Ana  Marta  González

Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales

4. Lo extraordinario en lo ordinario

Así pues, tomar conciencia de que nuestra identidad más profunda es nuestra identidad de hijos de Dios, se constituye, para san Josemaría, en fuente de una esperanza que no anula el proceso ordinario —natural e histórico, cultural y social— por el que cualquier persona, en el lugar particular que le haya deparado la vida, llega a definir sus aspiraciones y adquiere una personalidad determinada, con sus particularidades y lealtades características. Pero, al mismo tiempo, la conciencia de la propia filiación divina tiene la virtualidad de orientar esos procesos en una dirección más alta, que conduce a sentir profundamente la solidaridad con todos los hombres, la responsabilidad por toda la creación: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra» [40].

Que tales consideraciones solo sean posibles desde la fe no las convierte en totalmente ajenas o irrelevantes a la reflexión filosófica. Pues a la filosofía le basta la posibilidad de una existencia edificada sobre estas convicciones para afirmar que otro mundo es posible y realizable, un mundo que, con la fuerza del espíritu, está dispuesto a combatir sin descanso la banalidad de una existencia mediocre, redimiendo el tiempo y desafiando la «reificación» de las estructuras enemigas de la persona y su libertad [41], desde el interior mismo de esas estructuras.

En efecto: “participar con todas la fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana”, como hace notar san Josemaría, significa ir más allá de un diagnóstico certero de los problemas que tiene planteado nuestro mundo; significa sentirse interpelado personalmente por tales problemas, y advertir, con nueva profundidad, el enorme potencial transformador de las estructuras que encierra el trabajo humano, cuando viene animado por un espíritu auténticamente cristiano, un espíritu de servicio que, como insiste el Papa Francisco, se despliega en beneficio del prójimo, especialmente de los más necesitados [42]. La clave de ese desafío la ofrece el muy citado punto 301 de Camino: «Un secreto.- Un secreto, a voces estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi”- la paz de Cristo en el reino de Cristo» [43]. Este punto expresa la confianza de san Josemaría en la fuerza históricamente transformadora  de la libertad, cuando se abre a la acción de Dios en la propia vida; refleja también, como observa Pedro Rodríguez, una visión de la santidad y la vida interior «en estricta e interna relación con la “actividad humana”, con los problemas de la sociedad humana». Esto nos invita a reflexionar expresamente sobre lo que san Josemaría designó en una ocasión como «materialismo cristiano», y que, según sus propias palabras, «se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» [44], así como a los espiritualismos desencarnados. En efecto: el «materialismo cristiano» es, para san Josemaría, directa consecuencia de la fe en la Encarnación del Verbo. Pues en este misterio se contiene el mensaje de que el mundo y la historia no son impermeables a la manifestación de Dios, ni opacos a su presencia. Por el contrario, cabe hablar, como lo hemos hecho, de una solidaridad de destino entre el mundo y el hombre, que no pone en peligro la referencia del hombre a Dios. Pues la conmensurabilidad entre el sujeto y el mundo no es perfecta: el mundo no es solo el correlato de la conciencia humana, sino también espacio para la manifestación y revelación de Dios, así como espacio de actos humanos que tienen a Dios, y no al mundo, como fin último.

Con ello se corresponde otro aspecto crucial del mensaje de san Josemaría: el aprecio por la contingencia como el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, precisamente porque es ahí, en ese espacio de contingencia, donde el hombre ejercita y materializa su libertad. Ambas cosas se contienen en la invitación de san Josemaría a encontrar el quid divinum [45] que se encierra en los detalles, y que toca a cada uno descubrir. No se trata solo de una recomendación piadosa, sino de advertir el kairós, la oportunidad y el valor del momento presente, en el que la presencia de Dios se nos hace material y de algún modo visible: hacer bien las cosas que tenemos entre manos no es ya solamente un requerimiento ético, derivado de nuestra posición en la sociedad humana, sino la oportunidad concreta que se nos ofrece de corresponder al don de Dios y de materializar su presencia en el mundo de los hombres, poniendo de manifiesto que no por ser ordinaria deja de ser transformadora.

Reconocer el horizonte trascendente que se abre al ejercicio de nuestra libertad, en el desempeño de las tareas más variadas, pertenece a la perfección de la existencia humana. Sin embargo, no se deriva de esto una distorsión de la lógica propia de esas tareas, sino una conciencia más clara de su interno requerimiento de salvación. Ahora bien, precisamente porque los asuntos humanos están sujetos a muchas contingencias, su perfeccionamiento y mejora no puede discurrir por cauces rígidos y prefijados, sino que ha de confiarse al discernimiento responsable de las personas. Por ello, precisamente, la confianza en la responsabilidad de las personas, que les lleva a buscar en cada caso las respuestas que se estimen mejores en conciencia, constituye un aspecto inseparable de la valoración de las realidades seculares, que san Josemaría tenía especialmente presente en su labor sacerdotal: «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar» [46].

5. Una teoría vital de las instituciones y del cambio social

Esa misma certeza de la indeterminación de la historia explica otro aspecto que veo implícito en su modo de afrontar las realidades seculares y que, a falta de una expresión mejor, describiría como una «teoría vital» de las instituciones y del cambio social.

Sin duda, el hecho mismo de que cifre la respuesta a las crisis mundiales en la santidad, nos habla ante todo de la prioridad de la vida del espíritu [47]. Pero, como hemos apuntado, no debe entenderse en sentido espiritualista: la vida espiritual, tal y como él la entiende, conduce a implicarse en las realidades seculares con objeto de redimirlas, lo cual lleva consigo empeñarse en promover un mundo más humano. Indudablemente, esto comporta un momento negativo, de identificación de situaciones deshumanas. Ahora bien, con carácter general san Josemaría invita a afrontar esas situaciones en primera persona, estimulando la responsabilidad personal, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollan o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar.

Sitúa en la «formación» la clave de todo desarrollo: una formación que ayude a sacar partido a los talentos recibidos, que ayude a los destinatarios a convertirse en protagonistas del progreso propio y del entorno. La clave, entonces, se llama trabajo: los criterios con los que impulsó innumerables iniciativas asistenciales y educativas en todo el mundo revelan un  modo profesional de afrontar la articulación práctica de los principios de subsidiaridad y solidaridad, así como una aguda percepción del modo en que se relacionan trabajo y sentido de la propia dignidad.

Sin embargo, la apuesta prioritaria por la formación y, en ese sentido, por la cultura, no significa que ignore los aspectos estructurales. San Josemaría es consciente de que, en el orden social, el desarrollo diferenciado de lo humano depende en gran medida de la diferenciación y calidad de las instituciones y de la organización del trabajo. De todos modos, está lejos de propugnar una visión estática del orden social; muy al contrario: advierte de muchas maneras que la vida precede a la norma, que la norma está al servicio del espíritu, y que, en el plano de la acción, es preciso, sí, ser previsores, pero sin fiar las cosas exclusivamente a la organización.

Para ilustrar la importancia que concede a las instituciones como pautas reguladoras de la vida social podemos remitir a Conversaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la politización de la universidad, el fundador del Opus Dei hace notar que, allí donde faltan cauces institucionales para el ejercicio de la libertad política, esa legítima aspiración humana se canaliza por otras vías y se corre el riesgo de desnaturalizar la universidad [48]. De esta respuesta, pienso, se sigue la necesidad de contar con una esfera específicamente política, una esfera donde los ciudadanos puedan pronunciarse y participar en la propuesta de soluciones para los problemas que se refieren a la vida en común. Algo similar se podría decir de la economía: al tiempo que reconoce la legítima autonomía de la actividad económica [49], san Josemaría recuerda su carácter instrumental [50], alertando, por ejemplo, de que «las obras no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu» [51].

De cualquier forma, reconocer el papel de las instituciones en la configuración del orden social es algo distinto a proponer una hiper-institucionalización [52] que ahogaría la espontaneidad de la vida y las iniciativas de la libertad.  Después de todo, las instituciones nacen como una exigencia de la naturaleza social del hombre, para dar forma a las inclinaciones que experimentamos hacia determinados bienes, para dar forma, también, al mismo impulso socializador.  Pero esto supone que la vida va por delante abriendo camino, como diría Simmel, buscándose una forma [53], tratando de proporcionarse un marco para el desarrollo de vínculos sociales seguros [54].

Precisamente en este último aspecto —la formación de vínculos seguros: la generación de confianza y el fomento de un clima de libertad— la vida y la predicación de san Josemaría ofrecen un valioso material que merecería la pena explorar más a fondo: porque en su predicación y en su vida se pone singularmente de manifiesto de qué manera las normas y pautas institucionales tienen sentido en la medida en que sirven a la expresión y al desarrollo diferenciado del espíritu [55].

En todo caso, la necesidad que tenemos de organizar socialmente nuestra vida explica que las crisis institucionales se traduzcan en cierto desorden de los bienes que ellas protegen, así como una pérdida de densidad en las relaciones humanas correspondientes, que dificulta la orientación ética y aun cualquier proyecto razonable [56]. Esta situación da lugar fácilmente a reacciones conservadoras, en las que acecha el riesgo de confundir el orden moral y las convenciones sociales que durante largo tiempo han servido para preservarlo. En tales casos conviene recordar que las crisis pueden ser también signo de esclerosis cultural: de que la institución ha cristalizado en una forma culturalmente anterior, que no hace justicia al dinamismo y las exigencias, siempre nuevas, de la vida. Aunque aquí acecha también el peligro de signo opuesto: pues advertir la necesidad de cambio puede conducir a un afán de adaptar las formas sociales a los tiempos, que arrastre sin discernimiento importantes bienes humanos.

Por eso la teoría de las instituciones ha de completarse y articularse con una teoría del cambio social y cultural, que atienda también a la cualidad ambigua característica de los periodos liminales [57], de transición cultural, y que permanezca alerta para identificar en cada caso los bienes que están en juego y el mejor modo de preservarlos. En este sentido, es posible argumentar que la esencia humana, en cuanto tal, tiene un carácter «liminal» [58], del que los ritos de paso y las épocas de transición cultural constituyen un reflejo. Más aún: cabría argumentar que, precisamente porque se dirige a la humanidad desnuda, sin hacer acepción de personas [59], el mensaje cristiano es particularmente relevante en esos momentos en los que las seguridades convencionales parecen quebrarse y los individuos se debaten en la incertidumbre. El evangelio se dirige a todos, sin discriminaciones [60], y también de todos pide conversión; una conversión que entre otras cosas justamente reclama el despojarse libremente de las seguridades falsas, a las que está asociada de ordinario la vida en este mundo, pues, como escribe san Pablo a los Corintios, «el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan de este mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa»(1Co 7, 29-31).

Pienso que estas palabras describen una forma específica de estar en el mundo, que coincide exactamente con la radical exigencia de la que es portavoz san Josemaría cuando exhorta a «vivir en el mundo sin ser mundano», es decir, sin permitir que los acontecimientos del mundo, por tristes o gozosos que pudieran ser, determinen la orientación fundamental de la existencia [61]. Ciertamente, sobre el modo concreto de conducirse en periodos de transición, san Josemaría no nos ha dejado reflexiones teóricas; pero nos ha dejado algo más elocuente, su modo de conducirse durante la guerra [62]; viviendo en una situación provisional como sino fuera provisional: sujetándose a un plan auto-impuesto, aprovechando el tiempo, preparándose mediante el estudio para un futuro humanamente incierto, atento a vislumbrar en todo momento la voluntad de Dios [63]. Es algo que se sigue de su revalorización de la contingencia: en realidad, nada es provisional: en el momento presente nos jugamos todo lo verdaderamente importante.

De ahí emerge una manera singular de afrontar la dimensión temporal de la existencia, con una urgencia que nace de la caridad, y que prácticamente se traduce en la virtud de la diligencia [64], igualmente alejada de planteamientos utópicos como del presentismo insustancial. «Aprovechar el tiempo»: en ello va implícita una manera constructiva de enfocar la cuestión del cambio social, precisamente a través del trabajo, con el que el hombre se edifica a sí mismo, mientras edifica el mundo.

La idea que san Josemaría tiene del trabajo —del trabajo santificado— como fuente de progreso y cohesión social hace que su visión de la sociedad y de las instituciones no sea simplemente estática, sino profundamente dinámica: un dinamismo que aparece vinculado a la acción del hombre sobre el mundo, en el curso de la cual el hombre no solo descubre nuevos caminos, que antes permanecían inéditos, sino que, ante todo, se forja a sí mismo. Por eso, al introducir esta reflexión, he querido subrayar que la de san Josemaría sería, en todo caso, una teoría vital de las instituciones. Con ello pretendo insistir en el hecho de que las instituciones encuentran su punto de partida en la vida, y han de ser medidas por referencia a las exigencias de la vida —en último término, la vida del espíritu—, y no simplemente por referencia a cualesquiera convenciones, costumbres o tradiciones. Ahora bien, la vida espiritual del hombre en el mundo se expresa en el trabajo.

Es verdad que no hay nada nuevo en ver el trabajo como fuente de progreso y cambio social. En gran medida, la filosofía y la teoría social moderna arrancan de advertir la conexión entre división del trabajo y progreso social. Lo peculiar de san Josemaría, sin embargo, reside en rescatar la visión teológica, de raíz bíblica, que no reduce el trabajo humano a su dimensión activa, transformadora del mundo, ni lo subordina al cambio de condiciones materiales [65]; él ve el trabajo enraizado en la contemplación: «Nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [66].  El amor —a Dios y al prójimo— es la fuente de la que mana la fuerza dignificante del trabajo, y a él, por tanto, debe remitir una teoría del cambio social capaz de abrirse a la acción del Espíritu en la historia, de modos a menudo sorprendentes.

San Josemaría no es un revolucionario social. Su mensaje puede ponerse en relación con los clásicos de la teoría social que, de maneras distintas, han reconocido la profesión como el enclave ético privilegiado de las sociedades modernas [67]. Sin embargo, sería ingenuo pensar que un mensaje espiritual como el suyo careciese de repercusiones prácticas y en la configuración de los estilos de vida.

Si bien al remitir la dignidad del trabajo al amor con que se realiza san Josemaría no se pronuncia sobre el diverso reconocimiento social que reciben los distintos trabajos, es cierto que, una vez introducido ese pensamiento, las formas sociales de valoración quedan relativizadas, y el avance hacia formas de reconocimiento social de todos los trabajos llega a ser imparable. Pienso, por ejemplo, en una cuestión tan concreta y tan querida a san Josemaría como el reconocimiento de la dignidad del trabajo doméstico, punto fundamental donde, como apunta Axel Honneth desde la teoría crítica, hoy se decide, a nivel social, la cuestión más general de la relación entre trabajo y reconocimiento [68].

Más en general, cabe decir que el mensaje de santificación del trabajo lleva aparejado una conciencia cada vez más viva de la importancia del trabajo en la vida humana, no solo en el plano individual sino también en el social; una conciencia de la que cabe esperar el florecimiento de las iniciativas más variadas, en especial, las encaminadas a promover condiciones dignas de vida y trabajo para todas las personas. En este contexto, considero oportuno citar un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium donde el Papa Francisco sale al paso de una posible mala interpretación del mensaje de santificación del trabajo: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio,  nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” [69].

Si se entiende el trabajo en toda su profundidad humana, es decir, no solo como factor de perfeccionamiento individual sino como lugar estructurador de vida social, el trabajo se presentará en todas sus dimensiones; no simplemente como un lugar para la «auto-realización» individual, sino como plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo.

Como ya hemos señalado anteriormente, el trabajo, para san Josemaría, «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» [70]. En eso radica su mayor dignidad. Y precisamente porque ve en la libertad de amar a Dios la fuente de la dignidad humana no vacila tampoco en presentarse como «rebelde» [71] y describir la religión como «la mayor rebeldía del hombre, que se niega a ser una bestia». Esta es la razón última de que, llegado el caso, pueda hablar también de una forma legítima, santa, de rebeldía, cuando lo que está en juego es la libertad de las conciencias, libertad en la que el hombre, todo hombre, se juega su destino: a ninguna autoridad de la tierra le es lícito aherrojar el movimiento libre por el que los hombres tributan culto a su Creador. También por eso se niega a interpretar la religión, las exigencias del espíritu, con categorías simplemente políticas. Así, por ejemplo, preguntado sobre el papel de tendencias integristas y progresistas en la vida de la Iglesia, al término del concilio, contesta: «En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar  sobre el papel que pueden desempeñar en este momento porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división —que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar— me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer —con toda mi alma— en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere» [72].

Más que a descifrar la ley inexorable de la historia, el santo permanece atento a descubrir en ella los signos de la acción providente de Dios. Tal vez por esto pueda, en ocasiones, levantarse sobre los prejuicios de su propio tiempo. Un ejemplo lo encontramos en el modo positivo con el que entendió la condición de la mujer y su corresponsabilidad con el hombre en la construcción de la cultura [73]. Pienso que en esta cuestión, que hoy parece de sentido común, san Josemaría pudo sustraerse a las inercias y convenciones propias de su tiempo, pura y simplemente porque se dejaba guiar por el Espíritu de Dios [74].

Si tenemos en cuenta que los filósofos más ilustres no siempre supieron sustraerse a las inercias de su tiempo, entonces comprenderemos por qué el santo resulta particularmente intrigante para el filósofo. Le enfrenta con sus propios límites, y le muestra un modo distinto de trascenderlos.

Ana  Marta  González, en romana.org/

Notas:

40. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

41. [El concepto de «reificación», inicialmente introducido por Luckacs, como un instrumento de análisis crítico de la cultura, ha sido recientemente revalorizado por Axel Honneth. Cfr. Axel Honneth, Reificación. Un estudio en la Teoría del Reconocimiento, Katz, Buenos Aires, 2007, pp.136-137.]

42. [Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 187 y 193.]

43. [San Josemaría, Camino, n. 301. Remito a la explicación ofrecida por Pedro Rodríguez en la ed. crítica, donde se hace notar la estrecha conexión con Jn 12, 32 y el modo adecuado de interpretar la alusión al «Reino de Cristo».]

44. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115 a.]

45. [«Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». San Josemaría, Conversaciones, n. 114b.]

46. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.]

47. [Cfr. Leonardo Polo, “El concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer”, Anuario Filosófico, 1985, vol. XVIII, 2, pp. 9-32.]

48. [«Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas. Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea…». San Josemaría, Conversaciones, n. 77a y b.]

49. [Cfr. Encuentro con empresarios en el IESE, Barcelona 27-XI-1972. Algunos textos de este encuentro pueden verse en Javier Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, en “Revista de Antiguos Alumnos del IESE”, nº 87, septiembre 2002, pp. 12-13.]

50. [En el gobierno de estas obras, sabía conjugar la responsabilidad —hay que procurar que las obras se sostengan, con trabajo, pidiendo ayudas, etc.—, la pobreza —el cuidado de los instrumentos— con la magnanimidad y la confianza en la providencia: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gasta».]

51. [Apuntes tomados en una tertulia, 16-V-1960, citado en Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-II-2006.]

52. [Tomo el término de Axel Honneth, The pathologies of individual freedom, Princeton University Press, Princeton, 2010.]

53. [Cfr. George Simmel, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, Altamira, Buenos Aires, 2001.]

54. [Para una teoría sobre la distinción entre vínculos sociales seguros e inseguros vid. Thomas J. Scheff, Emotions, the social bond, and human reality. Part/Whole Analysis, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.]

55. [Pienso que eso se advierte de manera singular en el modo en que enfoca la relación entre sexualidad, maduración del amor y desarrollo de la personalidad. Hablando de sexualidad, san Josemaría suele indicar que de ordinario esta cuestión no ocupa el primer lugar en las preocupaciones de una persona. Y, en todo caso, cuando se presenta, debe contemplarse en relación con la maduración del amor personal: lo que al principio no es más que un impulso, un sentimiento, ha de convertirse en un amor electivo y pasar la prueba del tiempo para llegar a constituir, realmente, verdadero amor a la persona. Esta visión, que en modo alguno es exclusivamente cristiana (cfr. Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, Labor, Barcelona, 1933, p. 186), constituye el núcleo moral de la institución matrimonial; ésta, con sus exigencias de fidelidad recíproca no es el sepulcro del amor, sino que más bien expresa su cualidad específica, haciendo posible que gane en profundidad humana hasta alcanzar a la totalidad de la persona. Por lo demás, la institución como tal puede adoptar formas culturales muy variadas, más o menos igualitarias, como ya pudo apreciar Tocqueville en el siglo XIX, en su análisis de la democracia americana (cfr. Alexis de Tocqueville, Democracia en América, vol. II, Parte 3, cap. 8, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 164 y ss.).]

56. [Esto es obvio en el caso de instituciones políticas y económicas: cuando decae la confianza en las instituciones, los individuos se repliegan sobre sí mismos, y renuncian a proyectos de largo alcance. Algo similar ocurre también en otros campos.  Así, la desregulación de la vida afectivo-sexual, no solo afecta al desarrollo de la personalidad, dificultando la maduración del amor personal, sino que indirectamente, introduce en la vida social un factor de incertidumbre que distorsiona el desarrollo normal de relaciones humanas de amistad, confianza, etc., con el consiguiente empobrecimiento de la vida social y profesional.]

57. [Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 103-123.]

58. [«La esencia del hombre en su historia es más bien una interinidad constante como inquietud de su existencia temporal en todo momento inconclusa. No es la busca de la unidad de la época venidera lo que ha de servirle de algo, sino, acaso, el intento incesante de desvelar las potencias anónimas que al mismo tiempo se atraviesan ante el régimen existencial y el ser mismo». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 175.]

59. [«Dios no tiene acepción de personas» (Ga 2, 6); «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!». San Josemaría, Surco, n. 303.]

60. [Ga 3, 26-29; 1 Co 12, 13; Rm 10, 12. «Escribió también el Apóstol que “no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos”. Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado… Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!». San Josemaría, Surco, n. 317.]

61. [No quiero dejar de apuntar la relación entre esta convicción y la importancia que san Josemaría concedía a un tema aparentemente trivial como la moda. Lejos de reducir el tema a una cuestión simplemente moral —como era frecuente entre algunos Padres de la Iglesia— pienso que advertía hasta qué punto el discernimiento en esta materia se relacionaba con modos más o menos acertados de comprender la secularidad: cómo ser del mundo sin ser mundano.]

62. [La guerra es característicamente uno de los periodos que cabe designar como liminares. Cfr. Victor Turner, “Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage”, en La selva de los símbolos, p. 105.]

63. [Vid. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid, 2002, pp. 62-124. Cfr. San Josemaría, Camino, n. 697.]

64. [La diligencia conduce a emplear el propio tiempo en cumplir con serenidad y calma los deberes del propio estado, y a ayudar al hermano sobrecargado de trabajo a cumplir con su tarea. Cfr. San Josemaria, Amigos de Dios, nn. 41 y 44.]

65. [La posibilidad de sustraerse a una visión puramente procesual del trabajo, la posibilidad de descubrir un sentido humano del trabajo, aparece apuntada también en Jaspers (Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 186). Pero en los escritos de san Josemaría, esta visión se trasciende y se eleva.]

66. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

67. [Para ver una aproximación de Weber y Durkheim a la cuestión, cfr. Fernando Múgica, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Cuadernos de Empresa y Humanismo, Universidad de Navarra, 1998.]

68. [«Para el análisis posterior de la relación mutua en la que se hallan trabajo y reconocimiento reviste importancia, hoy sobre todo, el debate que se mantiene en conexión con el feminismo sobre el problema del trabajo doméstico no remunerado. A saber, desde dos perspectivas ha resultado claro en el curso de esta discusión que la organización del trabajo social está vinculada estrechísimamente con normas éticas que regulan el sistema de la apreciación social: desde el punto de vista histórico, el hecho de que la educación infantil y las tareas domésticas no hayan sido valoradas hasta ahora como tipos de trabajo social perfectamente válidos y necesarios para la reproducción solo se puede explicar con referencia al desdén social que se ha mostrado en el marco de una cultura determinada por valores masculinos; desde el punto de vista psicológico, resulta de las mismas circunstancias el hecho de que, bajo la distribución tradicional de los papeles, las mujeres solo pueden contar con posibilidades menores de encontrar, dentro de la sociedad, el grado de reconocimiento social que forma la condición necesaria para una autodefinición positiva…». Axel Honneth, La sociedad del desprecio, pp. 143-144.]

69. [Francisco, Evangelii Gaudium, n. 201.]

70. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.]

71. [La rebeldía frente a lo que empequeñece el espíritu, en nombre de la nobleza entendida como autenticidad, es un tema presente en los filósofos de la existencia; esto se advierte por ejemplo en Jaspers («Se inicia hoy la última campaña contra la nobleza. En vez de tener por campo lo político y lo sociológico, tiene las almas mismas». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 189). Pero la autenticidad que Jaspers cree encontrar en la «vida filosófica» la encuentra san Josemaría en la santidad, en la plenitud de la filiación divina que no es otra cosa que la identificación con Jesucristo.]

72. [San Josemaría, Conversaciones, n. 23.]

73. [Durante muchos siglos, en contra de la igual dignidad que el mismo dogma cristiano reconoce a mujer y varón, la consideración de la mujer, en la práctica, ha sido inseparable de la idea de «tentación», posiblemente porque la mirada predominante ha sido siempre la del varón no redimido. Sin embargo, el enfoque de san Josemaría es radicalmente otro. Para él las mujeres son ante todo hijas de Dios, llamadas, al igual que los varones, a asumir libre y responsablemente la dirección de sus vidas, delante de Dios, y a realizarse en el don de sí por el amor en las distintas formas que presenta la existencia humana (matrimonio, celibato apostólico, etc.), pero en modo alguno encaminadas —como si fuera su único destino en la vida— a contraer matrimonio; capaces de formarse, gobernarse, y sostenerse económicamente a sí mismas, de asumir y desarrollar una vocación profesional, de participar en la vida pública.]

74. [Cfr. Mercedes Montero, “El papel de la mujer en la sociedad democrática. Edición crítica de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer”, Nuestro Tiempo, vol. LVIII, num. 677, (2012), pp. 92-95.]

Ana  Marta  González

Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales

1.    Introducción

¿En qué sentido pueden ser útiles las enseñanzas de san Josemaría Escrivá a la reflexión de un filósofo, sea o no cristiano?

Es posible que para contextualizar correctamente los términos y lugares teológicos de los que se sirve san Josemaría para difundir por todos los ambientes el mensaje de la vocación universal a la santidad, hayamos de estar familiarizados con la tradición del pensamiento cristiano en la que él mismo se formó. No obstante, aunque el hecho de que personas muy distintas, con muy diversa formación, no encuentren particulares dificultades para sentirse interpeladas por su mensaje sugiere que la clase de familiaridad que se precisa no se consigue necesariamente con erudición abundante.

Sin embargo, es patente que su predicación se abre a temas nuevos, específicamente modernos, tratados de manera especial por la filosofía de los dos últimos siglos: mundo, trabajo, tiempo, historia, vocación, cultura, libertad, ciudadanía, unidad de vida… Cuestiones todas que perfilan los contornos de lo que, recordando a Heidegger [1] y a Hannah Arendt [2], podríamos denominar una «teoría de la mundaneidad», y que, en la predicación y la vida de san Josemaría, aparecen articuladas con una sencillez y profundidad inusuales, de un modo que invita a poner en relación su mensaje con la reflexión filosófica y sociológica sobre estas cuestiones; una invitación que resulta especialmente oportuna en nuestro tiempo cuando, también desde un punto de vista filosófico y sociológico, la religión vuelve a estar en primer plano [3].

No se me oculta que, a primera vista, las restricciones metodológicas con las que se presenta la filosofía social contemporánea —principalmente no incorporar presupuestos antropológicos fuertes (sospechosos siempre de expresar posiciones particulares), ni, por supuesto, una filosofía de la historia que se sustraiga a toda posibilidad de falsación— podrían operar como un factor disuasorio, a la hora de reconocer en la vida y obra de un sacerdote católico algo relevante para el discurso filosófico.

No obstante, en la medida en que las convicciones religiosas, sin perder su especificidad [4], incorporan contenidos cognitivos, esta limitación de la filosofía social contemporánea constituye un obstáculo superable, sobre todo cuando el mismo discurso filosófico-social actual evoluciona en la línea de diagnosticar las patologías sociales atendiendo principalmente a las experiencias de opresión e injusticia, tal vez débilmente articuladas, pero no por ello menos reales, de personas corrientes, ajenas a las exigencias de coherencia y erudición de discursos teóricos que a menudo se presentan vinculados a posiciones elitistas [5]. Precisamente esta evolución, que pretende devolver legitimidad ética a discursos con frecuencia muy abstractos, podría conducir a reconocer, también, la relevancia de un mensaje que es acogido por gentes de muy diversa extracción social y cultural, y que para todos ellos se convierte en un modo, eminentemente positivo, de afrontar opresiones de muy diverso tipo. Que se trate de un mensaje fundamentalmente religioso no debería constituir un problema, desde el momento en que dicho mensaje se presta a una exposición articulada y comprensible de sus contenidos, que no comporta confusión alguna entre lo sabido y lo creído.

Ahora bien: ¿es legítimo acercarse a los textos y la vida de Josemaría Escrivá, tratando de identificar los temas filosóficos en ellos implícitos, obviando las cuestiones teológicas que plantean? Más aún: ¿es siquiera posible? ¿Y qué interés podría tener esta tarea? En lo que sigue no afrontaré directamente las dos primeras cuestiones. Pienso que el mejor modo de mostrar el alcance y los límites de un empeño semejante es poniéndolo por obra. Sin duda, como apuntaba anteriormente, desentrañar los temas filosóficos implícitos en un autor que de ningún modo pretendió escribir una filosofía requiere cierta familiaridad con las fuentes y la perspectiva desde las que escribe, que en este caso son fuentes teológicas. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener ilustrarse sobre la teología con objeto de hacer explícitas las dimensiones filosóficas de un pensamiento? ¿No es esto un despropósito?, ¿no significa invertir por completo el dictum medieval, para hacer de la teología una ancilla philosophiae? Peor aún: ¿no significa degradar un mensaje espiritual, de forma y contenido marcadamente existencial, al estatuto de una teoría más, exponiéndola a correr el destino de cualquier otra teoría?

No en mi opinión. Pues si, como lo pienso, la predicación y la vida de san Josemaría Escrivá configura una manera peculiar de estar en el mundo, que hace justicia armónicamente a las distintas dimensiones humanas, profundizar en ese mensaje, explicitar las categorías y la articulación temática que en él se contienen y ponerlas en relación con las que ha acuñado el pensamiento filosófico y sociológico contemporáneo, puede resultar de interés para estas últimas ciencias, y, más en general, para todos aquellos que, con objeto de ganar una perspectiva sapiencial sobre la propia tarea, persiguen comprender la estructura y el dinamismo de la existencia humana en el mundo. Por lo demás: ¿no es lógico esperar que una predicación dirigida a resaltar el valor santificador de las realidades seculares tenga algo que decir a las ciencias humanas que se ocupan de esas realidades seculares?

2.    Una tensión constitutiva

Por de pronto, en el núcleo del mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades ordinarias, se encuentra la exhortación a «ser del mundo sin ser mundanos» [6]. Ahora bien, en esta expresión se anuncia una tensión a la que también, de un modo u otro, cualquier filósofo que reflexione sobre la condición humana ha de rendir cuentas, si no quiere simplificar indebidamente el contenido de la experiencia. A lo largo de la historia, los filósofos han expresado, consciente o inconscientemente, la tensión constitutiva de lo humano de maneras muy diferentes: como compromiso entre contemplación y acción (Aristóteles), como conflicto entre moralidad y felicidad (Kant), como discrepancia actual entre el interés a largo plazo e interés a corto plazo (Hume [7]) existencia propia o impropia (Heidegger)…; estas u otras tensiones no hacen otra cosa que expresar un rasgo derivado de nuestra finitud, a la que me gustaría llamar, metafóricamente, nuestra «herida constitutiva», que nada tiene que ver con la culpa original, sino que se relaciona con la apertura al infinito posible por nuestra racionalidad. Gracias a ello, el ser humano es «horizonte y confín» —en la expresión de Tomás de Aquino [8]—, un ser fronterizo, al decir de Simmel [9], irreductible a una función única (Jaspers), capaz, sin embargo, de trascendencia.

Es precisamente en esa «tensión constitutiva», que define nuestra condición de criaturas racionales, donde toma cuerpo la esperanza [10]; una esperanza que, nuevamente, puede adquirir formas distintas, dependiendo de cómo de profunda se conciba esa herida. Así, la esperanza alimentada por el pensamiento utópico es sin duda muy diversa de la alimentada por la fe cristiana, tanto al menos como lo es su visión del hombre [11].  Para san Josemaría, la identidad humana queda definida por nuestra condición de hijos de Dios [12], y la esperanza que surge de la conciencia de tal filiación [13]es una esperanza que, en tanto el hombre experimenta la realidad del pecado, no ya como transgresión actual de la ley, sino como olvido práctico de Dios [14], es una esperanza de redención consumada, que abraza también al mundo [15]. Pues, como dice san Juan, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos (cfr. 1Jn 3, 2), y mientras tanto —como diría san Pablo— el mundo sigue sujeto a vanidad (cfr. Rm 8, 20).

En este punto tiene importancia resaltar el plural: el mundo espera la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) [16], en plural. Porque la vanidad a la que está sujeto no es el producto de la acción de un solo hombre, sino de muchos [17]. En efecto: ¿en qué consiste esta vanidad? En último término, en el hecho de que los seres humanos viven replegados sobre sí mismos, lo cual, colectivamente, se plasma en estructuras auto-referenciales, opacas a la trascendencia [18]. Qué pertinentes resultan, en este sentido, las palabras del Papa Francisco, cuando alerta sobre la necesidad de superar rutinas y pensar en otros modelos de desarrollo [19]. Pues la redención del mundo pasa por la transformación de esas estructuras auto-referenciales, impulsando un modo de vida, individual y colectivo, animado, en su raíz, por un principio diferente:

«Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos solo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura» [20.]

Ciertamente, ya para san Agustín el amor de sí hasta el desprecio de Dios era principio fundador de una ciudad terrena, a la que habría de oponer otra ciudad diferente, fundada sobre el amor de Dios hasta el desprecio de sí. Ahora bien, al proponer su mensaje, san Josemaría no incide tanto en el desprecio de sí, ni del mundo, como en la posibilidad de cultivar un aprecio diferente de sí mismo y del mundo, un aprecio que remite a la mirada aprobatoria con la que Dios contempló su creación [21], y que resulta de nuevo posible para el hombre tras la redención obrada por Cristo. Lo que san Josemaría ofrece es una visión positiva del mundo y de las realidades humanas [22], que en último término deriva de la conciencia de la filiación divina. Ésta constituye, para san Josemaría, la clave de lectura desde la que afrontar la tensión constitutiva de la existencia humana.

En efecto: todas las realidades humanas, desde las más espirituales hasta las más materiales, quedan libres de la vanidad allí donde, liberado de rutinas [23], el hombre vive pendiente de Dios, como hijo suyo, y no para el mundo, como su esclavo: entonces el hombre arrastra consigo todas esas realidades —su mundo— a un destino más alto: las libera, con la libertad de los hijos de Dios:

«Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31)» [24].

Este movimiento ascendente, que a través del hombre recapitula todas las cosas en Cristo, queda recogido de forma condensada y terminante en un texto que aparece en varios lugares de los escritos de san Josemaría: «Sólo hay dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural o se vive vida animal» [25].

Se trata de una expresión radical, que, a primera vista, parece pasar por alto la posibilidad teórica de una vida humana intermedia entre la animal y la sobrenatural. Sin embargo, esto es indicativo de que san Josemaría se dirige al hombre realmente existente, que nunca es solo un hombre natural, instalado en lo ya conseguido, sino en tensión constitutiva hacia algo más. Y el mensaje que le dirige es precisamente que la consistencia de lo humano y la belleza del mundo se preserva únicamente cuando el hombre vive por encima de sí mismo, según el don de Dios.

Formulada en estos términos, la idea tampoco es del todo extraña a la tradición filosófica. Ya Aristóteles exhortaba a «no tener pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino, en la medida en que no es dado, inmortalizarnos y vivir según lo más divino que hay en nosotros» (EN, X, 7). Y el propio Kant, después de haber trazado límites a la posibilidad del conocimiento metafísico, no puede dejar de referirse a los ideales de la razón, siquiera como ideales regulativos de nuestra experiencia, sin los cuales toda ella, la ciencia incluida, quedaría privada de sentido [26]. Frente a esto, el pretender vivir exclusivamente conforme a criterios humanos, extraídos de nuestra pobre experiencia cotidiana, no solo resulta humano, sino «demasiado humano» (no en el sentido de Nietzsche, sino en el de Aristóteles) [27].

En efecto: a la experiencia humana, como apunta Pascal, pertenece alguna forma de auto-trascendencia, lo cual significa que existe una auto-limitación contraria al dinamismo propio de la vida humana, pues ésta reclama concebirse a sí misma como expresión y posibilidad de algo más grande de lo que nos es dado realizar aquí y ahora. Aristóteles concebía este «más» como una vida contemplativa que, en su expresión perfecta, siempre quedaba fuera del alcance humano, pues era privilegio de los dioses. En todo caso, para él, este modo contemplativo y divino de vivir parecería separar al hombre de los avatares humanos. La filosofía moderna no ha continuado por lo general en esa dirección; en su lugar ha aceptado, a lo sumo, formas de trascendencia intra-mundanas, como las accesibles en el arte, o, de otro modo, en la moral.

Por contraste, en un mensaje radicalmente religioso, como el de san Josemaría, el mundo corre el destino del hombre, de los hombres, y la exhortación a llevar vida contemplativa y, en este sentido, vivir «por encima de lo humano», incluyendo esas formas intra-mundanas de trascendencia, alcanza una radicalidad inusitada: no como una forma cualquiera de «auto-trascendencia» natural, ni tampoco según un ideal cualquiera, simplemente humano, de «contemplación», sino como invitación a recibir el don de Dios.  Así, «ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros» [28].

En ello va implícita, también, una manera peculiar, estrictamente cristiana, de concebir la dimensión temporal de la existencia. San Josemaría remite con frecuencia al texto de san Pablo: «Caritas Christi urget nos» (2Co 5, 14) para iluminar el sentido profundo que tiene, para el cristiano, el «aprovechamiento del tiempo»: «Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» [29].

Esta concepción de la temporalidad, penetrada por la urgencia de la caridad, está repleta de consecuencias estructurantes de la existencia y del vivir cotidiano, que en san Josemaría adquieren concreciones muy específicas [30]. En todo caso, es viviendo con esa radicalidad, concibiendo su vida ordinaria ante todo como correspondencia al amor de Dios manifestado en Cristo y, por tanto, procurando un activo desprendimiento de sí mismo, como el hombre, la mujer cristiana, sea cual sea su condición, contribuyen a liberar la creación entera de la vanidad a la que ha sido sujeta por el pecado; «ser contemplativos» y «santificar las realidades terrenas» son actividades propias de los hijos de Dios, inseparables entre sí, y que están al alcance de todos los hombres, sin excepción, porque no descansan simplemente en las posibilidades de la naturaleza humana, sino en el don sobrenatural de Dios [31].

En efecto: la exhortación a vivir vida sobrenatural no equivale a propugnar una contemplación filosófica al alcance de unos pocos privilegiados; ni es tampoco expresión de una virtud heroica producto del puro esfuerzo humano; sino que apunta sencillamente a vivir en el mundo como hijos de Dios, en Cristo, con la convicción esperanzada de que viviendo así, aceptando humildemente el don de Dios, y correspondiendo a él con todas las fuerzas, se lleva a término la redención, la liberación del mundo.

3.    La unidad radical de culto y cultura

Conviene advertir que en lo anterior va implícita una manera específicamente cristiana de entender la cultura, o, mejor dicho, la conexión original —hoy día frecuentemente olvidada— entre culto y cultura. Es verdad que el uso explícito que hace san Josemaría del término cultura está más próximo a la acepción clásica y moderna —cultura como cultivo, como civilización [32]— que a la más contemporánea —cultura como expresión de la subjetividad, como modo de vida de un pueblo, que se expresa en normas y símbolos compartidos [33]—. Sin embargo, en su mensaje se encuentran profundamente fusionados ambos sentidos, como lo requiere la acepción original. Pues en el núcleo de toda cultura hay un culto. Sin embargo, mientras que en las religiones no cristianas ese culto giraba en torno a ritos sacrificiales, mediante los cuales los hombres mostraban su dependencia de la divinidad, en el cristianismo es Dios mismo quien se ofrece en sacrificio por los hombres, para rescatarlos del mal y hacerles partícipes de la misma vida de Dios. Y es precisamente este sacrificio el que está llamado a constituirse en el centro y la raíz de una nueva cultura, en la que ya no hay lugar para más víctimas, y en la que por consiguiente puede, entre otras cosas, crearse un espacio propiamente político, no secuestrado por discursos victimistas [34].

Más radicalmente, ese acto sacrificial, revelador al mismo tiempo del amor de Dios por el hombre y del valor del hombre a los ojos de Dios, hace de los cristianos un único pueblo, con una misión específica en el mundo, pues constituye la fuente de ese otro culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23), que tiene por protagonistas a todos los cristianos, los cuales, conmovidos por el sacrificio de Dios en Cristo, aspiran a proyectar el mismo espíritu de Cristo en todas las actividades humanas, según la verdad que les es propia. Con ello enlaza directamente la exhortación de san Josemaría a santificar todas las realidades terrenas, cultivándolas según su lógica propia y en conformidad y prolongación del culto eucarístico [35]. Una exhortación en la que va implícita la importancia primordial del esfuerzo por adquirir las virtudes requeridas por nuestro lugar en el mundo, así como el rigor y la competencia profesional.

El mensaje de la santificación de las realidades terrenas invita a profundizar en el hecho de que la conexión entre culto y cultura, apuntada ya en las palabras del Génesis donde se dice que el hombre fue creado ut operaretur, para trabajar [36], encuentra realización efectiva en la vida ordinaria, cuando la práctica moral y la entera vida social están alentadas por la vivencia del misterio eucarístico; por supuesto esa conexión tiene lugar también allí donde el rigor del trabajo intelectual propio de cada ciencia permanece abierto a un horizonte sapiencial, que encuentra su último sentido en la búsqueda de Dios. Sin embargo, considero significativo que, no obstante reconocer el papel singular de los intelectuales en la configuración de la cultura, a la hora de enfocar la cuestión específica de la santificación de estas tareas, san Josemaría se refiera a ellas indistintamente también como «trabajo», haciendo notar que la unidad entre fe y ciencia, que el cristiano reconoce como posible por una cuestión de principio, no se alcanza con frecuencia fácilmente, sin mediar un «duro trabajo» [37].

Ésta —la de trabajo— es la categoría fundamental de la que se sirve san Josemaría para encauzar el culto que el cristiano está llamado a tributar a Dios en medio del mundo, precisamente al mismo tiempo que crea cultura. En efecto, en ese culto racional, agradable a Dios va implícita la búsqueda de la verdad, teórica y práctica, como una exigencia intrínseca del trabajo bien hecho: «Veritatem facientes in caritate» (Ef 4, 15). Y así, el culto que el cristiano tributa a Dios está en la base de su unidad de vida [38], y en último término también de la unidad misma de la cultura [39].

Ana  Marta  González, en romana.org/

Notas:

1. [Martin Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2ª ed, 2009.]

2. [Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.]

3. [Cfr. Hans Joas & Klaus Wiegandt (eds), Secularization and the world religions, Liverpool University Press, Liverpool, 2009. Cfr. Colin Campbell, The Easternization of the West. A Thematic Account of Cultural Change in the Modern Era, Paradigm Publishers, Boulder, 2007.]

4. [Como observa Hans Joas, las convicciones religiosas se distinguen de puras argumentaciones racionales, porque incorporan elementos que inciden profundamente en la propia identidad: por ello no se avienen a los mismos parámetros que rigen en discusiones puramente intelectuales. Sin embargo, eso no significa que se sustraigan a toda crítica racional; se trata más bien de acertar con el modo de hablar sobre la fe y el modo de exponer sus contenidos, un modo que haga posible analizarlos y tornarlos comprensibles, sin por ello intelectualizarlos. Cfr. Hans Joas, Einleitung, en Was sind religiöse Überzeugungen?, Wallstein Verlag, Göttingen, 2003, pp. 9-17.]

5. [Cfr. Axel Honneth, La sociedad del desprecio, Trotta, Madrid, 2011, pp. 63-73.]

6. [San Josemaría, Camino, n. 939. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2002.]

7. [No obstante el inmanentismo psicologista que le define («We never really advance a step beyond ourselves», Treatise of Human Nature, Book I, Part II, Section VI), Hume refleja esa tensión en el orden práctico.]

8. [«Et inde est quod anima intellectualis dicitur esse quasi quidam horizon et confinium corporeorum et incorporeorum, inquantum est substantia incorporea, corporis tamen forma». Tomás de Aquino, ScG, lib. 2 cap. 68 n. 6.]

9. [«El hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna frontera». Cfr. George Simmel, “Puente y puerta”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, ediciones Península, Barcelona, 2001, pp.45-53, p. 53.]

10. [La tensión que percibe Aristóteles entre felicidad sin más —que sería puramente contemplativa— y felicidad «humana» —mixta de contemplación y acción—, la reinterpreta Santo Tomás como felicidad perfecta y felicidad imperfecta. En todo caso refleja el hecho de que el hombre no es un animal clausurado sobre sí mismo, cuyo cumplimiento se sigue naturalmente, sino precisamente un animal racional, que anticipa una idea de perfección y aspira a más de lo que actualmente tiene [...] perfección que además no puede cumplir por sí solo. Por eso la racionalidad puede comparase con una «herida» abierta, y presentarse como el «lugar» donde arraiga, también en lo humano, cualquier esperanza, así como la apertura al don de Dios: en primer lugar, el don de la filiación divina. Cfr. S.Th.I.II.q. 5, a. 5, ad 1, donde Tomás de Aquino se pregunta: ¿puede alcanzar la felicidad el hombre por sus medios naturales? Y contesta que no, para decir que sin embargo puede dirigirse a Dios para que le haga feliz. Lo interesante es que para argumentar este punto cita a Aristóteles: «Lo que podemos por nuestros amigos es como si lo pudiéramos por nosotros mismos» (EN, III, 3, 1112b 27-28).]

11. [Cfr. Benedicto XVI, Spe Salvi, especialmente nn. 20-30.]

12. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]

13. [Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vidacotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.]

