Juan Ignacio Arrieta
Uno de los puntos claves para establecer los términos formales en los que se plantea la función que tienen asignada los laicos [1] en la Iglesia se halla condensado en el n. 37 de la Constitución dogmática «Lumen gentium», donde se alude a todo un conjunto de relaciones que mantienen los miembros de la jerarquía con los fieles laicos al llevar a cabo la misión de la Iglesia [2]. Ahora bien, la naturaleza de esas relaciones es muy variada es desde el punto de vista canónico, en el sentido de que no se plantean en el mismo contexto jurí dico, ni toman bajo análoga perspectiva los dos términos de la relación: la jerarquía y el laico. De ahí que, para la comprensión misma de esas relaciones, sea de todo punto necesario advertir las particularidades propias de los distintos contextos jurídicos en que se pueden situar [3].
1. Los ámbitos de actuación de la misión de la Iglesia
El Concilio Vaticano II presenta a la Iglesia como un Pueblo o sociedad de los bautizados que ha recibido la misión de dilatar y dirigir a plenitud el Reino de Dios, bajo la guía de los Sagrados Pastores (LG, 9, c. 204) [4]. Esos dos conceptos de sociedad y misión se hallan relacionados en cualquier realidad societaria, y también lo están en la Iglesia, pues una sociedad se auto-comprende en relación con la misión que debe cumplir. Al ser elementos conceptuales autónomos, su análisis separado puede enriquecer el conocimiento de la realidad que aquí interesa exponer.
La sola consideración del primero de esos dos elementos -el societario- presenta a la Iglesia como estructura jurídicamente estable, constituida como sociedad en este mundo y organizada jerárquicamente, que subsiste en la Iglesia católica (cfr. c. 204 § 2). La componen aquellas personas que además de estar incorporadas a Cristo por el Bautismo (c. 204 § 1) se encuentran en plena comunión de fe, de sacramentos y de régimen eclesiástico (cfr. c. 205). En esta consideración de la Iglesia queda de relieve su aspecto estructural-constitutivo, en cuyo marco tiene lugar una particular vida societaria y en cuyo seno existe un reparto de funciones entre sus componentes (LG 10, PO 2) [5].
Sin embargo, la descripción de lo que es la Iglesia resulta todavía demasiado pobre mientras no se añade a ese planteamiento intra-societario una referencia suficiente a la misión [6] que tiene confiada de realizar el proyecto divino de dilatar el Reino de Dios (AA 2). Es preciso, entonces, considerar a la Iglesia también en su perspectiva dinámica: no sólo en cuanto realidad estable ya realizada estructuralmente, sino como realidad que está llamada a realizarse en el espacio y en el tiempo a impulsos del Espíritu Santo, y mediante la acción de todos sus componentes.
Como señala el n. 9 de la Constitución «Lumen gentium», aunque el Pueblo de Dios está ya incoado en este Pueblo mesiánico instituido para ser comunión de vida, de caridad y de verdad -que es la sociedad de la Iglesia del c. 204 y 205-, Cristo se sirve de él para dilatar su Reino, y lo envía a todo el universo como luz y sal de la tierra, e instrumento de Redención universal (cfr. GS 3). Aquí surge un nuevo ámbito, y un nuevo tipo de relación entre la jerarquía y los demás fieles.
La «misión de la Iglesia» no se agota en el ámbito societario interno, sino que rebasa Íos límites estructurales de la sociedad visible de la Iglesia. Ello supone que la única misión que Cristo asignó a su Iglesia, discurre a través de dos ámbitos de naturaleza distinta: el ámbito intra-societario, en cuyo marco opera el Derecho Canónico y la jurisdicción de la Iglesia en el sentido técnico preciso; y otro ámbito, externo a esa sociedad jerárquicamente delimitada [7] que está bajo el imperio formal de leyes diversas (cfr. GS 43) [8].
No se trata de dos misiones separables, ni diversas; sino de dos distintos ámbitos que al regirse por principios y leyes distintos, determinan modalidades también distintas de poner en práctica la misión universal de la Iglesia, que conllevan -y esto es lo importante ahora- posiciones jurídicas relativas muy diferentes entre la jerarquía de la Iglesia y los fieles laicos.
