aquello hablábale de su sudor honrado, de fatiga obstinada e industriosa, y de la recompensa final. La cabaña era para él, para la compañera, para los niños, una garantía de salvación. En una palabra: aquella tala que no era para mi retina sino un cuadro repugnante, era para él un símbolo perfumado de recuerdos morales, y le cantaba el poema del deber, de la lucha y de la victoria. Había yo estado tan ciego para la idealización peculiar de su condición, como él mismo habíalo estado seguramente respecto de mis ideales si hubiese podido dar una ojeada a las extrañas maneras académicas de mi vida doméstica en Cambridge.

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Cada vez que un método de vida comunica cierto ardor al individuo, la vida adquiere un significado esencial, genuino.

Roberto Luis Stevenson ha ilustrado este hecho con un ejemplo que expone en un ensayo que merece alcanzar la inmortalidad, tanto por la verdad del fondo como por las excelencias de la forma.

“A fines de Septiembre —escribe Stevenson— cuando se acercaba la apertura del curso y las noches iban siendo muy oscuras, empezamos a salir de nuestras respectivas casas, provistos cada uno de una linterna de ojo de buey. Tan notable fue la cosa, que determino una pequeña revolución en el comercio de la Gran Bretaña, de modo que los drogueros, al poco tiempo, empezaron a adornar sus escaparates con el artefacto que servía para nuestras particulares iluminaciones. Llevábamos la lamparilla encima de la barriga, colgada de una gancho de cricket, y por encima de ella —según la consigna que nos habíamos dado— abotonábamos el sobretodo. Aquellas lamparillas, no sólo apestaban a lata recalentada, de una manera infame, sino que por añadidura apenas ardían aun cuando las estábamos despabilando metódicamente. La verdad es que no servían para nada, de suerte que el placer que nos producían era puramente imaginario. Los pescadores ponían linternas en sus barcos, y de ellos seguramente habíamos tomado ejemplo, aun cuando ni sus linternas eran de ojo de buey, ni nosotros tratábamos de imitarles en otra cosa. Los agentes llevaban las linternas sobre la barriga y lo mismo hacíamos nosotros; pero, por lo demás, no habíamos soñado en echárnoslas de polizontes. Quizá más bien pretendíamos imitar a los ladrones, recordando edades pasadas en que las linternas de ojo de buey eran mucho más comunes, y ciertos libros de cuentos en que esta clase de lámparas hacía un papel extraordinario. Pero, lo cierto es que, en resumen, el placer que aquellos nos procuraba puede llamarse sustantivo, pues nuestra felicidad consistía pura y simplemente en ser un chiquillo con una linterna sorda debajo del abrigo.

Cuando dos de esos excéntricos muchachos se encontraban, brotaba en seguida esta pregunta: “¿Tienes tu linterna?” a la cual correspondía un ‘sí’ de persona satisfecha. Estas eran las frases de consigna, por otra parte muy necesarias, pues como era de ordenanza llevar oculta nuestra gloria, nadie podía reconocer a un portador de linterna como no fuese por lo que apestaba. Alguna vez cuatro o cinco de esos rapaces se recogían bajo el vientre de algún barco de pesca, o en alguna caverna de la playa, mientras el viento batía a más y mejor. Parece que entonces se abrían los sobretodos y quedaban las linternas al descubierto: a su luz vacilante, bajo la bóveda pavorosa y agitada de la noche, acariciados por el aroma de lata asada, aquellos jovencitos se apretaban unos contra otros sobre la arena fría o sobre la palanca del barco de pesca, embriagándose de cuentos adecuados a las circunstancias. ¡Por desgracia, no puedo referiros uno como ejemplo!... Pero el relato no pasaba de ser un condimento, y hasta esas mismas reuniones no eran más que fenómenos accidentales en la carrera de los portadores de linternas. La esencia de aquella gloria paradisíaca consistía en caminar solos bajo la negra noche, con la lámpara cubierta y el sobretodo bien abrochado, sin que se escapase un solo rayo de luz que nos permitiese ver donde poníamos los pies, ni descubrir al público el secreto de nuestra felicidad.

Se ha dicho que en el corazón de todo hombre, aun del más torpe, ha muerto joven un poeta. Se puede sostener también que un bardo (inferior a un poeta en muchos respectos) sobrevive en la mayoría de los casos, y forma el perfume de la vida de aquel que lo posee. No se hace bastante justicia a la fluidez y frescura de imaginación del hombre. Su vida parecerá desde fuera un insignificante montículo de tierra; pero su corazón puede encerrar un camarín de oro donde encuentre un baño de delicias. Aun cuando siga una senda muy sombría, ¿quién os dice que no lleva sobre la barriga alguna linterna de ojo de buey?

Da una excelente idea de la rapidez de la vida, la leyenda de aquel hermano que atravesando el bosque, se para a escuchar el canto de un pájaro, oye dos o tres gorjeos y regresa al convento. Pero allí le miran como un extraño por haber estado ausente tanto años. Sólo uno de sus compañeros sobrevive y éste consigue reconocerle después de muchos esfuerzos.

La morada de este pájaro hechicero no es solamente el bosque. Canta donde más impresión puede producir. El mísero escucha y sucumbe al encanto: entonces sus días son momentos. Sin otro amuleto que una hedionda lámpara, helo evocado yo sobre la playa desierta. Toda vida que no sea puramente mecánica, se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo. Por esto es muy difícil apreciar el valor de una vida y es imposible comunicar a otra las delicias que cada una posee. El conocimiento de este hecho y el recuerdo de las horas felices en que el pájaro ha cantado para nosotros, nos hace leer con asombro las páginas de los escritores realistas. En ellas encontramos un cuadro exacto de la vida en cuanto se compone de cal y de hierro, de deseos y temores a bon marché que nos avergonzamos de recordar; pero de las notas de aquel ruiseñor devorador del tiempo no encontramos el menor eco.

Si en alguna novela realista habéis encontrado algo que se pareciese a la historia de mis portadores de linternas sobre la barriga, habréis hallado la descripción de unos muchachos ateridos de frío, hundidos en la arena de la playa y sobrecogidos de terror— y así es verdad que estaban; y habréis leído sus discursos estúpidos e indecorosos— que también es verdad que eran así. A vuestros ojos de lector aquellos chicos estaban mojados, fríos y asustados; pero preguntadles a ellos y os dirán que se hallaban en un paraíso de recónditos placeres, aun cuando estos no tuvieran otro fundamento que una linterna que apestaba endiabladamente.

En verdad, para decirlo una vez más, el fondo del placer de un hombre es a veces muy difícil de comprender. Puede unas veces derivarse de un simple accesorio, como una linterna, de igual modo que puede obedecer a misteriosos procesos psicológicos. Tiene tan pocos lazos con las cosas externas, que puede ni siquiera tocarlas, de modo que la verdadera vida del hombre, aquello que es causa de que acepte con agrado el seguir viviendo, se encuentre del todo en el campo de la fantasía. En tal caso la poesía rueda oculta.

El observador —pobre espíritu documentado— anda perdido. Porque mirar al hombre es bien poca cosa. podemos ver el tronco de que se nutre, pero él mismo está fuera y lejos, en la cúpula verde del follaje, a cuyo través murmura el viento, y donde los pájaros fabrican amorosamente sus nidos. El verdadero realismo es siempre y en todas partes el de los poetas, que buscan donde reside la alegría para prestarle con sus cantos una voz que llegue muy lejos.

No conseguir la alegría es perderlo todo. En la alegría de cada uno que obra consiste el sentido de todas sus acciones; su explicación, su excusa. Para el que ignora el secreto de la linterna, la escena de la playa carece de sentido. De aquí proviene la falta de realidad de obsesionante y verdaderamente fantástica de los libros realistas. En ninguno de ellos encontramos la poesía personal, la atmósfera encantada, la obra irisada de la fantasía que viste lo que está desnudo y parece ennoblecer lo más bajo. En todos ellos la vida cae muerta como el barro, en vez de levantarse como un globo a los vivos colores del sol naciente. Ninguno de ellos es verdadero, porque ningún hombre vive la realidad exterior entre sales y ácidos, sino en la cálida camarilla fantasmagórica de su cerebro formado de vidrieras decoradas y paredes cubiertas de pinturas” [5].

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Estos parágrafos son lo mejor que conozco de Stevenson. "No conseguir la alegría es perderlo todo." Así es, en realidad. Cada uno de nosotros tiene una vocación singular bien especificada como suya propia. No parece sino que la energía necesaria para los deberes particulares sólo puede alcanzarse haciendo impenetrable el corazón para todo lo que sea diferente de ellos; de suerte que nuestra obtusidad para comprender las formas particulares de alegría, con excepción de una sola, viene a ser el precio con que pagamos el ser criaturas prácticas. A veces en algún mísero soñador, en algún filósofo, poeta, novelista —o cuando el hombre práctico se enamora— cede la dura corteza exterior, y una ojeada lanzada como un relámpago en el mundo efectivo —como le llama Clifford— en el vasto mundo de vida interior que irradiamos, tan diferente del mundo de las apariencias externas, ilumina nuestra mente. Esto basta para conmover todo el esquema habitual de nuestros valores, para que nuestro Yo se descomponga, y sus limitados intereses queden a un lado: es preciso hallar un nuevo centro, una nueva perspectiva.

Este cambio se halla muy bien descrito en Josiah Royce:

"¿Qué es, pues nuestro vecino? Has mirado su pensamiento y su sentimiento como algo diferente de los tuyos. Te has dicho: "Un dolor en él, es semejante a un dolor a mí, pero mucho más fácil de soportar." Te produce el efecto de algo menos vivo que tú: su vida es oscura, fría: un pálido fulgor en comparación con tus ardientes deseos. Así, a tientas y por instinto, has juzgado a tu vecino sin conocerlo, porque eres ciego. Has hecho de él una cosa, no un yo. Abandona tal ilusión y procura simplemente conocer la verdad. El dolor es el dolor, la alegría es la alegría en todas partes como en ti mismo. en todos los trinos de los pájaros del bosque, en los aullidos todos de los animales heridos o moribundos; en el mar sin límites donde miriadas de criaturas se agitan y perecen; entre todos los salvajes; en toda enfermedad y en todo júbilo y en toda esperanza; dondequiera, desde lo más bajo a lo más noble, se halla la misma vida consciente, ardiente, llena de voluntad, indefinidamente múltiple, como las formas de las criaturas vivientes, inextinguiblemente como los rayos del Sol, real como esos impulsos que ahora mismo palpitan en tu pequeño corazón de egoísta. Levanta los ojos, observa esa vida y luego ve y desmiéntela si puedes. Como hayas conocido esto, habrás ya empezado a conocer tu deber" [6].

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Esta visión más elevada de un significado interior en todo aquello que hasta entonces habíamos considerado fríamente de un modo exterior, a veces invade a una persona de improviso, y cuando esto ocurre forma época en la historia del sujeto. Existe en aquel momento una profundidad de concepción que nos obliga a atribuir a aquel instante una realidad mucho mayor que a las demás ocasiones de la vida.

La pasión de amor se revelará en un individuo como una explosión, y determinará en otro una melancolía que durará toda la vida, como si llevase un clavo hundido en el pecho.

Este místico sentido de secreta significación procede quizás de causas naturales sobrehumanas.— Corto un pasaje de Oberman, novela francesa que alcanzó cierta fama en sus tiempos:

"París 7 de marzo.—Estaba el día encapotado y frío, y, sintiéndome melancólico, paseaba falto de ocupación. Pasé junto a unas flores colocadas a la altura de mi pecho: era unos junquillos y me produjeron una violenta impresión de deseo: eras las primeras flores del año. Sentí de pronto toda la felicidad que está reservada al hombre. la armonía de las almas que no tiene expresión posible, el fantasma del mundo ideal surgió en mí con toda su plenitud. Jamás había sentido nada tan grande y tan súbito. No sé qué formas, qué analogías, qué secretas afinidades hiciéronme ver en aquellas flores una belleza sin límites... Jamás podré expresar en concepción alguna esta inmensidad, este poder que no tiene expresión humana; esta forma que jamás se contendrá en ninguna parte, este ideal de un mundo mejor, que se siente, pero que parece no haber sido creado por la naturaleza" [7].

Wordsworth y Shelley han sido pródigamente dotados para sentir esa significación oculta de las cosas naturales. En el primero se ofrece tal cualidad con caracteres de austeridad:—“En toda forma natural, roca, fruto o flor, aun en la misma piedra abandonada en el camino público, existe una vida moral. Yo la veía sentir o la asociaba a algún sentimiento: la gran masa yace sepultada en alguna alma que la estimula, y todo lo que yo miraba, tenía para mis ojos un significado interior” [8].

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"¡Manifestaciones auténticas de cosas invisibles!"— Bien se comprende, por lo expuesto, que lo que sentía Wordsworth en sus arrebatos y en la luz que le daba vida, era ese presencia de algo desconocido en la naturaleza, que no podía exponer con orden lógico ni con sonidos articulados. Para él basta que por sí mismo haya experimentado momentos de arrebato semejantes; los versos en que Wordsworth expone simplemente el hecho, suenan como una afirmación autorizada que halaga el corazón: "Espléndida —despuntó el alba, como una pompa insuperable, —gloriosa como nunca la había visto. Delante de mí —el mar rielaba en lontananza: más cerca aparecían las sólidas montañas relucientes como las nubes —verdeantes, perdiéndose en las luces del cielo; —y en las praderas y en los planos inferiores— se mostraba toda la dulzura de una colina,—nieblas, vapores y la melodía de las aves, —y los campesinos que iban a la labor de los campos."

"Ah, no necesito decirte, caro amigo, que mi corazón —hallábase colmado hasta los bordes; yo no hacía votos —pero se hacían votos por mí; un lazo para mi desconocido —se estrechaba; yo debía haber sido desde aquel instante, cantando siempre más —un espíritu delicado. Por esto me marché —lleno de una santidad agradecida que todavía dura."

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Cuando Wordsworth se marchaba lleno de su inmensa alegría interior, respondiendo a la vida secreta de la naturaleza que a su alrededor se agitaba, los aldeanos próximos a él, preocupados por sus tareas, debieron juzgarle un personaje bien insignificante y medio tonto. No se les ocurriría ciertamente la idea de maravillarse de lo que llevaba en su interior. Y sin embargo, aquella vida interior encerraba la esencia de un significado que ha alimentado muchas otras almas y que aun hoy día las llena de una interna alegría.

Ricardo Jefferies ha dejado un notable documento titulado La historia de mi corazón; y en él cuenta prolijamente el arrebato que le producía el sentir en su juventud la vida de la naturaleza. A propósito de la cumbre de cierta colina dice lo siguiente:

"Estaba absolutamente solo con el sol y la tierra. Acostado en la hierba hablaba con la voz del alma, a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas, al Océano distante, más allá de mi vista... Con toda la intensidad del sentimiento que me exaltaba, en la comunión estrecha que me ligaba a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas que la excesiva luz me ocultaba, el Océano —no es posible expresar con palabras la vibrante profundidad de estos sentimientos— con todas estas cosas yo me he divertido como si fuesen los trastes de un instrumento que yo pulsase. El sol inmenso derramando luz, la tierra poderosa —tierra querida, — el cielo ardiente, el aire puro, el pensamiento del Océano, la inefable belleza de todas las cosas, me llenaban de un arrebato, de un éxtasis, de un soplo divino. Aquel soplo me hizo rezar... Y la plegaria, esa emoción del alma, era fin de sí misma; yo no la individualizaba en un objeto: era una pasión. Escondí el rostro en el césped. Estaba postrado, me sentía arrebatado, arrastrado muy lejos... Si algún pastor me hubiese visto en aquella postura, se hubiera figurado que estaba descansando, porque mi estado no se traducía en modo alguno al exterior. ¿Quién hubiera podido imaginar el torbellino vertiginoso de la pasión que se agitaba en mi pecho, mientras estuve tendido en aquella colina?" [9].

¡He aquí una hora de vida inútil si se la quiere apreciar contrastándola con la unidad del valor comercial! Y, con todo, ¿cómo establecer el valor de una hora si no es dable apreciarlo con unos sentidos afinados como los de Jefferies y Wordsworth?

¡Ah! Pero al afán de los intereses prácticos nos vuelve tan ciegos y tan sordos para otra cosa, que no parece sino que sea preciso perder todo valor de ente práctico si se quiere alimentar la esperanza de conseguir cierta agudeza y alcance de visión que nos permita formarnos un concepto del significado de la vida desde un punto de vista suficientemente amplio. Solamente vuestros místicos, vuestros soñadores y tal vez vuestros payasos y vuestros vagabundos, pueden permitirse esa ocupación tan simpática, una ocupación que descompone en un abrir y cerrar de ojos, toda la vieja escala de los valores humanos, dando a la pereza más precio que al poder y arrojando al aire en un minuto todas las distinciones que un hombre común, fiel a los convencionalismos, emplea su vida entera en echarse encima. Así podréis ser profetas, pero no obtendréis éxitos en el mundo.

Walt Whitman, por vía de ejemplo, es considerado por muchos de nosotros como un profeta contemporáneo. Ha abolido las distinciones entre los hombres, ha roto con todos los convencionalismos, y difícilmente ama o celebra un atributo humano que no sea común a todos los miembros de la raza. Por esto es una especie de vagabundo ideal: un caballero errante de los imperiales de los ómnibus o de los barcos de vapor, y tanto si se le considera desde el punto de vista práctico, como desde el punto de vista académico, es un ser sin valor, perfectamente improductivo.

Sus versos son simples hilos de cosas sin tema, sin verbo, series de interjecciones hasta perder el fiato. Ha sentido el movimiento dela muchedumbre con el mismo arrebato con que Wordsworth sentía la montaña: lo ha sentido como una presencia, significativa como ninguna, tanto que el mero hecho de absorber en ella la propia mente constituye para él una tarea bastante a llenar la vida entera de un hombre de bien, acostumbrado a tomar las cosas por el lado serio.

He aquí lo que siente nuestro profeta cuando encuentra el barco de Brooklin:

"¡Onda que surges bajo mis pies! Yo te miro frente a frente.—¡Nieblas del Oeste! ¡Elevado sol del Mediodía! También os miro cara a cara. ¡Multitud de hombres y de mujeres vestidos con vuestros trajes de costumbre! ¡Qué cosa tan curiosa sois para mí!— Los centenares y centenares que veo volviendo a casa en los barcos, excitan mi curiosidad mucho más de lo que podréis suponer;— y vosotros que hace años atravesáis de una a otra orilla, sois para mí mucho más de lo que pensáis, entráis en mis meditaciones mucho más de lo que os es dable suponer.—Otros entrarán en el barco y pasarán de una orilla a otra.— Otros habrá que miren el curso de las ondas.— Otros verán la barca del Manhattan al Noroeste y la altura de Brooklin al Sudeste.— Otros verán las islas grandes y las pequeñas islas.— Dentro de cincuenta años, otros verán todo esto, mientras atraviesen el río, bajo el sol del Mediodía.— Y dentro de cien años y de otros cien años más, otros las verán.— Gozarán de la salida del sol, del flujo y del reflujo de las aguas.— Nada importa el tiempo ni el espacio, nada la distancia.— Lo mismo que sentís contemplando el río o el cielo, lo he sentido yo a mi vez.— Como cualquiera de vosotros forma parte de esa multitud viviente, formo yo parte de ella.— De igual modo que vosotros, me refrescan a mi las brisas del río.— Lo mismo que vosotros miráis los innumerables mástiles de las embarcaciones y las infinitas chimeneas de los vapores, los he mirado yo antes.— Infinitas veces, infinitas veces he atravesado el río a las doce del día.

He mirado los albatros y los he visto elevarse en el aire y sostenerse sobre sus alas inmóviles. —He visto el fulgor del sol iluminar partes de su cuerpo, dejando el resto en la sombra.— He visto sus lentos y anchos círculos, inclinarse gradualmente hace el Sud.— Y las blancas velas de los bergantines y de las navecillas, y las grandes embarcaciones firmes sobre sus anclas,. Y los marineros trabajando en las cuerdas, y sus gallardetes flotando al viento.— Y los cendales del crepúsculo, las oleadas majestuosas, y las crestas de espuma gárrulas y centelleantes.— La lontananza que se va oscureciendo.— Los muros grises de granito de los almacenes del puerto.— En la vecina playa los ardientes fuegos de los hornos de fundición irguiéndose en medio de la noche y haciendo volar sombras negruzcas.

—Estas y otras muchas cosas eran para mí lo mismo exactamente que son para vosotros” [10].

Y así va siguiendo un poema divinamente bello. Si además deseáis saber cuál sea —según el— la mejor manera de aprovechar la oportunidad de la vida que el cielo ofrece, leed el delicioso volumen de sus cartas a un joven amigo suyo:

"Nueva York, 9 de octubre de 1868.

Querido Pete: ¡Qué mañana tan hermosa, serena y fresca! He salido para dar un corto paseo a lo largo del río que dista poco de mi casa. ¿Te he de decir qué es de mi vida? Generalmente, por la mañana escribo, después me baño; salgo cerca de mediodía, paseando a la ventura, o llego con algún amigo hasta el centro de la ciudad, o bien hago algunas compras. Si el tiempo es a propósito, me hago llevar por algún cochero amigo sobre el Broadway de la calle vigésima tercia de Bowling Green, tres millas para la ida y tres para el regreso. Todos los días tengo mucho que hacer: no hay hora para mí sin ocupación. Es una diversión sin límites: un estudio y un recreo, el pasear en carroza un par de horas a lo largo de Broadway: todo lo voy viendo como en una especie de panorama viviente que nunca se acaba: muestras de comercio, espléndidos edificios con grandes ventanales; pasan de continuo por las aceras mujeres ricamente vestidas, siempre diferentes, mucho mejores que todo lo demás que pueda verse... Un verdadero río de gente... Hombres también muy bien vestidos a la última moda, infinidad de forasteros, multitud de coches particulares y de alquiler, los ómnibus de los hoteles, carros, vehículos de toda especie... Y el esplendor de la calle con tan suntuosos edificios, incrustados muchos de mármol blanco; y la alegría y el movimiento que se nota en todas partes... Ya comprendes que estoy es muy bello, cuando hace buen tiempo, para un vagabundo como yo que se goza lo que es decible viendo el mundo de los negocios agitarse en torno, mientras cómodamente mira y observa” [11].

***

Fútil manera de pasar el tiempo —pensaréis muchos de vosotros,— y, sin embargo, es muy conveniente para un hombre de cierta edad. Porque, vamos a ver, profundizando la materia, ¿quién es que conoce mayor parte de la verdad, y quién menor parte de ella, Whitman sobre su imperial del ómnibus, lleno de la intensa satisfacción que le inspira el espectáculo, o vosotros llenos del desdén que sentís por la futilidad de su ocupación?

Cuando vuestro vulgar brooklinés o neoyorkino, que vive una vida demasiado lujosa, o está melancólico e inquieto por sus negocios personales, encuentra el barco o pasea por el Broadway, su fantasía no puede, como la de Whitman, "levantarse y cernirse entre los colores del crepúsculo", ni en su interior puede en modo alguno realizar el hecho indiscutible de que nunca, en lugar alguno, en tiempo alguno, este mundo contiene una cantidad mayor de divinidad esencial o de significación eterna, que la que informa el espectáculo que sus ojos ven con tanto indiferencia. Allá está la vida, y un paso más allá está la muerte. Allá está la única forma de la belleza que ha existido. Allá, la antigua batalla humana con los frutos que ha producido. Allá, el espíritu y la letra: lo real y lo ideal reunidos. Pero para el ojo mortecino y flojo todo es vulgar e inexpresivo, fatigoso y desagradable. "¡Puah! ¡qué repugnante visión!"— decía Carlyle cuando paseaba de noche con alguno que le llamaba la atención sobre el esplendor del firmamento. Así ocurre que la eterna repetición de una escena por todas las generaciones, que el eterno retorno del orden establecido, que llenan de íntima satisfacción a un Whitman, constituye para un Schopenhauer una anestesia emocional, el ingrediente principal del tedio para un espíritu como el suyo lleno hasta los bordes del sentimiento de "terrible vanidad interior" ¿Qué cosa es en suma la vida—se pregunta— sino la eterna representación de la misma vanidad, el mismo ladrar de los perros, el mismo sempiterno graznar de las aves? Y, sin embargo, de las mismas fibras de que están formadas esas futilidades, está compuesto y tejido el material de todas las excitaciones, de todas las alegrías, de todas las significaciones que fueron, son y serán en el mundo.

El sentirse, como Whitman, arrebatado por el simple espectáculo de la presencia del mundo, es un modo, y en verdad, el modo más fundamental de reconocer su significado y su importancia inconmensurable. ¿Pero, cómo se puede llegar al sentimiento del significado vital de un experimento, si no se sabe por dónde empezar? No existe para esto precepto alguno. Siendo un secreto y un misterio, frecuentemente ocurre de un modo inesperado y misterioso. Quizá florece en la misma tumba donde creíamos para siempre enterrada nuestra felicidad. Benvenuto Cellini, después de una vida pasada en los esplendores del Renacimiento, entre las aventuras y las excitaciones del arte, hállase de improviso recluido en la base de la torre mayor del castillo de Sant’Angelo, lugar horrible abundante en ratones, humedades e inmundicias. Sobre esto, tiene una pierna rota y el escorbuto hace castañetear los dientes. Sin embargo, sus pensamientos se dirigen a Dios, como nunca lo había hecho hasta entonces. Consigue proveerse de una Biblia y la lee durante la única de las veinticuatro horas del día en que un rayo de luz reflejada penetra en su pocilga; tiene visiones místicas; canta salmos y compone himnos sacros.

Y pensando el último día de Julio en las fiestas religiosas que al día siguiente han de celebrarse en Roma, hace esta observación: "En años anteriores celebré esta fiesta entre las vanidades del mundo, pero este año la celebraré con la divinidad de Dios. Por esto dígome a mí mismo: ¡Oh, cuánto más feliz y soy con esta mi vida presente, que con todas aquellas cosas que recuerdo!" [12].

Mas el gran intérprete de estos misteriosos y eternos flujos y reflujos es el conde Tolstoi, pues constituye el relieve de todas sus novelas. Pedro, el héroe de La guerra y la Paz, es reputado el hombre más rico del imperio ruso, y durante la invasión francesa cae prisionero y es conducido muy lejos por el enemigo en su desastrosa retirada. Asáltanle todas las formas de miseria: el frío, el hambre, la sed, los gusanos, y de todo ello resulta en su mente una revelación de la escala real de los valores de la vida. "Entonces solamente apreció, porque se hallaba privado de ello, el goce de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando se tiene frío y de hablar cuando deseaba conversación... Más tarde, recordaba siempre con alegría aquel mes de esclavitud, y no cesó de hablar con entusiasmo de las inefables sensaciones y, sobre todo, de la calma moral que había experimentado durante aquel período de su vida. Cuando al amanecer del día siguiente a aquel en que cayó prisionero, ve la cúpula oscura todavía y las cruces del monasterio, el rocío brillante sobre la hierba polvorienta, la montaña y sus vertientes cubiertas de bosque que se perdían a lo lejos en una niebla grisácea; cuando se siente acariciado por una fresca brisa, y de improviso mira brotar la luz entre los vapores de la niebla y el sol levantarse majestuoso por entre las nubes, las cruces y la cúpula, y en lontananza el río brillar a sus rayos esplendentes y juguetones, el corazón de Pedro da un vuelco de emoción. Aquella emoción ya no le abandonó: no hizo sino centuplicar sus fuerzas a medida que se hacían más graves las dificultades de su situación... De todo aquello que le pasaba, del género de vida a que forzosamente se hallaba sometido, dedujo que el hombre había sido creado para la felicidad, que esta felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las exigencias cotidianas dela existencia; y que la desgracia es el fatal resultado, no de la necesidad, sino de la abundancia. Acabábase de revelar en él una nueva y consoladora verdad: la de que en este mundo nada hay irremediable, y que, del mismo modo que el hombre jamás es del todo feliz e independiente, tampoco es nunca del todo infeliz y esclavo. Comprendió que el padecimiento tiene sus límites, lo mismo que la libertad, y que dichos límites se tocan: que el hombre acostado en un lecho de hojas de rosa, de las cuales está doblada una sola, sufre tanto como el que adormeciéndose sobre el suelo húmedo se siente transido de frío: que él mismo había sufrido tanto con los zapatos de baile demasiado ajustados, como entonces con los pies desnudos y doloridos...

Reinaba la calma en el vivac, una hora antes tan animado con el rumor de las voces y el chisporroteo de las hogueras, cuyos tizones palidecían y se apagaban poco a poco. La luna llena tocaba al cenit: los bosques y los campos, hasta entonces invisibles se dibujaban claramente alrededor, y más allá de aquellos campos y de aquellos bosques inundados de luz, la vista se perdía en la infinita profundidad de un horizonte sin límites. Pedro, con la mirada sumergida en el firmamento, donde centelleaban en aquel instante miriadas de estrellas, pensó: "Todo esto es mío: ¡todo esto es en mí y es yo! ¡Y se figuran haber hecho prisionero esto!¡Y esto es lo que se figuran haber encerrado en una barraca!" Sonrió y volvió a acostarse entre sus compañeros" [13].

La ocasión y la experiencia no tienen importancia alguna. Todo depende de la capacidad que tiene el alma para ser impresionada, de sentir la propia corriente vital vibrar a impulsos de lo que encuentra al paso. "Atravesando un lugar muy común—dice Emerson—con los patines de nieve, al caer la tarde y bajo un cielo plomizo, sin tener en mi pensamiento ningún motivo especial, me ha dado un acceso de risa. Me ha alegrado la idea de mi rinconcito junto a la lumbre."

***

La vida merece siempre ser vivida y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente. Muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito y a desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida.

En semejantes condiciones, el remedio consiste en el descenso a un nivel más primitivo. Ser prisionero, náufrago o soldado por fuerza, servirá siempre para mostrar la bondad de la vida a muchos pesimistas cultos. Viviendo al aire libre y sobre la tierra, el plato de la balanza que estaba bajo se levanta lentamente hasta hallarse en equilibrio, y la hipersensibilidad y la insensibilidad se equiparan. Los atractivos de los esquemas ficticios palidecen, mientras crecen y aumentan cada vez más los de ver, oler, gustar, dormir, actuar con el propio cuerpo. Los salvajes y los hijos de la naturaleza, a los cuales nos estimamos muy superiores, viven ciertamente en condiciones que para nosotros serían mortales, y, sin embargo, si ellos tuviesen la facilidad de escribir que nosotros tenemos, con seguridad harían conferencias sensacionales sobre nuestra impaciencia por mejorar y sobre nuestra ceguera respecto de los bienes estáticos fundamentales de la vida.

"¡Ah! Hijo mío—decía a un su huésped blanco un jefe de tribu india.— Tú nunca conocerás la gran felicidad de no pensar en nada y de no hacer nada. Esto, después del dormir, es la cosa más encantadora. Así éramos antes de nacer y así seremos después de muertos. Tu gente, cuando ha acabado de cultivar un campo, va a roturar otro; y, como si no fuese bastante el día, he visto a algunos labrando a la luz de la luna. ¿Qué significa su vida comparada con la nuestra, su vida que consumen de esta suerte? ¡Ciegos, que todo lo pierden! ¡Nosotros, en cambio, vivimos al día!" [14].

***

El intenso interés que puede asumir la vida puesta al nivel de la falta de pensamiento, al nivel de la pura percepción sensorial, ha sido descrito magistralmente por W. H. Hudson en su obra: Idle days in Patagonia.

"Pasé la mayor parte de un invierno —escribe dicho admirable autor— en una población sobre el Río Negro, a setenta u ochenta millas del mar.

Solía salir todas las mañanas a caballo, con el fusil y seguido de un perro, trotando a lo largo del valle. Apenas entraba en el enorme y uniforme bosque, me sentía tan solo, como si, no cinco, sino quinientas millas me separasen del valle y del río.

¡Tan salvaje me parecía aquella soledad gris que se extendía hasta lo infinito, no tocada aún por la mano del hombre, y en la cual los animales eran tan raros que ni siquiera habían trazado un sendero visible entre los espinos!... no una, no dos ni tres veces, sino todos los días volví a aquella soledad por la mañana como a una fiesta, abandonándola solamente cuando el hambre, la sed o el sol me obligaban a ello. Y con todo ningún motivo que yo pudiese explicar con palabras me impulsaba a ir allá, pues aunque llevaba un fusil, no podía tirar, ya que la caza estaba en el valle que quedaba detrás de mí... A veces paseaba todo un día sin ver un mamífero, y quizá no más allá de una docena de pájaros. El tiempo durante aquella estación era poco simpático: de ordinario un ligero velo de niebla cubría el cielo, y a menudo un viento helado me entorpecía la mano con que sujetaba la brida. Cabalgaba horas y horas seguidas con un paso lento que en otras circunstancias no habría podido resistir. Llegando a una colina, aceleraba el paso para alcanzar la cima, desde la cual contemplaba el paisaje que se extendía por todas partes con ondulaciones de un aspecto áspero e irregular. ¡Todo era gris! Solamente en el horizonte la línea ondulada de las colinas tomaba un color un poco más obscuro a causa de la distancia. Descendiendo de mi observatorio, buscaba otros puntos elevados para ver desde otro lugar la misma escena, y así sucesivamente durante horas y horas. Al medio día, me apeaba y me sentaba o tendía sobre el plaid desplegado, durante más de una hora.

Un día descubrí un bosquecillo de veinte o treinta árboles muy bien colocados, que presentaba señales evidentes de haber sido frecuentado por un rebaño de ciervos u otros animales silvestres. Aquella colina se distinguía poco de las que la rodeaban, y se convirtió a los pocos días para mí en una costumbre y en puntillo de amor propio, el encontrarla y hacer de ella el lugar de mi reposo al medio día. No comprendo por qué había hecho aquella elección, y muchas veces desviaba mucho de mi camino para ir a sentarme allá, en vez de hacerlo bajo cualquiera de los millones de árboles que cubrían todas las colinas. Lo hacía sin propósito alguno, sin pensar, de una manera inconsciente. Más tarde, parecíame, sin embargo, que habiendo descansado allí una vez, se renovaba mi deseo de hacerlo allí en las veces sucesivas, asociándose a la imagen de aquel grupo de árboles de tronco liso; y así formóse en mí en poco tiempo el hábito de volver a descansar en aquel lugar preciso.

Es quizá inexacto decir que me sentaba a descansar, porque en realidad no estaba fatigado, pero érame muy grata aquella pausa al medio día. Nunca había oído el menor rumor: ni el de una hoja cayendo de un árbol.

Un día mientras escuchaba el silencio, ocurrióseme asombrarme del efecto que habría producido si de pronto me hubiese puesto a gritar con todas mis fuerzas. Parecióme una horrible sugestión y casi me hizo temblar. Con todo, en aquellos días de soledad, era una excepción que un pensamiento atravesase mi mente, hasta el punto que en aquel estado de ésta hubiérame sido imposible pensar. Mi condición era la suspensión y la vigilancia, y, sin embargo, no esperaba aventuras de ninguna clase, y me sentía tan libre de temores como en mi estudio de Londres...

Ciertamente había retrocedido, porque aquel estado de vigilancia y de atención excesiva, acompañado de la paralización de las facultades intelectuales superiores, representaba el estado mental del salvaje puro, que piensa poco, razona poco, guiándose por sus percepciones puramente sensorias: hállase en perfecta armonía con la naturaleza, casi al nivel, mentalmente, de los animales salvajes a quienes acecha y por quienes tal vez es acechado” [15].

Para el lector, las horas que Hudson describe no pasan de ser la relación de una vaciedad en la que no ocurre nada ni hay cosa alguna que describir. Son lapsos de tiempo sin significación. En cambio, para el que siente su secreto interior, revisten una gran importancia. Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad —si así queréis que se diga,— mas también con su vigilancia y con su felicidad suprema. Las fiestas de la vida son las funciones de ella cubiertas con aquella especie de mágico encanto que no puede ser descrito.

Y ahora bien, ¿cuál es el resultado de todas estas consideraciones y de tantas citas? Es negativo en un sentido, y positivo en otro. Por una parte, nos prohíbe absolutamente juzgar con precipitación que carecen de sentido las formas de existencia diversas de la nuestra; y nos impone la tolerancia, el respeto, la indulgencia para todos los que vemos sin afectación interesados y felices en la senda que siguen, aun cuando no acertemos a explicárnosla. En pocas palabras: ni toda la verdad, ni toda la bondad se revelan a un solo espectador, sino que cada observador individual alcanza una superioridad parcial de visión gracias a la peculiar posición en que se encuentra. Hasta las cárceles y las salas de los hospitales tienen sus revelaciones. Basta querer que cada uno de nosotros sea fiel a la propia oportunidad y se aproveche cuanto pueda de sus propios bienes, sin la pretensión de someter a reglas el resto de vasto campo.

William James, unav.es/

Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)

Notas:

5. R. L. Stevenson, The Lantern-bearers, en el volumen titulado: Across the Plains.

6. Josiah Royce, The Religious Aspect of Philosophy, págs. 157-162.

7. De Sénancour.Oberman. Lettre XXX.

8. Wordsworth, The Prelude.Bk. III.

9. Jefferies, ob. cit., págs. 5 y 6. Boston, Roberts, 1885.

10. Walt Whitman, Crossing Brooklin Ferry.

11. Whitman, Calamus, págs. 41-42. Boston, 1897.

12. Vida de Benvenuto Cellini, Libro II, cap. IV.

13. L. Tolstoi, La guerre et la paix, vol. III, págs. 268, 276, 316. París, 1884.

14. Citado por Lotze en el Microcosmus, vol. II, pág. 240.

15. W. H. Hudson, Ob. cit., págs. 210-222.

William James

PRÓLOGO

No vayáis a creer que James sea un filósofo de pensar y expresar enrevesado. Al contrario: concibe y expone con claridad y llaneza y a ratos con el propósito de hacer gracia, de tal suerte que uno duda con frecuencia si está leyendo a un filósofo o a un humorista.

Gran cosa es para la propagación de las ideas poseer la facultad de prescindir del aparato dialéctico, y conseguir, por lo tanto, que sin preparación alguna el lector penetre en el pensamiento del que escribe. Ha perjudicado grandemente a la filosofía el uso de una fraseología poco humana, adoptada con manifiesta afectación y como con el intento de clasificar la humanidad en dos categorías: entendedores y no entendedores del lenguaje filosófico.

Los filósofos han acabado por escribir en romance, pero cuidando de que el romance resultase para el común de los lectores tan poco inteligible como el latín a la vieja filosofía. ¡A cuántos hase caído de las manos la obra filosófica que cogieron con sincero afán de aquistar verdades superiores y trascendentes, por culpa del enrevesamiento del conceptismo y del tecnicismo! ¡Cuánto pensamiento impropagado y, por consiguiente, malogrado, estéril, a causa de no haber sido expuesto con claridad y llaneza!

James es propiamente un norteamericano haciendo filosofía. No de otro modo es dable concebir la labor filosófica en un país que sabe ir rectamente a su objeto, aligerándose antes de prejuicios, rutinas y afectaciones. Nuestro autor comprende que para exponer lo que piensa no necesita montarse en el trípode: al contrario, sabe que si lo hace estará más lejos de sus oyentes y será más difícil que le escuchen. él no pretende que le diputen sabio y ser superior: quiere que le comprendan y cuida de ser muy claro, y como además desea persuadir, procura hacerse amable.

Por esto el lector le sigue con gusto y con provecho, y se explica con asiduidad y atención afectuosas con que acudiría a escuchar sus conferencias la multitud de maestros norteamericanos ante quienes fueron pronunciadas las que contiene este volumen.

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Si he de darle una filiación a James, deber tradicional del prologuista, no hallo manera de apartarme de dos nombres: uno pronunciado por él repetidamente: el de Tolstoi; otro apenas citado: el de Emerson.

Tiene James como éste el sentimiento, mejor dicho, la pasión de la vida; pero no de la vida agitada, no de la vida histórica, no de la vida trascendental, sino de la vida vulgar, ordinaria. Lo que le inspira y emociona es la vida en sí misma y más cuanto más concentrada y vergonzante.

Aquí obsérvase manifiestamente la gran influencia que ha tenido Tolstoi en la formación del sentido ético de James. él no trata de ocultarlo: cita a Tolstoi infinidad de veces; copia largos periodos de sus obras; relata episodios de ellas; y muestra a sus conciudadanos, a los americanos eminentes en literatura, la senda trazada por el apóstol ruso como objetivo digno de la labor del genio.

Tolstoi arrastra y subyuga a James, y nótase en los discursos de éste el esfuerzo que le cuesta resistir al encanto que le producen las predicaciones del autor de La guerra y la paz. El propio James, al ponerse, de pronto y de manera un poco brusca, en desacuerdo con Tolstoi, manifiesta el temor de que le tachen de haber incurrido en contradicción. En efecto: a muchos parecerá así. Muchos creerán que al rehusar una última consecuencia de la doctrina de Tolstoi, no ha tratado James de otra cosa que de no entregarse al autor ruso con armas y bagajes: que no ha querido que pudiera decirse que es pura y simplemente con tolstoyano más en Moral y en Sociología.

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De la trilogía que forma el primer volumen de Los ideales de la vida nada tan sentido, tan elevado y tierno a un tiempo como el segundo estudio. ¡Qué religioso respeto para el sagrado de la vida ajena, para la intimidad inexplicable de yo del prójimo! Él mismo, en el prefacio, demuestra su pasión por el tema al lamentar con encantadora llaneza el no haber estado todo lo vivo e impresionante que hubiese querido estar al tratar de la "singular ceguera de los seres humanos". Tal vez no le falte razón: después de expuesto el asunto magistralmente, después de haber escogido para sus citas los pasajes, no ya más probatorios, sino de mayor delicadeza y valor artístico que imaginar cabe, el profesor James, como pudiera un orador sin práctica, descuida la peroración, y aunque trata de remediar su deficiencia al empezar el discurso siguiente, no lo consigue por completo. Sí: el discurso sobre la singular ceguera merece más, mucho más desarrollo en el sentido de exponer su trascendencia sociológica, del que James le concede. Las consecuencias de la teoría que expone pueden llenar un volumen y no sería baldío, porque nunca se dará a la mutua tolerancia, al recíproco respecto de las creencias, de los sentimientos, de la conducta, de la vida, en fin, seancomo sean, comunes o singulares, insignificantes o sublimes, corrientes o estrambóticos, un fundamento más humanamente firme, que hable al corazón de un modo más directo y emocionante, que este discurso de James, del que parece desprenderse un aroma de vago misticismo que cautiva y conmueve.

No hay duda, no: ahí está el fundamento de toda tolerancia y libertad. Cada vida es una vida: tiene una sustantividad completamente suya y para los demás perfectamente inescrutable. Desde la burla del vecindario y del círculo de amistades, hasta el tormento y el suplicio, todos los grados activos de la intolerancia deben estrellarse ante esta verdad nunca bastante propagada. El pueblo que consiga impregnarse de ellas, que la sienta y que la viva, será indudablemente el más culto y el más dichoso. Bien dice James que su desconocimiento es lo que con más frecuencia hace llorar a los ángeles.

Y si ensanchando el círculo de influencia de esta trascendental verdad que el autor preconiza, hacemos aplicación de ella a las relaciones entre las colectividades, a las relaciones entre los pueblos, quedará seguramente de relieve la condenación más completa de las guerras que con pretexto de misiones civilizadoras sirven a las naciones para adquirir territorios y mercados. Lo mismo que estamos ciegos para apreciar el significado y el valor internos de la vida del hombre que alienta a nuestro lado, lo estamos para apreciar el significado y valor internos de la vida de un pueblo, cualquiera que ésta sea y por mucho que choque con nuestros prejuicios de civilización y de progreso. El patrón moral y material de nuestras sociedades europeas y americanas parécenos el ideal universal; estamos convencidos de que no se debe otorgar consideración ni respeto alguno a otras organizaciones sociales que a él no se acomoden por completo, y reputamos justo y hasta generoso y grande el violentar su evolución histórica, ahogando la espontaneidad de su proceso.

Desde el momento en que reconozcamos nuestra ceguera para apreciar el valor que para cada pueblo tiene su propia vida, sentiremos hondamente el respeto de ésta, y si una nación se decide a ejercer violencia sobre otra, deberá invocar como motivo su codicia, su conveniencia, su necesidad en la lucha por la vida, pero nunca podrá disfrazarlas con el manto de la generosidad y del altruismo.

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El primer discurso de la trilogía tiene tal vez un interés local, nacional mejor dicho, muy pronunciado para que pueda cautivar el nuestro. Con referencia a casos individuales podrá convenirnos su lectura: en este sentido debe interesar al pedagogo cuya profesión ha de ponerle algunas veces en presencia de niños excesivamente expresivos, propensos a la alarma, al apasionamiento, a la ira por motivos fútiles o desproporcionados. Colectivamente no adolecemos los españoles de este mal. Si a tratar fuéramos este asunto con referencia a nosotros, deberíamos entrar en una serie de distingos que nos llevarían muy lejos. Siquiera en Norte América, al parecer, la gente reacciona con exceso a todas las impresiones. Aquí reaccionamos excesivamente cuando no debemos, y no reaccionamos poco ni mucho cuanto más debiéramos.

En resumen, el evangelio del abandono no es más que una predicación modernizada de la imperturbabilidad de los estoicos y de la indiferencia de los místicos. Trescientos años antes de Jesucristo, ya Zenón en el famoso Pórtico que dio nombre a su doctrina, enseñaba una moral austera que hacía inconmovibles a sus discípulos para las enfermedades, la pobreza y los dolores, de suerte que llegaban a adquirir una apatía, imperturbabilidad e indiferencia para todos los acontecimientos y todas las situaciones.

El hermano Lorenzo, tan celebrado por James, no es más que un glosador de nuestra Santa Teresa. Su constante abandono a la voluntad de Dios y el confortamiento que se procura con la perpetua idea de que, obrando siempre por amor de Él, nada debe temer absolutamente, es repetición, después de tres siglos, del "Nada te turbe, nada te espante: sólo Dios basta", de la gran mística de Ávila.

Lo mismo puede decirse de las obritas místicas de autoras modernas norteamericanas, que, desde este punto de vista, tal vez producen al autor una admiración excesiva, no muy propia de quien está tronando contra el exceso en las reacciones.

Lo que sí resulta del primer discurso de este libro, es que el autor no adolece de "jingoísmo". Escribiendo después de la fácil victoria alcanzada por su pueblo, en pleno esplendor de la política imperialista yankee, James satiriza rudamente a sus conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni hubiéramos osado poner en duda. El citar como propias del pueblo americano "la ineficacia, la debilidad y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo", parecerá a la mayoría de los lectores imbuidos en la leyenda de la actividad yankee, una verdadera herejía.

A algunos conciudadanos nuestros puede ponerse por ejemplo ese proceder de James. No es prueba de amor a un pueblo el ensalzarle desmedidamente, el atribuirle cualidades de que desgraciadamente carece y el engreírle, por lo tanto, hasta ponerle en ridículo. Así los monarcas como los pueblos, han de desconfiar de los aduladores. Casi todos los jinetes acarician al caballo antes de montarlo. El halago ha sido siempre el camino más seguro de la dominación.

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También es útil leer el último discurso de la trilogía. El precisar lo que es el ideal y el concluir que éste por sí solo no es nada, resulta muy instructivo. El ideal que enaltece una vida no está en la mente, sino en la acción, y no en la acción fácil, sino en el sacrificio. Esta es la conclusión de James, a la cual pudiera añadirse algo, más en contacto con la vida práctica: el ideal debe dominar la vida determinando la conducta, pero para el que manifiesta profesarlo debe ser real y verdaderamente un fin. Hallamos muchos preconizadores de un ideal, y pocos, muy contados, dispuestos por su ideal al sacrificio, a obrar como si en realidad el ideal fuese fin de su vida. La mixtificación es tan frecuente que raya en escándalo: el ideal predicado, propagado, preconizado, no es en realidad un fin: es un medio y un gran número, el mayor, sin duda, de los idealistas más ardientes, concluye por entrar en las grandes posiciones sociales a caballo del ideal.

En el orden de la política, donde tienen más significación exterior los ideales, el régimen parlamentario ha favorecido grandemente el equívoco, quitando todo peligro a la profesión y propaganda de las ideas, y brindando categorías y cargos públicos a la oposición más radical. Es en la actualidad sumamente difícil distinguir al idealista del ambicioso. En otras organizaciones políticas, la victoria del ideal no era la victoria de los que lo profesaban. Ahora, no solo al vencer el ideal vencen sus adeptos, sino que cada uno de estos puede personalmente triunfar sin que el ideal haya conseguido el triunfo.

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Leed el segundo volumen de James los que seáis y los que no seáis maestros. Obra de sinceridad y desinterés, su Psicología pedagógica es lo que debe ser y no puede ser ni más ni menos. No engaña a sus lectores con ponderaciones de la utilidad que para su profesión tendrá el libro: empieza ya por decirles que sufrirán un desengaño, pues para la enseñanza puede la Psicología prestarles una muy pequeña ayuda.

Sin embargo, creo que James se equivoca porque, en verdad, su Psicología pedagógica, obra maestra de claridad y de llaneza, ha de ser útil por fuerza a los que se dedican y a los que no se dedican a la enseñanza. Su obrita, tamaña apenas como un manual, es de las que dejan jalones en la mente, apoyos seguros para la conducta, de los cuales, una vez adquiridos, ya no se prescinde. Para los profesores, para los padres, para el que se preocupe de la propia higiene mental, la Psicología de James, desentendida por completo de los primeros principios que no interesan a su punto de vista práctico, es una pequeña joya. En manos de un maestro inteligente y enamorado de su sacerdocio, es inapreciable, pues sobre ella puede edificarse mucho y muy bueno en la vida profesional.

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Aun cuando he dicho que nuestro autor prescinde de los primeros principios por estimar innecesaria su exposición, para los fines de su Psicología pedagógica, no puede, al tratar semejante materia, dejar de levantar siquiera una punta del velo de sus creencias y de revelarnos vagamente su opinión sobre el gran pleito entre el espiritualismo y el fatalismo, hoy en plena recrudescencia.

Un enamorado de Tolstoi y de Emerson, un admirador de los místicos, no podía ser materialista, ni dejar a sus lectores en la creencia de que lo fuese. Por esto, tras de una concepción mecánica de los procesos mentales ocasionada a que se le clasificase entre los que niegan el libre arbitrio, James, con el fin de evitarlo, hace una concisa profesión de fe. Cree en la libertad y señala el punto crítico en que la mecanicidad del proceso mental expuesta en su libro, puede dar, y da a su entender, acceso a la voluntad libre en la producción de la conciencia y consiguientemente en la determinación de la conducta.

Por lo demás, toda su obra se halla impregnada de este misticismo vago en que fluctúan las inteligencias más elevadas y sutiles de los modernos tiempos.

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James es un profesor, un maestro norteamericano. No sé en qué grado o categoría. Es, de todos modos, un maestro.

Su ilustración, su sentido de la vida y de la sociedad, tienen una amplitud verdaderamente notable, que ¿por qué no decirlo? Contrasta a los ojos de un español, con su carácter profesional. Excede manifiestamente del tipo del maestro que ha cristalizado en nuestra mente de pueblo pobre, moral y materialmente pobre.

No se piense que me figure a todos los maestros norteamericanos a la altura de James. Pero, aun cuando le pongamos junto a la cúspide, ¡qué buena base no arguye para la pirámide!

¡Qué le hemos de hacer! Hay cosas que explican muchas cosas. No repitamos lo que se ha dicho de Francia: que fue vencida por los maestros alemanes. Pero maestros contra maestros nos hubieran ganado; abogados contra abogados, también de fijo; comerciantes contra comerciantes, tambi´n de seguro; políticos contra políticos, no hay que decirlo. Claro está que habían de vencernos todos juntos a todos juntos. Nada hay más lógico que la Historia: siempre pasa lo que ha de pasar sin necesidad de que esté escrito.

Carlos M. Soldevila

PREFACIO

Una Corporación de Harvard me rogó que diese a los maestros de Cambridge alguna conferencia pública sobre Psicología. Los discursos que pronuncié accediendo a aquella súplica y que ahora os ofrezco impresos, constituyeron el fondo y la sustancia de un Curso que fue desarrollado sucesivamente en diversos lugares y ante distinto público de maestros. He tenido ocasión de experimentar que mis oyentes gustan poco de toda suerte de tecnicismos analíticos, y que, por el contrario, lo que más les apasiona son las aplicaciones prácticas, concretas. Por este motivo he procurado en mis conferencias reducir todo lo posible lo que correspondía a aquél, dejando intacto lo que a éstas se refería; y ahora, que por fin me he decidido a dar a la estampa mis discursos, me encuentro con que estos contienen el mínimum de eso que en Psicología se llama "científico", y son en cambio eminentemente prácticos y populares.

Ya me figuro estar viendo a alguno de mis colegas sacudir la cabeza al oír semejante herejía; pero yo abrigo la creencia de que el hecho de haberme orientado con arreglo a lo que me ha parecido el sentir de mis oyentes, debía servir para que este libro correspondiese a la más viva, a la más genuina necesidad de mi público.

Comprendo que los que enseñan adoren las divisiones y las subdivisiones diminutas, las definiciones, los parágrafos numerados y los epígrafes señalados con letras griegas y latinas, la diversidad de caracteres y todos los demás artificios mecánicos a que con constante progresión han ido acostumbrado su mente. Pero mi deseo principal ha sido conducirles a concebir y, si posible fuese, a reproducir simpáticamente en su imaginación, la vida mental de su discípulo como una especie de unidad activa. El alumno no se especifica a sí mismo en procesos, en compartimentos distintos. Desconocería el sentido más profundo de esta obra aquel que buscase en ella un libro cómodo, algo como una guía Baedeker o un manual de Aritmética.

La utilidad de los libros como este mío es tanto mayor cuanto más ponen ante los ojos del maestro joven la fluidez de los hechos, aun cuando se de el caso, no ciertamente injustificado, de que dejen sin satisfacción un deseo intenso de un poco más de nomenclatura, de alguno que otro epígrafe y de alguna que otra subdivisión.

Los lectores que conozcan mis grandes volúmenes de Psicología [1] encontrarán aquí muchas frases con las cuales estarán ya familiarizados. Hasta en los capítulos sobre la Costumbre y sobre la Memoria he copiado literalmente algunas páginas, pero no creo necesarias muchas excusas para este género de plagios.

"Discurso a los jóvenes", que son los que dan comienzo a este volumen, fueron escritos para ser leídos como conferencias inaugurales de Escuelas superiores femeninas. El primero fue compuesto para la última clase de la Escuela normal de Gimnástica de Boston. Tal vez con más propiedad debiera integrar y cerrar la serie de los "Discursos a los maestros". El segundo y el tercer discurso, aun cuando colocados uno junto a otro, responden a una diversa dirección del pensamiento.

Hubiera querido en gran manera que el segundo, cuyo título es "De una curiosa ceguera en la naturaleza humana", hubiese producido una impresión más viva de lo que produce, y esta pretensión constituye algo más que un simple alarde de sentimentalismo, como pudiese creer algún lector, pues responde a una visión bien precisa del mundo y de las relaciones morales que con el mundo tenemos. Cuantos me han dispensado el honor de leer mi volumen de Ensayos de filosofía popular [2] reconocerán que profeso la filosofía pluralística o individualista, y, según ella, la verdad es una cosa demasiado grande para que cualquiera mente real y efectiva, como no sea una mente ennoblecida como el "Absoluto", puede conocerla por completo. Concurren numerosas inteligencias para comprender los hechos y el valor de la vida. No existe punto alguno de vista absolutamente conocido y universal. Las percepciones particulares e incomunicables permanecen siempre en la superficie, y lo peor es que aquellos que las buscan desde fuera, nunca saben dónde están.

La consecuencia práctica de semejante filosofía se halla en el conocido principio democrático del respeto a la sagrada individualidad de cada uno, y es, de todos modos, la tolerancia completa de todo aquello que no es por sí mismo intolerante. Estas frases son tan comunes, tan conocidas de todos, que suenan actualmente a nuestros oídos como vacías y muertas. Sin embargo, hubo un tiempo en que poseían un significado interior que apasionaba el ánimo, y este significado personal íntimo pueden rápidamente reconquistarlo, si el afán que siente nuestro país de imponer sus propios ideales internos y sus propias instituciones vi et armis a los Orientales encontrase una oposición tan sólida y continuada como ha sido hasta ahora noble y viva. Desde el punto de vista filosófico y religioso, puede demostrarse que nuestra antigua doctrina nacional del vivir y dejar vivir posee un significado mucho más hondo de lo que hoy por hoy imagina nuestra gente.

Cambridge, Mass., U.S.A.

I DISCURSOS A LOS JÓVENES

El evangelio del abandono

Me propongo examinar algunas doctrinas psicológicas y demostrar qué aplicaciones prácticas cabe deducir de ellas para la higiene mental en general, y, en particular, para la higiene de la vida americana. La Psicología despierta hoy en la gente una gran expectación, y para corresponder a ella, lo mejor que la Psicología puede hacer es mostrar los frutos que aporta al campo de la Pedagogía y de la Terapéutica.

Tal vez el lector haya oído hablar de una singular teoría de las emociones que se denomina "Teoría de James y Lange". Según ella, nuestras emociones son principalmente debidas a las conmociones orgánicas determinadas en nosotros de un modo reflejo por el objeto o por las situaciones que las producen.

Una emoción de miedo o de sorpresa, no es un efecto inmediato del objeto que se ofrece a nuestra mente, sino un efecto de aquel otro efecto anterior, o sea de la conmoción orgánica producida inmediatamente por el objeto; de modo que si se suprimiese aquella conmoción somática, orgánica, nosotros no sentiríamos el miedo, ni podríamos, por lo tanto, declarar terrorífica o pavorosa una situación, o bien no experimentaríamos sorpresa alguna y nos limitaríamos a reconocer fríamente que, en efecto, el objeto era muy insólito. Un entusiasta de esta teoría ha llegado al extremo de decir que si nos sentimos enfermos es porque nos quejamos, y que si estamos asustados es porque huimos, y no al contrario.

Esto no pasa de ser una paradoja.

De todos modos, aunque se incurra en grandes exageraciones al atribuir a nuestras emociones explicación semejante, lo cierto es que en el fondo de esta teoría está la verdad; y por esto es que el mero hecho de fundir en lágrimas o de abandonarse a cualesquiera expresiones externas de dolor, hace sentir con más amargura y viveza el interno sufrimiento. El precepto mejor conocido o más generalmente usado para la educación moral de los jóvenes o para la disciplina individual, es el que ordena prestar fiel atención a lo que hacemos o explicamos, sin cuidarnos demasiado de lo que sentimos. Si conseguimos reprimir a tiempo un impulso cobarde, o logramos contener una queja o una injuria (de la cual tal vez toda la vida nos habríamos de arrepentir), nuestros mismos sentimientos se calmarán y mejorarán sin necesidad de que nos ocupemos muchos en encauzarlos. Parece que la acción vaya a remolque del sentimiento, pero en realidad sentimiento y acción navegan de conserva: de aquí, que regulando la acción, que se halla más directamente bajo la férula de la voluntad, podamos tener a raya los sentimientos que al imperio directo de la voluntad se sustraen.

Por esto, el principal camino voluntario de la alegría, cuando hayamos perdido nuestro espontáneo humor, es el de erguirse alegremente, mirar alrededor con ojos serenos, y obrar y hablar como si siempre hubiésemos estado dispuestos y contentos. Si esto no os pone inmediatamente más alegres, se puede asegurar que, siquiera aquella vez, ningún otro arbitrio bastará a tranquilizaros. Así también para sentiros valientes, obrad como si realmente lo fueseis, lanzaos a la empresa con toda vuestra voluntad, y veréis cómo en vez de un impulso de miedo sentís un impulso de valor. Y lo mismo puede decirse de la dificultad de mostrarse amable con una persona con quien se esté reñido: el único miedo de vencer aquélla es sonreír más o menos de buen grado, mirar con simpatía y esforzarse por decir cosas afectuosas. Una buena carcajada lanzada al unísono hará que dos enemigos se hallen en condiciones de comunidad de sentimientos, mucho más que pudieran conseguirlo con horas enteras que separadamente consumieran en un examen interior dominado por el demonio de la falta de caridad para las debilidades del prójimo. Este examen hecho bajo el peso de un mal pensamiento no hace más que atraer sobre éste nuestra atención, arraigándolo cada vez más en lo hondo de nuestra mente; en cambio, si nos conducimos como si nos impulsase una tendencia algo más suave, el antiguo mal sentimiento recoge su tienda, como el árabe, y se aleja en silencio.

Los mejores libros de devoción religiosa predican repetidamente la máxima de que debemos dejar que nuestros sentimientos discurran sin cuidarnos mucho de ellos. En un librito admirable que ha alcanzado un éxito extraordinario —me refiero a El secreto cristiano de una vida dichosa de Dª Ana Whitall Smith— se halla este precepto repetido en todas las páginas. Obrad con fe, y tendréis en realidad la fe, por muy tibios y llenos de dudar que os sintiereis. "Vuestro deseo es lo que Dios mira —escribe la señora Smith— y no lo que sentís respecto de aquel deseo; vuestro deseo o vuestra voluntad son la sola cosa a que debéis prestar atención... Vayan o vengan vuestras emociones como Dios quiera; no os fijéis en ello... Estas no tienen, en verdad, importancia alguna, puesto que no son indicio del estado de vuestro ánimo, sino simplemente de vuestro temperamento o de vuestra actual condición psíquica".

Pero todos vosotros ya conocéis estos hechos y, por lo mismo, no tengo necesidad de llamar por más tiempo vuestra atención sobre ellos. Procedentes de nuestros actos y de nuestras situaciones entran en nosotros corrientes continuas de sensaciones que se conciertan para definir a cada instante en qué consisten nuestros estados interiores: esta es una ley fundamental de la Psicología, y por consiguiente la admitiré sin reserva en las siguientes páginas.

Un neurólogo de Viena, bastante reputado, ha escrito recientemente un volumen sobre la Binnenleben, como él la llama, o sea sobre la vida oculta, sepultada, de los seres humanos. Ningún médico —afirma— puede entrar en relación útil con un neuropático si no adquiere cierta noción de la Binnenleben de éste, esto es, cierto concepto de la especie de indefinible atmósfera interior, en la cual vive la conciencia en relación solamente con los secretos de la cárcel que la encierra.