14. [Con ello puede relacionarse la frecuente exhortación de San Josemaría a evitar la rutina en la vida de piedad. Evitar la «rutina» es procurar un trato personal, no formulario, con Dios. Sería un modo de evitar recaer en lo que Heidegger llamaría la existencia impropia, donde el “se” impersonal toma las riendas de nuestra vida. Precisamente Heidegger se refiere a eso en términos de “caída” (Cfr. Martin Heidegger, Ser y tiempo, & 38).]

15. [«Cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de las iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios […]. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morad eterna y el fin para el que hemos sido creados —amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo—, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas […] Sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por eso la esperanza no me separa de las cosas de la tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.]

16. [Cfr. San Josemaría, Forja, n.1: «Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine [...] De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».]

17. [Esta idea encuentra eco en las reflexiones modernas sobre el origen de la cultura. Concretamente, puede apreciarse una conexión con la observación de Kant —y antes de Rousseau— según la cual los «vicios de la cultura» se encuentran especialmente ligados al despliegue de la vida social (Cfr. Immanuel Kant, Religión dentro de los límites de la mera razón, 6: 27), en tanto que afectada por una debilidad original, que lleva a temer que los otros prosperen más que uno; debilidad que, según Kant, solo podría superarse en la medida en que la razón moral se hiciera cargo del progreso, y una comunidad ética viniera a contrarrestar los efectos negativos del principio malo en nosotros. (Ibíd., 6: 93 y ss.).]

18. [«Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales… abandonadas a sí mismas o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano —investigador, literato, científico, político, trabajador…— tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero —escribe el Apóstol— está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios». San Josemaría, Surco, n. 311.]

19. [Francisco, Laudato si’, nn. 43, 49, 191, 194.]

20. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 202.]

21. [«Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». San Josemaría, Conversaciones, n. 114a (Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de Jose Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012).]

22. [Cfr. José Luis Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona, 2003.]

23. [Cfr. Nota 15.]

24. [San Josemaría, Conversaciones, n. 115c.]

25. [«Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural». San Josemaría, “Vida de fe”, Amigos de Dios, n. 200. «No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de él». San Josemaría, Amigos de Dios, n. 206.]

26. [«La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico? [...] De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior. La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios» (KrV, A 797/B825; A 798/B826).]

27. [En efecto: para Nietzsche lo «demasiado humano» hace referencia a la necesidad de otro como referente de la voluntad, mientras que para Aristóteles sería «demasiado humano» —solamente humano— renunciar a cultivar lo más divino que hay en nosotros. Así, señala: «Es indigno del hombre no buscar la ciencia a él proporcionada» (Metafísica I, 982 b30) —aunque sea una ciencia divina como la metafísica, que podría excederle. Y en la Ética a Nicómaco, como ya se ha comentado en texto, aun reconociendo que vivir vida contemplativa excede las fuerzas humanas, argumenta que «no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo lo que esté a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 32-35).]

28. [San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 98.]

29. [San Josemaría, Amigos de Dios, n. 43.]

30. [Por ejemplo: el cristiano ha de ser diligente; no debe tener «preocupaciones», sino «ocupaciones», lo cual es también una manera de concretar el abandono en la Providencia. Debe organizar su tiempo de tal modo que pueda realizar con calma y serenidad sus deberes (incluyendo el descanso), y ayudar a sus hermanos, lo cual, en la práctica, supone imponerse un horario, de algún modo convirtiendo los «deberes imperfectos» en «deberes perfectos», pues de lo contrario hay tareas que absorberían toda la atención, y el “llevar los unos las cargas de los otros” no encontraría ocasión de materializarse.]

31. [Cfr. Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona, 1986.]

32. [San Josemaría habla claramente de que la cultura es medio y no fin (Cfr. Camino, n. 345). Pero además habla de «hacer del día una misa» (Apuntes tomados de una predicación, 19-III-1968, citado en Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, p. 17), en lo que se apunta claramente la relación entre culto y cultura, culto en espíritu y verdad, etc; en alguna ocasión también comenta el texto de Rm 12, donde san Pablo habla del «culto racional». Y eso es muy importante: la cultura es medio y símbolo, pero desgajada del culto que le da sentido, termina por fragmentarse en mil pedazos. Con objeto de resaltar la continuidad con temas modernos, apuntaré que también el uso explícito que hace Kant del término es, sobre todo, el de «perfeccionamiento», y, más en general, el de mediación, en lo que se apunta levemente su aspecto simbólico (Cfr. Ana Marta González, Culture as mediation. Kant on nature, culture, and morality, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011, pp. 361).]

33. [Cfr. Ana Marta González, “Cultura y civilización”, en Ángel Luis González (ed.), Diccionario de Filosofía, Eunsa, Pamplona, 2010, pp. 265-268.]

34. [Cfr. Ana Marta González, “La víctima del destino. Ensayo sobre un tipo de nuestro tiempo”, en Lourdes Flamarique y Madalena D'Oliveira-Martins (eds.), Emociones y estilos de vida. Radiografía de nuestro tiempo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2013, pp. 157-177.]

35. [Cfr. Cruz González-Ayesta, «El trabajo como una Misa. Reflexiones sobre la participación de los laicos en el munus sacerdotale en los escritos del Fundador del Opus Dei», en Romana, n. 50 (2010), pp. 200-221.]

36. [«Porque el trabajo —lo vengo predicando desde 1928— no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios (Cfr. Gn 2, 15). En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 81.]

37. [«Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas. Yo soy la verdad. El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean… Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración… Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enreciar en una unidad de vida sencilla y fuerte». San Josemaría, Es Cristo que Pasa, n. 10.]

38. [Ibíd.]

39. [Se ha puesto de relieve en ocasiones que este concepto —unidad de vida— constituye una de las aportaciones más originales de san Josemaría al vocabulario ascético. Sin embargo, querría apuntar que la aportación trasciende con mucho el plano ascético, desde el momento en que lo vemos proyectado en el horizonte de la cultura. Para una visión panorámica de este concepto, cfr. Ignacio De Celaya, voz «Unidad de vida» en José Luis Illanes (coord.) Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo–Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos–Roma, 2015 (3ª ed) pp.1217-1223.]

Franco Andrés Melchior

Reflexiones sobre la configuración de la libertad religiosa a la luz del debate francés sobre es velo islámico

Introducción [1]

La numerosa inmigración islámica en los países europeos ha provocado, para muchos, un cambio de paradigma en el modo de entender la sociedad. Culturalmente, esta inmigración ha obligado a realizar numerosos cambios, pues no solo ha impuesto deberes de aceptación de conductas culturales muy diversas a las propias, sino también deberes de omisión de conductas culturales arraigadas hace muchos años, que han sido consideradas per se una agresión o una falta de respeto. Asimismo, dicha inmigración ha llevado a plantearse qué conductas y tradiciones de los nuevos ciudadanos son aceptables para la convivencia y el orden público del país receptor, y cuáles no pueden tolerarse.

La cuestión de la política europea y el multiculturalismo es, por tanto, el marco histórico y social donde se inscribe este trabajo. Dentro de dicha temática aquí se partirá de un punto concreto, cual es el problema de las niñas que se visten con hijab (foulard islamique) en las escuelas públicas francesas, para realizar a tenor del mismo diversas reflexiones sobre el laicismo y el liberalismo. Se verá que el paradigma liberal francés se instaura como "aproximación valorativa" a las normas constitucionales y legales, así como a los tratados internacionales de derechos humanos que protegen y regulan derechos y deberes [2] determinando un modo concreto de entender las relaciones entre la libertad religiosa de las personas y la vida social.

Se realizará, asimismo, un análisis de la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos al respecto de la problemática francesa y se examinarán los criterios que utiliza para articular la relación entre religión y Estado.

Para llamar la atención sobre dicho modo de aproximarse a las normas internas que resguardan los derechos y regulan las potestades del Estado, junto a los tratados internacionales de derechos humanos, aquí se intentará estudiar el laicismo francés y su pretensión de neutralidad, y su desarrollo en sociedades liberales como la de Francia, analizando la coherencia del concepto de libertad que mantienen dichas sociedades con la aplicación práctica de los principios que profesan.

Conviene señalar que se hace foco en el laicismo francés, pues es la doctrina "madre" del laicismo. Este ha tenido luego derivaciones en otros países, algunos de los cuales presentan grandes diferencias con aquel, como es el caso de Estados Unidos [3]. Pero esas derivaciones no deben hacer olvidar que es en Francia donde, según los mismos laicistas, se presenta esta corriente de pensamiento en su forma más completa [4]. Es una tradición que se concreta en la Revolución Francesa y tiene su culmen con la Ley de 1905 sobre separación entre Iglesia y Estado. Por eso las reflexiones de este trabajo se dirigen principalmente a estudiar el "ideal" laicista francés, o de cuño francés, y su innegable incoherencia práctica, en la comprensión de que dicho análisis es naturalmente extensible a toda manifestación de laicismo.

En el desarrollo del trabajo, y a los fines de lograr mayor objetividad, se procura definir el laicismo como los laicistas lo hacen. Tras esto, se utilizan sus frases y conceptos para confrontarlos a la luz de los hechos. Se recurrirá  someramente a visiones no laicistas del laicismo.

En lo atinente a los aspectos que el trabajo busca dilucidar se exponen también, escuetamente, algunas posiciones y teorías actuales muy influyentes, como las de Rorty, Habermas y Rawls, pues dichos autores reflejan similares formas de ver la realidad política, tanto entre sí, como con el laicismo.

A partir de lo anterior se analiza la aplicabilidad y coherencia del liberalismo laicista francés, y se concluye en la necesidad de que el Estado, sin mezclarse con la religión, no la rechace, sino que la acepte como un valor personal y social, cuya vivencia y manifestación enriquece la comunidad, en lugar de lesionarla.

1.    El velo de la discordia: los hechos y el derecho en Francia

Todo comenzó cuando niñas islámicas se presentaron en las escuelas públicas francesas con un "pañuelo" (foulard islamique en francés, hijab en árabe). Si bien la palabra hiyab en su formulación originaria hacía referencia a toda clase de velo, hoy en día se utiliza para referirse al paño de tela que a modo de una "extensa bandana" cubre la cabeza y el cuello, dejando descubierto el rostro. En rigor, por tanto, este "pañuelo" estrictamente mal puede llamarse velo, si como tal se entiende algo que solo deja ver los ojos, o una tela que cubra la cara de alguna manera; es diferente al niqab, que cubre todo el rostro salvo los ojos, y al burqa, que cubre todo el cuerpo, incluso los ojos. Por otro lado podríamos nombrar al chador, vestimenta iraní que se coloca sobre la cabeza y cubre todo el cuerpo menos el rostro.

El problema francés es que el uso del hijab fue y sigue siendo una manifestación religiosa [5]. De esta manera, cuando la población que profesa la religión islámica fue creciendo en ese país, en determinado momento el gobierno se hizo oír.

El 10 de julio de 1989 se promulgó la Ley marco sobre la Educación (89-486) [6], también conocida como Ley Jospin por el entonces ministro de Educación, Juventud y Deportes Lionel Jospin. Esta ley produjo numerosas modificaciones en  el régimen escolar francés, pero en lo que hace al desarrollo del presente trabajo vale citar el segundo párrafo de su artículo 10: "En los colegios y escuelas secundarias, los estudiantes tienen, en el respeto al pluralismo y el principio de neutralidad, libertad de información y libertad de expresión. El ejercicio de estas libertades no pueden perjudicar las actividades de enseñanza" [7].

Tal norma constituyó la primera medida y justificó intervenciones posteriores de las autoridades francesas. Así, en  1989 llegó el avis del Consejo de Estado 346.893 [8], que con cita, entre otras normas, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, de la Constitución Francesa del 4 de octubre de 1958, del Convenio Europeo de Derechos Humanos y de la "Ley marco", se avoca al tema que nos ocupa.

Dicha norma establecía, por un lado, que la libertad de conciencia de los jóvenes incluye la posibilidad de manifestar sus creencias en el ámbito escolar. Por otro lado, prescribía que tal libertad tiene limitaciones. Se dispuso que el uso de signos distintivos de la propia creencia no es en sí mismo violatorio del principio de laicidad, pero se hizo la salvedad  de que no son tolerables muchos de ellos. Se trata en concreto de los siguientes:

"[Aquellos que] por su naturaleza, por la forma en que serían llevados individual o colectivamente, o por su carácter ostensible (ostentatone) o reivindicatorio, constituyan un acto de presión, de provocación, de proselitismo o de propaganda, usarlos atente contra la dignidad o la libertad del alumno o de otros miembros de la comunidad educativa, comprometan su salud o su seguridad, perturben el desarrollo de las actividades de enseñanza y el rol educador de los docentes, o en fin perturbaran el orden en el lugar o el funcionamiento normal del servicio público" [9].

La norma autorizaba a los colegios a realizar una reglamentación al respecto. Y para dar más precisiones explicaba que un alumno podría ser expulsado por no respetar dichos criterios y que tal expulsión no violaba el derecho a la  educación porque podía ser inscrito en los regímenes previstos para educación a distancia. Lo que sí se encontraba vedado, entre otras cosas, según el Consejo de Estado, era la existencia de una prohibición general (criterio que será aplicado con posterioridad en numerosas Decisiones por este órgano).

Pasado menos de un mes de la resolución del Consejo de Estado, Lionel Jospin dictó la Circular del 12 de diciembre para ejecutar dicha norma [10]. La Circular estaba dividida en tres partes: la primera sobre la portación de signos religiosos por los alumnos, la segunda sobre el carácter obligatorio de las clases, y la tercera sobre las obligaciones de secularidad de los profesores.

En una parte introductoria, después de recordar la imposibilidad dispuesta por el avis del Consejo de Estado de establecer prohibiciones generales, comienza sosteniendo lo siguiente:

"En la escuela, como en otros sitios, las creencias religiosas del individuo son una cuestión de conciencia individual y, por tanto, de la libertad. Pero en la escuela, donde se encuentran los jóvenes sin ninguna discriminación, el ejercicio de la libertad de conciencia, el respeto al pluralismo y la neutralidad del servicio público exigen que el conjunto de la comunidad educativa viva libre de toda presión ideológica o religiosa" [11].

En el apartado primero, haciendo una interpretación propia del avis 346.893, y como consecuencia razonada de la idea anterior, explicaba que no deben permitirse: "[...] los actos de proselitismo que excedan las simples convicciones religiosas y que se dirijan a convencer a los otros alumnos y a los demás miembros de la comunidad escolar y a servirles de ejemplo".

En el segundo apartado insistía en la obligatoriedad de las clases y del contenido de los programas. Los alumnos deben cumplir las tareas inherentes a sus estudios y respetar las reglas de funcionamiento y de la vida colectiva de los colegios, agregando: "La libertad de expresión reconocida a los alumnos no podrá contravenir estas obligaciones".

A los docentes, en la tercera parte de la Circular, se les impuso esta obligación: "Deben imperativamente evitar toda marca distintiva de naturaleza filosófica, religiosa o política que atente contra la libertad de conciencia de los menores y el rol educativo de las familias".

Finalmente, puede leerse una frase que se aplicaría a cualquier sistema político y a casi cualquier concepción filosófica actual: "eljoven debe aprender y comprender que el respeto a la libertad de conciencia del otro requiere de su parte una reserva personal". Naturalmente, el problema que se debe resolver es el contenido de la "reserva personal".

Resulta significativa la Decisión del Consejo de Estado en un caso que resolvió en 1992. En el caso, tres niñas habían sido expulsadas de un colegio por usar el hijab. El Consejo de Estado dispuso la nulidad de la expulsión recurriendo como núcleo constitucional a tres importantes normas en las que basó su sentencia. La primera es el artículo 10 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en virtud de la Constitución de 1958 es parte del bloque de constitucionalidad francés actualmente vigente: "Nadie podrá ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su manifestación no perturbe el orden establecido por la ley pública".

El Consejo de Estado también recurrió para fundar su decisión al artículo 2 de la Constitución de 1958, que dispone: "Francia es [...] laica [y...] garantiza la igualdad ante la ley para todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y respeta todas las creencias" [12].

Finalmente, cita el párrafo segundo del artículo 10 de la Ley marco arriba nombrada.

Luego, en los mismos términos del avis citado con anterioridad, repitió la idea de que se encuentran permitidos los signos que no sean: "por su naturaleza, las condiciones en las que se puede usar de forma individual o colectiva, o por ser ostensible o reivindicatorio, constituyan un acto de presión, provocación, proselitismo o propaganda" [13].

El Consejo de Estado concluyó que la expulsión resultaba ilegítima porque estaba fundada en una prohibición general y absoluta, lo cual resultaba incompatible con los principios antes nombrados de libertad de expresión y de  manifestación de las creencias religiosas [14]. De esta manera, el tribunal inició una jurisprudencia que se mantendrá estable hasta 2004, cuando entró en vigencia la modificación del Código de Educación.

Años después otro ministro de Educación, François Bayreou, en la Circular 1649, del 20 de septiembre de 1994, expuso que:

"La idea francesa de la nación y de la República es, por naturaleza, respetuosa de todas las convicciones. [...] Sin embargo, excluye la desintegración de la nación en comunidades segmentadas, indiferentes entre sí, que no consideran más que sus propias reglas y sus propias leyes. [...] La nación no es solamente un conjunto de ciudadanos que detentan derechos individuales. Es una comunidad de destino".

Unos párrafos más adelante afirma: "El ideal laico y nacional es la sustancia misma de la escuela de la República y el fundamento del deber de educación cívica que le es propio".

No obstante afirmarse que en Francia se respetaban todas las creencias -según los términos antes citados-, se "aclara" luego que el principio de laicidad obliga a afirmar que: ". no es posible aceptar en la escuela la presencia y la multiplicación de signos ostensibles cuya significación sea precisamente la de separar a algunos alumnos de las reglas de vida común de la escuela".

Estas frases, en conjunto con la Circular enviada por Jospin, dejan claro, además, que la manifestación de las  creencias religiosas no justifica de ninguna manera la "modificación" de los contenidos curriculares o de los modos de impartirlos para adaptarlos a los estudiantes, por más pequeña que pueda resultar tal modificación. Según surge de estas normas, no se permite adaptar la enseñanza escolar para que los niños puedan realizar actividades diferenciadas del resto o efectuar trabajos que, acordes a sus creencias, puedan resultar igualmente formativos y exigentes que los del resto de los estudiantes. Esta consideración, que resulta acorde también con la última oración del artículo citado de la Ley 89-486, tendrá su más notable aplicación en las clases de educación física.

Finalmente, la Circular "solicitaba amablemente" la instrumentación de dichos principios y, por tanto: "la prohibición de tales signos ostensibles, mientras que el uso de signos más discretos que manifiesten solamente la adscripción a una convicción personal no puede ser objeto de las mismas reservas" [15].

Luego de esta Circular se sucedieron numerosos casos de niñas sancionadas por el uso de la hijab. Llegados los casos al Consejo de Estado, este se manifestó, en general, siguiendo el criterio de que no son legítimas las prohibiciones abstractas y generales del uso de distintivos religiosos. Sostuvo que no puede preverse una exclusión sin más de tales símbolos, ya que los derechos en juego exigen que en los colegios se plasmen los principios generales y se atienda caso por caso, tal como lo había dicho en la Decisión citada anteriormente. De esta manera, declaró en numerosas oportunidades la nulidad de las expulsiones de niñas cuando la medida extrema había sido producto del incumplimiento directo de una norma del establecimiento que disponía expresamente la prohibición de llevar el hijab, entre otros signos [16].

Hubo expulsiones de niñas "rebeldes" confirmadas por el Consejo de Estado, pero solo fueron admitidas por este cuando se alegó y probó en concreto una razón específica que justificaba la decisión de echar a la estudiante en virtud del velo [17].

En el 2003 se convocó a una serie de expertos para tratar el tema, en lo que fue conocido como la Comisión Stasi. Dicha Comisión elaboró un Informe que constituyó la base para la redacción de un "Proyecto de ley relativo a la aplicación del principio de laicidad en las escuelas, los colegios y los liceos públicos". Tal proyecto fue aprobado por la Asamblea Nacional en el año 2004.

La ley aprobada, cuyas disposiciones fueron introducidas en el art. 141, 5, 1 del Code de l'éducation, dispuso en su art. 1°: "En las escuelas, colegios y liceos públicos, quedan prohibidos los signos y vestimentas que manifiestan ostensiblemente la pertenencia religiosa de los alumnos" [18].

A partir de ese momento, las decisiones del Consejo de Estado sufrieron un gran cambio, y ya no resultó tan estricto en el estudio de las razones que justificaran la expulsión en el caso concreto. En numerosas decisiones se expuso la siguiente frase como fundamento decisivo:

"Se desprende de estas disposiciones [fundamentalmente el art. 141, 5, 1 del Código de Educación] que si los alumnos de las escuelas, colegios y liceos públicos pueden llevar símbolos religiosos discretos, sin embargo están prohibidos, por una parte, los símbolos o atuendos, tales como un velo o un pañuelo islámico, una kippa o una gran cruz, cuya portación, por sí misma implica una manifestación ostensible a una pertenencia religiosa, y, por otra parte, aquellos cuya portación no manifiesta ostensiblemente una pertenencia religiosa más que en razón del comportamiento del alumno" [19].

Esta nueva posición del Consejo de Estado es la que se mantiene en la actualidad. Por este motivo, hoy son muchos más los casos en los que se confirma la expulsión del establecimiento que aquellos en los que se anula la disposición escolar que dispone la salida del estudiante.

Por tanto, el liberalismo francés postula que en las escuelas públicas nadie puede expresar ostensiblemente de cualquier manera simbólica sus creencias religiosas. Si alguien lo hace ofende al ideal laico, liberal. Es así, una visión de la libertad que, inficionada de laicismo, lleva paradójicamente a que no se ejerza la propia autonomía y libre desarrollo, en un aspecto tan importante y delicado como es el de la religión.

2.    El debate sobre el velo ante la Corte Europea de Derechos Humanos

La Corte Europea de Derechos Humanos ha generado una interesante doctrina sobre los símbolos religiosos, el principio de laicidad y los deberes de los Estados miembros de garantizar los derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). Para analizar dicha postura se verán diferentes casos que han suscitado gran atención en el ámbito jurídico. Primero se expondrá el leading case Leyla Sahin v. Turky [20]. Dicho caso fue seguido luego por el resto de las decisiones que aquí se analizan. Se verá a continuación una serie de sentencias de la Corte pronunciadas en situaciones en las que Francia ha sido parte. Finalmente, se estudiará el reciente pronunciamiento en Lautsi v. Italy [21].

2.1 . El caso Sahin v. Turky 2005): el contexto estatal interno como justificación en el uso de la discrecionalidad de los Estados y la prohibición de adoctrinamiento como límite

En Layla Sahin v. Turky la accionante reclamaba al Estado turco porque, por el principio de laicidad que rige allí desde hace tiempo, no se le permitía asistir a la universidad con velo. Para ella tal actitud violaba ciertos derechos reconocidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos; más precisamente, sostenía, violentaba los derechos de intimidad (art. 8), libertad de conciencia (art.9), libertad de expresión (art. 10), igualdad y no discriminación (art. 14) y a la educación (art. 2 del Protocolo Adicional 1). De las normas citadas conviene transcribir las dos que guardan un interés principal con relación al caso. Se trata de los artículos 9 del Convenio y 2 del Protocolo Adicional 1, que respectivamente disponen:

"Artículo 9. Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos.

1.   La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás".

"Art. 2°. A nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas".

Llegado el caso a la Corte Europea, fue resuelto por la Cuarta Sección el 2 de julio de 2002. La Cuarta Sección rechazó las pretensiones de la peticionante con los mismos fundamentos que luego desarrollará más in extenso la Corte en pleno. Allí dijo que la restricción a la libertad de culto se encontraba justificada como necesaria en una sociedad democrática y era una medida razonable de cara a sus objetivos de resguardo de las libertades de los demás y del orden público.

El tema se replanteó luego ante la Corte en pleno, es decir, ante la Gran Cámara. La Corte hizo primero un análisis de las exigencias del artículo 9 del CEDH a los fines de resolver la cuestión central. Para ello dividió su análisis en cuatro:

a) si había o no una lesión a la libertad religiosa; b) si esta se encontraba prescrita por ley; c) si tal lesión dispuesta por el Derecho interno tenía un objetivo legítimo; y d) si la violación instituida por ley, además de fundarse en un objetivo legítimo, constituía una "medida necesaria en una sociedad democrática".

En lo que hace a los primeros dos aspectos, la Corte entendió que existía una lesión legal de los derechos consagrados en el artículo 9 relativo a la libertad religiosa, que resultaba evidente en razón de que el velo era una vestimenta cuyo uso era motivado por una creencia religiosa de la accionante. Tal lesión era dispuesta por una "ley" interna en los términos a que refiere el Convenio Europeo de Derechos Humanos, ya que, para la Corte, si bien la ley que disponía la prohibición con claridad meridiana era posterior a la lesión (circular del 23 de febrero de 1998), sin embargo, existía una normativa que, aunque en sus términos no resultaba tan explícita (sección 17 de la Ley 2547), había sido interpretada en el sentido de que prohibía el velo por la Corte Constitucional francesa. Para fundar esta argumentación recurrió a una interpretación amplia de la expresión "ley" en los términos del Convenio, haciendo un análisis sistemático del término en la misma. Concluyó, como había hecho en muchos otros precedentes sobre otros derechos, que la palabra "ley" para el Convenio significa el Derecho vigente en el país conforme lo han determinado los  tribunales del mismo, lo que comprende la normativa interna de cualquier rango que los tribunales crean vigente y aplicable, incluso el mismo Derecho judicial [22].

Sobre el tercer aspecto, la Corte afirmó que surge de las leyes internas que la injerencia estaba fundada en razones de protección de los derechos de los demás y en el orden público. El principal argumento al respecto es el que la Corte ofreció sobre la necesidad de la medida en una sociedad democrática. En este punto, el tribunal aclaró que la libertad religiosa es uno de los principios fundantes de una sociedad democrática y que tal derecho implica la posibilidad de manifestar las propias convicciones. Sin embargo, el tribunal de Estrasburgo señaló que el artículo 9 del Convenio Europeo no protege todo acto fundado en una convicción religiosa. Por eso, el Estado debe armonizar ese derecho con el de los demás ciudadanos, la seguridad pública y el orden público. Además, y para que ese derecho pueda vivirse en una sociedad democrática, el Estado debe garantizar neutralidad e imparcialidad, pues ello garantiza el pluralismo. No obstante, tal extremo por garantizar depende mucho del contexto doméstico de cada Estado; las decisiones que tomen estos sobre el modo de articular sus relaciones con las religiones deben ser especialmente consideradas, porque son ellos los que pueden articular mejor los derechos de sus ciudadanos y tomar mejores decisiones de acuerdo con el tiempo y el espacio [23]. Este contexto le da a los Estados un margen nacional de apreciación y la Corte debe controlar si las medidas tomadas en el marco de ese margen están fundadas en un principio que las justifique y que las mismas son proporcionadas. Ese es el control que la Corte, según ella misma, puede realizar sobre los actos que el Estado efectúa dentro de ese margen de apreciación o discrecionalidad [24].

Finalmente, la Corte Europea de Derechos Humanos entendió que las acciones del Estado turco resultaron justificadas por las finalidades ya nombradas, y que eran proporcionadas para lograr esos fines buscados en un país tan particular como Turquía, donde las manifestaciones de fundamentalismo han atentado contra la paz social y el desarrollo de la democracia [25].

En lo que refiere al artículo 2 del Protocolo, la Corte sostuvo que existía una interferencia con el derecho a la  educación, pero supeditó la justificación de la injerencia en el derecho de la accionante a lo que se había resuelto   sobre el artículo 9, considerando por tanto que le corrían las mismas consideraciones y que no había una afectación ilegítima ni desproporcionada al mismo, a pesar de que la estudiante había cursado más de cuatro años con el velo, sin ningún incidente [26].

Nótese que aquí no se trataba de que la manifestación religiosa de una persona pueda implicar un acto de proselitismo muy influyente por la falta de elementos para defenderse que podrían llegar a tener los niños, por ejemplo, sino que  se trató precisamente de personas adultas y de un ámbito especialmente propicio para el análisis crítico de posturas y visiones, como lo es el universitario.

2.2 . Los seis casos de 2009 contra Francia: se justifican las expulsiones de las escuelas por usar el velo islámico

Luego de la modificación al Código de Educación francés (hubo otros casos con la legislación anterior, que serán  citados con posterioridad), le cupo intervenir a la Corte Europea de Derechos Humanos en seis casos contra el Estado francés iniciados por padres de menores expulsados; dos de ellos eran niños que fueron sancionados por usar un kippa (pequeño turbante), y los otros cuatro casos correspondieron a niñas que fueron excluidas por el uso de un velo.

Nuevamente, estaban principalmente en juego, y en lo que a este trabajo atañe, el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y el artículo 2 de su Protocolo Adicional 1 [27].

Los seis casos fueron decididos el 30 de junio de 2009 por la Quinta Sección de la Corte Europea. Se trató de los casos R. Singh c. France [28], J. Singh c. France [29], Aktas c. France [30], Bayrak c. France [31], Gamaleddyn c. France [32] y Ghazal c. France [33]. Los mismos resultan, a lo menos, curiosos.

En los dos casos Singh, los kippa fueron considerados por la Corte como no ostensibles en sí mismos, pero (y esto hace referencia a la última frase de las Decisiones del Consejo de Estado citadas más arriba) [34]. Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif..."). sí resultaban ostensibles por el comportamiento de los alumnos. Aconteció lo mismo con respecto a algunas de las niñas en los otros casos, que ofrecieron reemplazar el velo por una boina o gorra. En todas estas situaciones la Corte Europea entendió que, si bien en sí mismos el turbante, la boina o la gorra no manifestaban ostensiblemente una afiliación religiosa, sí lo hacían en razón del comportamiento del alumno o la alumna.

La Corte rechazó las peticiones en los seis casos concluyendo que estaban "manifiestamente mal fundados", aprobando, de esta manera, el proceder del Estado francés [35]. Para resolver, la Corte, en lo que hace a la libertad religiosa, dividió su análisis en las mismas partes que lo había hecho en el nombrado caso Layla Sahin aunque su análisis es más breve y menos estructurado y claro [36].

En esta lógica la Corte entendió que la expulsión por el uso de un símbolo que manifiesta una pertenencia religiosa constituía una injerencia a la libertad religiosa en los términos del segundo párrafo del artículo 9 del Convenio [37]. La lesión nombrada estaba prevista por la ley, ya que se encontraba dispuesta por el artículo 141-5-1 del Código de Educación de Francia, por lo que restaba analizar si tal disposición legal era justificada, es decir, si constituía una medida "necesaria en una sociedad democrática".

Al resolver el centro del problema, la Corte recordó primero tres doctrinas suyas: que el artículo 9 no protege cualquier acto motivado por la pertenencia a una religión; que en una sociedad democrática resulta necesario limitar las libertades para conciliarlas con los diferentes grupos de personas; y que la preservación del orden público y los derechos de los demás en tales sociedades exige respetar un margen de discrecionalidad para cada Estado. La Corte entendió que las expulsiones no eran desproporcionadas, y que los alumnos podían seguir educándose por correspondencia.

Por los argumentos dados, y en lo que se refiere a la libertad religiosa y de enseñanza, la Corte dijo:

"Por lo tanto, en estas circunstancias, y teniendo en cuenta el margen de apreciación que debe dejarse a los Estados en esta materia, la Corte concluye que la injerencia [del Estado en la libertad religiosa del menor] estaba, en principio, justificada y era proporcional al objetivo, por lo que esta queja debe ser desestimada por estar manifiestamente infundada" [38].

2.3 . Tres antecedentes sobre el velo en Francia en el tribunal de Estrasburgo

Como se dijo, las decisiones analizadas no fueron las primeras intervenciones de la Corte Europea de Derechos Humanos en lo que hace al principio de laicidad en Francia. Hubo varios casos anteriores.

Entre esos casos merece la pena nombrar El Morsli c. France [39], por ser uno donde la medida estatal se justifica en motivos razonables de seguridad, muy diferentes a la protección de la laicidad en los derechos de los demás y del Estado. En este caso, a una mujer casada con un ciudadano francés se le exigió quitarse el velo a fin de permitir su identificación para poder ingresar en el Consulado General en Marruecos, donde quería obtener una visa para ir a Francia. Ella se negó, y por esto se le denegó el acceso al mismo, impidiéndole como consecuencia obtener el visado necesario. Aquí la Corte Europea entendió que el caso debía ser rechazado, pues la exigencia de quitarse el velo resultaba razonable a los fines de la identificación de las personas para resguardo de la seguridad del Consulado, y denegó la petición de El Morsli.

Otros casos importantes, que son citados por la Corte en las seis resoluciones nombradas en el apartado anterior, y que tienen mayor relación directa con el problema del velo en las escuelas, son las decisiones en Dogru c. France [40] y Kervanci c. France [41]. La cuestión central del supuesto de hecho llevado al tribunal radicaba en que la negativa de las niñas a quitarse el velo impedía, a juicio de la escuela, que desarrollaran correctamente las clases de educación física; ello, luego de diferentes instancias, concluyó con la expulsión de las alumnas. Aquí el tribunal efectuó paso por paso el análisis ya expuesto para dilucidar si existe o no una violación injustificada del artículo 9 del Convenio.

Luego de entender que existía una violación en los términos del artículo 9 de la CEDH, la Corte analizó el Derecho interno francés. El tribunal aceptó legitimar la violación a la libertad de conciencia y religión mediante normas  francesas de jerarquía inferior a las leyes (nombra las circulares y las disposiciones del Consejo de Estado), ya que los hechos transcurrieron con anterioridad a la inclusión del artículo 141-5-1en el Código de Educación. Para ello recurrió a su doctrina en el sentido de que la palabra ley del párrafo segundo del artículo 9 del CEDH hacía referencia a la ley en sentido "sustantivo" y no "formal" [42].

La Corte analizó con posterioridad el fin u "objetivo legítimo" de las expulsiones, diciendo brevemente que la medida se encontraba fundada en la defensa de los derechos y las libertades de los otros y del orden público. Para finalizar su razonamiento, citó el caso Leyla Sahin v. Turky, ya expuesto, y se avocó a justificar la medida en un país democrático en términos muy similares al caso citado (siendo Estados tan distintos en este punto), diciendo que se justifican injerencias en la libertad religiosa en el resguardo de los derechos y las libertades de los otros, y de la seguridad y del orden públicos. Después de citar numerosos casos sobre distintos derechos en los que por diferentes razones resolvió validar medidas del Estado demandado, sostuvo que las sanciones de expulsión no parecían desproporcionadas, pues eran un modo razonable de alcanzar los objetivos propuestos de protección de los derechos y las libertades de los demás y el orden público, aclarando además que las expulsiones no se basaban en objeciones a las creencias de los niños [43].

2.4 El caso Lautsi v. Italy (2011): un cambio jurisprudencial que considera que los símbolos religiosos no dañan a otros

Hasta el momento se han expuesto casos en los que la Corte Europea aplicó el principio de laicidad bajo los objetivos de neutralidad e imparcialidad, y donde el proceder de los Estados se justificó por considerar que las medidas tenían una finalidad legítima suficiente, eran proporcionadas a dichos objetivos y existía un margen nacional de apreciación sobre la situación.

Para concluir este apartado se analizará el caso Lautsi and others v. Italy, de marzo de 2011, donde la situación es diferente, y donde la posición de la Corte parece cambiar [44]. Allí se discutió si el hecho de tener crucifijos en las escuelas públicas afectaba los derechos humanos.

Este caso resulta relevante por tres razones: a) es la decisión más reciente; b) el pleno del tribunal europeo revocó  una decisión tomada por la Sección Segunda, algo que resulta excepcional, y "casó" la sentencia, unificando la jurisprudencia de toda la Corte; y c) la decisión aprobó el proceder del Estado italiano en lo referente a la obligatoriedad de la existencia de crucifijos en las instituciones públicas de enseñanza. Es decir, es un caso en el que la Corte reafirma su doctrina del margen de apreciación, pero esta vez convalidando una acción estatal de larga data que es claramente incompatible con el principio de laicidad al estilo francés.

En el caso, una madre finlandesa y sus dos hijos (Dataico y Sami Albertin), residentes en Italia, luego de que fuera infructuoso su recurso en las instancias internas posibles, interpusieron ante el tribunal europeo el correspondiente libelo contra el Estado de Italia porque, a su entender, la presencia de crucifijos en las escuelas públicas violaba el principio de secularidad que exige la correcta aplicación de las normas del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Los tribunales superiores italianos rechazaron su petición haciendo especial referencia a que la existencia de cruces en las aulas es una manifestación de la cultura e idiosincrasia italianas. Señalaron que el crucifijo puede tener numerosos significados, y que en un contexto no religioso como el aula no implica un signo religioso en sí; en ese contexto más que violar el principio de laicidad representa sus valores (respeto mutuo, tolerancia, valorización de la persona, etc.), valores que caracterizan a la civilización italiana, colaborando a la formación de los niños [45].

El 3 de noviembre de 2009 la Sección Segunda de la Corte Europea de Derechos Humanos resolvió en favor de la petición de los tres accionantes. Para ello sostuvo que la presencia de los crucifijos en las escuelas italianas violaba los derechos consagrados en el Convenio y el Protocolo Adicional ya nombrados, porque la ostensible presencia de estos en el aula no solo implicaba un acto de proselitismo, sino que también afectaba emocionalmente a los niños que no profesaban esa religión, generando disturbios [46].

Cuando el caso llegó año y medio después a la Gran Cámara de la Corte Europea, esta mantuvo la doctrina de la Sección Segunda, según la cual el crucifijo es claramente un signo religioso y que no pueden dársele otros significados. Sin embargo, contrariamente a la Sala preopinante, entendió que la decisión italiana sobre los crucifijos parecía ser  una razonable aplicación, de acuerdo con el contexto interno del Estado italiano, del principio de autonomía de los Estados al que la Corte refiere mediante el margen de apreciación estatal.

La Corte sostuvo, en su fallo de 2011, que los Estados miembros son responsables de asegurar, mediante la neutralidad e imparcialidad el libre ejercicio de varias religiones, de acuerdo con las exigencias que surgen del artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos [47]. Pero el deber de respeto al ejercicio de los derechos por parte de los particulares, en el ámbito de confluencia con el artículo 2 del Protocolo Adicional 1, varía considerablemente en cada caso, porque se deben tener en cuenta las particulares circunstancias que se presentan en cada Estado miembro. O sea que el modo de aplicar los principios receptados en la normativa referida varía de acuerdo con el lugar y el momento [48].

Luego de dejar clara la discrecionalidad del Estado para ciertas decisiones adaptadas a sus circunstancias particulares, la Corte Europea aclaró mejor los límites de la conjugación de las normas nombradas. Explicó que los derechos reconocidos a los individuos no impiden al Estado dar conocimientos o principios directa o indirectamente religiosos a través de la formación o educación pública. Los padres de los niños no pueden objetar tales enseñanzas si los Estados miembros procuran que dicha enseñanza se imparta de manera objetiva, crítica y pluralista, permitiendo que los alumnos de otras religiones puedan desarrollar una "mentalidad crítica" en una atmósfera pacífica y "libre de cualquier proselitismo" [49].

Como se adelantó, la Corte entendió que la relación entre Estado y religión no encuentra una respuesta única en Europa, y que la gran variación de circunstancias internas de los Estados y los modos particulares en los que estos resuelven sus problemas permite sostener que la cuestión de los crucifijos en las escuelas entra dentro del margen de apreciación propia de cada Estado [50].

2.5 Algunas conclusiones sobre la jurisprudencia de la Corte Europea

La postura adoptada por el pleno de la Corte Europea de Derechos Humanos en Lautsi intenta parecer coherente con las resoluciones tomadas con anterioridad, subrayando el margen nacional de apreciación. En el fallo se hace numerosa referencia a casos anteriores y, principalmente, al caso Layla Sahin, ya estudiado. De todos modos, puede observarse un cambio importante en la actitud de la CEDH, que ha pasado de entender que es proporcionado que un Estado decida expulsar de la universidad turca a una estudiante de quinto año de Medicina por llevar un pañuelo en la cabeza, o echar de la escuela a menores de edad en Francia por igual motivo, dado que en esos casos la razón por la que usaban el velo era religiosa, manifestando su religión, a considerar legítimo con relación a la imparcialidad y neutralidad que se ponga en toda escuela pública un símbolo claramente reconocido como religioso, y aún así enseñar directa o indirectamente religión de modo objetivo, no proselitista, pacífico y admitiendo el pluralismo crítico, sin que estas sean medidas que violenten los derechos de los demás ni el orden público [51].

De las distintas resoluciones de la Corte Europea solo parecen compatibles con la libertad religiosa las decisiones tomadas en El Morsli y Lautsi, pues en ellos resulta realmente justificada la injerencia y proporcionada la medida con relación al fin buscado.

En primer lugar, resulta razonable exigir que una persona, por razones de seguridad se quite el velo, a los fines de identificarla, pues de otra manera muchas personas, so pretexto de sostener una religión que imponga esta vestimenta, podrían violar muchas medidas de seguridad, en un mundo que se ha vuelto especialmente inseguro.

Por el lado de la sentencia a favor del Estado italiano, la justicia resulta clara, pues la decisión implica una razonable armonización de los derechos en juego y parece subyacer un correcto entendimiento de lo que es el hombre como persona y el ejercicio de su libertad. Implica una correcta aplicación de los principios de neutralidad e imparcialidad, pues ellos no podrían excluir manifestaciones propias de la idiosincrasia y cultura milenaria de un Estado, y se subraya que debe respetarse la mentalidad crítica y el pluralismo, junto a que no puede alegarse que ver un símbolo religioso pueda causar daños a los derechos de los demás.

Es también en este último pronunciamiento donde parece existir una correcta idea de proselitismo, pues el acto de proselitismo que debe prohibirse es aquel que implica realmente una afectación a la libertad del otro, como manifestación de un abuso de la propia libertad, sea del Estado o individual. Esto ocurre cuando se exigen, por ejemplo, bajo amenaza determinados actos o el seguimiento a determinado líder, o cuando se muestra una sola visión en una escuela pública, sin dar espacio a los menores de edad para ejercer su libertad religiosa.

El resto de las decisiones, en cambio, infortunadamente no cumplen con los requisitos que exige una correcta articulación de las relaciones entre la religión y el Estado, por un lado, y la libertad religiosa con los derechos de los demás, y constituyen claras afectaciones a los derechos de ejercer y manifestar la propia religión reconocidos y consagrados por el Derecho interno constitucional o infraconstitucional de los países y por las convenciones internacionales de derechos humanos. Se observan en estas decisiones los mismos problemas que se detectan en el laicismo entendido de modo negativo según se expondrá en los apartados siguientes. Párrafo aparte merecen los casos de expulsiones de niñas en las que el Estado había alegado la imposibilidad de éstas para desarrollar las actividades de educación física por el uso del hijab. Resulta difícil imaginar supuestos en los que se vean perjudicadas las actividades físicas realizadas con esta clase de pañuelos, de hecho no son pocos los casos de deportistas profesionales que practican con un pañuelo de estas características. Suponiendo que tal dificultad pueda ser real, le corresponde a la institución educativa la carga de probar dicho extremo. En todo caso, debe permitirse que las niñas desarrollen  algunas de las decenas de actividades deportivas que pueden ejecutarse vistiendo el velo.

3.    EL LAICISMO POR LAICISTAS

La cuestión más difícil que se presenta en este trabajo es determinar cuál es la definición de laicismo, pues existen muchas controversias al respecto. Por ello se ha optado por definir laicismo como lo hacen algunos laicistas (entre  estos mismos hay serias controversias) y hablar de las características que según ellos tiene para, finalmente, comparar su "idea" de laicismo con la realidad; esto último, sobre todo, analizando el país que, a su entender, es el paradigma  del laicismo, la sociedad que más "vive" los principios de esta posición filosófica.

Philippe Grollet, presidente del Centro de Acción Laica de Bélgica de 1998 a 2007, en una conferencia dada en Chile sostuvo:

"El Estado laico es el que realiza una separación efectiva entre el espacio público y sus instituciones (que representan el patrimonio común) y las iglesias y convicciones religiosas o filosóficas diversas (que conciernen la esfera privada de los ciudadanos). [Implica una] exigencia de imparcialidad y de perfecta independencia de los poderes públicos respecto a las convicciones religiosas o filosóficas".

Grollet se refiere también a un aspecto "personal" de la laicidad, diciendo que implica "una concepción de vida de la que los fundamentos no-confesionales son extranjeros a toda referencia divina, sobrenatural o transcendente" [52].

Los autores laicistas coinciden en que la independencia entre las religiones y el Estado es el núcleo central del laicismo. No obstante, desde sus mismos inicios existían divergencias sobre si laicismo implicaba también una imparcialidad en  lo que a posturas filosóficas se refiere. Aunque suene coherente la afirmación citada de Grollet, el mismo Jules Ferry (considerado "el padre del laicismo escolar" por ser el principal impulsor de las leyes que establecieron el laicismo en Francia) sostuvo en 1883: "Hemos prometido la neutralidad religiosa, no hemos prometido la neutralidad filosófica [...] la neutralidad confesional no implica de ninguna manera la neutralidad filosófica" [53].

Otro importante referente de la visión secularista europea, Cifuentes Pérez, expone lo que a su parecer son los "elementos que configuran el verdadero rostro del laicismo": 1) La libertad de conciencia individual como primer elemento configurador de la laicidad y la base del laicismo, dicha en un sentido más abarcativo que la libertad religiosa. 2) La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. No debe admitirse la discriminación por motivos de conciencia, moral o religión. Así, en el ámbito escolar ningún niño o niña puede ser discriminado por su pertenencia a una religión o a una ideología distinta a la mayoritaria en el país. 3) Un tercer elemento de la laicidad europea es la total separación del Estado y las iglesias en el ámbito jurídico y político. La máxima expresión de esta disociación total es la Ley francesa de 1905 por la que se estableció esa clara separación entre ambos poderes, el civil y el eclesiástico.

4) Defensa de la tolerancia y del diálogo intercultural e interreligioso [54].

Gran número de pensadores diferencian los conceptos de laicismo y laicidad, entendiendo la segunda como una "sana" separación entre las autoridades políticas y las autoridades religiosas, entre los ámbitos de "acción" de cada uno de estos sectores (fundados en el principio de autonomía y separación). Al primero, sin embargo, lo entienden como una expresión negativa de las relaciones entre la vida social y lo religioso, al punto de intentar relegar a lo religioso al ámbito privado o de instaurar una "lucha" por disminuir la más mínima expresión de lo religioso del ámbito público [55].

