Carlos Diego Gutiérrez

V.   Actuar conforme a la redención

Los creyentes no se encuentran ajenos a la realidad que les rodea, sino que, de igual modo que el Logos se encarnó en el mundo, y pasó por él con gestos y palabras, éstos también llevan a cabo acciones que se insertan dentro de una sociedad. Así, el Misterio, que se les ha revelado en relación amorosa como Padre, Hijo y Espíritu para darles a conocer su plan de salvación [381], sirve para ellos como modelo de actuación en sus vidas, de tal forma que, sintiendo la presencia vivificadora del Resucitado, den razón de su fe a través de su comportamiento ético.

Conscientes de que la realidad del pecado encuentra su lugar en el mundo, los miembros del Pueblo de Dios, sintiéndose tales por el bautismo, y regenerados continuamente por la gracia conferida por los sacramentos en la Iglesia [382], viven en comunidad (koinonia) para anunciar (martyria) y celebrar (leitourgia) la nueva vida en Cristo desde un servicio (diakonia) a la sociedad, que manifieste al mundo su condición de redimidos [383]. Por tanto, el cristiano, que se sabe justificado, es lanzado a la creación con el fin libre y responsable de mantenerla y cuidarla, para vivir en consonancia a la fe en el Evangelio y llevar al mundo el Reino de Dios proclamado por Jesús de Nazaret.

Por consiguiente, el creyente en Jesucristo como Salvador, sabiéndose hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza (condición restaurada por la Redención de Cristo en la cruz) [384], basa su obrar en el modo de actuar salvífico de Jesús de Nazaret. Tal es así que la vida cristiana no puede verse desligada del comportamiento ético que ella comporta y que se orienta, sobre todo, a la salvación del hombre. Así pues, en virtud de su racionalidad, voluntad y conciencia, debe basar su vida en la consecución del bien y la verdad, que se plasman en la búsqueda de la justicia, la solidaridad y la paz en el mundo. De esta manera, el Amor de Dios, revelado plenamente en la Redención por la Cruz y manifestado totalmente en la Resurrección de Cristo, orienta toda su existencia de modo que sean testimonio alegre de una vida acorde a su condición de redimidos. Así, mediante ellos, están llamados a llevar al mundo la salvación definitiva del género humano prometida por Dios a todos los hombres para que gocen de la dignidad que Él les confiere.

V.I. La moral fundada en la redención

Partimos de la base de que el cristianismo no es una religión moral, sino que su fe consiste en aceptar a Jesús como revelación definitiva, como el Kyrios, el Cristo, para celebrarlo en la Iglesia mediante signos de fe y anunciar su Buena Nueva; sin embargo, le corresponde el compromiso ético en coherencia con esta fe que profesan, pues «la moral es la mediación práxica de la fe» [385]. Por este motivo, en la reflexión teológico-moral, podemos hablar de una teonomía participada, por la cual la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y providencia de Dios. Con esto se afirma que la vida moral, que surge de la actitud obediente a Dios no puede ser heterónoma y extrínseca, sino que supone la participación de la razón y la voluntad humanas, de su libertad para asumir, por la fe, el mandato divino, de tal forma que tampoco puede considerarse autónoma como para autofundamentar la moral exclusivamente en la propia iniciativa del hombre [386].

No obstante, también se ha hablado de una autonomía teónoma [387], en la que Dios se comprende como la base y principio de la moral humana y sus valores. Es, por consiguiente, manifestación de la normativa divina con el hombre, que, de ningún modo, anula la autonomía del ser humano, sino que la hace posible y la fundamenta en la revelación de Dios en Cristo, quien, con su vida proexistente, en obediencia al Padre [388], orientó sus actos humanos hacia Él para anunciar el Reino [389] y cumplir con la voluntad salvífica de Dios por la redención en la cruz. No obstante, el problema de este paradigma reside en la disociación que se puede hacer entre la fe (lo trascendental) y el comportamiento propio moral (en sus formas concretas), no tanto por un exceso de razón, sino por un mal uso de ella. Por ello, en aras de prevenir dicha autosuficiencia, surge la ya mencionada teonomía participada [390]. Ésta afirma la existencia de una racionalidad y voluntad divinas que encuentran su fundamento en Dios, que el hombre adquiere por participación. Por consiguiente, la moral tendría su origen en Dios, quien nos da la capacidad de poder participar en su gobierno; no sería pues la razón humana la que origine la moralidad. Ahora bien, en virtud de esta participación, tampoco nos encontraríamos ante una heteronomía, contraria a la libertad y determinación humanas, que contradiría la propia lógica de la Encarnación redentora (cf. VS 41).

Por tanto, la moral cristiana está firmemente enraizada en el misterio de Dios y, concretamente, centrada en Cristo, pues el obrar moral del cristiano y su realización consisten en la fe y el seguimiento de Cristo [391], valor supremo y realización última de todas sus aspiraciones (cf. GS 21), para alcanzar nuestro ascenso a Dios [392]. Cristo es, entonces, referencia ineludible para la vida del creyente y su actuar responsable en el mundo como creatura justificada [393]; con esto, se pretende afirmar que la moral cristiana consiste, a su vez, en configurar radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección (cf. VS 21). Hablamos, pues, de un cristocentrismo [394] que se expresa mediante la categoría de seguimiento y configuración, que hemos ido tratando en el conjunto de este trabajo [395], para hacer al cristiano totalmente partícipe de la comunión plena con Dios, de la Redención. Así, la adhesión a la persona del Verbo encarnado, en su vida y su destino, se convierte en el fundamento de toda moral cristiana, de tal forma que no se trata de una imitación, sino de transformación interior hacia Dios, como conversión en consonancia con toda la vivencia cristiana de la fe [396].

Así pues, a través de esta categoría del seguimiento [397], toda la comunidad creyente, como Iglesia, orienta su vida ética desde el anuncio del Reino de Dios [398], que Jesús realizó y culminó con su muerte redentora y su resurrección, el cual ya ha irrumpido y está en crecimiento (cf. Mc 4, 30-32) hasta su manifestación definitiva. Los cristianos, por su parte, están llamados a ser signos y testigos de estos valores del Reino [399] (valor absoluto de la persona humana, preferencia por los débiles, etc.), que se traducen en radicalidad (comunión de vida con Jesús) y la búsqueda de la perfección (orientada al bien absoluto).

En este sentido, es evidente que no se puede desvincular la moral cristiana de la fe, pues no tiene sentido que ésta no comporte decisiones éticas. Para el creyente, el sentido moral ha de nacer de una profunda experiencia religiosa que le conecta con el mundo para vivir en él coherentemente a la luz del Evangelio y la experiencia humana (cf. GS 46).

La Teología Moral es, al fin y al cabo, una reflexión sobre la libertad [400], en el comportamiento humano, es decir, en el desarrollo de los actos de las personas en este mundo. Por tanto, la libertad es una propiedad esencial humana [401], un don de Dios que se le ofrece (pues el hombre es libre), y que forma parte de su condición. Rahner [402] hablará de libertad ontológica por la que el hombre se hace a sí mismo, o sea, la propia existencia humana finita; y, por otra parte, también encontramos una libertad práctica (o moral), como un don que se tiene que realizar en una existencia, condicionada por el pecado, a través de la deliberación (el discernimiento), la decisión (el optar por algo) y la responsabilidad (como obligación moral de responder a estas decisiones) [403]. La Teología Moral se centraría, entonces, en esta última libertad a la luz del misterio de Dios, revelado en Jesucristo, que supone la historia de la salvación [404].

Por consiguiente, los actos morales requieren una libertad, con independencia de condicionantes externos, es decir, que no se encuentre predeterminada, si bien es verdad que podemos encontrar algunos tales como: la cultura, la historia, la educación, etc [405]. Ahora bien, a la hora de hablar de la libertad, no podemos dejar de lado la categoría de «opción fundamental» [406] como aquella que constituye la expresión de un modo de entender al ser humano (y la moral) y de concebir la base de todas sus decisiones morales. Se trata de la respuesta moral que el ser humano da al hecho mismo de existir [407], la postura que el individuo adopta ante su existencia en libertad. En términos cristianos [408], sería el interrogante personal al modo de vida en el seguimiento de Cristo para crecer según el plan que Dios tiene para cada uno, con el fin de alcanzar la felicidad. Por tanto, la aceptación de la llamada a vivir en comunión con Dios y asumir la redención de Cristo es ya, de por sí, una opción fundamental para la realización personal, que se lleva a cabo por la conversión.

La concreción de esta libertad basada en una opción fundamental se da en los actos que, por tanto, responden a unos valores morales y se desarrollan en situaciones y tiempos concretos por personas determinadas. De ahí la importancia concedida a las acciones y a su valoración, para la cual la tradición se ha servido de tres elementos [409]: objeto, o resultado concreto del acto (finis operis), que se traduce en la concreción última de una decisión); el fin, o la intención con la cual se lleva a cabo el acto (finis operantis) y las circunstancias, o mediaciones y contextos en los que se realizan.

En definitiva, la libertad como don de Dios constituye al hombre para que despliegue su existencia en el mundo y pueda manifestar su condición de imagen de Dios [410] (cf. GS 17), ya restaurada por la Redención. Por esta libertad, pues, se está llamado a vivir desde la responsabilidad y la coherencia a una opción fundamental fundada en la experiencia del infinito amor redentor de Dios, de tal forma que los actos que lleve a cabo estén orientados a la consecución del bien y sean, a su vez, signos y testigos de la redención por medio de su comportamiento moral.

Ahora bien, a la hora de orientar sus actos, el creyente cuenta con su conciencia, es decir, con la voz de Dios a través de la naturaleza del hombre [411], en cuanto creada por Él, a través de su racionalidad, que le confiere su dignidad. Por tanto, la conciencia acaba siendo un diálogo entre la persona y Dios, que atañe a la totalidad del individuo y le conduce a la redención de Cristo [412], pues el hombre es responsable de su propia salvación [413], en cuanto que de él depende aceptarla y obrar en consecuencia. De esta manera, se afirma que la conciencia es norma subjetiva de moralidad [414], pues obliga y compromete a la persona, siendo así que, en la obediencia a esa norma, el ser humano se juega su dignidad y por ella será juzgado (cf. GS 16), y, a su vez, se halla en el corazón del hombre, donde éste la descubre (cf. GS 16), pues Dios la ha depositado en su interior; así pues, es Palabra dada por Dios, revelación hecha al hombre para que éste la descubra y, por sus actos, llegue a la salvación y se consume en él la redención de Cristo.

Como ya hemos apuntado, el acto moral presupone la búsqueda del bien[415]. A este respecto, la conciencia es la norma de moralidad por donde pasan todas las valoraciones morales de las acciones humanas, sin que por ello se afirme su autonomía como para crear una moralidad propia [416]; se trata, al fin y al cabo, de una mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona, «que debe amar y practicar el bien, y que debe evitar el mal» (cf. GS 16). Por tanto, «la conciencia es el acto de inteligencia de la persona que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar, así, un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora» (VS 32).

Asimismo, la conciencia, por ser fundamento de la dignidad humana, debe ser formada y cuidada de acuerdo con esa dignidad [417], de manera que pueda perseguir el bien en el desempeño de su moralidad. No obstante, para que la actuación de la conciencia sea perfecta, debe obrar, en primer lugar, con rectitud, de manera coherente con esa voz de Dios que encuentra en su interior; en segundo, con verdad, persiguiendo y adecuándose en su comportamiento a la verdad objetiva, la cual debe buscar para actuar en consecuencia; y tercero, con certeza, y no de manera dudosa [418].

Así pues, como ya hemos mencionado, será mediante el discernimiento que la conciencia encuentra su modo de obrar conforme a la voluntad de Dios, la cual debe esforzarse en buscar. Así, conformará su actuar en el mundo, en conciencia, con el plan salvífico de Dios y su comportamiento, con la acción redentora de Cristo. De esta manera, el ser humano, en la búsqueda constante del bien para dirigir sus actos hacia este fin, llevará una vida en consonancia a su aceptación libre de la Redención y salvación ofrecidas por el Padre en Cristo, que, por el Espíritu Santo, le llevará a la comunión con Dios y a obrar en consecuencia.

Ahora bien, en el modo de actuar de las personas, éstas, por la propia condición pecadora del hombre, no siempre se orientan responsablemente hacia este bien al que están llamados, sino que obran el mal, es decir, pecan [419]. A la hora de hablar de pecado, pues, no podemos reducirlo a una realidad meramente subjetiva, en la que sólo interviene el individuo y su conciencia, sino que éste tiene también una dimensión objetiva, que afecta al ser humano en todas sus relaciones. El pecado es «una co-determinación de la propia libertad finita por la culpa ajena» [420]; en este sentido hablamos de pecado estructural [421], es decir, en la presencia del mal en estructuras que conforman el mundo y la sociedad. Así pues, podemos hablar tanto de pecado personal, como colectivo (mysterion iniquitatis) [422].

No obstante, el pecado, aun siendo tema central de la fe [423], no tiene la última palabra, sino que donde éste abunda, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20) [424], el amor de un Dios revelado a los hombres como un Padre misericordioso, un Hijo Redentor y un Espíritu transformador. Por su entrega redentora en la cruz, Jesucristo, asumiendo por su encarnación la condición humana, carga con todo el pecado de los hombres, lo vence por su resurrección, y trae a los hombres la justificación para que vivan en comunidad, en medio del mundo, la salvación prometida por Dios y lleguen a la comunión con Él, como el culmen de su plenitud y del don amoroso de Dios (mysterion pietatis) [425].

Cuando hablamos de pecado, la reflexión teológica, a lo largo de la historia, ha distinguido entre pecados mortales (o graves), y veniales (o leves) [426], dependiendo de si tratan de describir su gravedad moral o los efectos de éstos en el hombre [427]. Los primeros se consideran como aquellos que destruyen la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios, rompiendo la comunión con Él y causando un distanciamiento con la fuente del amor (cf. CEC 1855); los segundos, por su parte, serían aquellos que, sin romper la alianza con Dios, debilitan la caridad impidiendo el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes (cf. CEC 1863).

Afirmamos con Bernard Häring que «ni la encarnación, ni las obras, ni la pasión ni la glorificación de Cristo pueden comprenderse sino relacionadas con el pecado» [428]. Por tanto, en el centro de toda esta reflexión moral debe situarse la redentora misericordia de Dios, pues, mientras el pecador no se halle firmemente con la intención de rechazar manifiestamente a Dios, y mientras mantenga abierta la opción al arrepentimiento, conversión y reconciliación, siempre le será posible acoger la oferta redentora y salvífica de Cristo [429]. Es por ello por lo que la denuncia que la Iglesia hace del pecado es en virtud de su dimensión profética de dar a conocer al hombre la plenitud a la que están llamados en Cristo (cf. 2P 3, 11-15). Por consiguiente, más que centrarse en disquisiciones y precisiones terminológicas, se ha de poner el foco, con benignidad pastoral, en lo fundamental del mensaje cristiano y su Buena Noticia: el perdón de los pecados por la redención en Cristo [430], como la salvación ofrecida misericordiosamente de un Dios que «no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva» (Ez 33, 11).

V.II. La moral protectora de una vida redimida

Los actos humanos, en cuanto tal, afectan a la propia persona y a su vida en sus múltiples dimensiones: personales y sociales. La moral cristiana, por su enraizamiento en el amor divino para conformarse con él, pretende ser reflejo de la voluntad de Dios para que las personas lleguen a la plenitud de su filiación divina y gocen de una existencia redimida. Así pues, para tal fin, irá encaminada a proteger los valores evangélicos y la dignidad de la persona en todo lo referente a las relaciones interpersonales, la sexualidad de la persona, la generación de la vida, etc., siempre desde la clave de la misericordia y la benignidad pastoral.

El matrimonio es uno de estos valores a los que la Iglesia concede especial importancia como uno de los medios de realización humana en el amor de Cristo [431]. A la hora de definirlo, si bien a lo largo de la historia ha tenido modos diferentes de concebirse en su esencia y finalidad, actualmente se le considera como «comunidad conyugal de vida y amor» (GS 48), es decir, es un acto humano por el cual dos personas, varón y mujer, entregan su vida el uno al otro para siempre, de un modo indisoluble, fiel y estable, en alianza perpetua que manifiesta el deseo de Dios con su pueblo [432], en términos de amor y compromiso, como se puede constatar en la literatura profética (Oseas, Jeremías…) o sapiencial (Cantar de los Cantares), así como a lo largo del Nuevo Testamento (especialmente en el epistolario paulino) poniendo en relación a la Iglesia como esposa de Cristo [433]. Así pues, se trata de una realidad humana, no creada por la Iglesia, pero sí asumida por ella como una dimensión sacramental (ratificada por Trento, DH 1801) [434], que refleja, en unión íntima, la perfección de Dios que posibilita la realización del amor humano para alcanzar el ser imagen de Dios [435].

Complementando lo afirmado en el capítulo anterior, con el matrimonio nos situamos en un lugar primordial para experimentar la gracia, pues abre al ser humano a la presencia del amor de Dios [436]. Los cónyuges hacen ofrenda recíproca de su vida en el amor de Dios en Cristo (cf. 1Co 7, 39), de tal forma que, del mismo modo en que Cristo se entregó en vida y en la cruz amorosamente por todos, por la Iglesia, así el hombre y la mujer también son signos de este amor redentor para el mundo (cf. Ef 5, 25-33) [437].

El matrimonio, al ser en su base una realidad antropológica, no puede desligarse de la sexualidad inherente a la persona [438], que se encuentra en íntima conexión con el amor (cf. GS 49-51), pues «la dimensión sexual es necesaria en el matrimonio» [439]. De esta manera el amor conyugal se plasma en actos morales concretos como son: la intimidad conyugal, la generación de vida, la educación de los hijos… que deben llevarse a cabo con libertad, responsabilidad y conciencia. Así pues, para salvaguardar la rectitud ética de la vida matrimonial, es necesario que ésta sea siempre expresión del amor, un amor plenamente humano, fiel y exclusivo que sea capaz de generar vida (cf. HV 9). Es decir, la sexualidad se trata de un don que, además de llevar consigo una posibilidad procreativa y fecunda, también es un canal de comunicación interpersonal, como entrega del propio cuerpo a modo de ofrenda de la persona en su totalidad en amor pleno [440], a ejemplo de la entrega redentora de Cristo en la cruz. De tal forma que, igual que por el amor del Padre fuimos liberados del pecado por los méritos de la redención del Hijo, e introducidos en una vida nueva por el Espíritu, así el amor conyugal también está llamado a liberar a la otra persona del mal de este mundo por el amor en Cristo [441] hasta la muerte, pues «el matrimonio es un modo de realizar la existencia personal y de cumplir la vocación dentro de la Historia de la Salvación» [442].

El ser humano, en virtud de su condición creatural y del mandato divino a él encomendado (cf. Gn 9, 7), es el responsable de generar vida en este mundo y de respetarla como don excelso de Dios [443]. Por tanto, cualquiera que atente contra ella, ofende al Creador (cf. Gn 4, 13-15; Dt 5, 6-21; Ex 20, 13…), pues el hombre, cumbre de la creación, imagen y semejanza de Dios, es sagrado (cf. Donum Vitae 53). La propia Escritura [444] da testimonio de la voluntad de Dios de respetar la vida como don y bendición (cf. Gn 1, 28; Gn 9, 1), como parte de su proyecto para el hombre (cf. Jos 3, 10; Sal 42, 3; Pr 2, 19…). No obstante, como pone de manifiesto el Nuevo Testamento, la vida no es un valor absoluto, sino que debe ser puesta al servicio del Reino [445], como hiciera Jesús con su propia muerte y resurrección. En definitiva, el valor de la vida es innegable, pero no debe considerarse un fin último de la existencia humana, sino que se debe descubrir, a la luz de los valores evangélicos, que ésta sólo tiene sentido si se entrega [446] (cf. Jn 15, 13), pues sólo así podrá vivirse con plenitud desde la redención. Por consiguiente, es tarea del ser humano, iluminado por la fe, defender y proteger responsablemente la propia vida, con sus propios actos, así como la del resto de las personas, especialmente la de las más débiles y vulnerables [447] (cf. Mt 25, 40-44), dada la dignidad de la que toda persona está revestida (cf. Sal 8, 6).

La Iglesia, desde siempre, ha sido protectora y garante de la vida humana; por ello, se manifiesta en contra de todo comportamiento que pueda acabar con ella (guerras, condenas, abortos, eutanasia, suicidio…), pues no compete al hombre acabar con aquello que pertenece a Dios [448], sino orientar su vida al bien. Desde el misterio de Cristo, vemos cómo su muerte y resurrección trajeron al hombre la redención, es decir, una vida nueva para acogerla, defenderla y vivirla desde el amor pleno, una vida redimida, vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Asimismo, la Iglesia es madre preocupada que conoce las fallas de sus hijos; por este motivo, ante la diversidad de situaciones que pueden darse por los actos de atentado a este don de Dios, ésta debe siempre mostrarse acogedora, comprensiva y acompañante ante las situaciones de dolor [449], especialmente si el creyente muestra signos de arrepentimiento y voluntad de conversión. Es aquí cuando la condena no tiene cabida, sino sólo el amor misericordioso de Dios. Es aquí cuando cobra sentido la redención de Cristo a todos los hombres y mujeres.

Así pues, los actos humanos no sólo se encuentran orientados a los actos del propio individuo (desde la clave de una moral y el pecado personal), sino que también estos repercuten en una dinámica colectiva (desde un moral social y el pecado estructural). Es decir, la consecución del bien no sólo conlleva una responsabilidad para la existencia del sujeto, sino que éste, en cuanto que se desarrolla en comunidad, debe perseguir libremente y en conciencia, a partir de su comportamiento subjetivo, el bien colectivo en el mundo. En este ámbito destacan, de manera preponderante, la búsqueda de la paz y la justicia social como valores inherentes al Reino predicado por Jesús de Nazaret, que hallan su plenitud efectiva en la redención de Cristo como consecuencia de la liberación del pecado que afecta, no sólo, pues, a cada hombre, sino a toda la sociedad.

Cuando hablamos de paz, desde una perspectiva católica, no nos referimos únicamente a la ausencia de conflicto y violencia, sino al estado de plenitud de las personas en todas sus dimensiones. Esta noción hunde sus raíces en el concepto hebreo de Shalom [450], la cual Jesús, en su predicación del Reino y pasión, hace suyo (cf. Mt 5, 9; Lc 10, 5) [451] y, con su resurrección confirma como el estado al que están llamados a participar los redimidos (cf. Jn 20, 19-31), y que deben difundir por el mundo: χάρις κα ερενή πο το Θεο (cf. 1Co 1, 3; Ga 1, 3; Ef 1, 2; Col 1, 2, etc.).

Por tanto, ya desde las primeras comunidades, los cristianos viven el amor, presente en la propia vida y las relaciones interpersonales, como criterio articulador de su experiencia de fe en el Resucitado, para la no violencia (llegando incluso al martirio por ella), y la búsqueda de esa paz, siguiendo fielmente el ejemplo de Jesucristo. Así pues, la promoción de la paz es parte de la misión de la Iglesia en su proclamación de la Buena Noticia del Reino [452], oponiéndose a todo comportamiento humano cuyos actos puedan ponerla en peligro (guerras – justas o injustas –, dominación política, intereses económicos…) [453]. La paz se entiende, entonces, como algo más allá de la ausencia de violencia, como una aspiración de la humanidad que se relaciona con el proyecto salvífico de Dios y su justicia [454].

El concepto de paz en la Iglesia se ha convertido en un tema de central importancia [455] como la meta moral que trae consigo la justicia social, la búsqueda del bien común y los derechos y deberes de la persona (Populorum Progressio 87, Caritas in Veritate 7, etc.), para la planificación de todas las aspiraciones de los hombres. La paz, desde la teología de la encarnación y de la imagen y semejanza con Dios [456] de todos los hombres, debe ser consecuencia de la fraternidad de los seres humanos dada su filiación con Cristo [457]; por eso, la Iglesia condena cualquier obrar que ponga en peligro la paz social, exhortando siempre al recurso del diálogo y la comunicación interhumana [458]. Para tal fin, la Iglesia no se desdice de los aportes de la sociedad en materia de desarrollo (cf. GS 64-66; PP 87), Derechos (y deberes) Humanos (PIT 9-34), o la justicia social (CIV 1), sino que la apoya y fomenta para buscar juntamente con el mundo la paz que sólo el Redentor puede darnos (cf. Jn 14, 27), pues «la paz es el rostro social de la Caridad» [459], de modo que «la paz y la reconciliación son el corazón y la mejor expresión de la redención» [460].

En la reflexión sobre la justicia, partimos de la base de que el ser humano realiza su existencia en un mundo donde, por sus actos, la injusticia y desigualdad encuentran su lugar en medio de las realidades interpersonales. Ahora bien, a la hora de definir la justicia, es preciso atender a las diferentes categorías tradicionales que se han tenido de ella [461]: por una parte, la justicia conmutativa procura la igualdad entre las personas en virtud de su común dignidad; por otra, la justicia distributiva intenta garantizar el derecho participativo de todas las personas en los bienes públicos de la sociedad para preservar dicha dignidad; por último, la justicia contributiva (o legal) busca demandar a cada hombre aquello que se requiere para el bien común de todos (cf. Divini Redemptoris 51).

No obstante, para la moral católica, la justicia no simplemente guarda un cariz económico, legal o político, sino que en el trasfondo de su reflexión encuentra un componente teológico importante [462]: el amor de Dios, es decir, los hombres deben, con sus actos, responder con justicia a un Dios que es fiel y justo en cuanto viven la fraternidad que le comporta la adhesión a este Dios y su Alianza. Jesucristo predica, con el Reino [463], una vida nueva, redimida, basada en el perdón y la misericordia a partir de la obediencia a Dios (cf. Mt 6,33) [464]. Así pues, la justicia, en su predilección por los pobres [465], supone al mismo tiempo esta dimensión política y económica en favor de ellos y en pos de su igualdad, a la vez que apuesta por la restitución de la dignidad humana a la luz de la justificación por la Redención en Cristo.

La Iglesia, por tanto, en conformidad con el Evangelio, ha velado siempre por la justicia en todas estas dimensiones [466], aunque no lo haga de una manera explícita hasta la publicación de Rerum Novarum en 1891, con el consecuente desarrollo doctrinal social que desembocará en las afirmaciones del CVII sobre el desarrollo integral de los pueblos y sus individuos (cf. GS 64), el bien común en vistas a la perfección de los hombres en dignidad (cf. GS 26), denunciando las desigualdades económicas y sociales de la humanidad (cf. GS 29).

Con ello, en un contexto de creciente malestar, especialmente en la clase trabajadora por la revolución industrial, surge la noción de “justicia social” (en el que se incluirían las concepciones tradicionales ya mencionadas), con el fin de reivindicar el derecho de cada persona a tener lo necesario para gozar de una existencia digna (cf. Quadragesimo Anno). Nos hallamos, pues, ante una exhortación al derecho a tener un desarrollo integral, solidario y transcendente (no meramente personal), en interdependencia con el mundo (cf. Populorum Progressio 14 y 43), de tal forma que la Iglesia, asumiendo y fomentando los Derechos Humanos (cf. Pacem in Terris 143-144), adopta la misión de la promoción social. Ésta es inherente al anuncio del Reino y hace de la justicia social parte central de la predicación del Evangelio (cf. Evangelii Nuntiandi 29), y anticipo del destino escatológico al que Dios llama a la humanidad, pues «el plan de Dios es la redención del género humano y su liberación de toda opresión» (Sínodo de los obispos de 1971).

Por consiguiente, podemos afirmar con la Comisión Teológica Internacional [467], que el ser humano, y en especial los cristianos, estamos llamados a organizar este mundo y la sociedad de modo que las condiciones de vida humana se vean mejoradas en todos los niveles. Así, se nos invita a aumentar la aumentar la felicidad de los individuos, promover la justicia y la paz entre todos, y favorecer el amor que no excluya a nadie sobre la faz de la tierra.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

381    Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.

382    Vid. Capítulo IV, pág. 58-69.

383    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 450.

384    Vid. Capítulo III, pág. 40-55.

385    Marciano Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brower, 2000), 245.

386    Julio Luis Martínez y José Manuel Caamaño, Moral fundamental. Bases teológicas del discernimiento ético (Santander: Sal Terrae, 2014), 274-282.

387    Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I, 254-257.

388    Vid. Capítulo II, pág. 31-32.

389    Cf. José Román Flecha Andrés, Moral Fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 94-95.

390    Martínez y José Manuel Caamaño, 322-323

391    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo I (Barcelona: Herder, 1961), 97-100.

392    Martínez y José Manuel Caamaño, 39.

393    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 83‐84.

394    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 126-131.

395    Vid. Capítulo III y VI, pág. 44-46 y 87-88, respectivamente.

396    Cf. Dionigi Tettamanzi, “Religión y existencia ética cristiana”, en Diccionario enciclopédico de Teología moral, ed. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi (Madrid: Ediciones Paulinas, 1986), 935-936.

397    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 99.

398    Sobre el Reino de Dios, vid. Capítulo II, pág. 21 y ss.

399    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 145-147.

400    Sobre la libertad humana, y la asunción de la gracia, vid. Capítulo III, pág. 51-55.

401    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 362-364.

402    Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121.

403    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 378-381.

404    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 365-366.

405    Cf. Íbid., 367-372.

406    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 399-403.

407    Cf. Ibíd., 392.

408    Cf. Flecha Andrés, Moral Fundamental, 211-212.

409    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 404-407.

410    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 168-169.

411    Cf. Ibíd., 196-197.

412    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 520-522.

413    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 95.

414    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455.

415    Cf. Rahner, 117.

416    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 419-420.

417    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 200-202.

418    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455‐456.

419    Sobre la condición pecadora del hombre, vid. Capítulo III, pág. 46-51.

420    Cf. Rahner, 144-145.

421    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 709-712.

422    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, (Madrid: Edibesa, 1999), 48-50.

423    Cf. Rahner, 117.

424    Vid. Capítulo III, pág. 51-55.

425    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, 73-74.

426    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 486-490.

427    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 722.

428    Häring, La ley de Cristo I, 369.

429    Cf. Flecha Andrés, Moral fundamental, 310.

430    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 371.

431    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo II (Barcelona: Herder, 1961), 296-297.

432    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio (Madrid: Ediciones Paulinas, 1981), 23-24.

433    Cf. Antonio Hortelano, Problemas actuales de moral II, la violencia, el amor y la sexualidad (Salamanca: Sígueme: 1982), 419-451.

434    Sobre el sacramento del matrimonio, vid. Capítulo IV, pág. 69-70.

435    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21-23.

436    Cf. Rahner, 481-482.

437    Cf. Comisión teológica internacional, “Doctrina católica sobre el matrimonio” en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 94-95.

438    Cf. José Ramón Flecha, Moral de la persona (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 2002), 34-37.

439    Cf. Hortelano, 486.

440    Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 21-23.

441    Cf. Walter Kasper, La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana (Santander: Sal Terrae, 2013), 198.

442    Cf. Marciano Vidal, Moral de actitudes II, moral del amor y la sexualidad (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 389.

443    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

444    Cf. Flecha, Moral de la persona, 174-176.

445    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208.

446    Cf. Ibíd., 213.

447    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208

448    Cf. Javier Gafo, Bioética teológica (Madrid: Desclée de Brouwer, 2003), 101-108.

449    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

450    Cf. Luis González‐Carvajal, Entre la utopía y la realidad (Santander: Sal Terrae, 1998), 348-350.

451    Cf. Elisabeth A. Johnson, La cristología, hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús (Santander: Sal Terrae, 2003), 50ss.

452    Sobre la Iglesia, signo e instrumento de la Redención, vid. Capítulo IV, pág. 63-65.

453    Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 794.

454    Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris (Madrid: Editorial Apostolado de la Prensa, 1971), 15-17.

455    Cf. Alfonso Cuadrón, Manual de la Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: BAC, 1993), 791-813.

456    Cf. José Manuel Aparicio, “Epistemología de la doctrina social de la Iglesia”, en Pensamiento Social Cristiano, ed. José Manuel Caamaño, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2015), 25.

457    Cf. Julio Luis Martínez, Libertad religiosa y dignidad humana (Madrid: San Pablo, 2009), 215.

458    Cf. González-Carvajal, 370‐383.

459    Vidal, Moral de Actitudes III, 814.

460    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 428.

461    Cf. Ibíd., 110

462    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 554-555.

463    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III, 828.

464    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 555.

465    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III,133-139.

466    Cf. Ibíd., 115.

467    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 408 y 428.

Carlos Diego Gutiérrez

III. La redención del hombre en la creación

El Dios Uno y Trino que profesa la fe católica, dado a conocer en su plenitud por Jesucristo, Verbo Encarnado, ha decidido revelarse al mundo para hacerle consciente de su voluntad de salvación [183]. Así pues, con el fin de darse a conocer al género humano, Dios lleva a cabo el don de la Creación, a partir de la nada, como medio efectivo de realizar su plan soteriológico. En el centro de dicha obra creadora, el ser humano destaca como criatura predilecta, como realidad creada a imagen y semejanza de Dios, en previsión de la encarnación del Logos, que ofrece sentido y plenitud a su existencia. Por tanto, en virtud de este presupuesto existencial de la humanidad, la tarea de todo hombre y mujer puede consistir en la colaboración creadora y responsable.

No obstante, la realidad del ser humano se ve afectada por el pecado desde el principio de su existencia, de tal manera que ninguna persona es capaz de vivir en la relación completa y plenificante con Dios, a la que ha sido llamada. Consecuentemente, el hombre, alejado de su Creador, no puede por sí mismo restaurar dicha relación y conseguir la salvación; por este motivo, es necesaria la redención en Cristo, como forma definitiva del perdón de los pecados y de justificación por la fe en Él. En virtud de ésta, la criatura alcanza la actuación de la gracia sobreabundante de Dios en su vida para llevarla a su perfección creatural en Cristo.

Por consiguiente, el ser humano, como hijo de Dios en Cristo, experimenta una transformación en su vida que le mueve a vivir acorde a la experiencia del Dios cristiano [184]. Esto es respuesta del hombre al infinito amor de Dios contemplado y efectuado en su existencia; es agradecimiento de la criatura al creador por la autocomunicación de su ser en la vida humana. Por ello, el hombre intenta vivir su nueva realidad de hijo de Dios adaptando a todos sus ámbitos cuanto de Él ha experimentado.

III.I. La creación para la redención

Cuando hablamos de Creación nos referimos a una experiencia religiosa que trae consigo la realidad transcendental de un Creador omnipotente, el cual, por absoluta gratuidad amorosa, da el ser a todo cuanto existe [185]. De esta manera, inmersa en ella, la criatura experimenta la contingencia de su existencia, a la par que el agradecimiento por la dotación de sentido de la vida, y la orientación de la historia hacia una plenitud definitiva. Es decir, el ser humano se siente agradecido ante Dios porque, habiendo no podido ser, es [186], y sabe que ese ser en la creación no es un mero estar, sino que goza de finalidad: la plenificación de la existencia hacia el creador. Hablamos, entonces, de una relación de dependencia entre el Creador y la creatura, que tiende hacia Él [187]. Así pues, desde el principio, éste ha sido el plan amoroso de Dios para su creación, pero sólo a través de la encarnación, culmen de la historia (cf. Ga 4, 4), y de los acontecimientos redentores de Cristo, ha podido el mundo conocerlo en toda su plenitud, pues toda la economía de la salvación está orientada, desde la Creación, a la redención en y por Cristo. La redención, por consiguiente, ocurre inserta en la creación, como no podía ser de otra manera, para, asumiéndola, llevarla a la salvación prometida por Dios. Por este motivo, podemos afirmar la necesidad de la creación para la acción redentora: «Dios crea para la encarnación, y la encarnación es para la salvación» [188].

La fe cristiana sostiene que todo cuanto existe ha sido creado por Dios de una manera verdaderamente específica y radical: libremente a partir de la nada (ex nihilo). Por tanto, nada se sitúa al margen de la mano del Creador y su acción creadora [189], de tal manera que Él sigue actuando y conservando todo cuanto ha llamado y llama a la existencia. Así pues, también se pone de manifiesto que no hay nada existente hacia lo que no esté orientado su plan de salvación. La redención de Cristo, dirigida principalmente a los hombres, se extiende consecuentemente hacia toda la Creación.

El término creatio ex nihilo es el resultado de una reflexión metafísica que supone la ruptura con otros pensamientos coexistentes con el cristianismo como el helenismo, dualismo gnóstico, etc., que afirmaban la divinidad de la materia (las deidades astrales, por ejemplo) o la preexistencia de ésta, así como una concepción cíclica de la historia. La fe judeo-cristiana defenderá, por su parte, la existencia de un solo Dios (cf. Dt 6, 4) y, por tanto, todo cuanto existe procede de Él, sin anterioridad a Él, y hacia Él tiende como su meta [190]. Por consiguiente, esta mentalidad romperá con todas estas concepciones sobre la creación para poner de manifiesto la absoluta trascendencia de Dios, así como su libertad, su gratuidad amorosa y su omnipotencia con respecto a todo. Así lo testimonian los relatos bíblicos, los cuales, aun siendo totalmente novedosos en este aspecto, no quedan desvinculados del hecho de que toda cosmogonía y mitología están referidas a un espacio y tiempo primordial, que tienen como finalidad explicar el estado actual de las realidades presentes para su mejor comprensión. Según Gershom Scholem, «el mito presupone en general un caos a partir de cuyos elementos se da forma a la obra de la creación. El mito de la creación se queda en el milagro del comienzo» [191]. Así pues, el judaísmo parte de la situación actual del mundo (sumergido en el pecado, lejano a Dios…) y elabora su relato genesíaco, a través del cual no sólo se da cuenta, pues, de la situación presente, sino que se anuncia el futuro que depara a la creación: el retorno a aquel que todo lo comenzó. El cristianismo supone, por la encarnación, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, que la esperanza veterotestamentaria sigue vigente y ha llegado a su plenitud en Cristo por la redención que nos libera del caos en el que la humanidad se ve inmersa.

Bien es verdad que el término creatio ex nihilo no aparece reflejado en los relatos bíblicos de la creación, en los que se afirma que Dios crea (ברא), pero a partir del caos con su Palabra [192]. En la Sagrada Escritura esta concepción va tomando forma como modo de garantizar la fe en la Alianza (especialmente reflejado en el Deuteroisaías [193]), hasta encontrarse explícitamente afirmado en textos tardíos del Antiguo Testamento como el libro de los Macabeos: «Dios hizo todo esto de la nada» (2M 7, 28), y posteriormente en la reflexión neotestamentaria, especialmente paulina: «es el único Dios que hace vivir a los muertos y llama a las cosas que no son a que sean» (Rm 4, 17). No obstante, toda referencia escriturística, más que a desarrollar una teología acerca de la creación, va orientada a subrayar la omnipotencia de Dios, capaz de llamar a las cosas al ser.

La reflexión sobre el origen de todo comienza propiamente con la teología posterior, cuando el cristianismo se vea obligado a dar razón de su fe debido a la convivencia con las diferentes culturas, especialmente con la helenista. En líneas generales, Justino primeramente intentará ofrecer una postura pacificadora entre la fe cristiana y el Timeo de Platón, una postura de acercamiento en el que se presenta a Jesucristo como la verdadera sabiduría de Dios por la cual todo fue creado; sin embargo, Taciano y Teófilo de Alejandría se opondrán a este conciliarismo, pues entienden esta postura como una limitación de la omnipotencia divina, la cual sólo puede garantizarse con una acérrima defensa de la creatio ex nihilo como algo propio del cristianismo. Frente al gnosticismo, Ireneo de Lyon afirma la unidad entre creación y redención, así como la preponderancia del designio salvífico de Dios: la creación es necesaria para la salvación [194]. En él constatamos una de las primeras afirmaciones de la bondad ontológica de la creación y de la participación de las criaturas en ella. Por su parte, Orígenes [195] habla de una creatio in Deo (en el Hijo) y una creatio extra Deum (por la cual las criaturas, por negligencia originiaria, al separarse del Hijo, reciben su materialidad, lo cual supone afirmar erróneamente una degradación ontológica de la materia). San Agustín, en continuidad con lo expresado por la Iglesia en el Concilio de Nicea: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles» (DH 125) afirma que la creación es buena y todo ha sido creado de la nada por el único Dios salvador y creador, afirmando, en primer lugar, una creación primordial (la de todo cuanto existe) y una creación secundaria (como modelación de la anterior); en cuanto a su preocupación sobre el momento de la creación, dice que la primera precedería a las obras de división no por eternidad, tiempo y valor, sino por origen (pues sólo el Hijo es eterno). Así pues, para san Agustín el tiempo es también una realidad creada y, por ello, creación y tiempo son simultáneos, fruto de la libertad de Dios. Tras toda esta reflexión, la Iglesia ha seguido afirmando a lo largo de la historia estas intuiciones y formulándolas como su doctrina oficial, siendo el IV Concilio de Letrán quien use, por primera vez en un texto magisterial, el término creatio ex nihilo (DH 800). La fe de la Iglesia se sustenta en la bondad de toda la creación (Concilio de Florencia, DH 1330) y en la libertad del acto creador de Dios (CVI, DH 3021-3025). Por su parte, el CVII remarcará la imagen dinámica de la creación, en la que intervienen Dios y el hombre, como prolongador de la obra de Dios (GS 34), así como la dimensión soteriológica de la doctrina de la creación (GS 38-39): Por Cristo fueron creadas todas las cosas, en Cristo serán recapituladas, según el plan amoroso de Dios, pues «la creación es ya comienzo de la historia salvífica que culminará en Jesús» [196].

Por consiguiente, si el poder absoluto de Dios y su libertad [197] (atributos que se desprenden de la reflexión sobre la creatio ex nihilo) no son absolutos, se perdería toda esperanza en Dios, pues sólo Él, teniendo poder para crear, lo tiene para salvar a todo, pues como creador de cielo y tierra, nada escapa de su dominio. No obstante, no podemos dejar la creación aislada en un punto del pasado, sino que debemos entenderla como un continuo obrar por parte del Creador en su Creación; pues la doctrina de la creación es la descripción fundamental de la relación existente entre Dios y el mundo [198]. En este sentido hablamos de creación continua como consecuencia lógica de la creatio ex nihilo, pues, como hemos apuntado, donde hay tiempo, hay creación. Así pues, como señalaban ya Orígenes, San Agustín y Santo Tomás, la creatio continua sería la consistencia, mantenimiento y desarrollo de todo en Dios, entendida como una estrecha vinculación (inmanencia) absolutamente trascendente del Creador con su Creación en el espacio y en el tiempo hasta su consumación final, sin que por ello se vea limitada la autonomía propia de la creación, pues «la actuación conservadora de Dios es la que posibilita esa autonomía de las criaturas que se expresa en su capacidad y en su actividad de conservación» [199]. Así pues, nos encontramos ante una relación permanente y necesaria entre Dios, que sigue creando, sigue redimiendo, y el universo, que sigue viviendo en Él y para Él [200], asumiendo esa redención. La humanidad, por su parte, viendo que Dios ha creado todo bueno (cf. Gn 1-2.4a) está llamada a conservar y cuidar responsablemente de la creación por mandato divino (cf. Gn 2, 15) en su devenir salvífico hacia la realización del plan de salvación (cf. GS 34).

Ahora bien, la creatio continua y la creatio ex nihilo han de ser vistas a la luz de la consumación de la creación, es decir, la esperanza de que todo cuanto existe o existió no será abandonado por Dios cuando todo llegue a su fin [201]. Dado el amor de Dios presente en la creación, plenificado en el envío de su Hijo, ratificado por la redención por su muerte, y manifestado en la resurrección, no es posible dudar del amor de Dios por sus criaturas, especialmente por el ser humano.

En conclusión, en la historia de la salvación, la creación ocupa un puesto de vital necesidad para su consecución, desde sus inicios hasta su final escatológico [202]. Toda la historia es creación y, por tanto, toda la historia es salvación, pues, como afirma Juan Luis Ruiz de la Peña: «en tanto la historia no ha alcanzado su consumación, Dios obra (crea, salva) incesantemente en ella; estamos en un régimen de creación continua, porque estamos en un régimen de salvación continua» [203]. Por tanto, hablar de historia es hablar de creación, y, dentro de ésta, alcanza la plenitud con Cristo, Hijo de Dios hecho hombre para la salvación de todas las cosas por amor de Dios [204]. Así pues, en palabras de Pannenberg acerca de la unidad del acto creador de Dios, «la estructura global de la acción divina “hacia fuera” comprende, además de la creación del mundo, los temas de su reconciliación, redención y consumación» [205] Por consiguiente, la creación es un acto necesario y libre por parte de Dios para que la redención de Cristo pudiera tener lugar, así como el presupuesto para la salvación. Por la omnipotencia y libertad divinas, la creación está llamada a la recapitulación en Cristo, pues por Cristo fueron creadas, por Cristo redimidas y en Cristo serán consumadas (Cf. Col 1, 15-20).

El ser humano, criatura excelsa de Dios

A lo largo de sus páginas, la Sagrada Escritura sostiene firmemente la convicción de que el ser humano es criatura de Dios. Tal afirmación la encontramos explícitamente con fuerza en los relatos genesíacos del Antiguo Testamento, en los cuales el hombre no se presenta solamente como una criatura más dentro de la obra de Dios, sino que se la considera su centro y culmen. Como se puede constatar en Gn 1 y Gn 2, toda la acción creadora de Dios va encaminada, por tanto, a la creación de la humanidad, de manera que cuanto hay en el cosmos está subordinado a ella.

Desde un punto de vista antropológico, Gn 2, 4b-25 (el relato creacional más antiguo) nos presenta no tanto el origen del mundo, cuanto más la creación del ser humano (y su tendencia al mal). En esta perícopa se presenta al hombre como la única criatura que recibe el aliento vivificante de Dios, tras haber sido creado de la tierra, para convertirse en el único «ser viviente»; asimismo, también se hace énfasis en la necesidad de un entorno en el que desarrollarse y, sobre todo, de un alguien con quien el hombre (איש) pueda relacionarse, expresando de esta manera que el ser humano necesita de relaciones interpersonales, pues no fue creado para estar solo.

Más importante teológicamente es el relato sacerdotal de Gn 1, pues en él se afirma que la criatura «hombre» ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, como cúspide de todo cuanto ha sido creado. Así pues, todo el ser humano, en todo su conjunto y todas sus dimensiones, ha sido creado bajo esta idiosincrasia. A lo largo de la historia se ha ido profundizando acerca del significado de esta afirmación. San Ireneo explica que la imagen se encuentra subordinada a la semejanza, pues se ve influenciado por los términos griegos εκν (copia) y μόιοσις (semejanza). Con Santo Tomás (cf. S.Th I, q. 93, a. 9.), la escolástica, siguiendo a la patrística, distingue entre imago y similitudo: la imagen sería la gracia dada al primer hombre (la cual todavía perdura), mientras que la semejanza, presente también en Adán, fue perdida por el pecado de éste, rompiendo la comunión con Dios [206]. Actualmente se sostiene que la función de ser imagen es una función representativa, por lo que el ser humano es responsable de hacer presente a Dios en la tierra sobre el resto de las criaturas (cf. Sal 8), aguardando alcanzar la semejanza con él, la comunión. Así pues, hablar del hombre como imagen y semejanza de Dios significa que el ser humano mantiene una relación inigualable con Dios, de dependencia absoluta, la cual constituye el fundamento de su dignidad [207], pues, si el resto de la creación ha sido hecha «según su especie», el hombre ha sido creado «según la imagen de Dios», de tal forma que todo el ser humano se remite a Dios, pues Él se ha remitido libre y gratuitamente al hombre.

El Nuevo Testamento mantiene esta tradición antropológica veterotestamentaria (cf. Mc 2, 27-28; Mt 6, 26, etc.), a la vez que introduce la novedad radical de la centralidad cristológica del ser humano: Cristo es la plenitud del género humano que Adán (la humanidad) no es (cf. Rm 5, 14): «según el Nuevo Testamento, la imagen creada presente en el Antiguo Testamento debe ser completada con la imago Christi» [208]. Por tanto, a la luz de nuestra fe, nuestra realidad creatural no puede explicarse sin tener presente al Hijo en la creación de los hombres a su imagen. Así pues, Cristo es la imagen auténtica y perfecta de Dios, en completa unidad con el Padre, siendo así el «primogénito de toda la creación» (cf. Col 1, 15-20), tanto a nivel cronológico como ontológico, pues Él destaca sobre todas las criaturas. Como afirma el prólogo de Juan, todo fue hecho por Cristo (cf. Jn 1, 3), es decir, la creación es cristiforme (el Padre mira al Hijo para crear el mundo). Ahora bien, de igual manera, si Cristo es el origen, también es el destino al que se dirige la humanidad: el ser humano, la creación, está llamada a ser imagen del Hijo, pues en eso se basa nuestra fe cristiana (cf. Rm 8, 29); por consiguiente, la vida de los hombres es un proceso dinámico de cristificación. Nuestra salvación reside en este punto: redimidos por Cristo, librados de las ataduras del mal, nos conformamos con Él, que es el creador y redentor, el Verbo hecho carne, para nuestra salvación, para recobrar nuestra relación originaria con Dios.

Consecuentemente, la salvación del género humano por la redención llevada a cabo por Jesús de Nazaret está estrechamente ligada a nuestra condición de imagen y semejanza divinas en Cristo. La humanidad ha sido creada conforme al Salvador, ha sido redimida por Él, que asumió nuestra naturaleza (salvo en el pecado), para restaurar, por su encarnación, muerte y resurrección, nuestra condición perdida, y llevarnos, así, a la plenitud de nuestra realidad creatural en su totalidad, de manera que nuestra relación con Dios se vea, de igual modo, restaurada por completo configurándonos con Cristo.

