Andrés Üllero Tassara

«El término 'derechos humanos' habla de una exigencia de síntesis entre moral y derecho. El sustantivo 'derecho' expresa la iflea de que los derechos humanos se sitúan entre las exigencias éticas y los derechos positivos mediante unq pretensión de necesidad de incorporación al ordenamiento jurídico concreto». J.M. Rojo Sanz: Los derechos morales en el pensamiento angloamericano (1)

El alcance del derecho a la vida se sometió a examen del Tribunal Constitucional español, al cabo de tres años, con ocasión de diversos conflictos relativos al aborto. En primer lugar, el conocido como caso del «Aborto en Londres», que había llevado,  al Tribunal Supremo a condenar lo que consideró delito cometido contra un español en el extranjero (2). Más tarde, el recurso previo de inconstitucionalidad presentado contra el originario proyecto socialista de despenalización del aborto en determindos supuestos, cuando había sido aprobado ya por el Parlamento (3). Por último, el conocido como caso de las «Abortistas de Bilbao», que había dado al Tribunal Supremo ocasión de pronunciarse sobre el posible juego del «estado de necesidad» en estos supuestos (4).

Sentada una doctrina inicial en estas tres sentencias, de diverso alcance y dictadas a lo largo de un año, habrá que esperar -como veremos- un lustro para que el Tribunal Constitucional vuelva a pronunciarse sobre el particular, con ocasión de problemas bien distintos. Lo que se debatirá entonces será la posible existencia de un derecho a la muerte, fundado en el libre e incondicional dominio  sobre la vida propia. De su  posible aceptación o rechazo no dejarían, sin embargo, de derivarse -siquiera indirectamente­ consecuencias sobre la posible existencia de un derecho a causar la muerte ajena, fundado en esa misma capacidad de autodeterminación.

1.        La protección constitucional de la vida del No Nacido

Una primera cuestión, clásica en las polémicas sobre el aborto, parece resuelta sin particulares discrepancias. En efecto, «no es posible resolver constitucionalmente» estos problemas «sin partir de una noción de la vida que sirva de base para determinar el alcance del mencionado precepto» (5) de nuestra norma suprema. Sólo ello permitiría, por ejemplo, resolver desde cuándo merecería protección jurídica el  no nacido, extremo sobre el que ya se había pronunciado, entre otras, la jurisprudencia constitucional alemana (6).

Para el Tribunal español, la vida se presenta como un proceso «continuo», sometido a «cambios cualitativos», que influirán «en el status jurídico público y privado del sujeto vital» (7). Se descarta, pues, que el no nacido sea sólo una parte del cuerpo de una mujer, que podría indiscutiblemente disponer en consecuencia de él con toda libertad; se reconoce, por el contrario, que «la gestación ha generado un tertium existencialmente distinto de la madre, aunque alojado en el seno de ésta» (8).

Menos preciso parece el alcance de otras alusiones. Así cuando -tras reconocerse inequívocamente que «la vida es una realidad desde el inicio de la gestación»- se resalta la relevancia del nacimiento, como «paso de la vida albergada en el seno materno a la vida albergada en la sociedad». Se alude implícitamente a la frontera actualmente establecida para el reconocimiento jurídico-civil de la personalidad, sin llegar a sugerir que ese contacto con la sociedad pueda ser considerado relevante a la hora de calibrar el grado (¿cabe tal graduación?) de humanidad de esa vida indiscutiblemente existente.

Aun más enigmática resulta la réferencia al «momento a  partir del cual el  nasciturus es ya susceptible de vida independiente de la madre, esto es de adquirir plena individualidad humana» (9). La individuación se ha producido, desde el punto de vista biológico; muy poco después de la fecundación, al producirse  una segunda  división  que da paso a tres células, antes de continuar duplicándose sucesivamente. Suele atribuirse relevancia práctica al  momento  de  la anidación,  en la medida en que permíte constatar  que la posibilidad de un desarrollo plural del fruto de la gestación, que nos situaría ante individuos diversos, puede darse por descartado. La alusión a  una vida independiénte  suscita, sin embargo, la duda de si se refiere a la ya apuntada temprana diversidad genética réspecto a la madre o, más bien, al momento muy posterior de relevancia -práctica no precisada- en que el feto a alcanzado una previsible " viabilidad, de precipitarse su nacimiento.

Se observa en la argumentación del Tribunal -pese a sus dificultades para compaginar las poco disimulables discrepancias existentes en su seno- un loable afán de rigor. No siempre la polémica sobre el derecho a la vida -de modo proverbial en lo relativo al aborto, pero también cuando ahora arranca el debate en tomo a la eutanasia- circula por derroteros exquisitamente racionales. Baste recordar escarceos científicamente insostenibles, como, los intentos de cuestionar el momento en que comienza de modo efectivo la vida (10) o las propuestas para llegar a establecer alguna frontera posterior, a partir de la cual la vida merecería ser al fin considerada «humana», como si el continuado proceso de gestación permitiera constatar saltos substanciales.

La postura de los votos discrepantes resulta poco detallada, sin que pueda siquiera en algunos casos (11) justificarse por la restrictiva relevancia «negativa» que suele atribuirse a la jurisprudencia constitucional. La sentencia, por el contrario, parece más dispuesta a afrontar el debate, renunciando a camuflar el conflicto ético-jurídico básico: la contraposición entre la vida del no nacido y la posible capacidad de la madre para disponer incondicionadamente sobre ella, en la medida en que afecte a su propia libertad.

2.        Como defender juridicamente a quien no tiene derecho a ello

Descartada por el Tribunal -al menos tácitamente- la inexistencia de vida humana antes del nacimiento, el debate girará en tomo a dos cuestiones: si el no nacido ha de ser considerado como persona y en qué medida personalidad jurídica y titularidad de derechos resultan inseparables.

Se perfilaban tres posibles soluciones: 1. el no nacido es persona y, por ello, titular de derechos constitucionalmente protegidos; 2. el no nacido no es persona ni titular de derechos, lo que le priva de toda protección constitucional; 3. el no nacido, aun no siendo persona, es titular de derechos constitucionalmente protegidos.

El caso del «Aborto en Londres» brinda ya oportunidad para abordar la cuestión, al fundar el Tribunal Supremo su fallo en el aserto de que «el feto ha de ser considerado español», lo que suponía reconocerle (contara o no con personalidad jurídico-civil) como titular de derechos (12).

Como es bien sabido, el debate constituyente había prestado especial atención al problema. El Tribunal Constitucional no deja de admitir, en primer lugar, que el ya clásico criterio hermenéutico «histórico» cobra en este caso particular relevancia, ya que la «cercanía en el tiempo» -menos de siete años...- del aludido debate «justifica su utilización como criterio interpretativo».     

Constata, en segundo lugar, la dimensión teleológica de la enmienda -aprobada en su día- «que proponía utilizar el término 'todos' en sustitución de la expresión 'todas las personas' (13) -como sujeto del derecho a la vida- «con la finalidad de incluir al 'nasciturus'», reconociendo que «constituía una fórmula abierta que se estimaba suficiente para basar en ella la defensa del nasciturus».

Concluye, en fin, salomónicarnente (quizá en el sentido menos metafórico de la expresión...) que «el sentido objetivo del debate parlamentario corrobora que el nasciturus está protegido por el art. 15 de la Constitución, aun cuando no permite afirmar que sea titular de derecho fundamental» (14).

Se opta, pues, -con un inevitable aire de reformulación retroactiva- por una cuarta solución aparentemente imprevista: sin pronunciarse expresamente sobre si el no nacido es o no persona, se combinan de modo imprevisto la segunda y tercera hipótesis: no es titular de derechos, pero goza -a pesar de ello- de protección constitucional. En el transfondo flota un drástico pasaje  -no se sabe si muy meditado- del debate constituyente:

«Desengáñense Sus Señorías. Todos saben que el problema del derecho es el problema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría proabortista, "todos" permitirá una ley de aborto; y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, la "persona" impide una ley de aborto» [Gregorio Peces-Barba Martínez] (15).

La verdad es que -al margen del juego que los términos en liza pudieran ofrecer en abstracto (16)- tras la deliberada eliminación de toda referencia a la personalidad jurídica, para evitar indisimuladamente que su posible interpretación jurídico-civil pudiera perjudicar al «nasciturus» (17), la consolidación del «todos» parecía garantizar otra interpretación, mucho más favorable para él: admitir que el ser humano es titular de derechos antes incluso de ser reconocido a efectos civiles como persona. Ello implicaba replantear el concepto mismo de persona -inseparable de la titularidad de derechos-, y dejar de respetar celosamente la ancestral frontera cronológica que el Código Civil le señala como punto de partida. Tendremos que volver sobre ello...

3.        Objetos con valor y sujetos sin derecho

El precedente alemán seguirá gravitando a la hora de.garantizar protección constitucional a quien no se le reconoce la titularidad de derechos. Ello exige retrotraer el problema a un nivel aparentemente pre-jurídico al que, paradójicamente, se acabará reconociendo relevancia jurídica. Se da paso, en efecto, a una doble afirmación: los derechos fundamentales aparecen como «la expresión jurídica de un sistema de valores»; en consecuencia, «la garantía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que ha de ser asumida también por el Estado». Este tendría «la obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano» (18).

La polémica se desbordará, en los votos particulares a la sentencia por la vía que nos parece menos acertada: la presunta existencia de derechos no fundados en valores. A nuestro modo de ver, el auténtico enigma radicaría, por el contrario, en la obligada existencia alternativa de una de estas curiosas figuras: o existen valores que siendo pre-jurídicos exigen protección jurídica, o lo que existen son derechos (eso serían a fuer de expresar «jurídicamente» valores...) sin titular. El Tribunal opta por lo segundo, ya que es la de estos inconfesados derechos (y no la de los valores) la vigencia a garantizar por el Estado y la efectividad a la que primariamente debería contribuir.

Si antes era el conceptode persona el que se veía condenado a lo indescifrable -por haberse renunciado a abordar su dimensión constitucional-, ahora es el concepto de derecho subjetivo el que -privado del asiento en algún sujeto conocido- se convierte en alma en pena. Por otra parte, la opción alternativa (existencia de valores pre-jurídicos, pero de obligada protección jurídica) iría más allá, al situar en lo enigmático no ya al derecho subjetivo sino al concepto de derecho en toda su amplitud.

Las reticencias, sin embargo, surge  sintomáticamente ante el emparentamiento de derechos y valores, en el que se adivinaba el riesgo de «peligrosas jerarquizaciones axiológicas» (19). Se sugiere, incluso, que ello llevaría a razonar no «con las categorías propias del derecho (en primer lugar, y naturalmente, con el concepto mismo del derecho subjetivo) sino con las de la ética» (20).

Que el derecho enraiza en un sistema de valores nos parece tan poco dudoso como que su operatividad práctica tiene más que ver con juicios de valor que con presuntos resortes técnicos. Pretender que la propuesta de una interpretación restrictiva del artículo 1.1 de la Constitución -capaz de negar a la vida humana, nacida o no, el carácter de valor superior del ordenamiento- es un mero razonamiento técnico, ajeno a juicios de valor, invita al escepticismo. Casi tanto como atribuir similar alcance meramente técnico a la exclusión de la vida del no nacido a la hora de repasar los derechos fundamentales efectivamente implicados en la sanción penal del aborto, para incluir otros de inequívoco transfondo individualista.

Sin duda, no todo valor ético exige una protección jurídica, pero no es menos cierto que la delimitación de la frontera de lo jurídicamente exigible es siempre resultado de un juicio de valor. Difícilmente podrá fijarla taxativamente el texto normativo, ya que la interpretación de su letra (su lectura) resulta imposible sin que se reabra inevitablemente el proceso de valoración ética.

El error radica más bien, a nuestro juicio, en el intento de refugiarse en los valores para poder -obviando consecuencias inhumanas- desvincular protección jurídica y personalidad. Para que la vida del no nacido no aparezca como un derecho sin titular conocido se la presenta como un valor de obligada protección constitucional. Pero ¿por qué es esa vida la valiosa y no cualquier otra muestra de las diversísimas realidades biológicas? Indudablemente porque se considera al no nacido como un sujeto particularmente valioso. Intentar convencemos de que esa relevancia jurídica derivaría de las características específicas de un peculiar objeto vivo nos llevaría a rozar lo totémico (21).

Lo que está en juego es nada menos que la vigencia de un imperativo categórico, que se ha convertido en resumen del legado ético de la Modernidad: el rechazo de que un sujeto humano puede ser tratado como un objeto . El problema real -que la sentencia no se atreve a abordar- es si se está dispuesto a regatear carácter humano a un ser a quien la biología se lo reconoce (22), asumiendo la carga de establecer una distinta frontera de «humanidad». Querer rendir al no nacido honores de sujeto, sin reconocerle a la vez la condición jurídico-constitucional de persona, lleva por esta vía a la paradoja final de situarnos ante un objeto tan valioso como para justificar la existencia de pintorescos derechos sin sujeto.

Los valores no sirven como coartada para despersonalizar los derechos. Estos surgen vinculados a sujetos humanos. La progresión expansiva de la obligada protección de los sujetos fue tal que llevó a reconocer ficticiamente -por resultar beneficioso para su libre despliegue- personalidad jurídica incluso a conjuntos que incluían realidades materiales. Surgen así «personas jurídicas» que no son sujetos humanos, precisamente por el decidido propósito de facilitar a éstos el logro de sus fines. Todo ello hace más llamativo el afán de mantener la posible existencia de sujetos humanos que no sean personas.

Esa tensión progresista, que dilataba el ámbito de abdución de la personalidad, se aplicó posteriormente al logro de una efectiva igualdad de derechos entre los nacidos, descartando discriminaciones por razón de sexo, color o incluso credo religioso. La abolición de la esclavitud constituyó un hito en la historia de la humanidad, precisamente porque parecía poner fin a la posibilidad de que un sujeto fuera tratado como un objeto, una persona como una cosa (23). La persistencia soterrada de la tortura y la abierta apología del aborto continúan marcando hoy un contrapunto de indiscutible frustración en este positivo proceso.

Cuando se pretende consolidar el conformismo ante la supuesta existencia de seres humanos que no son personas se nos sitúa, pues, en una dinámica de retroceso reaccionario. Se sacrifica al hombre a categorías jurídicas originariamente concebidas para su defensa, condenándolo a acabar siendo tratado como una cosa. La misma era que se ufana de haber logrado el universal reconocimiento de que todos los nacidos son iguales en derechos, contempla impasible la más drástica discriminación de los no nacidos, a los que se niega incluso la mera titularidad de cualquiera de ellos.

Es este debate valorativo, y no el manejo de asépticas categorías técnicas, el auténtico transfondo del problema planteado. Pero, si se admite la relevancia ética de toda opción jurídica, resulta ahora obligado preguntarse quién será competente para asumir el inevitable juicio de valor. En este contexto, la relativización que el Tribunal Constitucional suscribe de los antecedentes parlamentarios -tan cercanos...- del artículo 15, descubre todo su alcance.

El Tribunal, como hemos visto, no muestra dudas a la hora de decantar el «sentido objetivo» del texto definitivamente aprobado. Los constituyentes sabían lo que pretendían al establecer que «todos tienen» (son, por tanto, sus titulares...) derecho a la vida; temían que la expresión sustitutiva -«la persona»- se prestara a una interpretación jurídico­civil capaz de marginar a los no nacidos. Este recelo les llevó, sin embargo, a no abordar la solución radical: articular con detalle la conexión que, en el plano constitucional, habría que entender existente entre personalidad jurídica y titularidad de derechos; omisión que acabaría cobrando notable relevancia (24) . Al Tribunal competía, en tales circunstancias, explicitar tal conexión, respetando fielmente la actitud valorativa de los constituyentes -sobre la que no expresa duda alguna- y haciéndola respetar por quienes desarrollaran por vía legislativa o judicial tal precepto.

4.        «Bien jurídico»: La voluntariosa protección de un objeto humano

Se pretende, pues, garantizar el derecho a la vida a todos, incluídos los no nacidos; aunque a éstos se les regatea a la vez la condición de sujetos (titulares) de tal derecho.

Habrían de beneficiarse de dicha garantía amparándose en un valor del que tal qerecho sería expresión; pero el valor, a su vez, sólo aparece como tal por su conexión con un sujeto tan valioso que convierte a su vida en un objeto de dignidad superior a la de cualquier otra objetiva realidad biológica.

Para evitar reconocer tan indispensable presupuesto, se opta por proteger al no nacido -negándole condición de sujeto- en su calidad de valioso objeto. Al no reconocérsele la condición jurídica de persona, habrá que tratarlo como cosa  jurídicamente  protegida,  o  sea -para evitar  términos  menos  dignos-  como  «bien»...  El Tribunal  constata que «en todo caso, y ello es lo decisivo para la cuestión objeto del presente recurso, debemos afirmar que la vida del 'nasciturus' es un bien jurídico constitucionalmente protegido por el art. 15 de nuestra Norma fundamental» (25).

En apariencia el problema ha sido hábilmente resuelto, pero no deja de resultar sintomático que desde las dos bases argumentales enfrentadas en el debate se planteen notables dudas al respecto. Acostumbrados a distinguir entre sujetos y objetos, ¿cabe entender como sinónimos o equivalentes a bienes y derechos?

No falta un Magistrado discrepante que apunte que «cualquier jurista conoce la compatibilidad y la enorme diferencia entre ambos conceptos» (26); la vida del no nacido merecería menor protección que un derecho con el que entrara en conflicto, porque un bien jurídico tendría siempre una relevancia práctica inferior a la de cualquier derecho. No parece tampoco muy diversa la actitud de los recurrentes cuyas pretensiones se rechazan; también a ellos un bien les parece menos que un derecho, por lo que «la vida, existente desde la concepción, es algo más que un bien jurídico» (27). Por una vez hay acuerdo: un bien parece reducido equipaje para abrigar a una realidad tan valiosa como para merecer protección jurídica.

El Tribunal acabará suscribiendo una postura tácitamente diversa de la de ambas partes: entre ambas categorías no habría a priori diferencia de rango; caso por caso,  «el intérprete constitucional se ve obligado a ponderar los bienes y derechos en función del supuesto planteado» (28). El buen deseo resulta encomiable, pero las consecuéncias prácticas invitan al escepticismo. Por mucha relevancia que se conceda a los bienes, a la hora del conflicto el «otro» ha desaparecido; los derechos de un sujeto se verán contrapuestos a un objeto -todo lo valioso que se quiera-, o a una cosa -por muchas vueltas que se le dé, no se la tratará nunca como a una persona...- que fácilmente acabará llevando las de perder.

LLegamos así al núcleo central de uno de las más polémicos fallos de nuestro Tribunal Constitucional. El ponente designado terminará firmando un voto particular, tras solicitar al Presidente -cuyo voto de calidad acaba decidiendo el parecer mayoritario­ que le dispense de redactar la sentencia (29). No es difícil, por otra parte, barruntar que los seis votos que configuran la mayoría aúnan dos posturas diversas: una más inclinada a reducir al mínimo toda posible excepción a la hora de proteger la vida del no nacido y otra más proclive a admitir un juego ponderador, sin límites definidos, al entrar en conflicto con otros bienes o derechos.

Los recurrentes entendían que la inclusión  del término «todos» durante el debate constitucional perseguía, en efecto, la protección incondicionada de la vida del no nacído. Así se había afirmado desde el Gobierno, por otra parte, al abordar ante la opinión pública las cuestiones de niayor impacto conflictivo en las decisivas vísperas del refrendo popular al texto constitucional: el aborto parecía quedar en todo caso excluído, mientras que la vía libre al divorcio -otro gran debate social del momento- dependería de la mayoría parlamentaria que respáldara al Gobierno de turno. No es, pues, extraño que insistan en que la vida del no nacido «es un valor absoluto que no puede ser objeto de limitación», por lo que «debe ceder aquel de los derechos que sea limitable» (30).

La sentencia establece, por el contrario, que la protección de la vida del no nacido, como la de «todos los bienes y derechos constitucionalmente reconocidos, en determinados supuestos puede y aun debe estar sujeta a limitaciones» (31), lo que deja entrever una obligada cesión de los Magistrados más decididamente defensores de la vida, para lograr reunir al menos la mitad de los votos (incluído el cualificado del Presidente), evitando un fallo menos favorable.

El Tribunal no deja de añadir una afirmación destinada a cobrar relevancia ante cualquier futuro intento de dar paso a una despenalización indiscriminada del aborto durante determinado plazo de la gestación. Tampoco «los derechos de la mujer pueden tener primacía absoluta sobre la vida del 'nasciturus', dado que dicha prevalencia supone la desaparición, en todo caso, de un bien no sólo constitucionalmente protegido, sino que encama un valor central del ordenamiento jurídico» (32).

5.        Conflictos entre bienes y derechos

El proyecto originariamente aprobado en el Parlamento contemplaba algunos de los más graves conflictos de derechos habitualmente presentes en supuestos de aborto (33).

No hay duda para el Tribunal de que, en caso de conflicto entre dos vidas, «resulta constitucional la prevalencia de la vida de la madre» (34).

Más compleja es la situación planteada al entrar en conflicto con la vida del no nacido la salud de la madre. Se descarta, en cualquier caso, que haya de considerarse rechazable cualquier despenalización de este supuesto, como pretendían los recurrentes (35), ya que se considera que «el supuesto de "grave peligro" para la salud de la embarazada afecta seriamente a su derecho a la vida». No obstante, se precisa que el juego del término «necesario» reviste particular relevancia: «sólo puede interpretarse en el sentido de que se produce una colisión entre la vida del "nasciturus" y la vida o salud de la embarazada que no puede solucionarse de ninguna otra forma» (36). El recurso efectivo a dicha interpretación se convierte en cuestión decisiva si se tiene en cuenta que el 98% de los abortos legales producidos desde la entrada en vigor de tal despenalización se ha acogido a este supuesto (37).

Pasando a otro previsible conflicto, hay que registrar que en ninguno de los casos analizados por el Tribunal se llega a plantear de modo frontal la posible colisión entre la vida del no nacido y el derecho de la madre a actuar sin cortapisas en el ámbito de su intimidad -aunque no falten pasajeras alusiones al respecto - (38), ni menos aún a la posibilidad de una libre autodeterminación de la madre respecto a la vida del no nacido (39).

El establecimiento de la prevalencia de la libre autodeterminación personal sóbre la vida no nacida es el contenido básico de lo que se ha dado en llamar una actitud «progresista» en relación aborto, que apuntaría siempre al reconocimiento del aborto como derecho de la mujer, aunque admita postergar o mitigar tal objetivo por razones estratégicas. Un cierto aire de debate aplazado queda flotando en el ambiente (40).

6.        La problemática frontera entre lo despenalizado y lo legalizado

Es bien sabido que el ordenamiento jurídico penal reviste características peculiares, dada su condición de instrumento de defensa particularmente contundente y, por ello, de uso obligadamente restrictivo. Esto lleva a plantear si un bien jurídico como la vida del no nacido merecería o no tan drástica defensa. La respuesta del Tribunal será afirmativa: entre las obligaciones del Estado para con el «nasciturus» está «la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales» (41). Las posibles excepciones a este principio y la vía jurídicamente más adecuada para darles cauce se convierten ahora en centro del debate.

Dos elementos estarán inevitablemente presentes. Por una parte, hay que tener en cuenta la genérica dimensión pedagógica o «normalizadora» que acompaña espontáneamente a la norma penal. Su pretendida función disuasoria resulta prácticamente más eficaz en la medida en que logre descalificar socialmente determinadas conductas, haciendo innecesario el ejercicio efectivo de la sanción, con lo que ésta lleva aparejado de inevitable desgaste.

Ha de considerarse, por otra parte, la incidencia personal práctica de la sanción sobre el concreto infractor. Mientras el objetivo anterior aconsejaría, en la duda, el mantenimiento de normas penales, éste segundo invita a garantizar al máximo la apreciación de excepciones. Cabe, por tanto, que se considere razonable una norma penal y a la vez se estimen obligadas determinadas salvedades.

Una vía particularmente ajustada para el logro de ese doble objetivo aconsejaría: residenciar en el texto legal las normas que deben conformar socialmente ese «mínimo ético» que el ordenamiento jurídico estima tan imprescindible como para respaldarlo con las drásticas sanciones penales; dejar a la actividad judicial -mediante el juego, de eximentes, atenuantes y agravantes- la apreciación de las oportunas excepciones, a la hora de aplicar las normas a circunstancias y personas concretas.

El conflicto más extremo se plasmaría, dentro de esta vía, en la apreciación del llamado estado de necesidad como circunstancia eximente (42). Su aplicación a los casos de aborto puede verse obstaculizada por la exigencia de doctrinal de que el bien protegido por la norma sea de rango inferior al que justifica la excepción, o por el grado de necesidad de la conducta realizada para salvaguardarlo (43). No suscribiría tales dificultades el Tribunal, ya que -si bien no se pronuncia sobre su existencia en el caso examinado, por ser ello competencia de la jurisdicción ordinaria (44)- no duda en calificar como «específicas situaciones de estado de necesidad» a los supuestos despenalizadores que había considerado constitucionales.

La opción alternativa entiende, por el contrario, que la excepción debe cobrar rango normativo, aun asumiendo el negativo coste social que su dimensión «pedagógica» llevará inevitablemente consigo. El Tribunal, que no se muestra explícitamente sensible a tal costo, opta por esta línea, vinculándola a la doctrina de la no exigibilidad  penal de determinadas conductas: «el Legislador, que ha de tener siempre presente la razonable exigibilidad de una conducta y la proporcionalidad de la pena en caso de incumplimiento, puede también renunciar a la sanción penal de una conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su caso, siga subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en otros ámbitos» (45).

En el dilema entre dejar fuera de toda duda -a efectos «pedagógicos»- cuál es el mínimo ético considerado «normal» por una sociedad, penalmente por ello exigible, y apreciar por adelantado posibles circunstancias individuales excepcionales, el Tribunal opta por la segunda. No ignora que «las leyes humanas contienen patrones de conducta», pero se muestra más preocupado por garantizar por vía legal las excepciones que por evitar el peligro de que se conviertan, con ayuda del patrón legal, socialmente en norma. Al final la despenalización puede acabar resultando muy poco «neutral» (46), en la medida en que contribuye eficazmente a «neutralizar» los patrones morales socialmente vigentes.

El argumento de que la sanción debe tener por objeto los «casos normales» muestra su doble filo. Por una parte, sería preciso excluir de ella casos anormales: «situaciones singulares o excepcionales en las que castigar penalmente el incumplimiento de la ley resultaría totalmente inadecuado» (47). Por otra, es obvio -aunque la sentencia no aluda a ello- que la tipificación de una excepción, incluyéndola entre los contenidos de una norma, la reviste del carácter de caso «normal», lo que inevitablemente acabará normalizando socialmente tal conducta.

Desde esta perspectiva, resulta demasiado simplista un presunto dilema al que se recurre con notable frecuencia. Se subraya, con acierto, que es más ventajoso y humano promover condiciones sociales que hagan más remota la posibilidad del delito, que insistir en la represión penal de los delitos ya consumados. Como ya hemos señalado, la norma penal -junto a su capacidad represiva, no pocas veces problemática- genera o refuerza (o debilita...) la repulsa social en relación a determinadas conductas. Este rechazo valorativo empuja en la práctica al ciudadano a excluir tal proceder de entre las alternativas por las que le resultaría concebible optar en caso de conflicto. La penalización, por tanto, cumple no pocas veces con particular eficacia esa tarea de promoción de condiciones sociales que disminuyen la posibilidad del delito, que se tiende a contraponerle como alternativa.

Ello explica que, en la práctica -al margen de que el control judicial de las circunstancias excepcionales contempladas en la norma se haga con mayor o menor rigor (48)­ un sistema de indicaciones excepcionalmente despenalizadoras (que sigue considerando anormal y rechazable la conducta genérica contemplada), acabe traduciéndose en un menor número de abortos que un sistem a de plazos (que presenta abiertamente la conducta como normal y no rechazable, si se realiza durante determinado espacio de tiempo).

En el caso español las peticiones hoy minoritarias en favor de una «ley de plazos», aseguran aspirar a la eliminación de determinadas trabas legales que impedirían la realización del número de abortos que -de modo implícito- parece considerarse estadísticamente razonable. No sería exagerado sug rir que el efecto práctico de tal medida acabaría consistie ndo, más bien, en una debilitación de la repulsa social aún vigente, que actúa de modo más eficaz como freno de un posible incremento de abortos, ya realizables de hecho sin práctico obstáculo legal. Lo que con ello se conseguiría, en realidad , es ver en mayor medida considerado socialmente como normal lo que ya no ya no resulta jurídicamente impedido; o sea, utilizar el ordenamiento penal para provocar un cambio en los valores socialmente vigentes; en perjuicio, por cierto, de ese valor al que el Tribunal considera digno de una particular protección constitucional.

Limitémonos ahora a esbozar estas observaciones, sin perjuicio de abordar en diverso texto (49) el análisis de otro significativo aspecto de la cuestión: en qué medida lo que se presenta como una mera despenalización excepcional de determinadas conductas no acaba confiriendo en la práctica a éstas carácter de derecho, e incluso de derecho fundamental. Prueba de ello sería que la despenalización -aunque presuntamente no legaliza conductas ni confiere derechos- llega a atribuir a terceros (los médicos) deberes específicos; y de tal alcance que les obligaría a refugiarse en lo excepcional (la objeción de conciencia) si quieren negarse a realizar una conducta -en teoría- excepcionalmente despenalizada, que -en la práctica- se les acaba presentando normalmente como obligatoria.

Este problema, por lo demás, vuelve a enlazarse con el anterior. Si, por una parte, el personal sanitario se ve obligado -desde el punto de vista jurídico- a acogerse a una excepcional objeción de conciencia, por otra, las pautas vigentes -aún no modificadas en el ámbito social por la despenalización- hacen que se produzcan «posturas de rechazo abierto no sólo entre especialistas de ginecología y anestesiología, sino también entre personal de enfermería» (50), con lo que el recurso a la jurídicamente excepcional objeción se convierte en la práctica socialmente en norma.

7.        Línea doctrinal refrendada

El Tribunal se mostró consciente de que con frecuencia los presupuestos y en ocasiones los argumentos explícitos del debate social sobre el aborto parecen situar ante un curioso dilema: o se opta por preceptos morales de signo confesional o por una filosofía de la historia «progresista», vinculada a un laicismo no menos confesional. De ahí su deliberado esfuerzo por mantenerse al margen de tan inoportuna guerra de religión.