Últimamente se hace referencia a otra distinción, entre un laicismo "negativo" (lo que se viene exponiendo) y otro "positivo", que se trataría de una "sana" separación Estado-Religión, sin ver en el fenómeno religioso un elemento social negativo.

Es en el marco del llamado laicismo negativo en el que se inscribe la problemática del hijab, pues como se verá, un laicismo positivo nada tiene que objetar a las manifestaciones religiosas que no afecten la dignidad de las personas. La razón es que está fundado en una concepción diferente de libertad que le permite respetar toda manifestación religiosa, e incluso todo proselitismo religioso que no atenten contra la dignidad de las personas.

4.    RAÍCES ANTROPOLÓGICAS DEL LAICISMO

Los orígenes del laicismo pueden verse ya en el Renacimiento, en el paso de la divinidad de Dios a la divinidad de la razón. Su crecimiento pertenece, sin embargo, a la Ilustración y está imbuido de sus principios. En este sentido, Comellas García-Llera se refiere a las raíces del laicismo diciendo:

"Los principios laicistas, sin embargo, son consecuentes con una mentalidad que desborda ya la ideología romántico-liberal, y que se impone en la segunda mitad del siglo XIX, enraizada en las concepciones del materialismo y del positivismo. Por esta razón, es fácil encontrar en el laicismo un fundamento ideológico, propio de los nuevos tiempos, en tanto que, como actitud 'oficial', cuenta ya con la tradición secularizadora y estatalista del racionalismo y el liberalismo" [56].

Comparte la postura anterior María Martha Peltzer, quien afirma también que el laicismo tuvo los influjos del liberalismo, el racionalismo, el materialismo y el positivismo [57].

Resulta clara la influencia que tuvieron sobre el laicismo, por lo menos el laicismo de tradición francesa -que para la mayoría de los laicistas es el verdadero laicismo- [58], la modernidad y la Ilustración, con su concepción del hombre y la libertad. Los principales abanderados del laicismo francés formados en el siglo XIX, como Jules Ferry, Jean Jaurés y Fernando Buisson, manifiestan ideas del liberalismo -tanto económico como político-, del racionalismo y del positivismo [59].

5.    La incoherencia práctica del ideal laicista

5.1 La imposibilidad de llevar a cabo el proyecto de la neutralidad

Cifuentes Pérez expone una frase muy significativa, pues hace específica referencia a las culturas y las religiones, y pone el límite en el respeto de los derechos humanos:

"De ningún clero ni de ninguna iglesia, ya que los Estados y los poderes públicos deben ser neutrales en materia de creencias religiosas. El ideal de laicidad del Estado exige que se garantice a todos la libertad de conciencia, no solamente la libertad religiosa, y por tanto no es admisible que el clero de ninguna  confesión religiosa utilice los mecanismos y poderes del Estado para hacer prevalecer sus creencias y para intentar imponer a todos sus normas y sus valores morales [...]. Por todo ello la laicidad y el laicismo se pueden presentar en el mundo actual como un puente de diálogo entre las culturas y las religiones, ya   que promueven la tolerancia positiva de las diferencias culturales y el respeto a todos los estilos de vida siempre que no atenten contra los derechos humanos" [60].

En línea similar, un laicista de los primeros años, Francisco Giner de los Ríos, explica:

"Según este principio, la escuela debe ser neutral, como la educación en todos sus grados; no a la verdad con esa neutralidad indiferente del vulgo, que se encoge de hombros y confunde en el mismo desdén a cuantos por diferentes caminos se afanan por sacarlo de su embrutecimiento... sino con la firme conciencia de que aun los más graves errores aportan su contingente de verdad, por densas que sean las tinieblas que los oscurecen" [61].

Como puede observarse, el principio de neutralidad en materia religiosa es esencial para el laicismo [62]. En el ámbito de lo que nos ocupa, se busca dar una enseñanza "exenta" de todo dogma pero alejada también de apreciaciones personales, experiencias de vida, visiones personales de lo que las cosas son o deberían ser que puedan surgir de un modo u otro de los "dogmas" de alguna religión.

La cuestión por debatir aquí es ¿es esto realmente posible? Es decir, ¿es realmente posible que tanto a nivel cultural, como religioso, filosófico, etc., pueda enseñarse algo sin hacer referencia, de algún modo, a experiencias, opiniones o sensaciones personales tan profundas como las que definen el modo de vida (como son las creencias religiosas)? Esta es una pretensión tomada de la exigencia de neutralidad, de aproximación a-valorativa a las ciencias del positivismo y las ideas de la Ilustración.

La imposibilidad de ser absolutamente neutros es algo que, aunque aún pretendido por algunos, ya no tiene aceptación en los ámbitos científicos; y con ello se hace referencia a casi todas las ciencias aunque sobre todo a las sociales, pues donde deba haber una decisión del hombre, donde deba optar entre una opción u otra, ahí, en esa decisión estará imprimiendo, aunque no lo desee, una escala de valores sobre lo que es mejor, más urgente, importante, útil, aleccionador, etc. Y esta escala de valores está fuertemente marcada -en algunos casos casi determinada- por la convicción religiosa personal.

Aplicado esto a la educación resulta, como en todo ámbito, imposible. Desde los valores y las convicciones que imprime el ministerio correspondiente al decidir sobre la aprobación de los programas que cada uno de los colegios presenta [63], hasta las convicciones que difícilmente puedan obviar los maestros y profesores al momento de dictar las clases, pasando por directivos, comisión de padres y todos aquellos que de un modo u otro influyen sobre el modo de impartir la educación [64].

5.2 La necesidad de sostener valores públicos y la religión del Estado laico

Neutralidad no significa que el Estado no promueva valores, pues ello es imposible, como ya se ha visto. Algunos laicistas fueron conscientes de ello. Tal es el caso de Jean Jaurés, que criticando a aquellas corrientes laicistas que preconizaban una absoluta neutralidad, afirmaba: "La más pérfida maniobra de los enemigos de la escuela laica consiste en asimilarla a lo que ellos llaman la neutralidad y condenarla por ello a no tener ni doctrina, ni ideas, ni eficacia intelectual ni moral. De hecho, solo hay una cosa que es neutra: la nada." [65]

Pero una cosa es que en un intento de neutralidad deban aceptarse ciertos conceptos y valores que necesariamente se "infiltran", y otra bien distinta es generar una religión del Estado (con todo lo que ello implica) que ocupe la posición  de las demás religiones.

Tal postura resulta incluso sostenida y buscada explícitamente por numerosos laicistas, como son los casos de los precursores principales de las leyes de educación laica en Francia: Jules Ferry y Jean Jaurés [66]. Pero no solo a fines del siglo XIX (Ferry), ni en autores socialistas a principios del siglo XX (Jaurés era el jefe del Partido Socialista) se ven esta clase de posturas, sino también en autores actuales. Así, Cifuentes Pérez sostiene: "Esa forma de espiritualidad laica, muy propia del republicanismo francés, debería ser el ingrediente esencial de esa nueva ética humanista y laica propia de las sociedades secularizadas actuales" [67].

Curiosamente, este autor se refiere al tema que nos ocupa en este apartado diciendo:

"No se puede convertir el laicismo, como algunos pretenden, en una nueva religión civil válida para todos los ciudadanos. La libertad de conciencia es el eje básico del laicismo y de la ética laica y por ello el ateo es libre de elegir su propia filosofía del mundo y del ser humano, pero no puede creerse en posesión de la verdad" [68].

Comellas García Llera sostiene que lo que mejor expresa la intención de fondo de la doctrina laicista es "la búsqueda de unas bases éticas 'neutras' ante la religión y ante la metafísica sobre las que edificar la convivencia político- social" [69].

Nótese primero que varios de los autores citados propugnan, a la vez que exigen neutralidad religiosa "no-estatal", no solo la defensa de los derechos humanos, sino la defensa de los valores que, cada país entiende, dimanan de ellos, dándole a los valores "escogidos" el contenido que a cada país le parece [70].

Las ideas de que un Estado sustituya los valores morales y las creencias religiosas por unos valores -y prácticas adecuadas a los mismos- que imponga el Estado son cada vez más sostenidas por pensadores de todos los países.

En el presente trabajo hemos decidido analizar las posturas que al respecto tienen Jürgen Habermas, Richard Rorty y John Rawls. Es claro que no son los únicos pensadores actuales que sostienen esta posición, pero son de especial relevancia, y en el caso de alguno de ellos, como Rorty, sus ideas han influido también en las jóvenes y en los jóvenes del mundo árabe [71]. Y he aquí otra curiosa paradoja. Por un lado, en Francia se vive un laicismo que, a nuestro entender, en determinados aspectos ha llegado a ser una religión de Estado, y en razón de ello, la mayoría del pueblo francés cree que utilizar el hiyab afecta el principio de laïcité, causando un gran revuelo social, incluso a nivel mundial [72]. Por el otro, muchos jóvenes árabes adhieren a teorías que sostienen la necesidad de un Estado laico y una "religión del Estado" fundada en "valores sociales", sin referencia alguna a las religiones verdaderas, mucho menos al Corán [73].

Estos autores comparten la "utopía socialdemócrata" -como les gusta llamarla- la cual, básicamente, implica que las actividades solidarias realizadas por los miembros de las religiones sean realizadas por instituciones sociales y los ciudadanos en general (Habermas llama a esto "patriotismo constitucional"). Ese "reemplazo" no es mero activismo, sino que debe surgir de unas convicciones más profundas, de valores sociales que encuentran su imperativo moral en el libre consenso de los ciudadanos, consenso [74] que conel paso de los años va formando una tradición moral específicamente secularista que ocupa en el Estado el valor y el rol de las religiones. En la entrevista citada, Rorty reconoce la influencia de John Dewey, quien afirmaba la necesidad de sustituir la religiosidad cristiana con una fuerte adhesión a las instituciones democráticas [75].

Es interesante la postura de Jürgen Habermas, pues en su libro dedicado a la problemática del multiculturalismo, sobre todo fundado en inmigración [76], dice que la posición que se debe tomar frente a los inmigrantes de diferentes culturas es integrarlos políticamente de tal manera que esa integración sea compatible con su cultura de origen. Pero, a continuación, aclara que para que esa "mera integración política" se realice, es dable exigir a los inmigrantes que compartan la ética común pública (cuyos principios responden a lo que el autor llama razón práctica y a un acuerdo entre los ciudadanos al respecto), la cual va más allá de la cultura política común, para ser una suerte de valores morales que se pueden posicionar entre (como un nivel intermedio) las éticas privadas y esa cultura política común, siendo una fuente de deberes sociales.

Entendemos que, llámese como se lo quiera llamar (en los ámbitos intelectuales suele llamarse religión civil [77], un sistema que involucre una "ética de valores" o valores éticos que son sostenidos, enseñados, promovidos y defendidos incluso con actitud beligerante, además de unas prácticas exteriores de culto a las instituciones políticas y un sistema de sanciones que pene a quien peca u ofende a estos valores que, en definitiva, deben ser vividos por todos para no ser sancionados (de diferentes maneras, por ejemplo expulsando de los colegios públicos), no solo implica una religión de Estado, sino un fundamentalismo de Estado cuando se llega al punto de ser esta la única religión capaz de ser vivida públicamente.

Rivas Palá, en su trabajo sobre el mismo problema, afirma en estos términos las ideas que se han querido exponer: "Algunas de las expresiones que se han empleado en el debate en Francia muestran que a veces la laicidad adquiere el tono de una religión del Estado. Porque parece tener elementos típicos de una religión. [...] De esta forma, estaríamos más bien ante un curioso fundamentalismo laicista. En efecto, de la misma forma que, en los países donde la ley islámica coincide con la ley civil, se prohíbe la manifestación pública [...] de la pertenencia a otra religión; ahora, se prohíbe toda manifestación pública del propio credo religioso, esta vez en aras supuestamente de la supervivencia de la nación" [78].

En línea con lo anterior, conviene analizar una sugerente frase de Cifuentes Pérez:

"[Francia ha] elaborado un estatuto de laicidad para todas las instituciones públicas, una ética de lo público que está claramente al margen de las opciones individuales religiosas y de cualquier fe en la Trascendencia. Se trata de una ética autónoma basada en los derechos humanos y en los ideales de la Ilustración plasmados en el lema revolucionario: 'libertad, igualdad y fraternidad' [79].

Se sostiene que este estatuto no es otra cosa que un sistema de valores comparable a una religión, se crea o no en la trascendencia, pues la cosmovisión (una forma de entender la vida, las cosas y lo que está bien o mal) propia de una religión, y de la que los laicistas pretenden defenderse, se encuentra igualmente plasmada en esta ética de lo público, y la radicalidad en sostenerla no permite, de ninguna manera, vivir esos valores de liberté, égalité y fraternité.

Es interesante tratar aquí otro aspecto de la idea laicista de la separación entre el Estado y la religión; la idea que surge de lo que para los laicistas es uno de los elementos esenciales de esta corriente como lo hemos visto en el apartado segundo: la religión debe limitarse a unas creencias y prácticas privadas que no deben traspasar al ámbito público (ello surge claro de las normas francesas citadas en ese epígrafe). Tal es la idea de relegar al ámbito familiar e interno la manifestación religiosa que autores laicistas como Fernando Buisson, quien ejecutó las leyes de enseñanza laica que, promovidas por Ferry desde su puesto de director de Enseñanza Primaria, pretendían que la única escuela que debía existir en Francia era la escuela nacional y laica, la enseñanza religiosa y su vivencia solo debía estar relegada a la familia y la Iglesia, y no debía haber enseñanza religiosa en ninguna institución de enseñanza, ni en institutos privados [80].

Es un error pretender limitar las opciones de vida al ámbito de lo privado exigiendo en lo público adherir a un sistema de normas fundadas en valores que muchas veces se oponen a la opción de vida escogida. No se opone a lo dicho la exigencia de ciertos comportamientos mínimos para el establecimiento de la vida social, pero cuando los principios básicos llegan al punto de limitar de tal modo las libertades individuales que terminan por impedir la manifestación de las opciones de vida, de la filosofía o la religión escogida, deja de ser un presupuesto básico para convertirse en la consecuencia práctica de un valor elegido por los gobernantes y cuyo contenido es particularmente determinado por los mismos. Cuando esas exigencias avasallan las opciones de vida que son inofensivas para los derechos y las libertades de los demás, se transforman en exigencias que pretenden modificar, al menos en el ámbito público, la religión de una persona por prácticas religiosas (sean acciones u omisiones) de una ética pública.

Sin embargo, no solo quienes promueven una filosofía laicista sostienen estas ideas. Es aquí donde entra en juego  John Rawls [81]. Aunque no sea correcto igualar a este autor con las posturas desarrolladas anteriormente [82], existe entre el laicismo y el profesor de Harvard un punto en común. En efecto, este autor, al tiempo que se pregunta ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable entre ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?, sostiene que debe existir una diferenciación entre lo ético público (que debe surgir del libre acuerdo entre los ciudadanos, gracias a la colaboración pública y recíproca, y versar sobre cosas en las que ninguno tenga una posición invariable contrapuesta al resto) y la privada, donde cada uno posee absoluta autonomía [83].

No puede mencionarse este aspecto de la teoría rawlseana sin hablar de la razón pública, la cual permite que a través de los debates públicos pueda llegarse a una concepción política y liberal de justicia, excluyendo los argumentos fundados únicamente en ideas perfeccionistas o utilitarias -que podrían ser válidas en el ámbito privado-. En definitiva, esa razón es aquello que permite, al elaborar esta concepción política y liberal de justicia, asegurar la primacía de la libertad por sobre otros intereses utilitarios o perfeccionistas [84].

Según el autor, la razón pública se funda, por un lado, en la idea de que los hombres son libres e iguales y capaces de regular su comportamiento de acuerdo con razonables concepciones sobre lo que es el bien, y por otro, en la idea de la sociedad como un sistema equitativo de cooperación entre estos ciudadanos capaces de elaborar una concepción política de justicia.

Por otro lado, el nombrado ámbito privado de autonomía se ve intrínsecamente relacionado con la idea de teorías comprensivas del bien (teorías vinculadas a cuestiones filosófico-morales y religiosas sobre las que imperan visiones irresolublemente opuestas), pues estas deben ser excluidas del ámbito público de debate para que, en definitiva, una sociedad pluralista pueda perdurar en el tiempo. Cuando los valores que pretende imponer el laicismo llegan a tales extremos, resulta más coherente que sostener una neutralidad religiosa sostener lisa y llanamente una religión del Estado o religión civil, tal como lo sostenía Jean Jacques Rousseau, cuya influencia en esta corriente laicista francesa es innegable [85].

El reemplazo de las convicciones religiosas por otros valores laicos se manifiesta claramente en el problema del velo islámico que nos ocupa, pues lo que el Estado francés logra con sus imposiciones (sea o no buscado directamente) es imponer un ateísmo práctico y unos valores sociales, dando el contenido que el Estado quiere a valores tales como respeto, solidaridad, etc. Además, y aunque no sea el objeto de este trabajo, no puede dejar de mencionarse que debe ser tomado también en consideración el enorme daño que se produce a las niñas que, fieles a su fe, prefieren vivirla como entienden que es correcto hacerlo y terminan fuera del sistema institucional de enseñanza. Es decir, la finalidad de incluir a las mujeres en el sistema francés, de integrarlas a la sociedad, concluye en su exclusión y confinamiento a sus casas, negándoles recibir educación en las mismas condiciones que al resto, pues se ven relegadas a recibir una diluida educación a distancia o a mudarse del país (lo que viola no solo el derecho a la educación, sino también el derecho a la igualdad).

Contra la postura criticada se han manifestado numerosas personalidades y pensadores. Sirva por todos una referencia de Juan Pablo II, líder de la Iglesia Católica, que es una de las principales instituciones involucradas en este debate. En una conferencia dictada el 24 de enero de 2005 expresó: "El laicismo [es una] ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública" [86].

Juan Pablo II agregaba luego: "Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad" [87].

6.    El centro del problema: una visión de la religión como elemento nocivo en la vida social y cuya manifestación es atentatorio contra los derechos de los demás

Hasta aquí se ha visto que en Francia la actividad estatal, aunque con pretensiones de neutralidad (que por otra parte sería imposible de llevar a la práctica) prohíbe manifestar las propias convicciones religiosas en público. Utilizando conceptos indeterminados como ostensible y proselitista, que pueden ir desde llevar una cruz pectoral hasta comentarle a un amigo que uno es católico o cristiano, invitarlo a ir a misa o al culto, etc., dependiendo siempre de lo que la Corte de turno entienda por ostensible y proselitista.

Esto responde, como se ha visto, a que tales manifestaciones violan una serie de valores éticos provenientes sobre todo de la Ilustración que le dan contenido al concepto de laicidad. Entonces, el laicismo, en el fondo, termina por imponer una serie de valores, o el "contenido" a una serie de valores, según unos criterios propios, y obliga a los ciudadanos a respetarlos y a vivir "en público" de acuerdo con estos, llegando a entender que las prácticas religiosas "que se noten" violan tales principios porque pueden perturbar la elección de vida pública (impuesta), que es a-religiosa, que en los hechos se hace antirreligiosa [88].

Esta visión ha sido refrendada, como se ha visto, en las decisiones de la Corte Europea relativas al velo con referencia a Turquía y a Francia, aunque se ve matizada con referencia a la última sentencia sobre los crucifijos en las escuelas italianas. Llama la atención lo anterior, porque viene a contravenir directamente la letra del artículo 9.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos relativo a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión:

"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos".

Y no puede menos que llamar la atención, pues puede percibirse una interpretación distorsionada de las normas pertinentes, violando así también la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados [89]. Allí se establece en su artículo 31 que la interpretación de las normas convencionales debe llevarse a cabo de buena fe y conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de estos, teniendo en cuenta su objeto y fin. Si el Convenio Europeo tiene por fin proteger los derechos, entre los que está la libertad religiosa, tutelándose expresamente la manifestación de la misma, en público o en privado, por medio de sus prácticas, entre las cuales se incluye para muchos musulmanes el uso del velo, ¿cómo es que el resultado viene a ser el totalmente contrario, vedándose la manifestación de la religión, por ser "ostensible"? ¿Qué diferencia existe para el Convenio Europeo entre que se manifieste ostensible o no ostensiblemente la religión, cuando se protege precisamente dicha manifestación?

La pregunta es entonces la siguiente: si alguien va a la escuela con una cruz pectoral de tres o de diez centímetros, ¿por qué el Estado se cree con la autoridad de prohibirlo, incluso haciendo hincapié en el respeto de la libertad religiosa?

Recuérdese aquella manifestación del ministro francés François Bayreou en la que dice que pretende lograr una Nación no sectorizada, sino una comunidad con unidad de destino. Resulta, al menos, curioso que con pretextos de protección de la libertad pretendan una suerte de unificación de las conductas externas sociales en lo que hace a sus manifestaciones religiosas. Esa neutralidad externa exigida implica el intento de imponer una religión "sin religión", un agnosticismo o un ateísmo práctico en la vida social, que en definitiva cercena la libertad religiosa. De esta forma se termina por lograr que un sector, "el que pretende que todos actúen públicamente como si no existiera Dios", se imponga al resto, dividiendo aún más la sociedad.

Claro lo anterior, cabe volver a hacerse la pregunta de por qué el Estado liberal y laico francés, enarbolando la bandera de la libertad de conciencia y religión, se cree con la autoridad suficiente para prohibir a una niña concurrir a la escuela con un pañuelo en la cabeza.

Rivas Palá concluye en su trabajo que el laicismo al estilo francés es incompatible con el liberalismo que el mismo Estado profesa. Dice que la actitud francesa es paternalista y ello es incompatible con un liberalismo bien entendido que respete los principios de autonomía y daño [90]. Tal posición no se comparte; no obstante, sí se comparte lo que este autor expresa en la siguiente frase:

"Parece claro que el laicismo en su sentido francés manifiesta un claro paternalismo en la medida en que juzga que los individuos no son capaces de discernir el hijab como un simple signo de pertenencia a una religión, sino que más bien lo juzgarán siempre como una intrusión en sus conciencias, que no serán capaces de resistir y que les conducirá inevitablemente a la misma profesión de fe que ejercen quienes lo llevan" [91].

Sin embargo, no parece que deba seguirse la idea de Rivas de separar el liberalismo vivido en Francia (el mismo que es vivido en varios países europeos), del laicismo francés (que según los laicistas europeos es la mejor forma de vivir esta doctrina). La actitud francesa al respecto del hijab impulsó la respuesta de muchos intelectuales que viendo el laicismo vivido actualmente reclaman que se viva la "cultura laica" como realmente debería ser, como fue concebida. En este orden, Norberto Bobbio, en un artículo realizado "en respuesta" al manifiesto laico que firmaron ciertos intelectuales italianos con motivo del velo islámico, expresa:

"Cuando una cultura laica se transforma en laicismo, pierde su inspiración fundamental, que es la de no encerrarse en un sistema de ideas y de principios definitivos de una vez por todas. El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido [...]. No existe una ética laica [...]. Hay muchas éticas laicas" [92].

Como se ha visto, en este trabajo se ha hecho alusión a varias de las cuestiones nombradas por el renombrado autor italiano. Su anhelo de convivencia es encomiable, pero quizá nunca se alcanzará si se concibe al laicismo como aquel producto de la modernidad, del liberalismo. Es ahí donde puede encontrarse la causa de la imposibilidad de "practicar" una "cultura laica".

Por eso parece claro que el laicismo al estilo francés es perfectamente compatible con las ideas liberales de autonomía y daño, según fueron concebidas en la Europa moderna. El principio según el cual la libertad de uno termina donde empieza la del otro, que se efectiviza a través de los dos principios nombrados, es perfectamente compatible con lo hecho en Francia, pues el problema de esa frase es que, al no hacer referencia a ninguna idea fuera de la libertad en sí, se transforma en un círculo indescifrable. Nunca se puede saber claramente cuándo empieza y cuándo termina la libertad de una persona en concreto, menos aún cuando la idea de daño implica, o hace referencia a "dañar una libertad" (en este caso, supuestamente, el ejercicio de la libertad de expresión y religiosa de las niñas viola la libertad de conciencia del resto de los compañeros de la escuela).

John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo, y propulsor de las ideas de autonomía y daño, termina en la práctica por llegar a conclusiones que hoy serían miradas de la misma manera [93]. Es más, el mismo John Rawls (calificado por la gran mayoría de los autores como liberal) admite la posibilidad de tomar actitudes de mayor cuidado-"paternalistas"- cuando se da una pérdida evidente o la ausencia de razón y de voluntad.

Parece claro que la visión laicista y liberal al estilo francés es incapaz de lograr los fines de orden social y respeto por las libertades individuales que se propone por el mismo hecho de ser "esa clase" de liberalismo y laicismo. Es decir, el liberalismo francés, tal como fue su origen, por el mismo hecho de estar imbuido en las ideas modernas e ilustradas sobre el hombre y sobre su libertad y capacidad de sociabilidad, no puede determinar los verdaderos alcances de la libertad del hombre en cada caso concreto, y menos aún cuando las circunstancias sociales y culturales presentan estas complicaciones.

El criterio según el cual las libertades de unos terminan donde empiezan las libertades de los otros, que debe aplicarse mediante los principios de autonomía y daño, es también incapaz para resolver los problemas sociales.

La concepción moderna e ilustrada del hombre que se adoptó en Francia, la cual posee una concepción de libertad entendida más como ausencia de límites exteriores, incluso en las cuestiones más íntimas como la libertad de conciencia, y una concepción individualista y material del hombre, de un hombre que es a-religioso, son las verdaderas causas del problema. Por eso, parece claro que los dogmas del laicismo son que la religión es o debería ser un asunto personal, privado, y que se rechace toda autoridad religiosa exterior a la conciencia individual.

7.    Conclusiones: quitar coercitivamente la religión de la esfera pública vuelve inhabitable a la sociedad

Se ha considerado importante denunciar unas prácticas actuales cada vez más frecuentes que terminan por ser, de hecho, incoherentes con sus principios o, por un error en sus mismos principios, lesivas a los derechos constitucionales que pretenden proteger. Así, como se establece en el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea en 1789, "Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, incluso religiosas, a condición de que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley".

En la interpretación de los derechos y las libertades que las constituciones, el derecho infraconstitucional y los tratados internacionales reconocen es un peligro claro y constante el modificar su "contenido" y darle una extensión u otra de acuerdo con las concepciones antropológicas, filosóficas o políticas que el intérprete posea. En relación al punto concreto tratado en este escrito el problema que produce este modo de entender la libertad atenta finalmente contra todo el conjunto de derechos reconocidos, pues en definitiva ellos resguardan la libertad. Por lo dicho, se plantea aquí un cambio de paradigma al momento de aproximarse a la interpretación de una norma constitucional o de tratados internacionales de derechos humanos relativa a la libertad religiosa o las relaciones entre religión y Estado. En efecto, las concepciones de libertad del liberalismo y del laicismo no pueden responder adecuadamente a las circunstancias actuales pues, aunque su visión nunca resultó adecuada, su deficiencia para atender los complejos conflictos sociales contemporáneos resulta evidente.

La intención de relegar al ámbito privado la vivencia religiosa personal recuerda el llamado de atención que hace Chesterton en su libro La esfera y la cruz, escrito en épocas en que el laicismo se desarrollaba. Allí, utilizando una "parábola" que cuenta fray Miguel a Lucifer, retrata la actitud de un "racionalista". Ese hombre racionalista dejó de "tolerar" en un principio el crucifijo en su casa, al que no admitía "ni siquiera pintado, ni pendiente del cuello de su mujer". Su intolerancia fue creciendo hasta que enfermó y quiso quitar los crucifijos de la ciudad, de los caminos, etc. Su intolerancia llegó al punto de destruir todo aquello que tuviera forma de cruz. Volviendo a su casa notó que una verja, hecha de tablas era como "un ejército interminable de cruces, ligadas unas a otras de la colina al valle". Por eso la destruyó. Al llegar a su casa se dio cuenta de que las cosas hechas por el hombre tenían "el diseño maldito". Por lo tanto, encendió su casa hasta que se consumió. Fray Miguel concluye: "Es la parábola de todos los racionalistas [...]. Empiezan rompiendo la cruz y concluyen destrozando el mundo habitable".

La actitud del racionalista del relato de Chesterton se asemeja "demasiado" al proceder del gobierno francés. Se comenzó por sacar las cruces de las escuelas públicas, hace ya muchos años, y hoy se la "saca" de los pechos de los niños que van a las escuelas públicas si estas son "ostensibles", o constituyen una "actitud proselitista" (ambos son términos jurídicos indeterminados cuyo contenido dependerá de la visión concreta de aquel al que le toque aplicar la norma). El día de mañana quizás también quiten las cruces de las iglesias, rompan las empalizadas y los muebles... Pretender relegar a lo privado, a un ámbito que prácticamente no tenga expresión pública, a toda manifestación religiosa no solo coarta las libertades individuales, sino que resulta imposible de realizar, y en su intento puede destruirse la misma sociedad puesto que, como se señala en el Prólogo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que es parte de la actual Constitución francesa, "la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos".

No puede privarse a ninguna persona del uso de los distintivos religiosos (en este caso los velos de las niñas), so pretexto de que afecta la libertad religiosa o la libertad de conciencia de los demás. Esos distintivos son parte del ejercicio de la libertad de creencias, y son, a la vez, parte del derecho a la libertad de expresión que mantiene toda su fuerza en materia religiosa, como manifestación de la propia fe. Los encargados de velar en última instancia por esas libertades, en este caso la Corte Europea, no pueden tomar una actitud negativa y restrictiva de los derechos, como hizo en el caso de Turquía y en los casos sobre expulsiones de niños y niñas en Francia. El uso de ningún distintivo puede violentar la libertad de conciencia y de religión de los otros estudiantes, a la vez que de ninguna manera se puede menoscabar el derecho a la libertad religiosa de quienes usan un objeto como señal de pertenencia a una fe. En lo que a esto respecta, la Corte Europea ha sido permisiva de las restricciones estatales, cediendo en su rol de protectora de los derechos individuales. Afortunadamente, en su última decisión sobre las relaciones entre Estado y religión, de marzo de 2011, rectificó implícitamente sus pasos, y consideró que un símbolo religioso en escuelas públicas no viola el principio de neutralidad y de imparcialidad estatal, y que los terceros no tienen fundamento en sentirse dañados por observar tal símbolo, no pudiendo ampararse en la tutela de los "derechos de los demás".

El principio de laicidad del Estado no puede llevar a la conclusión de que nadie puede manifestar sus creencias religiosas en la esfera pública. Es una conclusión que excede las premisas: tal actitud implica no entender al hombre ni a su libertad, además de negar la letra expresa del Convenio Europeo de Derechos Humanos. En aras de la libertad se termina otorgando una libertad religiosa acotada, "una libertad religiosa sin libertad", y una libertad de pensamiento sobreprotegida, paternalista, que mantiene a los ciudadanos a cubierto, para evitar que algo externo pueda dañarlos, causando también el efecto adverso de impedirles "ver la luz" de la verdad que se descubre en el intercambio de ideas y argumentos en el libre mercado de las ideas de que ya hablaba Stuart Mill.

Si la argumentación contra el velo hubiera sido en torno a una supuesta afectación de la dignidad de la mujer, dicho argumento sería por lo menos discutible caso por caso, pues las manifestaciones religiosas que afectan la propia dignidad de la persona (algo que en un liberalismo ilustrado tampoco sería óbice, en virtud del principio de autonomía), o la dignidad personal de otros lesionando, por ejemplo, su integridad psíquica, o la seguridad común por no poder ver claramente el rostro de la persona, podrían ser atendibles cuando tal afectación es clara y no meramente especulativa. No obstante, aquí tales afectaciones no son claras. Es más, privar a las niñas del uso de tales distintivos, impidiendo que vivan un deber religioso que las obliga en conciencia, es violentar su propia dignidad y ponerlas en la situación de decidir entre su conciencia y lo que pretende el Estado en el que viven. Se trata, indudablemente, de una "violencia" muchas veces insuperable para niñas pequeñas.

A lo expuesto en el párrafo anterior debe sumarse, como ya se ha dicho, la afectación del derecho a la educación de esas menores, y la frustración del deseo de integrarlas a la sociedad francesa, justamente por la segregación a que las condena la expulsión escolar.

No es con el igualitarismo arreligioso que se logra la unidad de la Nación (si es que ello pretende el Estado francés al hablar de comunidad de destino). Dicha unidad se logra con el respeto por las diferencias y la promoción pacífica de las libertades personales en un ámbito propicio para el desarrollo de los derechos.

Las actitudes estudiadas llevan a recordar una frase que se atribuye a madame Roland mientras era conducida al cadalso en la "irónica" Plaza de la Concordia: "¡Liberté, que de crimes on commet en ton nom!" La conocida expresión llama a la reflexión en el contexto de este trabajo, porque con la bandera de una libertad mal entendida se destruye la verdadera, ahora como entonces, pues como se ha dicho la situación actual le debe mucho a la Revolución Francesa.

Aquí no se pretende negar la necesidad de un Estado fundado en el respeto de las libertades individuales. Al contrario, en una concepción personalista del hombre tales valores, con un profundo respeto por la libertad, son esenciales para el desarrollo de la sociedad. Aún más, solo desde un liberalismo personalista, y un laicismo positivo, como legítima separación de Iglesia y Estado, o, en un contexto más amplio, de religión y Estado, es dable comprender y solucionar los problemas culturales actuales y darle a la dimensión religiosa del hombre el lugar que le corresponde. Solo desde esas concepciones es dable una interpretación de las normas constitucionales y legales que permita comprender bien los derechos y "delimitar" correctamente las libertades.

El Estado tiene una legítima autonomía de la religión, y viceversa. Pero dicha autonomía no debe ser rechazo ni persecución; por el contrario, el Estado y la sociedad civil deben aceptar a la religión como algo que posee un valor tanto individual como social, cuya vivencia y manifestación aportan a la construcción de la comunidad, en lugar de agredirla o violentarla. Esa lesión a la sociedad por parte de la manifestación individual o asociada de la religión es un mero prejuicio laicista, puesto que el daño no ha sido de ninguna manera demostrado, ni podrá serlo. En este orden, debe recordarse que esa vivencia religiosa y su manifestación mediante determinados símbolos no es un mero capricho, sino que es el ejercicio de un derecho humano, el de la libertad religiosa, que está reconocido en todos los tratados internacionales y a lo ancho y largo de las constitucionales nacionales.

En este contexto, es auspicioso recordar aquí que el 12 de septiembre del año 2008, con motivo de la visita de Benedicto XVI a Francia, el presidente Nicolas Sarkozy dio un discurso que implica un importante avance, pues se refirió a la laicidad positiva y a su anhelo de llevar a su país por esos caminos [97]. Que ese anhelo se concrete, inshá Alláh.

Franco Andrés Melchior, en scielo.org.co/

Notas:

1  Deseo agradecer las diversas objeciones y sugerencias que realizó a este trabajo el profesor Fernando Toller, de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral de Buenos Aires. Asimismo, agradezco a la profesora Miryan Serroels de Toller su valiosa colaboración con algunos pasajes complejos en francés.

2  La interpretación constitucional no escapa a aquellos principios que se predican de toda interpretación jurídica. Una aproximación avalorativa de sus normas resulta imposible, máxime cuando las normas constitucionales suelen presentarse muchas veces en forma de principios, no solo como reglas, y cuando sientan en sus bases un modelo de país. Ver sobre esto Pilar Zambrano, "Aproximación avalorativa al Derecho y Derechos constitucionales", en Dikaion, 15-10 (2001) pp. 37-51, en especial pp. 42-46; y, más ampliamente, Luigi Lombardi Vallauri, Corso di Filosofia del Diritto, Padova, Cedam, 1981, passim.

3  Esta diferenciación entre el laicismo francés y laicismos diferentes, como el estadounidense, es más o menos pacífica. Para un estudio particular de tal diferencia puede verse Jeremy Gunn, "Religious Freedom and Laïcité: A Comparison of the United States and France", Brigham Young University Law Review, 2 (2004) pp. 419-506.

4  Si bien todos los autores entienden que es en Francia donde el laicismo tiene mayor desarrollo, existen algunos autores entre estos que aún no ven en este país una expresión perfecta del mismo. Ver, entre otros, el texto de Philippe Grollet, "Conferencia" dada en Santiago de Chile el 29 de octubre de 1999, Université Libre de Bruxelles, en http://www.ulb.ac.be/cal/laicismo/www/conferencia1999.htm, Fecha de consulta: 30 de julio de 2011, sobre todo el punto 1.

5  La obligatoriedad del uso del hijab en la religión musulmana es discutida. En la mayoría de los países de tradición islámica no se ve como una imposición expresa y concreta del Corán, pues —entienden—, lo que allí se exige es que cuando las mujeres "salgan" se "cubran desde arriba con sus vestidos", para que "se las reconozca y no se las ofenda (Corán 33:59, Arabia Saudita, traducción encargada por el príncipe Walid bin Talal bin Abdul Aziz Al Saud, de Arabia). Suele considerarse como una razón de pudor, de reserva, que en un gran número de países se deja a la "discreción" de la mujer el llevarlo o no. Sin embargo, existen otros países, como Afganistán, en los que resulta obligatorio no ya el  uso del hijab, sino del burqa. De lo que no caben dudas es que aquellas mujeres que lo usan, sea por propia voluntad  o por imposición, lo hacen totalmente, o en gran medida, como cumplimiento de una exigencia que consideran religiosa. Ver al respecto Omar Ahmed Abboud, La mujer en el Islam, Colección Cultural Islámica, Buenos Aires, ed.

  Centro Islámico de la República Argentina, 2005; e I. A. Ibrahim, A Brief Illustrated Guide to Underestanding Islam, 2 ed., North California, IIPH Raleigh, 2004. Para una interpretación negativa del uso del velo puede verse la intervención de Chahdortt Djavann (autora de un libro titulado "Abajo los velos") en la Comisión Stasi, quien sostuvo que el velo degrada la dignidad de las niñas por diferentes razones, por ejemplo culpándolas de los desenfrenos en los que puedan incurrir los hombres si las niñas no usan el hijab pues, se entiende, el cuello y el pelo son provocativos; Cfr. Grupo Eleuterio Quintanilla, 2003, en http://www.equintanilla.com/web_nueva/privado/imagenes/intervencion_de_chahdortt_djavann_en_la_comision_stasi.pdf, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

6  En el sitio oficial Legifrance.gouv.fr, en http://www.legifrance.gouv.fr/affichTexteArticle.do;jsessionid=314CD AF83D2B8443D8698AFAEEDADE9F.tpdjo07v_3?idArticle=LEGIARTI000006434865&cidTexte=JORFTEXT000

000509314&categorieLien=id&dateTexte=20000622, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Dicho artículo estuvo vigente hasta el 23 de junio de 2000.

7  "Dans les collèges et les lycées, les élèves disposent, dans le respect du pluralisme et du principe de neutralité, de la liberté d'information et de la liberté d'expression. L'exercice de ces libertés ne peut porter atteinte aux activités d'enseignement". En adelante solo se expondrá el texto francés en las frases cuya traducción presente especiales dificultades o aquellas que muestren especial relevancia

8  Ver sitio oficial del Consejo de Estado francés, en http://www.conseil-etat.fr/cde/media/document//avis/346893.pdf , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

9  Todos los resaltados de las disposiciones que se citarán son añadidos. "... qui, par leur nature, par les conditions  dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou  revendicatif, constitueraient un acte de pression, de provocation, de prosélytisme ou de propagande, porteraient atteinte à la dignité ou à la liberté de l'élève ou d'autres membres de la communauté éducative, compromettraient leur santé ou leur sécurité, perturberaient le déroulement des activités d'enseignement et le rôle éducatif des enseignants, enfin troubleraient l'ordre dans l'établissement ou le fonctionnement normal du service public".

10  Publicada en Journal Officiel de la Repúblique Française, diciembre 15, 1989, p. 15577. Puede verse en Università degli Studi Roma Tre, en http://host.uniroma3.it/progetti/cedir/cedir/Lex-doc/Fr_cir_12-12-89.pdf, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. párrafo 2.Ibid., Conseil d'État, 2 de noviembre de 1992, Decisión 130394. Puede consultarse en la página oficial del Consejo de Estado: http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/, poniendo en el buscador el número de Decisión. El texto francés reza: "Considérant qu'aux termes de l'article 10 de la Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen du 26 août 1789: "Nul ne doit être inquiété pour ses opinions, même religieuses, pourvu que leur manifestation ne trouble pas l'ordre public établi par la loi"; qu'aux termes de l'article 2 de la Constitution du 4 octobre 1958: "La France est une République indivisible, laïque, démocratique et sociale. Elle assure l'égalité devant la loi de tous les citoyens sans distinction d'origine, de race ou de religion. Elle respecte toutes les croyances".

11  Ídem. "qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif, constitueraient un acte de pression, de provocation, de prosélytisme ou de propagande".

12  Idem. "Que, par la généralité de ses termes, ledit article institue une interdiction générale et absolue en méconnaissance des principes ci-dessus rappelés et notamment de la liberté d'expression reconnue aux élèves et garantie par les principes de neutralité et de laïcité de l'enseignement public; que les requérants sont, par suite, fondés à en demander l'annulation".

13  La frase completa reza en francés: "Je vous demande donc de bien vouloir proposer aux conseils d'administration, dans la rédaction des règlements intérieurs, l'interdiction de ces signes ostentatoires, sachant que la présence de signes plus discrets, traduisant seulement l'attachement à une conviction personnelle, ne peut faire l'objet des mêmes réserves, comme l'ont rappelé le Conseil d'État et la jurisprudence administrative". Puede verse dicha Circular en Assemblèe Nationale, en http://www.assemblee-nationale.fr/12/dossiers/documents-laicite/document-3.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

14  Tal es el caso de las decisiones 170398, 172718, 172717, 170343 (del 20 de mayo de 1996). En todos estos casos puede leerse la siguiente frase: "ne pouvait en revanche justifier légalement une interdiction générale du port du foulard dans l'établissement": "sin embargo, no se puede justificar legalmente una prohibición general de portar el foulard dentro del establecimiento". Esas decisiones pueden consultarse en la página oficial del Consejo de Estado: http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

15  Esto puede verse en el caso de dos niñas que fueron expulsadas del colegio por el uso del hijab, pero el argumento usado por los directores y entendido como razonable por el Consejo de Estado fue que el velo les impedía realizar de una manera segura educación física. Consejo de Estado, Decisión 159981, del 10 de marzo de 1995. Disponible en http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

16  La ley fue aprobada el 15 de marzo de 2004 y promulgada en el Journal officiel de la République Française el 17 de marzo de 2004. El artículo en francés reza: "Dans les écoles, les collèges et les lycées publics, le port de signes ou tenues par lesquels les élèves manifestent ostensiblement une appartenance religieuse est interdit". La versión facsímil de la página de ese día donde se encuentra la ley puede consultarse en Wikimedia, 2004, en http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/8/8a/French_law_on_secularity_and_conspicuous_religious_symbols_in_schoo fecha de consulta: 18 de octubre de 2011; una versión en castellano puede consultarse en Grupo Eleuterio Quintanilla, http://www.equintanilla.com/web_nueva/privado/imagenes/proyecto_de_ley_de_aplicacion_del_principio_de_laicidad.pdf privado/imagenes/proyecto_de_ley_de_aplicacion_del_principio_de_laicidad.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

17  El mismo párrafo se encuentra, por ejemplo, en las Decisiones 285395, 295671, 285396 y 285394, del 5 de diciembre de 2007, y 306833, del 10 de junio del 2009 del Consejo de Estado. Disponible en http://arianeinternet.conseil-etat.fr/arianeinternet/.

18  "Considérant qu'il résulte de ces dispositions [fundamentalmente el art. 141, 5, 1 del Código de Educación] que, si les élèves des écoles, collèges et lycées publics peuvent porter des signes religieux discrets, sont en revanche interdits, d'une part, les signes ou tenues, tels notamment un voile ou un foulard islamique, une kippa ou une grande croix, dont le port, par lui-même, manifeste ostensiblement une appartenance religieuse, d'autre part, ceux dont le port ne manifeste ostensiblement une appartenance religieuse qu'en raison du comportement de l'élève".

19  European Court of Human Rights, Grand Chamber, Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, CEDH 2005-XI. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Un análisis de este caso y algunos otros precedentes puede verse en Javier Martínez-Torrôn, "La cuestión del velo islámico en la jurisprudencia de Estrasburgo", Delta Publicaciones, 2009. Disponible en http://www.deltapublicaciones.com/derechoyreligion/gestor/archivos/07_10_41_980.pdf [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

20  European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, CEDH 2005-XI, §§ 76 al 98.

21Ibíd., §§ 104 - 109.

22Ibíd., §§ 110 y 111.

23 Ibíd., §§ 109 y 111-116.

24 Ibíd., §§ 158-162.

25  Existieron otros argumentos enarbolados por algunos de los padres de los menores, tales como la prohibición de doble punición por mismo acto (art. 4 del Protocolo 7), la libertad de expresión (art. 10 del CEDH), el derecho al debido proceso legal (art. 6.1 CEDH) y el derecho a la igualdad (art. 14 CEDH).

26 Cour Europeene des Droits de'l Homme, R. Singh c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 27561/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852664&portal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

27  Cour Europeene des Droits de'l Homme, J. Singh c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 25463/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852662&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&table=F69A27FD8FB86142BF01C1166DEA398649 [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

28  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Aktas c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 43563/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp? action=html&documentId=852651&portal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

29  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Bayrak c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 14308/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852655&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

30  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Gamaleddyn c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 18527/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852656&po rtal=hbkm&source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

31  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Ghazal c. France, decisión sobre la admisibilidad de la solicitud 29134/08. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/view.asp?action=html&documentId=852658&portal=hbkm& source=externalbydocnumber&tabl [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011].

32  Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif.").

33  La frase se encuentra en los seis pronunciamientos: "...la requête est manifestement mal fondée et doit être rejetée".

34  Cfr. Leyla Sahin v. Turky, 44774/98, ya citado, referido por la Corte Europea en estos seis rechazos de los casos franceses. Resultan también citadas por la Corte para resolver estos casos las sentencias Cour Europeene des Droits de'l Homme, Dogru v. France, 27058/05, y Kervanci v. France, 31645/04, que se analizarán en el siguiente epígrafe.

35  Puede leerse casi a la letra en todas estas seis decisiones rechazando las presentaciones contra Francia en virtud de la expulsión de los menores de las escuelas: "En l'espèce, la Cour estime que l'interdiction faite à l'élève de porter une tenue ou un signe manifestant une appartenance religieuse et la sanction y afférente, est constitutive d'une restriction au sens du second paragraphe de l'article 9 de la Convention".