Ese tono personal interno es imposible comunicarlo a alguien o describírselo con palabras; pero el espíritu y la sombra de él, por así decirlo, constituyen a menudo lo que nuestros amigos y nuestros íntimos aprecian como nuestra cualidad más característica. En los psicopáticos, además de toda especie de antiguas aflicciones, de ambiciones reprimidas por la vergüenza de aspiraciones anuladas por la timidez, consiste principalmente en un malestar físico indefinido, no bien localizado, pero que mantiene en ellos una condición general de poca confianza y el sentimiento de no ser conforme es debido. La mitad de la sed de alcohol que hay en el mundo, existe sencillamente porque el alcohol obra como anestésico temporal y suprime todas esas sensaciones anormales que jamás debiera experimentar un ser humano. En el individuo sano, por el contrario, no se descubre vergüenza ni temor, y las sensaciones que penetran su organismo contribuyen solamente a desarrollar el sentido vital general de seguridad y disposición para cualquier contingencia que pueda presentarse.

Considérese, por ejemplo, los efectos que un aparato motor, nervioso o muscular, bien tonificado, produce sobre nuestra conciencia personal general, y el resultado de elasticidad y vigor que de él se obtiene. Dícese que en Noruega la vida de la mujer ha sufrido recientemente una transformación completa por virtud de la nueva especie de sensaciones musculares que ha producido en ella el uso de los largos patines de nieve llamados ski, deporte en moda para los dos sexos.

Hace cincuenta años, las mujeres noruegas eran, mucho más que las de otros países, esclavas del anticuado ideal femenino de "ángel del hogar" y de su "influencia suavizadora". Ahora, según se dice, aquellas Cenicientas noruegas hanse trocado, gracias a los ski, en criaturas activas y resueltas, para las cuales no hay noche demasiado tenebrosa, ni altura que produzca vértigo, y no sólo han dado al olvido el tipo femenino tradicional y todas las delicadezas del sexo débil, sino que además se han puesto a la cabeza de toda reforma educativa y social. Yo no puedo dejar de pensar que el tennis y la patinación, las marchas a pie y la bicicleta, que se van extendiendo entre nuestras queridas hermanas e hijas en este país, elevarán y purificarán el tono moral, haciendo sentir su influencia en toda la vida americana.

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Confío que aquí, en América, el ideal de un cuerpo vigoroso y bien nutrido irá unido siempre al ideal de una mente bien nutrida y vigorosa, porque uno y otro no son sino las dos mitades de toda educación superior, así para los hombres como para las mujeres. La fuerza del Imperio inglés reside en la fuerza del carácter de cada uno de los ingleses por separado. Y esta fuerza, no puedo dudarlo, sólo viene alimentada y sostenida por el amor en que todas las clases sociales se confunde, por la vida al aire libre, por el atletismo y los deportes.

Recuerdo que hace años leí cierto libro escrito por un médico americano sobre higiene, leyes de la vida y tipo de la humanidad futura. No recuerdo el nombre del autor ni el título de la obra, pero sí su pavorosa profecía respecto al porvenir de nuestro sistema muscular. La perfección humana —escribía— significa capacidad para adaptarse al ambiente; y el ambiente cada día exigirá de nosotros una mayor fuerza mental y una menor fuerza bruta. Las guerras cesarán, las máquinas harán todo el trabajo material que ahora nos corresponde realizar, el hombre acabará por ser un simple director de las energías naturales, y dejará de ser casi por completo un producto de energías por su propia cuenta. Ahora bien, ¿si el hombre del porvenir podrá limitarse a digerir y pensar, qué necesidad tendrá de una musculatura desarrollada? ¿Y por qué —proseguía el aludido autor— no acabaremos por sentirnos seducidos por un tipo de belleza más delicado e intelectual que aquel que hacía el encanto de nuestros antepasados?

Más aún: yo he oído a un amigo muy ingenioso, que llegaba más lejos en esta idea sobre el hombre futuro: como nuestro alimento —decía— consistirá mañana en un preparado líquido de los elementos químicos de la atmósfera, peptonado y digerido ya a medias e ingerido por un tubo de cristal desde un recipiente de lata, ya no tendremos necesidad de dientes, ni de estómago, y podremos vivir sin ellos, del mismo modo que sin músculos, sin vigor físico; y entre tanto, en medio de nuestra admiración creciente, se ensanchará la bóveda gigantesca de nuestro cráneo, arqueándose encima de nuestros ojos y animando nuestros labios flexibles como pétalos de rosa con un raudal de relatos eruditos y geniales que formarán nuestra ocupación predilecta [3].

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Estoy seguro de que se os pone piel de gallina a la idea de esa visión apocalíptica. Igual me pasa a mi: no me resigno a creer que nuestro vigor muscular llegue a reducirse y a ser una superfluidad. Aun cuando llegue el día en que no sea necesario para librar las duras batallas contra la naturaleza, será preciso siempre para formar el fondo de la salud, de la serenidad y de la gracia de la vida. Para dar elasticidad moral a nuestra disposición, para desmochar los ángulos demasiado pronunciados de nuestra impaciencia, para darnos el buen humor y la facilidad de vivir con los demás. La debilidad conviértese fácilmente en lo que llaman los médicos debilidad irritable.

Aquella tranquilidad, aquella bendita confianza interior que Spinoza solía llamar acquescentia in se ipso, que brota de cada uno de los elementos del cuerpo de un ser humano bien nutrido, impregnado su alma de satisfacción, es, dejando a un lado toda consideración sobre su utilidad mecánica, un elemento de higiene espiritual de suprema importancia.

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Demos ahora un paso más por el camino de la higiene mental y tratemos de llamar vuestra atención sobre una causa a la cual concedo, para nosotros, americanos, una extraordinaria importancia patriótica. Hace algunos años, el eminente alienista escocés, doctor Clouston, visitaba nuestro país, y se le escapó, hablando conmigo, una frase que no he podido borrar de mi memoria:

"Vosotros, americanos, —me dijo, — tenéis las caras demasiado expresivas: vivís como un ejército que tiene siempre en combate todas las reservas. El aire más estúpido, más adormecido del pueblo inglés supone un esquema de vida mucho mejor, pues acusa la existencia de un depósito de fuerza nerviosa de reserva, que puede ser utilizado cuando la ocasión se presenta. Esa inexcitabilidad, esa constante presencia de fuerza no aplicada —prosiguió Clouston, — paréceme la mejor salvaguardia del pueblo inglés. La cualidad contraria que observo en vosotros me da una impresión de inseguridad, y por esto creo que debierais rebajar un poco vuestro tono vital. Os lo repito: sois demasiado expresivos: consideráis con excesiva intensidad las ocasiones más indiferentes de la vida".

Como el doctor Clouston está muy habituado a leer los secretos del alma por el continente de la persona, no cabe negar que su observación tiene singular importancia. Por otra parte, todos los americanos que viven en Europa tiempo suficiente para acostumbrarse al espíritu que allá reina y se manifiesta, mucho menos excitable que el nuestro, se sienten sorprendidos al hacer la misma observación cuando regresan a su patria. Encuentran en el rostro de sus conciudadanos una mirada demasiado animada, rayana en la ferocidad, ya exprese el ardor o ansiedad desesperada, ya una buena voluntad sobrado intensa. Difícil sería decir si esto se nota más en los hombres o en las mujeres. Verdad es que no todos ven las cosas con los ojos del doctor Clouston, pues muchos americanos, en vez de lamentar esto, lo admiran, diciendo: "¡Qué hermosa inteligencia demuestra! ¡Cuán diferente de aquellas mejillas estólidas, de aquellos ojos de pescado muerto, de aquel continente lento, desmadejado, que hemos visto en Inglaterra!"

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Intensidad, rapidez, viveza de expresión son, en realidad, entre nosotros, un ideal nacional aceptado por todo el mundo, y no nos sugieren ciertamente como al doctor Clouston la idea de la debilidad irritable.

Recuerdo haber leído en un semanario una novela en la que el autor resumía la descripción que había hecho de la belleza de su interesante heroína, diciendo que cualquiera que la viese recibía la impresión de hallarse junto a una botella de Leyden.

¡Una botella de Leyden! Pues, sí, señor: ¡este es verdaderamente uno de nuestros ideales americanos, hasta tratándose del carácter de una muchacha bonita!

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Sé muy bien que es incorrecto y hasta parecerá a alguno poco patriótico, el criticar en público la característica física del pueblo a que uno pertenece, de la propia familia, casi puede decirse. Además, cabe afirmar con certeza que en los demás países existen innumerables temperamentos que recuerdan las botellas de Leyden, y que, en cambio, existen entre nosotros innumerables personas flemáticas, de modo que la mayor o menor tensión a cuyo propósito meto tanto ruido, es, en suma, una particularidad bien insignificante en el conjunto de la vitalidad de una nación y no merece un discurso tan solemne, cuando hay tantos otros temas agradables. Desde cierto punto de vista, la mayor o menor tensión en nuestro rostro y en nuestros músculos menos útiles, es cosa baladí: produce contradicciones que no realizan un trabajo mecánico que valga la pena.

Mas nótese que no es siempre el tamaño material de una cosa lo que da la medida de su importancia: lo principal es el lugar que ocupa y la función que realiza. Una de las observaciones más filosóficas que he oído en mi vida es la de un obrero analfabeto que hace algunos años trabajaba en ciertas reparaciones de mi casa: "Si atendéis al fondo, la diferencia entre uno y otro hombre es pequeñísima. Pero esta pequeñez le es muy importante". Y esta observación puede aplicarse al caso presente. El exceso de contradicciones puede ser inapreciable si se estima en kilográmetros, pero tiene una importancia inmensa si se atiende a sus efectos sobre la vida espiritual hipercontraída del individuo de que se trate. Esto es una consecuencia directa y necesaria de la teoría de las sensaciones que recordaba al principio de este artículo, toda vez que de las sensaciones que penetran en un cuerpo demasiado contraído nacen hábitos de hipertensión y de excitación, de suerte que la atmósfera interior, caliente, amenazadora, exuberante, nunca más puede serenarse.

Si ni una vez sola os abandonáis sobre la poltrona en que estáis sentados, y por el contrario tenéis de continuo los músculos de las piernas y de los brazos a media tensión, como para poneros de pie de un momento a otro; si respiráis diez y ocho o diez y nueve veces por minuto en vez de diez y seis, y jamás expeléis todo el aire de vuestros pulmones, ¿qué disposición mental podéis tener que no sea de expectación y ansia, y cómo es posible que el porvenir y sus temores abandonen vuestro espíritu? Al contrario, ¿cómo han de encontrar el camino de vuestro corazón si las arrugas de vuestra faz permanecen aplanadas, vuestro entrecejo sin fruncir, vuestra respiración completa y tranquila y relajados todos vuestros músculos? Pero ¿a qué se debe esta carencia de reposo, esta cualidad de parecer botellas de Leyden, tan común entre los americanos? Se atribuye ordinariamente a la extrema crudeza del clima y a los saltos acrobáticos que da en América el termómetro, combinados con la actividad febril de nuestra vida, con las luchas rudas, la velocidad de los ferrocarriles, las fortunas rápidas y tantas otras cosas bellas que nos sabemos todos de memoria. En verdad, nuestro clima es excitante, pero no mucho más que el de varios países de Europa, donde todavía no se hallan niñas que parezcan botellas de Leyden; y nuestra vida no es más excesiva que la que se hace en las grandes capitales europeas.

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Por mi parte, creo que estas pretendidas causas no bastan a explicar suficientemente el hecho. Para hallar la explicación no hemos de acudir a la geografía física, sino a la psicología y a la sociología, y el capítulo de ellas en que debemos detenernos es el que se ocupa del impulso a la imitación. Bagehot primero, después Tarde, y, después aún, entre nosotros, Royce y Baldwin han demostrado que el invento y la imitación, tomados en conjunto, puede decirse que forman la urdimbre o tejido de la vida humana en lo que tiene de social. La hipertensión, la nerviosidad, la respiración corta y la abundancia de expresión de los americanos son en primer término fenómenos sociales y sólo secundariamente fenómenos fisiológicos. Son malas costumbres, ni más ni menos, alimentadas por el uso y el ejemplo, nacidas de la imitación de malos modelos, y del cultivo de falsos ideales personales. ¿Cómo se forman las lenguas? ¿Cómo nacen las singularidades locales en las frases y en los acentos? Alguno incidentalmente se expresa de cierto modo que llama la atención de otro, y esto basta para que aquella nueva manera de decir adquiera notoriedad y sea copiada, hasta que la adoptan todos los habitantes de la localidad. Esto es precisamente la especialidad de la vocalización y el tono, de las maneras, de los movimientos, de los gestos y de las expresiones del rostro que caracterizan a una nación.

Los americanos después de atravesar una sucesión no interrumpida de modelos que es ahora imposible definir y que se han influido mutuamente siguiendo una mala dirección, nos hemos acomodado por fin colectivamente a lo que, mejor o peor, constituye nuestro tipo nacional característico, tipo a cuya producción no han contribuido el clima, ni las condiciones físicas, por lo menos desde el punto de vista de los hábitos a que me vengo refiriendo.

Este tipo que habíamos casi llegado a hacer imposible, gracias a nuestro espíritu de imitación, lo hemos fijado ahora definitivamente para nuestro bien y para nuestra ventaja. Pero ningún tipo puede ser completamente ventajoso, y este nuestro, en cuando siga la moda de las botellas de Leyden, no puede ser completamente bueno.

Tenía razón el doctor Clouston cuando pensaba que la aspereza de nuestros modales, la respiración cortada y la ansiedad retratada en nuestras facciones no son signos de fuerza, sino de debilidad y de mala coordinación. La frente aplanada, las mejillas marmóreas pueden ser de momento menos interesantes; pero, a la larga, son signos que prometen mucho más que la expresión intensa. El obrero estúpido e inexcitable realiza un trabajo inmenso, porque nunca se vuelve a mirar atrás, nunca se interrumpe.

Nuestro trabajador, excitado, convulso, se interrumpe a cada momento, se produce con maneras bruscas, y nunca sabréis dónde tiene la cabeza cuando más necesitaréis su atención; y se da frecuentemente el caso de que tenga uno de los que llama quot;malos díasquot;. Decimos que una infinidad de nuestro campesinos cae en el abatimiento por exceso de trabajo y debe ser mandado lejos del país para que se le calmen los nervios; pero yo sospecho que con esto incurrimos en un notable error, pues ni la naturaleza, ni la cantidad de trabajo que ejecutamos es tal vez responsable de la frecuencia y gravedad de nuestros colapsos, sino que la causa debe buscarse más bien en la sensación absurda de apuro, de falta de tiempo, en la brevedad de la respiración, en la tensión excesiva, en el ansia de hacer mucho, en la manía de conocer los resultados conseguidos, en la falta, por decirlo de una vez, de armonía interna y de facilidad que acompaña casi siempre nuestro trabajo, falta de que un europeo haciendo el mismo trabajo no adolecería de las diez veces una sola.

Estas maneras absolutamente incorrectas e innecesarias de nuestras disposiciones internas y de nuestros actos externos, cultivadas por la atmósfera social, conservadas por la tradición, idealizadas por muchos como formas admirables de la vida, son las últimas cargas que romperán el lomo del camello americano, son la suma de lágrimas y fatigas que excede de nuestra medida de resistencia.

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La voz, por ejemplo, tiene en la mayoría de nosotros un sonido apagado como un lamento. Muchos estamos realmente afónicos (porque no es posible negar en absoluto que nuestro clima contribuye a ello), pero la mayor parte no somos en realidad afónicos, o por lo menos no lo seríamos si no hubiésemos incurrido en el imperdonable vicio de sentirnos así, a fuerza de vocalizar y expresar con exceso. Si el hablar alto y el vivir con excitación y afán sirviese para hacer más, la cosa cambiaría de aspecto. Pero es precisamente todo lo contrario: el trabajador indiferente y fácil, que no tiene afán y que en la mayoría de los casos no considera, el resultado de su trabajo, es el que trabaja más; mientras que la tensión y la ansiedad, el presente y el pasado, revueltos en nuestra cabeza, constituyen la rémora más segura del progreso constante, e impiden nuestros éxitos.

Mi colega el profesor Münsterberg, que es un excelente observador, ha escrito en los diarios alemanes muchas notas sobre América y, en sustancia, ha dicho que la apariencia de extraordinaria energía de los americanos es superficial y engañosa y sólo obedece en realidad a los hábitos de atropello y de mala coordinación debidos a la insuficiente nutrición de nuestra gente. Yo mismo opino que ya es tiempo de abandonar tantas antiguas leyendas y tantas opiniones sin más apoyo que la tradición, y que si alguno quisiera escribir sobre la ineficacia, y la debilidad, y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo, propias del pueblo yankee, habría encontrado una hermosa tesis paradójica, pudiendo citar muchos hechos y una gran número de experiencias en su apoyo.

Ahora bien, amigos míos; si el carácter americano vive debilitado por todas estas hipertensiones —hecho general que, en medio de cuantas reservas se os ocurran, admitiréis todos conmigo— ¿en dónde hallar el remedio? Naturalmente: allá donde se hallan las raíces del mal. Si está en una moda viciosa, en un gusto detestable, será preciso mudar esa moda y ese gusto, y aunque no sea muy fácil inocular nuevas maneras a setenta millones de personas, si esto puede producir alivio, a esto habrá que recurrir. De una raza que por propio impulso admira la prontitud, el arrebato, y considera con lástima, como signo de estupidez, las voces bajas y los modales mesurados, hemos de hacer una raza que, al contrario, tenga por ideal la calma, y ame la armonía, la dignidad y la compostura.

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Volvamos atrás; vayamos de nuevo a la psicología de la imitación. Hay un solo modo de mejorarse: el de que cada uno de nosotros se ponga como ejemplo que los demás noten e imiten, del mismo modo que un nuevo traje se extiende hasta los confines, de Este a Oeste. Algunos de nosotros se hallan en condiciones favorables para establecer nuevos usos: son, por decirlo así, más imitables; pero no hay en el mundo persona alguna que halla llegado a tan bajo extremo que no pueda ser imitada por alguna otra. Thackeray dice, hablando de Irlanda, que nunca ha habido un irlandés tan extremadamente pobre que no tuviese un irlandés más pobre todavía que viviese a sus expensas; de igual manera puede decirse que no hay un ser humano cuyo ejemplo no pueda en algún respecto obrar por contagio. Los mismos idiotas de nuestros manicomios imitan mutuamente sus singularidades. Por esto es que si individualmente consiguierais reunir en vuestra persona la calma y la armonía, esto produciría una onda de imitación que de seguro se difundiría como los círculos concéntricos que se alejan del punto del lago donde ha caído una piedra.

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Afortunadamente no nos hallamos en la necesidad absoluta de ser la escuadra de gastadores, pues recientemente se ha constituido en Nueva York una sociedad para el mejoramiento de la manera nacional de vocalizar, cuyos efectos se observan en las notitas que insertan los diarios, encaminados todas ellas a demostrar lo monstruoso de nuestra vocalización característica. Cosa mejor aún, como más radical y general, es el evangelio del abandono, que predica Miss Annie Payson Call, de Boston, en el delicioso librito cuyo librito es Power Throuhg Repose, librito que en América debieran tener todos en las manos, estudiantes y maestros de uno y otro sexo. De modo que os toca solamente seguir una senda abierta por otros, con la seguridad completa de que otros muchos os seguirán inmediatamente.

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Y esto me conduce a otra aplicación de la Psicología a la vida práctica, sobre la cual quiero llamar vuestra atención antes de poner fin a este discurso. Se trata de que el ejemplo de las maneras reposadas y fáciles sea contagioso: pues bien, el mismo instinto nos dice que cuanto menos deliberadamente se aspire a ser imitado, cuanto más inconscientemente se practique la conducta ejemplar, tanto más fácilmente se conseguirá el éxito. Ejecutad el acto imitable, y no es cuenta vuestra el ser imitado: ya se ocuparán de esto las leyes sociales. El principio psicológico en que se funda este precepto es una ley de gran importancia y de mucha aplicación en la conducta humana; es al mismo tiempo una ley que con sobrada frecuencia infringimos los americanos. Hela aquí expuesta en términos técnicos: "El sentir fuertemente tiende por sí mismo a interrumpir la libre asociación de las ideas objetivas con los procesos motores de la persona". De este hecho tenemos un ejemplo clásico en la enfermedad mental llamada lipemanía.

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El melancólico se halla dominado del todo por una emoción intensamente penosa. Se siente amenazado, culpable, condensado, aniquilado, perdido... Su mente se halla fijada como con un clavo en estos pensamientos relativos a su condición, y en todos los volúmenes de Psiquiatría se puede leer que "el curso habitual de sus pensamientos se ha interrumpido. Sus procesos asociativos, digámoslo en lenguaje técnico, están inhibidos; y sus ideas, inmóviles, reducidas a la monótona función de representar a la conciencia la desesperada condición actual". Esta influencia inhibitriz no se debe solamente al hecho de ser penosa la emoción, puesto que aun las emociones alegres tienen la propiedad de interrumpir la asociación de nuestras ideas. Un santo en éxtasis está tan inmóvil y fijo en una idea, y es tan irresponsable como un melancólico; y sin llegar a los santos, sabe cualquiera de nosotros, por propia experiencia, que un gran placer imprevisto puede paralizar el curso de nuestros pensamientos.

Preguntad a los niños que regresan de un espectáculo que ha logrado excitarles, qué es lo que han visto, y no conseguiréis de ellos otra descripción que “¡era muy bonito, muy bonito!”, hasta que hayan recobrado la calma. Probablemente alguno de mis lectores habrá experimentado de improviso un golpe de buena fortuna. “¡Bien! ¡BIEN! ¡BIEN!” decimos, esto nos ocurre y no acertamos a encontrar otras palabras, mientras reímos plácidamente en nuestro interior.

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De todo esto se puede —conforme he dicho— sacar una conclusión extremadamente práctica. Hela aquí: si deseamos que las series de nuestras ideas y de nuestras voliciones sean abundantes, variadas y eficaces, debemos adquirir la costumbre de libertarlas de la influencia inhibitriz del reflexionar sobre ellas, de la egoístas preocupación de lo que de ellas pueda resultar. Esta costumbre puede adquirirse como todas las demás. La prudencia, el deber, el respeto de sí mismo, las emociones de la ambición y de la ansiedad, deben naturalmente tener una parte importante en nuestra vida; pero reducid cuanto sea posible su influencia a las grandes ocasiones, a aquellas que os obliguen a adoptar una resolución de orden general, a fijar un plan de campaña; y procurad que no se haga sentir en los detalles de vuestra vida. Una vez adoptada una resolución y empezada a ejecutar, abandonad por completo la responsabilidad y preocupaos exclusivamente del éxito. Abrid camino, en una palabra, a vuestros engranajes intelectuales y prácticos, y dejad que se desenvuelvan: sacaréis de ello doble ventaja. ¿Qué estudiantes fracasan en el examen? Precisamente los que piensan en la posibilidad de hacer fiasco y sienten más la importancia del acto que están realizando. ¿Cuáles son los que hacen mejor examen? Los que se toman la cosa con más indiferencia. Sus ideas surgen de su memoria como movidas por sí mismas. ¿Por qué oímos siempre lamentar que la vida sea en Nueva Inglaterra menos rica y menos expresiva o más enervante que en otro lugar del mundo? ¿A qué se debe este hecho, si un hecho es, como no sea a la conciencia sobrado activa de las personas temerosas de decir algo demasiado simple y trivial, o algo no sincero y por lo tanto indigno de la persona a quien se dirigen, o algo por una razón u otra no adecuado al lugar y a la ocasión? ¿Cómo es posible que una conversación pueda sostenerse y desenvolverse a través de semejante océano de responsabilidad y de inhibición? En cambio, la conversación brilla y la compañía se hace agradable, y ni es por una lado estúpida, ni por otra parte fatiga por lo forzada, siempre que algunas personas rompen con sus escrúpulos y cortan los frenos de sus corazones, dejando correr las lenguas a su antojo, automáticamente y sin preocupaciones de responsabilidad.

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Hállase hoy sobre el tapete en los círculos pedagógicos la obligación del profesor, de prepararse cada lección. Esto es útil desde muchos puntos de vista, pero no necesitan seguramente los yankees que se les recomiende, pues lo hacen en demasía. El consejo que quisiera dar a muchos maestros, lo encuentro en las palabras de uno de ellos, que es por cierto un profeta excelente; preparaos de manera que dominéis por completo el asunto, y después, en la escuela, fiad en vuestra espontaneidad abandonando toda preocupación.

Mi enseñanza será análoga para los estudiantes y especialmente para las mujeres; del mismo modo que la cadena de la bicicleta puede funcionar mal por estar demasiado tirante, la preocupación y capciosidad del individuo puede estar en tensión excesiva e impedir los movimientos del pensamiento. Tomad como ejemplo el periodo formado por muchos días sucesivos de examen. Una onza de buena entonación nerviosa en un examen vale por muchos días de preparación intensa y ansiosa. Si realmente deseáis hacer buen papel en un examen, tirad el libro el día antes y decir: "No quiero perder un minuto más en esta estúpida materia, y tanto se me importa que me aprueben como que me suspendan". Decid esto con sinceridad, sintiéndolo de veras; pasead, jugad, acostaos y dormid; y estoy seguro de que el buen resultado que de ello obtendréis al día siguiente os animará para hacerlo así siempre más. A un discípulo de Miss Call, cuyo libro sobre el relajamiento muscular he citado más arriba, he oído dar este mismo consejo. Dicha Miss, en otro libro que ha publicado posteriormente bajo el título As a Matter of Course, predica con igual entusiasmo el evangelio del relajamiento moral, el arrojar las cosas de la mente sin cuidarse de ellas.

La ansiedad siempre e invariablemente significa inhibición de las asociaciones y pérdida de potencia efectiva. Naturalmente la curación radical de la ansiedad, bien lo sabéis, hállase en la fe religiosa. Las espumosas olas de la inquieta superficie no turban la inmovilidad de las masas profundas del Océano; y por esto el que puede apoyarse en algo más amplio y más permanente, tiene por cosas insignificantes las continuas alternativas de la suerte. La persona esencialmente religiosa tiene firmeza, ecuanimidad y se halla solemnemente dispuesta al cumplimiento de todos los deberes que puede traerle el nuevo sol. He leído esto graciosamente expuesto en una obrita que conozco hace poco tiempo: La práctica de la presencia de Dios.—El mejor guía para una vida santa, del hermano Lorenzo, traducción del francés, de las conversaciones y cartas de Nicolás Ernmanno de Lorena, de la cual copio algunos pasajes.

El hermano Lorenzo era un carmelita que se había convertido en Paría el año 1666.

"Contaba que sirviendo de ayuda de cámara al Sr. Fieubert, había sido siempre una babieca que todo lo rompía. Que había deseado retirarse a un monasterio pensando encontrar en él ocasión de arrepentirse de su poca maña y de sus pecados, sacrificando de este modo a Dios la vida con sus placeres, pero que Dios le había faltado en aquella ocasión, puesto que en el monasterio no había hallado más que satisfacciones...

Que durante mucho tiempo habíale turbado la idea de que había de condenarse y todos los hombres de la tierra no habían podido convencerle de lo contrario, pero que al cabo se había hecho el siguiente raciocinio: Me he dedicado a la vida religiosa solamente por el amor de Dios, y por lo mismo solo por él he obrado: cualquiera cosa que me sobrevenga, condéneme o sálveme, yo continuaré con toda la pureza de mi espíritu obrando sólo por amor a Dios. Siquiera tendré el mérito de haber hecho hasta la muerte todo lo posible por amarle... Que desde aquel día había pasado la vida con perfecta libertad de espíritu y perpetua alegría.

Que cuando se le presentaba ocasión de poner en práctica alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo:"Señor, y no sabré realizar esto si tú no me haces capaz de ello", y que entonces recibía toda la fuerza que necesitaba. Que si faltaba a su deber, confesaba en seguida su pecado diciendo a Dios: "Jamás haré otra cosa que faltar a mi deber si tú me abandonas a mis propias fuerzas: tú debes impedirme que obre mal y reparar mis errores." Y después de esto desechaba toda preocupación.

Que recientemente había sido enviado a Borgoña a comprar vino para la Comunidad, comisión que le pesaba mucho, pues carecía en absoluto de disposición para los negocios y se sentía torpe para desempeñar el encargo. Que dijo a Dios: "que era asunto suyo, porque él no se sentía con fuerzas", y que poco después estaba todo corriente.

"Que el año siguiente le habían mandado a Auvernia con el mismo objeto, y que, sin saber cómo, le había salido todo bien.

Y lo mismo le pasó con sus deberes de cocinero, teniendo verdadera aversión a la cocina, pues habiéndose habituado a hacerlo todo por amor de Dios y con oraciones para todos los casos, todo le había sido fácil durante los quince años que había permanecido allí, por asistirle la gracia en todo lo que hacia.

Que estaba contentísimo del lugar que actualmente ocupaba, pero que estaba dispuesto a abandonarlo como había dejado el anterior, pues siempre estaba complacido con lo que le correspondía, haciendo las cosas más humildes por el amor de Dios.

Que la bondad de Dios le hacía vivir en la seguridad de que nunca se vería abandonado, sino, al contrario, de que siempre le sería concedida la fuerza de soportar cualquier desgracia que El se sirviese mandarle; que como nada temía, jamás tenía necesidad de pedir consejos a nadie respecto de su situación. Que siempre que había probado de hacerlo, sólo había conseguido hallarse en mayor perplejidad" [4].

La sencillez de corazón del bueno del hermano Lorenzo y su abandono de todos los afanes innecesarios constituyen un espectáculo muy consolador.

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La necesidad de considerarse responsable ha sido proclamada con bastante frecuencia en Nueva Inglaterra, y especialmente respecto del sexo femenino. Hoy por hoy nuestros estudiantes y nuestros profesores necesitan, no ciertamente exacerbar, sino más bien atenuar su tensión moral.

Sin embargo, temo que en este mismo instante alguno de mis amables oyentes adopte la enérgica resolución de abandonarse, de relajarse durante lo que le resta de vida. No es preciso que diga que no es esta la manera de proceder. Aunque os parezca una paradoja, la mejor manera de lograr el éxito es no preocuparse de si se podrá o no se podrá obtener. De este modo es posible que, mediante la gracia de Dios, caigáis de pronto en la cuenta de que ya estáis practicando mi consejo y, penetrados de la clase de sensaciones que el hacerlo os proporciona, podáis (si os sigue Dios ayudando) persistir en la empresa.

Hago los más ardientes votos por que puedan conseguirlo todos mis corteses oyentes.

William James, unav.es/

Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)

Notas:

1. W. James, Principles of Psychology y Psychology. Briefer Course.

2. W. James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy.

3. Recuerdo haber leído en la revista Mercure, de Francia, una ingeniosa e interesante novela titulada: Los Marcianos, en que el autor finge una invasión de la Tierra por los habitantes de Marte que llegan de su planeta en varios proyectiles. Los marcianos o habitantes de Marte, cuya cultura supone el autor extraordinariamente superior a la nuestra, son unos monstruos análogos a los hombres del porvenir a que se refiere James. Han sufrido la atrofia de los órganos de la nutrición y del aparato motor, y todo su organismo se halla reducido casi a la cavidad craneana. (N. del T.)

4. H. Flerning, Revell Company. New York.

Francisco García Bazán

I.            El converso Justino de Neápolis. Tentativa de cuadro bio-cronológico

Justino Mártir, hijo de Prisco y nieto de Braquio, nació en Flavia Neápolis en samaria, la antigua Siquem y actual Neplusa, próxima al monte Garizim, de familia de colonos instalada allí con el repoblamiento de Vespasiano en el 76. Vio la luz en torno al año 100, como varón gentil y no circuncidado, tuvo una formación filosófica variada que finalmente lo llevó al platonismo y posiblemente formó parte de los grupos de prosélitos o temerosos de Dios, asistentes a las sinagogas locales [1]. Se lo conoce también como Justino de Roma, porque vivió desde alrededor del 138 en la Ciudad eterna y sufrió allí el martirio en el año 165 o 166. Se lo distingue asimismo como filósofo porque él mismo sostiene que fue su profesión trashumante durante parte de su existencia, aunque posteriormente fijó escuela  doméstica  en  la  Urbe. testigos  y  discípulos  próximos  también lo declaran así, como Evelpisto en las Actas de los mártires y Taciano en el Discurso contra los griegos [2].

De atenerse a dos de sus autorizados informantes, el Patriarca Focio, de mediados del siglo IX, en su Biblioteca, y el historiador y obispo cristiano del siglo IV, Eusebio de Cesárea en su Historia eclesiástica, obtenemos diferentes informaciones sobre Justino. el compilador bizantino, registra noticias leídas en manuscritos seleccionados y procurando conservar el contenido para la posteridad. Eusebio con intención de construir una historia eclesiástica que es una necesaria historia de la salvación. Escribe Focio de Constantinopla:

«Leída de Justino Mártir una Apología por los cristianos, un libro Contra los paganos y otro Contra los judíos, así como también otro tratado Contra el primero y segundo libro de la Física, o sea, contra la forma, contra la materia y contra la privación, libros de argumentaciones ajustadas, vigorosas y aprovechables. Igualmente y del mismo modo, otros Contra el quinto cuerpo y Contra el movimiento eterno que Aristóteles hizo manifiesto mediante la potencia de sus razonamientos, y también sus Soluciones sumarias a las dificultades que se oponen a la religión. El autor ha alcanzado el ápice en cuanto al conocimiento de nuestra filosofía y de la ajena, desborda de erudición y de riqueza de datos históricos; pero en lo que se refiere a los afeites retóricos carece del afán de adornar la belleza que es connatural a su filosofía [...]. Ha compuesto cuatro tratados contra los paganos. El primero lo ha dedicado a antonino, llamado   el Piadoso, a sus hijos y al senado, y el segundo a sus sucesores. En   el tercero ha discutido sobre la naturaleza de los démones. Su cuarta obra, asimismo compuesta contra los gentiles, tiene por título Refutación. el tratado Sobre la monarquía divina, el denominado Sobre el Salterio y el Contra Marción le pertenecen y son indispensables, igual que él útil Tratado contra todas las herejías» [3].

Focio confirma brevemente datos que precisan el cuadro biográfico que diseña, pero, además, aporta observaciones que le dan relieve a otros, como su dominio total de la filosofía, tanto profana como cristiana, y la piedad religiosa. Es decir que para Justino en el verdadero filósofo doctrina racional y vida de piedad constituyen unidad y tratándose de pensamiento cristiano, teoría y práctica religiosa son indisolubles. Asimismo el Patriarca le atribuye que su adhesión a la convicción cristiana de los mártires, es lo que lo llevó a su conversión a Cristo. Lo escrito por Focio es la confirmación de que la figura de Justino seguía siendo para la tradición bizantina de gran significación para la historia del cristianismo y esto debido a la atracción de su identidad filosófica y cultural y de su fervor religioso.

Cuatro menciones especiales dedica Eusebio de Cesárea a Justino. Con la primera emplaza su actividad dentro del cuadro general de la historia de las herejías que él mismo está consolidando con sus referencias a Simón Mago y sus andanzas en Roma enfrentando a Pedro en tiempos de Claudio César –41-54–4. Después insistirá Eusebio que Justino informaba también que Menandro de Caparatea fue el primer discípulo de simón mostrando rasgos peculiares de doctrina, lo que deriva tanto de la lectura de la  Apología de Justino [4] como de informaciones transmitidas por Ireneo de Lyon, como el mismo lo dice. Y tanto en esta ocasión [5] como en la anterior, se pone de relieve el influjo diabólico sobre la conducta de los heresiarcas. en las noticias que prosiguen, empero, Eusebio, trata de proporcionar informaciones cronológicas y personales precisas sobre Justino y su relación con los gnósticos. Cuando se muestran en Roma los cabecillas de la Gnosis, Simón y Menandro, y a partir de este las corrientes de Saturnino y Basílides –uno sirio y el otro egipcio–, durante el tiempo de gobierno del Emperador Adriano, Justino florece contemporáneamente en la misma ciudad. Y ratifica que este oriundo de Palestina habiendo presenciado el coraje de los cristianos cuando el falso mesías Barkokebas los sometía a terribles suplicios en ocasión de la segunda guerra judía (133-135), negándose a renegar de Jesucristo, a pesar de ser calumniados. Comprueba en estos actos la autenticidad y fortaleza de la fe de los judíos cristianos, y toma la decisión de abandonar la filosofía platónica y de convertirse al cristianismo [6]. Sigue el testimonio de la epístola de Adriano con el rescripto sobre las acusaciones contra los cristianos [7]. Concluye finalmente el historiador eclesiástico con el aporte de nuevos datos. Justino ha llegado a Roma iniciado el gobierno de Adriano, pronto estableció escuela y poco antes, otros maestros en relación con el cristianismo y asimismo conocidos: Valentín, Cerdón y el discípulo de este último, Marción del Ponto, se han radicado en le Ciudad Eterna, trasmitiendo enseñanzas que difieren de las de Justino. El alejandrino Valentín y el sirio Cerdón se han radicado en Roma en tiempos del Obispo Higinio, asimismo filósofo (138-142), y durante el siguiente pontificado, el de Pío (142-155), ha florecido Valentín y ha permanecido aquí hasta la época de Aniceto (155-166). Igualmente Marcos de la escuela de Valentín los siguió por aquí. Es también Justino el que como: «embajador del Logos divino y defensor en sus tratados de la fe en el atuendo de filósofo» (en philosóphou skhémati presbeyon ton theîon lógon kai toîs hypér tês písteos enagonizómenos syggrámasin) y distinguiendo la diferencia que existe entre la enseñanza filosófica que trasmite y la de los expositores anteriormente nombrados escribe libros contra los que él mismo señala como herejes, el Contra Marción y el Tratado contra todas las herejías, para el esclarecimiento de los cristianos que residen Roma guiados por los obispos Higinio y Pío. Los comienzos de su estadía en Roma, coinciden, por lo tanto, con el sínodo de presbíteros que expulsan a Marción de la comunidad en julio de 144. Crecida, más tarde, la influencia de su enseñanza en la metrópolis, escribe con sentido de autoafirmación cristiana y de universalidad filosófica, escritos, sin duda, magisterialmente maduros, algunos de los cuales se han conservado. La extensa Apología, dividida en dos partes, redactada en torno al 150, y el célebre Diálogo con Trifón, que también data de esta época, pero que es posterior (157). Eusebio trata de corroborar sus informaciones facilitando breves fragmentos de ambos escritos, los que igualmente había citado Ireneo de Lyon y por los que se puede haber orientado en su exposición [8].

Llegado el momento, Justino también sufre el martirio con feliz convicción en el año 165, bajo el pontificado de Aniceto, un acontecimiento que no considera infausto y que había incluso previsto que le podía suceder teniendo en cuenta las maquinaciones que contra él urdía su rival, Crescente, filósofo de la escuela cínica, cuya concurrencia lo había alterado y que sintió lastimado su amor propio [9].

Pone de relieve Eusebio de Cesárea en su crónica, la firme posición de Justino como baluarte contra las herejías en esta orientación romana que ha encontrado confirmadas en las tesis contenidas en las obras antiheréticas de san Ireneo y de Clemente de Alejandría, aunque no deja a un costado al cronista y polemista judeocristiano Hegesipo (anterior al 110), lo que da a su historia una pincelada de novedad, ya que este escritor proporciona en sus Memorias noticias antiheréticas arcaicas del cristianismo del área palestinense, pero no es tema al que ahora se deba prestar atención [10].

II.          Importancia filosófica de la apología y su proyección en el diálogo con Trifón.

Ambas obras son las únicas directas conservadas de Justino y subsisten en un solo manuscrito, el Codex Parisinus Graecus 450. Ofrecen un vínculo de estilo inconfundible acerca de su unidad y de sus fines [11]. Con estos escritos, por encima de sus objetivos inmediatos, Justino ha tratado de mostrar la identidad filosófica y religiosa del cristianismo, aunque en diferentes momentos y con interlocutores también diversos, gentiles y judíos, que lo pueden entender [12]. En ambos libros asimismo el autor advierte con constancia que el paisaje de fondo ante el que se levanta la naturaleza típica de la fe cristiana es el piso subyacente que puede llevar a confusión de lo que denomina la herejía. Una denominación que es ante todo un neologismo de carácter filosófico y de tinte peyorativo, una vez que se lo examina críticamente desde la doctrina de la filosofía cristiana. Porque la haíresis, según se la interpreta comúnmente, corriente de opinión justificada en elección de hombres, no tiene su fuente en dios, es de este modo una opción carente de justificación y así mientras que los fundamentos de las diversas hairéseis de la filosofía helénica o gentil en general, están debilitadas por la injerencia del factor humano, las hairéseis falsamente llamadas cristianas son perversas y disolutas, están faltas de toda participación en el Verbo de Dios, pues voluntariamente se han alejado de él, constituyendo formas de elección humanamente desviadas, elección que obviamente es solo una muestra y prueba, la más patente, del conflicto de los démones perversos (daímones phaúloi) y de su jefe, Satanás, contra el Verbo de Dios [13].

Dentro de este marco de múltiples registros se mueve la redacción tanto de la Apología como del Diálogo con Trifón, con diversidad de matices, como se podrá comprobar.

El fin especial en los dos casos es la demarcación de espacios de formas de vida: 1º los cristianos (khristiánoi) por su doctrina y actividades de adoración, culto y conducta no se pueden identificar con los paganos y ni con los judíos, pero tampoco se debe confundir la naturaleza que le  es propia. 2º Por eso en ambos cotejos los planos significativos cristianos deben mostrar también las credenciales que los autoidentifican. 3º Y la mencionada autoidentificación se basa en que exhibe los rasgos de la verdadera filosofía. Porque es ella la que hace posible que culturalmente los cristianos como escuela de filosofía auténtica puedan convivir con las corrientes de la filosofía profana, a la que también se le reconocen valores, en una primera forma de armonía entre la fe y la razón; y al mismo tiempo puedan demostrar ante los judíos que el verdadero Israel superando a la Ley, pero sin romper con ella, es el cristianismo no herético gracias a la inspiración directa del verbo que lo sostiene. de cualquier manera que se traten de interpretar ambos escritos, se impone la extirpación de la herejía como un tumor maligno endogámico; la separación de lo profano como una expresión religiosa deficiente que puede ser perfeccionada y la necesidad de desenvolver intelectualmente las notas de la sabiduría cristiana como la base y piedra de toque de los otros dos.

El proyecto de autoafirmación frente a la filosofía gentil conjuntamente con la condenación de la herejía se delinea en el plan de la gran Apología cuyo mensaje filosófico circula dentro de las tres grandes partes formales de la petición a la autoridad imperial [14]. Pero Justino a diferencia de Cuadrato (124) y Arístides (141), inaugura una especie de discurso misional que seguirán Anatenágoras y otros: Exordio (A.1-12), exposición (B.13-68) y resumen ratificatorio (C. II. 1-15). Las ideas se desarrollan intelectualmente en 21 subdivisiones convencionales que consideramos como unidades temáticas.

A.   1. La Apología está dirigida como una demanda oficial al Emperador antonino Pío y a sus hijos adoptivos, Marco Aurelio y Lucio vero,  pero debajo del fin jurídico inmediato, se percibe el de la propagación misional, bajo la forma de un protréptico filosófico, se dirige de este modo a filósofos, que buscan o aman la verdad (philaléthe), hombres que prefieren esta a su propia vida y de este modo están dispuestos a ser justos (1-2) [15].

2. Esta iniciativa se lleva a cabo en un mundo cultural que está impregnado de vida religiosa coronada por la piedad (eusebeía) y la filosofía (philosophía) [16] y el ideal de gobierno en este ámbito es el del gobernante filósofo (3) [17].

3.   De acuerdo con esto, se puede comenzar la defensa de la causa presentada, admitiendo que no se debe castigar al reo por el nombre, sino por el contenido de la conducta. Acusar a personas por ser «cristianos» (khristiánoi...kategoreímetha) no es justo. Y si el Cristo maestro enseñó a sus discípulos a no negarle y no obstante se le negó y que con esta excusa se hayan levantado las calumnias de los impíos contra todos los cristianos no es honesto, porque no son todos cristianos por el mero nombre, como no todos son filósofos, por el nombre y el atuendo (skhêma) (4)[18].

4.   De igual modo fueron los démones perversos los que intervinieron contra Sócrates con la acusación de «ateo e impío» y también contra los cristianos, por el hecho de que algunos fueron ateos. en realidad estos actos anteriores aducidos sucedieron, porque fue el verbo el que se hizo presente en Sócrates lo mismo que se hizo entre los bárbaros y con mayor visibilidad en el Verbo hecho carne (5).

5.   Pero si porque rechazamos a estos dioses que son falsos nos llaman ateos, es admisible, pues creemos en el dios verdadero en sí mismo y en su Hijo que proviene de él y que nos enseñó todo lo que decimos, en los ángeles buenos que le siguen y en el espíritu profético, enseñando todo esto como lo que se nos ha transmitido (paradidóntes) también a quien lo quiere aprender «en razón y en verdad» y sin reservas (áphtonos) (6) [19].

6.   Ni los cristianos quieren mentir sobre su creencia cuando los interrogan, ni prestar adhesión a la idolatría, sino que consideran que el sacrificio superior para Dios es la virtud, pues siendo bueno crea el mundo de la materia informe y al hombre que no existía otorgándole la incorruptibilidad y convivencia con él, si obra de acuerdo con lo que es divinamente grato (8, 9, 10) [20].

7.   Esperan los cristianos de este modo un Reino (basileía) que no es humano que se construye por la virtud y al que gobierna el verbo como rey. Esta conclusión completa la impiden los démones en el desarrollo temporal y todo esto lo predijo el Maestro. Pero, aunque estemos en situación imperfecta, igual los cristianos con sus conductas que no son reprochables están contribuyendo a la paz del Imperio (11-12) [21].

B. 8. La exposición doctrinal propiamente dicha que comienza seguidamente señala, en primer lugar, que es un absurdo tildar de ateos a quienes creen y adoran al hacedor de este universo (demiourgón toûde toû pantós) y a Jesucristo, nuestro Maestro, nacido en Judea y crucificado bajo Poncio Pilato en tiempos de Tiberio César, hijo del mismo verdadero dios, y en tercer lugar al espíritu profético [22]. Los démones, no obstante, ponen obstáculos, pero hemos superado la vida llena de divisiones por una comunidad que no hace acepción de personas y sin disensiones, como lo enseñó Cristo, en: «discursos breves y compendiosos, pues no era él ningún sofista, sino que su palabra era una potencia de Dios (dýnamis theoû)» (13-14) [23].

9.   Comienzan las citas escriturarias sobre la continencia (encratéia) y la castidad (sophrosýne), la caridad, el trato paciente, no jurar y sólo adorar a dios, virtudes cristianas que siguen las enseñanzas de Cristo que ocupa el centro de la historia de la humanidad. Son estos seres humanos los que son cristianos, más allá de llevar el nombre [24] (15 y 16), que pagan los tributos y también aceptan la autoridad del Emperador (17) [25].

10. La nigromancia, las evocaciones de almas, los simulacros de los sueños (oneiropómpoi) y espíritus asistentes (páredroi) según los magos y fenómenos que se producen por los que saben de esto, confirman que después de la muerte las almas conservan la percepción sensible (aisthesis) y otros hechos que mantienen las enseñanzas de filósofos y poetas, aceptados también por los cristianos, máxime que los cristianos creen en la recuperación de sus cuerpos, porque la resurrección no es imposible (18-19) [26].

11. Afinidades paganas por semejanza con lo que se dice del cosmos y su consumación por el fuego por la Sibila, Histaspa, los estoicos y la ordenación y conclusión del mundo según Platón. Respecto de la enseñanza cristiana del Verbo generado y ascendido al Cielo, ella reclama compararse con los relatos sobre Zeus, Asclepio, etcétera y asimismo Hermes: La palabra intérprete y maestro de todos, con otras similitudes con Jesús, no solo como Maestro divino, sino también como Hijo de Dios, lo que también lo indica en afinidad con la caracterización de Hermes, como el Verbo anunciador o mensajero de parte de Dios [27]. Y si Jesús fue sanador, igual Asclepio, y si nacido de una virgen, también Perseo [28], y si fue crucificado no faltan los dioses hijos de Zeus que también experimentaron sufrimientos letales (20-21-22).

12. Pero lo aprendido por los cristianos del Cristo humanado –Unigénito, primogénito, Verbo y potencia de Dios y guía de los hombres– y los profetas, es más antiguo que lo dicho por todos los escritores griegos y la sola verdad [29], pero los démones malos antes de su venida influyeron con mitos y leyendas poéticas y prosiguen con obras impías contra nosotros. Tres pruebas lo demuestran: a) decimos discursos semejantes a los griegos, pero se nos odia por llevar el nombre de Cristo; b) porque antes como no conversos dábamos culto a los dioses paganos, pero ahora siendo cristianos, la consagración total es al dios inengendrado y libre de pasiones. c) Porque los herejes no son perseguidos, sino hasta honrados como dioses. sin embargo, son llamados impropiamente cristianos aplicándose a ellos la falsa analogía de los diversos filósofos como miembros de la filosofía usando una concepción de la filosofía perimida por ser autocontradictoria (23-24-25-26) [30].

13. Confirmación progresiva de la superioridad de la doctrina cristiana aplicada a la ética social en tres dominios: frente a las calumnias de relaciones incestuosas, rechazo de la exposición de los recién nacidos y de la explotación de rebaños de niños, afeminados, andróginos y pervertidos para realizar uniones promiscuas y de la mutilación ritual para sacar ganancias materiales. Condena asimismo del culto de la serpiente: «Porque entre nosotros el príncipe de los malos démones se llama Serpiente, Satanás, Diablo y Calumniador» [31], y si dios no lo castigó a Satanás y su ejército definitivamente, es porque prevé que algunos todavía se arrepentirán. Porque al principio dios creo al género humano intelectivo (noerón), o sea, capaz de distinguir entre la verdad y el obrar bien y lo que no es bueno, un ser razonable (logistikón) y contemplativo (theoretikón). Se quiere evitar el posible homicidio del niño expósito (27, 28, 29). El casamiento tiene el solo fin de la procreación de hijos y si renunciamos al matrimonio somos totalmente castos [32]

14. Desde los parágrafos 30 a 42 se disertará sobre la profecía como la máxima prueba de la enseñanza cristiana. La palabra profética de los judíos (Moisés, los Salmos, Isaías, Zacarías) han predicho los acontecimientos por venir y los reyes las observaron y consignaron en libros en lengua hebrea [33]  y de aquí fueron traducidas al griego en Egipto y  se esparcieron por todo el mundo. Los judíos no entienden el contenido profético que encierran y odian y persiguen a los cristianos.  La conducta cruel de Barkokebas lo confirmó. Así están consignadas anticipadamente las profecías sobre Jesús, «el maestro nuestro e intérprete de las profecías desconocidas (agnoouménon)», que cerró el linaje real auténtico de Israel y al que todos los pueblos esperan nuevamente, que entró triunfalmente en Jerusalén, fue concebido por una virgen no por comercio carnal, sino por la Potencia de dios que la cubrió con su sombra (Lc 1), que nació en Belén, que vivió oculto hasta la edad viril, que los judíos lo desconocieron como el Mesías, que fue crucificado [34] y que resucitó. Todo esto resulta ser así porque a través de los profetas habla el espíritu profético, el espíritu santo divino profético [35]. Igualmente fue también profetizado sobre los Doce [36], que salieron de Jerusalén y convencieron a todo el mundo –indoctos y faltos de elocuencia  (idiótailaleîn me dynámenoi)– por la potencia de Dios [37], y sobre el reino de Cristo con su ascenso al cielo y alegría (euphrosýne) de cuantos esperan la inmortalidad.

15. Lo dicho sobre la profecía no significa que el hombre sea esclavo del destino (heimarméne), pues actúa usando el libre albedrío (epí hemín-autexoûsion) y la decisión deliberativa (proáiresis) y de este modo sus actos son buenos o malos, porque durante su existencia pasa de un contrario a otro, ya que es agente de elección. Lo que la profecía anticipa no hace al hombre víctima de la necesidad del destino, sino que el preconocimiento o providencia divina (prónoia) es propia de Dios y por su adhesión voluntaria a ella el hombre es recompensado. El espíritu profético expresa este diseño divino interior y ayuda al hombre a cumplir la voluntad divina. En este sentido la expresión de Platón: «La culpa  es de quien elige, dios no tiene culpa» es correcta, porque los gérmenes de Verdad están por doquier, pero los griegos, también cuando hablan de la inmortalidad del alma y de la contemplación de las entidades celestes, han tomado la instrucción de Moisés, el profeta más antiguo, y los profetas [38] y los démones lo frenan. Incluso la prohibición de leer a Histaspa y la Sibila es obra de ellos (43-44).

16. Igualmente fue anticipada la ascensión gloriosa de Cristo al cielo después de su resurrección y retenerle hasta concluir con los demonios y completar el número de los reconocidos como buenos, para después cumplir con la conflagración universal. Porque también se anticipó con Vara  de Poder, «el anuncio de la palabra poderosa, que saliendo  de Jerusalén, predicaron por doquiera sus apóstoles, y que nosotros, a despecho de la muerte decretada contra los que enseñan o que en absoluto confiesan el nombre de Cristo» (hólos homologoúnton to ónoma toû Khristoû) [39], la abrazamos y enseñamos. Y quienes vivieron conforme al verbo son cristianos antes de Cristo [40]. También el espíritu profético predijo la devastación de la tierra de los judíos [41] y los milagros de Cristo [42] y la adoración de la gentilidad [43], y los sufrimientos de la pasión y la gloria de Cristo [44] (45-51).

17. Pero si se predijo la subida al cielo, también se profetizó su posterior venida con gloria, según Daniel (Dn 7,13), o sea, no solo lo sucedido, sino también lo que ha de suceder. Por eso son dos los advenimientos de Cristo, el segundo con gloria y acompañamiento de ángeles y la resurrección de todos los muertos, unos con incorruptibilidad los otros, con los demonios, para el fuego eterno. también la cruz se ha remedado anticipatoriamente (52-55).

18. Pero los démones malvados no descansan y además de sus fábulas han suscitado personajes como simón y Menandro [45] (56-57-58).

19. del verbo que habló por los profetas tomó también Platón que dios hizo el mundo de una materia informe, porque de Moisés, muy anterior a los griegos, se valió el espíritu profético cuando se expresó en Gn 1, 1-3, ya que por la Palabra de dios hizo el mundo de elementos preexistentes. También el poeta que habla del Erebo lo tomó de él. Y la forma de X en el Timeo que le dio el Hijo de Dios para formar el mundo también la tomo de Moisés porque en el desierto al darle forma de cruz al bronce liberó de las serpientes y al hablar Platón de tres seres que se siguen [46] y lo mismo lo de la conflagración universal (59-60).

20. seguidamente se exponen los rituales cristianos y su sentido regenerativo [47]. Primero el rito de ingreso y las condiciones requeridas: lugar de agua; después el significado y el poder que transforma, en el Nombre del Padre [48], del Hijo que muestra su efectividad como Verbo recreativo, y del espíritu que todo lo anunció por los profetas. el aspecto de  la purificación del baño lo anunció Isaías (Is 1, 16-20), pero el regenerativo, Jn 3, 3-4 [49]. de los apóstoles aprendimos que puesto que nuestro primer nacimiento no fue consciente –al haber sido obra de la necesidad de un germen húmedo, o sea, de la naturaleza– y nos criamos en costumbres viciosas, ahora somos hijos de la libre decisión (proaíresis) y de la ciencia (episteme), esto por obra trinitaria –en donde el Verbo se hace presente por su efectividad– y así el rito se llama iluminación (photismós), porque fuimos iluminados en este baño [50]. Los demonios quisieron importunar este lavatorio, pero su eficacia se anunciaba ya en Moisés, por eso el acto de descalzarse y el llamado desde la zarza del Dios sin nombre (anonómaston), de la colaboración de su único vástago, mensajero y enviado (ággelos kai apóstolos) (Mt 11, 27), el Verbo, que es el que habla en la zarza: «Yo  soy el que es, el dios de Abrahán, Isaac   y Jacob». Y fueron también los demonios los que para tergiversar el sacramento pusieron a Core en las fuentes de agua y atenea salida de la cabeza de Zeus como primer pensamiento (próten énnoiam), lo que es ridículo, poner a una mujer como imagen del pensamiento (tes énnoias eikóna) [51]. Después del lavado y adhesión, al ingresante lo llevamos ante los hermanos y si antes del bautismo hubo ayunos, ahora hay oraciones, un ósculo de paz, al que preside se le proporciona pan y un vaso de agua y vino y se tributan alabanzas al Padre del universo a su Hijo y al espíritu santo, concluyendo las oraciones con la acción de gracias, y los diáconos dan a los asistentes parte de las tres especies. Este alimento es la eucaristía, como ofrenda de la carne y sangre del Jesús encarnado. así está en los Recuerdos de los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía, esto es mi cuerpo» [52] (61-68).

C.   21. La parte final del escrito que exponemos que aparece como 2Apología se apoya en un proceso de acusación presentada al prefecto Lollio Urbico contra una mujer y la sucesiva condena del didáscalos Ptolomeo, de Lucio y de un tercero por no renegar del nombre de cristianos. Se ratifica con esto como los démones han ampliado su odio anticristiano (1-2). Se confirma la negación cristiana del suicidio, pues Dios crea el universo provisto de un orden total, pero los ángeles se rebelan contra ese orden y enamorándose de las mujeres engendran hijos que son los demonios. Así hicieron esclavos a los hombres de la magia, de los mitos demás perversiones (3-4) [53]. Se amplía con Apol. 33, 7-8, y otros lugares previos, que dios, Padre del universo, carece de nombre impuesto por otro, porque ninguno ha existido para eso. Los nombres padre, Dios y otros son denominaciones (prospréseis) (5). De nuevo también la visión estoica de la conflagración universal y el destino (heimarméne) ratifican el rechazo, porque se espera completar todas las semillas (6). Reiterado acercamiento a las semillas del Verbo ingénitas en todos y en algunos manifestadas de antemano pese a los démones (Heráclito, Musonio, los profetas) y el Verbo total (7). Hay un paréntesis  de teología histórica con el presentimiento del martirio por parte del autor por la acusación y odio de Crescente que ignora al cristianismo y actúa como agente de los démones, los que antes actuaron también sobre Sócrates acusado como ateo e impío. Incluso los démones malos establecen las leyes perversas de las naciones, pero hay una justicia eterna (8-9). La religión cristiana aparece como la más sublime porque el verbo entero se hizo cuerpo, discurso racional y alma, y cuanto se ha dicho de bueno es mirando al verbo total, pero eran expresiones filosóficas parciales y por eso se contradijeron. Sócrates, valiéndose de la investigación de la razón conoció en parte a Cristo y le precedió, igual que otros filósofos, hombres cultos y artistas, porque Cristo es «la potencia del Padre inefable» (es decir, el instrumento de la actividad paterna) (10). En el relato de Heracles ante el cruce de caminos este debe optar entre la benevolencia del vicio o el rigor de la virtud. Elige la virtud. Es la elección que hacen los cristianos. Por eso cuando los vio ir intrépidamente a la muerte (motivo recurrente, pero con el rasgo del testimonio personal en este momento) y dejó el ser platónico por la divina filosofía (philosophia theía), fue por el convencimiento de que se ha elegido lo permanente (el camino de la virtud), frente a lo cambiante y efímero (el placer y el vicio, como hizo Hércules en el cuento de Jenofonte. (11-12). Afirma de este modo Justino en el cierre del escrito: «soy cristiano», desde que descubrí que los démones malvados ponían un velo a las enseñanzas cristianas y también que antes de Cristo hubo los que hablaron bien por afinidad. Están en el tiempo, las semillas del verbo, el verbo y los que siguen la enseñanza del verbo. Lo que participa y lo que concede la participación: «Una cosa es, en efecto, la semilla y la imitación de lo que se da conforme a su capacidad, y otra aquello mismo a partir de lo que se genera la participación e imitación conforme con la gracia que también de él procede» [54]. De este modo asume el autor su responsabilidad plena, «quiero que se conozcan públicamente la Verdad según estas doctrinas la muestran» (13-14-15).

En resumen la filosofía cristiana de Justino es al mismo tiempo metafísica, cosmológica, histórica, antropológica, ética y gnoseológico-epistemológica in nuce.

El Dios inefable convive internamente con el Hijo-Logos y el Espíritu Santo inspirador. El Logos/Palabra está junto al Padre y como su Potencia verbal crea, el mundo y su orden ontológico y racional, que es así manifestación de la providencia paterna. Este designio oculto se torna plena revelación en la encarnación concreta en la historia –tiempo y espacio–. Hacia este arquetipo y su proyección hacia el futuro tienden todas las semillas (spérmata) o imitaciones (mimémata) sembradas por el mismo Logos, que no crecen espontáneamente como los vástagos de naturaleza, por dos razones, primero porque la criatura se manifiesta como «animal viviente libre y apasionado» y segundo porque bajo esta manifestación subyace una constitución triple de cuerpo, razón y alma, y su libertad y razón intelectiva le hacen que tanto acierte como se equivoque. De este modo, su participación en la potencia del Logos se torna impotente y los démones contrapotentes están al acecho, procurando que el designio divino sea una gestación difícil y si es posible sin alumbramiento. La caída de los ángeles y en especial de Satanás protagoniza la contrapotencia opositora mencionada, que impide que el compuesto humano alcance la salvación en todos los casos y el juego entre la oposición demónica y la necesidad de que todas las semillas del Logos tengan su oportunidad, ordena la organización progresiva de la historia y del cosmos. de este modo, ni la conclusión del mundo es inmediata, ni el suicidio es permitido y los exorcismos son efectivos en la trama providencial.

III.                    Las confirmaciones del diálogo con trifón

El Diálogo con Trifón viene a repetir, confirmar con diferente tratamiento  o ampliar con nuevos elementos esta doctrina filosófica y ahora teniendo a los judíos como destinatarios de la mostración de la propia identidad. el largo escrito tiene una estructura en apariencia desordenada unida por extensas citas de las escrituras. Sin embargo, hay en él una ordenación interna en la que las postergaciones de las preguntas y las digresiones solo en apariencia rompen la unidad de la composición, porque son recursos que vienen en apoyo del fortalecimiento de las respuestas y al desorden de la redacción sirven de fondo inquietudes que provienen del Sýntagma cuyo contenido nos es desconocido directamente, y las soluciones doctrinales de la Apología [55]. Es de nuevo la exposición de doctrina filosófica la que guía el diálogo que refuerza la enseñanza del Cristo en relación con la salvación como el fin último del hombre, el fundamento de la felicidad (eudaimonía) y la que ocupa el lugar central en la filosofía de la historia, por eso la introducción a la obra temáticamente filosófica no es separable del conjunto, sino la bisagra que une la Apología con el Diálogo, lo organiza y le otorga el sentido de la transmisión de una verdad universal y única [56].