Rechazando alegaciones de este tipo en contra de la penalización.del aborto, des­ carta la insinuación de que -con el actual tratamiento penal del aborto- «un grupo ideológico o religioso imponga particulares concepcines al resto de la sociedad» (51). Con ello pretendía, sin duda, facilitar la consolidación de la línea doctrinal que iniciaba.

A disipar cualquier duda sobre la permanencia de la doctrina sentada en estas tres primeras sentencias, todas ellas relativas al aborto, contribuirán significativamente las que posteriormente abordarán la posibilidad de proceder a la alimentación forzosa de los reclusos de la organización terrorista GRAPO, en huelga de hambre, cuando su vida se halle en peligro (52).

El Tribunal Constitucional, con composición muy diversa a la de un lustro antes, vuelve así a pronunciarse -en muy distinto contexto- sobre la protección de la vida humana. De los doce Magistrados que fallaron la segunda y más discutida de las sentencias iniciales continuaban por entonces en sus cargos tres, uno sólo de los cuales la había respaldado; esto ofrecía una interesante oportunidad para calibrar el grado de consolidación de la línea jurisprudencial apuntada.

Por otra parte, el contenido de estos tres nuevos pronunciamientos cobra inusitada relevancia por un hecho circunstancial: dado el contexto de actividad terrorista en que los fallos se producen (se había atentado contra uno de los médicos...), para evitar represalias individualizadas, los casos -aun tratándose de recursos de amparo- no acaban siendo analizados por una de las Salas sino por el Pleno del Tribunal; tampoco se designa -como es habitual- un Magistrado ponente sino tres, aunque de esta cautela se prescinde ya en la tercera de las sentencias.

No faltan significativos paralelismos con la doctrina sentada en las tres sentencias sobre el aborto:

-      Se vuelve ahora a plantear la inevitable conexión entre el derecho y otras instancias valorativas (53), aunque se pretende resolver el problema recurriendo sólo a «criterios jurídicos constitucionales».

-      A semejanza de la del no nacido, la vida de los reclusos en huelga de hambre podría también justificar una intervención protectora de tal derecho por parte del Estado, al margen de la voluntad de sus titulares. De ahí que la asistencia médica obligatoria viniera justificada por la preservación del bien de la vida, considerado corno un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional (54).

-      Los derechos esgrimidos por los GRAPO -que no llegan a ser considerados merecedores de amparo- son, por otra parte, idénticos a los que sirven de fundamento a las propuestas «progresistas» liberalizadoras del aborto: el valor superior de la libertad, la libertad ideológica y los derechos a la intimidad o privacidad (55).

-      Se mantiene la ya aludida distinción entre bienes y derechos, a la que se añade ahora la relación entre derechos subjetivos y fundamentales y la de ambos con los meros actos no prohibidos (56).

-      Novedosa es la invitación a tener en cuenta, en la delimitación del actuar lícito del sujeto, «la relevancia jurídica que tiene la finalidad que persigue el acto de libertad» (57). Volviendo, en efecto, al paralelismo analizado, parece claro que el sistema de indicaciones viene a establecer finalidades lícitas vinculadas a determinados bienes o derechos, capaces por ello de justificar excepcionalmente el sacrificio de la vida del no nacido. Por el contrario, un sistema de plazos desligaría a la libertad de cualquier referencia finalista dando rienda suelta al mero arbitrio.

Excluído por estas recientes sentencias el reconocimiento de un derecho a la propia muerte, ¿cabría plantear, sin salir del marco constitucional, la existencia de un ejercicio legítimo de la libertad que incluya el derecho a la muerte ajena?. Podríamos preguntarnos, incluso, si se trataría de un derecho subjetivo capaz de movilizar el apoyo del poder público para vencer resistencias (económicas, por ejemplo) a su ejercicio; o, incluso, de un derecho fundamental que impediría al legislador penalizar su ejercicio, al menos durante determinado plazo...

Si  el ejercicio de  potestades  legítimas por  parte de la Administración acaba, en estos casos, prevaleciendo sobre la libertad de (que no derecho a...) morir de los reclusos, ¿tendría menos fuerza la vida del no nacido a la hora de condicionar a la madre en una problemática libertad de (que no derecho a...) desembarazarse de él?

8.        Hacia un concepto constitucional de «persona»

Como ya hemos visto, el mayor obstáculo para el efectivo reconocimiento jurídico de la dignidad del ser humano no nacido deriva de la negativa a reconocerle el status de persona, con la consiguiente imposibilidad de ser titular de derechos.

Nuestro ordenamiento civil continúa ofreciendo una arcaica delimitación del concepto de persona, diseñada fundamentalmente para satisfacer exigencias de seguridad en el tráfico jurídico. Con ello mantiene anacrónicamente la prioridad atribuída a determinadas circunstancias en un contexto ya lejano, caracterizado por una situación social y un grado de evolución de los conocimientos científicos hoy absolutamente superados. La exigencia, por ejemplo, de que para constatar la existencia de una persona haya que observar si tiene «figura humana» puede hoy, gracias a los avances tecnológicos, verse ya cumplida mucho antes del nacimiento; esa configuración humana básica se completó biológicamente a los dos meses de existencia, dando pie a que se pasara a calificar como «feto» a quien hasta entonces se trataba como «embrión».

La búsqueda de la certeza a la hora de dictaminar cuándo un nuevo actor había entrado en la escena jurídica exigía recurrir a la ficción de que aún no era tal veintitrés horas después de nacido. Conscientes de ello, se intentaban evitar las posibles consecuencias negativas para el no nacido que pudieran derivar de tan ficticia frontera. Ello explica que se estableciera la tutela protectora de un «curator ventris», o se formulara la sabia y bienintencionada previsión de que al concebido se le tenga por nacido para todo aquello que le resulte favorable.

Hoy no es tanto el afán de conocer con certeza el elenco de los actores jurídicos lo que provoca riesgos de indefensión para el no nacido. Más significativa parece la presión de un planteamiento individualista que niega protección a esa vida, en la medida en que pueda comprometer la libertad de otro más allá de lo que se considere soportable. En tales circunstancias, resulta ya imposible garantizar al no nacido el acceso a lo que le resulta más favorable, a menos que se le reconozca el status de persona y -con él- la titularidad de su derecho más elemental: seguir vivo.

Peripecia elocuente  al respecto resulta la ineficiencia del cambio  de la expresión «la persona» por «todos». Ha dejado fuera de toda duda que la vía adecuada para proteger con eficacia la vida humana desde sus comienzos no pasa por aparcar el concepto jurídico de persona, para intentarlo al margen de él, sino -muy al contrario- por extenderlo al no nacido.

Abordar las dificultades de este replanteamiento -lo que rara vez se ha hecho en las apasionadas polémicas sobre el aborto- sería empeño razonable. Se ha argüido con frecuencia que la propia penalización del aborto ha servido para constatar históricamente una infravaloración de la vida del no nacido, protegido con sanciones más leves que las previstas para el resto de las personas. Esto -más que un  argumento  contundente contra su reconocimiento como tal- parece más bien un síntoma esclarecedor de que el reconocimiento de la dignidad del no nacido no apunta tanto a una restauración de logros humanos pretéritos como al progreso en una utopía aún inacabada.

Aprestarse a ella supone plantear un objetivo cuyo logro revestiría una transcendencia histórica superior incluso a la abolición  de la esclavitud  (58). También entonces  se negaba personalidad jurídica a una categoría de seres humanos, pretendiendo no rara vez liberarlos con ello de calamidades sin cuento... En buena medida se actuaba así por una inconfesada convicción: su reconocimiento como seres humanos obligaría, a los que sí estaban en condiciones de ejercer la libertad, a asumir compromisos en su «modus vivendi» que no se mostraban dispuestos a soportar. La insolidaridad individualista se diluía al final dentro del anónimo funcionamiento de un sistema consolidado, que pocos se atrevían a poner en cuestión.

Si se reconociera hoy al no nacido la condición de persona humana, serían  también  a él aplicables afirmaciones como ésta: «la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre (...), constituyendo, en consecuencia, un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar,  de  modo que, sean unas u otras las limitaciones que se impongan en el disfrute de derechos individuales, no conlleven menosprecio para la estima que, en cuanto ser humano, merece la persona» (59).

El problema no ha    dejado de plantearse en otros ordenamientos  jurídicos, al surgir situaciones hace poco tiempo impensables provocadas por las técnicas de fecundación in vitro y de criogenización. Ello lleva a encontrar sentencias como la que afirma solemnemente que «los embriones humanos no son objeto de propiedad» o se recuerda que «la vida humana comienza en la concepción», para afirmar que «en materia de derecho de la familia, ningún principio establecido supone obstáculo a que la Common Law se extienda y se aplique a los siete seres humanos que existen en forma de embriones in vitro»; no resulta extraño tampoco que, en tal contexto, se presentara en el Senado norteamericano una Proposición de Ley sobre la Salud de la Persona Humana, cuyo primer artículo afirmaba que «ante la ley, todo ser humano es una persona, desde la fecundación hasta la muerte» (60).

La propuesta resulta, también entre nosotros, menos insólita de lo que puede parecer. No sería la primera vez que se abordara el replanteamiento de conceptos que hasta ahora habían venido marcados de modo exclusivo por la dogmática jurídica propia del derecho privado. Se apuntó ya, en pleno debate constituyente, por un prestigioso especialista que mantener el término «persona» (61), en vez de sustituirlo por «todos», «permitía después a la inevitable jurisprudencia, que va a aclarar la Constitución, decir cualquier significado de «persona» . De hecho, en nuestro ordenamiento jurídico se ha venido atribuyendo ya la calidad de «persona» al no nacido.

Así viene ocurriendo en el «Código Penal que castiga el aborto como delito contra las personas, lo que indica que una es la personalidad en sentido jurídico penal y otra la contemplada en la esfera iusprivatista, y asimismo en el orden constitucional» (62): La circunstancia no ha pasado inadvertida a los mentores del último nonato proyecto de Código Penal, que se propusieron eliminar el citado rótulo de delitos «contra las personas», para situar al aborto como ambigua frontera entre el homicidio, que protege la vida de una persona, y los delitos de lesiones, que defienden de cualquier ataque la integridad de su cuerpo.        

Más pertinente aún al respecto resulta el replanteamiento del concepto iusprivatista del «domicilio», llevado a cabo por el propio Tribunal Constitucional. Este ha sentado que «la idea de domicilio que utiliza el artículo 18 de la Constitución no coincide plenamente con la que se utiliza en materia de Derecho privado». Mientras éste lo reduce a «punto de localización de la persona o lugar de ejercicio por ésta de sus derechos y obligaciones», la Constitución exigiría pasar a entenderlo como «una protección de carácter instrumental, que defiende los ámbitos en que se desarrolla la vida privada de la persona», o sea «la defensa y garantía del ámbito de privacidad», con rango de derecho fundamental. En consecuencia, es preciso «mantener un concepto constitucional de domicilio en mayor amplitud que el concepto jurídico privado o jurídico-administrativo» (63).

9.        La polemica frontera de lo humano

Dificultades técnicas al margen, son sin duda sus consecuencias prácticas las que bloquean hoy el reconocimiento al no nacido de su condición de persona humana.

La pregunta que sigue en pie, despejado cualquier tapujo, es si existe un derecho a desembarazarse de otro. El conflicto básico latente en la polémica del aborto es el que enfrenta a la libertad de la madre con la vida del no nacido. Un ulterior análisis de la jurisprudencia constitucional examinada (64) nos permitirá comprobar en qué circunstancias estima que debe considerarse existente un compromiso capaz de gravar a la libertad, obligándola a aceptar verse limitada en beneficio de una nueva vida humana.

La  polémica  afecta inevitablemente al concepto  mismo de derecho.  Al  alcance que se confiere a los derechos reconocibles a un sujeto, en primer lugar. Cabe entender por derecho subjetivo un resto de arbitraria individualidad que se nos tolera, por no afectar a la estabilidad del sistema de convivencia  imperante. Desde esta perspectiva, la  libertad  autorizará en  todo  caso a expulsar  a cualquier  «otro»,  que allane nuestra «privacidad», tratándolo como a un invasor. No habría por qué admitir que todo embarazo haya hecho surgir un ser humano digno de incondicionada protección; su dignidad y consiguiente protección se las acabará confiriendo la eventual acogida voluntaria por parte del afectado. El individualismo -desafiando incluso a la fisiología­ garantiza que nadie podrá verse embarazado en su libre hacer, si no se cuenta con su previo consentimiento.

El concepto de derecho subjetivo que se suscriba acabará afectando al concepto mismo de derecho, desprovisto de cualquier adjetivo. Este derecho subjetivo, entendido como arbitrariedad residual tolerable, implica lógicamente un entendimiento general del derecho como recorte represivo de una libertad inevitablemente individualista, insolidaria y conflictiva; la alusión a Hobbes resulta ociosa.

Cuando, por el contrario, se entiende en general por derecho una dimensión del actuar humano, que lo hace capaz de ajustar el ejercicio de su libertad con el de sus iguales, el concepto de derecho subjetivo cambia radicalmente. El despliegue de una libertad sociable, solidaria y pacífica -éticamente costoso sin duda- es lo que permite establecer relaciones que merezcan el calificativo de «personales». El derecho como legítimo despliegue subjetivo sólo es reconocible en la medida en que la libertad del uno va acopañada de la disposición a acoger al otro. La condición de persona no se actualiza en su plenitud cuando se alcanza la capacidad de ser consciente de la propia dignidad, sino que se ejerce cuando se es capaz de reconocerla en el otro. El derecho subjetivo deja así de considerarse como un reducto defensivo, blindado a toda sociabilidad, para convertirse en la expresión más elemental de una realidad: que el hombre no comienza a ser humano cuando se ve aceptado por sus iguales, sino que deja de serlo cuando se niega a aceptar como igual a uno sólo de ellos.

Andrés Üllero Tassara, en tribunalconstitucional.es/es/

Notas:

1.   "Anuario de derechos humanos" (Madrid) 1988-89 (5) pág. 232.

2.   Fallo que sería anulado por la STC 75/1984 de 27 de junio -"BJC" 1984 (39) págs. 959-967.

3.   Fallado por la STC 53/1985 de 11 de abril -"BJC" 1985 (49) págs. 515-542.

4.   Examinado por la STC 70/1985 de 31 de mayo -"BJC" 1985 (50) págs. 697-703.

5.   STC 53/1985 de 11 de abril, F.5 -"BJC" 1985 (49) pág. 532.

6.   Los recurrentes contra el proyecto despenalizador aluden a "la Sentencia del Tribunal Cons­ titucional Federal Alemán de 25 de febrero de 1975, en el cual se admite que el derecho a la vida proclamado en el art, 2 de la Ley Fundamental de Bonn se extiende a la vida del em­ brión, en tanto que 'interés jurídico independiente', añadiéndose que, según los conoc unien­ tos biológicos y fisiológicos establecidos, la vida humana existe al menos desde el decimocuarto día siguiente a la concepción" -STC 53/1985 de 11 abril, A.l ,C) -"BJC" 1985 (49) pág. 522. Como podrá verse más abajo, en este plazo de dos semanas, en que suele producir­ se la anidación, no se aporta biológicamente novedad alguna; se ha utilizado jurídicamente, sin embargo, para fijar una artificial frontera entre el embrión (biológicamenfe, la forma más joven de un ser individuado) y un supuesto pre-embrión, buscando así facilitar vía libre a procedimientos de fecundación in vitro.

7.   STC 53/1985 de 11 de abril, F.5,a) -"BJC" 1985 (49) pág. 532.

8.   STC 53/1985 de 11 de abril, F.5,b) -"BJC" 1985 (49) pág. 532.

9.   STC 53/1985 de 11 de abril, F.5,c) -"BJC" 1985 (49) pág. 532.

10.    Así afirmaciones del tipo de: "quienes se oponen a la despenalización del aborto lo hacen arguyendo a la vida, lo que reconduce al problema de si el feto tiene o no vida"(?); o intentos de patentar un concepto " biológico" de persona -"es evidente que el 'nasciturus' no es, ni desde el punto de vista biológico ni, desde luego jurídico, una persona"- rubricados luego con esta rotunda apostilla: "es evidente de toda evidencia que el 'nasciturus' no es ni puede ser sujeto de los derechos que la Constitución reconoce a 'todos'" -El  régimen constitucional español de J. ESTEBAN y L. LOPEZ GUERRA, hoy Magistrado constitucional, aunque la responsabilidad de estas afirmaciones corresponde a su colaborador J. GARCIA MORILLO; Barcelona, Labor, 1980, t. 1, pág. 142.

11.    Quizá exigía justificación más explícita la tenaz insistencia de Francisco TOMAS Y VALIENTE en "la muy dudosa constitucionalidad del artículo 411 del Código Penal" - y sus votos particulares a la STC 75/1984 de 27 de junio -"BJC" 1984 (39), pág.966- y a la STC 53/1985 de 11 de abril, 52 -"BJC" 1985 (49) pág. 539. Se anima, al fin, a desvelarla posteriormente, al afirmar que "el Tribunal no sólo puede, sino que debe declarar la inconstitucionalidad del 411 del Código Penal", porque su texto "no tiene en cuenta la existencia de aquellos derechos de la mujer embarazada derivados de los artículos 15 y 10 CE" -voto particular a la STC 70/1985 de 31 de mayo, 2 -"BJC" 1985 (50) pág. 703- aunque no llega a mostrarse partidario de atribuirles en todos los casos carácter preferente.

12.    El Tribunal Constitucional muestra un tácito despego ante tal planteamiento, aunque es en el voto particular del Magistrado Francisco TOMAS Y VALIENTE donde la discrepancia se marca drásticamente: el no nacido no es persona, sino mera "spes hominis", y "quien no es persona no puede ser, no es, titular de derechos" -STC 75/1984 de 27 de junio, F.6 y voto particular citado -"BJC" 1984 (39) págs. 965 y 966.

13.    El tribunal se confunde. La expresión introducida por el Informe de la Ponencia fue, en realidad, "La persona tiene derecho a la vida", partiendo de la enmienda n2 467 presentada por R. MORODO LEONCIO como Portavoz del grupo Parlamentario Mixto, que se refería a "E l derecho de la persona a !a  vida" como "invisible'  Constitución  Española. Trabajos parlamentarios Madrid, Cortes Generales, 1989 (2ª edición) t. I, págs. 319 y 603.

14.    STC 53/1985 de 11 de abril,-F.5 -"BJC" 1985 (49), págs. 532-533. Se rechaza así la interpretación de que 'todos' equivale a 'todas las personas‘, que había defendido el Magistrado Francisco TOMAS Y VALIENTE en su voto particular a la anterior STC 75/1984 de 27 de junio -"BJC" 1984 (39) pág. 960. Sobre los primeros comentarios en tomo al alcance del texto constitucional cfr. el trabajo de J.A. GARCIA GONZALEZ anterior a cualquier pronunciamiento del Tribunal Constitucional -Constitución, vida y aborto, su formulación progresiva en el Estado Social y Democrático de Derecho "Revista de Estudios Políticos" 1984 (38) págs. 239-259, en especial 240-243.

15.    Intervención del ponente socialista Gregorio PECES-BARBA MARTINEZ ante el Pleno del Congreso en la sesión del 6 de julio de 1978 -en La Constitución española. Trabajos Parlamentarios (cit. en nota 13), t. II, pág. 2038. Desde planteamientos indisimuladamente favorables a la protección de la vida del no nacido, se pronosticó bien pronto de modo más sereno, con el apoyo del derecho constitucional comparado, que la inclusión de la palabra "todos" "no tiene, desde la perspectiva de una interpretación puramente literalista del precepto, el efecto de resolver definitivamente el problema interpretativo en cuestión", aunque se adelanta que, sea o no el "nasciturus" titular de derechos fundamentales, "de este precepto constitucional se deduce una norma objetiva, que impide al Estado permanecer impasible ante el hecho de que se mate a los 'nasciturus'" - 0. ALZAGA VILLAAMIL Comentario sistemático a la Constitución española de 1978 Madrid, Ediciones el Foro, 1978, pág. 185.

16.    G. RODRIGUEZ MOURULLO, antes de los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, considera que "ni la presencia del término 'todos' en el artículo 15 supone la prohibición absoluta de la despenalización del aborto, ni la introducción de la palabra ' persona' hubiera significado necesariamente plena libertad para tal despenalización" -Derecho a la vida en Comentarios a las Leyes Políticas (ed. por O. ALZAGA VILLAAMIL) Madrid, EDERSA, 1984, t. II, pág. 302.

17.    Así lo reconoce el propio Tribunal, al considerar que el término "todos" se propuso "con la finalidad de incluir al 'nasciturus' y de evitar, por otra parte, que con l palabra ' persona' se entendiera incorporado el concepto de la misma elaborado en otras disciplinas jurídicas específicas, como la civil y la penal, que, de otra forma, podría entenderse asumido por la Constitución" -STC 53/1985 de 11 de abril, F.5; " BJC" 1985 (49) pág. 533.

18.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.4 -"BJC" 1985 (49) pág. 532

19.    Por parte del Magistrado Francisco TOMAS Y VALIENTE, tras confesar: "nunca he sido un entusiasta de la filosofía de los valores". No encuentra "fundamento jurídico constitucional" para afirmar que la vida humana "es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional", quizá por no admitir otros valores con relevancia jurídica que los expresamente aludidos como tales por el texto de la Constitución. A la vez reafirma "que el concepto de persona es el soporte y el prius lógico de todo derecho". Todo ello en el punto 42 de su voto particular a la STC 53/1985 de 11 de abril, -1985 (49) pág. 538. Sí serían, por el contrario, "derechos fundamentales que efectivamente están implicados en este difícil tema" los relativos "al libre desarrollo de la personalidad -art. 10-, a la integridad física y moral -art.15-, a la libertad de ideas y creencias -art. 16-, a la intimidad personal y familiar -art. 18-", según el Magistrado Francisco RUBIO LLORENTE, en su voto particular a la STC 53/1985 de 11 de abril -"BJC" 1895 (49) pág. 541.

20.    No se supera tal estadio cuando se considera que "la vida humana en formación es sentida en la comunidad como un valor positivo a cuya destrucción se opone resistencia", lo que la convertiría en un bien jurídico, pero de la comunidad, por lo que no cabría atribuir su titularidad ni al nasciturus ni a la madre -L. ARROYO ZAPATERO Prohibición del aborto y Constitución en La despenalización del aborto (ed. por S. MIR) Bellaterra (Barcelona), Universidad Autónoma, 1983, págs. 55-82, especialmente 70-71 y 73. Queda la duda de qué habrá llevado a la comunidad a encariñarse de modo tan profundo como irracional con tal objeto.

21.    G. RODRIGUEZ MOURULLO se muestra rotundo al respecto; el concepto constitucional de vida equivale a "ser humano vivo" y "se determina conforme a criterios científico-naturalísticos", por lo que "la existencia o inexistencia de vida no se puede hacer depender de valoraciones sociales", aunque éstas puedan condicionar fases con diversa protección del Derecho a la vida (cit. en nota 16), pág. 300.

22.    Sobre el rechazo por parte del Consejo de Estado francés de la posibilidad de que el embrión sea tratado como una cosa cfr. A. SERIAUX Entre justice et droits de l' homme: la condition juridique del' embryon humain "Persona y Derecho" 1990 (23) págs. 68 y 73.

23.    Algunos bienintencionados intentos no andaron sobrados de rigor técnico. El Diputado de UCD Eugenio ALES PEREZ presentó la enmienda n2 776, proponiendo para el artículo 15.1 un texto del siguiente tenor: "Todo ser humano tiene derecho a la vida y a la integridad física; en consecuencia se declara abolida.la pena de muerte y anticonstitucional cualquier disposición, sea del rango que fuere, que atente contra la vida y la integridad física de la persona humana y del nasciturus". La motivación, tras aludir a la probada ineficacia intimidatoria de la pena de muerte, proponía "adecuar a esta materia nuestra Constitución y nuestra Legislación Penal a los principios morales, filosóficos y sociales impuestos por el Mandato Divino y la Ley Natural"... Rechazada por el Informe de la Ponencia, no fue mantenida para su debate en Comisión Constitución Española. Trabajos  parlamentarios (cit. en nota 13), t. I, págs. 480 y 514. Más tarde el Senador de UCD Carlos CALATAYUD MALDONADO presentaría la enmienda n1 831, en la que proponía encabezar el entonces artículo 14 con la expresión "Todos los seres humanos tienen derecho a la vida...", con la siguiente justificación: "precisar el sujeto del que se predica el derecho. Eliminar una discriminación de los españoles ante la Ley". En los debates posteriores no queda rastro alguno de su posible defensa -ibídem, t. III, pág. 3015; cfr. también págs. 3386 y ss.  y  t. I V, pág. 4416.

24.    Tras negar que "los argumentos aducidos por los recurrentes" permitan fundamentar que le corresponda la  titularidad del derecho a la vida -STC 53/1985 de 11 abril, F.7; " BJC" 1985 (49) pág. 533-. Incluso para la,  muy diversa, parte recurrente que da  pie a la  posterior STC 70/1985 de 31 de mayo " no es discutible que la vida intrauterina es un bien que constitucionalmente merece protección" -F.5; "BJG ' 1985 (50) pág. 701.

25.    Francisco TOMAS Y VALIENTE en su voto particular a la STC 53/1985 de 11 de abril, número 32 -"BJC"  1985 (49) pág. 538-" pues  sólo  es  titular de derechos quien es  persona y el 'nasciturus' no es persona".

26.    STC 53/1985 de 11 de abril, A, l, F), 1º -"BJC" 1985 (49) pág. 523.

27.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.9 -"BJC" 1985 (49) pág. 534.

28.    Se trataba del Magistrado Jerónimo AROZAMENA SIERRA -STC 53/1985 de 11 de abril, A.7 -"BJC" 1985 (pág. 531.

29.    "El objetivo específico que se proponía la enmienda solicitando la introducción del término 'todos' era que con él se entendieran incluidos los no nacidos, quedando así protegidos por el derecho fundamental a la vida y quedando vedada al legislador ordinario la posibilidad de despenalizar el aborto voluntario" -STC 53/1985 de 11 de abril, A, L, F),12 y A,L ,A) -"BJC" 1985 (49) págs. 523 y 522.

30.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.7 in fine -"BJC" 1985 (49) pág. 533. El Abogado del Estado había recordado, en favor de lo primero, el  tratamiento  penal del llamado  aborto " honoris causa", para concluir que "si para la protección del derecho al honor se minimiza la pena hasta ese grado, mal se puede reprochar la destipificación del delito cuando entran en consideración otros derechos confluentes que revelan un conflicto más grave" -ibídem, A.3,E) y F), 4ª -pág. 530.

31.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.9 -"BJC" 1985 (49) pág. 534. G. RODRIGUEZ MOURULLO, cuyo comentario (publicado un año antes) coincide notablemente con el tenor de la sentencia, tras admitir la constitucionalidad de posibles " indicaciones", rechaza (polemizando con L. ARROYO ZAPATERO) la del sistema de plazo del Derecho a la vida (cit. en nota 16), págs. 306-308.

32.    Su texto, como es bien sabido, decía: " Artículo único.- El artículo 417 bis del Código Penal­ queda redactado de la siguiente manera: El aborto no será punible si se practica por un médico, con el consentimiento de la mujer, cuando concurra alguna de las circunstancias siguientes:

1.  Que sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada.

2.  Que el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación del artículo 429, siempre que el aborto se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación y que el mencionado hecho hubiere sido denunciado.

3.  Que sea probable que el feto habrá de nace r con graves taras físicas .p' psíquicas siempre que el aborto se practique dentro de las veintidós primeras semanas de  gestación y  que el pronóstico desfavorable conste en un dictamen emitido por sus médicos especialistas distintos del que intervenga a la embarazada"

Ya que "si la vida del ' nasciturus' se protegiera incondicionalmente, se protegería más a la vida del no nacido que a la del nacido y se penalizaría a la mujer por defender su derecho a la vida" -STC 53/1985 de 11 de abril, F.11,a) -"BJC" 1985 (49) pág. 534.

33.    Entendían que sería "inconstitucional al dar prevalencia al bien jurídico de menor entidad". Consideran además rechazable el proyecto "por no exigir que no haya otro medio para preservar la salud de la madre, por no fijar el requisito de un examen pericial judicializado y por no tener en cuenta el consentimiento del padre" -STC 53/1985 de 11 de abril, A.1, r), 1º; "BJC" 1985 (49) pág. 523.

34.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.11,a) y F.10-"BJC" 1985 (49) pág. 534.

35.    Así lo hace constar el Gobierno en su "Informe al Congreso de los Diputados, en cumplimiento de la Proposición no de Ley presentada por el Grupo Socialista: " instando al Gobierno a que realice y remita a la Cámara un estudio  sobre las circunstancias concurrentes en  la aplicación de la legislación vigente en materia de interrupción voluntaria del embarazo  y su incidencia en la realidad social, que integre asimismo el análisis de las acciones relativas a la planificación familiar, de forma que sea posible una valoración más completa del estado de la cuestión y, en consecuencia, la adopción en su caso de las adecuadas decisiones normativas o de gestión", julio de 1991, págs. 9 y 29.

36.    Así el Abogado del Estado alude a los derechos de la madre, entre los que "merece una especial consideración el derecho a la intimidad", en la STC 53/1985 de 11 de abril -A.3,E) y F),2 ; "BJC" 1985 (49) pág. 529.

37.    Excluida por el Fiscal, al resaltar que un "absoluto derecho a decidir" "enfrenta a la vida intrauterina no con el posible derecho de la mujer gestante a salvaguardar otros bienes o valores puestos en peligro por aquélla, sino simplemente con el supuesto derecho de la mujer a destruir según su firme voluntad dicha vida" -STC 70/1985 de 31 de mayo, A.Segundo - "BJC" 1985 (50) pág. 700. El Tribunal constata, en efecto, que "no se trata hasta ahora de que la afirmación y reconocimiento de los derechos de libertad e intimidad de la mujer lleven consigo la absoluta negación del bien constitucional que se les opone, con la desaparición de éste por la simple voluntad de aquélla, a lo que no llega la parte recurrente" -ibídem, F.5 in fine; "BJC" 1985 (49) pág. 702.