36  En similares términos se expresa en las seis Decisiones: "Ainsi, eu égard aux circonstances, et compte tenu de la marge d'appréciation qu'il convient de laisser aux Etats dans ce domaine, la Cour conclut que l'ingérence litigieuse était justifiée dans son principe et proportionnée à l'objectif visé et que ce grief doit être rejeté pour défaut manifeste de fondement.".

37  Cour Europeene des Droits de'l Homme, El Morsli c. France, 15585/06. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

38  Cour Europeene des Droits de'l Homme, Cinquième Section, Dogru c. France, 27058/05, Arrêt 4 décembre 2008. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

39  Cour Européenne des Droits de l'Homme, Cinquième Section, Kervanci c. France, 31645/04, Arrêt 4, décembre 2008. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-fr, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

40  Ver al respecto los §§ 55 a 59 de ambas decisiones.

41  Ver al respecto especialmente los §§ 64 a 76 de ambas decisiones.

42  Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

43  Ver al respecto la sentencia 556/2006 del Consiglio di Stato, Sección Sexta, citado por la Corte Europea en el § 16 del fallo referido de la Grand Chamber.

44  Ver European Court of Human Rights, Second Chamber, Lautsi v. Italy, Judgment of November 3, 2009, especialmente los §§ 47 y 55-57. Disponible en http://cmiskp.echr.coe.int/tkp197/search.asp?skin=hudoc-en.

45  Cfr. European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011, § 60. Esta frase de "neutrality and impartiality" había sido extensamente desarrollada en el fallo Leyla Sahin v. Turky, ya expuesto, caso que cita la Corte en el referido parágrafo.

46  Ver European Court of Human Rights, Grand Chamber, Lautsi v. Italy, 18 de marzo de 2011, §§ 61 y 62.

47  Cfr. ibíd., § 62, párrafos segundo y tercero.

48  Cfr. ibíd., §§ 64 - 70. Este margen de apreciación que admita la religión ha sido criticado por varios autores, entre los que puede verse, por todos, Carla M. ZoetHouT, "Religious Symbols in the Public School Classroom: A New Way to Tackle a Knotty Problem", en Religion and Human Rights, 6 (2011) pp. 285-290.

49  Para una visión crítica sobre la resolución de la Corte puede verse la posición de José Ignacio Solar Cayôn en su artículo "Lautsi contra Italia: sobre la libertad religiosa y los deberes de neutralidad e imparcialidad del Estado", en Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, 23 (2011) pp. 566-586. No obstante su oposición a la sentencia de la Corte, este autor coincide en que bajo una aparente coherencia con la jurisprudencia anterior (porque deja la resolución bajo el "margen de discrecionalidad" de los Estados), existe un cambio de doctrina, la sentencia actual resulta incompatible con la doctrina anterior.

50  Philippe Grollet, ob. cit.

51  Jules Ferry, "Discurso dado al duque de Broglie", mayo de 1883, citado por María Marha Peltzer, "Separación de la Iglesia y el Estado", Enciclopedia Jurídica Omeba, t. XXV, Buenos Aires, 1968, p. 414.

52  Cfr. Luis María Cifuentes Pérez, "La laicidad y la nueva Europa", Laicismo, 2011. Disponible en http://www.laicismo.org/detalle.php?pk=10948. , punto 2 titulado: "El verdadero rostro del laicismo en Europa", Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. En adelante, cuando se haga referencia a este autor se hará referencia a este trabajo; no obstante, Cifuentes manifiesta ideas similares en "Sociedad secularizada, ética laica y morales religiosas", Cuadernos de Pedagogía, 366, 2007, pp. 62-65, entre otros escritos.

53  Ver, por ejemplo, Juan Bacigalüppi, "El parlamento escocés decidió censurar los textos de la reflexión religiosa", Arbo.net, 2005, en http://arvo.net/laicidad-y-laicismo/mordaza/gmx-niv132-con10208.htm, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Sobre el punto conviene consultar también JUAN PABLO II, "Discurso al cuerpo diplomático", 12 de enero de 2004, Vaticano, 2004, en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2004/january/documents/hf_jp- ii_spe_20040112_diplomatic-corps_sp.html, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011, entre otros lugares; y BENEDICTO XVI, "A los participantes en el 56 Congreso nacional organizado por la Unión de Juristas Católicos Italianos", 9 de diciembre de 2006. Vaticano, 2006, en www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20061209_giuristi- cattolici_sp.html, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Entre otros muchos puede verse también Roberto Bosca, "Glosario de la nota doctrinal", Diálogo Político, 4 (2003) voces "Laicidad" y "Laicismo", publicación trimestral de la Konrad-Adenauer-Stiftung A.C.

54  José Luis Comellas García-Llera, voz "Laicismo", Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, Rialp, 1973, p. 846. Que el laicismo es, principalmente, producto de la ilustración, es algo reconocido y aceptado por todos (ver por ejemplo la conferencia de Philippe Grollet, ya citada). Pero no todos están de acuerdo con la influencia de la época renacentista y, sobre todo, de Maquiavello al respecto.

55  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-415.

56  Ello no se encuentra en duda por ningún autor, al punto de que existen estudiosos que definen al laicismo como una manera francesa original de pensar la organización política, cfr. sobre esto Catherine Kintzler, Tolerancia y laicismo, Buenos Aires, Ediciones del Signo, trad. por María Elena Ladd, 2005, pp. 13-17.

57  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-417.

58  Luis María Cifuentes Pérez, ob. cit., pto. 1 (énfasis agregado).

59  Citado por Antonio Jiménez-Landi, La Institución Libre de Enseñanza y su ambiente, t. III, Periodo escolar 1881- 1907, Madrid, Editorial Complutense, 1996, p. 189.

60  Debe recordarse que algunos de los autores citados promueven además la neutralidad filosófica, no solo la religiosa, tanto en sus inicios como en la actualidad; sin embargo, la neutralidad religiosa que exigen ambas posturas llega a oponerse a la manifestación de visiones o concepciones que, pudiendo ser filosóficas, surjan de algún "dogma" (los dogmas son los que los "asustan") religioso. En la actualidad, la sociedad europea realiza esfuerzos por incluir en los contenidos curriculares ciertos "valores cívicos" que consideran importantes para el desarrollo de la sociedad, esa circunstancia viene a confirmar lo que se sostiene en este apartado y aquello que se verá en el siguiente. cfr. Emiliano Mencía, Educación Cívica del ciudadano europeo. Conocimiento de Europa y actitudes europeísticas en el currículo, Madrid, Narcea, 1996, principalmente pp. 53-65.

61  De manera similar se manifiesta Pedro Rivas Pala en un artículo dedicado al tema del foulard, titulado "Laicismo y sociedad liberal", en Revista del Poder Judicial, 73 (2004) pp. 217-232. Jean Jaurés, en su "Discurso de 1906", transcrito por Henri Peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, Antología Laica, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2009, p. 253.

62  En lo que hace a Jules Ferry puede verse su "Carta a los maestros", de 1883, en Henri Peña Ruiz y César Tejedor De La Iglesia, ob. cit., pp. 256 y ss. Resulta interesante el discurso citado dado a los maestros, pues explica en cosas prácticas y concretas cómo debe el maestro abstenerse de la religión sobrenatural, y al mismo tiempo, transmitir unos valores promovidos por el Estado. Puede verse también el discurso ya citado de Jean Jaurés, para quien la neutralidad no era un valor del laicismo, sino solo la radical separación, casi oposición, a todo poder religioso -en sentido amplio-. Ver "Discurso de 1906", en Henri Peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, ob. cit., pp. 243 y ss. En este autor, aunque fuera uno de los exponentes máximos del laicismo francés en sus inicios, su oposición a la religión se encontraba muy influenciada por su filosofía socialista, al punto de que María Matha Peltzer dice que "sostiene un laicismo de combate, oponiéndose a toda idea de neutralidad", ob. cit., p. 418.

63  Luis María Cifuentes Pérez, ob. cit., pto. 1.4, titulado "Laicidad, secularización e indiferentismo religioso". Este autor ha sido citado al referirnos a la exigencia de neutralidad en este apartado, pues aunque parezca contradictorio,  muchos laicistas (ya se ha dicho) entienden neutralidad como exclusión de todo aspecto religioso no-estatal, pero no de lo que ellos sostienen que es filosófico.

64  Ibíd., pto. 1.3, titulado "Laicidad y ateísmo".

65  José Luis Comellas García-Llera, ob. cit., p. 847.

66  Esto es claro en Jaurés (ver el discurso citado por Henri PEÑA RUIZ y César Tejedor de la Iglesia, ob. cit.), Cifuentes Pérez, ob. cit., Grollet, ob. cit. y Ferry, discurso citado por Henri peña Ruiz y César Tejedor de la Iglesia, loc. cit.

67  De hecho, hemos escogido una entrevista que realiza Danny Postel a Richard Rorty -la última entrevista que dio en su vida-. Allí le consulta su opinión acerca de la causa de su enorme influencia en el mundo árabe, la cual se tornó patente en su visita a Teherán en el 2004, donde pudo comprobar que sus libros tenían gran difusión entre los jóvenes e incluso se habían traducido al persa. Cfr. Danny Postel, "Last Words from Richard Rorty", The Progressive, june 10, 2007 en http://www.progressive.org/mag_POSTEL0607, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011. Una traducción en castellano, realizada por Germán Toyos, puede verse en la revista Letras libres, México, D.F., agosto de 2007, pp. 44- 46

68  Una encuesta realizada en febrero de 2004 por CSA para Le Parisien demostró que el 69% de la población francesa estaba a favor y el 29% en contra de la legislación; por su parte, la población musulmana se encontraba mayoritariamente en contra (53%) que a favor (42%). Un dato curioso de esta encuesta es que el 49% de las mujeres musulmanas se encontraba a favor de la ley y solo un 43% en contra. La encuesta puede verse en la nota editorial  'The war of the headscarves", en The Economist, ¿del 5/02/2004?, en http://www.economist.com/node/2404691? story_id=2404691, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

69  Esto se nombra en la entrevista realizada a Rorty por Danny Postel, cit.

70  Algunos autores entienden que es diferente la manera de formar ese "consenso" en Rorty y Habermas, pero explicar esas diferencias no es el objeto de este trabajo.

71  Las frases en cursiva fueron extraídas textualmente de la traducción castellana de la entrevista a Rorty, son frases que le pertenecen; ver la entrevista en Germán Toyos, Letras libres, cit., p. 44.

72  Cfr. Jürgen Habermas, La inclusión del otro. Estudios sobre Teoría Política, trad. Juan Carlos Velazco Arroyo, Barcelona, Paidós, 1999, título II completo, especialmente la conferencia 3 .

73  Es el título que Rousseau puso al capítulo 8, libro 4, de El contrato social. Uno de los autores que se hace eco de tal terminología es Robert Bellah, "Civil Religion in America", disponible en http://www.robertbellah.com/articles_5.htm [Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011]. Este autor expone elementos actuales en los cuales se manifiesta dicha "religión civil" en Estados Unidos. Estas reflexiones son válidas para cualquier estado que posea los mismos "síntomas".

74  Pedro Rivas Palá, ob. cit., punto 1, primer párrafo.

75  Ese fue siempre el criterio del Consejo de Estado, tal idea ya se encuentra en el avis 346.893 ("qui, par leur nature, par les conditions dans lesquelles ils seraient portés individuellement ou collectivement, ou par leur caractère ostentatoire ou revendicatif...").

76  María Martha Peltzer, ob. cit., pp. 414-417.

77  Es posible que quien siga a Rawls sostenga que en el ámbito público esos problemas no pueden darse, pues la idea del debate político requiere ciertos presupuestos que lo impiden (dentro de ellos la capacidad de llegar a acuerdos, "contratos", sobre puntos básicos en el ámbito público -entra aquí el concepto de equilibrio reflexivo- dejando los puntos "problemáticos" o irremediables para el debate moral, que no debe inmiscuirse en el político); todo lo público sería para Rawls punto de "contacto" o coincidencia de visiones fundada en la razón pública (criterio que en el fondo determina que en lo público puede vivir cualquier conducta que no escape a lo razonable).

78  Escapa al propósito del trabajo una referencia completa a la comparación que el mismo Habermas realiza entre su postura y la de Rawls en su libro La inclusión del otro, Estudios sobre Teoría Política, ob. cit. De hecho, la idea de la cultura política común la toma de Rawls (ver ob. cit., título II, capítulo 3, pto. IV). Para esta comparación puede verse también lo dicho por Habermas en Jürgen Habermas y John Rawls, Debate sobre el liberalismo político, Barcelona, Paidós, trad. de G. V. Roca, 1998; y el trabajo de María Elôsegui, "La inclusión del otro. Habermas y Rawls ante las sociedades multiculturales", en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 98 (1997) pp. 59-84.

79  Existen muchos puntos de contacto entre Rawls y las posturas analizadas. Sin embargo, las teorías rawlsianas carecen de la claridad necesaria al respecto. En efecto, John Rawls varió tanto su doctrina desde su primer libro hasta Liberalismo político, que muchos autores hablan de un primer y un segundo Rawls. En este sentido ver, entre otros, Suzanne Islas Azais, 'Treinta años de Teoría de la justicia", en Signos filosóficos, 9 (2003) pp. 173-189. Puede relacionarse, por ejemplo, la pretendida neutralidad del Estado laico con la pretendida neutralidad del concepto de justicia "política" de Rawls y su idea de justicia como imparcialidad, pero darle un análisis mayor a esas posiciones escapa al propósito de este trabajo.

80  Cfr. Pilar Zambrano, "La razón pública en Rawls", en Anuario da Facultade de Dereito da Universidade da Coruña, 5 (2001) pp. 871-883; y Mario Silar, "Liberalismo político y razón pública: una aproximación a John Rawls desde la teoría de la Ley Natural", en Ética & Política, X-1 (2008) pp. 272-285.

81  Cfr. Jean Jaques Rousseau, El contrato social, Barcelona, Altaya, 1993, Libro 4, cap. 8. En este capítulo el autor dice: "Hay, según esto, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos puede fijar el soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, y sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito".

82  Juan Pablo II, "Discurso a un grupo de Obispos españoles en visita ad limina", 24 enero de 2005. Vaticano, 2005 en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2005/january/documents/hfjp-ii_spe_20050124_spanish - bishops_sp.html , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

83  Ibíd.

84  Pedro Rivas Palá, cit., punto 1, párrafo tercero, expresa la misma idea de esta manera: "De ahí que en este caso pueda hablarse de religión civil no tanto por la presencia de ritos o símbolos, sino por el carácter dogmático del principio de laicidad entendido al modo francés".

85  Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, UN Doc A/CONF.39/27 (1969), 1155 U.N.T.S. 331, entrada en vigencia 27 de enero de 1980.

86  Cfr. Pedro Rivas Palá, cit., en especial los dos últimos párrafos.

87  Idem (énfasis agregado).

88  Norberto Bobbio, "Cultura laica y laicismo", El Mundo, 17 de noviembre de 1999, republicado en www.scribd.com/doc/16187188/Bobbio-N-Cultura-laica-y-laicismo, Fecha de consulta: 18 de octubre de 2001.

89  John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Orbis, 1980, cap. V.

90  Cfr. John Rawls, Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, trad. de María Dolores González, 1a ed. en inglés 1971, 1a ed. en español 1979, 2a ed. en español 1995, 2006, pp. 234 y 235. Al citar aquí a Rawls se podría cometer, para algunos, el error de mezclar dos corrientes liberales muy diversas; sin embargo, es ilustrativa la idea de que en "liberalismos tan diversos", al poseer ciertos fundamentos comunes puedan caer en similares "contradicciones". Se coincide con quienes sostienen que ambos forman parte de dos diferentes tradiciones del liberalismo que, por ejemplo, se diferencian en la manera de entender la religiosidad del hombre. De todos modos, no resulta posible saber con exactitud la postura que tomaría Rawls en este caso. Por sus escritos, y por su gran preocupación por el multiculturalismo, podría sostenerse que no estaría de acuerdo con la actitud francesa.

91  Cfr. María Martha Peltzer, ob. cit., p. 416a.

92  Cfr. Gilbert K Chesterton, La esfera y la cruz, 6a. ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1972, cap. 1.

93  Una traducción de este discurso puede verse en http://www.revistaecclesia.com/index.php? option=com_content&task=view&id=6002&Itemid=246 , Fecha de consulta: 18 de octubre de 2011.

 

José Miguel Odero

Uno de los temas que, sin duda, ha suscitado el actual interés por la teología de las religiones es el de la salvación en su aspecto cuantitativo. La pregunta por el alcance más o menos universal de la salvación es tan antigua como las narraciones evangélicas. Quedó explicitada en ellas de forma paradigmática como una inquietud que un anónimo personaje expuso ante Jesús: «Señor, ¿son pocos los que salvan?» (Lc 13, 23). Este interrogante probablemente no es suscitado por mera curiosidad teórica ni por una imaginación demasiado viva, sino que, atendiendo a su contexto literario, esta cuestión planteada en el Evangelio de Lucas parece originarse de forma natural ante la neta exigencia de santidad que Jesús planteaba a sus discípulos: «Quienes le oyeron decían: —Pues, ¿quién se podrá salvar?» (Lc 18,  26).

Resulta significativo descubrir que usualmente el motivo que hace surgir este tipo de inquietud es la inequívoca enseñanza de Jesús sobre la necesidad de evitar el deseo prioritario de confort y seguridad: sus prevenciones acerca del deseo de acumular bienes y dinero. Dicha doctrina debía causar estupor incluso en una sociedad cuyo nivel de vida era ínfimo comparado con el de muchos países industrializados de la actualidad: «Al oír esto, los discípulos se asombraban mucho y decían: —Entonces ¿quién se podrá salvar?» (Mt 19, 25) [1].

En la segunda mitad del siglo XX este mismo tema de la extensión de la salvación se plantea en un contexto muy diverso al evangélico. Lo suscita la conciencia de que, veinte siglos después de Cristo, los cristianos hemos sido y somos aún una minoría en el conjunto de una Humanidad cuya globalidad —tanto sincrónica como diacrónicamente— se convierte cada día en un factor más relevante para nuestras vidas. La vivencia de compartir una aldea global se presenta como un signo característico de nuestro tiempo histórico, de la situación desde la cual podemos pensar.

En este sentido, lo que resulta chocante para muchos cristianos, familiarizados con la fe en un Dios-Amor lleno de misericordia por los hombres, es la hipótesis de que sean pocos los que salven. Conviene notar que esta preocupación es típicamente cristiana, pues otras religiones universales (el Islam, el budismo) no comparten tan sentida y unánimemente esa noción explícita de Dios-Amor.

1.        La salvación en la «teología pluralista» de las religiones

Un ejemplo especialmente claro de cómo la opinión pública (el Zeitgeist) afronta la cuestión mentada son los múltiples escritos de John Hick. Dicho autor se caracteriza por una incansable y reiterada actividad para propugnar y defender ciertas tesis religiosas acudiendo una y otra vez a los mismos tópicos. Por ello, detenerse a encontrar variantes de sus postulados a lo largo de su extensa bibliografía resulta una tarea inútil.

Según él, el concepto cristiano de salvación —«ser perdonado y aceptado por Dios a causa de la muerte de Jesús en la cruz»— supondría algo inaceptable para su teoría: «que sólo el Cristianismo conoce la salvación y que sólo éste es capaz de predicar cuál es la fuente de la salvación» [2].

Por ello, como alternativa, define la salvación «como un cambio real en el hombre, una transformación gradual que lleva desde el natural egoísmo (self-centeredness), fuente de muchos males, hacia una orientación radicalmente nueva: centrada en Dios y manifestada en el fruto del espíritu». ¿Cuál es la ventaja de esta nueva definición? Que descartaría cualquier juridicismo respecto a la salvación, subrayando su esencia moral-espiritual, junto a su relevancia política y social; de este modo se podría observar cómo la salvación divina opera igualmente en todas las religiones. Hick reconoce que su definición «no se fundamenta en una teoría teológica», pero sostiene que puede encontrar apoyo «en realidades observables de la vida humana» [3].

Dichas realidades, que permiten reconocer la acción soteriológica divina, consistirían en «frutos humanos» de carácter ético [4]. Por el contrario, Hick no reconoce ninguna autoridad distintiva en el plano religioso a los testimonios de la revelación contenidos en la Biblia (los cuales son evidentemente contrarios a su irrenunciable perspectiva pluralística) [5].

De hecho su concepto de salvación —al identificarse con «los frutos humanos» de la salvación— resulta ser paradójicamente anacrónico, tan diverso del de Jesús como el que mantenían los zelotes. En efecto, Hick equipara cuatro nociones: «salvación / liberación / ilustración / plenitud» [6]. Adopta así la figura de un zelote ilustrado, que ha renunciado a la violencia para adaptarse a los valores humanos que desde el siglo XVII se han ido poniendo de moda: autonomía ética (en su sentido más radical), liberalismo intelectual («librepensamiento», con lo que conlleva de relativismo religioso), autorrealización del individuo (pero sin una perspectiva personalista ni comunitaria).

Para Hick salvarse consiste en una conversión ética, en la cual la persona deja de ser egoísta para adoptar una actitud filantrópica. No parece, pues, improbable que dicha conversión pueda ser concebida como un proceso fundamentalmente intramundano, de modo que ni la intervención especial de un Dios salvador es necesaria ni el término del proceso salvador entraña una relación personal con Dios.

En este sentido ha escrito McGrath que «la afirmación de que todas las religiones proporcionan la salvación no es sino una tautología»; es como afirmar que en todos los continentes el hombre puede aspirar a una vida más decente [7].

El verdadero apoyo de la teoría de Hick reside en su capacidad para evocar una fuerte pasión: el sentimiento de horror ante la imagen de que la mayoría de la Humanidad estaría destinada a la condena eterna [8]. Un cristiano resulta particularmente apto para horrorizarse ante esta perspectiva y buscar otra alternativa, pues —como afirma C.H. Pinnock, en la misma línea de Hick— los cristianos se caracterizan por su especial sensibilidad ante la misericordia divina [9].

2.        Cristo y la salvación

La actitud indiferentista de Hick se origina a partir de una fuerte certeza subjetiva en la cual su mente reposa: la certeza de que todo hombre —empezando por judíos y cristianos— puede permitirse el lujo de prescindir de la Biblia para entender qué es la salvación y cómo incide ésta en la Humanidad. Dicha postura no deja de tener un cierto sabor a la suficiencia de los sofistas que Sócrates desenmascaró. En realidad, sorprende que un eclesiástico tan culto como él —con independencia de que haya deambulado por diversas confesiones protestantes—, no dedicara una reflexión atenta a la actitud de Jesús ante las preguntas sobre la salvación mencionadas al inicio de esta Comunicación.

Ante la desesperanza de sus discípulos, que entendían el crudo realismo de la renuncia a un espíritu consumista, posesivo y ansioso de seguridades terrenas, Cristo les reconforta afirmando: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26) [10]. Esta respuesta es un cierto resumen de toda la teología bíblica veterotestamentaria acerca de la salvación, la cual se centra en esta afirmación: —Sólo Yahvé es el Salvador (Ex 14, 13), sólo Él puede llevar a cabo aquello por lo cual suspira lo más hondo del corazón humano. En realidad, Él es la Salvación (Ex 15, 2), «el Dios de nuestra salvación» (1Co 16, 35), porque sólo Yahvé tiene la fuerza necesaria para salvar al hombre [11].

Entonces, ¿se salvan muchos o pocos? Según Lucas, Jesús no satisfizo la curiosidad de quien le interrogaba. Cabe suponer que en esta ocasión —como en algunas otras similares (p.ej., cuando sus discípulos le preguntaban acerca de la fecha de la Parusía)— la ausencia de una contestación directa contiene implícitamente una enseñanza y una denuncia. Jesús advierte a los suyos que la actitud inquisitiva al respecto no es pertinente e incluso indica que es dañina para el hombre; es decir, denuncia una curiosidad malsana. San Agustín —y análogamente otros muchos Padres— descubriría en esta curiosidad la incoación de un gnosticismo («temeraria professio scientiae») que no respeta el arcano de los misterios divinos [12].

En cualquier caso, parece evidente que Jesús desea que el hombre se enfrente a la cuestión aludida con otro espíritu diverso del que guiaba a sus interlocutores, desde otra perspectiva. Así responde: «Esforzáos por entrar por la puerta estrecha, porque —os digo— muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13, 24). Lo que Cristo propone es afrontar con urgencia el tema de la salvación desde una perspectiva práctica, que mire directamente a la conversión del corazón hacia Dios; dicho en otras palabras: Jesús propone pedir a Dios una auténtica fe sobrenatural, que comprometa mi propia vida, mi actitud actual al respecto, las acciones que voy a realizar inmediatamente.

Como toda praxis, ésta también presupone un contenido teórico. Jesucristo habla de esfuerzo, describe la salvación como una «puerta estrecha» y afirma positivamente que no todos los hombres se salvan. Estos son los supuestos principales de su respuesta. La expresión «muchos pretenderán entrar y no podrán» no debe entenderse como una respuesta a la pregunta de si son muchos o pocos quienes se salvan. Precisamente por esa sensibilidad típicamente cristiana ante la Misericordia divina —una sensibilidad cuya raíz se halla sin duda en el ejemplo mismo de Jesús—, es factible y razonable entender este texto en el sentido de que sea cual fuere el número y la proporción de quienes no se salvan, el número de los no salvados siempre resultará demasiado alto para el Dios Trino: éstos siempre le parecerán «muchos».

Esta tradición evangélica sitúa, pues, la extensión de la salvación humana en el ámbito de los misterios inescrutables —aunque en cuanto mero dato sólo sea un «misterio sobrenatural in quantum modo»—. Ello conlleva una importante consecuencia para la teología: Cristo descalifica esta cuestión como ámbito digno del esfuerzo que comporta la investigación teológica. Jesús advierte que las especulaciones al respecto nunca serán fructíferas, señalando a la vez el peligro de que el investigador fascinado por este tipo de enigmas fácticos se olvide de colaborar real y efectivamente en la ardua tarea de su propia salvación personal.

El Nuevo Testamento contempla simultáneamente otra convicción amplísimamente documentada en el mismo: la mediación cristológica como condición de salvación. Desde la teología bíblica resulta evidente que «los términos redención, salvación y liberación están entrelazados entre sí. Para el AT puede decirse, en términos generales, que la redención es la acción realizada por Dios para salvar a Israel, de modo ejemplar, liberándolo de la esclavitud de Egipto y constituyéndolo así en el pueblo de su propiedad. Para el NT la redención ha sido obrada por Jesucristo, que es el Salvador, en cuanto nos redime o rescata del pecado y de toda iniquidad» [13].

No vamos a extendernos ahora en este punto, ni tampoco discutiremos si esa mediación salvífica de Cristo ha de ser epistemológica además de ontológica. Lo que deseamos resaltar es la frivolidad que supone poner entre paréntesis un punto tan evidente y relevante, sacrificando esta convicción evangélica a un irenismo interreligioso. En este sentido, Hick y sus seguidores realizan una reducción tan radical del núcleo de la fe cristiana que, paradójicamente, hacen imposible un serio diálogo interreligioso. En efecto, dialogar sólo tiene sentido para quienes reconocen la diversidad de sus posturas respectivas y tienen la fortaleza de exponerlas con toda sinceridad.

Hick, al dejarse llevar frenéticamente por el deseo compulsivo de abrir paso de inmediato a la unidad religiosa mundial, acaba por imponer dicha unidad a golpe de postulados como si ésta ya fuera un fait accompli. Pero de este modo impide que el diálogo interreligioso propiamente dicho pueda haberse establecido legítimamente y con autenticidad; ¿para qué dialogar, si en el fondo ya estamos todos de acuerdo?

Es fácilmente comprensible que sus teorías no hayan tenido eco alguno significativo entre los musulmanes. La actitud de Hick es un caso de cómo el deseo puede obnubilar la percepción de realidades casi evidentes. Por ejemplo, que la fe cristiana, el Islam y el budismo mantienen conceptos muy diversos sobre la esencia de la salvación; basta con observar comparativamente sus respectivos rituales para constatarlo. Pero Hick suprime la evidencia al respecto dejándose llevar por un apriorístico espíritu homogeneizador de las religiones [14].

Lo que Hick denomina —con expresión propagandística— «teología pluralista de las religiones», lejos de abrir un espacio dialogal realmente pluralista, ha sido denunciado como una forma ladina de «imperialismo teológico». Porque, de hecho, Hick mantiene un concepto genérico de la divinidad que no es resultado de una fenomenología de las religiones sino de su propia formación cristiana; e intenta imponer esa noción como algo que se encuentra en todas las religiones. Algo análogo sucede con la dimensión ética de su concepto de salvación.

Si John Hick se atuviera más fielmente a los datos, acabaría por reconocer que los cristianos sólo sabemos en qué consiste la salvación a través de la Palabra de Dios que la Iglesia conserva y predica. Aceptaría el hecho de que Cristo y sus discípulos nos han proporcionado la información más precisa de que disponemos al respecto y que la figura de Cristo resucitado es el espejo más fiel de lo que pueda ser un hombre salvado. Sin sus palabras, qué significa ser salvado quedaría en una penumbra similar a la del Hades grecolatino. Como ya vislumbró Wittgenstein, la referencia a la praxis eclesial acerca de las vías de salvación es la brújula más concreta para entender «desde dentro» cuál es la noción cristiana de salvación.

3.        Qué significa en general «salvación»

Quienes se ocupan de estudiar la historia de las religiones saben de la enorme dificultad para encontrar en los ámbitos del budismo o del islamismo una noción equivalente a «salvación». ¿Qué se entiende exactamente en castellano mediante el uso de este término?

Procedente de la palabra latina salvatio, significa en primer lugar la «acción y efecto de salvar o salvarse». Es notable la equivocidad que entraña, pues, este palabra respecto a la cuestión de quién tiene el protagonismo de la salvación: ¿Dios o el hombre? Cada uno de nosotros, ¿se salva o es salvado? Esta cierta ambigüedad puede quizá entrañar cierta sabiduría y no mera indiferencia: el reconocimiento de que la acción salvífica divina y la respuesta humana a la misma forman una unidad operativa, en la cual el observador —e incluso el propio interesado— se ve incapaz de discernir con exactitud cuáles son los límites entre el actuar de Dios y el del hombre.

En cualquier caso, para dilucidar qué significa salvación es preciso remitirse a la acción de salvarse o ser salvado. Ambas formas verbales tienen igualmente una raíz latina: salvare. Salvar a alguien consiste en librarle «de un riesgo o peligro, poniéndole en seguro». Existe también la acepción salvar un obstáculo: «evitar un inconveniente, impedimento, dificultad o riesgo»; a menudo, superar dicho obstáculo comporta un gran esfuerzo. Ambos significados —salvar a alguien y salvar un obstáculo— están en estrecha relación, pues librar a algún otro de peligro se logra sólo con la fortaleza suficiente de quien está capacitado para salvar los obstáculos que se interpongan en su tarea.

En el lenguaje castellano, salvar tiene además una connotación religiosa —consecuencia de la inculturación multisecular de la fe cristiana—; por eso, constituye un hecho evidente que nombrar sin más la salvación y la acción de salvar conlleva la mención de «dar Dios la gloria y bienaventuranza eterna» y, simultáneamente, significa también la consecución de la gloria y bienaventuranza eternas. En definitiva, salvarse consiste en «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo».

Cierta influencia teológica cabe intuir en otra acepción de salvar, a saber, la acción de «exculpar, probar jurídicamente la inocencia o libertad de una persona o cosa». El sentido del término parece tener estrecha relación con el concepto de la salvación en cuanto acto expiatorio, como acción de Cristo por la cual el hombre es justificado y liberado de sus pecados.

En resumidas cuentas, cabe hablar de que el término salvar se mueve en dos niveles fundamentales:

a)       Dentro del idioma castellano hablar de salvar o de salvarse, sin más, remite a la realidad teológica de la salvación cristiana: a Dios que nos salva y justifica en Cristo, librándonos del pecado y de la muerte.

b)       Para significar otras acciones menos trascendentes mediante el verbo salvar (es decir, para referirse a algún tipo de salvación intramundana), es preciso añadir algún predicado concreto, que designe el peligro del cual uno ha sido salvado o la parte del propio ser que fue objeto de salvación [15].

Por su parte, el término castellano salvación posee esencialmente un sentido teológico neto, de raíz indudablemente cristiana [16]. De ahí que resulte tan difícil traducirlo adecuadamente a muchas lenguas orientales, desarrolladas en una cultura no conformada por la fe cristiana.

Semánticamente ligada con la noción de salvación se halla la de salud. Este término procede de otra raíz latina: salus. Y originariamente mienta una situación fisiológica: aquel «estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones», o bien las «condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado». Es decir, tener salud significa en principio tener buena salud, encontrarse bien desde el punto de vista terapéutico.

Un sentido más genérico —actualmente arcaizante— relacionaba la salud con el bienestar en general, que en el caso del hombre está íntimamente ligado a la expansión de su ser mediante la libertad [17].

Por la incidencia de la fe cristiana en la forja de la lengua castellana, también antiguamente se solía hablar de la salud para referirse a «la salud del alma», es decir, al «estado de gracia espiritual». Igualmente arcaico es el sentido anejo a éste, según el cual salud se identificaba con «consecución de la gloria eterna, salvación». Pues en la gloria —bien espiritual supremo del hombre— culmina el don de la gracia.

Dentro de este mismo campo semántico se hablaba del «XX año de nuestra salud», para referirse al tiempo que mediaba entre una fecha determinada y el comienzo de la obra salvadora de Cristo, mediante la Encarnación del Verbo y el nacimiento de Jesús («Salvador») [18]. En efecto, como consecuencia del proceso de inculturación ya mencionado, resulta que el adjetivo verbal salvador (el que salva) lo aplica nuestro idioma por antonomasia a Jesucristo, «a quien también se nombra Salvador del mundo, por haber redimido al hombre del pecado y de la muerte eterna».

El análisis semántico que se ha realizado muestra, en definitiva, que en la lengua castellana actualmente se da un nexo inquebrantable entre el significado del término salvación y la realidad de la revelación cristiana.

Eso explica que la pregunta por si puede darse otro tipo de salvación diverso al enseñado por la Iglesia de Cristo carezca propiamente de sentido. Aunque ello no prejuzgue la cuestión de si el misterio de la salvación se opera también entre los no bautizados.

4.        Reflexiones sobre la noción de «salvación» y el diálogo interreligioso

Sería ridículo pretender tratar en estas pocas páginas la complejidad que entraña la noción cristiana de salvación. Vamos a centrarnos tan sólo en señalar algunos de sus rasgos más distintivos, con el propósito de mostrar lo que antes ha sido enunciado —que dicha noción difiere de la budista y de la islámica—, facilitando así un fructífero diálogo interreligioso que se funde —como cualquier diálogo debe hacerlo— en la autenticidad de cada participante en el mismo.

a)       Concepción budista de la salvación

Es de sobra conocido cómo en el budismo la aspiración suprema del creyente consiste en escapar del dolor, de esa ley de sufrimiento que empapa el ser del hombre y del mundo [19].

Por su lado, la fe cristiana no pretende ser un analgésico. El signo cristiano por excelencia —la Cruz de Cristo— pone constantemente ante los ojos de los fieles que el sufrimiento no es el mal supremo, aquello que debe ser temido y evitado a toda costa. Por el contrario, el dolor asumido libremente por amor a Dios a imagen de Cristo, es la puerta de la auténtica salvación [20].

Así pues, respecto a la esencia de la salvación budismo y fe cristiana divergen netamente. El creyente cristiano ve en el sufrimiento una vía para unirse misteriosamente con Cristo y superar con él y mediante su poder el dominio de la muerte y sus secuelas.

b)       Concepción islámica de la salvación

Las traducciones usuales de «El Corán» no suelen emplear el término salvación, aunque bastantes de sus pasajes se refieran a contenidos de la fe islámica relacionados con esta noción. Según «El Corán», Dios resucitará a los hombres y los someterá a Juicio según su fe y sus obras de fe; en este punto Mahoma acoge la revelación judeo-cristiana [21]. Muchos —añade el fundador del Islam— serán condenados al infierno; otros, por el contrario, serán llevados a «un Paraíso de ensueño» (LXXXII, 13).

Dicho Paraíso es descrito a menudo como un «jardín» u oasis, semejante al Paraíso de Adán pero aún más delicioso; será «un refugio: villas y parras, mujeres ubérrimas de su misma edad, y copas repletas». Aunque enseguida añade que los así recompensados «no dirigirán la palabra» a Dios, el Clemente (LXXVIII, 31-37), que permanece siempre en un lejano más allá.

Por tanto, en el Islam salvarse significa ser salvado por Dios del Infierno —no tanto del pecado—, para gozar un modo de vida que, siendo excelente, no se halla empero a un nivel cualitativamente diverso de la vida presente. Resulta sumamente ilustrativo que el Islam, a diferencia de la fe cristiana, no conciba que la salvación conlleve un cambio sustantivo en las relación del hombre con Dios, el cual permanecería igualmente inaccesible respecto a la vida humana [22].

c)       Esencia de la noción cristiana de «salvación»

Por el contrario, la fe cristiana no contempla la beatitud como un mero estado de felicidad asegurada (tal como se entiende este término usualmente) [23]. Tampoco la gloria es simplemente un gran don perpetuo que se sume a otros bienes naturales que el hombre recibe de Dios, ni consiste en la mera ausencia de pena y de castigo.

Salvación significa en castellano y en otras lenguas occidentales «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo» (cielo no es fundamentalmente sino un sinónimo de ese estado de gloria eterna). La gloria es un estado cualitativamente diverso del estado de gracia (y, desde luego, del estado de pecado).

En el Nuevo Testamento, en qué consista la salvación sólo se describe gráficamente en el Libro del Apocalipsis; y en este caso ha de destacarse la ausencia de términos eudaimonistas: se habla de un culto perpetuo otorgado a Dios en Cristo por un Pueblo santo de reyes-sacerdotes. San Pablo, por su parte, declara sencillamente siguiendo la tradición profética de Israel que la gloria es inefable (1Co 2, 9), es decir, resulta propiamente indescriptible.

Conceptualmente la gloria es caracterizada por Cristo como el advenimiento definitivo y absoluto del Reino de Dios. Por encima de una miope perspectiva individualista, Jesús concibe la salvación como la compleja realización de un plan divino que surca la historia de la humanidad.

Pero quizá lo más característico y distintivo de la gloria a la que seremos elevados gratuitamente por Yahvé es que «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13, 12), plenificándose así el más arcano y profundo anhelo que Dios ha puesto libremente en el hombre: el desiderium naturale videndi Deum, según la expresión clásica y bien conocida.

Y, si podemos ver a Dios a quien sólo el Hijo conoce, es que entonces seremos ontológicamente deificados: rehechos según una semejanza impensable, unidos de modo íntimo con Aquel de quien ya somos imagen: «hechos partícipes de la naturaleza divina» (2P 1, 4). Seremos hechos hijos en el Hijo, hijos de Dios por medio del Hijo Unigénito a semejanza suya: el Verbo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser deificado. La deificación de los bienaventurados es posible sólo gracias a un proceso de cristificación que se va incoando ya aquí en la vida terrena [24].

El pecado es el gran obstáculo para que arraigue en nosotros la vida divina que Cristo nos ha conseguido. Por eso Cristo nos salva redimiéndonos y justificándonos.

La resurrección forma parte de la gloria por la misma razón que el pecado trajo consigo la muerte y sus secuelas (enfermedad, sufrimiento, autodestrucción). Resulta lógico, pues, que las curaciones de enfermedades aparezcan así en el NT como signos especialmente adecuados de que la salvación está próxima y de que es Jesús quien nos la comunica. Al redimirnos del pecado, Cristo nos gana la vida eterna, que es un nuevo modo de vida —un modo divino de vivir— y no simplemente una prolongación del tiempo presente [25].

En el testimonio apostólico acerca de Cristo resucitado se encuentra el núcleo más sólido para presentir qué será vivir como salvados, ser bienaventurados elevados a la gloria. La Humanidad de Cristo es, en efecto, «la primicia» de la humanidad salvada» (1Co 15, 20-23). Jesús es quien primero recorre el camino de la gloria. Desde esta perspectiva cobra un tinte nuevo su afirmación tajante: «Yo soy el Camino … y la Vida» (Jn 14, 6) [26].

Después de todo lo dicho, la hipótesis de que todas las religiones conciben de igual modo la salvación aparece en todo su descarnado y burdo simplismo. Un simplismo que de hecho resulta ser un obstáculo imponente —una fuente de confusión, ambigüedad y malentendidos— para el sincero diálogo interreligioso.

José Miguel Odero, dadun.unav.edu/

Notas:

1.      La misma pregunta se halla en Mc 10,26.

2.      Four Views on Salvation in a Pluralistic World, D.L. OKHOLM-T.R. PHILLIPS (ed.), Grand Rapids 1996, p. 43.

3.      Ibidem.

4.      Ibidem, p. 44.

5.      Así se lo hacen notar varios colaboradores en esta obra colectiva: Alister E. McGrath (pp. 163 ss.), citando a otros muchos autores.

6.      J. HICK, The Second Christianity, London 1983, p. 86.

7.      Four Views on Salvation…, p. 174.

8.      Cfr. ibidem, p. 249.

9.      Cfr. ibidem, p. 254.

10.        Cfr. Mc 10, 27; Lc 18, 26.

11.       Cfr. S. H. SIEDL, Salvación, en Diccionario de teología bíblica, J.B. BAUER (ed.), Barcelona 1967, p. 962; J. DÍAZ Y DÍAZ, Salvación, en Enciclopedia de la Biblia, A. DÍEZ MACHO-S. BARTINA (ed.), IV, Barcelona 21969, pp. 407-412.

12.       «De Deo loquimur, quid mirum si non comprehendis? Si enim comprehendis, non est Deus. Sit pia confessio ignorantiae magis quam temeraria professio scientiae. Attingere aliquantum mente Deum magna beatitudo est, comprehendere autem omnino impossibile»: S. AGUSTÍN, Sermones, 117, 3, 5.

13.       J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Pamplona 1996, pp. 109 s.

14.       Cfr. Four Views on Salvation…, pp. 156-162; 165 s.: 170-175.

15.       Por ejemplo: —«La salvó de ahogarse»; —«Por pura casualidad me salvé de caer en el precipicio»; —«Te ha salvado la vida»; —«Gracias a la sangre fría del médico se salvó mi mano».

16.       Otros usos profanos de la noción de salvación nunca se expresan con este término (salvación): p. ej., se suele hablar de «equipo de salvamento»; en otros casos, para significar salvaciones de peligros, se acude al recurso de sustantivar el verbo salvar: —«Salvar a alguien de las llamas de un incendio es una acción heroica».

17.       Así también se habla de salud como «libertad o bien público o particular de cada uno».

18.       Cfr. Mt 1, 21.

19.       Cfr. H. DE LUBAC, Aspetti del buddismo, Milano 1980; Buddismo et Occidente, Milano 1987;K. MIZUNO, I concetti fondamentali del buddismo, Assisi 1990; U. SCHNEIDER, Der Buddhismus. Eine Einführung, Darmstadt 41997; M. BRÜCK-W. LAI, Buddhismus versus Christentum: Geschichte, Konfrontation, Dialog, München 1997.

20.       «Solamente el cristianismo ha convertido a la muerte en salvación»: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, § 12, México 1964, p. 103.

21.       Los temas escatológicos —aludidos con frecuencia a lo largo de todo el libro— son muy explícitamente tratados en las azoras LVI-LXXXIX.

22.       Cfr. G. FINAZZO, I musulmani e il cristianessimo. Alle origini del pensiero islamico, Roma 1980; A. KHOURY, Los fundamentos del Islam, Barcelona 1981; Encyclopaedia of Islam, T.W. ARNOLD (ed.), Leiden 1986 ss.; R. LEUZE, Christentum und Islam, Tübingen 1994; D. WAINES, El Islam, Madrid 1997.

23.       En este sentido la referencia con que comienza Van der Leeuw el análisis de la esencia de la salvación, definiéndola como felicidad donada, no es fiel al auténtico uso del término felicidad: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología…, § 11, p. 93.

24.       Cristo es la condición necesaria para alcanzar la salvación (1Tm 2,15).

25.       La pedagogía divina se encamina a darnos «como Dios… la vida eterna»: CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protréptico cap. I; PG 8, 61 C.

26.       «Rm 4, 25 es la clave en la teología de la salvación divina en Cristo: “El cual fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación”» (J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo…, p. 367).

Martín Kriele

El contexto cultural de la ilustración política fue el Derecho Natural racionalista. Se trataba de conocer las condiciones según las cuales el hombre puede vivir como hombre, no reducido o disminuido, sino de acuerdo con su naturaleza propia. Ahora bien, ¿qué es lo propio de la naturaleza humana?

Esta pregunta se puede contestar  de dos maneras: considerando al hombre naturalísticamente, es decir, de modo empírico-biológico, como un animal complejo dotado de cualidades específicas, en especial con un entendimiento técnico-científico capaz de organización, o bien, introduciendo en  el  concepto  de naturaleza humana los ideales de autorrealización de la persona, independientemente de con qué frecuencia y de qué modo dichos ideales se hayan realizado. En este caso, el concepto de naturaleza humana se orienta en torno a modelos individuales, por ejemplo, en torno al sabio, al que ama, al que crea, al que ayuda, al sacrificado, al que busca la verdad y la justicia, etc. En este sentido, el concepto abarca la vida espiritual, religiosa, jurídica,  artística, cultural, -en definitiva todo aquello que el hombre consideraba y considera como bueno, hermoso, verdadero, sagrado, justo, etc.- como posibilidades innatas a la naturaleza humana, cuya actualización es deseable [1].

La ilustración política se desarrolló a partir del Derecho Natural «ideal». Su eje era la dignidad del  hombre. Pues  ésta es la razón  por la que existe en definitiva una obligación respecto al otro. El término expresa que el hombre también ha de ser interpretado -aunque no solamente- de modo «naturalístico», y que por eso no puede ser considerado como un objeto más de la Naturaleza a la hora de actuar. Antes al contrario, debe ser respetado al mismo tiempo como sujeto. De aquí se desprende, desde el punto de vista político, la exigibilidad de la libertad como condición de que el desarrollo de las mejores capacidades de cada hombre sea posible. El principio básico de la ilustración política era, así pues, el siguiente: Cada hombre tiene el mismo derecho a la libertad y a la dignidad. Este principio plantea una exigencia intelectual y una exigencia moral. Intelectualmente, se trata de determinar las condiciones concretas de la realidad necesarias para la realización de ese derecho. Moralmente, la efectuación de aquellas condiciones presupone solidaridad y compromiso: sentir la injusticia, la indigencia o la miseria de los demás como pro­ pias y luchar por conseguir reducirlas. La ilustración política es, pues, una combinación de realismo y solidaridad. Ambos elementos se complementan mutuamente. Un realismo descarnado que desplazase la moralidad hacia la determinación abstracta de los fines y considerase los medios únicamente bajo el prisma de su utilidad inmediata, lesionaría tanto los requisitos de la solidaridad, como lo hace un moralismo no realista.