I.    De 1 a 8,2 se describe un breve itinerario filosófico en el que se descartan como escuelas de paso aptas para la formación a la epicúrea, la estoica, la peripatética y la escéptica [57] y se incluyen como aptas para el fin de la búsqueda de dios, la pitagórica y la platónica. La primera se descuenta con precaución, puesto que el aprendizaje previo de los cuatro grandes saberes (aritmética, geometría, armonía y astronomía) [58], pone obstáculos para el ingreso directo en la dialéctica inteligible, ya que desde el ejercicio de ésta sería posible la posterior visión de Dios. Esta exigencia significa para Justino una pérdida de tiempo innecesaria y la enseñanza de los platónicos se le ofrece como más efectiva para alcanzar a Dios, aunque insuficiente. De qué tipo de platonismo se trata siendo al menos cuatro las corrientes que en ese tiempo se comprueban como seguidas por platónicos: los platónicos que pitagorizan, subdivididos en los fieles a la rama platónica de Espeusipo o a la dualista insinuada por Jenócrates, los platónicos académicos o los platónicos medios propiamente dichos como alcino, Plutarco, Atico o el comentarista anónimo del Teeteto, no es fácil decidirlo, porque si por el vocabulario filosófico Justino parece provenir de estos últimos, por las dos definiciones de filosofía que proporciona parece ser familiar con platónicos pitagorizantes e incluso con Numenio, el pitagórico [59]. Por otra parte, cuando Justino se encuentra con el anciano interlocutor (palaiós tis presbýtes) y entra en contacto con la divina filosofía el enfoque filosófico descriptivo da un giro y el tema en el que se concentra la reflexión para avanzar es la antropología, desde cuyas bases es posible descartar un enfoque de tendencia cosmológica, porque gracias al esbozo antropológico que se ofrece se hace posible conocer a dios y alcanzar la salvación por el logro de la inmortalidad. Efectivamente, el alma como principio de vida del cuerpo no posee la vida por sí misma. Su vida proviene del espíritu viviente que dios le otorga como criatura y que se lo puede arrebatar. Cuando el alma se separa del cuerpo el hombre muere, criatura que había enseñado como poseedora de cuerpo, razón y alma, de alma racional con función tanto lógica (logikós) como intelectiva (noerós) [60], capaz de conocimiento superior y de participación responsable en el designio del verbo. Paralelamente puede eliminar el razonamiento del autor la necesidad del alma del mundo de los platónicos y pitagóricos que le da permanencia eterna a este como gran animal viviente y también por participación en ella a los vivientes particulares, descartando el riesgo de la metempsomatosis. Por otro lado, con esta concepción de la psiquis puede disolver la relevancia del espíritu (pneûma) como capaz de autoaislamiento incorpóreo o liberación espiritual propio de los gnósticos. El verbo como Cristo salvador y Maestro se levanta en el centro de la historia y es el eje de la concepción de la filosofía de la historia justiniana frente a griegos y judíos.

II.   Por ese motivo en el parágrafo 35 del presente escrito es posible acentuar con nuevos trazos sobre la herejía lo que se anticipó como una desviación profunda del designio divino en la Apología:

«Hay, pues, amigos, y los ha habido, muchos que han enseñado doctrinas y moral atea y blasfema, no obstante presentarse en nombre de Jesús, y son por nosotros llamados del nombre de quien dio origen a cada doctrina y opinión. Y, efectivamente, unos de un modo y otros de otro, enseñan a blasfemar del Hacedor del universo y del Cristo que por Él fue profetizado que había de venir, lo mismo que del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Nosotros no tenemos comunión ninguna con ellos, pues sabemos que son ateos, impíos, injustos e inicuos, y que, en lugar de dar culto a Jesús, solo de nombre le confiesan. Y se llaman a sí mismos cristianos, a la manera como los gentiles atribuyen el nombre de dios a obras de sus manos, y toman parte en inicuas y sacrílegas iniciaciones (anómois kai athéois teletaîs). De ellos unos se llaman marcionitas, otros valentinianos, otros basilidianos, otros saturnilianos y otros por otros nombres, llevando cada uno el nombre del fundador de la secta (gnómes), al modo como los que pretenden profesar una filosofía, como al principio advertí, creen deber suyo llevar el nombre del padre de la doctrina que su filosofía profesa» [61].

Justino como filósofo profesional de origen medio platónico entiende la filosofía primariamente como búsqueda o amor a la verdad y como filósofo cristiano ha tenido la oportunidad de descubrir la plenitud de la investigación, o sea, adhiere a la verdad misma encarnada, al Logos universal y único, Jesucristo.

Los gnósticos tomando por ejemplo de reflexión crítica la filosofía de los platónicos que pitagorizan entienden la filosofía como conocimiento de lo que realmente es y como filósofos cristianos que conocen, como gnosis que salva, experiencia cuyo logro restaura en su plenitud el reino de los seres pneumáticos. Para los gnósticos la filosofía cristiana es conocimiento salvífico y misterio iniciático conjunto. Por eso condena Justino: «Y toman parte en inicuas y sacrílegas iniciaciones», lo que se refuerza con sus reproches sobre los misterios paganos según se comprueba en la Apología, pero que es una terminología que también encierra un sentido positivamente cristiano: la iniciación en los misterios de Cristo [62].

III.  es igualmente posible entender el desvío de las herejías cristianas, pero también el significado de las llamadas por los judíos herejías judías, prefiguraciones de las cristianas por el impulso desmembrador de los démones y en esto lo que se confirma es la concepción personal de Justino como autor que se mueve en el mundo grecorromano, frente a otros autores anti heréticos, como Hegesipo, que, sin embargo, ha actuado en el medio judeocristiano palestinense:

«Porque los que se llaman cristianos, pero son realmente herejes sin Dios (athéous) y sin piedad (asebeîs), ya te he dicho que solo enseñan blasfemias, impiedades e insensateces... Y si vosotros habéis tropezado con algunos que se llaman cristianos y no confiesan eso, sino que se atreven a blasfemar del dios de Abrahán y de Isaac y de Jacob, y dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el momento de morir son sus almas recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos; como si se examina bien la cosa, nadie tendrá por judíos a los saduceos y sectas semejantes de los genistas, meristas, galileos, helenianos, fariseos y baptistas..., sino por gentes que se llaman judíos e hijos de Abrahán, pero que solo honran a dios con los labios...» [63].

Para Hegesipo, no obstante distinguiéndose de Justino, se trata de diferentes corrientes de opinión dentro del pueblo que no rompían la unidad, aunque iban contra creencias de la tribu de Judá (en la que nacería el Mesías de David) y el Cristo.

IV. Pero la función insoslayable que desempeñan los démones/demonios en la historia de la salvación según lo hemos señalado en la Apología estando ahora Justino desarrollando su autoidentificación ante los judíos le hace detenerse en el origen mismo del jefe de los demonios y obviamente lo hace mostrando su perfil originario en el marco de las corrientes gnósticas arcaicas, los naasenos u ofitas [64], que parece conocer de oídas por familiaridad con noticias que circulaban en su samaria natal, igual que sobre la corriente simoniana:

Sigue así Justino ampliando la exégesis profética del salmo (Sal 2, 2 ss):

«O entonces llamó León que ruge contra él al diablo, a quien Moisés llama serpiente, y en Job y Zacarías se le da el nombre de diablo y por Jesús es nombrado Satanás, significando que lleva este nombre compuesto, tomado de lo mismo que el diablo hacía. Porque Satán en la lengua de hebreos y sirios vale tanto como “apóstata” y nas, en hebreo, quiere decir “serpiente”. De ambos nombres se compone el de Satanás. Y fue así que, apenas Jesús salió del río Jordán...se escribe en los Recuerdos de los Apóstoles que acercándosele el diablo le tentó hasta decirle: “adórame”. a lo que Cristo le contestó: “vete atrás, Satanás, al señor dios tuyo adorarás y a él solo servirás”» [65].

Finalmente se quiere recordar la vinculación de las denominaciones mediatas del dios inefable o nombres del verbo, especialmente el nombre  Jesús, con el poder de la pronunciación y el uso de los exorcismos, pues ellos pueden abatir la potencia de los espíritus mágicos y enderezan de este modo el designio divino caído (5) [66]. todo este diseño conceptual se acompaña asimismo de la racionalización filosófica del tiempo que lo vacía de sustancia cualitativa, la que es propia de la intensidad de la expectativa según se daba en la experiencia religiosa paleocristiana [67], reemplazado por la noción de una línea cronológica que discurre entre la primera y la segunda venida y que se tiene que completar con la actividad cósmica de las semillas del verbo. Por imperio de las circunstancias las menciones al Reino de Dios han corrido la misma suerte entre la racionalización y la tibieza política.

Conclusión

Justino de roma es el primer escritor cristiano que ha sostenido el vínculo inseparable entre la fe y la razón. En este sentido ha afirmado la naturaleza universal y única del pensamiento cristiano y le corresponde el título legítimo de primer filósofo católico. La declaración implica dos supuestos: la admisión de elementos aceptables en las enseñanzas de la gentilidad (helénica y bárbara) y el reconocimiento de anticipos cristianos en la Ley judía y los profetas (Sagradas Escrituras del A.T. y Libros proféticos). No existe ruptura entre lo antiguo y lo nuevo, sino respeto y superación. La Palabra divina incorporada, creadora y en función de Espíritu profético (en Dios y en el tiempo), es el eje que articula este gran ensamblaje reflexivo. Su captación exige la disolución como cuerpo extraño de la herejía que se opone a la potencia divina al servicio de su contrapotencia (Satanás y los démones) y la asimilación progresiva de la filosofía gentil y la fe de los judíos para su legítima madurez y el conocimiento de la identidad cristiana frente a griegos y judíos. La piedad humana manifestada en el culto y la moral son esclarecidos por la filosofía y le son complementarios, pero no interiores a ella. Por esto ser filósofo católico encierra al mismo tiempo en Justino ser el fundador de la heresiología y de una nueva apologética, que es tanto mostración de la propia identidad como mensaje misionero.

Francisco García Bazán, en scielo.cl/

Notas:

1. Así se puede deducir de su afirmada gentilidad (Apol. 53, 3-4) y de su buen conocimiento del judaísmo de la época de rica diversidad en las enseñanzas de las sinagogas ver D. Boyarin, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity (Philadelphia 2004) 37-73.

2.  Ver D. Ruíz Bueno (int., trad. y notas), Actas de los mártires (Madrid 1968) 311-316, «Martirio de san Justino y sus compañeros», y a. Velasco (int., trad. y notas), Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica (Madrid 1973), IV, 16, 1-9, I, 233-235.

3.  Cf. r. Henry (ed.), Photius, Bibliothèque (Paris 1960) II, 97-98.

4.  H.E. II, 13-14.

5.  H.E. III, 25-26.

6.  H.E. IV, 8, 3-5: heroicidad de los mártires.

7.  IV, 11, 8-11.

8. Cf. F. García Bazán, «Les origines de la philosophie chrétienne et les gnostiques» en l. PaincHauD, P. Poirier  (eds.), Colloque Internationel. «L´Évangile selon Thomas et les textes de nag Hammadi», Québec, 29-31 mai 2003 (Quebec-Lovaina, 2007) 131-155 (especialmente 139-155).

9. H.E. IV, 16, 1-18, 10. Actas de los mártires, ver más arriba n. 2.

10.   Eusebio, H.E. IV, 11,7 y 21; 22, 1ss; asimismo II, 23, 3ss. III, 11; 19; 32, 2ss. y F. García Bazán, Jesús el Nazareno y los primeros cristianos. Un enfoque desde la historia y la fenomenología de las religiones (Buenos Aires 2006) 282-286. Ver asimismo, «Testimonios y fuentes del primer filósofo protoortodoxo: Justino Mártir» en J. J. Herrera (ed.), Actas de las V Jornadas de Estudio sobre el Pensamiento Patrístico y Medieval (Tucumán 2010).

11.   Ver c. Munier (Int. trad. et comm.), Justin martyr apologie pour les chrétiens (Paris 2006) y PH. Bobichon (éd. critique, trad., comm.), Dialogue avec Tryphon, 2 vols. (Fribourg 2003).

12.  Cf. D. Boyarin, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity.

13.   Sobre el tema ver F. García Bazán, Jesus el Nazareno y los primeros cristianos, 263, n. 6 y a. le Boulluec, La notion d’hérésie dans la littérature grecque IIe.-IIIe. siécles, tome, De justin à Irénée (Études Augustiniennes; Paris 1985) 36-91.

14.   Un biblídion (2Apol. 14,1) o libellus.

15.   Ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 12-21.

16.   Siete veces se reitera el motivo (ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 17).

es evidente que esta introducción excede el carácter de una simple captatio benevolentiae.

17.   Cf. Rep. V, 473 d-e. Marco Aurelio solía repetir: Florere civitates, si aut philosophi imperant aut imperatores philosopharentur. ver alcino, Didaskálicos 34 (J. WHittaker  - P. louis [eds.] (Paris 1990) 69-71 y nn. y c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 111-112.

18.   Semejante el razonamiento de (7). Pero aquí Justino se apoya en un juego de palabras entre chrestós y christós, basándose en la acepción de khrestós como buen ciudadano, que desea el bien común frente al significado de agitador que ya circulaba (el impulsore Khresto de Suetonio y Tácito). Ver cH. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 113 y a. orBe, La unción del Verbo (Est. Val. III; Roma 1961), 69-82.

19.  Escuela de Cristo. es la primera vez que se alude a Cristo como maestro, lo que se seguirá repitiendo (ver F. García Bazán, Les origines de la philosophie chrétienne et les gnostiques, 152 y

n. 41). Se sostiene que la enseñanza filosófica basada en la tradición cristiana (cf. 1Co 15) es pública y expresada con claridad y sin mitos, frente a los gnósticos. La referencia a un comportamiento confuso podría aludir a los carpocratianos, estas acusaciones toman aliento civil en el hecho de que los cristianos no pertenezcan a una religio licita.

20.   El sacrificio espiritual que tiene en cuenta la ausencia de necesidades en Dios como una corriente de devoción helenística se encuentra asimismo en Filón, Porfirio y los herméticos, y más abajo en 13, 1-2. Sobre el sacrificio de naturaleza espiritual ver F. García Bazán, «El evangelio de judas y los démones», Epimeleia. Revista de Estudios sobre la Tradición XVII, 33-34 (2008) 7-34 (especialmente 19-20) y acerca de la creación desde la materia informe con Timeo 30ª y sobre la recreación del hombre ver Macabeos II, 7, 28, en F. García  Bazán, «Creatio ex nihilo y trinidad. Los fundamentos arcaicos de la metafísica cristiana y su actualidad», IVas. Jornadas de Filosofía Medieval (2009), Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires-Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli, CD ISBN 978-987-537-072-2-20. El tema de la materia está desvinculado del problema del mal. En 10,3 la felicidad adquiere las notas de  la inmortalidad, incorruptibilidad, la impasibilidad y la ausencia de aflicción (ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 135).

21.   Sobre el Reino de Dios –ver particularmente 42, 4– es cauteloso Justino, precavido por la rivalidad ante un reino terrestre, prefiriendo orientarse hacia la concepción cristiana de la políteuma con orientación milenarista, y sobre la paz romana, ver F. García Bazán, «designio trinitario y política según los gnósticos», en M. alesso - r. Miranda (eds.), Actas del II Simposio Internacional Helenismo Cristianismo (II SIHC) Universidad nacional de general. sarmiento-Universidad nacional de La Pampa, (1910). Publicación on line ISSN 1853-0621: http://www.sihc.com.ar.

22.   Creador y datos históricos, contra gnósticos, lo mismo que la cuestión sobre el misterio de la crucifixión. Sobre este punto ver asimismo C. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 146.

23.   Sobre el Dios trascendente al que sirve de intermediario el Verbo, que no es el Dios cósmico. En este momento es más a Numenio (Fr. 5 a 8, F. García Bazán, Oráculos Caldeos-Numenio de Apamea [Madrid 1991] 239-242) que a otros autores al que se aproxima Justino. Frases breves, no discursos sofísticos, sino sapienciales –acaso lógoi– y no exposiciones narrativas que es lo propio de los evangelios canónicos en los que se insertan los dichos. Este sería el significado de Memorias (apomnemoneúmata) de los Apóstoles Apol. 67,3, Diál. 105, 1, 5, etcétera. Esto es anterior al género Evangelio. Dýnamis theoû, ver Filón, F. García Bazán, De confusione linguarum, § 63, n. 58 y § 146-147, n. 117 e Int., en J. P. Martín (ed.), Obras Completas de Filón de Alejandría III (Madrid 2011).

24.   Especialmente Mt, algunas de Lc y una de Mc (y también en EvT, en realidad se trata de una armonización vinculados los dichos kaí, A. Bellinzoni, The Sayings of Jesus in the Writings of Justin Martyr (Leiden 1967). En la moral se acercan más a los judíos helenísticos que a los griegos y romanos: ver Libro 4 de los Macabeos, prólogo y exposición filosófica, 1, 1-3,15.

25.   El dicho «Lo del César devolvédselo al César, lo de Dios a Dios» Mc 22, 20-21 no tiene la profundidad de la exégesis gnóstica, que permite deducir su sentido original. Ver Ext. Teod. 86, 1 y artículo citado más arriba en la nota 21.

26.   Época de religiosidad matizada, más que difusa. Ver también Diál. 105,4 y e. r. DoDDs, Pagan and Christians in an Age of Anxiety (Cambridge 1968) 38ss. La enseñanza es también contra gnósticos. Del semen humano nace el cuerpo, por qué de las semillas humanas esparcidas en tierra no puede nacer la incorrupción –1Co 15, 53, pero también 2M 7, 28ss–. Asimismo Diál. 80,4 y n. 9 (ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, ad loc.). Sensibilidad post motem relacionada con resurrección corporal. Este tipo de sobrevida no rompe el vínculo con el cuerpo que espera la transformación estable. Si se salva adquiere los rasgos de la felicidad eterna (n. 20), si se condena sufre igualmente indefinidamente. Ver Munier pp. 167 y 170-171. J. PéPin, Theologie cosmiqueet théologie chrétienne (Paris 1964) 443-466.

27.   Parece ser el Hermes heleno combinado con el egipcio según lo practicó el neoestoico a. ornuto  al basarse sobre la universalidad del Logos (cf. i. raMelli  (ed.), Theologiae graecae compendium, (Milán 2003) 207-215. Ver también Tim 28c, 30ª y 69b.

28.    Tema también prognóstico por el uso de diá para la virginidad de María y no ek o apó. Ver Ireneo de Lyón, Adv. Haer. I, 7,2 y III, 11,3 (M. tarDieu, «Comme à travers un tuyau», en r. Barc. (ed.), Colloque International sur les Textes de Nag Hammadi. Québec 1978 (Quebec-Lovaina 1981) 151-177, asimismo el Testimonio de la Verdad (NHC IX, 3) 40, 1-10, en a. Piñero  - J. Montserrat  - F. García  Bazán  (eds.), Textos gnósticos. Biblioteca de nag Hammadi III (Madrid 2000) 223-224 y n. 10.

29.   Preexistencia, antigüedad y verdad. Aristóbulo, Eupolemo, Artapano. Ver a. J. DroGe, Homer or Moses? (Tubinga 1989) 12-35 y F. García Bazán, La religión hermética. Formación e historia de un culto de misterios egipcio (Buenos Aires 2009) 88-89, n. 5.

30.   Desde 23 hasta 60, está incluida toda la doctrina cristiana y cristológica. viene como prueba en 26 la noticia plenamente antignóstica sobre simón, y Menandro –una corriente que directamente Justino ha conocido en samaria e incluso el detalle del endiosamiento simoniano (ver asimismo Diál. 120, 6: «La prueba es que sin preocuparme de nadie de mis paisanos, quiero decir, de los samaritanos, he comunicado por escrito al emperador que están engañados siguiendo al mago simón, de su propio pueblo, que afirman ellos ser Dios por encima de todo principio, potestad y potencia»), por más que el Simoni Deo Sanco sea una confusión con la divinidad sabina Semone Sanco deo que presidia los pactos y que el provocador social Marción –cuyos ecos en Roma se debían conservar vivos al ser excluido de la comunidad en el 144– y el llamado de atención de la mención de la redacción más amplia del Syntagma katá pasôn tôn gegenoménon hairéseon.

31.   Para los dos primeros casos ver r. Stark, La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico (Madrid 2009). Ver asimismo el culto pagano de la serpiente como divinidad ctónica (Munier, 187-191), pero sobre todo contra ofitas Diál. 103, 5 con su etimología samaritana.

32.   Al punto de que alguno en Alejandría para contrarrestar la acusación de la unión promiscua como un misterio celebrado por nosotros los cristianos, quiso mutilarse los testículos, pero no se le permitió y quedó célibe. A diferencia con Justino en relación con la procreación como el fin único del matrimonio ver J. Crisóstomo, Propter fornicationes: «Porque hay dos razones por las que el matrimonio haya sido introducido: para que podamos ser moderados y para que seamos padres. Sobre estas dos razones el motivo de la moderación es primario...», en Jesús el nazareno, 205.

33.   Igual el profeta Petosiris instruye al rey nechepso en Egipto.

34.   Certificación por las Actas de Pilato, 35, 9. Justino con Mt 1, 23 y la Septuagisnta (Is 7,14) retiene el término parthénos (virgen), frente al ‘almâ/neânis (muchacha soltera o casada) de la masorética, seguido por Símaco, Aquila y Teodoción.

35.   To prophetikón pneûma., to theión ágion prophetikon pneûma, es decir, el espíritu de dios en su función predictiva en el A.T. y también en Cristo, que los que creen en él la entienden, porque en ellos como en los mismos profetas mora la semilla proveniente de Dios, que es el Verbo, primogénito y Salvador [= nombre Jesús], que es quien prorrumpe o habla por la inspiración.

36.   Sal 18, 3-6.

37.   Ellos podrían haber dicho con Eurípides: «La lengua juró, pero el alma no ha jurado», pero esto sería ridículo. Rasgo antignóstico, ver García Bazán, «Les origines de la philosophie chrétienne...», 153 y n. 43 y ahora Munier, 217.

38.  Subyace la crítica al estoicismo de Crisipo, ver también alcino, Didaskálicos 26 [J. Dillon, The Middle-Platonists. A Study of  Platonism 80 B.C. to A.D. 220 (Londres 1977) 209ss.]. Moisés el profeta más antiguo, para menciones similares de Aristóbulo, Artapano, ver n. 29 más arriba.

39.   Contra gnóstico que no confiesan el nombre, igual que antes en n. 37.

40.   Sócrates, Heráclito, Abrahán, Ananías, Azararías, Misael y otros.

41.   Is 64, 10 y Is 7, 1.

42.   Is 35, 5. Esto también se registra en las Actas de Pilatos.

43.   Is 65, 1-3, ampliado en §54.

44.   Is 52, 13ss.

45.   Noticia dada anteriormente (26) y referencia a Marción del Ponto, antes también mencionado, pero ahora con una breve noticia, aunque más amplia. Estas reiteraciones como posteriormente en el Diálogo se registran solo para los gnósticos.

46.   Carta II 312e, también registrada en Valentín y en el Himno de los naasenos de Hipólito. Aquí ha tomado Justino varias reiteraciones de naturaleza técnicamente filosófica que contrasta con la verdad plena de la filosofía cristiana. Ver más arriba n. 30.

47.   Los ritos que no son ajenos a los usos romanos, por eso se extienden las explicaciones que quieren evitar confusiones.

48.   Que es impronunciable, lo que Moisés expuso en Ex 3, 14.

49.   Que no se puede entender como volver al seno (adýnaton) materno. Es una acotación antignóstica.

50.   También es aclaración antignóstica, contra los misterios, por eso en Diálogo 35 se reitera y expresa la condena sin explicaciones mayores.

51.   En polémica antignóstica, porque ya en las noticias sobre simón se hablaba de la ennóia de Dios salida de su cabeza (Helena), que lo acompañaba. Ver asimismo ireneo, Adv. Haer. I, 23, 1-4, Homilías Pseudo clementinas II, 22-25 y Reconocimientos II, ss. (F. García Bazán, La gnosis eterna. Antología de textos gnósticos griegos, latinos y coptos (Madrid 2003) 58-64).

52.  O sea, los relatos transmitidos y conservados. También el día del sol se celebra una reunión de todos (porque se pasó de las tiniebla a la luz y fue la resurrección) y se leen los Recuerdos o los profetas, y hay una exhortación sobre ellos. Después oraciones, después consagración de pan, vino y agua, distribución a la comunidad y ayuda a los necesitados, y todo se repite. Similitudes y diferencias con el gnosticismo. La coloración litúrgica ya estaba en 65, 1, 66, 2 y 67, 1-2.

53.   Gn 6, 1ss. Con la condena de la magia y la tecnología como su instrumento, no contra la ciencia. El mismo tema se prosigue más abajo en relación con la ambigüedad de la palabra proferida.

54.   13 al final, es la doctrina filosófica de la potencia según la capacidad del receptor y la del dador.

55.    Cf. P. PriGent, justin et l’Ancien Testament. L’argumentation scripturaire du traité de justin contre toutes les hérésies comme source principal du “Dialogue avec Tryphon et de la «Première Apologie» (Paris 1964); BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 153 ss.

56.   Ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 149-152. En efecto, desde el parágrafo 1 al. 8.2 hay una combinación de autobiografía intelectual y de enseñanza que es crucial como vínculo y proyección sobre el resto de la obra. De este modo inicia el autor el diálogo con el exordio filosófico y lo prolonga dando entrada al coloquio. Si en la Apología el pensamiento gnóstico es rechazado ante la verdadera filosofía, en esta presentación propedéutica, se exaltan los milagros de los profetas que glorifican al Dios creador, anunciando a Cristo que de él procede y se concluye con las palabras a Trifón: «ahora bien, si tú también te preocupas algo de ti mismo y tienes confianza en Dios, como a hombre que no es ajeno a estas cosas, posible te es alcanzar la felicidad, reconociendo al Cristo de Dios e iniciándote en sus misterio (epignónti soì ton Khíston toû Theoû kai teleío genoméno)». Las carcajadas son la respuesta, ante quien trata de iniciarse en serio.

57.   O sea, teórica o escéptico pirrónica.

58.   La enumeración es un poco descuidada, ver F. García Bazán, «Les origines de la philosophie chretienne» 145.

59.   Cf. J. oPsoMer, In Search of the Truth. Academic Tendencies in Middle Platonism (Bruselas 1998) 265-269 y F. García Bazán, Plotino sobre la trascendencia divina: sentido y origen (Mendoza 1990), Cap. IV y F. García Bazán, «antecedentes, continuidad y proyecciones del neoplatonismo», Anuario Filosófico 33 (2000), 111-149 (esp.116-118).

60.   Alcino ha aplicado el adjetivo al dios noético, al alma del mundo y al mundo. Esta definición por la constitución está oculta en la observable, viviente racional libre y pasible.

61.   Ver 35, 4-6. De 56 a 60 se proporciona una interpretación que afirma al Dios trascendente y a su verbo como el «dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» en la historia de los Patriarcas, teofanías sucesivas que no permiten separar en un dios desconocido y un dios creador inferior como sostienen los gnósticos. Ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, II, 679, n.15, igualmente 732-744.

62.   Ver diál. 8,2 y más arriba n. 56.

63.   80, 3-4. Pero aquí uno es el tema del rechazo del Dios del A.T. (idea marcionita y gnóstica) y otro el tema más genérico de la resurrección (ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 787). Dice e. De cesárea con referencia a Hegesipo: «El mismo autor describe además incluso las sectas que hubo en otro tiempo entre los judíos, diciendo: “existían diferentes opiniones en la circuncisión, entre los hijos de los israelitas, contra la tribu de Judá y contra el Cristo, a saber: esenios, galileos, hemerobautistas, marboteos, samaratinos, saduceos y fariseos”». sin embargo, inmediatamente antes el mismo Hegesipo hace resaltar que la oposición franca de Tibutis es el resorte que hace saltar la frágil conjunción entre diversas corrientes de cristianos judaizantes y gentiles, permitiendo asimismo el cambio semántico de corriente de ideas a herejía como una corriente de ideas condenable: «el mismo escritor nos explica los comienzos de las herejías de su tiempo en estos términos: “Y después que Santiago el Justo hubo sufrido el martirio, lo mismo que el señor y por la misma razón, su primo Simeón, el  hijo  de  Clopás,  fue  constituido  obispo.  Todos  le  habían  propuesto,  por  ser  el otro primo del señor. Por esta causa llamaban virgen a la Iglesia, pues todavía no se había corrompido con vanas tradiciones. Más fue tibutis, por no haber sido él nombrado obispo, quien comenzó a corromperla, partiendo de las siete sectas que había en el pueblo, de las cuales también él formaba parte. De ellas salieron simón –de ahí los simonianos–, Cleobio –de donde los cleobinos–, dositeo –de donde los dositianos–, gorteo –de donde los goratenos– y los masboteos. De estos proceden los menandrianistas, los marcianistas, los carpocratianos, los valentinianos, los basilidianos, y los saturnilianos. Cada uno de estos introdujo su propia opinión por caminos propios y diferentes”». entre las corrientes enumeradas en primer término por el autor palestino y las noticias que proporciona se descubren –a diferencia de la línea más reciente trazada por Justino ordenada por otras instancias críticas del judaísmo históricamente más modernas y su formación filosófica medioplatónica–, una diversidad de tendencias de fácil entendimiento y diálogo, pero asimismo rasgos de un docetismo universalista refractarios ante la posición adopcionista más externa de los judeocristianos que se ven representados en las Memorias de Hegesipo, y otros de adscripción a una escatología realizada, propios de un esoterismo iniciático en posesión de rituales y con indicios del cultivo de una especulación filosófica sobre los que dan testimonios dispersos las epístolas paulinas y deuteropaulinas y posteriormente las cartas pastorales y católicas. Pero incluso un testimonio más próximo a Justino, pero anterior a él, es asimismo Ignacio de Antioquía. Ver Jesús el nazareno, 285-286.

64.   Ver F. García Bazán, El gnosticismo: esencia, origen y trayectoria (Buenos Aires 2009) cap. IV, 88-92 y caps. V-VI, 93-129.

65.   Ver diál. 103,5, Lc 3, 22 y BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, II, 835, n. 14. La etimología basada en la separación de la palabra Satanás (el adversario) en êatah (separarse) y na’ (serpiente), parece asimismo conocerla san Ireneo refiriéndose a Mt 4, 10: «Su nombre lo desnudó y lo mostró tal como es: Satanás, palabra que en hebreo significa apóstata» (Adv. Haer. V, 21,2 (HarVey II, 383) y Dem. 16.

66.   Ver 2Apol. 5 (6), 6 (epokrístoi), asimismo c. Munier, 313. Diál. 110, 4; 111, 3 sobre potencia del nombre (BoBicHon, Dialogue avec Tryphon II, 848, n.8.).

67.  Mt 24, 1 ss; 1Ts, 4, 13-5,5; Apo. y 2Ts 2, 1-12. Ver F. García  Bazán, «tiempo cristiano y comunidad política» en Actas V Jornadas de Filosofía Medieval (Buenos Aires 2010), CD ISBN 978-987-537-102-6.

Varios opusdei.org/es

ÍNDICE

Amor conyugal y vida de piedad

El bien de los hijos: la paternidad responsable (1)

El bien de los hijos: la paternidad responsable (2)

El matrimonio y el paso del tiempo

Amor conyugal y vida de piedad

Tenemos una gran suerte porque el matrimonio no es cosa de dos, sino de tres.

¿Y quién es el tercero en discordia, estaréis pensando? Pues, además de los cónyuges hay alguien todavía más interesado en sacar adelante el proyecto de cada matrimonio, el proyecto de santidad de cada cónyuge: Dios.

Jesucristo elevó el matrimonio natural a la alta categoría de sacramento, para dar una gracia especial a cada uno de los esposos al emprender este camino apasionante de formar una nueva ‘iglesia doméstica’; y además no nos deja solos, sino que se entremete en nuestra vida y es como si nos dijera: "Yo me implico en todo lo vuestro, pequeño o grande, permanente o efímero; recorreréis mi senda, habrá ratos para todo, estaremos en Nazaret, en Betania… y en el Calvario; pero no acaba ahí porque habrá también Resurrección: pero, confiad, pues Yo estaré siempre con vosotros animando vuestras jornadas".

Como decía san Josemaría: "El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive" [1].

La vida conyugal es verdadero itinerario de santidad cristiana, y el truco que cualquier matrimonio busca para conseguir la felicidad consiste en hacer Su voluntad en cada situación y amar mucho, mucho, como Él nos ha amado. Por eso en una familia cuando uno está pendiente de los demás es más feliz, porque entonces de su felicidad se ocupan los otros y, por supuesto Dios: Él nunca falla.

Como nos ha dicho el Papa Francisco en su catequesis sobre la familia: "Dios ha confiado a la familia, no el cuidado de una intimidad en sí misma, sino el emocionante proyecto de hacer‘doméstico’ el mundo. La familia está en el inicio, en la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de tantos, tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones, como aquella del dinero o como aquellas ideologías que amenazan tanto el mundo. La familia es la base para defenderse" [2].

Cerca de Dios

En este sentido, vale la pena recuperar el sentido del matrimonio sacramental. No sólo como un evento festivo o familiar –que lo es–, sino porque entendemos con profundidad lo que vamos a hacer: la recíproca entrega-aceptación de nuestras personas en su conyugalidad, participando del misterio de amor entre Cristo y su Iglesia. De aquí que la etapa de noviazgo sea tan crucial para ir poniendo ya a Dios en el centro de nuestra vida personal: y que llegue a formar parte de un tu, un yo y de un nosotros abierto a los hijos, y a otras familias. El hombre no podrá sacar lo mejor de la mujer si no está cerca de Dios, y la mujer no podrá sacar lo mejor del varón si no está cerca de Dios. Estar o no cerca de Dios es clave para la felicidad matrimonial.

Desde nuestro matrimonio también podemos ser –sin mérito alguno de nuestra parte– luz para los demás: luz que diga –sin decir– que Dios está en nuestra vida porque las cosas en nuestro matrimonio y en nuestra familia, con naturalidad se sobrenaturalizan; no hacemos nada raro: trabajamos como los demás, salimos y nos distraemos como los demás, nos reímos como los demás, tenemos las inquietudes propias de nuestra edad, sueños, quimeras que quizá cumplamos o quizá no. Pero procuramos ponerlo todo en manos de Dios: esta es la diferencia… y lo vivimos con una alegría de fondo: porque si tenemos un hijo con problemas, o si parece que los hijos no llegan, si hay una enfermedad, lloraremos como los demás, pero con los pies en la tierra y los ojos mirando al cielo.

"La caridad llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores –nos recuerda san Josemaría–; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria" [3].

Rezar juntos en familia –respetando la libertad y la edad de cada uno de los hijos: la fe se trasmite, no se impone– es algo que la tradición cristiana recomienda pues, a través de esas pequeñas pero concretas prácticas de piedad familiares, se ha transmitido la fe generación tras generación: rezar por la mañana –el ofrecimiento a Dios de nuestra jornada–, el Angelus al mediodía, y por la noche las tres Avemarías; invocar a Dios al empezar un viaje; asistir juntos a la Misa dominical; y quizá rezar el Rosario en familia, porque como se dice "la familia que reza unida, permanece unida", pero siempre. Entre esas prácticas resulta muy familiar la bendición de la mesa, como nos recuerda Laudato si’: "Una expresión de esta actitud [contemplativa ante la creación] es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados" [4].

Respetar los tiempos

Los esposos tenemos el deber conyugal, que prometimos el día de nuestro matrimonio, de la ayuda mutua, y ayudar al otro es abrirle un horizonte para que pueda sacar lo mejor, y por supuesto animarle a estar cerca de Dios –sin atosigar, ni importunar indebidamente; porque el mejor y más eficaz modo de atraer a Dios, el compelle intrare (Lc 14, 23) del evangelio, es amar y rezar por el otro cónyuge y por los hijos–, porque lo más importante para uno es llevar al cónyuge al cielo, pero ayudándole a apreciar el bien por sí mismo.

Hay que respetar los tiempos de cada quien, las posibles crisis: estando, acompañando, rezando y no agobiando. Pero al revés también: respetar al otro en sus ratos de intimidad con Dios, aunque el otro no los comparta, es algo que no entorpece nuestro matrimonio, sino que lo enriquece. Es importante el respeto mutuo, y más en lo que toca a la conciencia, que es el lugar en el que cada uno abre su interioridad al Señor, el lugar donde nuestra libertad cuaja las decisiones más trascendentes de su vida. La intimidad con Dios es personal y cada uno ha de descubrir su personal camino hasta Él, que ciertamente pasa por el otro cónyuge: esto es muy enriquecedor para ambos.

Dios se ha implicado en esta aventura del matrimonio con nosotros, porque le ha dado la gana, porque nos ama de modo entrañable y desea nuestra felicidad, y porque quiere que seamos luz para los demás, y que formemos una auténtica ‘Iglesia doméstica’ con nuestros hijos. "En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad evangelizadora (...). Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios" [5]. ¡Qué grande es la misión a la que Dios ha llamado a los esposos, y que ha puesto en sus manos! ¡Qué maravillosa responsabilidad estar en el mismo surgir de una sociedad renovada por la caridad de Cristo, y qué imperiosa necesidad de Su auxilio!

R. Aguilar, en opusdei.org/es-es/                                       Volver al índice

Notas:

1   San Josemaría, Conversaciones, n. 91.

2   Papa Francisco, Audiencia 16/09/2015.

3   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.

4   Papa Francisco, enc. Laudato si’, n. 227.

5   San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 52.

El bien de los hijos: la paternidad responsable (1)

Al sostener que quien no vive como piensa acaba pensando cómo vive, la sabiduría popular no lo dice todo y ni siquiera lo más importante.

Nada más práctico que una buena teoría

Porque si es cierto que quienes no luchan por corregir una conducta equivocada terminan con frecuencia echando mano de una teoría que la justifique, no lo es menos que un conocimiento adecuado de las realidades fundamentales constituye la mejor y más permanente ayuda para un recto comportamiento.

Entre esas verdades, ninguna influye tanto en la conducta como la comprensión profunda de que cualquier mujer o varón es persona. Y ninguna determina tan eficazmente la actitud de los cónyuges entre sí y respecto a sus hijos.

Por eso, la consideración pausada de lo que lleva consigo ser persona, lejos de apartarnos de la práctica educativa, nos introduce hasta su mismo corazón, a la vez que ilumina desde dentro el sentido más hondo de la paternidad responsable.

Persona e hijo de Dios

El desvelamiento de la condición personal, unido históricamente a la difusión del cristianismo, se intuye en toda su grandeza al descubrirlo como respuesta a una sola y decisiva pregunta:¿Cuál no será el valor de cada hombre si el Verbo de Dios ha decidido encarnarse y morir en la Cruz para devolverle la posibilidad de gozar de Él y con Él por toda la eternidad?

La verdad era tan innegable como sublime y pasmosa. Y sus consecuencias prácticas tan profundas y cotidianas, que los primeros en vislumbrarla temieron no estar a la altura de tanta maravilla y olvidar, siquiera por un momento, la impresionante grandeza de cuantos los rodeaban.

Quisieron asegurar entonces que el mismo vocablo con que se referían a ellos trajera a su mente la valía casi infinita de cualquier varón o mujer, de "cada uno de todos".

Que es justo lo que indica la palabra persona, utilizada desde entonces para designarlos: la magnitud indescriptible y la absoluta e insustituible singularidad de todo ser humano, correlativa, en los dominios de la gracia, a la condición de hijos de Dios.

Siguiendo una pauta divina

La filosofía y la teología refrendan lo que los hombres de buena voluntad intuyen y cualquier cristiano sabe con certeza: lo único que puede mover a Dios a crear es el bien de las criaturas a las que piensa dar el ser y, en particular, de las personas; Él nada gana al crearnos, puesto que su Bien es infinito y no admite incremento.

Con palabras más claras: cada uno de los seres humanos es fruto directo del infinito Amor de Dios, que quiere lo mejor para él.

Y como nada hay mejor que Dios mismo, Dios crea al hombre a su imagen y semejanza —lo hace capaz de conocerlo y amarlo— y, elevándolo al orden de la gracia, lo destina a unirse definitivamente a Él, introducido en su propia Vida, en un diálogo eterno y poderosamente unitivo de conocimiento y amor.

Para referirse a esa condición final del ser humano, Tomás de Aquino utiliza expresiones tan audaces como profundas: los hombres estamos llamados a "alcanzar" o "tocar" a Dios (attingere Deum), transformándonos en "dioses" por participación (participative dii).

Si Dios puede describirse como un Acto infinito y perfecto de Amor de Dios, seremos enteramente semejantes a Él cuando, al término, llevados por su gracia, todo nuestro ser se resuma y transforme en un también perpetuo y gozoso acto… de amor de Dios.

Dioses por participación: ese es nuestro destino y el más soberano índice de nuestra grandeza.

Cómo "responder" a la grandeza de nuestros hijos

Sobre esa convicción se construyó y sigue asentándose lo mejor de nuestra civilización; y sobre la misma base, enriquecida y hecha eficaz mediante el diálogo con Dios, debe edificarse la relación de los cónyuges entre sí y con cada hijo.

Siempre y en cualquier circunstancia, al referirse a sus hijos, un padre y una madre han de considerar que se encuentran ante una persona y que, con su propia actitud y manera de obrar, deben responder a la grandeza de esa índole personal.

En su acepción más amplia y profunda, la paternidad responsable designa la calidad del comportamiento de unos padres que responden como personas a la nobleza indescriptible, e imposible de exagerar, de unos hijos que también son personas.

Más allá del genérico respeto, e incluso de la veneración y la reverencia, esa respuesta sólo queda adecuadamente expresada con una palabra: amor, entendido reciamente como la búsqueda coherente y decidida del bien del ser querido.

Cooperadores de Dios

La vida en la tierra, entonces, más que como una "prueba", debe concebirse como la gran oportunidad que Dios ofrece para incrementar nuestra capacidad de amar, de modo que vayamos siendo más felices ya en este mundo y que, al concluir nuestra existencia temporal, habiendo dilatado las fronteras de nuestro corazón, nos "quepa" más Dios en el alma y gocemos más de Él por toda la eternidad.

Y el padre y la madre han de colaborar con Dios en esta tarea, de una manera muy particular, derivada de su condición de padres.

El Modelo es, de nuevo, Dios mismo. Si, para salvarnos, Jesucristo se "anonadó", manifestando así la infinitud del Amor divino, para educar —que no es, en definitiva, sino enseñar a amar— el padre y la madre han de saber asimismo "desaparecer" en beneficio de cada hijo. Es decir, sus intereses, sus capacidades, sus ilusiones más nobles no cuentan, entonces, sino en la medida en que saben ponerlas sin reservas al servicio del cumplimiento del plan de Dios para cada hijo.

En otras palabras, en la proporción exacta en que ayudan a cada uno a descubrir ese designio —único, aunque convergente con el de cualquier otro ser humano—, y fomentan y apoyan su libertad; para que sepa conducirse por sí mismo hasta la plenitud del Amor que le dio el ser y que de nuevo lo interpela para que libremente retorne a Él.

Co-creadores responsables

Ese derecho-deber deriva, según decía, de su condición de padres. Como recuerda también Tomás de Aquino, quienes han sido la causa del surgir de una realidad, han de constituir asimismo el motor de su desarrollo: pueden y deben.

El hijo no es sino la síntesis del amor de los cónyuges entre sí, unidos íntimamente al amor de Dios, que crea el alma. Corresponde, pues, a los padres cooperar con Dios en la educación de cada hijo, como un derecho inalienable, que a la par es un deber del que nadie les puede dispensar: por ser realmente sus padres, por su condición de co-creadores.

Dios se bastaba para dar la vida a cualquier ser humano; no necesitaba de nada ni de nadie. Pero quiso también ahora asimilarnos a Él en esa su acción creadora, fruto de su infinito Amor, elevándonos, en cierto sentido, a la altura de co-creadores.

Y lo hizo a su manera, teniendo en cuenta su propia sublimidad y, por decirlo de algún modo, la grandeza del término de su acción creadora: cada persona humana, que exige ser tratada siempre con amor, pero muy particularmente en el instante prodigioso en que inaugura su existencia, que es condición de posibilidad de cualquier otro momento y situación.

Por eso, para llevar a cabo la creación de cada nueva persona humana, Dios buscó "algo" igualmente maravilloso: si el infinito y todopoderoso Amor divino es el Texto que narra la entrada en la vida del ser humano y la realiza —la Palabra de Dios es infinitamente eficaz—, el único contexto proporcionado a ese Amor sin medida habría de ser un también grandioso y exquisito acto de amor.

Me refiero, como es fácil colegir, al acto maravilloso con el que se unen íntimamente un varón y una mujer que, por amor, se han entregado mutuamente y de por vida.

Como sugerí, este conjunto de verdades, normalmente poco atendidas, constituyen el ámbito y el horizonte imprescindibles, donde se recorta la doctrina particular de la paternidad responsable.

Lo que en ella suele afirmarse —y que reservo para un posterior artículo— solo acaba de entenderse a la luz de la sublimidad de quienes intervienen más directamente en la generación y el desarrollo de toda persona humana: Dios, el propio hijo, cada uno de sus padres.

Tomás Melendo, en opusdei.org/es-es/                                             Volver al índice

El bien de los hijos: la paternidad responsable (2)

El artículo precedente se asentaba sobre la grandeza de cualquier persona y, en concreto, de las que más intervienen en el surgimiento y desarrollo del ser humano.

La persona del hijo

Ahora, al ceñir nuestro tema a la procreación, pasa a primerísimo plano la realidad del hijo, que de ordinario determina los diversos comportamientos al respecto.

Y así, en el fondo de la actitud incondicional a favor de la vida humana late la capacidad de apreciar que el hijo —por su sublime condición personal y al margen de cualquier otra circunstancia— goza de un valor inestimable, de una bondad constitutiva que nunca cabría exagerar.

Análogamente, en el repudio de una nueva vida se esconde sutil e inconscientemente la consideración —difusa pero operativa— de que el hijo es un mal.

Un convencimiento cuya enunciación explícita provoca estupor y rechazo, pero fácil de comprender al considerar los valores que dominan en nuestra cultura.

Lo útil

Una mirada atenta a lo real permite distinguir tres tipos de bienes o, mejor, tres aspectos o dimensiones del bien.

Los bienes útiles son los de ínfima categoría; tienen su bondad doblemente fuera de sí: en la realidad para la que sirven y, de manera definitiva, en quienes quieren lo que esos instrumentos hacen posible.

De ahí que, sin sufrir la menor alteración, dejen de valer cuando ya no existe —o cuando nadie quiere— aquello para lo que servían: sin cambiar ni deteriorarse, el mejor de los destornilladores pierde toda su utilidad si desaparecen los artefactos unidos por tornillos; y todo el dinero del mundo nada vale si nadie está dispuesto a mover un dedo a cambio de él.

Lo gozoso o placentero

También los bienes deleitables gozan de una bondad escasa, porque tampoco acaban de tenerla en sí: en última instancia, su valor depende de que alguien los quiera y decida servirse de ellos.

Por eso, la bondad de lo que sólo es apreciado a causa del placer o el gozo que genera, desaparece en cuanto nadie quiere disfrutar de ella.

En definitiva, lo útil y lo placentero no son buenos en sí y por sí. Su valor reside, más bien, en las personas que los reclaman, en función de las cuales valen o son buenos: se trata de una bondad relativa, dependiente.

        Lo digno

La persona, por el contrario, es un bien digno o absoluto. Su bondad radica en sí misma, en su ser-persona, con total independencia de cualquier circunstancia: edad, sexo, salud, comportamiento, eficacia, posición social…

Y así debe ser querida y apreciada: por sí misma o absolutamente, al margen de cualquier otra condición.

Sin duda, los bienes dignos pueden generar satisfacción o resultar útiles, pero no es esa su bondad fundamental o primera. La amistad, por ejemplo, es fuente de gozos incomparables y produce beneficios múltiples. Pero no es básica y radicalmente buena por el placer o los servicios que engendra, sino que se sitúa a años luz por encima de ellos.

Podría decirse que en sí y por sí es tan extraordinariamente buena, que también aporta satisfacciones y beneficios, que ninguna otra realidad puede proporcionar. Pero tener amigos sólo por esas ventajas añadidas degrada o prostituye la amistad: la relativiza, olvidando que su bondad es absoluta.

Una ceguera generalizada

Sin embargo, en nuestra civilización, los bienes relativos se han impuesto de tal modo que la misma noción de bien digno o absoluto ha desaparecido.

Año tras año, mis alumnos de primero de filosofía discuten acerca de si esta es o no útil, para acabar decantándose a favor de su utilidad. Su sorpresa es mayúscula cuando les explico que, precisamente para manifestar su superioridad y nobleza, Aristóteles declara la filosofía radicalmente inútil: término que, para darme a entender, traduzco como supra-útil, intentando paliar la ausencia de significado de lo digno.

De manera parecida, tras explicarles con detalle que la filosofía no se subordina a un objetivo ulterior, que el filósofo sólo busca saber por saber, casi todos lo traducen afirmando que el filósofo conoce por el placer de saber.

Como muchos de nuestros contemporáneos, a veces parecen incapaces de concebir lo bueno en y por sí, y no en virtud del beneficio o satisfacción que genera. En tales circunstancias, al no poder comprenderla, la bondad de lo digno "no existe".

¿A ti te gustan los hijos?

Respecto a la procreación, el problema surge cuando, sin plena conciencia, la bondad del hijo tiende a medirse con los parámetros de los bienes inferiores, cosa nada infrecuente.

En intervenciones públicas, al comentar que tengo siete hijos, no es raro que alguno de los asistentes me pregunte: "¿A ti te gustan mucho los niños, no?" Suelo hacer una pausa, mirarlo fijamente unos segundos y añadir en tono amable:

"Gustarme, gustarme, lo que verdaderamente me gusta es el jamón. A mis hijos los quiero con toda el alma".

La reacción suele ser cordial, y no me cuesta demasiado hacerles entender que un hijo —una persona— nunca debe convertirse en cuestión de gustos, antojos o apetencias.

Y es que lo digno está a años luz por encima de lo deleitable y lo útil. En rigor, se trata de bienes inconmensurables, que nunca deberían ponderarse en la misma balanza. Lo digno se justifica por sí mismo y por sí mismo debe quererse; lo útil y deleitable, no.

En consecuencia, más aún que conocer los criterios que rigen la procreación responsable —que sin duda hay que saber—, hoy resulta imprescindible desarrollar la aptitud —a menudo atrofiada o inexistente— para captar con hondura la bondad propia del hijo. Advertir que, para traerlo al mundo, no hace falta más razón que su sublime grandeza; y que lo que requiere otros motivos, serios y proporcionados, es no procurar traerlo.

¿Existen tales motivos?

Para impedir la procreación o eliminar su fruto, no. Sí, en ocasiones, para dejar de poner los medios de los que la procreación podría seguirse.

El hijo constituye un bien absoluto, en la acepción más propia del término. Pero absoluto no equivale a infinito. Y precisamente a causa de su finitud, siempre lleva aparejados ciertos males, los derivados de la necesidad de atenderlo, que cabría considerar ordinarios.

Ante ellos, si se ignora o desconoce la bondad absoluta de la persona, el hijo pasa automáticamente a concebirse como un mal. Pero, por el mismo motivo, lo serán también el cónyuge, los padres, los hermanos, los amigos…

Nos topamos con la lógica tremendamente individualista de Sartre, para quien

«el infierno son los otros», y la única respuesta, el aislamiento: es decir, la soledad, el más auténtico infierno.

La exclusión de lo digno desemboca inevitablemente en una aporía, en un camino ciego, sin salida. Por el contrario, el reconocimiento del hijo como bien absoluto, relativiza estos males inevitables y los transforma en ocasión de crecimiento personal.

Inconvenientes graves o extraordinarios

Son los que ponen en juego a otra u otras personas: peligro serio para la madre gestante o para la subsistencia de la familia, cargas que la salud física o psíquica de los padres aconseja no asumir…

    En tales circunstancias, la situación cambia… y también debe modificarse la actitud y el comportamiento de los posibles padres.

El criterio de fondo es el que rige toda actuación moral: haz el bien y evita el mal, con las exigencias propias de cada miembro de este enunciado.

Hacer el bien constituye el más básico, fundamental y gozoso deber del ser humano. Pero nadie está obligado a poner por obra todos los bienes que, en abstracto, pudiera realizar. Entre otros motivos porque, al optar por uno de ellos —una profesión, un estado civil…—, tendrá forzosamente que desatender todos los bienes alternativos que, en tales circunstancias, podría escoger y llevar a cabo.

Por el contrario, nunca está permitido querer positivamente un mal o impedir, también mediante una acción encaminada directamente a ello, un bien. El imperativo de evitar el mal, con el que se completa la faceta afirmativa de la ética, no admite excepciones.

De nuevo la bondad del hijo

Hemos realizado estas reflexiones teniendo en el horizonte, sobre todo, la grandeza de la persona de los hijos, que, según afirma el Catecismo de la Iglesia católica (núm. 1652), citando a su vez al Vaticano II, "son el don más excelente del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de sus padres".

Apoyados precisamente en esa bondad íntima y constitutiva, que nunca cabría exagerar, en lo que atañe a la procreación conviene distinguir dos comportamientos opuestos, y conocer el principio que permite distinguirlos.

a)  Si existen causas proporcionadas, es moralmente lícito no querer hacer lo necesario para una nueva concepción, aunque nunca con intención anti-conceptiva, sino meramente no-conceptiva: con otras palabras, está permitido dejar de querer la procreación de un nuevo hijo y dejar de actuar en favor de ella.

b)  Pero nunca será moralmente legítimo poner activamente impedimentos para que el hijo llegue a la vida (anti o contra-concepción), pues eso equivaldría a querer positivamente un mal —que no exista la nueva criatura— y a obrar en consecuencia.

Es la profunda diferencia que separa la anticoncepción del uso adecuado de los métodos naturales. Divergencia que, pese a la habitual denominación, no es sólo, ni mucho menos, cuestión de métodos.

En definitiva, el criterio de fondo sigue siendo la bondad absoluta del hijo.

Quienes por razones graves deciden dejar de poner los medios para una nueva concepción, han de seguir considerando al hijo posible como un gran bien, pero que no buscarán a causa de su condición actual.

No hacen nada positivo que se oponga a la concepción, pero se abstienen de poner los medios para que un nuevo ser humano reciba la existencia. Y si, al margen de su voluntad, Dios los bendijera con otro hijo, lo aceptarían sin reservas, confiando en la infinita Bondad y Omnipotencia divinas.

Las familias numerosas

Finalmente, la consideración de la grandeza constitutiva de cada hijo ayuda a entender, como asimismo recuerda el Catecismo, que "la sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia" vean "en las familias numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres" (núm. 2373).

Ciertamente, existen matrimonios a los que Dios concede pocos hijos o a los que no otorga descendencia, pidiéndoles entonces que encaucen su capacidad conjunta de amar hacia el bien de otras personas; pero, también por lo que implica de generosidad, la creación y el cuidado de una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia sobrenatural (cf. Es Cristo que pasa, n. 25).

Como afirmaba Benedicto XVI, y quizá de manera particular en el momento presente, las familias "con muchos hijos constituyen un testimonio de fe, valentía y optimismo" (Audiencia General, 2-XI-2005) y "dan un ejemplo de generosidad y confianza en Dios" (Discurso, 18-I-2009); a su vez, el Papa Francisco exclamaba: "da alegría y esperanza vertantas familias numerosas que acogen los hijos como un verdadero don de Dios" (Audiencia general, 21-01-2015).

Por otro lado, en bastantes ocasiones Dios bendice la generosidad de esos padres, suscitando entre sus hijos decisiones de entrega plena a Jesucristo y deseos de traer también ellos al mundo numerosos hijos. Son familias que están llenas de vitalidad humana y sobrenatural. Además, al llegar a la vejez, los padres se verán de ordinario rodeados del afecto de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

Tomás Melendo, en opusdei.org/es-es/                                             Volver al índice

El matrimonio y el paso del tiempo

Es una realidad que el matrimonio viaja por diferentes etapas –desde el "enamoramiento" hasta el amor de benevolencia, atravesando por el amor "maduro"–; sin embargo, el paso del tiempo, las circunstancias personales de cada cónyuge, las dificultades u otros aspectos ordinarios de la vida, no desfiguran la esencia del vínculo matrimonial que se origina en el mutuo consentimiento de los cónyuges manifestado legítimamente: "Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y dignidad de su estado" [1].

El consentimiento inicial de los esposos es, por tanto, esencial en el matrimonio, lo constituye; de tal modo que sin él no existe. Es en ese "sí, quiero", manifestado recíprocamente y en libertad, en donde los esposos se transforman en una realidad nueva, una unidad en la diferencia personal; ambos, por así decir, asumen una alianza estable –el matrimonio– que es para toda la vida, que será el lugar en que cada uno busque en el bien y la felicidad del otro su propia plenitud: sólo en el matrimonio llegan a ser realmente una sola carne, una sola alma.

De esta unión única, exclusiva, perpetua, surge la ayuda mutua que se concreta en el día a día de los cónyuges a través de mil y un detalles de auxilio, cuidado, interés… Detalles que abarcan desde lo más íntimo y espiritual hasta lo material: un "te quiero", una sonrisa, un obsequio en ocasiones señaladas, un "pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria" [2]. Es decir, un desplegarse de la persona para realizar la dádiva total y gratuita a la que están llamados los esposos.

La ayuda mutua propia del amor de enamorados, que siempre busca más porque quiere más, se dirige también a contemplar lo que aún es potencialidad. Al respecto dice Viktor Frankl: "El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada: hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y mostrarse. Todavía hay más: mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales" [3].

Esos detalles, que alimentan la vida matrimonial y que no se deben descuidar por el paso del tiempo, acrecientan y aquilatan el amor; son el reflejo tangible –e ineludible en cuanto personas necesitadas de las manifestaciones propias del amor humano– de la cantidad y calidad del amor: de ese amor que puede desvelar las potencialidades ocultas. No olvidemos que el amor es un "adelantado", es audaz, osado y valiente hasta la temeridad por alcanzar su culminación: hacer mejor a la persona que ama.

Esas manifestaciones amorosas han de estar acompañados de optimismo –otro nombre de la esperanza cristiana–, entendido como la "capacidad de transformar los fallos en oportunidades de aprendizaje y crecimiento" [4]. Pues el crecimiento es el fin del aprendizaje, y esto en todos los aspectos de la vida de una persona.

Optimismo que ha de ir acompañado de buenas maneras, de agradecimiento, que es una forma de reconocer en el otro el bien que su presencia y amor nos proporciona; de la capacidad de perdonar y de pedir perdón; de sabernos frágiles y dependientes y, por tanto, necesitados del favor y la asistencia del otro. Son prendas de la fidelidad matrimonial y defensa ante los avatares inevitables de la vida.

El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre el matrimonio y la familia proponía en tres palabras un refugio, no exento de lucha contra el propio egoísmo, un camino para sostener el matrimonio: "estas palabras son: permiso, gracias, perdón. En efecto, estas palabras abren el camino para vivir bien en la familia, para vivir en paz.

Son palabras simples, ¡pero no así simples para poner en práctica! Encierran una gran fuerza; la fuerza de custodiar la casa, también a través de miles de dificultades y pruebas; en cambio, su falta, poco a poco abre grietas que pueden hacerla incluso derrumbar" [5].

Y sigue el Papa: "la primera palabra es ¿permiso? Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente también aquello que quizás pensamos que podemos pretender, nosotros ponemos una verdadera protección para el espíritu de la convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, incluso cuando es parte de nuestra vida, necesita la delicadeza de una actitud que no violente, que renueve la confianza y el respeto. La confianza, en fin, no autoriza a dar todo por cierto. Y el amor, mientras es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón" [6].

Con respecto a la segunda palabra gracias, dice el Papa: "Ciertas veces pensamos que estamos transformándonos en una civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fueran un signo de emancipación. Las escuchamos decir tantas veces también públicamente. La gentileza y la capacidad de agradecer son vistas como un signo de debilidad, y a veces suscitan incluso desconfianza.

Esta tendencia debe ser contrastada en el seno mismo de la familia. Debemos hacernos intransigentes sobre la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan por aquí. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá" [7].

Finalmente, en referencia al perdón: "Palabra difícil, cierto, sin embargo tan necesaria. Cuando falta, pequeñas grietas se ensanchan –también sin quererlo– hasta transformarse en fosos profundos.

"Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que ni siquiera somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, las aguas se estancan. Tantas heridas de los afectos, tantas laceraciones en las familias comienzan con la perdida de esta palabra preciosa discúlpame" [8].

A modo de conclusión, dice el Papa: "La familia vive de esta fineza del quererse".

En el día a día de la convivencia conyugal y familiar puede ser fácil perder las formas, por miles de motivos: cansancio, prisas, dificultades, un trabajo profesional muy exigente en dedicación y resultados, preocupaciones por los hijos, etc.; sin embargo, no podemos olvidar que ese otro, esa otra a quien nos dirigimos es la persona a la que un día libremente escogimos para recorrer juntos el camino de la vida y a la que nos entregamos por amor.

Evocar el pasado, esperar el futuro

A lo largo de la existencia en común, se dan altibajos, inevitables aunque sí superables. Es importante, entonces, evocar el pasado, el momento de aquel primer encuentro único, y de la elección de esa persona que nos parecía al principio como excepcional e irrepetible con la que comparto mis días. Se trata de un imprescindible ejercicio de la memoria afectiva, que actualiza el cariño: porque conviene, porque hace bien al amor entendido como acto de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento; y entonces re-cordamos (volvemos a colocar, con sumo cuidado, en el corazón) todos aquellos rasgos distintivos –también los defectos y las limitaciones– que nos llevaron a comprometernos, a querer "para siempre".

También observamos y ocupamos el presente con la disposición de ser nosotros mismos y hacer al otro cada día mejor, con la ilusión renovada de reafirmar el amor para fortalecer la unión.