2 Misión de la Iglesia y diversidad funcional
La Iglesia es un pueblo sacerdotal (LG 10, AA 2). La condición sacerdotal de sus miembros, que proviene de la configuración ontológica con el sacerdocio de Cristo producida en el Bautismo, es la base común que habilita [9] a todos los fieles para realizar la única misión de la Iglesia, y la que permite hablar de una igual responsabilidad de todos ellos en la consecución de esa misma tarea (cfr. ce. 208 y 210). Pero junto a ese elemento de igualdad existe asimismo un principio de variedad que determina en cada sujeto formas específicamente diversas de llevar a cabo la misión (LG 12, AA 2).
Por el Sacramento del Orden los bautizados que adquieren el sacerdocio ministerial asumen específicamente la misión oficial de asistir espiritualmente al entero Pueblo, así como los cometidos de su dirección y gobierno (PO 2), ejerciendo la potestad de vincular jurídicamente -«potestas regiminis» (c. 129)- dentro de los ámbitos propios de la sociedad de la Iglesia (cfr. c. 227).
Para quienes no reciben ese Sacramento, o no adquieren una nueva situación jurídica mediante un acto de consagración personal, la genérica misión recibida en el Bautismo no queda ulteriormente especificada canónicamente, sino que se predica de ellos la peculiar nota de la secularidad (LG 31); es decir, el sencillo hecho de desarrollar las exigencias vocacionales inherentes al Bautismo en la corriente vida social y en el orden temporal.
Los fieles laicos realizarán por eso la misión de la Iglesia de acuerdo con la doble componente de fieles cristianos, de un lado, y de su condición secular, por otro [10]. Dentro del ámbito societario de la Iglesia lo hacen en calidad de «christifideles», sin una particular connotación ministerial -su participación en el sacerdocio de Cristo no es ministerial, como en cambio lo es la de los presbíteros-, con la libertad propia de los hijos de Dios, y bajo el sometimiento a la jerarquía y a la disciplina canónica. Pero es en el ámbito de la sociedad civil donde esos fieles deben específicamente ejercer su sacerdocio real y establecer con su actuación las condiciones necesarias para que el Reino de Dios llegue a su efectivo cumplimiento [11].
3. Estructura constitucional del Pueblo de Dios y cooperación en la misión de la Iglesia
No obstante esas diferencias de funciones y de ámbitos en los que se plantea las relaciones entre la jerarquía y los fieles laicos, unos y otros están constitucionalmente llamados a cooperar entre sí (AG 21) [12]. Si, como decíamos antes, el Sacramento del Orden estructura jerárquicamente el Pueblo sacerdotal, éste actuará siempre la misión que tiene confiada de acuerdo con la intrínseca ordenación mutua de los dos sacerdocios -el común y el ministerial- esencialmente diversos (LG 10, AG 21), pero mutuamente ordenados el uno al otro.
a) Estructura sacerdotal del Pueblo de Dios y subordinación jurídica
Dentro del orden societario de la Iglesia, la mutua ordenación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial comporta, en determinados aspectos, una subordinación de naturaleza jurídica: de jurisdicción que tiene confiada de modo específico la tutela del orden societario (cfr. PO 2).
En consecuencia, aquella parte de la misión salvífica que se despliega dentro del orden societario de la Iglesia posee, en el plano jurídico formal, la peculiar connotación de estar sometida -dentro de las respectivas competencias- a la jurisdicción de la jerarquía y merecer la atención del ordenamiento canónico; sin que eso signifique, como es obvio, que toda la misión de la Iglesia que se despliega dentro del ámbito intra-societario sea una misión de la jerarquía (AA 6), o que la autonomía de la voluntad no tenga espacio alguno en ese terreno. Será misión jerárquica aquella que constituya formalmente una tarea de formación -proclamación oficial de la Palabra de Dios, ejercicio del «munus sanctificandi», etc.- o de gobierno específicamente dependiente del sacerdocio ejercido «in persona Christi Capitis» (c. 1008).
b) Estructura sacerdotal del Pueblo de Dios y acción extra-societaria
Sin embargo, la actuación de la misión de la Iglesia se realiza también fuera de los límites societarios de la comunidad eclesiástica. Discurre entonces por unas vías en las que es preciso tener presente que «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar» (GS 36), a los cuales -añadimos nosotros- debe necesariamente amoldarse, también respecto de las formas jurídicas, la realización de la misión de la Iglesia en la sociedad humana.