Contra el concepto de «naturaleza humana» se suele  argumentar que contiene implicaciones valorativas y que, por  lo  tanto,  únicamente se deducen de él aquellos postulados en él previamente introducidos. Se podrían considerar interpretaciones  opuestas  y  derivar de ellas consecuentemente las teorías sobre el Derecho Natural más contrarias, legitimadoras de modelos políticos  absolutamente  distintos [2], La respuesta clásica a esta objeción indica que no se pretende conseguir la realización de cotas máximas, sino la libertad y auto­ determinación que convierten al hombre  y  a  los  pueblos,  de objetos en sujetos de su propio destino. En cierta medida, se supera así la objeción. Pues es algo radicalmente distinto el que el Estado  determine los valores que han de ser realizados o si, por el contrario, únicamente se preocupa de garantizar los fundamentos políticos y económicos necesarios para la realización del individuo.

Bajo el concepto de ilustración política entendemos, pues, aquella tradición de pensamiento que responde a la pregunta ¿qué es lo propio de la naturaleza humana? con un cheque en blanco: la libertad. La fijación del contenido de la respuesta depende de una autodeterminación responsable. Precisamente porque debe orientarse  según los problemas que se plantean, y han de ser resueltos, en cada situación concreta, los problemas planteados por los demás hombres, por el Poder, por la ignorancia o la indigencia. Ir más allá de este criterio genérico y pretender contestar a la pregunta sobre lo que es propio de la naturaleza humana con algo que obliga a los demás sería absurdo, una contradicción en los términos. Significaría no solamente pretender saber lo que no se puede saber porque únicamente cada hombre, cada pueblo y cada generación en particular puede juzgar según las circunstancias y posibilidades determinadas. Significaría también, incluso en el caso de que se supiera cómo juzgar, sojuzgar al hombre y privarle de su libre capacidad de autodeterminación, que  es cabalmente lo propio de su naturaleza. Pues lo específicamente humano, sobre lo que los ilustrados insistían, es que el hombre no debe seguir siendo un ser tribal, nómada o gregario sino que es capaz de formar una comunidad social en libertad. La vida humana se halla determinada en mucha menor medida que la vida animal por la especie. Cada hombre tiene una biografía propia, grande o pequeña, dramática o vulgar, pero individual. El hombre es libre en la medida en que no se halla condicionado por su destino a través de las circunstancias externas de modo absoluto, sino en cuanto que las configura él mismo. Es cierto que cada  decisión  que toma  a lo largo  de su vida limita su libertad según las circunstancias respectivas: por ejemplo, decidirse por una profesión, una persona, un compromiso político,  religioso,  artístico  o social, supone, igual que en el caso  de realizar una promesa determinada, asumir unas obligaciones específicas. Este tipo de reducciones del ámbito de la libertad no vienen impuestas, sin embargo, desde fuera, sino personalmente: significan únicamente que se ha fijado la meta del viaje y que lógicamente hay que mantener  el  curso.  Estas  decisiones  son,  además, la base de toda actividad continuada y de toda actividad social: es decir, la autolimitación de la libertad se compensa a través de una ampliación del ámbito de la libertad en un campo determinado. En definitiva, la tesis fundamental de la ilustración política es primariamente que «el hombre debe vivir como hombre»: debe poder auto­ determinarse en el máximo grado.

En este contexto, el concepto de libertad  no  es  sustituible  por el de felicidad, porque una felicidad impuesta supone una enajenación de la persona; porque, con otras palabras, el concepto de «felicidad impuesta» en realidad es un contrasentido. Con mayor razón, cuando el concepto de felicidad, de acuerdo con la definición aristotélica -la eudemonía-, se identifica con la idea  de la  perfección moral o, de modo más expreso, cuando según la interpretación cristiana se identifica con la salvación del alma. En la historia de la libertad religiosa ha jugado un papel clave la tesis de que la salvación eterna no pueda ser impuesta, precisamente porque supone una libre decisión del hombre a favor de Dios. Esta tesis fue una aplicación teológica del argumento ético general, según el cual la perfección moral sólo puede basarse en una decisión libre. Por eso, no son oponibles la felicidad y la moralidad a la libertad. Pues aunque la libertad no sea lo mismo que la felicidad, aquélla es su condición imprescindible.

Sobre este principio se construyó la típica distinción de la Ilus­ tración entre Derecho y Moralidad. El Derecho, como orden coactivo heterónomo no puede obligar al cumplimiento de todas las reglas morales, sino que obliga a un «mínimo ético» (Georg Jellinek) [3]. Ahora bien, este mínimo ético exige el respeto de las condiciones de la libertad. Pues la libertad es el requisito previo para que el hombre llegue a ser idéntico consigo mismo y pueda desarrollar y realizar sus mejores potencialidades. No se persigue, por lo tanto, la consecución de elevados valores o lo que autoritariamente se entienda como tal, sino de crear las condiciones jurídicas y económicas necesarias para el mejor desenvolvimiento del hombre y de los pueblos. Para la Ilustración, la libertad se hallaba condicionada y limitada: las limitaciones de la libertad están justificadas si son necesarias para la realización de una idéntica capacidad de libertad en los demás. El equilibrio entre libertad y limitaciones de la libertad se articula  sobre la base de aquellas  condiciones  que posibilitan el que «la libertad de uno puede permanecer junto a la libertad de todos los demás» (Kant) [4]. Al perseguir la misma libertad  para los demás, no  se pretende lógicamente producir una lucha de intereses o  en  pos  del poder, que supondría la reducción de la libertad de los más débiles, sino la configuración de sociedades guiadas por el Derecho que protegen la libertad del individuo y que conducen democráticamente a la construcción de Naciones según sus elementos, tradiciones y características específicas. A la idea de la libertad pertenece el deber de respetar la dignidad del otro, es decir, una responsabilidad política, social y moral. Ambos elementos son imprescindibles: la libertad se destruye a sí misma sin su complementación por medio de la responsabilidad. Un actuar responsable precisa, por otra parte, de libertad.

Las raíces de la dignidad humana

Los ilustrados no podían, por todo lo anterior, interpretar la naturaleza del hombre de modo puramente empírico-biológico. Sobre la base de una consideración puramente naturalística el concepto de «dignidad humana» pierde su contenido específico y es imposible fundamentar la imprescindible' exigencia de respetar la dignidad del hombre. ¿Por qué ha de ser respetada, en última instancia, la digni­ dad humana? Kant resume la obligación moral de la que depende toda la ética de la Ilustración en el axioma de que el hombre merece respeto en cuanto hombre, precisamente porque nunca debe ser contemplado únicamente como medio, sino también como fin. ¿Pero por qué merece este respeto? La fundamentación kantiana del imperativo categórico presupone el deber de respetar la dignidad humana, y la fundamentación de la dignidad humana presupone, al mismo tiempo, la obligatoriedad del imperativo categórico [5]. Dicho con otras palabras: la conexión entre dignidad humana y moralidad es el punto final, en el que confluye el análisis de la Ilustración. Esta conexión  se puede explicitar únicamente conceptualmente, pero no puede ser fundamentada racionalmente de nuevo. Este es el axioma clave de toda ética basada en el derecho natural, donde lo esencial es que estos contenidos éticos tengan validez en la moralidad vigente. Si esta vigencia no es real y se llega a las últimas conclusiones de una consideración puramente naturalista del hombre, Ausschwitz y el archipiélago Gulag son una consecuencia necesaria: porque entonces no hay ninguna razón para no tratar al hombre únicamente como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo.

El concepto «dignidad humana» presenta implicaciones que, aunque no sean fundamentales racionalmente, son fáciles de imaginar. Este concepto conlleva un curioso tono de solemnidad, una honda dimensión que muchas veces permanece oculta.  Los ilustrados  del siglo XVIII hablaban de la dignidad de «todo aquel, que posee rostro humano». Esta conceptualización es, dado el racionalismo  intelectual del mundo actual, un cuerpo extraño, en  cierta  medida  una  expresión procedente de un contexto intelectual muy distinto. En esta expresión se hallaba nítidamente presente la idea de que  el hombre  es algo específicamente diverso del animal; diverso no  únicamente  a  causa del lenguaje y de su racionalidad técnica, sino especialmente gracias a sus potencialidades ideales, aquellas que  permiten  considerar que «todo aquel, que posee  rostro  humano»,  posee  el derecho  a ser libre. La idea de la dignidad humana deriva por otra parte, del derecho natural estoico y de la doctrina cristiana,  según  la  cual  todos los hombres son  imagen  de Dios. Hijos  del  mismo Padre  y, por  lo tanto, hermanos con los mismos derechos.

Cuando Kant interpretaba la religión en el sentido de identificar nuestros deberes morales con los mandamientos divinos, estaba presuponiendo la existencia de deberes morales.

Este supuesto era únicamente legítimo, porque existía una moral común aceptada en los círculos ilustrados.  Esta  moral  es impensable sin sus condicionantes históricos, entre los que se cuentan raíces metafísicas y religiosas.  Si  Kant  deducía  («postulaba»)  la  religión  de las reglas morales,  ello  era  solamente  posible  precisamente  porque de hecho se encontraban allí de forma condensada.

A partir de la  idea  de la  dignidad  humana  el derecho  natural  de la Ilustración dedujo que no existen esclavos por naturaleza, que todo trato desigual exige una justificación determinada y que cualidades diferenciadoras no son en principio factibles para legitimar un trato desigual.

Para el desarrollo político de la idea de la igualdad fundamentada en la dignidad del hombre, puede haber sido históricamente importante el que, como afirmaba Tocqueville, el absolutismo de los siglos XVII y XVIII redujese el poder de la nobleza y vaciase de contenido a la estructura feudal, preparando así su destrucción. Posiblemente jugó también un papel importante, como ha expuesto Luden Goldmann, la extensión del trueque y del mercado, dado que al comercio le es indiferente si el comprador es cristiano o pagano, blanco o negro, libre o esclavo [6]. De este modo se configuraron condiciones históricas que posibilitaron la incidencia política de la idea de la dignidad humana. La idea en sí, es, sin embargo, ininteligible sin sus raíces metafísicas y religiosas.

En la tradición cristiana se hablaba de la imagen divina del hombre. Los ilustrados del siglo XVIII eran -dada la situación ocasionada por el deseo de dominio de las diferentes Iglesias- anticlericales frente al Estado confesional, y muchos de ellos se confesaban deístas o ateístas. Pero vivían como algo perfectamente natural dentro del clima de la ética de la tradición, que era el que conformaba  la cultura moral y política de su época. Su idea de la dignidad humana se manifestaba inequívocamente por medio de su ineludible deber con respecto al hombre. La idea de la dignidad humana contenía para los ilustrados del siglo XVIII una tradición religiosa; la sensación de que el hombre es un ser eterno, indestructible en su dimensión espiritual, cuya vida terrena tiene un sentido que va más allá de lo terreno. Lo que la Ilustración política conllevaba era ese recuerdo, o, por lo menos, el recuerdo del recuerdo: una metafísica reducida a una simple «intuición», a un genérico respeto y código morales, pero que no fueron nunca desechados. Pues, como afirma Hans Welzel: «si no hubiera Trascendencia, es decir, si la obligación moral y el deber transcendente a la existencia, son únicamente la proyección ilusoria de hechos psicológicos o sociológicos, entonces el hombre se encontraría en cuerpo y alma indefenso frente a un poder superior. De nada sirven entonces los posibles retrasos que pueda causar a su destrucción un génerico equilibrio de fuerzas: en el momento en que el poder de un bloque sea ilimitado, dependerá de él no sólo físicamente sino también intelectualmente» [7].

Esta argumentación no demuestra la necesidad de la  Metafísica. Una «defensa de la Metafísica sobre la base de su pérdida»  (Marquard) [8] no consigue salvar a la Metafísica. En este punto estriba para siempre la atacabilidad práctica y política de la Ilustración política, su talón de Aquiles. Hacia este punto se dirige la flecha de la concepción

«naturalística» del hombre, y esta herida puede  ocasionarle  la muerte. Ahora bien, cualquier intento de salvaguardar la  Ilustración  política fundamentando la misma ética ilustrada sobre la base de la concepción naturalística del hombre acaba lógicamente por fracasar.

Es cierto que ha  habido  intentos  de  fundamentar  la  moral  en  una concepción naturalística. En especial, los utilitaristas pretenden derivar  la  moral  de  un  puro  cálculo  egoísta [9].   Pero  estos  intentos no son concluyentes en modo alguno: no consiguen explicar la obligatoriedad misma de la moral, ni la solidaridad con las minorías -a las que es preferible no pertenecer, aunque cambien las condiciones ambientales-; tampoco alcanzan a  explicar  el compromiso  entusiasta en favor de los derechos humanos de los demás, por los que se está dispuesto a luchar e incluso morir, ni consiguen tampoco entender el tono de solemnidad con el que se pronuncia el término «dignidad humana». El intento más genérico de fundamentar la ética racionalmente lo constituye la teoría del discurso de  Habermas.  Se  trata  de una tesis originariamente consecuente. Sin embargo, se basa sobre el principio de que «el  otro»  se  halla  legitimado  como  un  debatiente  en igualdad de condiciones. Este principio no  puede  ser  fundamentado por la teoría del  discurso,  sino  que  se  presupone [10].  Es  cierto  que quien discuta este principio expresamente,  empieza  a  debatir  y, por lo tanto, desmiente su propia crítica. Frente  a quien, sin embargo,  no quiera debatir, sino que,  por  el  contrario,  pretende  ejercer  o  ejerce de hecho el Poder sin razonarlo, no cabe  defender  este  principio por medio de argumentos, sino únicamente estando dispuestos a establecer y defender las condiciones jurídicas de la  libertad  a  través de medios políticos.  El  conflicto  entre  las  concepciones  naturalística y metafísica sobre la naturaleza del hombre es insoslayable, es un conflicto netamente «político». Mientras dure, el sueño de una superación definitiva de toda tensión amigo/enemigo por medio del discurso racional no es otra cosa que una esperanza inalcanzable.

Martín Kriele, en dadun.unav.edu/

Notas:

*  Ponencia presentada a las Jornadas Internacionales de Filosofía  Jurídica  y Social, celebradas en Pamplona los días 6  y  7  de febrero  de 1981. Traducción  de  José M, Beneyto.

1.   Hans  Welzel  distingue  en  un  sentido  similar  entre  derecho  natural   existencial  (o  natural-físico)  y  un  derecho  natural  ideal  que  surge  continuamente   a lo largo de toda la historia de la filosofía del derecho y del Estado con  variaciones  diversas.  Este problema fundamental lo desarrolla su obra «Derecho  natural  y  justicia  material» (4." edic. Gottingen 1962).

2.   WELZEL, ibid., pág. 241.

3.   GEORG ELLINEK, El sentido ético social del Derecho. 2.ª edic. Berlín 1908, pág. 45.

4.   Introducción a la metafísica de las costumbres. Edic. en Darmstadt  de  las Obras Completas, 1956, editado por W. Weschedel, vol. IV, pág. 315.

5.   De una parte  el imperativo  categórico:  «Actúa  de  tal  manera  que consideres a  la  humanidad,  tanto  referido  a  tu  persona,  como  en  lo  referente   a  la  persona  de todos los demás, siempre como un fin, nunca solamente como medio». Por otra parte, la dignidad humana: «Nuestra voluntad individual considerada idealmente, es decir rigiéndose únicamente con sus propias reglas generales, es el auténtico objeto que merece respeto; y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en  esa  capacidad  de hacer  reglas generales  bajo la condición  de someterse a ellas». (Edic. Darmstadter de las Ohnlís Completas, 1956, editado por W.  Weischedel, vol. IV, págs. 61 y 74).

6.   Lucien GOLDMANN, El ciudadano cristiano y la ilustración, Neuwied-Berlin 1968, en especial págs. 21 y ss.

7.   WELZEL, ibid., págs. 238-239.

8.   Ono MARQUARD, Método escéptico en relación con Kant, Friburgo-Munich 1958, pág. 14, 54 y SS.

9.   KRIELE, Introducción a la teoría del Estado. Reinbek 1975, § 5

10. Ampliamente expuesto por el autor en: Derecho  y  razón  práctica.  Gottingen 1979, párrs. 5 y 6, también 12-14.

Diego Poole

5.        La virtud moral como disposición hacia el bien común

La virtud humana es esencialmente disposición hacia el bien común. Esta afirmación, que puede desconcertar incluso a muchos que se consideran tomistas, es congruente con toda la filosofía de Santo Tomás. Si el hombre es parte de un conjunto, la perfección de algo o de alguien que  es parte de un todo, hay que apreciarla por la relación que guarda con el todo del que forma parte. Hasta tal punto es así, que Santo Tomás llega a decir que el bien común es más amable que el bien propio, porque cada parte ama más el bien del todo que el bien exclusivamente propio (es muy significativo que, en este punto, Santo Tomás traiga a colación la cita de de la Escritura: "la caridad no busca su propio interés") [32]. Esta prioridad del amor natural a lo común se puede experimentar con lo que podríamos llamar el dilema de ser el último hombre sobre la tierra: si yo fuera ese hombre y se me presentara la disyuntiva entre vivir unos cuantos años más pero agotando conmigo la especie humana, o morir inmediatamente peto dejando descendencia, muy posiblemente elegiría esta segunda opción. Esta consideración no despersonaliza al individuo, sencillamente muestra que la categoría de persona no está reñida con la tendencia de la naturaleza, operativa en cada individuo, a preservar el todo. A este dinamismo natural de cada individuo hacia la unidad del todo, cuando se verifica en las relaciones interpersonales, le llamamos solidaridad. Para el Aquinate, esta disposición  hacia el bien común  no es fruto de una voluntad que se niega a sí mima porque, todo el movimiento apetitivo del hombre está naturalmente dispuesto en vista de ese fin. La virtud moral consiste precisamente en llevar a término, mediante el control de la parte racional, este impulso natural de los apetitos, moderándolos, no sofocándolos, es decir, ajustándolos para que todos jueguen a favor del fin último, fin en vista del cual ya están de forma incoativa naturalmente dispuestos. La razón de ser de las virtudes morales -incluida la justicia-, reside en que, cada una, en su nivel de mayor o menor ultimidad, contribuye a disponer adecuadamente todas las partes del hombre hacia su fin último.

Muchos de los autores que, en supuesta continuidad con Aristóteles  y Santo Tomás, han reflexionado sobre la justicia, han subrayado excesivamente la noción de justicia particular, dejando un  poco de lado la noción de justicia general, cuando resulta que ésta es una pieza clave  para  entender toda la filosofía aristotélico-tomista sobre  las virtudes.  El concepto de justicia según Santo Tomás, es un concepto analógico, cuyo concepto central, referente, o más clásicamente, analogados principal, es la justicia; general, entendida como la rectitud de la voluntad apoyada, o al menos, no impedida,  por los demás apetitos.  Esta  consideración  de la justicia  general como concepto central, nos permite comprender las demás acepciones de la justicia. La justicia es en primer término una virtud personal, como lo son la fortaleza o la templanza, y por lo tanto, se predica en primer lugar del hombre mismo, y más en concreto, de su voluntad (la justicia es en primer término la rectitud de la voluntad). Sólo secundariamente y por analogía se habla de justicia del orden normativo, en cuanto que dicho orden tiende a producir la justicia en el hombre; y, por su parte, un acto se dice que es justo en cuanto que manifiesta cierta justicia en el hombre. Y cuando se habla de justicia objetiva, hay que entenderla en un sentido derivado, como efecto habitual de una voluntad justa, pero que también podría ser provocada por una voluntad injusta. Lo que algunos llaman justicia objetiva no es sino lo que Santo Tomás llamaba lo justo, que es precisamente el objeto de la justicia, que puede darse con virtud o sin ella, porque hay quien paga sus deudas sin ningún deseo de hacer bien al acreedor, incluso, a veces, con ánimo de estafarle más fácilmente después [33].

Por otra parte, aunque el Aquinate distinga analíticamente diferentes virtudes, todas son aspectos de un mismo proceso perfectivo, por el que cada hombre se va disponiendo adecuadamente, y, en cierta manera, va anticipando progresivamente, la realización del fin último. Aristóteles lo explica, y Santo Tomás lo repite, comparando las virtudes con las artes que se subordinan entre sí en orden a la consecución del fin del arte principal [34].

Puesto que la realización personal no se logra en solitario, sino en comunidad, es preciso que el hombre, por medio de las virtudes, se disponga también adecuadamente a la convivencia con los demás. Y el hábito por el cual el hombre se dispone adecuadamente para la convivencia es la justicia. Dicho con otras palabras, si la virtud perfecciona al hombre, llevando a término la labor incoada por la naturaleza, y el hombre es naturalmente un ser social, la justicia en cuanto que perfecciona la dimensión social del hombre, perfecciona al hombre mismo. Y puesto que los hombres, debido a su naturaleza corporal, sólo se comunican por medio de acciones y cosas exteriores, la justicia versará sólo sobre las cosas exteriores con las que se relacionan las personas entre sí.

Si con las demás virtudes morales cada hombre afina sus pasiones para que respondan adecuadamente a la propia razón; por la justicia lo que se afina es la propia voluntad para que quiera el bien del prójimo. Se trata de un proceso perfectivo continuo, en el que la justicia es como el último paso de la virtud, de una virtud que comienza a formarse y afianzarse por la templanza  y  la fortaleza,  pero que culmina  en  la justicia.  Dicho con otras  palabras,  las pasiones  interiores -disciplinadas por  las demás  virtudes morales-  no se ordenan  de suyo  al  prójimo,  pero sí sus  efectos,  las operaciones exteriores, que son ordenables a otro, y esto se logra mediante la : virtud de la justicia.

Cuando Aristóteles  dice que la justicia  general  es la virtud  moral  completa o perfecta, nos está diciendo que la justicia general no es una virtud entre otras, sino que es el conjunto  de todas  las virtudes  en acción  desde  la perspectiva del bien común.  Por  la justicia  general,  el  orden  impreso  por la razón en los apetitos, tiene razón de medio para la adecuada disposición: de la voluntad hacia el fin último, que es un bien común. Dicho con otras palabras, el orden impreso en los apetitos por las demás virtudes morales se realiza en vista de las acciones exteriores, y éstas mantienen su rectitud gracias a la virtud de la justicia. En este sentido hay que interpretar el adagio clásico Iustitia in se omnem virtutem complectitur [35], porque la justicia presupone siempre otras virtudes. Inversamente, también podemos decir que en la raíz de casi toda injusticia hay siempre una inmoralidad de otra especie distinta a la injusticia. Por ejemplo, muchos asesinatos se cometen por no haber podido moderar la ira; la mayor parte de las violaciones se realizan por una incapacidad habitual de controlar el instinto sexual. Sólo aquellas acciones voluntarias lesivas del prójimo no motivadas por ninguna pasión sensitiva, son debidas a la pura injusticia, y a esto propiamente lo llamamos "malicia", que es una perversión de la misma voluntad. Entre las muchas consecuencias que se pueden derivar de esta consideración, podríamos destacar que el educar para la justicia, que es educar para la ciudadanía, presupone educar los afectos o apetitos, enseñando a vivir otras virtudes que aparentemente no tienen trascendencia social. Este planteamiento también pone en entredicho buena parte de las teorías modernas que distinguen entre "ética pública" y "ética privada" [36].

El bien del otro es también mí bien; el bien común es al mismo tiempo un bien personal. Presupone reconocer que el otro forma parte del mismo conjunto que yo. Puesto que la justicia versa sobre las operaciones mediante las cuales el hombre se ordena no sólo en sí mismo, sino también en relación a los demás, es incompleta la proposición clásica "la justicia tiene por objeto el bien del otro". Es incompleta por dos motivos: primero porque -como acabamos de ver- el bien del otro es también el bien del sujeto agente, ya que el bien de una parte (que es el individuo) presupone que las demás partes estén también adecuadamente dispuestas; y segundo, porque la virtud de la justicia manifiesta la perfección de las demás virtudes morales en el sujeto agente.

Las demás virtudes morales -presupuestos de la justicia y de la prudencia- consisten en una cierta impresión del orden racional en los apetitos sensitivos; apetitos que, considerados cada uno aisladamente, sólo pueden tender hacia sus bienes parciales respectivos. Por ejemplo, el apetito nutritivo inclina al hombre a alimentarse cuando siente hambre; el apetito sexual le inclina a una relación camal cuando se dan determinadas circunstancias... En la medida en que los apetitos son moderados  por  las virtudes, son integrados en el conjunto de la personalidad, son  como  domesticados para que apetezcan cuando deben y como deben,  esto  es,  conforme  a  la recta razón (que es recta cuando dispone hacia el fin para el cual el  hombre fue creado). En cambio, en la justicia todas las virtudes están implicadas, porque la justicia presupone el orden en los demás apetitos. Por  la  prudencia, se eligen con facilidad los medios más adecuados para  lograr  la propia plenitud (que, como hemos visto, se verifica  en  ese  saber  formar parte de un conjunto), lo cual presupone una cierta habilidad  de  la  mente para discernir el bien del prójimo. Mientras la prudencia  es una perfección  que radica principalmente en la inteligencia,  la justicia  es una virtud  propia de la voluntad. Y, como la voluntad humana no es una potencia apetitiva desencarnada, sino que se fortalece o se debilita por la disposición de los apetitos sensitivos, la justicia presupone  la disciplina que se logra mediante la fortaleza y la templanza. En suma, la virtud moral presupone  una  rectitud de todas las potencias, porque  en el obrar  humano  no es sólo un apetito: el que entra en juego, sino el hombre mismo con todos sus apetitos, por lo que, en el discurso moral, más que rectitud del apetito, sería más adecuado hablar de la rectitud del dinamismo apetitivo.

Obviamente el reconocer el-bien-del-otro como  objeto  de  la  virtud de la justicia, presupone reconocer que hay otros seres humanos que forman parte de la misma comunidad, con el mismo título que yo. Retomando el ejemplo de la orquesta, cuando vemos al otro como parte del conjunto, le reconocemos los medios que le son necesarios para integrarse y mantenerse correctamente en la comunidad, y por ella realizarse. Cuando estos bienes que cada cual necesita sólo se pueden poseer o ser mantenidos en su posesión  a través de la intervención  de mi voluntad  (de hacer o de no hacer),  entonces  me encuentro en posición de deudor, y cuando tengo el hábito de saldar mis deudas, entonces tengo la virtud  de la justicia [37].

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que, si bien la función común de toda justicia es la de ordenar al hombre con relación a otro, esto puede  ser  de dos  maneras: a  otro considerado  individualmente, o a  otro considerado en común, en cuanto que quien sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen [38]. Cuando la acción se elige en orden al bien de una persona considerada individualmente, entonces hablamos de justicia particular como especie de justicia. Y cuando se elige motivado en primer término por el bien de la comunidad en su conjunto, entonces hablamos formalmente de justicia legal como otra  especie de justicia. La diferencia no depende de la materialidad del acto, sino de la intencionalidad próxima de la acción. Los actos de todas las virtudes -ya ordenen el hombre hacia sí mismo, ya lo ordenen hacia otras personas singulares, como es el caso de la justicia particular- son ordenables al bien común de dos maneras: una con intención secundaria, y otra con intención principal. Sólo en este segundo caso estamos ante un acto específico de justicia legal [39]. Ciertamente, tanto Santo Tomás como Aristóteles inducen a confusión al manejar el concepto de justicia legal o general en diversos sentidos, y con una afinidad muy grande entre ellos. Un sentido es el que acabamos de ver: la justicia legal como virtud específica cuando la motivación próxima es el bien común. Pero también utilizan la expresión justicia legal o general para referirse a la forma general de toda justicia, porque toda justicia ordena siempre, inmediata o mediatamente, al bien común (la mayor parte de las veces mediatamente).

La doctrina tomista, especialmente la que se desarrolla a partir del siglo XVII, al tratar el tema de la justicia, se ha centrado especialmente la noción de justicia particular, y poco a poco ha ido olvidando de la justicia general, que en el mejor de los casos, se ha considerado como una noción religiosa vinculada con la santidad de vida. Por todo lo que hemos dicho hasta ahora, creemos que una interpretación fiel del pensamiento tomista -y más todavía, de Aristóteles- no nos permitiría esta separación. Ciertamente la justicia que interesará a los juristas es la justicia particular, tanto en los repartos como en los intercambios. Pero sin comprenderla en el contexto de la justicia general, sólo se tendrá una visión fragmentada y parcial de la justicia. Cuando Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sienta las bases de la noción de justicia, deja claro que una nota específica de la justicia particular es una cierta igualdad o equivalencia, mientras que la justicia general se mueve más en lógica de la perfección y de la solicitud sin tasa por el bien común. La imagen de la diosa Diké con una balanza en la mano y una espada en la otra, es apropiada para la justicia particular, especialmente la que se verifica en los intercambios, donde la condición personal está en un segundo plano, porque los términos de la comparación son principalmente los bienes o servicios intercambiados. Esta justicia particular, luego llamada "conmutativa", se representa ciega porque mide impersonalmente los bienes intercambiados, o la lesión y su reparación. Dentro de la justicia particular está también la que se verifica en los repartos, la "justicia distributiva", que mide la igualdad atendiendo principalmente a la condición personal, o mejor dicho, a la relación o proporción entre la condición personal y el bien que se reparte [40].

Para resumir el pensamiento de Santo Tomás sobre la justicia en relación con el bien común podríamos decir lo siguiente: Todas las virtudes: son aspectos de la realización personal. La realización personal sólo se completa en la convivencia, que actúa como catalizador de las posibilidades personales. La justicia manifiesta el arraigo de las demás virtudes, porque, por ella, se manifiesta hacia los demás, adecuándose a ellos, la recta ordenación de todos los apetitos. Esta adecuada comunicación se puede hacer atendiendo primariamente al bien del conjunto o atendiendo en primer término al bien de algún miembro particular. Cuando se hace mirando primariamente al bien del conjunto, esto es, atendiendo directamente al  bien común, entonces  hablamos de "justicia  legal", y cuando se hace atendiendo primariamente al bien de un miembro del conjunto considerado individualmente, entonces hablamos de "justicia  particular". A su vez, esta justicia particular se puede verificar en los repartos y en los intercambios, dando así lugar a  dos subespecies,  que  se diferencian  por el modo de medir la cantidad justa: la "justicia distributiva" y la "justicia conmutativa". Y es común a toda justicia el contribuir al bien común, directa o indirectamente [41].

¿Entonces, podríamos decir que -según Santo Tomás- al legislador humano sólo le interesan los actos de la virtud de la justicia? En cierta manera sí porque, como ya hemos visto, sólo por la justicia el hombre se ajusta con su comportamiento al bien de otro. Los hombres nos comunicamos entre nosotros y conformamos la comunidad política mediante actos exteriores (y no con el mero pensamiento). A la comunidad política sólo le afectan los buenos o malos deseos de las personas cuando se traducen en acciones exteriores. Por eso, sólo serían susceptibles de regulación jurídica los actos de justicia -y no todos-. Los actos de otras virtudes sólo interesan al legislador en la medida en que repercuten en la justicia de la vida social. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la legislación educativa podría interesar fomentar el orden y la templanza en los jóvenes; o alentar  la valentía de los soldados; o incentivar la diligencia de la policía en sus investigaciones; o promover la castidad de los maestros en la relación con sus alumnos. En este contexto se podrían ubicar muchos temas difíciles de la ciencia jurídica y política, como por ejemplo el tratamiento que deba : darse al tema de la pornografía [42].

Cuando John Finnis explica que la conveniencia  de que la ley civil inculque virtudes, aduce que para que la ley funcione como garante de la justicia y de la paz, es preciso  que  los ciudadanos  interioricen  sus  normas: y requerimientos y, más importante todavía, que adopten el propósito de la ley de promover y preservar la justicia. Finnis explica que no es posible garantizar adecuadamente el bien común político si la gente es desconfiada, vengativa, insolidaria... Para la conservación del bien común político se necesita gente con virtudes humanas, con la disposición interior de la justicia. Y si esto es un legítimo objetivo, entonces debe existir al menos un legítimo interés por parte de los gobiernos en que los ciudadanos tengan virtudes humanas. La racionalidad  práctica -dice Finnis- está hecha toda de una pieza, por lo tanto, aquellos  que en su vida  privada  violan o descuidan los dictámenes de la prudencia, tienen menos motivos racionales y  menos disposiciones para seguir sus dictámenes en elecciones con trascendencia pública o que afecten a otras personas [43].

En cualquier caso, la ley civil y el gobierno tendrían que desempeñar un papel secundario (o "subsidiario") en el desarrollo virtuoso de los ciudadanos en orden a preservar los derechos humanos. El papel primario ha de corresponder a las familias, a las instituciones religiosas, a las asociaciones privadas, y a otras instituciones que, trabajando estrechamente con los individuos, colaboran en la difusión de la moralidad promoviendo las virtudes humanas. "Cuando las familias, las organizaciones religiosas y otras instituciones de 'la sociedad civil' no cumplan (o sean incapaces de desempeñar) su misión, -escribe Robert George- difícilmente las leyes serán suficientes para preservar la moral pública. De ordinario, por lo menos, el papel de la ley es apoyar a las familias, las entidades religiosas y similares. Y, por supuesto, la ley funciona mal cuando desplaza a estas instituciones y usurpa su autoridad'' [44].

No desarrollo aquí los motivos que justifican la autoridad, pero basta recordar que toda comunidad humana necesita una autoridad, de una instancia que sirva de medio para coordinar las acciones de los miembros en favor del grupo [45] Hemos visto antes que un gobernante será tanto mejor cuanto más y mejor promueva el fin de la comunidad. Y puesto que la comunidad significa unión para lograr un fin, no se promueve el fin cuando no se promueve también la unidad de los miembros que se asocian para lograr ese fin. En el caso de la sociedad política, los hombres se asocian para el intercambio recíproco de bienes y servicios, pero entre esos bienes está el mismo estar juntos. El hombre busca por naturaleza la compañía con sus semejantes. Dicho inversamente, el hombre sólo, aun suponiendo que fuera capaz de satisfacer por sí mismo todas sus necesidades materiales, no se basta para desplegar todas sus potencialidades. La convivencia no es un bien meramente instrumental, no es sólo un medio para lograr fines ulteriores: es también un bien en sí mismo.

Compete al legislador disponer el mejor modo posible en que los súbditos puedan contribuir al bien común, e incumbe a los ciudadanos cumplir tales disposiciones. Sin embargo, la contribución al bien común no se agota en el cumplimiento estricto de la ley. Semejante postura supondría la aceptación de un paternalismo incompatible con la responsabilidad personal y social que han de tener todos los ciudadanos. La ley marca el umbral mínimo de solidaridad, de contribución al bien común, que puede ser exigido coactivamente. Pero, los ciudadanos que son conscientes de la dimensión naturalmente solidaria de su existencia, asumen responsabilidades no exigidas por la ley, que contribuyen indudablemente al bien común.

6.        Conclusión

A lo largo de este trabajo he tratado de explicar de qué modo la noción de bien común no se circunscribe al bien de la comunidad política, y cómo ésta constituye sólo un bien intermedio en el contexto del bien común universal de la Creación en su conjunto. La filosofía tomista sobre el bien común se enmarca, por lo tanto, en una cosmología en cuyo contexto encuentra su pleno sentido. Quizá se me pueda reprochar que me he alejado demasiado del planteamiento que hacía en la introducción, donde decía que iba a tratar de la relación entre los derechos humanos y el bien común, pero creo que no es así: he tratado de exponer  las razones que justifican la noción de bien común como un bien personal; he tratado de justificar que el bien común no es un límite que restrinja los derechos individuales en aras de la convivencia, sino un elemento fundamente y definidor de los propios derechos. He querido explicar que la noción liberal de la ley como una restricción necesaria a la libertad, que se desarrolla especialmente a partir del racionalismo, pero que hunde sus raíces en la filosofía de Ockham, es incapaz de comprender la noción clásica de bien común que he desarrollado en este trabajo, ya que, en el mejor de los casos, dicha filosofía liberal tiende a identificar el bien común con la noción administrativa de bien público. La idea tomista de la libertad como intrínseca indiferencia activa, fundamentada en la potencia apetitiva de la voluntad, que sólo puede ser satisfecha por el bien sin restricción -somos libres porque el objeto natural de nuestra voluntad es inmenso- me ha llevado a la consideración de la ley en general, no como un freno a la libertad, sino como una ayuda en la determinación de la voluntad hacia el bien en vista del cual fue creada. La ley humana es sólo una ayuda humana en este caminar del hombre hacia su fin. El gobernante no es responsable de la realización integral de los administrados, pero sí ha de garantizar las condiciones indispensables para que los ciudadanos, por su cuenta  o asociados,  puedan  desarrollar al máximo su posibilidades, que en esto consiste precisamente la perfección moral (ya he dicho que, según  la filosofía  tomista,  la inmoralidad es esencialmente renuncia a la propia plenitud, es un vivir por debajo de las propias posibilidades). El fin último del hombre, según Santo Tomás, consiste en el "común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna". Ciertamente el objeto de la ley humana no es éste, es mucho más modesto, pero en la medida en que una ley es justa, colabora en ese proceso perfectivo en qué consiste la vida moral del hombre. En este sentido es muy ilustrativa la siguiente afirmación de Santo Tomás: "Hay dos géneros de personas a quienes una ley se impone: De éstos, unos son duros y soberbios, que por la ley han de ser reprimidos y domados, y otros buenos, que por la ley son instruidos y ayudados en el cumplimiento de lo que intentan" [46].

Creo que el tema más original -aunque no he pretendido serlo- de este trabajo es el replanteamiento de la idea de virtud humana como disposición hacia el bien común. El renacimiento del individualismo -y también  de un cierto personalismo- de los últimos cuarenta años, en parte justificada como reacción pendular frente a los colectivismos del siglo XX, tanto fascistas como marxistas, ha motivado que incluso entre muchos pensadores cristianos se haya perdido de vista la importancia que la noción de comunidad y de bien común tenía en el contexto de la filosofía tomista. Por otra parte, la noción de justicia que se ha ido desarrollando especialmente a partir del siglo XVII, ha invertido los términos al tomar la parte por el todo: se ha tendido a desarrollar una filosofía moral de la justicia a partir de la versión restringida de la justicia jurídica y política. La idea de la justicia como virtud completa se ha perdido de vista hasta el punto de resultar extraña incluso para muchos pensadores que se dicen tomistas.

Y, en fin, la cuestión del bien común me ha llevado a replantear de nuevo la dimensión naturalmente solidaria que tiene el hombre, sin la cual creo que la humanidad no se comprendería a sí misma. En la introducción apuntaba que el argumento fundamental sobre la obligatoriedad de la naturaleza no puede estar en ella misma: ¿qué razón hay para plegarse a una naturaleza puramente casual?, ¿qué razón justifica la obligatoriedad de la vida en común por muy natural que ésta sea? Por eso he sugerido volver a la reflexión sobre la noción de criatura, y por tanto, sobre la idea de un Creador que ha pensado y amado a su criatura, cuyo bien consiste en la fiel realización de ese pensamiento, y que, a su vez, se percibe en el propio dinamismo de la naturaleza. La tendencia natural del hombre hacia la convivencia es una inclinación hacia su propia realización, cuya obligatoriedad no es sino la expresión de la necesidad del fin en cuya consecución el hombre alcanza su plenitud [47].

Casi todo lo que hemos dicho en este trabajo es principalmente un discurso moral. Se me podría objetar -el profesor Ollero lo hace con frecuencia- que esto tiene poco que ver con el Derecho. Creo que ese prejuicio deriva de la preocupación por la neutralidad, propia de los estados liberales modernos. Estoy convencido de que la distinción radical, propia de la Modernidad, entre moral y derecho, es imposible en la práctica: si no se trasmite una moral común, sólo queda el Derecho como criterio de conducta, que tiende a ocupar todo el espacio que antes se confiaba a la moral. En el fondo, se trata de invertir el orden: antes la moral, que se nutría de la tradición, de la religión, de la cultura de un pueblo, determinaba el contenido del Derecho; ahora se pretende que sea al revés: el Derecho se coloca en primer lugar, y luego se proyecta sobre la educación, la cultura, la familia, la religión  (aunque  sea para impedirla)... hasta  tal punto, que, a falta de criterios "morales", se termina apelando al Derecho para sol­ ventar los conflictos morales más básicos. Y así, lo cierto es que la moral cristiana, que impregnaba las costumbres de los pueblos de Occidente, su ' educación, su vida familiar, su comercio... es expulsada en nombre de una supuesta neutralidad del poder dominante, que termina imponiendo su moral en todos los ámbitos de la vida social [48]. Esta obsesión por la neutralidad moral del poder político, supone también la destrucción de la verdadera comunidad, que se funda sobre valores morales compartidos, fomentados y protegidos también por la autoridad política. Lo cierto es que el Estado moderno, como forma institucional impersonal, no es una comunidad en el sentido que Mclntyre atribuye a término. Pero, donde existen vínculos de verdadera comunidad, moral y derecho van de la mano, precisamente porque hay un bien común realmente compartido, porque allí las virtudes morales informan todas las actividades de la vida comunitaria, desde las más básicas hasta la práctica del gobierno político. Cuando se desintegra la virtud, cuando se niega la continuidad o el dinamismo unitario de la virtud, se da paso a la desvinculación entre poder político y moral. Se me podría objetar, al menos, que el cometido del jurista o del político es mucho más modesto: al político o al jurista le interesa la efectividad de los actos justos, hechos con virtud o sin ella, y, además sólo unos pocos: aquéllos que se consideran imprescindibles para la cohesión de la sociedad. Ciertamente, pero si admitimos que todo el dinamismo moral es un movimiento centrípeto de solidaridad creciente, y que al derecho positivo le compete la determinación del umbral mínimo de cohesión o solidaridad exigible a los ciudadanos, por debajo del cual se entiende que la vida en comunidad ya no valdría la pena, el discurso moral afianza y perfecciona el discurso jurídico en la misma medida en que la moral afianza y perfecciona las exigencias de la ley humana. El derecho positivo, con sus sanciones, se justifica precisamente porque la convivencia vale la pena (también en sentido literal). Además, en la medida en que la ciencia jurídica (incluida la filosofía jurídica) no es sólo ciencia del ius conditum, sino también del ius condendum, si cultiva la ciencia moral, estará en mejores condiciones de justificar con argumentos extralegales nuevas realidades susceptibles de regulación jurídica.

Diego Poole, en revistas.unav.edu/

Notas:

32.Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 11-11, q. 26, a. 4, ad. 3. Sto. Tomás desarrolla  esta idea en su Tratado sobre la caridad, concebida como la virtud del fin último. Para Sto. Tomás, el amor del fin último fortalece el amor de todos los bienes intermedios.  Hasta  tal punto·   es así, que llega a decir que "Si por un imposible Dios no fuera el bien del hombre, no tendría  motivo el amor, porque Dios es el motivo de amar  todo  lo que amamos,  incluso el amor que nos tenemos a nosotros  mismos, porque el  bien del  hombre es la unión con Dios" (cfr. 11-11,  : q. 26, a. 13, ad. 3). El motivo fundamental del amor al prójimo es el común consorcio en la participación plena de la bienaventuranza eterna, en que consiste el fin  último (cfr.  Il-11, q.: 26, a. 5, s).


 

39.  El que Aristóteles utilice indistintamente los términos justicia legal y justicia general para referirse a esta especie de justicia referida inmediatamente al bien común, se debe a la noción de ley que él maneja, que se caracteriza por ser una ordenación de los actos de todas las virtudes al bien común.

40.  Sobre la justicia distributiva es especialmente sugerente la exposición que hace HERVADA, Javier, en el cap. V, II, de su Introducción Crítica al Derecho Natural, Eunsa, Pamplona, 2007 (1Oª ed.) donde distingue cuatro criterios del reparto, que entrarán en juego en distinta medida según sean los bienes repartidos y el fin del reparto. Estos criterios son la condición (que actuaría más como una presunción de los otros tres criterios), la capacidad, la necesidad y la aportación. La presentación de la justicia distributiva como "la justicia del gobernante" induce a confusión (es el caso, por ejemplo del prestigioso filósofo alemán Joseph Pieper en su estudio sobre la virtud de la justicia Über die Gerechtigkeit [1954), recogido en castellano en una recolección de trabajos suyos sobre las virtudes en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990). Si hay una justicia específica del gobernante esa es la justicia legal como justicia específica. La justicia distributiva es la que vive cualquiera que tenga que repartir bienes que son comunes. El origen de la interpretación errónea del pensamiento del Aquinate -extendida entre muchos autores supuestamente tomistas- se encuentra en el famoso comentario del Cardenal Cayetano a II-II, q. 61, a 1, donde Sto. Tomás distingue la justicia conmutativa y la justicia distributiva. "En su comentario a este artículo -escribe Finnis- Cayetano introdujo una nueva interpretación del entero esquema aristotélico-tomista, en el cual la justicia se dividía en  'general' (o 'legal') y 'particular'; y la justicia particular, a su vez, en distributiva y conmutativa". El atractivo del nuevo análisis de la justicia de Cayetano estaba en que empleaba toda la terminología del antiguo análisis, y que, a primera vista, parecía fundarse precisamente sobre un razonamiento del Aquinate, pero, sobre todo, su constante atractivo era la aparente simetría: "Existen tres especies de justicia [decía Cayetano], así como tres tipos de relaciones en cada 'todo': las relaciones de las partes entre sí, las relaciones del todo hacia las partes, y las relaciones de las partes hacia el todo. Y de la misma manera existen tres justicias: legal, distributiva y conmutativa. Pues la justicia legal ordena las partes al todo, la distributiva el todo a las partes, mientras, que la conmutativa ordena las partes una a la otra". [Cayetano "Comentaría in Secundam Secundae Divi Thomae de Aquino", 1518, in 11-11, q.61] En poquísimo tiempo, concretamente en el tiempo del tratado De Justitia et Jure (1556) de Domingo de Soto, se manifestó la lógica interna de la síntesis de Cayetano. De esta manera, ha llegado hasta nuestros días la interpretación del pensamiento del Aquinate. Como botón de muestra Finnis cita un pasaje del moralista Merkelbach, 8.-H., Summa theologiae moralis, Paris 1938, vol. 11, n. 252, p. 253 escribe: "Triples exigitur ardo: ardo partiun ad totum, ardo totius ad partes, ardo partís ad partem. Primum respicit justitia legalis quae ordinal subditos ad republicam; secundum, justitia distributiva, quae ordinal republicam ad subditos; tertium, justitia commutativa quae ordinal privatwn ad privatum".