Y el futuro, que nos reta con su incertidumbre, a la vez que nos anima con la esperanza de que todo en nuestro andar terreno tiene como fin la felicidad plena en el Cielo, con la certeza de que –como decía san Josemaría– el camino para ir al cielo se llama... (el nombre de la mujer, o para ella, el del marido).

En relación con esta frase del fundador del Opus Dei, apunta Marta Brancatisano: "una frase sencilla como ésta, dirigida a jóvenes esposos y padres, tiene –a pesar del tono aparentemente romántico– una profundidad y un sentido innovador que invitan a reflexiones casi inagotables. Con esa afirmación, Josemaría Escrivá rebasa el planteamiento que enfoca los deberes conyugales como algo marginal respecto de los deberes hacia Dios. Esas palabras son el comienzo de una superposición sistemática de la relación con Dios y con el cónyuge, en el sentido de que no se puede admitir ya la hipótesis de una vida cristiana plena a latere de la conyugal.

"Esta perspectiva arroja una luz nueva sobre el matrimonio, sobre el amor humano y sobre la transmisión de la vida. No supone normas nuevas, sino sobre todo un nuevo espíritu de vivir y de comprender el valor de la vida matrimonial. Despierta la responsabilidad personal de los esposos, llamados a salir del anonimato para ser actores de una trama fundante e insustituible en el plan de la Providencia, como primera célula de amor y de vida que manifiesta el rostro del creador" [9].

Tal es la trascendencia del amor humano vivido en plenitud, sin reservarnos nada, porque sabemos que "en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor", como decía san Juan de la Cruz.

La vida conyugal está llamada a adquirir matices insospechados que llevan a priorizar el matrimonio por encima de cualesquiera otras circunstancias o realidades, en tanto que vocación específica –humana y sobrenatural– para cada uno de los llamados a ese estado. Para descubrir tales matices es necesario no solo el amor sino el buen humor: ante los errores que nos permiten alejarnos de una pretendida y al mismo tiempo inalcanzable perfección; ante las situaciones adversas o los pequeños despistes; o cuando las cosas no salen como las habíamos planeado… saber reírse de uno mismo, aceptar la crítica constructiva con agradecimiento y simpatía ayudan a no caer en el orgullo herido, que tanto mal hace a cualquier relación, sea de amistad, filial o conyugal.

Buen humor también como fuente de gozo, para saber gozarnos en el otro y con el otro: "cuando se reconoce el amor como el principal ámbito de donación intersubjetiva –del don de lo mejor de sí–, ese amor adquiere inmediatamente la fuerza y la belleza de lo que es sagrado. Y ese amor es lúdico, es fuente de gozo. Sólo en la donación del amor, el hombre es capaz de pronunciar un tú lleno de sentido. Un tú que designa el reducto más sagrado e íntimo de la persona amada" [10].

Un gozo que es posible en todos los momentos y circunstancias de la vida, aun en aquéllos tan dolorosos que nos hacen rehuir de la risa, de la contemplación de lo bello, hasta de la apreciación de la bondad como una realidad omnipresente. En el dolor se manifiesta la verdad del amor. Como le gustaba decir a san Josemaría: "no olvides que el dolor es la piedra de toque del Amor" [11].

Todos los rasgos de ayuda mutua, el valor de los pequeños y grandes detalles, la fineza del quererse, a la que alude el Papa Francisco, el optimismo y el sentido del humor, todo sin excepción, contribuye a hacer patente la maravilla y el asombro ante el otro. Ahí está la grandeza y la belleza del amor conyugal, que redunda directamente en el bien de los hijos.

Muchas veces se ha dicho: "si el matrimonio está bien, los hijos están bien". Se puede sostener que lo que más quieren los hijos es ver el amor –porque lo sienten, lo palpan– que se tienen sus padres: saberse seguros, parte de un proyecto familiar estable, donde cada uno tiene su lugar y es querido incondicionalmente, por el hecho de ser hijo. El amor está en la base de todo proceso educativo sea familiar o académico. Por esto, es comprensible que el primer acto educativo para cada hijo sea el amor entre sus padres.

"Nadie da lo que no tiene", es decir, si no tengo amor no puedo dar amor; pero tampoco puedo exigirlo, y una educación sin amor despersonaliza pues no alcanza el núcleo central, constitutivo de la persona. El amor entre los padres es original –es anterior, es fuente, lleva siempre la delantera–, y originante del hijo –pro-creador o, dicho con osadía: co-creador–; por eso, el amor de los padres, también es originante para el hijo, porque pone en él –desde dentro, constitutivamente– la capacidad de amar que es fundante de su originalidad, de esa novedosa personalidad que ha venido a la existencia y se desplegará, creativamente, en su biografía.

Hemos sido creados para donar-nos y, de una manera especialísima, los padres están llamados a mostrar el amor a los hijos. Amor que se expresa, entre otros aspectos, en la apertura a la vida, que hace posible engendrar y educar a los hijos, fin propio del matrimonio; en los desvelos para que crezcan sanos y seguros; en guiarles y acompañarles en la búsqueda de la felicidad, respetando su libertad que es una de las más grandes manifestaciones del cariño.

Si falla el amor entre los esposos, se quiebra el orden natural de la entrega recíproca, que tiene como beneficiarios no solo a los cónyuges sino a los hijos. Toda persona merece sentirse querida con el amor que solo ambos padres –varón y mujer– son capaces de dar y transmitir.

El día de mañana los hijos serán llamados por Dios a formar una familia, o al celibato apostólico o a la vida religiosa; y serán, en la mayor parte de los casos, lo que hayan visto en sus padres. Hoy educamos no tanto a los médicos, ingenieros o abogados de mañana, sino a los hombres y mujeres que algún día acogerán la vocación con que Dios les busque: y serán capaces de respeto, de amor, de generosidad y de entrega en la medida en que lo hayan visto en sus padres y compartido en sus familias.

Mirar el pasado con agradecimiento, el presente con determinación y el futuro con esperanza, ayuda a vivir la entrega con plenitud, aceptar el paso del tiempo en el matrimonio con alegría, porque es el signo de que el amor se ha desarrollado de un modo armónico: ha hecho posible la transformación, el crecimiento y la entrega de los esposos; y se ha intentado trasmitir a los hijos, que no necesitan regalos sino cariño.

Carolina Oquendo, en opusdei.org/es-es/                                          Volver al índice

Notas:

1     Código de Derecho Canónico, 1638.

2    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.

3    Frankl, V., El hombre en busca de sentido, Barcelona 2004.

4   Majeres, K., Mindfulness as Practice for Purity

5   Papa Francisco, Audiencia, 13-V-2015.

6    Ibíd.

7    Ibíd.

8    Ibíd.

9    El paraíso de los enamorados

10     Pirfano Laguna, I., Ebrietas: El poder de la belleza. Ed. Encuentro. Madrid, 2012.

11   San Josemaría, Camino, n. 439.


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ÍNDICE

Trabajo y familia: pautas para conciliar

Fortalecer el amor: el valor de las dificultades

Amor conyugal

La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (1)

La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (2)

Trabajo y familia: pautas para conciliar

Hoy en día resulta frecuente encontrar muchos matrimonios que sufren una continua tensión al intentar conciliar la vida profesional y la vida familiar. Se encuentran con falta de tiempo y de energía para llegar a todo: la atención de los hijos, el cuidado de la casa, las exigencias del trabajo profesional... Esta tensión puede afectar muy negativamente a la familia. A pesar de los esfuerzos que hacen los esposos, a menudo se sienten derrotados por la vorágine que impone la vida contemporánea.

¿Qué está pasando?

Vida familiar y vida laboral

El reto de la conciliación entre la vida laboral y la vida familiar parece irrumpir como un fenómeno nuevo y complejo, que bastantes matrimonios aún parece que no han sabido resolver. Quizás, la causa con mayor incidencia ha sido la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral durante los siglos XIX y XX, que ha cambiado una tranquila dinámica donde parecía imperar una clara distribución de tareas: el ámbito doméstico era más propio de la mujer y el laboral externo del hombre.

Deteniéndonos a pensar sobre la situación en la que se encuentra la familia en la actualidad, vemos que hay aspectos ambivalentes. Así lo describe la ex. ap. Familiaris Consortio:

"Por una parte existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticoncepcional" [1].

Esta síntesis nos puede servir para orientar cada situación de la vida (personal, laboral, familiar, social, etc.), y darle el lugar y la relevancia que le corresponde.

Sentido del trabajo

En primer lugar, hay que pensar que de algún modo el trabajo se hace presente en todas las esferas de nuestra vida: ya sea no-remunerado, profesional, doméstico o social; el cristiano siempre puede trabajar, esforzarse, a semejanza de Jesucristo y del Padre: "Mi Padre trabaja siempre, y Yo también trabajo" [2].

El trabajo es un terreno connatural al ser humano. Hemos sido creados para trabajar [3]; no sólo para conseguir un sustento, sino para contribuir al progreso social y al bien de toda la humanidad. Como explica la Gaudium et Spes, Dios decide crear al hombre y a la mujer para que gobiernen las cosas de la tierra en justicia y santidad. Esa actividad es su trabajo. En su sentido más originario, el trabajo no es otra cosa que la actividad del ser humano que interactúa con la creación material; de modo que, constitutivamente, estamos hechos para trabajar: homo, quasi adiutor est Dei, como el ayudante de Dios, dice audazmente Santo Tomás de Aquino; pues la Creación siendo perfecta, porque es obra de Dios, puede ser a su vez perfeccionada por la libertad del hombre.

Asimismo, sabemos que el dolor y el cansancio se añaden al trabajo tras el pecado original. Sin embargo, más que el cansancio, la peor consecuencia del pecado quizá sea el orgullo: la deformación del trabajo que nos conduce a olvidar que somos ayudantes de Dios, a invertir los términos y querer, por el trabajo, ser como dioses.

Somos colaboradores de Dios en la familia, en el cuidado de los hijos, en el trabajo profesional. Si nos dejamos llevar por el orgullo o por la pereza, no tomaremos las decisiones acertadas para conseguir el adecuado equilibrio en nuestra familia. Por ejemplo, el orgullo profesional desmedido o el rechazo de tareas de menor brillo podrían hacernos descuidar el ambiente familiar, donde encontramos la mayor fuente de felicidad.

Unidad de vida

En segundo lugar, las esferas profesional y doméstica no deberían enfrentarse, pues en realidad se complementan: el ámbito familiar se enriquece con la vida profesional y, a su vez, la vida profesional se llena de sentido y de ilusión desde la perspectiva familiar.

Algo que ya apuntaba san Josemaría respondiendo a una pregunta: "son compatibles los dos trabajos. Tú los haces compatibles. Hoy, en la vida, casi todo el mundo tiene el pluriempleo. (…) Y te digo que tienes razón, que son dos labores perfectamente compatibles" [4].

Sin embargo, como señala el Papa Francisco, "La familia es un gran punto de verificación. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino, entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en contra de sí misma. Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo" [5].

La coherencia cristiana lleva a priorizar, según las circunstancias, cada una de las tareas que se derivan de nuestra condición de padres, cónyuges, amigos, compañeros, etc. Ahí está la lucha por mantener la unidad de vida: establecer las prioridades; es decir, fijar la vista en los objetivos más altos de amor a Dios y amor a los demás en cualquier ámbito que nos desenvolvamos.

Estas metas nos ayudan a poner en su sitio los múltiples quehaceres, que son jerarquizados conforme a ese ideal de vida. Y, al mismo tiempo, a tratar de vivirlos con intensidad, sacándoles el máximo partido: con los pies bien anclados en la tierra y la vista en el cielo, como gustaba repetir a san Josemaría. En definitiva, más que conciliar, se trata de integrar las distintas actividades de cada jornada -o, al menos, de intentarlo todos los días-.

El trabajo del hogar

En gran medida, se procura diseñar un proyecto matrimonial propio, que se adecue a las necesidades de cada familia: sin hijos, con muchos o pocos hijos, hijos con necesidades especiales, con cuidado de abuelos... Si uno de los cónyuges decide dedicarse al cuidado del hogar es una opción legítima. En concreto, son muchas las madres que optan por el cuidado exclusivo del hogar. Con mentalidad profesional, también ellas tienen que conciliar este trabajo con su vida familiar.

El cuidado del hogar se traduce en estar pendiente de mil detalles de la convivencia diaria, que, realizados con amor, rebosan de trascendencia, humana y sobrenatural. Como explica una madre inglesa de cinco hijos, "al fin y al cabo, gran parte de la vida consiste en cosas pequeñas: ir ordenando todo cuando termino mi trabajo, por amor; ofrecer el lavado de los calcetines malolientes por la labor apostólica de la Iglesia en Kazajstán; escuchar a un hijo cuando estoy agotada y deseando cinco minutos de paz; ser educada con el vendedor de ventanas que llama justo cuando estoy sirviendo la comida en la mesa..." [6].

Pautas para el equilibrio trabajo/familia

En la primera parte de este articulo se trató sobre la unidad de vida y la integración deseable entre trabajo profesional y vida familiar. En esta segunda parte se ofrecen algunas pautas para avanzar en el empeño por hacer compatibles ambos ámbitos. Estas reglas se podrían resumir en cuatro: anticipar, asumir, aprender y amar.

-    Anticipar

-    Asumir

-    Aprender

-    Amar

Para llegar a todo conviene ser prácticos y anticipar todo lo posible las labores.

Con suficiente antelación, podremos colocar primero las grandes "piedras", las importantes, para que cada tarea tenga su sitio y pueda caber todo. Asimismo, para anticipar, hemos de tener clara la prioridad de los quehaceres: Dios, los demás y yo, es una forma rápida de sintetizar el orden que debería regir la vida del cristiano.

A veces, esto puede suponer especificar día y hora para cada trabajo, y no dejar nada a la improvisación. Sólo si tenemos un plan, será posible ser flexibles y encajar los imprevistos que se nos presentan a lo largo de la jornada.

Un modo de anticipar y ser flexibles es aplicar también a la gestión del hogar lo que ya funciona en las empresas: fijarse metas, estrategias, precedencias, cometidos que se puedan delegar y que hay que comunicar con tiempo. Si nuestra familia es el "negocio más importante", debemos dar cada paso con organización. Dejarlo todo en manos de la espontaneidad, no asegura la paz ni el orden que se necesita en la convivencia.

Lo que vale cuesta, dice el refrán. Lo mejor es apropiarse cuanto antes de la gran energía física y mental que esto supone. "El reto del equilibrio radica en saber vivir con coherencia nuestro proyecto familiar, reconociendo que, por el grandioso hecho de ser matrimonio, hemos asumido una serie de obligaciones que nos debemos esforzar por vivir, huyendo de falsas excusas que impidan o lesionen el cumplimiento de dichas obligaciones y viviendo con realismo cada una de las situaciones que se nos presenten en la vida" [7].

Un determinado momento de la vida en donde se precisa sacar adelante mucho trabajo, fuera y dentro del hogar, exige grandes dosis de realismo y de generosidad; y también estar desprendidos de la tendencia al perfeccionismo y a las manías personales.

No estamos solos ni somos los únicos que hemos intentado conciliar el trabajo y la familia. Hay distintos modos de afrontar una existencia con múltiples frentes que atender. Por ejemplo, se puede aprender mucho de la participación en unos cursos de orientación familiar, o de los testimonios de otros padres cristianos que luchan por vivir como tales, integrando los ámbitos laboral y familiar [8].

En concreto, mantener el equilibrio adecuado entre el trabajo y la familia supone a menudo gestionar bien nuestro recurso más escaso: el tiempo. Hay distintos trucos y consejos para maximizar nuestro tiempo:

-    "Haz lo que debes y está en lo que haces" decía san Josemaría [9]. De este modo, evitaremos perder el tiempo en concentrarnos de nuevo en cada cosa, procurando terminarla en el intervalo asignado. Podremos también ofrecer a Dios y evitar la dispersión que supone estar pendiente de varios asuntos a la vez.

-    Fijar un tiempo para el trabajo profesional. Resulta imprescindible poner un límite semanal a las horas que se van a dedicar al trabajo fuera del hogar. El tiempo para estar con los hijos y el cónyuge debería resultar sagrado.

-    Evitar actividades estériles, tales como ver programas de televisión que no aportan nada, conversaciones inútiles o dañinas, etc., que resultan verdaderos ladrones del tiempo. Como explica Nuria Chinchilla, podríamos en ocasiones echar la culpa de nuestro agobio a los demás, a las circunstancias, cuando a menudo perdemos el tiempo en actividades sin importancia: "¿y si miramos primero hacia nosotros mismos?

Porque ésta es la única realidad que está en nuestra mano cambiar. Seguramente, nos encontraremos con una falta de organización personal, confusión de las prioridades, escasa delegación en los colaboradores, exceso de optimismo al apreciar las propias habilidades y potencial de trabajo, pretensión de abarcar un campo de actividad demasiado amplio, poca puntualidad y control del horario, dilación o precipitación en las decisiones importantes…" [10].

-    Tiempo de calidad. Una sana vida de familia requiere tanto cantidad de tiempo como calidad en el tiempo, para poder así desarrollar las funciones derivadas de nuestros roles de padres y esposos. Un modo de aprovecharlo es orientar los fines de semana y las vacaciones: un tiempo de "libre disposición", para cuidar especialmente de nuestro matrimonio y de nuestros hijos, avanzando así en el deseado equilibrio.

Podemos pensar en actividades que nos permitan estar juntos, que nos enriquezcan y que nos potencien como miembros de una familia. Si no priorizamos este tiempo con nuestro cónyuge y nuestros hijos, si organizamos unas vacaciones muy emocionantes, pero que no nos permiten estar juntos con la tranquilidad que requiere la convivencia, no habremos avanzado en el proyecto común que es el matrimonio y la familia.

-    Fijar tiempos de reflexión. Cuanto más abundantes son las diversas tareas que tenemos que realizar, resulta más necesario hacer "parones" durante el día, para pensar cómo organizarlas mejor. Para un cristiano estos tiempos de reflexión son tiempos de oración. Dios nos acompaña siempre y podemos pedirle ayuda en esos momentos de gran actividad.

En definitiva, es el amor de Dios lo que da unidad, pone orden en el corazón, enseña cuáles son las prioridades. "Entre esas prioridades está saber situar siempre el bien de las personas por encima de otros intereses, trabajando para servir, como manifestación de la caridad; y vivir la caridad de manera ordenada, empezando por los que Dios ha puesto más directamente a nuestro cuidado" [11].

El amor a los demás nos hace enfocar bien nuestra vida y darnos cuenta de lo positivo de nuestra situación: si tenemos que conciliar un trabajo exigente con una familia es que somos muy afortunados. No somos víctimas sino acreedores de grandes dones.

R. Baena, en opusdei.org/es-es/                                  Volver al índice

Notas:

1   San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 7.

2   Jn 5, 17.

3   Cfr. Gn 2, 15 (Vg).

4   San Josemaría, notas de una reunión familiar, Santiago de Chile, 7-VII-1974.

5   Francisco, Audiencia general, 19-VIII-2015.

6   Cfr. Cuidar de mi familia es un verdadero trabajo profesional

7   Cfr. "Familia y trabajo" (Nota Técnica. Curso Amor Matrimonial II).

8   Cfr. por ejemplo: Familia, trabajo y buen humor; La difícil combinación de familia y trabajo; Cuidar de mi familia es un verdadero trabajo profesional; Mi familia, mi trabajo, mi isla y otros animales; Tener una familia grande da bastante trabajo pero es inmensamente gratificante

9   San Josemaría, Camino, n. 815.

10    Chinchilla N. y C. León, C., La ambición femenina. Como re-conciliar trabajo y familia, Madrid, Ed. Aguilar, Madrid 2004, p. 12.

11    Cfr. López Díaz, J. y Ruiz, C., "Trabajo y familia"

Fortalecer el amor: el valor de las dificultades

"Los casados –recordaba san Josemaría– están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [1].

Nadie se casa para separarse. Nadie trae un hijo al mundo para hacerlo infeliz. Y, sin embargo, la realidad muestra a diario situaciones difíciles, no queridas, que parecen negar premisas tan evidentes como estas.

Una decisión de vértigo

Ciertamente, casarse para siempre no es una decisión fácil. Como todo compromiso definitivo, produce un vértigo existencial. Pero, una vez tomada, con plena conciencia y determinación, el vértigo desaparece y se transforma en seguridad y alegría.

La libertad ha hablado, y el espíritu atento descubre entonces un nuevo horizonte de libertad: no tiene sentido detenerse en el pasado, pensando en lo que se ha dejado atrás; el nuevo futuro descubierto ofrece un panorama de crecimiento personal que el alma enamorada se ve impelida a recorrer. Las riendas de nuestro amor están ahora en nuestras manos y no al albur de las circunstancias.

Naturalmente, no es un recorrido sin espinas. Habrá dificultades, y se intuyen.

Pero tras ese sí que no admite vuelta atrás, se percibe también el valor para afrontarlas. La vida ha adquirido sentido y se descubre una nueva misión, que arroja una luz inédita sobre toda la existencia.

Algunos, por miedo a esas espinas, intentan evitar amar con esta profundidad de vida. Es comprensible. El amor es paradójico, pues, por una parte, nos hace fuertes para afrontar las dudas, los obstáculos y los conflictos que podrán aparecer a lo largo del camino; pero, por otra, nos hace frágiles, deja a la intemperie nuestros puntos débiles. Quien ama se expone al dolor, ya que aquellos a quienes amamos también tienen la capacidad de hacernos sufrir.

Ciertas técnicas o filosofías orientales ofrecen otro camino: no sientas y no sufrirás. Sin embargo, la ausencia de dolor no equivale a la felicidad. El que ama se hace vulnerable, es cierto. Pero, en el matrimonio auténtico, la vulnerabilidad, por ser recíproca, se puede aceptar sin miedo: me entrego a mi cónyuge y sé que mi cónyuge se entrega a mí. Mi vulnerabilidad cobra fuerza en sus manos, y su entrega se hace fuerte en las mías.

La primera condición para superar las dificultades en el matrimonio es no extrañarse de que un día puedan surgir. Son un terreno por el que nuestro amor tendrá que transitar algún día. Como en una ascensión a la montaña, cuando se tiene clara la meta, las dificultades no son ajenas a la travesía, forman parte de ella, y el reto consiste en poner ingenio y fortaleza para superarlas. Como ha dicho el Papa Francisco, quienes afrontan así el matrimonio son "hombres y mujeres lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en las «vasijas de barro» de nuestra humanidad", y constituyen "un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo" [2].

Podemos distinguir las dificultades que pueden surgir en la vida matrimonial y familiar en tres grupos: las procedentes del entorno, las que provienen de los hijos y las que afectan al matrimonio mismo. El camino que sugiero para superarlas es el mismo en los tres casos: unidad. Unidad familiar, unidad matrimonial y unidad personal.

Dificultades del entorno: unidad familiar

Por entorno me refiero aquí al ámbito próximo pero diferente de la familia íntima. Pueden ser problemas de trabajo o económicos, la enfermedad de un padre o una madre, controversias entre familiares o amigos.

El criterio seguro para afrontar estas dificultades, que por su misma diversidad no admiten soluciones uniformes, es la unidad familiar. La mejor manera de afrontarlas es integrarlas en la dinámica familiar. No dejar que actúen como un factor externo de desestabilización personal.

En la familia, las alegrías se multiplican y las penas se dividen. Cuando la amenaza es exterior a la familia, es la familia entera la que ha de afrontarlas, aportando cada uno, en el nivel que le es propio y desde la perspectiva que le corresponde, su particular visión y apoyo. La unidad familiar actúa, además, como límite y criterio para cualquier propuesta, solución o enfoque que se plantee.

En no pocas ocasiones, estas dificultades se convierten en un campo especialmente propicio para la educación de virtudes esenciales para el desarrollo personal: confianza, humildad, sobriedad, ayuda mutua, etc.

Dificultades de los hijos: unidad matrimonial

Cuando los problemas proceden de los hijos, la solución pasa siempre por la unidad matrimonial. Durante largos períodos, los hijos pueden llegar a ser una fuente constante de conflicto matrimonial.

Ante las dificultades con los hijos, la primera ocupación ha de ser nuestro cónyuge. Lo primero es acrecentar nuestro amor. Suceda lo que suceda con un hijo, el camino más seguro para ayudarle a superar su personal conflicto es que perciba, con la mayor evidencia posible, el amor que sus padres se tienen entre sí, además, naturalmente, del que le tienen a él.

Después vendrán los consejos, las técnicas, el diálogo constante en el matrimonio, el compromiso mutuo, el análisis sereno, la ayuda de profesionales y todo lo demás. Pero la condición primera para dar seguridad y criterio a nuestro hijo es el amor mutuo de sus padres.

Si nuestros hijos perciben de manera clara y contundente, casi materialmente, esa prioridad (lo primero es tu padre; lo primero es tu madre), habremos puesto las bases para afrontar eficazmente el problema, sea de la naturaleza que sea.

Dificultades en el matrimonio: unidad personal

"El regalo más precioso que me hizo el matrimonio fue el de brindarme un choque constante con algo muy cercano e íntimo pero al mismo tiempo indefectiblemente otro y resistente, real, en una palabra" [3], afirma C.S. Lewis. Puede llegar el momento en que la relación matrimonial se enturbie o se endurezca.

Circunstancias diversas pueden influir con mayor o menor intensidad y extensión. En ocasiones, una pequeña gota –que quizá hace colmar el vaso– desata la marejada: "Un matrimonio que comienza a reñir, a litigar… No tienen razón nunca el marido y la mujer para reñir. El enemigo de la fidelidad conyugal es la soberbia" [4].

Unidad personal equivale aquí a autenticidad de vida; integridad de vida intelectual, volitiva, emocional, biográfica. Ante cualquier dificultad en la relación matrimonial, hay que rechazar la tentación de romper con lo que somos, con lo que hemos querido ser. Rehacer la vida, sí, pero con nuestros propios materiales, no con los de otro u otra. El compromiso matrimonial nos transformó de manera radical y ya no debería ser imaginable nuestra vida sin ella o sin él.

Así ha de ser siempre. Con visión larga, magnánima, con generosidad de espíritu. No importa hacer un poco de teatro en el matrimonio, y forzar la propia entrega cuando el sentimiento no acompaña. Como recordaba san Josemaría, refiriéndolo a Dios, tenemos el mejor espectador posible para esa humilde interpretación: nuestra mujer, nuestro marido, y el sentimiento, si se le sabe invocar, siempre vuelve.

Fortalecer el amor es actualizarlo. Elegir cada día a los que amamos: ¿la he querido hoy?, ¿lo ha notado? Y volver después la vista a nosotros mismos; solo hay una persona que puede ayudar a mejorar la relación: yo mismo. Soy yo quien ha de cambiar y, entonces, con la nueva visión que mi transformación me concede, ayudarle a él, o ella, a hacerlo. ¿Quién ha de dar el primer paso? La respuesta no es nueva: el que ve el problema, es decir, uno mismo.

Una virtud y una conducta asoman necesariamente cuando se trata de reconducir el amor: la humildad y el perdón. Humildad para reconocer los propios errores, humildad para pedir ayuda cuando sea necesario, humildad para pedir perdón, humildad para conceder ese perdón, y humildad para aceptar ser perdonados. Y que sea un perdón humilde, no altivo, generoso, comprensivo y oportuno, que sepa decir sin palabras: "te necesito a ti para ser yo mismo", como lo describió Jutta Burggraf [5].

Javier Vidal-Quadras, en opusdei.org/es-es/                  Volver al índice

Notas:

1   San Josemaría, Es Cristo que pasa, 23.

2   Papa Francisco, Audiencia general, 6-V-2015.

3   C.S. Lewis, Una pena en observación, Trieste, Madrid 1988, p. 24.

4   San Josemaría, notas de una reunión familiar, 1-VI-1974.

5   Burggraf, J., "Aprender a perdonar". Artículo publicado en la revista Retos del futuro en educación. Editada por O.F. Otero, Madrid 2004.

Amor conyugal

"Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano" [1]. Cuando Dios creó al hombre, creó a un ser capaz de amar y de ser amado, porque Dios es Amor y lo hizo a su imagen y semejanza [2].

Hombre y mujer fueron creados el uno para el otro. Se nota ya la voluntad del Creador de hacer de estas dos personas, distintas por su naturaleza sexuada, iguales en su dignidad, seres complementarios. El matrimonio "se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. (...) Existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial" [3].

"El matrimonio –afirmaba san Josemaría– no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural" [4].

Amor de esposos, amor de Dios

Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica: "Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. De este modo, el amor mutuo entre los esposos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es muy bueno a los ojos del Creador" [5].

El hombre, cuando ama, se realiza plenamente como persona. Es lo que nos recuerda el Concilio Vaticano II: "el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" [6]. Todo hombre de buena voluntad es capaz de entenderlo. El don de sí al otro es fuente de riqueza y de responsabilidad, asegura san Juan Pablo II, y Benedicto XVI añade que es atención al otro y para el otro.

Pero el pecado original rompió esa comunión armónica entre el hombre y la mujer. La mutua atracción se convirtió en relación de dominio y de concupiscencia. "El orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó al comienzo" [7].

Y fue Jesucristo quien vino a restablecer el orden inicial de la Creación. Por su Pasión y su Resurrección, hizo que hombre y mujer fueran capaces de amarse como Él nos amó. "Les da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios" [8].

Dos personas, un sólo corazón

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona –reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad–; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: el matrimonio entre dos cristianos reúne las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva" [9].

Don y aceptación son simultáneos y recíprocos: en efecto, solo es realmente conyugal el don si pasa por la aceptación del otro, que se da a su vez y es recibido como cónyuge.

Cada esposo se compromete ante Dios y ante su cónyuge por un acto de amor que es un acto libre de la voluntad. Y es Dios quien sella esta alianza, y nos deja como modelo la fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que es su Esposa, de manera que "por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad" [10] .

Uno de los frutos y fines del matrimonio es la apertura a la vida, "pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento" [11]. El hijo es "el don más excelente del matrimonio" [12]; acogerlo es "participar del poder creador y de la paternidad de Dios" [13]. La unión íntima y generosa de los esposos, querida por Dios, construye y afianza el amor de los padres.

Favorece el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud [14]. En cambio, actuar en contra de las exigencias morales propias del amor conyugal es contrario al respeto debido al cónyuge y a su dignidad.

En el contexto de la fecundidad, es importante considerar la situación de aquellos matrimonios que no pueden tener hijos. Ellos cuentan con la gracia necesaria para volcar la riqueza de su amor conyugal de diversas maneras, lo cual colmará a los esposos de felicidad y hará pleno su amor recíproco.

La fuerza especial del sacramento

El sacramento del Matrimonio confiere a los esposos cristianos una gracia particular que les permite perfeccionar su amor, afianzar su unidad indisoluble, "levantarse después de sus caídas, perdonarse mutuamente, llevar unos las cargas de los otros y amarse con un amor sobrenatural y delicado... En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero" [15].

En este sentido, para que perdure y alcance su plenitud, el amor conyugal debe cultivarse. Es exigente, dice san Pablo. Fuerza y perseverancia son necesarias para afrontar las pruebas. Así lo expresaba san Josemaría: "El matrimonio es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio" [16].

Hay que aprender a amar. "Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia" [17].

Amar necesita tiempo y requiere esfuerzo. Hay que aprender a ahondar en el amor del cónyuge, tratando de tener un conocimiento del ser amado cada vez más fino, más intenso, y más confiado. Es necesario dilatar el propio corazón y el del cónyuge, tratar de paliar sus límites con generosidad y sobretodo perdonar y ser misericordioso: hacer todo lo posible para vivir el don de sí al servicio del otro.

Cristo es nuestro modelo: "El Padre me ama –afirma el Señor– porque yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo" [18]. Ésa es la vocación al matrimonio: dar la propia vida por quien se ama. Por eso, los esposos deben dejarse renovar por Jesucristo, que actúa y transforma sus corazones. La oración de los esposos es vital para que ambos permanezcan en Dios, tengan una paz sobrenatural frente a las dificultades –que se examinarán entonces en su justa medida–, y sepan ofrecer las penas y las flaquezas, y también las alegrías.

"Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [19].

El amor se despliega en las "cosas pequeñas": palabras, gestos de cariño, detalles. El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, etc [20].

Los esposos han de ser veraces y amantes, sinceros y sencillos, expresarse con inteligencia, con planteamientos positivos y constructivos, restando importancia a las pequeñas o grandes fricciones que se presentan en la vida diaria. No intentarán moldear al otro a la medida de su deseo, le aceptarán tal como es, con sus defectos y cualidades, procurando –a la vez– ayudarle con paciencia y verdadero cariño.

Se esforzarán por ser humildes, reconociendo sus propios límites para no dramatizar los del otro. Procurarán percibir la riqueza del otro más allá de sus flaquezas.

Serán, ante todo, misericordiosos, como Cristo fue misericordioso. El rencor y las caras largas ahogan y encierran. Las nostalgias y las comparaciones destruyen y aíslan.

Sin embargo, las crisis son normales en un matrimonio. Son el signo de que algo hay que cambiar. Los esposos se esforzarán por sacar a flote su relación, por decidir lo que hay que hacer o decir para que el amor resurja, crezca y se afiance. Pondrán los medios para crear un ambiente de seguridad y de confianza, porque no hay nada peor que "la indiferencia" [21] y, ante todo, se apoyarán en la ayuda divina, que no les faltará, pues cuentan con la gracia específica del sacramento del Matrimonio.

Además, tendrán que aportar ese toque positivo, esa pincelada maravillosa, imprescindible, dar sin medida, amar antes de actuar, encomendándose al Señor. Verán al otro como un camino para su santificación personal, profundizando la fe: a fin de amar más y mejor.

Paul Laugier, en opusdei.org/es-es/                              Volver al índice

Notas:

1   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604

2   Cfr. Gn 1, 26-27

3   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603

4   San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23

5   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604

6   Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 24

7   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608

8   Ibid., n. 1615

9   Id., n. 1643. Remite a San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 96

10    Id., n. 1647

11    Id., n. 2366

12    Id., n. 2367

13    Ibidem.

14    Concilio Vaticano II , Gaudium et Spes, n. 49

15    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1642

16    San Josemaría, Conversaciones, n. 93

17    San Josemaría, Surco, n. 797

18    Jn 10, 17-18

19    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23

20    San Josemaría, Conversaciones, n. 91

21    Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2015

La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (1)

El amor es la vocación fundamental innata de la persona humana como imagen de Dios [1]; y el matrimonio es uno de los modos específicos de realizar íntegramente esa vocación de la persona humana al amor. Por eso mismo, es el cauce para la realización personal de los esposos.

El amor es la vocación fundamental innata de la persona humana como imagen de Dios

"El amor humano y los deberes conyugales –decía san Josemaría refiriéndose a los casados– son parte de la vocación divina" [2]; así, en otra ocasión, les recordaba "que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar" [3].

Es claro, sin embargo, que cualquier forma de relación entre los esposos no sirve como expresión del amor humano, ni tampoco –en este caso– del amor conyugal. Tan solo cumple ese cometido aquella forma de relacionarse que, como consecuencia de la recíproca donación personal surgida de la alianza matrimonial, y por ello, siendo propia de los esposos, recibe el nombre de amor conyugal. El pacto conyugal crea entre los esposos un modo específico de ser, de amarse, de convivir y de procrear: el conyugal, que se expresa en multitud de actos y comportamientos del acontecer íntimo cotidiano.

La sexualidad humana es parte integrante de la concreta capacidad de amar que tiene el ser humano por ser imagen de Dios

La persona humana en abstracto no existe, sino la persona sexuada; porque la sexualidad es constitutiva del ser humano. "La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro" [4]. La sexualidad es inseparable de la persona; no es un simple atributo, un dato más. Es un propio modo de ser. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad. Lo amado, en el amor conyugal, es la entera persona del otro, en cuanto y por cuanto es varón o mujer.

Tanto el hombre como la mujer son imagen de Dios como persona humana sexuada. "Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios" [5].

Los esposos responden a la vocación al amor en la medida que sus relaciones recíprocas se pueden describir como amor conyugal

Es necesario, por eso, identificar adecuadamente, qué es y qué exigencias conlleva el amor conyugal. De acertar o no en la respuesta va a depender la felicidad de los esposos. ¿Cuáles son las notas y las exigencias características del amor conyugal? El amor conyugal es un amor plenamente humano, total, fiel, exclusivo y fecundo [6].

a.   El amor conyugal es un amor plenamente humano y total. Ha de abarcar la persona de los esposos en todos sus niveles: cuerpo y espíritu, sentimientos y voluntad, etc. Es un amor de entrega en el que el deseo humano, que comprende también el "eros", se dirige a la formación de una comunión de personas. No sería conyugal el amor que excluyera la sexualidad o que, en el otro extremo, la considerase como un mero instrumento de placer. Los esposos han de compartir todo sin reservas y cálculos egoístas, amando cada uno a su consorte no por lo que de él recibe, sino por sí mismo. No es, pues, amor auténticamente humano y conyugal el que teme dar todo cuanto tiene y darse totalmente a sí mismo, el que sólo piensa en sí, o incluso el que piensa más en sí que en la otra persona.

b.   Un amor fiel y exclusivo. Si el amor conyugal es total y definitivo, ha de tener también como característica necesaria la exclusividad y la fidelidad. "La unión íntima, prevista por el Creador, por ser donación mutua de dos personas, hombre y mujer, exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad" [7]. La fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera. Positivamente, la fidelidad comporta la donación recíproca sin reservas ni condiciones; negativamente, entraña que se excluya cualquier intromisión de terceras personas –y, esto, a todos los niveles: de pensamiento, palabra y obras– en la relación conyugal.

c.   Y un amor fecundo, abierto a la vida. El amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas vidas; no se agota en los esposos. La tendencia a la procreación pertenece a la naturaleza de la sexualidad. En consecuencia, la apertura a la fecundidad es una exigencia de la verdad del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres (otra cosa distinta es que, de hecho, surjan o no nuevas vidas).

Estas características del amor son inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. Son aspectos de la misma realidad.

El amor conyugal: don y tarea

El amor de los esposos es don y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. El sacramento del matrimonio, concedido a los esposos como don y como gracia, es una expresión del proyecto de Dios para los hombres y de su poder salvífico, capaz de llevarles hasta la realización plena de su designio. Además de ser un don, el matrimonio implica una tarea del varón y la mujer; una tarea que empeña la libertad y la responsabilidad, y la fe.

El amor conyugal no se agota en un solo acto, sino que se expresa a través de una multitud de obras diarias grandes o pequeñas. Es una disposición estable (un hábito) de la persona y, al mismo tiempo, una tarea. El amor conyugal es exigente y está llamado a cultivarse. Como virtud, los esposos lo han de construir constantemente, conforme a las circunstancias de cada uno de ellos y de los afanes y agobios de cada día.

"El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad" [8].

La felicidad conyugal no es posible si la relación no se cultiva y se cuida día a día, a través de hechos concretos de amor –expresados en palabras, en gestos de ternura, en detalles de cariño, en actos de generosidad, de confianza, de sinceridad, de cooperación, etc.–, que hacen realidad el mutuo compromiso de vivir en el amor (en- amor-dados).

Javier Escrivá Ivars, en opusdei.org/es-es/                   Volver al índice

Notas:

1   Cfr. Gn 1, 27

2   San Josemaría, Conversaciones, 91.

3   San Josemaría, Es Cristo que pasa, 25.

4   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.

5   Papa Francisco, Audiencia 15-IV-2015.

6   Cfr. Humanae vitae, 9.

7   Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 48, 49 y 50. No hay que ver la fidelidad sólo como una respuesta a un compromiso adquirido, sino, sobre todo, como la lógica consecuencia que se deriva del amor total, de la recíproca donación personal sin reservas ni límites. Un amor con estas características no puede menos que ser exclusivo y para siempre.

8   "…Pobre concepto tiene del matrimonio, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo" (San Josemaría, Conversaciones, 91).

La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (2)

El matrimonio, como unión conyugal, se ordena hacia la mutua ayuda interpersonal de los cónyuges y hacia la procreación, recepción y educación de los hijos.

La expresión y perfección del amor conyugal en los actos propios de los esposos

Las fuerzas instintivas, emocionales y racionales que se hallan presentes en la dimensión sexual de los esposos se ordenan y se transforman en dignas de la persona humana, y del amor matrimonial, cuando se realizan presididas por las características esenciales del amor y la unión conyugales: en el contexto de un amor indisolublemente fiel y abierto a la vida. En el matrimonio, en este sentido, también se da una escuela de la inclinación sexual en la que no cabe el libertinaje.

El acto conyugal es el acto propio y específico de la vida matrimonial. Es el modo típico con el que los esposos se expresan como "una sola carne" [1], y llegan a conocerse mutuamente en su condición específica de esposos. Es el acto en el que los cónyuges se comunican, de hecho, la mutua donación que han confirmado de palabra al contraer matrimonio; es el lenguaje con el que los esposos se dicen mutuamente: ‘yo te amo incondicionalmente, fielmente, para siempre y con todo mi ser. Estoy comprometido a formar contigo una familia’.

La unión sexual es un acto de entrega, y por eso es un gesto exclusivamente marital. Supone el compromiso matrimonial previo, y la decisión real de expresar y realizar cada relación conyugal como un acto de verdadera entrega, donde cada cónyuge busque primero y sobre todo el bien y la satisfacción del otro [2]. En ese contexto, es normal y bueno que dentro del matrimonio haya muestras del amor que los une y les hace felices por estar juntos. Estas muestras de amor son muy diversas e íntimas, son un don de Dios y del cónyuge. Sólo por razones justas sería aceptable dentro de la relación matrimonial prescindir de este tipo de unión entre los esposos.

Pero la intimidad física no solo es uno de los medios más altos de expresar amor y unidad; también es la forma en que los hijos llegan al hogar familiar. "La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador"; por esto es hermosa y sagrada [3]. Como espacio de la acción creadora de Dios en la trasmisión de la vida, la unión de los esposos debe ser signo del amor de Dios.

En consecuencia, "los actos mediante los cuales los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y si se llevan a cabo de modo verdaderamente humano, manifiestan y fomentan la mutua donación y enriquecen a los esposos con espíritu de gozo y agradecimiento" [4]. El acto conyugal no solo es moralmente bueno, sino que, cuando está presidido por la caridad, es santo y fuente de santificación para los casados [5]. Es una consecuencia inmediata de la doctrina del matrimonio como camino de santidad. En este contexto, san Josemaría señalaba: "Lo que pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos" [6].

El acto conyugal servirá a la realización del bien de los cónyuges si es verdaderamente conyugal; esto es, si es expresión de la mutua donación, que, como elementos esenciales, comporta: la actitud de apertura a la paternidad o maternidad; el respeto a la persona del otro y el dominio de los propios instintos, que se encauzan de tal modo que el deseo no esclaviza, sino que deja la libertad necesaria para poder donarse al otro. Esta es una de las razones por las que la castidad es un elemento necesario de la verdad del amor conyugal [7].

La castidad: virtud de los enamorados

La castidad, en palabras del Catecismo, es "una virtud moral y también un don de Dios" [8]. Una virtud para cultivar y un don que se nos regala: es un don y una tarea. La sexualidad en el matrimonio debe ser vivida desde la castidad. La castidad como virtud de estado implicará, en el caso de los casados, actuar conforme a su realidad vital: buscar el bien del cónyuge, practicar la fidelidad conyugal y estar abiertos al don de la vida.

Vivir la castidad es vivir el amor en plenitud [9]. A veces, los esposos pueden ver la llamada a ser castos y puros como algo que limitaría su cariño: ¿hasta dónde podemos llegar?; ¿qué permite la Iglesia, y qué prohíbe? Pero la castidad en el matrimonio no es un no a ciertas cosas. Si bien excluye ciertos comportamientos que no son dignos, ésta es sobre todo un sí radical, hondo y sencillo al otro [10]. Es el cuidado del amor único y exclusivo hacia el otro.

La castidad no es menosprecio ni rechazo de la sexualidad o del placer sexual, sino fuerza interior y espiritual que libera a la sexualidad de los elementos negativos (egoísmo, agresividad, atropello, cosificación del otro, narcisismo, lujuria, violencia…) y la promueve a la plenitud del amor auténtico. Es la virtud que permite tener señorío o dominio sobre esta dimensión humana [11].

La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La castidad conyugal permite a los esposos integrar los sentimientos, los afectos y las pasiones en un bien superior que les libera del egoísmo y les capacita para amar de verdad respetándose mutuamente. En otras palabras, la castidad es la puesta en valor de la sexualidad como afectividad comprometida, fiel, leal y respetuosa de la situación de cada uno [12].

Ayudarse mutuamente: la intimidad conyugal

No pocas personas confunden la intimidad conyugal con las relaciones maritales, pero la verdadera intimidad es mucho más que eso: es esa relación que mantiene fuerte y unida la relación de los esposos, es la unión profunda entre dos personas que se aman [13]. La intimidad conyugal exige y se manifiesta en la entrega mutua y se extiende desde las diferencias, incluso discusiones, sobre los detalles de la vida diaria a los instantes en que uno confía los sentimientos más íntimos, aquellos que no compartiría con nadie más. Para que exista esa intimidad, los esposos deben crear conjuntamente un puente de unión profundo -formado por pilares de conocimiento mutuo, de confianza, de dialogo, de generosidad, de respeto, de admiración, de comprensión, de atracción física, de ternura, de sentido del humor, de cercanía, etc.- que es posible cruzar cuando hay dos seres que se desean y se aman incondicionalmente.

Los esposos que viven esa intimidad con generosidad buscan una unión más completa y profunda de todo su ser, de sus cuerpos, de sus mentes y de sus espíritus. Ambos cónyuges tienen ese deseo de complicidad, de conocerse y de entregarse mutuamente. Estos esposos comparten pasión, sentimientos y emociones, hacen planes y toman decisiones juntos; en pocas palabras, tienen una vida en común, esa vida es de los dos, algo que les hace únicos, que hace única su relación matrimonial. Esa intimidad conyugal transciende a los cónyuges y les lleva a formar una familia en la que se da la apertura a la vida y se intenta también ser fecundos socialmente.

Todos los fines se implican unos a otros y, si se quieren obtener plena y equilibradamente, hay que buscarlos todos, conjunta y armoniosamente, sin contradicciones artificiosas. Al mismo tiempo, conviene tener muy claro que la mutua ayuda no es un medio para la obtención de otros fines, sino un fin en sí mismo. Esposo y esposa no solamente se complementan y ayudan en cuanto a la generación y educación de los hijos habidos; también se complementan hacia sí mismos, en tanto que cada uno es el bien del otro.

"El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural…. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" [14].

Javier Escrivá Ivars, en opusdei.org/es-es/                   Volver al índice

Notas:

1   Cfr. Gn 2, 24.

2   De ahí que cualquier acto contrario a esta fidelidad y exclusividad conyugal implique un atentado gravísimo contra el ser propio de los esposos.

3   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2335.

4   Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 49.

5   Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 184.

6   Es Cristo que pasa, n. 25. Lo mismo hay que decir sobre el uso del matrimonio cuando se sabe que, por causas ajenas a la voluntad de los cónyuges, no se da lugar a la procreación.

7   Cfr. Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, p. 387.

8   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345. Además el Catecismo explica que: "La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana" (n. 2341). Pero, ¿en qué consiste realmente la castidad? El Catecismo dice que: "La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona y por ello, en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual" (n. 2337). Esta es una virtud que se adquiere a través de "Un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana" (n. 2339).

9   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2391.

10    Cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado (8-12-1995); Idem., Vademecum para los confesores sobre algunas cuestiones de moral conyugal (12-02-1997).

11    No se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad.

12    "Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha ‘revestido de Cristo’ (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2348)

13    Cfr. Fromm, E., El arte de amar.

14    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 22.

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ÍNDICE

El  misterio del matrimonio

El matrimonio: una vocación y un camino divino

El amor matrimonial, como proyecto y tarea común

Los primeros años de vida matrimonial

Ambiente de hogar, escuela de amor

Hacer hogar: una tarea común que da sentido al trabajo

El  misterio del matrimonio

El matrimonio es una realidad natural, que responde al modo de ser persona, varón y mujer. En ese sentido enseña la Iglesia que "el mismo Dios es el autor del matrimonio (GS 48, 1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador" [1].

La realidad humana del matrimonio

En lo fundamental, no se trata de una creación cultural, pues sólo el matrimonio refleja plenamente la dignidad de la unión entre varón y mujer. Sus características no han sido establecidas por ninguna religión, sociedad, legislación o autoridad humana; ni han sido seleccionadas para configurar distintos modelos matrimoniales y familiares según las preferencias del momento.

En los designios de Dios, el matrimonio sigue a la naturaleza humana, sus propiedades son reflejo de ella.

La relación específicamente matrimonial

El matrimonio tampoco nace de un cierto tipo de acuerdo entre dos personas que quieren estar juntas más o menos establemente. Nace de un pacto conyugal: del acto libre por el que una mujer y un varón se dan y reciben mutuamente para ser matrimonio, fundamento y origen de una familia.

La totalidad de esa donación mutua es la clave de aquello en lo que consiste el matrimonio, porque de ella derivan sus cualidades esenciales y sus fines propios.

Por eso, es entrega irrevocable. Los cónyuges dejan de ser dueños exclusivos de sí en los aspectos conyugales, y pasan a pertenecer cada uno al otro tanto como a sí mismos. Uno se debe al otro: no sólo están casados, sino que son esposos. Su identidad personal ha quedado modificada por la relación con el otro, que los vincula "hasta que la muerte los separe". Esta unidad de los dos, es la más íntima que existe en la tierra.

Ya no está en su poder dejar de ser esposo o esposa, porque se han hecho "una sola carne" [2].

Una vez nacido, el vínculo entre los esposos ya no depende de su voluntad, sino de la naturaleza –en definitiva de Dios Creador–, que los ha unido. Su libertad ya no se refiere a la posibilidad de ser o no ser esposos, sino a la de procurar o no vivir conforme a la verdad de lo que son.

La "totalidad" natural de la entrega propiamente matrimonial

En realidad, sólo una entrega que sea don total de sí y una aceptación también total responden a las exigencias de la dignidad de la persona.

Esta totalidad no puede ser más que exclusiva: es imposible si se da un cambio simultáneo o alternativo en la pareja, mientras vivan los dos cónyuges.

Implica también la entrega y aceptación de cada uno con su futuro: la persona crece en el tiempo, no se agota en un episodio. Sólo es posible entregarse totalmente para siempre. Esta entrega total es una afirmación de libertad de ambos cónyuges.

Totalidad significa, además, que cada esposo entrega su persona y recibe la del otro, no de modo selectivo, sino en todas sus dimensiones con significado conyugal.

Concretamente, el matrimonio es la unión de varón y mujer basada en la diferencia y complementariedad sexual, que –no casualmente– es el camino natural de la transmisión de la vida (aspecto necesario para que se dé la totalidad). El matrimonio es potencialmente fecundo por naturaleza: ese es el fundamento natural de la familia.

Entrega mutua, exclusiva, perpetua y fecunda son las características propias del amor entre varón y mujer en su plenitud humana de significado.

La reflexión cristiana los ha llamado desde antiguo propiedades esenciales (unidad e indisolubilidad) y fines (el bien de los esposos y el de los hijos) no para imponer arbitrariamente un modelo de matrimonio, sino para tratar de expresar a fondo la verdad "del principio" [3].

La sacralidad del matrimonio

La íntima comunidad de vida y amor que se funda sobre la alianza matrimonial de un varón y una mujer refleja la dignidad de la persona humana y su vocación radical al amor, y como consecuencia, a la felicidad. El matrimonio, ya en su dimensión natural, posee un cierto carácter sagrado. Por esta razón la Iglesia habla del misterio del matrimonio [4].

Dios mismo, en la Sagrada Escritura, se sirve de la imagen del matrimonio para darse a conocer y expresar su amor por los hombres [5]. La unidad de los dos, creados a imagen de Dios, contiene en cierto modo la semejanza divina, y nos ayuda a vislumbrar el misterio del amor de Dios, que escapa a nuestro conocimiento inmediato [6].

Pero, la criatura humana quedó hondamente afectada por las heridas del pecado. Y también el matrimonio se vio oscurecido y perturbado [7]. Esto explica los errores, teóricos y prácticos, que se dan respecto a su verdad.

Pese a ello, la verdad de la creación subsiste arraigada en la naturaleza humana [8], de modo que las personas de buena voluntad se sienten inclinadas a no conformarse con una versión rebajada de la unión entre varón y mujer. Ese verdadero sentido del amor –aun con las dificultades que experimenta– permite a Dios, entre otros modos, el darse a conocer y realizar gradualmente su plan de salvación, que culmina en Cristo.

El matrimonio, redimido por Jesucristo

Jesús enseña en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio [9]. La "dureza de corazón", consecuencia de la caída, incapacitaba para comprender íntegramente las exigencias de la entrega conyugal, y para considerarlas realizables.

Pero llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios "revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad del 'principio', y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente" [10], porque "siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán 'comprender' el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo" [11].

El matrimonio, sacramento de la Nueva Ley

Al constituir el matrimonio entre bautizados en sacramento [12], Jesús lleva a una plenitud nueva, sobrenatural, su significado en la creación y bajo la Ley Antigua, plenitud a la que ya estaba ordenado interiormente [13].

El matrimonio sacramental se convierte en cauce por el que los cónyuges reciben la acción santificadora de Cristo, no solo individualmente como bautizados, sino por la participación de la unidad de los dos en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia [14]. Así, el Concilio Vaticano II lo llama "imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia" [15].

Esto significa, entre otras cosas, que esa unión de los esposos con Cristo no es extrínseca (es decir, como si el matrimonio fuera una circunstancia más de la vida), sino intrínseca: se da a través de la eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial [16]. Dios sale al encuentro de los esposos, y permanece con ellos como garante de su amor conyugal y de la eficacia de su unión para hacer presente entre los hombres Su Amor.

Pues, el sacramento no es principalmente la boda, sino el matrimonio, es decir, la "unidad de los dos", que es "signo permanente" (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia. De ahí que la gracia del sacramento acompañe a los cónyuges a lo largo de su existencia [17].

De ese modo, "el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona (...). En una palabra, tiene las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva, hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos" [18].

Desde muy pronto, la consideración de este significado pleno del matrimonio, a la luz de la fe y con las gracias que el Señor le concedía para comprender el valor de la vida ordinaria en los planes de Dios, llevó a san Josemaría a entenderlo como verdadera y propia vocación cristiana: "Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [19].

Redacción de  opusdei.org/es-es/                        Volver al índice

1   Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603.

2   Mt 19, 6.

3   Cfr. Mt 19, 4.8.

4   Cfr. Ef 5, 22-23.

5   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1602.

6   Cfr. Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 11.

7   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608. 8

8   Cfr. ibid.

9   Cfr. Mt 19, 3-4.

10    San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.

11    Catecismo de la Iglesia Católica, 1615.

12    Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1617.

13    Cfr. San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.

14    Cfr. Ef 5, 25-27.

15    Enc. Gaudium et Spes, n. 48.

16    Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1638 ss

17    Cfr. San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 56

18    San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 13.

19    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.

El matrimonio: una vocación y un camino divino

Unas palabras del Papa Francisco, en el encuentro con las familias que celebró en Manila, han dado la vuelta al mundo:

"No es posible una familia sin soñar. Cuando en una familia se pierde la capacidad de soñar, de amar, esta energía de soñar se pierde, por eso les recomiendo que en la noche cuando hagan el examen de conciencia, también se hagan esta pregunta: ¿hoy soñé con el futuro de mis hijos, hoy soñé con el amor de mi esposo o esposa, soñé con la historia de mis abuelos?" [1].

Soñar

Esta capacidad de soñar tiene que ver con la ilusión –en el sentido castellano del término– que ponemos en nuestros horizontes y esperanzas, sobre todo en relación con las personas; o sea, los bienes o logros que les deseamos, las esperanzas que nos hacemos respecto de ellos. La capacidad de soñar equivale a la capacidad de proyectar el sentido de nuestra vida en los que queremos. Por eso es, efectivamente, algo representativo de cada familia.

Desde muy pronto, san Josemaría ha contribuido a recordar, dentro de las enseñanzas de la Iglesia, que el matrimonio –germen de la familia– es, en el sentido pleno de la palabra, una llamada específica a la santidad dentro de la común vocación cristiana: un camino vocacional, distinto pero complementario al del celibato –ya sea sacerdotal o laical– o a la vida religiosa. "El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios" [2].

Por otra parte, esta llamada de Dios en el matrimonio no significa en modo alguno rebajar los requerimientos que supone seguir a Jesús. Pues, si "todo contribuye al bien de los que aman a Dios" [3], los esposos cristianos encuentran en la vida matrimonial y familiar la materia de su santificación personal, es decir, de su personal identificación con Jesucristo: sacrificios y alegrías, gozos y renuncias, el trabajo en el hogar y fuera, son los elementos con que, a la luz de la fe, construir el edificio de la Iglesia.

Soñar, para un cristiano, con la esposa o con el esposo, es mirarlo con los ojos de Dios. Es contemplar, prolongado en el tiempo, la realización del proyecto que el Señor tiene pensado, y quiere, para cada uno, y para los dos en su concreta relación matrimonial. Es desear que esos planes divinos se hagan realidad en la familia, en los hijos –si Dios los manda–, en los abuelos, y en los amigos que la providencia les vaya poniendo para acompañarles en el viaje de la vida. Es, en definitiva, ver cada uno al otro como su particular camino hacia el cielo.

El secreto de la familia

En efecto, Cristo ha hecho del matrimonio un camino divino de santidad, para encontrar a Dios en medio de las ocupaciones diarias, de la familia y del trabajo, para situar la amistad, las alegrías y las penas –porque no hay cristianismo sin Cruz–, y las mil pequeñas cosas del hogar en el nivel eterno del amor. He ahí el secreto del matrimonio y de la familia. Así se anticipa la contemplación y el gozo del cielo, donde encontraremos la felicidad completa y definitiva.

En el marco de ese "camino divino" de amor matrimonial, san Josemaría hablaba del significado cristiano, profundo y bello, de la relación conyugal: "En otros sacramentos la materia es el pan, es el vino, es el agua… Aquí son vuestros cuerpos. (…) Yo veo el lecho conyugal como un altar; está allí la materia del sacramento" [4]. La expresión altar no deja de ser sorprendente, y al mismo tiempo es consecuencia lógica de una lectura profunda del matrimonio, que tiene en la una caro [5] –la unión completa de los cuerpos humanos, creados a imagen y semejanza de Dios– su núcleo.

Desde esta perspectiva se entiende que los esposos cristianos expresen, en el lenguaje de la corporalidad, lo propio del sacramento del matrimonio: con su entrega mutua, alaban a Dios y le dan gloria, anuncian y actualizan el amor entre Cristo y la Iglesia, secundando la obra del Espíritu Santo en los corazones. Y de ahí viene, para los esposos, para su familia y para el mundo, una corriente de gracia, de fuerza y de vida divina que todo lo hace nuevo.

Esto requiere una preparación y una formación continua, una lucha positiva y constante: "Los símbolos fuertes del cuerpo –observa el Papa Francisco– tienen las llaves del alma: no podemos tratar los lazos de la carne con ligereza, sin abrir una herida duradera en el espíritu" [6].

El vínculo que surge a partir del consentimiento matrimonial queda sellado y es enriquecido por las relaciones íntimas entre los esposos. La gracia de Dios que han recibido desde el bautismo, encuentra un nuevo cauce que no se yuxtapone al amor humano, sino que lo asume. El sacramento del matrimonio no supone un añadido externo al matrimonio natural; la gracia sacramental específica informa a los cónyuges desde dentro, y les ayuda a vivir su relación con exclusividad, fidelidad y fecundidad: "Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas" [7].

Los hijos son siempre la mejor "inversión", y la familia la "empresa" más sólida, la mayor y más fascinante aventura. Todos contribuyen con su papel, pero la novela que resulta es mucho más interesante que la suma de las historias singulares, porque Dios actúa y hace maravillas.

De ahí la importancia de saberse comprender –los esposos entre sí y a los hijos– ,de aprender a pedir perdón, de amar –como enseñaba san Josemaría– todos los defectos mutuos, siempre que no sean ofensa a Dios [8]. "Cuántas dificultades en la vida del matrimonio se solucionan si nos tomamos un espacio de sueño. Si nos detenemos y pensamos en el cónyuge, en la cónyuge. Y soñamos con las bondades que tiene, las cosas buenas que tiene. Por eso es muy importante recuperar el amor a través de la ilusión de todos los días. ¡Nunca dejen de ser novios!" [9].

Parafraseando al Papa, se podría añadir: que los esposos nunca dejen de sentarse para compartir y recordar los momentos bellos y las dificultades que han atravesado juntos, para considerar las circunstancias que han procurado éxitos o fracasos, o para recobrar un poco el aliento, o para que los dos piensen en la educación de los hijos.

Cimiento del futuro de la humanidad

La vida matrimonial y familiar no es instalarse en una existencia segura y cómoda, sino dedicarse el uno al otro y dedicar tiempo generosamente a los demás miembros de la familia, comenzando por la educación de los hijos –lo que incluye facilitar el aprendizaje de las virtudes, y la iniciación en la vida cristiana–, para abrirse continuamente a los amigos, a otras familias, y especialmente a los más necesitados. De este modo, mediante la coherencia de la fe vivida en familia, se comunica la buena noticia –el Evangelio– de que Cristo sigue presente y nos invita a seguirlo.

Para los hijos, Jesús se revela a través del padre y la madre; pues para ambos, cada hijo es, ante todo, un hijo de Dios, único e irrepetible, con el que Dios ha soñado primero. Por eso, podía afirmar san Juan Pablo II que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" [10].

Las familias que no han podido tener hijos

¿Y cuál sería el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan descendencia? A esta pregunta, san Josemaría respondía que, ante todo, deberían pedir a Dios que les bendiga con los hijos, si es su Voluntad, como bendijo a los Patriarcas del Antiguo Testamento; y después que acudan a un buen médico. "Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza".

Y añadía: "Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso. Que miren a su alrededor, y descubrirán enseguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño.

Hay además muchas labores apostólicas en las que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz" [11].

En todo caso, a san Josemaría le gustaba referirse a las familias de los primeros cristianos: "Aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo.

Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído" [12].

Ramiro Pellitero, en opusdei.org/es-es/             Volver al índice

Notas:

1   Papa Francisco, Discurso en el Encuentro con las familias, Manila, Filipinas, 16-1-2015.

2   Cfr. San Josemaría, Homilía "Amar al mundo apasionadamente", en Conversaciones, n. 121; cfr. "El matrimonio, vocación cristiana", en Es Cristo que pasa.