38.    El Magistrado Francisco TOMAS Y VALIENTE no deja de señalar que no encuentra en la "sentencia afirmación alguna que permita suponer que esos y sólo esos tres supuestos o indicaciones son los únicos que el legislador podría declarar no punibles", para añadir que "frente a las abstractas consideraciones sobre la vida como valor, llama la atención que en la Sentencia no se formule ninguna sobre el primero de los que la Constitución denomina valores superiores: la libertad", de donde "deriva quizá la escasa atención que se presta a los derechos de libertad de la mujer embarazada" -STC 53/1985 de 11 de abril, voto particular, números 22 y 42 in fine; "BJC" 1985 (49) pág. 538.

39.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.7 -"BJC " 1985 (49) pág. 533.

40.    Así, en la STC 53/1985 de 11 de abril, los recurrentes consideran que el conflicto entre las vidas de madre e hijo "cabe dentro de la eximente general del estado de necesidad" - A.1,F),12; "BJC" 1985 (49) pág. 523- y lo mismo ocurriría en los supuestos de "no exigibilidad", como vendría demostrado por el hecho de que "ni un solo caso de condena se ha dado en la jurisprudencia española por las causas que pretende recoger la indicación primera" - ibídem, A.2,C); pág. 526.

41.    P. LAURENZO COPELLO ha estudiado el parentesco histórico entre estado de necesidad y sistema de indicaciones, que tendrían en común la existencia de un conflicto entre bienes jurídicos; cuando se contrapone al no nacido un bien de menor alcance que la vida de la madre, o se quiere eludir la exigencia de que el aborto resulte "necesario", el estado.de necesidad resulta insuficiente. La evolución dogmática del estado de necesidad con motivo del aborto terapéutico en La evolución del derecho en los diez últimos años Madrid, Tecnos­ Universidad de Málaga; 1992, págs. 331-356, especialmente 331 , 355 y 356. D.M. LUZON PEÑA, tras recordar cómo la doctrina buscaba en el estado de necesidad justificación para el aborto terapéutico, entiende que las indicaciones aprobadas no tratan "de restringir, sino pre­ cisamente de ampliar las eximentes aplicables al aborto", por lo que no descarta que la (completa o incom pleta) de estado de necesidad pueda seguir jugando más allá de ellas. Indicaciones y causas de justificación en el aborto "Poder Judicial" 1989 (13) págs. 27-55, especialmente 27 y 28.

42.    En la STC 70/1985 de 31 de mayo, F.5 -"BJC" 1985 (50) pág. 702- evitando dirimir la discrepancia entre la sentencia de la primera instancia, que aprecia dicho estado, y la del Tribunal Supremo, que lo descarta.

43.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.9 in fine -"BJC" 1985 (49) pág. 534. Ejemplo de ello sería el caso en que, por existir peligro para la madre, "la exigencia del sacrificio importante y duradero de su salud bajo la conminación de una sanción penal puede estimarse inadecuada" - ibídem, F.11 a) in fine.

44.    STC 53/1985 de 11 de abril, F.9 -"B JC" 1985 (49) pág. 534. Sobre la eficaz dimensión "paternalista" de esta presunta inhibición estatal, cfr. nuestro trabajo citado más abajo en nota 49.

45.    "El legislador no puede emplear la máxima constricción -la sanción penal- para imponer en estos casos la conducta que normalmente sería exigible pero no lo es en ciertos supuestos concretos" -STC 53/1985 de 11 de abril, F.9 in fine; "BJC" 1985 (49) pág. 534.

46.    Discrepando del Abogado del Estado señala, para quien sólo se está procediendo a despenalizar algunos supuestos de aborto excepcionales, los recurrentes consideran que el proyecto "puede originar un incremento considerable de ellos" e incluso llevar a "legalizar en la práctica cualquier tipo de aborto" -STC 53/1985 de 11 de abril, A.3,A) y A.2,A); "BJC" 1985 (49) págs. 526 y 525.

47.    El de la ponencia Derecho a la vida, ¿derecho a la muerte? La libre autodeterminación personal y las imprecisas fronteras del derecho, dentro del ciclo sobre "El libre desarrollo  de la personalidad en el ordenamiento jurídico español", organizado por la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales en la Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá de Henares, en la primavera de 1993.

48.    Informe... del Gobierno (cit. en nota 37), pág. 13, que añade que "esto ha dado lugar a que, en algunos centros públicos sean escasos los profesionales que realizan estas intervenciones, con los consiguientes problemas que ello ocasiona, no siendo el menor de ellos la marginación a que se han visto sometidos”.

49.    Considera "difícil atribuir" a la libertad ideológica y religiosa del artículo 16.1 de la Constitución "entronque alguno" con " una normativa promulgada antes del actual ordenamiento constitucional, mantenida tras éste, todo ello  pese  a las  mutaciones  operadas  respecto de las libertades ideológicas y religiosas, e incluso al margen de que el actual Estado se halle desvinculado de toda adscripción en esos aspectos" -STC 70/1985 de 31 de mayo, -"BJC" 1985 (50) pág. 702. También los recurrentes contra el proyecto despenalizador habían evitado cuidadosamente revestir sus alegaciones de un preciso significado confesional, apoyándolas -entre otras fuentes- en una declaración de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas o en manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española, la Asociación Musulmana en España, la Iglesia Anglicana en España y la Iglesia Ortodoxa Griega en España -STC 53/1985 de' 11 de abril, A.2,A) -"BJC" 1985 (49) pág. 525. lntere­ sante la postura d F. D 'AGOSTINO, para quien el aborto, lejos de constituir un problema confesional, se convierte en piedra de toque de una cultura " laica" que, tras haber ofrecido un horizonte " vital ista " liberado de Dios, se ve amenazada por una absolutización de la subjetividad, incapaz.de acoger la vida ajena -Accoglienza ali vita in un'epoca di seco­ larizzazione en Diritto e secolarizzazione Milano, Giuffre, 1982, págs. 305-310, especial­ mente págs. 307-308.


50.    Se ocupa de estos casos la STC 120/1990 de·27 de junio, así como la STC 137/1,990 de  19  de julio, de contenido prácticamente idéntico, y la STC 11/1991 de 17 de enero, que analiza desde una distinta perspectiva un problema similar, declarando explícitamente el Tribunal que se mantiene la misma línea doctrinal. Pueden encontrarse en "BJC" 1990·(111) págs.148-162 y págs. 233-244, así como 1991 (11) págs. 86-95.

51.    Se ocupa de estos casos la STC 120/1990 de 27 de junio, así como la STC 137/1,990 de  19  de julio, de contenido prácticamente idéntico, y la STC 11/1991 de 17 de enero, que analiza desde una distinta perspectiva un problema similar, declarando explícitamente el Tribunal que se mantiene la misma línea doctrinal. Pueden encontrarse en "BJC" 1990 (111) págs.148-162 y págs. 233-244, así como 1991 (11) págs. 86-95.

52.    El Tribunal reconoce que la cuestión "transciende del campo de lo jurídico para internarse en el mundo de la axiología"

53.    -STC 120/1990 de 27 de junio, F.5; "BJC" 1990 (111) pág.156. El voto particular del Magistrado M. RODRIGUEZ PIÑERO, hoy Presidente del Tribunal, tras señalar que "el fondo del asunto (...) es un caso límite", cita textualmente la STC 53/1985 para afirmar que en él "inciden con más profundidad que en ningún otro ideas, creencias y convicciones morales, culturales y sociales" -ibídem, pág. 160.

54.    STC 120/1990 de 27 de junio, F.7 y 8, remitiendo en ambos casos a la STC 53/1985 - "BJC" 1990 (111) págs. 157 y 158. Afirmaciones reiteradas luego por la STC 137/90 de 19 de julio, F.5 -ibídem, pág. 240- y la STC 11/91 de 17 de enero, F.2 -" BJC" 1991 (118) pág. 93.

55.    STC 120/1990 de 27 de junio, A.5 y F.12 -"BJC" 1990 (111) págs. 151 y 160. Alegación y respuesta reiteradas en la STC 137/1990 de 19 de julio, A.5 y F.10 -ibídem, págs. 235 y 243.

56.    Cfr. STC 120/1990 de 27 de junio, F.7 -"BJC" 1990 (l 11) pág. 157, reiterada en el F.5 de la STC 137/1990 de 19 de julio -ibídem, pág. 240- y en el F.2 de la STC 11/1991 de 17 de enero -"BJC" 1991 (118) pág.93.

57.    ibídem.

58.    R. WERTHEIMER resalta la analogía entre las actitudes ante el aborto y la esclavitud, al in­ tentar Comprender la cuestión del aborto -en Debate sobre el aborto (Princeton 1974) Madrid, Cátedra, 1992, págs. 33-68, especialmente 53 y ss. Tras plantear la polémica entre "conservadores" y "liberales" como un enfrentamiento de fideísmos sin fácil solución racional, concluye con una profesión de fe individualista que decide sobre la carga de la prueba: toda restricción estatal de la libertad es ilegítima salvo que se justifique racionalmente; de ahí que las restricciones a la libertad de abortar sean ilegítimas, dada la incapacidad del Estado para demostrar que el feto es un ser humano -ibídem, pág. 67.

59.    STC 120/1990 de 27 de junio, F.4 -"BJC" 1990 (111) pág. 156.

60.    Se trata de la Sentencia del Juez Dale Young de Maryville (Tennessee) en el caso Davis ver­ sus Davis, hecha pública el 21 de septiembre de 1989, y de la Proposición de Ley presentada por el Senador Berbard Seillier el 22 de mayo de 1990 -ambas incluidas con otros documentos de interés- en J. LEJEUNE ¿Qué es el embrión humano? Madrid, Rialp, 1993, págs. 100- 101 y 129.

61.    E. TIERNO GALVAN, interviniendo como portavoz del Grupo Mixto ante el Pleno del Congreso de los Diputados en la sesión del 6 de julio de 1978 Constitución Española. Trabajos parlamentarios (cit. en nota 13) t. II, pág. 2031-, antes de añadir: "queda abierto el horizonte a la interpretación de los juristas en una Constitución que es interpretativa", por lo que al futuro Tribunal Constitucional le habría de "costar una batalla definir lo que quiere decir ' persona'; porque no basta, como “se ha dicho, el Código Civil” -ibidem, pág. 2032.

62.    Tal afirmación la incluye el Tribunal Supremo en su sentencia de 15 de octubre de 1983; la STC 75/1984 de 25 de junio levantará acta de dicha argumentación -A.2; "BJC" 1984 (39) pág. 962.

63.    STC 22/1984 de 17 de febrero, F.2 -"BJC" 1984 (35) pág.402.

64.    Abordado en la ponencia a la que aludimos en la nota 49.

 


Carlo Caffarra

La reflexión sobre la corporeidad de la persona humana desde Platón en adelante, ha constituido un nudo central en la reflexión antropológica. Este nudo está constituido fundamentalmente por una pregunta: ¿qué relación existe entre mi YO, y mi cuerpo? Si surge, como ha surgido una tal pregunta quiere decir que cada uno de nosotros vive en su corporiedad, experimenta su corporiedad de un modo inevitablemente problemático. De hecho, si nos interrogamos sobre la relación entre cuerpo y persona, quiere decir que no nos sentimos plenamente idénticos con el propio cuerpo. En este contexto, cuando Agustín en sus escritos usa la expresión «Ego seu mens mea» (yo o sea, mi espíritu) no usa una expresión incorrecta. No obstante, es asimismo verdad que cuando realizamos acciones que exigen la puesta en acto del dinamismo o facultades corpóreas, como por ejemplo el ver, tenemos la conciencia de ser nosotros mismos los que cumplimos tal acción. Una conciencia no menos cierta (de ser nosotros mismos... ) de aquella que vivimos cuando realizamos acciones puramente espirituales, como una libre elección. Entonces, la pregunta: ¿Qué relación existe entre mi YO, y mi cuerpo? Tiene sus raíces en una experiencia bastante compleja que cada uno de nosotros vive continuamente. La tarea que nos proponemos con esta reflexión es la de crear un poco de luz sobre esta materia. El modo con el cual el tema ha sido orientado nos lleva a una suerte de «concentración» en nuestra reflexión sobre la libertad humana como punto de encuentro de las dos realidades en cuestión, la persona y su cuerpo. Esta «concentración» sobre la libertad  es legítima.  ¿Diría  que lo es en el contexto de la cultura en la cual vivimos y en el contexto de una antropo­ logía tanto filosófica como teológica? En el contexto de la cultura contemporánea, el problema de la libertad se plantea como problema de primera instancia, de liberación (superación de los condicionamientos de la libertad misma). Así planteado el problema de la libertad se convierte en el problema de la relación libertad-naturaleza, entendida precisamente como todo lo que en el hombre y en el mundo se coloca fuera de la libertad. En primer lugar, naturaleza significa cuerpo. En esta perspectiva, la relación persona-cuerpo estaba mediada exclusivamente por la libertad pero prescindiendo de este modo de plantear el problema, muy discutible como veremos, una filosofía y teología del hombre no puede no considerar atentamente la relación entre persona y cuerpo, en cuanto constituido, puesto en el ser por la libertad de la persona. Más sencillamente, la pregunta sobre la relación persona-cuerpo no puede no ser también esta pregunta: la persona humana en cuanto libre, ¿qué relación tiene con su cuerpo? Esta será la perspectiva de mi reflexión.

Creo que son dos las respuestas dadas hoy a esta pregunta. Podría formularlas del siguiente modo: ei cuerpo es un «objeto» manipulable y a disposición de la libertad de la persona; el cuerpo es una dimen­ sión de la persona respecto del cual la libertad está en la misma relación que con la persona misma.

A este propósito, alguien podría pensar que se debería verificar en seguida la consistencia teorética de las dos respuestas. En realidad, no es tan sencillo. Es necesario ver cómo se llega a las dos respuestas, cómo nacen, por así decir.

Por fin he terminado mi introducción y he delineado el camino que recorreré. En primer lugar, veremos cómo se llega a las dos res­ puestas antes dichas; después nos preguntaremos cuál de las dos es la verdadera; por último veremos algunas conclusiones de particular importancia desde el punto de vista ético.

1. Consideración científica, consideración técnica, cansideración filosófica del cuerpo humano.

La definición de la relación del cuerpo con la libertad de la persona es la conclusión final de un modo distinto de «ver» el cuerpo mismo. Tres, son los modos posibles de ver el cuerpo humano, el científico, el técnico, el filosófico.

1.1.    Consideración científica

Sin introducirnos en el difícil debate epistemológico contemporáneo, podemos decir que una consideración científica del cuerpo humano se caracteriza en primer lugar por la exclusión de la consideración, en examen del cuerpo, de todo lo referente a la subjetividad de la persona. Es un cuerpo sin su objetividad el objeto de la consideración científica. ¿Qué significa todo esto? Para entenderlo es necesario explicar aquella propiedad del saber científico indicada con el término de «objetividad» [1].

Por objetividad científica se entiende aquella propiedad de una proposición, en virtud de la cual esa (proposición) puede ser verificada por un número indefinido de sujetos interesados en hacerlo, mediante procedimientos estandarizados, aceptados y condivididos por una comunidad de científicos en una determinada época histórica. Para entender bien esta definición, hay que tener presente que los sujetos que realizan esta verificación, no vienen ya considerados en su propia irrepetibilidad sino más bien, como revela,dores, como sistemas de referencia [2]. De hecho, si hay algo que no puede ser desobjetivado (o sea, objetivado) es ciertamente la conciencia de lo que se vive. Téngase también presente que la objetividad tal como más arriba ha sido definida, significa que toda proposición «tiene, que resultar en línea de principio condivisible con cualquier sujeto que repita las operaciones en base a las cuales haya sido propuesta dentro de una cierta ciencia».

Una tal definición de objetividad, una tal determinación del proceso cognoscitivo conlleva necesariamente una determinación precisa del objeto del conocimiento científico. Es decir: puesto que conocer científicamente, o sea, objetivamente, significa eo ipso algo que es conocido, es algo a lo que puedo atribuir aquellos predicados que vienen precisamente determinados por tal procedimiento. Más  brevemente: la realidad es conocida en base a los procedimientos establecidos previamente. ¿Qué puede conocer la ciencia? Todo lo que puede ser conocido en el mundo predeterminado por la objetividad.

Ahora, me parece, estamos en grado de comprender lo que significa «consideración científica del cuerpo humano». En primer lugar: es aquel conocimiento del cuerpo humano que se expresa a través de proposiciones que pueden ser verificadas por medio de operaciones que prescinden completamente del sujeto que las realiza. En segundo lugar: consiguientemente, es aquel conocimiento que conoce el cuerpo humano en cuanto tal, neutralizando la propia subjetividad. Si tenemos unidos los dos significados de consideración científica del cuerpo (el que indica las operaciones y el que indica lo que es conocido) podemos finalmente comprender porqué y en qué sentido el conocimiento científico es conocimiento del cuerpo como objeto.

El cuerpo humano-objeto quiere decir que se conoce el cuerpo prescindiendo completamente del hecho de que sea expresión, encarnación, lenguaje de una persona absolutamente única e irrepetible: se conoce el cuerpo separado de la subjetividad de la persona (tiene lugar a causa del método cognoscitivo usado). Por tanto, es correcto decir: el conocimiento científico del cuerpo es un conocimiento del cuerpo-objeto. En este sentido es inevitable que surjan en nuestro espíritu algunos interrogantes graves.

Primero: La descripción  antes  dada  del conocimiento científico, ¿es normativa o es sencillamente descriptiva? Se quiere decir: ¿el saber científico es el que hemos descrito, sencillamente porque así es de hecho o porque debe ser así? En una palabra: ¿es una metodología descriptiva o normativa? La pregunta no es ociosa; no es un pseudo-problema. La concepción normativa de la metodología científica conlleva lógicamente  un  principio epistemológico y un  principio ético. El primero afirma que la ciencia es por definición la forma más satisfactoria del conocimiento o del control de la realidad; el segundo afirma que la ciencia es por definición el bien supremo. No queremos por ahora abordar directamente toda esta problemática [3].

Segundo:. ¿Es posible estudiar el cuerpo humano de este modo o, más bien, el presupuesto mismo de la metodología científica es tal  que impide cualquier conocimiento  verdadero del cuerpo humano?  La pregunta, en su significado general, es si es posible un conocimiento científico del hombre. No queremos adentrarnos en esta problemática. Sencillamente nos preguntamos: ¿un cuerpo humano despojado de toda subjetividad es aún un cuerpo humano?

Dejamos por un momento estas preguntas y tratamos de individuar la naturaleza de otra consideración al cuerpo humano, hijo primogénito de la consideración científica.

1.2.    Consideración técnica

A menudo, hoy, se confunde ciencia y técnica. En realidad son dos conceptos que deben ser cuidadosamente distinguidos [4].

En una primera aproximación, la técnica denota el hacer humano, mientras que la ciencia denota el saber humano. Dicho así, esta distinción no parece implicar grandes consideraciones. En realidad, profundizando en ella se revela muy iluminante. Veamos las principales implicaciones. En cuanto denota un hacer, la técnica se relaciona con la realidad, con una actitud que podemos calificar dominadora: la mirada técnica sobre la realidad está siempre dirigida a ejercer un dominio sobre la realidad misma a fin de un posible uso. Es la actitud utilitarista consagrada por la técnica. Dominio, uso implican el ejercicio de un cierto poder de transformar la realidad, de inclinarla a los proyectos del hombre. Aquí encontramos la tercera característica de la técnica, la eficacia. «Hacer técnico» no procede casualmente, con intentos continuos, sino, por reglas precisas, a fin de alcanzar de modo seguro el objetivo. En resumen, podemos decir que la actitud técnica se define como una actitud de dominio con el fin de alcanzar de modo eficaz resultados útiles. No es difícil mostrar la distinción esencial (en cuanto a la esencia) entre consideración científica y consideración técnica.

Por eso hecha la distinción debida, debemos comprender ahora cómo era inevitable que ciencia y técnica se encontraran en aquella figura del pensar-obrar humano que es la tecnología de hoy. De hecho, si queremos ejercer un dominio sobre la naturaleza con el fin de alcanzar de modo eficaz resultados útiles, es sumamente conveniente saber cuál es la naturaleza que se pretende dominar. De lo contrario, el resultado es incierto (tengo que proceder por aproximaciones no absolutamente eficaces; se trata de eventos fortuitos). O sea, la técnica sin la ciencia termina por perderse a sí misma en un hacer fortuito y muy a menudo ineficaz. Por otra parte, si tenemos presente cómo se ha definido la ciencia a sí misma y su método, vemos que no puede alcanzar su fin sin una instrumentación técnica, sin el proyecto y la construcción de los medios e instrumentos oportunos. Como se ve, las dos actividades, cienciq y técnica, no podían no encontrarse. El encuentro, tal como ha sucedido de hecho en nuestra civilización occidental, constituye el acontecimiento de la tecnología.

¿Qué es entonces la tecnología? Es la aplicación del conocimiento científico a la solución de un problema práctico, que consiste en la programación y construcción de un instrumento (en sentido amplio) del cual ya se conoce la eficacia operativa, en cuanto ha sido proyectado y construido sobre la base de conocimientos científicos ya adquiridos. ¿Entonces, cómo se caracteriza la consideración tecnológica de la realidad? Es la actitud de quien se pone en relación con la realidad conocida científicamente, como objeto del cual puede disponer eficazmente, a través de una instrumentación proyectada y elaborada sobre la base de aquellos conocimientos.

Ahora podemos comprender cuál es la consideración tecnológica del cuerpo humano. Es aquella que considera el cuerpo  humano  como objeto (en el sentido ya dicho) del cual dispone a través de instrumentos eficaces, construidos sobre la base del conocimiento científico del cuerpo mismo. Un ejemplo inequívoco de una consideración tecnológica del cuerpo humano es la solución del problema de la procreación responsable mediante la contracepción química. El cuerpo es objeto de manipulación.

1.3.    Consideración filosófica

Precisamos desde ahora que tomamos el término filosófico en su sentido estricto de ética. Queremos estudiar brevemente la consideración ética de la corporeidad humana. En primer lugar  es  necesario que lleguemos a percibir profundamente los términos esenciales de la pregunta ética. O sea, ¿qué queremos saber exactamente cuando nos planteamos la pregunta ética?

Podemos decir que la pregunta ética es la pregunta por la bondad, el valor, la dignidad propia de todo ser. La pregunta  ética no es: ¿que es X? (pregunta sobre la verdad); la pregunta ética es: ¿cuál es la bondad de X? Así, ya podemos individuar algunas características de la consideración ética de la realidad.

La actitud ética es una actitud de veneración de la realidad. La veneración es la actitud del que quiere, sencillamente, acoger la realidad por lo que ella es. La veneración no se preocupa de saber qué utilidad puede ofrecer la realidad considerada. Se trata de una actitud de gratuidad hacia la realidad, en el doble sentido de la gratuidad.  Gratuidad como gratitud. «Te damos gracias por tu inmensa gloria». Gratuidad como opuesto a uso o utilidad. No: «vales tanto en cuanto me sirves, en cuanto me eres útil», sino, más bien: «vales tanto cuanto eres». La actitud de veneración y de gratuidad  engendra  una actitud de reconocimiento. Es más que el conocimiento. El conocimiento es el acto con el cual sé la verdad de aquello que es. El reconocimiento es el acto por el cual mi voluntad responde adecuadamente, a medida que corresponde a la verdad conocida, a la realidad conocida. Esta es la consideración ética de la realidad: reconocer, respetar, acoger.

Podemos ahora concluir .este primer punto de nuestra reflexión haciendo una síntesis comparativa de las tres consideraciones posibles del cuerpo humano.

En la consideración científica, el cuerpo es desobjetivizado: es un «objeto» en un sentido muy preciso. En la consideración tecnológica el cuerpo es un objeto que puede ser «manipulado», entendiendo por manipulación una disposición del cuerpo realizada mediante instrumentos programados científicamente.

En la consideración ética, el cuerpo es una realidad para respetar, acoger, reconocer.

De este primer punto de mi reflexión se concluye que la respuesta a la pregunta sobre la relación entre la persona humana en cuanto sujeto libre y el cuerpo, depende, en último análisis, de la visión que tengo del cuerpo humano, visión que a su vez depende del  modo con el cual trato de verlo. Un modo científico me lleva a ver el cuerpo como objeto. Por tanto, en la perspectiva científica, la respuesta a la pregunta es: el cuerpo es uno de tantos «objetos» de la libertad humana. Un modo «técnico» me lleva a ver el cuerpo como objeto manipulable: Por eso, en la perspectiva técnica, la respuesta a la pregunta es: el cuerpo humano es un «material» a disposición de la libertad de la persona. Un modo «ético» me lleva a ver el cuerpo como la misma persona en su visibilidad, por eso, en la perspectiva ética, la respuesta a la pregunta es: el cuerpo humano es la misma persona, la cual es confiada a la atención y responsabilidad de la propia libertad (cfr. Veritatis splendor 39).

2.        Cuerpo, libertad humana y persona

La reflexión precedente era estrictamente descriptiva. Individuaba tres posibles consideraciones del cuerpo humano. Ahora, tenemos que preguntarnos: ¿cuál es la consideración adecuada a la realidad en cuestión, o sea, al cuerpo humano? Podemos comenzar a construir la respuesta a esta pregunta, a través de una premisa puramente formal, pero ya en vías de darnos la respuesta: si el cuerpo humano es mds que objeto manipulable, las dos primeras consideraciones son por sí solas inadecuadas y deben ser integradas en la consideración ética; si el cuerpo humano no es de hecho objeto manipulable esas dos consideraciones son del todo descaminadas.

Como se ve enseguida la pregunta se refiere al ser del cuerpo humano tanto en el significado de su naturaleza de cuerpo en cuanto humano como en el significado del acto de ser cuerpo humano. En una palabra, volvemos a la pregunta metafísica sobre el cuerpo humano.

Planteando el problema a nivel metafísico, tiene tres soluciones posibles [5] la solución dualista que afirma que el cuerpo  y el espíritu son dos sustancias separadas; la solución monista que afirma que el cuerpo y el espíritu son una sola sustancia o, en el sentido del monismo materialista (esta sola sustancia es el cuerpo y el espíritu es el conjunto de sus funciones) o, en el sentido del monismo espiritualista (esta sola sustancia es el espíritu, el cuerpo es sólo una apariencia ligada al conocimiento empírico); la solución dual: el espíritu es la «forma» del cuerpo.

No podemos detenernos en esta problemática. Me limito a decir que de las tres soluciones, sostengo la tercera, porque es la más coherente con la unidad ontológica de la persona humana [6].

Defendemos esta tesis como la verdadera. ¿Cuáles son las consecuencias en el problema que estamos tratando? Veámoslas atentamente.

El cuerpo es la persona y la persona es el cuerpo: la persona humana es una persona corporal y el cuerpo humano es un cuerpo personal. En consecuencia, una consideración puramente científica es inadecuada en el plano epistemológico, y una consideración tecnológica es siempre contrario a la dignidad de la persona.

La consideración solamente científica es inadecuada en el plano epistemológico. Si reflexionamos atentamente sobre la metodología científica vemos que impide necesariamente la posibilidad misma de todo conocimiento de la subjetividad, tan sólo puede construir una antropología sin subjetividad. Pero una tal antropología es sustancialmente incompleta. En efecto, se le escapa lo que es propiamente la persona: su incomunicable irrepetibilidad fundada sobre la perseidad e irreductibilidad de su ser y la dimensión que más la revela, es decir, la libertad [7] Esto da lugar a un problema, hoy, muy serio. Existe una pretensión del saber científico que se afirma como la única forma de saber, a partir del cual pueda decirse lo que es verdadero o falso. No que se excluyan otras posibles consideraciones de la realidad, pero de ellas no se podrá nunca decir que conduzcan a conocimientos verdaderos o falsos. La aceptación de esta tesis de la ciencia como forma única del conocimiento tiene profundas y graves implicaciones éticas. Como ya hemos dicho, esta tesis conecta con la tesis de la ciencia como bien supremo. Da lugar a una cultura en la que queda excluido «lo personal» en el sentido fuerte del término.

La consideración puramente tecnológica lleva el  riesgo de violar la dignidad de la persona. Llegar a una consideración puramente tecnológica a menudo está estrechamente ligado con una visión científica que se afirma como autosuficiente. En esta perspectiva de una antropología sin persona, el hombre se reduce a ser un complejo unificado de fuerzas psico-físicas, y los problemas humanos se redu­ cen al buen equilibrio entre estas fuerzas. No sólo esto. En el momento en que el cuerpo ya no es visto como persona, puede ser siempre visto como útil como posible objeto de uso para los propios intereses o para los de los demás: las experimentaciones sobre los embriones y sobre los fetos humanos lo están demostrando.

Pero, la solución dual al problema de la relación  persona espíritu y cuerpo tiene también otra consecuencia. La tesis afirma que en la unidad permanece una dualidad. Permanece una relación con el propio cuerpo, una alteridad intrínseca: puedo decir indisolublemente «yo soy mi cuerpo» y también «yo tengo mi cuerpo». Esto se muestra particularmente verdadero en las experiencias en las que la unidad parece desintegrarse. Es en la experiencia de la enfermedad y de la muerte, es en la experiencia de una cierta «viscosidad», si se puede decir así, de la dimensión corpórea en el desarrollarse de la historia espiritual de la persona; es en la experiencia, contraria, de una suerte de salida de sí mismo, cuando nos dejamos transportar por nuestros dinamismos psico-físicos. Existe, entonces, una cierta objetividad del cuerpo, porque existe una cierta alteridad del cuerpo en relación con la persona. Afirmar, por tanto, la insuficiencia de la consideración científica y tecnológica del cuerpo humano no equivale a negar en absoluto su validez. Mas bien, ambas son necesarias en cuanto no se da una identidad pura y simple entre cuerpo y persona. El problema, más bien, es el de la integración de las tres consideraciones.