41.  FINNIS, John, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 1996 (1982), Oxford, New York, n. 26, p. 185.

42.  En este sentido Sto. Tomás explica que "cualquier objeto de una virtud puede ordenarse tanto al bien privado de una persona cuanto al bien común de la sociedad. Un acto de fortaleza, por ejemplo, puede hacerse, ya sea para defender la patria, ya sea para salvar el derecho de un amigo, etc. Mas la ley se ordena al  bien común, según  ya expusimos  (l-II, q.90 a.2). No  hay, por lo tanto, virtud alguna cuyos actos no puedan ser prescritos por la ley. Pero esto no significa que la ley humana se ocupe de todos los actos de todas las virtudes, sino sólo de aquellos que se refieren al bien común, ya sea de manera inmediata, como cuando se presta directamente algún servicio a la comunidad, ya sea de manera mediata, como cuando el legislador adopta: medidas para dar a los ciudadanos una buena educación que les ayude a conservar  el  bien común de la justicia y de la paz". (ST. l-ll: q.96, a.3, s.). "Y como  los hombres  se comunican unos con otros por los actos exteriores, y esta comunicación pertenece a la justicia, que propiamente es directiva de la sociedad humana, la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si alguna cosa manda  de las otras virtudes,  no es sino considerándola  bajo la  razón de justicia, como dice el Filósofo en V Ethic.  En cambio  la comunidad  que rige  la  ley divina [y también la ley natural] es de los hombres en orden a Dios, sea en la vida presente, sea en la futura; y así la ley divina  impone preceptos  de todos aquellos actos  por los cuales los hombres se ponen en comunicación  con  Dios. El hombre se une con  Dios por la mente, que es imagen  de Dios, y así la ley divina impone preceptos de todas aquellas cosas por las que  la  razón humana se dispone debidamente, y esto se realiza por los actos de todas las virtudes. Pues las virtudes intelectuales ordenan los actos de la razón en sí mismos; las morales los ordenan en lo tocante a las pasiones interiores y a las obras exteriores". (ST. l-11: q. 100, a. 2, s.).

43.  Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 232.

44.  GEORGE, Robert, Para hacer mejores a los hombres, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2002 (1993), p. 205

45.  Sto. Tomás en la Parte I de la Suma Teológica, q.96, a.4, s, justifica la existencia de la autoridad precisamente por el bien común. De ahí que incluso en el estado de naturaleza (anterior al pecado original) también existiría autoridad: "el dominio libre coopera al bien del sometido o del bien común. Este dominio es el que existía en el estado de inocencia por un doble motivo. 1) El primero, porque el hombre es por naturaleza animal social, y en el estado de inocencia vivieron en sociedad. Ahora bien, la vida social entre muchos no se da si no hay al frente alguien que los oriente al bien común, pues la multitud de por sí tiende a muchas cosas; y uno sólo a una. Por esto dice el Filósofo en Politic. 13 que, cuando muchos se ordenan a algo único, siempre se encuentra uno que es primero y dirige. 2) El segundo, porque si un hombre tuviera mayor ciencia y justicia, surgiría el problema si no lo pusiera al servicio de los demás, según aquello de 1P 4,10: El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros. Y Agustín, en XIX De Civ. Dei 14, dice: Los justos no mandan por el deseo de mandar, sino por el deber de aconsejar. Así es el orden natural y así creó Dios al hombre".

46.  DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, l-11, q. 98, a. 6, s.

47.  Desde una perspectiva cristiana, escribía el profesor Ratzinger: "El ser humano ha sido creado con una tendencia primaria hacia el amor, hacia la relación con el otro. No es un ser: autárquico, cerrado en sí mismo, una isla en la existencia, sino, por su naturaleza, es relación. Sin esa relación, en ausencia de relación, se destruiría a sí mismo. Y precisa mente esta estructura fundamental es reflejo de Dios. Porque Dios en su naturaleza también es relación, según nos enseña la fe en la Trinidad. Así pues, la relación de la persona es, en primer lugar, interpersonal, pero también ha sido configurada como una relación hacia lo Infinito, hacia la Verdad, hacia el Amor". RATZINGER, Joseph, La fiesta de /aje, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999,p.37

48.  Esto ya lo denuncia MciNTYRE, Alasdair, "Social Structures and Their Threads to Mor­ al Agency", Philosophy: The Journal of the Royal lnstitute of Philosophy, n. 74 (289) (Jul.l 1999), pp.311-329.

Diego Poole

1.        INTRODUCCIÓN

A la vuelta de sesenta años, desde la aprobación de la Declaración Universal de Derechos  humanos,  a nadie  se le escapa  que, con  todas  las  luces y sombras  que se quiera, desde el punto de vista de los resultados  prácticos,  el balance es claramente  positivo.  Pero  no podemos  decir lo mismo desde   el   punto de vista  de su desarrollo  doctrinal [1]. El  famoso dictum de Bobbio,  "il    problema di fondo relativo  ai diritti dell'uomo  e'oggi  non tanto  quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli. E'un problema non filosofico ma  politico" [2], expresa  la actitud  intelectual  de un amplio sector de la doctrina jurídica contemporánea, que en lugar de justificar filosóficamente el contenido de los derechos, se ha centrado más en diseñar instituciones y procedimientos de control  que  para hacerlos efectivos.         

Si al fin y al cabo los derechos se protegen -se podría  objetar- ¿qué  sentido tiene que discutamos sobre sus fundamentos?. Si  estamos de acuerdo en las conclusiones, ¿para qué preguntarnos sobre unas  premisas  de las que ciertamente disentimos? ¿No es suficiente prueba de su validez -como decía Bobbio- el hecho  de  que  los  derechos  humanos  estén  respaldados por la inmensa mayoría de las naciones? [3]. A fin de cuentas, ¿no reside la autoridad  en la democracia  en el poder de  la mayoría?

Pero, el respaldo de las mayorías no es argumento suficiente para justificar la validez de los derechos humanos. La pretensión de Bobbio, y de tantos otros, de justificar el valor con la efectividad, es contraria al propósito fundamental de la proclamación de 1948, que precisamente se hizo con la intención de sustraer del debate político y del dominio de las mayorías una serie de bienes humanos, de cuya protección dependería la legitimidad del mismo poder político, y no al revés. Los que redactaron la Declaración de 1948 acababan de ser testigos de las mayores atrocidades cometidas bajo un régimen que había accedido democráticamente al poder, y pretendían que la vigencia de los derechos humanos no dependiera ya más de una decisión mayoritaria.

Sin embargo, esta pretensión de objetividad parece contraria a la filosofia individualista liberal que dio lugar al concepto histórico de los derechos humanos, desarrollado mucho antes que la declaración del 1948 [4]. El concepto de derecho subjetivo que se desarrolla en la Modernidad se basa en una noción de la libertad entendida como pura autonomía o independencia respecto a los demás, y a la postre, como independencia respecto a cualquier realidad objetiva. El iusnaturalismo racionalista, en nombre de la pureza de la razón y de la naturaleza, se despegó tanto de las condiciones históricas de la vida humana, que elaboró toda su teoría sobre  una idea del hombre que nunca ha existido ni existirá jamás, porque el hombre es naturalmente también un ser histórico y condicionado. Esta noción iusnaturalista de derecho subjetivo, sobre la que se fundó la primera filosofía de los derechos humanos, paradójicamente es incompatible con la intención con la que se redactó la Declaración de 1948. Por otra parte, la noción de derecho subjetivo de la Modernidad, sobre la que se funda la primera filosofía de los derechos del hombre, es contraria a la noción clásica de bien común. Pero, entonces -se me podría objetar- ¿qué sentido tiene plantear la relación entre derechos humanos y bien común si no es para denunciar su manifiesta incompatibilidad? Esta objeción sería lógica si mantenemos aquí la justificación filosófica racionalista que se presentó como el primer soporte intelectual de los derechos del hombre. En cambio,  si tratamos  de justificar los derechos humanos con una filosofía no individualista, es posible que podamos argumentar en favor de una cierta continuidad -y no contrariedad- entre los derechos humanos y el bien común. Ciertamente, semejante pretensión es un poco como mantener la fachada cambiando la estructura y el fondo. Se trata, como decíamos al inicio, de mantener las conclusiones con unas premisas diferentes, pero de mayor alcance que las que inspiraron las primeras declaraciones de derechos [5].

Una de las tesis fundamentales del profesor Carpintero Benítez sobre el iusnaturalismo racionalista es que su nota más peculiar no es, como muchos piensan, la pretensión de hacer un codex eternum, derivado de la mera razón, sino la identificación de la libertad con la pura indeterminación y la completa autonomía, y en erigirla en el atributo fundamental del hombre y en la esencia de su personalidad jurídica y moral. Es incompatible con la dignidad -pensaban los ilustrados- gobernarse por unas normas que el hombre no se ha dado a sí mismo. Por tanto, todo orden jurídico se legitima en la medida en que ha sido aprobado por la voluntad de sus destinatarios. Fundamentar un derecho en la naturaleza del hombre, era para los ilustrados, fundarlo en su propia libertad. Se trataba por tanto más de una cuestión formal que material; de una cuestión procedimental, más que sustantiva [6].

En  cambio,  si abordamos  el  estudio  de  los derechos  humanos  a partir de una noción de naturaleza normativa, que no se identifique con la pura autonomía del hombre, entonces sí podemos planteamos la cuestión de si los derechos humanos corresponden al hombre con independencia de su voluntad, y podremos abordar con cierta coherencia el tema de la continuidad entre el bien propio y el bien común. Si la naturaleza no fuera más que un producto casual de una evolución ciega de la materia, ¿qué razón habría para plegamos a ella?, ¿por qué hemos de respetar una dinámica ilógica que parece que podemos dominar con nuestra inteligencia? En el fondo de estas preguntas se halla la que, a mi juicio, es la cuestión decisiva: la de si aceptamos o no la condición del hombre como criatura, esto es, fruto de un acto creador, y por tanto, la existencia de un Creador que actúa conforme a un plan o diseño inteligente, en cuya realización estaría el bien o realización de sus criaturas. Desde Grocio se generalizó  la pretensión de hacer una filosofia del derecho etiamsi daremus non esse Deum, con la noble intención de lograr el acuerdo más amplio posible entre creyentes y no creyentes, fruto de la pura razón, como si -dicho sea de paso- las consideraciones sobre Dios fueran algo irracional. En este trabajo, en cambio, entre otras cosas trataré de argumentar que el tema de Dios no es marginal en la reflexión sobre los derechos humanos: el rechazo de la condición del hombre como criatura, y por tanto, la de Dios como creador; la afirmación de un modelo de hombre que no acepta para su comportamiento otra medida que no sea la de su propia voluntad (o la de la mayoría), lleva lógicamente a negar la obligatoriedad de la naturaleza y de cualquier norma que no proceda de la voluntad humana; lleva a la absolutización de la voluntad soberana del hombre; y, lo que es peor, lleva a la negación de la dignidad, fundamento de todos los derechos humanos. Si el hombre no es más que un complejo de materia, más energía, más información, su valor dependerá de la calidad y combinación de estos tres elementos, de tal suerte que cuando empiecen a fallar, el individuo comenzará a perder su valor. Precisamente, cuando se quita a Dios de en medio, toda declaración solemne se convierte en pura retórica, expresión de buenos deseos, carentes de un fundamento racional decisivo. Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el recurso a Dios no es subterfugio de sentimentales, ni tampoco un recurso fraudulento para mantener estructuras de dominación, sino un argumento necesario para justificar cabalmente la obligatoriedad y el fundamento de los derechos humanos. Donde no hay un ser absoluto, no hay principios absolutos que valgan. Kant era consciente de ello: el imperativo categórico que presenta el imperativo moral como una voz insobornable, absoluta, en el interior de la conciencia, presupone un ser igualmente absoluto que la proclame y que, a la postre, la juzgue en última instancia. Pero, antes de Kant, esta idea se tenía todavía más clara. El callejón sin salida al que condujo el iusnaturalismo racionalista del XVII y del XVIII provocó, como reacción pendular, el positivismo del XIX y buena parte del XX. Las críticas vertidas contra el iusnaturalismo se justificaron por la ahistoricidad y por la consagración del egoísmo del iusnaturalismo racionalista, y lo peor es que se identificó con éste a todo el iusnaturalismo, como si no hubiera habido otro antes que él. Por otra parte, todavía hoy algunos intentan convencemos de que conceptos tales como ley natural o naturaleza son sino el fruto de las "fuerzas culturales dominantes", especialmente controladas por Iglesia católica, como si todos los pensadores cristianos -dicho sea de paso- formaran parte de la jerarquía eclesiástica, o como si ésta no tuviera legitimidad para entrar en un debate intelectual. Entonces, para enderezar el rumbo de la historia desde esta perspectiva neoilustrada, el esfuerzo intelectual habría de dirigirse a desmontar estos convencionalismos impuestos por la cultura europea, de tal modo que el hombre, cada individuo, logre por fin apropiarse completamente de su naturaleza [7].

Frente a las actitudes relativistas o escépticas, el reconocer en el hombre la condición de criatura significa aceptar que los intereses y preferencias individuales no encuentran su justa medida en ellos mismos. Únicamente sobre la base de un criterio común, que trascienda la voluntad individual, es posible un discurso público racional que permita justificar la validez de unos comportamientos y la prohibición de otros. Sobre esta base no habría lugar para una mera retórica de intereses, sino para un discurso verdaderamente racional, donde unos argumentos valdrían realmente más que otros, precisamente porque son más fieles a la realidad que otros. Donde no hay posibilidad de argumentar sobre algo que precede y vincula la voluntad de los interlocutores, no habría más que conflicto de intereses, en el que se impondrían aquellos que fueran expresados con mayor energía. Aunque a nadie se le antoja ya que las normas elaboradas por un Parlamento democrático sean fruto de un diálogo razonado donde terminan imponiéndose las razones mejor fundadas, la democracia teóricamente vive de la confianza en la posibilidad de un entendimiento racional. Pero, desde una óptica relativista, todos los deseos personales tendrían el mismo valor, hasta tal punto que, por poner un ejemplo, los deseos complementarios de dos sadomasoquistas valdrían tanto como, por decir algo, los de la madre Teresa de Calculta. Lo valioso es que cada uno, elija lo que elija, lo elija libremente, y desde un punto de vista político, todo se legitima cuando lo decide la mayoría [8]. Desde esta perspectiva no habría propiamente un bien común objetivo, sino intereses mayoritarios, que por otra parte serían inducidos, y manipulados en su expresión, por los medios de comunicación dominantes. La opinión publicada se identifica entonces con la opinión pública, y ésta, a su vez, con el interés general, con lo que al final las fuentes del derecho se mantienen siempre dentro de los grupos de presión dominantes.

Este círculo vicioso sólo se puede romper por el lado de la razón, es decir, argumentando la posibilidad del conocer un fundamento objetivo de los derechos humanos. En este trabajo no pretendo exponer una justificación o un fundamento global de los derechos humanos en su conjunto, ni tampoco voy a centrarme en el estudio de ninguno en particular. Aquí me dedico a algo un poco más modesto, pero de capital importancia a la hora de justificar el sentido de estos derechos: trataré de argumentar la relación que guardan los derechos humanos con el bien común.

El profesor Ollero, en uno de los pasajes más sugerentes de su reciente obra El Derecho en teoría, nos da una clave interpretativa de extraordinaria importancia [9]  Se trata del capítulo  titulado "No hay derechos limitados", donde lo que a primera vista parecería una errata -en lugar de limitados, parece que debía decir ilimitados-, no es sino una crítica a la noción de derechos como prerrogativas tendencialmente ilimitadas, que únicamente habrían de frenarse cuando "colisionaran" con los legítimos intereses de terceras personas. Esta noción de derecho que Ollero critica es la noción de derecho propia de la Modernidad, que a su vez es una transposición de la idea de libertad que se desarrolló a partir de Ockham [10]. Pero, si la noción de libertad -y también la de derecho- se concibe, no tanto como una fuerza expansiva omnidireccional, limitada sólo por el respeto al prójimo, sino como la capacidad de llevar a término la propia naturaleza, que en cierta manera precede y vincula a cada individuo, el contenido de los derechos y libertades no dependerá del arbitrio de su titular. De este modo, la libertad humana no se concibe como una potencia amorfa, esto es, sin forma, sino con un modo o manera (forma) que le es propio, con unos límites naturales derivados de la constitución humana. Por otra parte -y este es el tema fundamental del presente trabajo-, veremos de qué modo el pensamiento clásico argumentaba que la forma humana no se agota en el individuo, o dicho de otro modo, un hombre sólo no da razón de la humanidad. La pretensión analítica de descomponer cada realidad compleja  en sus elementos más simples, para una vez analizados y comprendidos, reinsertarlos de nuevo -mentalmente se entiende- en el todo del que proceden, fue el método seguido en la Modernidad para comprender al hombre, la sociedad y el derecho [11]. Se perdió de vista, o al menos se marginó, la fuerza explicativa que, para comprender la realidad humana, proporcionaba la vieja  noción del hombre como animal político. Desde la perspectiva que defenderemos aquí, el prójimo no se presenta necesariamente como un límite para mi libertad o mi derecho,  sino como  un  elemento  que contribuye  a definir mi propio derecho, al tiempo que también me define a mí mismo. Como dice Ollero, medio en broma medio en serio, de no existir el Cantábrico, España no sería más extensa; simplemente no existiría, porque el límite no es amputación de algo naturalmente más grande, sino la expresión de su realidad concreta [12]. Sólo una mente maquiavélica pensaría que las fronteras nacionales son cortapisas o restricciones de un bien tendencialmente mayor. Algo semejante sucede con el derecho...

Las doctrinas filosóficas que acompañaron y que se presentaron como soporte ideológico de las sucesivas generaciones de derechos humanos no asumieron la vieja noción de bien común [13]. En todos los casos, se puso el énfasis en el individuo, ya fuera para defenderlo frente al abuso del poder, ya fuera para reclamar de éste su colaboración. En todas estas doctrinas -individualismo liberal, neomarxismo, ecologismo, cientificismo tecnológico...- surge el dilema de optar entre uno u otro extremo de la balanza, como si la comunidad sofocara la libertad individual, o la libertad no casara bien con la idea de bien común.  Desde  el inicio de la Modernidad, la contribución al bien común se ha presentado casi siempre como una especie de renuncia necesaria a los derechos en aras de la convivencia, una especie de mal menor que no tendríamos más remedio que aceptar si queremos vivir juntos. En la mayoría de los casos se nos presentó como un trueque de libertad por seguridad.

Si descendemos del plano de la reflexión filosófica a la realidad jurídica concreta, podemos observar que los textos normativos confirman esta dicotomía entre libertad y bien común. Sin ir más lejos, el artículo 29 de la misma Declaración Universal de Derechos Humanos dice:

1.       Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.

2.       En el ejercicio de sus derechos y el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática [14].

En el párrafo segundo de este artículo puede observarse la idea de que el bien común es un límite o un freno al derecho individual, que lo concibe -como veíamos antes- al modo de prerrogativa tendencialmente expansiva que sólo encuentra freno en el bien del otro. Y en todo caso, plantea el bien común como un bien alternativo al propio, como una suerte de sacrificio personal en beneficio de los demás.

En este trabajo, en cambio, trato de argumentar de qué manera el bien común forma parte necesaria e inevitable de la delimitación de los derechos, e intento justificar que los derechos individuales no son tanto una suerte de escudo del individuo frente al interés general, sino al contrario, la mejor forma de garantizarlo [15]. Asimismo argumentaré que el bien común no se puede identificar con el interés de la mayoría, aunque las más de las veces coincida; ni tampoco con la noción administrativa de bienes públicos.

2.        ¿Qué es el bien común?

Comencemos afirmando lo que a primera vista puede resultar una obviedad, pero que es imprescindible para comprender cabalmente  este trabajo, a saber, que el bien común es el bien de una comunidad determinada. Lo más frecuente es que el bien común se predique de una comunidad política soberana, pero nada impide que también se predique -a veces lo hace Santo Tomás- de la comunidad de todo lo existente, y entonces habla del "bien común universal" o del "bien común de la creación" [16]. Asimismo, también podemos hablar del bien común de sociedades más pequeñas, tales como la familia, la aldea, la asociación, etc. Cada comunidad, por lo tanto, tiene su bien común respectivo. El bien común de cualquiera de estas comunidades se cifra en la consecución del fin en vista del cual existe dicha comunidad. Por lo tanto, si queremos describir el bien común de un colectivo, habremos de expresar su propio fin, la razón de ser del colectivo en cuestión.

Por otra parte, en la tradición aristotélico-tomista, la noción de ley está asociada íntimamente a la noción de bien común. Esto es así porque la  ley es concebida como un instrumento para la consecución de dicho bien. Cuando Santo Tomás dice que "la ley propiamente dicha tiene por objeto primero y principal el orden al bien común" [17], quiere decir que por la ley se ordenan o disponen los individuos a la realización de la comunidad formada por ellos mismos. La ley, ya sea natural o positiva, es un instrumento para la consecución de ese fin, en cuanto que expresa  cómo  han de disponerse adecuadamente las partes para constituir el todo que es la comunidad.

Una cuestión fundamental íntimamente relacionada con el bien común es la de la congruencia de determinadas comunidades con la estructura psicosocial del hombre. O dicho de modo más clásico, la noción clásica de bien común se vinculaba con la existencia de estructuras societarias naturales. Si tales sociedades existen, entonces podemos decir que la ley natural expresa la constitución de dichas comunidades. Por culpa del iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, tendemos a pensar la ley natural como una ley del individuo, como una expresión de su desarrollo personal individual. Se ha perdido de vista la estructura societaria que los clásicos asignaban a la ley, también a la ley natural, cuya noción estaba íntimamente relacionada con la de comunidad natural. Para Aristóteles toda ley es expresión de la adecuada constitución de una comunidad. Por eso es lógico que con la negación de la ley natural se niegue conjuntamente la naturalidad de determinadas uniones societarias: si todas las comunidades que forman los hombres fueran completamente arbitrarias, de tal suerte que, por ejemplo, diera lo mismo vivir solos que vivir con otros; o fuera indiferente la convivencia homosexual, heterosexual, poligámica, poliándrica, o bestial... la ley natural no tendría razón de ser. Cuando la tradición aristotélico-tomista argumenta a favor de la dimensión social del hombre, está vinculando el bien común a la naturaleza humana. Según esta tradición, el ser humano se realiza plenamente en la medida en que asume su papel en el conjunto del que forma parte; esto es, a través de una ordenada convivencia con sus semejantes.

El colectivo con el que Santo Tomás vinculaba la ley natural era en primer término la comunidad familiar, luego la comunidad política, y por encima de todos, la comunidad de la Creación [18]. La ley natural es concebida pues como razón integradora de los diversos miembros, los hombres, dentro de los colectivos en los que naturalmente forman parte. Y puesto que el hombre es simultáneamente parte de diversos colectivos o comunidades naturales, la razón por la que se integra y vincula en cada una de esas comunidades es igualmente expresión de ley natural. Así pues, mediante la ley natural el hombre se integra en la familia, se asocia con otros hombres, y se integra adecuadamente en el orden de la naturaleza, respetando sus ritmos y su relativa armonía. El ecologismo moderno, en la medida en que respeta la centralidad del hombre en la creación material, supone un gran estímulo a esta visión de la ley como integración del hombre en una comunidad que le precede y le vincula. Por eso, podemos decir que por la ley natural el hombre también se dispone adecuadamente hacia el bien común universal, que podríamos ilustrar con la imagen de una sinfonía formada por la Creación entera: los hombres representarían a los músicos con sus respectivos instrumentos, y el resto de las criaturas irracionales cumpliría una función instrumental al servicio del hombre, como acompañamiento. Todos los seres irracionales, al ser movidos directamente por Dios mediante la ley eterna, participarían pasivamente en esta orquesta. Los hombres, en cambio, participarían activa y responsablemente con "la partitura" de la ley natural, intimada en su corazón mediante la razón y el apetito natural del fin último y de los bienes naturales que hacia él conducen. En esta "sinfonía cósmica" cada hombre gozaría al escuchar su propio instrumento cuando interpreta fielmente su partitura -al vivir su propia vida-, pero aún gozaría más al darse cuenta de que lo bueno es la música de la orquesta entera, de la que él forma parte como músico y como espectador al mismo tiempo. Según esta visión, el individualismo, la realización puramente individual, sería tan irracional como si un músico, rompiendo la armonía, tratara de imponerse sobre los demás tocando más fuerte su instrumento (algo podría hacer, evidentemente, pero mucho menos de lo que lograría integrado en el conjunto). Esta cosmología de la tradición aristotélico tomista no supone un "cosmocentrismo" ajeno a la idea de dignidad o protagonismo de la persona, porque toda la naturaleza material se presenta al servicio de la persona humana, y porque en esta perspectiva los hombres son considerados como los únicos seres del mundo material que participan deliberadamente en esta sinfonía cósmica que Dios compone para ellos [19]. En definitiva, con este ejemplo tratamos de ilustrar la tesis de que la realización del hombre es comunitaria, necesariamente solidaria, y que sólo se logra asumiendo personalmente el papel que a cada uno le corresponde en el conjunto, porque la perfección de una parte consiste en estar adecuadamente dispuesta hacia el todo del que forma parte [20]. Volveremos sobre este tema más adelante,  cuando  tratamos  la relación entre  la ley y el bien común [21].

Por otra parte, cuando Santo Tomás habla del bien común de la sociedad política, unas veces se refiere a lo que podríamos llamar el bien común social integral y, otras, en cambio, al mero bien común político. El primero es más amplio que el segundo. El bien común social integral comprende todos los bienes que supone la vida de los hombres en común; a este bien común contribuyen los actos de todas las virtudes humanas, incluidos los de aquellas que a primera vista sólo afectan al hombre en su vida privada (por ejemplo, actos de fortaleza o de templanza), y por supuesto, todas  las instituciones sociales como la familia, las comunidades religiosas, y la multitud de asociaciones diversas que funcionan dentro de la comunidad política. En cambio, el bien común político -lo que muchos intérpretes de Santo Tomás llaman bien común sin más especificación- es aquella parte del bien común social integral que puede y debe ser promovido y tutelado por el Estado. Según esta noción más restringida de bien común, habría comportamientos privados viciosos que no atentarían contra él, y que por lo tanto, no deberían ser proscritos por la ley, a pesar de que sí afecten al bien común social integral. Ciertamente, la categoría moral de las personas singulares siempre influye de algún modo a la calidad de la convivencia entre los hombres (al bien común social integral), pero también es verdad que dicha influencia admite grados, y es sólo a partir de un determinado nivel de influencia, cuando la ley humana actúa. La ley humana interviene sólo cuando se considera intolerable el grado de perturbación del orden social provocado por la conducta inmoral.

Podríamos representar gráficamente la diferencia entre el bien común político y el bien común social integral con dos círculos concéntricos, en los que la longitud de radio representa la intensidad y número de acciones relevantes para el bien común: el círculo de menor radio marcaría los mínimos exigidos por la ley humana para la cohesión mínima exigible de la sociedad, determinando así el área del "bien común político"; y el de radio mayor determinaría el "bien común social integral", cuyo área abarcaría todo el comportamiento moral del hombre. Al legislador le compete de­ terminar, según las circunstancias, la longitud del radio del primer círculo, mediante la regulación de las conductas exigibles a los ciudadanos. A su vez, estos dos círculos estarían dentro del círculo del bien común universal o cósmico al que Dios ordena toda la Creación [22].

¿Cuál es entonces el contenido del bien común político? Dicho contenido sería aquella calidad mínima de la convivencia cuyo respeto y promoción es exigible a ciudadanos y gobernantes. Lógicamente el grado de respeto hacia determinados bienes -que normalmente se cifrará en obligaciones de no hacer- será mayor que el de exigencia de contribución activa hacia el bien común. Y, en línea de principio, la responsabilidad de los gobernantes por el bien común será mucho mayor que la de los particulares. Bien, ¿pero dónde encontramos  formulados estos bienes, d   cuyo respeto y promoción depende el bien común? Aquí entran  en  juego  las modernas declaraciones de derechos humanos, reconocidas también en la parte i dogmática de la mayoría de las Constituciones, que aunque recogen de modo fragmentario bienes de la personalidad y de la convivencia, al menos concretan algo los elementos constitutivos del bien común político. Entre estos bienes, podríamos destacar: el compromiso de todos, no sólo de los gobernantes, por la defensa de sus conciudadanos, la preocupación por la paz y la seguridad, tanto interna como externa; la solicitud por una correcta organización de los poderes del Estado; la creación y mantenimiento de un ordenamiento jurídico claro y eficaz; una protección especial a la familia, a los ancianos, a los menores, a los enfermos y a los discapacitados; la colaboración en servicios esenciales tales como la sanidad, la alimentación, la habitación  y el vestido,  la educación  y la cultura;  la promoción  de las, condiciones de trabajo y de ocio adecuadas; libertad religiosa y libertad de expresión; y el esfuerzo por la salvaguardia del ambiente.

3.        La ley como ordenación al bien común

El autor contemporáneo que con más insistencia ha subrayado la continuidad entre el bien persona y el bien común es, sin duda, Alasdair Mclntyre [23].

Este autor insiste tanto en la dimensión personal del bien común, que llega a afirmar que el bien propio sólo puede lograrse en y a través del logro del bien común, hacia el cual estamos inclinados cuando funcionamos y nos desarrollamos con normalidad  [24]. Mclntyre añade a la tradición aristotélico tomista la importancia de la tradición, cuya comprensión y asimilación es imprescindible para participar activamente en una comunidad. Quien pretenda disentir de esa tradición y al mismo tiempo participar activamente en dicha comunidad, debe al menos conocer los debates internos o argumentos de esa tradición, y sobre ellos, superándolos quizá, hacer inteligible su discurso. Por otra parte, la noción de comunidad que Mclntyre defiende no se puede identificar con el Estado moderno, sino con aquellas asociaciones o agrupaciones humanas intermedias entre la familia y el Estado en las que existiera un consenso básico sobre el ideal de perfección humana. Las normas que rigen estas comunidades tienden a garantizar la participación de sus miembros en las tareas y en los beneficios de la vida en común. Tales normas no son, por tanto, obstáculos para su realización, sino una ayuda para su adecuada integración.

Desde una perspectiva todavía más general, las normas que rigen la integración de los seres en las diversas comunidades pueden distinguirse por el diverso modo de participación de los miembros de la comunidad: por la fuerza o libremente. Y así, mientras los animales se ordenan al fin por el instinto -más bien, son ordenados por él-, sin conocer el fin y sin elegir ni siquiera los medios, el hombre se ordena al fin con la ayuda de la ley, entendida como interpelación a una voluntad libre para que se integre adecuadamente en la comunidad. El hombre no es movido hacia su fin por la  fuerza,  como  los  animales  irracionales  que  obedecen  ciegamente sus instintos, sino por medio de  la  ley  natural  y  positiva.  La  ley  natural está intimada, no impuesta por la fuerza, en la conciencia del hombre por medio de sus apetitos, para que participe activamente en dicha ordenación. Este modo de gobernar al hombre (por parte del Creador, se entiende) por medio  de la  ley  y no de la fuerza, manifiesta  que el  hombre  no sólo tiene  un fin superior al resto de las criaturas materiales, sino también un modo superior de conseguirlo. Por ser gobernado  el  hombre  mediante  la  ley,  y por gobernar con ella también él a sus semejantes, de  un  lado  hace  meritoria su participación en la comunidad,  y  de otro,  participa  en  el gobierno del mundo al que Dios le asocia, otorgándole la dignidad de ser causa segunda o delegada en la disposición de todo  hacia  el fin  último,  que es  el bien común universal. Dicho con otras palabras, la ley, y no la fuerza, es el  modo apropiado  para gobernar  a  las personas,  porque pueden  percibir la ratio ordinis de la ley, y porque tienen capacidad de dominio sobre sus  propias acciones.

Que la ley sea el modo de gobernar más conforme con la dignidad humana, se ve también  si lo comparamos con el gobierno del hombre sobre, los seres irracionales. Toda la actividad desplegada en  el  uso de las cosas irracionales subordinadas al hombre, se reduce a los actos con que el hombre mismo las mueve: si son realidades inertes, el hecho está claro; y  si son seres vivos irracionales, el dominio del hombre se manifiesta en el automatismo que se da entre el estímulo y la respuesta del animal cuando el hombre provoca su apetito; precisamente,  por esto, el hombre no impone leyes a los seres irracionales, por más que le estén sujetos, sino que los mueve por la fuerza, aún cuando parezca que le obedecen libremente. El legislador humano, en cambio -siempre según la filosofía tomista-, participando  de  la  tarea  reunificadora  que dispone  todas  las cosas  hacia  el bien común universal, pone leyes a los hombres que forman parte de la comunidad que gobierna, cuando imprime en sus mentes, con un mandato: o indicación cualquiera, una regla en vista de la conformación de la comunidad que dirige [25].

Si recapitulamos lo dicho hasta ahora, la ley en general tiene como función propia ayudar al hombre para que se disponga adecuadamente hacia el bien común. La ley civil, como especie de ley, le orienta hacia el bien común específico, el bien común político. Si el hombre está correctamente dispuesto hacia este bien, decimos de él que es un buen ciudadano. La ley natural, en cambio, le orienta además hacia un fin ulterior, que es el bien común universal; y si el hombre está correctamente dispuesto hacia este fin, decimos de él que es una buena persona. Lo que para Aristóteles era el fin último del hombre, el bien común político, para Santo Tomás sólo será el fin particular de la sociedad política humana, un mero estadio del dinamismo centrípeto de la ley en general [26].

¿Por qué el Aquinate se refiere a la ley como una ordenatio rationis ad bonum comune? Cuando Santo Tomás afirma que la ley pertenece a   la razón, hay que entender que la contrapone al apetito en el sentido que hemos visto antes: se trata de dejar clara la libertad del hombre en su respuesta. Todos los apetitos humanos tienen sus bienes propios naturales, que el hombre no elige apetecer; incluido el mismo apetito racional o voluntad, que tiende, como a su bien propio, hacia el bien sin restricción, que nadie puede dejar de querer. El apetito de felicidad o de plenitud, que es como el motor de la voluntad, no lo elegimos: lo tenemos "puesto" con la naturaleza, y en vista de él hacemos todo lo que elegimos hacer. La razón dispone, eligiendo, los medios más adecuados para ordenar al hombre hacia el logro de esa felicidad apetecida (por eso, la ley es principalmente obra de la prudencia). La ley, en su acepción más general, es precisamente una ayuda a la razón para que el hombre se disponga adecuadamente hacia su fin. Pero sería un error concebirla como una imposición heterónoma: el dilema heteronomía-autonomía aplicado a la ley natural no tiene cabida en el pensamiento tomista, por la sencilla razón de que el Aquinate presenta la ley natural como una ley participada (libremente) por la razón humana; o como dice Rhonheimer, es una teonomía participada, en la medida en que Dios nos hace apetecer lo que nos conviene (el vicio es precisamente la corrupción del apetito, y la virtud, en cambio es como su perfección) [27]. Los bienes apetecidos naturalmente por la voluntad actúan como principios de la ley, porque por ellos comienza el proceso creador de la ley, que es obra de la razón práctica. Es un error pensar que, según Santo Tomás, los principios de la ley son normas muy generales. La ley es el plan trazado por la razón en orden a la consecución de tales bienes humanos, que no elegimos apetecer. La fuerza prescriptiva de la ley natural no se deriva, por tanto, sólo de la voluntad de Dios que nos ha puesto el apetito de tales bienes, sino también de la congruencia entre dichos bienes y nuestros apetitos. Si la ley no es sólo enunciativa, sino que también prescribe, es por la misma fuerza del bien que prescribe. La obligatoriedad de la ley se deriva de la bondad del bien, que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad [28]. Por lo tanto, la ley, como tal, así entendida, no es principio de los actos. Principio de los actos son los fines hacia los cuales las leyes disponen adecuadamente. La ley tiene razón de medio. La razón del hombre capta esos fines, que son apetecidos naturalmente por la voluntad, y dispone el mejor modo de lograrlos. La ley es una ayuda externa, ya sea creada por otros hombres o directamente dispuesta por Dios, para que los hombres ordenen o dispongan sus actos adecuadamente hacia ese fin común.

A la luz de este carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad [29], se justifica la controvertida tesis tomista de que la ley injusta no es propiamente ley. Y no es propiamente ley, según Santo Tomás, sencillamente porque, en cuanto injusta, no sirve para conformar la comunidad, porque es un elemento perturbador o disgregador de la misma [30]. Si una nota esencial de la ley consiste en ligar lo que es diverso, una ley que destruye la comunidad no es ley; es precisamente su negación aunque la promulgue solemnemente un Parlamento; como no es medicina un veneno, por mucho que se venda en farmacias. La ley injusta quizá mantenga la causa material y eficiente al ser adecuadamente promulgada por el gobernante legítimo, pero si carece de su causa final, carece de lo más importante, de aquello que propiamente la define. Y, dicho sea de paso, una ley que tiende a disgregar a la comunidad a la que va destinada, manifiesta la mayor perversión posible del gobernante en cuanto tal. Si el mejor gobernante es quien une más estrechamente a su pueblo en una convivencia armoniosa y pacífica, quien destruye esta convivencia es el peor de todos.

4.        Ley y libertad

En la medida en que la libertad se identifique con total ausencia de vínculos, el bien común -y la ley que lo respalda- se presentarán como una carga que hay que soportar, precisamente en la misma la medida en que se considera que restringen la libertad individual. Esta es la noción de libertad más extendida actualmente, aunque su origen se remonta al siglo XIV, cuando Ockham comenzó a caracterizarla como quaedam indifferentia et contingentia.

Esta noción de libertad reñida con la propia realización personal es contraria a la idea de libertad que tenía Santo Tomás. Para el Aquinate, la inclinación a la felicidad, esto es a la plenitud personal, era la fuente misma de la libertad y de la vida moral. La voluntad era considerada precisamente como el apetito racional de plenitud, que se sirve del impulso que le bridan los demás apetitos naturales (nutritivo, sexual, etc.) en su caminar hacia la felicidad -no en vano tales apetitos eran considerados como semina virtutum, como el primer indicio de moralidad-. Para Santo Tomás, somos libres, no a pesar de estas inclinaciones, sino a causa de ellas. En cambio, para Ockham, y luego también para Kant, la libertad se situará por encima de las inclinaciones naturales, hasta tal punto que habremos de considerar que un hombre es tanto más libre cuanto más impasible sea, cuanto mejor resista a sus inclinaciones naturales. Por eso, desde esta perspectiva, las inclinaciones naturales no pueden ser el fundamento de la moral, sino más bien realidades del orden material o biológico, realidades que están fuera del ámbito moral, y que son más un impedimento que una ayuda para el ejercicio libre de la voluntad.

Según Santo Tomás, la ley natural y la ley positiva son elaboradas por la razón a partir de los bienes humanos conocidos naturalmente como tales, que son bienes precisamente por su común referencia al  fin  último. Será la mayor o menor necesidad de los medios para lograr tales bienes lo que nos permita calibrar el mayor o menor grado de libertad del legislador para fijar el contenido de la ley. Esta libertad será menor cuando la ley humana se derive de la ley natural por vía de conclusión.

En cambio, cuando se deriva por vía de determinación, el legislador elegirá entre varios medios posibles el que, según las circunstancias de su comunidad, le parezca  más apto para lograr el fin (esto explica  por qué en Santo Tomás la distinción entre el contenido de la ley natural y el de  ley positiva, a partir de un determinado punto de necesidad, no tiene unos contornos precisos).

A diferencia  de Santo Tomás, desde Ockham  se rompe el vínculo natural entre libertad y naturaleza,  en Dios y en el hombre.  Las relaciones del hombre con Dios, y de los hombres entre sí, a partir de entonces serán entendidas como relación de voluntades independientes: Dios manifiesta a los hombres su voluntad a través de la ley, que actúa con la fuerza de la obligación. La ley y la obligación ocuparán el centro de la reflexión moral. La vida moral se convierte en observancia, y el hombre bueno se define como el hombre observante. La felicidad sólo se relacionará con la moral como una recompensa extrínseca, y no como algo que se verifica en la misma medida en que el hombre se moraliza. Hacer el bien será hacer aquello  a lo que se está obligado hacer; y hacer el mal será hacer lo contrario de lo que se está obligado a hacer. Es verdad que Ockham reconoce cierta fuerza normativa a la naturaleza, pero sólo considera el orden natural de las cosas "stante ordinatione divina, quae nunc est", en cuanto manifiesta el querer de Dios; y da por descontado que Dios puede modificar dicho orden en cualquier instante.

La clave fundamental del pensamiento de Ockham reside en la negación de Dios mismo como causa final de todo cuanto existe. Ockham no comprende que Dios se tenga a sí mismo como fin natural de todo cuanto hace. Dios es para Ockham la realización absoluta de la libertad gracias a su omnipotencia. La libertad máxima es la omnipotencia de la voluntad divina, que no es determinada por nadie ni por nada, ni siquiera por el amor de sí. A partir de esta noción de libertad divina, Ockham formula su teoría de libertad humana como una indeterminación limitada. Ahora quizá podemos comprender cómo el pensamiento moderno ha llegado a identificar la libertad personal, y el correlativo derecho subjetivo, traducido luego en derecho humano, como una potencia tendencialmente ilimitada que sólo se frena cuando colisiona con el bien de otra persona. En cambio, para Santo Tomás, Dios no podía dejar de amarse y de ser el fin de todo lo creado;  y esto no era ninguna limitación de su poder, sino una afirnación de su divinidad, a la que le corresponde por definición ser también la causa final de todo cuanto existe. Para Ockham, la voluntad divina, al no estar determinada en la fijación del bien y del mal por nada, podría incluso querer que las criaturas le odiasen. Y, de este modo, Ockham rompió el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre [31].

Diego Poole, en revistas.unav.edu/

Notas:

1.   "lt is a curious irony of human rights in late modernity that even as the politica commitment to them has grown, philosophical commitment has waned'. Así comienza CHESTERMAN, Simon su provocador artículo "Human  Rights  as Subjectivity:  The Age of  Rights  and  the  Politics of Culture", en  Millennium:  Journal  of International  Studies, 27 (1998),  p. 97.         1

2.  

1

 
B0BBI0, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 16. Esta idea la expresó públicamente por vez  primera  en  "L'Illusion  du  fondament  absolu",  in  Le  Fondament  des droits de 'homme, Acles des Entretiens de I'Aquila, 14-19 septembre 1964, La Nuova Italia, Florencia, 1966; reproducido luego en el primer capítulo  de  libro  L'eta dei diritti  bajo el  título  "Sul   fondamento   dei  diritti dell'uomo".                                     

 

3.   La Declaración de 1948 -escribe Bobbio- "rappresenta la manifestazione dell 'unica¡ prova con cui un sistema di valori puó essere considerato umanamente fondato e quindi riconosciuto: e questa prova e  il  consenso  generale circa la sua  validita ". Para  Bobbio, el consenso social histórico vigente es la justificación legítima de la validez del derecho. Ésta efectividad  es el "l'unico fondamento, quello storico del consenso. che puó essere fattualmente provato (...) la Dichiarazione universale dei diritti del puó essere accolta come la piü grande prava storica, che mai sia stata data, del 'consensus omnium gentium circa un determinato sistema di valori (...) possiamo finalmente credere ali'universa/ita dei valori nel solo senso in cui tale credenza e storicamente legittima, cioe nel senso in cui universale significa non dato oggettivamente ma soggettivamente accolto dall 'universo degli uomini" BoBBI0, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino 1992, pp. 18-21. Estas consideraciones no han perdido vigor: de un modo u otro se difunde la convicción  de que  los derechos se justifican por el consenso ya sea internacional, o ya sea personal intersubjetivo.

4.   Sobre el origen individualista de la noción de derecho subjetivo y sobre la idea de "derechos humanos" como concepto histórico es de obligada referencia la obra de Francisco CARPINTERO BENÍTEZ, sintéticamente expuesta en su Introducción a la Ciencia Jurídica, que constituye, a mi juicio, una de las obras más interesantes sobre el iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, editada por Civitas y publicada en 1988, cfr. especialmente pp. 23 a 82.

5.   Esta pretensión no es original mía, ni mucho menos. Nos la encontramos ya en destacados iusnaturalistas contemporáneos, como por ejemplo, en John Finnis o en Robert George. En  este mismo número de Persona y Derecho, el profesor Cristóbal Orrego aborda precisamente esta cuestión al defender la posibilidad de mantener la "gramática de los derechos humanos"  pero con un  fondo diferente al del individualismo liberal  que le dio, muy  inconsistentemente, su primer soporte intelectual.

6.   La sorprendente difusión de la teoría de Rawls se explicaría en parte por su congruencia con el humus cultural de la Modernidad, todavía vigente, que consagra el arbitrio individual como valor supremo.

7.   Esta descripción podría parecer exagerada, o al menos, limitada al periodo más antirreligioso de la ilustración, pero lo cierto es que todavía hay quienes la mantienen y difunden. Citamos otra vez a CHESTERMAN, que es uno de los líderes intelectuales de la nueva izquierda norteamericana: "Far meaningfitl transformation in both the perception and reality of human rights,  the  subjecls  of rights  must  them selve  own :hose rights. In different ways, these

1

 
 demonstrale a form of empowerment not simply m the new lefl sense of the word as having power to control their own afairs, but in an emergent relation low self that transcends the limitalions of the historic-political structure that purports to define that self "This translates  to an interminable  (even if incomplete)  demand  far  politicisation: an emancipatory  politics  premised  on a self critical  methodology  that  is rigorous  lo the  poin

1

 
t of reinventing  it self with each step that is taken. Such a politics acts not in the somewhat: naive sense of calculated implementation of a programme, but in the sense of a ‘maximum intensification of a transformation in progress '. This, then, is the emancipatory ethic that, informs this article: an ethics not of ideology or theology but  method, seeking to bring about change not by the institution of stnicture but by emancipation from 'culture"'. Chesterman se remite a Jacques Derrida, " Force of Law: The 'Mystical Foundation of Authority'", in Drulcilla Comell, Michel Rosenfeld and David Gray Carlson, Deconstruction and the Possibility of Justice (Routledge, New York, 1992), p. 28.