3   Rm 8, 28.

4   San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar (1967), recogido en Diccionario de San Josemaría, Burgos 2013, p. 490.

5   Cf. Gn 2, 24; Mc 10, 8.

6   Papa Francisco, Audiencia general, 27-5-2015.

7   San Josemaría, Conversaciones, n. 93.

8   Cf. San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 7-7-1974.

9   Papa Francisco, Discurso en el Encuentro con las familias, Manila, Filipinas, 16-1-2015.

10    San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 86.

11    San Josemaría, Conversaciones, n. 96.

12    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.

El amor matrimonial, como proyecto y tarea común

La unidad es el secreto de la vitalidad y la fecundidad en todos los órdenes de la vida. La disgregación es el signo, por excelencia, de la muerte física.

Cuando se trata de la unidad entre un hombre y una mujer, para formar una familia, la unidad ha de darse no solo biológicamente sino espiritualmente. El amor matrimonial, aunque comience por el sentimiento, se consolida por la unidad de objetivos, deseos y aspiraciones en el proyecto común de vida. "La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente" [1].

Sin el enamoramiento, la especie humana difícilmente sobreviviría, pero el enamoramiento es solo –o primordialmente– el momento previo al amor duradero. Permanecer en el amor no es un ideal ni una cuestión que atañe solo a las buenas costumbres, a la moralidad, o a la fe; es también una exigencia de la biología humana: está en la base de lo que constituye la familia.

Por ejemplo, el parto humano es absolutamente único, distinto, comparado con los animales de cualquier especie. Poco antes de nacer, una descarga hormonal hace que el cerebro del feto se desarrolle. Y esto, fuera de lo que cabría esperar de un mamífero: los simios viven el desarrollo equivalente a la infancia y a la adolescencia en el seno materno; los humanos, en cambio, nacemos prematuros: el desarrollo de la infancia y la juventud lo vivimos fuera, sobre el terreno, en familia.

Los niños –gracias a su poderoso cerebro– aprenden de la vida en tiempo real.

Este hecho natural –biológico– reclama una estabilidad en el matrimonio. Por eso, algunos autores dicen que el matrimonio indisoluble sea una exigencia de la naturaleza antes que un producto de las tradiciones culturales o de las creencias religiosas, o un invento del Estado.

Cuando el sentimiento inicial que da lugar al enamoramiento desemboca en el matrimonio, el amor se convierte en un compromiso de por vida para complementarse mutuamente. Alcanzando cada cónyuge en el otro su plenitud. El compromiso que se contrae es mucho más que "vivir con", es vivir para el otro, lo que significa asumir la personal destinación al amor –a la felicidad, al cielo–, entregando la propia vida por el otro.

Los hijos en el proyecto común

Dentro del proyecto familiar, la formación de los hijos –cuando los hay– es quizá la principal tarea. Desde pequeños, precisan sentir la unidad espiritual en la vida de sus padres. "Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres (…). De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas. Procurad darles buen ejemplo, procurad no esconder vuestra piedad, procurad ser limpios en vuestra conducta (…). Por eso, debéis tener vida interior, luchar por ser buenos cristianos" [2].

Tan importante como el alimento, el vestido o la elección de la escuela, es la formación en aquellas pautas, actitudes y convicciones que hacen posible la vida plena de las personas. La vida es unidad, y si queremos que los hijos tengan criterios claros, necesitan palpar cotidianamente el amor mutuo de sus padres; su común acuerdo acerca de las cosas importantes en el desarrollo de la familia; y, sobre todo, han de descubrir de distintos modos, pero en detalles concretos, que son aceptados por lo que son; los hijos han de percibir en los gestos de sus padres hacia ellos la afirmación de su existencia: ¡qué bueno y qué bello es que tú estés con nosotros, que formes parte de nuestra familia!

Si los hijos viven en una atmósfera de realidades y no de caprichos, será más fácil que aprendan a autogobernarse, y que, a su tiempo, quieran repetir el modelo. Es cierto que cada hijo es una novela distinta, que escriben ellos mismos a medida que van madurando, pero también es cierto que en un clima habitual de conflicto y de inestabilidad es mucho más difícil madurar debidamente. San Josemaría sugiere al respecto: "Háblales razonando un poco, para que se den cuenta de que deben obrar de otra manera, porque así agradan a Dios" [3].

Cuando los hijos ven que sus padres se quieren, se sienten seguros; esto aporta estabilidad a su carácter: crecen con serenidad y con energía para vivir. Si, además, los padres procuran convivir el mayor tiempo posible con ellos, aprenderán las exigencias de la entrega a los demás como por ósmosis, se contagiarán del cariño de sus padres, y se reducirán los temores y las posibles ansiedades.

Familia versus individualismo

La familia surge de un enlace donde dos se hacen uno, ligados por un vínculo contraído libremente. El amor, para ser humano y libre, debe luchar por mantener el compromiso asumido, cualesquiera que sean las circunstancias.

El secreto del amor es querer que el otro sea feliz. Si los padres actúan así, los hijos aprenden el amor en su mismo manantial. No son dos proyectos singulares y luego reunidos o mezclados, sino uno solo que enriquece la vida de ambos. La profesión de cada uno, aun vivida con entusiasmo, se potencia con el proyecto común. Si, al trabajar, cada uno piensa en el otro, profesión y familia se apoyan mutuamente; y los llamados problemas de "conciliación" entre trabajo y familia encuentran una solución conforme a la vocación de la familia.

En el matrimonio se crea la atmósfera que impide el individualismo egoísta y se facilita la maduración personal. Aquí la mujer, como dice el papa Francisco, tiene un papel especial: "Las madres son el antídoto más fuerte a la difusión del individualismo egoísta. Individuo quiere decir ‘que no puede ser dividido’. Las madres, en cambio, se dividen ellas, desde cuando acogen un hijo para darlo al mundo y hacerlo crecer" [4].

La mujer y el hombre maduros saben practicar, con sentido común, el respeto a la autonomía y personalidad del otro. Es más, cada uno vive la vida del otro como propia. En este sentido, la expresión formarán "una sola carne" [5] lo dice todo. El mandato de Dios es una propuesta de vida en común para siempre, que implica una entrega total y exclusiva; podríamos decir que se trata de un llamamiento al amor verdadero y comprometido. Al mismo tiempo, tenemos la posibilidad de rechazarlo.

Pero acoger en libertad la invitación de quien es la Vida misma es un seguro de felicidad. "Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir, se «refleja» en ellos, les imprime sus propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. Un matrimonio es el icono del amor de Dios con nosotros. ¡Es muy bello! También Dios, de hecho, es comunión: las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es justamente este el misterio del Matrimonio" [6]. La familia, siguiendo ese programa, ha de imitar la vida divina en el amor y en el desbordamiento de su fecundidad. El individualista –el single man, la single woman–, está en sus antípodas. Si quiere vivir y hacer vivir, el matrimonio debe seguir las instrucciones que Él mismo nos dio al principio, "creced y multiplicaos" [7].

Dios es una vida de relación permanente [8]. Y ha querido establecer con los hombres una Alianza de amor. En el matrimonio, el "vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo" [9]. De ahí lo grave que es una ruptura formal, se mire por donde se mire.

En la fidelidad matrimonial está la felicidad. Dios ha sido fiel con nosotros, dándonos todos los bienes: en primer lugar, el propio amor del matrimonio y el de los hijos. Si los hijos maduran en la fidelidad de los padres, aprenden el secreto de la felicidad y del sentido de la vida.

El edificio social, por otra parte, se construye con unos ladrillos que son las familias y sobre unos cimientos que los forman, la confianza de todos para con todos. Si no hay fidelidad en el ámbito familiar –ni respeto, ni confianza–, tampoco la habrá en la sociedad.

María Ángeles García/Antonio Segura, en opusdei.org/es-es/            Volver al índice

Notas:

1      San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, 11.

2      San Josemaría, notas de una reunión familiar, 12-9-1972.

3      San Josemaría, notas de una reunión familiar, 24-9-1972.

4      Papa Francisco, Audiencia, 7-1-2015.

5      Mt 19, 6.

6      Papa Francisco, Audiencia, 2-4-2014.

7      Gn 1, 28 y Gn 2, 24.

8      Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, q. 40, a. 2 y 3.

9      San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, 12.

Los primeros años de vida matrimonial

La decisión está tomada. El período de verificación del amor en que el noviazgo consiste ha cumplido su misión y ha permitido exclamar: ¡es él!, ¡es ella! Durante ese tiempo, los novios se han ayudado a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión matrimonial de vida y de por vida.

No nos hemos enamorado de un retrato robot precocinado en nuestra imaginación. Si así fuera, habríamos bloqueado la experiencia del amor, pues el amor aparece siempre como una revelación, como una llamada inédita e imprevisible, por eso es maravilloso. Hay alguien real ante nosotros y se inaugura una apasionante tarea: el descubrimiento gradual del otro: pues, amar, en cierto modo, es desvelar y desvelarse ante el amado o la amada.

La tarea de amar, que es una liberalidad, es también un arte que sugiere un programa para la vida entera. "Primero, que os queráis mucho (…) —recomendaba san Josemaría—. Después, que no tengáis miedo a la vida; que améis todos los defectos mutuos que no son ofensa de Dios". Y más adelante: "ya te han dicho, y lo sabes muy bien, que perteneces a tu marido, y él a ti". En este mismo sentido aconsejaba: "rezad un poquito juntos. No mucho, pero un poquito todos los días. No le eches nunca nada en cara, no le vayas con pequeñeces, mortificándolo" [1].

En los primeros años de matrimonio concurren dos perfiles psicológicos, dos biografías personales, dos culturas familiares, dos estilos que hay que ensamblar. No se trata de pedirle al otro que se anule para nosotros. "Si mi marido se anula, ¿qué me queda para amar?" [2]. Al matrimonio no vamos a perder nuestra personalidad, sino a ganar una personalidad nueva, la de nuestra mujer o nuestro marido.

Educación sentimental para el amor

La educación sentimental en los primeros meses y años de vida en común es de vital importancia. Cada cónyuge, como cualquier persona, experimentará mayor sintonía con aquellas maneras de hacer (orden, horarios, secuencias, rutinas familiares, vigencias sociales, normas de educación, modos de estar y modales, disposición de las cosas de la casa, de la mesa, del armario, etc.) propias de su familia de origen, porque en ellas ha educado sus sentimientos. Podrá haber discrepado en mil asuntos con sus padres, pero sus sentimientos han sido modelados por esa biografía familiar previa que ya no puede borrar, y en esos hábitos y rutinas se sentirá más cómodo.

Desde el momento en que nos casamos, hemos de hacer tabula rasa de esas preferencias no para anularlas, insisto, sino para ponerlas en el mismo nivel que aquellas que nuestra mujer o marido aporte al matrimonio. Todo ello nace de una confianza mutua, reflejo de la confianza que Dios ha puesto en cada uno de nosotros.

Comentando el capítulo segundo del Génesis sobre la creación, enseña el papa Francisco: "Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad". La imagen de la «costilla» "no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. (…) Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer —y podemos decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que soñarla y luego la encuentra.

La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. (…) También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos. El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer" [3].

El nosotros en que el matrimonio consiste se ha de construir con las vivencias personales de cada uno de los dos, sin otorgar a priori mayor valor a las experiencias de uno u otro. Entre los dos hemos de ir contrastándolas y decidir los nuevos modos que constituirán nuestro proyecto común, y nuestras pequeñas "tradiciones" familiares. Y es que el matrimonio no consiste en convivir con alguien que se sume a nuestro propio proyecto personal, sino en elaborar junto con esa persona el que será nuestro único e irrepetible proyecto matrimonial, que después tendremos que defender frente a todos, incluso frente a los más allegados.

Este posicionamiento respetuoso ante la cultura familiar de nuestro cónyuge será una ayuda valiosa a la hora de relacionarnos con la familia política. El trato y el cariño que debemos a la familia de nuestra mujer, o de nuestro marido, se aquilatarán con el conocimiento delicado de su estilo familiar, que habremos ido aprendiendo, y asimilando en lo que sea procedente, en la convivencia diaria.

Al mismo tiempo, si somos capaces de desarrollar un estilo matrimonial y familiar propio que tenga rasgos fuertes y nítidos, identificables, la familia política de ambos lados se verá invitada a respetar esa identidad familiar y matrimonial que hemos sabido generar y transmitir. Por el contrario, cuando nuestro proyecto vital sea difuso, los terceros, tanto más cuanto más nos quieran, se sentirán impelidos a proveernos —incluso con indebidas, aunque bienintencionadas, intromisiones— de un modelo que seguir.

Como la construcción de este proyecto común, del nosotros del que hablamos, está esencialmente integrada por renuncias y cesiones mutuas, es muy probable que algunas costumbres nuevas nos resulten ajenas y nos cueste al principio identificarnos con ellas. No importa. Si hay amor y equilibrio, es cuestión de tiempo. Así nos ha sucedido con tantos hábitos y prácticas (de piedad, por ejemplo) que nos eran extrañas al descubrirlas, y que con el tiempo se integraron en nuestra vida hasta formar parte de nuestro yo.

En estos primeros años tendremos también que definir el estilo de vida respecto al uso del tiempo de descanso y diversión, de los gastos; en el trabajo, en los planes conjuntos, en la dedicación a algún voluntariado o labor social, en la integración y acomodación de la vida de piedad —tanto personal, como en familia—, y en otros muchos campos de actuación que irán surgiendo.

Comunicación centrada en el otro

La comunicación en la persona es omnicomprensiva. Comunicamos con todo y en todo momento, pero no deja de ser una técnica en la que se puede mejorar. No es éste un lugar para muchas profundizaciones, pero puede ser útil centrar el tema de la comunicación matrimonial considerando sus objetivos.

Cuando la comunicación va dirigida a un propósito inmediato y efímero (que alguien me compre un bien o contrate un servicio, por ejemplo), el interés está centrado en mí, mientras que la técnica utilizada se dirige a provocar un cambio en el otro (que me compre); cuando la comunicación persigue un bien más intenso y duradero (una buena relación de trabajo), el interés está centrado en la relación misma y la técnica se orienta a ambos (yo cedo en algo sin grandes transformaciones personales, pero exijo que el otro también lo haga); cuando la comunicación va en pos de una meta íntima y definitiva (amar a alguien para siempre), entonces el interés se centra en el otro y la técnica se encamina hacia uno mismo (¡yo quiero cambiar para hacerte feliz!).

Podría, pues, afirmarse que en la misma medida en que me centro en mí, exigiré al otro que cambie y se adapte a mis deseos; al contrario, si me centro en el otro, intentaré cambiar yo y adaptarme a él.

Este es el enfoque adecuado: "ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra (...) si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo" [4].

Fecundidad de amor y de vida

Los primeros años de matrimonio constituyen el momento propicio para poner los fundamentos del amor. Y el cimiento natural del amor, de cualquier amor, es la fecundidad. Todo amor es fecundo, tiende a expandirse, es espiritual y materialmente fértil. La esterilidad nunca ha sido atributo del amor. No es cicatero ni mezquino; la medida del amor es amar sin medida, decía San Agustín.

Un amor que se basa en el cálculo, en el recuento, en la limitación es un amor que se niega a sí mismo. Todo amor se desborda, es excéntrico, invita a salir de uno mismo, es rico en detalles, en atenciones, en tiempo, en dedicación…, y también en hijos, si Dios los envía, por lo menos en la intención.

Más allá de esa fecundidad genérica, propia de cualquier amor, el cauce natural, específico, el más propio, el que distingue al matrimonio de los demás amores humanos es la posibilidad de transmitir la vida: los hijos. "Así, el comienzo fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre (cfr. Gn 5, 1-3)" [5].

En este terreno, por lo tanto, lo propio del amor es la fecundidad, al menos, de deseo, pues la biológica no siempre depende de nosotros, y de hecho, hay matrimonios con impedimentos para tener hijos que son ejemplo de fecundidad, precisamente en su apertura profunda al cónyuge y a toda la sociedad. Un amor matrimonial que se cerrara voluntariamente a la posibilidad de transmisión de la vida sería un amor muerto, que se niega a sí mismo y, desde luego, no sería matrimonial.

Cuestión distinta es el número: ¿quién puede poner número al amor?…, más aún, ¿quién puede juzgar y cifrar el amor de otros en un número? Hay que ser muy cautos y no juzgar nunca, pues pueden haber motivos para espaciar el nacimiento de los hijos (respetando la naturaleza propia de las relaciones conyugales). Pero el principio ha de quedar claro: lo propio del amor es la fecundidad, no la esterilidad. Y los hijos, como son personas, se piensan uno a uno con libertad y generosidad, es decir, con amor.

Javier Vidal-Quadras, en opusdei.org/es-es/               Volver al índice

Notas:

1   San Josemaría, Apuntes de una tertulia, Santiago de Chile, 7-7-1974.

2   M. Brancatisano, La gran aventura.

3   Francisco, Audiencia general, 22-4-2015.

4   U. Borghello, Las crisis del amor.

5   San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 28.

Ambiente de hogar, escuela de amor

La familia es una célula abierta al servicio de la sociedad, no es una institución cerrada, lejana y de ámbito estrictamente privado; como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad" [1]. De acuerdo con esto, podemos decir que la familia es el ámbito natural del amor.

Una familia en salida: dar y recibir

Ese amor, propio de los cónyuges, es querer que el otro exista y que exista bien, no de cualquier manera: porque te amo busco tu bien, tu felicidad. Con la llegada de los hijos el amor entre los esposos se acrecienta, se multiplica y se manifiesta en la búsqueda del bien para cada hijo, en querer lo mejor para ellos –en todos los aspectos: físico, emocional, espiritual, etc.–. Pero como la familia no se encierra en sí misma, sino que trasciende su propio ámbito y se incardina en la sociedad –más aún, sin familia no hay sociedad–, ese amor que comenzó siendo de los esposos y luego desembocó en los hijos, está llamado también a extenderse: todos merecen participar del amor que irradia de la familia, que se manifiesta en el deseo de bien.

Para lograr que el amor crezca, cada familia ha de procurar ensanchar su capacidad de dar y de recibir. En ocasiones, se da una tendencia a dividir la profunda unidad dar-recibir; el resultado es la disgregación de la familia, pues parece que

"…respecto al dar es de los padres; respecto al recibir, es de los hijos. Y el resultado es un conjunto de seres humanos escasamente unidos por el amor familiar: padres sacrificados, hijos más o menos irresponsables… Unos y otros deben dar y recibir.

Primeramente, dar, porque toda persona es un ser de aportaciones. Y luego, recibir para más dar, para dar mejor" [2]. Como dice Enrique Rojas: "El amor no es egoísta. Su única referencia es el otro. El amor acaba con la vida en soledad". Pero este amor hay que concretarlo. A este respecto comenta el Papa Francisco:

"Mirad que el amor … no es el amor de las telenovelas. No, es otra cosa. El amor cristiano tiene siempre una cualidad: lo concreto (…) Jesús mismo, cuando habla del amor, nos habla de cosas concretas: dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos...".

El Papa nos sugiere dos criterios. El primero es que el amor está más en las obras que en las palabras. Jesús mismo lo dijo: no los que me dicen "Señor, Señor", los que hablan mucho, entrarán en el Reino de los cielos; sino aquellos que cumplen la voluntad de Dios. Es la invitación, por lo tanto, a estar en lo «concreto» cumpliendo las obras de Dios. Así, el primer criterio es amar con las obras, no solo con las palabras. El segundo es este: en el amor es más importante dar que recibir. La persona que ama da, da vida, da cosas, da tiempo, se entrega a sí mismo a Dios y a los demás. En cambio la persona que no ama y que es egoísta busca siempre recibir. Busca siempre tener ventaja [3].

Hoy en día, hay muchas personas necesitadas de ayuda, por causa de las más diversas circunstancias: el hambre; la emigración por culpa de la guerra; las víctimas de abusos y violencias y del terrorismo; personas damnificadas por catástrofes naturales; otros perseguidos por su fe; el drama del aborto y de la eutanasia; el desempleo, sobre todo de los jóvenes; ancianos que viven en soledad. Todas estas realidades conviven de una manera u otra con nosotros, en el día a día y es allí donde cada persona, cada familia, está llamada a ser un agente de ayuda y de cambio a favor de los más necesitados.

Como dice el Concilio Vaticano II, "la familia ha recibido directamente de Dios la misión de ser la célula primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la piedad mutua de sus miembros y la oración dirigida a Dios en común, se presenta como un santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto litúrgico de la Iglesia; si, por fin, la familia practica activamente la hospitalidad, promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos que padezcan necesidad. Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los ancianos no sólo de los indispensable, sino procurarles los medios justos del progreso económico" [4].

En este Año Jubilar de la Misericordia se nos presenta una nueva oportunidad para vivir el amor familiar, y concretar el amor en los necesitados. El elenco de las obras de misericordia nos ofrece la posibilidad de abrirnos, de darnos a los otros. El Papa Francisco nos llama a redescubrir las obras corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y a no olvidarnos de las espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. "La misericordia no es buenismo, ni un mero sentimentalismo", por el contrario, es manifestación del Amor infinito de Dios por cada uno y la concreción humana del amor hacia el prójimo.

Es así como la familia está llamada a ser "escuela de generosidad"; es decir, en la familia "se aprende que la felicidad personal depende de la felicidad del otro, se descubre el valor del encuentro y del diálogo, la disponibilidad desinteresada y el servicio generoso".

"Los niños que ven en su casa cómo se va buscando siempre el bien común de la familia, y cómo unos se sacrifican por otros, están aprendiendo un estilo de vida basado en el amor y en la generosidad. Es una vivencia que deja una huella imborrable. Crecerán sabiendo que integrarse en la sociedad no es solo recibir, sino recibir y aportar" [5].

Darse en la propia familia

Muchas veces –y es necesario hacerlo– dirigimos la mirada hacia realidades lejanas buscando hacer el bien: damos dinero, tiempo, quehacer, olvidando tal vez que en los más próximos tenemos nuestro primordial y más importante campo de acción. No sólo con el cónyuge y los hijos, sino con los padres ya mayores, y quizás enfermos, que requieren una atención especial; con parientes necesitados por diferentes causas; con amigos cercanos que requieren nuestro consejo; con personas conocidas a quienes vemos y tratamos regularmente y que precisan temporalmente de un hogar, de la presencia de un amigo, etc. Para los cónyuges cristianos, su primera "periferia" es la propia familia, donde quizás se encuentren los más necesitados de su dádiva amorosa. Luego, el mundo entero para "ahogar el mal con abundancia de bien", como le gustaba decir a San Josemaría [6].

Volviendo al caso de los más ancianos en las familias, ellos merecen –al igual que los niños- una especial solicitud, bien sean los propios padres u otros familiares cercanos que por el paso de los años necesitan atenciones particulares. La esperanza de vida es cada vez más larga; sin embargo, no se ha producido un avance paralelo en el cuidado de los mayores, quienes muchas veces son considerados una carga difícil de sobrellevar, o peor aún los que por determinadas circunstancias se encuentran en situación de desvalimiento y abandono. Con cada uno de ellos hemos de ser amables, pacientes, entregados, ofrecerles nuestro tiempo, nuestro cariño y ayuda en sus necesidades, y enseñar a los hijos a actuar de la misma manera. El día de mañana serán ellos los que quizás tengan que cuidar de sus padres y, si no lo han visto, si no lo han vivido, no sabrán o no querrán hacerlo. La familia es el lugar donde los más débiles encuentran auxilio y protección. Por esto, es el mejor ámbito para cuidar de los mayores. A este respecto, decía Benedicto XVI: "La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común".

Este darse a los que están cerca de cada uno, si es por amor, se hace con la alegría de los que se saben hijos de Dios, destinados a la felicidad que solo se encuentra haciendo el bien.

Carolina Oquendo Madriz, en opusdei.org/es-es/             Volver al índice

Notas:

1   Catecismo de la Iglesia Católica, 2206.

2   Oliveros F., La felicidad en las familias, Loma Editorial, 1988, México.

3   Cfr. Papa Francisco, Homilía en Santa Marta, 9-1-2014.

4   Decreto Apostolicam Actuositatem (18 noviembre 1965), n. 11.

5   Lacalle Noriega, M., La dimensión pública de la familia. En: Álvarez de las Asturias, N. (Ed.), Redescubrir la familia, Palabra, 1995, Madrid.

6   San Josemaría, Surco, n 864.

Hacer hogar: una tarea común que da sentido al trabajo

A fin de conocer el plan de Dios para el hombre y la familia es preciso volver al origen. "Ortega y Gasset ha recordado la historia del explorador del Polo que tras apuntar con su brújula hacia el norte, corre con su trineo (…) para comprobar que se encuentra al sur de la posición inicial. Ignora que no viaja por tierra firme, sino sobre un gran iceberg, que navega raudo en dirección opuesta a su marcha. También hoy muchos con buena voluntad ponemos nuestra brújula apuntando al norte para avanzar, ignorando que flotamos sobre el gran iceberg de las ideologías y no sobre la tierra firme de la verdad de la familia" [1].

En la cuna de la humanidad, están las pautas necesarias, la brújula que marcará siempre el norte.

La primera de esas pautas o claves señaladas en el Génesis es que hemos sido creados para amar y ser amados, y esto se realiza en el "seréis una sola carne" [2] de varón y mujer, un don de sí enriquecedor y fecundo, que se abre a nuevas vidas. El matrimonio, configurado como entrega recíproca, como llamada al amor, sería una primera pauta.

La segunda deriva de la anterior, y se concreta en el mandato divino: "Creced, multiplicaos y dominad la tierra" [3]. Aquí aparece la conexión entre familia ("multiplicaos") y trabajo ("dominad la tierra"), inseparablemente unidos en un mandato único. Es decir, desde que Dios crea al hombre deja clara la obligación de trabajar, y también el sentido profundo del trabajo: no se trata de la mera realización personal, o de un capricho, o de un pasatiempo, sino de transformar la tierra para convertirla en hogar. Desde el origen de la humanidad, trabajo y familia van unidos y el sentido del trabajo no es otro que servir a la familia. Es una forma de entrega –como lo era la de los esposos Adán y Eva–, un don de sí, nunca un don para uno mismo.

Pérdida del sentido de la familia, pérdida del sentido del trabajo

Sin embargo, en el último siglo y medio se ha producido –al menos en los países más desarrollados– una ruptura, y da la sensación de que familia y trabajo, que en su origen eran inseparables, son ahora irreconciliables; la familia aparece como un obstáculo para el trabajo, y viceversa. Ser madre, por ejemplo, se ha convertido para muchas mujeres en un handicap laboral. Entonces, ¿dónde queda aquel precepto del Génesis? Lo que era un mandato único, y vocación originaria, se ha trasformado, para muchos, en un dilema: o trabajo o hijos; o trabajas o cuidas del hogar; las dos cosas a la vez parecen un imposible.

Resulta significativo que esta contraposición coincida en el tiempo con la crisis de la familia. Lo que puede llevarnos a pensar que una crisis haya llevado a la otra, dado que sus raíces comunican. La pérdida del sentido de la familia conllevaría la pérdida del sentido del trabajo. Pues, de hecho, en bastantes casos, ni se concibe el trabajo como un servicio para la familia, sino como un fin en sí mismo; ni hay hogar, o son hogares rotos, desatendidos, o carentes del calor de familia.

Al producirse esa contraposición, en muchos países de Occidente, se han invertido los términos: la empresa se presenta como una familia, y la familia se reinventa como una empresa, con reparto de funciones y cuotas paritarias, tal como apuntaba Arlie Hochschild en un estudio de elocuente título: "Cuando el trabajo se convierte en la casa y la casa se convierte en trabajo" [4].

Pero sería erróneo pensar que el ambiente de hogar se logra mediante las cuotas paritarias o una especie de división del trabajo. Se logra, más bien, recuperando el sentido genuino de la familia y, a la vez, el sentido genuino del trabajo. La verdadera conciliación no depende –sólo– de las leyes del Estado, sino fundamentalmente de que se concilien marido y mujer. Porque ellos son los verdaderos artífices del hogar. Son libres para trabajar fuera de casa y tener hijos, optando por recuperar el trabajo en el hogar.

Esto resolvería el dilema al que antes nos referíamos.

Vendrá luego el intento por transformar las leyes para que el Estado facilite esa elección al servicio de la familia, y conseguir una cultura empresarial en esta línea. Pero primero han de ser las propias familias, los esposos, los que reconquisten el sentido genuino del trabajo como don de sí y servicio al cónyuge y a los hijos. Habrá madres que optarán por mantener una actividad profesional fuera de casa y otras por dedicarse plenamente al hogar, siendo las dos igualmente legítimas y, además, sabiendo que el trabajo es servicio y no fin en sí mismo.

El hogar, primer paso para superar la crisis de la sociedad

Forjado así, el hogar se convertirá en punto de encuentro de las dos realidades: familia y trabajo. El hogar como ámbito del don de sí y del amor de los esposos, y por lo tanto de la verdadera conciliación; y como tarea común que compete a todos los miembros de la familia. La casa no es sólo cobijo para descansar y volver al trabajo, sino el lugar del amor sacrificado, la escuela de virtudes, y la mejor respuesta al mandato de "creced, multiplicaos y dominad la tierra".

Sin salir de las cuatro paredes del hogar se puede transformar el mundo: "me atrevo a afirmar que, en una buena parte, la triste crisis que padece ahora la sociedad hunde sus raíces en el descuido del hogar" [5].

Si el centro del hogar es el amor de los esposos que transmite vida y se irradia a los hijos, sus ejes son el lecho conyugal y la mesa, entendida ésta como espacio de convivencia entre padres e hijos y entre hermanos, ámbito de acción de gracias a Dios y de diálogo. Es significativo que los ataques más duros que está sufriendo la familia se producen ahí: en el primer caso, desde el hedonismo y la ideología de género, que separan los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal; y en el segundo, a través del ruido generado por el mal uso de la televisión, internet y otras tecnologías que tienden a aislar a los adolescentes, impidiendo su apertura a los demás.

No es casual que una de las primeras medidas que adoptaron algunos regímenes totalitarios fuera prohibir la fabricación de mesas altas, y promover el uso de mesitas bajas o individuales; con ello resultaba muy difícil la reunión familiar en torno a la comida o la cena. En la actualidad, el abuso de la televisión y de la tecnología –unido a otros factores como el trabajo o las largas distancias– están produciendo un efecto parecido en el seno de las familias.

La importancia de la mesa: acción de gracias, diálogo, convivencia

Devolver su categoría a la mesa es una forma de recuperar el ambiente de hogar.

En la mesa confluyen los dos elementos del doble mandato del Génesis: la familia, padres e hijos –"creced y multiplicaos"–, y el fruto del trabajo –"dominad la tierra"–. La mesa brinda la ocasión de agradecer al Creador el don de la vida y de los dones de la tierra: es diálogo con Dios, también a través de la materialidad de los alimentos que recibimos de su bondad; y tiene una decisiva función educativa y comunicativa: los hijos se nutren de la comida, y también de la palabra, de la conversación, del debate de ideas, y hasta de los roces y discusiones, que contribuyen a forjar su carácter.

De ahí la importancia de dedicar un tiempo diario y específico a la mesa. Si no es posible desayunar o almorzar juntos, al menos conviene reservar la cena para propiciar ese espacio de diálogo y convivencia.

Un espacio que se prepara con tiempo e ilusión; que se construye con renuncia y sacrificio; que se inicia con la bendición de los alimentos [6], y que gira en torno a una conversación. Es una ocasión de oro para que los padres eduquen no con discursos, sino con gestos menudos, detalles aparentemente insignificantes; y para que los hermanos aprendan a entenderse, colaborar, renunciar… Tiempos y lugares compartidos que formarán su identidad, recuerdos imborrables que les marcarán indeleblemente.

Una ilusionante tarea que implica a todos, ya que la oración, la acción de gracias y el diálogo, más que la comida, es lo que realmente alimenta y sostiene a la familia.

Apostar por una cultura de la familia supone "bajarse" del iceberg de ideologías engañosas y recuperar el sentido genuino del doble mandato del Génesis. Y se puede conseguir desde un perímetro tan modesto como las cuatro paredes del hogar, contorno paradójico porque siempre es "más grande por dentro que por fuera", como lo describía Chesterton; rescatando la comunicación, el amor de los esposos, y la participación en la mesa; dejando siempre un plato más…, por si Dios quiere venir a cenar esa noche.

T. Díez-Antoñanzas González y Alfonso Basallo Fuentes, en opusdei.org/es-es/    Volver al índice

Notas:

1      Granados, J., Ninguna familia es una isla, Burgos 2013.

2      Gn 2, 24.

3    Gn 1, 28.

4   Hochschild, A.R., "When work becomes home, and home becomes work", California Management Review (1997), 79-97.

5   Echevarría, J., Carta pastoral del 1 de junio de 2015, 1-06-2015.

6    Cfr. Papa Francisco, Encíclica Laudato si’, n. 227.


varios opusdei.org

PRESENTACIÓN

"El hombre y la mujer están hechos ‘el uno para el otro’: no que Dios los haya hecho ‘a medias’ e ‘incompletos’; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser ‘ayuda’ para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (‘hueso de mis huesos...’) y complementarios en cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando ‘una sola carne’ (Gn 2, 24), puedan transmitir la vida humana: ‘Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra’ (Gn 1, 28). Al trasmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador (cf. GS 50, 1)" (Catecismo de la Iglesia Católica, 372).

En este punto, el Catecismo recoge algunos aspectos básicos de la antropología de la creación, de la llamada originaria de Dios al hombre y a la mujer para vivir en comunión. El matrimonio, desde el inicio, forma parte de esa vocación, que ha sido elevada por Jesucristo, para los bautizados, a la dignidad de sacramento.

Sin embargo, es un dato –y no solo sociológico (vid. Francisco, ex. ap. Amoris laetitia, 32ss)– que en todas las sociedades, en los últimos decenios, se ha nublado, también entre los cristianos –las causas son múltiples–, el sentido natural del matrimonio y de su preparación en el noviazgo, con sus consiguientes secuelas: rupturas matrimoniales, traumas afectivos, abandono en la educación los hijos, aumento de parejas de hecho...

La Iglesia no se cansa de volver a proponer a cada generación la alegría del amor que ha de vivirse en las familias (cfr. ibid., 1), pues la familia ha sido puesta por Dios al servicio de la edificación del Reino de los cielos en la historia, participando en la vida y misión de la Iglesia (cfr. san Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, 49). Esta participación hace de la familia cristiana "como una ‘Iglesia en miniatura’ (Ecclesia domestica)", porque a su manera es imagen viva y representación del misterio de la Iglesia (ibid.). De ahí, también, que los esposos cristianos estén llamados a dar testimonio en el mundo de su compromiso con Dios y con su cónyuge.

Estos artículos –breves, esenciales– han sido preparados por personas que llevan años dedicados a reflexionar sobre la familia; pero sobre todo a vivir la familia, a hacer experiencia de familia. Son textos, por tanto, de marcado carácter práctico, fundamentado en la propia vivencia, y escritos a la luz del reciente magisterio y de las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, maestro de vida cristiana.

Ciertamente, cada familia es a se, tiene algo de privado, de exclusivo, con sus rutinas y costumbres, con sus ayeres que se configuran en pequeñas tradiciones, certezas y seguridades; una intimidad compartida que es soporte y raíz del crecimiento personal de sus componentes.

Es precisamente esa intimidad, que constituye el núcleo del ser-una-familia, la que la capacita para proyectarse hacia fuera, para darse. Se puede decir que cuanto más toma conciencia de sí, de lo que le es propio, de su especificidad, tanto mayor es su potencial para salir de sí misma, establecer relaciones consistentes e influir socialmente con su ‘personalidad’.

Así, la familia es una intimidad abierta a otras familias y, en definitiva, a los demás. Por eso, el ser familia es comunicable; es más, se comunica de múltiples modos en el entramado de la sociedad. Y debería ser el referente –por desgracia muchas veces olvidado– de la acción política, en lo que tiene que ver con la distribución de los recursos, con la educación en su sentido integral, con la regulación del derecho al trabajo, etc.; y de la acción apostólica de las Iglesias locales, al ser la familia, ella misma, Iglesia doméstica.

La familia se construye en torno al hogar, el ámbito de reunión por excelencia.

La casa, en su sentido inmaterial, genera una atmósfera de confianza y de perdón. En la medida en que somos acogidos, llamados por nuestro verdadero nombre –el que nos ha dado Dios–, somos preparados para manifestar y compartir nuestra intimidad con los demás; hechos aptos, personalidades maduras, capaces de entregarnos y de recibir

–con todas sus consecuencias– el don personal del otro.

Por eso, en casa nos encontramos con nosotros mismos, y nos sentimos a gusto; es el lugar desde donde salimos y adonde podemos volver siempre, porque no es sitio de reproches ni censuras, porque se nos quiere con liberalidad, como somos, porque se nos anima a la excelencia, porque se nos cuida: es donde mejor se experimenta la unidad de alegría y belleza, resultado de la concordia entre los integrantes de la familia.

José Manuel Martín (ed.)

ÍNDICE

Noviazgo y vida cristiana

Sentido del noviazgo: conocerse, tratarse, respetarse

Enamoramiento: el papel de los sentimientos y las pasiones (1)

Enamoramiento: para proteger el amor y mantenerlo jóven (2)

Noviazgo y matrimonio: ¿cómo acertar con la persona?

 

Noviazgo y vida cristiana

De la misma manera que el matrimonio es una llamada a la entrega incondicional, el noviazgo ha de considerarse como un tiempo de discernimiento para que los novios se conozcan y decidan dar el siguiente paso, entregarse el uno al otro para siempre.

Es doctrina de la Iglesia la llamada universal a la santidad, en ella se engloba toda la vida del hombre [1]. Esta llamada no se limita al simple cumplimiento de unos preceptos, se trata de seguir a Cristo y parecerse cada vez más a Él. Esto, que humanamente es imposible, puede llevarse a cabo dejándose conducir por la gracia de Dios.

Llamada universal a la santidad, también en el noviazgo

En esta tarea, no hay "tiempos muertos"; también el noviazgo es un momento propicio para el crecimiento de la vida cristiana. Vivir cristianamente el noviazgo supone dejar que Dios tome posición entre los novios, y no a modo de incordio sino precisamente para dar sentido al noviazgo y a la vida de cada uno. "Haced, por tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y del caminar en la Iglesia" [2].

¿Cuál es la señal cierta que indica que se está viviendo un noviazgo cristiano? Cuando ese amor ayuda a cada uno a estar más cerca de Dios, a amarle más. "No lo dudes: el corazón ha sido creado para amar. Metamos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo en todos los amores nuestros. Si no, el corazón vacío se venga, y se llena de las bajezas más despreciables" [3].

Cuanto más y mejor se quieran los novios, más y mejor querrán a Dios, y al revés. De esa manera cumplen los dos primeros preceptos del decálogo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" [4].

Aprender a amar

Conviene que los novios alimenten su amor con buena doctrina, que lean algún libro sobre aspectos cruciales de su relación: el amor humano, el papel de los sentimientos, el matrimonio, etc. La Sagrada Escritura, los documentos del Magisterio de la Iglesia y otros libros de divulgación son buenos compañeros de camino. Es muy recomendable pedir consejo a personas de confianza que puedan orientar esas lecturas, que vayan formando su conciencia y generen temas de conversación que les ayuden a conocerse.

Además de la formación intelectual, es importante que los novios se apasionen de la belleza y desarrollen la sensibilidad. Sin un adecuado enriquecimiento de ésta, resulta muy difícil ser personas delicadas en el trato. Es una buena idea compartir el gusto por la buena literatura, la música, la pintura, por el arte que eleva al hombre, y no caer en el consumismo.

Virtudes humanas y noviazgo

Amar supone darse al otro, y se aprende a amar con pequeñas luchas.

El noviazgo "como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por el espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza" [5].

Desarrollar las virtudes humanas nos hace mejores personas, son el fundamento de las virtudes sobrenaturales que nos ayudan a ser buenos hijos de Dios y nos acercan a la santidad, a la plenitud del hombre. En un tiempo en el que tanto se habla de "motivación" conviene considerar que no hay mejor motivación para crecer como persona que el Amor a Dios y al novio o novia.

La generosidad se demuestra en la renuncia, en pequeños actos, a aquello que nosotros preferimos, por dar gusto al otro. Es una gran muestra de amor, aunque él o ella no se dé cuenta. Los novios deben estar abiertos a los demás, desarrollar las amistades. "Quisiera ante todo deciros que evitéis encerraros en relaciones intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en la comunidad" [6].

La dedicación a los amigos, a los necesitados, la participación en la vida pública, en definitiva, luchar por unos ideales, permiten abrir esa relación y hacerla madurar.

Los novios están llamados a hacer apostolado y dar testimonio de su amor.

La modestia y la delicadeza en el trato van unidas a un Amor (con mayúscula) que trasciende lo humano y se fundamenta en lo sobrenatural, teniendo como modelo el amor de Cristo por su Esposa, que es la Iglesia [7]. Para alcanzar ese amor se deben cuidar los sentidos y las manifestaciones afectivas impropias del noviazgo, evitando situaciones que molesten al otro o puedan ser ocasión de tentaciones o pecado. Si realmente se ama a alguien, se hace lo todo lo posible por respetarla, evitando hacerle pasar un mal rato o haciendo algo que vaya en contra de su dignidad. El noviazgo supone un compromiso que incluye la ayuda al otro para ser mejor y una exclusividad en la relación que hay que cuidar y respetar.

No hay que olvidar el buen humor y la confianza en la otra persona y en su capacidad de mejora. Es bueno crecer juntos en el noviazgo, pero igual de importante es que cada uno crezca como persona; eso ayudará y ennoblecerá la relación.

La sobriedad permite disfrutar de las cosas pequeñas, de los detalles. Demuestra más amor un regalo fruto de conocer pequeños deseos del otro que un gran gasto en algo que es obvio. Une más un paseo que ir juntos al cine por costumbre, buscar una exposición gratuita que ir de compras.

Y dentro de la sobriedad se podría encuadrar el buen uso del tiempo libre. El ocio y el exceso de tiempo libre es mala base para crecer en virtudes, conduce al aburrimiento y a dejarse llevar. Por eso, conviene planificar el tiempo que se pasa juntos, dónde, con quién, qué se va a hacer.

Los hábitos (virtudes) y costumbres que se vivan y desarrollen durante el noviazgo son la base sobre la que se sustentará y crecerá el futuro matrimonio.

Las armas de los novios

En esa lucha por alcanzar la santidad, los novios disponen de estupendas ayudas.

En primer lugar, hay que situar los Sacramentos, medios a través de los cuales Dios concede su gracia. Son, por tanto, imprescindibles para vivir cristianamente el noviazgo. Asistir juntos a la Santa Misa o hacer una breve visita al Santísimo Sacramento supone compartir el momento cumbre de la vida del cristiano. La experiencia de numerosas parejas de novios confirma que es algo que une profundamente. Si uno de los dos tiene menos práctica religiosa, el noviazgo es una oportunidad de descubrir juntos la belleza de la fe, y esto será sin duda un punto de unión. Esta tarea exigirá, por lo general, paciencia y buen ejemplo, acudiendo desde el primer momento a la ayuda de la gracia de Dios.

A través de la confesión se recibe el perdón de los pecados, la gracia para continuar la lucha por alcanzar la santidad. Siempre que sea posible, es conveniente acudir al mismo confesor, alguien que nos conozca y nos ayude en nuestras circunstancias concretas.

Si afirmamos que Dios es Padre y que la meta del cristiano es parecerse a Jesús, es natural tener un trato personal con quien sabemos que nos ama. Por medio de la oración los novios alimentan su alma, hacen crecer sus deseos de avanzar en su vida cristiana, dan gracias, piden el uno por el otro y por los demás. Es bonito que juntos pronuncien el nombre de Dios, de Jesús o de María, por ejemplo rezando el Rosario o haciendo una Romería a la Virgen.

"Hace falta una purificación y maduración, que incluye también la renuncia.

Esto no es rechazar el eros ni ‘envenenarlo’, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza" [8]. No podemos olvidar que la mortificación supone renunciar a algo por un motivo generoso, y que forma parte principal en la lucha ascética por ser santos. A veces será ceder en la opinión, o cambiar un plan que apetece menos al otro; o no acudir a lugares o ver series o películas juntos que pueden hacer tropezar en ese camino por ser santos. En el amor se encuentra el sentido de la renuncia.

Vivir el noviazgo con sobriedad y preparar de la misma manera la boda es una base formidable para vivir un matrimonio cristiano. "Al mismo tiempo, es bueno que vuestro matrimonio sea sobrio y destaque lo que es realmente importante. Algunos están muy preocupados por los signos externos: el banquete, los trajes... Estas cosas son importantes en una fiesta, pero sólo si indican el verdadero motivo de vuestra alegría: la bendición de Dios sobre vuestro amor" [9.]

El noviazgo no es un paréntesis en la vida cristiana de los novios, sino un tiempo para crecer y compartir los propios deseos de santidad con aquella persona que, en el matrimonio, pondrá su nombre a nuestro camino hacia el cielo.

Anibal Cuevas, opusdei.org/es-es/                                               Volver al índice

1   Cfr. Concilio Vaticano II Lumen Gentium, 11, c. Desde 1928, San Josemaría predicó la llamada universal a la santidad en la Iglesia para todos los fieles; vid., p. ej., Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, 21.

2     Benedicto XVI, Discurso, Ancona, 11-9-2011.

3     San Josemaría, Surco, n. 800.

5     San Josemaría, Conversaciones, n. 105.

6     Benedicto XVI, Discurso, Ancona, 11-9-2011.

8     Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n. 5.

9     Papa Francisco, Audiencia, La alegría del sí para siempre, 14-2-2014.

 

Sentido del noviazgo: conocerse, tratarse, respetarse

 

Para quiénes han sido llamados por Dios a la vida conyugal, la felicidad humana depende, en gran parte, de la elección de la pareja con la que van a compartir el resto de su vida en el matrimonio. De esto se deduce la importancia que tiene el discernimiento acerca de la persona apropiada: "La Iglesia desea que, entre un hombre y una mujer, exista primero el noviazgo, para que se conozcan más, y por tanto se amen más, y así lleguen mejor preparados al sacramento del matrimonio" [1].

Conocerse

Así, esta decisión está relacionada con dos parámetros: conocimiento y riesgo; a mayor conocimiento menor riesgo. En el noviazgo, el conocimiento es la información de la otra persona. En este artículo se abordarán algunos elementos que ayudarán al conocimiento y al respeto mutuo entre los novios.

Actualmente, en algunos ambientes, al concepto "amor" se le puede dar un sentido erróneo, lo cual representa un peligro en una relación donde lo fundamental es el compromiso y la entrega hasta que la muerte los separe: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" [2]. Por ejemplo, si uno quisiera hacer negocios con un socio que no sabe qué es una empresa, los dos estarían condenados al fracaso. Con el noviazgo ocurre algo parecido: es fundamental que ambos tengan la misma idea del amor, y que ese concepto se atenga a la verdad, es decir, a lo que realmente es amor.

Hoy, muchas parejas fundamentan el noviazgo, y también el matrimonio, en el sentimentalismo. A veces, hay actitudes de conveniencia y falta de transparencia, es decir, "autoengaños" que terminan después apareciendo en los hechos. Con el paso del tiempo, esto puede convertirse en causa de muchas rupturas matrimoniales. Los novios han de querer construir su relación sobre la roca del amor verdadero, y no sobre la arena de los sentimientos que van y vienen [3].

El conocimiento propio es algo esencial para que la persona aprenda a distinguir cuándo una manifestación afectiva pasa la frontera de un sentimiento ordenado, y se adentra en la esfera del sentimentalismo, quizá egoísta. En este proceso es esencial la virtud de la templanza que ayuda a la persona a ser dueña de sí misma, ya que "tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad" [4].

Se puede pensar en el amor como un trípode, que tiene como puntos de apoyo los sentimientos, la inteligencia y la voluntad. Al amor acompaña un tipo de sentimiento profundo. Si creemos que el afecto no es aún suficientemente intenso ni hondo, y que vale la pena mantener el noviazgo, habrá que preguntarse qué tengo que hacer para seguir queriendo (inteligencia), y acometer lo que he decidido (voluntad).

Lógicamente, conviene alimentar la inteligencia con buena formación y doctrina, pues de lo contrario, se apoyará en argumentos que lleven al sentimentalismo.

Tratarse

El conocimiento verdadero de los demás se consigue con el trato mutuo.

Igualmente ha de suceder en el noviazgo, que requiere un trato que llegue a temas profundos, relacionados con el carácter de la otra persona: cuáles son sus creencias y convicciones, cuáles son sus ilusiones, qué valores familiares tiene, cuál es su opinión sobre la educación de los hijos, etc.

Las dificultades de carácter son consecuencia del daño causado por el pecado original en la naturaleza humana; por tanto, hay que contar con que todos tenemos momentos de mal carácter. Esto se puede paliar, contando especialmente con la gracia de Dios, luchando por hacer la vida más agradable a los demás. Sin embargo, hay que asegurar la capacidad para convivir con el modo de ser del otro.

También sucede lo mismo con las convicciones y creencias. Se ven como una consecuencia tradicional, de la educación recibida o de modo racional. Sin embargo, no es frecuente que se deje de lado la importancia que tienen o se piense que con el tiempo cederá. Pueden convertirse en una dificultad grande y, en muchos casos, motivos de problemas conyugales. Es fundamental tener claro que el matrimonio es "de uno con una; (…) La medalla tiene anverso y reverso; y en el reverso hay dolores, abstenciones, sacrificios, abnegación" [5].

Podría resultar ingenuo pensar que el otro va a cambiar sus convicciones y creencias o que el cónyuge será el medio para que cambie. Lo anterior no excluye que las personas rectifiquen y mejoren con el paso del tiempo y la lucha personal. Sin embargo, un criterio que puede servir es el siguiente: si, las convicciones profundas, no se adecúan a lo que yo pienso respecto a cómo ha de ser el padre o la madre de mis hijos, puede ser prudente cortar, ya que no hacerlo a tiempo es un error que con frecuencia puede llevar a un futuro matrimonio roto.

Es preciso diferenciar lo que en el otro es una opinión y lo que es una creencia o una convicción. Podríamos decir que una opinión es lo que sostiene, sin llegar a la categoría de convicción, aunque para expresarla utilice la palabra "creo". Por ejemplo, si uno comenta "creo que el matrimonio es para siempre", conviene saber si se trata de una opinión o de una creencia. La opinión comporta excepciones, una creencia no; la creencia es un valor arraigado, una convicción, sobre la que se puede sostener un matrimonio.

Con frecuencia, ya siendo marido y mujer, sucede que uno de los cónyuges se da cuenta de que, cuestiones tan vitales como estar de acuerdo sobre el número de hijos, o su educación cristiana, o la forma de vivir la sexualidad no han sido tratadas con seriedad durante el noviazgo.

El noviazgo cristiano es un tiempo para conocerse y para confirmar que la otra persona coincide en lo que es fundamental, de manera que no será extraño que a lo largo de esta etapa uno de los novios decida que el otro no es la persona adecuada para emprender la aventura del matrimonio.

La personalidad se va formando con el paso del tiempo, por lo que hay que pedir al otro un nivel de madurez adecuado a su edad. Sin embargo, hay algunos parámetros que pueden ayudar a distinguir a una persona con posibles rasgos de inmadurez: suele tomar las decisiones en función de su estado de ánimo, le cuesta ir a contracorriente, su humor es voluble, es muy susceptible, suele ser esclavo o esclava de la opinión de los demás, tolera mal las frustraciones y tiende a culpar a los otros de sus fracasos, tiene reacciones caprichosas que no se corresponden con su edad, es impaciente, no sabe fijarse metas ni aplazar la recompensa, le cuesta renunciar a sus deseos inmediatos, tiende a ser el centro de atención, etcétera.

Respetarse

Como dice el Papa Francisco: "La familia nace de este proyecto de amor que quiere crecer como se construye una casa: que sea lugar de afecto, de ayuda, de esperanza" [6]. El noviazgo crece como aspiración al amor total desde el respeto mutuo, que en el fondo es lo mismo que tratar al otro como lo que es: una persona.

"El periodo del noviazgo, fundamental para formar una pareja, es un tiempo de espera y de preparación, que se ha de vivir en la castidad de los gestos y de las palabras. Esto permite madurar en el amor, en el cuidado y la atención del otro; ayuda a ejercitar el autodominio, a desarrollar el respeto por el otro, características del verdadero amor que no busca en primer lugar la propia satisfacción ni el propio bienestar" [7].

Este hecho conlleva diversas consecuencias, cuyo fundamento es la dignidad humana: no se puede pedir al novio o a la novia lo que no puede o no debe dar, cayendo en chantajes sentimentales, por ejemplo, en aspectos referidos a manifestaciones afectivas o de índole sexual, más propias de la vida matrimonial que de la relación de noviazgo.

El trato mutuo entre los novios cristianos deberá ser el que tienen dos personas que se quieren, pero que aún no han decidido entregarse totalmente al otro en el matrimonio. Por eso tendrán que ser delicados, elegantes y respetuosos, siendo conscientes de su condición de varón y de mujer, apagando los primeros chispazos de pasión que se puedan presentar, evitando poner al otro en circunstancias límite.

Como conclusión, podemos afirmar que un noviazgo bien vivido, en el cual se conozca a fondo y se respete a la otra persona, será el medio más adecuado para tener un buen matrimonio, siguiendo el consejo del Papa Francisco: "La convivencia es un arte, un camino paciente, hermoso y fascinante que tiene unas reglas que se pueden resumir en tres palabras: ¿Puedo? Gracias, perdona" [8]

José María Contreras, opusdei.org/es-es/                                 Volver al índice

Notas:

1   San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 31-10-1972.

2    Mc 10,7-9.

3   Cfr. Papa Francisco, Audiencia, La alegría del sí para siempre, 14-2-2014.

4     Catecismo de la Iglesia Católica, 2337.

5     San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 21-6-1970.

6     6 Papa Francisco, Audiencia, La alegría del sí para siempre, 14-2-2014.

7   Benedicto XVI, A los jóvenes del mundo con ocasión de la XXII Jornada Mundial de la Juventud 2007.

8   Papa Francisco, Audiencia, La alegría del sí para siempre, 14-2-2014.

Enamoramiento: el papel de los sentimientos y las pasiones (1)

 

Los sentimientos son el modo más frecuente como experimentamos la vida afectiva. Y podemos definirlos de la siguiente manera: son estados de ánimo difusos, que tienen siempre una tonalidad positiva o negativa, que nos acercan o nos alejan de aquello que tenemos delante de nosotros. Trataré de explicar esta definición que propongo.

Qué es enamorarse

La frase estados de ánimo significa algo que es sobre todo subjetivo. La experiencia es interior. Es una vivencia que circula dentro de esa persona.

La palabra difuso quiere decir que la noticia que recibimos no es clara, precisa, sino algo vaga, etérea, poco nítida, de perfiles borrosos y desdibujados, y que más tarde se va aclarando en la percepción de esa persona.

La tonalidad es siempre positiva o negativa y en consecuencia acerca o aleja, se busca ese algo o se rechaza. No existen sentimientos neutros; el aburrimiento, que podría parecer una manifestación afectiva cercana a la neutralidad, es negativa y está cerca del mundo depresivo. Todos los sentimientos tienen dos caras contrapuestas: amor-desamor, alegría-tristeza, felicidad-infortunio, paz-ansiedad, etc.

El enamoramiento es un sentimiento positivo de atracción que se produce hacia otra persona y que hace que se la busque con insistencia. El enamoramiento es un hecho universal y de gran importancia, pues de ahí arrancará el amor, que dará lugar nada más y nada menos que a la constitución de una familia.

Si pensáramos el enamoramiento como una cierta "enfermedad", deberíamos destacar dos tipos de síntomas. Unos síntomas iniciales, que son sus primeras manifestaciones.

Para enamorarse de alguien tienen que producirse una serie de condiciones previas que poseen un enorme relieve.

La primera es la admiración, que puede darse por diversos hechos: por la coherencia de su vida, por su espíritu de trabajo, por las dificultades que ha sabido superar, por su capacidad de comprensión, y un largo etcétera.

La segunda es la atracción, que en el hombre es más física y en la mujer más psicológica; para el hombre significa la tendencia a buscarla, a relacionarse con ella de alguna forma, a estar con ella [1]. Y esto va a conllevar un cambio de la conducta: el pensar mucho en esa persona o dicho de otro modo, tenerla en la cabeza. El espacio mental se ve invadido por esa figura que una y otra vez preside los pensamientos.

Y vienen a continuación dos notas que me parecen especialmente interesantes: el tiempo psicológico se vuelve rápido, lo que significa que se goza tanto con su presencia que el tiempo vuela, todo va demasiado deprisa: se está a gusto con él/ella y se saborea esa presencia; y asoma después, la necesidad de compartir…, que se desliza por una rampa que acaba en la necesidad de emprender un proyecto de vida en común.

La secuencia puede no ser siempre lineal, aunque va apareciendo aproximadamente así, con los matices que se quiera; todo ello se hace presente de un modo u otro: admiración, atracción física y psicológica, tener hipotecada la cabeza, el tiempo subjetivo corre en positivo y se quiere compartir todo con dicha persona.

Pero aún no se han revelado en ese itinerario afectivo lo que llamo los síntomas esenciales del enamoramiento, aquellos que son raíz y fundamento de todo lo que vendrá después, y que consiste en decirle a alguien: no entiendo la vida sin ti, mi vida no tiene sentido sin que tú estés a mi lado. Tú eres parte esencial de mi proyecto de vida. En términos más rotundos: te necesito. Esa persona se vuelve imprescindible.

Enamorarse es la forma más sublime del amor natural. Es crear una "mitología" privada con alguien. Es descubrir que se ha encontrado a la persona adecuada con quien caminar juntos por la vida. Es como una revelación súbita que ilumina toda la existencia [2]. Se trata de un encuentro singular entre un hombre y una mujer que se detienen el uno frente al otro. En ese pararse emerge la idea central: compartir la vida, con todo lo que eso significa.

Los 3 principales componentes del amor conyugal

Pero, ¿qué entendemos por ‘amor’? –se pregunta el Papa Francisco–. ¿Sólo un sentimiento, una condición psicofísica? Ciertamente, si es así, no se puede construir encima nada sólido. Pero si el amor es una relación, entonces es una realidad que crece y también podemos decir, a modo de ejemplo, que se construye como una casa. Y la casa se edifica en compañía, ¡no solos!". Construidla "sobre la roca del amor verdadero, el amor que viene de Dios" [3].

Uno de los errores más frecuentes sobre el amor, consiste en pensar que éste es sobre todo un sentimiento y que ésta es la dimensión clave del mismo. Se ha dicho, igualmente, que los sentimientos van y vienen, se mueven, oscilan, están sujetos a muchos avatares a lo largo de la vida. Este fallo conceptual ha recorrido casi todo el siglo XX.

"El paso del enamoramiento al noviazgo y luego al matrimonio exige diferentes decisiones, experiencias interiores (…). Es decir, el enamoramiento debe hacerse verdadero amor, implicando la voluntad y la razón en un camino de purificación, de mayor hondura, que es el noviazgo, de modo que todo el hombre, con todas sus capacidades, con el discernimiento de la razón y la fuerza de voluntad, dice realmente: ‘Sí, esta es mi vida’" [4].

Nadie pone en duda que el amor nace de un sentimiento, que es enamorarse y experimentar una vivencia positiva que invita a ir detrás de esa persona. Pero para concretar más los hechos que quiero desmenuzar, voy a las Normas del Ritual Romano del Matrimonio [5], en el que se realizan tres preguntas de enorme importancia:

¿quieres a esta persona…?

¿estáis decididos a…?

¿estáis dispuestos a…?

Voy a detenerme en estas tres cuestiones, porque de ahí arranca el verdadero tríptico del amor, lo que constituye el fin y como el culmen del enamoramiento. Cada una de ellas nos remite en una dirección bien precisa, veámoslo.

La primera, utiliza la expresión quieres. Y hay que decir que querer es sobre todo un acto de la voluntad. Dicho de otro modo: en el amor maduro la voluntad se pone en primer plano, y no es otra cosa que la determinación de trabajar el amor elegido. La voluntad actúa como un estilete que busca corregir, pulir, limar y cortar las aristas y partes negativas de la conducta, sobre todo, aquellas que afectan a una sana convivencia. Va a lo concreto [6].

Por eso, la voluntad ha de representar un papel estelar, sabiendo además hacerla funcionar con alegría [7]. Esto lo saben bien los matrimonios que llevan muchos años de vida en común, con una relación estable y positiva.

La segunda pregunta utiliza la expresión ¿estáis decididos? La palabra decisión remite a un juicio, que no es otra cosa que un acto de la inteligencia. La inteligencia debe actuar antes y durante. A priori, sabiendo elegir la persona más adecuada. El juicio ha de ser capaz de discernir si esa es la mejor de las personas que uno ha conocido, y la más apropiada para embarcarse con ella toda la vida [8]. Es la lucidez de tener los cinco sentidos bien despiertos. Por eso, inteligencia es saber distinguir lo accesorio de lo fundamental; es capacidad de síntesis. Inteligencia es saber captar la realidad en su complejidad y en sus conexiones. Y debe actuar también a posteriori, utilizando los instrumentos de la razón para llevar con arte y oficio a la otra persona. Ese saber llevar está repleto de lo que actualmente se llama inteligencia emocional, que es la cualidad para mezclar, ensamblar y reunir a la vez inteligencia y afectividad [9]: capacidad imprescindible para establecer una convivencia armónica, equilibrada, y feliz, en definitiva.

El tercer ingrediente del amor de la pareja, aunque lo hemos mencionado al principio, son los sentimientos. La siguiente pregunta que se hace en el Rito del matrimonio es: ¿estáis dispuestos? La disposición es un estado de ánimo mediante el cual nos disponemos para hacer algo. En sentido estricto esto depende de la afectividad, que está formada por un conjunto de fenómenos de naturaleza subjetiva que mueven la conducta. Y como ya hemos comentado, se expresan de forma habitual a través de los sentimientos [10]

¿Qué quiere decir esto, y cuáles son las características que aquí deben darse? Las personas, hombre y mujer, deben casarse cuando estén profundamente enamorados uno de otra. No se trata de sentirse atraído sin más o que le guste o le llame la atención. Tiene que ser mucho más que eso. ¿Por qué? Porque se trata de la opción fundamental. No hay otra decisión tan importante y que marque tanto la existencia, se trata nada más y nada menos de la persona que va a recorrer el itinerario biográfico a nuestro lado.