En este ámbito, la actuación de la Iglesia seguirá manifestándose bajo la intrínseca ordenación y cooperación mutua del sacerdocio ministerial y del real (AA 6); pero esa ordenación mutua no es configuradora aquí de un orden jurisdiccional -como en cambio sucedía dentro de la sociedad eclesiástica-, sino que necesita amoldarse al principio de autonomía propio de la ciudad terrena (GS 36). En ese ámbito no rige la jurisdicción eclesiástica, por lo que las relaciones que en un contexto intra-societario eran -como vimos- formalmente relaciones de jerarquía, se desenvuelven aquí en un plano de igualdad, que es presupuesto de las situaciones de libertad.
4. La correlación de las específicas misiones de clérigos y laicos
En este punto, parece necesario considerar algunas características más que posee la ordenación mutua entre sacerdocio real y sacerdocio ministerial.
a) La subsidiariedad respecto de las funciones específicas del sacerdocio real y del sacerdocio ministerial
La primera es el carácter subsidiario que cada uno de esos dos sacerdocios -esencialmente diversos- tiene respecto de las funciones específicamente confiadas al otro. En efecto, como la misión de la Iglesia ha sido confiada genéricamente al entero Pueblo sacerdotal de Dios, la consiguiente responsabilidad puede llevar, en determina das ocasiones, a tener que asumir como deber funciones que específicamente no son propias: a que fieles laicos tengan que realizar funciones que propiamente corresponden a los ministros sagrados (LG 33, c. 228 § 1), o incluso a que estos últimos deban afrontar algunas que ciertamente son propias de los laicos.
En estos casos puede hablarse de una actuación «subsidiaria» que es de «suplencia», y que además de seguir las reglas propias de la subsidiariedad, tiene dos limitaciones importantes. La primera es de carácter sacramental: nadie puede llevar a cabo tareas para las que ontológicamente carece de capacidad. La segunda es de orden disciplinar: ni los laicos ni los clérigos podrán desempeñar funciones que les estén prohibidas por la ley [13].
b) La cooperación orgánica de sacerdotes y laicos
Otra observación que es también consecuencia de la estructuración sacerdotal del Pueblo de Dios se refiere a la cooperación orgánica entre sacerdocio real y sacerdocio ministerial, a la que alude el n. 11 de la Constitución «Lumen gentium». La ordenación mutua de esos dos sacerdocios, y la corresponsabilidad común -por el Bautismo- en la realización de la misión de la Iglesia, hace que el ejercicio de las funciones específicas de cada uno no pueda desligarse por completo del otro, sino que exige una mutua cooperación entre ellos. Para que se dé cooperación y no asunción, es de todo punto necesario que todos, sacerdotes y laicos, ejerciten las funciones que les son específicas de cada cual [14].
La cooperación no consiste en que el laico ayude al clérigo a realizar las funciones clericales, ni en que el clérigo ayude al laico a desempeñar las funciones laicales; sino en que uno y otro cooperen entre sí, cada uno del modo que le es propio, para realizar la misión universal de la Iglesia [15]. En esos términos, tal «cooperación» no supone realizar función alguna de suplencia, porque cada fiel realiza la misión que específicamente le corresponde.