 

8.   "Para los discípulos dé Nietzsche y de Foucault, la  razón  misma -escribe  Spaemann-  es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos". SPAEMANN,  Robert, Conferencia inaugural del VII congreso "Católicos y vida pública", San Pablo-CEU, 18/XI/2005.

9.   OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 165 y ss.

10.    Fernández Galiano y Benito de Castro hacen notar a este respecto que no es de extrañar que las declaraciones de derechos supusieran la entronización de la noción de derecho sub­ jetivo, como centro del orden jurídico, al que se supedita la noción del Derecho como orden normativo y social.

11.    Cfr. FERNÁNDEZ GALIANO, Antonio y DE CASTRO Cm, Benito, Lecciones de Teoría del Derecho y Derecho Natural, Universitas, Madrid, 1999,p. 289

12.    Sobre este presupuesto se desarrollan filosofias aparentemente tan dispares como la de Grocio, Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Hume, Leibniz, Kant, o la del propio Marx...

13.    OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona 2007, p. 165, §2. Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137 Después de Santo Tomás, sin ir más lejos, el papa Pablo II (t 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento legal. Carlos V promulgó leyes -otra cosa es que no se respetaran debidamente- que  protegían  los derechos de  los indígenas,  a los que expresamente reconocían como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los teólogos y los canonistas españoles -muy especialmente el P. Vitoria­ desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron suya. Un elenco clasificado de los dere­ chos humanos formulados por el P. Vitoria extraídos de sus obras puede verse en HERNÁNDEZ MARTÍN, Ramón, Derechos humanos en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2ª ed., 1984, principalmente en las pp. 241-258

14.    Otras declaraciones de derechos exponen esta salvedad al final de cada derecho proclamado. Un caso significativo es el de la Convención Americana de Derechos  Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, de 1969) que, además referirse al límite del bien común en numerosos artículos que reconocen derechos individuales -art. 13, sobre  la libertad  de expresión; art. 15 sobre  la  libertad de reunión; art.  15 sobre el derecho de asociación;  o el art.  16 sobre la libre circulación-, añade en su  32.2 dice: "Los derechos de cada  persona  están  limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática".

15.    Es muy sugerente la línea argumental de Raz, que trata de justificar el respeto al bien común como suelo que sostiene las libertades individuales. En esta línea se mueve también la argumentación del estudio de Joaquín Rodríguez Toubes sobre la relación entre los derechos humanos y el bien común, que a su vez asume buena parte de las reflexiones de Joseph Raz sobre esta cuestión. Asegurar el bien común es un modo de respetar a las personas y a sus derechos, y viceversa: al respetar y promover a las personas y sus derechos, se respeta y se promueve el bien común. "Por un lado, -escribe Joaquín Rodríguez Toubes- los derechos aseguran directamente la posibilidad de 1 disfrutar de algo que (potencialmente) es un bien para el titular del derecho. Por ejemplo, la libertad de expresión protege la posibilidad de dar a conocer a otros nuestras ideas y puntos de vista. Por otro lado, muchos derechos benefician a sus titulares indirectamente porque son la condición de una sociedad preferible, son el medio de promover un bien común que revierte en interés del individuo. Por ejemplo, la libertad de expresión es la condición de una sociedad democrática con intercambio libre de información. Y lo más destacable es que a menudo el beneficio indirecto es mayor que el directo, el bien común que generan los derechos es mayor que el bien individual que protegen. Por ejemplo, posiblemente sea más importante para cualquiera de nosotros vivir en una sociedad donde haya libertad de expresión que disfrutar nosotros mismos de ese derecho; coincidiremos con Raz en preferir no tener ese derecho y vivir en una sociedad donde los demás sí lo tengan, que lo contrario. Entonces se explica que a menudo la importancia de un derecho no se corresponda con el valor del interés que protege directamente en el titular: la razón es que su valor depende del interés general que promueve (y del consiguiente interés particular que protege indirectamente en el titular). Y si es así ya no tiene tanto sentido -al menos para este tipo de derechos- predicar un enfrentamiento entre derecho individual y bien común". RODRÍGUEZ TOUBES, Joaquín, "Derechos humanos y bien común", en Derecho y libertades, Año nº 5, n. 9 (2000), p. 477. Las reflexiones de Raz están en RAz, Joseph, "Rights and Individual Well-Being", RatioJuris 5/2 (1992), 127-142; p. 135. Ahora en su Ethics in the puhlic domain, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 52.

16.    Cfr. DE AQUINO,  Tomás, Suma Teológica, 1-Jl: q. 19, a. 10. s.

17.    Cfr. DE AQUINO,  Tomás, Suma Teológica, 1-JI, q. 90, art. 3, s.

18.    En la Suma Teológica escribe Sto. Tomás "Dios, que es el hacedor y gobernador del uni­ verso, aprehende el bien de todo el universo; por eso todo lo que quiere, lo quiere bajo razón de bien común, que es su bondad, que es el bien de todo el universo.(...) Pero no es recta la voluntad de quien quiere un bien particular si no lo refiere al bien común como a fin, porque incluso el apetito natural de una parte se ordena al bien común del todo". Suma Teológica, 1-11: q. 19, a. s. En el capítulo 148 de su Compendio de Teología, bajo el título "Todas las cosas han sido hechas para el hombre" Sto. Tomás sintetiza clarísimamente su visión del orden cósmico: § 296 "Aunque todas las cosas se ordenan a la bondad divina como a su último fin, hay algunas que están más próximas a este fin, pues participan de una manera más plena de la bondad divina. Por consiguiente, las cosas inferiores de la creación que, por Jo mismo, participan menos en la bondad divina, están ordenadas de cierta manera a los seres superiores como a sus fines. En todo orden de fines, las cosas que están más cerca del último fin son, a su vez, fines de aquellas que están más distantes de él. Por ejemplo: la poción medicinal tiene por objeto la purgación; la purgación tiene por objeto la delgadez; y la delgadez, la salud; y por ello, la delgadez es el fin de la purgación, y ésta el de la poción. Así como en el orden de las causas agentes la virtud del primer agente alcanza los últimos efectos por medio de las causas segundas, así también en el orden de los fines las cosas que están más distantes del fin llegan al fin último por medio de las que están más próximas a él; del mismo modo que la poción medicinal no se dirige a la salud más que por medio de la purgación. Por esta razón, en el orden del universo, las cosas inferiores alcanzan su último fin, en cuanto que están ordenadas a las superiores". § 297 "Lo cual es evidente por la sola consideración del orden mismo de las cosas. En el orden natural, las cosas se emplean según sus propiedades naturales, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles: las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas, y todo está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas,  las  plantas  para  los animales,  y todo para el hombre. Hemos demostrado antes (capítulo 74) que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal; luego toda la naturaleza corporal estará ordenada a la naturaleza intelectual. Entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo  es el alma racional, forma del hombre. Luego toda  la naturaleza  corporal  parece estar creada  para el hombre en cuanto animal racional; por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre". Quizá Bobbio no comprendió bien la doctrina tomista del bien del todo y del bien de las partes. Para Santo Tomás, que el hombre sea parte de un todo, no significa que el todo tenga más valor que cada una de las partes, de modo análogo a como un equipo de fútbol no vale más que cada uno de sus jugadores, o una orquesta más que sus músicos; significa, en cambio, que el bien de cada miembro, en cuanto músico o futbolista, sólo se puede percibir por la relación que guarda con el todo. Pero, hecha esta salvedad, creemos que Bobbio acierta con el diagnóstico del desplazamiento de la idea clásica de comunidad y de bien común: "proprio pariendo da Locke si capisce bene che la dottrina dei diritti naturali [entiéndase la que se desarrolla  a partir del XVII] presuppone  una concezione individualistica della societa e quindi dello stato, continuamente contrastata dalla ben pill solida e antica concezione organica, secando cuila societa e un tutto, e il tutto e al  di sopra delle parti", BüBBIO, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 58.

19.    "Por eso dice San Agustín en las Confes. que es deforme cualquier parte que no se armoniza con el todo. De aquí que, al ser todo hombre parte de un Estado, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común, y, a la vez, el todo no puede subsistir si no consta de partes bien proporcionadas. En consecuencia, es imposible alcanzar el bien común del Estado si los ciudadanos no son virtuosos" (ST.1-11: q. 92, a. I, ad.3). Respecto al grado de virtud que deban tener los miembros del Estado Sto. Tomás no dice que deban tener la integridad de la virtud, sino sólo aquél grado de virtud necesaria para mantener la comunidad. Por eso dice en este mismo artículo que sólo los gobernantes han de ser virtuosos con integridad, porque requieren de la virtud de la prudencia para hacer las normas, mientras que los súbditos les bastaría con respetar externamente las leyes para mantener unida a la comunidad. De hecho añade: "porque en cuanto a los otros [a los que no son gobernantes], basta para lograr el bien común que sean virtuosos en lo tocante a obedecer a quien gobierna. Por eso dice el Filósofo en III Polit. que es la misma la virtud del príncipe y la del hombre bueno, pero no la del ciudadano y la del hombre bueno".

20.    Las consideraciones sobre el bien común que hemos hecho en los párrafos precedentes no se refieren al bien común jurídico: a él nos referimos al final de este trabajo. Adelantamos que el bien común jurídico vendría determinado por la solidaridad mínima exigible por el gobernante a la comunidad histórica concreta.

21.    La distinción referida la expone claramente Finnis en su reciente obra sobre Sto. Tomás. Finnis explica que para el Aquinate el bien común alcanzable en una comunidad política es doble: por un lado está el bien común ilimitado (se refiere a lo que hemos llamado "bien común social integral"), y por otro existe un bien común que es político en un sentido más específico: (i) el bien de emplear el gobierno y la ley para ayudar a los individuos y las familias para que hagan bien lo que tienen que hacer, junto con (ii) el bien o los bienes que la comunidad política puede logar en nombre de las familias o de los individuos (incluido el bien de repeler y de reparar los daños y las amenazas que los individuos, sus familias y otros grupos privados no son capaces de repeler por sí mismos). Sólo este segundo sentido más específico de bien común es del que deben responder los gobernantes, y sólo sobre este sentido se justifica la obligatoriedad de las leyes y demás acciones de gobierno (judiciales y administrativas). Este sentido específico de bien común es limitado y en cierto sentido instrumental. Éste bien común es lo que Sto. Tomás llama a veces bien público. Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, pp. 238-9. Esta idea la desarrolla también el profesor Andrés Ollero en su libro El derecho en teoría (perplejidades jurídicas para crédulos), Thomson­ Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 65 y ss., donde explica el derecho como un "mínimo ético" exigible para que la convivencia entre los hombres sea propiamente humana. En el libro, Ollero maneja un concepto de justicia limitado a la actividad propiamente política y forense, o si se nos permite, un concepto de "justicia jurídica" a la que vincula su noción de mínimo ético. En este sentido, escribe en la p. 67: "Constituirán exigencias de justicia, y por tanto estrictamente jurídicas, todas aquellas necesarias para el logro de ese mínimo ético indispensable para garantizar una convivencia social realmente digna del hombre"

22.    Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company, Estados Unidos, 1999. La versión castellana ha sido editada por Paidós Básica, Editorial Paidós, Barcelona, 2001. Por otra parte, en su obra Tres versiones rivales de la ética encontramos una crítica durísima de liberalismo moderno, incompatible con la noción clásica de bien común replanteada por Mclntyre. El liberalismo moderno, supuestamente imparcial desde el punto de vista ético, pretende justificarse diciendo que quiere hacer posible el pluralismo, pero toda su retórica pluralista se funda en un concepto de libertad como pura indeterminación. La comunidad liberal, mejor dicho, el Estado liberal, no es más que un entramado de relaciones establecidas para satisfacer intereses egoístas, en donde no existe un bien común distinto de la suma de los intereses de todos o la mayoría de los participantes. Los bienes humanos no son más que expresiones de preferencias personales que no necesitan justificación racional.

23.    Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company,

24.    "My own good can only be achieved in and through the achievement of the common good. And the common good is that toward which we are inclined when we are functioning normally and developing as we should be", MclNTYRE, Alasdair, "Theories of Natural Law in the Culture of Advanced Modernity", en Common Truths: New Perspectives on Natural Law, Edward B. Mclean (ed.), IS! Books, Wilmington, Delaware, 2000, p. 109

25.    Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 93, a.5, s.

26.    Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 90, a.2, s.

27.    La concepción de la ley natural como teonomía participada está extraordinariamente desarrollada en la obra de RHONHEIMER, Martin, Ley natural y razón práctica, Eunsa, Pamplona, 2000 (edición española de "Naturals Grundlage der Moral", 1987).

28.    De ahí que la crítica de Hume de derivar un deber ser de un ser, de derivar normas prescriptivas a partir de enunciados descriptivos, sea una crítica errónea si se aplica a Sto. Tomás. El Aquinate no deriva el carácter obligatorio de la ley de  un  principio especulativo,  sino de un principio práctico, esto es, de un bien que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad humana. Cfr. GRISEZ, Germain, cap. IV del "El primer principio de la razón práctica. Un comentario al art. 2 de la q. 94 de la 1-11 de la Suma Teológica", en Persona y Derecho, 52 (2005), pp. 275-339.

29.    Cuando digo "carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad" no me re­ fiero sólo ni principalmente a la causalidad eficiente, como si antes de la ley no hubiera comunidad. Me  refiero  principalmente a la causalidad  final de  la  ley, en cuanto que ella determina el umbral mínimo de solidaridad hacia el cual han de tender los miembros de  la comunidad para que ésta se mantenga (mantener una comunidad es mantenerla unida). Por otra parte, la propia existencia actual de la comunidad manifiesta también este carácter  constitutivo  de  la ley, en cuanto que la ley es expresión de la constitución de la propia comunidad (aunque con  otra terminología, esta causalidad formal expresada en la comunidad real fue descrita por la jurisprudencia del realismo escandinavo, y desde otra perspectiva, por el institucionalismo de Santi Romano o de Maurice Hauriou (cfr. en este sentido mi libro El derecho de los juristas, Ed. Dikinson, Madrid, 1998, p. 255). Pero no es que la ley sea cronológicamente anterior a la comunidad, del mismo modo que la forma no es cronológicamente anterior a  la  materia  que ella informa, sino que se da con ella. Al decir esto quizá se pueda interpretar que yo también estoy defendiendo una consagración de los hechos, de la forma presente de cualquier comunidad. No, la forma actual de una comunidad expresa la constitución de la misma, pero no necesariamente la mejor constitución posible de la misma. Sobre la teoría de la jurisprudencia como formulación del mejor derecho posible cfr. LOMBARDI VALLAURI, Luigi, Saggio sul Diritto Jurisprudenziale, Guiffre, Milano, 1967, pp. 522, 531, y también OLLERO, Andrés, ¿Tiene razón el derecho?, Publicaciones del Congreso de los Diputados (monografías), Madrid, 1996, pp 442 y 444. Por lo tanto, y recapitulando un  poco,  podemos decir que la  ley  tiene  respecto de la comunidad una múltiple relación: en cuanto causa  final, porque describe  un  horizonte de solidaridad ideal -de respeto y de colaboración- al que han de tender los miembros de la comunidad; en cuanto causa formal, porque expresa la forma de ser de una comunidad (de ahí que Lombardi llegue a decir que "hay más sociología en un código que en un libro de sociología", cfr. "Diritto naturale", en Persona y Derecho, 23 [1990), pp. 25-63); de causalidad eficiente, porque a su modo, la ley también contribuye a hacer la sociedad. Y la materia sobre la que la ley actúa es la propia comunidad: sólo forzando un poco los términos, podríamos decir que la propia ley es causa material de otra ley, en cuanto que las normas procedimentales o de estructura tienen por objeto otras normas, el modo de hacerlas efectivas.

30.    Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-II: q. 96, a. 5 y a. 6.

31.    Cfr. PINKAERS, Servais, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona, 2000 (Les Sources de la morale chretienne, Editions Universitaires, Friburgo, Suiza 1985), especialmente pp. 295 y ss. (sobre la revolución nominalista).

 

Redacción de maravillas del mundo

El sitio de Corcovado

Es en el siglo XVI cuando comienza la historia de Cristo Redentor de Río. En ese momento, los portugueses, que dominaban el territorio brasileño, le dieron el nombre de "pináculo de la tentación" a una extraña montaña ubicada cerca de la costa atlántica, en Río de Janeiro. Este nombre es una referencia que está en la Biblia. Un siglo más tarde, esta montaña pasará a llamarse Corcovado, un nombre derivado de la palabra "Bump" que se le dio debido a su forma general similar a la parte trasera de un jorobado.

Rodeada de densos bosques y terrenos escarpados, esta montaña no era accesible. Será necesario esperar hasta 1824 a que se abra un camino para llegar a su cima, que se ampliará rápidamente en el camino.

El primer proyecto, abandonado

Pero la idea de construir un monumento religioso en su apogeo data mucho más tarde, en 1859. Ese año llegó allí el padre Pedro Maria Boss, un lazarista. Fue cautivado por la belleza del sitio y decidió reunirse con la reina de Brasil, Isabelle, para solicitar los fondos necesarios para la construcción de este monumento. La reunión se llevó a cabo ese año, pero fue sin resultado. El proyecto fue abandonado y la idea perdida.

La línea ferroviaria

Pero Corcovado, ahora accesible, atrajo al mundo. Un ferrocarril se decidió en la década de 1880, se construyó en la estela y se inauguró el 9 de octubre de 1884. Desde la estación Cosme Velho, la línea midió (y sigue midiendo, en realidad) 3824 m y sube a la cima Corcovado en una serie de cordones y veinte minutos. Fue el propio emperador Pedro II de Brasil quien lo inauguró. Pierre II de Brasil se verá unos años más tarde durante la inauguración de la Torre Eiffel.

Este ferrocarril no solo fue un desafío técnico, sino también un desafío simbólico, ya que el Corcovado no era más que un pico en ese momento. Otro objetivo que ser orientado al turismo. Desarrollar el turismo cuando fue a finales del siglo XIX, fue realmente una idea innovadora, ya que las fuerzas económicas de un país se convirtieron, en ese momento, en una industria pesada o en la agricultura.

Los motivos de la construcción de Cristo Redentor

Pero unos años después, en 1922, Brasil celebraba su centenario. Se debe saber que en ese momento era muy común celebrar los cumpleaños de la independencia mediante la construcción de una estatua, un monumento, la mayor parte del tiempo que cruzaba el tiempo. Por ejemplo, la Estatua de la Libertad, en Nueva York, fue ofrecida a los Estados Unidos por Francia para el centenario de su independencia. Del mismo modo, la Torre Eiffel en París fue construida para la Feria Mundial en 1889, el año del centenario de la independencia de Francia.

Brasil quiso tener su monumento conmemorativo del centenario de la independencia. El año anterior, en 1921, se decidió un proyecto y, como Brasil era un país religioso, aceptó la propuesta de la Iglesia de erigir una estatua de bronce en la parte superior del Pan de Azúcar. Pero esta decisión fue discutida, no fue adecuada para todos porque incluso antes de que la República de Brasil fuera oficial, la separación de la Iglesia y el Estado era un hecho establecido. Por lo tanto, fue sorprendente que Brasil, un país laico en esencia, aprobara un proyecto puramente religioso, pero fue simplemente la fuerza de la Iglesia el haber logrado sus fines. Se eligieron otros dos sitios: Corcovado y Santo Antonio. Fue el Corcovado que se eligió porque era más alto, simplemente.

Lanzamiento laborioso del proyecto

Se lanza una convocatoria de concurso y en 1923 se informa al ganador que fue elegido en septiembre de este año. Este es el proyecto del ingeniero brasileño Heitor da Silva Costa, siendo este último una personalidad de la época. Este proyecto fue el de una gigantesca estatua de Cristo cargando una cruz que presionó contra su cuerpo con la ayuda de su mano, su otra mano sosteniendo un globo celeste. Hizo dibujos y lanzó el proyecto de construcción, estimando el costo, el tiempo y especialmente el método de construcción. Desafortunadamente, el proyecto nunca comenzó realmente, tanto por la financiación que estaba luchando por llegar como por las restricciones técnicas insolubles. La primera piedra todavía estaba colocada, pero en principio.

Financiación y coste

La financiación fue difícil de encontrar, fue asegurada por una colecta caritativa hecha en nombre de la Iglesia con los feligreses (principalmente), pero esta recaudación de fondos tuvo dificultades para progresar. La Iglesia tuvo que desempeñar un papel importante en la sensibilización de los católicos para que el dinero recaudado pudiera igualar la cantidad total del proyecto. Tenga en cuenta que la campaña fue nacional, no internacional.

Por lo tanto, la financiación se obtuvo de la generosidad pública. Fue un poco forzado por muchos eventos organizados, incluida la "Semana del Monumento", del 2 al 9 de septiembre de 1923. Esta semana sirvió de apoyo para grandes colecciones nacionales. El cardinal Leme, promotor infatigable del proyecto, transmitió instrucciones a los vicarios para que pudieran dirigirse a la población más amplia posible.

Es necesario apelar a todos los presupuestos y no contentarnos con las clases generalmente generosas de nuestra gente.

Tuvieron que solicitar colaboradores para donar más de diez mil reis. Pero al final de la semana solo se había recaudado la mitad del dinero, por lo que era necesario hacer una nueva campaña.

El costo de la construcción se ha estimado en $ 250,000, pero aún así es una aproximación, no tenemos los detalles de todos los costos, ya sean compras de materiales o servicios, como estudios sobre la forma general, O incluso mano de obra, necesariamente bastante consistente. Algunas personas han estimado que el costo del Cristo redentor se construyó hoy: Son $ 3.2 millones, lo cual es bastante pequeño para un monumento de este tamaño.

El rediseño del proyecto

El sitio comenzó el 4 de abril de 1922, con la colocación de la primera piedra, pero fue solo un lanzamiento simbólico, ya que los dos años siguientes se dedicaron a la mejora de la estatua, la elección de la estructura y los materiales. Así que no fue hasta 1926 que comenzó el trabajo, pero no fueron muy rápido. Los modelos de madera fueron construidos en varios tamaños para poder trabajar.

En 1928 hubo un evento importante, el rediseño de parte del proyecto. De hecho, algunas personas consideraron que la forma de la estatua era inadecuada, incluso burlándose de esta cruz y, especialmente, del globo celeste que los hizo apodar la obra "Globo de Cristo" (¿Qué, cien años después y en la tierra de El fútbol, ​​no se habría quedado sin sal). Aún así, tuvo que revisar su proyecto.

Luego comenzó a estudiar mejor Corcovado y, especialmente, el punto de vista de la ciudad, desde donde se levantaba una antena de telecomunicación erigida por Westinghouse. Por lo tanto, eligió una nueva forma, propuesta por el artista Carlos Oswald: Cristo mismo sería la cruz, sus brazos extendidos significarían la redención de la humanidad a la crucifixión. Pero el nuevo diseño ha introducido nuevos retos. Da Silva Costa ya había llegado a la conclusión de que la estructura tendría que ser enorme para ser visible desde el centro de la ciudad (4 km, de todos modos). También debería haber sido particularmente fuerte para apoyar las armas masivas. Da Silva Costa decidió que el hormigón armado, "el material del futuro", tal como lo previó, sería el material a utilizar para su estatua.

El problema es que este nuevo material requiere un conocimiento especial. Así que se fue a Europa donde sabía que podía encontrarlos. Fue allí donde conoció a Antoine Bourdelle, que había trabajado con Rodin y que era uno de los que se acercaron para hacer una maqueta a 4 m de altura de los dibujos de Oswald. Pero no terminó con él, y finalmente fue el escultor francés Paul Landowski, de origen polaco, quien fue elegido como responsable de la construcción del monumento. Este último le pidió a Gheorghe Leonida, un escultor rumano, que cuidara el rostro de Cristo, una operación delicada, pero por lo demás compartir manchas era simple: Silva Costa era el diseñador de la estatua, el diseñador Carlos Oswald, Paul Landowski. El escultor, asistido por Gheorghe Leonida. Pero todavía quedaba un problema por resolver: todavía no sabíamos cómo hacer una arquitectura concreta tan masiva, por lo que faltaba un eslabón en la cadena.

Silva Costa le pidió a Albert Caquot, un ingeniero francés, que asumiera el papel de diseñador de la arquitectura interna. Es él quien hará la parte concreta, así como todos los cálculos que la acompañan.

Construcción

Finalmente se formó un equipo de especialistas, pudimos avanzar. En primer lugar, Paul Landowski modificó los dibujos de Oswald. Purificó la cabeza y las manos en un estilo moderno para la época, muy limpio. Luego hizo la cabeza de barro, tamaño real, y luego una mano. Este trabajo, hecho en París, fue enviado en barco a Río. Recibido en el lugar, el trabajo consistió en reproducir en concreto estos modelos de arcilla, lo que llevó cierto tiempo. En paralelo, la parte superior de Corcovado dio la bienvenida a la base de la estatua y ya había un marco de acero en su lugar. Pero la elección del recubrimiento aún no era definitiva.

Algunas fotos historicas


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El plan de la estatua.png

El plan de la base.png

La elección del revestimiento: piedra de jabón

El material del sobre de la estatua fue discutido. Desde el bronce inicial, el diseñador de la estatua no supo a dónde ir.

Caminábamos hacia el inevitable fracaso artístico, sin poder volver atrás, escribió Silva Costa.

Esta pequeña frase dice mucho sobre el hecho de que no sabía cómo terminar su estatua, con lo que importa. La inspiración le llegó en una galería que había abierto recientemente en los Campos Elíseos, donde, después del trabajo, una noche, vio una fuente cubierta con un mosaico de plata. "Al ver cómo las pequeñas baldosas cubrían todos los perfiles curvos de la fuente, pronto me sorprendió la idea de usarlas", escribió Da Silva Costa. "Pasar de la idea a la realización tomó menos de 24 horas y a la mañana siguiente fui a un taller de cerámica donde hice las primeras muestras".

La elección fue la esteatita, que tiene la característica de estar muy poco sujeta a las variaciones de temperatura, mientras que sigue siendo una roca blanda. Esta piedra se trituró en pedazos que se pulieron antes de aplicarse a todas las partes de la estatua, formando un gigantesco mosaico. Si creemos en Heitor da Silva Costa, el diseñador, fue la primera vez que aplicamos la técnica del mosaico a una estatua monumental. Queremos creerlo.

La elección de la esteatita se debió en parte a que había sido utilizada anteriormente por el escultor Aleijadinho del siglo XVIII, dijo el lisiado, en el estado brasileño de Minas Gerais, al norte de Río. Después de perder sus dedos debido a una enfermedad, Aleijadinho continuó milagrosamente esculpiendo estatuas adornadas con un martillo y un cincel atado a lo que quedaba de sus manos. Que éstos aún estaban en buenas condiciones 120 años después, según Heitor da Silva Costa, testificaba la durabilidad de la piedra.

La inauguración

La inauguración de la estatua tuvo lugar el 12 de octubre de 1931, bajo la dirección del jefe del Gobierno Provisional, Getúlio Vargas y el cardenal Dom Sebastião Leme, quienes dieron el discurso de consagración. Este último fue un elogio para la Iglesia católica y presentó la voluntad de evangelización del pueblo brasileño, así como para aumentar el número de católicos en el país. Se escuchó la siguiente oración:

Que esta imagen sagrada sea el símbolo de su lugar de vida, su protección, su predilección, su bendición que brilla sobre Brasil y los brasileños.

Durante la ceremonia se oficiaron 500 sacerdotes. Le pidieron la beatificación del francés Guy de Fontgalland, de 11 años, que murió en 1925.

La iluminación

La inauguración del monumento fue una oportunidad para realizar un experimento que combinó ciencia y progreso. Fue el periodista Francisco de Assis Chateaubriand quien lo propuso. Consistió en lanzar la iluminación de la nueva estatua de Cristo Redentor de Nápoles, Italia. El principio era simple. El científico italiano Guglielmo Marconi activó la iluminación al enviar una señal de radio desde Nápoles que se recibió en Dorchester, Inglaterra. Esta estación debía enviarlo de regreso a Río, donde se planeó una estación de recepción en el distrito Jacarepaguá.

Por desgracia, cuando se realizó la operación, el mal tiempo impidió la transmisión de la señal que nunca llegó. La iluminación se activó manualmente desde el monumento.

Reformas y modificaciones varias

Las primeras modificaciones tuvieron lugar en el año siguiente a su inauguración, en 1932. Fue necesario cambiar el sistema de iluminación. Será una segunda vez en el año 2000.

En 1980, la estatua fue renovada después de la visita del Papa Juan Pablo II en el lugar. En 1990, tuvo lugar otra restauración.

El sitio fue remodelado en 2003 con, entre otras cosas, la instalación de una escalera automática, para hacerlo más accesible. También se instala un ascensor panorámico. Para hacer que este sitio turístico sea compatible con los imperativos ecológicos, ningún dispositivo mecánico usa lubricante. Esta importante restricción se ha encontrado con dificultades, pero estamos ahí en la prueba de que con la voluntad, la técnica sigue. Tenga en cuenta que las escaleras mecánicas y los ascensores son de fabricación francesa, y que evitan tener que subir una escalera de 220 escalones.

Finalmente en 2010 se realizaron otras obras sobre la estatua. Tuvieron lugar bajo la supervisión de Marcia Braga, arquitecta. Su principal dificultad en ese momento era encontrar piedras idénticas a las utilizadas 85 años antes. De hecho, en el proceso de reemplazar 60,000 baldosas pequeñas que lo cubren, tuvo que rechazar el 80% de las provistas por la cantera donde se suponía que debía almacenar. En este sentido, debe tenerse en cuenta que el trabajo de renovación anterior ha cambiado (ligeramente) el color de la estatua desde que la cantera utilizada para suministrar piedra ahora está agotada. Por lo tanto, fue necesario encontrar otra cantera cuya piedra tuviera una similitud, pero los trabajos anteriores no necesariamente se habían hecho con tanto rigor como lo que se hace ahora, y de repente el uso de piedras fue un poco diferente. Diferentes colores según el lugar de aplicación.

Para hacer frente a este problema, se consideró reemplazar al mismo tiempo los 6 millones de piedras que forman el mosaico, lo que provocaría el cambio de color de toda la estatua. Es una solución más aceptable que la de cambiar solo un pequeño porcentaje de las piedras, porque en este caso la estatua habría tomado diferentes colores dependiendo de las partes reemplazadas. Pero no se aceptó, y la renovación se realizó sobre la base de una piedra totalmente idéntica a las piedras originales, por lo que se requiere una mayor cantidad de material de lo que se había planeado originalmente.

La idea es hacer algo lo más cercano al original, ya que cuando se usan diferentes colores, la estética se ve alterada.

Esta renovación del 2010 costó $ 3.5 millones. Fue financiado por Vale (Companhia Vale Do Rio Doce), una gran empresa minera en Brasil que se ha comprometido a proteger y mantener la famosa estatua y el sitio de Corcovado hasta 2015. Pero también parte de la financiación es la llegada de la gente, con la venta de broches de oro que representan a Cristo Redentor, vendidos por 7 reales (US $ 4,3) en las 252 parroquias de la Arquidiócesis de Río.

La próxima renovación es conocida, tendrá lugar en 2020, 10 años después. Como todavía no se ha tomado una decisión sobre la cantidad de piedra a reemplazar, pero ya sabemos que las siguientes piedras estarán en un tono de un verde un poco más profundo que las que se usan actualmente, explicó el Portavoz del Instituto Nacional de Patrimonio Histórico y Artístico de Brasil.

Debes saber que la estatua se ve regularmente afectada por un rayo, que daña casi siempre. Por lo tanto, se repara, sistemáticamente, lo que le da la apariencia de estar en el trabajo durante largos períodos.

Controversias

Si el hecho de proponer una estatua religiosa en el Corcovado, tan visible de Río, realmente no tuvo un impacto negativo en la población local, el hecho de que se trate de una instalación católica causó cierta turbulencia en Las comunidades religiosas de la región. Desde el inicio del proyecto, en 1923, salieron a la luz las primeras protestas, especialmente las organizaciones protestantes (sin juego de palabras)

Pero este sentimiento de evangelización forzada que provocó la estatua de Cristo Redentor desapareció rápidamente ante la belleza de la obra y el alcance universal del mensaje que transmite.

Redacción de maravillas-del-mundo.com/

Josef Matl

EL profesor Bollnow (Maguncia) ha dió una conferencia sobre  existencialismo  en  un  ciclo  organizado  por  la  Sociedad  Filosófica de Graz a finales de 1950. Entre los grandes pensadores europeos que, con anterioridad al existencialismo actual, se han planteado,  desde  el  punto  de  vista  existencialista,  el  problema de «ser hombre», ha mencionado a Dostoievski.

Y con razón.

Porque, a fin de cuentas,  Dostoievski no  ha  hecho,  en  esencia, otra cosa que plantearse  continuamente  la  siguiente  cuestión : ¿Qué es el hombre, qué puede el hombre, el hombre carente de  supuestos, extramuros de sus supuestos civilizadores, sociales, históricos y de otros limites semejantes? ¿Qué es el  hombre  en  un «paisaje de mundo virgen»  -por emplear  un  concepto  de  Stefan  Zweig-,  el hombre más allá de las últimas empalizadas fronterizas?

Dostoievski ha avanzado, partiendo de los problemas existenciales  -por  ejemplo,  peculiaridades  biológicas  rusas,  problemas de la crisis moral y espiritual de la intelectualidad rusa, etc.-, ideológicamente, hasta los problemas del ser, como lo atestiguan sus cartas y las disquisiciones contenidas en sus obras. Y con ello ha afrontado la cuestión del sentido metafísico de la vida humana, los problemas hombre y Dios, actitudes de fe religiosa y de escepticismo, libre albedrío  humano,  significación  metafísica  del  dolor; ha penetrado en los conceptos vida y ser, vida y pensamiento, tiempo y eternidad, hasta llegar a los linderos mismos de la exis­ tencia : muerte y caducidad, nada.

Pero no es el análisis de la concepción del mundo de Dostoievski el que ha de ocuparnos aqui; trátase más bien de señalar que Dostoievski ha previsto, con  intuición  profética,  problemas  esenciale y existenciales de nuestro ser espiritual, moral y social de hoy, prediciendo todos  sus  efectos  sobre  el  hombre  y  la   configuración de  la sociedad  humana.  Ha  columbrado,  con  más  de  medio  siglo de   antelación,   los  fenómenos   de   crisis   que  se  han   apoderado del hombre, de la sociedad y de la cultura  actuales.  Fenómenos  de crisis que hasta los últimos decenios -especialmente hasta los últimos  treinta  años-  no se han manifestado  con   toda su  virulencia y que hoy en día se nos presentan con la  fuerza  de  su desnudez. Hoy  ya  no  hay duda –lo confirman la élite pensante de Europa y del mundo y el torrente de bibliografía sobre el  genial  novelista ruso-:  Dostoievski  no  es  sólo  el  escritor  más  representativo de la Europa post-romántica del XIX, sino  además  pertenece  a las figuras claves de la época contemporánea. Porque en sus personajes principales ha pintado y analizado minuciosamente los movimientos espirituales de los siglos XIX y XX: el intelectualismo racionalista, el irracionalismo, el  nihilismo,  el  ateísmo,  las  nue­  vas religiones sociales -socialismo y liberalismo--, con todas las consecuencias anímico-morales que han producido sobre el espíritu del hombre.

Dostoievski ha superado, como ya señaló acertadamente el filósofo Alois Dempf, tanto al burgués Hegel como al proletario Fourier, para desembocar, como más adelante Nietzsche, en el individualismo solipsista. Sin  embargo,  ha  dado  un  paso  más,  llegando a positivas soluciones de  triunfo sobre el nihilismo.  No  piensa  ya  de forma racionalista, como  Marx,  Spencer,  Comte  y  Tolstoi,  ni  de modo esteticista como Burckhardt y Nietzsche, sino profesa una ideología metafísico-religiosa,  apocalíptica,  con  enteriza  plenitud de una personalidad pensante, volitiva, sensible y también doliente.

Quizá comprendamos mejor lo que significa Dostoievski en la historia espiritual de los siglos XIX  y XX  y  lo  que  representa  para la situación espiritual de la hora presente y sus problemas fundamentales, si trazamos un breve esquema del desarrollo y la  génesis  de la valoración y del influjo de Dostoievski  tanto en  Rusia  como  en Europa:

Si partimos del concepto de comprensión en Dilthey («Comprender  es  auto-representación  de la  vida  en  nosotros  mismos») -consideramos el acto de comprender como un acto de afinidad anímico-espiritual;  si  tomamos  el  concepto  de  vida  del  fisiólogo inglés Haldane : «Vivir es una coordinación activa»; si trasladamos el concepto de incertidumbre la selección activa del contorno  al campo del espíritu, veremos que los distintos grados del interés por Dostoievski y de sus efectos, con sus  ocasionales  desplazamientos del centro de gravedad (bien hacia lo humanitario-social-ético, bien hacia lo psicológico y patopsicológico, bien hacia lo religioso-metafísico), ofrecen valiosos puntos de vista para nuestro tema.

Igual que la investigación sobre Goethe  ha  acuñado, al  estudiar la influencia de Goethe en el mundo, el término «madurez goetheana» -del mismo modo que se habla en otros sectores del arte de la madurez beethoveniana o de la madurez de Miguel Angel-, podemos hablar nosotros de la madurez  de  Dostoievski,  aunque  menos en un sentido estético que en un sentido psico-ético, de  concepción del muudo; y en ocasiones también puede hablarse de precursión dostoievskiana.

Consideremos algunos hechos.

Dostoievski es hijo de una época de transición; la actitud espiritual romántico-idealista -hacia  1840- se ve  sometida  en  Rusia, en los decenios siguientes, a una crítica radical, merced a los representantes de Feuerbach, Strauss, etc., que enfocan los  problemas con un criterio nuevo, realista, de crítica social, en parte consecuencia del liberalismo, en parte del socialismo (es la llamada dirección naturalista acusadora -Belinski, Hercen, etc.-); entonces se produjo el cambio de opinión  en la  intelectualidad rusa, de la que se adueñó la fe positivista en el progreso y en la ciencia, dominante durante el resto del siglo XIX; toda esta posición espiritual pasará a los tipos nihilistas dostoievskianos de Crimen y castigo, El idiota, los endemoniados, los hermanos Karamazov, penetrando hasta los más recónditos recovecos del alma con todas sus consecuencias;  todo este mundo será sometido por Dostoievski  a un análisis vidente y a una crítica sagaz.  Todo  ello  reflejará, como lo confirman los fenómenos de la evolución de los últimos lustros del XIX y primeros del XX, un análisis certero de la fe racionalista-positivista europea en el progreso, de sus religiones redentoras  sociales  y  secularizadas  -liberalismo  y  socialismo-, de la fe en la  omnipotencia  de la  ciencia  y  del  humanismo  ateo y anticristiano.

Mientras la novela primeriza de Dostoievski -Pobre gente, 1845- fué recibida por la crítica radical con el máximo entusiasmo, como la realización literaria de estas nuevas tendencias sociales y aclamadoras, las novelas psicológicas siguientes no fueron comprendidas en su verdadero alcance y sí, en cambio, calificadas por el portavoz de la crítica de «estupidez neurasténica». Aunque es cierto que a Crimen y castigo se le dispensó excelente acogida (1866), las obras maduras escritas en Alemania -El idiota y Los endemoniados , que representan la ruptura con los nihilistas  (es  decir,  con los liberales), fueron violentamente rechazadas por la crítica que se llamaba «progresista».

Ya en este hecho podemos advertir el error de Belinski y de toda la crítica liberal del 60, que admiraba en Dostoievski solamente al moralizador social, sin conocer en él al representante de lo específicamente anímico-espiritual. No vieron lo absolutamente nuevo en él: su psicoanálisis, su penetración en los problemas, su examen perspicaz de todas las facetas, incluso las irracionales, de la existencia humana. No percibieron siquiera  el tema fundamental de Dostoievski, que empezó a madurar en él durante el último período de su estancia en Alemania y que cristalizó definitivamente en su época de creación más fecunda en Rusia, donde adquirió su forma final: la inquietud espiritual, la lucha del hombre contra Dios y por Dios, el tema, a fin de cuentas, del ateísmo y de la fe.

Précisamente por estos temas, igual  que  por  su  estilo  peculiar de la tragedia novelística polifónica, Dostoievski  se  destaca,  como un solitario, entre el grupo de los  grandes  realistas  rusos  de  su época (Turgueniev, Tolstoi), así como entre el de los grandes realistas europeos (Balzac, Flaubert, Goncourt, Dickens, etc.). André Gide, que ha estudiado mucho y muy a  fondo a Dostoievski, observó lo  que  sigue:  Mientras  la  novela  occidental  europea  trata  de las relaciones sentimentales e intelectuales  entre  hombre  y  hombre, Dostoievski trata de las relaciones del individuo hacia  sí  mismo, o sea de su relación con Dios.

Aunque Dostoievski gozaba hacia el año 70  de tanta estimación en Rusia, por su actividad literaria, que se le  llamaba  «la  conciencia de Rusia», como después a León Tolstoi, los epígonos del 80 (Korolenko, Uspenski, Chejov) no siguen a Dostoievski, sino a Turgueniev y a Tolstoi.

Fueron los neo-románticos, simbolistas y místicos del siglo XX (Merejkovski y otros), los que se  sintieron  más hondamente  ligados a Dostoievski, penetrando lo irracional  y  lo  religioso-metafísico de su obra. Además,  por  la  misma  época  empezó  a  orientarse la historia literaria especialmente hacia el análisis de su concepción del mundo. Pero entonces los dos  pensadores  más  importantes que Rusia  ha ofrecido  a  Europa  en  el  siglo  XX  -Berdiaiev  y  sobre todo el joven amigo de  Dostoievski,  Soloviev-,  volvieron  a realzar una neo-ortodoxia de tipo religioso-filosófico, que, según Berdiaieff, se debe  esencialmente a  Dostoievski.  Esta  neo-ortodoxia forma parte, con el renacimiento de Kierkegaard y el  neo-tomismo, de la tríada de corrientes filosóficas cristianas de nuestro tiempo. Aparte de esto, los emigrados  rusos  (Karsavin,  Stepun, Frank, Chestov) descubrieron en esta época a su Dostoievski, e introdujeron su  propia  concepción  del  mundo  en  la  interpretación de Dostoievski.

No es extraño que la crítica soviética de los últimos años, a  pesar de su pretendida incorporación chauvinista de todo lo  precedente al nuevo orden, se muestre ajena y aun opuesta a las metas señaladas por Dostoievski (véase, por ejemplo, la polémica en la Literatumaja Gazeta [24-XIl-1947] de Moscú). Esto es tanto más significativo cuanto que nadie en el mundo  ha  dedicado  una  crítica tan profética al  nuevo  sistema  de la  conducción  de  hombres y de sus consecuencias -la total esclavitud humana- como Dostoievski en Los endemoniados y en La leyenda del inquisidor general. Léase el discurso de Chigaliev en  Los endemoniados  sobre el orden social del futuro, el paraíso  terrenal  del  porvenir,  cuando se explica, a base de las premisas naturales y que permiten un razonamiento completamente lógico, lo que sigue: (Nueve décimas partes de la Humanidad deben ser privadas de la voluntad y convertidas, mediante la educación conveniente, en rebaños»; inte­ rrumpe uno de los interlocutores: «Yo, en cambio, a esas nueve décimas partes, en lugar de conducirlas al paraíso, las haría  reventar, si es que no sirven para otra cosa, y dejaría sólo una  mínima parte de gente culta, que pudiera  vivir  cómodamente  de  acuerdo con los principios científicos»; a esto objeta Liputin lo que sigue: no es igual de difícil decapitar a cien millones que transformar el mundo a fuerza de propaganda, o quizá más difícil, sobre todo en Rusia.) Huelga todo comentario.

Y ahora la cuestión siguiente: ¿Cómo reaccionó el mundo intelectual de Occidente, especialmente Alemania, Inglaterra y Francia, frente al fenómeno Dostoievski?

Empecemos por Alemania.

No se prestó atención a la obra juvenil Pobre gente, que fué pronto traducida al alemán. Lo mismo puede decirse de  la  que apareció  hacia  el  60 -La  casa  de los muertos-  y  luego  de Crimen y castigo. Hasta el naturalismo de fines de siglo no  empezó  a estimarse a  Dostoievski,  Tolstoi,  Zola; pero  el  interés  cifrábase sobre todo en la descripción social del ambiente: Dostoievski, el Homero de los  estudiantes  famélicos, de  las  prostitutas  nobles,  de los borrachos desesperados, el abogado de los humillados y  ofendidos; sin  embargo,  se  les  escapaba  el  Dostoievski  más  profundo, el de El idiota y Los hermanos Karamazov, porque para su concepción del mundo naturalista,  que  negaba  lo  metafísico  y  lo  religioso, el auténtico Dostoievski no  merecía  atención.  Algo  semejante cabe decir de los naturalismos inglés y francés.

Después de la catástrofe de la primera guerra  mundial,  aniquiladas politica  y  económicamente  las  potencias  centrales,  enfermas en cuerpo y alma, Dostoievski se convirtió en el hombre  del  día. Arturo Luther, el excelente conocedor de la literatura rusa, consignaba en su Breviario de Dostoievski (aparecido  en 1946):  (Como a sus héroes -de Dostoievski-, también a nosotros empezó a angustiarnos nuestra semejanza con Dios. Ninguno  -lo  hemos  visto ahora-  había representado  el  terror   del   hombre,   que   se  gloria de ser Dios y se ve,  de  repente,  reducido  a  su  mezquina humanidad, de  una  manera  tan  conmovedora  como  él.   No  es  la   crítica de situaciones sociales, destacada por el naturalismo, sino la revelación de  lo  irracional   como   fundamento   de  la   vida   del  mundo y del hombre, lo que más nos cautivaba; era la «ilusión  del  caos), como se titulaba uno de tantos libros  que  entonces se  escribieron sobre Dostoievski (Hermann Hesse). Recordemos tan sólo las opiniones de Natorp, Nieitzel, Stefan Zweig, Thomas Mann, Gerhard Hauptmann.

Vemos que es toda la élite intelectual la que se ocupa ahora de Dostoievski, del «talento cruel que penetra y se sumerge sin piedad hasta los últimos rincones del alma humana y de su existencia espiritual. Se reconoció entonces en las  obras  de Dostoievski,  junto a la certeza psicológica (Thomas Mann : «Dostoievski es el pri­ mer psicólogo de la  literatura  mundial»)  en los  retratos  humanos en cada estadio (embriaguez, erotismo, epilepsia, estados oníricos, alucinaciones, demencia, el pecado en cada una de sus manifestaciones), la problemática religiosa profunda de toda su obra, la infinita plenitud de la vida anímico-espiritual de la filiación divina, (Sosima, Aliocha).