La salvación del hombre afecta, por tanto, a todo su ser, en todas sus dimensiones, pues el ser humano goza de unicidad. Así lo atestigua la antropología bíblica, en la que queda reflejada la mentalidad semítica sobre la unidad de la persona [209]: hablamos de una concepción sintética de la persona, integradora, que piensa al hombre como una realidad única, si bien pluridimensional (cuerpo, alma, mente…) [210]. La tradición posterior, en contacto con las culturas adyacentes, pudo incurrir en falsas concepciones dualistas (que en casos extremos llegaron a la negación de la resurrección), hasta que el magisterio de la Iglesia pronto rechazó dichas afirmaciones para sostener la unidad de la persona humana, con todas sus consecuencias soteriológicas, basándose en la unidad cristológica: nos referimos especialmente al II Constantinopla (543), Braga (561), IV Letrán (1215) y, especialmente, a Vienne (1311). Así pues, de igual manera que todo lo acontecido a Cristo le afectó en todo su ser, así también la salvación repercutirá en nosotros sobre toda nuestra realidad humana; la redención, por tanto, no libera una parte del hombre, sino al hombre en su totalidad, en su unicidad.

En conclusión, es de vital importancia para el cristianismo afirmar la unidad del ser humano en cuanto a su origen (el hombre fue creado enteramente uno por Dios) y en cuanto a su final escatológico (la persona entera será salvada íntegramente). A su vez, esta concepción unitaria nos conduce antropológicamente a Cristo, plenitud del género humano al que todos los hombres se encuentran orientados (cf. GS 22); en Cristo, pues, el hombre halla respuesta a la pregunta sobre sí mismo, encontrando en el misterio de Cristo la clave para llegar a entender el misterio que él mismo es, es decir, Cristo es expresión de lo que el hombre es en su plenitud, del mismo modo que lo que la humanidad está llamada a ser [211]. Por consiguiente, el que es imagen de Dios invisible (cf. Col 1, 15) es capaz de restaurar, por la redención, la imagen y la semejanza divinas a la que tienden los hombres, pues Cristo nos reconcilia con Dios y nos libera de la esclavitud del pecado para que entremos en comunión con el Padre [212]. De esta manera, el género humano, y por ende toda la creación, ve realizada en Cristo toda su plenitud creatural. No obstante, la redención como restauración de la imagen y semejanza divinas tiene lugar paulatinamente en el cristiano, conforme más mira a Cristo y se configura con Él [213].

III.II. La redención del género humano

El ser humano es la criatura más excelsa de la creación de Dios, la cual ha sido hecha originariamente en bondad, en plena comunicación con Dios; sin embargo, el hombre se ve afectado por una privación, a la que se ha denominado «mal» (pecado) [214], que le aleja de esta relación con Dios y de su condición de imagen y semejanza divina [215]. Esta situación, en la que la humanidad se ve inmersa, hace necesaria la redención de Cristo para reconducir a la persona por el plan originario de Dios y llevarla a la comunión plena con el Padre, mediante el sacrificio de la cruz.

En el mundo constatamos cómo habitan simultáneamente el bien y el mal. La fe católica niega rotundamente que el mal haya sido querido por Dios, pues Él es el sumo bien y todo cuanto de Él procede es bueno, todo ha sido creado bueno (cf. Gn 1). No obstante, se constata esta realidad negativa, cuyo origen se desconoce, si bien se ha intentado dar varias explicaciones: por una parte, se llega a afirmar que éste es un principio divino, coeterno con Dios (maniqueísmo, gnosticismo, el idealismo de Schelling…); sin embargo, solo hay un Dios, único y eterno, por lo que esta visión queda descartada en coherencia con la fe de la Iglesia. De igual manera, se ha identificado el mal con la naturaleza, con el mundo, siendo éste algo relativo a la materia en cuanto afección privativa de aquello que debería ser, no de un modo ontológico, sino en cuanto corrupción de la creación (san Agustín hablará de «privatio boni» [216]). Por último, se postula que el mal es fruto de la voluntad o la libertad humana, consecuencia de la desobediencia del hombre, la cual ha transformado su naturaleza a peor. La reflexión teológica se moverá entre éstas dos últimas visiones del pecado.

Con todo, independientemente de su origen, experimentamos y constatamos el mal presente en la creación, al margen de la actuación del hombre, (catástrofes naturales, etc.). Esto se explica porque la creación no es Dios, sino que procede de Él. Según San Agustín, hay dos formas de procedencia de Dios: de ipso, como el Hijo, que es Dios, engendrado, y por tanto no puede verse afectado por el mal; y ex ipso, como la creación, susceptible de corrupción, puesto que no es Dios. No obstante, hablar de un mundo sin mal es hablar de una realidad perfecta, lo que supondría una contradicción en sus términos, pues sólo Dios es perfecto. Todo aquello que no es Dios contiene en sí la capacidad de corrupción, de pecado, el cual Dios permite por amor a sus criaturas [217], pues es consciente del riesgo al que está expuesta su creación, pero su amor, bondad y gracia son mucho más poderosos; Dios no abandona nunca a sus criaturas, y las conduce hacia la salvación, hacia su consumación definitiva [218].

De igual manera, el hombre experimenta el mal en su existencia. El ser humano es criatura y, por consiguiente, no es perfecta y alberga en sí la capacidad de corrupción; asimismo, el hombre nace ya inmerso en una historia en medio de la cual el pecado ya habita y destruye: el mal también le es precedente [219]; es decir, las personas han ido creando situaciones que hacen que el hombre llegue a pecar [220], lo que tradicionalmente se ha conocido como «pecado estructural» [221]. Por todo ello, la humanidad se ve afectada por esta realidad negativa del mal y necesita de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. A esta condición a la que todo ser humano está sujeto se la ha conocido tradicionalmente como pecado original, el cual es universal (a todos afecta), originario (como consecuencia de la naturaleza humana) y radical (que lo constituye como pecador). Por tanto, no debemos considerarlo como algo que se transmite (como a lo largo de la historia se ha llegado a afirmar), sino como algo inherente a lo que el ser humano es [222]. Se trata de una realidad negativa que «no supone solamente la transgresión de un mandamiento de Dios, sino, al mismo tiempo, el malograrse el hombre a sí mismo» [223].

La Sagrada Escritura da cuenta de esta realidad del mal en la existencia humana desde sus primeras páginas [224]: Dios tiene un plan de salvación para el ser humano, pues conoce su tendencia al mal; sin embargo, el hombre, por su condición pecadora, se aparta del sendero que Él le marca para, desde su pretendida autosuficiencia, buscar un camino distinto, aparentemente mejor. El relato de Gn 2-4 pretende explicar cómo la humanidad, en la que la posibilidad del mal opera, no acepta su condición de creatura y no confía en que sus límites pueden serle propicios si se fía de Dios. Consecuencia de su búsqueda personal de divinización es que se rompen en él todas sus relaciones [225]: con Dios, con los hombres, con la creación (incluso consigo mismo). No obstante, la misericordia y gracia de Dios dejan la puerta de la esperanza abierta en la historia para que la redención de Cristo restaure esas relaciones y devuelva al hombre al camino del Padre. El Antiguo Testamento irá reflejando procesualmente cómo el hombre (de dura cerviz) continuamente rechaza la oferta de salvación que Dios le propone (la alianza), lo que le daña a sí mismo (cf. 2S 11), incurriendo en idolatría (Ex 32), infidelidad, adulterio, prostitución (Oseas, amén de otros profetas)… que crea conciencia colectiva del pecado desde una perspectiva personal (cf. Jr 31, 12 y ss.; Ez 18,3) por el cual se acaba concibiendo la transmisión hereditaria de la culpa (cf. Jr 2, 79; Ez 2, 35; Am 2, 4 y ss.) [226]. La literatura sapiencial afirmará la universalidad del pecado (cf. Qo 7, 20), que afecta a todos desde su nacimiento (Sal 51, 7), como predisposición de la condición humana que se inserta en el corazón del hombre y le obstaculiza el camino hacia Dios. Con todo, el pueblo experimenta la gracia salvadora de un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y verdad (cf. Ex 34, 6; Sal 102, et al.).

El Nuevo Testamento presenta una teología del pecado [227] en la que, por una parte, los sinópticos recogen una visión subjetiva del mal (proveniente del hombre), a la par que objetiva (que somete al hombre), reafirmando su universalidad y su dimensión social. No obstante, el poder de Dios y de Jesús de Nazaret es siempre más fuerte, destructor del pecado. La teología joánica y paulina, por otra, lo tratan como una fuerza que va más allá de las meras acciones individuales, insistiendo igualmente en la universalidad de éste como el supuesto necesario para afirmar la voluntad salvífica universal de Dios (cf. Rm 5, 12-21) [228]. Para Pablo la situación de corrupción del mundo tiene dos causas: la fuerza del mal que somete a los hombres y la propia responsabilidad del individuo. De ambas nos libera y redime Cristo en la cruz.

La historia de la teología, apoyándose en la Escritura, no ha podido obviar una reflexión sobre esta realidad humana, siendo San Agustín el máximo exponente de esta reflexión y acuñador del término pecado original, por el cual pretende expresar la escisión interna de la realidad humana, la no procedencia divina del mal (contra el maniqueísmo), la incapacidad del hombre para salvarse a sí mismo (contra el pelagianismo), y, por consiguiente, la voluntad amorosa de Dios que salva y libera del pecado por la redención de Cristo. Agustín basará su teología del pecado original especialmente en Rm 7, 15, para salvaguardar la necesidad de la gracia para la salvación del hombre, y Rm 5, 12, por el que acabará afirmando la transmisión del pecado original [229]. La Iglesia adoptará la postura agustiniana en diferentes sínodos y concilios. En primer lugar, en el sínodo de Cartago [230] (418) se afirma la muerte física como pena por el pecado (Canon 1), se usa por primera vez de modo magisterial el término pecado original en relación con el respaldo del bautizo de los neo-natos (Canon 2), a la par que sostiene la condenación de los niños sin bautizar (Canon 3). Por su parte, el Concilio de Orange [231] (529) afirmará que, en virtud de la unidad del ser humano, el pecado original afecta tanto a cuerpo como a alma (Canon 1), transmitiéndose no sólo la pena (muerte), sino también la culpa (Canon 2).

La teología medieval intentará indagar acerca de la naturaleza y modo de transmisión del pecado original con diferentes visiones: por una parte, la concupiscencia, es decir, la tendencia del deseo del hombre hacia lo creatural y no hacia el creador, siendo el acto sexual el grado máximo de ésta, que posibilita la generación de vida afectada por el pecado original (Pedro Lombardo y Hugo de San Víctor). Anselmo de Canterbury afirmará que el pecado original es una privación originaria, un déficit de comunión con Dios [232]. Santo Tomás, por su parte, realizará una síntesis por la que la forma del pecado original es dicha privación y la materia es la concupiscencia (cf. S. Th., I-II, q. 82, a. 4.); así, desarrollará una teoría de solidaridad corporativa del hombre.

La reforma protestante cuestionará estas reflexiones. Lutero afirmará que el pecado permanece en el hombre, sin que haya bautizo que lo borre (peccatum manens), sino que simplemente consigue que no se impute, pues la voluntad del hombre tiende irremediablemente hacia el mal. Sólo por Cristo y la fe somos salvados y justificados en virtud de sus méritos redentores. El Concilio de Trento [233] en su sesión V [234] (1543), recuperando los cánones de Orange y Cartago, afirmará el perdón del pecado original por el bautismo, quedando simplemente como concupiscencia, que se mantiene para la santificación y perfección del alma. Según los padres conciliares, «en los renacidos nada odia Dios» (DH 1515). Pese al pesimismo post-tridentino de Bayo y Jansenio, la Iglesia permanecerá firme en esta doctrina hasta el Concilio Vaticano II, en el que, centrándonos en GS 13, sin usar el término pecado original, hablará de la situación pecaminosa del hombre y su división interna en la lucha entre el bien y el mal que el ser humano experimenta en su corazón. No obstante, lo capital es que Cristo ha venido a salvar al hombre y librarlo de esta esclavitud para llevarlo a la plenitud por medio de la redención. De manera optimista, muestra la condición de la humanidad, pero también la excelencia de su vocación a la santidad por el infinito amor de Dios manifestado en la cruz [235].

La teología moderna intenta también dar una explicación convincente al concepto de pecado original alejándose de toda concepción de transmisión y acentuando la acción redentora de Cristo para superar dicha situación de la naturaleza humana. Karl Rahner define pecado original como «co-determinación originaria de la propia libertad por la culpa ajena» [236], afirmando que se trataría de una situación universal de condenación y perdición que afecta a toda la humanidad, obviando en gran parte la responsabilidad individual y la condición creatural del ser humano [237]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [238] defiende la noción de pecado original como el autocentramiento del hombre, siguiendo la tradición agustiniana de «homo incurvatus in se» o «amor sui», que está inserto desde siempre en la naturaleza humana. El hombre es, por tanto, pecador por naturaleza; sin embargo, su naturaleza no es pecaminosa, pues está llamada y orientada a salir de sí. La ruptura de esta dinámica de autocentramiento sólo se rompe con el nuevo nacimiento en Cristo (cf. Gal 2, 20), quien, por su muerte redentora, nos justifica a todos los hombres ante Dios, pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20) y en Él la redención es abundante (cf. Sal 129).

En conclusión, la condición pecadora del hombre es una realidad de la que todos somos conscientes y que afecta a la persona interna y externamente, lo que se percibe de modo evidente a través de sus actos [239]. La reflexión tanto exegética como teológica de dicha condición va orientada, más que a dar explicación de cómo y por qué, a constatar la necesidad de la redención en Cristo como modo de actuar de Dios para librar a los hombres de esta situación de culpa y condena [240] y conducirlos por el sendero de su plan originario para volver a gozar de la justicia originaria. Ahora bien, solamente aceptándose como pecador, aceptando libremente ser criatura redimida, el ser humano puede comenzar de nuevo este camino de regreso [241]. Así pues, el culmen de la historia de la salvación viene dado por la encarnación del Hijo de Dios para la redención de los pecados, pues sólo Dios es capaz de salvar y contrarrestar el poder del pecado y de la muerte por la infinitud de su gracia (cf. 2Co 12, 9) para alcanzar la justificación ante Él. Tanto amó Dios al mundo, a su creación, que entregó a su Hijo (cf. Jn 3, 16), de tal forma que en Cristo y su sacrificio se manifiesta plenamente el amor ilimitado de un Dios que combate el mal y se aúna en el sufrimiento con el hombre para redimirlo [242].

Justificados por la gracia de la redención

La justificación debe ser entendida como el perdón de los pecados, la redención (cf. Ef 1, 7), una iniciativa de Dios, que tiene su origen en su amor absoluto e incondicional por sus criaturas, con independencia de toda acción o voluntad del ser humano, salvo la acogida que éste debe libremente asumir para vivir conforme a esa gracia recibida [243]. Así pues, la gracia se trata del «gesto divino que, cuando es acogido por el hombre, lo rescata de la esclavitud del pecado y de la muerte y le comunica una nueva forma de vida, participando del propio ser de Dios» [244]. Como ya hemos afirmado, la humanidad se ve afectada irremediablemente por el mal, que le imposibilita hacer completamente el bien, motivo por el cual necesita, desde el principio, de la acción salvífica de Dios. Por su parte, el ser humano, mediante la fe, puede responder y aceptar libremente esa propuesta redentora de Dios, dada a todos los hombres por el sacrificio de Cristo, en su vida y colaborar con ella. Dios mismo actúa en la salvación del género humano, cuya libertad respeta y sin el cual no quiere salvarnos: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti» [245]. Mediante esta acción gratuita, libre, amorosa y sobreabundante de Dios, a la que llamamos gracia, en el mundo, donde habita el ser humano, se transforma la condición de éstos hacia la comunión plena con Él por la filiación.

Dios es justo y todo aquel que cree en Jesús como su redentor halla justificación ante Él (cf. Rm 3, 26). Así pues, sin la libre aceptación del hombre, no puede obrar Dios su redención completamente en él. Por último, la fe, don de Dios a los hombres, es inicio y fundamento de la justificación; es entrega libre y total a Dios en Jesucristo [246], y, por ella, la persona experimenta la acción gratificante de la redención divina, que le mueve a una nueva vida de comunión con Dios, a la relación filial con Él, que afecta y transforma todos los ámbitos de su vida para, paulatinamente, ir recobrando su condición originaria [247].

En el Antiguo Testamento [248], cuando se habla de justicia de Dios (cf. Dt 33, 21), se hace referencia a la manera en que Yahveh actúa con su pueblo desde la alianza: Dios salva y favorece a su pueblo elegido, que debe serle fiel practicando la justicia, la solidaridad y la alabanza (1R 8, 32; Sal 71, 2; Sal 106, 1…). Dios da todo a su pueblo, sin que éste tenga que hacer más mérito que no olvidarse de Él ni de su Ley (cf. Dt 8-9). Dicha salvación se introduce en el marco de una liberación mesiánica, o sea, tiene una impronta escatológica (Is 9,6; Jr 23, 5; Is 51, 1-8…). Así pues, ser justo equivale al cumplimiento de la Ley, poniendo la confianza en Dios y en la esperanza soteriológica, dando importancia a las obras del justo, y a la afirmación de la salvación universal de todos los pueblos (cf. Is 42,4; Is 62,2; etc.). Estas serían las bases para el desarrollo de la teología de la justificación paulina, la más desarrollada en el Nuevo Testamento, si bien encontramos referencias de ella en los evangelios sinópticos, que hablan de la justicia de Dios en conexión con el Reino (cf. Mt 3, 15, 5; Mt 6, 10; Lc 18, 14, etc.).

San Pablo mantendrá, pues, esta concepción veterotestamentaria y la reinterpretará desde el acontecimiento Cristo [249]: la justicia procede de Dios y se da al ser humano por mano de Jesús de Nazaret, muerto por nosotros para la redención de los pecados, en quien la justicia divina se muestra en forma de perdón y misericordia, que destierra el pecado del hombre (Cf. Rm 1, 18). Así pues, la justificación [250] de la humanidad se da por la fe en Cristo, el salvador, y no por aquello que obran las personas (cf. Ga 3, 8- 14). Dado que todos los hombres pecaron, la justificación es universal, pues es necesitada por todos y a todos es dirigida esta iniciativa de Dios por la fe, por el don de su gracia, y en virtud de la redención realizada por el Señor Jesús (cf. Rm 3, 21-26). Para el apóstol de los gentiles, ser justificado es sentirse amado por Dios sin que el hombre haya realizado mérito alguno para merecerlo; en palabras de Paul Tillich: justificación es aceptar que eres aceptado aunque te sientas inaceptable [251]. Su amor y misericordia son incondicionales y precedentes, pues él nos amó primero para que aprendiésemos a amar (cf. Ga 2, 20; 1Jn 4, 10-11), para que nuestras vidas redimidas experimenten una transformación hacia Él [252]. Todo esto acaece en su plenitud en Cristo, en quien, por la gracia de Dios, todos estamos llamados a participar de su obra redentora, que nos conduce a una vida nueva como don gratuito (cf Ga 3, 16-20). Así pues, la gracia de Dios es Jesucristo, su acontecimiento redentor y salvador que nos trasforma, de modo que gracia, justificación y filiación van de la mano en la teología paulina (cf. Ga 4, 4-17). La salvación acontece por el amor gratuito de Dios, siendo la fe la aceptación de esa gracia, que es más poderosa que el pecado y sobreabunda allá donde aquel se encuentra (cf. Rm 5, 20), del cual libera por la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4ss) y nos conduce a la vida como hijos de Dios (cf. Rm 8, 14).

Teniendo la Sagrada Escritura como base, la reflexión sobre la justificación ha sido un continuo en el devenir de la historia de la teología, no tanto en términos descendentes (el don de Dios al hombre por la redención), sino más bien por el papel del hombre ante el perdón de los pecados. Por un lado, se encuentran aquellos que, como Pelagio, en su obra de Natura, afirmando enteramente la bondad del ser humano, defienden la libertad del hombre y su capacidad y tendencia propias para obrar el bien, por lo que la persona, por méritos propios, puede alcanzar su misma salvación (Cristo, pues, sería un simple ejemplo y la gracia, un auxilio exterior). San Agustín desarrollará su teología al respecto, sentando precedente en la historia para su desarrollo futuro [253]; contestará a esta herejía tras constatar la tendencia del mal en el ser humano (cf. Rm 7, 14) y afirmará la incapacidad de la humanidad para salvarse a sí misma: éste requiere la gracia de Dios para su salvación [254]; es decir, no desmerece la dignidad y responsabilidad de la humanidad, pero remarca la primacía de la voluntad salvífica de Dios: «ni la gracia de Dios sola ni el hombre solo, sino la gracia de Dios con él» [255]. De este modo, afirma que la gracia es la acción amorosa de Dios que regenera el interior del hombre sanando la voluntad, por lo que, sin ella, no hay conocimiento del bien, ni buenas acciones.

Como ya hemos apuntado, el Sínodo de Cartago (418) confirma la doctrina agustiniana y afirma, en sus cánones III y IV (DH 225-227), que la gracia, por la redención en Cristo en la cruz, no sólo nos obtiene el perdón de los pecados, sino que también contribuye a que no cometamos más mal, pues actúa tanto en la inteligencia del ser humano como en su corazón, como fuerza interior donde el hombre opta por el bien. Por su parte, el Concilio de Orange (529; DH 373 y ss.) rebate a los que, por otro lado, situaban en un mismo nivel la gracia y la libertad humana, debiendo elegirse una en detrimento de la otra (como los semipelagianos, encabezados por Juan Casiano y Fausto Ríez). Los padres conciliares negarán esta doctrina suya de la predestinación (Dios determina todas las acciones humanas), distinguiéndola de la presciencia de Dios (Él sabe con antelación y observa las acciones humanas); de este modo, concilian la providencia con la libertad de los hombres, afirmando la primacía absoluta de la gracia sobre la voluntad y libertad humanas, así como la necesidad absoluta de la gracia para poder hacer el bien. Desde entonces, la Iglesia permaneció fiel a la teología agustiniana, desarrollándola y aclarándola frente a quienes pretendían amenazarla. La teología medieval, por su parte, tiende a una cosificación de la gracia como inhabitación del Espíritu en la criatura por su donación amorosa (cf. Pedro Lombardo), de ahí que Santo Tomás vea la necesidad de distinguir entre gracia increada (Dios mismo) y creada (la acción de Dios en el hombre) [256]. Asimismo, confirmará que el hombre está llamado a la visión beatífica, es decir, a la plena comunión con Dios, obtenida a través de la gracia, la cual, siendo algo externo a él, actúa interiormente como un hábito, generando en el ser humano la actitud necesaria para restablecer la relación plena con Dios, perfeccionando la naturaleza humana (cf. S. Th., I-II, 113, a. 8).

La gran controversia llegará con la reforma de Lutero [257], quien afirmará radicalmente que la justificación sólo se alcanza por la fe (sola fides); es decir, si el hombre adquiere la salvación, no es en virtud de sus buenas obras, sino sólo por la creencia en Jesucristo (solus Christus), quien nos hace justos ante Dios en virtud de sus méritos redentores. El hombre es a su vez justo y pecador (simul iustus et peccator), por lo que sus obras nada pueden contribuir para su salvación. Por tanto, para la salvación de los hombres sólo es necesaria la gracia de Dios (sola gratia), cuyo testimonio más fehaciente encontramos en la Sagrada Escritura (sola Scriptura). Por consiguiente, la humanidad, privada de libertad por el pecado, no puede hacer nada para salvarse, por lo que sólo le queda esperar la salvación de Dios (soli Deo gratia). Para la reforma luterana, no sólo el don de la redención de Jesús es suficiente, sino, de igual modo, la fe en esa redención [258], pues la gracia tiene la primacía sin la necesidad de la colaboración del hombre ya que éste, corrompido por el mal, no puede hacer el bien.

Ante tales afirmaciones, el Concilio de Trento remarcará el poder del pecado y la necesidad universal de la salvación de Cristo ante la incapacidad del hombre. Destacará, como medios para obtener la justificación, la gracia, la fe y la caridad, que conlleva las buenas obras para la colaboración con el don divino. En lo concerniente a la gracia y la libertad, la tesis central de este concilio, que resume su doctrina sobre la justificación (cf. sexta sesión, 1547, DH 1520-1583), es: «en el encuentro entre Dios y el hombre, no puede decirse ni que el hombre no haga nada al recibir la gracia de Dios, puesto que puede rechazarla, ni que sin la gracia de Dios el hombre pueda realizar el bien para ser justo ante Dios» (DH 1525); por consiguiente, el ser humano, por la fe, tiene libertad para aceptar o no el don de Dios, de tal forma que la redención sea operante y definitiva en él y produzca en él frutos de vida nueva. Por consiguiente, la gracia, inherente y presente en el ser humano, es el favor de Dios que mueve al hombre a la justificación y lo hace perseverar en el bien.

Tras Trento, surgirán diversas controversias, finalmente declaradas erróneas por la Iglesia, entre las que sobresalen la de Miguel Bayo, que afirma que la gracia es arbitraria y selectiva, una exigencia eficaz en el ser humano, y la de Jansenio, quien declara que la gracia no se ofrece a todos, sino a unos pocos elegidos [259]. Más notoria fue la controversia «de auxiliis» entre dominicos y jesuitas. Los primeros, liderados por Domingo Báñez, se centraban más en la gracia en detrimento de la libertad, arguyendo que Dios predetermina todas las acciones para que los hombres actúen según la gracia; mientras tanto, los segundos, con Luis Molina al frente, sostendrán el concurso simultáneo, por el que gracia y libertad actúan al mismo tiempo. El error de ambas posturas consiste en situar tanto gracia como libertad al mismo nivel; sin embargo, por mandato pontificio de Pablo V, nunca llegaría a zanjarse esta disputa.

Por su parte, la teología moderna seguirá con la reflexión: Rahner, para quien la gracia es autocomunicación de Dios en Cristo por medio del Espíritu Santo, argumentará que gracia y libertad son directamente proporcionales, siendo así que, a mayor gracia, mayor libertad, evitando caer en posturas jansenistas que determinen una exigencia de la gracia (pues dejaría de ser tal), o en consideraciones que sitúan la gracia como elemento externo que «adorne» la naturaleza humana [260]. Para el teólogo alemán, el pecado es condición de posibilidad de la libertad humana [261], por ella el hombre puede o bien acoger la salvación de Dios, o bien inclinarse por sus intereses egoístas [262]. No obstante, el ser humano está orientado hacia la comunión con Dios y para ello Él le ofrece su gracia, pues el hombre es creado capaz de recibir y acoger la autocomunicación de Dios (la gracia), cuya asunción es un acto de libertad (creada a su vez por gracia de Dios como don). Henri de Lubac, en este sentido, contestará afirmando que el ser humano está orientado hacia la gracia como don, como regalo de Dios [263]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [264] hablará de la gracia como la preservación del Creador a sus criaturas por la incapacidad del hombre para librarse de la realidad del mal; Dios interviene en la historia para paliar las ruinosas consecuencias del pecado en una creación continua que hace surgir el bien del mal, de tal forma que la humanidad sólo puede liberarse, redimirse, cuando se configura según la imagen del Hijo. El CVII describirá la gracia de un modo relacional, como libre entrega de la existencia (DV 5), como participación en la vida divina y filiación a través de la inhabitación del Espíritu (LG 2-4), como don de Dios, mediado por Cristo (LG 8; 14; 28; etc.), para la universal salvación de todos los hombres (GS 22; AG 7) [265]. Por consiguiente, la libertad humana es una dimensión importante que salvaguarda la efectividad de la redención y la apertura a la gracia, pues depende de la persona aceptarla e iniciar una nueva relación con Dios de filiación en Cristo [266].

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

183    Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.

184    Vid. Capítulo V, pág. 72-77.

185    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2012), 100-101.

186    Hacemos referencia a lo que Paul Tillich ha considerado como conmoción ontológica en su obra Teología Sistemática, vol. 1 (Salamanca: Sígueme, 2010), 242‐249.

187    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 103-104.

188    Juan Luis Ruiz de la Peña, Teología de la Creación (Santander: Sal Terrae, 1998), 127.

189    Pedro Fernández Castelao, “Antropología teológica”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 194.

190    Vid. Capítulo VI sobre la escatología y la consumación de la Creación (pág. 84-94).

191    Gershom Scholem, Conceptos básicos del judaísmo (Madrid: Trotta, 1998), 47-48.

192    Cf. Fernández Castelao, 193.

193    Cf. Gerhard Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I (Salamanca: Sígueme, 1969), 26.

194    Cf. Ireneo de Lyon, “Contra las herejías”, IV, 14, 1, en Teología de San Ireneo IV, trad. Antonio Orbe (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 185-189.

195    Cf. Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Editorial Ciudad Nueva, 2015).

196    Cf. Luis Ladaria, Introducción a la antropología teológica (Estella: Verbo Divino, 1993), 44-45.

197    Cf. Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 1.

198    Paul Tillich, Teología sistemática II, la existencia y Cristo (Salamanca: Sígueme, 2010).

199    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, 54‐55.

200    Cf. Enrique Sanz Giménez-Rico, Ya en el principio: Fundamentos veterotestamentarios de la moral cristiana (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 46.

201    Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.

202    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 60-62.

203    Ruiz de la Peña, Teología de la Creación, 127.

204    Cf. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, 46.

205    Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 21-22.

206    Señalamos que para  la doctrina  protestante  no habrá diferencia  entre  ambos términos, pues tanto imago como similitudo harían referencia a la justicia originaria de la que gozaba el hombre.

207    Cf. Martín Gelabert Ballester, Jesús, revelación del misterio del hombre: ensayo de antropología teológica (Salamanca: San Esteban, 1997), 45-46.

208    Comisión Teológica Internacional, “Comunión y servicio: la persona humana creada a imagen de Dios, 11”, en Documentos 1969-2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 686.

209    Cf. Gerhard von Rad, El libro del Génesis (Salamanca: Sígueme, 1982), 92.

210    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander: Sal Terrae, 1988), 20-25.

211    Cf. Ibíd., 78.

212    Cf. Luis Ladaria, Antropología teológica (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1983), 87-88.

213    Cf. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, 79.

214    Sobre el pecado vid. también capítulo V, pág. 78-79.

215    Cf. Sanz Giménez-Rico, 116.

216    Cf. Agustín de Hipona, “Confesiones”, libro VII, cap. XII, en Obras completas de San Agustín II (Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid, 1946), 583-584.

217    Cf. Gisbert Greshake, ¿Por qué el Dios del amor permite que suframos? (Salamanca: Sígueme, 2008), 54.

218    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 183.

219    Adolphe Gesché, El mal (Salamanca: Sígueme, 2010), 86-87.

220    Cf. José Ignacio González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (Santander: Sal Terrae, 1987), 72-77.

221    Vid. Capítulo V, pág. 76-77.

222    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 134.

223    Wolfhart Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica (Salamanca: Sígueme, 1993), 118.

224    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial (Santander: Sal Terrae, 1991), 47-108.

225    Cf. González Faus, 229-230.

226    Cf. Marciano Vidal, Pecado, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán y Juan José Tamayo (Madrid: Trotta, 1993), 988-989.

227    Cf. Hans Walter Wolff, Antropología del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2017), 216-217.

228    Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 80.

229    Cf. Ibíd., 128-131.

230    DH 222-224.

231    DH 371-372.

232    Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 138-140.

233    Cf. Ibíd., 146-153.

234    Cf. DH 1510-1515.

235    Cf. Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 157-158.

236    Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 144-145.

237    Cf. Karl Rahner, “Consideraciones teológicas sobre el monogenismo” en Escritos de Teología I (Madrid: Taurus, 1967), 307.

238    Cf. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 131-133.

239    Sobre el comportamiento ético cristiano, vid. Capítulo V, pág. 72-77.

240    Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I (Madrid: Perpetuo Socorro, 1990), 676- 677.

241    Cf. José Román Flecha, Teología moral fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001),163-164.

242    Cf. Andrés Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre (Santander: Sal Terrae, 1986), 140.

243    Sobre el llamado dinamismo virtuoso, vid. Capítulo VI, pág. 87-88.

244    Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 316.

245    Agustín de Hipona, Sermón 169, 13, en Obras Completas de San Agustín XXIII (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1983), 660-661.

246    Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 268.

247    Gelabert Ballester, 230.

248    Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 186-189.

249    Ibíd., 193.

250    Véase: Joseph A. Fitzmyer, “Teología de San Pablo”, en Comentario bíblico “San Jerónimo”, Tomo V, ed. Raymond E. Brown, Joseph A. Fitzmyer, y R. E. Murphy (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986), 805- 807.

251    Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en occidente. De los orígenes a la Reforma (Buenos Aires: La Aurora, 1976), 245.

252    Cf. Ruiz de La Peña, El don de Dios. Antropología teológica fundamental, 248-251.

253    Cf. Ibíd., 280.

254    Agustín de Hipona, “De natura et gratia”, en Obras de San Agustín VI (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947).

255    Agustín de Hipona, “Sobre la gracia y el libre albedrío”, en Obras de San Agustín IV, cap. 5, 12 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947), 239.

256    Cf. Theodor Schneider, Manual de Teología dogmática (Barcelona: Herder, 2005), 654.

257    Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 200-206.

258    En la declaración conjunta de 1999 entre católicos y luteranos, se afirma finalmente que ambas confesiones mantienen la misma doctrina sobre la justificación, aunque con diferencias teológicas a la hora de explicarla, por lo que no son motivo de excomunión entre ambas iglesias.

259    En la bula Cum occasione, Inocencio X reafirma la postura de la fe de la Iglesia de que Cristo murió por todos.

260    Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 136-146.

261    Cf. Ibíd., 133.

262    Cf. Ibíd., 121-125.

263    Cf. Henri de Lubac, El misterio de lo sobrenatural (Madrid: Encuentro, 1991), 272.

264    Cf. Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, 251-300.

265    Para un desarrollo sobre la actuación de la gracia en el hombre, vid. Capítulo VI, pág. 88-90.

266    Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Creación, gracia y salvación (Santander: Sal Terrae, 1993), 88.

Carlos Diego Gutiérrez

II.  Un Dios redentor

El Dios Uno se ha manifestado como Trinidad para mostrarse a los hombres y darles a conocer su voluntad amorosa y redentora [62]. Así pues, «la revelación y manifestación de Dios en la historia no es revelación de verdades ajenas o diferentes al ser de Dios, sino la historia de su autorevelación y autocomunicación» [63]; es decir, Dios se revela en la economía de la salvación y se da tal y como Él es en la vida divina, de tal forma que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa [64]. Por tanto, el misterio trinitario tiene un componente soteriológico, relevante para el ser humano, principal destinatario de esta salvación ofrecida por Dios. Por ello, es posible hablar de una trinidad salvífica, pues Dios se manifiesta en la economía de la salvación libre y graciosamente, sin que se agote su revelación en la historia [65].

Dios, desde la creación, ha decidido revelarse y autocomunicarse, a través de su Palabra, llegando a su culmen en la encarnación del Hijo, comunicándose plenamente y manifestando su voluntad redentora para con la humanidad. Así, el centro del misterio es Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres, verdadero Dios, junto al Padre, que lo envía a cumplir el misterio de su voluntad, y al Espíritu Santo que da a conocer el misterio en los corazones de los hombres [66]. Por consiguiente, el misterio es Dios y su plan de salvación mediante el acontecimiento redentor de Jesucristo, el Hijo. Afirmamos, pues, la centralidad de la segunda persona en la reflexión sobre el misterio de Dios, así como la conveniencia de comenzar nuestra reflexión sobre el Dios Uno y Trino, desde el tratado sobre Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor de los hombres, revelador de la Trinidad. Al fin y al cabo, si tenemos acceso a Dios y conocimiento de Él es gracias a que Él mismo, con el envío de su Hijo, ha decidido formar parte de la historia para revelarse definitivamente (cf. Jn 1, 18). Así pues, en virtud que la Palabra de Dios se hizo carne, los hombres han sido capaces de comprender el misterio insondable de la Trinidad Inmanente en su despliegue económico: es gracias a Jesucristo que la humanidad ha logrado conocer el rostro de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

II.I. El Hijo redentor

Toda la vida de Jesucristo estará orientada a este fin: dar a conocer a los hombres a Dios y su plan de salvación. Mediante su predicación (en hechos y palabras) y sus acontecimientos pascuales (su muerte y resurrección), el ser humano ha recibido una revelación plena y definitiva no sólo de la vida intratrinitaria de Dios, sino también de su inserción en la historia de la humanidad. Desde ella, la reflexión teológica y la tradición comenzarán un largo camino de afianzamiento y confirmación de cuanto fue expresado por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el Hijo del Padre, el Señor, el Redentor del género humano. Toda esta reflexión irá igualmente orientada a la repercusión que toda su persona tiene sobre los hombres, de tal manera que Jesucristo se convierte en modelo prototípico de toda la humanidad y anticipo escatológico de cuanto Dios ha prometido a los hombres desde el inicio de los tiempos.

El mensaje redentor de Jesús de Nazaret

El Reino de Dios fue el tema central de la predicación de Jesús (cf. Mc 1, 14-15), el eje primordial y articulador tanto de su mensaje como de su actuación, y, en definitiva, de su pretensión [67]. «Jesús concentra las múltiples esperanzas de la salvación en una sola, en la participación en el Reino de Dios» [68]. Así pues, es necesario atender a la praxis de Jesús de Nazaret durante su vida terrena, con vistas a su muerte redentora y su resurrección.

Comenzaremos constatando que, en el Antiguo Testamento, no es frecuente esta expresión (אדני מלכות); lo encontramos tal cual en Sb 10, 10 (Βασιλεία το Θεο), con una gran impronta escatológica, si bien también hallamos referencias a él en otros textos, especialmente proféticos: Ex 15, 18; 1S 8, 7; Is 24, 23; Ez 20, 33; Sal 47, 9… Por tanto, aunque no se trate de un tema central veterotestamentario, muchos de sus temas pueden conectarse con la soberanía y el reinado de Yahveh. De ello se sirvió Jesús como caldo de cultivo para elaborar la misión y proclamación de éste en continuidad con la esperanza escatológica, basada en la congregación del pueblo por parte de Yahveh. Por consiguiente, Jesús predicó, desde la alegría y el optimismo de la salvación, un Reino, que se muestra a la vez futuro y presente (cf. Mc 1, 15), identificado con su persona y con la gracia y la bondad de un mensaje de redención.

A)   Redención en palabras y hechos

Jesús es el mensajero del Reino y el revelador de su contenido: la salvación de los hombres por la conversión [69]. Por tanto, el Reino es una metáfora para expresar a Dios en su obrar y comunicarse con la humanidad, cuya base hermenéutica es Cristo como cumplidor de las promesas y esperanzas de Israel [70]. Si bien no es hasta su resurrección cuando su mensaje adquiere sentido y legitimación [71], podemos hablar de una cristología implícita [72] en su actuación como revelador y salvador escatológico enviado por Dios; al fin y al cabo «la soteriología va implícita en sus actos» [73]. Así pues, es a través de sus palabras y hechos como se nos revela la voluntad redentora de Dios por el Hijo (cf. DV 17).

Entre las palabras de Jesús podemos encontrar, principalmente, su oración, especialmente el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4), que expresa una visión futura escatológica, así como la inminente venida del Reino de Dios («Venga a nosotros tu reino»), vinculada estrechamente a la intimidad paternal con Dios (Abbá) [74]. De igual modo hablamos de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11; Lc 6, 20-23), también unidas inseparablemente a la venida del Reino y al carácter misericordioso de Dios en su opción por los pobres y afligidos: Dios llegará en el día escatológico y actuará para restituir la justicia y el amor. Por su parte, las parábolas expresan con metáforas cómo será el Reino, cuya instauración ya ha comenzado, y el cual está desarrollándose hasta su manifestación definitiva [75].

Con respecto al modo de actuar de Jesús, podemos destacar, en primer lugar, sus milagros, como presentación de la irrupción del Reino de Dios asociada a su ministerio. Jesús es, el «realizador escatológico» (Peterson), ya que por sus obras tienen lugar los acontecimientos propios de los tiempos futuros y definitivos; dentro de ellos, los exorcismos y las curaciones dan cuenta del poder de Jesús y su autoridad sobre el mal [76], son, manifestación de la llegada del Reino que trae la liberación y la redención a los oprimidos, signos proféticos que muestran el poder de Dios [77], su presencia escatológica, prometida y esperada, que ya ha comenzado y empieza a darse en el presente, siendo Jesús el portador de esta Buena Noticia de redención. En segundo término, destaca su cercanía con los pecadores y marginados, con quienes comparte la mesa como signo de la participación de éstos en el banquete escatológico del Reino de Dios [78], que hace posible unas relaciones humanas alternativas de liberación a través de la justicia, la paz, la fraternidad y la solidaridad. En tercer lugar, mediante la llamada a los discípulos [79], Jesús se rodea de un grupo de seguidores que, más adelante, continuarán su labor; de entre ellos, elegirá un grupo de Doce como representación del Israel escatológico y renovado, manifestando así la voluntad de Dios de congregar definitiva y escatológicamente a su Pueblo [80]. Por último, Jesús trae consigo una ruptura de las tradiciones judías, que expresa una libertad y autoridad frente a las instituciones y grupos sociales de su época (Shabbat, Torah, templo, etc.) para anunciar la llegada de los tiempos mesiánicos.

Por consiguiente, su modo de obrar, como sus palabras, reflejan la autoridad de Jesús y su misión, así como su autoconciencia de saberse actuando en el puesto de Dios.

Todo ello manifiesta una identidad en la acción salvífica entre Dios y Jesús, que alcanzará su culmen en el Misterio Pascual mediante los acontecimientos redentores de su muerte y resurrección.

B)   Su muerte redentora

Jesús de Nazaret se identifica con una figura mesiánica y proclama el acontecimiento de la llegada del Reino mesiánico a través de su persona, siendo a su vez figura escatológica: en Él acontece la salvación prometida por Dios por su muerte [81].

Para entender correctamente la muerte de Jesús, debemos tener en cuenta la perspectiva de su entrega, resultante de las libertades de los hombres, del mismo Jesús y del propio Dios [82]. Así pues, tanto el sistema político de su época, como el religioso, se sintieron amenazados por Él y su mensaje; la traición de Judas, la condena del pueblo, etc., son ejemplos en los que encontramos el sentido de esta entrega por parte de los hombres. A su vez, Jesús se entrega a sí mismo, pues, consciente de su muerte, la previó, la comprendió y, por consiguiente, fue libre ante ella para realizarla. Por último, podemos afirmar que el Padre entrega al Hijo y, por tanto, Él mismo se entrega con Él. El Padre se ofrece a sí mismo mediante el Hijo, implicándose, desde el don gratuito y el amor: «Das Kreuz des Sohnes ist Offenbarung der Liebe des Vaters (Rm 8, 32) und die blutige Ausschüttung dieser Liebe vollendet sich innerlich durch die Ausschüttung des gemeinsamen Geistes in die Herzen der Menschen (Rm 5, 5)» [83].

Centrándonos en la condena religiosa y política, vemos que en ésta intervienen primordialmente dos factores: su pretensión mesiánica y su crítica al templo [84]. En la primera (cf. Mc 14, 61; Mc 15, 17-20; Mc 15, 26…), Jesús es presentado a las autoridades romanas como un peligro político para los intereses del Imperio, ante la incapacidad legislativa judía de condenarlo a muerte. En la segunda, (cf. Mc 13, 1-2; Lc 21, 5-6), se deduce un disentimiento teológico: se rechaza la imagen de Dios que presenta su concepción escatológica y el puesto que éste ocupa en ella. Por todo ello, Jesús se sometió a una muerte propia de criminales sin derechos y de malditos (cf. Dt 21, 22-23). No obstante, la cruz es, precisamente, el lugar primordial donde acontece la redención de la humanidad, pues «la significación salvífica de Jesús experimenta en su muerte su claridad y definitividad» [85], al asumir esta última dimensión del hombre para su salvación. Por tanto, su muerte representa el último servicio al Reino de Dios [86] y supone la superación de nuestra muerte, y la redención de nuestros pecados.

Por su parte, Jesús aceptó esta condena voluntariamente como forma necesaria para garantizar la libertad del Hijo, pues, sin esta conciencia, la redención hubiera acontecido sin que él lo supiera [87]. Así pues, su muerte fue consecuencia de su modo de vida; Jesús tuvo que ser consciente muy pronto de que su fracaso era esperable en cuanto que su mensaje, fruto de su actitud pro-existente, chocaba con la mayoría de los grupos judíos contemporáneos [88]. Por tanto, no se puede entender su muerte como algo predeterminado, ni necesariamente consecuente a la Encarnación, sino que es efecto de su vida proexistente y su fidelidad al Reino.

Ahora bien, Jesús, consciente de la proximidad de su muerte, le da un sentido y una interpretación durante la Última Cena mediante palabras y gestos [89]. Así, ésta supone una condensación e interpretación de su vida y muerte expiatoria y redentora por nosotros, nuestros pecados y nuestra salvación [90].

En lo relativo a los gestos, Jesús toma el pan, que parte y entrega, identificándolo con su propia persona en su totalidad como su cuerpo. En la mentalidad judía, se entiende por cuerpo (בשר) la totalidad de la persona; de este modo, Jesús confirma que su persona se va a entregar conscientemente en favor de los hombres. A su vez, Jesús toma el vino, su sangre, dada y derramada, la cual es la vida, también para la concepción judía. Por tanto, beber de ella expresa comunión y participación en su vida, desde la unidad fraterna y el compromiso de unir su destino al de su Señor [91]. Con respecto a sus palabras, éstas manifiestan especialmente los destinatarios de esta acción salvífica y expiatoria de Jesús. Así pues, la redención de Jesús, hecha efectiva por su muerte, asumida libremente, se realiza en favor de [92] toda la humanidad, por todos los hombres: Jesús se entrega «por muchos», es decir, por la totalidad de Israel (cf. Is 52, 13-Is 53, 12), y «por vosotros», o sea, los presentes en la Última cena, los Doce, como símbolo del Israel renovado. Por consiguiente, la salvación de Jesús es una oferta de amor universal que a todos afecta, una Nueva Alianza [93] que se forjará con su muerte redentora e intercesora, mediante su entrega salvífica y expiatoria para el perdón de los pecados de una vez para siempre (cf. Hb 10, 12) [94].

C)   La Resurrección, garante de la redención

La resurrección supone la ratificación de Jesús y todo su mensaje y pretensión [95]: el crucificado ha sido levantado de entre los muertos (νίστημι/γείρω) por obra del Padre. Así, la muerte y resurrección de Jesús están en intrínseca unidad: Cristo muere hacia la resurrección y ésta significa la permanencia salvífica de la única vida de Jesús, que precisamente por la muerte libre y obediente logró este permanente carácter definitivo de su vida [96].

El Resucitado es primicia (1Co 15, 20) y primogénito de entre los muertos (Rm 8, 29) [97], con Él se inicia una novedad radical que culmina con Él (resurrección universal), aunque no se ve finalizada con Él, pues, si bien es iniciador de la fe, también es consumador de ésta (Hb 12, 2), pues Él es el alfa y la omega (Ap 1, 8), todo ha sido creado en Él y para Él (Col 1, 1-20), llegando a ser el gran recapitulador de la historia (Ef 1, 10). Por ello, la resurrección da comienzo a un nuevo tiempo escatológico para los hombres, de tal manera que los cristianos se incorporan a la fe, a este modo de vida y relación íntima con Dios, gracias al resucitado, participando así de su filiación, de su Espíritu, de su vida. Desde ahora, para los cristianos la verdadera predicación es la confesión de fe de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Por este motivo, a partir de la resurrección cobran nuevo sentido todos los títulos de majestad que se empiezan a predicar del resucitado para indicar la divinidad de Jesús, a la par que su soberanía escatológica sobre toda la historia: «Sin la resurrección, el cristianismo sería un noble moralismo, no la Buena Nueva para los hombres; Jesús sería uno de los más grandes genios de la humanidad y no “El Señor”» [98]. Gracias a la resurrección se concluye el proceso de revelación de Dios al ser humano; es decir, sólo desde el resucitado se revela definitivamente quién es Dios, el Dios uno y trino [99], por ello «en Jesús tenemos la revelación del misterio de Dios cuando contemplamos la gloria que le corresponde como unigénito del Padre» [100].

A la hora de hablar de la resurrección, son especialmente relevantes los testimonios del Nuevo Testamento [101]. Entre ellos, encontramos confesiones de fe, consideradas como los relatos más antiguos de la resurrección y que consisten, primordialmente, en fórmulas bautismales. Éstos afirman la resurrección de Jesús como una realidad que se transmite por el testimonio creyente, proclamando que el resucitado, cuya humanidad pasa a morar junto a Dios, sigue presente y actuando. A su vez encontramos himnos que expresan el kerigma cristiano a raíz de la resurrección de Jesucristo (por ejemplo, 1Co 15, 3-8). En ellos se recoge la transmisión apostólica, las apariciones, etc., así como que, con la resurrección de Jesucristo, comienza un nuevo tiempo escatológico [102], porque la resurrección, esperada para el final de los tiempos ya ha acontecido en Jesús tras vencer a la muerte. Ahora bien, siendo de por sí un hecho escatológico, perteneciente al futuro último, actúa, sin embargo, en la historia [103]: Por medio del Misterio Pascual de Jesús también ha muerto y resucitado la humanidad entera, lo que conlleva la redención definitiva del género humano y su salvación en Cristo [104].