Se han visto muchos fracasos en personas que se casaron sin estar enamorados de verdad, porque llevaban años saliendo de novios o "porque tocaba casarse" o porque muchas de las amistades más cercanas ya estaban casadas o por no quedarse soltera/o; y así podríamos dar otras respuestas inadecuadas, si ese matrimonio arranca ya con unas premisas poco sólidas…, amores que nacen más o menos con materiales de derribo y que, antes o después, tienen mal pronóstico.

El amor conyugal debe estar vertebrado de estas tres notas: sentimiento, voluntad e inteligencia. Tríptico fuerte, consistente. Cada uno con su propio ámbito, que a la vez se cuela en la geografía del otro. "Es una alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de vida, ordenando al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" [11]. De este modo se aspira a alcanzar una íntima comunidad de vida y amor, pues se trata de un vínculo sagrado, que no puede depender del arbitrio humano [12], porque está arraigado en el sentido sobrenatural de la vida, teniendo a Dios por su principal artífice.

Enrique Rojas, opusdei.org/es-es/                                               Volver al índice

Notas:

1     Hay dos modalidades, por tanto, de atracción, que son la belleza exterior, por un lado, y la belleza interior, por otro. La primera se refiere a una cierta armonía que se refleja especialmente en la cara y en todo lo que ella representa; todo el cuerpo depende de la cara, ella es programática, anuncia la vida que esa persona lleva por dentro. Y luego está el cuerpo como totalidad. Ambos aspectos forman un binomio. La segunda, la belleza interior, hay que descubrirla al conocer al otro, y consiste en ir adivinando las cualidades que tiene y que están sumergidas, escondidas en su sótano y que es menester ir captando gradualmente: sinceridad, ejemplaridad, valores humanos sólidos, sentido espiritual de la vida, etc.

2     San Juan Pablo II expresó esto con gran riqueza de argumentos en su libro Amor y responsabilidad. El amor matrimonial es la opción fundamental, que implica a la persona en su totalidad.

3     Papa Francisco, Audiencia general, 14-2-2014.

4     Benedicto XVI, Intervención en el VII Encuentro mundial de las Familias, Milán, 2-6-2006.

5     Cfr. Ritual del Matrimonio, 7ª ed., 2003, nn. 64 y 67.

6     Hay que saber distinguir bien, en este contexto, entre metas y objetivos; ambos son conceptos que se parecen, pero entre los dos hay claras diferencias. Las metas suelen ser generales y amplias, mientras que los objetivos son medibles. P. ej., en una relación matrimonial con dificultades, la meta sería arreglar esas desavenencias más o menos sobre la marcha, lo que realmente no suele ser fácil de entrada. Los objetivos, como veremos después, son más concretos: aprender a perdonar (y a olvidar) los recuerdos negativos, poner las prioridades en el otro en las cosas del día a día, no sacar la lista de reproches del pasado, etc. A la hora de mejorar en la vida matrimonial, es decisivo tener objetivos bien determinados e ir a por ellos.

7     El fin de una adecuada educación es la alegría. Educar es convertir a alguien en persona. Educar es seducir con valores que no pasan de moda, y cuyo resultado final es patrocinar la alegría.

8     Don Quijote, en un momento determinado, dice una sentencia completa: "el que acierta en el casar, ya no le queda en qué acertar".

9     Fue Daniel Goleman el diseñador de este concepto. Remitimos aquí a su libro La inteligencia emocional. Hoy es un tema de primera actualidad en la Psicología moderna.

10      Existen cuatro modos de vivir la afectividad: sentimientos, emociones, pasiones y motivaciones. Cada uno ofrece una mirada distinta. Los sentimientos constituyen la vida regia de la afectividad, el modo más frecuente de vivirla. Las emociones son estados más breves e intensos, que además se acompañan de manifestaciones somáticas (alegría desbordante, llanto, pellizco gástrico, dificultad respiratoria, opresión precordial, etc.). Las pasiones presentan una mayor intensidad y tienden a nublar el entendimiento o a desdibujar la acción de la inteligencia y sus recursos. Y, finalmente, las motivaciones, cuyo palabra procede del latín motus: lo que mueve, lo que empuja a realizar algo; son el fin, y también, por tanto, el motor del comportamiento, el porqué de hacer esto y no aquello. Entre las cuatro existen estrechas relaciones.

11      Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1601 ss. En otras páginas se define el amor entre un hombre y una mujer como humano, total, fiel y fecundo. Y si cada una de estas características se nos abriera en abanico, nos ofrecería toda su riqueza (vid. ibid., 1612-1617).

12      Es importante saber proteger el amor. Evitar aventuras psicológicas que lleven a conocer a otras personas e iniciar con ellas una cierta relación, quizá en principio de poco relieve, pero en la que puede llegar a darse un enamoramiento, no deseado al principio, pero que tras el paso de un cierto tiempo puede ser una seria amenaza para el matrimonio. Cuidar la fidelidad en sus detalles más pequeños es clave. Y eso tiene mucho que ver con la voluntad, por una parte, y con tener una vida espiritual fuerte, por otra.

Enamoramiento: para proteger el amor y mantenerlo jóven (2)

El matrimonio, como previamente el noviazgo, "ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza" [1].

Algunos remedios para el desamor

Querer no es suficiente, es preciso saber querer; que es gobernar, dirigir y canalizar ese sentimiento hacia conductas de la actuación diaria que logren el objetivo último del amor: conseguir que el otro sea feliz, hacerle dichoso. Esto se resume en cuidar que las elecciones que realizamos enriquezcan los momentos en que estemos juntos, cada día. Para ello no basta habitualmente con poner cariño, hay que tirar de experiencia, valorar con prudencia las situaciones y obrar con inteligencia.

Si cuidamos con esmero la relación, tendremos muchas posibilidades de éxito, que se concretará en el crecimiento personal y en el de la misma relación entre los dos. "No debemos dejarnos vencer por la ‘cultura de lo provisional’. Así que el miedo del ‘para siempre’ se cura día tras día, confiando en el Señor Jesús en una vida que se convierte en un viaje espiritual diario, hecho de pasos, de crecimiento común" [2].

En todo caso, vamos a dejar aquí algunas pinceladas sobre lo que se puede hacer si se llegara a una situación conyugal difícil. Antes, conviene recordar que no es lo mismo una crisis conyugal en toda regla y que viene arrastrándose desde hace un cierto tiempo, que las dificultades conyugales que a menudo asoman, sobre las que es menester tener ideas claras para ver cómo superarlas.

Entre ambas, crisis y dificultades naturales, existe un espectro de formas diversas, en donde se mueven distintas opciones prudenciales de acción. Estos remedios psicológicos y espirituales deben ser aplicados de forma operativa, con la intención de mejorar algo o de corregir o de poner en el comportamiento algún ingrediente que no está aún presente y que resulta imprescindible:

a)            Aprender a perdonar. El perdón es un gran acto de amor. Y tiene dos segmentos: perdonar, y después poner el esfuerzo por olvidar. Perdonar y olvidar es perdonar dos veces. Sólo son capaces de hacerlo las personas generosas, con grandeza de espíritu, que saben reconocer sus errores y quieren corregirse [3].

No sacar la lista de agravios del pasado. Impedir que salgan en la comunicación la colección de reproches que hemos podido ir acumulando a lo largo de los años, pues contiene un efecto demoledor, muy destructivo. En los matrimonios que se quieren bien, esos hechos están guardados en un cajón y no salen nunca. Nunca es nunca. Y a eso se llama dominio de sí mismo, capacidad para cerrar las heridas y dejarlas atrás. El dominio de sí es imprescindible para la entrega íntegra de uno mismo.

b)            Evitar discusiones innecesarias. Un principio de higiene conyugal, propia del matrimonio, clave es éste: no discutir. De una discusión fuerte, rara vez sale la verdad. Y hay más de desahogo y de deseo de ganar al otro en el debate, que de buscar el acuerdo entre las partes.

c)            Rezar juntos. Compartir la fe siempre, y tirar especialmente de ella en momentos difíciles o después de un desencuentro. Saber poner a Dios en el centro del matrimonio, con una especie de naturalidad sobrenatural, donde se mezcla lo divino y lo humano [4].

d)            No hablar nunca de separación. Ésta es una observación que tiene mucho que ver con la convivencia ordinaria. En situaciones negativas, en rachas malas, hay que poner todos los medios para que la palabra separación no aparezca en ningún momento. Ni como amenaza ni como chantaje. Y menos aún si uno de los dos sabe que puede perder el control de su persona y soltar este término.

e)            Tras un día o momento malo o vivencia negativa y dolorosa, hay que evitar los silencios prolongados. La psicología moderna conoce bien el efecto tan negativo que provoca en la pareja estar horas o días sin hablarse; tal actitud genera una tensión emocional añadida que invita a que cada una de las partes, privadamente, haga una crítica del otro, con el consiguiente desgaste que esto significa.

f)             Tener una sexualidad sana, positiva y llena de complicidad en el matrimonio. La sexualidad conyugal es de enorme importancia. Su descuido tiene efectos muy negativos. Hay que dialogar y buscar puntos de acuerdo. La sexualidad es un lenguaje del amor comprometido. Es la máxima donación. El acto conyugal debe consistir en una relación íntegra, donde cuatro grandes aspectos de la persona se reúnen y forman una gran sinfonía: debe ser un acto físico (genital), psicológico, espiritual y biográfico. Todo junto sumado y a la vez.

g)            Aprender habilidades en la comunicación interpersonal. Esto supone una tarea diaria. Son lecciones que se aprenden gradualmente. Son estrategias sencillas pero de gran eficacia: dejar hablar al otro, y escucharle con atención; no descalificarle sin más, si tiene opiniones distintas a las propias; buscar modos respetuosos para hablar, para pedir algo, y en general para dirigirse al otro; huir de gestos despreciativos o de la crítica dura o de frases hirientes. En una palabra, fomentar un clima psicológico de cierta serenidad, evitando posturas radicales o enconadas, fomentando las buenas maneras, con elegancia y educación.

h)            Es decir, tratar de poner en práctica todo un conjunto de conductas positivas y equilibradas que hay que trabajar –personalmente y en pareja–, y aprender con paciencia y buen humor.

Enrique Rojas, opusdei.org/es-es/                                                           Volver al índice

Notas:

1       San Josemaría, Conversaciones, 105.

2     Papa Francisco, Audiencia general, 14-2-2014.

3     Sobre este importante aspecto de la convivencia familiar, vid. también Papa Francisco, Audiencia general, 14-2-2014: "Aprendamos a reconocer nuestros errores y a pedir disculpas. También así crece una familia cristiana. Perdóname que haya levantado la voz. Perdóname que haya pasado sin saludarte. Perdóname por llegar tarde, porque esta semana he estado tan silencioso, por no haberte escuchado, porque estaba enfadado y te lo he hecho pagar a ti… Todos sabemos que no existe la familia perfecta, ni el marido o la mujer perfectos. Existimos nosotros, los pecadores".

4     Son especialmente interesantes, para lo que estamos tratando, dos homilías de san Josemaría Escrivá: "Hacia la santidad", en Amigos de Dios, que está llena de sugerencias para mejorar en la vida interior personal, con recetas bien ajustadas al hombre de nuestros días; y, por otra parte, "El matrimonio, vocación cristiana", en Es Cristo que pasa.

 

Noviazgo y matrimonio: ¿cómo acertar con la persona?

Uno de los cometidos más importantes del noviazgo es poder transitar del enamoramiento (la constatación de que alguien origina en uno sentimientos singulares que le inclinan a abrir la intimidad, y que dan a todas las circunstancias y sucesos un color nuevo y distinto: es decir, un fenómeno típicamente afectivo), a un amor más efectivo y libre. Este tránsito se realiza gracias a una profundización en el conocimiento mutuo y a un acto neto de disposición de sí por parte de la propia voluntad.

En esta etapa es importante conocer realmente al otro, y verificar la existencia o inexistencia entre ambos de un entendimiento básico para compartir un proyecto común de vida conyugal y familiar: "que os queráis –aconsejaba san Josemaría-, que os tratéis, que os conozcáis, que os respetéis mutuamente, como si cada uno fuera un tesoro que pertenece al otro" [1].

A la vez, no basta con tratar y conocer más al otro en sí mismo; también hay que detenerse y analizar cómo es la interrelación de los dos. Conviene pensar cómo es y cómo actúa el otro conmigo; cómo soy y cómo actúo yo con él; y cómo es la propia relación en sí.

El noviazgo, una escuela de amor

En efecto, una cosa es cómo es una persona, otra cómo se manifiesta en su trato conmigo (y viceversa), y aún otra distinta cómo es tal relación en sí misma, por ejemplo, si se apoya excesivamente en el sentimiento y en la dependencia afectiva.

Como afirma san Josemaría, "el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Es una escuela de amor, inspirada no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza" [2].

Ahondar en el conocimiento mutuo implica hacerse algunas preguntas: qué papel desempeña –y qué consecuencias conlleva– el atractivo físico, qué dedicación mutua existe (tanto de presencia, como de comunicación a través del mundo de las pantallas: teléfono, SMS, Whatsapp, Skype, Twitter, Instagram, Facebook, etc), con quién y cómo nos relacionamos los dos como pareja, y cómo se lleva cada uno con la familia y amigas o amigos del otro, si existen suficientes ámbitos de independencia en la actuación personal de cada uno –o si, por el contrario, faltan ámbitos de actuación conjunta–, la distribución de tiempo de ocio, los motivos de fondo que nos empujan a seguir adelante con la relación, cómo va evolucionando y qué efectos reales produce en cada uno, qué valor da cada uno a la fe en la relación...

Hay que tener en cuenta que, como afirma san Juan Pablo II, "muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los demás" [3].

Lógicamente, importa también conocer la situación real del otro en algunos aspectos que pueden no formar parte directamente de la relación de noviazgo: comportamiento familiar, profesional y social; salud y enfermedades relevantes; equilibrio psíquico; disposición y uso de recursos económicos y proyección de futuro; capacidad de compromiso y honestidad con las obligaciones asumidas; serenidad y ecuanimidad en el planteamiento de las cuestiones o de situaciones difíciles, etc.

Compañeros de viaje

Es oportuno conocer qué tipo de camino deseo recorrer con mi compañero de viaje, en su fase inicial; el noviazgo. Comprobar que vamos alcanzando las marcas adecuadas del sendero, sabiendo que será mi acompañante para la peregrinación de la vida. Los meeting points se han de ir cumpliendo. Para eso podemos plantear ahora algunas preguntas concretas y prácticas que se refieren no tanto al conocimiento del otro como persona, sino a examinar el estado de la relación de noviazgo en sí misma.

¿Cuánto hemos crecido desde que iniciamos la relación de noviazgo? ¿Cómo nos hemos enriquecido –o empobrecido– en nuestra madurez personal humana y cristiana? ¿Hay equilibrio y proporción en lo que ocupa de cabeza, de tiempo, de corazón? ¿Existe un conocimiento cada vez más profundo y una confianza cada vez mayor? ¿Sabemos bien cuáles son los puntos fuertes y los puntos débiles propios y del otro, y procuramos ayudarnos a sacar lo mejor de cada uno? ¿Sabemos ser a la vez comprensivos –para respetar el modo de ser de cada uno y su particular velocidad de avance en sus esfuerzos y luchas– y exigentes: para no dejarnos acomodar pactando con los defectos de uno y otro? ¿Valoro en más lo positivo en la relación? A este respecto, dice el Papa Francisco: "convertir en algo normal el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia o la enemistad" [4].

A la hora de querer y expresar el cariño, ¿tenemos como primer criterio no tanto las manifestaciones sensibles, sino la búsqueda del bien del otro por delante del propio? ¿Existe una cierta madurez afectiva, al menos incoada? ¿Compartimos realmente unos valores fundamentales y existe entendimiento mutuo respecto al plan futuro de matrimonio y familia? ¿Sabemos dialogar sin acalorarnos cuando las opiniones son diversas o aparecen desacuerdos? ¿Somos capaces de distinguir lo importante de lo intrascendente y, en consecuencia, cedemos cuando se trata de detalles sin importancia? ¿Reconocemos los propios errores cuando el otro nos los advierte? ¿Nos damos cuenta de cuándo, en qué y cómo se mete por medio el amor propio o la susceptibilidad? ¿Aprendemos a llevar bien los defectos del otro y a la vez a ayudarle en su lucha? ¿Cuidamos la exclusividad de la relación y evitamos interferencias afectivas difícilmente compatibles con ella? ¿Nos planteamos con frecuencia cómo mejorar nuestro trato y cómo mejorar la relación misma?

El modo de vivir nuestra relación, ¿está íntimamente relacionado con nuestra fe y nuestras virtudes cristianas en todos sus aspectos? ¿Valoramos el hecho de que el matrimonio es un sacramento, y compartimos su alcance para nuestra vocación cristiana?

Proyecto de vida futura

Los aspectos tratados, es decir, el conocimiento del matrimonio –de lo que significa casarse, y de lo que implica la vida conyugal y familiar derivada de la boda–, el conocimiento del otro en sí y respecto a uno mismo, y el conocimiento de uno mismo y del otro en la relación de noviazgo, pueden ayudar a cada uno a discernir sobre la elección de la persona idónea para la futura unión matrimonial. Obviamente, cada uno dará mayor o menor relevancia a uno u otro aspecto pero, en todo caso, tendrá como base algunos datos objetivos de los que partir en su juicio: recordemos que no se trata de pensar "cuánto le quiero" o "qué bien estamos", sino de decidir acerca de un proyecto común y muy íntimo de la vida futura. El Papa Francisco, al hablar de la familia de Nazaret da una perspectiva nueva que sirve de ejemplo para la familia, y que ayuda al plantearse el compromiso matrimonial: "los caminos de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante era la familia. Y eso no era un desperdicio" [5]. No podemos cerrar un contrato con cláusula de éxito con el matrimonio, pero podemos adentrarnos en el misterio, como el de Nazaret, donde construir una comunidad de amor.

Así se pueden detectar a tiempo carencias o posibles dificultades, y se puede poner los medios –sobre todo si parecen importantes– para tratar de resolverlas antes del matrimonio: nunca se debe pensar que el matrimonio es una "barita mágica" que hará desaparecer los problemas. Por eso la sinceridad, la confianza y la comunicación en el noviazgo puede ayudar mucho a decidir de manera adecuada si conviene o no proseguir esa relación concreta con vistas al matrimonio.

Casarse significa querer ser esposos, es decir, querer instaurar la comunidad conyugal con su naturaleza, propiedades y fines: "esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad" [6].

Este acto de voluntad implica a su vez dos decisiones: querer esa unión –la matrimonial–, que procede naturalmente del amor esponsal propio de la persona en cuanto femenina y masculina, y desear establecerla con la persona concreta del otro contrayente. El proceso de elección da lugar a diversas etapas: el encuentro, el enamoramiento, el noviazgo y la decisión de contraer matrimonio. "En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar (…). La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo" [7].

Juan Ignacio Bañares, en opusdei.org/es-es/                                       Volver al índice

Notas:

1   San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión familiar, 11-2-1975.

2   San Josemaría, Conversaciones, n. 105.

3    San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris Consortio, n. 66.

4    4 Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014

5    5 Cfr. Papa Francisco, Audiencia, Nazaret, 17-12-2014

6    6 Enc. Gaudium et Spes, n. 48

7   San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris Consortio, n. 66.


Álvaro  de   Silva

[Nuestro esfuerzo] debería mostrar que el desorden espiritual de nuestro tiempo, la crisis de la civilización de la que todo el mundo habla con tanta facilidad, no tiene por qué ser permitida de ninguna manera como si fuera un destino inevitable; al contrario, todo ser humano posee los medios para vencerla en su propia vida. Nuestro esfuerzo deberá indicar no sólo los medios, sino también enseñar cómo emplearlos. Nadie está obligado a participar en la crisis espiritual de una sociedad; al contrario, todos estamos obligados a evitar esta locura y vivir nuestras vidas de forma ordenada.

Eric  VOEGELIN [1]

Aunque entre las diversas interpretaciones de la Utopía de  Tomás Moro no ha faltado quien  haya  visto  en  sus  páginas  el juego  brillante  de un apasionado humanista, un chiste intelectual de proporciones gigantescas, una defensa del comunismo, el elogio renacentista del imperialismo o la profecía certera de los movimientos socialistas europeos del siglo XIX, los más devotos  estudiosos  del libro  están  en  perfecto  acuerdo  al  afirmar que, en su esencia, la mejor obra del humanismo inglés es un documento de reforma en cuya redacción su autor esclareció cuestiones de su propia  vida [2]. No hay duda de que este libro resulta un  gran  entretenimiento  para  el  lector espabilado, pero fue escrito por un humanista y para  un círculo  de lectores humanistas, es decir, con una precisa  intención  educadora.  La  variedad de lecturas a lo  largo  de los  siglos  habla  de  la  importancia  del  texto no sólo en cuanto documento literario  sino  en su  valor  humano.  Este  tipo  de obra (lo que tendemos a llamar una  obra  clásica)  se dice  inmortal  porque hace preguntas y plantea problemas eternos. Su solución en el texto es secundaria. El interés  está  en  forzar  al  lector  a  entablar  una  conversación y hacer un examen de la manera en  que  vive su  propia  vida comparándola  de alguna forma con los parámetros o al menos con las preguntas  radicales  que hace el texto. (Hay siempre una cualidad socrática  en estos documentos). Son textos que se retraen con timidez de ofrecer una solución directa, clara, o dogmática. No son catecismos.  El propósito  de este tipo de literatura es despertar al lector, abrir  sus ojos  y hacerle  ver  mejor  la  realidad  de  las cosas. No son sermón sino desafío o diálogo entre personas inteligentes. Pero la autenticidad de  un  escritor  también  se expresa  en  que escribe  para sí mismo, como una manera de dilucidar los misterios de su propia experiencia. Y por supuesto ningún escritor mostrará lo  que  él  no  haya  visto. Esta era la forma más adecuada para  Moro de comunicar  sus preocupaciones y pensamientos con sus colegas ingleses y continentales, y de poner sobre papel para su propio esclarecimiento los problemas y conflictos de su espíritu [3]. Tal vez, en el hecho de  que  Moro  muy  pronto  deseara  que  el libro  no se hiciera  demasiado  notorio  hay  que  ver  su  intención  de haberlo escrito para .sí mismo, es decir,  como  un  ejercicio  personal  hacia  la solución  de  lo  que  durante  años  había  sido  su  propio  conflicto.   Más  aún,   al escribir Utopía   Moro  elucidó  lo que  había  sido  e  iba  a  ser  hasta  su  muerte su  designio vital [4].

El carácter satírico del libro es  un  aspecto  que  ha  recibido  considerable atención en excelentes estudios de los últimos  veinte  años,  pero  de  ninguna manera es un obstáculo al deliberado intento socio-político y filosófico-religioso de la obra. El título completo de  las  primeras  ediciones recoge estas intenciones. De Optimo Reip. Statv, deque noua insula Vtopia, libellus uere aureus, nec minus salutaris quam festiuus: «Sobre la mejor forma de Comunidad  política   y  la  nueva   isla  de   Utopía,   librito   verdaderamente  áureo y no menos saludable que festivo». Como todos los humanistas Moro desea enseñar y goza enseñando. Y por lo tanto los problemas del libro casi se  confunden con el objeto de esta lección magistral: ¿qué quería enseñar exactamente?

I

Tomás Moro (1478-1535) vivió en uno de los  períodos  más críticos  de la historia de Inglaterra, del continente europeo  y de la Cristiandad  Su  vida se extiende entre el polvoriento crepúsculo de la Edad Media y los violentos albores de lo que también siglos después se llamaría la Edad  Moderna. La figura de este hombre eminentemente público refleja de modo espléndido y trágico la gloria y el dolor de toda una época. De Moro escribía  uno de sus recientes biógrafos que fue un «magnífico individuo cuya vida recapituló toda una época de una manera que muy pocas vidas han podido hacerlo» [5]. Como nosotros, Moro vivió en tiempos  de transición  y crisis lo que en buena parte explica o aumenta los rasgos que  presenta  como  hombre medieval y moderno. Y cuando se piensa en el relieve histórico de esas pocas décadas del siglo XVI, no es difícil hacerse idea de la importancia de Moro como testigo para nuestro tiempo,  tan  crítico  como  aquél  en  que le fue dado vivir y morir [6]. Vio  la  necesidad  de  reforma  y la  deseó  con  una dimensión global: en el terreno privado y en la gestión pública,  en la vida secular y en la eclesiástica, en la educación y  en la economía.  «Dichoso el Estado en el cual el soberano nombrase para todos los cargos magistrados tales como Moro», escribía Erasmo de Rotterdam a Ulrich von  Hutten expresando entusiasmado su admiración por los talentos de su  amigo inglés [7]. Reforma es una de las ideas claves para entender su  vida  cualquiera que sea el campo de interés. (En algunos aspectos Moro merece el  título de revolucionario, aunque jamás habría  aceptado  tal  epíteto).  Y  es una de las paradojas de esta gran figura histórica que su obra hacia tan deseada reforma fuera frustrada en buena parte por lo que se conocerá en los manuales de historia como la Reforma protestante. Para Moro, como para muchos de sus contemporáneos, la secesión religiosa protestante fue un cataclismo espiritual sin antecedentes. El peligro de una invasión turca reforzaría luego en Moro la necesidad de unidad entre los cristianos, e hizo  aún más terrible el cisma.

Su célebre obra Utopía es un manifiesto brillante, paradójico, salpicado de sátira juiciosa, no tanto de reformas concretas contempladas como necesarias de inmediato, tanto en Inglaterra como en  Europa,  sino  más  bien la expresión acertada de un cierto disgusto o malestar ante actitudes profundas de los tiempos y de lo que era entonces la  cristiandad  occidental. Al final del libro reconoce que toda la discusión sobre el tema no ha  sido  nada más que  un  inicio,  un  planteamiento  que  dará  pie  al  menos  a  que el lector no espere el advenimiento abstracto de una milagrosa  reforma,  si­no que examine su propia conducta  con  respecto  a los males e injusticias  de la vida social de su tiempo. Al acabar la curiosa obrita se nos dice que  «el muy distinguido y erudito señor Tomás  Moro no puede dar  su  asentimiento a todas las cosas de que se ha hablado» en su diálogo con el misterioso Hythlodeo, y que la efectiva realización de muchas de ellas es más objeto del deseo que de la esperanza [8]. Si esto es lo que piensa Tomás Moro, ¿qué es lo que piensa el lector del libro? [9].

Este entretenimiento literario con su sátira y su crítica social no ha dejado de fomentar apasionada conversación intelectual a lo largo de cinco centurias. Ahora que muere una que ha ahogado con  sangre  un  buen  número de terribles y vanas utopías,  el  librito  de  Moro  no  ha  perdido  nada  de su carácter áureo. El lector del siglo  que  empieza lo encuentra  sin  duda tan saludable como festivo, y nadie sabe a priori el beneficio  de  entablar  aquel mismo diálogo y examen sobre  las  condiciones  de  la  vida  humana que su autor deseaba.

En este artículo me propongo presentar algunos elementos fundamentales de la filosofía de Moro como los deja a entender su experimento literario. Son principios que de tal forma permean la  obra,  que  reciben aplauso incondicionado de su autor.  Los  acontecimientos de la  historia  de  los hombres y de las ideas no han hecho nada más que remontarlos a la superficie para mostrar su urgencia en lo que hoy llamamos (de forma muy significativa porque la expresión denota tal vez el cansancio intelectual y espiritual de siglos) la época postmoderna.  No  pretendo  sentar  a Tomás  Moro a escribir otra Utopía para nuestro fin de siglo; mucho menos suplantarle con ideas ajenas. Mi objetivo es más sencillo: delimitar elementos de lo que para el autor estaba entonces en la misma fundación de una nueva  civilización cristiano-europea tras el desgaste y la decadencia  espiritual  e intelectual del largo final de la Edad Media  y el  resurgimiento  de una  nueva  edad y tal vez de un nuevo mundo alimentada en buena parte por magníficos descubrimientos geográficos. La reflexión de este humanista en su madurez puede ser tan instructiva al  iniciar  un  nuevo  siglo  como  ya  lo  era  el  día en que su obra salió de una imprenta en Lovaina a finales de 1516.

He aquí cuatro temas que juzgo fundamentales del pensamiento de Moro que para su propio provecho y el de otros clarificó  y explayó  de forma dramática y dialógica en Utopía. La primera se refiere a la convicción sobre el carácter creatural que anima la vida de los  utopienses.  Dios  creador y  gobernador  fundamenta  la  sociedad  de  la  isla.  De  ahí  la  «apertura a lo transcendental» como característica señalada de sus habitantes y del espacio espiritual, intelectual y psicológico de la sociedad utopiense. Moro muestra esto especialmente en la relación entre  razón  humana  y  fe  religiosa [10]. La segunda es «la bondad de  lo  institucional  en  cuanto  institucional»; el abuso es una derivación, es  decir,  una  perversión  de la institución, no algo intrínseco a ella;  y toda institución  sólo  tiene sentido  y  utilidad  en la medida en que respeta y  fomenta  esa  relación  creatural.  La  tercera  (por la que se inicia el diálogo del primer  libro)  se refiere  a la necesidad  absoluta de mantener una constante reforma a nivel institucional y personal. Por último, las circunstancias en las que hoy hacemos la lectura de Utopía reclaman el tema de la unidad de la sociedad utopiana en la diversidad de  opciones religiosas: la «tolerancia» no es para Tomás Moro la retirada  relativista o escéptica de la verdad sino la confianza absoluta en su triunfo y el respeto a la conciencia de cada ser humano  sin  el  cual  en  lugar  del  orden de la verdad existe sólo el orden inhumano de la tiranía.

II

A primera vista Utopía se presenta como un producto del humanismo inglés y europeo del primer período que encuentra razón de fulgurante optimismo en los descubrimientos de nuevas tierras y  poblaciones  humanas. Pero una lectura más atenta pronto manifiesta que una condición  necesaria para entender el libro es una correcta apreciación de sus raíces medievales. Utopía se encuentra en el horizonte de un mundo ya pasado y otro que empieza a alborear. El mismo Moro es un hombre medieval  y  moderno,  aunque me vea obligado a utilizar vocablos llenos del polvo y  prejuicio  de siglos. Entender a Moro como espíritu de  transición  es  una  clave  para  no  caer en la trampa preparada mucho después con los historiadores del siglo XIX y que gustaría convencernos de la existencia de una  ruptura  completa entre  el  renaciri1iento  humanista  del  XVI  y  el  espíritu   de  la  Edad  Media.

En la Utopía moreana hay una  crítica de la escolástica  decadente  pero también una seria advertencia de los peligros que se vislumbran en un humanismo sin Dios o la catástrofe de una vida  humana  sin  principio  religioso. Para el humanista  inglés  la  misma  vida  humana  no  puede  tener  orden ni integridad sin una referencia  a  Dios  y  a  su  providencia  en  la  historia Cristo para Moro es el  Señor  de  la  historia,  y  por  consiguiente  su  defensa de  las  grandes  conquistas  teológicas  medievales  no  quita  su  deseo de una nueva edad que rompa  entre  otras  sepulturas  la  decadencia  escolástica. Es bien conocida su apasionada crítica  a  Dorp  que  sería  luego  un  ataque contra la postura conservadora a ultranza, contra la rigidez de  una  herencia que se hace pasar por tradición pero que lejos de ayudar destruye petrificando el pasado; algo que en definitiva es más conservadurismo que fidelÍdad a una tradición viva. No hay aquí ninguna paradoja aunque cierta preconcepción histórica sobre la Edad Media y el renacimiento puedan contribuir a verla como tal. Como humanista, Moro  buscaba  tanto  aceptar  la  verdad en los Padres  de la  Iglesia  o en  los  monjes  de la  Edad  Media  como en los clásicos griegos  y  latinos [11].  No  despreció  el  pasado  por  ser  pasados no abrazó el futuro sólo porque está  todavía  por  venir.  Su  humanismo  le exigía alabar lo bueno y lo verdadero  y  lo  bello  en  qualquier  rincón  del tiempo  en  que  se  encuentren  y  con  Utopia, precisamente  porque  se  trata  de «ningún  lugar»,  en  cualquier  rincón  del  planeta  por  remoto  y   extraño  que fuera  a la Cristiandad  y  aunque  jamás  hubieran  oído el  hombre  de Cristo.

Ahora bien, el logro más importante del pensamiento medieval había sido la superación de las dos corrientes griegas del platonismo y aristotelicismo en una síntesis superior. Todo esto es bien conocido, o debería serlo. De ahí se alcanzaba  algo insólito en la historia de las ideas: la justa  armonía entre la ciencia humana filosófica y la ciencia divina de la teología. La razón no iba contra la revelación. Las obras y poderes naturales no  tenían  que temer  un  enemigo  de los dones  sobrenaturales de la  gracia.  No es sólo la primera filosofía original del siglo XIII sino mucho más importante, la primera auténtica filosofía de la civiliación cristiana en general [12].

Étienne Gilson, uno de los más prestigiosos historiadores del pensamiento medieval, alabo la solución de este antiguo problema como «un  hito en la historia del pensamiento occidental», identificando justamente a  To­  más de Aquino como autor de  la  solución [13].  En  efecto,  en  la  obra  del fraile dominico el aspecto fundamental y misterioso de la fe cristiana recibe respetuoso homenaje, pero, al mis o  tiempo,  la  inteligencia  humana  avanza audaz hacia las fronteras más lejanas de una verdad cuya esencia es misterio insondable y que permanecerá siempre misteriosa por mucho que se estudie (de hecho más misteriosa  cuanto  más se estudia). La fides no puede ir sin la compañía del intellectus, y la inteligencia sólo encuentra de alguna forma descanso en la fe.

La armonía medieval entre filosofía y teología hizo de ambas disciplinas ciencias perfectamente equipadas para que cada  una se desenvolviera en su terreno propio.  Sin embargo,  como  es  bien  sabido  y como  no deja  de ocurrir con otras grandes conquistas del espíritu humano, la síntesis medieval nunca gozó su triunfo.  Su  misma  credibilidad  pareció  anularse  con la famosa condenación de París sólo tres años después de la muerte de Tomás de Aquino en 1277. Luego, por desgracia,  como  escribió  Gilson,  el resto de la Edad Media iba a ser  «testigo  del  desastre  más completo  tanto  de la filosofía escolástica como de la teología escolástica como necesaria consecuencia del divorcio final entre razón y Revelación» [14].

Sum Occamicae Jactionis [15], proclamaría siglos después un hijo de este divorcio trágico. «Soy del partido de Ockham». Cuando Lutero era  estudiante de filosofía y teología en la universidad de Erfurt, de aquel viejo convencimiento del siglo XIII sobre la armonía de los dos órdenes apenas quedaba rastro. Con Lutero uno se encuentra en las antípodas del espíritu filosófico medieval original. La misma decadencia de dos largos siglos había hecho imposible la restauración de un principio central. Aristóteles era el representante por excelencia de la razón humana, del pensamiento filosófico. Pues bíen, para Lutero, como él mismo lo expresó con el formidable apasionamiento de los geniales visionarios rerigiosos,  «todo  lo de  Aristóteles  es a la teología como la oscuridad  a  la luz».  Y  para  quienes  pensaban  que  sin Aristóteles no había ciencia teológica, Lutero podía afirmar que  al  contrario: «sólo sin Aristóteles podemos llegar a ser teólogos» [16].

Sé bien que mucho de Lutero hay  que leerlo  como  «exageración  contra exageración»,  pero  aun  así,  la  diferencia  existe  entre  una  tradición  y otra. La espléndida síntesis del siglo XIII no gozaba ya ni del recuerdo  nostálgico. En el mismo año en que se publicaba la Utopia de Moro, Lutero enviaría al impresor el tratado anónimo Theologia deutsch, con su prefacio lleno de vigor y entusiasmo,  y  pocos  meses  depués  iniciaba  su  campaña  contra la  teología  escolástica.  Lo  que  me  interesa  hacer  notar  no  es  el  ataque a la postura escolástica (en gran  parte  justo),  sino  la  pérdida  de  un  principio fundamental sobre las esferas propias  y  las  relaciones  mutuas  de  la  ra­ zón humana y de  la  revelación  divina,  y  las  consecuencias  que  pronto  o tarde tendría en el quehacer teológico y en la vida cristiana. Un importante estudioso de Lutero ha  visto  en  la  Reforma  una  «humillación»  del  hombre  en sus poderes y capacidades como creatura [17].

Tomás Moro no enmudeció a la hora de  criticar  la  escolástica [18], pero el magnífico principio conquistado en el siglo XIII sigue de alguna manera vigente entre los utopienses. La Utopia es un ejemplo genial de su vigencia en la mente de Moro. En efecto, las olas del nominalismo nunca alcanzan las costas de su felicísima isla; y la portentosa ausencia de esa polución mental es una de las características  más  señaladas  del libro.  Si es  una crítica del rigor  moribundo de la escolástica  decadente  -y  no hay  duda  de  que  lo es-  de  ninguna  manera  lo es de  la  originaria  grandeza  de  su espíritu. Moro critica la decadencia,  la  pobreza  intelectual  de  autores que dejaron perder de vista o nunca entendieron la síntesis de Tomás de Aquino. En las corrientes centenarias  de las dos  escuelas,  una la  primacía de la razón y la otra la primacía de la revelación, el humanista inglés  expresa con convencimiento, como si fuera connatural a su pensamiento,  el justo equilibrio entre razón y revelación, la armonía de los órdenes creados.

Pero este balance, como cualquier otro, no es algo que viene dado sin más, sino que es una postura mantenida con concentración  y esfuerzo.  La  Utopia, desde este punto de vista  esencial,  es una obra  humanista  en  defensa de un logro del pensamiento medieval cristiano.

Religionem nostram, feliciter ibi éoepta. Nuestra religión, que tan felizmente ha prendido allá [19]. Así se refiere  Moro  en la carta  prefatoria  a  Pedro Gilles a la actitud de los utopienses con respecto a la religión cristiana. Además de entenderla de una manera directa, en el sentido de que muchos habitantes de la isla abrazan  la fe cristiana  en  cuanto  oyen  hablar  de  ella, la expresión muestra de alguna manera una importante característica intelectual de los utopienses. Su vida basada en la razón natural y en la recta conciencia, ha preparado el camino para recibir con prontitud y gozo la fe cristiana. El terreno emocional y espiritual de Utopía es propicio al mensaje que llevan los visitantes europeos. Hay  una cierta continuidad  al menos  en  el sentido de que lo que escuchan  resuena  armonioso  con  lo que  ya  creen y practican. No resulta menos misteriosa la fe de que oyen hablar  por  el hecho de que no la vean contraria a su modo  de vivir  y  pensar,  a  sus deseos y aspiraciones. La gracia no viene a destruir la naturaleza sino a darle cumplimiento. y a elevarla por encima de sus mismas aspiraciones y capacidades. ¿No se encuentra ahí en un meollo lo mejor de los esfuerzos teológicos medievales?

Se ha afirmado que el título  más  honroso  para  Tomás  de  Aquino  sería el  de Tomás. de Aquino  del Creador  por  el  carácter  central  que  esta   verdad  tiene  en  su    antropología   y  teología  Q.  Pieper).   El  mismo privilegio honra a los habitantes de Utopía. Moro sabía que un humanismo que no tuviera sus raíces en esa verdad aboriginal sobre el hombre estaba condenado a destruir la persona y la sociedad. Todas las cualidades que podemos admirar sin restricción en los utopienses encuentran su origen en su firme convicción de su carácter creatural [20].  Y  las  consecuencias  se  extienden más allá del conocimiento teórico de un catecismo con conclusiones para la actitud contemplativa, la dignidad del ser humano, el desarrollo de la  persona en sus talentos, el trabajo y el descanso, etc. Aquí Tomás Moro se muestra  brillante  admirador  y  heredero  de  Giovanni  Pico  della Mirandola (1463-1494) en su famoso Discurso sobre la dignidad del hombre. Las citas de Utopia se podrían multiplicar sin esfuerzo.

«Es ante todo la razón la que inicialmente inflama a los hombres en amor y reverencia a la majestad divina, a la que debemos nuestra existencia y nuestra capacidad de gozo» [21]. Los utopienses glorifican a Dios en la adquisición de conocimientos naturales.  El  mismo  uso  de  la  razón  es  de  por sí un acto de adoración. Gratum deo cultum putant naturae contemplationem. «Estiman  que  es  culto  agradable  a  Dios  la  contemplación   de  la   naturaleza   y la  alabanza  que  ello  inspira»  [22].  En  otro  lugar  se  lee,  «Cuando  con  ayuda de la filosofía escudriñan los  secretos  de  la  naturaleza,  piensan  que,  además del  admirable  deleite  que  con  ello  obtienen,  se  hacen  sumamente   propicios a los  favores  del  Creador  y  Artífice  de  la  naturaleza.  Creen  que,  al  igual que los. demás artífices, expone la máquina  de  este  mundo  a  la  contemplación del hombre, único ser al que hizo capaz de encararse con semejante maravilla, por lo que muestra mayor  agrado  hacia  el  que  admira  su  obra, como observador curioso  e  inteligente,  que  no  hacia  quien,  como  animal romo de entendimiento,  lelo  e  indiferente,  no  presta  atención  a  espectáculo tan grandioso y estupendo [23].

El comportamiento ético de los utopienses sigue la razón natural según lo que observa la naturaleza. «Según ellos la virtud se define como un vivir con arreglo a la naturaleza, por ordenación de Dios, y sigue el curso de la naturaleza  quien,   al  apetecer  o  rechazar  algo,  se  somete  a  la  razón» [24]. Y nuestro guía en esta tierra extranjera asevera que sus habitantes aceptan una revelación  natural de la que su  religión  y su  moral son consecuencias  prácticas.

Sin embargo, la razón  no  es  entronizada  como  diosa  en  la  isla  de la fantasía moreana. Los utopienses no  son  ni  racionalistas  ni  precursores de. la Ilustración. Se sirven de la razón pero no la ponen en el último  pedestal no hacen de ella lin absoluto juez de la realidad. Para ellos es una facultad que ha de permanecer siempre  abierta  a la realidad  de aquello  que  el ser humano no puede alcanzar con  sus sentidos,  no  puede  ver  ni  tocar. Su ámbito se extiende por igual y no con disminuidos  derechos  a la  realidad de lo invisible. Para los utopienses la razón es un poder que  admite ulterior perfección y esta convicción parece ser central en su quehacer filosófico. «Al discutir sobre la felicidad nunca dejan, por  tanto,  de  utilizar, junto con los razonamientos propios de la filosofía, algunos principios derivados de la religión.  Piensan  que  la  razón  de  por  sí  sería  manca  y  floja, si le faltasen aquéllos, en la búsqueda de la verdadera felicidad» [25]. Estos principios son la inmortalidad  del  alma,  cuyo  fin  es la  felicidad  con  Dios, y la remuneración según las obras y virtudes de cada habitante. Tales convicciones facilitan la apertura de los utopienses a una revelación divina que vaya más allá de lo natural, de lo que sus mejores inteligencias  les ofrecen.  No parecen estar satisfechos y reza,n pidiendo por aquello que pueda ser todavía más del gusto de Dios, más en conformidad con  sus designios:  «Al  final vuelven a recitar juntos, sacerdote y pueblo, la fórmula solemne de las preces, compuesta de forma que lo que todos recitan al unísono pueda apli­ cárselo cada uno a sí mismo en particular. En ella se reconoce a Dios como autor de la creación, de su  gobierno  y de todos los  beneficios  recibidos  y,  en particular, por cuanto su divina benevolencia les  hizo  vivir  en  la  más feliz de las repúblicas, tocándoles en suerte una  religión  que  -así  lo esperan- es la más  verdadera  de  todas.  Pero,  caso  de  que  se  equivocasen o existiera alguna otra forma superior a esa y más aceptable a Dios, suplícanle. que por su bondad se lo dé a  conocer,  pues  están  dispuestos  seguir por el camino que él quiera conducirles» [26]. Esta es una de las convicciones que Moro siempre mantendrá como principio de la vida del espíritu humano, a saber, no quedar satisfecho con el status quo personal en ningún momento, ni en tomar fácil consuelo o refugio en  lo  institucional.  Aquí Moro" vuelve a ser evangélico. Los que entran en el reino no son los que dicen Señor, Señor, sino quienes hacen la voluntad de Dios.

En muchos momentos Utopia es ambigua, otras veces paradójica, y según el entendimiento más o menos académico de los  que la  han  analizado, una obra abierta a todo tipo de interpretaciones. Pero en los temas que subyacen a la fisonomía espiritual de la ínsula, no hay duda alguna ni ambigüedad ni paradoja. Moro dice lo que Pascal expresará con una hermosa expresión, que «el hombre es más que hombre». Los pensadores medievales  lo pusieron de manera no menos formidable: el hombre es capax gratiae. El hombre es creatura pero capaz del Creador.

Siguiendo el dato revelado, veían en la persona humana  una capacidad de recibir gracia, es decir,  de  adquirir  una  cierta  y  real  participación en la vida divina. Y al recibirla, el hombre no deja por eso de ser hombre, como había sido el temor de los griegos. Lejos de ser absorbido por la divinidad, la infusión de esta  gracia  lleva  la  naturaleza  misma  del  hombre  a un orden más elevado. La gracia le perfecciona. Uno de los principios fundamentales de la exposición teológica de Tomás de Aquino es gratia non tollit naturam, sed supponit et perficit eam [27]. Como los dos órdenes tienen su origen en Dios, tiene que darse entre ellos una armonía básica aunque en su fenomenología terrena las cosas a veces se nos den de forma muy distinta [28].

Utopia ,por tanto, es una dramatización humanística de la armonía entre razón y fe, naturaleza y gracia, que había sido la gran conquista de los teólogos medievales. Más de dos siglos habían pasado desde la síntesis, y Moro nos da la impresión de haber visto el peligro de dar una absoluta primicia a la revelación  caso  de que el espíritu  religioso  se volcara  del  todo  en la experiencia mística rechazando lo que hay de natural en el ser humano, aún la luz de la razón. Pero al mismo tiempo Moro parece haber sido consciente del peligro opuesto, esto es, de reducir a tamaño humano las realidades sublimes e incomprehensibles de Dios y de los misterios divinos, reemplazando el cristianismo con un mero sistema  filosófico  o sociológico. El proyecto «moderno» ya estaba presente en el humanismo de la baja edad Media y en el humanismo del siglo XVI, e iba  a  avanzar  impertérrito  ha­cia las conquistas de los  siglos  siguientes  y  a establecer  lo que  más  tarde se llamaría el espíritu moderno o la modernidad.

En los presupuestos filosófico-teológicos que Moro defiende en Utopia encontramos  un  manifiesto  del  humanismo  cristiano:  no  se  niega  al   hombre su ser hombre,  pero  se  afirma  sin  ambages  y  en  todas  sus  consecuencias  su  llamada  o  destino transcendental.  Se  ha  dicho  que  la  gran  tragedia de  Lutero,  desde  el  punto  de  vista  doctrinal,  está   no  en  lo  que  afirma,   sino  en  lo  que   niega.   La   herencia   nominalista   del   divorcio   entre   razón y revelación, entre la naturaleza y la gracia, no podía haber producido otro resultado. Pocos años  más  tarde,  en  su  polémica  con  Lutero,  Moro  se  asusta menos ante el rechazo violento de la  Tradición  como  parte  de  la  Revelación  que  ante  el  desprecio  de  los  poderes  de  la   razón   natural [29].   Entre otras  cosas,  naturalmente,  porque  en  ese  desprecio  termina  toda  posibilidad de  discusión  racional  y  diálogo.  La  idea  de  una  evolución  o  desarrollo   de la doctrina cristiana era anatema para Lutero como lo ha sido en el  protestantismo en general hasta hace poco y, por supuesto, lo sigue siendo de manera hermética en el  fundamentalismo  evangélico  o cristiano  ahí donde se encuentre [30].

Tomás Moro podría muy bien aceptar lo que sería para  su  compatriota John Henry Newman «la gran característica de  la  revelación»,  a  saber, «adiciones y sustituciones». «Todo es igual que antes, aunque ahora un poder invisible lo ha capturado todo. Este poder no  desnuda  a  la  creatura sino que la viste» [31]. «A good mother wyt», pediría  Moro en la misma lengua y en su obra polémica. Para el humanista era una característica indispensable del reformador, de quien quiere dar nueva forma a cualquier realidad. Su negación, sin lugar a dudas, conduce al aislamiento en la subjetividad, produciendo una visión extremista y sin fundamento en la realidad. La reforma no puede hacerse abandonando lo  que  es  esencial  o vital en una tradición de siglos. Aunque mucho pueda  haber  en  esta  que haya ido malparado, en la tradición de siglos resuena también  la  razón  como  posesión  comunitaria  de valor  universal  en el  tiempo  y en  el   espacio.

Los  utopienses  son  conscientes  de  ese  homenaje  que  presentan  sin más  complejidad  en  la  admiración  de  la  naturaleza.   En  lo  que  se  refiere  a la gloria de Dios,  el  mundo,  lo  secular,  es  para  el  renacimiento  un  espacio tan legítimo como el claustro  conventual.  La  operosita  renacentista  (que  no deja de hacer eco al ut operaretur de la primera  página  del  Génesis  según  el latín de la Vulgata) está basada en esa convicción sobre la nobleza  del  ser  humano y de  su  desarrollo  en  la  tierra.  Dios  y  el  hombre  no  se  excluyen, por lo que tampoco se excluyen las obras de uno y de  otro. No son adversarios y es dado al hombre la cooperación con  su Creador (la  persona  es particeps Creatoris). Ambos, creatura y creador,  encuentran  en  esa  cooperación  su   respectivo  orgullo.   No  es  sorprendente   por  lo  tanto  que  a  lo  largo del Renacimiento se encuentre con frecuencia el tema de cómo puede la existencia terrena ser  más  parecida  a  la  existencia  de  los  bienaventurados  en el cielo. Tal vez,  en ese  anhelo  de un  mundo  mejor  se encuentra  también  la primera inspiración de la obra de Moro. En el terreno de  la  piedad  la misma saturación de prácticas religiosas debió ser un factor de no poca importancia en el regreso a la sencillez de los Padres, como  lo fue  en  otras  áreas el rntorno a la belleza de los cánones griegos o al ideal del orden social.

El éxito de este libro a lo largo de los siglos tiene también su lección para el teólogo y el historiador de las ideas como las tiene para las ciencias sociales y políticas. Cuando el teólogo. viaja aunque sea  rápidamente  entre  los utopien.ses, las lecciones aprendidas pueden tener  gran  relevancia.  Uno de los  primeros  lectores  de la  Utopia, Juan  Desmarais,  expresaba  su deseo -en una carta a Pedro  Gilles-  de  que  algunos  teólogos  visitaran  la  isla para promocionar la  fe  de  Cristo  que  ya  estaba  germinando  en  esa  tierra y trajeran las costumbres y leyes de sus habitantes a las naciones cristianas europeas [32]. Para el teólogo y para el historiador  el interés de Utopia  reside  en la comprobación de la armonía fundamental entre razón y revelación, constituyendo ella misma un parámetro  esencial  en las ideas  reformadoras  de  Moro.  He  aquí  un  libro  que  en  el  horizonte  de  la  edad  media  con  la moderna presenta lo que  a  partir  de  entonces  debe  ser  considerado  como el sine qua non de cualquier reforma, especialmente, por supuesto, de la Iglesia. [Mientras escribo, un cuarto de siglo después de  otro  magnánimo  intento de reforma cristiana en el Concilio Vaticano 11, ¿no es acaso este balance su objeto dave: el  respeto  al  misterio  revelado  y  a  la  autonomía  de la creación y de lo secular, el equilibrio entre la persona humana  y el Creador, pues dar a cada uno lo suyo es en verdad toda Justicia y Santidad?].

Si Lutero hubiera visitado la isla de fabula moreana, los utopienses pronto hubieran entendido que la nueva cristiandad protestante  no encajaba con sus ideas y costumbres fundamentales. Para hacerse cristianos, los habitantes de Utopía se verían obligados a dejar de ser utopienses. En puntos radicales, los principios de Lutero y los de Moro se oponen. La única cristiandad que los utopienses podían aceptar sin rechazar sus legítimas conquistas en lo humano y secular es una cristiandad que nunca desprecia el desarrollo más completo de la inteligencia humana y que está al  mismo  tiempo abierta al misterio de una revelación más allá de la razón. Con Utopia Moro describe una sociedad que necesita no sólo reforma sino el advenimiento de  una  nueva  forma;  ella  misma,  basada  en  cierto  humanismo por pedestre que sea, se  hará  cargo  de  cualquier  deformación  presente  en  usos y costumbres.  Esta  nueva  forma  es  la  infusión  de  la  gracia  a  través  de la acción eclesial y el mensaje de la revelación cristiana.

III

La reforma como idea y realidad práctica es fundamental  en  la  tradición bíblica cristiana (metanoia, conversión). Y Utopia es una reflexión sobre los fundamentos y condiciones en que se  pudiera  llevar  a  cabo  en  la  sociedad y en la Iglesia. Moro tenía presente la  necesidad  imperiosa  de  una  reforma global en  la  Cristiandad.  Entre  1512  y  1517,  es  decir,  en  el  período en que se escribe y publica el libro, el V  Concilio  Lateranense  tendría igualmente sus  sesiones.  Moro  empezó  un  experimento  intelectual,  jugando en el laboratorio de su mente con probetas y diferentes combinaciones de compuestos con el deseo de ver qué resultados podría lograr.

La Utopia como documento-plantilla para una reforma social general adquiere una dimensión casi «postmoderna» cuando el lector de Utopia comprueba la manera en la que trabaja la imaginación literaria de Moro.  La  sociedad que describe en el segundo libro es una sociedad sin beneficio de revelación bíblica y sin  conocimiento  alguno  del  Mesías  Dios-hombre.  La isla  moreana  no  es  una   sociedad  cristiana,   ni  ha  recibido  influencia  alguna cristiana lo que de forma directa ofrece aún mayor interés para el lector post-cristiano. El narrador y guía Rafael Hythlodeo es uno de los principios exploradores de la isla que es creyente  cristiano.  De  ahí  el  reproche  que  sirve de grito reformatorio:  ¿cómo  es  posible  que  en  un  país  donde  Cristo  no es conocido,  sus  habitantes  tengan  sentido  común  tan  extraordinario  y  vivan en muchos respectos una  vida ejemplar  aún  para los  mejores  cristianos? Así lo ha visto todo lector (cristiano) del  libro  y  con  estas  palabras  lo  puso uno de  los  mejores  biógrafos  de  Moro,  R.  W.  Chambers:  «El  pensamiento de fondo en Utopia es siempre: Con sólo la razón  para guiarles,  los  utopienses hacen esto; y sin embargo,  nosotros,  ingleses  cristianos,  nosotros  europeos   cristianos... » [33]. Moro   vio   en   el   humanismo   la   base   donde poder construir la, reforma de la sociedad y de la Iglesia. Para él, como escribió André Prevost; «un humanismo sano era la  condición  de  una  sana  teología» [34].

Algunos estudiosos moreanos vieron en la aparición de Lutero en la escena europea de 1517 la línea que corta a Moro en dos antes de su degollación en Londres en verano de 1535, y terminaron hablando del Moro del período pre-luterano y del Moro del  período  luterano.  En  este  hombre  de tan asombrosa integridad y consistencia, encontrar una línea divisoria es en verdad cercenarle en dos y destruirle, como si el Moro de la Utopia no practicara después lo que con tanta elocuencia había predicado (se ha dicho  por ejemplo que Moro iba a morir por una causa opuesta al espíritu de la Utopia); y c:omo si la irrupción de Lutero en el curso de la historia hubiera desvestido al escritor inglés de su garbo humanista y con él de todo espíritu razonable, comprensivo, tolerante; como si le hubiera arrancado de su  fe simple y su religión compasiva para. revestirse luego con la coraza del creyente fanático, escrupuloso,  amargo,  intolerante,  petrificado  por los dogmas y prerrogativas de la Iglesia de Roma. En esta interpretación el humanista abierto y liberal cae en manos de clérigos que sin  piedad  alguna  transforman la tierna tolerancia de la vida religiosa de Utopia en una religión dogmática, presuntuosa y triunfalista, lo que pronto se llamaría «papista». Traidor al espíritu librepensador y tolerante de Utopia, según esa teoría, el mismo autor habría acabado sus días muriendo por la rigidez de uno de esos «dogmas», a saber, la autoridad suprema del Romano Pontífice en materias religiosas [35]. Pero no existe inconsistencia entre la filosofía de la vida que subyace a Utopia y la que discurre por las obras r:nás polémicas de Moro contra autores protestantes. Hay una diferencia marcada en estilo,  de  temas, de actitud, pero no de principios. Cuanto más se reflexiona sobre el pensamiento religioso y vital en Utopia tanto  más este libro clásico se abre  al lector del siglo presente y venidero con su mensaje más fructuoso. «Después de la Utopía Moro ya no  tuvo que  luchar  para entender  qué  pensaba de su vida y de sí mismo» [36].

Moro quiso que sus lectores se acercaran al libro con calma  y  actitud estudiosa. En una carta a Pedro Gilles que se publicó en la edición parisina de 1517, Moro  contaba  su  satisfacción  de  que  alguien  haya  leído el libro  de cabo a  rabo  y de  que  no haya  sido  una  lectura  «negligente y precipitada, sino  con  calma  y  cuidado  para  poder  considerar  todos los detalles de manera inteligente» [37]. Para Moro cualquier intento  por pequeño que sea de reforma es  una  tarea  compleja  en  extremo.  No  es difícil ver la necesidad de reforma en la vida social, jurídica, política, etc.,  pero ¿cómo llevarla a cabo? El mismo objetivo de  Utopia lo hace intrincado y no pocas veces ambiguo, pues Moro se vale de diferentes personas literarias para aclarar su propio pensamiento y decisión vital (una de  ellas lleva su nombre). La  excitación  intelectual  de  Rafael  Hythlodeo  parece una manera de conseguir  que el lector tome aún con mayor reserva y prudencia sus ideas. El sentido común de Moro hace recordar cómo  cualquier realidad, material  o espiritual,  puede  ser  abusada  o  desgastada  por el mero uso, bien sea de forma accidental o intencionalmente. Su restauración no ha sido nunca el resultado de un  accidente  fortuito,  mucho  menos  de la impaciencia revolucionaria. Sin prudencia, según la mejor tradición clásica griega, la tarea de reforma no producirá resultados deseables. La reforma de cualquier realidad conlleva sumas considerables de pensamiento sereno y de cuidadosa planificación. Ha  de haber  diálogo  (la  primera  parte de Utopia es dialógica), consejo, deliberación y, siempre, ante todo, paciencia. La falta de esa virtud en cualquier medida y en cualquier momento hace que la reforma se salga de su cauce y acabe en una rebelde secesión o en una causa sectaria, si no lo es en la violencia trágica de la revolución [38].

El mensaje que emerge  del complejo  diálogo  del primer libro es que la autoridad puede ser abusada, es decir, algo bueno es susceptible de ser llevado a uno u otro extremo. Tomás Moro escogió una ilustración de gran claridad y que resulta tanto más perspicaz y brillante hoy día, pues vivimos una era en la que fácilmente progreso humano se confunde con progreso tecnológico. La anécdota de la aguja magnética parece  sólo un  detalle  más de la cuidadosa observación del explorador de la isla y sin embargo es una imagen importante en la reflexión de Moro sobre  la  manera  en  que  uno debe pensar la reforma de la sociedad civil o eclesiástica. La imagen pertenece al rico contexto de figuras literarias marítimas tanto en la literatura profana como en la cristiana.  Gracias  a  este invento  Rafael  se ha  ganado el respeto y la confianza de los habitantes de Utopia: «Le agradecieron muchísimo que les enseñase a usar la brújula, hasta entonces absolutamente desconocida para ellos, por lo que no se arriesgaban a lanzarse a alta mar» [39].      La   aguja  magnética  o  brújula  era  entonces  una  formidable  invención tecnológica, un descubrimiento revolucionario pero, como Moro se preocupa de señalar, de ninguna manera hacía superfluas otras venerables ayudas con que contaba el arte  de  navegar  los  mares.  Por  extraordinaria que fuera la innovación, una  aventura  marítima  seguía  exigiendo  entre  otros enseres un buen navío y expertos marineros. Más aún, la misma naturaleza del invento, es decir, la libertad y seguridad que proporciona refuerza la necesidad de la prudencia. Antes de conocer tal invento  los  marinos utopienses se animaban a navegar en alta mar sólo durante la estación veraniega: «Ahora, en cambio, confiados en la piedra-imán desafían la estación invernal, sintiéndose más seguros, aunque no estén menos libres de peligro. Mucho me temo que semejante instrumento, que podría serles de grande utilidad, vaya a ser por su imprudencia causa de grandes desastres» [40]. La brillante solución de un problema puede crear otro, y como se señala sin ambages más adelante, en verdad un «médico que no sepa curar una enformedad sin provocar otra es incompetente de remate» [41].

Sólo el pensamiento de una reforma levanta en Moro. con urgencia la preocupación de actuar siempre con tacto. Una crítica a la escolástica pronto pasa a reformas en asuntos de Estado: «Ante la imposibilidad de arrancar de raíz desviadas opiniones o de poner remedio -según tu buen parecer- a las malas prácticas arraigadas con el uso, no por ello hay que abandonar el Estado; tampoco se abandona una nave en caso de tempestad, al no ser posible gobernar los vientos. No trates, pues, de inculcar ideas novedosas y peregrinas, que carecen de peso  -como  es sabido-  ante  quienes están convencidos de todo lo contrario. Has de intentar, más bien, un método indirecto, arreglándotelas para actuar con mucho tacto» [42].  Consciente de la barrera entre el ideal humano y la realidad  concreta,  la dificultad de pasar de uno a otro lado no es soslayada ni siquiera por la narración directa de la vida en una sociedad hasta ahora  desconocida.  Ahí donde  haya seres humanos, no  hay  mucha  distancia  que  recorrer  del  uso  al  abuso; y cualquier reparación de éste exige una prudencia a veces casi sobrehumana.. Me parece que ésta es la razón por la que el tema de la verdadera naturaleza de las cosas (la veritas rerum de los autores medievales) navega majestuosa por las páginas de Utopia ya se trate de objetos de oro, de la vida placentera, del trabajo, de la conducta ética, de la moda en el vestido o del culto religioso entre los utopienses. «Tomás Moro» escucha las descripciones que el guía le ofrece del «mejor orden en la sociedad» pero nunca sin ad­ vertencia plena, siempre en una actitud  tan  atenta como  crítica,  y a  menu­ do dejando un rastro de sospecha y escepticismo sobre lo que el misterioso viajero Rafael narra como proveniente de una realidad experimentada en ultramar. A lo largo de  todo  el  discurso  Moro,  en  su  calidad  de  autor  y de participante en el diálogo, permanece en una actitud definida por la prudencia. Cuando termina la perorata el Moro del diálogo desea «otra oportunidad» para seguir la discusión [43].