¿Qué significa integración? Significa unificación de una pluralidad de grandezas según un objetivo jerárquico de valores, manteniendo cada parte unificada su propia naturaleza. Lo que es importante en un proceso de integración es individuar jerárquica y objetivamente los valores entre esas tres consideraciones posibles del cuerpo humano. La consideración del cuerpo en cuanto cuerpo-persona es objetivamente más alta, más válida que la consideración del cuerpo no en cuanto persona. Dicho con palabras más sencillas: el valor, la dignidad de la persona, debe inspirar y regular toda consideración del cuerpo humano. La certeza  de que se trata de un  cuerpo-persona es el fundamento y el criterio para juzgar y regular toda consideración del cuerpo. En concreto, qué cosa signifique esta «reglamentación» que el principio individualista debe ejercitar, debe ser  individuado por varias ramas del saber ético. Piénsese, por ejemplo, en la bioética que estudia cómo el principio personalista regula toda consideración científica y tecnológica del cuerpo humano en cuanto organismo viviente.

Dicho esto, se debe recordar además que un proceso de integración no viola la estructura propia de las tres consideraciones. La ciencia y la tecnología no son instrumentos: poseen  una propia identidad y autonomía. La correcta correlación entre las tres posibles consideraciones del cuerpo humano, es posible sólo sobre la base de la tesis de la unidad sustancial de la persona. El cuerpo humano es un cuerpo­persona, y la persona humana es una persona-cuerpo. Esta unidad dual por una parte afirma la validez relativa de la consideración científica y tecnológica y, por otra parte, la necesidad de integrarse en la consideración ética.

Podemos ahora responder sintéticamente a la pregunta a partir de la cual se ha desarrollado toda nuestra reflexión. El cuerpo, en cuanto constitutivo de la persona, está ordenado intrínsecamente a revelar la verdad de la persona misma. Esa (verdad) tiene que ser descubierta a través del cuerpo: el cuerpo significa la persona. Si, por un lado, este significado no es creado, no es constituido  por  la libertad  humana; por otro lado, para llegar a realizarse, tiene que ser interpretado y llevado a la luz mediante la razón humana. El cuerpo-persona no puede llegar a la plena realización de manera naturalística, sin la aportación responsable de la libre decisión. El valor «objetivo» (a la verdad del cuerpo humano) pide que sea actuado en la libertad. La unidad, en sentido metafísico, de la persona humana excluye, en el plano ético, tanto la reducción de la libertad a simple gobierno de la «instintualidad» como la reducción de la corporeidad a simple material puesto a disposición de la libertad. Se comprende, entonces, que la  concepción del cuerpo-objeto manipulable por la libertad, ha coincidido no casualmente con la negación de la unidad sustancial de la persona. Negación que ha hecho posible la prevalencia de la consideración científico-técnica sobre la ética.

Debemos hacer todavía una reflexión más profunda, me parece. La reducción de la que hablaba antes, no es sólo algo que ha sucedido. Constituye una posibilidad inscrita en la libertad misma del hombre. Me explico: la libertad humana lleva inscrita en sí misma la posibilidad de «integrar» el cuerpo en la persona, o mejor, de custodiar la unidad de la persona. Lleva en sí misma la posibilidad de romper esta unidad en el sentido preciso de no descubrir ya a la persona tanto en el cuerpo, como el cuerpo-objeto. Es la experiencia originaria. Adán y Eva «se miran» en la beatitud del descubrimiento del significado de su cuerpo y no sienten vergüenza; Adán y Eva no son ya capaces de mirarse sin sentir vergüenza y tienen que descubrirse. En última instancia, la relación persona-cuerpo se decide en el espacio de la libertad.

El Nuevo Adán, en la desnudez de la Cruz ha expresado de nuevo el significado último de ser cuerpo y lo ha realizado: el don de sí. La Nueva Eva, nacida del cuerpo crucificado, es invitada a mirar siempre a Aquel que ha sido traspasado, sin  vergüenza,  pero con contrición. En esta reciprocidad reconstruida sobre la cruz, la persona humana es conducida de nuevo a la gloria de los orígenes y su libertad recibe como don la capacidad, la gracia de reconstruir la armonía del cuerpo con la persona: «si habéis resucitado con Cristo... » Así el cuerpo se vuelve sacramento primordial de la nueva creación: el cuerpo eucarístico de Cristo y el cuerpo del cristiano en cuanto mártir.

3.        Consecuencias éticas

La persona humana vive siempre dentro de una compleja red de relaciones con otras personas. Queremos ahora ver la profunda relevancia que tiene la consideración de la propia y ajena corporeidad, la consideración de la propia y ajena corporiedad en la constitución  de la comunicación interpersonal.

Partimos de la constatación de un hecho: la comunicación entre las personas humanas es siempre mediante el cuerpo, sin cuerpo no se da comunicación. La consecuencia inmediata es que una conciencia inadecuada o falsa de la propia corporiedad, hace inadecuada o falsifica la comunicación interpersonal. En este último punto de nuestra reflexión queremos estudiar brevemente este hecho. Y lo hacemos desde dos puntos de vista. Desde el punto de vista de lo vivido: cómo una experiencia vivida de la propia corporiedad engendra una determinada comunicación. Desde el punto de vista de la  teoría:  cómo una determinada teoría de la corporeidad produce una determinada teoría de la comunicación.

3.1.    Si la persona vive su ser cuerpo como un otro de su ser persona, en la comunicación interpersonal, el cuerpo (propio y ajeno) es tendencia/mente usado.

Pero, ya que esta percepción no es adecuada a la realidad, de hecho en esta comunicación es la persona misma la que tiene la experiencia de ser usada. Esta experiencia es particularmente evidente en el ejercicio de la sexualidad.

Si la persona vive su ser cuerpo como su ser persona en cuanto orientada al otro, en la comunicación personal el cuerpo se convierte profunda y sencillamente en el lenguaje de la persona. Manifiesta el significado esponsal de la persona y hace posible la realización.

Dos son los «signos» de esta realización del significado esponsal del cuerpo: la virginidad por el reino y la comunión conyugal.

3.2.    Una consideración puramente cientifica y/o tecnológica del cuerpo tiene consecuencias muy profondas sobre la teoría de la comunicación, más precisamente sobre la ética de la comunicación y comunión interpersonal. Me limito solamente a señalar una reflexión

La consideración científica y/o tecnológica, si viene afirmada como autosuficiente y completa, conduce a la negación de la existencia de un significado originario presente en la corporeidad o en la persona en cuanto cuerpo. Este supuesto, es decir, admitida aquella negación, se sigue que la libertad debe inventar, crear de manera radical el significado que se ha de atribuir a la propia corporeidad (léase al respecto Veritatis Splendor 58): la comunicación-comunión pasa a ser objeto de contratación radicalmente libre.

Hemos llegado así al límite, y lógicamente la visión falsa de la corporeidad lleva siempre a una visión falsa de la persona. La negación de la existencia de un significado originario presente en la persona en cuanto cuerpo, ha llevado a la negación de un significado originario en el ser persona. La definición misma de persona ha pasado a considerarse que debe ser objeto de contratación, de convención.

4.        Conclusión

Consentidme una conclusión que viene más del pastor que del profesor.

Mientras reflexionaba sobre este «acontecimiento teorético» de la relación persona-libertad humana-cuerpo y pensaba en tantas situaciones y personas concretas con las que me he encontrado por razón de mi ministerio, he llegado a una profunda convicción sobre una conclusión que había alcanzado ... en el laboratorio. Dicha en términos provocativos: todo lo que he dicho es verdad, pero, pertenece ya al pasado, como un padre que, engendrado el hijo, puede monr.

¿Qué quiero decir? Que como consecuencia de todo lo que he dicho, hoy la relación entre la persona en cuanto sujeto libre y el cuerpo ha desaparecido por completo de toda referencia veritativa. Esta referencia está privada de cualquier referente: es la pura vacuidad que quita todo significado a cualquier contrariedad. Del «así es, si os parece» se ha pasado al «así es, si os gusta». Es un coser con hilo habiendo olvidado hacer el nudo: se cose, se cose, sin coser nunca.

Una vez más, desde la perspectiva en la que nos hemos movido surge con fuerza la necesidad de evangelizar, de reevangelizar al hombre la verdad entera de su ser cuerpo-persona. Verdad entera que se revela en el cuerpo crucificado y resucitado de Cristo: en el cuerpo eucarístico de Cristo y en el cuerpo de los mártires.

Carlo Caffarra, dadun.unav.edu/

Notas:

1.   Cfr. E. AGAZZI, Il bene, il malee la scienza, de Rusconi, Milano 1992, pp. 28-35.

2.   lbidem. p. 30.

3.   Cfr. A. STRUMA, lntroduzione alla filosofia delle scieze, Srudio Domenicano, Bologna 1992, pp. 176-178.

4.   Cfr. E. AGAZZI, IL bene..., cit., pp. 72-79.

5.   Cfr. G. BASTI, Il rapporto mente-corpo nella filosofia e nella scienza, Studio Dominicano, Bologna 1991, pp. 12-14.

6.   Cfr. nuestro estudio, Etica generale della sessualita, Ares, Milano 1992, pp. 9-21.

7.   Cfr. J. CROSBY, L'incomunicabilita della persona humana, en «Amhropotes» 2 (1993) 158-187.

Rodrigo Bulboa

Introducción

El tema de la educación siempre es relevante en nuestras vidas, está presente en la conciencia de todas las personas, de tal modo que cada uno se sabe contingente, caduco, necesitado de perfección y de ayuda por parte de otros, como también, se descubre con cierta capacidad para guiar y colaborar a que otros puedan alcanzar alguna perfección moral; además, es un tema que está presente en lo cotidiano de una conversación familiar o en las políticas de los países de nuestro mundo. Porque, de alguna manera, todos tenemos presente que necesitamos de educación, y que, como se educa, es como se vive.

También la Iglesia Católica se ha pronunciado sobre esta materia, así vemos que en el Concilio Vaticano II, considerado unos de los documentos eclesiásticos más importantes de los últimos tiempos, se ha ponderado atentamente la gravísima importancia de la educación en la vida del hombre y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo (Concilio Vaticano II. Gravissimum educationis, 1965).

Recordemos, además, las sentidas palabras del Papa Benedicto XVI a comienzos del 2008, en las cuales develaba una crisis o "emergencia educativa" de carácter universal, "confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida" (Papa Benedicto XVI, 2008). Tengamos presente que, en aquella ocasión, el Papa no sólose limitó a denunciar el problema, sino que,al año siguiente, también solicitó a todo elmundo académico dar una respuesta a la crisis, entregando él mismo, como veremos, diversas orientaciones para saber cómo enfrentarse al escollo.

Después de un tiempo, el Papa Benedicto XVI (2008) insistía en el tema, diciendo: "me parece necesario ir hasta las raícesprofundas de esta emergencia para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío”; y planteó dos raíces problemáticas de esta emergencia, con sus respectivas soluciones, las cuales sucintamente quedan expresadas del siguiente modo: En primer lugar,"una raíz esencial consiste en un falso concepto de autonomía del hombre”; para lo cual propone "superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un «yo»completo en sí mismo, mientras que llega a ser «yo» también en el encuentro colectivo con el «tú» y con el «nosotros»”;es decir, nadie se educa a sí mismo, tema que no ayudará a comprender mejor la necesidad de fortalecer la educación de los hijos; y en segundo lugar, la otra raíz de la emergencia educativa es el escepticismo y el relativismo o, con palabras más sencillas y claras (afirmaba el mismo Papa Benedicto), la exclusión de  las dos  fuentes que  orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la  naturaleza; la segunda, la Revelación (Papa Benedicto XVI, 2010)

Ante esta situación mundial, y frente al notable llamado de la Iglesia a dar respuesta a la "emergencia educativa" (Papa Benedicto XVI, 2008) de acuerdo con las dos orientaciones mencionadas, se destaca la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia del Papa Francisco, que trata directamente de la educación en unos de sus capítulos (Papa Francisco, 2016). A partir de esto, nos proponemos en este artículo mostrar cómo algunos aspectos de la concepción filosófica de la educación, según el patrimonio universal de la humanidad (Papa Juan Pablo II, 1998), están presentes en la encíclica Amoris Laetitia, especialmente en su capítulo VII. De ese modo podremos mostrar que el capítulo mencionado colabora a dar respuesta a la emergencia educativa desde una «fuente natural» según la nomenclatura empleada por el Papa Benedicto. Además, a pesar de que en el capítulo VII de Amoris no se cita en ningún momento al Aquinate, pretendemos tratar algunos temas de Santo Tomás que resultan  complementarios al texto del magisterio y que son, a nuestro parecer, de gran importancia para un posterior estudio (Papa Juan Pablo II, 1 998).

Fortalecer la educación de los hijos

Como indicamos en la introducción, desarrollaremos el artículo centrados en el capítulo VII de Amoris Laetitia, titulado: "Fortalecer la educación de los hijos”; para mostrar los alcances filosóficos y complementar, a su vez, con el Aquinate. Comencemos por recordar la conocidísima definición que nos heredó Santo Tomás, en ella nos dice que la educación es la conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre, en cuanto hombre, que es el estado de virtud (Aquino, 2005, In IV Sent., dist. 26, q. 1, a. 1.). Si nos interrogamos acerca de quién educa, la respuesta es obvia, respecto de los primeros responsables, ya que se trata de educar a los hijos. Vislumbramos, en el texto magisterial la referencia a los padres en su rol como educadores. A partir de la lectura del mismo título del capítulo séptimo:"Fortalecer la educación de los hijos" podemos intuir la relación al rol de los padres; vemos, además, en el mismo texto, que desde el inicio nos dice el Papa:"los padres siempre inciden en el desarrollo moral de los hijos"(Papa Francisco, 2016), lo cual implica, no sólo una gran responsabilidad, sino también su importancia, lo cual nos invita a comprender, en el cuerpo de este artículo, el correcto ejercicio de la paternidad. Complementando lo anterior, el Papa Francisco agrega: "ya que esta función educativa de las familias es tan importante y se ha vuelto muy compleja, quiero detenerme especialmente en este punto" (Papa Francisco, 2016), y enfatiza esto diciendo en el mismo texto citado: "la familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía"(Papa Francisco, 2016). Tema que tendremos presente en el resto de este trabajo.

Bajo estos parámetros entendemos las palabras del Papa en las que le otorga gran responsabilidad a los padres en la tarea educativa, de tal modo que sus acciones inciden no sólo profundamente en la vida de los hijos,sino que, además,de suyo, son determinantes de sus vidas. En este sentido, el Santo Padre Francisco afirma que los padres ejercen sobre sus hijos una influencia insustituible. Así nos dice:

El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan muchas dificultades en su maduración.Esa ausencia, ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que reciba por una mala acción (Papa Francisco, 2016, p. 263).

Por ello la familia, entend ida como aquella primera comunidad nuclear en la sociedad, es la institución primordial para el desarrollo de la vida moral de las personas, pues en ella se encuentra el ámbito de aceptación incondicional que todo ser humano necesita para crecer en la virtud. Sin la familia la persona crecerá subdesarrollada desde el punto de vista afectivo y ético, porque es el ámbito donde trasuntan nuestros deseos y aspiraciones más profundas:

La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la niñez, que impregnan la intimidad de una persona y permanecen toda la vida como una emotividad favorable hacia un valor o como un rechazo espontáneo de determinados comportamientos. Muchas personas actúan toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron» (Papa Francisco, 2016, p. 274).

Hay un segundo aspecto a distinguir, complementario a lo anterior, aunque más bien propio de Santo Tomás (Aquino, 2005). Los padres, aunque son los primeros educadores de la prole, no causan la ciencia en los hijos, sino que buscan que éstos, desde sus principios intelectuales y morales, causen la ciencia en sí. Esta sentencia tomista nos ayudará a entender que la causa eficiente de la educación del hijo es el mismo hijo o educando, porque, como resulta obvio, nadie entiende por otro, ni ama libremente por otro, las acciones pertenecen a la persona que las realiza, como su dueña, y en su riqueza personal, de un modo único e irrepetible. Analicemos brevemente la doctrina tomista. Como bien sabemos, Santo Tomás da particular importancia a la enseñanza, dentro de lo que corresponde al conjunto de las acciones humanas según vemos en el sistemático desarrollo de la Suma Teológica (5.Th.1, q. 117,a.1). Esto quiere decir que destaca sobremanera aquellas acciones por las que una persona colabora a que otra adquiera conocimiento, lo cual pertenece esencialmente al ámbito de laeducación. Recordemos y analicemos algunos aspectos esenciales de estas acciones de acuerdo con el texto de la Suma:

El hombre adquiere la ciencia a veces por un principio interno, como es el caso de quien investiga por sí mismo; y, a veces, por un principio externo, como es el caso del que es enseñado. Pues a cada hombre le va anejo un principio de ciencia, la luz del entendimiento agente, por el que, ya desde el comienzo y por naturaleza, se conocen ciertos principios universales comunes a todas las ciencias. Cuando uno aplica estos principios universales a casos particulares cuyo recuerdo o experiencia le suministran los sentidos, por investigación propia adquiere la ciencia de cosas que ignoraba, pasando de lo conocido a lo desconocido. De ahí que también todo el que enseña procura conducir al que aprende de las cosas que éste ya conoce al conocimiento de las que ignora, siguiendo aquello que se dice (Aristóteles) en I Poster.: Toda enseñanza, dada o adquirida, procede de algún conocimiento previo (S.Th. /, q. 117, a. 1.).

Lo anterior lo podemos expresar del siguiente modo: los padres proponen los instrumentos necesarios para que el hijo aprenda propiamente desde sí mismo. Estos son, por ejemplo, todos los signos sensibles aptos para comunicar la ciencia. Y a través de estos signos sensibles se presentan a la inteligencia las especies inteligibles que la hacen fecunda (Canals Vidal, 1987). Es el hijo quien, movido desde la actualidad del entendimiento agente, se mueve al aprendizaje, formando las concepciones inteligibles, cuyos signos los padres proponen, al modo como el médico causa la salud en el paciente ayudando a que la naturaleza alcance su fin natural (S.Th.1, q. 117, a.1, ad 1 y 3.). Estos signos sensibles, que el maestro suministra o propone, son la verdadera causa instrumental y no los padres (Aquino, 2005):

El maestro puede contribuir de dos maneras al conocimiento del discípulo. La primera, suministrándole algunos medios o ayudas de los cuales pueda usar su entendimiento para adquirir la ciencia, tales como ciertas proposiciones menos universales, que el discípulo puede fácilmente juzgar mediante sus previos conocimientos, o dándole ejemplos palpables, o cosas semejantes, o cosas opuestas a partir de las que el entendimiento del que aprende es llevado al conocimiento de algo desconocido (5.Th.1, q. 117,a. 1.).

Detengámonos un momento en aquello que dice el Aquinate: "el hombre puede adquirir ciencia por símismo”; lo cual delata que de algún modo es causa eficiente para sí, por lo menos en lo que se trata de adquirir ciencia, porque entender es propio del alma inteligente. Y como nadie entiende por otro, le puede ayudar colaborando, orientando y promoviendo, como el médico ayuda a la naturaleza para que ésta cause la salud en el enfermo (5.Th.1, q. 117, a.1, ad 4.). Se concluye que los padres transmiten su ciencia a los hijos desde su propia formalidad inherente, la ciencia, pero es el hijo, desde la luz del intelecto agente y sus primeros principios, quien aprende. Por ello, dice Santo Tomás que la ciencia se adquiere "a través de un principio interno; porque le es propio al alma un principio de ciencia": al que Santo Tomás llama "entendimiento agente”; es decir, la misma alma en cuanto que es principio de conocimiento, porque siendo el alma humana subsistente se tiene presente a sí misma, y teniéndose presente, se sabe siendo, sabe que es ella.

Por ello deducimos, con el Doctor Angélico, que los padres suministran una ayuda externa para que sea el hijo quien aprenda. Luego, son los padres quienes actúan sobre la naturaleza del hijo para que éste adquiera mediante ayudas externas los conocimientos necesarios de lo que es apto para aprender (5.Th.l, q. 117, a.1, ad 4.) La luz del intelecto es puesta como la causa principal del aprendizaje, luz que los padres presuponen en el hijo y que no la causan(Aquino, 1967).

Los temas tomistas que hemos traído a colación nos pueden ayudar a complementar las palabras del Papa Francisco; así ocurre, por ejemplo, con el siguiente texto:

Cuando se proponen valores, hay que ir de a poco, avanzar de diversas maneras de acuerdo con la edad y con las posibilidades concretas de las personas, sin pretender aplicar metodologías rígidas e inmutables. Los aportes valiosos de la psicología y de las ciencias de la educación muestran la necesidad de un proceso gradual en la consecución de cambios de comportamiento, pero también la libertad requiere cauces y estímulos, porque abandonarla a sí m isma no ga rantiza la maduración (Papa Francisco,2016, p. 273).

Por otra parte, siguiendo con nuestro breve análisis tomista, el segundo modo de contribuir al conocimiento de los hijos, según nos sigue diciendo el Aquinate, es: "fortaleciendo el entendimiento del que aprende" (5. Th.1, q.  117,a. 1.), pero"no mediante alguna virtud activa como si el entendimiento del que enseña fuese de una naturaleza superior" (5. Th. 1, q. 106, a.2;q. 111,a.1), puesto que todos los entendimientos humanos son de un mismo grado en el orden natural, sino en cuanto que se hace ver al hijo la conexión de los principios con las conclusiones, en el caso de que no tenga suficiente poder comparativo para deducir por sí mismo tales conclusiones de tales principios. De este modo, cuando los padres enseñan por «demostración», según la nomenclatura tomista, ayudan  a que el hijo adquiera ciencia (5. Th.1, q . 117, a. 1.).

Por tanto, los padres, aunque no son causa eficiente del entender del hijo, ni de la adquisición de la virtud por parte de éste, son, según las palabras del Papa, son los principales responsables de la educación, en cuanto a la conducción y promoción de los hijos a adquirir conocimiento y virtud, participando de este modo de la paternidad divina, según nos dice el Aquinate (5.Th. l, q. 117, a.1, ad 3.).

Ahora, para analizar otro aspecto, tratemos de responder la pregunta: ¿para qué educar? Siguiendo la lógica de Santo Tomás entramos en consideración de la causa final de la educación. Como es prop io de la razón de fin, será aquello último en alcanzar, pero que, sin lo cual, nada se haría, y, por esto, es lo primero que se pretende (In IV Sent., dist. 26, q. 1, a. 1). Como afirma el Aquinate: el fin de la educación es el "estado de el virtud" (S.Th. 1.11. q.1, a.l , ad 1.), aunque en el texto magisterial no se presenta este tema directamente, veamos qué significa en el Aquinate. Para Santo Tomás el estado perfecto del hombre significa la adquisición de la virtud. Esta perfección no le corresponde al hombre por esencia, sino en cuanto sujeto perfectible por el correcto ejercicio de su libertad, y es un "estado" porque cabe poseer esta perfección aún mientras no se esté ejerciendo la virtud, y esto sólo se consigue por la perfección estable que otorga la virtud.

Encontramos en el texto magisterial la referencia al tema: "La tarea de los padres incluye una educación de la voluntad y un desarrollo de hábitos buenos e inclinaciones afectivas a favor del bien" (Papa Francisco, 2016, p. 264). Y más adelante nos dice el Papa: "Es necesario desarrollar hábitos.También las costumbres adquiridas desde niños tienen una función positiva, ayudando a que los grandes valores interiorizados se traduzcan en comportamientos externos sanos y estables" (Papa Francisco, 2016, p. 266).

Una vez más, busquemos complementar con Santo Tomás. Primero, tengamos presente aquello de "todo agente obra por un fin"(S.Th. 1.11, q. 1, a. 1.). En nuestro caso, son lospadres, como agentes, los que educan para que el hijo alcance el estado de virtud. Pero, no basta con advertir el fin inmediato y propio de algo, en este caso de la educación, porque, como también nos recuerda el Aquinate, no podemos elaborar una escala infinita de fines, ya que no habría movimiento alguno en el agente, luego, necesariamente hay que tener presente el fin último, aquel que satisface todo movimiento, es decir, Dios, que como ser perfectísimo satisface toda necesidad y en cual se alcanza la felicidad plena y absoluta (S.Th. 1.11. aa.7 y 8.).

Por tanto,cuando tratamos de la educación en Amoris Laetitia no podemos perder de vista, lo más importante: que todas las acciones educativas se realizan en vista de la felicidad del hijo, como fin último. Porque, el estado de virtud tiene,a su vez, como fin, el ser feliz: fin último de toda la vida del hombre (S.Th. 1.11, q. 3, a. 1).

Así entonces, cuando el Santo Padre inicia el documento Amoris Laetitia diciendo:"La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia”; o cuando se pregunta: "¿Dónde están los hijos?" (Papa Francisco, 2016, p. 261), podemos dirigirnos a pensar en el fin último, porque es donde se encuentra  la alegría  plena, y es también la razón última de la pregunta que sehaceel Papa. Así vamos entendiendo los textos magisteriales de acuerdo con el último Fin.

Al Santo Padre Francisco le preocupa entonces "generar procesos, más que dominar espacios" (Papa Francisco, 2016, p. 261). Obviamente nos podemos preguntar: ¿generar procesos para qué? La respuesta acertada nos podrá, evidentemente, conducir al del fin último. Veamos qué nos dice el texto magisterial:

Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese modo no lo educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los desafíos. Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad , de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en sí mismo los elementos que necesita para saber defenderse y para actuar con inteligencia y astucia en circunstanciasdifíciles (Papa Francisco, 2016, p. 261).

Entendemos con esto,que los padres deben procurar la adquisición de las virtudes en el hijo en orden a un crecimiento en perfección del ejercicio de la libertad, para que así, siendo dueño de sí mismo, pueda amar verdaderamente. Nos parece apropiado ir pensando en él para qué final. Además, el Papa Francisco (2016), afirma:

Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida. Por eso, las preguntas que hago a los padres son: ¿Intentamos comprender "dónde" están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? (p. 261)

Por otra parte, como segundo epígrafe del mismo capítulo séptimo que estamos analizando, el Papa Francisco titula: "formación ética de los hijos" (Papa Francisco, 2016), lo cual nos hace tener presente nuevamente el tema subyacente del fin último nombrado más arriba. De la mano de Santo Tomás hemos de decir que sólo en vista del fin último podemos desarrollar cualquier formación ética,y dependiendo de la veracidad de este fin, será la veracidad de la formación.

Al finalizar el Papa Francisco en el capítulo que tratamos, haciendo una consideración teológica del tema, nos dice que: "La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe" (Papa Francisco, 2016, p. 287), desde la mirada sobrenatural evidentemente es Dios el fin último, es decir, la Santísima Trinidad. Con esto el Santo Padre Francisco nos conduce a realizar una mirada teológica, elevando la filosófica o la razón natural, al ámbito de lo sobrenatural, y por ello, a lo más luminoso y verdadero.

Por último, podemos apreciar que el Santo Padre Francisco nos habla de la necesidad de adquirir la virtud a través de un proceso que se da en el tiempo. Por tanto, la perfección a la que se aspira, obviamente, hay que lograrla progresivamente, es un fin por alcanzar, a través del buen ejercicio de las acciones humanas, por lo que el Papa nos dice: "siempre se trata de un proceso que va de lo imperfecto a lo más pleno" (Papa Francisco, 2016, p. 264). Luego, se trata del ejercicio de la libertad que tiene su sustento en el conocimiento de la verdad; porque, de lo contrario, nos asegura el Papa Francisco: "si la madurez fuera sólo el desarrollo de algo ya contenido en el código genético, no habría mucho que hacer"(Papa Francisco, 2016, p. 262), sería algo ajeno a la vida personal, caracterizada por el ejercicio de la libertad y por la conciencia de ejercerla.

Lo anterior lo expresa el Papa Francisco con las siguien tes palabras: "Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía" (Papa Francisco, 2016, p. 265), y más adelante dice: "el fortalecimiento de la voluntad y la repetición de determinadas acciones construyen la conducta moral, y sin la repetición consciente, libre y valorada  de determinados comportamientos buenos no se termina de educar  dicha conducta. Las motivaciones, o el atractivo que sentimos hacia determinado valor, no seconvierten en unavirtud sin esos actos adecuadamente motivados" (Papa Francisco, 2016, p. 266). El vínculo entre el ejercicio de las virtudes, como aquello que es lo formal de la educación, con el estado de virtud, como aquello que es el fin al que se aspira, lo presenta el Papa Francisco afirmando respecto de lo que podríamos considerar en el texto magisterial el final del proceso educativo: "La virtud es una convicción que se ha transformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales" (Papa Francisco, 2016, p. 267).

Conclusión

Respecto de la tesis inicial, podemos decir que hemos visto a lo largo del artículo que las palabras magisteriales expresan, en su fundamento, varios de los principales principios de la filosofía de la educación, entendida ésta, como perteneciente a aquel patrimonio intelectual y universal de la humanidad que mencionábamos en la introducción. Especialmente en lo que se refiere a la moral y al fin de la educación, ya que se hace especial énfasis en el desarrollo de las virtudes, como en respetar la libertad de los hijos en el proceso educativo, en orden a un verdadero ejercicio de la libertad.

Es por esto que podemos afirmar que el texto de Amoris Laetitia,especialmente en el capítulo VII (Papa Francisco, 2016) que hemos tratado, hace un especial aporte doctr inal a la respuesta que la Iglesia nos ha invitado hacer por boca del Papa Benedicto XVI (2008), ante la emergencia educativa que sufre la humanidad en nuestros tiempos. Considerando temas en el ámbito natural o filosófico ilumina el que hacer educativo de los padres y exhorta con fuerza a asumir la misión educativa propia de los progenitores.

Por otra parte, respecto del segundo aspecto que planteaba nuestro artículo, en lo referente a la metafísica tomista, creemos que el texto de Amoris Laetitia contiene principios filosóficos suficientes para ser complementada y desarrollada según la filosofía del ser tomista (Aquino, 2005). A pesar de que el Aquinate no es citado ni tratado de modo específico en el capítulo que hemos analizado, la doctrina del Santo Doctor se hace perfectamente complementaria y necesaria para profundizar en posteriores estudios (Aquino, 1967).

Queda patente en el texto magisterial la importancia de los padres de familia, cuya presencia y acción es vital en el proceso educativo, no sólo en lo referente a alcanzar la vida virtuosa, sino también en crear el ambiente emocional favorable para que crezcan los hábitos virtuosos correspondientes (Papa Francisco, 2016). En esta tarea peculiar, los padres ejercen una particular causalidad, pues colaboran con su vida y ejemplo a que se alcance la perfección necesaria para llegar a la plenitud moral y ética que no sólo exige el concepto de educación, sino que es fundamental para la felicidad de los hijos (Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino, 2019).