Asimismo, gozan de especial importancia las narraciones sobre la resurrección que encontramos de modo singular en los Evangelios. Se trata de relatos post-pascuales, surgidos a partir de una reflexión más profunda teologizada, entre los que destacan los testimonios escritos del sepulcro vacío y las apariciones del resucitado [105]. El primero se trata de una tradición que remarca la historicidad de la muerte y sepultura de Jesús como apoyo a nuestra fe. Por su parte, las apariciones constituyen un elemento central de la experiencia de la resurrección y la fe que de ella se deriva, son la vivencia pascual de los discípulos, tras las cuales los discípulos se atreverán a creer y confesar su resurrección [106]. Tienen un carácter revelador, a modo de teofanía veterotestamentaria, en las que es importante la fe de aquellos ante quienes se aparece, pues el resucitado se hace visible ante sus ojos.

Dios se hace presente en Jesús resucitado y exaltado [107], se revela en su realidad humana, pero de forma espiritualizada (habitada y configurada por el Espíritu de Dios); es decir, hablamos de una corporalidad semejante a la nuestra, pero a la vez distinta, de forma que guarda y muestra la identidad del Crucificado en el Resucitado (cf. Jn 20, 20- 27). Jesús es el mismo, pero con un cuerpo glorioso (porque habita en la gloria de Dios y la difunde), sentado a la derecha del Padre, participando plenamente de su ser y de su gloria. Por ello, el modo de relacionarse con Jesús resucitado no es físico, sino entrando en comunión íntima con Él [108]. De esta forma, si la muerte de Jesús tuvo un carácter soteriológico y redentor para el género humano, y siendo la resurrección confirmación de todo cuanto llevó a cabo en su vida, la resurrección es el garante que acredita la redención definitiva de Cristo para la humanidad.

La divinidad y la humanidad de Jesucristo para nuestra salvación

Así, en el desarrollo de la confesión de fe cristiana, gozan de especial importancia los llamados títulos cristológicos atribuidos a Jesús como modo de afirmar su divinidad y, por tanto, la efectividad de su obra redentora [109]. La Iglesia primitiva comienza una reflexión sobre la persona de Jesús, tras la experiencia de la resurrección, con el fin de justificar toda su existencia [110]: Él es el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios. De igual modo, nos ofrecen una confesión de fe postpascual, fruto de una teología llevada a cabo por las primeras comunidades; sin embargo, éstos no abarcan la persona entera de Jesús, por lo que se hace necesario el recurso a multitud de términos complementarios, cada cual centrado en una perspectiva concreta. Jesús nunca los reclamó para sí, sino que surgieron de la conciencia de sus seguidores a raíz de las experiencias postpascuales, en continuidad con la mentalidad del Antiguo Testamento.

Jesús de Nazaret es el Cristo, el ungido por Dios (cf. Lc 4, 16), expresión que remite al Antiguo Testamento, en el que varios personajes (reyes, sacerdotes, profetas) son ungidos (משיה); sin embargo, Jesús entendió su mesianismo de manera totalmente novedosa con respecto a las expectativas del pueblo judío: desde la humildad sufriente. No obstante, tampoco se aparta de los parámetros de comprensión veterotestamentarios: ungido por Dios, hijo de David, congregador de Israel… (cf. Sal 17 y 18). Ahora bien, «Jesús tuvo una conciencia mesiánica, pero sin atribuirse el título de mesías. Después de la Pasión, los discípulos le atribuyeron la dignidad del mesías paciente cuya muerte tuvo una significación soteriológica» [111]. Así pues, en Jesús se da una pretensión mesiánica [112], no de orden político, sino escatológica y salvífica, redentora: murió por nosotros y por nuestros pecados (Rm 9, 6).

Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. En el Antiguo Testamento este título se enmarca en la familiaridad y cercanía con Yahveh (cf. 2S 7, 14; Sal 2, 7…), a modo de filiación adoptiva; no obstante, para el cristianismo, dicha filiación es ontológica: Jesús es Dios desde siempre. Se trata de un título postpascual que expresa lo característico de la relación filial y divina de Jesús con Dios como Padre [113]: obediencia y fidelidad, para llevar a cabo la salvación como Hijo de Dios, como Dios mismo [114]. La teología primitiva entenderá que Jesús es el Hijo en sentido absoluto, el cual nos hace participar de su relación especial con Dios por filiación adoptiva, en el Espíritu Santo [115], acreditando su mediación en el plan de salvación definitivo de Dios en favor de los hombres [116].

Jesús de Nazaret es el Señor. En el Antiguo Testamento aparece Yahvé como Señor Dios, traducido al griego como Kyrios, de tal manera que el término hace referencia directa a Dios y a Jesús como tal; sin embargo, Jesús no hace uso de él para referirse a sí mismo, salvo en contadas ocasiones, especialmente en relación con la actitud discipular del seguimiento como muestra autoritativa del apostolado (cf. Lc 6, 46; Mt 8, 21; Mt 11, 1…) [117]. Mejor que cualquier otro, el título Señor expresa el hecho de que Cristo ha sido exaltado a la derecha de Dios y que, en su condición divina de glorificado, intercede actualmente por los hombres. Con él, los primeros cristianos proclamaban que no es sólo alguien del pasado de la historia de la salvación, ni un simple objeto de esperanza futura (cf. Marana tha, 1Co 16, 22), sino una realidad del presente, viva y vivificante para la salvación de todos los hombres [118].

De este modo, la Pascua se convierte en el catalizador de la vida de Jesús de Nazaret, confiriéndole autoridad y legitimidad a su obra redentora [119]. A su vez, se constata cómo el Padre es el centro del mensaje de Jesús, que identifica su modo de obrar con el de Dios, siendo el Hijo el verdadero revelador del rostro del Dios y su plan de salvación: «detrás de la autoentrega trinitaria de Dios en la historia de la salvación, una mirada de lejos es capaz de vislumbrar la autoentrega trinitaria intradivina» [120]. Así, estos títulos demuestran la necesidad de formular la identidad última de Jesús, dándose una apertura expresa de la cristología a la fe trinitaria, y la comprensión la singularidad única de Jesús de Nazaret, el Redentor.

La afirmación de la divinidad de Jesucristo a raíz de los acontecimientos pascuales trae consigo una preocupación y reflexión sobre el misterio de su persona: Jesucristo es Dios, pero a la vez hombre nacido de mujer (cf. Ga 4, 4) [121]. Los primeros siglos de vivencia y anuncio del kerigma no están exentos de controversias teológicas [122] para aclarar lo que sería este dilema sobre la convivencia de dos naturalezas en una única persona [123]. La definición de ésta será de capital importancia para salvaguardar la intercesión de Dios en la historia para redimir a los hombres por medio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Como dice Gregorio Nacianceno, «lo que no es asumido, no es redimido» (Epist. 101, 87).

En un primer momento, frente a las afirmaciones arrianas, que niegan la divinidad plena de Jesús de Nazaret, el Concilio de Nicea (325 d.C.) defenderá en su símbolo la procedencia del Hijo del Padre, con quien guarda una misma naturaleza, y la preexistencia del Hijo, frente a los grupos adopcionistas, en virtud de su divinidad (DH 125). Ahora bien, la reflexión no pudo quedar en la plena divinidad de Jesucristo, dados especialmente los acontecimientos de su nacimiento, pasión y muerte. Se vio, por tanto, necesario aclarar la condición de Jesús de Nazaret como, a su vez, perfecto hombre, frente a los ataques docetistas y gnósticos, así como ante los partidarios del monofisismo (Apolinar entre ellos) [124]. El Concilio de Constantinopla (381 d.C.), en su símbolo, con la base de Nicea, aclarará al respecto la humanidad completa de Jesús de Nazaret, salvaguardando sus dos naturalezas y superando el peligro de subordinacionismo, a la vez que abre la puerta para la reflexión trinitaria (DH 150) [125]. Los siguientes concilios pondrán su atención en la ontología cristológica respecto de sus consecuencias para la encarnación, la soteriología y la antropología (cf. GS 22).

El concilio de Éfeso (431 d.C.), dadas las controversias entre Nestorio y Cirilo, supone un intento de conciliarismo y una afirmación de la plena unidad de las dos naturalezas (cf. DH 250). Por tanto, la unión no es por amor, ni por asunción, sino en el ser [126]. El Logos toma la carne y deviene dos naturalezas: «porque no nació primeramente un hombre cualquiera y luego descendió sobre él el Verbo, sino que unida desde el seno materno se sometió a nacimiento carnal» (DH 251). El Concilio de Calcedonia I (451 d.C.), remarca con más insistencia la distinción de las dos naturalezas en la unidad, frente a quienes afirman monofisistamente la absorción o superposición de una por otra (Eutiques), salvaguardando las propiedades que le son de suyo en virtud de la unidad del sujeto y la comunicación de idiomas, «sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación» (DH 302) [127].

Por su parte, el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) ratifica la reflexión teológica interconciliar hasta el momento: la unión no se da en la naturaleza divina, sino en «en-hipóstasis» [128], de tal manera que la hipóstasis divina del Hijo es compuesta (a diferencia de la del Padre y el Espíritu que es simple), cuya separación sólo se puede hacer en el entendimiento. A su vez, afirma la fórmula teopascita: «uno de la Santísima Trinidad ha padecido» (DH 432), de modo que es posible concluir que la redención fue llevada a cabo por el mismo Dios, a través de Cristo en la cruz, para la salvación de los hombres. El Concilio de Constantinopla III (681 d.C.) responderá a nuevas formas de monofisismo, especialmente en lo concerniente a la voluntad [129]. Así pues, basándose en la teología de Máximo el Confesor, concluye que en Cristo se dan dos voluntades: la divina y la humana, que quieren lo mismo. De esta manera salvaguarda la voluntad humana de Jesús y se le da peso a su obediencia redentora: nuestra salvación fue querida humanamente por una persona divina, porque el querer del Salvador, no se contrarió a Dios, pues todo en Él está divinizado (cf. DH 556-559).

Las afirmaciones neotestamentarias, la tradición y la consolidación del dogma cristológico recogen la singularidad de Jesús, el Redentor y Salvador de los hombres [130]. En Jesucristo se da una humanidad nueva y verdadera, que se perfecciona en su devenir histórico, donde, a través de la unción del Espíritu Santo, Jesús toma conciencia de su filiación y misión [131], que ya se inició con la encarnación. Tras la resurrección, la humanidad de Jesús ha quedado glorificada, mostrándonos a los hombres su destino y esclareciendo, así, el misterio del ser humano en su persona (cf. GS 22). Jesucristo, desde su libertad y obediencia [132], abiertas al Padre e impulsadas por el Espíritu, fue semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, venciendo las tentaciones, sin que su voluntad divina anulara la humana, pues es necesaria la voluntad humana libre para que la obra redentora sea meritoria. Así, Jesucristo se convierte en piedra angular de toda la historia de la salvación, y su obra redentora nos abre directamente al misterio del Dios trinitario como revelación del Padre y del Espíritu Santo [133].

II.II. Dios Uno, Trino y Redentor

Como afirma Hans Urs von Balthasar, «no existe otro acceso al misterio trinitario que el de la revelación en Jesucristo y en el Espíritu Santo, y ninguna afirmación sobre la Trinidad inmanente se puede alejar ni siquiera un ápice de la base de las afirmaciones neotestamentarias, si no quiere caer en el vacío de las frases abstractas e irrelevantes desde el punto de vista histórico-salvífico» [134]. Dado que no hallamos textos en la Sagrada Escritura que nos expresen clara y explícitamente el misterio de la trinidad, es preciso atender a la revelación manifestada en ellos para desarrollar la revelación del Hijo con respecto a las otras dos personas, ya que «a Dios nadie lo ha visto, es el Hijo, Palabra Encarnada, quien lo ha revelado» (Jn 1, 18).

La revelación del Hijo es «intrínsecamente trinitaria en su contenido, movimiento y estructura» [135], por eso Jesucristo nos revela por completo a Dios, pues «la historia personal de Jesús es la transposición, a nivel humano, de la vida interpersonal del Dios Uno y Trino» [136]. Por consiguiente, nos situamos en la Trinidad Económica como punto de partida para llegar a la Trinidad Inmanente, pues: «sólo puede ser revelador absoluto de Dios quien con él comparte ser, conocimiento y voluntad. Sólo puede ser Salvador absoluto quien comparte la vida con Dios, porque la salvación es Dios y no otra cosa» [137].

Dios revela su redención en la Sagrada Escritura

La revelación del Dios cristiano comienza ya en el Antiguo Testamento [138]. A Israel, Dios se ha revelado como su único Señor (cf. Dt 6, 4-6), Yahvéh, el cual confiere al pueblo identidad frente a otras naciones, subrayando su presencia en medio de ellos y la continuidad con sus antepasados y sus promesas. Es el Dios que crea (ברא), promete (בטח), libera )ישע), ordena (צוה), y guía (נחה), él es el terrible (נורא), el poderoso (עזוז), rey (מלך), padre (אב), madre (אם), misericordioso (חסד רב)... pero, sobre todo, es el Dios que salva, que redime (גאל) [139] (cf. Ex 15, 13; Ex 20, 20-3). La concepción de la paternidad de Dios por parte de Israel se centra más en una perspectiva soteriológica de elección y liberación/redención divina (cf. Ex 20, 2-3; Dt 4, 7-8; Dt 5, 6-7), desde la autoridad y la bondad que le son propias a Yahveh [140]. Así pues, Yahveh manifiesta y revela su nombre (a sí mismo) progresiva y paulatinamente en la acción salvífica por su pueblo, alcanzando su plenitud en el envío del Hijo y del Espíritu Santo. Hasta entonces, como preparación, y en vistas a la salvación, Dios se ha servido de diferentes mediaciones. En primer lugar, por la Palabra de Dios, creadora, eficaz, perdurable, performativa..., Dios mismo se hace presente y anuncia su voluntad a su pueblo: es palabra de salvación para Israel [141], su intervención en la historia. En segundo, la Sabiduría se concreta en el conocimiento de Dios para comprender y llevar a cabo su voluntad. Por último, el Espíritu es la fuerza de vida, el poder de Dios, presente en el ser humano y en la historia de la humanidad. Por tanto, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel, se conjugan su transcendencia, mostrándose siempre superior, inalcanzable e inefable, y su imnanencia en la historia, insertándose en ella y comprometiéndose en favor de los hombres y su salvación.

Por su parte, el Nuevo Testamento recogerá y mantendrá ambas concepciones, pues mantendrá firmemente la fe monoteísta de Israel, en la que Dios sigue siendo el único, y el Hijo participa de este misterio, siendo el Espíritu Santo el envidado desde el Padre por Jesús Resucitado [142]. No obstante, comenzará una nueva comprensión de la total trascendencia de Dios, y de su total inmanencia con los hombres, a partir de la encarnación. El conjunto de la vida de Cristo, recogida en el Nuevo Testamento, nos ofrece una novedad radical en la forma de entender a este Dios, ya que toda la persona de Cristo es reveladora del misterio de Dios y el misterio del ser humano (cf. GS 22). Así pues, la revelación del Dios trinitario en el Nuevo Testamento muestra que ésta se lleva a cabo a través de la economía salvífica, presente en el Antiguo Testamento pues «el AT prepara y anuncia proféticamente la venida de Cristo, así como Cristo culmina y lleva a su consumación la revelación que se inició en el AT» (DV 3).

A)   Redención por voluntad del Padre

El Hijo nos revela al Padre. Jesús establece una relación con Dios, Yahveh, que se manifiesta en su mensaje. Vivió una inmediatez divina, un sentimiento de fraternidad y confianza en Dios, con una naturalidad expresada con el término Abbá, expresión que denota, pues, esta clara transcendencia, pero, más aun, una absoluta inmanencia con él. En este sentido encontramos cierta continuidad con el Antiguo Testamento, dado que Jesús de Nazaret era judío y, por tanto, no se puede desligar su humanidad de este modo de piedad, expresión, comprensión de Dios, etc., el cual no es otro que el Dios de Israel, el Dios de los Padres (cf. Mt 22, 36-40); sin embargo, lo novedoso del cristianismo no se encuentra tanto en la utilización del vocablo Abbá (o Padre [143]), sino en su significación, función y trasfondo para la comprensión de Dios, es decir, para la revelación de la relación con Dios, la cual nos dice no qué es Dios, sino quién es Dios tal cual nos lo ha revelado Jesucristo.

Jesús habla de Dios como Abbá. Para algunos autores, como J. Jeremías, es uno de los rasgos decisivos y propios que mejor dan a entender su autoconciencia de filiación y su identidad [144]. Algunos autores, como Schlosser, contradirán esta teoría, presentando las siguientes connotaciones para entender la paternidad de Dios: obediencia, inmediatez y cercanía familiar, sin que ello suponga un uso problemático por parte de Jesús. Por consiguiente, «la inmediatez es también una de las características de esta relación que afirman esta filiación de manera única» [145], dando un indicio de la conciencia de Jesús sobre su proximidad única a Dios en el plano existencial [146]. Al fin y al cabo, la intimidad con la que Jesús se dirige a Dios con la palabra Abbá, es lo más característico de su relación con Él [147].

A su vez, para mejor comprender al Padre revelado en Jesús de Nazaret, es necesario atender a los hechos y palabras que éste llevó a cabo y pronunció, pues tanto unos como otros dan cuenta de sí recíprocamente, a la vez que proclaman el Reino de Dios, inseparable, por su parte, del término Abbá, ofreciendo, así, una conjunción vertical y horizontal de la vida proexistente de Jesús. Así pues, nos podemos fijar en las parábolas, las cuales muestran el rostro del Padre, la justificación del obrar y ser de Dios, infinitamente bondadoso y misericordioso, que ofrece salvación a quienes se dirigen a él; los dichos, los cuales revelan la actitud de Dios que acoge y busca a los pecadores, siendo revelación de Dios y Cristo; y los hechos, que hacen presente y eficaz la salvación de Dios y el inicio de una nueva creación redimida. Todos ellos nos dicen quién es Dios a la luz del estilo de vida de Jesús [148]. Así pues, Cristo es la clave y el mediador del misterio de Amor, la puerta para acceder al Padre, de manera que nosotros, en Cristo, a través del Espíritu, bendigamos al Padre (cf. Ef 1, 3-14).

B)   El Espíritu redentor

El Hijo nos revela al Espíritu Santo; gracias a Él se revela la estructura trinitaria de Dios en el Nuevo Testamento. Con Él se establece una relación de dependencia como la fuerza e impulso para el ejercicio de su misión, y como aliento y don del Resucitado a los discípulos. «El Espíritu forja la entraña de Jesús y lo acompaña en su misión. El don del Espíritu a Jesús es permanente y constituyente. Sobre Él viene y permanece (Jn 1, 33)» [149].

El Espíritu Santo tiene una función determinante en la filiación de Jesús con el Padre, pues esta acontece en el Espíritu por propia decisión voluntaria y libre del Padre de convertir a los hombres en hijos de Dios. Jesús de Nazaret ha sido Hijo de Dios por el Espíritu Santo; es el ungido por el Espíritu (cf. Lc 4, 16), que le dota de identidad y autoridad para desempeñar su misión. De ahí que, siguiendo el testimonio sinóptico, Jesús es portador del Espíritu, es decir, desde una cristología pneumatológica, ha descendido sobre Él y le mueve a cumplir con el plan de redención para los hombres. Asimismo, desde una pneumatología cristológica, Jesús es el Señor y dador del Espíritu, dado que Él lo posee por su glorificación en virtud de los acontecimientos redentores acaecidos en su Misterio Pascual [150]. Gracias a su relación con el Espíritu, Jesús es fuente de vida y salvación, aliento y don (Jn 20, 22), una nueva creación que se manifiesta en una nueva vida de redención, de participación en la vida del resucitado (cf. 1Co 15, 45). Cristo es, pues, «el hombre del Espíritu, que aparece en la historia ungido y sale de la historia dándonos su espíritu y enviándonos el Espíritu» [151]. Por tanto, el Espíritu es memoria viva de Jesús, el cual actualiza, interioriza, guía hacia la verdad y da testimonio de la redención el mundo. La idea central viene dada por la adopción filial, por la cual el Espíritu nos capacita para escuchar el evangelio de la verdad desde la fe, de manera que nos sepamos destinatarios y receptores de la promesa de salvación de Dios (cf. Ef. 1, 3-14) convirtiéndose en principio constituyente de la Iglesia [152]. Así pues, «el Espíritu actúa en la glorificación del Hijo por el Padre, y del Padre por el Hijo, a la vez que actúa y obra en la transformación del hombre a imagen de Cristo y de la creación en su consumación definitiva» [153].

C)   El Misterio Pascual como condensación y culmen de esta revelación

En la muerte y resurrección de Cristo, la relación del Hijo con el Padre y el Espíritu Santo llega a su plenitud. Por tanto, el Misterio Pascual es el acontecimiento trinitario por el cual se manifiesta plenamente el misterio de Dios como un misterio de comunión trinitaria, el cual abarca y toma en su ser la historia del ser humano, tanto en su debilidad como en su pecado, para llevarlo, por la redención obrada en Cristo, a la salvación prometida por Dios [154].

Desde la Trinidad se contempla el misterio mismo del abajamiento del Hijo, en el cual participan plenamente el Padre y el Espíritu, tanto en la muerte, como en su resurrección, pues, si en la muerte es el Hijo el que por obediencia se entrega al Padre en el Espíritu (cf. Hb 9, 14), en la resurrección es el Padre quien responde a esa obediencia y fidelidad del Hijo, resucitándolo por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 1, 3-4) y exaltándolo a su derecha [155]. Por su parte, en la resurrección, está presente, de igual modo, toda la Trinidad: «La resurrección del Hijo muerto se ve como la obra del Padre. Y en estrecha relación con la resurrección está la infusión del Espíritu divino» [156].

Con ello, se hace evidente al hombre el amor intrínseco e incondicional de Dios por la humanidad y su deseo de salvación para toda ella: «la crucifixión, muerte y resurrección constituyen el “sacramento de la salvación humana”», según Tertuliano (Adv. Marc, II, 27). Es en el misterio pascual donde se obra la liberación de toda la creación y llegamos a la plena revelación de la Trinidad [157]; es en él donde llegamos a comprender que la teología trinitaria es un despliegue y desarrollo de la afirmación «Dios es amor» (1Jn 4, 8) [158].

La tradición consolida la revelación trinitaria de la Redención

De igual manera que la revelación del Dios Trino en la historia es progresiva y ha quedado plasmada en la Escritura, así también ha tenido que ser aclarada y concretizada por la reflexión teológica cristiana, con el fin de mantener la fidelidad al monoteísmo desde la manifestación trinitaria en la historia de la salvación. Así pues, desde los primeros siglos se reconoce la unicidad de Dios, presentando unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en los acontecimientos redentores y salvíficos (cf. Mt 28, 19).

De esta manera, los padres apostólicos (Clemente el Romano, Ignacio de Antioquía, la Didajé...), reflexionan especialmente sobre la relación Padre-Hijo, afirmando la preexistencia de Cristo, al que califican como Dios. Por su parte, los padres apologetas (Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo de Alejandría, etc.) comienzan propiamente la reflexión trinitaria, desde la teología del Logos encarnado, dando razón de la verdadera filiación divina de Jesús, explicando su «generación» desde el engendramiento por el Padre, con quien guarda una misma naturaleza espiritual divina. Asimismo, la Teología prenicena (Ireneo, Tertuliano, Orígenes, et al.) estudiará más profundamente la unidad y distinción en Dios, a la vez que se impulsa la teología del Espíritu Santo, consolidando la fe trinitaria inmanente, siempre en vistas a la salvación del hombre. Así, Ireneo ahonda en la historia de la salvación y el valor de ésta en la carne humana, estableciendo una vinculación estrecha entre la Trinidad Económica y la Trinidad Inmanente [159]; Tertuliano afirmará que Padre, Hijo y Espíritu Santo son diversos entre sí, a la vez que inseparables, sin haber entre ellos división, aunque sí distinción (Adv. Prax.); Orígenes manifestará la posición relevante del Padre, que es el único que es Dios en sí, pues sólo Dios Padre es principio, es decir, superior al Hijo y al Espíritu Santo [160].

Con todo, el conjunto de estas reflexiones traerá consigo concepciones erróneas tales como el monarquianismo, modalismo, adopcionismo, subordinacionismo, triteísmo, etc., que harán necesario un Concilio que delimite la ortodoxia. El más reseñable de todos ellos será Arrio [161], quien sostendrá que el Padre es el principio, ρχή, el origen único, que excluye toda dualidad (Hijo y Espíritu Santo), por tanto, sólo la primera persona es Dios en sentido pleno. Por tanto, el Hijo sólo existió a partir de ser engendrado; sin embargo, no procede del Padre, sino que es creado de la nada, de modo que no pertenece a la esencia del Padre, sino que es un acto de la voluntad de éste. Cristo, pues, no sería Dios por esencia (origen), sino por participación (divinización en un momento dado).

Debido a esta crisis arriana, amén de otras, el Concilio de Nicea (325 d.C) tuvo que aclarar la doctrina sobre la unidad de Dios desde la revelación trinitaria para afirmar la divinidad plena del Hijo y, consecuentemente, su papel efectivo en la redención del género humano. Para ello, se sirve de un antiguo credo bautismal con el fin de mantenerse fiel a la Escritura y a lo transmitido por la Iglesia [162], sin añadir nada nuevo, sino interpretando lo ya existente [163]. De este modo, desarrolla un símbolo trinitario que reafirma la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [164]. En cuanto a las dos primeras personas, la referencia al Padre recoge la herencia veterotestamentaria, afirmando que éste es origen y fuente de todo. Con más relevancia aclarará la persona del Hijo, de quien afirma que es el Unigénito (cf. Jn 1, 18), de la misma sustancia/realidad (οσία) del Padre, de la cual participa plenamente, siendo Dios como el Padre, de quien procede por generación. Así pues, el Hijo ha sido engendrado por el Padre, no siendo una criatura más, sino que guarda una consubstancialidad (μοούσιος) e identidad. Por ende, sólo porque el Hijo es verdadero Dios, ha sido posible y efectiva su redención dando a los hombres la salvación [165].

Con todo, Nicea deja abiertas un par de cuestiones (divinidad del Espíritu Santo, relación entre las tres personas, la generación eterna...), que traerán consigo nuevas formas de herejías: pneumatómacos, macedonianos, neoarrianos, etc. Éstos, desde lo manifestado en dicho concilio, acabarán por negar la divinidad del Espíritu y del Hijo y, por consiguiente, su participación en la economía de la salvación.

Serán los padres capadocios (Basilio de Cesaréa, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa), quienes darán respuesta a estos posicionamientos heréticos. Por un lado, Basilio de Cesaréa, en sus obras «Contra Eunomio» y «Sobre el Espíritu», comenzará una reflexión sobre el Espíritu Santo, que sentará las bases para el desarrollo ulterior de la teología trinitaria desde la unidad sustancial de las personas. Su reflexión no se apoyará en la consubstancialidad, sino sobre la homotimía (misma adoración, distinguiendo entre procedencias y sucesión cronológica, para acabar afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son Dios, aunque de forma diferente): Padre, de quien todo procede, que crea mediante el Hijo y perfecciona la creación por el Espíritu Santo, remarcando así el papel activo de las tres personas en la economía salvífica. Por otro, Gregorio Nacianceno, en sus cinco discursos teológicos, será el primero en recoger la expresión «procesión» (ekporeumenon) del Espíritu Santo basándose en Jn 15, 26, para indicar su origen, poniendo así el acento soteriológico desde la cristología y la pneumatología. Por último, Gregorio de Nisa [166], continua su reflexión sobre la unidad de la esencia y el ser increado con orden intradivino, de tal forma que, continúa subrayando, sin subordinaciones, la plena divinidad del Hijo y el Espíritu.

Aun así, dadas las controversias suscitadas, se vio precisa la convocatoria del Concilio de Constantinopla I (381 d.C.), el cual supone una aclaración de las dos primeras personas, pero, especialmente, un desarrollo del artículo sobre el Espíritu Santo (Cf. DH 150); en él se confiere al Espíritu Santo un carácter personal, afirmando su señorío [167] y su carácter santificador y vivificador, así como su procedencia del Padre por «ekporeuesis». De igual manera se dice que es co-adorado y conglorificado con las otras dos personas (estando la homotimía en sinonimia con el homoousios niceno). Así pues, el Espíritu es don del Padre y el Hijo, Dios junto a ellos, y, por tanto, agente efectivo de la salvación de los hombres.

En conclusión, todas estas reflexiones y determinaciones de los primeros siglos guardan una especial relevancia vital pues la salvación del hombre sólo puede garantizarse desde la confesión de fe en el Dios Uno y Trino. De esta forma, se muestra la conexión entre Trinidad y soteoriología, y su relevancia para la vida de los seres humanos.

La vida interna de Dios por la redención

Tras la consolidación y aclaración de la realidad del misterio de Dios revelado en la economía de la salvación, comienza en la reflexión teológica un intento de comprender mejor la realidad inmanente de éste, tanto por deseo de búsqueda de la verdad, como por dar razón de la fe (cf. 1P 3, 15). De este modo, se pretende justificar la pretensión de verdad salvífica para los hombres desde la vida interna divina, partiendo del hecho de que el acceso al misterio de Dios y su redención sólo es posible a través de la economía de la salvación.

Para ello, en primer lugar, hay que afirmar que Dios es capaz de salir de sí (como muestran la creación y la encarnación) y de enviar [168]. Por este motivo, podemos hablar de la categoría de misión como categoría trinitaria y fundamento por el cual se presupone un origen (el Padre) y un fin (el Hijo y el Espíritu en la historia). En este origen común se basa la unidad de ambas misiones: el Hijo es enviado del Padre (Ga 4, 4; Jn 3, 17; Jn 5, 23) y el Espíritu es enviado del Padre (Ga 4, 6; Jn 14, 26) y por el Hijo de parte del Padre (Lc 4, 29; Jn 15, 26). Aunque relacionadas, sendas misiones son distintas, pues presentan dos formas diferentes de aparecer: la primera, de modo visible (por la encarnación), exterior, histórica...; la segunda, de manera inmanente, conformando e inhabitando a la persona, y trascendente, manifestada en la comunión de la presencia de Dios en la historia. Ambas son inseparables pues forman parte del único proyecto salvífico de Dios: la voluntad redentora del Padre.

A su vez, de estas dos misiones, se deducen dos procesiones en su ser más íntimo [169]. Así pues, en la relación personal que Jesús instaura con Dios y en su misión temporal, se revela la relación eterna del Hijo con el Padre y con el Espíritu: el Padre es origen y fuente de la historia de la salvación y, por consiguiente, de las otras dos personas y su divinidad, pues la esencia unitaria de Dios es el amor. A raíz de esto, podemos hablar de una procesión ad extra (la creación) [170] y una procesión ad intra para referirse al movimiento interno de Dios. Éste no necesita de la procesión ad extra para su plenitud, pues la completitud de su existencia es su vida ad intra, la cual puede comunicar con absoluta gratuidad y libertad desde el amor interpersonal [171]. Es decir, el Padre es el origen del amor intradivino (donación), es amor que se da; el Hijo es el amor que recibe y a la vez da y entrega (donación y recepción); el Espíritu Santo es el puro amor que sólo recibe (recepción). En virtud de esta donación y recepción gratuita, afirmamos la voluntad salvífica del Padre por pura gratuidad desde la entrega redentora del Hijo y la donación del Espíritu a la humanidad [172].

Por su parte, las procesiones dan lugar a la reflexión sobre las relaciones divinas [173]. Así pues, podemos hablar de paternidad (relación del Padre con el Hijo), filiación (del Hijo con el Padre), de espiración activa (del Padre y el Hijo) y espiración pasiva (del Espíritu con el Padre y el Hijo). De estas cuatro, sólo tres son, en Dios, relaciones distintas entre sí: la paternidad, la filiación y la espiración pasiva. Por ello, las diferencias en Dios no se dan en el ámbito de la sustancia, sino en el de las relaciones:

«En Dios nada se afirma según el accidente, porque nada hay mudable en Él; no obstante, no todo cuanto hay en Él se anuncia y se dice según la sustancia, se habla a veces de Dios según la relación» [174]. Las relaciones son, pues, la esencia misma de Dios, Dios es relación, su esencia es la relación, lo que significa que Él es amor y comunicación, por eso se comunica y ama para llevar a cabo su plan salvífico para el género humano.

Las tres relaciones opuestas entre sí nos conducen hacia la reflexión sobre las personas. Se trata de un término introducido por Tertuliano (Adv. Prax.), para designar lo plural y distinto en el ser mismo de Dios, con varios intentos de definición en la historia: «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio, Contra Eutychen et Nestorium 3), «existencia incomunicable de naturaleza intelectual» (Ricardo de San Víctor, De Trinitate, IV, 21) o «la persona divina significa la relación en cuanto subsistente» (cf. STh 1, 29, 4) [175]. Desde la época moderna, dadas las connotaciones sociales y psicológicas que adquiere el término, surgen diferentes propuestas para hablar de la persona divina: relación (Gunton), reciprocidad (Pannenberg, Greshake), donación (Balthasar, Ladaria) y comunión (Zizioulas). Actualmente podemos decir que persona sería un ser autónomo, dialógico, relacional, dependiente de las otras dos personas en un «serse dándose» [176]. Lo que Dios vive en su vida interna acaba manifestándose en la economía de la salvación: creación, redención, amor. Así pues, no podemos dejar de lado que los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen su origen en la experiencia histórico-salvífica con Dios y pasan a ser nombres de la Trinidad económica [177]

Con todo, el conjunto de las categorías descritas podría resumirse con el término englobante «perijóresis»: la «presencia mutua permanente de inhabitación recíproca entre las personas divinas» [178]. Es decir, no sólo se relacionan entre sí, sino que existen en y desde las otras: la esencia de Dios son las personas en comunión [179]. Así, «el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre y todo en el Hijo; ninguno precede al otro en eternidad o lo supera en grandeza o le excede en poder» (Concilio de Florencia, DH 1331). Por tanto, Dios es comunión e integración, por eso puede entrar en comunión con la historia, integrarla y llevarla a la plenitud de la vida divina desde el amor hacia la salvación prometida. Por consiguiente, la reflexión sobre la vida interna de Dios sirve para volver a nuestro punto de partida: la economía de la salvación, y justificarla desde la trinidad inmanente y constatar su eficacia y significación para los hombres.

Así pues, podemos hablar de que en Dios hay diferencia, cuyo contenido es la relación, la donación y la comunión [180]. Dado que en Dios hay unidad y diferencia, puede integrar el mundo en unión con Él gracias a la encarnación y a la redención traída por Cristo. Esto se debe a que Dios se hace historia, se introduce en ella sin dejar de ser Dios y sin que la creación deje de ser lo que es [181]. Dios se convierte en un «Dios con nosotros» que lleva a plenitud la obra de la creación pues, gracias a que Dios ha compartido nuestra condición humana, podemos los hombres llegar a compartir su vida divina en el Espíritu y entrar en comunión con Él y los hombres [182] en espera de la consumación por la gracia.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

62    Karl Rahner, «Grado IV: manera de entender la doctrina trinitaria», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.

63    Ángel Cordovilla, “El misterio de Dios”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 94.

64    Karl Rahner, «Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 110.

65    Comisión Teológica Internacional, “Teología, cristología, antropología”, punto 2, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos: 2017).

66    Karl Rahner, «Sobre el concepto de Misterio en la teología católica», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 53-104.

67    Joachim Gnilka, «El mensaje del reinado de Dios», en Jesús de Nazareth. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 109-201.

68    Walter Kasper, Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 1998), 105.

69    Kasper, 102-107.

70    Vid. Capítulo VI, pág. 85-86.

71    Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 146.

72    González de Cardedal, Cristología, 64-65.

73    Ibíd., 85.

74    Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003), 28-35.

75    Joachim Jeremías, Las parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 1970), 143-152.

76    Joachim Gnilka, «Curaciones y milagros», en Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 145-171.

77    Gabino Uríbarri, «Habitar el tiempo escatológico», en Fundamentos de Teología sistemática (Bilbao, 2005), 253-281.

78    Rafael Aguirre Monasterio, «Jesús y las comidas en el evangelio de Lucas», en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales (Santander: Sal Terrae, 1994), 17-133.

79    Manuel Gesteira Garza, «La llamada y el seguimiento de Jesucristo», en El seguimiento de Cristo, ed. Juan Manuel García-Lomas y José Ramón García-Murga, (Madrid: PPC, 1997), 33-72.

80    Vid. Capítulo IV, pág. 56-60.

81    José Vidal Talens, “Mirar a Jesús y “ver” al Hijo de Dios hecho hombre para nuestra Redención. Aportación de J. Ratzinger a la Cristología contemporánea”, en El pensamiento de Joseph Ratzinger, teólogo y papa, ed. Santiago Madrigal (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2009), 100.

82    González de Cardedal, 111-115.

83    Hans Urs von Balthasar, Theologie der drei Tage (Freiburg: Johannes, 1990), 137.

84    José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 1991), 55-82.

85    Kasper, 150.

86    González de Cardedal, Cristología, 90-91.

87    Íbid., 113.

88    Schürmann, 117-124.

89    Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1983), 43-47.

90    Bernard Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», en Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación 1, 127-133.

91    Sobre la Eucaristía vid. Capítulo IV, pág. 66-68.

92    Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», 127-134.

93    Gesteira, 45-46.

94    Albert Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance (Paris : Desclée, 2002), 83-108

95    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 327-329.

96    Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313.

97    González de Cardedal, Cristología, 149-150.

98    Jacques Dupuis, Introducción a la cristología, (Estella: Verbo Divino, 1994).

99    Gisbert Greshake, Creer en el Dios uno y trino (Santander: Sal Terrae, 2000), 13-15.

100    Ladaria, 9.

101    González de Cardedal, Cristología, 127-133.

102    Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.

103    Greshake, Creer en el Dios uno y trino, 17-23.

104    Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313-315.

105    Gesteira, 33-50.

106    Íbid., 20.

107    Kasper, 175-177.

108    González de Cardedal, Cristología, 152-158.

109    González de Cardedal, Cristología, 363-365.

110    Pannenberg, 392-396.

111    Gerd Theissen, El Jesús histórico (Salamanca: Sígueme, 1999), 588-589.

112    Pannenberg, 394-395.

113    Jacques Schlosser, El Dios de Jesús (Salamanca: Sígueme, 1995), 147-149.

114    González de Cardedal, Cristología, 372-375.

115    González de Cardedal, Cristología, 363-364.

116    Pannenberg, 396-397.

117    Theissen, 244-256.

118    Vidal Talens, 67-69.

119    González de Cardedal, Cristología, 20-21.

120    Schürmann, 354.

121    Sobre la Mariología, véase Capítulo VI, pág. 95-97.

122    Antonio Orbe, “Sobre los inicios de la Teología”, Estudios Eclesiásticos 56,2 (1981): 689-704.

123    Gabino Uríbarri, “La gramática de los seis primeros concilios”, Gregorianum 91, 2 (2010): 240-254.

124    González Faus, 398-399.

125    Ibíd., 400-404.

126    Pannenberg, 409-420.

127    González de Cardedal, Cristología, 266-268.

128    Ibíd., 275-278.

129    González Faus, 423-426.

130    Gabino Uríbarri, La singular humanidad de Jesucristo (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 394-411.

131    González de Cardedal, Cristología, 477-479.

132    Ibíd., 472-476.

133    Gabino Uríbarri, “La elaboración de la doctrina trinitaria a la luz de los concilios de Nicea y I Constantinopla”, Proyección 50, nº. 211 (2003): 389-405.

134    Hans Urs von Balthasar, Teológica 2, la verdad de Dios (Madrid: Encuentro, 1998), 125.

135    Thomas F. Torrance, The Christian Doctrine of God. One being three persons (Edinburgh: T&T Clark, 1996), 32.

136    Gerald O'Collins, The tripersonal God. Understanding and Interpreting the Trinity (London: Geoffrey Chapman, 1999), 35.

137    González de Cardedal, Cristología, 70.

138    Luis Ladaria, El Dios vivo y verdadero (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1998), 115-125.

139    Ángel Cordovilla, “El Dios Goel”, Sal Terrae 93/5 (2005): 411-421.

140    Schlosser, 206-213.

141    Vid. Capítulo I, pág. 12-15.

142    Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).

143    Aclaramos esta distinción no tanto por temas de traducción, cuanto más por recoger lo expresado por Schlosser (íbid.) cuando afirma que el término Abbá no estaría detrás de todas las expresiones de paternidad del Nuevo Testamento.

144    Joachim Jeremías, Abbá, El mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1972), 17-90.

145    González de Cardedal, Cristología, 69.

146    Schlosser, 207.

147    Pannenberg, 284.

148    González de Cardedal, Cristología, 69.

149    Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1997), 405.

150    González de Cardedal, Cristología, 41.

151    Íbid., 42.

152    Vid. Capítulo IV, pág. 59-60.

153    Pannenberg, 648-654.

154    Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 78-81.

155    Hans Kessler, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, histórico y sistemático (Salamanca: Sígueme, 1989), 234-343.

156    Hans Urs von Balthasar, “El misterio pascual”, en Mysterium Salutis, vol. 3, ed. Johannes Feiner y Magnus Löhrer (Madrid: Cristiandad, 1980), 771.

157    Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 47-81.

158    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 27.

159    Ireneo de Lyon, Contra las herejías (Sevilla: Apostolado Mariano, 1999).

160    Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Ciudad Nueva, 2015).

161    El conjunto del pensamiento arriano puede encontrarse en la obra de Atanasio, Discurso contra los arrianos.

162    González de Cardedal, Cristología, 230.

163    El adverbio τουέστιν del Símbolo Niceno da cuenta de esta voluntad de los padres conciliares.

164    Cf. DH 125.

165    Atanasio de Alejandría, Discurso contra los arrianos (Madrid: Ciudad Nueva, 2010), 103-104.

166    Gregorio de Nisa, La gran catequesis (Madrid: Ciudad Nueva, 1994).

167    Destacar que el original griego utiliza el género neutro (τό Κύριον) para expresar dicho señorío, de modo que no se identifique plenamente con Jesucristo, Ὁ Κύριος.

168    Greshake, El Dios uno y trino, 371-372.

169    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 242-253.

170    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.

171    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.

172    Gisbert Greshake, El Dios uno y trino, 256-263.

173    Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 254-261.

174    Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad V, 5, 6 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).

175    Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 460-466.

176    Ibíd., 478.

177    Greshake, El Dios uno y trino, 248.

178    Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 479

179    Ioannis Zizioulas, El ser eclesial (Salamanca: Sígueme, 2003), 41-62.

180    Greshake, El Dios uno y trino, 85.

181    Ibíd., 380-389.

182    Ibíd., 402-405.

Carlos Diego Gutiérrez

Introducción

«La doctrina de la redención se refiere a lo que Dios ha realizado por nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, a saber, la remoción de los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y el ofrecimiento que nos hace de participar en la vida de Dios» [1]

La noción de redención se encuentra íntimamente relacionada con nuestra fe, siendo uno de los términos claves para su comprensión. Si bien es verdad que, fuera de ámbitos académico-teológicos y litúrgicos, es un concepto que no se encuentra en boca del creyente, ni entra en su reflexión u oración cotidiana (quizá incluso ni siquiera en sus pensamientos o interrogantes cristianos), la redención goza de un lugar preminente en la fe que profesamos, a la vez que toca todos y cada uno de los aspectos vitales de la existencia humana: personal, social, relacional, creacional, trascendental…

Esta relevancia se debe a que el ser humano está llamado a la plena comunión con Dios, imposibilitada por el mal que se halla presente en la creación y le afecta. Dado que la redención es el perdón de los pecados (Ef 1, 3-10; Col 1, 12-20), es gracias a ella que alcanzamos esta meta salvífica de Dios. Por este motivo, no debemos confundir redención con salvación, pues esta primera es el medio que Dios ha elegido a lo largo de la historia (hasta su realización definitiva por el Hijo), para que el hombre alcance su destino querido por Dios: la salvación. No obstante, por esta relación efectivo-causal, estos términos se encuentran intrínsecamente relacionados entre sí: sin redención, no hay salvación.

Por tanto, por salvación [2] entendemos el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas dimensiones de su existencia [3]. La Iglesia ha ido describiendo y explicitando esta salvación en términos como justificación, expiación, satisfacción…, presentes ya desde el Antiguo Testamento, pero que, de igual modo, se encuentran recogidos en la concepción de redención.

En el Antiguo Testamento hablamos de salvación en dos dimensiones [4]: la primera es liberación; Israel tiene la experiencia de la salvación como pueblo liberado de la esclavitud para ser introducido en la tierra prometida (el Éxodo es prototipo de la redención veterotestamentaria). La segunda, expiación: el pueblo elegido experimenta el pecado, el cual sólo Dios puede sanar. En el Nuevo Testamento [5] se subraya principalmente la salvación del pecado y de la muerte (en sentido escatológico), gracias a la muerte y resurrección redentoras de Cristo. Esto trae consigo una nueva forma de relación con Dios y con las personas, a la espera de una salvación última y definitiva.

De igual modo, el Nuevo Testamento y la Tradición han empleado diversidad de categorías para nombrar la salvación reconociendo siempre que ésta viene, en primer lugar, por iniciativa de Dios (cf. 2Co 5, 18): la salvación nos alcanza porque Cristo nos la ha traído a los hombres por su redención. De esta manera, se aúna la identidad ontológica de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, manifestando el significado redentor de la encarnación (no se redime lo que no se asume) con su consecuente despliegue histórico, hasta su muerte, consumación de la encarnación [6].

El presente trabajo pretende, por una parte, realizar una síntesis de los contenidos teológicos adquiridos durante los cursos pasados; y, por otra, mostrar la interrelación de éstos desde la perspectiva de la redención. De esta manera, el objetivo de las siguientes páginas consiste en aclarar la importancia de este término en relación con las disciplinas teológicas, a la vez que subrayar, por tanto, su importancia para la vida de los hombres, pues, en definitiva, desde su relevancia en el presente, nos proyecta hacia el futuro de sentido pleno al que se orientan el creyente: la vida eterna, la comunión con Dios.

Así pues, tras esta breve introducción, comenzamos con el desarrollo del trabajo con la siguiente estructura: Dado que la salvación es un don del Dios que se ha manifestado a los hombres por iniciativa propia, es necesario comenzar con esta autorrevelación (capítulo I), para continuar con una reflexión sobre el Dios que nos ha traído a los hombres la redención mediante Jesucristo (capítulo II). Tras ello, nos centramos en los destinatarios de esta salvación: la creación y, en ella, primordialmente el ser humano (capítulo III). A continuación, abordamos la forma de vivir esta redención: en la Iglesia, donde experimentar la gracia redentora a través de los sacramentos (capítulo IV), y en las acciones humanas (capítulo V). Finalizamos con el tratado sobre la existencia cristiana en su devenir hacia la consumación plena escatológica, para concluir con un breve apartado sobre María como aquella en quien la redención marcó toda su vida, y la de la humanidad (capítulo VI). Asimismo, se incluye un pequeño apartado conclusivo y personal sobre cómo acercarnos a la redención en la reflexión y pensamiento actuales.

Por consiguiente, desde la iniciativa de la revelación de Dios, pasamos a la realidad del ser humano, para analizarla desde la realidad de Cristo, iluminadora de la nuestra por su vida, muerte y resurrección redentoras. El Misterio Pascual, pues, dota de sentido a la naturaleza del hombre desde el amor intradivino, y sólo desde ahí es posible hablar del retorno del hombre redimido a Dios a partir de su vida en actos personales y sociales, guiado y auxiliado por la gracia de Dios. Asumida libremente, la redención se va acrecentando en la persona hasta llegar a la recapitulación de toda la creación y manifestación plena de la redención, que traerá consigo la salvación, es decir, la comunión plena con Dios en el Amor.

I.    La redención revelada

El cristianismo se entiende como una religión de redención [7]. Por este motivo, es necesario comenzar centrando nuestra mirada en el concepto fenomenológico de religión, que se enmarca dentro de la complejidad de la naturaleza humana, y que lo acompaña desde el inicio de su existencia hasta el final de sus días, sin que el ser humano pueda desligarse de esta realidad.

A la hora de abordar dicho concepto, es conveniente prestar atención a la definición propuesta por Martín Velasco: «La religión es un hecho humano presente en la historia de la humanidad» [8]. Con ella, remarcamos que nos encontramos ante un hecho humano y, por consiguiente, ante una realidad que no ha sido hecha por Dios, sino por los hombres, los cuales han sido creados por el Amor incondicional de Dios, quien los ha dotado de una dimensión trascendental que los transforma en seres religiosos. En virtud de este don del Creador, el hombre, tras haber experimentado en su interior una carencia y una incapacidad de dar solución a sus interrogantes existenciales, es capaz de salir de sí mismo para encontrarse con las respuestas a las preguntas que agitan su ser más íntimo, para encontrarse con el Misterio que lo ha capacitado para ello como homo capax Dei.