Dostoievski había sido plenamente descubierto,  como  psicólogo, por el mundo intelectual burgués alemán  y de  Occidente, aunque su genial caracterología de la perversidad no fué estudiada monográficamente hasta después de la segunda guerra mundial  (1946) por Alois Dempf. Freud tuvo que apelar al testimonio de  Dostoievski para sus teorías de los complejos reprimidos y otras del psicoanálisis. Así se explica, por ejemplo, el complejo de los Karamazov, derivado del problema del asesinato del padre. Sin embargo, Freud, como positivista, no llegó a comprender todo el problema, ya que en los personajes  de  Dostoievski  no se  trataba  sólo de perturbaciones psicógenas o  psicológicas,  sino  de  trastornos  de la unidad vital de la personalidad, de la salvación de toda la personalidad, en la que  los impulsos  -la libido-  sólo son  una  parte del amor verdadero (amor a Dios y amor al prójimo). ¡Cómo  se queja Dimitri Karamazov, la personificación del impulso erótico humano, de la belleza!. La belleza es algo terrible. Terrible por indeterminada, indeterminada porque Dios sólo nos brinda  enigmas... Demasiados enigmas oprimen al hombre en la tierra. ¡Resuélvelos como puedas y sal del agua sin mojarte! ¡Belleza! No soporto que un hombre de  elevada  espiritualidad  y corazón  empiece con el ideal de la Virgen y acabe en el ideal de Sodoma. Más. espantoso es aún que,  con  el  ideal  de  Sodoma  en  el  corazón,  no se niegue el ideal de la Virgen, con el corazón inflamado por él como en los días de la inocente adolescencia. No, el hombre es demasiado amplio; yo lo estrecharía más... Lo que parece vergonzoso al entendimiento, al corazón se le antoja belleza. ¿Es que hay belleza en Sodoma? Precisamente en Sodoma  es  donde existe  para la mayoría  de los humanos...  Es horrible  que la  belleza  no sea  sólo algo terrible, sino también  misterioso.  El  demonio lucha  con Dios, y el campo de batalla es el alma de los hombres.»

Hasta aquí la valoración de Dostoievski en Alemania.

Mucho después encontró la Francia espiritual el camino que conducía al más prolundo y más auténtico Dostoievski, y precisamente no hace mucho tiempo, gracias a Trojat y Henri de Lubac. Vogue que, con su libro sobre la novela rusa (1886), abrió a los franceses el ámbito de las nuevas letras en  Rusia,  seguía  viendo en Crimen y castigo la cima de la obra de Dostoievski, mientras calificaba Los hermanos Karamazov de «historia interminable», llena  de «nieblas sombrías, extravagancias imperdonables», llegando a considerarla como la obra más floja y más pesada de Dostoievs.i. También  en  Francia  se  vió  únicamente,  durante   mucho  tiempo, al escritor de la «vaga religión del sufrimiento» con sus matices humanitarios, y pasan muchos años antes de que se reconozca al psicólogo, al analítico de la personalidad hendida. Es significativo para la condición  intelectual  de  Francia  el  que,  posteriormente, sólo se editaran versiones adaptadas y abreviadas de las obras (por ejemplo, la de Los hermanos Karamazov, de Malpérine-Kaminski, 1930), en las cuales se prescindía de explayaciones, monólogos, diálogos, etc. Es decir, no se percibió que precisamente estos fragmentos suprimidos constituían el nervio  vital  de la  obra  espiritual de Dostoievski. Por otra parte, todas las consecuencias críticas, derivadas de estas versiones abreviadas y adaptadas, eran falsas.

No obstante, todas las personalidades literarias de alguna importancia, tanto  en  Francia  como  en  Inglaterra,  España,  América, etc.. igual los realistas que los escritores “fin-de-siecle” (Paul Bourget, Leconte de Lisie, Duhamel, Marcel  Proust,  Lawrence, Osear Wilde, Huxley, Unamuno, Pío Baroja, etc.), se nutrieron espiritual y estéticamente de Dostoievski. El crítico inglés Maurice Barríng hubo de constatar qué ningún otro, ni siquiera Shakespeare, había revelado de un modo tan penetrante los altibajos del alma humana como Dostoievski, «el más grande psicólogo: todo ello nos prueba la fuerza magnética irradiada por el dostoievskismo en el área del cosmos espiritual-artístico.

Aunque entre los autores citados predomina la afición crítico­literaria  y literario-estética, una persona  como Gide tenía perfecta consciencia de la significación y grandeza históricas de Dostoievski; más aún después de publicarse la obra de Henri de Lubac Le drame de l' humanisme athée -una vez terminada la segunda guerra mundial-, y en la que se reconoce que la gran significación de Dostoievski residía en el hecho de haber  desvelado el espíritu  puro, la profundidad espiritual del ser; pero al  mismo  tiempo  no  ha dejado desamparado al hombre frente a sus abismos, sino que le ofrecía  una  nueva  dimensión,  prefigurando  así  en  cierto  modo una nueva posibilidad humana, ya realizada por él: porque en Dostoievski  se refleja  la  crisis  del  mundo moderno, el  choque  de las posiciones espirituales hombre-Dios y Dios-hombre, formándose   de   todo  ello   aquella   hybris,  peripecia   proteica   de   nuestro tiempo, hecha cuerpo en Raskolnikov, Kirilov, Ivan Karamazov y otros. Todo esto por la razón siguiente : porque en Dostoievski, está condensada toda la crisis del mundo moderno, llevada a la expresión más pura, pero con indicación de la via para una solución vital.

Con tres decenios de  anterioridad,  el teólogo  protestante Thurneysen, en su interpretación del problema de Dostoievski -que sigue, siendo de lo mejor que puede leerse, a pesar de  la inmensa cantidad   de  bibliografía   acumulada   en   torno  al  novelista-,   ya vió que  Dostoievski,  con  su  percepción  incomparable  para  todo aquello -que flotaba en el ambiente, había pintado la leyenda de este nuestro tiempo europeo, con su anhelo múltiple, con su innúmera inquietud, con su profundo escepticismo, su tenacidad  y su  nostalgia insatisfecha, una época que, a pesar  de su  avance  fabuloso en los órdenes de la civilización, de la técnica y del intelectualismo, llegando casi a dominar el mundo y la naturaleza, se veía  sin  tregua desgraciada y atormentada por los espectros  de la  guerra  y de 'la revolución.

Después de las profundas conmociones,  morales  y  espirituales, de la segunda guerra mundial, en medio de cuyas  consecuencias inmediatas aún nos hallamos, surge la cuestión de la problemática religiosa y  metafísica  del  mundo espiritual  dostoievskiano, y se sitúa en el primer plano del  interés  y de  sus efectos.  No es,  por tanto, ninguna casualidad el que en  los  últimos  años,  sobre todo los teólogos, católicos, protestantes, ortodoxos, como Guardini, Steinbürhel,  Henri  de  Lubac  y  otros  se ocuparan  de Dostoievski, y  que  también  Alois  Dempf  llegara  a  la  conclusión  de  que  la raíz más íntima de toda la actitud vital de  Dostoievski está  determinada por la fe o por la incredulidad en la postura vital del hombre.

Nosotros, los historiadores profesionales de la literatura, tenemos que reconocer en justicia que estos teólogos y filósofos comprenden de un modo mucho más auténtico y esencial el problema de Dostoievski que los mismos literatos, aunque prescindan o sólo rocen tangencialmente la faceta estética. Esta faceta estética, aparte  de  las  investigaciones  rusas  del  año  20,  ha   recibido  vida nueva en un estudio reciente, debido a un italiano, Eurialo de Michelis, cosotto la specie della poesia, nel senso rigoroso delle poesia, que ha puesto su mano experta al servicio de la literatura comparada, ofreciendo una obra importante, cuyo juicio escapa  a  la  finalidad de nuestro trabajo. El libro inglés del publicista polaco Stanislaw Mackiewicz (1947) nada nuevo nos dice, en cambio.

¿Qué resulta, a fin de cuentas,  de  esta  panorámica  del  desarrollo de la valoración e  influjo  de  Dostoievski en  la  historia  espiritual de Rusia y de Occidente durante el siglo 1850-1950?

Primero.   Que las fase; y  los representantes de  una actitud   intelectual derivada del humanismo liberal-burgués  y  liberal-socialista, así como de la fe positivista en el progreso  y  en  la  ciencia, sólo  ven en Dostoievski a un ético social realista o naturalista,  o  sea  al poeta de  la  literatura  humanitaria   del   dolor   y   de  la  compasión, al escritor de lo psicopático, de lo  neurótico  y  de  lo  criminológico. No supieron asimilarse la faceta esencial del mundo espiritual dostoievskiano, no encontrando conexión alguna  con  su problemática religiosa o metafísica, pero tampoco con la idea que Dostoievski tenía de la realidad. Es él, precisamente, quien dice de sí mismo :

«Soy un realista en sentido superior, lo que significa que descubro todos los recovecos del alma humana. Y más aún: Lo que los hombres, en su mayoría,  llaman  fantástico  e inaudito, es  para  mí "la realidad más profunda.»

Segundo. Todos los espíritus  y  artistas  más  grandes y  hondos de esta época veneraban en Dostoievski a uno de los psicólogos más fundamentales de  la  literatura  mundial,  al  insuperable  analítico de lo insondable, de lo anormal,  de lo  perverso, de lo satánico,  de lo extático en el alma humana. Los que, partiendo de una posición naturalista, veían en Dostoievski al mero psicólogo, no han com­ prendido que Dostoievski, más allá de toda psicología, busca la verdad de todo ser, o sea la clave metafísica.

Tercero. Las corrientes irracionalistas (Bergson, etc.) que aparecen a principios de este siglo, abriendo brecha en el pensar causal naturalista, mecanicista y determinista  y quebrantando el muro de la evidencia, para emplear  una frase  del hombre  del  subsuelo de Dostoievski, ven en éste, igual que en Nietzsche, a su compañero.

Cuarto. En el decurso de los  tres  últimos  decenios  se  percibió toda  la  importancia de  la  problemática  espiritual,  ética  y  religiosa de Dostoievski, comprobándose también  que  en  las  angustias  y  crisis de nuestro tiempo es el mensajero preciso; que Dostoievski ha plasmado la epopeya del  ser  espiritual  moderno,  del  hombre  surgido  del  Renacimiento, que  pertenece,   por  sus  méritos   espirituales y artísticos, igual que  Homero  y  Platón,  que  Virgilio  y  San Agustín, que Dante y Santo Tomás de Aquino,  que  Shakespeare, Cervantes y Goethe, a los grandes educadores  de  la  Humanidad,  que gozan de significación universal y  perenne.  Si  Dostoievski,  con enorme ambición artística, como consta por sus  cartas,  se  ha  impuesto a sí  mismo  la tarea  vital  (a  la  manera  de  Homero,  que  con su Iliada había modelado la vida espiritual y terrena  de  la  antigüedad) de convertirse en el poeta, el filosofo, el conductor de la humanidad post-cristiana  con  su   mensaje  de   juez  sobre  su  tiempo y de profeta para  el  venidero,  puede  decirse  que  ha  llevado  a  cabo su obra en lo  esencial, aunque  adolezca  de  lo  fragmentario,  como toda obra humana.

Quinto. Las  fases  del  desarrollo  social  y  espiritual  de  fines del XIX y especialmente  del siglo XX, en  las  que  se  producen la quiebra y la  problematización  de  los  fundamentos  de  nuestro  ser y de nuestra voluntad espirituales,  morales  y  sociales,  sobre todo después de la segunda guerra mundial,  amenazando  las  bases de toda nuestra cultura occidental y de nuestra civilización, con pérdida de los conceptos -como dice  el  inglés  Woodwards­ security y stability, dichas fases, al buscar la respuesta a tantos problemas, encontraron la réplica adecuada en Dostoievski. En cambio, todas aquellas fases, en las que dominaba un orden estatal normativizado, autoritario por medio de un partido, como, por ejemplo, las diversas formas de fascismo o comunismo,  rechazaban  y siguen rechazando a Dostoievski.

La situación actual

Hoy en día ha pasado  a  primer  plano la  problemática  religiosa de Dostoievski; es decir, su posición ante el problema de la dirección de seres humanos según principios cristianos o según principios anticristianos; interesa su actitud ante un sentido puramente terrenal o un sentido metafísico-religioso de los problemas.

Augusto Comte afirmaba que Dios es excluído y sustituído, preconizando el sacerdocio de los científicos, una religión de la Humanidad como régimen positivista. Max Stirner proclamaba la tesis del dios humano autónomo: ego mihi  deus. Max Scheler  afirma que el ateísmo como postulado es signo caracerístico en el hombre moderno. Nicolai Hartmann explica : «El hombre se sentiría, por naturaleza esencial, libre de su persona moral, si existiera Dios.» Heidegger opina que no basta con negar a Dios, sino  que,  para  evitar cualquier posibilidad de retorno de una afirmación, ni  siquiera debe plantearse el problema de Dios. Emil  Bergmann  dice que no sólo se pueden criar animales, sino también criaturas divi­ nas. El primer antecedente es Prometeo. Nietzsche cree haber matado al Dios antiguo. Todas las opiniones  coinciden,  y si seguimos  la progresiva secularización con todos sus efectos en este neo-paganismo, que es el fenómeno espiritual más acusado en la intelectualidad europea de nuestro tiempo, se comprenderá que Dostoievski, al plantearse el problema del ateísmo, o sea del nihilismo, como problema nuclear, ha penetrado en una de las cuestiones básicas de nuestra época.

Algunas palabras acerca de la relación entre Dostoievski y Nietzsche. A ambos suele considerárselos como analíticos y profetas de nuestro tiempo.

Puede calificarse a Dostievski como precursor de Nietzsche, ya que personajes como Raskolnikov, Stavrogin, Chatov, Ivan Karamazov son hombres que viven y preconizan la  tesis  nietzscheana  del más allá del bien y del mal.

Nietzsche ha percibido el nacimiento del nihilismo,  que  resulta de la negación de Dios; Dostoievski (tal vez es éste el más poderoso mérito de su análisis) ha  previsto los efectos  del  nihilismo  en el hombre moderno, sobre todo en obras como Crimen  y  castigo,  Los endemoniados y Los hermanos  Karamazov.  Pero  Dostoievski ha ido más lejos (y en esto aventaja a Nietzsche): ha trazado el camino para una solución efectiva, el caminó para la liberación interior, triunfante sobre el nihilismo que aniquila, mediante la tragedia de la auto-purificación nihilista, según el modelo de Raskolnikov o de Dimitri Karamazov.

Dostoievski y Nietzsche juntos constituyen la critica del racionalismo occidental, del humanismo, de la fe en el progreso con sus pueriles idilios futuristas. De sobra hemos  experimentado  adónde nos llevan estos idilios de los racionalistas, de los  hombres  que creían en  el  progreso  científico  todopoderoso ;  buena  lección  la de los últimos veinte años: añejas sedes culturales  reducidas  a cenizas por las bombas, exterminio por  hambre,  por  aniquilamiento físico de millones de seres, que  con el  juego  demoníaco-cínico del hombre-Dios han convertido al hombre en la fiera más voraz contra el hombre.

Dostoievski y Nietzsche juntos constituyen la oposición contra el dominio de la ciencia, que se considera sucedánea de la religión y presunta salvadora del hombre mediante la aparente solución de todos sus problemas, con sus pretendidas categorías fijas. Ambos desprecian la cultura de superficie de nuestro tiempo y pretenden escapar de sus mazmorras; ambos  anuncian el choque de las fuerzas irracionales; ambos reconocen la tragedia de la existencia humana y oponen a la tesis racionalista-utilitaria burguesa de la felicidad y la virtud (felicidad mejor que heroísmo) la tesis de que el heroísmo prevalece sobre cualquier índole de felicidad. En ambos vive el amor a la vida, la mística del vivir y la mística de la tierra. Alyosha Karamazov dice a su hermano Iván: «Uno quiere amar con lo más íntimo, con las entrañas... Me alegro terriblemente de que quieras vivir así. Creo que todos tienen que empezar en el mundo por amar la vida.»

Dice lván: ¿Y amar la vida más que el sentido de la vida?» Responde Alyosha: «Necesariamente. Hay que empezar a amar la vida antes de  la  lógica;  tiene  que  ser  así  necesariamente: antes de la lógica, pues sólo entonces podré llegar a comprender el  sentido de la vida.»

Y en El idiota leemos: «La vida es lo único que importa ; todo gira en torno a la  vida, en torno  a  descubrirla  infinitamente, y  no en torno al descubrimiento en sí.»

Y si nos planteamos ahora la cuestión : ¿Qué nos dice Dostoievski a propósto de la crisis espiritual de nuestro tiempo?, podría surgir inmediatamente una objeción básica contra la validez de sus juicios: Dostoievski es un artista; por tanto, sus conocimientos, juicios y valoraciones, convertidos en expresión  por  él dentro del marco de la ohra  artística,  sólo  tienen  sentido  y significación en función del organismo de la obra  artística  en  sí,  y  no  pueden, en consecuencia, extraerse en cierto modo como elementos esterilizados.

Digamos algo acerca de esta posible objeción. Todo poeta realmente importante, todo auténtico artista,  que no se  limita  a  reflejar problemas de existencia, sino de esencia o de ser, tales como  hombre y destino, hombre y Dios, es, al propio tiempo, un filósofo. Todo mito importante  encierra  en  sí  una  filosofía.  Es sólo el medio para representarla. Lo que el filósofo desarrolla en  tratados abstractos y en  proposiciones  lógicas,  el  escritor  lo  objetiva a través de seres vivientes, con sus acciones y destinos. En los dibujos de Miguel Angel, como ha observado certeramente  Sedlmayr se descubre la concepción del mundo del Buonarotti, con su grandeza y servidumbre humanas, su vuelo  prometeico  y  su caída, lo mismo que en la Novena sinfonía se nos revela la concepción del mundo de Beethoven.

Dostoievski es un ideólogo  de tipo  muy peculiar,  él  mismo dice en una carta a Strajov: «No me importa tanto la novela como la idea»-, y da  forma a la vida casi  microscópica  de  la  idea del hombre. No es el autor de novelas de tesis en el sentido occidental de este género; sus novelas no son tesis, sino más bien problemas que soluciones. Es, como han demostrado los más recientes rusólogos (Bachtin, Grossmann) a través de sus investigaciones de la poética específica de Dostoievski, el creador de un nuevo tipo de tragedia novelesca: la novela polifónica, frente a la novela  europea de desarrollo y configuración monofónicos.

Dostoíevski, un vidente del espíritu, igual que Tolstoi, llamado «vidente de la carne», parte, en su forma expresiva visionaria e intuitiva, no especulativa, del hombre y no del problema, desarrollando sus ideas al pasar, tal vez en un encuentro fingido (por ejemplo, la visión  del  demonio de Iván Karamazov)  o  en  el  monólogo o en la disputa.

Dostoievski no es un empírico de lo espiritual ni un pensador naturalista, sino un realista trascendente y místico. «El resultado final de su análisis perforador del hombre es  la  comprobación  de esa relación sintética de todo lo humano con el punto de evasión situado más allá de toda realidad psicológica», dice Thuneysen.

Dostoievski, al dar vida a la efectividad de las ideas en el vivir del hombre -todos sus personajes nos resultan comprensibles cuando empiezan a hablar o reflexionar sobre algún problema-, y al  usar de la novela polifónica, que  posee la facilidad de trasladar a la polifonía los procesos de ideas encontrados de la humanidad moderna en toda su pluriversalidad, nos ofrece un  panorama de la problemática espiritual de los últimos siglos desde Rousseau; con ella toman cuerpo la posición teísta y la atea (Sosima y Alíocha de una parte, y de otra lván Karamazov, Stavrogin, Kirilov, Verchovenski). La actitud racionalista o la irracionalista, la humanitaria y la antihumana, la disonancia entre la energética cultural, científica y económica y el amor o la capacidad de bondad, repercutiendo en nuestros actos y en nuestra proyección racional.

Y Dostoievski acertó a ofrecer una crítica de las corrientes espirituales modernas, de la ciencia moderna y  de  la  filosofía,  porque -según consta por sus cartas y por su evolución espiritual­ nunca dejó de interesarse por todos los problemas filosóficos : se ocupaba de Kant y Hegel, de Saint Simon  y  Fourier,  de las  ideas  del liberalismo y del humanismo positivista, a menudo discutiendo afirmaciones de estos pensadores.

Si acudimos a los planteamientos de problemas por Dostoievski, con todo el peso de su significación, en cierto modo formativa para nuestra situación espiritual, tenemos que tener en cuenta, en primer lugar, que Dostoievski vive en todos sus personajes. Hay que huir de hermosear y  de  santificar  a  Dostoievski,  como  acontece a menudo, identificándolo con figuras semejantes a Cristo, como  la  del  príncipe  Michkin,  o  la  de  Aliocha,  o  de  Sosima. Dostoievski no ha escrito ninguna teodicea, sino más bien una satanodicea. Tenía consciencia sobrada del carácter feroz del hombre -aunque feroz con una chispa divina-: conocía lo demoníaco-destructor que habita en los recovecos del  alma  humana, con todas las pasiones, libido (Rogochin, Dimitri Karamazov), superbia, avaritia, etc. No fué en vida el burgués cumplidor -recordemos tan sólo su apasionada tragedia amorosa con la estudiante Suslova en París o  su  irreprimible  vicio  por  el  juego-; no fué tampoco un cristiano piadoso, aunque, después de sus vivencias en Siberia, volviera a encontrar a través de la Biblia la senda hacia un cristianismo positivo. Sólo tras una vida llena de luchas internas y de dudas, ante todo de dudas religiosas, pudo hallar la luz y la madura claridad, después de  haber consumido en  sí mismo las tinieblas  y  los  equívocos.  También  en  este  sentido era Dostoievski un hombre moderno.

Pero digamos algo más acerca de la cuestión: ¿Qué significa Dostoievski para la crisis de nuestro tiempo? El hecho de que nos hallamos ante un momento de crisis y de transición, sin comparación posible con ningún otro momento de la historia de los últimos tres milenios, lo han constatado en el transcurso de los últimos decenios los más perspicaces pensadores y  diagnosticadores de nuestra época: Huizinga, Jaspers, Hans Zehrer y Alfred Weber. No es menester, por tanto, insistir  nuevamente  en  este punto.

Se comprende que en el  medio  europeo-alemán,  al  pasar  por las más hondas conmociones de todo orden, sacrificando  toda suerte de seguridades y valoraciones, se  percibiera  con  más  intensidad que en otras latitudes esta crisis que  recorre  el  mundo  de  punta a punta.

Se habla del fin del hombre actual, de  un  retorno  a  la  situación existente en el año uno de  nuestra  historia.  Alfred  Weber  habla del fin del  caballero  feudal,  que  ha  formado  incansablemente, con renovación dinámica-espiritual y social-estructuradora, el mundo moderno, derivado de  un impulso activo y hegemónico, que se inspira en la imagen y en el destino de Grecia y de Roma, aunque incorporándose la síntesis y la discusión,  por  sus instintos, de una actitud cristiana y antifeudal, con lo que se definió  el  destino de Occidente.

Es evidente que no son  sólo los sistemas social  y  económico  y el orden estatal de  Europa  los  que  empiezan  a  vacilar,  sino  los  de todo el mundo. Ya después de la primera guerra mundial, pero mucho más aún después de la segunda,  se ha  planteado el  problema de toda la  configuración  mundial,  conmocionándose y estando en período de disolución o, al menos, de transformación, los elementos vitales espirituales y éticos en los que se basaba hasta  ahora el mundo, ya sean estos elementos la  idea  de  la  libre  personalidad, ya la de la justicia social, de los derechos del hombre, del progreso, de la Humanidad, de la democracia o del socialismo.

Las  antiguas   normas  vacilan   en  todo  el  mundo.   Alfred  Weber constata que todo el mundo ideológico  (derechos humanos, fe en el progreso, etc.) nacido del periodo optimista del siglo XVIII está socavado. Siguió viviendo hasta mediados del siglo XIX en algunas partes del mundo, y de buena fe,  por  ejemplo,  en  América; en Europa, sin embargo, las cabezas mejor dotadas para la política usaron de estos principios sólo con fines de propaganda y para evitar males mayores. Este mundo ideológico  fué  sustituido  por un criticismo y un  distanciamiento  entre  forma  y  desarrollo  de la existencia moderna, con lo que se anuló, a fin de cuentas, tanto el fundamento espiritual-civilizador como la base ideal de la cultura de los siglos XIX y XX.

Todo esto lo comprobamos a diario en el mundo y en nuestro contorno. Lo comprobamos también al observar cómo todo el aparato cultural, creado por el hombre mismo  con  fines  de  civilización y técnica, con su creciente afán totalitario, amenaza de  continuo con devorar y sepultar, con masificar nuestro pensamiento y juicio individuales y autónomos. El hormiguero «Humanidad», del que nos habla Dostoievski en Los endemoniados, ya lo  tenemos aquí, guiado por algunos managers.

Iríamos demasiado lejos si pretendiéramos aducir minuciosas citas para demostrar que Dostoievski ha previsto y  predicho todos los fenómenos fundamentales de tipo espiritual y  moral  de esta crisis presente, coincidiendo con los análisis de los últimos  tres decenios. El la previó con una antelación de medio siglo, cuando todos esos fenómenos existían tan sólo en potencia latente. Ha percibido la crisis en todos sus aspectos : en la problemática religiosa (cristianismo o nihilismo ateo); en la problemática entre racionalismo e irracionalismo, en la fe en el progreso científico, la crisis de lo social y de lo político, la crisis de las nuevas religiones sociales, del liberalismo, de la democracia, del parlamentarismo, del socialismo.

Pero nos limitaremos a considerar un problema central.  La crisis del yo y de la existencia en el hombre libre moderno. Dostoievski había ya intuido que la imagen del hombre, según el diagnóstico de Zehrer a propósito de nuestra situación actual, se ha probado que era falsa. Repitamos aquí el diagnóstico de Zehrer: la imagen del hombre autónomo, racionalista, surgida en el siglo XV entre descubrimientos, conquistas e  imperios;  la  del  hombre que se cree libre, igual y fraterno -al menos desde hace  dos  siglos, desde que Rousseau tuvo la ilusión  de  serlo-;  el  hombre que se cree en posesión de la verdad y que tiene la voluntad de llevarla a cabo, este esquema humano es erróneo.

Dostoievski era, de acuerdo con  su  vida  apasionada,  sentimental e intuitiva, que determinaba su pensamiento, su  ética,  su  religión,  un  enemigo  radical  del  racionalismo.  Rechazaba  el   pensar metódico, la reglamentación racionalista y  la  igualación;  la ilusión de un paraíso terrenal forjado  a  base  de  razón  y  de  ciencia. la ilusión del palacio de cristal, del universo racionalista, del individuo  autónomo  o  del  burgués  capitalista  y  liberal;  de la torre de Babel socialista  y  comunista  con  sus  idílicas  promesas. Se rebeló contra la ciega mecánica de las leyes naturales de la indiferente grande dama Naturaleza (Taine), que hoy o  mañana podrá aplastar al  hombre  como  el  pliegue  de  una  chaqueta  aplasta a  una  hormiga.  Se  rebeló  contra  la  pretensión  de  totalidad  de la ciencia positivista, que  aspiraba  a  resolver  todos  los  problemas, y  contra  el  dominio  de  la  evidencia  racionalista: dos  por dos es igual a cuatro, lo cual es ciertamente bello y  algo  estupendo, aunque a veces conviene no  despreciar  el  que  dos  por  dos  pueda ser igual a cinco, dice el hombre de Dostoievski. O en otro lugar leemos: «Caballeros, les juro que el saber demasiado es una enfermedad, una auténtica y verdadera enfermedad.

Porque   para  Dostoievski  la vida  es  irracional, y  frente a todas sus contradicciones fracasa la lógica. Pero la magnitud más irracional,  inaprehensible  y  poderosa,  es  Dios.  La  sublevación del espíritu que se cree autónomo es por ello el tema fundamental de Dostoievski.

Por lo que atañe a la crítica que hace Dostoievski de la  pretensión  de  totalidad  de  la  evidencia  racionalista  y  la  expansión de la misma en la era moderna del positivismo con una efectiva pretensión  total  hacia  la  vida  orgánica,  la  espiritual  y  la  moral, la esfera del «deber ser», hay que decir simplemente que la evolución espiritual de este medio siglo pasado ha  venido  a dar  la  razón al genial novelista ruso.

No es sólo que la revolución dentro de  las  ciencias  naturales haya destruído o al menos limitado muchísimo el racionalismo, mostrando que las categorías  euclidianas,   por  ejemplo,  son cada vez  más  insuficientes  para  las  ciencias  naturales;   no  es  sólo que se viera limitado el pensamiento determinista y mecanicista a la esfera de la física inorgánica y que científicos de primer orden como Planck tuvieran que reconocer la existencia de hechos no cognoscible para la ciencia, como, por ejemplo el hecho de la existencia de Dios, sino que también en las ciencias de la vida orgánica el pensamiento mecanicista de causalidad fué sustituído de un modo creciente por un pensamiento formal teleológico y finalista: fijémonos tan sólo en  la  teoría  de  la  mutación  y la  regulación  (o  en la proposición acuñada por la nueva biología: la creación es en nosotros continua).

Y en las ciencias del espíritu y en la sociología se abandonó el sistema positivista que venía aplicando, a imitación del sistema  uaado por las ciencias naturales,  reconociéndose la auto-legalidad de las ciencias del entendimiento, y se prescindió  de  las  categorías causa y efecto en favor de las categorías comprender, sentido, finalidad y forma. Pensemos solamente en el estado de la antropología moderna, con lo que supone el nuevo concepto de «ambiente», y además en el nuevo y bien estructurado concepto de «cultura», por ejemplo, en Sorokiri, que abandona la idea  elemental de dicho concepto. En este aspecto la crítica de Dostoievski ha sido incluso superada por la realidad del desarrollo ulterior.

También está fuente de toda duda  que  la  fe en  el  progreso,  esa fe optimista, a pesar  de las  nuevas  conquistas  de  la  técnica  y  de la ciencia, se nos ha borrado con las  experiencias  y  vivencias  de una década de era atómica.

La crítica de Dostoievski de la ética naturalista-positivista del utilitarismo (el hombre sólo obra según su conveniencia), y la tesis dostoievskiana de que el hombre prefiere obrar contra sí mismo antes que contra su libertad, y que el hombre  sólo  necesita  voluntad autónoma, cueste lo que costare tal autonomía,  son  hechos que ha venido a confirmar nuestra propia experiencia.

Dostoievski ha reconocido que la imagen del yo y de la existencia del hombre libre occidental, arrastrado por las corrientes liberales y positivistas y su progresivo desasimiento de las raíces trascendentales  originarias  -confesadas  o  no-,  sólo  podía  acabar consecuentemente en el relativismo y en el nihilismo, culminando en el asesinato y en el suicidio (Raskolnikov: «¿Soy yo Napoleón o un piojo?»), en la esclavización cínica, totalitaria, del hombre por el hombre, o en la masificación, con las dobles personalidades que ya surgen hoy en el aparato mecanizado de la civilización y de la cultura, o en la singularidad individualista. Singularidad o soledad que empieza  ya a  experimentarse hoy  como la trágica situación del  intelectual:  o  convertirse  en  manager  en el aparato de civilización  y  de  cultura  o ser simplemente  un  mártir o un solitario.

Y el número de solitarios aumenta sin cesar.

Tal vez tenga razón Zehrer cuando habla de las tres ideas dominantes del mundo de hoy: socialismo, existencialismo y cristianismo. En el socialismo y el existencialismo ve las ideas que se baten en retirada o  que  al  menos  luchan  para  protegerse,  pero en sus batallas cree ver también el  preludio  de la  gran lucha  por el cristianismo.

¿Qué   ofrece Dostoievski, en  fin, como solución  y meta?

Hay que rechazar la soberbia dominante para refugiarse en la humildad, en la consciencia de la condición de criatura que es característica del “Ser hombre”, en la cultura del corazón.

Dostoievski, como observó ya certeramente André Gide, imprime a su desvalorización evangélica del entendimiento el acento de un mensaje redentor proclamado por los niños, las mujeres del pueblo, los ignorantes, los incultos, el hombre próximo a la  Naturaleza, por todos aquellos, en fin, a los que el saber no ha privado aún de la lozana originalidad, en los que vive aún el entendimiento original, el entendimiento del corazón (príncipe Myshkin). Y la última palabra de Dostoievski es un sí a la vida (final de Crimen y castigo, Dimitri Karamazov también  hacia el final), un sí  a  la vida a    pesar de ser consciente, en lo más hondo, del carácter  trágico  de  nuestra  existencia   humana,  un  sí   a la   vida, a pesar del compromiso y de la responsabilidad totales que culminan en esta frase :

“Todos nosotros tenemos la culpa de todo.»

Josef Matl, en dialnet.unirioja.es/

Basado en L. Montoliu

 

El corte que Cas9 realiza en el ADN activa un gen, p53, que revierte la corrección o provoca la muerte celular, comprometiendo la eficacia del sistema en ambos casos.[

Aunque la primera descripción de la existencia de las secuencias CRISPR en el genoma de las bacterias se hizo en 1987 por un grupo japonés[3], sin embargo se debe principalmente a los trabajos del investigador español Francisco Juan Martínez Mojica[4] en los años 1993, 2000 y 2005 el estudio de unas secuencias de ADN repetidas (las secuencias CRISPR) descubiertas en bacterias y en arqueas –que posteriormente se descubrió su relación con el sistema inmunitario de la bacteria para defenderse de los ataques de los virus que las atacan– se han convertido en una de las herramientas biotecnológicas más eficaces para modificar el genoma (edición genómica) de cualquier clase de organismo. Sin embargo, fueron Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna quienes se dieron cuenta que este sistema ancestral de defensa de las bacterias contra la infección por virus podía convertirse en una herramienta para la modificación dirigida del material genético de otros seres vivos[5].

La característica más relevante que diferencia a los métodos de corrección del ADN por transgénesis es que el transgén se integre al azar en el genoma o que se produzca el reemplazamiento del gen original. Por otro lado, una vez producida la doble rotura en la molécula de ADN puede haber dos rutas para fijar la rotura de la doble hélice:

NHEJ (unión de extremos no homólogos) que produce la disrupción génica (INDEL, inserciones y/o deleciones).

HDR (reparación dirigida por homología) que da lugar a la reparación génica y a la edición.

El sistema CRISPR-Cas9 consta de dos elementos: una pequeña molécula de ARN (la parte CRISPR) que contiene una secuencia complementaria con la secuencia diana contra la que se dirige en el ADN, y una endonucleasa (denominada Cas9) que es una proteína con actividad enzimática capaz de cortar el ADN y hacerlo solamente donde le indique la pequeña molécula de ARN antes mencionada. Al producir la doble rotura en la molécula de ADN entran en acción otras enzimas existentes en las células que reparan el daño producido, pero que pueden generar errores al insertar o eliminar algunos nucleótidos en el lugar del corte; es decir, se genera una mutación en el gen afectado por el corte (NHEJ). Sin embargo, si se añade un tercer elemento al sistema CRISPR-Cas9 consistente en una molécula de ADN que tenga secuencias complementarias a la zona donde se producirá el corte y, además, se incorporan en esta secuencia algunos cambios específicos que no estuvieran en el genoma original, el sistema tenderá a utilizar esta molécula de ADN como molde para restaurar el corte cambiando así el genoma; es decir, editándolo (edición genómica)[6].

Como si de un procesador de textos se tratara, el sistema CRISPR-Cas9 y la molécula de ADN consiguen localizar un error y corregirlo en un gen o, viceversa, instaurar un error donde antes no lo había, reproduciendo así en un modelo animal experimental aquella mutación detectada en un paciente afectado por una enfermedad. En otras palabras, es posible reproducir en el genoma de los animales de experimentación las mismas mutaciones observadas en los pacientes.

En una revisión actualizada del tema, Lander [7]analizaba la contribución de diversos investigadores al desarrollo de los fundamentos y aplicaciones de la técnica CRISPR-Cas9. Los 12 “héroes CRISPR” –como él los llama– son, por orden de aparición en escena:

Descubrimiento de CRISPR: Francisco Juan Martínez Mojica (1993)

CRISPR es un sistema inmune adapatativo: F.J.M. Mojica (2005), Gilles Vergnaud (2005), Alexander Bolotin (2005)

Evidencia experimental de que CRISPR confiere inmunidad adaptativa y utiliza una nucleasa: Philippe Horvath (2007)

Programando CRISPR: John van der Oost (2008)

Dianas CRISPR en el ADN: Luciano Marrafini (2008)

Cas9 es guiada por crRNAs y crea dobles roturas en el ADN: Sylvain Moineau (2008)

Reconstituyendo CRISPR en un organismo distante: Virginijus Siksnys (2011)

Estudiando CRISPR in vitro: V. Siksnys (2012), Emanuelle Charpentier (2012), Jennifer A. Doudna (2012)

Edición genómica en células de mamíferos: Feng Zhang (2012, 2013), George Church (2013)

Para la historia de la ciencia genética -dice Lander- es interesante señalar que:

El reciente hallazgo de que se poseen anticuerpos contra Cas9, es lo que podría dificultar la aplicación clínica de la técnica, al minar su eficacia, o incluso suponer un riesgo para los pacientes, debido a la respuesta inmune.

Los grandes descubrimientos genéticos aplicables a la biomedicina pueden surgir de datos científicos totalmente impredecibles. Por ejemplo, CRISPR ha sido consecuencia de una mezcla de:

Curiosidad personal (tratar de entender la repetición de secuencias en el ADN de bacterias tolerantes a la sal).

Exigencia militar (defensa contra armas biológicas).

La aplicación industrial (mejorar la producción de yogurt).

El papel cada vez más importante en la investigación biológica de los descubrimientos “libres de hipótesis” basados en los grandes bancos de datos (big data) de la bioinformática.

Varios de los científicos principales actores de la historia de CRISPR hicieron sus trabajos seminales al principio de sus carreras científicas (por ejemplo, Mojica, Horvath, Marrafini, Charpentier, Zhang), algunos de ellos con edades inferiores a los 30 años.

Algunos de los pioneros de CRISPR no trabajaban en centros de investigación dentro de los “circuitos” científicos de renombre internacional (por ejemplo, la Universidad de Alicante, el Ministerio de Defensa de Francia, los laboratorios de la empresa Danisco en Dinamarca, la Universidad de Vilnius en Lituania) y sus trabajos originales fueron rechazados para su publicación en revistas del mayor prestigio (Nature, Proceedings of the National Academy of Sciences, Molecular Microbiology, Nucleic Acid Research, Journal of Bacteriology, etc.).

Los grandes descubrimientos científicos no se corresponden normalmente con un “eureka” instantáneo, sino que se van elaborando durante muchos años.

En la actualidad

El sistema de edición genética CRISPR-Cas9 causa más daño en el ADN celular de lo que hasta ahora se creía, y éste no es detectado por las pruebas estándar, según revela un estudio publicado en Nature Biotechnology[8].

Todavía quedan aspectos técnicos por pulir, como la dificultad de introducir transgenes en las células que no se dividen, que componen la mayoría de los órganos adultos, como el corazón, el cerebro, el páncreas o los ojos.[9]

Si bien ya se sabía que CRISPR-Cas9 puede producir efectos off-target, es decir, fuera de la secuencia deseada del genoma, este estudio revela que también aunque el sistema actúe on-target, es decir, en el sitio esperado, se producen mutaciones no deseadas cuya entidad es considerable, teniendo lugar grandes deleciones (eliminación de ADN) y complejos reordenamientos, lo que puede comprometer gravemente la función genética. Además, muchas de las mutaciones producidas no pueden ser detectadas mediante los métodos de genotipado estándar.

“Esta es la primera evaluación sistemática de eventos inesperados que resultan de la edición CRISPR/Cas9 en células relevantes terapéuticamente, y es posible encontrar que los cambios en el ADN se han subestimado gravemente”- dice el autor correspondiente del trabajo, el profesor Allan Bradley.- Es importante que cualquiera que piense en usar esta tecnología para la terapia génica proceda con precaución y observe cuidadosamente los posibles efectos nocivos”.

Los autores del trabajo concluyen que “en el contexto clínico de editar muchos miles de millones de células, la multitud de diferentes mutaciones generadas hace que sea probable que una o más células editadas en cada protocolo estén dotadas de una importante lesión patogénica. Tales lesiones pueden constituir un primer “golpe” cancerígeno en células madre y progenitoras […] Los resultados informados aquí también ilustran la necesidad de examinar exhaustivamente el genoma cuando la edición se realiza ex vivo. Dado que el daño genético es frecuente, extenso e indetectable por los ensayos de PCR de corto alcance que se utilizan comúnmente, se justifica un análisis genómico completo para identificar las células con genomas normales antes de la administración al paciente”.

Efectivamente, este descubrimiento supone una nueva traba en la aplicación de CRISPR en terapia génica, es decir, su uso en la cínica para curar enfermedades mediante la corrección genética. Anteriormente se publicaba que Cas9 podía inducir una respuesta inmune en humanos[10] y que CRISPR es más eficaz en células proclives a desarrollar tumores, lo que podría favorecer la selección de estas células a la hora de implantarlas en el paciente. Por todo ello, parece que la técnica no está lista para su aplicación en humanos, aunque lo cierto es que los ensayos clínicos ya han comenzado.

En opinión del Observatorio, investigaciones adicionales en modelos animales y de células humanas deberán esclarecer si hay más riesgos que aún se desconocen y cómo puede afinarse esta herramienta para que su uso sea eficaz y seguro. Ante estos riesgos, los ensayos clínicos deben replantearse, y definir con suma precaución los criterios de elegibilidad. Así mismo, alternativas como la edición de base, la edición de ARN o la modulación de la actividad genética mediante CRISPR deben potenciarse, pues podrían resultar más seguras.

Premio Nobel de química

El premio Nobel de química de 2020 se ha concedido a Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna por la creación de un nuevo y muy preciso método para la modificación del ADN de plantas, animales o personas, unas «tijeras genéticas» conocidas como CRISPR-Cas 9.[11]

Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna han recibido el premio Nobel de química de 2020 por haber desarrollado un método de edición del genoma.

Se trata de un mecanismo que actúa de forma natural en organismos procariotas (arqueas y bacterias), donde viene a ser una especie de sistema inmunitario. Charpentier y Doudna idearon la forma de aplicarlo artificialmente, y con otras finalidades, también en organismos con células eucariotas, entre ellos los seres humanos. Así abrieron la ruta hacia posibles nuevas terapias contra el cáncer y la cura de enfermedades hereditarias.

Emmanuelle Charpentier, nacida en Francia en 1968, actualmente directora de la Unidad Max Planck de Ciencia de los Patógenos, en Berlín, descubrió en sus investigaciones con la bacteria Streptococcus pyogenes un nuevo componente de ese sistema inmunitario CRISPR-Cas de la bacteria, la molécula ARNtracr, tal y como publicó con sus colaboradores en 2011 (para ese momento trabajaba en laboratorios de las Universidades de Umeå y Viena).

Ese mismo año empezó su colaboración con Jennifer Doudna, experta en ARN que nació en 1964 en Estados Unidos, profesora de la Universidad de California, Berkeley, e investigadora del Instituto Médico Howard Hughes de la misma universidad. El fruto de sus esfuerzos compartidos fue la reproducción de esas tijeras genómicas bacterianas en el tubo de ensayo y su simplificación para un uso más viable.

En el proceso de corte que confiere inmunidad al procariota desempeña una función importante Cas9, de la familia Cas. Es una enzima que actúa sobre el ADN guiada por ARN. Esa guía está compuesta por dos ARN asociados, uno de ellos el descubierto por Charpentier. Las investigadoras crearon una quimera con las dos formas de ARN. Esta simplificación sería un paso esencial para la conversión del mecanismo natural en una herramienta de ingeniería genética. Fue entonces cuando resultó posible reprogramar las tijeras genéticas para que, en vez de que reconocieran el ADN de virus específicos, como ocurre en la naturaleza, se pudiese controlarlas de manera que cortasen cualquier molécula de ADN en sitios predeterminados.

A partir de entonces se produjo una explosión de las investigaciones del nuevo método. Con él se han desarrollado plantas cultivadas más resistentes. Pero la gran esperanza es que permita múltiples nuevas terapias para los seres humanos. Ya se han emprendido ensayos de tratamientos de la anemia de células falciformes, el cáncer o la ceguera hereditaria que se basan en CRISPR.

Basado en L. Montoliu, en bioeticawiki.com/

Notas:

1.      Basado en Montoliu, L. (2015). Las herramientas CRISPR: Un regalo inesperado de las bacterias que ha revolucionado la biotecnología animal. Recuperado de http://www.comunicabiotec.org

            Observatorio de Bioética UCV (20 de junio de 2018). «La revolucionaria herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 podría provocar cáncer».

2.      Observatorio bioética. Consultado el 15 de octubre de 2020.

3.      Ishino, Y., Shinagawa, H., Makino, K., Amemura, M., Nakata, A. (1987). Nucleotide sequence of the iap gen , responsable for alkaline phosphatase isozyme conversión in Escherichia coli, and identification of the gen product. J. Bacteriol. 169:5429-5433

4.      Mojica, F.J.M., Juez, G., Rodríguez-Valera, F. (1993). Transcription at different salinities of Haloferax mediterranei sequences adjacent to partially modified Patl sites. Mol. Micribiol. 9:613-621

5.      Jinek, M., Chylinski, K., Fonfara, I., Hauer, M., Doudna, J.A., Charpentier, E. (2012). A programmable dual-RNA-guided DNA endonuclease in adaptive bacterial immunity, Science 337:816-821

6.      Montoliu, L. (2015). Las herramientas CRISPR: Un regalo inesperado de las bacterias que ha revolucionado la biotecnología animal. Recuperado de http://www.comunicabiotec.org

7.      Lander, E.S. (2016). The Heroes of CRISPR. Cell 164:18-28.

8.      «crispr-Cas9».

9.      Observatorio de Bioética UCV (17 de noviembre de 2016). «Se utiliza CRISPR por primera vez en humanos». Observatorio de Bioética. Consultado el 15 de octubre de 2020.

10.       Martín, Bruno (15 de enero de 2018). «La edición genética se topa con las defensas inmunitarias de sus pacientes». El País. Consultado el 15 de octubre de 2020.

11.       Campos, Juan Pedro (7 de octubre de 2020). «Premio Nobel de química para el método CRISPR-Cas9 de edición del genoma». Investigación y Ciencia. Consultado el 1 de noviembre de 2020.