Además, siendo el hombre creado por Dios y para Dios, y que la razón de la creación se funda en la bondad divina, hemos de destacar, como elemento clave del texto magisterial, el amor con que se educa, ya que, de modo análogo al acto creador, lo formal del acto educativo por parte de los padres debe ser el amor, como, a su vez, la razón final debe ser el Amor, que es Dios mismo (S.Th. 1, q.93.). En definitiva, la educación de los hijos esel acto de amor más importante que pueden realizar los padres y eslo que más conduce a la plenitud de la vida personal de éstos en cuanto padres.

Rodrigo Bulboa, dialnet.unirioja.es/

Judith Buchanan

“En nuestro mundo, la salud se entiende como una meta positiva para los seres humanos” [1]. Por tanto, una persona diagnosticada de una enfermedad terminal, es decir “una enfermedad que no se puede curar y que es mortal” [2], tiene que ser vista como alguien con la última desgracia y así, cuando la noticia es comunicada a familiares y amigos, todos reaccionan con muestras de simpatía y “condolencias” [3]. Luego, para el creyente, viene la dificultad de saber cómo orar. Así, por ejemplo, en las preguntas a su amiga de una mujer a quien se acaba de diagnosticar una enfermedad terminal: –“¿Qué hago? ¿Le pido a Dios que me ayude a aceptar mi diagnóstico? o ¿le pido que me sane?” [4].

En primer lugar la espiritualidad tiene que ver con nuestra manera de relacionarnos con Dios, pero ¿cómo debe una persona hacerlo cuando está a la espera de una muerte que va viniendo poco a poco? ¿Se debe solicitar ayuda para resignarse a la realidad que parece tan cruel? o sabiendo que Dios es todopoderoso y que Jesús sanó a muchos enfermos durante su tiempo en la tierra ¿se debe buscar su sanidad? El gran problema es que, aunque muchos piden que Dios les sane, la mayoría no consiguen la sanidad que anhelan. ¿Cómo se puede saber que un enfermo en particular va a ser sanado? Si Dios no quiere sanar a una persona ¿por qué permite que sufra una enfermedad así?

Hay muchas preguntas, pero sobre todo hace falta pensar de nuevo lo que quiere decir acercarse a la presencia de Dios. Él es más que un cajero automático del banco donde se teclea nuestra instrucción y la maquina responde entregando lo que se ha pedido. Dios no está lejos de los problemas de los que sufren y se enfrentan con la muerte. Al contrario, en su Hijo, Dios experimentó sufrimiento y muerte de la manera más intensa posible. Por lo tanto tocando su presencia el enfermo encuentra que no esta solo sino que es acompañado, consolado y fortalecido; no simplemente para enfrentar la muerte sino para disfrutar de la vida, una vida que se valora tanto más desde el conocimiento de que su fin se acerca [5]. Ya la oración cambia al descubrir la riqueza de la vida que queda por vivir en vez de fijarse en el fin de ella. A la vez el enfermo es liberado de su constante preocupación sobre su propia enfermedad para poder relacionarse positivamente con otros en la misma situación.

Una razón por la cual muchos creyentes se empeñan a seguir orando por la curación a pesar de ver al enfermo empeorar cada vez más, es que da una posibilidad de esperanza que tanto falta en la vida de alguien con una enfermedad terminal. Es ahí donde la resurrección es buena noticia. A través de ella el enfermo tiene la esperanza de seguir tocando la presencia de Dios más allá de la muerte y de disfrutar de la transformación de su cuerpo dejando atrás su cuerpo debilitado y cada vez más inútil.

Tocar la presencia de Dios puede cambiar el enfoque de un enfermo terminal abriendo más posibilidades para la oración, dando un propósito para vivir y guiándole en sus relaciones con otros pacientes. Aquí estos temas serán desarrollados en los siguientes apartados: el dilema del enfermo terminal, el camino del enfermo terminal, el destino del enfermo terminal y las relaciones del enfermo terminal.

El dilema del enfermo terminal

Vivir con una enfermedad terminal es vivir con la certeza de que el proceso de la muerte ya ha empezado y llegará a su fin. Así el paciente está a la espera sabiendo que su vida va apagándose, pero sin saber exactamente cuando será. Mientras, la vida va dificultándose por el avance de la enfermedad y los tratamientos que requiere. Es difícil no estar pensando constantemente sobre la situación, lo que puede llevar a un egocentrismo atroz. En la sociedad secular de hoy día “la muerte es el desastre definitivo, que hay que eludir o posponer todo lo que sea posible” [6]; es el gran desconocido que todos temen y por tanto “se ha establecido un cierto tabú”  [7] sobre ella. Por consiguiente el enfermo terminal se enfrenta solo con algo que nadie quiere contemplar ni se menciona en conversaciones. Fácilmente se identifica con Job cuando pregunta:

¿Cuál es mi fuerza para seguir esperando?

¿Cuál es mi fin para seguir teniendo paciencia?

¿Soy acaso tan fuerte como las piedras?

¿Es mi carne como el bronce?

¿No es cierto que ni aun a mí mismo me puedo valer y que carezco de todo auxilio? [8]

“En cierto sentido, la muerte es el acontecimiento más natural de la vida, y, al mismo tiempo, el más antinatural” [9]. Todos nos tenemos que enfrentar a ella y no sólo los enfermos terminales. Entró en el mundo como resultado del pecado [10] y sirve para recordar a todos que vivimos en un mundo que no refleja la intención original de su Creador, sino la dominación del pecado, como resultado del deseo de los seres humanos de independizarse de Él. Por lo tanto en la muerte se evidencia el juicio de Dios contra todo desvío de sus buenos planes y deseos para todas sus criaturas. El Nuevo Testamento abre nuevos horizontes porque describe la victoria sobre la muerte conquistada por Cristo a través de la crucifixión y resurrección. Dios, en su benevolencia hacia su creación envió a su propio hijo a este mundo para morir por el pecado de todos para que los que acepten esta muerte y se identifiquen con ella, también puedan disfrutar de su victoria sobre ella [11] y cantar con Pablo:

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Más gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. [12]

Todos los que somos creyentes, los que estamos “en Cristo” tenemos que morir, pero con la esperanza segura que la muerte no es el fin y que hay vida después de la muerte. Mientras, para el enfermo terminal la vida sigue, cada vez más corta y cada vez más difícil. Se puede asomar al futuro para ver la separación inevitable de familiares y amigos, su tristeza, y la finalidad de todos los anhelos, y planes para la vida. Sí, “en Cristo” no se tiene que temer a la muerte; no obstante, es comprensible que tantos oren desesperadamente por la sanidad para poder escapar de ella. Sin embargo, ¿no es eso seguir la corriente de este mundo, con su cultura del placer”, donde “todo lo doloroso... debe ser desterrado”? [13]. Lo importante para el creyente no es tanto la manera o la fecha de la muerte de él/ella –dado que todo ser humano tiene que pasar por ella– sino lo que hace con la vida que le queda por vivir.

Al recibir su diagnóstico de cáncer terminal, Mark Ashton –un pastor evangélico en Gran Bretaña– dijo que fue una “buena noticia”, porque, con su esperanza puesta en su relación con Cristo, vio que con el tiempo que le quedaba hasta la muerte, tendría ocasión para prepararse para ella y tener todo en orden al momento de fallecer. Además, a pesar de su tristeza al despedirse de sus seres queridos, esos meses de vida fueron un tiempo de “riqueza espiritual” en que experimentó la presencia de Dios en su vida de una manera especial a través de su relación con Cristo y fue sostenido al creer firmemente que esta relación no terminaría con la muerte [14]. Otro pastor, Michael Wenham, –que ya tiene dificultad para hablar, andar o hacer las cosas más básicas de la vida– habla de tener mucho más tiempo para “disfrutar de la belleza a su alrededor”, que parece “el borde del manto del Creador”. Así durante el tiempo que está esperando su inevitable muerte, ha llegado a ser un tiempo para tocar la presencia de Dios y deleitarse en sus maravillas [15]. De esta manera encuentra posible experimentar “el gozo del Señor” como su “fuerza” [16] a pesar de su lucha diaria para simplemente sobrevivir.

El camino del enfermo terminal

Pensar en cómo tocar la presencia de Dios en medio de la enfermedad terminal nos ayuda a seguir el ejemplo de los teólogos de liberación, con una cristología desde abajo que empieza con “la realidad de Jesús de Nazaret, su vida, su misión y su destino” [17]. Durante su vida Jesús estuvo con enfermos. Muchas veces los sanó, pero no siempre, como se ve en el relato del paralítico de Betesda donde sólo uno de la multitud de enfermos alrededor del estanque experimentó sanidad, y que fue no tanto una obra de caridad sino una señal para mostrar que Jesús era el Mesías [18]. Jesús se encontró constantemente con personas necesitadas –lo que incluía enfermos y sufrientes– y tenía compasión de ellos, lo que se manifestaba no solamente en milagros para aliviar el sufrimiento, sino en enseñanza para poder caminar mejor en esta vida con ello. En una ocasión dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” [19]. “Los que lloran” tiene que incluir a los enfermos terminales que han perdido su salud y se enfrentan con su propia muerte. La consolación del Buen Pastor es algo práctico que da fuerzas para seguir adelante. Se encuentra la realidad de esto en la visita no planeada de un amigo en un momento de crisis, en la provisión de un/a compañero/a de habitación compatible con el paciente durante una hospitalización, un regalito que llega en un momento de depresión o la intervención a tiempo cuando ha habido una equivocación en el tratamiento.

En cierto sentido, Jesús de Nazaret ha ido delante del enfermo terminal abriendo camino. Durante su corta vida tenía muy claro su destino: la cruz; pero andar hacia ella no fue fácil como se ve en su lucha en Getsemaní. Delante estaba el maltrato, los azotes, las heridas, la falta de sueño, la impotencia, el dolor y por fin, después de mucho sufrir, la muerte. No es para sorprenderse que quisiera escapar de ello y por eso la oración: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa ... pero no sea como yo quiero, sino como tú” [20]. Fue una oración no contestada en que no consiguió su propia voluntad. Al contrario, logró entregarse voluntariamente al Padre para cumplir su plan a favor de toda su creación. Nadie ha llegado a tanto sufrimiento como el Hijo cuando llegó a experimentar el abandono del Padre. A la vez el Padre, quién entregó su Hijo para este fin, sufría con el dolor de un padre amante por la pérdida de su hijo, y no solamente por su Hijo sino por todos los seres humanos, dado que fue “hecho por nosotros maldición” [21]. De esta manera llega a ser “el Dios y Padre de los abandonados” [22] entre  los cuales se pueden incluir los enfermos terminales. Es por eso que a través de la cruz pueden encontrar la presencia consolador del Padre y además encuentran la verdad de que “Cristo, volcado a nosotros y abandonado en su muerte por nuestra causa, es el hermano y el amigo al que todo podemos confiar porque él todo lo conoce y padeció todo lo que nos puede afectar... y mucho más” [23].

Al pensar en los sufrimientos de Jesús, un tipo de espiritualidad mística que se encuentra en Rusia, puede ser de ayuda. Es una manera de entender toda la vida como consistiendo tanto de lo bueno como de lo malo totalmente mezclado. Así no se puede ni se debe escapar del sufrimiento —tan íntimamente entretejido con lo bueno— sino que hay que participar en ello para poder conocerlo y verlo transformado [24]. Tenemos el ejemplo supremo de esto cuando vemos a Jesús muriendo en la cruz. Su muerte –la entrega del bueno al malo– permite la victoria sobre la muerte. Es el camino que ofrece a sus seguidores cuando les dijo: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” [25]. Él va delante de los que le siguen en este camino rocoso y difícil, pero a la vez viene hacia ellos para unirse a su participación en el sufrimiento de este mundo [26]. Así la presencia de Dios es la guía y la seguridad del enfermo terminal [27].

El destino del enfermo terminal

Hoy se reconoce que “la esperanza provee una estrategia importante para poder llevar bien las etapas críticas de la vida humana” [28] y que hay una relación entre esperanza y desesperanza que puede afectar la salud de la persona [29]. Más aún hay un estudio realizado entre pacientes con cáncer, que muestra que su enfermedad se atenua cuando tienen esperanza [30]. Todo esto nos deja con la pregunta ¿qué se entiende por esperanza? En la literatura secular parece un concepto bastante borroso, como por ejemplo cuando Kylmä y Vehviläinen-Julkunen la describen como “una emoción, una experiencia o una necesidad” y que se puede “distinguir entre una esperanza generalizada y otra particularizada.” Estos autores –al repasar la literatura de las investigaciones de enfermería– dan unas pincelas generales para describir el contenido de esperanza, pero no terminan de concretarlo. Sin embargo subrayan un estudio que muestra que “la esperanza se define como una experiencia del sentido y propósito de la vida” [31].

Desde el principio de la Iglesia una de las creencias fundamentales del cristianismo que ha sostenido a muchos creyentes a la hora de encontrarse cara a cara con la muerte ha sido la convicción de que hay vida después de la muerte. En su resurrección Jesús venció la muerte y abrió paso a una nueva vida sin muerte: la vida eterna. Cristianos que han tocado la presencia de Dios durante sus vidas y han disfrutado de su relación con Jesús resucitado tienen la seguridad de poder seguir disfrutándola después de su muerte porque “si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” [32]. Ahora bien a veces esta esperanza se centra más bien en el lugar donde estaremos con Jesús después de la muerte. Hace poco un autor ha escrito: “el resumen de nuestra esperanza es el cielo” y por eso “hemos de convertir nuestra esperanza en una realidad presente, en cosas concretas, reales, tangibles” [33]. Pero para un enfermo terminal esto parece una esperanza pobre ya que esta persona tiene poco para aportar a este mundo y el cielo suena lejos y difícil de valorar aunque sí, provee una vía de escape de una vida cada vez más difícil de llevar. A pesar del énfasis sobre el cielo como el destino de los creyentes de las iglesias, la Biblia habla poco sobre el tema y más bien se centra en la resurrección de los cuerpos de los que mueren. Por eso el credo apostólico declara su creencia en “la resurrección de la carne” sin mencionar “el cielo” y, en los primeros siglos del cristianismo, los muertos eran enterrados hacia el oriente para estar preparados para levantarse y encontrarse con su Señor a su regreso [34].

Wright ha destacado la necesidad de la resurrección de la carne para que la muerte sea “conquistada” y no solamente “redefinida” [35]. El proceso de morir implica la destrucción de la carne, a veces con resultados desagradables y vergonzosos. Claramente, la resurrección de un cuerpo en tales condiciones no es una buena noticia. Hay la tentación de pensar únicamente en la resurrección de un alma sin cuerpo. Sin embargo no solo va contra la idea hebrea de una persona íntegra, que impregna la Biblia, sino también ignora el hecho de que el patrón para los cuerpos resucitados de los seres humanos es el cuerpo resucitado de Jesús quien es “las primicias de los que durmieron” [36]. Su resurrección garantiza la resurrección de sus seguidores [37] quienes resucitarán en una manera semejante: con cuerpo. Lucas deja claro que el cuerpo resucitado de Jesús fue un cuerpo genuino: comió y se relacionó con sus discípulos aunque ellos tardaron en reconocerle. A la vez se aparece y desaparece en una manera fuera de normal [38]. Se podría describir su cuerpo como “transformado”: en continuidad con su cuerpo antes de la crucifixión, pero nuevo y distinto. Al hablar de la resurrección de creyentes, Pablo hace referencia a dos cuerpos: –animal de la vida terrenal– y espiritual –de la vida resucitada con Jesús–. Esta descripción viene después; de una serie de contrastes para resaltar la diferencia entre la vida terrenal antes de la muerte y la vida del resucitado después; por eso el cuerpo espiritual se debe entender como un cuerpo “sobrenatural” y no “inmaterial” [39]. Así en la resurrección, los seguidores de Jesús, por la gracia de Dios, serán transformados con nuevos cuerpos a su semejanza, quien es las “primicias” de todos:

Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas [40].

Es una buena noticia para los que tienen la muerte ante sí viéndose más debilitados y frustrados con su vida en este mundo. Ya pueden soñar con un futuro glorioso sabiendo que los problemas presentes pasarán, abriendo camino para una nueva vida en la presencia de Dios con cuerpos sanos e íntegros. Una vida libre de dolor, tristeza y tratamientos incómodos. Una vida en que cada persona sigue siendo quien es con su personalidad, historia y cuerpo y no llega a ser meramente un alma.

Las relaciones del enfermo terminal

Antes de ir a la cruz, al despedirse de sus discípulos Jesús les dio su paz: su shalom que implica su bienestar y salud que se experimenta en las relaciones dentro de una vida comunitaria. La comunidad de creyentes que forma una iglesia local provee el contexto donde el creyente enfermo terminal puede experimentar este shalom a pesar de su enfermedad y así encontrar la fuerza para seguir adelante [41]. Ahora aporta menos al grupo en cuanto a lo que es capaz de hacer, pero puede ser apreciado por quien es y disfrutar de dar y recibir amor, el amor ágape [42]. Una traducción de Jb 6, 14 es “el que retira la compasión al prójimo, abandona el temor de Sadday” que implica que las muestras de compasión contribuyen a nuestro culto a Dios [43]. Por lo tanto, la presencia  de personas enfermas y discapacitadas en una iglesia da más oportunidad para mostrar compasión y, al hacerlo, enriquecen el culto que se ofrece a Dios. A la vez los  miembros de la comunidad eclesial pueden respaldar y abrigar a los que padecen enfermedades terminales, para que a través del grupo se sientan fortalecidos y experimenten el shalom. En esto la oración es importante cuando la comunidad lleva las peticiones del enfermo a la presencia de Dios. Algo que los cristianos rusos han apreciado durante sus años de persecución es que el que sufre nunca está solo sino que el peso de su sufrimiento es compartido con los creyentes que oran, estén donde estén [44]. De acuerdo con esto está el testimonio del pastor Michael Wenham quien ha confesado que siempre se siente mejor después de la oración a su favor a pesar de que su enfermedad sigue empeorando, lo atribuye al hecho de que ha sido posible tocar la presencia del Dios de amor [45]. A veces es difícil saber como orar pero estos momentos proveen oportunidades para poner los problemas del enfermo delante de Dios y permitir que su Espíritu interceda a favor de esta persona [46]. Por lo tanto al tocar la presencia de Dios en oración, no hace falta decirle lo que tiene que hacer.

El mandato del Jesús resucitado a sus discípulos en el evangelio de Juan: “como me envió el Padre, así también yo os envío” deja claro que los discípulos están encargados de seguir con la misión de Jesús. De la misma manera que Él trajo el reino de Dios y lo encarnó en medio de la sociedad de su tiempo así también los discípulos están llamados para hacer lo mismo. Los creyentes que son enfermos terminales tienen el enorme privilegio de poder seguir este ejemplo y hacer palpable el reino de Dios y por lo tanto la presencia de Dios para otros pacientes en situación similar. Cada visita al hospital con las esperas tan largas para ver al médico o recibir un tratamiento, pueden ser una oportunidad para ayudar a otros a tocar la presencia de Dios que sostiene al creyente en su camino y le da esperanza. Simplemente una sonrisa puede aliviar la preocupación o depresión de un enfermo, mientras otro será ayudado por la promesa de oración o una palabra de ánimo. Otros querrán saber qué es lo que da fuerzas al creyente y le ayuda a ver su situación con una luz positiva. Al cumplir el mandato de Jesús de esta manera, el creyente con una enfermedad terminal encontrará un nuevo sentido para su vida que se va apagando.

La presencia de Dios hace posible mirar a la vida en vez de a la muerte, sostiene al enfermo durante su caminar y le da esperanza y sentido para vivir. Por eso el enfermo puede decir con Job: “el Señor dio y el Señor quitó: ¡Bendito sea el nombre del Señor” [47] La relación con Dios en el presente que no termina con la muerte, es la relación prioritaria a todas las demás relaciones y hace posible para el creyente seguir adelante con su enfermedad aún conociendo su pronóstico [48]. Por tanto, la oración a favor de una persona así no debe estar enfocada hacia la sanidad o a la resignación frente a la enfermedad. Más bien debe estar orientada a buscar tocar la presencia de Dios.

Judith Buchanan, en fliedner.es/

Notas:

1   Cook, E. D., “La salud y la asistencia sanitaria” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.1014.

2   Definición           de      enfermedad     terminal      del      Instituto      Nacional      del      Cáncer. <www.cancer.gov/diccionario/?CdrID=44178> consulta: 19.11. 2010.

3   ¡A pesar de que el enfermo todavía vive!

4   Mathers, M, “Radical gratitude” en Women at the Well, Vl. 6 Issue 1, (April, 2010).

5   Casson, James H., Dying, the Greatest Adventure of My Life, (London: Christian Medical Fellowship Publications, 1980), p.5.

6   Vere, D. W. “La muerte y agonía” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.833.

7   Flavia C, “De algo hay que morir”, Sierra Madrileña, 22 octubre (2010), p13.

8   Jb 6, 11-13.

9   Atkinson, D. J., “La vida, la salud y la muerte” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.135.

10    Gn 3, 19.

11    Rm 6, 8.

12    1Co 15, 55-57.

13    Bressanello, P., “¿Y si reflexionáramos sobre la muerte?”, Sierra Madrileña, 22 octubre (2010), p.13.

14    Ashton, M., “On my way to heaven”, Evangelical Now, <www.e-n.org.uk/5014-On-my-way-to- heaven.htm> consulta: 28.4.2010.

15    Wenham, M., My Donkey Body, (Oxford: Monarch Books, 2008), p.90.

16    Ne 8, 10.

17    Sobrino, J., Jesucristo liberador (Madrid: Editorial Trotta), 2001, p.59.

18    Jn 5, 1-18.

19    Mt 5, 4.

20    Mt 26, 39.

21    Ga 3, 13.

22    Moltmann, J., El Caminno de Jesucristo, (Salamanca: Sígueme, 2000), p.242.

23    Ibid., p.251.

24    de Beausobre, I., Creative Suffering, (Oxford, SLG Press, 1984), pp.12-13.

25    Lc 9, 23.

26    Gill, D. W., en Atkinson, D. J. y Field, D. H., “Esperanza”, Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.535.

27    Wenham, My Donkey Body, p.104.

28    Kylmä, J. y Vehviläinen-Julkunen, K., “Hope in nursing reseaarch: a meta—analysis of the ontological and epistemological foundations of research on hope”, Journal of Advanced Nursing, nº25, (1997), p.365.

29   Ibid. p.364.

30    Obayuwana, A., y Carter, A. L., “The anatomy of hope”, Journal of the National Medical Association, vol 74, nº3, (1982), p.230.

31    “Hope in nursing research: a meta-analysis of the ontological and epistemological foundations of research on hope” (1982), pp.       364, 365-367.

32    Rm 6, 8.

33    Capó, E., “Vivir la esperanza” en Oikía, nº160, (octubre, 2010), p.         1.

34    Wright, T., Surprised by Hope, (London: SPCK, 2007), pp.         23-27.

35    Ibid. p.         23.

36    1Co 15, 20.

37    Fee, G., Primera epístola a los Corintios, (Buenos Aires/Grand Rapids: Nueva Creación/Eerdmans, 1994), p.         848.

38    Lc 24; Green, J. B., Body, Soul, and Human Life, (Milton Keynes: Paternoser, 2008), pp.166-167.

39    Fee, Primera epístola a los Corintios, p.890.

40    Flp 3, 20-21.

41    Cook, “La salud y la asistencia sanitaria”, p.1017.

42    Wenham, My Donkey Body, p.80.

43    La Biblia de Jerusalén; Hartley, J. E., The Book of Job (New International Commentary on the Old Testament), (Grand Rapids: Eerdmans 1988), pp.137-138.

44    Beausobre, Creative Suffering, pp.18-19.

45    Wenham, My Donkey Body, p.135.

46    Rm 8, 26-27.

47    Jb 1, 21.

48    Ashton, M., “On my way to heaven”.


Daniela Damaris Viteri Custodio

3.5.        La dignidad en la Teoría de los Derechos fundamentales: derechos a algo

Hasta ahora se ha discutido si la dignidad humana es un derecho fundamental o no, según el tenor de los pronunciamientos jurisprudenciales de las Altas Cortes constitucionales de España, Alemania y Perú. Pero ¿Qué establece la doctrina al respecto? ¿Qué debe ser considerado como un derecho fundamental? La Teoría de los Derechos Fundamentales de Robert Alexy nos brinda luces al respecto, las mismas que aportarán a la discusión de la naturaleza de la dignidad como derecho fundamental en el ordenamiento peruano.

El fruto analítico más importante de la discusión acerca de los derechos subjetivos consiste en los análisis y clasificaciones de aquellas posiciones jurídicas que, tanto en el lenguaje ordinario como en el técnico, son llamadas “derechos”. Así, según la Teoría de los Derechos Fundamentales, los derechos subjetivos pueden ser clasificados en: 1) derechos a algo, 2) libertades y, 3) competencias. Expuesto así, de forma preliminar se debe descartar que la dignidad sea considerada como una libertad o una competencia.

Por tanto, corresponde corroborar si la dignidad humana se erige como un “derecho fundamental a algo”, en concordancia con la Teoría General de los Derechos Fundamentales. En primer término, cabe destacar que la estructura fundamental del derecho a algo se encuentra simplificada en la siguiente fórmula general “(a) tiene frente a (b) un derecho a (G)”. Esta fórmula debe entenderse como una relación triádica entre un titular, un destinatario y un objeto. En el caso de los sujetos, no es necesaria mayor especificación: se refiere al ciudadano y al Estado. Por su parte, el objeto de un “derecho a algo” es siempre una acción del destinatario (el Estado). De modo contrario, si el objeto no fuera ninguna acción del destinatario no tendría sentido la relación y tampoco el derecho.

Ahora bien, que el objeto de un “derecho a algo” sea una acción del destinatario no implica que dicha acción deba ser expresada directamente a través de las disposiciones singulares de derecho fundamental. Un ejemplo de ello es la redacción constitucional del derecho a la vida: “todos tienen derecho a la vida”. En dicho postulado no se expresa directamente una acción, con lo cual podría pensarse que se trata de una relación diádica, no obstante, ello es sólo una designación abreviada de un derecho a algo.

Por tanto, se deduce que, para que se configure un “derecho a algo”, independientemente de su redacción en el texto constitucional, es menester que exista una relación triádica, donde el objeto del derecho sea una acción efectiva. Dicha acción supondrá dos obligaciones: una negativa y otra positiva. La primera, estará dirigida a la obligación de respeto al derecho fundamental por los órganos estatales, y la segunda, constituirá una obligación de garantía del derecho fundamental, en el sentido de intromisión del Estado frente a intervenciones arbitrarias de terceros. En el mismo ejemplo del derecho a la vida, el Tribunal Constitucional Federal, ha establecido que el artículo 2º párrafo 1º de la Ley Fundamental (que reconoce el derecho a la vida) estatuye tanto “negativamente un derecho a la vida, que excluye, especialmente, el asesinato organizado estatalmente’’; como también positivamente el derecho a que el Estado intervenga “protegiendo y promoviendo esta vida”, lo que, sobre todo, significa “protección frente a las intervenciones arbitrarias de terceros’’. En tal sentido, la construcción del derecho a algo puede ser traducida en dos fórmulas: a) “a” tiene frente al Estado el derecho a que éste no lo mate y, b) “a” tiene frente al Estado el derecho a que éste proteja vida frente a intervenciones arbitrarias de terceros.

Visto así, si bien el ordenamiento constitucional peruano no cuenta con un artículo que establezca taxativamente “toda persona tiene derecho a su dignidad” (lo cual resulta una mera designación abreviada de un derecho a algo); se advierte que   la dignidad posee la estructura propia de un “derecho a algo”, ya que, por un lado, el artículo 1° de la Constitución Política de 1993 consagra el deber de “respeto” de la dignidad humana, lo cual constituye una obligación negativa, de no vulnerar el derecho a la dignidad. Y, asimismo, el Tribunal Constitucional ha establecido, a través de su doctrina jurisprudencial, que la dignidad es un derecho autónomo cuya tutela puede ser reclamada por un particular ante los tribunales jurisdiccionales.

Sobre la naturaleza de los derechos fundamentales y su función en el ordenamiento jurídico, la doctrina ha definido el doble carácter que tienen los derechos fundamentales. De este modo, en primer lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia, pero, al propio tiempo son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunicada nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho. En el segundo aspecto, en cuanto elemento fundamental de un ordenamiento objetivo, los derechos fundamentales dan sus contenidos básicos a dicho ordenamiento, en el caso peruano al Estado Social y Democrático de derecho, y atañen al conjunto estatal. En esta función, los derechos fundamentales, por cuanto fundan un status jurídico constitucional unitario para todos los ciudadanos y son decisivos en igual medida para la configuración del orden democrático en el Estado, son elemento unificador, tanto más cuanto el cometido de asegurar esta unificación compete al Estado. Los derechos fundamentales son un patrimonio común de los ciudadanos individual y colectivamente, constitutivos del ordenamiento jurídico cuya vigencia a todos atañe. Establecen una vinculación directa entre los individuos y el Estado y actúan como fundamentos de la unidad política sin mediación alguna. Por tanto, la garantía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos sino que ha de ser asumida por el Estado. Este es el sentido del derecho fundamental de la dignidad, que en tanto derecho autónomo, puede ser reclamado y efectivamente tutelado mediante una acción de amparo, tal y como ha dejado sentado el Tribunal Constitucional peruano: “en ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección, en la resolución de los conflictos sugeridos en la misma praxis intersubjetiva de las sociedades contemporáneas, donde se dan diversas formas de afectar la esencia de la dignidad humana”[29].

Ahora bien, hace falta ahondar un poco más, a fin de ensayar una estructura de la dignidad como un “derecho a algo”. Pues bien, como se ha advertido, los “derechos a algo” implican una obligación de respeto y otra de garantía, negativa y positiva respectivamente. A su vez, los derechos a acciones negativas, también llamados derechos de defensa, están divididos en 3 grupos: derechos a que el Estado no impida y obstaculice determinadas acciones del titular del derecho; derechos que el Estado no afecte determinadas propiedades o situaciones del titular del derecho; y, derechos a que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del titular del derecho. Veamos en que clasificaciones se sitúa la dignidad humana.