Así pues, al tratarse de un hecho humano, la experiencia religiosa hunde sus raíces en lo íntimo de nuestra existencia. Blondel en la Lettre [9], hablará del «indicio originario», como esa huella que la transcendencia ha dejado en el hombre para posibilitar su apertura a la revelación y conocimiento de ella. Por consiguiente, tras esta primera condición, el ser humano constata una desproporción existente con respecto a lo Otro; a este respecto, el mismo autor, en su obra l’Action [10], denomina dicho desacuerdo bajo los términos volonté voulante y volonté voulue, que manifiestan, respectivamente, la distancia existente entre lo que uno hace y es en su devenir histórico, y entre aquello que quiere o está llamado a ser, o, en otras palabras, la tensión existente entre la resistencia que uno ejerce y el impulso propio hacia la transcendencia. Esto provoca, según este pensador francés, una herida ontológica en el ser humano, haciéndolo consciente de la incompletitud de su ser y de su ansia de plenificación y salvación. De igual manera, se manifiesta en su condición huidiza, es decir, en su incapacidad de adquirir la esencia última de uno mismo (y de los demás); así como en su condición absoluta, como ser que encuentra su plenitud en la alteridad. Asimismo, de modo englobante, la experiencia religiosa como hecho humano se halla presente en la condición trascendente del hombre, en su posibilidad de salir de su propia existencia como modo, a su vez, de entrar en sí mismo. Karl Rahner hablará de «experiencia transcendental» [11] como algo estructural y constitutivo, que no se remite a lo categorial (lo cual abarca y supera), sino que muestra el horizonte del hombre, cuya apertura lo capacita para esta experiencia [12].

En este sentido, visto que el fenómeno religioso está vinculado a la naturaleza humana, la cual es temporal (contingente), dinámica y abierta, el hecho religioso se manifiesta de diferentes maneras a lo largo del tiempo, del espacio y de las culturas; no obstante, pese a esta diversidad manifiesta, es posible afirmar que entre todas ellas existe una unidad incuestionable e intrínseca. El filósofo alemán K. Jaspers [13], establece una división respecto a esta pluralidad de manifestaciones religiosas a lo largo de la historia; en ella, sitúa el S. VI a.C. como un punto clave en el surgimiento de las grandes transformaciones en las creencias de la humanidad, considerando las anteriores a esa fecha como «pre-axiales» (nacionales, politeístas, temporalmente circulares…), y las posteriores como «post-axiales» (lo absoluto se entiende desde la relación personal con la divinidad y la identificación con ella…) [14].

Esta pluralidad del fenómeno religioso en diferentes épocas y culturas ha traído consigo una serie de intentos de reduccionismos de éste a hechos también finitos: de carácter antropológico, en cuyo centro sitúa el hombre mismo y sus cualidades (cf. Feuerbach), olvidándose de las realidades divinas que lo superan y de la misma esperanza salvífica; o psicológico, que ve la religión como un mecanismo potenciador del bienestar en el hombre (cf. Freud), sin tener en cuenta que la experiencia no procede de la propia mente, sino de una realidad distinta y trascendente que le lleva a la plenitud; o de corte moralista, que la considera como actuación moral del hombre, como un simple ethos (cf. Kant), que no considera que la religión no es un constructo social fruto del consenso; o racionalista, que ve este hecho desde el conocimiento racional (cf. Spinoza, Hegel…), sin tener presentes otras dimensiones humanas implicadas; o sociológico, que ve la religión como una sacralización de las relaciones sociales (cf. Marx, Durkheim…), desestimando todo acontecimiento anterior, existencial, transcendente y soteriológico.

No obstante, pese a esta evidenciada pluralidad, hemos señalado el nexo común que aúna a todas estas manifestaciones: el Misterio, es decir, la transcendencia absoluta, lo Otro. El ser humano se halla orientado hacia él como meta de su realización existencial, como aquello totalmente ajeno a él, pero que se presenta íntimamente unido a él; o sea, «el hombre se relaciona con el Misterio respondiendo a una previa llamada suya y esta respuesta reviste la forma de la entrega incondicional en él mismo» [15]. Podríamos definir Misterio como aquella “realidad invisible, inefable, sumamente transcendente, que afecta al hombre íntima e incondicionalmente” [16]. Así pues, nos hallamos en un plano de realidad distinto que, al menos para el ser humano, se torna inaccesible, de tal forma que éste no puede acceder por propia voluntad, de manera directa, desde su plano espacio-temporal, al Misterio, si no es porque éste decide previamente manifestarse (revelarse) al hombre a través de mediaciones [17], denominadas mediaciones o misteriofanías. Por tanto, la religión es el conjunto de mediaciones de las que el hombre se sirve para manifestar lo propio de la fe: la relación recíproca con el Dios revelado.

I.I.  Relación de redención con el misterio

La experiencia religiosa se halla íntimamente referida al Misterio, al cual el hombre se entrega en una relación existencial. Según R. Otto, en la religión se pone de manifiesto este vínculo entre el ser humano y lo Santo, que se presenta en su vida como lo «numinoso», como «misterium tremendum et fascinans» [18]. En dicha relación entre el hombre y lo Absoluto, se da un reconocimiento por parte de éste hacia la divinidad en clave de sobrecogimiento y aceptación de una realidad totalmente desbordante para él y distinta a él, ante el cual sólo puede expresar, maravillado y admirado, su total entrega en clave de adoración. Por tanto, la experiencia religiosa supone un descentramiento del hombre en pos de la divinidad mediante la trascendencia personal [19].

Así pues, con el término Misterio se pretende dar cuenta de una realidad que precede y supera al hombre, la cual aparece en su ámbito de existencia y que, consecuentemente, lo reestructura en todas sus dimensiones. No obstante, cabe señalar que no se trata de una realidad inaccesible y oculta para el ser humano, sino más bien una presencia inobjetiva en lo íntimo del sujeto [20], que presupone la acción previa del Misterio en él. El hombre, por su parte, reconoce la realidad desbordante ante la que se encuentra, de tal modo que asume su limitación a la hora de calificarla, nombrarla e, incluso, acceder a ella; no obstante, podemos recurrir a tres términos englobantes para describir la ya mencionada relación del hombre con lo Absoluto: transcendencia, inmanencia y presencia [21]. El primero de ellos remarcaría la incapacidad del ser humano para objetivar el Misterio en categorías, las cuales siempre sobrepasa; el segundo, indicaría la actuación simultánea de éste en el interior del hombre, de tal manera que el Misterio guarda una cercanía con el ser humano. Por último, el tercero, expresa la capacidad del Misterio para hacerse presente en la realidad del sujeto, de tal forma que éste se sienta llamado a una respuesta que desemboque en una relación personal de entrega existencial.

Ahora bien, esta presencia y actuación de la divinidad en la vida de los hombres no guarda sólo un carácter de mero reconocimiento por parte del ser humano (del hombre a Dios), sino también, en mayor medida, un componente voluntario por parte de Dios al hombre: la revelación. La divinidad decide presentarse al ser humano, para que éste pueda conocerlo y orientar su vida hacia él, mostrándole su ser y su voluntad para con él. Es por este motivo que la revelación se constituye como elemento fundamental para la reflexión teológica, a partir de la cual es posible el acceso a otras categorías, especialmente la de la salvación redentora, manifestada en la Palabra de Dios, la cual, hecha carne, alcanza su plenitud reveladora soteriológica. Así pues, la actuación y presencia de la divinidad en la historia de la humanidad guarda un carácter salvífico: el ser humano pone su entera confianza en Dios, pues ve en él la capacidad y el deseo de salvarlo y de conferir sentido a toda su realidad negativa y dotarla de plenitud. Por tanto, este componente redentor del fenómeno religioso adquiere un puesto central, de tal forma que la salvación del hombre es el significado último y capital de la experiencia religiosa, así como la razón primordial de la presencia del Misterio en su vida. Hablamos, pues, de una salvación definitiva, otorgada al hombre por la intervención del Misterio, como esperanza para alcanzar la perfección y plenificación de su existencia tras haber constatado la presencia del mal en su vida [22].

De manera más concreta, la religión católica persigue a su vez este fin, pretendiendo, de igual manera, desde la reflexión teológica, dar cuenta de quién es el Misterio (Dios) y cómo se posiciona el hombre ante Él. Dios se manifiesta en su plenitud como una realidad que excede y desborda nuestras capacidades [23], que se revela en la realidad humana de manera personal y singular, permaneciendo siempre incomprensible. Dios, pues, se revela en lo oculto, siendo Jesucristo quien se convierte en culmen de esta revelación de Dios (Padre) [24]. Así pues, Dios es un misterio de relación con el hombre, de quien debe surgir una respuesta hacia la divinidad. Es por eso que, sin embargo, no se puede hablar de religión por el hecho de que Dios participe en la vida del hombre, sino que es necesaria la ordo ad Deum (S. Th. II-II, 81,1.), es decir, la orientación del hombre a Dios, quien ha querido iniciarla por propia voluntad para salvar al hombre.

De esta manera, la teología católica ve en la revelación no sólo un elemento de utilidad para reflexionar sobre la propia fe y dar razón de ella (cf. 1P 3, 15), sino también como la oportunidad de entablar un diálogo y una relación con el mundo [25], de manera que pueda, mediante ella, ofrecer respuestas a los interrogantes de salvación y búsqueda de sentido que acusan a la humanidad. Esto se debe al hecho de que la revelación, entendida de un modo amplio, afecta directamente a la condición humana pues la revelación es «un principio de irrupción mediante el cual podemos percibir lo visible en lo invisible» [26]; es decir, la revelación hace visible al Otro, es la apertura hacia la trascendencia a través de mediaciones que, manteniendo intacta esta transcendencia y su iniciativa, se manifiesta en lo cotidiano del ser, en la creación, en la belleza que sobrecoge, interpela, sobrepasa nuestro entendimiento y lo transforma.

Consecuentemente, la revelación, a su vez, forma parte esencial de todas las religiones, pues la divinidad, experimentada como presente desde siempre y con anterioridad a todo, se da a conocer a los hombres y los hace partícipes de su plan de salvación para con ellos. Por tanto, toda relación con el Misterio tiene su origen en la iniciativa de Dios que se manifiesta y actúa en la historia de la humanidad como acontecimiento redentor para los hombres, quienes están «radicalmente abiertos al trascendente y a su posible manifestación reveladora» [27]. En este sentido, podemos afirmar que Dios, a través de manifestaciones (plenamente en Jesucristo) se revela a los hombres para transmitirles su plan de redención para el mundo entero, y cuyo efecto es la salvación universal.

I.II. Revelación de la redención en Cristo

Para el cristianismo, la revelación es la autocomunicación del Dios Uno y Trino en el Verbo encarnado, pues «el destino humano de Cristo es la revelación absoluta y pura de Dios» [28]; es decir, la Palabra redentora que Dios ha revelado de manera definitiva y última en Jesucristo [29], «exegeta del Padre» (Jn 1, 18; Hb 1, 1), de tal manera que la revelación es la autocomunicación libre y amorosa de Dios en Jesús de Nazaret, que supone la relación definitiva entre el hombre y el Absoluto (Padre), por su filiación. Por consiguiente, podemos entender la revelación como iniciativa de Dios en la manifestación de su poder salvador en los hechos y, especialmente en su Palabra (en la Sagrada Escritura), a lo largo de la Historia, alcanzando su culmen con el envío del Hijo, que es revelación del Padre, siendo, pues, una experiencia vital del hombre que lo acoge dentro de sí para llegar a la plenitud de toda la revelación: la redención, es decir, la comunión con Dios y la liberación del pecado y de la muerte (cf. DV 4). No obstante, a su vez, siguiendo las afirmaciones del CVI en su Constitución Dogmática Dei Filius (DH 3004) también podemos considerar la revelación como meta y objetivo de un esfuerzo reflexivo del hombre por el uso de la razón, mediante la cual podemos llegar a Dios, sin que por ello se vea aminorada su iniciativa voluntaria y amorosa, pues, al fin y al cabo, la revelación es donación de Dios que sale al encuentro de los hombres y hace presente su realidad redentora para conducirlos a la comunión salvífica con Dios. Se trata de autocomunicación, en la que «lo comunicado es Dios en su propio ser para aprehender y tener a Dios en una visión y un amor inmediatos» [30]; es decir, Dios puede comunicarse a sí mismo por entero a lo que es distinto de sí, sin por ello perder su realidad infinita y absoluta, y sin que el hombre deje de ser finito y relativo.

Con todo, queda puesto de manifiesto que la revelación cristiana es un acto de libertad, de iniciativa divina y es, por tanto, la condición de posibilidad de la fe, a la vez que de la teología. Asimismo, puede considerarse también el fundamento del cristianismo, de tal manera que es posible afirmar que la teología es un saber humano que procede de la revelación, que encuentra en ella su origen y no en las realidades constatables del mundo que le rodea [31] (cf. Ga 1, 12). En palabras del Concilio Vaticano II, Dios quiso revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, para que los hombres puedan llegar hasta el Padre y participar de la vida divina. Esta revelación acaece con obras y palabras en la historia de los hombres, siendo Cristo el que transmite la verdad profunda de Dios y su salvación, pues Él es mediador y plenitud de toda revelación (DV 2). Es, por tanto, gracias a Cristo que tenemos acceso a Dios, pues Él es la vía elegida por él para (auto)comunicarse (cf. Mt 11, 27), estando presente en este acontecimiento toda la Trinidad. De igual modo, en Jesús de Nazaret coinciden tanto el autor (Dios) de la revelación, como sus destinatarios (hombres), de tal forma que en Él se hace manifiesto el culmen de la revelación, como una relación redentora perfecta que se presenta en la comunión plena entre Dios y los hombres.

Ahora bien, en cuanto que la revelación acontece de igual manera a lo largo de la Historia de la Salvación, siendo, eso sí, Jesucristo, el culmen de ella, ésta se hace ya patente en el Antiguo Testamento, en el que Dios, creador de todo, manifiesto en todas las cosas creadas, se presenta al hombre, actuando en él para hablarle y comunicarle su promesa de redención, sirviéndose de mediadores como Abraham, la elección de un pueblo, Moisés, los profetas, etc. (cf. DV 3). Así pues, el testimonio de la revelación dado antes de la encarnación del Verbo prepara la revelación en Cristo. El ser humano desde el principio es el beneficiario de esta revelación cósmica por estar llamado radicalmente a la comunión con su creador; sin embargo, no pudiendo responder a esta llamada de plenitud, Dios decide revelar a la humanidad su plan de redención a través de la gracia [32], que se derrama sobre la historia de los hombres, pues Dios se da a conocer en una historia significativa [33]. Desde entonces, se puede considerar la Historia desde el inicio hasta el nacimiento del Hijo de Dios como una pedagogía de la salvación, en la que Dios mismo va guiando a los hombres, mediante su Palabra, por sus caminos de redención para preparar la llegada del Redentor y conocer la verdad de su salvación (1Tm 2, 4). Así pues, dado que Jesucristo es Palabra de Dios hecha carne para nuestra salvación, la Sagrada Escritura, Palabra de Dios a los hombres, es ya sujeto redentor en cuanto que encierra esta voluntad que alcanzará su culmen en la Encarnación del Verbo.

El culmen de la revelación de Dios al mundo se da en el envío de su propio Hijo, quien se convierte en mediación visible de la revelación, mediante palabras y obras, señales y milagros (cf. DV 4) [34]. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 1), «hombre enviado a los hombres», para llevarlos a la comunión con Dios, realizando la obra salvífica del Padre, que trae consigo nuestra redención. Jesucristo es la Palabra de Dios y la acción de Dios reveladas en el mundo que se orienta performativamente a la redención que el Padre le confió, llevada a cabo en su vida pro-existente [35], por su muerte y por resurrección, que se perpetua y mantiene por el envío del Espíritu Santo.

A partir de entonces, como afirma el Concilio Vaticano II, no cabe esperar ninguna revelación pública más, hasta la venida gloriosa del Hijo de Dios (cf. DV 4). No obstante, por el envío del Espíritu Santo, la revelación continúa dándosenos a conocer, las palabras de Jesús siguen vivas y actuantes en nosotros. Por el Espíritu, se universaliza la revelación de la salvación en Cristo, y la redención para todos los hombres, independientemente de su cultura y religión (GS 22e). De igual modo, se personaliza la revelación, haciendo efectiva la salvación, desde la libre aceptación humana, como un ser en Cristo, actuando en el interior de cada hombre, sobre el que ha sido derramado (Rm 5, 5), para obrar en él el misterio de la redención del Padre a través del Hijo en el devenir de la historia.

I.III. Palabra redentora perpetuada en la tradición

Si bien es verdad que la revelación de la Palabra de Dios se cierra con los Apóstoles, no así su comprensión, lo que constituye misión de la Iglesia, como aquella encargada de conservar fidedignamente su contenido (cf. Mt 28, 18-20), gracias a la presencia y asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16). En este contexto, afirmamos que, tras los acontecimientos redentores de Jesucristo, la revelación cristiana (la forma en la que Dios se autocomunica en el Hijo) se lleva a cabo por la obra del Espíritu Santo a través de la Tradición y la Sagrada Escritura. Ambas son medios a través de los cuales se transmite la revelación del plan salvífico de Dios en la Iglesia [36], de manera que se perpetúe a lo largo de la historia para que la voluntad del Padre, llevada a término por el Hijo, alcance a todas las generaciones y lugares del orbe gracias al Espíritu Santo.

Así pues, podemos establecer una correlación entre Tradición y Sagrada Escritura, no sólo como garantes de la salvación querida por Dios, sino también como los sujetos operantes de ésta redención. Como afirma el Concilio Vaticano II (cf. DV 9), ambas están unidas y compenetradas, pues, por una parte, tienen un mismo origen y manifiestan un mismo fin (Dios), mientras que, por otra, son mediaciones de la redención acaecida con Cristo, así como la posibilidad de tener acceso a esa redención, de la cual, a su vez, también son operantes. Por consiguiente, las dos son testigos del sobreabundante acontecimiento redentor de Dios en favor de la humanidad, por eso deben tenerse ambas en cuenta y recibirse por igual con «espíritu de piedad», siendo consciente de su carácter diferenciado: si bien en la Sagrada Escritura la revelación permanece invariable a lo largo de la historia, estructurándose en libros concretos, la Tradición mantiene rasgos de continuidad como un proceso de transmisión de la fe tras la previa recepción de ésta.

Conforme a lo expresado en la misma Constitución Dogmática (cf. DV 10), Sagrada Escritura y Tradición constituyen un único depósito de la Palabra de Dios por el Espíritu (cf. 1Tm 6, 20; 2Tm 1, 14), porque vienen de una misma fuente: la revelación. De éste, «se saca todo lo que se propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer». Así pues, unidas, dan cuenta del misterio único que es Cristo. Consecuentemente, el mismo Concilio afirma la fontalidad compartida entre ambas en el acontecimiento de Jesucristo, pero con sus propias especificidades (cf. DV 7), estableciéndose, así, una relación interdependiente entre ambas por la cual se puede llegar a decir que la Sagrada Escritura sostiene la Tradición, mientras que es la Tradición la que hace válida y comprensible la Sagrada Escritura. Nos encontramos, pues, ante la unidad que guardan dos realidades diferentes que persiguen un mismo fin (el anuncio del amor salvífico de Dios), cada una desde su propia idiosincrasia. Si bien Jesucristo es la Palabra redentora de Dios hecha carne, la tradición es la perpetuación de esta encarnación en la historia para obrar la redención en la humanidad, orientando sus actos en conformidad a este fin soteriológico [37], y conducirla a su consumación [38].

La continua autocomunicación de Dios a los hombres desde antiguo ha quedado plasmada por escrito en la Sagrada Escritura, como el conjunto de los libros que transmiten verdades reveladas y fundamentales de la fe. Así pues, nos encontramos ante la Palabra que Dios dirige al ser humano, la cual, en virtud de la fe, se considera de origen divino, al ser Dios mismo comunicándose, debido a su santidad (pues participa inseparablemente de la santidad de Dios, al tener en Él su origen) y por su inspiración [39] (dado que se origina por la acción del Espíritu Santo sobre personas determinadas). La Iglesia, por consiguiente, reconoce que la Palabra de Dios se plasma siempre en palabras de hombres (cf. DV 12), de ahí que sea necesario su estudio desde el conocimiento de la intencionalidad de sus autores y la voluntad de Dios al transmitir su verdad mediante el uso de esas palabras, prestando igual atención a uno y otro Testamento, pues «sin el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse» [40].

Si nos remontamos al Antiguo Testamento, la expresión «Palabra de Dios» (יהוה דבר), acentúa la iniciativa de Dios en la comunicación de su Palabra y de su voluntad, anticipando la encarnación y redención en Cristo como la misma Palabra de Dios hecha a los hombres para su salvación. Así pues, el pueblo de Israel recogió el mensaje que Yahvé les comunicaba (cf. DV 14) en la TaNaKe, formada por la Torah (תורה), como parte de la Alianza entre Dios y el pueblo y las promesas de vida a él dirigidas (Lv 18,5); los Neviim (נביאים), como intermediarios elegidos por Dios para transmitir a los hombres su voluntad y mensaje; y los Ketuvim (כתובים), como escritos que orientan para la vida según los designios de Dios. Por su parte, el Nuevo Testamento supone una continuidad con la Ley judía [41], pero, al mismo tiempo, una discontinuidad provocada por el acontecimiento de Jesús de Nazaret quien, reconociendo la Escritura, se sitúa por encima de ella para llevarla a su culminación y plenitud, mediante palabras de autoridad que le sitúan por encima de Moisés y los profetas, pues no se trata de un intermediario más, sino del mismo Dios, su Palabra, que viene a comunicarse. Tras los acontecimientos pascuales, la comunidad de los creyentes comprende a Jesús como dicha Palabra de Dios última dirigida a los hombres (Hb 1, 1-12), encarnada en el mundo (Jn 1, 14). Así pues, los apóstoles, imbuidos de Espíritu Santo, reciben la misión de llevar esta Palabra del Resucitado, a Dios mismo, y anunciar el Evangelio de la salvación como mediadores de la Palabra de Dios definitiva a la humanidad. Así, la Iglesia será la continuadora de la tarea de llevar al mundo, de manera inteligible en cada época y lugar, el mensaje de redención, garantizando la presencia de Cristo y el Espíritu en su misión; en otros términos, está encargada de llevar la Palabra de Dios, que, de manera epexegética, podría considerarse como Dios mismo.

Por tanto, la Sagrada Escritura forma parte esencial de la comunicación de Dios con el ser humano. De igual manera, es Dios mismo dándose a conocer de un modo progresivo hasta su plena y definitiva manifestación en Cristo. Así pues, podemos afirmar que la Escritura conduce a Cristo, Verbo hecho carne, y Cristo explica las Escrituras, las cumple, las lleva a plenitud y las dota de sentido (cf. DV 16). La Iglesia, por su parte, ve en la Sagrada Escritura el modo más sobresaliente de transmitir la revelación de Dios; sin embargo, es consciente de que los textos sagrados no abarcan la totalidad de la revelación, sino que la atestiguan en todos sus libros. Por este motivo, se permite afirmar que cada uno de los libros, en todas sus partes, son testimonio de la revelación del mensaje redentor de Dios al mundo (cf. DV 11); por ello deben considerarse sagrados y canónicos, pues la Iglesia ha constatado en ellos la Palabra de salvación de Dios para el género humano. Es por ello que muchos de los escritos (considerados apócrifos) no entraron en el canon, ya que se no reconocía en ellos la verdad revelada por Dios, según los criterios de canonicidad. No fue hasta mitades del siglo XVI, tras numerosos sínodos y concilios (Laodicea; 360 d.C.; Roma, 382 d.C.; Florencia, 1442 d.C., etc.), que se fijó y cerró total y definitivamente el canon bíblico en el Concilio de Trento [42].

En este sentido, cabe señalar que la formación del canon también debe considerarse como inspiración, pues, de alguna manera, debe estar revelado, puesto que no depende de factores externos, sino de la guía divina del Espíritu Santo, que acompaña ese discernimiento; en otras palabras, es en esos libros como Dios decide autocomunicarse para dar a conocer su plan de salvación (cf. DV 11): «La Sagrada Escritura es palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo» [43]. Así pues, la inspiración de la Sagrada Escritura debe abordarse dentro del ámbito de la economía de la salvación y, por tanto, debe tener en cuenta a la vez a los autores, sus libros y su contexto, pues es un proceso englobante, que va desde la tradición oral, hasta su plasmación por escrito, así como las diferentes copias y recensiones. Ahora bien, es verdad que a lo largo de todo este proceso puede surgir algún tipo de error histórico contrastable; sin embargo, no por ello queda eliminada la verdad única que reflejan todas sus páginas, pues la verdad no debe ser considerada de orden científico, sino soteriológico, de tal manera que, de igual manera que Jesús se hace hombre menos en el pecado, la Sagrada Escritura se hace palabra humana menos en el error [44]. Por tanto, en los  textos  sagrados  se  halla  una  Verdad  Salvífica,  que  debe  ser  leída  a  la  luz del acontecimiento redentor de Cristo, e iluminada por la Tradición de la Iglesia, la cual basa su reflexión en la Sagrada Escritura.

Por consiguiente, Tradición y Escritura se encuentran íntimamente unidas (cf. DV 9); en primer lugar, porque la Tradición se encuentra al servicio de la Escritura, mediante la justificación de sus afirmaciones con referencias más o menos directas a ésta; en segundo, por el apoyo que la Escritura ha encontrado en la tradición para verse salvaguardada, pues el Espíritu Santo ha actuado en la fijación del canon y su conservación a lo largo de los siglos; en tercero, por su propio carácter, pues, según Pottmeyer, podría definirse la Tradición como «la constante autotransmisión de la Palabra de Dios en virtud del Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos los hombres» [45]. Desde esta óptica cobra sentido el significado etimológico de la palabra griega usada para hablar de tradición: παρδοσις, es decir, aquello que se entrega, que se da y se transmite de una persona a otra; así pues, en el Nuevo Testamento es usada para referirse al contenido de la fe (cf. 1Co 11, 23), si bien se emplea especialmente para hablar de la entrega de Jesús en su pasión para la salvación del género humano [46].

Por tanto, la tradición es entrega, es transmisión de la fe, es revelación de la redención operante de Dios. Dicha transmisión se realiza a través de la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia [47]. Por una parte, la doctrina se centra en el ministerio magisterial (concilios, símbolos, sínodos, documentos…), siendo la labor del magisterio la interpretación auténtica de la Palabra de Dios, presente en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición (cf. DV 10b); por otra, el culto (la liturgia), es actualización de este misterio salvador de Cristo, manifestado y confesado públicamente como la fe de la Iglesia; de igual modo, la vida de la Iglesia, la vida de los fieles, es prefiguración histórica de la comunión definitiva por Dios a la que estamos llamados y conducidos en virtud de la redención obrada en Cristo.

Ya desde el Antiguo Testamento, encontramos el mandato de recordar y hacer memoria de los acontecimientos salvadores (cf. Dt 6, 4-9); de igual manera lo hallamos en el Nuevo Testamento como continuidad con la tradición anterior, pero en discontinuidad en cuanto al modo de interpretarla, dotándola de nuevo sentido (cf. Lc 22, 19-20; 1Co 11, 23-27). Durante el periodo apostólico, se da un desarrollo oral del kerygma, cuyo testimonio encontramos con Pablo de Tarso, mediante himnos, profesiones de fe, etc., como expresión de la vida de las primeras comunidades, interpretando los acontecimientos a la luz del misterio de Cristo redentor; más tarde, con la muerte de los apóstoles y de la primera generación cristiana, comenzará a plasmarse por escrito esta tradición, quedando reflejada en cartas, evangelios… Por consiguiente, el testimonio de los apóstoles es el fundamento de la tradición cristiana por su autoridad, de manera que las siguientes generaciones y culturas pudiesen comprender, interpretar y desarrollar su fe bajo la guía del Espíritu Santo (cf. DV 8b). Más adelante, la patrística será la encargada de la conservación de la tradición recibida, defendiéndola y aclarándola frente a los herejes y cismáticos. Con ello queda evidenciado que era necesario algo más que la Sagrada Escritura para preservar los contenidos de la revelación y salvaguardarlos de malinterpretaciones; entra en juego el discernimiento y la custodia de la Iglesia como garantes de la recta interpretación de la Sagrada Escritura y de la custodia de la Tradición. Así pues, el conjunto de los concilios posteriores surgirá con motivo de la defensa de la fe recibida, desembocando, recientemente, en el CVII, que verá la Tradición como algo más que un cúmulo de verdad, sino como la propia vida de los fieles en la Iglesia para la mejor comprensión de la verdad (cf. DV 7-8).

Así pues, la Tradición es un acto de transmisión, como comunicación de una generación a otra gracias al Espíritu Santo que la actualiza en la historia, siendo éste quien confiere dinamismo a la Tradición, la cual progresa en la Iglesia bajo su dirección, sin añadir nada nuevo, pero otorgando una mayor profundidad al reinterpretar los fundamentos de la fe y adecuarlos al contexto correspondiente; con un contenido específico: la voluntad universal salvífica de Dios a través de la escucha de la palabra, la participación en los sacramentos [48]y la vivencia de la fe en la caridad y la esperanza [49]; transmitida a través de los siglos y siendo el sujeto de ella la Iglesia [50] como receptora y transmisora de la Tradición. Por tanto, es posible afirmar que la Tradición comienza con la Iglesia, y la Iglesia comienza con la Tradición.

En conclusión, Sagrada Escritura y Tradición son presencia del mismo Dios en la historia humana y su redención, y transmiten de dos modos diversos (unidos y compenetrados), la única y misma revelación (cf. DV 9), a saber, el amor de Dios comunicado a los hombres para su salvación, lo cual sólo es posible por la capacidad encarnatoria de la Palabra de Dios, que posibilita la revelación en la Escritura como palabra divina en palabras humanas. Ambas, por consiguiente, son formas muy relacionadas de manifestación del Misterio y de la voluntad de Dios, que sólo puede ser revelado por su propia Palabra, plenificada en Cristo, en virtud de su iniciativa de autocomunicación a la humanidad para reconducirlos, por la redención en Jesús de Nazaret, de la que da testimonio verdadero, a la comunión con Él en el amor.

I.IV. La revelacion del misterio redentor

Con todo, el Dios revelado a los cristianos es un misterio; su ser permanece inagotable aun cuando ha decidido revelarse plenamente en la historia de la humanidad a través de su Palabra, la Encarnación y la Tradición. Así pues, con Pannenberg, podemos afirmar que la pregunta por la realidad de Dios responde a «quién es el Dios revelado en Jesucristo» [51]. El misterio guarda un sentido de revelación, en tanto que Dios se revela de manera salvífica durante toda la historia, y de manera plena en Cristo. No obstante, pese a esta iniciativa de revelación a los hombres, Dios continúa siendo un misterio incomprensible. Con todo, el ser humano se interroga acerca de Dios con la certeza de que se halla presente en su existencia y que la sobrepasa: «El hombre es el ser con un misterio en su corazón que es mayor que sí mismo» [52]. Dicha certeza le viene dada por la revelación que Dios hace de sí mismo a través del don de la fe y de las experiencias que surgen de ella, las cuales, desde un punto de vista filosófico, se caracterizan por la inmediatez, la mediación a través de un contexto socio-cultural, y la apertura a nuevas formas de constatar esta presencia [53].

La experiencia del misterio es encuentro personal redentor que afecta a la existencia del hombre para transformarlo y descentrarlo de sí mismo para centrarlo en Jesucristo [54]. Dicho conocimiento supone, pues, entrar en relación con aquel a quien el hombre experimenta superior y distinto de sí mismo [55], y con quien sabe que está llamado a la comunión. Este modo relacional de conocer a Dios y su plan de salvación, se encuentra accesible al ser humano desde la misma creación, donde el propio Creador ha dejado huella de sí (cf. Sb 13, 1-5), de tal forma que, dada esta iniciativa y voluntad divina, se pueda llegar a un conocimiento de Él a partir de la sabiduría creadora (cf. Rm 1, 19-23) [56]. Entonces, la creación es querida por Dios como modo de hacer posible su autocomunicación y la libertad de sus criaturas en vistas a la salvación bajo la promesa de la redención [57].

Esta experiencia y conocimiento de Dios mueven al hombre a pensar y a hablar de Dios; sin embargo, «la supreminencia de la divinidad excede todos los recursos del lenguaje ordinario. Dios es pensado con más verdad de lo que es dicho, y Él es más verdad de lo que es pensado» [58]. Por ello, al ser humano le es necesario recurrir a la analogía [59], como lo más originario y radical del pensamiento humano, como experiencia de transcendencia que trata de combinar dos realidades (inmanencia y trascendencia) [60]. Entre lo divino y lo humano, hay una desemejanza mayor que la semejanza que se puede encontrar en ellos (Concilio Lateranense IV, DH 806); así pues, la analogía nos permite un acceso a Dios a través del conocimiento natural (Cf. Dei Filius, DH 3016), estableciendo así una vía intermedia entre la inmediatez de Dios y su trascendencia [61]. De este modo, la voluntad de Dios de revelarse plenamente supone un misterio dialéctico entre trascendencia e inmanencia, sólo accesible mediante la revelación trinitaria que Él mismo hace de sí en la historia, y que abordaremos en el siguiente capítulo.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

1   Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 407.

2   La raíz latina salvus (estar sano, sentirse realizado) ha servido a la teología para hablar de la salvación añadiéndole la perspectiva espiritual y escatológica proveniente de Dios. El hebreo (ישע) utiliza el hiphil de dicho verbo para indica la acción de Dios que libera de los enemigos. Por su parte, el griego (σῲζῶ, σοτηρία) mantiene significados análogos.

3   Giovanni Iammarrone, “Redención Salvación”, Diccionario Teológico enciclopédico, ed. Álvaro Lorenzo et al. (Estella: Verbo Divino, 1995), 879-880.

4   Bernard Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1990), 283-284.

5   Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 528-530.

6   González de Cardedal, Cristología, 116.

7   Karl Rahner, Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 1998), 117.

8   Juan Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión (Madrid: Cristiandad, 1982), 57.

9   Maurice Blondel, Carta sobre las exigencias del pensamiento contemporáneo en materia de apologética y sobre el método de la filosofía en el estudio del problema religioso (Bilbao: Universidad de Deusto, 1990).

10    Maurice Blondel, La acción (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996).

11    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 54.

12    Víd. también: Mircea Elíade, Lo sagrado y lo profano (Barcelona: Paidós, 1998), sobre el homo religiousus; y Rudolf Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Madrid: Alianza, 2005), sobre la apertura a lo totalmente Otro.

13    Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia (Madrid: Alianza, 1985).

14    Vid. también, Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 300.

15    Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 129.

16    Íbid., 310.

17    Íbid., 130-202.

18    Otto, 21-44 y 49-63.

19    Martín Velasco, 140-146.

20    Martin Buber, Yo y tú (Madrid: Caparrós, 1993), 7-101.

21    Juan Martín Velasco, El encuentro con Dios (Madrid: Caparrós, 1995), 19-27.

22    Víd. Capítulo III, pág. 46-55.

23    Gisbert Greshake, El Dios uno y trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.

24    Víd. Capítulo II, pág. 31-32.

25    Peter Eicher, Offenbarung. Prinzip neuzeitlicher Theologie (München: Kösel, 1997), 49‐57, en Pedro Rodríguez Panizo, “Teología Fundamental”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2013), 54.

26    Adolphe Gesché, Jesucristo (Salamanca: Sígueme, 2013), 166.

27    Salvador Pie-Ninot, La teología fundamental (Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001), 93.

28    Karl Rahner, «Problemas actuales de cristología», en Escritos de teología I (Madrid: Taurus, 1961), 169- 223.

29    Víd. Capítulo II, para mayor profundización en la revelación de Dios en Cristo (en especial pág. 20-29)

30    Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 149-152.

31    Pio XII, Humani Generis (Valladolid: Universidad, 1950).

32    Víd. Capítulo III sobre el pecado y la gracia (pág. 46-55).

33    Pie-Ninot., 149.

34    Víd. Capítulo II, sobre palabras y obras de Jesús (pág. 20-23).

35    Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003).

36    Rodríguez Panizo, «Teología Fundamental», en La lógica de la fe, 77-80.

37    Vid. Capítulo V, pág. 72-82.

38    Vid. Capítulo VI, pág. 84-94.

39    Concilio Vaticano I, Dei Filius (DH 3006).

40    Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).

41    El cristianismo asumió como canónica la Septuaginta, leída a la luz de Cristo, a quien anuncia y en quien encuentra su cumplimiento. La patrística acuñará desde bien pronto el adagio «In Vetero Testamento latet, quod in Novo patet».

42    Concilio de Trento, sesión IV (1546 d.C.), Decreto sobre la aceptación de los libros sagrados y tradiciones (DH. 1502-1503).

43    Pontificia Comisión Bíblica, La inspiración y la verdad en la Sagrada Escritura (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2014).

44    Pio XII, Divino afflante Spiritu 24 (Madrid: A.C.N. de Propagandistas, 1943).

45    Rodríguez Panizo, 74.

46    Vid. Capítulo II, pág. 23-24.

47    Ángel Cordovilla, El ejercicio de la Teología. Introducción al pensar teológico y a sus principales figuras (Salamanca: Sígueme, 2007).

48    Vid. Capítulo IV, pág. 65-70.

49    Vid. Capítulo VI, pág. 84-88.

50    Vid. Capítulo IV, pág. 56-64.

51    Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 306.

52    Hans Urs von Balthasar, La oración contemplativa (Madrid: Encuentro, 2007), 16.

53    Ángel Cordovilla, El misterio de Dios Trinitario (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2012), 56-58

54    Wolfhart Pannenberg, 428.

55    Ángel Cordovilla, El ejercicio de la teología, 107-109.

56    Afirmación también del CVI, en Dei Filius (DH 3004-3005) y el CVII, Dei Verbum 3, así como el documento Fides et Ratio de Juan Pablo II, por la capacidad del hombre para la verdad (“homo capax veritas»).

57    Vid. Capítulo III, pág. 40-46.

58    Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad, VII, 4, 7, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).

59    Gisbert Greshake, El Dios uno y Trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.

60    Karl Rahner, «Grado IV: el hombre, evento de comunicación con Dios», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.

61    Hablamos de analogía entis, término criticado por K. Barth, para quien toda analogía debe ser analogía fidei, ya que sólo es posible conocer a Dios si éste se da a conocer. La teología católica responderá con el concepto analogía entis concreta, afirmando la posibilidad de que entre Dios y el hombre se dé una relación en la creación y que ésta llegue a su consumación.

Carlos Olivares

Introducción

El Protoevangelio de Santiago, un texto apócrifo escrito en torno al siglo segundo AD (FOSTER, 2008, p. 113; CULLMANN, 2003, p. 423), describe los eventos que rodean la vida de dos personajes, Ana y María. La preñez de ambas mujeres ocurre en circunstancias anormales. Ana, una esposa estéril, da a luz a  María (Prot. Sant 5, 2). Luego María, una joven  virgen, trae al mundo a Jesús (Prot. Sant 19, 2).

El estudio del texto, y en particular de estas dos figuras, puede llevarse    a cabo desde perspectivas diversas. Por un lado, el documento puede ser analizado desde una óptica histórico-crítica. Una metodología de este tipo busca establecer, por ejemplo, el lugar donde el escrito apócrifo fue compuesto (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 74-76), y también los métodos o fuentes que el autor o editor empleó creativamente al producir lo que hoy se conoce como el Protoevangelio (GOODACRE, 2018, p. 57-76; QUARLES, 1998, p. 140-149; COTHENET, 1988, p. 4259-4263; NUTZMAN, 2013, p. 551-578; HORNER, 2004, p. 313-335). Por otro lado, el apócrifo puede apreciarse desde el punto de vista de la crítica literaria (EYKEL, 2016). Esto implica soslayar la evolución histórica del texto, y enfocarse en el documento como un producto literario acabado (POWELL, 1992, p. 341-346).

Este artículo tiene como objetivo examinar el rol que Ana y María tienen en el Protoevangelio de Santiago, valiéndose de las presuposiciones metodológicas que el criticismo literario ofrece. Como metodología, un recurso estratégico de esta clase detenta un campo de acción amplio. De esta manera, es necesario primero centrar el foco literario específico desde el cual se pretende investigar a estos dos personajes femeninos en el Protoevangelio.

El Criticismo Narrativo

Entre las variadas formas de lectura literaria el criticismo narrativo ocupa un lugar destacado. Usado principalmente en el estudio de las historias bíblicas (POWELL, 1990, p. 19), el criticismo narrativo consiste en una metodología sincrónica, y orientada al texto (MERENLAHTI e HAKOLA, 2004, p. 18). Este estudia un documento aceptándolo como una unidad coherente que existe en su forma final de composición (RESSEGUIE, 2005, p. 39). En cuestiones de método, el criticismo narrativo considera que todo relato debe analizarse teniendo en  cuenta dos aspectos: historia  y discurso (MARGUERAT e BOURQUIN, 1999, p. 20-21). La historia determina los escenarios, eventos y personajes de la narración, y configura como estos elementos en conjunto elaboran un argumento. El discurso,  por su parte, presta atención a aquellos recursos estilísticos y formales que están presentes dentro de la historia, observando como estos son usados al contarla (POWELL, 2009, p. 47).

Entre esos patrones narrativos pueden nombrarse repeticiones, intercalaciones, clímax, comparaciones y contrastes, entre otros (POWELL, 1990, p. 32-34). Los elementos comparativos y de oposición narrativa servirán de base en el desarrollo de este trabajo. Ambos envuelven examinar la forma en que los relatos de ficción construyen los eventos que dan vida a la trama de la cual sus distintos personajes son parte. Los datos resultantes estructurarán acciones paralelas, evidenciando relaciones análogas y contrapuestas en el desarrollo del argumento del relato (BAUER, 1989, p. 14).

Por otro lado, aspectos referentes al modo en que los personajes son descritos en el texto permiten que los vínculos concordantes y opuestos actúen en sintonía con la información resultante. En la crítica narrativa esta técnica recibe el nombre de caracterización, la cual consiste en determinar como la narración retrata a los actores del relato, y como estos evidencian rasgos o acciones que llevarán al interprete a determinar el rol que estos cumplen en la historia que está siendo contada (BROWN, 2002, p. 49-54).

Establecer como la historia es contada envuelve asumir un proceso de comunicación entre el autor y el lector. Para el criticismo narrativo, sin embargo, ni el autor ni el lector son personas reales de carne y hueso. La presencia de ambos debe construirse a partir del texto, y confeccionarse  en base a los datos aportados por él (CHATMAN, 1980, p. 147-151). En este sentido, para el criticismo narrativo tanto el autor como el lector son constructos literarios. El primero, denominado “autor implícito,” usa un narrador para guiar al lector en el desarrollo de la historia (MARGUERAT e BOURQUIN, 1999, p. 10). El segundo, llamado de “lector implícito” o “lector informado,” emerge como un concepto hipotético que encuadra su existencia   a partir de los detalles narrativos sugeridos por el narrador (POWELL, 1990,   p. 19-21; RESSEGUIE, 2001, p. 23).

En términos del método, el “lector informado” posee una competencia literaria y lingüística, haciendo que él o ella comprenda las minucias semánticas y sintácticas de la lengua en la que el texto estudiado fue compuesto (FISH, 1980, p. 48-49; POWELL,  1993, p.  31-51). Respecto  a esto, y considerando que hipotéticamente el Protoevangelio de Santiago fue compuesto en griego (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 33-34; SANTOS OTERO, 2005, p. 57), este trabajo presupone que el lector o la lectora del Protoevangelio posee la habilidad de comprender esta lengua, y relacionar aspectos del argumento narrativo. Una consideración de este tipo, no obstante, implica reconocer las variantes textuales que surgieron en la transmisión del apócrifo (COTHENET, 1988, p. 4259), y en escoger una versión crítica que haga evidente tales diferencias. La versión del Protoevangelio de Santiago usada en este artículo es el texto griego de Bart Ehrman y Zlatko Pleše (2011, p. 40-70), el que al  mismo tiempo hace evidente las  lecturas alternativas que el relato apócrifo exhibe.

No le incumbe a este trabajo, por lo tanto, resolver cuestiones histórico-críticas, y por ende definir el conocimiento que el lector informado posee referente a  áreas del saber ajenas al texto en cuestión. El objetivo de este artículo, al contrario, comprende específicamente en precisar el rol narrativo de dos personajes, Ana y María, centrándose en los elementos informativos que posicionan el papel opuesto de estas mujeres, y que emergen directamente del apócrifo.

El rol de Ana y María en contraste

Con la intención de hacer palpable las diferencias narrativas entre los personajes de Ana y María, ambas serán examinadas por separado. Como se verá, el narrador estructura los contrastes existentes entre una y otra, teniendo como foco escenarios, personajes y eventos previos y subsecuentes   al nacimiento de la progenie esperada.

Ana y Joaquín: María nace

El narrador, quien dice llamarse Santiago (Prot. Sant 25, 1) [1], cuenta la historia de Ana, una mujer estéril y al parecer joven (Prot. Sant 2, 1-3; Prot. Sant  4, 3), casada con Joaquín, un hombre rico y devoto (Prot. Sant 1, 1) [2]. Un día en que Ana se lamentaba de su situación infértil, un ángel se le aparece, y le anuncia que concebirá (Prot. Sant 4, 1). El ángel no especifica si ella dará a luz un varón o una niña. El simplemente dice que ella concebirá y engendrará (syllēpsei kai gennēseis). Lo anterior es confirmado por Ana, quien afirma que, aunque ella de a luz a una niña o un varón (ean gennēsō eite arren), los ofrecerá al servicio de Dios (Prot. Sant 4, 1). El narrador informa que Joaquín  recibe un mensaje angélico equivalente, en donde un ángel le anuncia la gravidez  de Ana (Prot. Sant 4, 2). El lector nota, empero, que Joaquín no está junto a Ana, sino en el desierto, lugar al que se ha retirado a orar (Prot. Sant 1, 4) [3].

El hecho de que la preñez de Ana suceda aparentemente en ausencia de su esposo (cf. Prot. Sant 4, 4), hace presumir al lector que su gravidez consiste   en un acto sobrenatural. El evento, tal y como está estructurado en ciertas escenas, parece afirmar que Ana ha  concebido virginalmente (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 65-68). Para el lector existen dos instancias narrativas que apuntan en esa dirección; ambas basadas en detalles léxico-verbales. Primero,  el narrador informa que el ángel ordena a Joaquín, quien no ha visto a Ana en cuarenta días (Prot. Sant 1, 4), que regrese a su casa porque Ana “ha concebido” (en gastri eilēphen) (Prot. Sant 4, 2). Segundo, el lector percibe que un hecho similar ocurre cuando Ana y Joaquín se encuentran, y ella declara “estar encinta” (en gastri eilēpha) (Prot. Sant 4. 4). Debido a que en ambas ocasiones el verbo usado (lambanō) consiste en un perfecto activo, el lector informado interpretaría que tal acción verbal revela que al momento de la anunciación Ana ha quedado embarazada (FOSTER, 2008, p. 115) [4] Para el lector, con todo, no existen referencias previas o subsiguientes en los que se afirme la virginidad de Ana. Esto puede ser un indicativo de que, para el narrador, el embarazo de Ana consiste en un acto sobrenatural que permite que una mujer infértil, y no necesariamente virgen, se convierta en madre (AMANN, 1910, p. 17-21; CLOSS, 2016, p. 34).

El alumbramiento acontece siete meses después (Prot. Sant 5, 2) [5]. A llegar a esta escena, el narrador introduce un personaje nuevo, una partera. El autor implícito omite el nombre de la matrona, y el lector reconoce que su función dentro de la escena radica en ayudar a Ana en el parto, e identificar la sexualidad de la recién nacida. Esto, porque al dar a luz, Ana le pregunta el género de la criatura. La partera responde que es una niña, provocando la alegría de Ana (Prot. Sant 5, 2). Al cumplirse la purificación de Ana, algo que el narrador del apócrifo señala fue resuelto en cumplimiento de la ley, la niña es amamantada (Prot. Sant 5, 2). El nombre de la infanta es María, a quien Ana, como había prometido, consagra al servicio del templo (Prot. Sant 6, 1-3).

El narrador posiciona a la matrona como el único personaje presente en el nacimiento de María. Ella, aunque anónima, tiene la oportunidad de ver por primera vez a María, y por tanto es quien anuncia su introducción en la historia. En la visión del lector, ella es la única voz humana, exceptuando el mensaje del ángel, cuyas palabras llevan a Ana a expresar jubilo (Prot. Sant 5, 2).

En concreto, tres figuras literarias irrumpen en escena antes que la partera entre en acción. Para el lector implícito, cada una de ellas anticipa literariamente el momento del parto, y la subsiguiente lacónica conversación entre Ana y la partera.

El personaje que en la narrativa interactúa primero con Ana es Jutiné [6],  su criada (Prot. Sant 2, 2). El lector informado interpreta negativamente el intercambio verbal que ocurre entre ellas (Prot. Sant 2, 1-4), lo cual queda  en evidencia al notar que el diálogo lleva a Ana a entristecerse en extremo (elypēthē Anna sphodra) (Prot. Sant 2, 4) [7]. El segundo actor que conversa con Ana es el ángel que le anuncia que será madre. Al oír el mensaje del ángel, Ana promete consagrar el niño o niña al servicio de Dios (Prot. Sant 4, 1). El lector comprende que la reacción emocional completa de Ana, no obstante, ocurre un par de escenas después, luego que los personajes que inmediatamente vienen en el relato toman parte. Estos últimos personajes, los que comprenden el último grupo que interactúa con Ana antes que la partera aparezca, son dos ángeles; quienes informan a Ana que su marido vuelve a casa (Prot. Sant 4, 2). Estas dos noticias, la anunciación y el  regreso de Joaquín, hacen que Ana esté feliz. Lo anterior queda claro al observar que Ana abraza a su esposo por el cuello, declarándole que Dios le ha bendecido con su retorno, permitiéndole además dar a luz (Prot. Sant 4, 4).