5. La misión del laico en la sociedad eclesial
Aunque específicamente corresponda a los ministros sagrados su dirección y gobierno, la misión de conducir a plenitud la sociedad eclesiástica está, como vimos, confiada al entero Pueblo sacerdotal. Por ello, la función que ahí cumplan los fieles laicos la realizan no en base a lo que les especifica como laicos -la secularidad-, sino con arreglo a la facultad y responsabilidad de quien es fiel.
a) La actuación supletoria del laico en la sociedad eclesiástica
Razones de suplencia pueden en ocasiones determinar que laicos realicen tareas específicamente propias de los ministros sagrados (LG 35). Por ejemplo, puede pensarse en cierto grado de intervención en funciones litúrgicas (cfr. ce. 517 § 943, 1168), en algunos sacramentos (cfr. ce. 861 § 1, 910 § 2, 1112), en el ejercicio oficial del «ministerium Verbi» (cfr. ce. 759, 766, 776, 1064), etc. [16]. No siendo esas funciones típicas del sacerdocio común, su desempeño por fieles laicos será legítimo en los términos que imponen las reglas de la subsidiariedad: a causa de la imposibilidad o grave dificultad de que un ministro sagrado realice dichas tareas. La legitimidad de la suplencia decae cuando esa misión pueda realizarla quien específicamente la tiene asignada [17].
b) Actividades no supletorias
De todos modos, nuevamente se impone aquí una precisión. Parece importante distinguir ese tipo de actividades que, siendo propias de los clérigos, por razones de suplencia en ocasiones puede realizar un fiel laico, de otro tipo de actuaciones en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia que nada tienen que ver con la suplencia, sino que son ejercicio del sacerdocio real de los fieles: las describe el n. 11 de la Constitución dogmática «Lumen gentium».
Téngase además en cuenta que, muchas veces, la actuación de los laicos en la Iglesia es sólo una manifestación de la cooperación orgánica debida en razón del sacerdocio común. Cuando en este contexto los fieles laicos cooperan con la jerarquía -con su consejo, su opinión, su pericia profesional, etc.- no están desempeñando con carácter subsidiario una función jerárquica, sino que están ejerciendo su sacerdocio real, que les hace también corresponsables de las tareas propias del sacerdocio ministerial. Piénsese, concretamente, en las tareas de gestión o de consejo a través de cauces institucionalizados, como los consejos pastorales (cfr. ce. 512, 536), o de asuntos económicos (cfr. ce. 492 § 1, 537); o mejor aún, en el asesoramiento que se realiza por vías no institucionalizadas y que claramente responde a una obligación inherente al sacerdocio común (cfr. c. 212 § 3).
c) Ejercicio del sacerdocio común en la sociedad eclesiástica
En calidad de fiel el laico debe cooperar a vivificar la sociedad de la Iglesia en un cuadro de libertad y de autonomía, cumpliendo los deberes y ejercitando los derechos que corresponden al sacerdocio común (LG 11) y que reconoce el ordenamiento canónico, tanto en el plano del perfeccionamiento individual como en el de la realización colectiva, en los ce. 208 y ss., al tratar de los derechos y obligaciones de todos los fieles.
Esas manifestaciones del sacerdocio común, desarrolladas dentro del orden societario, guardan una subordinación jerárquica dentro de la disciplina de la Iglesia, ya que a los pastores corresponde moderar el ejercicio de los derechos (c. 223 § 1), que se tienen por el Bautismo, no por concesión de la autoridad. En una sociedad que tiene por condición la libertad de los hijos de Dios, existe subordinación ante la autoridad legítima y ante el legítimo ejercicio de la autoridad que, por consiguiente, parece que deba ser reglado: delimitado por el Derecho, que es parte integrante de la Iglesia como sociedad.
6. La misión bautismal del laico en la sociedad civil
Pero la misión del Pueblo sacerdotal de Dios rebasa el contorno social que el Bautismo y la comunión de fe, de sacramentos y de régimen determinan, y alcanza también al orden secular. Como toda actuación de la misión redentora, esa es una tarea que corresponde genéricamente al entero Pueblo de Dios pero que de un modo específico la llevan a cabo aquellos fieles en los que no se ha alterado la condición secular que poseían en el momento del Bautismo (LG 31) [18]. La secularidad no es simplemente una nota teológica del laico, sino que es la nota teológica de todo fiel cristiano en el momento bautismal, como consecuencia del hecho que por el Bautismo la persona empieza a desenvolverse en dos sociedades de convivencia compartida: la Iglesia y la sociedad civil. De ahí que teológicamente no sea posible disociar el concepto de laico del de fiel cristiano: se trata de una diferencia formal; y tampoco tratar de individuar unas notas teológicas en el laico que no sean las de cualquier fiel en el momento original del Bautismo.