Respecto del primer grupo, los derechos al no impedimento de acciones, son ejemplos de acciones de un titular de derecho fundamental que pueden ser impedidas u obstaculizadas: la libertad de movimiento, la manifestación de la fe, la expresión de opinión, la creación de una obra de arte, la educación de los hijos, la reunión en una calle, y la elección de una profesión. Así, un impedimento de una acción se da cuando se crean circunstancias que hacen fácticamente imposible su realización. Dicho de otro modo, “h” impide el desplazamiento de “a” cuando “b” detiene a “a”, “b” impide la educación de los hijos de “a” por parte de “a” si le quita los hijos a “a”. A este grupo pertenecen sólo los derechos a que el Estado no estorbe las acciones del titular del derecho, cualquiera que sea su tipo, es decir, no las impida u obstaculice por actos, cualquiera que sea su tipo. En esta línea de razonamiento, resulta difícil ubicar a la dignidad humana como un derecho al no impedimento de acciones, debido a que ésta (la dignidad) al ser un derecho inherente al ser humano, no es ejercida mediante una determinada acción o actividad de una persona, sino que es totalmente independiente a éstas. Dicho en otras palabras, independientemente del hecho que una persona pueda caminar, pensar, hablar, protestar, u otra actividad, siempre será portadora del derecho a su dignidad por el solo hecho de ser humana.

Respecto del segundo grupo, los derechos a la no afectación de propiedades y situaciones, están referidos a que el Estado no afecte determinadas propiedades  o situaciones del titular del derecho. Ejemplos típicos de propiedades son las de vivir y estar sano; un ejemplo de una situación es la inviolabilidad del domicilio. Al enunciado sobre un derecho tal puede dársele la siguiente forma estándar: “a” tiene frente al Estado un derecho a que éste no afecte la propiedad A (la situación B) de a. La dignidad es fácilmente ubicable dentro de esta clasificación, como una propiedad inherente al ser humano, cuyo respeto es consagrado por el artículo 1º de la Constitución de 1993, a través del cual se impone la obligación negativa al Estado de no afectarla.

Respecto del tercer grupo, los derechos a la no eliminación de posiciones jurídicas, está constituido por los derechos a que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del titular del derecho. Que existe una posición jurídica significa que vale una correspondiente norma (individual o universal). El derecho del ciudadano frente al Estado de que éste no elimine una posición jurídica del ciudadano es, por lo tanto, un derecho a que el Estado no derogue determinadas normas. De este modo, al interpretar de forma literal el artículo 1º de la Constitución de 1993, que establece que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”, se evidencia que la dignidad ocupa un lugar preminente dentro del ordenamiento jurídico peruano, de modo que, las normas jurídicas que éste emita han ser concordantes con dicha dignidad. Así, la dignidad vincula la actuación de los poderes públicos, orienta las políticas públicas y en general la labor del Estado (eficacia vertical), e irradia las relaciones inter privatos (eficacia horizontal). En esencia, es un derecho fundamental que vale como anterior y superior al Estado, que está obligado a otorgarla con arreglo a sus leyes, y la reconoce y protege como dada antes que él.

5.6.El derecho fundamental de la dignidad en la práctica

De los pronunciamientos y casos resueltos por el Tribunal Constitucional peruano se evidencia una constante mención a la dignidad humana en tanto principio constitucional. No obstante, el Colegiado no ha resuelto ningún caso concreto donde se concluya la violación o vulneración de la dignidad humana como derecho fundamental autónomo, sino ha hecho uso de ésta como principio constitucional para establecer el núcleo esencial y los límites de un derecho fundamental específico. Ciertamente, resulta difícil imaginar una situación en donde se vulnere a la dignidad como derecho fundamental, sin referirse o apoyarse de otro derecho fundamental (libertad, igualdad, vida, integridad, etc.).

No obstante, también es cierto que el derecho debe anticiparse y prever situaciones que es necesario reglamentar. En tal sentido, se advierten situaciones futuras donde el derecho fundamental a la dignidad ocupará una un rol protagónico.

En efecto, resulta probable que dentro de un campo nuevo que se va abriendo en la vida actual, con presagios inciertos hacia el futuro, el respeto hacia la dignidad humana adquiera una importancia tan relevante y directa que en estos momentos sólo constituyen meras sospecha: ese campo es de la bioética y el bioderecho.

Lo importante de la bioética, como novedoso adelanto científico que trasciende  a la interpretación y aplicación del respeto y garantía de la dignidad, es que con motivo de los descubrimientos y manipulaciones del genoma humano, de los embriones humanos y de la bioética en general, se genera una situación nunca antes vista, ya que la humanidad aparece como sujeto de un nuevo derecho. La humanidad es sujeto porque ella viene siendo la directamente interesada como beneficiaria y responsable de dichos adelantos, pero al mismo tiempo es susceptible de ser tratada como objeto de cara con las nuevas técnicas científicas que terminan por experimentar con ella. Veamos  un ejemplo claro: en el caso  de la clonación humana, que en muchos Estados es prohibida legalmente, ¿qué derecho es susceptible de ser vulnerado? ¿La vida? ¿La integridad? ¿El honor? Ciertamente, en estos casos la dignidad jugaría un rol protagónico, ya que, como se ha dejado sentado, una consecuencia básica de dicho precepto es la prohibición de la cosificación del ser humano.

Otro ejemplo es aquel donde, a causa de la moderna investigación genética podría ser posible en el futuro (y así se ha establecido por la Ciencia) que los padres podrán tener hijos con ciertas características especiales determinadas por ellos. Respecto a esta posibilidad del futuro se habla ya de «niños de diseño» (Designer Babys) ¿Sería la realización de tal posibilidad, a través de la experimentación, una violación de la dignidad del hombre? Igualmente, a través de la modificación genética se establece la posibilidad, en el futuro, de alargar la vida del hombre. Así, científicos de Estados Unidos de Norteamérica han vaticinado que se desarrollará una genética que haga posible inyectar en las células viejas de la persona ciertas sustancias regeneradoras. De ese modo el hombre podría llegar a los doscientos años. ¿Infringen tales experimentos (o incluso  la congelación del hombre vivo con la finalidad de alargarle la existencia) la dignidad del ser humano? Estos son claros ejemplos donde la dignidad podría ser alegada como derecho fundamental.

De este modo, la dignidad de la persona humana en el ordenamiento jurídico peruano se erige como un verdadero derecho fundamental, a tenor de lo estipulado en el artículo 1º de la Constitución Política de 1993, lo establecido en la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional peruano y en concordancia con la Teoría General de los Derechos Fundamentales planteada por la doctrina. No obstante, ello no significa que existan ciertas falencias en el reconocimiento jurídico normativo de la dignidad, siendo ello un factor de gran importancia al momento de definir, de modo coherente, la dogmática constitucional propia de un ordenamiento jurídico.

4.    Conclusiones

La dignidad humana es un bien jurídico constitucional cuya importancia y trascendencia la ha situado en los primeros articulados de las constituciones contemporáneas, consagrándose como como prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos. En esta relevancia reside la importancia de su estudio y análisis.

La dificultad para dotar de contenido jurídico a este bien se ha visto manifestada tanto en la doctrina como en la jurisprudencia comparada. No obstante, es el desarrollo jurisprudencial, a través de la resolución de casos concretos, el que ha ayudado a interpretar y establecer los alcances jurídicos y limitaciones de este principio-derecho. Si bien los Tribunales Constituciones de España y Alemania han construido, a través de los años, una doctrina de interpretación de la naturaleza jurídica de la dignidad humana en sus ordenamientos jurídicos, aún falta mucho por recorrer, más aún en los sistemas latinoamericanos.

Es a través del análisis comparado de estas construcciones jurisprudenciales que se ha podido llegar a establecer que la dignidad, en el ordenamiento jurídico peruano vigente, se erige como un verdadero derecho fundamental. Esto, debido a que si bien no se cuenta con un artículo como el 1° de la Ley Fundamental Alemana, que reconoce expresamente dicha naturaleza jurídica, el artículo 1° de la Constitución de 1993, ubicado en el Título I “De los derechos y deberes fundamentales”, reconoce la obligación de respeto de la dignidad. Aunado a ello, y cerrando el círculo de protección debida, la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional peruano ha reconocido el deber de garantía de la dignidad, al establecer que ésta se constituye como un derecho autónomo reclamable ante los tribunales jurisdiccionales; lo cual es consonante con la Teoría General de los Derechos Fundamentales planteada por la doctrina.

A la par, la dignidad humana posee también la naturaleza jurídica de principio constitucional, siendo que los efectos jurídicos derivados de dicha naturaleza  han de ser correctamente identificados para evitar confusiones respecto de su dimensión como derecho fundamental. Así, como principio constitucional, la dignidad cumple, principalmente, tres funciones: legitimadora del poder público, fuente de los derechos fundamentales y, parámetro interpretativo del ordenamiento jurídico peruano.

No obstante, son aún pocas las decisiones judiciales donde se haya discutido la violación de la dignidad humana como derecho fundamental autónomo, siendo que siempre ha recurrido a la dignidad en tanto principio constitucional que  guía la interpretación de otro derecho fundamental específico. Ello, indica la dificultad de plantear un caso concreto donde se vulnere la dignidad humana en tanto derecho fundamental, así como la urgencia de que la jurisprudencia siga delimitado sus alcances y contenido. Con todo, lo cierto es que el derecho debe anticiparse a situaciones futuras, como por ejemplo, el avance de la bioética y   el bioderecho. La clonación humana, así como la alteración y manipulación del genoma humano son ejemplos de situaciones perfectamente imaginables donde se discute la cosificación de la persona humana, situación en que la dignidad ocuparía un rol protagónico.

Daniela Damaris Viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

29   Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 10

Daniela Damaris Viteri Custodio

1.       La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Constitución española

La dignidad de la persona no opera en el ordenamiento español como un derecho fundamental. Así lo ha establecido, de forma categórica, gran parte de la doctrina, así como la jurisprudencia reiterada del Tribunal Constitucional español. La dignidad humana es reconocida por el artículo 10.1º de la Constitución Española, en el Título I denominado “De los Derechos y Deberes Fundamentales”, lo cual podría constituir un indicio de que todos y cada uno de los 19 artículos que integran el Título I constituyen verdaderos derechos fundamentales; sin embargo, ello no es así, ya que la doctrina(GUTIÉRREZ GUTIÉRREZ, 2002) ha dilucidado que; por una parte, el título en cuestión se encuentra dividido en cinco capítulos diferentes de cuyos articulados se desprende que no en todos ellos se enuncian derechos fundamentales. Al respecto, resulta en extremo interesante la tesis, según la cual, la ubicación de la dignidad humana en el texto constitucional significa que la intención del constituyente fue la considerarla como fuente de los derechos que le son inherentes, en vez de un derecho fundamental.

Por otro lado, el Tribunal Constitucional español ha esgrimido otra teoría, a tenor de la cual niega a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental. En efecto, el Ato Tribunal señala, en primer término, que la dignidad no puede ser considerada como un derecho fundamental, en la medida que, al no ubicarse dentro del Capítulo II de la Constitución española, no goza de la tutela preferente establecida por el artículo 53.2º  [12] del mismo cuerpo normativo. Así, en la STC 136/1996, se reiteró la imposibilidad de justificar en el artículo 10º de la Constitución española un recurso de amparo, argumentándose que la dignidad es ajena a los derechos fundamentales susceptibles de protección a través de este proceso constitucional (los derechos reconocidos en los artículos 14 a 29 CE) . Una afirmación rotunda sólo se puede encontrar en la ATC 149/1999, donde el Tribunal expresaría: “Debemos descartar la existencia de un pretendido derecho fundamental a la dignidad humana que opere de forma autónoma e independiente ex artículo 10º CE. Comenzando por esta última invocación, basta recordar que la dignidad de la persona no se reconoce en nuestra Constitución como un derecho fundamental sino como fundamento del orden político y la paz social”.

De este modo, la doctrina jurisprudencial del máximo intérprete de la Constitución española ha dejado sentado que la dignidad, con independencia de que pueda servir como criterio de interpretación de los derechos fundamentales y libertades públicas en general, no puede servir de base a una pretensión autónoma de amparo, por impedirlo los artículos 53.2º y 161.1.bº de la Constitución y el artículo 41.1º de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional [13], rechazándose, con ello, que la dignidad per se, pueda ser considerada como un derecho fundamental [14].

En suma, en el ordenamiento constitucional español, la dignidad y los derechos fundamentales no se hallan en un mismo plano; pues la dignidad se proclama como un principio constitucional, de donde emanan los demás derechos fundamentales (Hernández Gil, 1982), cumpliendo funciones como fundamentadora del orden político (Batista Jiménez, 2006) función promocional (al reflejar la obligación que tienen los poderes públicos del Estado de fomentar el orden político y la paz social, para lo cual tienen el deber constitucional de estimular (facilitar) el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los respectivos derechos subjetivos de los gobernados) (Ruiz-Giménez Cortés, 1997) y hermenéutica, al operar como criterio de interpretación del ordenamiento jurídico español (1997).

La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Ley Fundamental alemana

Al contrario de la jurisprudencia española, el Tribunal Constitucional Federal Alemán ha señalado, con una fórmula categórica, que la dignidad humana es el “derecho fundamental principal” (Hauptgrundrecht) [15], siendo que el fundamento jurídico-positivo de su rango superior en la jerarquía de los derechos fundamentales del Derecho constitucional alemán se explica y deriva, de que el artículo 1° [16] de la Ley Fundamental, a diferencia de los otros artículos relativos a derechos fundamentales, es inalterable de cualquier tipo de modificación constitucional, de acuerdo a lo establecido en el artículo 79.3° de la Ley Fundamental, por consiguiente, está por encima de cualquier reforma [17].

Por otro lado, el Tribunal Constitucional Federal no ha manifestado ninguna duda sobre el hecho de que el derecho fundamental de la dignidad es derecho invocable ante los tribunales internos, frente a cuya lesión cabe apelar al Tribunal. De hecho, en la práctica, se ha ocupado frecuentemente de recursos de amparo (Verfassungsbeswerden), que afirman expresamente una lesión de la dignidad como derecho fundamental (Starck,2008), bajo la premisa de que el artículo 1.1° (SCHWABE, 2009) de la Ley de Bonn tiene una clara tendencia, inherente en dirección hacia la garantía plena de los derechos, la misma que se hace evidente también a partir de las garantías establecidas en los artículos 19.4°[18] y 93.1.4.a° [19], del mismo cuerpo normativo, relativas a la posibilidad de interponer recurso de amparo. Así, se puede afirmar que sólo la garantía de la dignidad como derecho subjetivo posibilita el recurso de queja constitucional frente a las leyes que pretendan una reforma constitucional y lesionen la dignidad de la persona humana. Si esta obligación de protección jurídico-objetiva del Estado supone también un derecho subjetivo del hombre a la protección de su dignidad frente a terceros, podrá conseguir aquél la protección estatal de su dignidad por vía judicial y por medio del pertinente recurso de queja constitucional. Por consiguiente, la garantía de la dignidad se podrá reclamar judicialmente también en orden de disfrute de los derechos (Gutiérrez Gutiérrez, 2009). De este modo, el respeto y la garantía de la dignidad es obligación de todo el poder estatal (artículo 1.1° de la Ley Fundamental).

En este contexto, el Tribunal Constitucional Federal alemán ha subrayado que, para determinar la lesión de la dignidad del hombre, se deberá analizar el hecho concreto, caso por caso (SCHWABE, 2009), a través de una variante de la denominada “fórmula-objeto” o fórmula de no instrumentalización (Objekt-Formel). Esta formulación, de origen kantiano, es recibida en el ámbito del Derecho Constitucional alemán por Dürig y consagrada por la jurisprudencia constitucional [20]. La idea fundamental de esta fórmula consiste en que el hombre no puede ser reducido, bajo ninguna circunstancia, a mero objeto de la actuación del Estado. De esta forma, la dignidad queda comprometida cuando el ser humano es convertido en simple objeto.

¿Pero, cuándo se reduce a la persona a un mero objeto? Resulta preciso cualificar el sentido objetivo de la acción. La jurisprudencia del TC alemán ha ido aclarando la interrogante, estableciendo una serie de parámetros para resolver casos futuros. Así en el Caso relativo a las escuchas (Abhör-Urteil), sentenció: “la fórmula general que afirma que el hombre no puede ser reducido como mero objeto del poder estatal, puede indicar si acaso sólo cierta pauta respecto a la posibilidad de identificar casos de violación del derecho a la dignidad del hombre. Pero el hombre, realmente, es bastante a menudo un simple objeto, no solamente en las relaciones y en el mismo devenir social, sino también del Derecho, al que debe someterse sin considerar sus propios intereses. En este sentido, una lesión de la dignidad humana no puede aparecer simplemente en esto. Consecuentemente, tiene que añadirse que se le somete a un tratamiento, que, en principio, cuestiona su calidad de sujeto, o que este tratamiento en algunos casos concretos, supone una transgresión arbitraria de la dignidad del hombre (2009).

De este modo, a través de casos concretos resueltos por el Tribunal Constitucional Federal se puede establecer que, si bien hace uso del artículo 1.1º de la Ley Fundamental como un punto de partida del poder estatal, confiriéndole a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental, lo hace sin llegar a “institucionalizar” la dignidad del hombre a través de un uso inflacionario, lo cual daría lugar a cierta devaluación de la dignidad. Así, la concretiza en ciertos casos específicos, determinando su contenido y alcance como derecho fundamental individual, pero sin argumentarla de una forma meramente retórica, es decir, con una fórmula vana. Así pues, el modelo de la dignidad, en el sentido de la “tesis del objeto” o de no instrumentalización, posibilita un contenido concreto y también un elemento para el juez en su labor de impartir justicia.

Esto último es consonante a lo que ha establecido la doctrina, en el sentido que no se puede realizar una interpretación excesiva el derecho fundamental de la dignidad, ya que ello podría conllevar a una degradación de este derecho, hasta pretender convertirlo en un “derecho fundamental a la felicidad” (happiness); de modo que con tal interpretación se sobrecarga el derecho fundamental; perdiéndose la diferencia entre derechos individuales de libertad exigibles y los fines u objetivos estatales generales propios del Estado social.

2.        La dignidad humana en la Constitución Política peruana de 1993

La Constitución Política del Perú de 1993 consagra a la dignidad de la persona humana en su artículo 1º, bajo el Capítulo I denominado “Derechos Fundamentales de la persona”, estableciendo que “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Ahora bien, es realmente escasa, o más bien casi nula, la doctrina jurídica que aporte a la discusión sobre la naturaleza jurídica de la dignidad humana en el ordenamiento jurídico peruano. Ante ello, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano, si bien ha tomado partido por conferir a la dignidad humana la naturaleza de principio-derecho, no ha explicado, de forma exhaustiva, los fundamentos que lo llevan a adoptar dicha postura. De este modo, sus aportaciones se podrían sintetizar de la siguiente manera [21].

La dignidad humana constituye tanto un principio como un derecho fundamental, de forma similar a la igualdad, debido proceso, tutela jurisdiccional, etc.

Las consecuencias jurídicas que derivan del doble carácter de la dignidad humana son las siguientes: en tanto principio, actúa a lo largo del proceso de aplicación y ejecución de las normas por parte de los operadores constitucionales, como: a) criterio interpretativo; b) criterio para la determinación del contenido esencial constitucionalmente protegido de determinados derechos, para resolver supuestos en los que el ejercicio de los derechos deviene en una cuestión conflictiva; y c) criterio que comporta límites a las pretensiones legislativas, administrativas y judiciales; e incluso extendible a los particulares.

En tanto derecho fundamental, se constituye en un ámbito de tutela y protección autónomo. En ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección, en la resolución de los conflictos sugeridos en la misma praxis intersubjetiva de las sociedades contemporáneas, donde se dan diversas formas de afectar la esencia de la dignidad humana [22].

3.       La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Constitución Política peruana de 1993. Análisis comparado.

En tanto España y Alemania han mantenido una postura clara respecto de la naturaleza jurídica de la dignidad humana en sus respectivos ordenamientos jurídicos; y estudiados y analizados los fundamentos jurídicos en mérito a los cuales se han adherido a una u otra posición, corresponde ahora realizar un análisis comparado con la doctrina y jurisprudencia del ordenamiento jurídico peruano. Si bien se ha establecido que cada Estado posee su propia dogmática constitucional, el análisis comparado a realizar nos permitirá dilucidar a qué posición se aproxima más el ordenamiento peruano y con ello, aportar a la discusión acerca de la naturaleza jurídica de la dignidad humana, de cara con el constitucionalismo español y alemán, que ciertamente han esbozado posiciones doctrinales más avanzadas.

3.1     La dignidad humana como principio constitucional

De manera preliminar, es preciso indicar que, en los tres ordenamientos analizados, la dignidad se erige como un principio constitucional de especial relevancia. La doctrina y la jurisprudencia comparada, no dejan ninguna duda al respecto. Pero, ¿qué significa que la dignidad sea un principio?, ¿cuáles son las consecuencias jurídicas de la naturaleza de principio de la dignidad? De modo resumido, de las consideraciones vertidas por los Tribunales Constitucionales de los ordenamientos jurídicos en análisis, se puede extraer que la dignidad, en tanto principio, tiene las siguientes características y cumple con los siguientes roles, o funciones:

En primer término, los principios constitucionales poseen características propias dentro de un ordenamiento jurídico. Así, las notas que los definen son la generalidad y la fundamentalidad. El primer elemento, indica que los principios estarán formulados de manera genérica, es decir, tienen una estructura normativa mínima, sea en cuanto al supuesto o la consecuencia normativa. Por ejemplo, el principio de supremacía constitucional, cuya protección sobre conductas políticamente relevantes (pero no normadas) o nuevas, siempre exigirá su concretización por los operadores jurídicos correspondientes. El segundo elemento esencial, la fundamentalidad, indica que como tales, los principios constitucionales poseen una gradación o rango de carácter material en base al contenido de la norma, la que deriva de su importancia.

En segundo término, la doctrina jurisprudencial señala que la  dignidad,  en tanto principio constitucional, goza de una mayor relevancia respecto de los demás principios consagrados en las Cartas Fundamentales. La doctrina, por su parte, sigue la misma línea, considerando al principio de la dignidad como un principio rector de la política constitucional Landa Arroyo, Cesar [23]. Esta trascendencia suprema que se le otorga a la dignidad humana supone, según lo estipulado por la Corte Constitucional de Colombia, el reconocimiento del hombre como un fin en sí mismo y no como un objeto manipulable al que hay que buscar y encontrarle su fin fuera de sí [24] En tal sentido, el plus que se le otorga a la importancia de la dignidad en tanto principio, toma en consideración que el ser humano es anterior, lógica y sociológicamente al Estado.

a.    En cuanto a las funciones que cumple la dignidad de la persona humana en tanto principio constitucional, destacan tres roles que son reconocidos tanto por la jurisprudencia de los Tribunales Constitucionales de Perú, España y Alemania, así como por la doctrina: como legitimador, como fuente de los derechos fundamentales y, como parámetro de interpretación del ordenamiento jurídico.

b.  En cuanto al primer rol, se ha establecido que la dignidad tiene un sentido y una función constitucional material e instrumental. Material, en la medida que establece la base de todo el orden fundamental de una comunidad democrática y libertaria y la función constitucional instrumental también cumple una finalidad legitimadora a partir de la conexión entre dignidad y Constitución [25]. En tal sentido, un ordenamiento jurídico será legítimo en función de su capacidad para garantizar, promover o defender la dignidad de la persona humana.

c.    En cuanto a su función como fuente de los derechos fundamentales [26], la dignidad es el punto de partida de los derechos fundamentales, siendo considerada como prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos. Ello quiere decir que, en el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales, queda implícito el reconocimiento de una cuota de dignidad en cada derecho fundamental. Esta función estaría entonces íntimamente ligada a la función de la dignidad como criterio para la determinación del contenido esencial constitucionalmente protegido de determinados derechos, para resolver supuestos en los que el ejercicio de los derechos deviene en una cuestión conflictiva. Si la dignidad es la fuente de los derechos fundamentales, entonces es lógico deducir que un determinado derecho se encuentra limitado hasta donde llega la cuota de dignidad de otro derecho. Así lo ha planteado la jurisprudencia constitucional en diversos casos; por ejemplo: el derecho a la verdad ha sido recientemente reconocido por el Tribunal Constitucional peruano, en base a la dignidad humana inherente a este derecho. Por otro lado, se ha establecido que el derecho a la libertad de expresión queda limitado hasta donde llega el derecho al honor de la persona, derecho que se encuentra íntimamente ligado a la dignidad humana en cuenta principio constitucional.

Asimismo, la función interpretativa de la dignidad humana en cuanto principio constitucional es producto de la virtualidad nomogenética de los preceptos constitucionales, que en su gran mayoría son términos abiertos, cuyo contenido es necesario fijar, bien a través de normas posteriores o bien a través del desarrollo de la doctrina jurisprudencial.

Finalmente, la dignidad vincula y legitima a todos los poderes públicos, en especial al juez, que en su función hermenéutica debe convertir este principio en un parámetro interpretativo de todas las normas del ordenamiento jurídico [27].

Estando delimitadas las características así como consecuencias de la naturaleza de la dignidad humana como principio constitucional, es oportuno analizar la procedencia de la consagración de la dignidad como derecho fundamental en el ordenamiento jurídico peruano, contenida en el artículo 1º de la Constitución Política Peruana de 1993, a partir de un examen comparado con el Derecho español y alemán.

3.2  La dignidad humana no está al mismo nivel que los derechos fundamentales ¿principio constitucional o derecho fundamental?

Forma parte de un antiguo debate la jerarquía entre dignidad y derechos fundamentales. En ese sentido, se ha señalado continuamente que la dignidad humana no estaría al mismo nivel que un derecho fundamental específico, ya que a la primera le corresponde un grado más elevado, al ser la fuente de la cual emanan todos y cada uno de los derechos fundamentales. En tal perspectiva, se le niega a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental, en la medida en que no estarían en el mismo plano.

En este punto, es innegable que el gran debate jurídico que ha generado la naturaleza de la dignidad humana se debe, en gran parte, a la confusión del significado de la misma como principio constitucional y como derecho fundamental. Es en base a esta confusión que se ha intentado sustraer a la dignidad de su naturaleza jurídica de derecho fundamental. En efecto, el hecho de que, como correctamente lo ha señalado la jurisprudencia, la dignidad sea la fuente de la cual emanan los demás derechos fundamentales, constituyéndose, por tanto, en un prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos, no implica que no sea un derecho fundamental, en tanto que dicha función le corresponde en razón de principio constitucional.

Es la naturaleza jurídica de principio constitucional de especial relevancia, la que hace de la dignidad la fuente originaria de los demás derechos fundamentales; siendo un elemento imprescindible para hallar el núcleo esencial de un determinado derecho fundamental, aquel que no podrá ser vulnerado bajo ninguna circunstancia debido a su religación con la dignidad (en tanto principio). Un ejemplo mediante el cual se puede entender claramente este rol de la dignidad en tanto principio es el siguiente:

En el caso de conflicto entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor, si bien la libertad de expresión es un derecho cuya importancia ha sido ampliamente reconocida dentro de un Estado democrático de derecho, ¿hasta dónde puede llegar dicha libertad de expresión? ¿Es válida la vulneración de otros bienes constitucionales so pretexto del ejercicio de la libertad de expresión?, más aún, ¿en el caso de funcionarios públicos o de temas con interés público, el ejercicio de la libertad de expresión puede lesionar el honor de terceros? Al respecto, se ha establecido la posibilidad de restricción de la libertad de expresión como una excepción; así, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos [28], las restricciones que se impongan deben ser necesarias en una sociedad democrática. Agrega la Corte IDH que, entre las varias opciones para alcanzar ese objetivo, debe escogerse aquélla que restrinja en menor escala el derecho protegido. Es decir, la restricción debe ser proporcional al interés que la justifica y debe ser conducente para alcanzar el logro de ese legítimo objetivo, interfiriendo en la menor medida posible en el efectivo ejercicio del derecho. En estos casos, el Tribunal Constitucional peruano ha dado un protagonismo especial a la dignidad humana, estableciendo que debe “prestarse una más intensa tutela a la libertad de información si, en el caso, la información propalada tiene significación pública, no se sustenta en expresiones desmedidas o lesivas a la dignidad de las personas” (Exp. Nº 0905-2001-AA/TC, F.J. 15). Ello quiere decir que las restricciones a la libertad de expresión (en temas de interés público) estarán fijadas en la medida que no se vulnere la dignidad humana, en tanto principio constitucional. No se tutela, por tanto, a la dignidad humana como derecho fundamental, sino que ésta actúa como principio constitucional para fijar los límites del derecho a la libertad de expresión y, en esa dirección, salvaguardar el derecho al honor, dada su estrecha religación con la dignidad.

Por tanto, la función de la dignidad como fuente de los derechos fundamentales, así como parámetro que fija el límite de los mismos, corresponde a su naturaleza de principio jurídico constitucional, no siendo válido el argumento que pretende desvirtuar a la dignidad de la naturaleza jurídica de derecho fundamental en este sentido.

3.3  La ubicación de la dignidad en el texto constitucional

Ya se ha expuesto la interpretación se ha otorgado a la ubicación de la dignidad humana en los textos constitucionales de España y Alemania. En el caso peruano, la Constitución Política de 1993, reconoce a la dignidad en su artículo 1°, bajo el Capítulo I que titula “Derechos Fundamentales de la persona”. No obstante, el legislador planteó en el artículo 2°, contenido en el mismo Capítulo, una redacción de los derechos fundamentales de la persona con la frase preliminar “toda persona tiene derecho a”, siendo, por tanto, el artículo 1° uno que abre la enumeración de los derechos fundamentales reconocidos por la Carta Magna, lo cual no deja en claro si la dignidad es un derecho fundamental, o, como en el caso del derecho español, un principio constitucional que, como fuente de los demás derechos fundamentales, inaugura el apartado que los reconoce. Más adelante, el artículo 3°, contenido en el mismo Capítulo, no ayuda a esclarecer el debate ya que establece que la enumeración de los derechos establecidos en el Capítulo II no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad, lo cual hace alusión a la dignidad como principio constitucional, fuente de los demás derechos fundamentales.