En opinión del lector, la partera tiene un rol positivo en la historia. Es el único personaje humano en el apócrifo que intercambia palabras provechosas con Ana antes que María aparezca en la narrativa. El papel que   la matrona juega en el apócrifo parece mínimo. Esta caracterización menor, no obstante, resplandece momentáneamente al introducir a María en el relato (Prot. Sant 5, 2) [8]. Una infanta que desde ahora en adelante asumirá el protagonismo central de la narración.

María y José: Jesús nace

Una vez que María crece, los sacerdotes del templo se la entregan José, un anciano viudo y con hijos (Prot. Sant 8, 3; Prot. Sant 9, 1-2; Prot. Sant 17, 1), cuya misión consiste  en custodiarla (Prot. Sant 9, 1, 3; Prot. Sant 13, 1; Prot. Sant 14, 2). Esto acontece aparentemente  en el momento en que María cumple quince años de edad (cf. Prot. Sant 8, 2; Prot. Sant 12, 3) [9]. Según el narrador, José lleva a María a su casa, y le promete  que volverá luego de llevar a cabo algunos negocios relacionados con su profesión (Prot. Sant 9, 3). En ausencia de José, un ángel la visita, y le anuncia que concebirá [10]. Inicialmente el ángel omite especificar el sexo de la criatura. Este simplemente dice que ella será fecundada (syllēmpsē) (Prot. Sant 11, 2). María, quien estaba perpleja por la visita, tampoco indica si dará a luz a una niña o un niño (Prot. Sant 11, 2). Con todo, a diferencia de lo que acontece con Ana, el género del bebe queda claro para el  lector al  momento en  que el ser angélico declara que este es un varón (Prot. Sant 11, 3).

Todo esto acontece en momentos en que José está ausente (Prot. Sant 9, 3). Para el lector, la ausencia de José rememora la lejanía de Joaquín, quien también estaba fuera de casa al momento en que el ángel se le aparece a Ana (Prot. Sant 1, 4; Prot. Sant 4, 4). El narrador tiene la intención de destacar ambas historias  en cuadros equivalentes relacionados al desempeño de ambos (PERLER, 1959, p. 26). El lector nota esto, y reconoce también que el regreso de uno y otro difiere respecto al resultado esperado. Ana abraza a Joaquín, pues finalmente será madre (Prot. Sant 4, 4). En el caso de José, sin embargo, la historia es distinta. José lamenta haber encontrado a María embarazada (Prot. Sant 13, 1-3; Prot. Sant 14, 1-2). El centro del problema radica en el status que uno y otro ostentan con sus contrapartes femeninas. Joaquín y Ana son matrimonio (Prot. Sant 1, 4). José y María no lo son (Prot. Sant 9, 1).

De acuerdo al lector informado, los detalles que tienen que ver con la ausencia de ambos también ocurre en circunstancias opuestas. Estos revelan orígenes, contextos geográficos y tiempos cronológicos diferentes. Por un lado, Joaquín permanece en el desierto por un período de cuarenta días, orando por descendencia (Prot. Sant 1, 4). En cambio, José sale a trabajar a un lugar indeterminado, volviendo seis meses después (Prot. Sant 9, 3; Prot. Sant 13, 1).

Otra diferencia presentada por el narrador estriba en que la concepción de Jesús ocurre explícitamente por medio de una obra divina, sin mediación humana (Prot. Sant 19, 1). Para el lector implícito, la concepción virginal de María constituye un tema trascendente en el Protoevangelio. El narrador tiene la preocupación de hacerla evidente, construyéndola en base a conceptos ambivalentes de pureza e impureza (FOSKETT, 2005b, p. 67-76; VAN DER HORST, 1994, p. 205-218). El lector concede que el relato de Ana puede también reflejar un sentido análogo. Con todo, el lector admite que, en base a como en el narrador caracteriza a estas dos mujeres, la preñez virginal de Ana carece de datos expresos, y debe reconstruirse en función de detalles gramaticales, e indicativos tácitos (cf. Prot. Sant 4, 2-4). En el caso de María, empero, el narrador toma un derrotero distinto. Este informa que la gestación de María ocurrió por obra divina (Prot. Sant 11, 3). Hecho que María, quien asevera ser virgen (Prot. Sant 9, 3; Prot. Sant 13, 1, 3; Prot. Sant 15, 3), y José, quien declara haber actuado puramente con ella (Prot. Sant 15, 4), corroboran verbalmente. Esta singularidad explica las diferentes designaciones que ocurren dentro del texto, y que posicionan a María sobre Ana. En tanto el ángel se revela a Ana usando un doble vocativo (Ana, Ana) (Prot. Sant 4, 1), a María la llama de “favorecida” (kecharitōmenē) y “bendita” (eulogēmenē) (Prot. Sant 11, 1).

A fin de confirmar la virginidad de María, el autor implícito utiliza una gama de actores que funcionan como testigos (VUONG, 2013, p. 190). Inicialmente, los ángeles cumplen un cometido importante en la certificación virginal de María. Primero comunican del hecho a María (Prot. Sant 11, 1-3), y luego a José, quien inicialmente dudaba (Prot. Sant 14, 1-2). Otros personajes, quienes ahora exhiben una connotación humana, también emergen desde el relato. Isabel, parienta de María [11], reconoce que la preñez de esta última tiene un origen divino (Prot. Sant 12, 2). José, por  mediación angélica, admite lo mismo (Prot. Sant 14, 2). El sumo sacerdote, aunque no reconoce la concepción virginal (porque según el narrador él no está enterado del asunto), eventualmente consiente de que ambos son inocentes (Prot. Sant 16, 1-3) [12]. Como testigos finales, el narrador trae a escena a una partera y a una mujer llamada Salomé (Prot. Sant 19, 2-3).

El narrador informa que José, junto a su familia, viajan a Belén de Judá para ser empadronados (Prot. Sant 17, 1-2). [13] A medio camino, sin embargo, María sabe que dará a luz (Prot. Sant 17, 3). José entonces deja a María en compañía de sus hijos en una cueva, y sale en busca de una partera hebrea (Prot. Sant 18, 1). Respecto al escenario en el que nacimiento ocurre, para el lector existen detalles opuestos entre María y Jesús. El narrador no indica donde nace María, aunque describe un lecho en el que Ana la acuesta luego   de nacer (Prot. Sant 5, 2). Jesús, al contrario, viene al mundo en una cueva, y    el narrador parece ubicarlo en los brazos de María (Prot. Sant 19, 2).

Casualmente José encuentra una partera, y dialogan respecto al origen divino del embarazo de María [14]. La comadrona va con José, y el lector de la historia nota que una nube cubre la cueva [15]. El evento sobrenatural lleva a que la partera agradezca porque sus ojos están viendo una señal milagrosa, lo que para ella significa que ha nacido la salvación para Israel (Prot. Sant 19, 2)

Al retirarse la nube, el niño aparece en el cuadro escénico. El lector nota que no hay parto natural, ni matrona (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 40). Sólo existen testimonios. Esto es confirmado al notar que la comadrona agradece el haber visto un acto prodigioso. Lo anterior pareciera vincularse con el proceder sobrenatural de la nube, y que Jesús haya nacido sin asistencia humana (Prot. Sant 19, 2). En este sentido, la alabanza tiene un origen visual, no palpable; en donde la imagen del alumbramiento de Jesús pareciera evocar un amanecer (AMANN, 1910, p.  252-253). El lector recuerda que en  el episodio del nacimiento de María no existen eventos que interrumpan los hechos cotidianos, ni loor por los signos ocurridos. Para el lector informado, esta oposición narrativa resalta que, en contraposición al nacimiento de María (cf. Prot. Sant 5, 2), Jesús nace sin el auxilio de una matrona, y en forma sobrenatural. En otras palabras, el elemento humano desaparece tanto en la gestación como en el alumbramiento de Jesús.

A diferencia de Ana, quien amamanta a María sólo después de realizar el rito de la purificación (Prot. Sant 5, 2; cf. Prot. Sant 6, 3), María nutre a Jesús inmediatamente después de que este nace (Prot. Sant 19, 2) [16]. En ambos casos, las señales y la alimentación del bebe, subrayan detalles particulares que el narrador estructura como puntos opuestos al contar la historia. Al contrastar   la lactancia inmediata de Jesús, la cual soslaya el acto de purificación, el autor implícito destaca que, a diferencia de María, Jesús no torna impura su madre al nacer (VUONG, 2013, p. 187). Esto expresaría que para el narrador Jesús es diferente a María, y que las cualidades particulares que ella ostenta provienen de él.

El lector nota que cuando la comadrona sale de la cueva, una mujer llamada Salomé hace su aparición en el texto apócrifo (Prot. Sant  19, 3). La partera, quien el narrador mantiene en el anonimato, conversa con Salomé informándole el prodigio del cual ella ha sido testigo. La matrona le señala que una virgen ha dado a luz (parthenos egennēsen), añadiendo inmediatamente que un acto de esta clase está fuera de los cánones que la naturaleza permite (Prot. Sant 9, 3). Salomé, sin embargo, no cree. Salomé afirma que ella creerá únicamente cuando meta su dedo y examine “su naturaleza” (balō ton daktylon mou kai ereunēsō tēn physin autēs) (Prot. Sant 19, 3)[17]. El término griego para naturaleza (physis) era usado también para designar los órganos sexuales femeninos (BAUER et al., 2000, p. 1070; LIDDELL e SCOTT, 1996, p. 1965), por lo que para el lector la intención  de esta mujer consiste en cerciorase palpablemente y en persona de aquello que es señalado por la partera.

En la visión del lector, los eventos reseñados en el párrafo anterior ocurren fuera de la cueva. La escena siguiente, no obstante, sucede dentro de   la gruta, con la matrona como testigo del desenlace dramático de la historia de Salomé (Prot. Sant 20, 1) [18]. Esto, porque al examinar la “naturaleza” de María, Salomé grita y señala que su mano se le desprende por el fuego. La razón del incidente tiene como base el que Salomé haya tentado a Dios. Al orar, empero, recibe la visita de un ángel, quien le ordena acercar la mano al recién nacido. Salomé acata las palabras del ángel, y su mano es restaurada (Prot. Sant 20, 2-3). En opinión del lector, Salomé ha confirmado la virginidad de María, y al mismo tiempo ha determinado que aun después del parto esta continúa intacta. Al mismo tiempo, el narrador ha dejado en claro que la fuente de sanidad es Jesús, no María.

El narrador omite designar la profesión de Salomé [19]. El cuadro escénico en el cual ella repentinamente aparece, hace suponer que la partera y Salome eran conocidas, pero no necesariamente colegas de trabajo. No obstante, para el lector un detalle narrativo emerge desde el texto, el que conectaría a Salomé con alguna ocupación vinculada al área de la salud. Salomé afirma llevar a cabo “therapeias” en favor de los pobres (Prot. Sant 20, 2). En la visión del lector, la palabra griega “therapeias” envuelve individuos que se ocupan en tratar a enfermos a través de recursos médicos (BAUER et al., 2000, p. 452-453; LIDDELL e SCOTT, 1996, p. 792). Ahora bien, determinar el tipo  de ocupación médica imaginado por el autor implícito, sea este el de una matrona, una enfermera, o un médico, sobrepasa la información que el lector posee y que le es posible inferir desde la narración. El hecho de  que ella sea capaz de determinar la virginidad de María presumiría que Salomé tiene un conocimiento médico general, lo cual para el lector no necesariamente implica que ella se dedique a la labor de matrona [20]. En vista de esto, y desde  una perspectiva puramente literaria, el lector reconoce que la identidad y función profesional precisos de Salomé son aspectos complejos dentro del relato, y establecer su competencia social excede los parámetros provistos por el narrador (EYKEL, 2016, p. 140-141).

Salomé, en consecuencia, parece ser una mujer con cierto conocimiento médico, y que el narrador usa como un personaje opuesto al de la partera en términos de credulidad. En tanto la comadrona cree sin haber tocado a María, Salomé sólo lo hace al cerciorarse de que la virginidad de María continúa intacta. La incredulidad recibe un castigo, el que es curado sólo bajo una dirección sobrenatural, y en el que un infante Jesús interviene. En general, el testimonio de la partera aparece validado únicamente por causa de la duda  de Salomé, quien con su actuar escéptico expone positivamente la credulidad  de la primera. La función narrativa de Salomé, entonces, no sólo consiste  en ratificar con sus manos el estado virginal de María, sino además de hacer brillar el papel de la partera, quien cree sin haber palpado. En consecuencia, ambas cumplen el rol de testigos. Aunque para el lector es la actitud de la partera, no de Salomé, a quien el narrador tácitamente alaba.

Al comparar a Ana y María, el lector finalmente nota que la caracterización que el narrador realiza de una y otra al momento en que ellas dan a luz envuelve verbosidad y silencio. En tanto Ana y la partera brevemente dialogan respecto al sexo de la criatura que ha nacido, María no habla, y es José quien platica con la matrona. Al introducir a Salomé, el narrador procede del mismo modo, enfatizando la locuacidad de aquellos que rodean a María. Haciendo memoria de cuadros narrativos previos, el lector nota un contraste  en el comportamiento de María. En algunas escenas María revela acciones silentes (Prot. Sant 7, 1-3; Prot. Sant 8, 2-3; Prot. Sant 10, 2). En otras, en cambio, estas son verbales (Prot. Sant 11, 2-3; Prot. Sant 12, 2; Prot. Sant 13, 3; Prot. Sant 15, 3; Prot. Sant 17, 3). Para el lector, y en vista de estas dos actuaciones opuestas, María permanece en silencio en ocasión del parto porque el narrador ha estructurado la escena en torno a ella, y alrededor del bebé que  ha nacido. Los personajes, que en este punto parecen accesorios, hablan sobre ella, y Jesús. Para el lector, María no necesita hablar, otros lo hacen por ella.

Consideraciones finales

Diversos elementos paralelos surgen al examinar literariamente los personajes de Ana y María en el Protoevangelio de Santiago. Inicialmente, estos conforman descripciones concordantes. Luego, tales aproximaciones asumen características opuestas.

Los componentes literarios afines asoman en términos de género, pues ambas son mujeres; y en la asistencia en el parto, ya que ambas son asistidas  por matronas cuyos nombres son omitidos. En el ámbito sobrenatural, las dos reciben la visita de ángeles, y en ambos casos estos les anuncian el nacimiento de un bebe. Además, en una y otra el acto de la concepción ocurre milagrosamente, y en momentos en que los dos varones vinculados de algún modo u otro con ellas están ausentes. Estos dos hombres, por su parte, también reciben visitas angélicas.

Desde una perspectiva narrativa, todos estos elementos concordantes estructuran a su vez una base comparativa que revela puntos en oposición.

Ambos personajes pertenecen a generaciones distintas. Ana es anciana, y María es joven. Estas difieren además respecto al status marital que las une    a  un hombre. Ana está casada con Joaquín. En tanto José es el custodio de María. El contraste narrativo ocurre también al observar la ausencia de Joaquín y José en las escenas de la anunciación. La oposición entre uno y otro aflora al examinar el escenario, los motivos y las diferencias cronológicas existentes. Joaquín va al desierto a orar por cuarenta días. José, por su parte, sale a trabajar a un lugar desconocido por un período de seis meses.

Igualmente, existe un  contenido dispar entre la  promesa que  Ana y María reciben en la anunciación. Mientras Ana desconoce el género del bebe, María sabe que es un varón. Un paralelo análogo acontece al evaluar las respuestas emocionales entre Ana y Joaquín, y luego entre María y José. Por un lado, Ana abraza a su esposo. Por el otro, José reacciona espantado    al saber que María está embarazada. Estos comportamientos contradictorios tienen como fundamento una problemática narrativa distinta, y  que sitúa   a ambos personajes en polos reproductivos antagónicos: Ana es estéril, y casada; María es virgen, y técnicamente soltera.

En las escenas del parto la matrona actúa como una asistente, como en el caso de Ana; o de un testigo, como en el caso de María, en donde las parteras no intervienen en el alumbramiento. En el  nivel comunicacional,  y en las actividades postparto también existen diferencias. Por un lado, Ana conversa con la partera, y ubica a María en la cuna. Al contrario, María permanece en silencio, y posiciona a Jesús entre sus brazos. Otras relaciones antagónicas acontecen en el ámbito de la contaminación ritual,  y el amamantamiento de los recién nacidos. Esto porque entretanto Ana amamanta a María después de llevar a cabo el rito de la purificación; María   lo hace inmediatamente, y no lleva a cabo ceremonia alguna.

La aparición de un tercer personaje, Salomé, hace que la historia de Ana y María tome un rumbo opuesto. No existe un paralelo semejante en la historia de Ana, y la actuación de Salomé ofrece aspectos dramáticos en que la incredulidad y credulidad de los personajes son reveladas. Lo anterior se hace extensivo al ámbito del castigo y sanidad consecuente de Salomé, exhibiendo claramente las diferencias que existen entre las escenas de Ana y María.

En base a la metodología propuesta, tales disparidades en la caracterización de los personajes estudiados revelan que el texto procura presentar la actuación y el papel de María en términos superiores al de Ana. El autor implícito configura el personaje de Ana como una mujer especial, quien, aun siendo estéril, da a luz a María. Sin embargo, aunque especial, esta necesita de purificación, revelando en ella rasgos sutiles de imperfección. María, por el contrario, ostenta cualidades únicas. La virginidad, la que ocurre en la concepción y es mantenida después del parto, y el hecho de ser la madre del Hijo de Dios, hacen evidentes los aspectos singulares del personaje.

Empero, el relato también ofrece trazos descriptivos que procuran establecer el origen, y el porqué de la peculiaridad de María. Narrativamente,    la impureza de Ana acontece en ocasión del nacimiento de María, dejando entrever una característica truncada en esta última. Asimismo, las circunstancias en la que María nace, y los pormenores que rodean su embarazo, ocurren por acción divina, descartando una superioridad inherente. Esto sugiere que  lo que hace excepcional a María en el Protoevangelio acaece cuando Dios y Jesús entran en escena. El primero, Dios, permite que María de a luz, y que ella conciba sobrenaturalmente. El segundo, Jesús, la torna pura, y la hace parte del centro de una historia reservada para él. Al punto de castigar la incredulidad   de aquellos y aquellas que no creen que una virgen sea madre.

Carlos Olivares, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     El texto griego lo llama de Iakōbos (Prot. Sant 25.1). Las versiones en español concuerdan,  en general, en traducir el nombre como “Santiago” (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 134; SANTOS OTERO, 2005, p. 73). Se debe reconocer que el nombre Jacobo existe en español, y tal nomenclatura parece la indicada (GONZÁLEZ-BLANCO, 2015, p. 28). Sin embargo, he seguido la tradición que hoy que prefiere llamarlo de Santiago.

2     La edad de ambos no es revelada, y parece que esta no tiene relación con el impedimento      de que Ana y José se conviertan en padres. El contratiempo, como es declarado explícitamente por el narrador, tiene que ver con la esterilidad de la primera (Prot. Sant 2, 1, 3; Prot. Sant 4, 3).

3     Al avanzar el relato, sin embargo, el narrador deja entrever que el lugar en donde se   había recluido Joaquín debe tener pastizales, toda vez que al volver “del desierto,” él está acompañado de sus rebaños (Prot. Sant 4, 4; cf. Prot. Sant  4, 2). Probablemente el autor implícito tenga  en mente una montaña, pues el retorno de Joaquín desde el desierto es descrito como “descenso (katabainō) (Prot. Sant 4, 2-3) (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 93).

4     Existen variantes textuales, sin embargo, que establecen que la gestación de Ana ocurre en el futuro (en gastri lēpsetai/en gastri lēpsomai) (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 44; TISCHENDORF, 1853, p. 9-10; PEETERS, 1924, p. 10). Esto envuelve que la gravidez acontece una vez que ella se reúne otra vez con su esposo (AMANN, 1910, p. 17-21; CLOSS, 2016, p. 34).

5     Variantes textuales de la escena apuntan a un período mayor de ocho o nueve meses (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 44; TISCHENDORF, 1853, p. 10-11; AMANN, 1910, p. 198; ELLIOTT, 1993, p. 59).

6     Testigos textuales ofrecen las siguientes variantes: Judit (Ioudith), Jut (Iouth), Jutí (Iouthi), Jutén (Iouthēn), Jutine (Iouthine) (TISCHENDORF, 1853, p. 4; AMANN, 1910, p. 186). Mi elección está basada en el texto griego de Ehrman e Pleše (2011, p.  40). Cf. BAUER    et al. (2000, p. 479).

7     El narrador indica que Ana luce deprimida (cf. Prot. Sant 2, 4; Prot. Sant 3, 1.3), pensando que su esposo, quien no le informó que había salido a orar al desierto por cuarenta días (Prot.  Sant 1, 4), había muerto (Prot. Sant 2, 1; Prot. Sant 4, 4). Jutine, en tanto Ana llora por su viudez y esterilidad (Prot. Sant 2, 1), le reprende (Prot. Sant 2, 2). Ana interpreta las palabras de Jutine negativamente y  siente que Jutine le  ha  deseado mal (Prot. Sant 2.3). Esto lleva a  Jutine a expresar retóricamente: “¿para qué te voy a maldecir yo, si ya el Señor te ha herido de esterilidad no dándote fruto en Israel?” (Prot. Sant 2, 3). Traducción al español de SANTOS OTERO (2005, p. 60).

   Una variante textual al nombre de María es  “Mariam” (TISCHENDORF, 1853, p.  11) el   cual podría evocar conceptos arraigados en la Biblia Hebrea y la LXX (FOSKETT, 2005a, p. 63-74). Sin embargo, tal noción textual carece de un apoyo externo certero (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 46).

9     No es fácil determinar la edad de María al casarse, tal y como la presenta el Protoevangelio. Pareciera que ella cumplió su servicio en el templo por doce años (Prot. Sant 8, 2), y se embaraza a los dieciséis años de edad (Prot. Sant 12, 3). Esto implicaría  que su matrimonio ocurrió cuando ella tenía quince años (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 106; AMANN, 1910, p. 229).

10   El nombre del ángel resulta ser Gabriel, el que es informado a medida que la narrativa avanza (Prot. Sant 12, 2).

11   El nombre “Isabel,” el parentesco, y la escena en general, son tomadas del Evangelio de Lucas (Lc 1, 39-45).

12   El sacerdote llega a esta conclusión al intentar probar que José y María no estaban mintiendo, y no eran los causantes del embarazo. Para esto, ambos beben el agua de la prueba del Señor, la cual no les hace daño. “El agua de la prueba del Señor” (hydōr tēs elegxeōs kyriou) parece ser una probable referencia a prescripciones veterotestamentarias que revelaban el adulterio cometido por una mujer (Nm 5, 11-31; cf. Nm 19) (GONZÁLEZ et al., 1997, p. 118-119; AMANN, 1910, p. 240-241).

13   El evento hace alusión directa a lo expuesto en el Evangelio de Lucas (Lc 2, 1-7).

14  En  términos textuales, el  texto ofrece dos versiones: una larga y  otra breve. En  ambas,  sin embargo, la concepción divina es registrada (Prot. Sant 19, 1) (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 61; TISCHENDORF, 1853, p. 34-35). Cf. GONZÁLEZ et al. (1997, p. 123-124).

15        Existe una diferencia textual sobre si la nube es oscura (skoteinē) o luminosa (phōteinē). Ver Ehrman e Pleše (2011, p. 62).

16        Según el Evangelio de Lucas, no obstante, María lleva a cabo el rito de la purificación    (Lc 2, 21-24), el cual, según el narrador de texto canónico, ocurre después que Jesús es circuncidado (Lc 2,  22; cf. Lv 12, 6-8).

17  Esta escena imita directamente el accionar de Tomas en el Evangelio de Juan (Jn 20, 24-25). Nótese que la primera parte de la frase central ocurre verbatim. Prot. Sant 19, 3: “… balō ton daktylon mou…”; Jn 20, 25: “…balō ton daktylon mou…”.

18   Esta escena presenta algunas variantes textuales importantes. Probablemente estas surgieron debido al interés de los copistas de hacer que la escena tuviera un mayor dramatismo. En esencia, no obstante, estas variantes concuerdan en que (1) Salomé examina a María; (2) Salomé recibe un castigo en su  mano; (3) para ser curada Salomé debe acercar su  mano  al niño Jesús; (4) Salomé es curada (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 62; GONZÁLEZ et  al., 1997, p. 126-128).

19   Existe una variante textual que indica que Salomé también es una partera (EHRMAN e PLEŠE, 2011, p. 62). Pero la ubicación de  la  variante parece estar dislocada en  relación al flujo narrativo de la escena. Probablemente, la inserción podría interpretarse como un añadido editorial posterior al texto primitivo. Por un lado, la lectura alternativa pudo surgir   al intentar identificar la profesión no mencionada de Salomé. Por otro lado, es posible que la variante procure establecer que la matrona y Salomé consisten en la misma persona (ZERVOS, 2005, p. 83; BAUCKHAM, 1990, p. 41). No obstante, no existen variantes textuales en las que se retraten a las dos mujeres, esto es la partera y Salomé, como un personaje fusionado.

20   Para una opinión contraria ver AMANN (1910, p. 255) y CLOSS (2016, p. 153-154).

José Luis Illanes

4.        La doctrina sobre la contemplación en la época moderna

4.1. Mística y contemplación en los inicios de la época moderna

Se ha caracterizado a veces a la edad moderna como «edad refleja», como edad en la que el hombre reflexiona hondamente sobre sí mismo, su subjetividad y sus experiencias, poniendo como ejemplo especialmente significativo de esa actitud precisamente a la literatura espiritual. Esa afirmación puede ser matizada, ya que ni la edad moderna se reconduce sin más a la subjetividad, ni de las etapas anteriores de la historia han estado ausente las referencias, incluso amplias, a las experiencias espirituales. Es un hecho, sin embargo, que en el otoño de la edad media y en los comienzos de la moderna no sólo abundan las narraciones en ese sentido, sino que dan lugar a una amplia reflexión al respecto. Así ocurre concretamente en relación a dos grandes santos de esa época, especialmente importantes para nuestro tema: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.

Santa Teresa de Jesús orientó su vida de oración a partir de la vía del recogimiento, que conoció gracias a los escritos de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo [27], a través de los cuales le llegó también la tradición espiritual que se remonta hasta la figura de Dionisio Areopagita. Su honda experiencia personal, unida a su gran capacidad de penetración psicológica, le llevaron a repensar, y luego a trasmitir con especial vigor, una doctrina espiritual con un fuerte acento teologal y cristológico [28], y a la vez antropológico o experiencial, con claros acentos personales. La oración teresiana implica recogimiento, ir hacia lo hondo del alma, para, situándose ante Dios, en su majestad y en su encarnación, en su dársenos a conocer en Cristo hombre, progresar en la intimidad y unión con Él.

En la vivencia espiritual de Teresa de Jesús, y en el modo de expresarla, domina claramente la mística esponsal, aunque está también presente, y en lugar destacado, el lenguaje sobre la contemplación: muy abundantemente en los escritos de su primera época, como la Vida y Camino de perfección, y algo menos —el hecho puede ser significativo— en los de etapas posteriores, como Las moradas. En todo caso, la santa de Ávila recoge la terminología ya consagrada según la cual el vocablo «contemplación» se aplica a los estadios superiores o más elevados en el itinerario de la contemplación, si bien —a diferencia de Guido el cartujano, y como corresponde al modo de proceder de su época— distingue no entre lectio, meditatio y contemplatio, sino entre oración vocal, meditación y contemplación.

La capacidad de introspección, tan característica de su temperamento y en sus escritos, le llevó a afirmar, en el contexto de la gratuidad que implica toda comunicación de Dios al hombre, la existencia de momentos decisivos de pasividad. No hay crecimiento espiritual sin el deseo, al menos incoado y latente, de vivir de fe, en otras palabras, sin «disponerse» a la acción divina; pero el actuar de Dios va mucho más allá de toda disposición y de todo personal empeño. De hecho —afirma en repetidas ocasiones—, el alma percibe que Dios la eleva hasta Sí, porque quiere y cuando quiere, súbitamente, a veces con ocasión de la meditación o de la oración vocal pero también en cualquier otro contexto, en suma, trascendiendo todo previo empeño ascético. Más aún, provocando una quietud de las potencias, que permanecen ciertamente vivas, porque el alma es consciente de la presencia amorosa de Dios, pero sin prodigarse en una pluralidad de actos, antes bien, manteniéndose en quietud bajo el obrar divino.

«Será posible —citemos un pasaje especialmente sintético— que rezando el paternóster os ponga Dios en contemplación perfecta si le rezáis bien; que por estas vías muestra que oye al que le habla, y le habla su Majestad, suspendiéndole el entendimiento, y atajándole el pensamiento y tomándole, como dicen, la palabra de la boca, que aunque quiere no puede hablar si no es con mucha pena. Entiende que, sin ruido de palabras obra en su alma su Maestro y que no obran las potencias de ella, que ella entienda. Esto es contemplación perfecta» [29].

Aunque el lenguaje sobre la contemplación ocupe un lugar menos destacado en Las moradas que en obras anteriores, es innegable la continuidad del pensamiento de Teresa de Jesús a lo largo de sus diversos escritos. De hecho sus referencias a la contemplación son inseparables de ese proceso de progresiva unión entre el alma y Dios que se describe con particular detalle en Las moradas, teniendo su punto de inflexión —o, por mejor decir, de desarrollo— en la morada quinta y llega a su cumbre en las dos moradas posteriores. La perspectiva teresiana fue siempre la de quien experimenta y describe el proceso del ir hacia Dios; más exactamente, el del ser atraída y llevada por Dios a una comunión cada vez mayor con Él.

Antes de dejar a Teresa de Jesús hagamos una breve referencia a lo que tal vez cabe calificar como relativa oscilación en torno a la llamada a la contemplación; es decir, a la cuestión que surge si se comparan los textos en los que, dirigiéndose a sus monjas, consuela a las que pueden ser descritas como activas, y aquellos en lo que afirma de forma neta que el «convite» divino a la contemplación es general o universal [30]. No es nuestra intención resolver, y ni siquiera abordar el problema —intento que requeriría evocar otros muchos textos teresianos—, sino sólo apuntarlo y suscitar la pregunta acerca de si puede haber alguna relación entre los textos aludidos y otros lugares de su obra en los que se deja sentir la tendencia a superar una rígida contraposición entre acción y contemplación, y a dar entrada a un mantenerse de la contemplación (habría que determinar en qué sentido) en la acción; concretamente, las palabras sobre la unión entre acción y contemplación que se encuentran en las Meditaciones sobre los Cantares [31] y el expresivo dicho «(también) entre los pucheros anda el Señor» que nos trasmite el Libro de las fundaciones [32].

En san Juan de la Cruz la personal capacidad de introspección, no inferior a la santa Teresa, se une a amplia formación teológico-escolástica, lo que da a sus escritos (con la excepción de las poesías) un tono predominante impersonal, aunque se adivina constantemente la experiencia del que escribe. Formado, también él, en la mística esponsal, el vocablo «unión» tiene en sus escritos una posición de primer plano, si bien el término «contemplación» le sigue de cerca. En su pluma este último vocablo tiene una polisemia mayor que en Teresa de Jesús; indica, en efecto, no sólo un grado elevado en la oración —aunque esa significación, muy frecuente, da razón de las demás—, sino también otras realidades, diversas aunque concomitantes: obscuridad que purifica, unión con Dios que transforma el alma, desarrollo en la vivencia de la fe...

Aunque en ningún momento procede a un tratamiento amplio y formalizado de la naturaleza de la contemplación, en diversos pasajes de sus obras se detiene a ofrecer descripciones y definiciones bastante pormenorizadas. Mencionemos cuatro [33]:

—   «La contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama el alma, en espíritu de amor» [34];

—   «La contemplación es ciencia de amor, lo cual (...) es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma hasta subirla de grado (en grado) hasta Dios, su Criador» [35];

—   «Esta Noche oscura es una influencia de Dios en el alma (...) que llaman los contemplativos contemplación infusa, o mística teología, en que de secreto enseña Dios (a) el alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo» [36];

—   «Esta noche es la contemplación (...). Llámala noche, porque la contemplación es oscura, que por eso la llaman por otro nombre Mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo» [37].

Es evidente la íntima coherencia de esas cuatro definiciones entre sí y con el conjunto de la doctrina del santo. Particularmente con su constante afirmación de la primacía de la acción divina: es Dios quien otorga la contemplación, quien en ella ilumina, instruye y enseña. Destaquemos también su referencia no sólo a la pasividad del alma —en el sentido antes indicado— y a la transcendencia del actuar divino, que puede ser calificado de secreto y oculto, ya que el alma no sabe ni el cómo ni el porqué, sino también su insistencia en la desnudez, en la renuncia a todo gusto y a toda consolación, para orientar el alma sólo a quien, como Dios, está más allá de cuanto en la historia se puede pregustar.

Señalemos finalmente —aunque está implícito en lo ya dicho— la centralidad del amor. Contemplar es noticia de Dios, advertencia de la realidad de Dios; pero noticia amorosa, advertencia de la presencia en el alma de un Dios que ama y que reclama amor. De ahí la reconducción de todo el existir a ese puro amor de Dios que canta con singular fuerza la Llama de amor viva. Cabría evocar, al llegar a este punto, la totalidad del poema, pero podemos limitarnos a la primera de las estrofas, a la petición dirigida a la llama del amor que es el Espíritu Santo para que deje de ser esquivo; y a la consideración de la muerte como el momento, en el que rompiéndose la «tela» que mantiene al alma en la oscuridad y en la penumbra, llegue a su plenitud el «dulce encuentro» que comenzó ya en la vida de oración.

Ni que decir tiene que no todos los autores de los inicios de la época moderna, o de años y décadas posteriores, estuvieron dotados de la capacidad de introspección psicológica y la hondura espiritual de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, ni coinciden con sus planteamientos. Prácticamente la totalidad comparte, al menos en líneas generales, la consideración de la contemplación como un estadio elevado de la vida de oración y son muchos los que acuden para definirla a expresiones cercanas a las que se encuentran en los escritos de Teresa de Ávila o de Juan de la Cruz. Así ocurre —es sólo un ejemplo entre otros— en san Francisco de Sales, que la define como «atención amorosa, simple y permanente del espíritu a las cosas divinas» [38]. Pero no por ello hacen suyo cuánto esas palabras implican en el pensamiento de uno u otro de los dos grandes carmelitas, ni ponen el mismo énfasis en la contemplación o en el lugar que cabe otorgarle en el conjunto de la vida espiritual [39].

El siglo XVII, a cuya puerta nos hemos quedado, y el XVIII fueron siglos ricos en muchos sentidos, pero también siglos marcados por fuertes tensiones teológicas, tanto dogmáticas, como espirituales (baste mencionar a las relacionadas con los alumbrados y después con el quietismo). Todo ello condujo a una crisis con hondas repercusiones en nuestro tema: la ruptura entre ascética y mística, de la que no es nuestra intención ocuparnos directamente, aunque no podíamos dejar de mencionarla. Antes, sin embargo, de alejarnos de los inicios de la edad moderna y saltar a otra coyuntura histórica, resulta necesario hacer referencia a dos autores de un rango inferior a los hasta ahora considerados —pertenecen al estrato de los que cabe calificar como discípulos o comentadores—, pero de los que, si aspiramos a seguir el hilo de la historia, no cabe prescindir.

En primer lugar, el carmelita Tomás de Jesús que, en las primeras décadas del siglo XVII, publicó diversos escritos en los que, presentándola como una exégesis o prolongación del pensamiento de Juan de la Cruz, formuló con nitidez —había ya precedentes— la necesidad de distinguir entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, entre una contemplación —entendida siempre como conocimiento amoroso— que surge como desarrollo de la ordinaria vida de oración y una contemplación que es fruto de un especial don divino [40].

La distinción así planteada aspiraba, en la intención de Tomás de Jesús, a impulsar entre el pueblo cristiano la vida de oración, evitando que hubiera quienes se retrajeran de esa vida pensando que está reservada a almas a las que Dios otorga especiales dones. De ahí que alcanzara pronto difusión y fortuna. Es claro a la vez que la terminología empleada, contemplación adquirida, es impropia y se presta a equívocos, ya que la vida sobrenatural es toda ella don divino y, en ese sentido, infusa. De ahí que no faltaran críticas, a algunas de las cuales tendremos ocasión de hacer referencia.

Menciones en segundo lugar al dominico Juan de Santo Tomás que, por esos mismos años —principios del siglo XVII—, redactó unos comentarios a la Summa theologiae de santo Tomás de Aquino, posteriormente publicados con el título de Cursus theologicus, que incluye una amplia exposición sobre los dones del Espíritu Santo. Los dones son considerados por Juan de Santo Tomás —que sigue aquí estrictamente al Aquinate— como hábitos infundidos por Dios gracias a los cuales el alma adquiere una especial docilidad ante la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, y aquí está su originalidad, los relaciona, mucho más fuertemente que santo Tomás con la vida mística, presentándolos como hábitos que presuponen las virtudes teologales, pero que, al trascender el modo humano de proceder —marcado por la necesidad de la reflexión y el razonamiento—, dan origen a un proceso que conduce al alma a una comunión con Dios que amplía de hecho el campo al que daban acceso esas virtudes [41]. No todos los teólogos, ni todos los intérpretes de la doctrina tomasiana, aceptaron la propuesta del dominico portugués, pero es un hecho, sin embargo, que su obra contribuyó a que la referencia a los dones adquiriera cada vez más importancia en teología espiritual y concretamente en la doctrina sobre la contemplación.

4.2. El debate sobre la llamada «cuestión mística»

El amplio debate que se desarrolló a partir de la publicación, con pocos años de diferencia, de las monografías de Auguste Saudreau (Les degrés de la vie spirituelle, 1896) y de Augustin François Poulain (Des grâces d’oraison, 1901), y que se extendió durante medio siglo constituye, sin duda, un hito importante en la historia de la reflexión sobre la vida mística y, en ese contexto, sobre la contemplación [42].

Saudreau tiene una aspiración fundamental: poner de manifiesto la unidad de la vida espiritual. De ahí que se opusiera a la distinción entre vía ascética y vía mística, entendida tal y como lo venían haciendo diversos autores desde el XVIII, es decir, como la distinción entre dos vías o caminos, distintos entre sí. En esa línea, y dando un paso más, se opuso también a la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, tal y como la había formulado Tomás de Jesús: no hay más que una contemplación, la infusa, y a ella están llamados todos los cristianos.

El método de Saudreau, sin descuidar la referencia al testimonio de los místicos y el recurso a la experiencia cristiana, es marcadamente sistemático-especulativo. El de Poulain es, en cambio, fuertemente experimental: de hecho su obra se presenta como un estudio de los diversos modos y grados de la oración que testifica la historia de la espiritualidad. Además de esta diferencia de estilo y de método, hay entre ambos autores diferencias de fondo. Poulain considera, en efecto, que el análisis del testimonio de los santos lleva a concluir en la existencia de experiencias diversas, también por lo que se refiere a la contemplación, de modo que no puede llegarse a un modelo unitario. En ese sentido —y aún reconociendo la limitación de la terminología empleada por Tomás de Jesús— se muestra partidario de mantener la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, expresándonos en términos substantivos, entre una contemplación a la que llega el espíritu como culminación de la vida de oración y una contemplación que es fruto de gracias especiales —extraordinarias— otorgadas por Dios.

Con una y otra obra quedaba claramente planteado un debate en el que intervinieron gran parte de los teólogos y filósofos interesados por los temas espirituales, especialmente —aunque no exclusivamente— en Francia y en España: Juan González Arintero, Jean-Vincent Bainvel, Réginald Garrigou Lagrange, Joseph de Guibert, Maurice de la Taille, Ambroise Gardeil, Gabriel de Santa María Magdalena, Joseph Maréchal, Jacques Maritain... Con el desarrollarse del debate, los temas, tanto de interpretación histórica como de análisis doctrinal y especulativo, se fueron ampliando hasta implicar una reflexión de conjunto sobre la evolución de las ideas desde los inicios de la edad moderna y, en ese sentido, una cierta valoración y balance —al menos implícito— de toda esa etapa.

Como ocurre con relativa frecuencia en los debates intelectuales, no se llegó a acuerdos que cerraran la discusión, aunque sí hubo puntos de confluencia y, sobre todo, clarificación sea de posiciones sea de conceptos y de terminología. No es éste el momento para intentar ni una exposición de las diversas posiciones, ni para proceder a una consideración pormenorizada de las adquisiciones realizadas. Nos limitaremos por eso a señalar —prescindiendo de nombres y de indicaciones bibliográficas para no complicar la exposición— algunos puntos que nos parecen más significativos, poniendo el acento, como es lógico, en lo que se refiere a la contemplación.

1.   El punto de acuerdo más básico y más ampliamente compartido afecta a la naturaleza de la contemplación, que —se afirma— es, en su esencia, netamente distinta de las experiencias extraordinarias (éxtasis, visiones, etc.). La contemplación, tal y como testifican los grandes espirituales —también los que han recibido dones extraordinarios— y tal y como la entiende la tradición cristiana, consiste en algo muy diverso de esos dones y experiencia, y, cabría añadir, incluso más profundo: en un acto de conocimiento y amor en virtud del cual el creyente advierte de forma vital y concreta —y en ese sentido experiencial— que está situado ante Dios y en Dios y, por así decir, rodeado y envuelto por su amor. La contemplación implica en suma pasar de la afirmación de la presencia de Dios y de la realidad de su amor —realidades ambas confesadas en todo acto de fe— a la experiencia, en uno u otro grado, de esa presencia y de ese amor.

2.   En estrecha relación con lo que acabamos de decir, se rechaza de forma decidida la distinción entre la ascética y la mística entendidas como dos vías o caminos diversos. Ascética y mística, empeño personal y comunión íntima con Dios, no son dos vías, sino dos dimensiones complementarias en el existir del cristiano en el tiempo. Puede haber, en el conjunto de ese existir, momentos predominantemente ascéticos y otros predominantemente místicos, pero una y otra dimensión estarán siempre presentes. El progreso en la oración y, en consecuencia, en la intimidad concreta y viva con Dios es, por tanto, algo a lo que está invitado —más aún, exhortado— todo cristiano. En la afirmación de la realidad de esa llamada, el acuerdo es universal; si, avanzando en ese camino, se pasa a afirmar que todo cristiano está llamado a la contemplación, el acuerdo entre los autores deja de ser unánime, ya que entran en juego precisiones respecto al concepto mismo de contemplación en las que no todos coinciden.

3.   Sin entrar ahora en la determinación de esas diferencias, a las que aludiremos más adelante, digamos que al analizar y caracterizar la contemplación y, más concretamente, la contemplación entendida como acto, los autores —tanto los que intervinieron en la polémica como las autoridades a las que citan y comentan— subrayan su simplicidad, es decir, la exclusión de una diversidad de actos —consideraciones, sentimientos, etc.—, que pueden haber precedido, pero que cesan en el momento de la contemplación, en la que el espíritu está todo él —o, al menos, en su nivel más radical y profundo— centrado en el conocimiento y el amor de ese Dios que ha salido a su encuentro y lo ha elevado hasta Él.

4.   De ahí otro rasgo ampliamente subrayado: la pasividad, entendiendo el vocablo en el sentido en que lo hacían los autores místicos, es decir, no la mera afirmación de la gratuidad y libertad de la acción divina, sino la percepción empírica —psicológica— de la trascendencia de esa acción. En el progresar de la oración, de la comunión con Dios, el paso decisivo no corresponde al creyente, sino a Dios, que, haciéndose presente cuando quiere y como quiere, atrae al creyente hacia Sí, llevándolo a niveles nuevos de intimidad con Él. Hasta aquí estamos ante una verdad cristiana básica e indiscutida. Pero los autores espirituales y sus comentadores —o, al menos, algunos de ellos— afirman algo más: que en ese proceso puede haber momentos en los que la inteligencia y la voluntad están presentes, pero de modo pasivo, es decir, consintiendo con la atracción divina y dejándose llevar por ella; en otras palabras, acogiendo una iniciativa que no viene de ellas, aunque se hace real en ellas.

5.   Dejando el plano antropológico-experiencial —en el que se sitúa el lenguaje sobre la pasividad— para pasar al ontológico, los autores —de nuevo los protagonistas del debate y los místicos que les preceden y a los que comentan— califican a la contemplación —sea en general sea, al menos, en sus grados supremos— como infusa, y ello reduplicativamente. Es decir, como un acto de conocimiento y amor que es fruto no sólo de la gracia, sino de una acción divina que, presuponiendo la gracia y las virtudes teologales, conduce a un grado nuevo de unión con Dios. En ocasiones, especialmente si se trata de autores que se mueven en el contexto de la tradición tomista, se acude, al llegar a este momento, a la teología sobre los dones del Espíritu Santo; en otros casos, se prescinde de esa teología, pero se afirma decididamente la existencia de una acción especial de Dios.

6.   Al mismo tiempo, los protagonistas de la polémica —con más énfasis en unos casos, con menos en otros— tomaron nota de un dato de hecho: las fuentes —es decir, las experiencias y escritos de los grandes místicos— testifican la existencia de grados o niveles en ese acto de conocimiento y amor de Dios que es la contemplación. En relación con ese dato —aunque tiene un alcance diverso— cabe situar una de las cuestiones más vivamente debatidas: la aceptación o rechazo de la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa. La totalidad de los autores reconoce las deficiencias ínsitas en la expresión «contemplación adquirida». Algunos pasan de ahí a sostener que no debe emplearse el vocablo «contemplación» más que en referencia a esos grados de la oración a los que los místicos de los inicios de la época moderna calificaron como tal, añadiéndole el calificativo de «infusa», con el alcance reduplicativo antes mencionado. Otros —incluso aceptando que hay grados de oración a los que sólo se accede en virtud de un especial don divino— sostienen que puede y debe hablarse de contemplación en referencia a grados de intimidad con Dios a los que el alma llega paulatinamente —y sin especial experiencia de saltos o de momentos de pasividad— en virtud de su perseverar en una vida de fe y, por tanto, de oración; y, en consecuencia, mantienen, al menos en parte y a falta de otra mejor, el uso de la expresión «contemplación adquirida».

7.   Con el desarrollarse del debate se formuló, muy pronto por cierto, una pregunta: ¿que lugar ocupa la contemplación en la vida cristiana? O también: ¿están todos los cristianos llamados a la contemplación? En la contestación a esos interrogantes influye, como resulta obvio, la posición que se haya adoptado respecto a alguna de las cuestiones anteriores. En términos generales se afirma que la contemplación —al menos, entendida en sentido amplio, como fe y amor vivos, como comunión íntima y amorosa con Dios— pertenece al desarrollo normal de la vida nueva recibida con el bautismo. Todo cristiano está, en ese sentido, llamado a la contemplación, afirmación ampliamente aceptada, pero sujeta a diferencias de formulación y de matiz en la medida en que se intenta precisar su alcance, ya que aquí inciden gran parte de las divergencias de planteamiento de las que se ha hecho mención en números anteriores.

8.   Sin pretensión alguna de exhaustividad, limitémonos a mencionar cuatro posiciones, escogidas entre las más significativas:

a)   mantener el ideal de una llamada universal a la contemplación, presentando a la vez como prototipo de contemplación lo que los grandes místicos de inicios de la edad moderna describen como grados supremos de la oración, planteamiento que, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones que testimonia la vida cristiana concreta, no deja de suscitar dificultades y conduce, en más de un caso, a atenuar la universalidad de la llamada a la contemplación, por ejemplo, distinguiendo entre una llamada remota, verdaderamente universal, y una llamada próxima, más restringida;

b)   afirmar que la plenitud de vida cristiana no implica necesariamente la contemplación, o —dicho con otras palabras— que se puede crecer en la perfección de la caridad sin desembocar por ello en la contemplación, lo que implica, como es obvio, afirmar una llamada universal a la santidad, pero no una llamada universal a la contemplación;

c)   distinguir entre diversas modalidades de la contemplación; es decir, entre una contemplación ordinaria fruto del crecimiento de las virtudes teologales, a la que todo cristiano estaría llamado, y una contemplación extraordinaria, fruto de dones especiales de Dios;

d)   acudir, presuponiendo una estrecha relación entre desarrollo de la vida cristiana y acción de los dones del Espíritu Santo, a la diversidad entre esos dones y a la posibilidad de que, en cada cristiano, predomine la acción de unos o de otros, de modo que, en el supuesto de que predomine la acción de los dones intelectuales (sabiduría, inteligencia, ciencia), se desembocaría en una contemplación formal, expresa y consciente, mientras que, en el supuesto de que predomine la acción de los operativos, la contemplación, que también se daría de algún modo, estaría como implícita en la intensidad de un amor manifestado en obras.

5.    En la encrucijada contemporánea

El debate sobre la «cuestión mística» puede darse por concluido a fines de la primera mitad del siglo XX, y ello no tanto porque, como ya apuntamos y como la exposición que precede ha puesto de relieve, se llegara siempre a conclusiones universalmente aceptadas, sino más bien porque la atención se orientó en otras direcciones. De forma un tanto esquemática puede describirse ese cambio de orientación hablando de tránsito desde una atención predominante a los aspectos subjetivos de la experiencia cristiana a una atención predominante a los aspectos objetivos de esa misma experiencia.