La actividad de aquellos fieles que en razón de su vocación bautismal poseen el ámbito secular como natural terreno de realizar la misión de la Iglesia, no es distinta ni separable de la que realizan dentro del orden intra-societario de la Iglesia. Se trata en realidad de una actuación no sólo dependiente de la primera, sino real y efectivamente subsiguiente respecto de ella, ya que constituye «una actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo» (LG 36), lo cual sólo es posible cuando se ha asumido la responsabilidad que como fiel le corresponde [19].
Ahora bien, como al realizar la misión salvífica en la sociedad secular, la estructura sacerdotal que manifiesta el Pueblo de Dios y la cooperación orgánica que le es inherente, está desprovista formalmente de la componente de subordinación jurisdiccional, la actuación de los fieles queda situada en un plano jurídico de igualdad (LG 37) y de libertad. Formalmente considerada como tal, la actuación específicamente jerárquica concluye dentro de los límites societarios de la Iglesia que establece la comunión de fe, sacramentos y régimen de gobierno (c. 205), aunque la exacta fijación de tales límites corresponde al ordenamiento canónico, también valorando las circunstancias concretas que puedan perturbar la comunión (cfr. c. 747 § 2).
Por ello, como recoge la Constitución «Gaudium et spes», en ese tipo de actividades por las que discurre la específica misión de los laicos la actuación de éstos debe guiarse por los dictámenes de la recta conciencia cristiana, iluminada por las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia (GS 43). Se reconoce que en esas áreas las relaciones con la jerarquía se plantean en el plano moral de la conciencia, donde el Magisterio ilustra a todos loli hombres, y especialmente a los hijos fieles de la Iglesia [20].
Todo eso da por supuesto que no corresponde a la misión de la Iglesia el suministrar soluciones concretas a los problemas de la sociedad humana, donde los fieles deben buscarlos guiados por su fe (GS 11). Y da por supuesto también que, en la mayoría de los casos, no existen respuestas unívocas en el plano temporal a las propias creencias, no siendo lícito por tanto invocar el apoyo jerárquico para avalar opciones personales (GS 43, c. 337).
El ámbito temporal es así un campo de responsabilidad personal de los fieles laicos, en el que desarrollarán la específica misión que el Bautismo les asigna sin comprometer a la estructura eclesiástica [21]. Esto último es manifiesto en el nuevo Código, cuando establece, por ejemplo, cautelas contra el indiscriminado uso del término «católico», para calificar actividades de ese género (cfr. cc. 216, 300, 803 § 3, 808). Así se pretende que los laicos asuman personalmente en el mundo la responsabilidad de sus propias iniciativas, lo que congruentemente parece tener por contrapartida el que la jerarquía sepa también auto-controlar su intervención en las opciones libres de los fieles (cfr. DH 14). En este sentido, una actitud demasiado tendente a establecer «controles» -no ya simples «orientaciones»- sobre las iniciativas de los fieles en el campo secular, además de invocar una jurisdicción de la que en ese ámbito se carece, supondría ignorar tanto las exigencias de la autonomía del orden temporal, como las del específico carácter que la condición laical posee en la Iglesia.
7. Jerarquía y misión específica del laico
Cuanto hemos señalado no supone que el influjo de la actuación de la jerarquía quede limitada en términos absolutos a lo que denominamos ámbito societario. Sólo en ese ámbito su actuación es de índole jurisdiccional; pero además están las actividades de iniciativa jerárquica en el orden de la sociedad civil, con ocasión de una insuficiente o insatisfactoria actuación de los fieles laicos, bien porque son actividades que resultan ligadas a su mensaje de caridad o al fin institucional de algunas de sus asociaciones. Aquí deberían incluirse por ejemplo, iniciativas benéficas, docentes, asistenciales, o de promoción humana, que muchas veces exigen niveles de altruismo que rayan el ejercicio heroico de las virtudes cristianas. El ordenamiento canónico afirma el derecho nativo de la Iglesia a intervenir en estos campos, y la historia es palmario ejemplo del servicio que se ha prestado así a la sociedad civil. De ellas, sin embargo, no nos ocupamos aquí.