Por el contrario, otra cosa  muy  distinta  ocurre  con  nuestro  guía en la narración sobre la exploración de la isla. Moro casi fuerza al lector  a dudar de la capacidad de  Hythlodeo  para escuchar  las opiniones  de  otros.  Y es que la visión de esta sociedad utópica, los rasgos que con tanto cuidado describe de sus habitantes y modos de vida, le han  atrapado  de  tal  forma  que ya han cristalizado como si fuera un  ideal  hermético  y  racionalista.  Aquí se encuentra la fascinación de lo que después se llamará sin más «utopía» no sólo como género literario sino como programa ideológico-político, sociológico, artístico, etc. Ahí está su atractivo y su peligro mortal. «Las utopías tienen su mérito -nada extiende  tan  maravillosamente los  horizontes imaginativos de lo que puede realizar  el ser  humano-  pero como  guías  de conducta pueden  ser fatales» [44].  El hombre  prudente  conoce los límites,  y los ideales o ilusiones sobre las posibilidades vienen siempre  temperadas por la experiencia. «Si no logras que lo malo se torne bueno, haz  por  lo menos que el mal se limite al mínimo» [45].

Otro incidente,  que arroja luz  sobre la noción  que Moro  tenía  de  reforma necesaria,  se encuentra  en la discusión  del  primer  Libro sobre la  imposición de la pena capital comio castigo de ofensas criminales menores. Al concluir el argumento sobre las reformas legales que habría que  introducir  en  Inglaterra, Moro pone estas palabras en la boca del Cardenal: «No es fácil  pronosticar si los resultados serán buenos o malos, en tanto  no  se  intente  una prueba (... ) Solamente  entonces  veríamos  si  funciona  de  verdad  ese  sistema y si  procede  el  implantarlo  legalmente» [46].  Es  decir,  una  reforma  social, como  cualquier   descubrimiento  científico,   debe  en   primer  lugar   ser puesto a prueba con gran cuidado, responsabilidad y prudencia.  Sólo si el resultado empírico es favorable debería ser  instituido  el cambio.  «Ningún  riesgo se corre haciendo entretanto la prueba» [47]. La reforma viene a decir  Moro  no es rebelión que eche todo por la borda por la sola razón de que  haya venido antes en el tiempo.

Utopía es un experimento de reforma sobre papel, un ensayo intelectual siempre preguntando al lector (y  Moro  a  sí  mismo):  ¿Qué  ocurriría si... ? Sabemos que Moro escribió primero el Libro Segundo (la descripción ininterrumpida de la isla que Rafael Hythlodeo dice haber visitado),  y  tal  vez debió darse cuenta de que para mantener esa visión prudencial de reforma sería necesario escribir lo que ahora es el Libro Primero, una descripción la realidad tal como  se  experimentaba  en  Inglaterra [48].  En  esa parte introductoria el deseo de reforma está concedido pero sin caer en la visión irreal de lo que después se llamará utópico. El radicalismo «utópico»  de la utopía moreana está en todo momento sospechado por el realismo empírico del primer libro. De esta manera prepara al lector para una lectura crítica del discurso de Rafael Hythlodeo en la segunda parte. Cuando llegamos aquí,  ya hemos visto igualmente  la distancia  entre lo real  y lo  ideal.  La sociedad perfecta puede muy bien ser  una  ilusión  inalcanzable:  quizás los utopienses no son como nosotros humanos o no están infectados  con males que parecen hacer imposible una  vida  más justa  y  más consonante con nuestras creencias. Por otra parte, cae sobre el lector la responsabilidad  de que él es cristiano (en la mente de Moro  porque  llegaría  el  tiempo  en que su libro tendría muchos lectores de ninguna manera  cristianos)  mientras que los utopienses apenas han recibido ese nuevo mensaje. Hay tantos factores, la complejidad de cualquier arreglo social es tan extraordinaria e imprevisible, que en cualquier momento un nuevo dato o hecho  puede alterar todos los planes. Moro parece decir que confiar de manera absoluta (como si uno fuera ciego) en la visión de otro es siempre una tarea peligrosa tratándose de cuestiones que afectan a la sociedad entera.  El guía visionario, Rafael, por ejemplo, exige la abolición  total de las instituciones  vigentes en las naciones europeas y lo pide fundado en su propia visión. He aquí como se ha señalado a menudo el peligro absoluto de toda utopía: no establecer su carácter utópico. La naturaleza radical del programa que  exige hacer tabula rasa y empezar de nuevo, echando por la borda la experiencia humana del pasado [49].

El extremismo de Lutero contrasta  con  el esfuerzo  de  Moro  en  Utopia por encontrar sanción natural a instituciones y modos humanos. El  contraste a veces resulta profético. Parece que Moro hubiera previsto la tensión interna de la reforma que iba a rasgar por siglos la faz del mundo cristiano.

Y es tanto  más  de  señalar  por  cuanto  Moro  desde  luego  no  pensaba  en  Lutero mientras  escribía  en  su  obra  de  fantasía  en  la  que  daba  parte  fundamental  al  sacerdocio,  a  las  instituciones   monásticas,   al   celibato   de   algunos de  sus  habitantes,  o  la  piadosa  veneración  de  los   muertos.   Años   después Moro tratará los mismos temas  en  sus  obras  polémicas  contra  ideas  protestantes.  En  la  obra  publicada  en  1516  lo  hace  a  modo  de  experimento   mental  sobre  la  pauta  que  debería  llevar  la ansiada  reforma  de  la  sociedad civil y  religiosa.

No es de extrañar, por ejemplo, que  las  mayores  alabanzas  se  reserven  para  el  sacerdocio  de  la  sociedad  utopiana.  En  esta  ínsula  de  fábula hay sacerdotes también. Hythlodeo  dice  que  sacerdote  para  el  utopiense  es una persona «consagrada  a  Dios  de  modo  tan  particular,  como  una  ofrenda» y son «intérpretes de  Dios» [50].  Ninguna  otra  posición  u  oficio  recibe  tanto honor. Uno de entre ellos preside sobre todos los demás [51], pero  son elegidos por  el  pueblo.  Como  intérpretes  de  Dios  los  sacerdotes  «presiden los oficios divinos, cuidan de los asuntos religiosos y son algo así como los censores  de  costumbres» [52].  Amonestan,   recriminan,   dan  consejo.   Exentos  de deberes civiles. Se encargan de  la  educación  de  niños  y  jóvenes.  Seguir sus consejos es considerado como una «acción pía y santa» [53]. Son pocos, pero santos [54] y humanos, susceptibles de caer en corrupción y de obrar la maldad [55]. Moro no ignora que no hace excepción del clero en lo que a capacidad para el mal respecta, como de cualquier otro miembro de la raza humana, pero hace decir  a  Hythlodeo  que  por  muy  criminales  que  sean, en Utopia,  nadie  pone su  mano sobre ellos [56].  No es ciego a la  realidad  de  la condición humana pero en ningún momento piensa que la manera de suprimir un abuso sea liquidar el  uso  de  algo,  o  que  la  manera  de  acabar con la corrupción sea terminar con la institución. Con la presencia de sacerdotes en la isla de su imaginación, Moro sin duda funda la  existencia misma del sacerdocio en la religión natural. La mediación  sacerdotal  tiene raíz en la misma naturaleza relacional del ser humano.

El contraste se intensifica con la presencia de los monjes como miembros especiales de la nación.  La institución  monástica da la impresión, al menos al narrador Hythlodeo, de haber tenido en la isla éxito sorprendente, y es imposible leer estos pasajes sin recordar la ironía del escritor  inglés. Aquí la sátira es mordaz. Los monjes  utopienses  trabajan  más  que  los mejores esclavos y dejan a un lado cualquiera  otra  empresa  de su  interés para dedicarse al servicio de  los  demás [57].  Están  preparados  para  tomar con gozo sobre  sus hombros  tareas  de servicio  público  que  nadie  en  la comunidad se atreve a realizar. Ofrecen y procuran estos  servicios  de forma del todo desinteresada en vistas al bien  común  y al honor  del  Dios  que dicen adorar [58]. Para colmo, Moro hace decir a Rafael Hythlodeo  que estos monjes no desprecian el estilo de vida de los demás habitantes ni se dedican a ensalzarse a sí mismos. Sirven en la sociedad sin ningún otro propósito [59]. Unos viven  en el  matrimonio  pero  hay  otros  que son  célibes, y estos últimos son considerados más santos. Son religiosos de forma extraordinaria. La institución monástica goza de prestigio entre los utopienses porque la ven como una levadura que fermenta la sociedad.  Es  en  cierto modo una consecuencia del principio fundamental sobre el que se asienta Utopía: la apertura a lo trascendental lleva a estos habitantes no al desprecio, sino al sacrificio de realidades materiales terrenas. Hythlodeo  observa que la familiaridad de los habitantes con el fenómeno religioso monástico  fue un factor importante en la recepción positiva que tuvo la religión cristiana entre ellos. «En todo caso» -cuenta- «estoy convencido de que debió influir no poco en ello el que oyeran decir cuánto  agradaba  a Cristo la vida en común de sus discípulos, y que ésta se practicaba todavía entre las más íntegras comunidades de cristianos» [60].

Moro iba a escribir años después muchos folios respondiendo a los ataques de los reformadores protestantes contra verdades y prácticas católicas como el purgatorio,  las oraciones  por los difuntos,  las  peregrinaciones, el culto y la intercesión de los santos, las imágenes y estatuas del culto litúrgico, etc. Todas ellas tuvieron ya en Utopia su defensa esencial y humanista. En la imaginación de Moro los utopienses no sólo están  convencidos  de que hay algo inmortal en el ser humano, sino que piensan que tras la muerte su presencia aunque invisible  e insensible  es  aún  más intensa  que en vida. Su perspectiva mejora, creen que los muertos tienden a crecer en  toda cualidad buena. «A su parecer, este  tipo  de  bienes  -u  otros cualquiera-, si se trata de gente buena, más que a disminuir tiende  a  aumentar después de la muerte» [61]. Hablar sobre ellos, sobre sus obras y especialmente sobre su muerte es un estímulo a la buena conducta y a la manera  mejor  de  hacerles  homenaje [62]. Piensan  que  no  sería  lógico  el  que los muertos no tuvieran libertad de moverse a su gusto tras la muerte y que sería injusto por su parte el que, desagradecidos, rechazaran de manera absoluta todo deseo de volver a visitar a quienes  estuvieron  unidos  en  vida  por lazos de amistad y de caridad. Como  todas  las cosas  buenas,  piensan que la libertad es algo que lejos de disminuir  aumenta ,con  la  muerte  en todo hombre bueno [63]. Aunque, como ya he dicho,  Moro estaba  muy  lejos de pensar en Lutero, es difícil leer estas páginas sin pensar en el contraste que ofrecen de cara a una reforma de la Cristiandad. Moro  desea  la  reforma. Lutero, que mientras se escribe Utopía es religioso agustino,  llegará a  ver en el fenómeno monástico y otras instituciones una perversión de la religiosidad humana. Su reforma ha estallado de tal forma que se ha convertido en innovación.

IV

En la Cristiandad europea de las primeras décadas del siglo XVI, la necesidad de una reforma era imperiosa y había sido arrastrada durante  siglos. La tarea no era fácil, y Moro advierte  sobre  los extraordinarios  peligros como señala en otro texto ya famoso de Utopía: «Claro que si tuviésemos  que  callarnos  -como  si  se  tratara  de  algo  insólito  y  absurdo-  todo lo que las costumbres depravadas de los hombres han dado en considerar chocante, los cristianos tendríamos que  silenciar  casi  todas las  enseñanzas de Cristo» [64]. Moro  no  verá  en  Lutero  un  reformador  sino  un innovador, y aquí el mismo Lutero le  daría la  razón.  Se  podrá  hacer  la  objeción  de que el problema que trajeron los reformadores protestantes se refería precisamente a realidades fundamentales y no a accidentes o a malas costumbres eclesiásticas. Es decir, la polémica  se iba  a  referir  a  la  misma  naturaleza  de la Iglesia que Cristo instituyó. Utopía, desde luego, no es un tratado eclesiológico, pero aun esa pregunta es formulada en ella por Moro de una manera no menos radical. Si no se pregunta en esa obra qué es la Iglesia,  Moro lo hace de otra manera, pues  no  hay  duda  de  que  se  pregunta  ¿qué es ser cristiano? Y parece decir: Estos utopienses  no son cristianos  ni saben de Cristo o la Iglesia  y  sin  embargo...  Como  lo  puso  un  gran  conocedor de Moro: «Con sólo la razón para guiarles, los utopienses hacen esto; y sin embargo, nosotros, ingleses cristianos, nosotros europeos cristianos... » [65]. Erasmo de Rotterdam se hacía la misma pregunta y muy pronto se la haría también Martín Lutero, como se hace hoy en las iglesias cristianas y en el movimiento ecuménico. Cuando se la hace Moro en 1516 o antes, mientras diseña en su mente la idea del libro, no hay todavía escisión en la cristiandad [66].

La  respuesta  de Moro  es clara.  El cristiano  no deja de ser  hombre  ni abandona sus facultades por  ser  cristiano.  La  Utopia  es  un  documento de reforma que abraza como principio  básico  y como  objeto de la  reforma un humanismo cristiano. Esa es la solución que  desea  y  defiende  Moro. Nada que pertenezca por derecho  a  la condición  humana  debe  divorciarse de la gracia de Cristo ni permanecer opuesto a ella: ni la inteligencia  humana, ni la libertad personal, ni la tradición, ni el progreso. La  gracia  que hace a la persona cristiana respeta su  naturaleza,  cura sus heridas  y  defectos para elevar luego toda ella a una nueva y sublime dignidad. Esta  había  sido la doctrina antes de la innovación protestante y seguiría siéndolo después: En su dimensión teológica el mensaje de Moro en Utopia  es la alabanza que durante siglos cantaba la liturgia de su iglesia: Deus qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti . . . qui humanitatis nostrae fieri dignatus est participes. Utopia es un himno a la naturaleza y a la gracia como  venidas  ambas de Dios;  un  himno  a la armonía entre la  razón  y la fe cuando al unísono deciden, respetarse mutuamente; un canto a la libertad y a la gracia,  a la  virtud  humana  y  a  los  dones  del  Espíritu,  a la  ley civil  y a  la divina,  a lo visible, y a  lo invisible,  es decir,  a la apertura     a lo trascendental como d sello y corona de la persona humana.

V

Ita tota insula uelut una familia est [67].  «Toda  la isla viene  a ser  como  una sola familia». La lectura de Utopia en nuestro tiempo no puede de ninguna manera evitar el tema de la unidad y la tolerancia  religiosa.  La  Europa de Moro era la cristiandad de siglos en el borde de otro cisma. Joseph Lortz, considerado por muchos como el padre de la interpretación ecuménica de la reforma luterana,  ha dicho  que  el  cisma  es de la  misma  esencia  de lo que Lutero creó. La unidad absoluta, por el contrario,  es de  la  esencia de la Iglesia [68].

No muchos años después de escribir Utopia, Moro iba a ser testigo del desgarramiento de la unidad cristiana y  al  mismo  tiempo  del  peligro que las naciones cristianas corrían con la amenaza exterior del  imperio  Turco. Mucho se ha  hablado del principio  de la  tolerancia en la isla  «que  no existe en ninguna parte». Escrita antes de la conmoción religiosa  luterana, Moro no pudo  tener  presente  a  Lutero  ni sus doctrinas  innovadoras en la redacción de Utopia. Ni pudo haber escrito con espíritu polémico en contra de los reformadores  -Lutero  en  Alemania  y  de  otros  en Inglaterra- como haría años más tarde y por extenso en sus obras de controversia; Cuando, según el mismo cuenta,  robaba  «tiempo  del sueño  y de  la comida», Moro  estaba  libre de la  presión  de  acontecimientos  religiosos y políticos que iban a trastocar el orden  entero  de  Europa [69]. Si las ideas  que se han expuesto en ese artículo eran de verdad centrales para la  reflexión de Moro sobre el orden de su propia vida personal y el orden de la sociedad, no es dificil hacerse una idea del carácter terrible y trágico de la innovación luterana en Alemania y las ramificaciones que inmediatamente tendría  en  su  propio  país.  Estas  le  llevarían   a   su   propio   martirio   en   julio de  1535.  En  lugar  de  la   paciente   reforma   hecha   con   extraordinario   tacto para  no  desechar  con  el  abuso  el  uso  correcto  de   cosas  e  instituciones,   Moro encontrará un ataque frontal y violento, casi sin tregua ni cuartel, a las  instituciones en cuanto tales. El cisma de la cristiandad occidental es  pronto  completo  y  rígido;  quedará   petrificado  sin  diálogo  durante  siglos.  Aunque yo nunca  he  observado  un  Morus  furiosus  como  ha  querido  alguno  que  otro de  sus  lectores,  qué  duda  cabe  que  entre  1522   y   1534  el   sueño   magnífico del Tomás Moro humanista cristiano es  interrumpido  ante  la  necesidad  de combatir una pelea que  Moro  jamás  deseó.  Cuando  leemos  hoy  sus  voluminosas  obras  de  controversia  teológica,  vemos  a  su  autor   prisionero   de   un estilo y forzado por las circunstancias. Hemos de esperar  hasta  que  la  controversia  religioso-política  le  atrapa  a  él  mismo  y  entra  prisionero  en   la  Torre  de  Londres.  En  sus  obras  de  prisión  -en   su   correspondencia,   en   el Diálogo de la Fortaleza contra la Tribulación, y en La Agonía de Cristo- [70] el humanismo  cristiano  del  autor  de  Utopia  es  de  nuevo  liberado  y  esculpido, esta vez con su pluma para  todos  los  tiempos  y  con  su  sangre  para  la  eternidad.

Con abandono total en una misteriosa providencia divina sobre los acontecimientos terrenos Moro  tuvo  que  recordar  las  palabras  que  había puesto en boca de Hythlodeo describiendo los principios religioso-políticos de la Sociedad utopiana. Habría que  citar  aquí  para  hacer  justicia  a  su autor la sección entera  en  Utopia  dedicada  a  la  religión  de  los  utopienses. Su  unidad  está fundada  sobre  su  monoteísmo:  un  solo  Dios «al  cual  se debe la creación y el gobierno del universo».  Sus aspiraciones  sublimes en la conducta y en su tendencia a la vida más contemplativa aún en su trabajo en el mundo, llevá a los  utopienses  poco  a  poco  a  un   entendimiento  católico de la creencia religiosa: «todos se an apartando poco a poco de aquella diversa de creencias supersticiosas, para venir a coincidir en una única religión, que racionalmente se  muestra  superior  a las otras» [71].

Entre sus mas antiguas instituciones cuentan, ciertamente, con una por la que se establece que nadie ha de sufrir molestias a causa de la religión que profese.. Ya desde un  comienzo  se enteró  Utopo de que  antes de  su llegada los habitantes peleaban continuamente unos con otros por cuestiones religiosas; (... ) lo primero que ordenó fue que cada cual podría practicar la religión que quisiera y hacer prosélitos, a condición de exponer sus razones con serenidad y moderación, sin acritud demoledora hacia las otras creencias. Si no lograba convencer, no debía recurrir a la violencia ni exacerbar los insultos; quien demostrara un descarado fanatismo  en esta  cuestión sería castigado con  el  destierro  o  la  esclavitud» [72].  Y  se  menciona  a un converso que lejos de seguir los principios utopienses (junto con el precepto de la caridad cristiana) degenera en  fanático y es condenado  al exilio. Lo más sorprendente es que esta medida prudencial y de respeto a las conciencias de los ciudadanos de la isla no es únicamente por razón  de  mantener la paz y la concordia, sino «por estimar  que ello  redundaría  en  beneficio de la propia religión». Para Moro humanista,  despertando  por  fin  en  1516 con la redacción de Utopia a lo que el mundo  podría  ser si se siguieran tales principios de convivencia,  es la confianza  en la verdad  única,  que es la verdad de Dios y la verdad de las cosas, la que apoya incondicionalmente este principio: «en el supuesto de que únicamente existiese una  religión verdadera y el resto fuesen falsas,  previó [Utopo] que la fuerza  misma  de la verdad fácilmente terminaría despuntando e imponiéndose por  sí, siempre que se actuase con sentido común y discreción».

En las oraciones comunitarias los utopienses reconocen y ensalzan a Dios como creador, le agradecen el que les haya tocado  vivir  en  «la  más  feliz de las repúblicas», y practicar la religión que es «la más verdadera de todas». Pero, «caso de que se equivocasen o existiera alguna otra forma superior a ésa  y más  aceptable  a Dios,  suplícanle  que  por  su  bondad  se lo  dé a conocer, pues están dispuestos a seguir por el camino que El quiera conducirles. Si, por el contrario, la forma de su Estado es la mejor  y  su religión la más ortodoxa, en ese caso piden a Dios les conceda la perseverancia y atraiga a todo el resto de los mortales a esa misma  condición  de  vida, y a esa misma creencia en la divinidad, a menos que Su inescrutable querer muestre complacerse en la diversidad de cultos» [73].

Pocos años después, en 1523, Moro terminaba su primera obra de controversia, la Responsio ad Lutherum, pidiendo que pronto toda la disputa pasara al olvido y de esta  manera  «la  serena luz de la fe  pueda  brillar  en  las almas, y regrese la piedad sincera y la auténtica armonía cristiana» [74]. Desgraciadamente el curso de la historia iba a seguir por derroteros muy distintos a pesar de que no faltaron los intentos de concordia.

Muchos años después, confiaba un día Moro a William Roper su más íntimo deseo y esperanza:  con  gozo  dejaría  que le  metieran  en  un  saco  y le arrojaran al río Tames si se cumplieran tres cosas en la Cristiandad. La primera era la «paz universal» y la segunda que ahí donde la iglesia de Cristo estaba siendo duramente afligida con muchos errores y herejías, pudiera alcanzar la paz «en una perfecta uniformidad de religión» [75]. En los últimos meses de vida, prisionero en la Torre de Londres, su deseo por la unidad perdida no hizo nada más que crecer y aceptando los acontecimientos se disponía de manera que hace eco de la tolerancia  utopiana.  En  su  Diálogo  de  la Fortaleza contra la Tribulación pone estas palabras en el personaje del anciano  Antonio  tras  recibir  noticias  que  le  han  causado  sosiego  en  su mente.

La primera es que en recientes discusiones entre ambas partes se ha visto buena probabilidad de llegar a algún acuerdo para crecer  en  una  misma fe. La segunda es que, hasta que eso llegue  a  ser  realidad,  ambas  partes, que antes no hacían sino luchar entre sí,  han  prohibido  efectivamente todo tipo de polémicas y disputas que falten  a la caridad.  La tercera  es que  en Alemania  profesan  el  nombre  de Cristo  a  pesar  de sus diversas   opiniones, y todos se ponen  ahora  de acuerdo  en  un frente común  para defender  la Cristiandad contra nuestro común enemigo, el Turco.  Y confío  en  Dios  que esto no sólo  nos ayudará a ser más fuertes en esta guerra,  sino también  a que, ya que Dios ha hecho posible que estemos todos de acuerdo en la defensa de su nombre, la misma gracia suya nos llevará a estar todos de acuerdo en la verdad de su fe [76].

VI

La composición de Utopia fue para Moro  en  primer  lugar,  un  ejercicio personal por el  que  esperaba  dilucidar  las  grandes  cuestiones  y  problemas  de  su  propia  vida,  y  después  (como  si  ya  hubiera  decidido  su   lugar   en la  vida  pública  de  su  país  y  en  su  Iglesia)  un  experimento  mental  sobre el plan, propósito y posibilidades de una reforma a nivel europeo,  en  la  sociedad civil y en la eclesial. Pero Moro está en las antípodas del  soñador visionario. Con  razón  se  ha  señalado  que  no  hay  anti-utopía  más  enérgica que la Utopia moreana. Porque, al final de  cuentas,  todo  el  libro  es  un  desafío al lector mismo como individuo. El ser humano corre el  riesgo  de  dormirse   y  soñar   para  despertar   en   una   nueva   y  terrible   pesadilla.   O puede -aunque le parezca  un  sueño-  reafirmar  su  dignidad  y  trascendencia  como persona, como ser capaz de Dios, en cuya apertura y sólo en ella puede encontrar su identidad  primero y con ella la realización  de sus aspiraciones.  Si no se entiende esto se ha entendido muy poco sobre Utopia y sobre  su autor.  Y  la  lección  de  Tomás  Moro  merece  ser  escuchada  si  uno escucha -como  lo  hizo-  los  silencios  y  los  ruidos  de  la  historia.  Como  explicaba San Agustín en uno de sus sermones (Sermo 311, 6), los tiempos  no  son  ni buenos ni malos: son más bien los hombres y las  mujeres  los  que  piensan,  hablan  y  actúan  arraigándose  más  y   más  en  fondos   de  bondad   o  malicia. O los tiempos se tiñen muy poco del color de los humanos  o  los  hombres  mismos son los tiempos. Por eso  he  citado  al  iniciar  este  ensayo  la  afirma­ ción de Eric Voegelin:  «nadie  está  obligado  a  participar  en  la  crisis  espiritual de una sociedad; al contrario,  todos  estamos  obligados  a  evitar  esta  locura  y  vivir  nuestras  vidas  de  forma  ordenada».  Con  Utopia  Moro  estableció  con  firmeza  el  designio  de  su  vida,  decidió  arriesgarse   y  entrar  en el mundo turbio y peligroso de la política al servicio de un rey que se  convertiría al final en  su  verdugo.  Tal  vez  al  terminar  su  vida  en  una  celda de  la  prisión  londinense  recordaría  Santo  Tomás  Moro  otras  palabras   de   San Agustín, el primer filósofo de la historia: Necesse est ut aspera  sint tempora.

Álvaro  de   Silva,en  dadun.unav.edu/

Notas:

1.  It  [our effort]  should  show  that  the spiritual disorder  of  our  time,  civilizational  crisis of which everyone so radily speaks, <loes not by any means have to be borne as an inevitable fate; that, on the contrary, everyone possesses the means  of  overcoming  it  in  his own  life. And our effort should not only indicate  the means,  but also show  how  to employ  them.  No one is obliged to take part in the spiritual crisis of a society; on the contrary,  everyone  is  obliged to avoid this folly and live his life in arder (Eric VOEGELIM, Science, Politics and Gnosticism, Chicago 1968, pp. 22-3; ed. original de 1959).

2.  La bibliografía sobre la Utopia de MORO es  considerable,  el lector  interesado  hará bien  en consultar  guías  bibliográficas especiales  sobre la figura  y obra literaria  de Moro, em­

pezando  por  St.  Thomas More:  A Preliminary  Bibliography,  editada  por R.  W. GIBSON  y J.

Max PATRICK,  New  Have,  Conn.  1961,  y  la  edición  crítica  de  la  universidad  de  Yale  en  The Complete Works of St. Thomas  More.  La Utopia  es el vol.  4,  editado  por  Edward  SURTZ y J. H.   KEXTER,   New  Haven  and  London  1965,  cuarta  impresión  de  1979.  Los  volúmenes de esta edición crítica  serán  referidos  con  las  siglas  CW  seguidas  del  número  correspondiente en la colección y la página. Los  dos  libros  de  E.  SURTZ,  The  Praise  of  Wisdom,  Chicago 1957, y The Praise of Pleasure, Cambridge, Massachusetts 1957. Véase también la edición  de André Prevost, L'Utopie de Thomas More. Paris 1978.

3. Cfr. Alistair Fax, Thomas More: History and Providence, Yale University  Press,  New Haven - London  1982.  El  primer  capítulo  es  un  fascinante  estudio  de  los  conflictos  de  Moro en su desarrollo como hombre y como cristiano.

4. Fox ha visto con gran acierto en Utopia una «síntesis moreana»  (cap.  2) en  la  que Moro resolvió los grandes conflictos sobre el sentido y manera de su existencia.

5. Richard MARIUS en The Confutation of Tyndale's Answer, ed. by Louis A. SCHUSTER, Richard MARIUS,. James P. LUSARDI, and Richard J. SCHOECK,  The  Complete  Works  of Saint Thomas More, CW 8, Part III, p. 1272.

6.  Véase la obra de André PREV0ST, Tomás Moro y la crisis del pensamiento europeo, Madrid 1972. Sobre la Utopia véase pp. 83-117.

7.  Fechada el 23 de julio de 1519, fue publicada en octubre  del mismo  año (Farrago  Nova Epistolarum). Erasmo la retocó posteriormente. Véase P. S. ALLEN Opus Epistolarum De­ siderii Erasmi, Oxford 1906, vol. IV, n. 999.  En el mismo documento,  describe  a  Moro  como el defensor o «protector de todos los necesitados».

8.  «Interea quemadmodum haud possum omnibus assentiri quae dicta sunt, alioqui ab homine citra controuersiam eruditissimo simul & rerum humanarum peritissimo, ita facile confiteor permuta esse in Vtopiensium republica, quae in nostris ciuitatibus optarim uerius, quam sperarim» (CW 4, 244-246). Utilizo en este artículo la reciente versión de Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, Utopía, Colección Tomás Moro, Rialp, Madrid 1989. Se citará  a partir de ahora como Utopía seguida del número de página.

9.  Arthur F. KINNEY, Rhetoric and Poetic in Thomas More's Utopia, Malibu 1979. Este ensayo muestra cómo Utopía se  apoya  mucho  más  que  otras  obras  literarias  en  las  implicaciones del escritor y en las inferencias del lector.

10.   Aquí habría que tratar de un tema central en el diálogo, el «recto uso de los bienes materiales de la  tierra»,  como  una  consecuencia  de  una  determinada  idea  sobre  el  hombre y el propósito de su existencia.

11.   Sobre  este  tema  el  artículo  de  P.  Albert  DUHAMEL,  «Medievalism  of   More's   Utopia», Studies in Philology, 52 (1955), 99-126; reimpreso en Essential Articles for the Study of Thomas  More,  ed.  por  Richard  S.  SYLVESTER  y  Germain  MARC'HADOUR,  Hamdem  Connecticut 1977.

12.   Cfr. Fernand VAN STEENBERGHEN, Aristotle in the West. The Origins of Latin Aristotelianism, New York 1970 (original impreso en Lovaina en 1954). p. 184.

13.   Reason and Revelation in -the Middle Ages, New York - London 1948, p. 74.

14.   Ibid., p. 87.

15.   Citado  por  casi  todo  biógrafo  de  Lutero.  Cfr.  Luther  Werke  (Weimar).,  vol.  IV, p. 600.

16.   Citado por Gilson, Reason and Revelation ... , pp. 93-94.

17.   Heiko A. ÜBERMANN,  Luther,  New  Haven  1989 (ed.  original alemana  de 1982),  p. 155.

18.   Cfr. Warren W. WOODEN, «Anti-Scholastic Satire in Sir Thomas More's Utopia», The Sixteenth Century Journal, VII, 2 (1977) 29-45.

19.   CW 4, 42/8; Utopía, 58.

20.   Cfr.  cuatro  espléndidos  artículos  de  Joseph  RATZINGER  sobre  la  verdad  de  la  crea­ ción y las consecuencias para el creyente moderno: lm Anfang schuf Gott, Munich 1986.

21.   Rationem porro, mortales primum omnium in amorem, ac uenerationem diuinae maiestatis incendere, cui debemus, & quod sumus, & quod compotes  esse felicitatis  possu­ mus (CW 4, 162/22-25; Utopía, 145).

22.   Gratum de deo cultum putant naturae contemplationem, laudentque ab ea (CW 4, 244/19-20; Utopía, 190).

23.   Cuius ope philosophiae dum naturae secreta scrutantur, uidentur sibi non solum admirabilem inde uoluptatem percipere: sed apud auctorem quoque eius, atque opificem  sum­ mam inire gratiam: quem caeterorum more artificum arbitrn.ntur: mundi huius uisendam machinam homini (quem solum tantae rei capacem fecit) exposuisse spectandam: eoque chariorem habere: curiosum ac sollicitum inspectorem,  operisque  sui  admiratorem:  quam  eum qui uelut animal expers mentis: tantum ac tam mirabile spectaculum, stupidus immotusque neglexerit (CW 4, 182/12-21; Utopía, 158-159).

24.   Nemque uirtutem definiunt, secundum naturam uiuere  ad  idsiquidem  a  deo  institutos esse nos. Eum uero naturae ductum sequi quisquis in appetendis fugiendisque rebus ob­ temperat rationi (CW 4, 162/17-22).

25.   Neque enim de felicítate desceptant unquam, quin principia quaedam ex religione deprompta, tum philosophia quae rationibus  utitur coniungant,  sine quibus  ad  uerae felicitatis inuestigationem mancam, atque inbecillam per se rationem putant. Ea principia sunt huiusmodi. Animam esse immortalem,  ac  dei  beneficentia  ad  felicitatem  natam,  uirtutibus  ac bene factis nostris praemia post han uitam, flagitijs destinata supplicia. Haec tametsi religionis sint, ratione tamen censent ad ea credenda, & concedenda perduci (CW 4, 160/26 a  162/5; Utopía, 144-145).

26.   In his deum & creationis, & gubernationis,  &  caeterorum  praeterea  bonorum  omnium gratias agit. Nominatim uero quod deo propitio in eam rempublicam inciderit quae sit felicissima, eam religionem sortitus sit, quam speret esse uerissimam. Qua in re,  si quid  erret, aut si quid sit alterutra melius, & quod deus magis approbet,  orare  se  eius  bonitas efficiat, hoc ut ipse cognoscat (CW 4, 236/12-18; Utopía 199).

27.   Entre muchos otros lugares véase De veritate, q. 27, a. 6; In IV lib. Sententiarum, IV, q. 1, a. 3.

28.   Por el contrario en el pensamiento  de  Lutero,  en donde la degradación  o corrupción del orden natural, de la misma dotación natural del ser humano, permanece  como caracterís­  tica fundamental.

29.   Que la razón no tiene animadversión alguna hacia  la fe  es  repetido  constantemente  por Moro en sus escritos contra los autores protestantes. En la Responsio ad Lutherum escribe: Nec dubito, quin facile sentias, eum non magis pugnare cum pontificum decretis,  quam  cum ipsi sentias, Scripturis: nec magis pugnare cum Scripturis quam pugnat cum sensu communi (CW 5, 170/8-10). En el Dialogue Conceming Heresies, Moro insiste en que la razón es necesaria para entender la misma  Escritura  y  para  saber  lo que creemos.  Se  ve obligado  a  defender los estudios de las humanidades, las artes liberales, la «lyberall scyence» siguiendo aquí una vieja tradición cristiana: «And yet I  thynke  other  lyberall  scyence  a  gyft  of God  also  and not to be cast away but worhty to wayte and as hande maydes to gyve attendance  vpon dyuynyte. And in this poynt I thynke notthus alone» (CW 6, 126/16-19;  veanse también  los  cap. 22 a 24 del Primer Libro de la misma obra). En la Torre de Londres  esperando  su ejecución, Moro ofrece este comentario sobre el nombre de Maleo,  el siervo  que  perdió la oreja la noche del prendimiento  de Cristo en  el  huerto:  «whose  name  is the  Hebrew  word  far 'king', can ar,propriately be taken as  a  figure  of  reason.  Far  in  man  réason  ought  to reign like a king, and it does truly reign when it makes itself loyally subject to faith, in obsequium fidei se captiuans, and serves God. For to serve Him is to reign» (CW 14, 509/1-4;  edición española titulada La agonía de Cristo, Madrid 1979).

30.   Véase la conocida obra de Yves CONGAR Tradition and Traditions: An Historical and Theological Essay. En su obra Development of Christian Doctrine: Sorne Historical Prolegomena (New Haven-London    1969),   Osear   Pelikan   acepta   que   para   el   pensamiento   ortodoxo protestante «no ha habido desarrollo doctrinal» («there has therefore been no doctrinal development»,  p. 23), y que lo que se ha añadido en la iglesia  romana  «no ha sido preservativo  sino destructor  de la verdad doctrinal, en base a la misma definición de doctrina  cristiana»  («additions  were not preservative but destructive of doctrinal truth, by the very definition  of Christian  doctri­ ne», p. 23).

31.   «The great  characteristic  of  revelation  is  addition,  substitution.  Things  look  the  same  as before, though now an invisible power  has  taken  hold  upon  them.  This  power  does  not uncloth the creature, but clothes it» Qohn Henry Newman, On the Development of Christian Doctrine).

32.   Cw 4, 27/36-29/5.

33.   R. W. CAMBERS, Thomas More, Londres 1935, p. 128.

34.   «Un humanisme saín était  la  condition  d'une  saín  théologie».  La  aseveración  es  en cierto modo el resumen  del  capítulo dedicado  a la  Utopía  en  su  obra  Thomas  More et  la  crise de la pensée européene, Tours 1969; la cita en la p. 106.

35.   Antes de  1523  sería  el  período  rosa  y  propiamente  humanista  de  Moro:  «...  the  tone of these early works  was  far  different  from  the  attitude  of  his  polemical  efforts.  To  maintain the distinction between this early period and  the  period  wich  followed  enables  the  scholarto­  trace  the  development  of  a  'liberal'  pre-Reformation   humanist   into   a   Catholic   polemicist who helped dig the grave for  many  of  the  attitudes  which  had  been  allowed  to  flourish  whithin the Catholic Church in the Renaissance (Thomas More  and  the  Heretics,  Yale  University, 1962, tesis doctoral sin  publicar,  pp.  15-16).  Años  más  tarde,  en  su  biografía  de  Moro,  Marius rechazó esta degollación del personaje como del  todo  inexacta  (Thomas  More,  New  York 198). La obra más reciente sobre «el caso de Tomás  Moro»  es  Thomas More:  In Search  of  the Inner Man, escrita  por  Louis  MARTZ  (Yale  University  Press,  New  Haven-London  1990).  Este libro  es  también  una  respuesta  a  la  voluminosa  y  en  algunos  respectos  caprichosa  biografía de Marius.

36.   Alistair Fox, Thomas More: History and Providence, p. 74.

37.   Nam primum siue mei studio siue ipsius operis illectus, non laboris videtur fuisse pertesus quominus totum perlegeret neque  in  quidem  perfunctorie  ac  praecipitanter quomodo sacerdotes horarias preces solent. videlicet hij qui solent, sed ita sensim  as sedulo  vt interim singula sollerter expenderit (Thomas Morus Petra Aegidio suo, CW 4, 248/10-41 ).

38.   La  paciencia  es  una  de  las  cuatro  condiciones  de  la  «verdadera  reforma»  dentro  de   la Iglesia según el famoso estudio de Y. M. J. CONGAR, Vraie et jausse réforme dans l'Eglise (París 1968). Escribía Congar: «Ce qui,  dans  un  mouvement  réformiste,  risque de tout  gater et de faire évoluer dans le sens sectaire l' ambivalence de l'inspiration premiere, c' est l'impatience» (p. 277).

39.   Sed miram se  narrabat  inisse  gratiam,  tradito  magnetis  usu,  cuius  antea  penitus erant ignari, ideoque timide pelago consueuisse sese, neque alias temere, quam  aestate  credere (CW 4, 52/18-20; Utopia, 66).

40.   Nunc uero eius fiducia lapidis contemnunt hyemem, securis magis, quam tuti, ut periculum sit, ne quae res magno eis bono futura putabatur,  eadem  per  imprudentiam  magnorum causa malorum fiat (CW 4, 52/20-24; Utopia, 67).

41.   ... imperitissimus medicus est, qui morbum nescit nisi morbo curare... (CW 4, 06/1; Utopia, 98).

42.   At neque insuetus & insolens sermo inculcandus, quem scias apud diuersa persuasos pondus non habiturum, sed obliquo dueto conandum est, atque adnitendum tibi, uti  pro tua  uirili omnia tractes commode (CW 4, 98/28-31; Utopia, 101).

43.   Praefatus tamen aliud nobis tempus, ijsdem de rebus  altius cogitandi,  atque  uberius cum eo conferendi fore, quod utinam aliquando contingeret 244/28-30.

44.   Isaiah BERLIN. The Crooked Timber of Humanity. Chapters in the History of Ideas. Ed. Henry Hardy London 1990.

45.   & quod in bonum nequis euertere,  efficias saltem, ut sit quam  minime  malum.  Nam  ut omnia bene sint, fieri non potest,  nisi  omnes  boni  sint,  ad  aliquot  abhinc  annos  adhuc non expecto (CW 4, 100/1-3; Utopia, 101).

46.   Tum Cardinalis non est, inquit  procliue  diuinare,  commodene  an  secus  res  cessura sit, nullo prorsus facto periculo. Verum si  pronuntiata  mortem  sententia,  differri  executionem iubeat princeps, atque  hunc experiatur  morem,  cohibitis asylorum  priuilegijs.  Tum  uero si res comprobetur euentu esse utilis, rectum fuerit eam stabiliri (CW 4,  80/7-11;  Utapia, 86-87).

47.   Ne ullum interea nasci ex ea re potest periculum (CW 4, 80/14-15; Utopia, 87).

48.   El tema de la composición y cronología del libro han sido estudiados por J. H. HEXTER en su More's Utopía: The Biography of an Idea, Princeton 1952.

49.   El tema ha sido estudiado por R. S. JOHNSON  en  More's  Utopia.  Ideal  and  Illusion, New Haven-London 1969. «The radical character of an ideal program as reflected  in  Rap­ hael's demand that current i stitutions be utterly  abolished,  signals  the first  danger  of  Uto­ pia, for defining a goal that may legitimately claim everyone' s allegiance is the task of gene­ rations reflecting upon  their  history,  their  traditions,  their  limitations  as human  beings,  not a project to be trusted to men guided only by a vision» (p. 94).

50.   Qui deo tan singulari modo velut anathema dedicatus est (CW 4, 228/22-23; Utopia, 194); id est interpretum dei sit obsecuturus (CW 4, 186/15).

51.   Nam unus reliquis praeficitur (CW 4, 226/25).

52.   Hij rebus diuinis praesunt, religiones curant, ac morum ueluti censores sunt (CW 4, 226/27-28).

53.   Cw 4, 186/16.

54.   ...sacerdotes habent eximia sanctitate, eoque ad modum paucos (CW  4,  226/19-20). 

55.   Cfr. CW 4, 228/27.

56.   Neque enim fas putant illum,  quantumuis  scelestum,  mortali  manu  contingere  (CW 4, 228/21-23).

57.   Bonisque in caeteris officijs statuunt, futuram post fata felicitatem promereri CW 4, 224/23-24.

58.   Cfr. CW 4, 225/36-227/3.

59.   Ipsi perpetuo in opere ac labore uersantur, nec  imputant  tamen,  nec  aliorum  sugillant uitam, nec suam efferunt (CW 4, 224/33-24).

60.   Quanquam hoc quoque fuisse non paulum momenti crediderim, quód CHRISTO communem suorum uictum audierant placuisse, & apud germanissimos Christianorum conuentus ádhuc in usu esse (CW 4, 218/4-8; Utopia, 185).

61.   Quam bonis uiris, ut caetera bona, auctam post fata potius, quam imminutam coniectant (CW 4, 224/8-10; Utopia, 190).

62.   Hanc probitatis memoriam ... gratissimum defunctis cultum putant (CW 4, 224/2-3; Utopia, 189-190).

63.   Cw 4, 224/5-7.

64.   E quidem si omittenda  sunt  omnia  tanquam  insolentia  atque  absurda,  quaecunque peruersi mores hominum fecerunt, ut uideri possint aliena, dissimulemus oportet, apúd Christianos, pleraque omnia quae CHRISTVS docuit (CW 4, 100/17-20; Utopia 102).

65.   R. W. CHAMBERS, Thomas More, Londres 1935, p. 128.

66.   Prevost, p. 105. Sólo una lectura superficial del libro puede  llevar  a  ver  en  él  puritanismo a ultranza. Es extraño que se haya encontrado similaridad «tanto  en  detalle  como  en espíritu» entre  la  Utopía  de  Moro  y  la  Ginebra  de  Calvino  (HEXTER,  «Utopia  and  Geneva», en The Vision of Politics on the Eve of the Reformation, Nueva York 1973,  pp.  111,  108).  La  única  manera  de  entender  esa  afirmación  se  encuentra  en  el  hecho  de  que  para   Hexter   la filosofía y la religión son temas periféricos en la obra de Moro. Cfr. More's  Utopia:  The Biography of an Idea, Princeton  1952,  reimpreso  en  1976,  Greenwood  Press,  p.  56).  La  idea de  una  revelación  natural  (central  en  Utopia)  fue  descartada  por  los  innovadores   protestantes, sobre todo Calvino (véase su Institutio Christianae religionis, I, c. 2,  n.  1, Ginebra,  1618). Sólo esto pone a Utopia en las antípodas  del  sentimiento  protestante.  Véase  A.  PRÉVOST, Thomas More et la crise de la pensée européenne, Mame 1969, p. 105.

67.   CW 4, 148/3; Utopia, 135.

68.   «The affirmation that Luther destroyed unity has a significance which extens far beyond the purely religious and ecclesiastical spheres.  This  verdict  -serious above  others  for the Christian- cannot be avoided by complaining that  the old Church  did  not  follow  Luther. For it is plain that it was  out  of  his communion,  following  his  basic  views,  that  the fatal splintering of Protestantism itself emerged, so  that  today  we find  ourselves  confronted by countless Protestant denominations, and observe within these various groups a lack of dogmatic cohesion. In so far as historical data can give  evidence  of essences,  we  may  say  that schism  is of the essence  of what  Luther created ...  Unity -absolute unit- is the essence  of the Church. A doctrinal attitude  which  gives  rise  to  a  plurality  of  Churches,  each  with an essentially different doctrine, sorne denying redemption by the Godman, automatically arouses deep suspicion, and is in danger of refuting itself» Ooseph Lortz, The Reformation in Germany, London 1968, vol. 2, p. 343).

69.   J. H. HEXTER advirtió a los lectores de Utopia sobre este punto casi obvio. «... in the years 1515-1516 there could have been nothing further from Thomas More's mind  (or in deed from Marttin Luther's)  than  any intimation  that  the  unity  of  the  Church  was  about to be irreparably rent by a confict over the fundamentals of  Christian  theology»  O.  H. HEXTER, en la Introducción a la edición crítica de Utopia, CW 4, p. XXIV).

70. En la edición española de Rialp: rt¡7Ü: La agonía de Cristo, Madrid 1979; Diálogo de la Fortaleza contra la Tribulación Madrid 1988 y; un hombre solo: Cartas desde la Torre, Madrid 1988.

71.   Quas reliquas uidetur antecellere Caterum paulatim omne ab ea superstitionu uaritate desciscunt, atque in unam illam colalescunt religionem, quae reliquas ratione uidetur antecellere  ((JW 4, 215/25-27 Utopia, 184)

72.   Utopía 186-7.

73.   Utopía 199.

74.   Illucescat animis serenum fidei lumen: redeat syncera pietas, et uere christiana con­ cordia (CW 5, 695/28-9).

75.   «... in a perfect unifarmity  of  religion»  Cf.,  ROPER'S  Lije  oj More,  New  York  1950,  pp. 29-30.

76.   «The first is, that in sorne comunications  we  had  of  late  together,  hath  appeared  good likelihood of sorne good agreement to grow together in once accord of our faith. The second, that in the meantime, till this may come to pass, contentions, dispicions, with uncharitable behavior, is prohibited and farbidden in effect upan  all  parts:  all  such  parts,  I  mean, as fell befare to  fight  to  it.  The  third  is,  taht  all  Germany,  far  all  divers  opinions, yet as they agree together in profession of Christ's name, so agree they now in defense of Christendom against our common enemy the Turk» (CW 12, 37/2-38/17).

Vicente Huerta Solá

3.        La satisfacción, núcleo del sistema soteriológico anselmiano

Acabamos de entrar en  uno  de  los  puntos  más  fundamentales de la doctrina anselmiana sobre la Redención. «Uno de los  méritos menos discutidos y menos discutibles de San Anselmo es su análisis del pecado que le permitirá concluir  en  su  célebre  aforismo: necesse est ut omne peccatum satifactio aut  poena  sequatur. Axioma capital que será la base de todas sus deducciones» 67. Importa, por tanto, entender  muy  bien  lo  que  se  quiere  decir  con estas palabras. Siendo imposible que Dios deje prescribir los  derechos de  su  honor,  y  vistas  ya  las  matizaciones  que  el  autor  hace a este concepto, es necesario que a todo siga  la  satisfacción  o  la pena, es decir, la reparación voluntaria o el castigo obligado.

Se manejan aquí nociones básicas que van a originar distintos sistemas soterilógicos. Según Riviere,  San  Anselmo  introduce  la  idea de satisfacción como  una  tercera  vía  para  la  construcción  de un nuevo sistema soteriológico, frente  a  los  anteriores  ya  existentes que eran el de el castigo y el de la expiación, «las ideas de sustitución penal y de sacrificio  expiatorio  representan  las  dos  vertientes fundamentales de la teología redentora entre los Padres» 68.  Es decir, hasta San Anselmo habría sólo -siguiendo a Riviere- dos sistemas soteriológicos, basados, respectivamente,  en  los  conceptos de castigo y de expiación. El castigo supondría la aplicación  ineludible de una pena, infligida «precisamente para la  reparación  del  orden destruido y de la transgresión voluntaria. Los otros fines, medicinales, meritorios, u otros, no estarían necesariamente excluidos, pero deben subordinarse a esa finalidad primera y capital» 69.

Ahora bien, si de  la  noción  de  castigo  nos  quedamos  sólo con el hecho de soportar un mal «descartamos la  idea de venganza para poner en su lugar, en  aquél  que inflige  la  pena,  un sentimiento de complacencia por la generosidad del que acepta voluntaria­  mente este papel doloroso, tendremos entonces  la  idea  de  expiación» 70, Así, mientras  en  el  castigo  se  pone  el  acento  en  el carácter necesario del  sufrimiento,  en  la  expiación  se  contempla más el carácter voluntario, y por tanto meritorio, de dicho sufrimiento.

Por último, podríamos ir  aún  más  lejos  y  hacer  abstracción del sufrimiento, de tal manera que «nos quedaría solamente la complacencia divina ante una acción que es realizada en compensación del desorden inherente al pecado. De esta manera llegamos al concepto estricto de satisfacción» 71. Bien entendido que  en  este último caso, el sufrimiento -que era la característica esencial  del castigo y de la expiación- no queda excluido de hecho, pero sí subordinado totalmente a la acción  moral  de  ofrecer  una  reparación voluntaria 72. De aquí la importante innovación que  va  a  suponer en el panorama soterilógico Cur  Deus  horno  abriendo  un  nuevo camino: el de la satisfacción.

Pero antes de seguir adelante, hemos de advertir un pequeño detalle. Primero, Riviere habla de sacrificio expiatorio, como vertiente soteriológica opuesta  a  la  de  sustitución  penal,  pero  luego, en su elaboración teológica, como  hemos  visto,  va a dejar  olvidado el aspecto de sacrificio para hacer hicapié en el de expiación.  Veamos cuál es el origen de este olvido.

3.1      Silencio de San Anselmo sobre el sacrifico de Cristo

La alternativa clásica entre las dos vías, penal y sacrificial, es sustituida en la obra anselmiana por un nuevo binomio: pena­satisfacción. ¿Qué pasa entonces conel sacrificio? Por  sorprendente que parezca, San Anselmo prescinde de toda referencia  a la actividad sacrifica! y sacerdotal de Jesucristo 73, conviertiendo la satisfacción en una categoría autónoma de  la  del  sacrificio,  esto  es,  que  por sí  sola  sea  capaz  de  brindar  una  explicación  de  la  Redención 74.

La cuestión  aquí  se  complica,  quizá,  por  la  interpretación que hace Riviere, situando a un mismo nivel los planteamientos de sustitución penal -teoría hoy totalmente superada- y de sacrificio expiatorio -categoría fundamental de la revelación que sobre el misterio de la  Redención  nos  hace  la  Sagrada  Escritura-  como  si se tratara de cuestiones equiparables. Esto nos  pone  de  manifiesto uno de los aspectos más discutibles, y más debatidos, de la elaboración teológica -de incuestionable valor, por otro lado, si la  tomamos en su conjunto- que hace el Dr. Riviere.

Veamos lo que dice a este respecto el redentorista español Basilio de San Pablo. «El fallo fundamental de Riviere -tan benemérito en la investigación, el estudio y la defensa del misterio redentor- se cifra en desechar la noción de sacrificio como básica  en la explicación de ese misterio, para proponer, sobre el fundamento de la satisfacción anselmiana, su teoría de la reparación moral. ¿Dónde se nos habla en las fuentes de la revelación de una reparación obtenida por actividades puramente morales?  Por  lo demás, el misterio redentor no es una idea abstracta, sino una no­ ción encarnada en la historia. Toda la Epístola  a los Hebreos  mira a comprobar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de Aarón,  y  de  su  sacrificio  sangriento  sobre  los  sacrificios levíticos» 75  y,   un  poco  más  adelante,   añade:  «convenios   con Riviere en que la Soteriología de los Padres es muy rudimentaria y desla­ bazada, pero negamos en  absoluto  que se vislumbre  en  ella  ninguna perspectiva, trayectoria, teoría o sistema que no arranque y se desarrolle dentro del esquema del sacrificio. Mucho menos cabe en ellos un esquema de expiación penal en contraposición al de sacrificio» 76.

Nos inclinamos a pensar, con Basilio de San Pablo, que Riviere -apasionado quizá en la elaboración y defensa de su propio sistema- ha interpretado incorrectamente el silencio de San Anselmo acerca del sacrificio y sacerdocio de Cristo. «No es que el Santo Doctor insinúe -como lo hará  el  doctor  Riviere  en  el  siglo XX-  que la noción de sacrificio es menos apta para servir de base a una estructuración científica de la Soteriología. La pasa únicamente por alto, para tomar otro  rumbo  y  brindar  otra  estructura» 77. No deja de sorprender, desde luego, esta deficiencia en los planteamientos de Riviere. Nos parece mucho más lógico seguir a Santo Tomás en este punto e incorporar la noción de satisfacción a la de  sacrificio,  afirmando que Cristo satisface  como Sacerdote en virtud de su Sacrificio, realzando así  el sacerdocio  de Cristo como realidd suprema hacia la que orienta toda su vida terrena.

Inexplicablemente Riviere rechaza este camino: en la voz Rédemption del DTC prescinde completamente de estudiar el sacerdocio y sacrificio de Jesucristo y en alguna revista llega incluso a afirmar que la muerte de Cristo  es  sacrificio  en  sentio  «metafórico» 78. No pretendemos aquí hacer una descalificación global de la doctina de Riviere, a quien reconocemos una máxima autoridad  en  esta materia, pero disentimos en este punto, aun suponiendo que Riviere nunca pretendió negar la realidad del sacrificio de Cristo, sino señalar quizá su carácter analógico con respecto  a  los  sacrificios del Antiguo Testamento.

3.2      «Satisfactio» y «satispassio»

En cualquier caso, parece que San Anselmo intenta  contraponer la satisfacción a la pena, idea, esta última, sobre la que se fundamenta una teoría (redención por expiación pena0 que, sin ser heterodoxa,  terminará  siendo  totalmente   superada.   Dicho brevemente, la doctrina de la expiación penal consistiría en lo siguiente: Cristo nos ha  redimido  en  virtud  de  los  sufrimientos  que Él ha padecido en nuestro lugar y que son, precisamente por su  carácter de sufrimiento, una compensación total y adecuada de  la deuda contraída por nosotros, por nuestro pecado 79. El mayor inconveniente de este sistema se nos presenta en la  misma  base sobre la que se asienta: «aparecen en ella los tormentos de Jesucristo como el blanco primero y directo, si no el fin supremo, del  plan divino; mientras que aún incorporados estos tormentos  a la economía redentora, no dejan de ser un mal, del que solo  se  puede  admitir el que Dios lo haya permitio» 80.

Obsérvese que este sistema de la «expiación penal» pivota sobre dos ideas que se reclaman mutuamente: la de sustitución penal (Cristo padece en nuestro lugar) y la satispassio (redención por el castigo sufrido). A esto  opondrá  San  Anselmo  un  sistema  basado en la satisfactio, donde predomina el aspecto moral  (voluntario)  de  la reparación sobre el penal. Esta es su gran aportación  precisamente: entender la Redención más como satisfactio que como satispassio, liberando a la Soteriología de una pesada carga. Se ha dicho hasta la saciedad que la soteriología anselmiana adolece de un pesado y árido juridicismo, sin valorar quizá  suficientemente el  avence que supone con respecto a la Soteriología anterior, pues, al hacer predominar la acción moral sobre el castigo, revaloriza el Amor como causa de nuestra  Redención.  Podemos  afirmar,  por  tanto,  que el verdadero juridicismo estaría en la doctrina de la expiación penal,  que  precisamente  San  Anselmo  combatirá  con  la  doctrina de la satisfacción 81.

Los antecedentes de este planteamiento anselmiano los en­ contramos, una vez más, en  la  doctrina  de San  AgustÍn,  quien,  en su tratado In loannis evangelium, pone en boca de Cristo  las  siguientes palabras: «No pago por  necesidad  de  mi  pecado la  muer­ te, pero en morir cumplo la voluntad de mi Padre, y en esto hago más   que   padezco,   porque,   si   no   quisiera,   tampoco   padecería» 82. Parece que aquí, San Agustín ha intuido el fondo  del  problema: plusque ibi facto quam patior («y en esto hago más que padezco»):

¿no está aquí en germen el planteamiento anselmiano?  Efectivamente, al hacer predominar el facio sobre el patior, «el obispo de Hipona ha rozado  el  término  anselmiano  de satisfacción  en  el cual se iba a amoldar  definitivamente  el  dogma  de  la  Redención» 83. Pero nótese bien que hablamos siempre de «predominio» de la satisfacción sobre la pena; no se trata de rechazar absolutamente el elemento penal, sino de colocarlo en  su  sitio. «No cabe duda  de que el elemento penal debe entrar en la teología de  la  Redención como elemento perteneciente a  la fe católica  acerca  del  misterio. La cuestión es saber qué lugar exacto le  corresponde.  Más  de  una vez se ha considerado como el elemento principal de hecho; más todavía como el elemento esencial de derecho. Ahora bien, la teología católica,  aun  aceptando  en  sus  justos  límites  el  principio y el hecho de la expiación, la ha mirado siempre como algo  secundario» 84.

Pensamos  que esta  aclaración  nos ayuda  aún  más a entender  el verdadero alcance de la teoría anselmiana como  inicio  de  una nueva era para la Soteriología. Hasta entonces, la teología de  los Padres orientales se había centrado  más en  una  concepción  mística de la Redención, en  el cual  se  ponía  de relieve  la  divinización  de  la humanidad a partir de  la  Encarnación  del  Verbo,  mientras  que  los Padres occidentales .ofrecían una teología más realista, atenta más bien  a los valores que  nos han  sido  revelados  en los tormentos que Cristo subre en su humanidad. Pues bien, frente a este panorama, Cur Deus horno supondrá un «intento por  reducir  a siste­  ma armónico la doctrina soteriología revelada. En relación  a  los Padres orientales, prestará a la humanidad  de  Cristo  una  atención que ellos no le prestaron. En relación con los Padres occidentales investigará todo el  alcance  moral  y sobrenatural  de las  actividades de Cristo, en una forma y  con  unos  métodos  no  ensayados  por ellos» 85.

Para San Anselmo, por tanto, satisfacción y pena no serían conceptos excluyentes,  porque la redención  no puede ser  puramente moral, ya que  viene  exigida  por  la  justicia  divina  que  implica un cierto aspecto de castigo, «no conviene que Dios deje  el  pecado  sin castigo...» 86 ; pero tampoco será exclusivamente penal, ya que prima, como hemos visto, el concepto de satisfacción.

Pero quisiéramos poner de relieve otra virtualidad de esta concepción de la redención. «La doctrina anselmiana de  la  reparación (...) nos revela la infinita  capacidad  de la  humanidad  de  Cristo que comienza a figurar en la teología como instrumento de la divinidad. Gracias a esa noción, que tan fecunda resultará en el magisterio de Santo To más, se comienza  a  colocar  la  satisfacción del pecado en el terreno de la justicia» 87. Efectivamente, si Cristo satisface es porque la infinita potencia  de  la  divinidad  actúa  a través de la humanidad, pero será el Aquinate quien explicará la  manera como se realiza la obra salvadora de Jesucristo: per modum efficientiae.

Es ya casi un lugar común decir que San Anselmo toma el concepto  de  satisfacción  del  derecho  germánico,  para  convertirlo en la base de un sistema que, quizá por eso, adolece de excesivo juridicismo. Ciertamente, el derecho germánico admite para  todo delito una compensación  pecuniaria  o  Wergeld  que  no  es  tanto  una pena como una especie de satisfacción voluntaria 88. Esta alternativa entre pena o satisfacción parece quedar  claramente  reflejada en la  ya citada  proposición  de San  Anselmo:  «es  necesario  que a todo pecado siga  satisfacción  o  pena».  Para  el  derecho  romano, en cambio, las dos nociones de satisfacción  y  pena  eran  correlativas. Quizá por esto, entre  los  Padres  latinos,  tuvo  tanta  aceptación la teoría de la expiación penal aplicada  a la  muerte  de Cristo, siendo San Anselmo el primero que le aplica un valor satisfactorio.

Hasta aquí la interpretación de la doctrina anselmiana que llegó a hacerse clásica entre muchos teólogos. Pero, una vez más,  va a ser Riviere quien nos va a aportar luces nuevas para una interpretación más parofunda de la doctrina del Becense: «La historia -dirá- protesta contra esta identificación superficial. Ella constata, por el contrario, que los elementos fundamentales de la satisfacción anselmiana se reconocen en la teoría y en la práctica eclesiástica de la penitencia desde sus mismos orígenes, sobre todo en la Igleisa Latina. Mucho antes de conocer el derecho germánico la iglesia situaba al pecador en una alternativa similar: o la muerte eterna, que es la pena del pecado, o la penitencia, que es la compensación voluntaria. Es el mismo Tertuliano quien dice: omne aut venia dispungit aut poena» 89. Evidentemente, si cabía la hiopótesis de una influencia del derecho germánico en San Anselmo, en absoluto cabe con respecto a Terturliano. Por supuesto que se puede seguir pensando en una influencia del derecho germánico en el Becense, pero nos parece mucho más sencillo, tal como atestigua Riviere, pensar en una influencia totalmente eclesiástica.