Esa evolución comienza ya en la década de 1930, con la publicación por el benedictino Anselm Stolz de su Theologie der Mystik [43]  y se acentuó, en la de 1950, a raíz de la intervención de Hans Urs von Balthasar en diversos escritos y especialmente en la interpretación que ofreció de la doctrina de santa Teresa de Lisieux [44]. Como consecuencia de esas y de otras intervenciones se fue imponiendo en los escritos teológico-espirituales la conciencia de que el estudio de la vida espiritual debía centrarse no ya en el análisis de etapas o edades de la vida espiritual, sino en la consideración de esa vida en conexión con el dogma cristiano en cuanto tal. Más concretamente, en la consideración de la vida cristiana como apropiación por parte de cada cristiano concreto de la verdad que el dogma implica, lo que, obviamente, tiene consecuencias psicológicas y morales, pero se sitúa a un nivel más profundo.

A decir verdad, la distinción entre mística subjetiva y mística objetiva carece de fundamento. Ciertamente ha habido, especialmente en la época moderna, pero también con anterioridad, santos que han analizado y narrado sus experiencias, y otros que han guardado silencio sobre ellas. Pero todos —también quienes han dejado constancia de su personal evolución— han tenido conciencia de que lo importante no eran sus experiencias, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo y comunicado por la acción del Espíritu Santo. De ese misterio han vivido y en ese misterio impulsaban a vivir [45].

Todo lo cual tiene consecuencias respecto a la contemplación y, más concretamente, a la reflexión sobre la contemplación. No es éste el momento de desarrollar esas afirmaciones, ya que ello excede con mucho el marco propio de una relación introductoria. No quisiera, sin embargo, concluir sin llamar la atención sobre un punto, que ha aflorado varias veces a lo largo de la exposición desarrollada hasta ahora: la distinción entre lo que podemos calificar como acto contemplativo —o contemplación en cuanto acto— y lo que en cambio cabe designar como vida contemplativa.

Gran parte de las discusiones que se han sucedido a lo largo de los siglos han estado centradas en la consideración de la contemplación entendida como acto, aspirando a precisar sea su objeto sea sus rasgos característicos y su estructura epistemológica. Así ocurría ya en Platón y en Plotino y así ha continuado ocurriendo a lo largo de la historia cristiana, con las profundas diferencias que esta experiencia implica. Cabe decir que, en parte, el debate sobre la «cuestión mística» representa la culminación de ese proceso; al menos, por lo que a las perspectivas teológico- antropológicas se refiere.

La preocupación por el análisis de la contemplación entendida como acto en el que se alcanza una particular comunión con el Absoluto, ha influido fuertemente —ya desde el pensamiento griego— en el modo de entender la distinción entre vida contemplativa y vida activa, e incluso en el origen mismo de esa distinción. La vida contemplativa se concibe, en efecto, desde esa perspectiva, como un tipo especial de vida: aquella que se organiza en orden a hacer posible el acto contemplativo. Vida que, en consecuencia, aparece como vida distinta de otras —concretamente, la activa—, también legítima, aunque —así se expresa la mayoría de los autores— menos perfecta.

Es aquí donde incide más profundamente, a nuestro juicio, la evolución de la teología y de la experiencia espiritual contemporánea, en la que esa distinción entre dos vidas es puesta en tela de juicio. Mejor dicho, en la que —sin negar la legitimidad de una vida marcada por la soledad y el apartamiento del mundo en orden a la oración— se subraya que el encuentro con Dios y el crecimiento en la comunión con Él forman parte del existir de todo cristiano que sea consciente de lo que el bautismo y la gracia implican. Toda distinción radical entre acción y contemplación queda así excluida: ya que el actuar del cristiano debe ser un actuar no sólo informado por el amor de Dios sino vivido en comunión con Él; y su oración un penetrar en la hondura del Dios Trino, es decir, de un Dios cuya vida implica amor y que en consecuencia llama no sólo a conocerle sino a participar de su amor, y por tanto a amar como Dios ama y a quienes Dios ama. Toda vida cristiana está llamada a ser, solidaria e inseparablemente, activa y contemplativa. Dicho con otras palabras, la contemplación es, en consecuencia, no tanto elemento configurador de una determinada condición vida, cuanto dimensión de toda vida cristiana.

Así se puso de relieve, en algunos momentos, durante el debate sobre la «cuestión mística» [46]. Y así ha sido subrayado con especial fuerza, partiendo no ya de una reflexión intelectual sino de la experiencia vivida y de la doctrina proclamada por algunas de las grandes personalidades de la Iglesia contemporánea. Me limito a citar una, de la que nos ocupamos en este simposio: san Josemaría Escrivá. Permitáseme por ello que termine con dos citas suyas, la primera tomada de una de sus Cartas dirigidas a fieles del Opus Dei, la segunda de una de sus homilías dirigidas al gran público. «Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei, eso habéis de ser siempre (...). Y en cada instante de nuestra jornada, podremos exclamar sinceramente: loquere, Domine, quia audit servus tuus (1S 3, 9); habla, Señor, que tu siervo escucha», afirma en la primera [47]. Y en la segunda: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» [48].

Profundizar en esas afirmaciones, y otras análogas, proceder a precisar su alcance y a analizar la tradición teológico-espiritual a la luz de cuanto aportan la teología y la experiencia contemporánea, constituye, sin duda alguna, una de las tareas de mayor calado con las que se ve confrontada la teología espiritual contemporánea.

José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/

Notas:

27.   Ver por ejemplo Libro de la vida, c. 4, n. 7 (SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas, ed. de E. Llamas y otros, Madrid 2000, 18). Para una introducción a la doctrina de santa Teresa, además de la relación de A.M. SICARI en este simposio (La contemplazione ecclesiale di santa Teresa di Gesù), ver J. CASTELLANO, «Teresa di Gesù», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mística. Fenomelogia e riflessione teologica, Roma 1984, vol. I, 495-546, con amplia bibliografía.

28.   Limitémonos a mencionar las declaraciones, netas y bien conocidas, del Libro de la vida, cap. 22 (Obras completas, ed. citada, 134 ss.).

29.   SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, c. 41, 1-2, en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, c. 25, 1-2 (Obras completas, ed. citada, 588 y 734).

30.   Camino de perfección, cc. 27-29 y 32-33 en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, cc. 17-18 y 20 (Obras completas, ed. citada, 562-568, 572-572, 702-710 y 717-720).

31.   Meditaciones sobre los Cantares, c. 7, 3 (Obras completas, ed. citada, 1080).

32.   Libro de las fundaciones, c. 5, 8 (Obras completas, ed. citada, 332).

33.   Tomamos esta selección de F. RUIZ-SALVADOR, «Giovanni della Croce», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mistica. Fenomelogia e riflessione teologica, cit., 573 (el estudio sobre Juan de la Cruz ocupa las pp. 547-597, con amplia bibliografía).

34.   Noche oscura, l. 1, c. 10, n. 6 (SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, ed. de L. Ruano de la Iglesia, Madrid 1982, 342).

35.   Noche oscura, l. 2, c. 18, n. 5 (Obras completas, ed. citada, 402).

36.   Noche oscura, l. 2, c. 5, n. 1 (Obras completas, ed. citada, 361).

37.   Cántico espiritual B, cant. 39, n. 12 (Obras completas, ed. citada, 727).

38.   SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, l. 6, c. 3 (en Oeuvres de Saint François de Sales, Annecy, t. IV, 312; tomamos la versión castellana de la edición preparada por las Religiosas de la Visitación del monasterio de Madrid, Madrid 1995, 345-346, no sin señalar que esta edición incorpora una traducción precedente: la realizada por Francisco de la Hoz, y publicada en el t. II de las Obras selectas de san Francisco de Sales, Madrid 1954).

39.   Remitamos de nuevo, para no ampliar los ejemplos, a san Francisco de Sales, cuyo Tratado del amor de Dios tiene como eje estructural el amor a Dios y la totalidad de sus implicaciones, manifestaciones y consecuencias, y en el que la referencia a la contemplación está incluida en unos capítulos (los que integran el libro 6) dedicados a la oración, vista como ejercicio espiritual gracias al cual se alimenta y crece el amor considerado en su doble vertiente: amor afectivo y amor efectivo; amor que está en el afecto y amor que está en las obras.

40.   La contemplación adquirida es —digámoslo con sus propias palabras— «un conocimiento amoroso y libre de razonamientos de la altísima Divinidad y de sus efectos, alcanzada gracias a nuestra dedicación personal»; la infusa, por el contrario, es «un conocimiento de la altísima Divinidad y de sus efectos, que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría»: TOMÁS DE JESÚS, De contemplatione divina, l. 2, cc. 3 y 4. Bibliografía sobre Tomás de Jesús en SIMEONE DELLA SACRA FAMIGLIA, Panorama storico-bibliografico degli autori spirituali teresiani, Roma 1972, 31-35.

41.   De esta parte del Cursus Theologicus, hay versiones a diversas lenguas modernas, concretamente: castellana (Los dones del Espíritu Santo y perfección cristiana por Juan de Santo Tomás, traducción, introducción y notas de Ignacio G. Menéndez-Reigada, Madrid 1948), francesa (Jean de Saint-Thomas. Les dons du Saint-Esprit, traducción de Raïssa Maritain, con prólogo de Réginald Garrigou-Lagrange, 2.ª ed., Paris 1958) e inglesa (The gifts of the Holy Ghost by John of St. Thomas, traducción de D. Hughes y M. Egan, con prólogo de Walter Farell, London 1951). Para una colocación de la posición de Juan de Santo Tomás en el contexto de las interpretaciones de la doctrina del Aquinate sobre los dones, ver la bibliografía ya citada en nota 17.

42.   No es pues extraño que haya sido objeto de exposiciones histórico-teológicas, de entre las que destacamos tres:

— Ch. BAUMGARTNER, «Contemplation. Conclusion générale», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 2171-2193; texto que, aunque formalmente se presente como una conclusión de la amplia encuesta realizada por el Dictionnaire, de hecho constituye más bien un análisis de las conclusiones a las que condujo el debate indicado.

   C. GARCÍA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid 1971 (nueva edición revisada y actualizada: Teología espiritual contemporánea. Corrientes y perspectivas, Burgos 2002); dedica al movimiento o cuestión mística el primer capítulo de la obra (15-61 de la ed. de 2002), en el que, después de una breve síntesis del desarrollo del debate, procede a analizar las diversas posiciones siguiendo los temas que se plantearon.

   M. BELDA y J. SESÉ, La «cuestión mística». Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona 1998; en el que los autores, siguiendo un esquema predominantemente cronológico, aunque con preocupación sistemática, analizan con detalle el pensamiento de los protagonistas del debate, ofreciendo la monografía más completa hasta la fecha.

43.   La obra, fruto de unas conferencias pronunciadas un año antes, apareció en Regensburg, en 1936 (hay traducción castellana: Teología de la mística, Madrid 1952).

44.   H.U. VON BALTHASAR, Therese von Lisieux, Colonia 1950 (trad. castellana: Teresa de Lisieux, Barcelona 1957); ese ensayo fue completado por otro sobre Isabel de Dijon publicado en 1953; ambos textos fueron luego recogidos en la obra Schwestern im Geist, Einsiedeln 1970 (hay traducción italiana: Sorelle nello Spirito: Teresa di Lisieux e Elisabetta di Digione, Milano 1974). Otros escritos suyos coincidentes en esa misma línea son los artículos Teología y santidad y Espiritualidad, incluidos ambos en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 1964, 235 ss y 290 ss (el primero apareció originalmente en 1948, el segundo en 1958), así como diversos pasajes de Herrlichkeit.

45.   Así lo puso de relieve, en referencia a santa Teresa de Jesús, el carmelita T. ÁLVAREZ en su estudio «Santa Teresa de Jesús, contemplativa», que, publicada en 1962 (Ephemerides carmeliticae 13, 1962, 9-662), marcó un hito en la historia de los estudios teresianos (está recogido en T. ÁLVAREZ, Estudios teresianos, t. III, Burgos 1996). Ver también, como síntesis de su planeamiento, la voz «Contemplación», que incluye en el Diccionario de Santa Teresa, Burgos 2002, 172-176.

46.   Pensamos concretamente en la intervención en ese debate de Jacques y Raïssa Maritain y, más específicamente, en sus afirmaciones —significativas, aunque no exentas de limitaciones— sobre la contemplation sur les chemins, la contemplación en los caminos. Sobre el pensamiento maritainiano a este respecto, ver nuestro estudio «Acción y contemplación en el itinerario intelectual de Jacques y Raïssa Maritain», en AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II. Actas del XXIV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, 437-454.

47.   Carta 11.III.1940, n. 13. Junto a esta cita, pueden encontrarse otras en las páginas que dedicamos a este punto en La santificación del trabajo, 10.ª ed. revisada y ampliada, Madrid 2001, 117-145 y en Existencia cristiana y mundo, cit, 311-331. Ver también las que aporta la ponencia de este simposio a la que hace un momento aludíamos en el texto (M. BELDA, La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella dottrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

48.   Conversaciones, n. 116.

Juan Luis Lorda

En los últimos dos siglos la exégesis bíblica ha suscitado, con una erudición fantástica, un enorme volumen de materiales, aunque también bastante dispersos y no siempre coherentes. Por eso, conviene recordar que el mismo Jesucristo hizo una exégesis explícita, que es la clave de toda exégesis creyente

José Luis Illanes,

El término «contemplación» no ocupa un lugar de primer plano en el lenguaje neotestamentario: el substantivo griego theoría, del que deriva, aparece una sola vez (Lc 23, 48), y el verbo theorein, si bien es de uso más frecuente, no llega a alcanzar un significado técnico. Algo parecido ocurre con los Padres apostólicos y con los apologistas, para dar paso a una situación totalmente nueva a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes [1]. Desde ese momento, y hasta nuestros días, el substantivo «contemplación», así como el verbo y los adjetivos con él relacionados no sólo constituyen una constante en la literatura espiritual, sino que desempeñan una función destacada. Y ello con un significado no genérico, sino específico, es decir, referidos precisa y netamente a Dios, presentando en consecuencia la contemplación como una cumbre —si no como la cumbre en sentido absoluto— de la vida espiritual.

De ahí la dificultad que encierra todo intento de síntesis. Cabe no obstante una posibilidad: esbozar una panorámica histórica, centrando la atención en algunos momentos fundamentales. Es la que vamos a seguir ofreciendo, a modo de pórtico, algunas consideraciones sobre el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana, y fijándonos a continuación en algunos hitos especialmente significativos en cada uno los tres periodos en los que cabe estructurar la historia de la espiritualidad cristiana: la época patrística; el periodo medieval; la edad moderna, entendiendo por tal la que se extiende desde el siglo XVI hasta nuestros días.

1.        La doctrina sobre la contemplación en el tránsito desde la filosofía griega a la tradición cristiana

1.1.    Hitos de la doctrina sobre la contemplación en el pensamiento griego

El lenguaje sobre la contemplación tiene, en la historia del pensamiento, un punto claro de referencia: Platón, que hizo de la theoría, de la contemplación, uno de los conceptos clave de su pensamiento [2]. El influjo de Sócrates, su propia y personal sensibilidad, así como el eco de las tradiciones órficas y dionisíacas, avivaron en Platón, ya desde los inicios de su itinerario intelectual, un deseo de plenitud en el que se entremezclan hasta fundirse las instancias filosófico-especulativas con las espirituales y religiosas.

La mente, que se abre espontáneamente a la verdad y al bien, no puede —no debe— detenerse en lo inmediato, ante la realidad que nos es dada en la experiencia sensible, sino que está llamada a ir más allá, orientándose con la totalidad de sus fuerzas hacia la percepción y la posterior contemplación de esa realidad plena que lo inmediato permite entrever y que, en ese sentido, desvela a la vez que lo oculta. De ahí un itinerario vital, una ascesis, en virtud de la cual el espíritu se eleva progresivamente desde lo limitado hasta lo infinito, desde el bien y la belleza tal y como nos los atestiguan los sentidos, hasta el Bien y la Belleza en sí, tal y como se dan, en toda su plenitud y pureza, en ese mundo de las ideas, de cuya existencia da testimonio la añoranza de perfección que impregna el espíritu humano. La contemplación se presenta así como la cima del existir humano, la meta hacia la que debe orientarse la totalidad de la persona. De ahí que el pensar platónico haya podido ser presentado como el paradigma del bíos theoretikós, de una vida dedicada a la busca y contemplación de la verdad y de la belleza, y caracterizada incluso —punto éste ya no tan claro en el propio Platón [3]— por la renuncia a la acción en orden a la efectiva consecución de una experiencia contemplativa.

Aristóteles —segundo hito que nos parece conveniente recordar— tematizó la distinción entre vida contemplativa y vida activa más formal y claramente que Platón, y con acentos más intelectualistas y menos religiosos. La cuestión de la diversidad de modos de orientar la vida es planteada por Aristóteles en el contexto de la reflexión sobre los bienes que pueden ser considerados como propios del hombre, es decir bienes que, de una parte, dotan a la vida de valor y de dignidad y, de otra, están efectivamente al alcance del ser humano, ya que el bien divino, aunque pueda ser añorado, está en realidad más allá de nuestras posibilidades.

Entre esos diversos bienes —prosigue el Estagirita—, sobresale uno: el bien de la inteligencia, potencia suprema del ser humano. La vida contemplativa, es decir, la vida orientada al ejercicio de la actividad cognoscitiva es por eso —concluye— la más valiosa. Es un hecho, sin embargo, que el pensamiento no se basta a sí mismo, mejor dicho, no basta para afrontar la existencia: sólo Dios es pensamiento puro, pensamiento que se piensa a Sí mismo y que encuentra en su propio pensar la plena satisfacción. El ser humano debe superar las necesidades de la vida y afrontar con energía y decisión las virtualidades del acontecer histórico. Su felicidad será por eso la que deriva de un equilibrio armónico de bienes, de modo que la busca de la contemplación deberá estar unida, en uno u otro grado, con la atención a otros bienes y, en última instancia, a las virtudes, que ordenando y regulando los actos permiten hacer frente adecuada y dignamente a la existencia. Desde esta perspectiva no sólo la vida contemplativa (bíos theoretikós), en la que predomina la orientación hacia el conocimiento, sino también la vida activa o práctica (bíos praktikós) se presentan como posibilidades llamadas a coexistir, en cuanto que necesarias ambas para el armónico desarrollo del vivir del hombre en sociedad.

Dando un salto cronológico de diversos siglos y dejando de lado etapas intermedias, pasemos a un tercer nombre, importante para nuestra historia: Plotino. En el horizonte de un gran canto a la unidad, las Enneadas plotinianas presuponen y describen un drama a la vez cósmico y antropológico. La consideración metafísica lleva a Plotino a describir la realidad que nos rodea como el fruto de un proceso de degradación o caída a partir del Uno inefable y trascendente, y de posterior regreso hacia ese mismo Uno. Este planteamiento se prolonga, a nivel antropológico, con la presentación del existente humano como un ser que experimenta la ruptura interior, la lejanía respecto del principio del que proviene y al que aspira a retornar. Los conceptos de tendencia a la unidad, de aspiración a un contacto inmediato con el Uno originario, y otros similares juegan en consecuencia un papel decisivo en el pensamiento plotiniano.

Y, muy unido a todos ellos, el de purificación, entendida como itinerario, más intelectivo que moral, a través del cual el ser humano —mejor, el alma, pues en ella reside según Plotino la esencia del hombre— va desprendiéndose progresiva pero eficazmente de cuanto, proveniente de la corporalidad, se ha adherido a ella y la somete al deseo, al miedo y al dolor. Para Plotino el ordinario existir humano, con las actividades que comporta, carece de valor en sí: es sombra, apariencia, cárcel. No hay más vida auténtica, verdadera, que la caracterizada por el orientarse decididamente del alma hacia ese Uno del que proviene. En otras palabras, la vida informada por la aspiración a que llegue un momento en el que el alma, habiendo superado por entero lo sensible, lo corporal y lo histórico —es decir, liberada de cuanto la aherroja—, experimente en su interior la presencia del Uno, contemple al Uno, y de esa forma vuelva a él, se funda en unidad con él.

1.2. Del pensar griego al testimonio bíblico

Cuando los autores cristianos comenzaron a profundizar, no sólo vital, sino también teoréticamente, en la conciencia de sentido y en el ideal de vida que habían recibido en la fe, encontraron frente a sí el amplio y bien trabado conjunto de ideas y pensamientos al que acabamos de hacer referencia. No es, pues, extraño que, aunque el término contemplación no sea —como ya hemos señalado— un vocablo con especial raigambre bíblica, los cristianos se sintieran pronto impulsados no sólo a acudir, e incluso profusamente, a esa terminología, sino a asumir algunas de las consideraciones con ella relacionadas.

Conviene no obstante dejar constancia —y hacerlo con toda claridad— que, al dar ese paso, los autores cristianos introdujeron, en la tradición especulativa que les precedía, cambios decisivos, hasta llegar, en diversos momentos, a modificar profundamente el significado de los vocablos. Los contenidos de la fe cristiana que contribuyeron a reinterpretar el concepto de contemplación con numerosos; limitémonos no obstante ahora a dos fundamentales:

1º. El mundo de lo divino al que abre la contemplación no es, para un cristiano, el universo de las ideas, densas de contenido, brillo y riqueza, pero impersonales, de que hablara Platón, sino el Dios vivo, el Dios plenamente vivo que se había ido dando a conocer a través de la tradición de Israel, hasta desvelar en Cristo la plenitud de su vivir. Un Dios dotado no sólo de vida, sino de vida trinitaria, de vida que se expresa en el eterno, mutuo e incesante comunicarse del Padre, del Hijo y del Espíritu. Contemplar pierde en consecuencia todo sentido meramente especular, toda identificación con un mero mirar, eventualmente con admiración y gozo, para significar más bien el encuentro personal, la apertura a un don, y, en consecuencia, un conocer que implica el amor.

2º. Todo ello —y pasamos así al segundo de los puntos que hemos calificado de cruciales— en el contexto de otro de los dogmas cristianos fundamentales: el de la creación y, por tanto, el de la plena distinción entre Creador y criatura. La fe cristiana excluye todo panteísmo, todo planteamiento que, aunque sea de una manera remota o larvada, implique desdibujar la trascendencia absoluta de Dios. El universo que nos rodea y en el que vivimos no procede de Dios en virtud de un proceso de sucesivas emanaciones, como pensara Plotino, o, en términos más amplios, de una caída, sino en virtud de un acto soberanamente libre, por el que Dios decide otorgar el ser a un universo distinto de Sí. El acceso a Dios no acontece en consecuencia por la vía de la superación de la materialidad o de la caducidad, sino por la de la acogida por parte del hombre de la invitación o llamada que Dios le dirige.

Se refuerza así esa referencia al amor a la que hace un momento aludíamos, y se pone de manifiesto a la vez la gratuidad de todo el proceso de acercamiento del hombre a Dios, fruto no del empeño humano sino de la iniciativa divina. No es por la vía de la mera introspección o por la del sólo conocimiento como se alcanza la unión del espíritu humano con Dios, sino por un conocimiento al que acompañe el amor, y un amor que implique no mera complacencia en la realidad conocida, sino salida de sí para darse al otro en cuanto otro, reconociendo a Dios como Otro respecto de nosotros mismos y, a la vez, como plenitud de nuestro ser que libremente se nos comunica.

La distinción entre Dios y el mundo y, en otros términos, la absoluta trascendencia divina traen consigo una consecuencia que a primera vista parecería excluir todo recurso al concepto mismo de contemplación en referencia a la relación entre el hombre y Dios: la inefabilidad e invisibilidad de Dios. A la inteligencia humana le es dado —y la Escritura deja constancia de ello (cfr., entre otros, los textos clásicos de Sb 13, 1 ss. y de Rm 1, 8 ss.)— elevarse en virtud de sus fuerzas nativas hasta el reconocimiento de la realidad de Dios, pero no penetrar en su intimidad; en otras palabras, le es dado percibir la huella del Creador en las criaturas, pero no a Dios en sí mismo. Quizá ningún texto más expresivo de esa realidad, que las palabras con las que Yaveh responde a la petición de ver su gloria que, durante la teofanía del Sinaí, le dirigiera Moisés: «(Yaveh) respondió: “Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre —el Señor—, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero”. Y añadió: “Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo”. Y continuó: “He ahí un lugar junto a mí; tu puedes situarte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver”» (Ex 33, 18-23).

Ese pensamiento llena todo el Antiguo Testamento, expresándose en palabras y en actitudes. Pero a la vez, también desde el principio hasta el final de los escritos veterotestamentarios, aparece otro, que, en cierto modo, podría considerarse antitético, aunque en realidad es complementario: la conciencia de la cercanía amorosa de Dios. Yaveh, el Señor absolutamente trascendente, se acerca al hombre, lo elige y protege; más aún, lo ama con la hondura con que un padre ama a su hijo, o un esposo a su esposa. «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él —se pregunta el salmista—, y el hijo de Adán para que te cuides de él? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor» (Sal 8, 5-6).

De ahí el surgir en el hombre —en el israelita que vivía de fe— no sólo una actitud de admiración y de obediencia, sino también un vivo deseo de comunión con Dios. Más aún, una aspiración a traspasar el umbral de lo creado, hasta llegar a verle y a estar así íntima y profundamente unido a Él. «Escucha mi voz, Señor: yo te invoco; ten piedad de mí, respóndeme. De ti piensa mi corazón: “Busca su rostro”. Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo» (Sal 27, 8-9). «Como ansía la cierva las corrientes de agua, así te ansía mi alma, Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuando podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 2-3) [4].

En Cristo y por Cristo todo ello se acentúa. Poco después del encuentro con Jesús, a raíz de la primera pesca milagrosa, san Pedro —y con él los demás discípulos— pueden todavía exclamar: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero san Juan cierra el prólogo de su Evangelio con una afirmación que va mucho más allá: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). El Dios invisible, al que nadie ha visto, nos ha sido dado a conocer. Y ello por el Unigénito, por el que está en el seno del Padre, es decir, por quien no habla de oídas, sino desde el interior del mismo Dios, haciéndonos penetrar en el misterio, en lo más hondo del vivir de Dios.

«A través del Verbo hecho visible y palpable —escribe san Ireneo con una de esas frases fuertes que son usuales en su obra— el Padre se ha manifestado» [5]. El narrar de Jesús, al que remite el prólogo joánico, hace referencia, en efecto, no sólo a las palabras por Él pronunciadas, sino al conjunto de su vida. Cristo, Hijo del Padre hecho hombre, y hombre lleno en todo momento del Espíritu, da a conocer con todas y cada una de sus acciones la realidad de Dios y de su amor. Él es, verdaderamente, la imagen del Padre, el nombre y el rostro de Dios. «Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14, 9-10). «Lo que existía desde el principio —podrá escribir san Juan al inicio de la primera de sus cartas—, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).

Aceptar el testimonio apostólico es entrar en comunión con Jesús y, en Él, con el Padre y con el Espíritu. Y, en consecuencia, conocer a Dios no en la lejanía, sino en la intimidad, en la verdad profunda de su ser y de su vida. Y en ese sentido verle, aunque sea —durante el caminar presente— mediante un ver que acontece en el claroscuro de la fe, y que, en ese sentido, no es todavía un ver, aunque, al mismo tiempo, lo es ya de algún modo, porque la contemplación, con los ojos de la fe, de la figura y la vida de Cristo, da a conocer la verdad de Dios, introduce en la comunicación íntima con Él y anticipa el ver pleno que tendrá lugar en la eternidad, al culminar el caminar terreno.

De ahí los acentos inseparablemente cristológicos y teologales y esa profunda unidad entre actualidad presente y sentido escatológico, de los que son eco y testimonio los escritos apostólicos. «Mirad —prosigue san Juan en la epístola recién citada— qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es» (1Jn 3, 1-2). Y san Pablo: «Ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13, 12).

2.        Para una aproximación a la enseñanza patrística

Los textos joánico y paulino que acabamos de citar remiten, como hemos señalado, a la escatología, pero, como también hemos subrayado, revierten, al igual que toda afirmación escatológica, sobre el presente. Fue en ese contexto, y con las implicaciones que de ahí derivan, cómo el vocablo contemplación (theoría) quedó incorporado, a partir de Clemente de Alejandría y de Orígenes, al lenguaje espiritual cristiano.

En Clemente la theoría es presentada, siguiendo la tradición de la filosofía griega, como la meta o fin de la vida, pero también —y aquí entra en juego el influjo de la fe cristiana— como uno de los grados de la vida espiritual, como uno de los escalones que se recorren hasta llegar a la comunión con Dios. De ahí que afirme que «quien se aplica a  la contemplación conversa puramente con la divinidad» y participa de las  cualidades  santas [6].  Y  que  en  ese  y  en  otros  lugares  declare  que  la theoría  es  la  perfección  de  la  gnosis  o  conocimiento [7],  y,  después  de subrayar que no hay fe sin conocimiento ni conocimiento sin fe, distinga entre aquellos en los que la vida cristiana está apenas incoada, ya que viven fe inicial, y quienes se nutren en cambio con el alimento sólido de la contemplación de Dios [8]. Orígenes se mueve en la misma línea presentando la theoría como un crecimiento en la fe que, siendo preparada por la vida recta (que designa con la palabra praxis), se alcanza, no obstante, no como consecuencia del mero esfuerzo humano sino en virtud del don divino [9].

En algunos momentos tanto Clemente como Orígenes —y algo parecido ocurre en autores posteriores— parecen presentar la contemplación no sólo como un grado elevado del conocimiento y la oración cristianas, sino como fruto de una iluminación reservada sólo a algunos cristianos. Hay que anotar, sin embargo, que ni ellos ni sus sucesores, olvidan la neta afirmación de la unidad de la vocación cristiana que, reafirmando las enseñanzas bíblicas, fuera formulada en confrontación con el gnosticismo. No hay distinción entre písticos y gnósticos, entre cristianos llamados a la fe en la palabra evangélica y cristianos que reciben el don de un conocimiento exotérico y superior. Como dijera S. Ireneo «el conocimiento verdadero es la doctrina de los apóstoles» [10]. Durante el caminar terreno no hay un más allá de la fe —que será sólo superada en la comunicación final—, sino un profundizar, bajo la acción de la gracia, en la fe recibida, de modo que el espíritu humano se une cada vez más íntimamente, mediante la inteligencia y el amor, con ese Dios que, habiéndose entregado en Cristo y en el Espíritu Santo, se comunicará sin velos en la escatología [11].

Una encrucijada a la vez especulativa y espiritual contribuyó decisivamente a fijar la posición patrística por lo que se refiere a cuanto implica la contemplación de Dios: la crisis arriana y más concretamente el enfrentamiento con el arrianismo radical representado por Eunomio. La polémica con Eunomio llevó, en efecto, a profundizar en la dialéctica entre cognoscibilidad e incognoscibilidad divinas y a clarificar la posibilidad de un conocimiento de Dios, más aún, de una contemplación de Dios, que no pone en duda, antes al contrario reafirma, la infinita hondura y riqueza y, en consecuencia, la inagotabilidad de lo divino. Por distintos caminos —y con implicaciones diversas, también en lo espiritual— tanto la mística catafática o de la luz y   la mística apofática o de la tiniebla, recogieron y reafirmaron esa verdad central.

Sea en la línea de Macario, sea en la de san Gregorio de Nisa; sea que se presente a Dios como luz cuyo infinito resplandor excede toda capacidad de ver, sea que se declare que a Dios se le alcanza sólo en el reconocimiento de la limitación de nuestros conceptos y por tanto en la aceptación de la tiniebla, es decir, de la obscuridad en la que acontece nuestro conocer las realidades divinas; sea que se ponga el acento en la iluminación de la inteligencia, sea que se ponga en la intensidad del amor, se está propugnando, en última instancia, un mismo modo de entender la contemplación. Concretamente, una comprensión de la contemplación como vivencia que connota —no ya en abstracto sino en la vivencia misma— la percepción de la infinitud y trascendencia divinas, y, por tanto, excluye y rechaza todo intento de dominar a Aquél con quien se está unido, para dar paso a una actitud radicalmente diversa: la del situarse humilde y amorosamente ante ese Ser divino trascendente e inefable, en quien se confía y a quien se ama.

Todo lo cual no excluye, en modo alguno, la afirmación de una comunión con Dios, y de una comunicación que implica conocimiento, reconocimiento de la verdad de Dios y de la realidad de su amor. Al contrario, presupone, como elemento configurante de la actitud espiritual, una comunión y un conocimiento como los descritos. Aceptar la palabra del Evangelio, reconocer la verdad del haberse hecho hombre Dios en Cristo Jesús y la de nuestra incorporación a Cristo en virtud de la acción del Espíritu, forman una sola cosa con la afirmación de la realidad de un comunicarse de Dios al hombre, hasta llenarlo por entero, en la totalidad de sus dimensiones tanto las intelectuales como las afectivas.

De ahí que la literatura espiritual de la época patrística contenga continuas referencias, ya desde Clemente de Alejandría y Orígenes, al desarrollo del vivir cristiano bajo la acción del Espíritu. De ahí, también, que la atención se dirija sobre todo a la oración y, más concretamente, a ese desarrollo de la vida de oración en virtud del cual, y bajo la acción de la gracia, el creyente pasa desde una fe inicial a una fe cada vez más hondamente vivida hasta alcanzar una conciencia viva de la realidad infinita y a la vez cercana de Dios y, al alcanzarla, abrirse por entero a la comunicación divina [12].

Una mirada al conjunto de la literatura patrística pone de manifiesto que en los escritos de los Padres, aunque no falte la referencia a experiencias vitales y concretas, predomina la consideración teológico-dogmática. Lo que condujo, de una parte, a subrayar la trascendencia divina. Y de otra, a nivel antropológico, al deseo de evidenciar lo que, presupuesta esa trascendencia, reclama e implica la comunicación divina, o sea, la necesidad de una salida de sí mismo, de un éxtasis en el sentido amplio del término, sin el cual un espíritu finito, como es el espíritu humano, no puede abrirse al don del Infinito.

Desde esta perspectiva puede decirse que, en sus reflexiones teológico-espirituales sobre la contemplación, la patrística dirigió preferentemente la mirada a lo que cabe calificar como el acto contemplativo o, con otra expresión, tal vez más exacta, la contemplación como acto específico. En otras palabras, al momento, en el que el cristiano, que sabe, en virtud de la fe, que está situado no sólo ante Dios sino en Dios, advierte —es decir, experimenta de uno u otro modo, y de ordinario como fruto o coronación de una vida de oración— que es realmente así: que Dios está en él y que él está en Dios. Y en ese sentido no sólo confiesa la realidad de Dios y de su amor, sino que la percibe, la contempla, la siente cercana, aunque sea en el claroscuro de la fe, y advierte como el alma se llena de Su presencia.

Sobre ese momento los autores vuelven una y otra vez, con análisis y consideraciones cada vez más detenidas. No se ocuparon tanto, en cambio, del modo en que este acto reverbera sobre el vivir y el actuar cotidianos. Más aún, aunque nunca faltó la referencia al mandamiento del amor y a sus implicaciones históricas —y, en consecuencia, a la acción—, puede decirse que, en más de un momento, afloró la tendencia a ver en la necesidad de afrontar el vivir diario, y, por tanto, en la acción, una realidad que dificulta llegar a la plenitud de la contemplación o que, al menos, provoca un alejamiento de la cumbre contemplativa antes alcanzada y, en ese sentido, de algún modo, una perdida o caída.

No queremos por eso cerrar este apartado sin hacer referencia, aunque sea breve, a otro filón de pensamiento espiritual que, sin dar origen a una reflexión especulativa del rango de la hasta ahora considerada, surcó también la época patrística: la invitación a mantener siempre vivo el «recuerdo de Dios» (mneme Theou) y a perseverar —en conformidad con la exhortación paulina— en una oración continúa, sean cuales sean las personales circunstancias u ocupaciones (Rm 12, 12; 1Co 10, 13; Col 3, 17) [13].

3.        De la teología patrística a la medieval

Introduzcámonos en la consideración de la teología de la Edad Media citando uno de los escritos sobre la contemplación más difundidos a lo largo del medioevo: la Carta sobre la vida contemplativa —también conocida como Scala claustralium o Scala paradisi— escrita en el último  tercio  del  siglo  XII  por  Guido  II,  prior  de  la  Gran  Cartuja [14]. Dedicada a exponer la vida de oración, y más concretamente las etapas de la oración, distingue, sintetizando una tradición que le precede, cuatro grados o escalones que debe subir quien aspire a progresar en esa vía: lectio, meditatio, oratio, contemplatio.

La oración se inicia con la lectio, con la lectura, o la escucha, de la palabra contenida en la Sagrada Escritura. Prosigue con la meditatio, en la que se vuelve sobre lo leído, para profundizar en su contenido y en su riqueza, lo que desemboca —con unos u otros acentos según el pasaje de que se trate— en una honda y viva admiración ante la infinitud de Dios y la magnitud de los bienes que dimanan de su amor. A continuación se despliega la oratio, por la que el alma, llena de los sentimientos que ha provocado la meditación, acude humildemente a Dios, suplicándole que le conceda gustar de bienes que le ha hecho conocer, a los que ella misma, por sus propias fuerzas, no puede llegar. Culmina con la contemplatio, en la que Dios, habiendo escuchado la oración —y en ocasiones anticipándose a la conclusión de las peticiones o plegarias—, viene al encuentro del alma, la consuela, la alimenta y la vivifica, hasta conducirla, alternando momentos de luz y de gozo con momentos de aridez y de sequedad, a un pleno olvido de sí misma y a una honda comunión con Dios.

En términos generales puede decirse que el esquema sintetizado por Guido el Cartujano —dotado de la sencillez de lo que es fruto del decantarse de una tradición ya dilatada— estuvo presente, con matices según los diversos autores, a lo largo de todo el medievo [15]. La contemplación, de la que casi todos los autores medievales hablan —unos con más profusión, otros siendo más parcos en el uso del vocablo—, es siempre presentada como una cumbre en el encuentro del hombre con Dios. Todos coinciden también en subrayar su gratuidad —es decir, su carácter de fruto del don divino—, así como la importancia decisiva que, en su configuración, tiene el amor. Contemplar es acto de la inteligencia, que, iluminada por la fe, se reconoce situada ante Dios, pero de una inteligencia que connota el amor al Dios que la fe confiesa. Más aún, que está profundamente impregnada por ese amor, siendo llevada y como arrastrada por él hasta llegar, bajo la acción de la gracia, a más allá de sí misma. La fe nunca es transcendida —sólo en la patria se alcanzará la visión—, pero el amor al Amado lleva a reconocer —y sentir— de modo cada vez más vivo su realidad y su presencia.

El contexto o trasfondo que acabamos de resumir es común a la teología medieval y a la patrística. Si, dándolo por supuesto, se aspira a destacar rasgos que puedan ser presentados como peculiares de la espiritualidad medieval, cabe encontrarlos en línea con la última de las afirmaciones realizadas. Los autores medievales tienden, en efecto, a subrayar la dimensión amorosa y afectiva del contemplar y, más concretamente, la acentuación de la afectividad que deriva del hecho de poner en estrecha relación experiencia contemplativa y consideración de la humanidad de Cristo. La experiencia espiritual del medioevo —siguiendo la huella dejada por san Bernardo de Claraval y san Francisco de Asís, por citar sólo dos figuras especialmente señeras [16]— estuvo fuertemente marcada por la meditación sobre los pasajes —sobre los misterios— de la vida de Jesús, y particularmente por la meditación de esos dos momentos, decisivos en orden a percibir la hondura del amor divino, que son Nazaret y el Calvario. En uno y en otro momento de la vida de Cristo se hace en efecto patente, con singular fuerza, la desmesura del amor de un Dios que lleva su entrega hasta hacerse niño y consumar su vida terrena en y a través de la muerte en la cruz.

Esa acentuación cristológica, unida a otros factores, podía conducir —y condujo en más de un momento— a una valoración, también desde la perspectiva espiritual, del vivir común del cristiano, como lo manifiesta —entre otras realidades— la aparición de las órdenes terceras. El esquema de la vida espiritual, acuñado por Orígenes y difundido por el monaquismo primitivo, según el cual la práctica de la virtud constituye una etapa previa a la contemplación, y la consideración de la contemplación como acto que no sólo lleva al alma a más allá de ella misma, sino que, de un modo u otro, la aparta de las condiciones ordinarias del vivir, continuaron, sin embargo, ocupando un lugar decisivo. De ahí que la acción —elemento inseparable del vivir ordinario— continua siendo vista como componente necesario del concreto existir humano, y en ese sentido como realidad querida por Dios, pero que en todo caso —también en el de la acción apostólica— implica, en uno u otro grado, un apartamiento o una dificultad de la contemplación.

No es nuestra intención proceder a un estudio de las diversas personalidades que jalonaron la historia de la teología y la espiritualidad medievales, pero resulta imprescindible —dada la importancia de su influjo en la historia del pensamiento teológico— dedicar algunos párrafos, aunque sean breves, a santo Tomás de Aquino [17]. Hagamos nuestra, ante todo, una observación ya formulada por otros autores: en conformidad con su modo general de proceder, el Aquinate, siendo él personalmente un gran espiritual y un gran maestro de espiritualidad, ofrece no tanto un testimonio de carácter personal, cuanto una explicación teológica de la contemplación. A él se le debe, en todo caso, una de las definiciones de contemplación más precisas y ajustadas desde una perspectiva gnoselógica: simplex intuitus veritatis [18]; lo que, en referencia a cuanto ahora nos ocupa —la contemplación de Dios—, puede traducirse hablando de la mirada dirigida directa e inmediatamente —sin mezcla de argumentación o raciocinio— a la verdad de Dios.

La gnoseología aristotélica, con la que opera, ayudó a Tomás de Aquino no sólo a formular la definición recién mencionada, sino también a subrayar la gratuidad que la contemplación de Dios implica. El objeto propio de la inteligencia humana es el ser en cuanto abstraído de la realidad sensible. Ese hecho, unido al principio del estricto paralelismo entre las fuerzas de una naturaleza y sus aspiraciones, establecido por Aristóteles en el De coelo et mundo, podía conducir —y condujo de hecho, como pone de manifiesto el pensamiento de alguno de los discípulos del Estagirita así como el posterior averroísmo latino— a un naturalismo. En el doctor de Aquino conduce en cambio a una doctrina de la gracia que subraya la profunda transformación —recreación, por decirlo con lenguaje de inspiración paulina (cfr. 2Co 3, 17; Ga 6, 15)— que la comunicación de Dios al hombre trae consigo. Dios, con su gracia, transforma al hombre desde dentro otorgándole una vida nueva —la que deriva de la gracia— que, al mismo tiempo, le es propia y le ha sido y está siendo donada.

La fe, la esperanza y la caridad son principios de vida comunicados al hombre, que se despliegan en virtud del ejercicio de una libertad que está, en todo momento, sostenida e impulsada por la gracia. Retomando la reflexión sobre el texto de Isaías 11, 2-3 realizada por san Agustín, Tomás de Aquino desemboca en una amplia teoría sobre los dones del Espíritu, que no será recibida en todos sus aspectos por la totalidad de la tradición teológica posterior, pero que la marcará profundamente. Dios tiene siempre la iniciativa en la vida espiritual, y eso reclama por parte del hombre actitud de escucha, más aún, docilidad, capacidad para dejarse llevar. Y es esa docilidad lo que otorgan los dones del Espíritu Santo. El progreso en la vida espiritual, y como parte de ese progreso la contemplación, está en conexión con la realidad de los dones del Espíritu Santo y, especialmente, por lo que a la contemplación se refiere con los dones de inteligencia y de ciencia y, más aún, con el de sabiduría, en la que conocimiento y voluntad, inteligencia y amor se entrecruzan [19].

Santo Tomás destacó en todo momento la dimensión intelectiva de la contemplación, pero no olvidó nunca la limitación, durante el existir histórico, del conocer humano, también la del conocer cristiano. El acto de fe no termina en los enunciados con los que la fe se predica y confiesa, sino en la realidad misma de Dios a la que esos enunciados remiten [20], pero ello no suprime la limitación de esos enunciados, ya que ninguno, ni el conjunto de todos ellos, alcanza a expresar la riqueza infinita del ser de Dios. De ahí que, en la condición presente, el amor pueda ser más unitivo que el conocimiento, puesto que no está circunscrito a lo que de Dios sabemos, sino que tiende a Dios en sí mismo, tal y como es. Se trata, por lo demás —tampoco conviene olvidarlo—, de un amor que impulsa a conocer; mejor, que, creando una connaturalidad con el Amado, lo da de algún modo a conocer [21]. Tiene, pues, razón san Gregorio Magno —comenta el Aquinate en un pasaje que resume bien su pensamiento— cuando «pone la esencia de la vida contemplativa en el amor de Dios, en cuanto que de este amor se pasa a contemplar su belleza. Y, puesto que el deleite consiste en alcanzar lo que se ama, el término de la vida contemplativa es el gozo, que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor» [22].

En el párrafo recién citado hemos pasado del substantivo «contemplación» a la expresión «vida contemplativa». Santo Tomás de Aquino se hace eco de la distinción entre vida activa y vida contemplativa, más aún, la asume sin ambages, dedicándole diversas cuestiones de la Summa, en las que hay un amplio recurso a expresiones aristotélicas. Explica esta distinción entre una y otra vida según aquello a que predominantemente tienden: la contemplación de la verdad o las obras exteriores [23]. En ese contexto afirma decididamente la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, viendo en ello un reflejo no sólo de la superioridad del conocimiento sobre la acción, sino también una aplicación del principio, ya varias veces aludido, según el cual la vida moral, encaminada al dominio de las pasiones, constituye como un etapa preparatoria de la contemplación, entendida a su vez como acto en el que inteligencia y voluntad se centran en la consideración de la verdad divina. De ahí que continúe considerando, al igual que sus predecesores, que la acción, las obras exteriores, aun siendo necesarias en la condición presente, apartan de la contemplación. Y que afirme que las virtudes morales tienen, respecto a la contemplación, una función dispositiva, en el sentido recién indicado, es decir, en cuanto que, dominando y regulando las pasiones, hacen posible la quietud del ánimo [24].

Hay un momento, sin embargo, en el que, dando un paso en otra dirección, reconoce en las obras, y en la virtud que a ellas se refiere, una capacidad no sólo dispositiva, sino por así manifestativa o expresiva. Nos referimos a los pasajes en los que enuncia la fórmula que luego la Orden de Predicadores asumió como lema: contemplata aliis tradere [25]. La contemplación aparece ahí como momento o estado en el que, habiéndose connaturalizado la mente con la verdad —y singularmente con la verdad divina—, el hombre alcanza la capacidad de trasmitir adecuada y eficazmente esa verdad. Estamos, sin duda, ante una afirmación que nos conduce más allá de lo meramente dispositivo, y que incluso abre las puertas a una consideración del influjo de la contemplación sobre la totalidad del existir, si bien el Doctor de Aquino no desarrolló esas implicaciones en referencia al existir presente [26].

José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/

Notas:

1. Una breve síntesis de los inicios de ese desarrollo linguístico en J. LEMAITRE, R. ROQUES y M. VILLER, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Étude de vocabulaire», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 1762-1764 (la síntesis ofrecida en esas columnas se extiende luego ampliamente, contando con la colaboración de otros autores, hasta col. 1911, en referencia a la patrística griega y, a partir de la columna mencionada, también a la latina); ver también el Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, donde el tema es tratado al ocuparse del verbo orao (W. MICHAELIS, vol. I, 315 ss; trad. italiana: Grande lessico del Nuevo Testamento, vol. VIII, cols. 886 ss).

2.  En este párrafo y en algunos de los que siguen retomamos, en parte y no sin cambios, la exposición ya realizada en el capítulo que dedicamos a la contemplación en nuestra obra Existencia cristiana y mundo, Pamplona 2003, 303 ss. Una síntesis de las ideas sobre la contemplación en Platón y en el conjunto del mundo greco-romano, en R. ARNOU, «La contemplation chez les anciens philosophes du monde gréco-romain», apartado II de la voz «Contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II/2, cols. 1716-1742. Ver también, A.J. FESTUGIÈRE, Contemplation et vie contemplative selon Platon, Paris 1950; R.-A. GAUTHIER, La morale d’Aristote, Paris 1958; J. GUITTON, Le temps et l’eternité selon Plotin et saint Augustin, Paris 1933; J. TROUILLARD, La purification plotinienne, Paris 1955. Para una reinterpretación de Platón a partir de los escritos esotéricos, ver G. REALE, Platón: en busca de la verdad secreta, Barcelona 2001. Una panorámica del desarrollo de las ideas en el tiempo que va desde Epicuro a Séneca en A. GRILLI, Vita contemplativa. Il problema della vita contemplativa nel mondo greco-romano, Brescia 2002.

3.  Ver al respecto, la interpretación de la posición platónica defendida, entre otros, por E. VOEGELIN, Plato, Baton Rouge (USA) 1957.

4.  Ambos textos, y otros paralelos, connotan, ciertamente, la lejanía respecto del templo de Jerusalén, pero apuntan, incluso en su pura literalidad, a una comunión mucho más profunda que el mero hecho de invocar a Yaveh en un lugar concreto, aunque sea el lugar por Él elegido.

5.  S. IRENEO, Adversus haereses 4, 6, 6 (PG 7,989; SC 100, 448-449).

6. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata IV, 6, 40, 1 (SC 463, 124-125; trad. castellana de M. MERINO, Stromata IV-V, «col. Fuentes Patrísticas», Madrid 2003, 113).

7. Cfr. Stromata VII, 13, 83, 3 (SC 428, 256-257).

8. Cfr. Stromata V, 1, 1, 5-2,1 (SC 278, 24-29).

9.  Ver, entre otros, P.-Th. CAMELOT, Foi et gnose. Introduction à l’étude de la connaissance mystique chez Clément d’Alexandrie, Paris 1945; W. VOLKER, Das Vollkommenheitsideal des Origenes, Tübingen 1932; J.J. ALVIAR, Klesis: the Theology of Vocation according to Origene, Dublin 1993; H. CROUZEL, Origène et la «connaissance mystique», Paris 1961.