Si bien el Tribunal Constitucional peruano, intérprete máximo de la Constitución, ha establecido que la dignidad es un derecho fundamental, su ubicación dentro del texto constitucional, como ya se ha establecido, deja algunas dudas al respecto, lo cual plantea la cuestión de si la dignidad debería ser reconocida expresamente por la Constitución de 1993 como un derecho fundamental, al igual que los consagrados en el artículo 2° del texto fundamental.

3.4  La protección jurisdiccional de la dignidad: recurso de amparo

El principal argumento que el Tribunal Constitucional español ha establecido para negarle a la dignidad la naturaleza jurídica de derecho fundamental radica en que ésta no es susceptible de tutela jurisdiccional vía amparo. En efecto, como ya se ha hecho mención, los mecanismos de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales se encuentran contenidos en el artículo 53.2° de la Constitución española, que establece, de forma expresa, que “cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14° y la Sección I del Capítulo II ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el TC”. De cara con este precepto, la dignidad de la persona no queda protegida a través de la vía jurisdiccional de protección de los derechos fundamentales, ya que el constituyente no la incluyó dentro del ámbito de protección del recurso de amparo. La protección de la dignidad de la persona tendría lugar, en último caso, a través de la tutela judicial de los derechos en que la misma se concreta. De hecho, el Tribunal Constitucional español, si bien ha hecho mención, en numerosos casos resueltos, a la dignidad humana como parámetro interpretativo, nunca ha concluido, en ninguna de sus sentencias, en la vulneración de la dignidad, sino en otro derecho fundamental específico. Esta ha sido la doctrina jurisprudencial reiterada del Tribunal Constitucional español. quien también ha dejado sentado que ello no significa, de forma alguna, que la dignidad carezca de eficacia constitucional, ya que su protección es en abstracto, es decir, a través de los procedimientos de declaración de inconstitucionalidad, regulados en los artículos 161º y 163º de la Constitución y en el Título II de la Ley Orgánica del TC español, quien tiene la potestad de declarar la inconstitucionalidad de una ley o norma con rango de ley, cuyos postulados o prescripciones sean contrarios a la dignidad humana.

Por su parte, el Tribunal Constitucional Federal de la República de Alemania es categórico al afirmar la naturaleza jurídica de derecho fundamental a la dignidad humana. Ello, debido a que, por un lado, el artículo 1° de la Ley Fundamental, a diferencia de los otros artículos relativos a derechos fundamentales, es inalterable, en concordancia con lo estipulado en el artículo 79.3° de la Ley Fundamental, por tanto no es susceptible de reforma constitucional. De esta forma, se otorga a la dignidad la máxima fuerza de validez que una Constitución pueda conceder. Aunado a ello, el propio artículo 1° de la Ley Fundamental establece la naturaleza de derecho directamente aplicable a la dignidad humana, imponiendo un doble deber al Estado alemán: de respeto y de garantía. Según el primer deber, la obligación estatal de respetar la dignidad, el Estado debe asegurarse de dejarla intacta de modo que deberá organizar el aparato estatal para impedir lesiones a la dignidad causadas por la aplicación incorrecta de la ley. Es una obligación de abstención, de no lesionar, ya sea a través de la emisión de normas o la aplicación de las mismas. La segunda obligación legitima a toda persona, a interponer un recurso judicial ante ataques a la dignidad por parte de terceros particulares. La obligación de protección, que se apoya directamente en el Estado, debe garantizar el respeto de la dignidad respecto a terceros. La eficacia frente a terceros, a través de la obligación de protección estatal, le da a la dignidad la efectividad necesaria, propia de un derecho fundamental. Finalmente, la Ley Fundamental, en sus artículos 19.4º y 93.1.4.aº, posibilita expresamente la posibilidad de interponer recurso de amparo ante la vulneración de la dignidad humana. De hecho, en la práctica, el Tribunal Constitucional Federal se ha ocupado frecuentemente de recursos de amparo (Verfassungsbeswerden), que afirman expresamente una lesión a la dignidad como derecho fundamental (Starck, 2008)

En el constitucionalismo peruano, la Carta Magna no posee un artículo como el 1° de la Ley Fundamental, que otorga una eficacia directa a la dignidad humana como derecho fundamental, al conferir a los órganos estatales la obligación de su respeto y protección. Tampoco se aproxima a la doctrina jurisprudencial española que, de forma tajante, ha denegado la naturaleza de derecho fundamental a la dignidad humana, de cara con la falta de protección que la Constitución española le ofrece, al excluir la posibilidad de plantear una acción de amparo ante su vulneración.  El artículo 1° de la Constitución Política de 1993 establece que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”; lo cual pone de manifiesto el deber de respeto que existe de parte del Estado peruano a la dignidad humana. Por su parte, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano ha dejado sentado que (02273-2005-PHC/TC) la dignidad, en tanto derecho fundamental, se constituye en un ámbito de tutela y protección autónomo. En ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico peruano, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección. Se podría colegir, por tanto, que a pesar de que el legislador peruano no ha reconocido expresamente la obligación de garantía de la dignidad humana en el texto de la Carta Fundamental, protección propia de todo derecho fundamental, ha sido el Tribunal Constitución peruano, máximo intérprete de la Constitución, el que ha cerrado el círculo de protección debida, declarándola como un derecho fundamental, merecedor de respeto y garantía y, por tanto, susceptible de ser reclamado ante los tribunales jurisdiccionales.

No obstante esta afirmación, aún quedan algunos cabos sueltos en la regulación positiva de la protección de la dignidad humana, toda vez que, por un lado, en un sentido ideal, sería oportuno que el propio texto Constitucional consagrara la obligación de respeto y garantía de la dignidad humana. Por otro lado, la regulación del Proceso de Amparo en el Perú no es equiparable con su regulación en España, dado que mientras en España se prevé el amparo para la protección exclusiva de los derechos fundamentales reconocidos por la CE, el Código Procesal Constitucional peruano establece que el amparo procede en defensa tanto de los derechos fundamentales como de los constitucionales.

En efecto, el artículo 37° del Código Procesal Constitucional peruano enumera, de forma taxativa, la lista de los derechos fundamentales que son susceptibles de amparo, siendo que en ningún numeral se encuentra consagrada la dignidad humana. Ello no parece lógico con la importancia y trascendencia que el Tribunal Constitucional peruano le ha conferido a dicho precepto constitucional que, tratándose de un derecho fundamental, resultaría racional que sea tutelado vía amparo y que ello sea consignado expresamente por el Código Procesal Constitucional.

Con todo, no se puede afirmar prima facie, basándonos en la estructura del artículo 37° del Código Procesal Constitucional peruano, que la dignidad no es un derecho fundamental, pues, en última ratio, la duda es subsanada por el Tribunal Constitucional que ha afirmado que la dignidad es un derecho fundamental autónomo susceptible de ser amparado judicialmente, no obstante mostrarse temeroso en cuanto se refiere a pronunciarse sobre la violación de la dignidad humana, señalando solamente la vulneración de otro derecho fundamental específico, lo cual no termina por aclarar del todo la problemática.

Daniela Damaris Viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

12    Congreso de Diputados de España. Constitución española. 1978. Artículo 53.2º: “Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14º y la Sección del Capítulo II ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional”.

13     Tribunal Constitucional español. STC 53/2004. Sentencia de 15 de abril de 2004; STC 113/1996. Sentencia de 15 de junio de 1996; y STC 12/1994. Sentencia de 17 de enero de 1994.

14    Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985; STC 57/1994. Sentencia de 28 de febrero de 1994; STC 120/1990. Sentencia de 27 de junio de 1990; STC 91/2000. Sentencia de 30 de marzo de 2000.

15    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BVerfGE, Vol. 45. p. 227.

16    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 1.1º: “La dignidad del hombre es intangible y constituye deber de todas las autoridades del Estado su respeto y protección”.

17    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BVerfGE, Vol. 93. p. 112.

18    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 19.4º: “todo aquel que se vea lesionado en sus derechos por obra del poder público, podrá acudir a la vía judicial. Si no existe una vía específica, la competencia corresponde a la jurisdicción ordinaria”.

19    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 93.1.4.a: “respecto a los recursos de amparo, que podrán ser interpuestos por cualquiera mediante alegación de que el poder público le ha lesionado en alguno de sus derechos fundamentales, o en alguno de los derechos especificados….”

20    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BverfGE, Vol. 9. p. 89.

21    Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 9

22    Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 10

23    LANDA ARROYO, Cesar. La Dignidad de la Persona Humana: Cuestiones Constitucionales. En: Revista Mexicana de Derecho Constitucional. México. No. 7 (Jul-dic. 2002): p. 123.

24    Corte Constitucional de Colombia. C-521/98. Sentencia de 23 de septiembre de 1998; SÁNCHEZ DE LA TORRE, Angel. Comentario al Fuero de los Españoles. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1975. p.138.

25    Tribunal Constitucional peruano. STC 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006; Tribunal Constitucional español. STC 57/1994. Sentencia de 23 de marzo de 1994. F.J 03.

26    Tribunal Constitucional Federal Alemán. Sentencia BverfGe, Vol. 36. p. 174; Sentencia BverfGe, Vol. 21, p. 362; Tribunal Constitucional peruano. STC 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 7; Tribunal Constitucional español. STC 443/1990. Sentencia de 15 de febrero de 1990.

27    Corte Constitucional de Colombia. C-521/98. Sentencia de 23 de septiembre de 1998.

28    Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Claude Reyes y otros Vs. Chile. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 19 de septiembre de 2006. Serie C No. 151. p. 91.

Daniela Damaris viteri Custodio

Un análisis comparado de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Español y el Tribunal Constitucional Federal alemán

1.        Antecedentes históricos-filosóficos de la dignidad humana

La dignidad es un concepto que actualmente es objeto de discusiones, tanto doctrinarias como jurisprudenciales. Ello, en gran medida, se debe a que sus orígenes más remotos no corresponden al ámbito jurídico. En efecto, los primeros vestigios que aluden a la dignidad se encuentran en la filosofía. En tal sentido, resulta importante hacer referencia a las consideraciones trazadas en dicho ámbito, ya que ello permitirá abordar posteriormente, y de forma integral, su naturaleza jurídica.

En la Historia del Pensamiento Antiguo y Medieval (Peces-Barba Martínez, 2003) se hace referencia al concepto de dignidad relacionándola con la idea del hombre como un ser grande, perfecto y distinto a los restantes animales. Estas ideas primigenias son coincidentes tanto en las culturas occidentales como en las orientales. Así, en Oriente, Lao-Tse, Confucio, entre otros, realizan las primeras referencias a la dignidad. Por ejemplo, en el Tao-te-king se establece: “Así el Tao es grande, el cielo grande, la tierra grande. Y también el hombre es grande. Cuatro grandes hay en el espacio. Y también el hombre es grande”. Por su parte, Confucio elaboró algunos textos, donde expone las mismas ideas: “…La Ley de la Gran Doctrina consiste en desenvolver e ilustrar el luminoso principio de la razón que hemos recibido del cielo, en regenerar a los hombres y en situar un destino definitivo en la perfección, o sea, en el bien supremo”.

No obstante las consideraciones vertidas en Oriente, el pensamiento antiguo occidental presentará ideas un tanto más desarrolladas, en la medida que se hace referencia a otros elementos configurativos de la naturaleza del hombre, elementos que constituyen también rasgos de su dignidad, entre ellos: la comunicación y el lenguaje; así como la creatividad y la libertad de elección. Del mismo modo, en la antigua Roma y Grecia, en los poemas de Tirteo y Píndaro (2003) se consolidará otra tesitura, basada en que la dignidad humana se encontraba ineludiblemente vinculada a la jerarquía, a un título o a una función que expresa “majestad”. Vemos pues, una idea de dignidad no autónoma que se basa en elementos externos para su configuración.

En la Edad Media, el cristianismo abordará a la dignidad, relacionándola con la imagen de Dios proyectada sobre los hombres, de modo que en esta época tampoco se tendrá una dignidad autónoma, sino una derivada de Dios.

Ambas corrientes, aquélla que indica que la idea de dignidad deriva de Dios, así como la que señala que la dignidad deriva de un rango o jerarquía; serán descartadas en el Renacimiento. Entre las principales obras de esta época se encuentran las aportaciones de Pico de la Mirándola, Lorenzo Valla, Angelo Poliziano, Pietro Pomponazzi y Giordano Bruno (2003). Todos estos autores apuntarán alguno de los rasgos que sistemáticamente identifican a la dignidad humana. De este modo, se construye la idea de una dignidad basada en rasgos que se extraen de la propia condición del ser humano y que, por tanto, descarta la idea de una dignidad derivada, dependiente, dando paso a una dignidad autónoma que surgirá y dependerá de la propia condición humana. Entre los rasgos de la dignidad a los que se hacen referencia en esta época, se tienen: la libertad de elección, la capacidad de razonar y de construir conceptos generales, la capacidad de dialogar, de comunicarse (lenguaje), y la memoria.

No obstante el avance logrado en el siglo XVI, donde se engrandece al ser humano y se resaltan sus rasgos de hombre digno y libre, y con ello una dignidad autónoma, derivada del ser humano por su propia condición; en el siglo XVII se evidencia una suerte de falta de optimismo en medio de un escenario donde se denuncia la perversión del hombre y su egoísmo (Osuna Fernández-Largo,2001) A pesar de ello, el iusnaturalismo racionalista impulsará el desarrollo del concepto de la dignidad humana, señalando a ésta como el núcleo fundamental del sistema de ética pública, política y jurídica. Pufendorf (2003) por ejemplo, señalaría que la dignidad cumple una doble función: como razón de la ética pública y como objeto de la misma, como efectiva realización de sus dimensiones. En dicho razonamiento, la ética pública se justifica porque el hombre es digno y tiene como objetivo desarrollar esa dignidad. Asimismo, otros autores destacarán otras dimensiones de la dignidad, basadas en la capacidad del ser humano para construir conceptos generales y de razonar, y en la capacidad de elección o libertad.

No obstante las importantes aportaciones referentes a la dignidad humana a lo largo de la historia del pensamiento, sin duda, es el Siglo XVII, con la ética kantiana, la que contiene una expresión más clara de la idea de la dignidad como categoría ética, vinculada a la dimensión moral del hombre. A ella se deben también los primeros intentos de fundamentar los derechos humanos en la idea de dignidad. Kant consideró la autonomía personal como el principal rasgo humano y, en tal contexto, habla de la “dignidad de un ser racional que no obedece otra ley que aquélla que se da a sí mismo”. Kant se referirá al hombre como un ser razonable que forma parte del mundo inteligible, y que por esta razón, vinculada a la idea de libertad, aparece la de autonomía, que supone la libre decisión sobre su vida. Así, la dignidad es valor incondicional, no sujeto a transacción, ni tampoco utilizado como medio (2003). La dignidad basada en autonomía está, para Kant, en el origen de la moralidad, puesto que las máximas de la moral son la consecuencia de la acción de la autonomía. La autonomía es pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional, porque la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. En tal sentido, la dignidad se instituye en un valor intrínseco, incondicionado e incomparable. Al no poderse definir la dignidad desde “afuera”, su centro será la autonomía, mediante la cual el hombre tiene la libertad de hacer uso de su propia razón y determinar el sentido de sus actos responsablemente (Kant, 1994)

De lo expuesto ut supra, se entiende que la dignidad humana se sitúa como una reflexión plena a partir del tránsito a la Modernidad, donde se plantea la idea del hombre centro del mundo y centrado en el mundo. De tal modo, el concepto de dignidad humana, aunque con antecedentes en otras antiguas culturas, es un concepto propio del mundo moderno que adquiere especial resonancia en el ámbito jurídico a partir de los planteamientos de Kant, donde se deja entrever que la dignidad se encuentra referida, principalmente, a la interdicción de instrumentalización o cosificación del ser humano, y, asimismo, a la autonomía, la misma que se antepone a cualquier otro bien fundamental.

2.       El reconocimiento jurídico de la dignidad humana en los ordenamientos jurídicos contemporáneos

2.1  Precedentes internacionales de la dignidad

La expresión de la dignidad en los textos jurídicos aparece inicialmente en el plano internacional, como respuesta a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, las mismas que constituyeron el impulso hacia la positivización de la dignidad humana. Así, los Estados manifestarían su voluntad soberana en instrumentos internacionales, con el firme propósito de que las atrocidades cometidas por el régimen nazista y fascista no volviesen a cometerse.

De este modo, las referencias a la “dignidad de la persona humana” y a los “derechos fundamentales del hombre” aparecen claramente expresadas en la Carta de las Naciones Unidas de 1945, como tratado constitutivo de dicha Organización. Lopropio sucede con otros instrumentos jurídicos internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y  Culturales, de 1966; así como, en un ámbito más regional, la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969. De todos estos instrumentos jurídicos internacionales, es la Declaración Universal la que constituyó, sin duda, un avance sin precedentes en este largo camino hacia la civilización de la dignidad humana y un importante hito al vasto proceso de internacionalización de los derechos humanos. A partir de ella, se han elaborado y aprobado en el contexto de Naciones Unidas una serie considerable de instrumentos dirigidos a desarrollar y dotar de eficacia las disposiciones contenidas en el texto de la mencionada Declaración, logrando la configuración de los derechos humanos como expresión y concreción sustancial de la idea de dignidad de la persona.

No obstante, ésta no ha sido la única consecuencia de la proclamación de la noción jurídica de la dignidad intrínseca de la persona en los textos reseñados, pues también se ha producido lo que la doctrina señala como una “extraordinaria innovación en el Derecho Internacional”, consistente, fundamentalmente, en la consideración del ser humano y de su dignidad intrínseca no como un mero objeto del orden internacional; sino que, a diferencia del Derecho Internacional clásico o tradicional, que otorgaba el protagonismo exclusivo a los Estados, se afirma hoy, el reconocimiento del lugar supremo del interés humano en el orden de los valores, y, en consecuencia, la obligación de los Estados de hacer de dicho interés, concretado en las ideas de dignidad y derechos fundamentales de la persona, universales e indivisibles, uno de los principios constitucionales del nuevo orden internacional. Se ha producido así, un cambio de paradigma en el Derecho Internacional contemporáneo: el hombre, la persona humana ha comenzado a aparecer como sujeto de Derecho Internacional (Rodríguez Carrión, 1999).

Se puede hablar entonces de un “proceso de humanización de la sociedad internacional”, caracterizado por el establecimiento de nuevos sujetos que difieren de la estructura estatal, donde la persona humana registra unos niveles de subjetividad progresiva que la llevan a influir en el diseño de instituciones internacionales. La afirmación de que todo ser humano es titular de derechos propios oponibles directamente a todos los Estados constituye, sin lugar a dudas, una revolución jurídica consistente en que, a diferencia del Derecho Internacional clásico, la persona no puede ser considerada como un mero objeto (Carrillo Salcedo, 1999.) En definitiva, la trascendencia de este reconocimiento pone de relieve una concepción común de la dignidad, propia del mundo contemporáneo y fruto de un consenso entre diferentes concepciones del orden jurídico-político, correspondientes a los distintos países que integran los organismos internacionales, universales o regionales.

2.2  Reconocimiento constitucional de la dignidad humana

A partir de su reconocimiento en el ámbito jurídico internacional, la dignidad humana se consagra como un valor central en la axiología del constitucionalismo contemporáneo. Las Constituciones posteriores a la II Guerra Mundial pasaron a convertirse de meros documentos donde se regulaba la estructura y el funcionamiento de los poderes públicos (Constitución en sentido formal), a instrumentos jurídicos que se abrirían a los principios y valores, potenciando, de tal suerte, su elemento axiológico, o material. Uno de los rasgos más significativos del constitucionalismo después de la Segunda Guerra Mundial consistió en la fijación, mediante normas constitucionales, de principios de justicia material destinados a informar todo el ordenamiento jurídico, lo cual implicó un cambio importante en la transformación del Estado constitucional respecto a las anteriores concepciones del Estado de derecho (Estado legal, formal) ( Marín Castán, 2006.)

Como muestras significativas de la afirmación de la dignidad en el constitucionalismo europeo de la posguerra, se encuentran las Constituciones de Irlanda (1937), Italia (1947), Alemania (1949), Portugal (1976) y España (1978). Asimismo, en constitucionalismo latinoamericano, marcarían la pauta las Constituciones de Perú (1979), Chile (1980), Brasil (1988) y Colombia (1991); las que se erigen como las pioneras en su reconocimiento constitucional.

Así las cosas, a lo largo de la historia, la juridificación de la dignidad humana no ha seguido un proceso progresivo de positivización claro ni ha sido real y efectivamente considerada como cualidad inherente a todos los seres humanos, hasta bien entrado el siglo XX, tras la concienciación mundial sobre los derechos de las personas a raíz del conflicto de la Segunda Guerra Mundial y sus terribles consecuencias. Y siendo precisamente el siglo XX, la época en que las constituciones consagran a la dignidad dentro de su cuerpo normativo, es de notar que dicha positivización constitucional mantiene dos elementos homogéneos: por un lado, es recurrente la consagración de la dignidad en los primeros articulados de las Normas Fundamentales y que su reconocimiento abra, precisamente, el apartado de los derechos fundamentales; y por otro lado, todas las Constituciones reconocen a la dignidad humana como inherente a la persona, sin excepción. Dicha ubicación y reconocimiento no son gratuitos, pues uno de los rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la II Guerra Mundial es la elevación de la dignidad de la persona a categoría de núcleo axiológico constitucional, y por lo mismo, valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, siendo este tratamiento de carácter generalizado aún en ámbitos socio-culturales dispares.

3.        La dignidad humana como concepto jurídico

En una primera aproximación, se puede diferenciar dos sentidos de la dignidad: una determinada forma de comportamiento de la persona, presidida por su gravedad y decoro, según lo estipulado por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua [1], y otra determinada por una calidad que se predica de toda persona, con independencia de cuál sea su específica forma de comportamiento, pues ni tan siquiera una actuación indigna priva a la persona de su dignidad. Es a este segundo sentido al cual nos referiremos. González Pérez (1986) señala que la dignidad es el rango o la categoría que corresponde al hombre como ser dotado de inteligencia y libertad, distinto y superior a todo lo creado, que comporta un tratamiento concorde en todo momento con la naturaleza humana. Por su parte, Von Münch Revista Española de Derecho, (May-Agos 1982) “La Dignidad del Hombre en el Derecho constitucional”, en : Revista Española de Derecho Constitucional, Madrid.(5) p. 123, a la vista de la doctrina y de la jurisprudencia alemana entiende que la dignidad entraña la prohibición de hacer del hombre un objeto de la acción estatal. Finalmente, una de las definiciones más citadas es la del tratadista alemán Von Wintrich (1997), para quien la dignidad del hombre consiste “en que el hombre, como ente ético-espiritual, puede por su propia naturaleza, consciente y libremente, autodeterminarse, formarse y actuar sobre el mundo que le rodea”.

Como se ha advertido, uno de los rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la segunda postguerra es la elevación de la dignidad de la persona a la categoría de núcleo axiológico constitucional, y por lo mismo, a valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, y ello con carácter prácticamente generalizado y en ámbitos socio-culturales dispares. La mayor problemática que ha suscitado esta elevación, así como el origen no jurídico, sino más bien filosófico de la dignidad es, precisamente, la imposibilidad de dotar de una definición exacta a lo que habría de entenderse por “dignidad”. Las dificultades de una definición del concepto de dignidad se documentan en el extremo de que la doctrina y jurisprudencia jurídico-constitucional no ha llegado todavía a una definición satisfactoria, permaneciendo atrapados los intentos de definición en formulaciones de carácter general.

Sin embargo, es posible aproximarse a la dignidad, tomando en consideración la doctrina jurisprudencial de las Altas Cortes y Tribunales Constitucionales. Para efectos del presente trabajo, se hará especial referencia a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, alemán y peruano.

Bajo esta premisa, en primer término, resulta preciso señalar dos elementos característicos constantes del reconocimiento constitucional de la dignidad humana: a) Su consideración como cualidad inherente al ser humano, por su propia condición de tal [2], y b) su consagración en los primeros articulados de las Constituciones, abriendo el apartado de los Derechos Fundamentales.

Por otro lado, el desarrollo jurisprudencial de la dignidad deja entrever que ésta cumple con una serie de funciones dentro de los ordenamientos jurídicos. Así, existe una suerte de consenso al momento de destacar tres roles de la dignidad: como fuente de los derechos fundamentales, como límite de los derechos fundamentales y, como legitimadora del ordenamiento jurídico.

3.1  La dignidad como fuente de los derechos fundamentales

La doctrina jurisprudencial indica que la dignidad es el presupuesto jurídico, el fundamento esencial de todos los derechos que, con la calidad de fundamentales, habilita el ordenamiento. En el caso peruano, el artículo 1° de la Constitución reconoce que “la defensa de la persona humana y el respecto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”, y, complementando dicha línea de razonamiento, se encuentra el artículo 3°, que dispone que “la enumeración de los derechos establecidos (...) no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga que se fundan en la dignidad del hombre (...)” [3]. De hecho, esta función ha desplegado todos sus efectos jurídicos en la realidad fáctica, pues mediante la STC 2488-2002-HC/TC, el TC reconoció un nuevo derecho, el Derecho a la Verdad que, sin estar expresamente consignado en el texto de la Constitución Política, fluye de su artículo 3°, que, a su turno, reconoce una “enumeración abierta” de derechos fundamentales que surgen de la dignidad del hombre.

Por su parte, el Tribunal Constitucional español ha señalado que la relevancia y la significación superior del valor de la dignidad y de los derechos que la encarnan se manifiesta en su colocación misma en el texto constitucional, ya que el artículo 10º de la Constitución española es situado a la cabeza del título destinado a tratar de los derechos y deberes fundamentales,  lo que muestra que, dentro del sistema constitucional español, es considerada como el punto de arranque, como prius lógicoy ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos [4].

3.2  La dignidad como límite de los derechos fundamentales

La doctrina así como la jurisprudencia constitucional es unánime en establecer que los derechos fundamentales no tienen la calidad de absolutos, sin excepción alguna, bajo la premisa que los límites de los derechos fundamentales son aquellas restricciones a su ejercicio que resulten conformes con las coordenadas constitucionales. El Tribunal Constitucional español brinda ejemplos muy ilustrativos al respecto, concluyendo que no hay derechos ilimitados y menos aún pueden ejercerse los derechos abusivamente. Veamos: en una de sus primeras sentencias, el Alto Tribunal español [5] consideró que ni la libertad de pensamiento ni el derecho de reunión y manifestación comprenden la posibilidad de ejercer sobre terceros una violencia moral de alcance intimidatorio, porque ello es contrario a bienes constitucionalmente protegidos como la dignidad de la persona y su derecho a la integridad moral, que han de ser respetados no sólo los poderes públicos, sino también los ciudadanos. Asimismo, las libertades informativas se han visto delimitadas en su ejercicio abusivo por el valor jurídico supremo del ordenamiento, por la dignidad de la persona [6]:

De este modo, la dignidad ha venido operando como un límite frente al ejercicio abusivo de los derechos. Así se ha decantado en diferentes supuestos en la jurisprudencia constitucional peruana y española. Ello quiere decir que se podrán imponer medidas limitativas a los derechos fundamentales (siempre que dicha medida esté prevista por la ley, y que sea idónea, necesaria y proporcional en relación con un fin constitucionalmente legítimo); sin embargo, lo que no será factible es el irrespeto de las condiciones generales consagradas en la Constitución y el quebrantamiento del contenido esencial de los derechos fundamentales. Pero, ¿a qué la jurisprudencia con “contenido esencial”? Será aquel que tiene como principal sustento la dignidad del ser humano, la misma que se erige como un límite concreto y primordial frente a cualquier tipo de reforma constitucional [7]. En palabras del TC peruano, una reforma será inconstitucional, desde el punto de vista material, si el legislador modifica el contenido esencial del derecho fundamental, siempre y cuando este hecho constituya un elemento vulnerador de la dignidad de la persona humana, y termine, por lo tanto, desvirtuando la eficacia de tal derecho [8].

Por su parte, el Tribunal Constitucional español ha indicado que la dignidad de la persona permite concretar el contenido esencial de los derechos fundamentales objeto de limitación. Al menos, de aquellos derechos que han sido expresamente referidos a ella [9]. No obstante, la dignidad de la persona se ha utilizado excepcionalmente como criterio para determinar el contenido esencial de los derechos fundamentales en situaciones con cierto grado de extremidad, cuando la persona es tratada como un objeto y no un sujeto de derecho. En tales situaciones, la doctrina ha sido clara al establecer que no hace falta una intención de humillación o desprecio para que exista atentado a la dignidad de la persona. Si objetivamente se menoscaba el respeto debido a la dignidad de la persona, es irrelevante la intención del agente.

3.3  La dignidad como legitimadora del ordenamiento jurídico

Esta función se explica en cuanto únicamente será legítimo aquel orden político que respete y tutele la dignidad de cada una de las personas humanas radicadas en su órbita, sus derechos inviolables y el libre desarrollo de su personalidad. Sobre este tema, el TC peruano no se ha explayado mucho, sin embargo, ha sido categórico al señalar que “existe, pues, en la dignidad, un indiscutible rol de principio motor sin el cual el Estado adolecería de legitimidad, y los derechos de un adecuado soporte direccional, se erige como legitimadora y limitadora del poder público” [10].

Por su parte, su homólogo español ha establecido que la legitimidad de una norma se verifica en función de su capacidad para garantizar, promover o defender la dignidad de la persona. Así, la dignidad de la persona, como principio general del Derecho, constituye una de las  bases del Derecho, que fundamentan, sostienen  e informan el Ordenamiento, nutren y vivifican la ordenación legal; legitiman el sistema y sus normas. Por tanto, la eficacia de la dignidad en tanto legitimadora del poder público, radica en que, al haberse positivizado y formar parte de la Constitución, determinará la nulidad de pleno derecho de cualquier disposición de inferior jerarquía, ley o reglamento que la contravenga [11].

Daniela Damaris viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

1    Real Academia Española. Diccionario de la lengua Española. Vigésima segunda Edición. Tomo I. Madrid: Espasa Calpe.

2    Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 2273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6; Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985. F. 8, que establece: “Puede deducirse que la dignidad es un valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión de respeto por parte de los demás”

3   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente N° 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6, y Exp. N° 1417-2005-PA/TC. Sentencia de 08 de julio de 2005. F.J 3.