4.        Necesidad y modo de la satisfación

4.1      Necesidad de una satisfacción perfecta

Nos encontramos, pues, ante esta alternativa: pena o satisfacción. ¿Cuál de las dos ha de prevealecer? San Anselmo  se esforzará por convencernos de que, sin duda, debe prevalecer la satisfacción, basándose principalmente en dos razones:  en  la  decisión  irrevocable de hacer a los hombres felices, y en  la  de  reemplazar  con hombres el número de los ángeles caídos. Este último argumento, tomado también de San Agustín 90 , tiene ahora escaso interés para nosotros; parece incluso que el Arzobispo de Canterbury, en su esfuerzo por buscar razones necesarias, insiste demasiado en esta cuestión, prestándole una  atención  excesiva 91.  El  problema  se plantea al pensar que el mismo honor de Dios exige que sean reemplazados el número de ángeles caídos que, lógicamente, van a restar gloria accidental a Dios en la  «ciudad  celestial».  Para  ello, Dios no podía crear a otros ángeles, porque éstos  no  hubieran  podido sufrir una prueba propiamente dicha, ya que hubieran tenido delante de sus ojos, el castigo de los ángeles malos. Los ángeles caídos serán pues,  reemplazados por hombres. Más convincente nos parece, sin embargo,  la primera razón: Dios ha destinado al  hombre  a  una  vida  eternamente feliz, y esto  no  se  podría  hacer  realidad  si  ante  el  pecado no hubiera más alternativa que el castigo.

Para ilustrar esta «necesidad» de la satisfacción, ya prácticamente demostrada  con  todo  lo  dicho  hasta  aquí,  San  Anselmo  va a emplear otra de sus características comparaciones.  Un  hombre  rico tenía una perla magnífica que  había  destinado  a su  tesoro,  pero un bellaco, arrebatándosela, la arrojó  en  el fango. ¿Metería  el due­  ño la perla en su tesoro sin haberla purificado  antes?  Pues  lo  mismo sería si Dios llevase al Paraíso «al hombre  cubierto  con  la mancha del pecado sin estar enteramente purificado, es decir, sin satisfacer esa deuda» 92.

Muy rica en sugerencias se nos presenta esta breve parábola. En primer lugar, queda patente en ella ese fuerte convencimiento  de que el hombre está destinado por Dios a una dicha eterna  junto a El -su tesoro-  y de que ese designio  no  ha de verse frustrado necesariamente por el pecado. En segundo lugar, el término satisfacción es empleado no como opuesto a pena sino como  sinónimo de purificación, lo cual confirma lo dicho más arriba sobre el concepto de satisfacción, una purificación que es querida y realizada  por el dueño de la perla,  movido  por el amor  que tiene  a ella y a su tesoro. Por último, esta parábola nos habla de la necesidad de una satisfacción perfecta, de estar «enteramente» purificado. Es justamente este último punto lo que llevará a San Anselmo -cuando ya parece conseguido su  objetivo  de  haber demostrado la necesidad de la Redención- a dar un paso más, un paso arriesgado pero necesario para enlazar esta «necesidad de la Redención» con la «necesidad de la Encarnación»: «Tampoco dudarás, creo yo, de que la satisfacción debe estar en proporción al pecado» 93. Es decir, que la satisfacción debe ser completa, lo cual  sólo será posible si es el Hombre-Dios quien satisface. Boson (el discípulo de Anselmo) no duda, -comenta Riviere- nosotros seríamos  más difíciles  de convencer  y pediríamos a San Anselmo la demostración de esta premisa mayor que él se contenta con afirmar» 94: que la satisfacción ha de ser perfecta. La necesidad de que la satisfacción sea perfecta (proporcionada al pecado) es, como decíamos el eslabón imprescindible para unir la necesidad de la Redención a la  necesidad  de  la  Encarnación,  pero es un eslabón que no  queda  suficientemente  demostrado  por  la  razón. Riviere será claro respecto a esta cuestión: «la más grave dificultad que ofrece la doctrina de San Anselmo es presentar como necesario el modo  actual  de  nuestra  Redención,  al  cual  impone  una doble necesidad: necesidad de que seamos rescatados y, para rescatarnos, necesidad de exigir una satisfacción adecuada» 95.

Se ha dicho que, en su afán por demostrar absolutamente la necesidad de la Encarnación, el santo benedictino,  pondrá  en  peligro el misterio. Admitamos que este es  un  peligro  real,  no  tanto  para San Anselmo, que bien claro tenía  el  sentido  del  misterio cuando confiesa que nunca llegará a penetrar el hondo sentido del mismo 96, sino para la interpretación de su obra, pero para ello, «no hay que olvidar que toda el pensamiento de Anselmo está dominado por el principio de la fides  quaerens  intellectum,  cuyo  sentido no ha sido quizá todavía suficientemente profundizado:  ¿significa que la razón humana,  aunque  sea  partiendo  de  la  fe,  encontrará un intellectus, una comprensión total y necesaria de las verdades creídas? ¿o bien únicamente que, reflexionando sobre las verdades creídas, la razón verá una racionalidad,  una  coherencia  y una conveniencia y admirables?» 97.

4.2      Imposibilidad del hombre para reparar

Pero sigamos con el discurso anselmiano. El orden del mundo y el honor divino exigen -dirá- una reparación perfecta del pecado. ¿Cómo puede el hombre prestar esa satisfacción? ¿Con las obras de penitencia, trabajos corporales, obediencia, etc? Todo eso no sirve  -añadirá San  Anselmo-,  porque  ya  lo debíamos  a Dios; y una vez más, el discípulo acepta sin poner objeciones 98.

En este esfuerzo por demostrar la imposibilidad de que  el hombre pueda, por  sí  solo  satisfacer,  aducirá  una  segunda  razón que emana de la infinita gravedad del pecado. Aunque  todos  esos actos satisfactorios no fueran debidos a Dios, y fueran, por tanto, gratuitos, quizá no serían tampoco  suficientes  «para  satisfacer  un solo pecado, por pequeño que sea, como es una mirada contra la voluntad de Dios» 99; y ante la sorpresa que en Boson despierta semejante afirmación, añade una frase cargada de profundo sentido: «todavía no has comprendido  bien  cuán  grave  es  el  pecado» 100.  Tan grave es el pecado que no tendríamos  derecho  a cometer  uno solo ni siquiera para impedir que «pereciese  el  mundo  entero  y  todo lo que no es Dios» 101.

Hay también para San Anselmo otras razones que podemos llamar secundarias, que prueban la  imposibilidad  de  que  un  hombre satisfaga por  los pecados: como es la imposibilidad  de que  por  un pecador no puede justificar a  otro» 102.  La  conclusión,  por  lo tanto, se impone, y aunque están ya razonadas  todas sus  premisas, será en el libro segundo del Cur Deos horno donde él exponga la conclusión: si el pecado es algo  tan  grave  -dirá-,  si  Dios  exige  una satisfacción proporcionada a esa gravedad, y si la satisfacción además implica devolver algo mayor que lo que supone el pecado, obviamente, de todo punto de vista, el hombre es incapaz de satisfacer. Luego es necesario que la satisfacción la proporcione el Hombre-Dios: sólo por Cristo se salva el hombre

Vicente Huerta Solá, en revistas.unav.edu/

Notas:

67.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption ehez Anselme, o.e., p. 178.

68.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique, o.e., p. 96.

69.       J. RIVIERE, Rédemption, en DTC 13 (1936) 1969.

70.       Ibídem, 1970.

71.       Ibi,dem .

72.       Santo Tomás captará bien este  sentido  «moral»  de la satisfacción,  afirmando en la Surnrna: «In satisfactione magis attenditur affectus offerendi, quam quantitas oblationis».

73.       En la supuesta primera redacción de Cur Deus horno (cfr. E. DRUWE, La prerniere rédaction du «Cur Deus horno». Le «Libellus Anselrni Cantuariensis Cur Deus horno» inédit, en RSR 20 [1930] 162-166), el capítulo XXXII se titularía:  «De  sacrificio  vespertino  quod  sponte  obtulit».  De  todos   modos, la autenticidad de este Libellus es muy discutible,  para  algunos  autores  no sería más que un plagio de Cur Deos  horno  escrito  en  el  siglo  XII,  para otros el  texto  escrito  de  un  sermón  sobre  la  Redención  inspirado  en  la  obra de San Anselmo; esta última opinión es sostenida por Riviere en  Un prernier jet du «Cur Deus horno»?, en RevSR 14 (1934) 329-369, donde lee­ mos, entre otras cosas: «todas  sus  características internas  hacen  del  Libellus un escrito de mínimo valor teológico» (p. 367).

74.       Cfr. J. GALOT, Gesu liberatore (Firenze 1978) p. 224: «L'intera dottrina della Redenzione si fonda, in Anselmo,  sulla  soddisfazione: questa  soddisfazio­ ne spiega tutto, l'Incarnazione e la morte del Cristo ».

75.       BASILIO DE SAN PABLO, o.e., p. 77.

76.       Ibidem, p. 80.

77.       Ibidem, p. 83. Nos parece lógico pensar que San Anselmo -aunque no hable de ello en su obra- no ignoraban ni menospreciaba el aspecto sacrifi­ cial de la muerte de Cristo, del que tanto se habla en la Sagrada Escritura.

78.       Para una valoración crítica, aunque ponderada,  de  la  obra  de  Riviere,  cfr.  BASILIO DE SAN. PABLO, El doctor Riviere, teólogo de la Redención, en RET 14 (1954) 79-102.

79.       Cfr. G. ÜGGIONI, o.e., p. 107.

80.       J. RIVIERE, Rédernption en DTC 13 (1936) 1973.

81.       Cfr. G. ÜGGIONI, o.e., p. 107.

82.       SAN AGUSTIN, In loannis evangeliurn, 41, 7: «Non mortem mei peccati ne­ cessitate persolvo, sed in eo quod morior,  voluntatem  patris  mei  facio: plus­ que ibi facio quam patior, quia si nollem, nec passus essem».

83.       J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno»..., o.e., p. 845.

84.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique, o.e., 230.

85.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificial..., o.e., 149.

86.       Cfr. CDH I, 12, 777: «non ergo decet Deum peccatum sic impunitum di­ mittere.

87.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificia/..., o.e., p. 150.

88.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédernption. Essai d'etude historique, o.e., pp. 308 y SS.

89.       Ibidern.

90.       Cfr. R. ROQUES, o.e., p.  127.  según  este  autor,  San  Anselmo  se  inspira  so­  bre este punto en San Agustín (Enchiridion XXIX; PL  40,  246)  y  en  San Gregorio Magno (Hornil. in Vang. II, XXI; PL 76, 1171).

91.       Dedica Íntegramente a esta  cuestión  los  capítulos  16,  17  y  18  del  Libro  I, de Cur Deus horno.

92.       C.DH I, 1 , 805: «nonne inquam, similiter faceret, si hominem peccati sorde maculatum sine omni lavatione, id est absque omni satisfactione, talem semper mansurum saltem in paradisum, de quo eiectus fuerat, reduceret?».

93.       CDH I, 20, 807: «Hoc quoque non dubitabis, ut puto, quia secundum  mensuram peccati oportet satisfactionem esse».

94.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Essai d'étude historique, o.e., p. 297.

95.       Ibidem, p. 314.

96.       Cfr. CDH I, 2, 749. Sobre el tratamiento  que  hace  del  misterio  San  Ansel­ mo puede verse también J. BAYART,  7be concept  of Mystery  According  to St. Anselm of Canterbury, en RTAM 9 (1937) 125-166.

97.       G. ÜGGIONI, o.e., p. 97.

98.       Respecto a este pasaje, Riviere se muestra crítico con San Anselmo: «Boson parece convencido, pero  nosotros  lo estamos  mucho  menos:  si  bien  es cier­ to que la obediencia y la humildad son siempre debidas a Dios, los otros actos serían libres y supererotatorios; los argumentos místicos  de San  Ansel­ mo no muestran suficientemente lo contrario» O. R.!VIERE, Le dogme de la Rédemption. Essai d'étude historique, o.e., p. 298).

99.       CDH I, 21, 811: «videamus utrum possit  sufficere  ad  satisfactionem  umus  tam parvi peccati, sicut est unus aspectus contra voluntatem Dei».

100.      Ibidem: «Nondum considerasti quanti ponderist sit peccatum,..

101.      Ibidem.

102.      CDH I, 24, 817.

Vicente Huerta Solá

LA REDENCIÓN

1.        Planteamiento de «Cur Deus Horno»

Podemos afirmar que Cur Deus horno es el primer tratado sistemático sobre la Redención en la  historia  de  la  teología.  Aborda aquí San Anselmo  un  ambicioso  proyecto,  cuya  intención  queda ya reflejada en el mismo tÍtulo  de la obra: se  trata de saber  por  qué Dios se ha hecho hombre.  La  obra,  a  pesar  de  presentarse  bajo una forma más o menos distendida, de diálogo entre el maestro (Anselmo) y un discípulo (Boson), está constituida por una cadena perfectamente trabada de silogismos y sigue un orden bastante estricto. Veamos, brevemente cual es el fundamento de  este  orden. Según Riviere [1], el nombre del  Arzobispo  de  Canterbury  ha  pasado a la historia «unido a la tentativa  más  poderosa  que  jamás  se haya realizado, de unir en una misma cadena  racional  la  necesidad  de la Encarnación a  la  necesidad  de la Redención» [2].  San  Anselmo  se propone, pues, demostrar la necesidad del  modo  actual  de  nuestra Redención en dos etapas: primero la  necesidad  del  modo  actual de nuestra Redención en dos etapas: primero la necesidad de la Redención y después la necesidad de la  Encarnación.  En  esto  es basa, precisamente, la articulación de la obra en dos libros. El primero lo consagra  a establecer  la  necesidad  de  una satisfacción  por el pecado y la impotencia del hombre para  prestar  dicha  satisfacción. El segundo estudia la necesidad  y  eficacia  de  la  satisfacción del Hombre-Dios.

1.1      Presupuestos metodológicos

Antes de entrar de lleno  en  la  materia,  San  Anselmo  dedicará el prólogo y los  diez  primeros  capÍtulos  a  una  labor  preliminar de despejar el terreno, respondiendo, de entrada, a las posibles objeciones de  los  adversarios,  y  explicando  brevemente  el  método que va a emplear. Lo  primero  que  sorprende,  en  estos  presupuestos metodológicos del autor, es su amplitud de miras, una magnanimidad de planteamientos que se refleja en el binomio tema­destinatarios: el tratado  sobre  la  Redención  se  dirige  a  todo  tipo  de personas, incluídos los infieles 3. Al final del  capítulo  segundo pone en boca de su interlocutor estas interesantes palabras: «Parece entonces lógico que use las palabras de los infieles, pues es conveniente que, al intentar  estudiar  la  razón  de  nuestra  fe,  pongamos por delante las objeciones de  aquellos  que  de  ningún  modo  quieren abrazar  nuestra  fe  sin  razones.  Porque,  aunque  ellos  busquen la razón porque no creen,  y nosotros,  en  cambio,  porque  creemos, sin embargo, buscamos una misma cosa; y si respondes algo que paezca ir contra la autoridad sagrada,  pueda  yo  mostrároslo,  de forma que me  hagas  comprender  que  no  existe  esa  tal  oposición» 4.

Tales palabras no dejan de sorprender por su carácter claramente apologético. Consciente del interés universal que  suscita  el tema de la salvación  -«una  misma  cosa  buscamos»-  San  Anselmo se esforzará por entablar un diálogo de horizontes religiosos que abarque a todos los hombres, sin distinción de religión o cultura; «no son sólo los sabios -dirá un poco  antes-  los que se  plantean esta cuestión y desean verla resuelta, sino también un gran  número de hombres incultos» 5. Cultos e iletrados, cristianos y no cristianos, para todos se abre «un diálogo que obliga a entrar en la lógica del 'otra' para poder 'dar razón' de la propia lógica, yen el  que el cristiano no deja por eso de creer en Cristo» 6.

Pero si resulta sorprendente este esfuerzo en pleno siglo XI, no lo es menos la claridad de ideas con que aborda el problema fe-razón, rechazando cualquier posible oposición entre ambas: sólo aparentemente podrá contradecir la razón a la auctoritas sacra 7. Animado  por  este  convencimiento,  se  dispone,  pues,  a  intentar «según mis fuerzas y con la ayuda de  Dios  y  de  vuestras  oraciones» 8    la  audaz  empresa  de  dar  razón  de  la  fe  ante  aquellos   que  la rechazan «como contraria, dicen, a la razón» 9, para  lo  cual, haciendo abstracción de Jesucristo, como si no hubiera existido jamás. se esforzará en probar por la  sóla  razón  que  sin  El,  el  hombre no hubiera podido salvarse y que lo que la fe nos  enseña,  ha tendio necesariamente que  ocurrir  así 10.  Conviene  no  perder  de vista todas estas advertencias preliminares, pues van a condicionar, lógicamente, en gran manera toda la argmentación posterior, constituyendo una importante clave hermeneútica para una correcta comprensión de Cur Deus horno.  El  mismo  San  Anselmo  parece ser consciente de esto cuando advierte al final de dicho prólogo:

«Ruego a todos los que quieran copiar  este  libro  que  no  se  olviden de poner al principio este prologuillo...»

Una última precisión  metodológica  de  capital  importancia, por cierto lo hará en  el  capítulo  10, y  hace referencia  al significado de necesidad: «quiero que veas que no encontremos en Dios ningún inconveniente, y que cuando hay razón para una cosa, por pequeña que sea, es admitida, mientras no se  oponga  en  contrario otra mayor. Porque, tratándose  de  Dios,  así  como  basta  que  haya un pequeño inconveniente  para  que  se  produzca  la  imposibilidad, de igual modo a una razón, por pequeña que sea, si no consta una mayor, sigue forzosamente la necesidad» 11.

Esta declaración, insistimos, es de sumo interés, pues, «para Anselmo, razón y conveniencia  no se oponen  como  dos  momentos o dos niveles diferentes de distinta  importancia  en  la  administración de la  prueba (...) Cuando  se trata de Dios, convenientia  y  ratio tienen la  misma  nobleza  heurística,  las  mismas  resonancias  y las mismas exigencias de inteligencia. A la más alta perfección inte­ ligible corresponde necesariamente la más alta conveniencia, y a la inversa, la menor inconveniencia, como  ausencia  de razón, entraña una imposibilidad» 12. El paralelismo entre ambas nociones es, por tanto, absolutamente riguroso. El desarrollo de las razones y conveniencias debe conducir a la necesidad: las razones son en sí mismas «necesarias».

2.        Pecado y satisfacción

Durante los preliminares que constituyen los diez primeros capítulos del libro I, San Anselmo ofrecerá respuesta a las distintas objeciones con las explicaciones, éstas muchas  veces sumarias,  que los Padres han dado al problema de la Redención. Tales  explicaciones patrísticas resultarán para el autor insuficientes  y poco sólidas, y así lo  hace  notar: «por  eso,  cuando  ofrecemos  a los  infieles, a modo de adornos, esas conveniencias que dices, juzgan que hacemos como pinturas  sobre  las  nubes» 13.  Se  trata,  pues,  de  buscar  un fundamento más sólido, y eso es lo  que  hará  a  partir  del capítulo décimo. Es precisamente al final de este capÍtulo, con el siguiente párrafo, como nos introduce en la cuestión: «Supongamos, pues, que nunca existió la encarnación del Hijo de Dios, ni todo aquello que de El afirmamos, y conste entre  nosotros  que el  hombre ha sido hecho para una felicidad que no puede existir en ese mundo, y que nadie puede alcanzarla sin ser perdonado de sus pecados, de los cuales nadie se ve libre en este mundo» 14.

El hombre ha  sido  creado,  en  efecto,  para  que  sea  justo  y así llegar a ser feliz gozando de Dios; esto, que para Anselmo no admite ninguna posibilidad de  duda,  constituirá  el  punto  de  partida de toda su argumentación. Esta cuestión aparece tratada en el capÍtulo primero del libro II, que dedica integramente a ello. La demostración es sencilla: «Que  la  naturaleza  racional  fue  creada justa por Dios, para que gozando de El fuese feliz, nadie puede dudarlo, porque si es racional (la criatura humana) es para poder distingur entre lo  justo  y  lo  injusto,  entre  el  bien  y  el  mal,  entre el mayor bien bien y el menor, de otro modo hubiera sido hecha racional  inúltimente...» 15. Pero si este  es el  designio  de Dios para   el  hombre,  hay  un  obstáculo  para  la  consecución   de  éste,  podrá el hombre, finalmente, alcanzar la meta deseada. San Anselmo se dispone, pues, a abordar el análisis de los conceptos de pecado y satisfacción, que constituyen el núcleo de todo su sistema.

2.1      Análisis de la noción de pecado

Afirmar que los presupuestos teológicos de San Anselmo son agustinianos es algo que parece estar fuera  de  toda  discusión.  Según Riviere, «si se hace abstracción de las formas dialécticas características de la construcción anselmiana (...) se puede decir que Cur Deus horno supone una reanudación del desarrollo de las ideas agustinianas» 16; no nos puede extrañar, pues, que nuestro autor -como San Agustín-  exponga  la  doctrina  de  la  redención  a  partir de la noción de pecado.

En De Trinitate, en efecto, San  Agustín  describe  la situación de la humanidad bajo el poder de Satanás: «La justicia  divina  entregó el humano linaje a la tiranía de  Lucifer  a  causa  del  pecado...» 17. De este mismo  punto  partirá  San  Anselmo,  comenzando por definir  lo que se  entiende  por  pecado:  negar  a Dios lo que se  le debe: «el que no da a  Dios  este  honor  debido,  quita  a Dios  lo que es suyo, y le deshonra; y  esto  es  precisamente  el  pecado» 18. Para obtener el perdón del pecado  será  necesaria  una  reparación, pero para reparar  hay  que devolver  a  Dios lo que le  hemos  quitado y, además, dar algo más a fin de compensar el  ultraje  que  le hemos causado; esto sería la satisfacción. Veamos las palabras  con  las que lo dice San Anselmo: «no basta que pague sólo lo que ha quitado, sino que, a causa de la  injuria  inferida, debe devolver  más  de lo que quitó (...) así  pues,  todo  el  que  peca  debe  devolver  a  Dios el honor que le ha quitado, y esa es la satisfacción que todo pecador debe dar a Dios» 19.

Pero volveremos más adelante sobre la idea de satisfacción. Detengámonos ahora un momento en la idea de pecado  que  se propone a nuestra consideración. Para algunos  autores 20,  el  más genial hallazgo de San Anselmo se encontraría precisamente en su análisis del pecado, en cuya profundización transcienbde ampliamente el aspecto meramente jurídico. Efectivamente, a primera  vista, se nos ofrece una concepción anselmiana del  pecado  -negar  a Dios lo que  se  le  debe-  muy  similar  a  lo  que  sería  un  robo;  y una noción de reparación como una simple  restitución  de  lo robado. Pero no podemos quedarnos en este  nivel  superficial  de  análisis, porque San Anselmo va  mucho  más  lejos.  «Nos gustaría  insistir -dirá Riviere-  sobre  lo  que  hay  de  grandioso  en  esta concepción de pecado; el aspecto jurídico de injusticia que da San Anselmo al pecado no es sino una expresión más viva, como un reforzamiento del aspecto moral del pecado como desobediencia. Además,  hay  que  observar  que,  mientras  los  Padres  se  contentan a menudo con describir  los efectos  del  pecado,  San  Anselmo  va  a la esencia del mismo, que es er una ofensa a Dios» 21.

Señala aquí el  profesor  de  Estrasburgo  el  triple  aspecto  que el pecado tiene para San Anselmo: de injusticia, desobediencia y rechazo de Dios. El Arzobispo de Canterbury, que entenderá la justicia  como  rectitud  de  corazón 22,  esto  es,  someterse   a  la  voluntad de Dios o -con sus propias palabras-  «hacer  obras  agradables  a Dios» 23, que es lo mismo que obedecer; por eso dirá: «esta es la justicia o rectitud de la voluntad, que hace justos o  rectos de corazón, es decir, de voluntad; éste es el único y todo el honor que  debemos a Dios y el que Dios nos exige (...) El  que  no da  a  Dios  este honor debido, quita a Dios lo  que  es  suyo,  y  le  deshonra,  y esto es precisamente el pecado» 24.

Nos parece de capital  importancia  insistir  -con  Riviere-  en este aspecto, sobre todo  teniendo  en  cuenta  que,  no  pocas  veces,  se ha acusado a San Anselmo de caer en un estrecho juridicismo, precisamente  por  no  captar  debidamente  -en  nuestra  opínión-  este análisis suyo del pecado. Sirva como botón  de  muestra  de  una mala comprensión del sistema anselmiano  la  opinión  de  Hardy, quien llega incluso  a decir: «si el orden  primitivo  era  realizado  por la sumisión de la voluntad a Dios, el desorden del pecado se caracteriza por la desobediencia. El  Cur  Deus horno  apenas considera  este aspecto del pecado (sic) y concentra toda su  atención  sobre  el hecho de que, por la falta, el hombre no da a  Dios  lo  que  le  es debido (...) Esto determinará la orientación que San Anselmo imprimirá a toda su exposición» 25. Para evitar caer en este error de interpretación es necesario rastrear a  lo  largo  de  toda  la  obra  de San Anselmo, buscando no sólo lo que el Becense dice explícitamente, sino también la idea que subyace a su análisis acerca del pecado. Lo haremos guiados por Sejourné, seguidor de las tesis de Riviere.

Es cierto que en el capítulo once  del  libro  I  de  Cur  Deus  horno presenta explícitamente el pecado bajo esta forma tradicionalmente jurídica; pero si consideramos en toda  su  amplitud  esta larga reflexión teológica que es Cur Deus horno, veremos que  el pecado interesa no sólo como una deuda  contraída  con  el  Señor,  sino  también  «como  un  atentado  del  género  humano  contra  el plan  de  Dios  y  como  un  rechazo  del  espíritu   a   volverse   a  Dios» 26. Una concepción del  pecado  que,  lejos  de  todo  juridicismo, nos presenta al hombre 27 creado para ser feliz gozando de la posesión de Dios (capítulo 1), felicidad que encontrará su total cumplimiento con la resurreción de los cuerpos (capítulo 3). La  naturaleza humana está, pues, destinada a  un  gran  bien  (capítulo  4) que «es propiamente, aunque sin usar esa palabra, la divinización del hombre, tan querida para los Padres griegos  y  que  Anselmo asume sin titubear» 28. Esta «vocación» divina del hombre es el diseño de Dios que el pecado interrumpe, intruduciendo un grave desorden que Dios se verá en la «necesidad» 29 de subsanar.  Obsérvese que, según este modo  de ver  las cosas,  Dios se  nos  presenta no como un juez sediento  de  justicia  vindicativa,  sino  como  Amor inmutable, por eso precisamente se siente como obligado a completar en el  hombre  la obra  de divinización  que  empezó  y que el pecado ha interrumpido.

Desde esta perspectiva, el concepto de pecado que San Anselmo maneja está bien distante de aquél meramente jurídico que emplea en  el capítulo once del libro I, forzado, quizá por la necesidad  de hacerse entender por todos, de usar también «las palabras de los infieles» como advierte al comienzo. «¿Qué es pues lo que el pecado destruye  en el hombe? Precisamente esta aspiración al Bien supremo, o ese amor entrañable de Dios super omnia, propter seipsum. El pecado es, por tanto, en esta última perspectiva, el rechazo de tener hacia  el propio destino 'por el pecado se separó de Dios lo más que pudo' (capítulo  11)» 30.  Podemos  decir,  pues,  que  San  Anselmo  aporta una grandiosa concepción del pecado. Viendo a  los  hombres  «caídos en lo profundo de la miseria y consumirse en la carencia y necesidad de todo» 31 contribuye decisivamente  a  entender  el  pecado con la profundidad insondable del auténtico mysterium iniquitatis.

2.2      La cuestión de los derechos de demonio

Pero volvamos al planteamiento anselmiano. Si  decimos,  como hemos visto, que el pecado  es  negar  a Dios lo que se le  debe,  San Anselmo intentará conducir su  argumentación  hacia  el concepto de daño (robo) y reparación (restitución) del  pecador  con  respecto a Dios, sobre los cuales va a montar su sistema de la  satisfación. Todo pecado, cualquiera que sea, es una sustración de  algo debido a Dios; pero ¿qué se sustrae? la voluntad humana  al  dominium divino. Es precisamente según estos registros de posesión, propiedad y dominio 32,  tan  familiares  a  una  sociedad  feudal  como  es la del siglo XI en Europa, como  San  Anselmo  va  intentar  explicar las relaciones de la criatura con el Creador.

Ahora bien, para salir de esta situación, la reparación o el rescate ¿a quién hay que pagarlo? ¿a Dios o al demonio? ¿acaso no decimos que el hombre pecador queda sujeto al poder de Satanás? Llegados a este punto, el Arzobispo de Canterbury va a asestar  un duro golpe a  la  opinión  comúnmente  extendida  en  la  soteriología de los Padres: Satanás -dirá- no tiene derecho a dominio  alguno sobre el hombre. «San  Anselmo  -comentará  Riviere-  merece  pasar a la historia aunque sólo sea por esto: haber sido el primer adversario de a antigua teoría construida en torno al demonio y a sus  'derechos'» 33.

Hay que notar en este punto que la expresión «derechos de demonio» puede tener  muy  distintas  significaciones  en  el  lenguaje de los Padres. Quizá en ninguno de ellos exista la idea de que el demonio tenga verdaderos derechos sobre el  hombre por  medio  de la sangre de Cristo, ya que «esto supondría en los  Padres  la admisión, en favor del demonio,  de  una  independencia  de  Dios,  cosa  que no podían pensar ellos,  monoteístas  a  ultranza» 34.  Parece  que los Padres miran más al  demonio  como  ejecutor  del  castigo  de Dios, entendiendo en esta línea el poder  que el demonio  ejerce  sobre los hombres con la permisión divina.  En  cambio,  «es  mucho  más frecuente la idea del abuso  de  poder.  El  demonio  tenía  poder de vida y muerte sobre los pecadores, pero ha querido ejercerlo también sobre Cristo, que no  era  pecador,  y  así  ha  perdido  todos los derechos sobre los demás. Entendiéndolo así aplicaban  los  Padres a la  Redención  un  principio  de  derecho  romano,  según  el cual, quien era mandado a prisión por causa de sus deudas, perdía también el derecho a lo que a él le adeudaban» 35.

Con frecuencia, bajo esta concepción de los derechos del demonio, se escondía la idea de una especie de juego de astucia; el demonio ha vencido a los hombres por el engaño y la astucia, y ahora es vencido con la misma arma:  le es presentada  por  Dios una trampa con el cebo más atrayente, el cuerpo de Cristo; él muerde, pero tra el bocado de la humanidad de Cristo está el anzuelo de su divinidad. Esta será la interpretación que da,  entre otros, San Agustín, llegando a emplear en diversas ocasiones la palabra muscipula (=ratonera, de muscapere) en su exposición sobre el dogma de la Redención al  hablar  del engaño de que fue objeto  el demonio 36.

San Anselmo tratará este tema partiendo de dos objeciones fundamentales a los presupuestos comúnmente admitidos por los sistemas anteriores 37: ni el diablo posee derechos justamente adquiridos sobre los hombres pecadores, ni Dios está obligado  a  actuar sólo por la vía de la persuasión y de la justicia  (no  violenta)  sobre el demonio. La base de la argumentación es sencilla: ni el hombre ni el demonio se pertenecen a sí mismos, no son independientes, sino que, como criaturas «el demonio y el  hombre  pertenecen a Dios y ni uno ni otro escapan al poder divino» 38. Persuadiendo al hombre para apartarlo de Dios, el diablo ha «persuadido a su compañero  de  esclavitud  para  que  abandonase  a su amo común entregándose a él, al traidor que ha acogido  al tránsfuga, al ladrón que acoge a otro ladrón» 39.

Esta victoria del diablo sobre el  hombre  no  le  confiere  ningún otro derecho, ni siquiera el de castigar al hombre. Si el diablo inflige un castigo al  hombre  es  en  virtud  de  una  permisión  de Dios, que en todo momento es  más, su  conducta  en esto era  tanto más injusta, cuando que la impulsaba  no el  amor  de la  justicia,  sino el odio, pues obraba de  ese  modo,  no  por  mandato  de  Dios,  sino permitiéndolo así su infinita sabiduría,  por  la  cual  dirige  al  bien aún los males» 40.

Permítasenos señalar cómo construye San Anselmo su elaboración teológica a partir de San Agustín, también  en  este  punto. Según el obispo de Hipona: «En  cuanto  al  modo  como  el  hombre ha sido entregado al  poder  de  Satanás,  no  se  ha  de  entender  cual si lo hiciera o mandara hacer el Señor, sino solamente por su justa permisión. El autor del pecado hizo irrupción en el pecador en el momento de  ser  abandonado  por  Dios.  Aunque,  a  decir  veradad, ni aún entonces abandona el Señor a su  criatura  y  continúa  haciendo sentir su acción creadora  y  vivificante,  otorgado,  en  medio de los sufrimientos penales bienes sin  número  aun  a  los  malos» 41. La influencia de este texto en  nuestro  autor  parece  evidente,  como lo es también el avance: la negación rotunda de cualquier tipo de derechos en el demonio. Se dirá que es justo que el hombre sea sometido al demonio como castigo de su pecado, y que  esto  lo permite Dios con  justicia,  lo cual  es cierto,  pero  no demuestra  que el poder del  demonio  sea  justo.  En  realidad  éste  no  es  más  que  un modo de hablar,  porque  no  hay  auténtico  poder  sino  permisión de Dios, «en este sentido se dice que el demonio atormenta justamente al hombre, porque Dios lo permita con justicia  y  en  justicia lo merece el hombre» 42.

Una última objección  será  rebatida  con  no  menor  resolución y es ésta: San Pablo habla de un decreto que existía contra nosotros y que fue borrado por la muerte de Cristo 43. ¿Quizá podría fundamentarse aquí la teoría sobre los supuestos derechos del demonio frente al hombre pecador? La respuesta será decidamente negativa: «porque ese  decreto  no  era  del  demonio,  sino  de  Dios, ya que su justo juicio decretado y expresado por escristo que el hombre, que espontáneamente había pecado, no se librase ni de  la pena ni del pecado por sí mismo» 44.

San Anselmo, pues,  se  opone  valientemente  a  una  opinión que estaba bastante generalizada entre los autores de su época. «La historia atestigua que desde este momento quedó desacreditada la teoría de los derechos del  demonio  y  del  pago  consiguiente  que se le debía para dejar en libertad al hombre» 45. Si bien es cierto que seguirá teniendo todavía algunas manifestaciones en  autores  como San Bernardo, Ricardo de San Víctor  o Gregorio  de  Autun,  la teoría había quedado herida de muerte, con lo que cabe la gloria, al Arzobispo de Canterbury, de  haber  aligerado  a  la  Soteriología  de un lastre molesto, afirmando radicalmente los derechos  de  Dios  contra modos «más  o  menos  dualistas  de entender  la economía  de la salvación» 46 , aplicando  a  Dios  la  noción  de  dominum,  que  toma de las instituciones de su tiempo 47.

2.3      Concepto de satisfacción

Al hacer hincapié en la idea  del  honor  de  Dios,  San  Anselmo está en  realidad  conduciendo  su  pensamiento  hacia  el tema  de la satisfacción, que constituye el núcleo de su sistema: es necesario restablecer el honor de Dios en el mundo moral mediante una satisfacción plena. Puesto  que  el  pecado  ha  sido  presentado  como una sustración al honor divino, es lógico que la reparación  del  pecado sea presentada como  una  restitución:  el  pecador  debe  restituir 48. Pero  la  mera  restitución  no  es  suficiente:  Cuando  el  honor de una persona ha sido dañado,  la  reparación  no  se  puede  limitar sólo a suprimir los efectos de la falta; es necesario un des­ gravio suplementario, una especie de surplus gratuito capaz de sa­ tisfacer convenientemente: «cuando alguien  devuelve  algo  que  quitó injustamente, debe dar algo que el otro no podría exigir si  no hubiera  existido el  robo. Así  pues, todo el que peca debe devolver a Dios el honor que le  ha quitado,  y ésa  es  la  satisfacción  que  todo pecador debe dar a Dios» 49.

Vemos, pues, que para San Anselmo,  la  reparación  supone dar algo más, algo que el ofendido «no podría exigir si no hubiera existido el robo».  Así  entiende  la  reparación  del  honor de  Dios, que todo pecador debe y a la que llamará precisamente satisfacción. Como el pecado mismo, la satisfacción será un actode la vo­ luntad, que recobra así su  «rectitud»  perdida.  Llegamos  aquí a otra de las grandes aportaciones que nuestro  autor  hace  a la Soteriología. Para Riviere, «la originalidad de San Anselmo fue aplicar este término (satisfacción) que desde  Tertuliano  se  aplicaba  a las obras de penitencia, a la obra redentoria de Cristo» 50. Este concepto de satisfacción terminará siendo plenamente asumido  por  el Magisterio de la Iglseisa, tal como vemos,  por  ejemplo,  en  el Decreto sobre la Justitificación del Concilio de Trento, donde se dice textualmente: «Jesucristo, por la excesiva caridad  con  que  nos  amó (Ef 2, 4) nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfízo por nosotros a Dios Padre» 51.

Una vez definido el concepto, San Anselmo se aprestará a exponer su necesidad con todo tipo de  argumentos.  En  primer  lugar, no conviene que Dios perdone por pura misericordia y sin satisfacción por parte del hombre 52, pues esto supondría una contradicción (desorden consentido por Dios en su reino). Sin esa satisfacción no se repararía el orden  destruido  por  el  pecado,  ya  que: «perdonar el pecado no es más que no castigar,  y  como  el  castigo consiste en  ordenar  lo  referente  al  pecado,  por  el  cual  no se ha satisfecho, hay desorden cuando se descuida el castigo» 53.

Pero además, perdonar sin más, por pura misericordia, sería como dejar impune  el  pecado,  o  sea,  darle  el  mismo  tratamiento  al pecador que al justo, esto es, «ante Dios lo  mismo sería el  pecador que el no pecador, lo cual no es digno de El» 54. Una última objeción  a ese punto va a plantearse  de labios  del  discípulos:  si en  la  oración  dominical   Dios  nos  manda  perdonar   todas  las  ofensas

¿cómo no va a cumplir El mismo lo que  nos ordena  a  nosotros? En  realidad  -dirá  el  maestro-  la  justicia  es sólo  atributo divino:

«Dios nos lo manda para que no presumamos  hacer  lo  que  es  de sólo Dios, pues  a  nadie  le  corresponde  la  justicia  vindicativa  sino a El, que es Señor de todas las cosas; pues cuando lo  hacen  los poderes terrenos, es el mismo Dios quien lo hace, ya que han sido instituidos por El este fin» 55.

Ahora bien, los distintos atributos de Dios, como justicia libertad, benignidad, etc. deben ordenarse armoniosamente entre ellos y no comprometer en ningún  momento  el  honor  y  la  dignidad divinos, «porque no hay libertad más que para aquello que es conveniente y no puede llamarse benignidad  a  un  atributo  divino  que hiciese algo indigno  de Dios» 56.  Así,  la  justicia  de Dios  exigirá que se salvaguarde siempre su honor en  el  universo  entero.  Si Dios permitiese que se violente esa justicia sería injusto consigo mismo, «es, pues, necesario que se devuelva el honor quitado o que  se  siga  el  castigo» 57.

Hemos llegado con esto a lo que podríamos llamar  una primera aproximación de la necesidad de la Redención, pero aún quedan importantes cuestiones por dilucidar. Hasta ahora, San Anselmo basa toda su argumentación en el honor de Dios que exige  una  reparación, pero... ¿acaso el castigo o la satisfacción del pecador puede aumentar en algo la gloria de Dios? Esta objeción va a servir al Arzobispo de Canterbury para precisar, aún más, la naturaleza del pecado y el sentido de la satisfacción. La respuesta  va seguir  la línea ya iniciada por los conceptos de propiedad y honor de Dios:

«Es imposible que Dios pierda su honor, porque o el pecador devuelve espóntaneamente lo  que  debe  a  Dios  o  Este  se  lo  cobra  a la fuerza. Porque o el hombre  se  somete  por  propia  voluntad  a  Dios, no  pecando  o  pagando  lo  debido,  o  Dios  le  somete,  quiera o no, por el tormento, y así le demuestra que es su Señor, ya que considerar que así como el hombre pecando  roba lo que es de Dios,  así también Dios castigando quita lo que es del hombre» 58.

Esta respuesta puede parecer, a primera vista, una evasiva, dejando en el aire inquietantes cuestiones. Si el pecado  es quitar  a Dios el honor que le es debido, la pena, que sería quitar al hombre la posibilidad de ser feliz, ¿en qué medida puede devolver a Dios el bien que se le ha robado? Y si, por  el  contrario  -como  insinúa  el  propio San Anselmo- el hombre, con el pecado, no puede realmente disminuir la gloria de Dios, porque tal cosa queda más allá del  alcance de nuestras posibilidades, entonces ¿qué sentido tiene la fórmula  anselmiana  que  defiende  el  pecado  como  «quitar  a  Dios  lo que es suyo», sobre la cual, además, descansa  toda  su  argumentción? 59. Según  Riviere, este dilema se  basa en  una doble  confusión:

«una consiste en poner como contradictorios dos aspectos complementarios de un mismo concepto; la otra es hacer pesar sobre la deficiencia de la imagen lo que tienen lo que en común, en detrimento de la idea que significa»60. Vayamos por partes.

El honor de Dios es,  en  efecto,  una  de  las  piezas  clave  en  las que descansa el sistema de Cur Deus horno. San Anselmo  se  basa en él para presentar la  realidad  del  pecado:  «el  que  no  da  a  Dios el honor debido  (...)  le  deshonra» 61;  pero  más  adelante  hará una importante distinción que disipa en gran medida nuestras perplejidades: «Al honor de Dios en sí nadie  puede  añadir  ni  quitar nada, pues es incorruptible e inmutable; pero cuando una criatura guarda el orden que se le ha señalado, ya naturalmente, ya con la inteligencia, se dice  que  sirve  a  Dios  y  le  honra  (...)  Honra  a  Dios, no porque le añada nada nuevo, sino porque se somete es­ pontáneamente a su voluntad y disposición, y  guarda  su lugar dentro del universo, en cuanto de ella depende, así como la belleza del mismo.  Pero  cuando  no  quiere  lo  que  debe,  deshonra  a  Dios  en lo que  de  ella  depende,  porque  no  se  somete  espontáneamente  a su disposición,  y  perturba  en  lo  que  está  de  su  parte  el  orden  y la belleza del universo, aunque en modo alguno perjudique o  desluzca el poder o la dignidad de Dios» 62.

Hablar  del  honór  de  Dios  -puntualizará   Riviere-   «no   es más que un modo de hablar para indicar la sumisión  que  las crea­ turas deben al Creador (...) nuestra sumisión de creatura es el «debitum» quod debet angelus  et  horno  Deo 63;  por  tanto,  pecar  será non reddere Deo debitum es  decir,  cometer  un  verdadero  robo. Hunc honorem debitum qui Deo non  reddit  aufert  Deo quod  suum est. Pero la deuda pendiente no es más que una metáfora para significar nuestro deber de  sumisión  hacia  Dios» 64.  En  cualquier  caso,  lo  importante  es  que  San  Anselmo  distingue  claramente  -y aquí está la  clave  de  todo  este  asunto-  entre  el  honor  intrínseco  de Dios, que permanece inalterable,  sin  que  la satisfacción  lo  pueda aumentar  ni  el  pecado  lo  pueda  disminuir,  y  el  honor  externo o extrínseco, que se manifiesta por la sumisión  de  las  creaturas  y que, por tanto, sí sería susceptible de  darse  a  negarse  a Dios: «quede claro, por consiguiente, que a Dios, en  sí  mismo  considerado, nadie puede honrar ni deshonrarle,  pero  por  parte  del  pecador  sí  que parece existir honra o deshonra, al someter o independizar su voluntad de la voluntad de Dios» 65.

Con el pecado, la criatura altera  ese  orden  del  universo, pero no por eso escapa al  dominio  soberano  de  Dios.  San  Anselmo aclara esta idea con  una  magnífica  imagen.  Del  mismo  modo  que si los astros del fimamento salieran un día de su órbita no podrían escapar del firmamento  mismo,  ni  de  sus  leyes,  así,  el  pecador, que por la desobediencia se sustrae a la voluntad  de  Dios que ordena, caerá inmediatamente en la voluntad de Dios que castiga. La satisfacción o el castigo, por tanto, no son sino consecuencias necesarias dentro de ese plan de  Dios  para  establecer  el  orden  natural de las cosas... «porque si la divina sabiduría no lo hubiese establecido así para remediar la  perturbación  del  recto  orden  causada por la malicia humana, resultaría en  el  universo,  cuya  ordenación esta en manos de Dios, cierta  deformación  causada  por  la  violación de la belleza del orden, y parecería como que Dios había  fallado  en su  providencia.  Ambas  cosas  son  inconvenientes e imposibles;  por consiguiente,  es  necesario  que  a  todo  pecado  le  siga  la satisfacción o la pena» 66.

Vicente Huerta Solá, en revistas.unav.edu/

Notas:

1.         Jean Riviere (1878-1946)  es, quizá el  autor  más  importante  en el  campo  de  la soteriología. Ordenado sacerdote en 1901 será profesor de Ciencias eclesiásticas en Albi y -desde 1919- en la Universidad de Estrasburgo.  El  co­ mienzo de su producción coincidirá con la época del modernismo,  siendo Riviere uno de los teólogos católicos que, enfrentándose a los modernistas (mantendrá fuertes  polémicas  con  Turmel),  intentaron  a  la  vez  recuperar para la teología católica  los instrumentos  científicos  de  que los  modernistas  se servían. El número de trabajos suyos sobre la Redención  es  amplísimo, siendo decisivas sus aportaciones a los distintos aspectos históricos y especulativos del tema. De entre  ellos  podemos  destacar  los  siguientes:  Le  dogme de la Redemption. Essai d'Etude historique (París 1905), contiene su tesis doctoral y constituye el primer estudio católico extenso sobre la historia de la Redención. Le dogme de la Redémption. Etude théologique (París 1914), obra fundamental sobre la Redención, en la  que  hace  una  presentación  completa del dogma en sus fuentes y en los sucesivos desarrollos teológicos.  Rédemption, en DTC XIII (1937), excelente artículo en el que encontramos una exposición completa y elaborada  de su  pensamiento,  además  de  una  interesante bibliografía. Le dogme de la Rédemption dans la théologie contemporaine (Albi 1948),  obra  póstuma  que  reúne  diversos  estudios  y  recensiones  junto a una bibliografía puesta al día sobre el tema. Además de estos trabajos de caracrer general,  tiene  Riviere  otros  sobre  aspectos  más  particulares  entre los que destacaríamos: Le dogme de  la  Rédemption  chez  saint  Augustin (1933), Le dogme de la Rédemption aprés saint  Augustin (1930),  y Le dogme  de la Rédemption au début du Moyen Age (1934). Precisamente a raíz de sus estudios sobre  la  teología  medieval  entrará  en  polémica  con  L.  Hardy, quien, en su obra La doctrine de la rédemption  chez  saint  Thomas  (París 1936), afirma que Santo Tomás, valorando el aspecto moral de la  obra  de Cristo, sería original frente a San Anselmo, que enseñaría, en cambio, una doctrina de la Redención meramente jurídica y penal; mientras que para  Riviere la doctrina ansemiana de  la  Redención  no  sólo  estaría  inmune  de  todo juridicismo, sino que  facilitaria  una  mejor  valoración  del  aspecto  moral de la satisfacción de Cristo.

2.         J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno» de Saint Augustin, en «Studi Agostiniani» II (Roma 1931) p. 837.

3.         Los «infieles» a los que se  dirige  San  Anselmo  parecen  ser  principalmente los judíos, aunque no debemos descartar tampoco a los musulmanes: «Gli infedeli che Anselmo ha presenti sono in primo luogo gli ebrei e forse i musulunani, i quali rimproverano ai Cristiani  di fare  ingiuria  e offesa  a Dio con la loro dottrina dell'Incarnazione, ammettendo che  Dio  stesso,  fattosi uomo, si sia umiliato e abbia sofferto fino a morire» (cfr. Sofia VANNIROVIGHI, lntroduzione a Anselmo d'Aosta [Laterra, Bari 1987]  p. 113). Sobre esta cuestión, y en concordancia con lo dicho, puede verse  también ROQUES, Les pagani dans le «Cur Deus horno» de Saint Anselme, en  «Miscellanea Medievalia» 2 (1963) 192-206, y B. BLUMENKRANZ - J. CHATILLON. De  la  polémique  antijuive  a la  catéchese  chrétienne,  en  RTAM  23 (1956) 40-60.

4.         CDH  I,  2  749:  «Patre  igitur  ut  verbis  utar  infidelium.  Aequum  enim  est  ut cum nostrae fidei  rationem  studemus  inquirere,  ponem  eorum  obiectiones, qui nullatemus aut fidem  eandem  sine  ratione  volunt  accedere.  Quam­ vis enim illi ideo tamen est quod quaerimus. Et si quid responderis cui auc­ toritas obsistere sacra  videatur,  liceat  illam  mihi  ostendere  quatenus quomodo non obsistat aperias». (Citaremos  las  obras  de  San  Anselmo  -salvo  expresa  indicación  contraria-  por  la  edición   de  la  BAC,  indicando  en la última cifra la  página  de  esta  edición.  Procuraremos  poner,  siempre  que lo creamos conveniente, a pie de  página, el texto  latino  de la edición  crÍtica  de SCHMITT.

5.         CDH I, 1, 745.

6.         E. BRIANCESCO, Sentido y vigencia de la Cristología de San Anselmo, en «Stromata» 38 (1982) 286.

7.         Para San Anselmo este  término  incluiría  tanto  la  Sagrada  Escritura  como  los Padres o la autoridad de la Santa Sede, a los cuales se somete explícitamente en diversas ocasiones. Véase, en este sentido, la Dedicatoria al Papa Urbano II con la  que  encabeza  su  Epistola  de  Incarnatione  Verbi  (edición de la BAC, vol I, pp. 685-687).

8.         CDH I, 2, 749.

9.         CDH Prólogo, 743.

10.       Cfr. CDH Prólogo.

11.       CDH I, 10, 773: «nullum vel m1mmum inconveniens in Deo a nobis accipiatur et nulla vel  minima  ratio,  si  maior  non  repugnat,  reiiciatur.  Sicut enim in Deo quamlibet parvum inconveniens sequitur impossibilitas, ita quamlibet parvam rationem, si maiori non vincitur, comitatur necessitas».

12.       R. ROQUES, Anselme de Cantorbery. Cur Deus horno (Eds. du Cerf.  «Sources Chrétiennes»,91. Paris 1963) p. 80.

13.       CDH I, 4, 751.

14.       CDH I, 775: «Ponamus ergo Dei incarnationem et quae de illo dicimus  homine numquam fuisse; et constet inter nos hominem esse factum ad beati­ tudinem, quae in hace vita haberi non potest, nec ad illam posse pervenire quemquam nisi dimissis peccatis, nec  ullum  hominem  hanc  vitam  transire sine peccato».

15.       CDH II, 1, 826: «Rationalem naturam a Deo factam esse  iustam,  ut  illo fruendo beata esset, dibutari non debet. Ideo namque rationalis est,  ut  dis­ cernat inter iustum et Alioquin frustra facta  esset  rationalis.  Sed  Deus  non fecit eam rationalem frustra. Quare ad hoc eam factam esse  rationalem  dubium non est».

16.       J. RIVIERE, Contribution au «Cur Deus horno»..., o.e., p. 837.

17.       SAN AGUSTIN, De Trinitate, XIII, 12, 16 (PL 42, 1026).

18.       CDH I, 11, 775. «Hunc honorem debitum que Deo non reddit, aufert Deo quod suum est, et Deum exhonorat; et hoc est peccare». Aunque ya hemos dedicado abundantes pagmas al concepto anselmiano de pecado, no podemos dejar de tratar aquí el  tema como  punto  de  partida  de  la soterilogía ya que así lo hace nuestro autor, aportando nuevas  luces sobre  una cuestión teológica tan importante, de cuya comprensión depende en gran  medida una acertada interpretación de la soterilogía.

19.       Ibídem,  pp.  774-776:  «Ne c  sufficit  solummodo  reddere  quod  ablatum  est, sed pro contumelia illata plus debet  reddere  quam  abstulit  (...) Sic  ergo  de­ bet omnis qui peccat, honorem Deo quem rapuit solvere, et  haec  est  satis­ factio quam omnis pecator debe facere».

20.       Cfr. B. KOROSAK, Le principali teorie soteriologiche dell'incipiente  e  della grande Scolastica, en Antonianum » 37 (1962) 327-336.

21.       J. RIVIERE, La Rédemption. Essai d'étude historique (París 1905) p. 295.

22.       El concepto de rectitud es  findamental  para  entender  las  ideas  de  justicia  y de libertad en el pensamiento anselmiano. El origen de este concepto, tan fundamental en la elaboración teológica anselmiana (cfr. R. POUCHET, La rectitudo chez Saint anselme. París 1964) lo encontramos tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición . El mismo autor nos da una pista sobre la fundamentación escriturística cuando, en su empeño por  buscar  una  defini­ ción de justicia, afirma: «Es lo  que  se  expresa  cuando  se  dice  a  veces  que los  justos  son   rectos  de  corazón,  es  decir,   rectos  de  voluntad;  y  también a veces rectos, sin añadir la  palabra  corazón,  porque  nadie  es  recto  sino  aquél que tiene la voluntad recta, como vemos en este  texto:  gloriaos  vosotros, los que sois  rectos  de  corazón  (Ps  31,  11)»  (DV  12,  532).  En  cuanto  a la fundamentación en el pensamiento de los Padres,  habría  que  acudir  aquí, una vez más, antes que nada a  San  Agustín.  Para  el  obispo  de  Hipona  al acto tomando como referencia la Sabiduría soberana: Dios,  autor  del  ordo rectus (Cfr. R. POUCHET, o.e., p. 36.

23.       CDH I, 11, 775.

24.       Ibídem.

25.       L. HARDY, La doctrine de la Rédemption chez  Saint  Thomas  (DDB ,  París 1936) p. 18.

26.       P. SEJOURNE, Les trois aspects du péché dans «Cur Deus horno», RevSR 24 (1950) 26.

27.       Cfr. CDH, libro II.

28.       Ibídem , p. 20.

29.       Volveremos más adelante (cfr. II, 1.3) sobre la peculiar problemática  que implica el término necesidad aplicado a Dios. Baste aquí decir que dicha ne­ cesidad no estaría en contradicción con la libertad divina. San Anselmo es consciente de esta dificultad a la  hora  de expresarse  y  advierte  que,  hablan­ do  de  Dios, siempre  empleará  la  palabra  necesidad  en  un  sentido impropio: «Dios nunca obra por necesidad, porque no hay nada que le  obligue  o  le  impida hacer algo. Cuando decimos que Dios obra como movido por  la necesidad de evitar algo inconveniente,  hay  que  entender  esto  en  el sentido de que obra por la necesidad de guardar el orden,  necesidad  que  no es  otra cosa más que la  inmutabilidad de su  santidad,  que  le  viene  de sí  mismo  y  no de  otro,  por  lo  que  es  llamada  impropiamente  necesidad  (CDH  II,  5, 833).

30.       P. SEJOURNE, o.e., p. 22.

31.       CDH II, 19, 885.

32.       El concepto es básico para entender las instituciones de la época  feudal.  El señor (dominus) es el poseedor legítimo y exclusivo de todos sus bienes y también ejerce su potestad sobre las personas ligadas a su servicio y a la administración de esos bienes. De algún modo se puede decir  que  nada  ni nadie escapa a esa tutela.

33.       J. RMERE, le dogme de la Rédemption chez Anselme en RevSR 12 (1932) 166.

34.       G. ÜGGIONI, El misterio de la Redención (Herder, Barcelona 1961) p. 55.

35.       Ibidem.

36.       Cfr. A. D'ALES, Muscipula, en RSR 21 (1931) 589-590.

37.       La cuestión de los derechos del  demonio  viene  tratada  principalmente  en CDH I, 7.

38.       CDH 1, 7, 757. «Cum autem diabolus aut horno  non sit  nisi  Dei et  neuter extra postestatem Dei consistat...».

39.       Ibidem.

40.       Jbidem, «Diaboli vero meritum nullum erat ut puniret; immo tanto hoc  fa­ ciebat iniustius, quanto non ad hoc amore iustitiae trahebatur, sed instinctu malitiae impellebatur. Nam non hoc faciebat Deo  iubente,  se  incomprehen­ sibili sapientia sua, qua etiam mala bene ordinat, permittente».

41.       SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XIII, 12, 16 (PL 42, 1026). «Modus autem iste quo traditus est horno in diabili postestatem, non ita  debet  intelligi  tanquam hoc Deus fecerit, aut fieri iusserit: sed  quod tantum  permiserit,  iuste tamen.  Illo enim deserente peccantem, peccati auctor illico invasit. Nec ita sane Deus deseruit creaturam suam, ut non se illi exhiberet Deum creantem et vivificantem, et ínter poenalia mala etiam bona malis multa praestantem».

42.       CDH I, 7, 759.

43.       Cfr.  Col  2, 14.

44.       CDH I, 7, 759: «Quippe chirographum illud non est diaboli, quia dicitur chirographum decreti. Decretum enim illud non erat diaboli, sed Dei. lusto namque Dei iudicio decretum erat et quasi chirographo confirmatum, ut horno qui sponte peccaverat,  nec peccatum  nec poenam  peccati  vitare per se posset».

45.       BASILIO DE SAN PABLO, Clave sacrificial de la Redención (Studium, Madrid 1975) p. 148.

46.       R. ROQUES, o.e., p.183.

47.       En la nota 32 de este mismo capítulo  ya  hemos  hablado  de  la  importancia del concepto de dominio en la sociedad feudal, W. KASPER llega a decir:

«La teoría de la satisfacción de Anselmo sólo puede entenderse en el  tr as­ fondo del orden feudal  germánico  y  de  la  temprana  edad  media.  Se  basa  ese orden en la mutua fidelidad  entre  el  señor  y  vasallo.  El  vasallo  recibe del Señor recibe  del  vasallo  la  promesa  de  adhesión  y  servicio.  Por  tanto, el reconocimiento del honor del señor sirve de base al orden, la  paz,  la  libertad y el derecho» (Jesús, el Cristo [Sígueme, Salamanca 1978] p. 272.

48.       San Anselmo empleará indistintamente, como sinónimos,  las  palabras  solvere, reddere y restit uere.

49.       CDH I, 11, 777: «Hoc quoque attendendum quia, cum aliquis quod iniuste abstulit, solvit, hoc debet dare,  quod  ab  illo  non  posset  exigi,  si  alienum  non rapuisset. Sic ergo debet omnis qui peccat, honorem Deo quem rapuit solvere; et haec est satisfactio, quam omnis peccator Deo debet facere».

50.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption. Etude théologique (Gabalda, Paris 1914) p. 99.

51.       DS 1529.

52.       Este punto viene tratado  en  CDH  I,  12.

53.       CDH I, 12, 777.

54.       Ibídem: «si peccatum  sic  impunitum  dimittitur:  quia  similiter  erit  apud Deum peccanti et non peccanti, quod Deo non convenit».

55.       Ibídem, 779: «Deus  hoc  nobis  praecipit,  ut  non  praesumamus  quod  solius Dei est. Ad nullum enim pertinet vindictam  facere  nisi  ad  illum  qui  Dominus  est  omnium.  Nam  cun  terrenae  potestates   hoc  recte  faciut,  ipse  facit, a quo ad hoc ipsum sunt ordinatae».

56.       Ibídem.

57.       «Necesse est ergo,  ut  aut  ablatus  honor  solvatur  aut  poena sequatur»  (CDH I, 13, 781).

58.       CDH I, 14, 783.

59.       Este dilema viene a  ser  el  que  plantea  el teólogo  modernista  J. Turmel  en su obra Historia des dogmes, publicada en el pseudónimo de H. Gallerand. Riviere rebatirá ampliamente tales objeciones en  Le dogme  de la Rédemption au début du Mayen Age.

60.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption chez Anselme, o.e., p. 179.

61.       CDH I, 11, 775.

62.       CDH I, 15, 783: «Dei honori nequit aliquid,  quantum  ad  illum  pertinet, addi ve! minui. Idem namque ipse sibi est honor incorruptibilis et  nullo modo mutabilis. Verum quando unaquaeque creatura suum et quasi sibi praeceptum ordinem sive naturaliter sive rationabiliter servat, Deo oboedire et euro honorare dicitur, et hoc maxime rationalis natura, qui datum est intelligere quid debeat. Quae curo vult quod  debet,  Deum  honorat,  non quia illi aliquid confert, sed quia sponte se eius universitatis  pulchritudi­ nem, quantum in ipsa est, servat. Cum vero non vult quod debet, Deum, quantum ad illam pertinet, ihonorat, quoniam non se sponte subdit illius dispositioni, et universitatis ordinem et pulchritudinem, quantum in se est perturbat, licet potestatem aut dignitatem Dei nullatenus laedat aut decoloret» (el subrayado es nuestro).

63.       Todas las citas que se hacen de San Anselmo en  este  párrafo  pertenecen  a CDH I, 11.

64.       J. RIVIERE, Le dogme de la Rédemption chez Anselme, o.e., p. 180.

65.       CDH I, 15, 785.

66.       Ibídem: «Quas si divina sapientia,  ubi  perversitas  rectum  ordinem  perturbare nititur, non addere , fieret in ipsa universitate quam Deus debe ordinare, quaedam ex violata ordinis pulchritudine deformitas, et Deus in sua dispositione videretur deficere. Quae  duo  quoniam  sicut  sunt  inconvenientia,  ita  sunt impossibilia, necesse est ut omne peccatumn satisfactio aut poena sequatur».

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