10.   S. IRENEO, Adversus haereses 4, 33, 8 (PG 7,1077; SC 100, 186-188).

11.   Anotemos, aunque sea de pasada, que el uso patrístico del vocablo «contemplación» no es unívoco, ya que los textos hablan de la contemplación connotando una diversidad de realidades contempladas, aunque siempre en un contexto religioso-espiritual y teniendo como punto último y radical de referencia a Dios mismo, al que la contemplación, a fin de cuentas, en todo instante remite. Baste citar, a modo de ejemplo, la distinción que, sistematizando afirmaciones anteriores, establecerá Evagrio entre grados o tipo de contemplación, de los que, en el contexto en que nos encontramos, podemos destacar dos: la fisiké theoría, o contemplación religiosa del mundo en cuanto ámbito del juicio y de la providencia divinas, y la theologiké theoría, o conocimiento amoroso de Dios, cuya cumbre es la theoría tes agías Tríadas, o contemplación de la Santa Trinidad (ver, entre otros textos evagrianos, Praktikós 1,1: PG 40,1221; SC 171, 498-501).

12.   Una exposición más desarrollada, pero también sintética, puede encontrarse, por lo que se refiere a la tradición griega, en J. LEMAITRE, J. DANIÉLOU y R. ROQUES, Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens, y, por lo que se refiere a la tradición latina, en M. OLPHE-GAILLARD y J. LECLERQ, «La contemplation dans la littérature chrétienne latine», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1827-1911 y 1911-1936. Así como en las relaciones de L.-F. MATEO-SECO (La «Theognosia», contemplazione di Dio nella tenebra, secondo san Gregorio di Nissa) y de N. CIPRIANI (La «Sapientia», contemplazione della verità, nella dottrina e nell’esperienza di sant’Agostino) presentadas en este Simposio.

13.   Algunos datos en J. LEMAITRE, «Contemplation chez les grecs et autres orientaux chrétiens. Formes implicites de contemplation», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., cols. 1858-1862 y en I. HAUSHERR, «La oración perpetua del cristiano», en AA.VV., Santidad y vida en el siglo, Barcelona 1969, 125-190; más extensamente, en los diversos estudios que M. BELDA le ha dedicado: «La oración continua según Clemente de Alejandría», en T. TRIGO (dir.), Dar razón de la esperanza. Homenaje al Prof. José Luis Illanes, Pamplona 2004, 795-808; «La preghiera continua secondo sant’Ambrogio», en La preghiera nel tardo antico. Dalle origini ad Agostino, Atti del XXVII Incontro di studiosi dell’antichità cristiana, Roma 7-9 maggio 1998, «Studia Ephemeridis Augustinianum 66», Roma 1999, 275-287; «La preghiera continua secondo sant’Agostino», en Annales theologici 10 (1996/2) 349-379; «The Continual Prayer according to John Cassian», en P. ALLEN, W. MAYER y L. CROOS (dirs.), Prayer and Spirituality in the Early Church, Sydney 1999, vol. 2, 127-143.

14.   GUIGUES II LE CHARTREUX, Lettre sur la vie contemplative, ed. de E. Colledge y J. Walsh, SC n. 163.

15.   Hubo además, como es lógico, otras sistematizaciones; entre ellas mencionemos otra, menos didáctica y más personal, pero también muy influyente: la de SAN BUENAVENTURA en su Itinerarium mentis ad Deum. Un comentario a esta obra buenaventuriana, en la relación presentada en este Simposio por A. NGUYEN VAN SI (La contemplazione sapienziale di san Bonaventura).

16.   Sobre la espiritualidad medieval en su conjunto, ver J. LECLERQ, La spiritualité du Moyen Âge (siècles VI-XII), Paris 1966, y F. VANDERBROUCKE, La spiritualité du Moyen Âge (siècles XII-XVI), Paris 1966.

17.   Sobre la doctrina espiritual de santo Tomás, puede consultarse J.-P. TORRELL, Saint Thomas d’Aquin, maître spirituel, Fribourg-Paris 1996, con amplia bibliografía (aunque no dedica ningún apartado específicamente a la contemplación) y J.-H. NICOLAS, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris 1980. Ver también la relación presentada en este Simposio por R. WIELOCKX (La «oratio» eucaristica di s. Tommaso. Testimonianza di contemplazione cristiana).

18.   2-2, q. 180, a. 3 ad 1; a. 6, ad 2.

19.   Sobre la doctrina tomasiana acerca de los dones, y por lo que a la Summa theologiae se refiere, ver 1-2, q. 68 y, especialmente, las cuestiones que dedica a cada uno de los dones en la 2-2; mencionemos particularmente la dedicada al don de sabiduría, 2-2, q. 45. Sobre los dones del Espíritu Santo en santo Tomás, constituyen un buen punto de referencia: M.-M. LABOURDETTE, «Dons du Saint-Esprit», en Dictionnaire de Spiritualité, cit., vol. III, cols. 1610-1635 y los tratados clásicos de S.-M. RAMÍREZ, Los dones del Espíritu Santo (ed. de Victorino Rodríguez), Madrid 1978 y M.-M. PHILIPPON, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1985. Una buena exposición histórico-doctrinal sea de la doctrina de santo Tomás de Aquino sea de las diversas interpretaciones en C. GONZÁLEZ-AYESTA, El don de sabiduría según santo Tomás: divinización, filiación y connaturalidad, Pamplona 1998.

20.   Summa theologiae 2-2, q. 1, a. 2, ad 2.

21.   Sobre la importancia del conocimiento por connaturalidad en santo Tomás, ver J.-M. PERO-SANZ, El conocimiento por connaturalidad. La afectividad en la gnoseología tomista, Pamplona 1964; M. D’AVENIA, La conoscenza per connaturalità in s. Tommaso d’Aquino, Bologna 1992.

22.  2-2, q. 180, a. 1.

23.  2-2, q. 179, a. 1.

24.   Cfr., entre otros textos, 2-2, q. 180, a. 2.

25.   2-2, q. 188, a. 6; comparar con 2-2, q. 181, a. 3. Al respecto puede consultarse M.-M. LABOURDETTE, «L’ideal dominicain», en Revue thomiste 92 (1992) 344-354.

26.   Sí lo hizo en cambio en referencia al estado escatológico: ver, por ejemplo, Summa theologiae. Supplementum q. 82, a. 3, ad 4 (esta cuestión del Supplementum retoma In IV Sententiarum dist. 44, q. 2, a. 1, qla 3). Sobre el contemplata aliis tradere de santo Tomás de Aquino, en comparación con el contemplativus in actione de Jerónimo Nadal con la intención de describir el temple espiritual propugnado por san Ignacio de Loyola, y el contemplativos en medio del mundo de san Josemaría Escrivá, al que luego nos referiremos expresamente, ver lo que hemos escrito en Existencia cristiana y mundo, cit., 301-303.

 

Pedro Ortega Ruiz

En este artículo quiero hacer algunas propuestas que nos ayuden a abordar la educación para la paz desde unos supuestos teóricos que respondan  a  la  condición  del  ser humano como ser situado, atado a una circunstancia de la que le es imposible evadirse sin arriesgar su misma identidad. Este carácter histórico y singular del hombre condiciona esencialmente toda la acción educativa. La educación para la paz contempla, por tanto, al ser humano que vive aquí y ahora, en la circunstancia de un tiempo y un espacio concretos de la que le es imposible desprenderse. De este hombre y mujer concretos hablamos como sujetos de la educación para la paz.

Me complace constatar que este Simposio vincula la paz con la práctica de la justicia y la solidaridad. De otro modo no sería posible la paz. Felicito, por ello, a los organizadores de este evento.

1.        De dónde venimos

Una mirada retrospectiva a los acontecimientos de la segunda mitad del pasado siglo nos dibuja una historia del hombre llena de contrastes,  de  luces  y  sombras.   El   siglo  del mayor encumbramiento del hombre ha conocido también las formas más inhumanas de degradación. Junto al espectacular desarrollo del conocimiento científico y tecnológico, crecimiento económico y bienestar social,  se ha producido también, en grandes áreas del planeta, el aumento de la pobreza y el exterminio masivo de los seres humanos (Auschwitz); junto al desarrollo industrial, se ha dado también un imparable deterioro del medio ambiente; junto a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el enfrentamiento más encarnizado entre los pueblos; a la vez que se ha conquistado el espacio, se ha perdido la batalla de una promoción del conocimiento en los países pobres; junto a un crecimiento exponencial de la riqueza en una cuarta parte del mundo, se ha asistido indiferente al crecimiento escandaloso de la miseria en el resto; mientras con unos se hablaba de paz, se promovía en otros lugares la guerra; junto a sistemas democráticos en el gobierno de los pueblos, hemos conocido, y sufrido, inimaginables regímenes totalitarios. La situación de enfrentamiento y de odio entre pueblos se extiende también a esta primera década del siglo XXI: fundamentalismo religioso y político, éxodo masivo de poblaciones huyendo de la persecución y de la muerte, terrorismo, millones de refugiados viviendo en condiciones inhumanas… No hemos aprendido nada de nuestros errores pasados.

¿Qué ha ocurrido entre nosotros para “hospedar” tales contrastes de luces y sombras? Algunos han querido ver en el hombre una tendencia “cainita” que le lleva a la dominación y sometimiento, cuando no a la  eliminación  del otro. En el pórtico mismo de la existencia humana aparece la violencia. Desde entonces, ésta ha formado parte inseparable de la urdimbre de la historia, como si el texto bíblico tuviese buen cuidado en hacernos recordar que esta experiencia originaria es algo con lo que es preciso contar en las relaciones humanas.

No pretendo hacer un diagnóstico de los “males de nuestro tiempo”, pero sí señalar, al menos, un fenómeno que está en la raíz de los acontecimientos que han marcado la historia del  último  siglo.  Me  refiero  a  la  Ilustración  y a la interpretación que dos destacados representantes de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1994) hacen de la misma: lo que en un principio se presentaba como un proceso de liberación del hombre, su emancipación por el imperio de la razón, acabaría siendo para el mismo hombre fuente de inspiración de las mayores opresiones. La igualdad y la libertad pronto se tornaron en esclavitud y dependencia. El espíritu  creador de una sociedad libre dio lugar a estructuras  de homogeneización y de pensamiento único; la defensa de la dignidad de las personas a las formas más ingeniosas de tortura y exterminio. La Ilustración se había convertido en una gigantesca máquina de manipulación y engaño.

Es la razón instrumental la que ha estructurado la sociedad moderna y se ha convertido para  el hombre en el criterio principal, cuando no el único, que decide y justifica, en la práctica, los  comportamientos   sociales,   económicos  y políticos (Taylor, 1994). Esta mentalidad instrumental  que  caracteriza   a  la   sociedad y al hombre de nuestros días ha penetrado profundamente en todas las estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de vida. El ser humano ha pasado a ser un objeto que tiene  un precio, se ha cosificado. Habermas (1996, 140), comentando  a  Horkheimer,  se  hace eco de este hecho: “ Las propias ideas (en el sentido kantiano) se ven arrastradas por el remolino de la cosificación; hipostatizadas y convertidas en fines absolutos, sólo tienen ya un significado funcional para otros fines. Y al consumirse de este modo la provisión de ideas, toda pretensión que apunte más allá de la racionalidad con arreglo a fines, pierde su fuerza trascendedora; la verdad y la moralidad se ven privadas de su contenido incondicionado”. La razón instrumental ha llevado a sus límites más extremos la dominación sobre el hombre hasta convertirlo en algo superfluo, “en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales” (Arendt, 1999, 533). Esta mentalidad que busca en la eficacia y el beneficio la razón última que legitima el comportamiento social y político ha puesto las bases para una legitimación social de la explotación del hombre, con lo que esto significa de pérdida del valor no  canjeable del ser humano y de su condición de ser fin en sí mismo inherente a toda persona. Y esta mentalidad instrumental es la que rige las relaciones entre los pueblos y, no pocas veces, también entre los individuos. “¿Soy yo guardián de mi hermano?”, respondía Caín. Quizás esta frase resuma el espíritu de nuestro tiempo y nos acerque a comprender mejor lo que nos está pasando; quizás en el texto bíblico estén las claves para un discurso nuevo sobre la paz, sobre su contenido y sus exigencias (Ortega y Mínguez, 2001a).

2.           ¿Qué es la paz?

La paz no es ausencia de conflictos y de guerras, ni de tensiones y conflictos, ni adhesión ciega a una ideología o sistema político. La idea de paz negativa encierra una visión demasiado estrecha que apenas repercute en la existencia concreta de los individuos y de las sociedades: es solidaridad. La paz es respeto  y tolerancia hacia las ideas y persona del otro, es libertad y es justicia. Implica necesariamente el reparto equitativo de los bienes y riquezas, de las posibilidades humanas, desde el reconocimiento de la igual dignidad de todos los individuos y pueblos. Es un proceso, no el fin de un camino; un proyecto siempre abierto por construir, una tarea por hacer que sólo desde la utopía se pone en movimiento. No es ninguna forma de “pacifismo” indoloro que aletarga la conciencia y ciega los ojos para mirar, juzgar y transformar la realidad. El concepto de paz está indisolublemente unido a las libertades y a los derechos del hombre, pues si las libertades políticas no existen, el resultado será la parálisis total de la acción a favor de la paz. La paz es  el cumplimiento, no formal sino real, de los Derechos Humanos, el reparto equitativo  de los bienes sociales y naturales, el respeto a     la cultura de los otros pueblos y la libertad de las creencias y opiniones legítimas de cada ciudadano e institución. En síntesis:

a)        La paz es, ante todo, obra de la justicia. Sin estructuras sociales justas no es posible hablar de paz.

b)        La paz no es ausencia de guerra o violencia, ni es el resultado de la imposición del fuerte sobre el débil, ni tampoco la mera coexistencia “pacífica” inspirada en el temor recíproco de los individuos y pueblos.

c)         La paz es un proceso, búsqueda y tarea. No es el fin de un camino, ni una meta. Es una tarea que se va haciendo realidad en la esperanza y en la justicia.

d)        La paz es algo más que la justicia. Exige gratuidad, solidaridad compasiva. Una paz fundamentada sólo en la justicia no daría lugar a una convivencia armoniosa entre todos, a lo más a una coexistencia fundamentada en el temor.

La antropología que subyace en el texto bíblico, antes citado, refleja dos posiciones o categorías contrapuestas: una individualista: “¿Soy yo responsable de mi hermano?” y otra relacional o comunitaria: “¿Dónde está tu hermano?” que se van a ver reflejadas después en el pensamiento occidental. La primera, se  hace  presente  en la concepción individualista del hombre en la filosofía de Descartes, que  aparece  también en Kant con la autonomía moral de la persona. La segunda, en la  concepción  personalista  del hombre que encuentra en la relación con   el otro la dimensión radical de la persona. El hombre animal se “humaniza” en su relación con el otro, o más bien, desde y para el otro. No es un ser en sí, ni para sí, sino para/con el otro. De ahí le viene su radical alteridad. Buber, Mounier, Lacroix, Ricoeur, etc. se inscriben en esta corriente de pensamiento. Levinas (1987) acentuará aún más el carácter relacional del hombre al establecer la dependencia de este en su constitución como sujeto moral. Es “el otro” el que nos hace sujetos morales cuando nos hacemos cargo de él, cuando respondemos de él. En Levinas, la relación moral no parte del sujeto hacia “el otro”, decidida desde mi libertad, sino que viene siempre desde la iniciativa del otro hacia mí. Ambas concepciones del texto bíblico se ven reflejadas en el concepto de paz. En nuestra sociedad ha calado profundamente la interpretación intimista de la paz. Esta se entiende, no pocas veces, como un estado interior de armonía y equilibrio, como un estado psicológico de bienestar. Así se habla de “paz consigo mismo” o de “paz interior”.

Pero la paz, en la antropología del texto bíblico, tiene un inevitable componente ético-moral y social: “¿Dónde está tu hermano?”. No es posible vivir en paz con los otros sin dar respuesta a esta pregunta. Y si la paz es responsabilidad,  la suerte del otro no me debe ser indiferente. Su suerte está vinculada a la mía. La paz será entonces construcción colectiva, mancomunada. La paz, desde esta perspectiva, supone un tipo de sociedad en la que exista el compromiso político de ir suprimiendo la violencia estructural que dé paso a la libertad, la justicia, al respeto al medio natural y a la compasión solidaria. Supone, por tanto, superar la concepción de una moral intimista y privada en la que nos hallamos instalados, y construir una “nueva ética” en la que los problemas del otro sean nuestros problemas. Por otra parte, la paz se nos presenta como un estado final perfecto, como situación o término de un proceso. Esta concepción estática de la paz, desgajada de la historia humana, paraliza todos los esfuerzos del hombre por cambiar las estructuras sociales y los comportamientos que generan violencia. La paz, más que situación es un proyecto histórico que se va realizando aquí y ahora, algo que ya está siendo, pero que todavía no ha llegado a su cumplimiento perfecto. Y si la paz es inseparable de la justicia, aquella será siempre un anhelo de justicia consumada “que no puede ser realizada jamás en la historia secular, pues, aun cuando una sociedad mejor haya superado la injusticia presente, la miseria pasada no será reparada  ni superado el sufrimiento en la naturaleza circundante” (Horkheimer, 2000, 173). La paz, en cuanto proyecto es camino, tarea siempre pendiente, metodología. El camino nos señala  y conduce a un destino, es brújula y dirección. En todo caso, el camino se hace, y al hacerse, es esfuerzo, resistencia y  voluntad.  La  paz  es construcción, edificación de  algo  nuevo  que todavía no es,  pero  que  se  anticipa  en el proyecto. Nos situamos, por tanto, en un concepto dinámico de paz. La paz no es la meta o final de un camino. Es el camino mismo que se hace desde el compromiso por la justicia y la solidaridad.

No es posible entender la paz sin la “violencia” que la acompaña, sin la voluntad de cambio y transformación, sin el compromiso político por vencer las resistencias sociales que impiden que los hombres vivan en dignidad. La paz conlleva la resistencia al mal, implica denuncia y esfuerzo para erradicar aquello “que  no  debe ser”. La paz, entonces, es la lucha por vencer la tentación del dominio del hombre sobre el hombre. A la pregunta de Dios, en el texto bíblico que comentamos, se le ha dado una doble respuesta: a) la de la indiferencia y desconocimiento que lleva a la negación del hombre; y b) la de aquellos que lo reconocen como tal desde la responsabilidad y la solidaridad compasiva. La paz se inscribe en esta última.

3.           Los contenidos de la paz

La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de  las  diferencias  culturales,  sino,  además   y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona. Ello conlleva un cambio en el modelo de educación intercultural. No son las diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello  sobre  lo  que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación  y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta  del  diferente con sus diferencias y su realidad socio-histórica. A pesar de las abundantes nubes que oscurecen el presente, es preciso reconocer que se ha dado un paso importante en la conquista de las libertades y en el reconocimiento de los Derechos Humanos, aunque el camino recorrido haya sido muy desigual en los distintos pueblos. Una mirada retrospectiva, sin embargo, nos describe las conquistas de la humanidad en su proceso de “humanización”. Las sombras de hoy, quizás retrocesos, nos pueden velar las luces y aciertos en el camino recorrido para llegar hasta aquí;   y ocultando nuestro pasado, nos incapacitan para abordar el futuro como proyecto, como inicio y transformación. Junto a una experiencia originaria de violencia, hay una pregunta que habla de fraternidad: “¿Dónde está Abel, tu hermano?” (Gn 4, 9). Ambas están presentes en la historia de la humanidad. Sólo desde esta perspectiva, como posibilidad de una mejor realización del hombre, es posible hablar de paz. El lenguaje, la palabra y la imagen no hacen sino traducir, expresar modos de hacer, de entender la existencia humana. Representa no sólo los límites de nuestro mundo, sino también sus contenidos; también el lenguaje de la paz.

La educación para la paz se puede entender desde perspectivas o enfoques distintos: Como educación para el desarme, el desarrollo, la tolerancia y el diálogo, los derechos humanos. La educación para la paz es educar en y para los derechos humanos. Educar para la paz significa capacitar a  los  ciudadanos  para  la  defensa  y promoción de los derechos individuales y colectivos que haga posible la mejor realización de la persona y la construcción de una sociedad tolerante, justa y solidaria. Ello implica desarrollar en los individuos la capacidad para un diálogo intercultural, la defensa del medio ambiente como bien común, la justa distribución de los bienes, el desarrollo moral como responsabilidad frente al otro y la solidaridad compasiva. Mi propuesta  de  educación  para la paz descansa sobre los núcleos temáticos siguientes:

a.         La integración  del  diferente  cultural.  Las legítimas diferencias culturales, ideológicas, políticas y religiosas que caracterizan a una sociedad democrática son, a menudo, motivo de enfrentamiento que ignora y rechaza toda diferencia y el derecho a la identidad. No es posible llegar a ser “humano” si no es en la tradición de una cultura concreta. Esta es el hábitat natural que nos permite  la  realización  de una existencia humana determinada. Cultura y realización personal son realidades inseparables. Respetar y promover la  cultura  de  cada  individuo  y pueblo, como bien fundamental, se convierte, por tanto, en una exigencia prioritaria en un estado de derecho. Nuestro pasado, al decir de Ortega y Gasset, es también nuestro presente y, en cierto modo, también nuestro futuro. Edificar una sociedad para la paz exige reconocer y asumir positivamente sus especificidades, lo que nos une y lo que nos diferencia.  La tendencia a la homogeneización y la uniformidad son signos de una sociedad excluyente, no sólo de las ideas, creencias y modos de vida, sino de la persona misma del diferente. La inclusión en la sociedad homogeneizadora se producirá cuando el extraño, el diferente, adopte los modos de vida de la mayoría dominante; cuando se pueda decir de él: “es uno de los nuestros”. La paz exige no sólo la comprensión “intelectual” de las diferencias culturales, sino, además y sobre todo, la acogida del otro diferente, hacerse cargo de él con su historia y su pasado (Ortega, 2013). Más allá de cualquier razón argumentativa el otro, desde su diferencia o identidad, se nos impone por la dignidad de su persona.

Ello conlleva un cambio en  el  modelo  de educación intercultural. No son los diferencias culturales (lengua, tradiciones, costumbres, religión), tampoco la etnia aquello sobre lo que debe recaer la acción educativa. No es la comprensión “intelectual” de las diferencias el objetivo de esta educación, sino la aceptación y el reconocimiento, la acogida de la persona concreta del diferente con sus diferencias y su historia de vida,

El conocimiento y “comprensión intelectual” de las diferencias culturales de los otros facilita pero no necesariamente lleva a la convivencia entre los individuos, a la aceptación de la persona  del diferente cultural. La historia reciente de Europa nos ofrece un buen testimonio de ello: La Shoah surgió en un país altamente civilizado; el Gulag fue el sucesor de las esperanzas puestas en una sociedad fraterna y justa. Los que se deleitaban con la literatura, la música y el arte de los autores judíos no tuvieron reparo en “mirar hacia otra parte”, adoptando una posición de indiferencia o de relativismo histórico frente a la mayor barbarie hasta ahora conocida. “Está comprobado, escribe Steiner (1998, 49), que un hombre puede tocar las obras de Bach por la tarde, y tocarlas bien; o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente ir a cumplir con sus obligaciones a Auschwitz y en los sótanos de la policía”. La educación para la paz debería inscribirse en una propuesta para la acogida de la persona concreta del otro en la que la relación con el otro, los otros, no sea una relación negociada, sino ética, responsable. No es el cuidado de sí, sino el cuidado del otro (Bárcena y Mèlich, 2000) el fin de toda educación, si quiere trascender el utilitarismo del aprendizaje. El solo discurso y  la sola reflexión sobre la paz son medios que se han mostrado del todo insuficientes para la construcción de la paz.

En una sociedad global (aldea global, se dice) que ha roto las fronteras de la cultura y de la lengua, la construcción de la paz debe traducirse en una educación para la integración, y no ya tanto de las culturas cuanto de las personas. Ninguna sociedad está “definitivamente hecha” con sus señas de identidad inalterables y con respuestas preestablecidas para las múltiples situaciones cambiantes. Una  sociedad no es nunca una página ya escrita en  la que las leyes, tradiciones, costumbres y  valores  ya están prefijados de antemano, de modo  que no cabe  otra  posibilidad  que  adaptarse a ellos. Tampoco es una  página  en  blanco  en la que todo está por escribir. Más bien es una página que se está escribiendo y en la  que todos, con y desde sus diferencias, dejan su señas de identidad (Maalouf, 1999). Sin embargo, algunas líneas de esta página ya están trazadas y deben permanecer: aquellas que garantizan la permanencia de una cultura común que se traduce en el respeto al principio de división de poderes, la igualdad de derechos civiles, el reconocimiento a la dignidad de la persona, etc. Estos principios constituyen los elementos básicos de una política común a ser compartida, exigibles a todos los miembros de una sociedad democrática, ya sea inmigrantes o autóctonos (Habermas, 1999). El derecho a la diferencia se debe reequilibrar con el imperativo de la igualdad, si no se quiere llegar a una sociedad “balcanizada”.  La  educación  para  la integración que promueva la paz se debe fundamentar en una concepción universalista de los derechos humanos y en la práctica de los procedimientos democráticos, fruto de largos años de lucha y sufrimiento contra el despotismo y la intolerancia de todo signo. Ellos constituyen  una  herencia  irrenunciable y el legado fundamental de occidente a la humanidad, como también un patrimonio básico sobre el que construir la identidad común de la ciudadanía en una sociedad compleja. Construir una identidad común fundamental, sin renunciar a la legítima diversidad de formas históricas de vida, por tanto cambiantes e influenciables, de los individuos y grupos, es una condición inexcusable para una sociedad integrada y pacífica en la que todos los individuos gocen de los mismos derechos y tengan los mismos deberes, independientemente del lugar de nacimiento, etnia, cultura o religión (Ortega, 2007).

b.         La justicia y la solidaridad, componentes de la paz. La paz está vinculada a un reparto equitativo  de   las   riquezas   materiales y culturales que permitan a todos una auténtica  igualdad  de  oportunidades.  La construcción de la paz empieza con   la práctica de la justicia. Paz y  justicia son dos realidades que mutuamente se reclaman, se necesitan. Una sin la otra aboca a ambos términos a un sinsentido. Hablar de paz exige la voluntad de establecer unas relaciones justas entre los individuos y entre los pueblos. La situación de extrema pobreza de los países del Sur es, ante todo, un problema de dignidad humana que sume en la miseria e indignidad moral no sólo a los afectados por la pobreza y la dependencia económica, sino también a aquellos que la provocan (Ortega y Mínguez, 2001b). La relación de dominio de unos (los países desarrollados) sobre los otros (los países empobrecidos) hace imposible una relación pacífica entre ellos, porque sobre la dominación y la explotación no cabe la construcción de la paz, ni las relaciones pacíficas. “Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará una explosión” (Papa Francisco, 2013, n.º 59).

Sin justicia no es posible la paz. Si se considera al ser humano como objeto de consumo que se puede usar y tirar, no puede haber paz. Mientras se le prive a alguien de sus derechos, hablar  de paz es un escarnio; mientras los excluidos   y explotados sigan llamando a nuestra puerta sin ser escuchados en sus justas demandas, no puede haber paz; mientras no  derrumbemos  el muro de la indiferencia instalado en la sociedad del consumo, no puede haber paz. “Casi sin advertirlo, nos volvemos  incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás, ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (Papa Francisco, 2013, n.º 54) Es indispensable que todos los integrantes de una comunidad puedan participar de sus bienes en pie de igualdad desde unos mismos derechos reconocidos por todos. La justicia se da cuando todos son reconocidos, en la práctica, como iguales en dignidad. La situación de privilegio o poder de unos no puede impedir el disfrute de los bienes comunes a los demás. La justicia es también equidad. No se debe tratar a todos por igual cuando estos ya son diferentes. Lo contrario encierra una gran injusticia. El discapacitado y enfermo, el anciano o impedido exigen un trato diferenciado por su situación de necesidad.

Pero es difícil imaginar una sociedad de rostro humano si sólo se edifica sobre las estrictas relaciones de justicia. Una sociedad que excluya la gratuidad y la solidaridad compasiva, como elementos integrantes de la convivencia social, y sólo atienda al derecho, ha perdido  los vínculos afectivos que unen a los humanos para una tarea común: hacer posible una vida digna para todos. La justicia, sin la solidaridad compasiva, puede llevar a la deshumanización. Las teorías sobre la justicia han fracasado como proyectos de construcción social cuando han prescindido de la solidaridad compasiva. Desde las teorías de la justicia se ha pretendido igualar la desigualdad y la injusticia, y no son lo mismo. La desigualdad es natural (discapacidad psicofísica) y la injusticia es histórica (opresor/ oprimido). La primera es éticamente neutra, la segunda conlleva culpa y responsabilidad (Mate, 2011). La educación para la paz será, entonces, educación para la justicia, pero también para   la responsabilidad, no sólo frente al otro, sino también del otro (ser responsables del otro) en la compasión solidaria.

Ahora bien, no somos responsables sólo con quienes compartimos hoy las carencias y los bienes, con nuestros conciudadanos. También con las generaciones futuras y con  quienes nos han precedido hemos adquirido una responsabilidad que no nos la podemos quitar de encima. Nadie se sitúa en un punto cero, desligado del pasado y del futuro, que le exima de responsabilidad. Venimos a un mundo habitado por otros que han construido unas instituciones, unas condiciones de vida que nos permiten hoy a nosotros construir un presente y proyectar un futuro. Con ellos tenemos una deuda pendiente que hemos de saldar. El camino de la paz reconoce a muchos actores que han dejado sus huellas como trazos imborrables para los que venimos después. Ellos nos han dado las claves a través de las cuales nosotros, en otro contexto, debemos interpretar el presente y construir la paz. La memoria de los sufrimientos padecidos por tantos actores que nos han precedido para que nosotros “nos encontremos aquí” es una responsabilidad indelegable. Sólo a nosotros nos pertenece y abdicar de ella sería una indignidad.

Y somos responsables también del futuro, de  la suerte que corran las generaciones que nos sucedan. La solidaridad compasiva se extiende también a los que han de venir. La casa común que habitamos, sus instituciones y organización social, su patrimonio socio-cultural, sus bienes éticos y materiales no nos pertenecen en exclusiva. Hemos recibido una herencia que hemos de conservar, proteger y aumentar para las generaciones futuras. Si esto  se  acepta  sin reparos cuando se trata de los recursos naturales, debería considerarse de igual modo como una responsabilidad o deber ético la transmisión o entrega, a los que vengan detrás de nosotros, de unas condiciones de vida que permitan la convivencia pacífica de todos en la justicia y la equidad.

La justicia y la solidaridad son los componentes necesarios, indispensables de una sociedad pacífica. La una sin la otra sería la paz de un cementerio donde no hay conflictos, pero tampoco ningún tipo de relación humana, basada en el respeto y la solidaridad compasiva con el otro. No es solo el derecho la argamasa que hace sólida a una sociedad, sino también las relaciones de afecto y de solidaridad hacia el otro (cualquier otro) que fortifican y robustecen las relaciones estrictas fundamentadas en la justicia.

c.         El cuidado de la casa común. El deterioro ambiental no es sólo un problema ecológico, sino, además, un problema moral (Ortega y Romero, 2009). El espectacular crecimiento económico producido en las últimas décadas en los países desarrollados ha ido acompañado de una alarmante degradación medioambiental y de un despilfarro sin precedentes de los recursos naturales. Nunca como hasta ahora la acción del hombre había causado tanto daño sobre la naturaleza, casa común de todos. La protección y conservación del medio natural conlleva, de un lado, un cambio en la filosofía de fondo que condiciona    la relación del hombre con su  entorno. Es indispensable ensanchar el  campo  de nuestras relaciones morales al ámbito de todos los seres vivos, más allá de las estrictas relaciones interhumanas, a no ser que creamos que lo crucial en moralidad es la pertenencia a la especie humana;   y si no es así, entonces habremos de considerar la posibilidad de que los no- humanos posean características que también les permitan ser incluidos dentro de la esfera de la moralidad. Afirmo, por tanto, que todos los seres tienen valor por sí y de sí mismos, independientemente de  que  nos  reporten  algún  beneficio   o utilidad. “Todos los elementos de la Naturaleza poseen valor per se... Nada en la Biosfera sobra o es inútil. Todo es digno de respeto y debe reconocerse su valor” (Gómez Gutiérrez, 2004, 227). De otro lado, conlleva un cambio en la dinámica de la economía orientada, hasta ahora, al exclusivo crecimiento económico. Implica, por tanto, la renuncia al crecimiento ilimitado de los países desarrollados para que sea posible el desarrollo de los países pobres. “Cuando se propone una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto tiene también serias consecuencias en  la  sociedad.  La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia  para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder” (Papa Francisco, 2015, n.º 82).

Sin un cambio de paradigma en nuestras relaciones con la naturaleza no es posible la protección y conservación de la misma, ni una justa distribución de los bienes naturales. Por ahora, esta solución no deja de ser una hermosa utopía. Nos encontramos metidos todos en  una situación esquizofrénica de difícil salida: por una parte, nos sentimos preocupados por  la existencia de millones de seres humanos sumidos en la miseria; pero por otra, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro modo de vida. Sin las transformaciones de las estructuras sociales que implican una solución justa a la situación de los países pobres; sin   un cambio de paradigma económico en los países desarrollados, la respuesta al problema medioambiental no es viable. Este, en su raíz, no es un problema de medios que técnicamente se pueda abordar; es un problema de fines;    es un problema ético-moral. Y sólo cuando desde la  responsabilidad,  desde  la  ética,  sea abordado, el problema medioambiental encontrará vías de solución (Ortega y Romero, 2009). La degradación ambiental va unida a la degradación humana y social, a la pérdida de los valores éticos que sustentan una sociedad integrada y humanizada. “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no es posible afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tiene que ver con la degradación humana  y social” (Papa Francisco, 2013, n.º 48). El respeto y la conservación del medio ambiente requiere no sólo de conocimientos científicos que nos ayuden a conocerlo y protegerlo, sino la apertura hacia categorías  que  trascienden el conocimiento científico y nos conectan con   la esencia del ser humano: su dimensión ética-moral.

La educación para la paz tiene, por tanto, una carga ética-moral que prepara a los humanos para el uso responsable de los recursos naturales, desde el convencimiento de que a todos nos pertenecen, no sólo a las generaciones actuales, sino también a las futuras (Jonas, 1995). Educar para hacerse cargo de nuestro planeta exige, ante todo, un “ensanchamiento” físico y moral. La tierra se nos ha quedado demasiado pequeña, y nuestro horizonte  visual  y  moral ya no acaba en la inmediatez de las fronteras   o límites de nuestra región o país, tampoco en le generación presente, sino que se extiende a cualquier lugar del planeta y a las generaciones futuras. El cuidado de nuestro planeta supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato. Cualquier daño infringido al medio natural tiene consecuencias más visibles a largo plazo.

La paz está indisolublemente vinculada a un uso responsable de los bienes de la naturaleza. Esto supone situar nuestra relación con la naturaleza dentro de  un  marco  ético-moral,  no  desde  la incontrolada explotación de los recursos naturales. Deberíamos pasar del “yo-naturaleza” al “nosotros-naturaleza”, promover la ciudadanía ecológica como una forma pacífica de vivir en la Tierra, nuestra casa común. Nuestra existencia humana está vinculada a que los demás seres humanos y no humanos también puedan ver reconocidos sus derechos a existir y vivir en dignidad. La escala  en  la  dignidad  responde a unos valores que los humanos nos hemos atribuido, excluyendo a las demás especies del ámbito de lo valioso. Deberíamos promover un desarrollo sostenible que equilibre el crecimiento económico y la defensa de la naturaleza, a la vez que permita la distribución justa de la riqueza y de la cultura. Satisfacer las necesidades básicas de todos es un fin inseparable de un desarrollo sostenible también para todos. Justicia y equidad no son principios incompatibles con el principio de la sostenibilidad. Abordar con rigor el problema ambiental exige abordar a la vez el problema social que le acompaña. Ambos están inseparablemente unidos.

4.           La construcción de la paz. Propuestas de actuación:

Antes he afirmado que la paz, más que logro y meta alcanzada, es tarea, camino, metodología. Más que “vivir en paz” sería más  correcto  decir que “buscamos la paz”. La construcción de la paz, por tanto, debería traducirse en la formación de  ciudadanos y en la edificación  de sociedades en las exigencias y metodología de la paz. Educar para la paz será, entonces, practicar, hacer la paz; poner en juego instrumentos  que  faciliten  el  entendimiento de todos, la libre expresión, la organización

democrática de la sociedad, la justa distribución de los bienes y la solidaridad compasiva. “Para ganar la paz hay que esforzarse por edificar, sin prisa pero sin pausa, un armazón de valores y actitudes que modifiquen a medio y largo plazo, tanto la conducta íntima como la social. Ganar la paz quiere decir consolidar la convivencia democrática en un nuevo empeño de tolerancia y generosidad que es, en última instancia, una tarea de amor” (Mayor Zaragoza, 1994, 7).

La construcción de la paz nos vemos obligados a hacerla en una sociedad enfrentada y dividida por manifestaciones violentas de terrorismo, extorsión, explotación, discriminación, etc. que dibujan un paisaje social de fuerte incoherencia entre los principios formalmente profesados y una realidad tozuda que a diario los desmiente. Pero junto a estas conductas rechazables se dan, también, muestras de tolerancia, justicia y solidaridad que hacen posible la propuesta del valor como experiencia de una conducta valiosa. Es esta realidad contradictoria, no inventada, el punto de partida necesario e inevitable para el aprendizaje del valor en tanto que elección u opción que compromete la trayectoria personal de la vida de cada uno.

Mi propuesta educativa está centrada en la escuela como ámbito para la construcción de  la paz, a sabiendas de que es un tratamiento incompleto porque la escuela es un microcosmos de la sociedad de la que forma parte. Para educar se ha de partir de la experiencia. El magisterio de la vida, hecha experiencia, es insustituible cuando se educa en valores, también en el valor de la paz. Por ello las experiencias cotidianas de la vida real,  con  sus  éxitos  y  fracasos, sus contradicciones deben  entrar en las aulas y en los centros escolares, y aprender de esa experiencia. Ello hace indispensable enseñar a leer la realidad, a juzgarla y transformarla. No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de   la experiencia. Sin ésta, el discurso educativo se torna discurso vacío, inútil, sin sentido.

Atenerse a la experiencia obliga a un cambio en el estilo y objetivos de la enseñanza que haga de la institución escolar un espacio para el aprendizaje de una ciudadanía que promueve el protagonismo de la persona, la toma de conciencia de su condición de miembro activo de una comunidad y  la  participación  eficaz  en la configuración de una  sociedad  más  justa y solidaria. Pero  esto  no  es  posible  si el centro y el aula no se dotan de estructuras democráticas de funcionamiento. La imposición y el dogmatismo no se compadecen con la libertad, y sin ésta no se construye la paz. Si   la paz es metodología, la escuela puede ser espacio para el aprendizaje de la paz si favorece el diálogo, el ejercicio de la responsabilidad, el desarrollo de la capacidad para la crítica de     la realidad social y la gestión del conflicto, la solidaridad y el reconocimiento del otro en su irrenunciable dignidad. Ello conlleva una gestión democrática del aula y del centro, la promoción del diálogo y el trabajo cooperativo. Son las herramientas metodológicas imprescindibles para la construcción de la paz; el clima que favorece el ejercicio de la responsabilidad desde el que es posible comprender al otro, aceptarlo y acogerlo. Llevar al aula la vida real de la calle, abordarla en situación educativa, no como objeto de  simple  información,  hace  indispensable un replanteamiento de la vida del aula y del centro que permita establecer unas relaciones “distintas” entre todos y unos aprendizajes nuevos, quizás menos académicos. No se puede recorrer el camino de la paz, hacer la paz, sin herramientas pacíficas. Quiere ello decir que una educación para la paz no se hace “llenando” de contenidos el programa curricular. Se hace, además, imprescindible un modo democrático de funcionamiento del aula y del centro que permita el ejercicio de la libertad, la responsabilidad,    la tolerancia y el diálogo. Sin la participación efectiva de la familia en la toma de decisiones  y gestión de los centros educativos no hay vida democrática en las aulas y en los centros. Son varias las razones para abrir la escuela a la participación de la comunidad de la que forma parte. Hargreaves (2003) señala las siguientes:

a)        Hoy las escuelas no pueden cerrar sus puestas y dejar fuera los problemas del mundo exterior;

b)        hoy las escuelas constituyen una de nuestras últimas y mayores esperanzas de resolver la crisis de comunidad;

c) hoy las escuelas no pueden ser indiferentes a la vida laboral que espera a sus alumnos cuando ingresen en el mundo adulto. “Las escuelas ya no pueden ser castillos fortificados dentro de sus comunidades. Ni los docentes pueden considerar que su status profesional es sinónimo de autonomía absoluta” (Hargreaves, 2003, 35). En una sociedad democrática en la que cada vez se demanda más participación y corresponsabilidad en los asuntos públicos, no debe haber parcelas de   la misma de las que aquella se vea apartada, o sólo sea invitada a participar a título de oyente. La formación cívico-moral que prepare para convivir entre todos exige la implicación de todos los miembros de la comunidad como agentes de cambio insustituibles y la conjunción articulada de las escuelas con la comunidad. La educación de las nuevas generaciones es un asunto de   la comunidad, de la tribu, como dice un refrán africano.

Hay enfoques distintos en la educación para la paz que, obviamente, acentúan un aspecto   u otro de la misma. El enfoque cognitivo, de raíz kantiana, acentúa el conocimiento de las diversas culturas, ignorando que una sociedad integrada,  pacífica  se  construye   no   sólo  por el “conocimiento” de las singularidades culturales de los diversos grupos, sino por el re-conocimiento, la aceptación y acogida de la persona misma del diferente cultural con toda su realidad socio-histórica (Ortega, 2013). Mi propuesta de educación para la paz tiene su anclaje en la antropología y ética levinasianas que dan cuenta del hombre en su totalidad y  en la realidad de su vida cotidiana. Desde este enfoque, mi propuesta incide en algunas líneas de actuación que considero imprescindibles para la construcción de la paz:

1.  Educar en la responsabilidad. Educar para convivir en la escuela demanda una educación en la responsabilidad, o lo que es lo mismo, una educación moral, no ya sólo en el ámbito escolar, sino en el contexto social. Desde la ética levinasiana, la moral se entiende como acogida y responsabilidad, a la vez  que  prohibición  de toda imposición de “nuestra” cultura a los “otros”, a los “diferentes”. Si la educación es y se resuelve esencialmente en una relación ética, la imposición o cualquier forma de violencia ejercida sobre el otro “diferente”, no sólo con los de “fuera”, sino también con los de “dentro”, queda deslegitimada. “La desnudez absoluta del rostro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara es, no obstante, lo que opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma” (Levinas, 1993, 108). Hablo, por tanto, de aquella moral que nos hace responsables de los otros, de los “diferentes”   y de los “extranjeros”. Interiorizar la relación  de dependencia o responsabilidad para  con los otros, aun con los desconocidos, significa descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que tiene repercusiones inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad. Ello implica tener que aprender a convivir con personas de diferentes ideologías, creencias y estilos de vida. Y vivir con los otros genera una responsabilidad. O lo que es lo mismo, nadie me es ajeno ni extraño, nadie me es indiferente, y menos el que está junto a mí. Frente al otro he adquirido una responsabilidad de la que no me puedo desprender, de la que debo dar cuenta. “El rostro del otro me concierne”, dice Lévinas (2001, 181). Pero el “otro”, en Lévinas, no se entiende ni existe sin un “tercero”. “En la medida en que no tengo que responder únicamente ante el rostro de otro hombre, sino que a su lado abordo también a un tercero, surge la necesidad misma de la actitud teorética. El encuentro con otro es ante todo mi responsabilidad respecto de él. Pero yo no vivo en un mundo en donde sólo hay un “cualquier hombre”; en el mundo hay siempre un tercero: también él es mi otro, mi prójimo” (Lévinas, 2001, 129). La relación del otro con el yo no es una relación esencialmente de diferencia en cuanto realidades ontológicas; no es una relación de conocimiento, de intencionalidad o de saber. Al otro y al yo les une una relación profunda de deferencia, de responsabilidad, es decir, ética. En la relación ética no hay lugar para la pregunta cainita: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”, sino de esta otra: “¿Dónde está tu hermano?” como única vía posible de acceso a una vida “humana”. El ciudadano, en tanto que sujeto moral, no puede responder únicamente del hombre singular que tiene delante y abandonar a su suerte a los demás, si no quiere caer en la inmoralidad y en la confusión entre la debilidad y la tiranía (Chalier, 2002).

Pero la responsabilidad llega también a nuestro medio natural, a la casa en la que vivimos. La naturaleza es ella misma un valor que hay que  conservar  y  proteger. El deterioro de la naturaleza atenta contra todos los humanos, pero también  contra los derechos de las otras especies vivas a vivir en la “casa” que también es la suya. Esta práctica de protección y conservación de  la  naturaleza  se  podría   concretar   en estas actuaciones: a) preparar a los ciudadanos para proteger y conservar los recursos naturales, para admirar y amar todas las formas de vida en su conjunto como un bien valioso en sí mismo; b) tomar conciencia de que la degradación del medio natural va unida a la degradación social y humana; proteger y cuidar al medio natural es proteger y cuidar al ser humano; c) es necesaria una mirada responsable al futuro porque el medio natural pertenece a todos, a los que vivimos hoy y a los que vengan después, porque vienen a la casa común.

  La responsabilidad no se reduce sólo al individuo con el que comparto ciudadanía. Todos me son “próximos”, prójimos  que  me pueden pedir cuenta de mis actos y omisiones. En la aldea global, en la que se ha convertido nuestro planeta, una acción realizada en el último rincón del mundo puede tener consecuencias graves en la vida de otros pueblos alejados. Vivimos, para bien o para mal, en una inevitable interdependencia de individuos y de pueblos. La responsabilidad va  más  allá de los individuos, se sitúa también en el medio social y natural al que pertenecemos. No existe el individuo aislado de su medio. Sólo existe el ser humano incardinado en su circunstancia, en su medio social y natural, que lo constituye en sujeto humano, y no en un extraterrestre. El hombre existe como ser para otro, referido siempre al otro que vive aquí y ahora. Fuera de esta relación se diluye en una entelequia. De ahí que el hombre se entienda y sea un ser social y natural. Por ello, los asuntos sociales y ambientales, las cuestiones de su comunidad le son propias, no ajenas, forman parte de su realización como humano.

La moral idealista nos ha llevado a una visión del hombre alejada de los avatares del mundo y de la vida en la que se resuelven, a diario, nuestros problemas. Nos ha dado vértigo de la realidad, nos ha resultado incómoda y nos ha parecido más reconfortante refugiarnos en el mundo de las “bellas ideas”. La moral idealista no ha sabido o no ha podido responder de la suerte del hombre al acudir a argumentos que se han mostrado insuficientes para librarnos de la barbarie. “La historia reciente nos confirma, una y otra vez, que los derechos de los débiles no han sido protegidos y reconocidos por la fuerza de los argumentos, por la evidencia de su indefensión frente al poder arbitrariamente ejercido. Estos han sido, con frecuencia, objeto de negociaciones cuyo resultado sólo se ha traducido en elocuentes ejercicios dialécticos para seguir perpetuando situaciones de violencia y de sufrimiento” (Ortega, 2016, 246). Y el precio pagado ha sido muy alto: hemos construido sesudos discursos, pero hemos perdido al hombre.

Educar para la paz, construir la paz exige, por tanto, no huir de la realidad en   la que viven los educandos, sino que ésta entre en las aulas para juzgarla, desvelarla y ayudar a transformarla. Es indispensable abrazar todo lo humano y dejarse interpelar por él. Durante muchos años se ha pretendido “educar” equipando a las nuevas generaciones de aquellos conocimientos y destrezas que les habiliten para el ejercicio de una profesión; y con ello se entendía que se había cubierto el objetivo de la institución escolar. Pero educar abarca algo más que el desarrollo intelectual. Incluye, además, la formación de competencias ético-morales que preparen al educando para el ejercicio responsable de la ciudadanía. Y entre esas competencias está la de convivir con los demás, aquí y ahora.

2.     Integrar la circunstancia como estrategia educativa. No se educa en tierra de nadie. Si ignoramos la circunstancia o contexto la acción educativa se hace irreconocible. Sólo nos podemos entender desde un mismo código lingüístico, desde una misma gramática, es decir, desde un universo cultural  en  el  que  se integran las costumbres, tradiciones, lengua, instituciones, valores y normas de comportamiento. Fuera de este “mundo” el individuo es irreconocible, sencillamente es inexistente. Esta inevitable condición histórica del hombre hace que la educación sea necesariamente contextual,  es  decir,  sujeta  a las condiciones del tiempo  y  del  espacio. La circunstancia es contenido y, a la vez, estrategia necesaria en la educación. Si esto es así, nos deberíamos preguntar hasta qué punto nuestra acción educadora asume la situación concreta en la que viven nuestros alumnos; si sus carencias y necesidades, sus aspiraciones, su situación familiar, forman parte del contenido educativo. No se puede pasar por alto aquello que directamente afecta a los alumnos en su vida diaria, si no queremos convertirnos en charlatanes, defraudando las esperanzas de aquellos que tienen derecho a buscar y tener un futuro mejor. Es en la sustantiva circunstancia donde se resuelve a diario la existencia de cada individuo. Y es ahí en la circunstancia donde se debería educar. Se educa desde donde vivimos y en lo que vivimos porque esa es la única manera que tenemos de existir. Somos “también” circunstancia, y fuera de la circunstancia que nos constituye, el ser humano es irreconocible, escribe Ortega y Gasset.