4   Tribunal Constitucional español. STC 337/1994. Sentencia de 23 de diciembre de 1994. F.J. 4, y STC 113/1996. Sentencia de 25 de junio de 1994. F.J 6.

5   Tribunal Constitucional español. STC 2/1982. Sentencia de 29 de enero de 1982. FJ. 5.

6   Tribunal Constitucional español. STC 105/1990. Sentencia de 6 de junio. FJ. 8; STC 231/1988. Sentencia de 2 de diciembre de 1988. FJ. 8; y STC 214/1991. Sentencia de 11 de noviembre. FJ. 8.

7   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 38.

8   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 39 y 46.

9   Tribunal Constitucional español. STC 120/1990. Sentencia de 27 de junio de 1990.

10    Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 38; Expediente 2273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6.

11    Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985; STC 113/1996. Sentencia de 25 de junio de 1996. F.J 3 y 6.


Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “a lo cotidiano, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, la experiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteandonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1. La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar Auna sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad - normatividad, personalización - institucionalización, provisionalidad - perpetuidad, presente - futuro (pasado), pluralidad - unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.  Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces; sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5].

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entralazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3. “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertirsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4. Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertirsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5. La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.   La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Co 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.   El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.   El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de autocomprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. Esos Aaquellos” son cada una de las personas que, sabiendolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25,  31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-    por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-    por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-    por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16].

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, )quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.  ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 1987, 180-182. (citado NHD)

2.  Nacido en 1898 en San Sebastián

3.  Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4.  MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1996, 42.

5.  Cfr. Salmo 138.

6.  WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7.  Ibid, p. 128.

8.  UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9.  Teología kenótica

10.    TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11.    Idem.

12.    En Sermón 52, 17.

13.    STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14.    Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15.    Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16.    En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17.    ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág 3.

Juan J. Padial Benticuaga

“Es necesario desprenderse del último ancla de una esperanza fantástica, por así decirlo, y mostrar que la práctica del método matemático es incapaz de reportar el menor beneficio en este tipo de conocimiento...; que la geometría y la filosofía son dos cosas completamente distintas, por más que se den la mano en la ciencia de la naturaleza; que por consiguiente el procedimiento de la una no puede ser imitado por la otra” [17].

Así es como la perplejidad renace en Kant [18]. Y renace transformando por completo el horizonte de la filosofía. No basta con averiguar el fundamento del saber para alejar las más extravagantes hipótesis de los escépticos. El escepticismo puede renacer desde sus cenizas, cuando parecía plenamente conjurado. Cuando se había logrado un edificio perfectamente transparente y completamente trabado consigo mismo. Como explica Polo: “un conocimiento intelectual cuya plenitud se lograse en el plano objetivo (…) sería un conocimiento de nadie. La necesidad de no olvidar lo que con un término vago, se llama sujeto del conocimiento es la observación más importante que se puede dirigir a Spinoza” [19]. Y esta es la observación que realiza Kant, tanto a la metafísica dogmática como al craso empirismo.

Este es un punto de inflexión en la historia de la filosofía moderna. Un momento en el que la pregunta por el fundamento seguro del saber deja su lugar a una pregunta de mayor radicalidad. Una pregunta que se cuestiona incluso si el saber es posible. No meramente que podamos alcanzar su fundamento. Kant da un paso atrás en la pregunta. Formula una pregunta de mayor radicalidad, que acoge cabe a la pregunta por el fundamento del saber, pero no se reduce a ella. Y esta es la pregunta con que Kant es despertado a la filosofía crítica: ¿es posible el saber? ¿No será lo que damos sentado como saber una mera construcción del psiquismo, una combinación incoherente de imágenes, que no se corresponden con nada?.

Así la atención hay que dirigirla al hecho, al factum del saber constituido, al hecho de la ciencia, con sus objetividades universales y necesarias. ¿Cuál es la condición –o condiciones– de posibilidad del saber? La diferencia entre lo que hay y el saber, de una parte, y la constatación de la perplejidad de otra, abren la posibilidad de que el uso de las categorías espontáneas sea ilegítimo. Quizá mucho de lo que llamamos saber no sea sino el fruto de una tendencia natural, espontánea inválida.

El saber y las funciones cognoscitivas espontáneas pueden disociarse. Lo que hay tiene su fundamento en las funciones cognoscitivas espontáneas del entendimiento. Pero esto no asegura que lo que hay sea saber. En las páginas precedentes a la deducción trascendental Kant había deducido metafísicamente las categorías. Había investigado las clases de juicios, y había mostrado las funciones del entendimiento que los permiten. Pero eso no significaba que las categorías fuesen las condiciones de posibilidad de la experiencia, o lo que es lo mismo, las condiciones de posibilidad del saber humano. Investigar esta cuestión es el cometido de la deducción trascendental.

La posibilidad del saber es lo que está en cuestión en la deducción trascendental. La respuesta kantiana estriba en mostrar el fundamento común de toda experiencia humana del mundo. Pues no cabe experiencia sin la capacidad de unir o separar representaciones que pueden haber tenido lugar en espacios o momentos del tiempo muy diversos. Por eso, este fundamento de toda posible experiencia ha de ser el yo entendido como acción. Y es por ello que la deducción trascendental trata de la relación entre la acción originaria del yo pienso y las categorías. Es decir trata de establecer las condiciones de validez de los conceptos raíces del entendimiento, y por lo tanto de establecer los límites del uso legítimo de la espontaneidad cognoscitiva.

“No podemos representarnos nada ligado en el objeto, si previamente no lo hemos ligado nosotros mismos, y que tal combinación es, entre todas las representaciones, la única que no viene dada mediante objetos, sino que al ser un acto de la espontaneidad del sujeto, sólo puede ser realizado por éste. Se advierte fácilmente que este acto ha de ser originariamente uno, indistintamente válido para toda combinación y que la disolución, el análisis, que parece su opuesto, siempre lo presupone” [20].

Este es uno de los textos fundamentales de la segunda edición de la deducción trascendental. Un texto que preside la tarea a realizar. La síntesis cognoscitiva, el acto (Handlung) cognoscitivo de reunir diferentes representaciones y de entender esa variedad “sólo puede ser realizado por el sujeto nur vom Subjekte selbst verrichtet werden kann-. No cabe objeto si no es ante la conciencia, ante el sujeto, y por lo tanto diferenciado de éste. Esto es lo más propio del saber. No sólo el ser producido, el ser resultado de la espontaneidad. Sino el darse ante. Por eso toda acción cognoscitiva presupone esta acción originariamente una –diese Handlung ursprünglich einig–.

Más aún no cabe negar esta última y originaria condición de posibilidad del saber, porque debería hacerse con esta misma y radical acción. Es así como Kant “escapa a la perplejidad justamente en el escueto modo de lo que llamaré función de atenencia, la cual puede expresarse así: la negación de la posibilidad es imposible, por cuanto sólo puede intentarse como posible (el pensamiento sólo se niega con el pensamiento, es decir, se presupone a mismo en cuanto que posible)” [21]. Polo denomina a esta función atenencia, porque implica la consideración de la subjetividad tan sólo como la actividad de hacer comparecer. La autoconciencia es el ahí, sin la cual ninguna representación es posible o se da. Además el atenerse a algo implica adherirse a ello porque se lo tiene por más seguro. Y es que la actividad del sujeto trascendental es la garante del saber. Sin la acción originaria del sujeto, “la representación, o bien sería imposible o, al menos, no sería nada para mí” [22].

El acto cognoscitivo es un acto de la conciencia. Ésta pone un todo donde antes había una mera heterogeneidad. Que sea un acto consciente implica, para Kant, que es un acto del sujeto, para el sujeto o ante el sujeto. No es el mero acto de una fuerza espontánea, sino la actividad de una facultad del sujeto. Éste, el yo pienso, el acto de la espontaneidad del sujeto queda destacado porque requiere de la representación empírica “yo pienso”. Esto es lo que Polo denomina función de atenencia, y que en Kant es la distinción y separación entre el sujeto y el objeto, entre la conciencia y lo que hay ante ella. Que el yo pienso sea una actividad originaria del sujeto, y que además requiera de la representación empírica “yo pienso” no es casual, ni constituye una paradoja. Esta representación es necesaria según Kant, pues es la que permite destacar precisivamente en la presencia [23] o que la presencia esté presente en cuanto que asegura [24]. El giro reflexivo se ha cumplido cuando se ha dado razón de la actividad subjetiva y de su modo de comparecer.

Este acto articulante de la conciencia no es una actividad causal. Y aquí hay que tener especial cuidado de no confundir actividades. Causar no es producir [25]. Para Kant la actividad productiva es aquella por la que se logra la representación cognoscitiva. Representación que es una, y que combina coherente y eficazmente la heterogeneidad y variedad sensible. Si la actividad causal implica la precedencia del fundamento respecto de lo fundado, la actividad productiva no entraña tal precedencia. El acto de producción requiere la presencia de la conciencia, esto es la presencia de la presencia. No la precedencia de la misma, sino la coactualidad de la conciencia. “Con frecuencia sólo puede ser débil esa conciencia, de suerte que no la ligamos al mismo acto de producción dem Actus selbst– de la representación, es decir, inmediatamente, sino sólo a su efecto. Dejando a un lado tales diferencias, siempre tiene que haber una conciencia muß doch immer ein Bewußtsein angetroffen werden–, aunque carezca de especial claridad” [26].

Conciencia y espontaneidad cognoscitiva están originariamente asociadas. Es el sujeto, la conciencia, el que lleva a cabo el acto de síntesis. No cabe disociación de estos dos factores según Kant. Y esto implica que el sujeto no puede dejar de asistir o de estar presente en la suscitación del acto cognoscitivo. No cabe objeto conocido alguno sin la aparición o actuación conjunta del sujeto. Éste es quien realiza la unidad cognoscitiva. La mera posibilidad de que algo sea objeto de experiencia estriba en la unidad trascendental de la apercepción, es decir, en la actuación del sujeto. “No es simplemente una condición necesaria para conocer un objeto, sino una condición a la que debe someterse toda intuición para convertirse en objeto para mí. De otro modo, sin esta síntesis, no se verificaría la variedad en una conciencia” [27].

Pero esta acción del yo es peculiar, pues no ha de entenderse en sentido causal. La actividad de la conciencia no funda al objeto de experiencia. La conciencia no es el principio del saber, no es una fuerza que se despliega constituyendo el objeto de experiencia. Más bien, la actividad espontánea como fuerza está profundamente limitada. En esto Kant se opone a la mónada representativa leibniziana. Como conciencia implica la representación de sí, del yo; requiere la representación “yo pienso”. “La conciencia de sí mismo (apercepción) es la representación simple del yo y si, por medio de ella sola, toda la diversidad existente en el sujeto fuera dada por la actividad espontánea, la intuición interna sería intelectual. Esa conciencia exige en el hombre la interna percepción de la diversidad previamente dada en el sujeto, y el modo según el cual se da en el psiquismo tal diversidad de forma no espontánea tiene que llamarse, habida cuenta de esta diferencia, sensibilidad” [28].

El noúmeno surge como el concepto intelectual que se correspondería con la intuición intelectual. Eso es precisamente lo que significa etimológicamente noúmeno, aquello que se corresponde con la visión del nous. Como en la especie humana no se da este tipo de intuición, entonces estos conceptos son problemáticos. Son noúmenos los conceptos que corresponden a la hipostatización de las categorías del entendimiento, es decir de aquellas unidades en las que desemboca la fuerza espontánea del entendimiento. Hipostasiar al margen de lo dado empíricamente conceptos como causa, sustancia, etc. es posible. Por eso el noúmeno es pensable. “Los pensamientos sin contenido son vacíos. Gedanken ohne Inhalt sind leer– [29]. Considerar no meramente formales a los conceptos a priori del entendimiento significa habérselas con noúmenos.

Ahora bien, dada la vacuidad de tales pensamientos es preciso limitarse al objeto de experiencia, ceñirse, ajustarse o atenerse a él. Tal es la conclusión de la deducción trascendental en sus dos versiones. Y es preciso atenerse a tal objeto, porque la única garantía del hacer comparecer la objetividad es la activa subjetividad del sujeto. Esto es la función de atenencia. El sujeto es desnuda posibilidad de hacer comparecer [30]. Pero este acto de la espontaneidad, el yo pienso, que realiza la síntesis, es decir, que hace comparecer la objetividad, es un acto condicionado de espontaneidad. Es un acto que requiere la dación previa de la diversidad que sintetizar. En este sentido su actividad no es suficiente para constituir el objeto de experiencia.

“Objeto de experiencia” es una expresión en la que se menta ante todo la experiencia, es decir lo que acontece al sujeto al conocer. Cabe postular un mundo de puras posibilidades mentales, puramente eidético, cuyo correlato con la realidad sea problemático. Este es el mundo nominalista. Lo definitorio de él consiste en separar lo real de lo ideal drásticamente. Lo fáctico y lo posible; lo empírico y los nuda nomina que suponen por lo real. Esta separación entre el ordo rerum y el ordo idearum, entre el pensar y el ser, hace imposible la experiencia. El acto de conocer y el objeto conocido son en su estructura unitaria la experiencia.

La experiencia es un tipo de conocimiento de los objetos [31]. Más aún, la experiencia no es el conocimiento meramente sensible de la realidad mundana. “La experiencia es, sin duda, el primer producto surgido de nuestro entendimiento al elaborar éste la materia bruta de las impresiones sensibles” [32]. Experiencia es así el primer producto de la actividad intelectual das erste Produkt, welches unser Verstand hervorbringt–. No hay en la especie humana un conocimiento puramente sensible. Los puros sense data, las meras sensaciones, los meros datos no son objetos cognoscitivos. Son materia bruta, materia prima con que se elabora el objeto cognoscitivo.

Así pues, el saber es posible por la apercepción pura, por la subjetividad trascendental como escueto y desnudo poder de hacer comparecer. Pero se trata de una mera suscitación formal, que requiere de un contenido previo. “La realidad objetiva de nuestro conocimiento se basará en la ley según la cual, en la experiencia, esos fenómenos han de estar sometidos a las condiciones de indispensable unidad de apercepción, al igual que, en la simple intuición, lo han de estar a las condiciones formales de espacio y tiempo: son esas condiciones las que hacen posible el conocimiento” [33]. Así pues la espontaneidad cognoscitiva está condicionada por la receptividad. Nuestra sensibilidad tiene un papel constitutivo y determinativo en el conocimiento. Pero como el acto cognoscitivo se ejerce en el sujeto, entonces la presencia mental es antecedida por la elaboración inconsciente [34] de las sensaciones y de la imaginación trascendental. Pero si esto es así, entonces la unidad del acto cognoscitivo queda comprometida. Y esto porque se introducen dos momentos en el acto intelectual: uno primero, inconsciente y previo de ejecución, al que le sigue la apropiación de lo producido [35]. Pero entonces, la unidad del acto cognoscitivo, la unidad de la praxis téleia se pierde. El conocimiento es lo mismo que lo conocido y simultáneo con él, según Aristóteles. Esta es la principal diferencia entre Kant y Aristóteles acerca de la unidad del acto de conocer.

Juan J. Padial Benticuaga, en dadun.unav.edu/

Notas:

17        KrV A 726/B 754.

18 Cfr. FALGUERAS, I., “Del saber absoluto a la perplejidad. La génesis filosófica del planteamiento crítico” en Anuario Filosófico, 1982 (15), 33–73.

19 El acceso, 39.

20 El acceso, 36

21 El acceso, 33.

22 KrV B 132.

23 El acceso, 46.

24 Ibid, 47.

25 Cfr. la magnífica investigación de Ignacio Falgueras “Causar, producir, dar”, en I. FALGUERAS; Crisis y renovación de la metafísica, SPICUM, Málaga, 1997, cap. II.

26  KrV A 104.

27  KrV B 138.

28        KrV B 68.

29        KrV A 51.

30        El acceso, 119.

31 Cfr. KrV B 1.

32 KrV A 1.

33 KrV A 110.

34 El acceso, 77.

35 Ibid., 78.

Juan J. Padial Benticuaga

1.    KANT Y LA UNIDAD DEL ACTO COGNOSCITIVO

Kant quizá sea el mayor creador de la terminología filosófica alemana. Desde luego debemos a su genio y talento especulativo su puesto en la historia de la filosofía. Pero también tenemos una deuda impagable para con él por su faceta de traductor y forjador de un lenguaje filosófico. Más aún, hay que atribuir al regiomontano la creación de la lengua filosófica alemana, para la que también fue precisa la aplicación de su talento. En efecto, él vierte a su lengua materna casi todos los conceptos latinos o griegos de la gran tradición filosófica de Occidente.

Uno de estos conceptos es el de acto, y en concreto el de acto u operación cognoscitiva. Este es uno de los señalados momentos en que la genialidad del filósofo se une a la genialidad del traductor. Para Kant el conocimiento es acto. No puede ser entendido sino como acción. Generalmente traduce el término latino actus u operatio por Handlung; así al comenzar la deducción trascendental, Kant entiende por síntesis “el acto Handlung de reunir diferentes representaciones y de entender su variedad en un único conocimiento ihre Man nigfaltigkeit in einer Erkenntnis zu begreifen” [1]. Se trata de un texto nuclear como indica el hecho que se mantenga en las dos versiones de la deducción trascendental, tanto en la “deducción subjetiva” de la primera edición, como en la profunda modificación que sufre la deducción trascendental en la segunda edición. En términos muy generales, Kant está aquí tratando del acto como articulación cognoscitiva. Este es el sentido de la reunión de representaciones. Además subraya el aspecto de la unidad de lo entendido. Más aún, por este texto es claro que para él no hay propiamente conocimiento en la mera afección sensible, sino en la articulación unitaria de las representaciones sensibles. Articulación que no puede ser llevada a cabo en el nivel de la sensibilidad.

Así pues, lo central reside en que estas articulaciones son el producto de las acciones del pensar puro –“Handlungen des reinen Denkens”– [2]. Acciones que construyen el objeto de experiencia desde los datos empíricos formalizados y  las estructuras a priori del entendimiento. La variedad de información recibida merced a las sensaciones -Mannigfaltigkeit– es pura heterogeneidad irreductible en el nivel de la sensibilidad. Es el modo como el sujeto es afectado –die Art… wie das Subjekt affiziert wird– [3]. En este punto la segunda edición de la Crítica de la razón pura modifica radicalmente la primera versión de la deducción trascendental. El acto de síntesis es un acto de la pura apercepción. Esto implica que no es empírico, que la síntesis no se realiza a nivel de la intuición interna. No cabe realizar esta síntesis en el nivel de la sensibilidad: ni el tiempo puede ofrecer una sinopsis de lo múltiple de la sensación, ni la imaginación puede realizar la síntesis. Esta segunda redacción de la deducción trascendental atiende ante todo al acto de la autoconciencia.

Alejandro Llano ha subrayado este acierto en la consideración kantiana del conocimiento. “Kant mantiene que las sensaciones tienen un origen heterónomo y, por así decirlo, natural. Se trata, en terminología tradicional, de una acción transeúnte –la afección cuyo efecto es la inmediatez del dato sensible: una inmediatez que no es propiamente inmediación cognoscitiva sino límite para el conocimiento. Pero es imprescindible tener en cuenta que el conocimiento, si bien se mira, nunca puede ser un mero efecto, ni el comportamiento del cognoscente un rendimiento simplemente pasivo” [4]. El conocimiento es pues, para Kant, acto, manifestación de un sujeto. La afección subjetiva no produce aún ningún objeto cognoscitivo. El sujeto ha de constituir activamente, desde las configuraciones de objetividad que residen en su subjetividad, los fenómenos en objetos. Y este es el sentido de la deducción trascendental. Mostrar la necesidad de las categorías y la “activa subjetividad del sujeto” [5].

Es por esto por lo que la segunda edición de la deducción trascendental sostiene que la “articulación Verbindung– o combinación de una variedad nunca puede llegar a nosotros a través de los sentidos (…) Es un acto –y aquí emplea el término latino Actus– de la espontaneidad de la facultad de representar” [6]. Es un acto estructurado y espontáneo del sujeto. Frente a Hume, las representaciones no se estructuran por solas. Nuestros conceptos no derivan de la mera asociación psicológica de impresiones e ideas. Los conceptos fundamentales con los que comprendemos la realidad no se deben a la mera costumbre, sino que requieren un proceso de síntesis. Un proceso que es una acción, un acto del sujeto. Que no puede ser llevado a cabo por las meras representaciones. Además el sujeto, para realizar la actividad de síntesis requiere de las categorías. Éstas son un análisis de la originaria unidad del sujeto. Son funciones de unidad que derivan de una unidad previa, anterior y originaria de toda comprensión e intelección.

2.   La analítica de la unidad de la autoconciencia

Unas líneas más abajo, y en la misma página, Kant emplea indistintamente Actus y Handlung: “al ser un acto de la espontaneidad del sujeto ein Actus seiner Selbstthätigkeit–, sólo puede ser realizado por éste. Se advierte fácilmente que este acto ha de ser originalmente uno diese Handlung ursprünglich einig… sein müsse”- [7]. Sólo conocemos, según Kant, en tanto que hay una acción del sujeto. En tanto que el sujeto es meramente afectado no cabe conocimiento. Y no cabe porque el sujeto, mediante su acción, constituye y destaca la objetividad. Este destacar viene a ser un separar de sí, un distinguir la subjetividad de la objetividad, y un diferenciarla entre sí, es decir un poner frente a sí, que justamente es lo mentado etimológicamente en la palabra obiectum. Conocemos como actio, como acción espontánea de un sujeto. Las alteraciones o mudanzas de nuestra subjetividad causadas por las impresiones sensibles, no son objetivas, aunque, como es bien sabido, según Kant contribuyen a nuestro conocimiento, siendo uno de sus elementos.

Pues bien, esta distinción entre el sujeto y el objeto es posible tan sólo por las categorías. Las categorías son funciones de unidad, modos en los que se realiza la síntesis cognoscitiva, es decir el acto cognoscitivo. En este sentido son un análisis de la unidad de la apercepción, de aquella unidad que corresponde a la autoconciencia, que piense lo que piense, en cualquier caso, ha de ser ella quien lo piense. Se trata de un análisis de la actividad sintética del sujeto. Y es que el yo pienso es una acción del entendimiento Handlung des Verstandes- [8], y las categorías son contracciones de esta actividad unificante y abarcadora. Al analizar esta acción originaria del yo pienso permiten que la unidad de la autoconciencia aparezca en los objetos de experiencia.

Pero al mismo tiempo distinguen al yo del objeto. Los objetos son “identidades ontológicas diversificadas entre sí y distintas de la subjetividad pensante que las estructura al conocerlas. Si la realidad objetiva no llegara a adquirir configuraciones básicas y estables, sería imposible pensar, porque no se podría pensar algo. No cabe que el curso de las vivencias mentales se agote en el mero proceso temporal de unos fenómenos subjetivos, en los que el sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, quedaran entreverados en una mezcla indiscernible” [9].

Esta hipótesis era la de Hume. Si las leyes de asociación de ideas explican de suyo la formación de nuestros conceptos, entonces no se ve por qué razón el yo sea algo más que una combinación de percepciones [10]. Pero si el yo no se distingue de sus representaciones, entonces el escepticismo es inevitable.

Las categorías son plurales mientras que el sujeto es originariamente unitario. Las categorías permiten la distinción de los objetos, y la distinción de estos con el sujeto. Y al hacerlo, el objeto puede destacarse y mantenerse frente al sujeto. Éste último aparece así como el lugar de constitución de la objetividad. Como el ámbito en el que la objetividad es presente.

Ya que la unidad de la autoconciencia se mantiene en toda objetividad, por distinta y diferenciada entre que esta sea, la unidad de la autoconciencia es la garantía de la constancia y necesidad con que se presentan los objetos. Se trata de la misma autoconciencia que acompaña –begleiten a todas y cada una de mis representaciones [11]. Aquí nos encontramos con una apercepción pura, no debida a la sensibilidad. El yo pienso, esta representación no es un mero haz de sensaciones. Es más bien la necesaria identidad del yo. Es necesaria una sola autoconciencia, que (i.) esté presente en cada una de mis representaciones, pues las acompaña a todas; (ii.) que sea consciente de estas sus representaciones; y frente a Hume, (iii.) que sea diferente de las representaciones de las que es consciente. Esta presencia consciente puede ser denominada presencia mental. Éste es el término de la deducción kantiana.

Y no sólo acompaña, sino que sintetiza las diferentes representaciones conscientes. El yo pienso es esta actividad necesaria en toda objetivación, pero también aquella representación. Es una actividad necesaria, distinta del modo en que cada categoría sintetiza. Es la actividad de que yo soy el que une en última instancia. Uno la diversidad contenida en los fenómenos de modo diverso, pero lo constante estriba en que yo soy activamente el que une. Uno según la diversidad de funciones con que objetivo (las categorías), pero ha de ser constante, invariable, inmutable que esta actividad es mía.

Sin esta actividad mía los objetos no podrían constituirse. No estarían ante un sujeto. El yo pienso como acción trascendental posibilita cualquier objetivación. Pero la objetivación corresponde a las categorías. Así las categorías distinguen del sujeto, pero al mismo tiempo, el yo pienso es la acción que permite la síntesis categorial. Como señala Llano, “que el yo pienso no es una intuición sino una acción –cosa que Kant no deja de repetir– constituye, a mi juicio, la tesis clave de la filosofía trascendental” [12].

3.   Espontaneidad y presencia

Nótese que la deducción trascendental plantea la quaestio iuris del conocimiento, la legitimidad de nuestro uso de las funciones objetivantes y su correspondencia con la realidad. Este es el significado de deducir para el derecho romano. La legitimidad de un título de propiedad había de ser mostrada, justificada mediante un argumento histórico [13]. Este mostrar la legitimitidad de alguien para algo es lo que significa deducir jurídicamente. Pues bien, ante el tribunal de la razón también es preciso deducir que nuestras categorías se aplican a la experiencia.

La deducción legitimante que emprende Kant es trascendental, no meramente empírica como la de Hume. No se trata de ofrecer impresiones que justifiquen el uso de ideas. Y es que la deducción empírica de Hume no logra conjurar la amenaza de perplejidad. Porque también en nuestros sueños, las representaciones se asocian entre sí. Cómo distinguir entonces el sueño de la vigilia, cómo no confundir cualquier rapsodia de representaciones con objetos universales y necesarios.

Descartes se había decidido a salir de la perplejidad, había resuelto encontrar un fundamento del saber que resistiendo toda duda, eliminase la perplejidad. Este fundamento –la evidencia– funda el saber, es decir, el conjunto de objetividades que podemos conocer con carácter universal y necesario. El saber, frente a la duda, es la objetividad fundada. Y esto implica que el saber no se constituye desde fuera, sino desde una clave interna –su fundamento– que da razón de su necesidad.

Esta clave no puede ser psicológica, porque entonces nada constante ni necesario podría encontrarse en los objetos pensados. El saber sería imposible. Y ese es el balance del psicologismo y del escepticismo humeano. Descartes había pensado que tal clave era el poder voluntario de afirmar o rechazar la objetividad según la evidencia con que se presente. Ante lo evidente no puedo sino asentir. La duda y la inquietud mental se aquietan en lo claro y distinto. La afirmación se dispara necesariamente, al margen de cualquier deliberación. Al interpretar así el fundamento del saber inauguró la concepción racionalista de la espontaneidad cognoscitiva. El saber se suscita espontáneamente.

Nótese que la evidencia no es algo externo al saber. Y por tanto el poder espontáneo con que se asiente a lo evidente no se dispara ante algo externo. Como dirá Spinoza, “las acciones brotan en el alma de las ideas adecuadas” [14]. El saber emerge espontáneamente, brota ante la idea clara y distinta.

Pues bien, Kant sostiene que el entendimiento actúa espontáneamente. Y esto es lo que significa que las categorías son funciones de objetivación. Funciones productivas de representaciones. La espontaneidad del entendimiento estriba en que él produce las representaciones desde mismo y por mismo. Ahora bien, Spinoza advirtió que el fundamento espontáneo del saber sólo requiere de la evidencia objetiva. El saber puede organizarse en un sistema evidente que lo será al margen de quien lo entienda, por la simple transparencia y evidencia objetivas. Las ideas, piensa Spinoza, son modos particulares bajo el atributo de pensamiento. Y no necesitan ser pensadas por ningún sujeto particular para ser necesariamente verdaderas. Lo son por pertenecer a la esencia divina, o lo que es lo mismo, como partes del universo, o como partes de un sistema que es objetivo en sí. “Para que se entienda la esencia de Pedro, no es necesario entender la idea misma de Pedro y mucho menos la idea de la idea de Pedro. Es lo mismo que, si yo dijera que, para que yo sepa algo, no me es necesario saber que lo sé y, mucho menos, saber que sé que lo sé” [15].

Pues bien, la deducción trascendental surge precisamente ante este desafío de Spinoza. Y es que el sueño dogmático consiste ante todo en pensar que es posible un tratado filosófico more geometrico demonstrato. Es decir, Kant denuncia el ideal de sistema meramente objetivo, que genera desde conocimientos. El sistema no es de suyo genético. No es productivo autónomamente. La espontaneidad no puede ser un proceso independiente del sujeto y del ejercicio (ausübung [16]) del pensar por él.

Juan J. Padial Benticuaga, en dadun.unav.edu/

Notas:

1        KrV., B 103/A 77

2        KrV A 57/B 81.

3        KrV., B 130.

4        LLANO, A., “Naturalismo y trascendentalismo en la Teoría kantiana del conocimiento” en Anuario Filosófico, XXXVII/3 (2004), 548.

5        Íbid., 550.

6        KrV., B 130.

7        Ibidem.

8        KrV B 133 y B 143.

9        LLANO, A., op. cit., 550.

10 Cfr. HUME, D., A Treatise of Human Nature, Oxford University Press, Oxford, 1978. I, IV, vi.

11 KrV B 132.

12 LLANO, A., op. cit., 552–53.

13 Cfr.: HENRICH, D., “Kant’s Notion of a Deduction,” en FÖRSTER, E., Kant’s Transcendental Deductions, Stanford University Press, Standford, 1989, 29–46.

14 SPINOZA, Ética, III, prop. 3

15 SPINOZA, Tractactus de Intellectu Enmendatione, § 27.

16 KrV B 93/A 68.

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