Educar es responder a la pregunta del otro. Pero esta pregunta es siempre la pregunta de “alguien” concreto que vive en una situación también concreta. Es siempre la pregunta de este o esta a la que se debe responder. Pero la pregunta se formula siempre desde situaciones personales que varían en función del contexto socio-cultural en el que vive cada educando. Es un hecho evidente que cada uno de nosotros, cuando venimos a este mundo, heredamos una gramática, es decir, un lenguaje, un conjunto de símbolos, signos, ritos, valores, normas e instituciones que configuran un universo cultural, y esta gramática nos permite entendernos y entender a los demás. Pero esta gramática no es universal, es propia de cada comunidad o grupo humano. Es su forma particular de entender el mundo y al hombre. Su forma particular de realizarse como humanos y vivir como humanos.

En la educación no se contempla al ser humano como ente universal, abstracto, fuera del tiempo y del espacio, sino a este individuo que piensa y siente, goza y sufre, aquí y  ahora. Y de éste individuo concreto se debe responder. No hay, ni puede haberlo, discurso y praxis educativa sin tiempo ni espacio, sin circunstancia, porque no hay ser humano fuera del tiempo y del espacio.

3.     Pedagogía negativa. Se ha criticado muchas veces a la institución escolar por su habitual tendencia a “pasar de largo” de la realidad, pero no de “toda” la realidad, sino de aquella que le resulta incómoda, más desagradable. Se ha visto a la escuela como agencia o correa de transmisión de la que se sirven los poderes establecidos para perpetuar sus  privilegios,  (la vieja tesis de la reproducción, de Bourdieu  y Passeron), ignorando los derechos de los desfavorecidos. Hay una pedagogía negativa que lleva a la conciencia de los alumnos aquella realidad de su entorno que merece una critica, una denuncia. Es la pedagogía de “lo que no debe ser”. Desvelar las contradicciones del sistema socio-económico  imperante,  sacar a la luz los mecanismos a través de los cuales se reproduce y  perpetúa  el  sistema  de dominación, es la razón de la ética y de la educación para la paz. Sería un ejercicio muy positivo que los alumnos en grupo estudiasen la realidad de su entorno, desde criterios de justicia y equidad, y llevasen los resultados a las aulas para su estudio y debate. ¿Por qué se producen las desigualdades? ¿Por qué existen tantas diferencias en las oportunidades para el estudio, la vivienda, el trabajo…? Habría que preguntarse si los contenidos que se imparten en las aulas ayudan a los alumnos a una toma de conciencia de la realidad en la que viven, o, por el contrario, son indiferentes a la misma. La educación para la paz no se sostiene en la construcción de superestructuras, sino en la edificación de una base real o estructura social que favorezca la participación equitativa de todos en los bienes sociales. La paz pasa por la construcción de relaciones interpersonales de respeto a la dignidad del otro, pero también por la regeneración ética de las estructuras que condicionan la realización de la existencia humana. Una práctica educadora que dejase  al margen las condiciones de vida de los alumnos constituiría un fraude, un engaño que deslegitimaría toda pretensión de educar.

La pedagogía negativa asume la denuncia y   la resistencia como estrategia indispensable para la construcción de la paz. Los oprimidos y explotados no son seres abstractos, idealizados que sobrevuelan el tiempo y el espacio, sino personas con rostro, con nombre e historia propios, que viven aquí y ahora, a quienes se les ha negado una existencia digna. Ante esta situación de explotación y opresión a las que se ven sometidos pueblos enteros la respuesta responsable no es convocar a un diálogo entre iguales. Dialogar desde la desigualdad de oprimidos y opresores sólo contribuye a aumentar aún más las desigualdades. Los instrumentos legítimos  de  los  explotados  empiezan  por  la denuncia y la protesta. Los opresores y explotadores tampoco son seres imaginarios. Tienen nombre y rostro, y una historia detrás que les delata. Hay una explotación sangrante de los pueblos que se ampara en la impunidad de las sociedades anónimas y en la fuerza de los poderosos: La deforestación masiva de la selva amazónica, la explotación incontrolada de los recursos naturales de los pueblos africanos, la contaminación ambiental producida por los países desarrollados, la colonización cultural con la pérdida de las señas de identidad de los pueblos, la exportación a los pueblos pobres de la tecnología contaminante por los países ricos, la carrera inmoral en los países desarrollados por aumentar la exportación de armas de guerra a los países pobres…  no  han  encontrado una respuesta justa que ponga fin a prácticas abusivas que reducen a la esclavitud y al exilio a comunidades enteras.

La existencia de la ética y de la vida moral está unida a la crítica al “mundo administrado”, a la contradicción existente entre principios ético-morales y la marginación o exclusión de seres humanos. Es el mal organizado que despoja  de su dignidad a los individuos y los reduce a objetos de mercancía. La educación para la paz necesariamente debe ser denuncia y resistencia a estas muestras de  opresión  y  explotación, si no quiere convertir a la tarea de educar en cómplice de una infamia.

1.     Hacer realidad una educación como acogida y compasión solidaria. La paz, como cualquier otro valor ético, se aprende practicándolo, desde la experiencia. No basta con que hagamos discursos sobre lo que es la paz y su importancia para el bienestar social. Es indispensable que los alumnos tengan experiencias de paz dentro del aula y fuera de ella. La educación como acogida y compasión solidaria es un buen camino para la educación en la paz. Facilita una escuela pacífica y pacificadora.

La educación es, en su misma raíz, un acto ético, un encuentro entre dos que se traduce en acogida y responsabilidad. Sin ética no es posible hablar de educación. Y hablar de ética es lo mismo que hablar de responsabilidad, es decir, hacerse cargo del otro. Desde la ética de Levinas, el otro no es ajeno a mí, alguien de quien puedo prescindir para existir como sujeto moral. Al contrario, el otro me constituye en sujeto moral, sujeto humano, cuando respondo de él. La acogida y la responsabilidad son “condiciones” para constituirnos en persona moral. Educar para acoger al otro, hacernos responsables de él es el soporte básico que nos permite construir el espacio indispensable para el reconocimiento del otro en toda su dignidad. Sólo cuando nos sentimos parte del otro, pregunta y respuesta del otro, podemos encontrar las razones para construir espacios de encuentro y no de aislamiento o insolidaridad; sólo cuando vinculamos la suerte del otro a nuestra propia suerte estamos en condiciones de derribar los muros que podríamos haber construido en la negación del otro.

La construcción de la paz pasa necesariamente por la creación de una cultura de paz en la que los individuos se sientan cómplices de una tarea común. Este ambicioso objetivo no se ha de esperar de la sola sustitución de aquellas estructuras sociales que impiden el desarrollo humano de todos. Las estructuras injustas hay que erradicarlas de la sociedad. Pero seríamos ingenuos si sólo confiásemos en un cambio de estructuras para construir la paz. Sin un cambio ético en la persona cualquier cambio en la estructura social es una imposición más que se añade a las ya existentes. El otro me concierne; el otro es una responsabilidad de la que no me puedo desprender, si quiero vivir en dignidad. Desde la ética se oye permanentemente aquella pregunta: ¿Dónde está tu hermano? Y hay tres maneras distintas de responder: Desde la negación del otro: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?; desde la indiferencia, pasando de largo, ignorando la situación del otro; desde la acogida y la responsabilidad hacia el otro, es decir, desde la compasión solidaria. Sólo esta actitud, esta respuesta al otro es constructora de paz. El cambio de estructuras, en la pretensión de construir una sociedad en paz, puede llevar a la tiranía si el hombre es puesto al servicio de la estructura.

Construir la paz es una tarea que va de la mano de un cambio en las actitudes de los ciudadanos. Nuevas leyes que protejan a los desfavorecidos, que impidan los atropeyos a los derechos civiles, son requisitos indispensables, pero no suficientes, para una sociedad pacífica y pacificadora. La sola invocación de los derechos humanos, la defensa de la dignidad humana se quedan a medio camino en la construcción de la paz si no se produce un cambio, no sólo en el modo de “pensar”, sino, además, en las actitudes o disposiciones para el cambio de las conductas que dañan a la persona. No son nuestras “ideas” acerca de la dignidad de la persona las que nos impulsan a aliviar el sufrimiento de los marginados y perseguidos, de los encarcelados y exiliados,

sino la conmoción interior, el sentimiento “cargado de razón” hacia el otro desvalido y desprotegido. Es la compasión hacia el otro, sin rodeos o argumentos de razón, la que nos mueve a acoger al otro en su situación de necesidad. Educar para acompañar y acoger al otro es condición necesaria para la construcción de la paz. La respuesta al otro basada en los “mejores” argumentos ya ha demostrado su ineficacia. Deberíamos buscar otra fuente de pensamiento distinta a la intelectualista (Chalier, 2002) a la hora de sustentar la  educación  para la paz que evite toda forma de dualismo en la concepción del hombre. Éste es un ser unitario que piensa y siente, goza y sufre, ama y también odia. Desde esta realidad histórica del ser humano hay que construir la paz.

2.     Hacer memoria del sufrimiento de las víctimas. Una educación para la construcción de la paz no puede negarse a hacer memoria del sufrimiento de las víctimas, de aquellos que, desde el testimonio de su vida, trazaron un camino para la construcción de una sociedad justa y solidaria. Hicieron de la denuncia y la resistencia frente al poder arbitrario e injusto una vía pacífica para la paz. La paz no ha venido sola, no es un regalo de los dioses, la han traído los que apostaron por una sociedad construida sobre la base de la justicia y la solidaridad compasiva, y no pocas veces, sobre el perdón.

Hacer memoria no es un simple recuerdo de los sufrimientos padecidos. Es más bien traer aquí las experiencias del dolor padecido por aquellos de quienes nosotros hoy nos sentimos deudores. El dolor no es algo que sucedió en un tiempo ya olvidado o por olvidar. Por el contrario, forma parte de nuestra vida presente como imperativo ético de lo que nunca debe ocurrir. A veces la memoria se confunde con el recuerdo “piadoso” hacia las víctimas; es una pseudo memoria porque no reconoce la deuda pendiente para con ellas. Recordar es fijar en un tiempo pasado un acontecimiento o experiencia. La memoria, en cambio, rescata del pasado  un acontecimiento para hacerlo presente en toda su virtualidad. Sin memoria hacia las víctimas no hay justicia, y tampoco verdad. “Sin memoria no hay realidad ni verdad, es decir, sin memoria no hay posibilidad de verdad porque sin ella no hay manera de saber si los indígenas muertos durante la conquista lo fueron por enfermedades naturales o como resultado de la explotación laboral. Tampoco hay realidad. Sin memoria desaparece el hecho mismo. Si no fuera por los testigos supervivientes de los Sonderkommandos no sabríamos cómo se vivía en esos lugares extremos. Podríamos saber cómo morían pero  no  cómo  vivían.  Ese era su secreto” (Mate, 2011, 204). La narración de lo acontecido no puede ocultar las experiencias vividas por las víctimas que, en cuanto experiencias, son acontecimientos que trascienden el tiempo y transforman nuestro modo de interpretar los  acontecimientos  de  la vida  cotidiana,  nuestras  relaciones  con  los demás y con los antepasados; incluso transforman nuestro modo de comportarnos con nuestros sucesores.

En la praxis escolar ha habido una voluntad clara de ocultar a los educandos los acontecimientos trágicos que, de alguna manera, han condicionado el presente y el futuro de nuestra sociedad.  Esta  praxis  no  es más que el reflejo de una educación (??) que se ha situado fuera de la realidad. Y una educación que prescinde del contexto socio- cultural e histórico está condenada al fracaso. La realidad no la constituye “lo que ahora se está viviendo” sin pasado. Toda manifestación de la vida ciudadana, lo que ahora somos y vivimos no se puede entender sin lo que antes “hemos sido y vivido”. El pasado pervive en el presente y se proyecta en el futuro. “El pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí” (Ortega y Gasset, 1975, 66). Para entendernos como humanos es preciso “contar” una historia en la que estamos representados a través de nuestras experiencias de vida, las nuestras y las de personas significativas para nosotros que nos han precedido. “Nuestra biografía  está íntimamente atada a  muchas  historias  de hombres y mujeres que han configurado nuestro presente” (Ortega, 2016, 258). Nunca se educa en el vacío, y siempre a partir de los valores éticos que configuran una sociedad. Pero los valores, en tanto que experiencias, forman parte de la historia de una comunidad. Situar la memoria de las víctimas en la tarea de educar significa entroncar la educación en su misma raíz ética.

3.     Diálogo. Una sociedad tan violenta como la nuestra reclama con urgencia deponer posturas intransigentes y bajar al terreno del encuentro y del diálogo. “Lo que ahora mismo se necesita con suma urgencia es una adecuada praxis transmisora, que nos proporcione las palabras y expresiones convenientes para que el diálogo pueda convertirse en una realidad palpable, y no en una mera declaración verbal de “buenas intenciones” (Duch, 1997, 63). Diálogo que siempre reclama el reconocimiento de la persona del otro y la afirmación de la identidad personal y colectiva de los individuos y de los pueblos. Sin reconocimiento del otro y de los otros (pueblos) no hay diálogo, sino imposición.

No pocas veces el diálogo se ha convertido en un puro ejercicio intelectual de transmisión de ideas o conceptos sobre la paz y los problemas o situaciones que la obstaculizan. Dialogar no es intercambiar ideas. El diálogo es búsqueda de la verdad. Es reconocimiento y aceptación de mi interlocutor como persona, donación y entrega de “mi” verdad como experiencia de vida. El diálogo, si es tal, siempre lleva al encuentro con el otro. Cuando dialogamos no intercambiamos ideas o palabras arrancadas de la experiencia de la vida. En el diálogo comunicamos también experiencias, interpretaciones, resultados de procesos  de  búsqueda  de  la  verdad   nunca definitivamente poseída, parcelas de la vida misma. El diálogo como instrumento para la construcción de la paz requiere:

a.     Una decidida actitud de respeto a las creencias, opiniones, valores y conductas del otro. Más aún, respeto a la persona misma de mi interlocutor.

b.     Voluntad sincera en la búsqueda de la verdad compartida, no impuesta.

c.     Voluntad de encuentro con el otro a través de la palabra, del gesto, de la presencia que se traduce en acogida a la persona del otro.

d.     Coherencia de la propia conducta. Sólo hay diálogo desde la verdad, no desde la impostura.

El diálogo en el marco escolar, como cualquier otra estrategia, exige una adecuada adaptación al nivel de desarrollo intelectual y afectivo de los alumnos. Ponerse en el lugar del otro, vencer las reticencias que provocan las opiniones, conductas y costumbres del otro requiere un nivel adecuado de madurez psicobiológica. Pero se ha de tener en cuenta que la finalidad del diálogo como estrategia de educación para la paz, en el marco escolar, no es “alcanzar” la verdad, sino aprender a buscar la paz, practicar el encuentro pacífico con el otro como camino hacia la paz.

Consideraciones finales

Es fácil constatar que vivimos condicionados por una gran cantidad de factores que escapan a nuestro control; que nuestras posibilidades, desde la educación, para construir una sociedad en paz son muy limitadas, pero también es cierto que somos todos, de alguna manera, responsables de los males de  la  sociedad.  En las circunstancias actuales, en las que el terrorismo yihadista genera, a diario, tanto dolor y sufrimiento en personas inocentes, esperar que la educación en la justicia, la tolerancia     y la solidaridad compasiva nos lleve a una convivencia pacífica entre todos puede parecer un sueño imposible. Pero nos resistimos a aceptar una sociedad que hace del uso de las armas el único medio de defensa. La violencia genera más violencia. El anhelo expresado por tantos hombres y mujeres de buena voluntad de que “la injusticia que atraviesa este mundo no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000, 194) se hace cada más intenso. Sea como fuere, nuestra responsabilidad no es otra que el compromiso de responder de los valores que queremos que configuren nuestra sociedad, y el compromiso de promocionar en las jóvenes generaciones el desarrollo de una personalidad que haga del diálogo, del respeto a la dignidad de la persona, del sentimiento de responsabilidad hacia el otro y al medio ambiente la norma fundamental de la convivencia.

Vivimos en un mundo que ha derribado el Muro de Berlín, pero que, a la vez, ha levantado otros muchos muros y barreras; que ha destruido los puentes que le podrían facilitar el entendimiento y la cooperación; un mundo atormentado por  la violencia y necesitado de paz como nunca. Pero el bien de la paz no viene de la mano de la fuerza de las armas, sino del rearme ético-moral de la sociedad, buscado sin descanso y con generosidad.

La paz es el mayor bien al que el ser humano puede aspirar. Buscarlo sin descanso es responsabilidad de todos. Nadie está excluido de construir la casa común en la que todos podamos vivir y crecer como humanos. La construcción de la paz es un camino y un ejercicio de responsabilidad hacia los demás y hacia el medio natural en el que habitamos. Vivir responsablemente es construir la paz.

Pedro Ortega Ruiz, en dialnet.unirioja.es/

Alberto Escribano López

4.    Situación Actual

Como es observable en el apartado sobre la transformación política y económica, las decisiones adoptadas  en aquel momento, especialmente las relacionadas con la aplicación de la terapia de choque, fueron tomadas bajo la premisa de realizar las reformas necesarias para transformar el sistema de economía planificada en un sistema orientado al mercado en el menor tiempo posible con el objetivo de sufrir en menor medida los costes de carácter político y social que dicho proceso de reforma traería asociado.

Analizando los resultados del proceso de transformación iniciado en el año 1989 y finalizado en el año 2004 con la adhesión a la UE, es observable que Polonia, en comparación con otros países de la región, ha sido una de las economías que ha experimentado mayores y más acelerados niveles de crecimiento. Sin embargo, el proceso de transformación generó importantes problemas, la mayoría en la esfera social; en relación con el aumento de los niveles de desempleo, desigualdad, ingresos y desarrollo desigual.

Una vez analizado los procesos transformación política y económica bajo la óptica planteada de que el modelo de crecimiento económico desplegado por Polonia, especialmente durante la fase inicial del proceso de transformación – primeros años de la década de los 90–, generó una relación débil entre el crecimiento y la mejoría social; es el momento de analizar cuáles fueron los efectos políticos, económicos y sociales que tuvo la entrada de Polonia en el libre mercado europeo, así como el estallido de la crisis económica en el año 2008. Para ello, se introduce una nueva hipótesis: si la adhesión de Polonia a la UE ha reducido la relación débil   de crecimiento y mejoría social, tratando de responder a la pregunta de cuál ha sido el comportamiento de la economía polaca desde su adhesión a la UE en el año 2004 hasta la actualidad.

Por tanto, en este apartado para analizar el comportamiento que ha experimentado la economía polaca en los últimos 15 años, dicho periodo se dividirá en dos subetapas: la primera comprendida entre los años 2004-2008, correspondientes a la integración de Polonia en el mercado comunitario; y una segunda, comprendida entre los años 2008 y 2013, en donde se analizará la respuesta de la economía de Polonia al estallido de la crisis económica en el año 2008.

4.1 La integración de Polonia en el mercado comunitario (2004-2008)

La adhesión de Polonia en la UE ha tenido un impacto positivo en la estabilidad macroeconómica y el crecimiento económico de Polonia. La integración de Polonia en el mercado comunitario le ha permitido modernizar sus procesos económicos y consolidarse como un lugar atractivo para la inversión extranjera.

Sin embargo, es necesario tener en cuenta que ciertos efectos de la integración de Polonia en la UE ya eran visiblemente evidentes durante el periodo de preadhesión. Durante el periodo de transformación iniciado a principios de la década de 1990, Polonia inició un complejo proceso de reformas destinadas a la introducción de la economía de mercado, ya que era una de las condiciones previas para la adhesión de la UE. Por un lado, la adhesión de Polonia a la UE fue un efecto final del proceso de transformación económica y por el otro, creó una oportunidad única para un mayor crecimiento de la economía polaca.

Además, el proceso de integración de Polonia en la UE se produjo en paralelo a otros acontecimientos de la economía mundial, como el periodo de recuperación económica comprendido entre el año 2004 hasta el estallido de la crisis financiera y económica en el segundo semestre de 2008. Por lo tanto, el desarrollo económico de la economía polaca no solo puede estar vinculados a la membresía de Polonia en la UE, sino también a una serie de factores diferentes (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

4.1.1        Perspectivas macroeconómicas: Razones del éxito económico

Desde el punto de vista del crecimiento, previamente a la adhesión los expertos habían pronosticado un crecimiento dinámico de la economía de Polonia como resultado de la convergencia con las economías de los Estados Miembros de la UE-15. El informe de preadhesión, mediante un análisis ex ante de los efectos de la adhesión, estimaba que la tasa de crecimiento económico promedio de Polonia excedería el 5 por ciento los primeros cinco años de membresía. Este pronóstico se basó en la creciente importancia del comercio exterior, las transferencias financieras y una entrada importante de capital extranjero, atribuida a las condiciones óptimas y favorables para realizar inversiones en Polonia, una mayor contabilidad financiera y la eliminación de barreras al libre flujo de capital (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

La adhesión de Polonia a la UE estimuló el crecimiento de la economía polaca ya que durante el periodo de tiempo comprendido entre 1998-2003, periodo previo a la adhesión, la tasa de crecimiento económico fue del 3,4% mientras que, durante periodo posterior a la adhesión, 2004-2008, se registró una tasa de crecimiento económico del 5,2% (Eurostat, 2019).

La demanda de inversión fue el motor clave del crecimiento económico de Polonia durante del periodo de adhesión. El aumento de la demanda de inversión durante primeros años de adhesión estuvo acompañado por un aumento de la formación bruta de capital fijo –en el año 2003 la FFCF representaba el –0.1% mientras que en el año 2007 era del 17.6%–, resultado de la importante entrada de Inversión Extranjera Directa y una mayor confianza de los inversores en el mercado polaco (Kolodziejczyk, 2016). Como resultado de la adhesión y de la situación económica estable, Polonia disfrutó de una imagen más positiva como país más seguro y atractivo para los inversores, ya que durante el periodo comprendido entre los años 2004 y 2008 el valor de las entradas de IED fue mucho mayor que en el periodo preadhesión llegando casi a los 51 millones de euros y alcanzando niveles de récord en los años 2006 y 2007 (gráfico 6). Sin embargo, las entradas de IED en Polonia no pueden analizarse únicamente en función de los efectos de la adhesión a la UE, ya que Polonia cuenta con una serie de factores internos –el acceso a un personal altamente cualificado, unos costes laborales relativamente bajos, su ubicación estratégica, los incentivos de inversión ofrecidos: las Zonas Económicas Especiales (ZEE)– que los inversores califican de gran importancia. De este modo, la IED se ha convertido en un factor clave para el desarrollo económico de Polonia, ya que ha mejorado la eficiencia de las operaciones, la difusión de tecnologías, así como la producción y la exportación de bienes altamente procesados y de alto consumo de capital (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Figura 4. Entradas totales de IED en Polonia, 1999-2008 (en porcentaje)

Fig. 4.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

El incremento del comercio exterior fue otro de los factores claves del crecimiento económico experimentado por Polonia tras su adhesión a la UE. La adhesión de Polonia a la UE fue aprovechada por las empresas nacionales para fortalecer su posición en el mercado interno y en el ámbito internacional. La mayor participación de Polonia en el mercado interno, aprovechando las ventajas comparativas de su producción, la política comercial común y los denominados reembolsos de exportación, se tradujeron en un aumento sustancial del comercio exterior y en una mayor apertura comercial (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Otro de los factores que evidencian el crecimiento económico de Polonia es el incremento del consumo de los hogares como consecuencia del aumento del ingreso de los hogares y del aumento de su poder adquisitivo  (Sroczyńska y Toporowski, 2009). Tras la adhesión, los hogares registraron mayores niveles de consumo ya que el nivel de gastos per cápita, ha ido creciendo a un ritmo más lento que los niveles de ingresos. Esto demuestra que antes de la adhesión, los polacos destinaban el 95% de sus ingresos para cubrir sus gastos básicos pero que, tras la adhesión, los ingresos destinados a cubrir sus gastos básicos se han visto reducidos un 8% (Figura 5).

Figura 5. Nivel de ingresos y gastos mensuales per cápita y proporción de gastos sobre ingresos, 2003-2012

Fig. 5.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat, 2019

Además de los factores anteriores, el aumento de la productividad laboral tuvo un gran impacto en las altas tasas de crecimiento económico registradas por Polonia durante los primeros años de la adhesión. El incremento de la productividad laboral de Polonia desde el momento de su integración le ha permitido “ponerse al día” con los países líderes de por aquel entonces –República Checa, Hungría y Eslovenia– y convertirse en uno de los líderes regionales en efectividad laboral. El aumento de la productividad laboral combinada con el incremento de los salarios motivó que la economía polaca fuera más competitiva y sus exportaciones fueran más solidas (Kałużyńska,Karbownik, Burkiewicz,Janiak y Jatczak, 2014).

Gran parte del progreso económico desplegado por Polonia en el periodo posterior a la adhesión se debe en parte a los fondos estructurales de la UE que contribuyeron al desarrollo y a la modernización del país, a la intensificación de inversiones y a la construcción de capital humano. Se estima que Polonia, entre el periodo de tiempo comprendido entre el 1 de mayo de 2004 y el 31 de diciembre de 2008, recibió 26.500 millones de euros del presupuesto de la UE, lo cual ha supuesto un crecimiento anual del PIB de entre 0,3 y 0.7 puntos porcentuales (Sroczyńska y Toporowski, 2009).

Desde la adhesión a la UE, Polonia ha visto cómo la inversión, tanto pública como privada, se ha visto mejoradas gracias en parte al principio de cofinanciación, dado que la entrada de fondos estructurales de la UE promueve la inversión y aumenta la relación de inversión entre 2 y 4 puntos porcentuales (Belka, 2013).

La entrada de fondos de la UE, a través de la inversión en recursos físicos y de capital humano, condujo a la acumulación de capital y a una mayor productividad laboral. De acuerdo con los datos proporcionados por Eurostat, 2019, casi el 60% de los fondos recibidos en el periodo 2004-2008 se destinaron al desarrollo y a la modernización de la infraestructura básica como las plantas de tratamiento de aguas residuales y al sistema de carreteras.

A partir de la política de cohesión, Polonia ha podido comprobar cómo su capacidad de innovación, investigación y desarrollo, y emprendimiento y desarrollo del capital humano se ha visto mejorada. La inversión en capital humano ha contribuido a aumentar la matriculación en la educación terciaria y ha alentado a las empresas a ofrecer capacitación formal a sus trabajadores; el alto potencial de las exportaciones polacas le  ha permitido competir en el mercado global de los bienes creativos, y los proyectos destinados a construir y  a modernizar las infraestructuras han ayudado a mejorar el desempeño ambiental de Polonia. Asimismo, el efecto de los fondos de la política de cohesión es importante y positivo para la creación de empleo, ya que en el periodo 2004-2008, gracias, en parte a estos fondos, la tasa de desempleo disminuyó de un 19,5% a un 9,8% (Belka,2013).

Desde la adhesión a la UE, la Política Agraria Común (PAC) ha tenido un efecto positivo para la economía polaca, ya que los agricultores polacos se han podido beneficiar de los pagos directos y de la financiación relacionada con la regulación del mercado común. Además, Polonia ha sido el mayor beneficiario de la UE del Fondo Europeo Agrario de Desarrollo Rural (FEADER), destinado a fomentar la competitividad y la protección del medio ambiente y a mejorar la diversidad nómica de las zonas rurales. La utilización eficiente de dichos fondos ha motivado que desde el año 2005, la eficiencia de la agricultura polaca haya aumentado casi en un 60 por ciento (Belka,2013).

La tendencia de crecimiento económico experimentada por Polonia durante los años posteriores a la adhesión a la UE fue también observable en el mercado laboral, el cual experimentó una impresionante tendencia de cambio como consecuencia de la disminución de los niveles de desempleo y el crecimiento de los niveles de debido al aumento de la educación terciaria, la migración económica posterior a 2004, el incremento de los trabajadores en edad avanzada y de los niveles de empleo.

4.2. La respuesta de Polonia a la crisis económica

Polonia fue uno de los países que menos sufrió los efectos de la crisis económica mundial, ya que ésta no condujo a los desequilibrios ni a una recesión sufrida por el resto de países de la zona euro, lo que le ha llevado a ser considerada como una excepción entre los países europeos, al haber sido el único país de UE que no ha registrado tasas de crecimiento negativas durante los años posteriores al estallido de la crisis económica (Gradzewicz,Growiec, Kolasa, Postek y Strzelecki, 2014).

El hecho de que Polonia experimentara elevados niveles de crecimiento y de inversión y que no acumulara desequilibrios significativos durante la etapa anterior al estallido de la crisis económica puede ayudar a explicar alguna de las razones por las cuales Polonia resistió a la mayor parte de los efectos que sufrieron el resto de los estados de la UE a finales de 2008. Sin embargo, el deterioro significativo de la economía global impactó en la dinámica de crecimiento provocando una desaceleración de la tendencia experimentada durante los primeros años de la adhesión. A pesar de ello, el PIB per cápita de Polonia continuó convergiendo a un ritmo más rápido al del resto de EM, y la economía polaca no sufrió a ningún desequilibrio. Al mismo tiempo, la incertidumbre creada por el inicio de la recesión en la zona euro motivó la disminución de la inversión por parte de las empresas polacas, lo cual se evidenció de forma considerable en la formación bruta de capital y en una disminución de la demanda de productos polacos en el extranjero (Reichard, 2011).

Como respuesta inmediata a la crisis y para estimular la actividad económica, el gobierno polaco aceptó una estrategia diferente de la utilizada por la mayoría de los países desarrollados, al lanzar en noviembre de 2009 el “Plan de Estabilidad y Desarrollo” con el objetivo de fortalecer su economía mediante el estímulo de la inversión y el consumo; y mantener la estabilidad del sistema financiero y bancario (Drozdowicz-Bieć, 2011). Asimismo, tras el estallido la crisis la combinación de las políticas macroeconómicas se relajó rápidamente.

El Consejo de Política Monetaria del BNP redujo la tasa de referencia de un 3.5% a un 2.5% entre noviembre de 2008 y junio de 2009, a la vez que adoptó algunas medidas de liquidez para abordar las tensiones acumuladas en los mercados financieros nacionales e internacionales. Respecto a la política fiscal, el déficit fiscal se profundizó de un 1.9% del PIB en 2007 al 7.9% en 2010 como resultado de la desaceleración del crecimiento económico, que desencadenó estabilizadores automáticos, provocando una disminución de los ingresos y el aumento de los gastos. El acceso a los fondos europeos, junto con el principio de cofinanciación, fomentó el gasto publico en el marco de la política de cohesión de la UE, y la alta inversión pública durante el periodo de crisis aceleró muchos proyectos de infraestructura y contribuyó a preservar la demanda interna a niveles muchos más altos que otros países afectados por la crisis (Belka, 2013.)

La combinación de estas medidas anticrisis junto con una serie de factores ayudó a mejorar la resistencia de la economía polaca a los choques externos. La relativa baja dependencia de la economía polaca a las exportaciones, dado su pequeño grado de apertura al comercio internacional, moderó la influencia de la recesión y el colapso de la demanda (Drozdowicz-Bieć, 2011).

El buen funcionamiento del mercado laboral polaco resultó ser un factor propicio para el desempeño relativamente favorable de la economía polaca durante el periodo de crisis. El hecho de que la dinámica laboral respondiera de manera relativamente débil a la desaceleración económica fue el resultado del acaparamiento de mano de obra por parte de las empresas, es decir, de la preservación del empleo a costa de reducir las horas de trabajo y los salarios (Belka, 2013). La adopción de esta medida, junto con el crecimiento de la competitividad y particularmente de la eficiencia laboral, permitió sostener la demanda interna y el crecimiento del PIB durante la crisis (Drozdowicz-Bieć, 2011).

La solidez del sistema bancario polaco fue otro factor importante a la hora de entender la resistencia de Polonia a la crisis económica, ya que, a diferencia de otros EM, durante la crisis ningún banco nacional requirió la recapitalización a través de fondos públicos. Durante la crisis, los bancos nacionales lograron mantener altos índices de capitalización y rentabilidad, y el sistema bancario no sufrió ninguna escasez de liquidez. Asimismo, ante la depreciación sustancial del tipo de cambio resultante de la crisis mundial, la Autoridad de Supervisión Financiera de Polonia, a través de una serie de medidas macroprudenciales – las llamadas “Recomendaciones S y T”– logró contener el riesgo (Belka, 2013).

Finalmente, Polonia consiguió evitar las crisis de deuda pública y privada que afectaron a varios países de la UE al mantener sus niveles de deuda pública y privada por debajo de los umbrales permitidos y de los niveles promedios observados en la zona de la UE y en la zona euro. La condición relativamente buena de las finanzas públicas polaca resultó, en gran medida, de una norma fiscal contenida en la Constitución que prohíbe al gobierno mantener sus niveles de deuda pública por encima del 60% del PIB, de la ley nacional sobre finanzas públicas que establece umbrales prudenciales del 50% y 55%, en los cuales el gobierno debe aplicar medidas de precaución, y de las reglas promulgadas en 2009 y 2011 para limitar el crecimiento del gasto discrecional del gobierno central al 1% en términos reales, siempre y cuando Polonia estuviese sujeta a un procedimiento de déficit excesivo (Belka, 2013).

5.    Cuestiones sociales del proceso de integración económica

Llegados a este punto, es posible establecer que la economía de Polonia desde mediados de los años 90 se ha beneficiado de un exitoso proceso de transformación económica que le ha permitido incrementar sus niveles de crecimiento económico, gracias, en parte, a los fondos estructurales y a la inversión extranjera; aumentar su competitividad, mejorar la situación del mercado laboral, desarrollar infraestructuras, mejorar su sistema educativo y disfrutar de un mayor número de oportunidades tanto dentro como fuera de sus fronteras.

Sin embargo, la evolución del proceso de transformación no puede reducirse únicamente a la evolución del crecimiento económico medido por el aumento del Producto Interior Bruto, ya que existen muchos más procesos relacionados. Para analizar la eficiencia del proceso de transformación de la economía de Polonia resulta fundamental analizar cuáles han sido los costes sociales de dicho proceso y de este modo, poder verificar si el exitoso proceso de transformación se ha traducido en una mejora del nivel de vida de la sociedad polaca.

El crecimiento económico experimentado por Polonia durante el proceso de transformación ha motivado que las desproporciones existentes al inicio del proceso en materia social, en la actualidad hayan disminuido. Sin embargo, en la actualidad estas desproporciones siguen aún presentes en la sociedad polaca, ya que todavía los estándares de vida de las familias se encuentran alejados de los estándares europeos (Kolodziejcyk, 2016).

Durante los primeros años del proceso de transformación tuvo lugar un aumento de los niveles de desigualdad (Figura 5) y de pobreza, produciéndose una redistribución desigual de la misma como consecuencia de la disminución de los ingresos del sector agrícola y la reducción de los niveles de ahorro. Asimismo, durante los años posteriores a la transformación, los niveles de desigualdad continuaron aumentando de forma considerable debido al  rápido aumento de  la  dispersión salarial como consecuencia del aumento de las primas salariales concedidas a los trabajadores con altos niveles de educación encargados de realizar trabajos de alta cualificación. Pero desde el año 2007 el nivel de desigualdad de ingresos se ha mantenido estable debido a las reformas del sistema de beneficios fiscales y del sistema del subsidio familiar, a una caída de la dispersión salarial y a la mejora de la situación en el mercado laboral (Brzeziński, 2017). Sin embargo, en comparación con otros estados de la UE, Polonia presenta unos niveles de desigualdad relativamente altos, ya que, en relación con la desigualdad de ingresos, presenta uno de los niveles más altos de los países de la UE, en donde en el año 2017– el 20% de los asalariados situados en una posición más elevada recibía un 4,7% más que el 20% de los asalariados situados en una posición inferior (Brzeziński, 2017).

Figura 6. Evolución de la desigualdad de Ingreso (Coeficiente de Gini)

Fig. 6.png

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de Eurostat y OCDE, 2019

Analizando el nivel salarial, y realizando una comparación con los estados miembros de la UE podemos observar que Polonia ocupa uno de los últimos lugares entre los estados miembros. En el año 2018, el salario medio de una persona soltera y sin hijos era de 9.216 zloty al año –768 euros al mes–, un salario únicamente inferior en Hungría, Letonia, Lituania, Rumanía y Bulgaria (Eurostat,2019). Por su parte, alemanes y franceses tienen un salario medio tres veces superior al polaco, y los daneses y británicos cuatro (Kolodziejcyk, 2016).

El problema salarial es también observable si se tiene en consideración el salario mínimo expresado en poder adquisitivo (Figura 6) dado que Polonia es el noveno país de la UE con un salario mínimo más bajo, el cual es 399,5 euros inferior a la media de los países de la UE que cuentan con un salario mínimo. Pese a que Polonia ha experimentado un progreso significativo desde su integración en la UE, habiendo conseguido duplicar su salario mínimo de 210,21 euros en el año 2005 a 480,20 euros en el año 2018, todavía a día de hoy este progreso resulta ser insuficiente (Eurostat,2019).

Figura 7. Salarios mínimos expresados en poder adquisitivo, 2018 (Euros)

Fig. 7.png

Fuente: Elaboración propia a partir de Eurostat, 2019

En lo referente al mercado de trabajo, durante los primeros años del proceso de transformación la economía de Polonia se vio afectada por la pérdida de numerosos empleos, el aumento del empleo estructural y la pasividad se adueñó de muchos grupos de la población, siendo los más mayores y los jóvenes los colectivos más afectados (Trappmann, 2011). Sin embargo, desde mediados del 2006, como resultado de la integración en el mercado europeo, la situación mejoró significativamente. En línea con el crecimiento económico que siguió a la recisión de 2000-2002, a la entrada de los fondos de la UE, y la migración laboral masiva –se estima que desde el año 2004 alrededor de 2,5 millones de personas abandonaron Polonia– el mercado laboral polaco experimentó una importante tendencia de cambio marcada por la disminución de los niveles de desempleo y el crecimiento del empleo (Aluchna, 2007).

A pesar de las mejoras experimentadas en los últimos años, el mercado laboral polaco, en comparación con otros países de la UE, presenta una tasa de participación relativamente baja –68%– y demuestra un claro desequilibrio entre sexos – el 62,9 % de las mujeres frente al 77,2 % de los hombres tienen un empleo remunerado (Eurostat,2019). Asimismo, una de las principales dificultades que presenta el mercado laboral reside en el elevado nivel de empleo temporal, ya de los 2.4 millones de empleos creados entre 2002 y 2016, 2 millones fueron temporales y en el año 2012, Polonia llegó a superar a España al tener la mayor proporción de empleos temporales de la UE (Lewandowski,2016). Otra de las dificultades añadidas es que la reducción del empleo está muy vinculada a la edad y al grado de formación, lo cual ha generado un proceso por el cual, una de estas personas cuando se encuentra desempleada, se encuentra ante verdaderas dificultades para reintegrarse al mercado laboral. Además, Polonia se enfrenta al problema del elevado número de personas que en edad de trabajar se encuentran sin trabajo y que fueron eliminadas del registro de desempleados (Kałużyńska, Karbownik, Burkiewicz, Janiak, y Jatczak, 2014).

En relación con el gasto social, Polonia presenta un gasto social por debajo de la tasa media europea, la cuál se sitúa en un 27,9%, mientras que la de Polonia se sitúa en torno al 20,3% (Eurostat, 2019). Desde la adhesión a la UE en el año 2004 el gasto social de Polonia ha ido disminuyendo de forma progresiva hasta el año 2011, a partir del cual el gasto social se ha mantenido estable hasta la actualidad.

De las tres principales categorías que componen el gasto social: asistencia o protección social, educación y salud; el gasto destinado a la asistencia o protección social constituye la categoría a que Polonia destina un mayor porcentaje del gasto social, un tercio del total, como consecuencia del elevado gasto en pensiones ante la temprana edad en la que las personas abandonan el mercado laboral, establecida en los 62 años y en el caso de las mujeres en los 60.

Respecto al gasto en educación, Polonia presenta unas cifras similares a las del resto de los estados miembros, con una asignación del 5,2% del PIB. Sin embargo, lo que distingue a Polonia de otros estados miembros es su gasto relativamente alto en educación terciaria, el cual se sitúa en 1,5% frente al 1% de la media europea. La sanidad es una de las áreas del estado de bienestar a las que Polonia destina un menor gasto público que el resto de los estados europeos, con un 4,7% frente al 6,9%. Asimismo, el gasto en inversión en el sector sanitario en Polonia se encuentra muy por debajo del resto de los estados miembros, situándose diez veces por debajo del promedio europeo (Eurostat, 2019).

Además, el gasto social en vivienda y en asistencia para los más desfavorecidos es relativamente bajo. Las políticas destinadas a satisfacer las necesidades de vivienda están limitadas mediante subsidios para prestamos de vivienda, y los instrumentos destinados a prevenir la exclusión son selectivos y se dirigen principalmente a familias con hijos. Sin embargo, tras la introducción del programa Familia 500+, Polonia es uno de los principales países de la UE con mayor gasto en política familiar. A pesar de generar efectos positivos a la hora de reducir la pobreza, al no poner en disposición guarderías o jardines de infancia para el cuidado infantil, impone restricciones en cuanto a la incorporación de las mujeres al mercado laboral (Sawulski, 2017)

Finalmente, para abordar los efectos sociales del proceso de transformación en el ámbito territorial, me voy a servir del portal de información regional de la Comisión Europea, Inforegio, en donde se analizan factores como la distribución territorial del PIB per cápita, la distribución del empleo por regiones, la IED y los fondos de la UE.

Mapa 1. PIB per cápita por regiones Mapa 2. Tasa de desempleo por regiones

Mapa 1 a-1.pngMapa 1 b-1 (2).png

Mapa 1 b-1.pngMapa 1 b-2.png

Fuente: Elaboración propia a partir de Inforegio, 2019

Atendiendo al mapa número 1, distribución del PIB por regiones o voivodatos, es observable que 15 de las 16 provincias de Polonia, son regiones que acumulan menos del 75% del PIB de la media de la UE y que aún se califican como regiones menos desarrolladas y ninguna como región en transición, como resultado de la baja productividad del sector agrícola y su escasa infraestructura, lo que socava su atractivo para la inversión. Únicamente la región de Mazovia, que rodea Varsovia, se encuentra entre las zonas más desarrolladas de la UE, ya que se ha beneficiado de su ubicación privilegiada y ha experimentado niveles de crecimiento más avanzados (Bogumil, 2009).

La situación del mercado laboral regional en Polonia presenta unas características similares a otros países de Europa del Este, en donde los centros urbanos y sus alrededores cuentan con una situación óptima en comparación con las áreas periféricas (Bogumil, 2009). Como es observable en el mapa 2, las diferencias en cuanto a la distribución del desempleo por regiones no son tan contrastadas como en el reparto del PIB, dado que la mayoría de las regiones registran tasas de desempleo muy similares, entre el 7% y el 9%. Sin embargo, las regiones situadas hacia el este, hacia la frontera con Ucrania, registran tasas más marcadas, del 11% y del 18%, debido a que son regiones pobremente urbanizadas, dominadas por la agricultura tradicional y rezagadas en cuanto a niveles de desarrollo (Czyż, Hauke,2011). Asimismo, el desempleo es relativamente bajo en las regiones urbanas y desarrolladas, como Varsovia y Gran Polonia, en donde las tasas de participación son elevadas.

La IED y los Fondos de la UE han jugado un papel muy importante durante el proceso de transformación de la economía polaca, especialmente, a partir de la adhesión de Polonia a la UE. En relación con IED, la existencia de una frontera común con la UE-15 resulta de gran importancia para la ubicación de la IED en la región fronteriza occidental que se beneficia de la proximidad con Alemania. Las empresas extranjeras que operan en Polonia están ubicadas en la capital, la región de Mozavia y la parte Occidental. De este modo, la concentración desigual de la actividad de IED en Polonia acelera las disparidades regionales, dejando atrás a las regiones agrícolas de bajos ingresos situadas en la frontera oriental (Cieślik, 2005). En cuanto a los Fondos de la UE, la mayor parte de la inversión de los fondos– financiación per cápita– se dirigió a las regiones desarrolladas, mientras que las inversiones en capital humano y en educación se han sido más intensas en las regiones orientales. Este dualismo, ha tendido a favorecer la creación de polos alrededor de las principales aglomeraciones, mientras que la inversión en educación en las zonas rurales ha mejorado el nivel de capital humano en las regiones menos desarrolladas (Bogumil, 2009).

6.    Conclusiones

Tras analizar del proceso de transformación de la economía de Polonia desde 1989 hasta la actualidad, tratando de responder a la cuestión de si el exitoso proceso de trasformación económica se ha traducido en una mejora de las condiciones de vida de la sociedad polaca; es posible constatar que no se puede negar que el proceso de transformación haya generado un crecimiento económico con escaso impacto en términos sociales Sin embargo, al mismo tiempo, tampoco es posible afirmar que la relación entre el crecimiento económico y la mejora social sea débil, ya que, si por ejemplo se tienen en consideración determinados aspectos sociales, como por ejemplo la dinámica experimentada en el mercado laboral, el crecimiento económico desplegado ha motivado una reducción significativa de los niveles de desempleo.

La relación débil entre el crecimiento económico y mejora social –primera hipótesis– se basa en el hecho de que la relación entre ambas variables fue débil durante la primera etapa del proceso (1989-2004), coincidiendo con la aplicación de las políticas de ajuste de los primeros años durante el Plan Balcerowicz. Sin embargo, esta relación se fortalece durante la segunda etapa del proceso (2004-actualidad).

La debilidad entre el crecimiento económico y la mejora social se explica por un modelo que tiene origen en las reformas implantadas durante el proceso de trasformación, y por la adhesión de Polonia a la UE que  ha reducido la relación débil entre el crecimiento económico (2004-actualidad) y la mejora social generada durante la primera etapa del proceso de transformación (1989-2004). De este modo, el fortalecimiento de  esta relación es lo que hace que no se pueda confirmar la hipótesis principal de que el exitoso modelo de crecimiento económico experimentado por Polonia ha generado un elevado crecimiento económico con escaso impacto en términos sociales, pero si que las reformas implantadas durante los primeros años de la década  de los noventa se tradujeron en una relación débil entre el crecimiento económico y la mejora, y que tras la adhesión de Polonia a la UE en el año 2004, esa relación débil generada durante la primera etapa del proceso de transformación, se ha reducido.

Asimismo, el planteamiento afirmado por la literatura económica de que la terapia de choque fue la principal responsable del exitoso proceso de transformación, no es correcto. La terapia de choque resultó ser exitosa, ya que su objetivo no era restaurar el antiguo régimen sino remplazarlo por uno nuevo, además de constituirse como respuesta efectiva al estancamiento que sufría Polonia bajo el régimen comunista. Sin embargo, la terapia de choque no hay sido la única responsable de la reanimación de Polonia, ya que, más bien, sentó las bases para el inicio del proceso de transformación, que se vio complementado por el Plan Kolodko (1994-1997) y las reformas previas a la adhesión a la UE.

La adhesión a la UE en el año 2004 marcó una nueva etapa en la hoja de ruta del proceso de transformación, estableciendo nuevos horizontes de crecimiento. El progreso efectuado durante esta segunda etapa se produjo en paralelo a otros acontecimientos de la economía mundial, por lo que el desarrollo de Polonia durante estos años no solo puede estar únicamente vinculado a la membresía de la UE sino también a una serie de factores diferentes como el incremento de la IED, de los volúmenes de comercio exterior y del consumo de los hogares. Sin embargo, la tendencia de crecimiento experimentada durante los primeros años de la adhesión se va a ver ralentizada por el estallido de la crisis económica en el año 2008. A pesar de ello, y a diferencia del resto de países de la UE, Polonia no ha sufrido ningún desequilibrio económico, lo que la llevado a ser considerada una excepción entre los países europeos.

De acuerdo con la combinación de estos factores y en relación con la cuestión planteada de si es posible considerar el caso de Polonia como milagro económico; tomando en consideración lo abordado a lo largo   de esta investigación, desde la Economía no es posible afirmar que dicho proceso se considerado como milagro económico si se tienen en cuenta las cuestiones sociales del proceso. Desde una perspectiva macroeconómica, se puede concluir que el proceso de transformación fue exitoso, ya que el crecimiento del PIB se ha mantenido de manera interrumpida a lo largo del proceso y ha permitido converger e incluso superar    a algunos países de la región. Sin embargo, desde la perspectiva social, a pesar de los avances obtenidos, no se ha producido una mejora sustancial en el ámbito social que permita equiparar a Polonia con los países más avanzados de la UE.

Independientemente de estos factores, y teniendo en consideración la dos cuestiones que determinan el éxito de Polonia –el ritmo de crecimiento mantenido desde 1992, que le ha permitido converger con otras economías europeas, y su integración en la UE, que le ha permitido alcanzar importantes niveles de desarrollo socioeconómico– se puede confirmar el proceso de transformación de Polonia como un proceso exitoso, ya que la transformación económica ha ayudado a Polonia a prosperar económica y socialmente, y lo que es mas importante, ha otorgado a la población de Polonia su merecida libertad.

Alberto Escribano López, en revistas.ucm.es/