Necesariamente la actuación de la jerarquía llega también fuera de los límites intra-societarios, en razón de la cooperación y subsidiariedad recíprocas que en el ejercicio de sus respectivas misiones corresponde a quienes participan del sacerdocio real y del sacerdocio ministerial. Dediquemos a este punto la última parte de la presente comunicación.
a) Cooperación en la específica misión de los laicos
En primer lugar, la principal manifestación de la cooperación se traducirá en prestar a los fieles laicos la asistencia espiritual en cada caso necesaria para que iluminen con la fe las realidades temporales (GS 43).
La asistencia se concreta ante todo en la necesidad de organizar del mejor modo posible la actividad pastoral. No sólo supone organizar y establecer estructuras pastorales adecuadas [22], sino también fijar horarios y tiempos de atención pastoral de acuerdo con las necesidades de los fieles laicos. Es también este el modo en que pueden cooperar en la «formación» del laico (AG 21): haciendo que posea la formación de un buen fiel cristiano, para que con recta conciencia acierte a encarnar las exigencias de su fe en la realidad terrena. El resto de la formación del laico obviamente la proporciona la profesión, las relaciones sociales, la familia, etc. [23]. Corresponde a la jerarquía mantener en la Iglesia las condiciones necesarias para que los fieles laicos lleven a cabo la misión específica que les corresponde; alentarles para que asuman sus responsabilidades sociales; sugerirles iniciativas, e impulsarles a vivificar en coherencia con su fe las variadas situaciones de la sociedad civil. En esta actividad motora no se ejerce jurisdicción, pues así como en muchos casos las obligaciones del fiel pueden ser formalmente conminadas, las específicas obligaciones laicales no pueden, en cambio, ser jurídicamente impuestas. Además, los clérigos cooperan también en la específica misión de los laicos cuando auxilian sus iniciativas actualizando su sacerdocio ministerial. El capellán de un hospital o el profesor de religión de una institución docente, cooperan en iniciativas de carácter secular, ejerciendo su ministerio de un modo que «formalmente» necesita seguir las peculiares leyes que rigen la actividad secular, y sus manifestaciones de estatus social, cualificación profesional, nivel retributivo, etc. b) Vinculaciones jurídicas y vinculaciones morales En el campo por donde discurre la específica acción cristiana de los laicos en el mundo, no existen vinculaciones jurídicas formalmente tales con la jerarquía. Cada fiel ha de guiarse según el dictado de su conciencia rectamente formada, y a la jerarquía corresponde a su vez el deber de formar y de iluminar las conciencias de los fieles con su Magisterio [24]. Esa función magisterial se mueve en el campo moral, y no dentro del derecho, salvo en los casos del c. 747 § 2, cuando la función magisterial se ejerce jurisdiccionalmente con un juicio particularizado acerca de soluciones concretas que amenazan la comunión. Pero, en términos generales, y prescindiendo de esos casos concretas, la actividad del Magisterio guiando la actuación en el orden temporal, presente la paradoja de que sin tener la fuerza vinculante de un acto jurisdiccional, posee en cambio un ámbito subjetivo de aplicación incomparablemente mayor, pues no sólo guía la actuación en conciencia de los fieles, sino la de toda persona humana de buena fe (GS 46).
En resumen, una de las principales reglas de actuación de la jerarquía respecto de la actividad de los laicos es, sin duda, la de respetar cuanto resulta específico de la condición secular que les es connatural, tanto a esos fieles como a sus iniciativas. Ello implica una adecuada comprensión -bajo la guía del Vaticano II- del misterio de la Iglesia y de la misión que Cristo le ha confiado. El respeto de lo específicamente laical pondrá de relieve que los fieles laicos sólo raramente, y en casos excepcionales, habrán de asumir funciones que propiamente están confiadas a los clérigos; y que entender su actuación eclesial en términos de intervención sustitutiva en funciones litúrgicas, sacramentales, etc. [25], no sólo supondría prescindir de la peculiar condición de los fieles laicos, sino que sería también distorsionar la realidad de la Iglesia, y oscurecer la misión que tiene asignada en el mundo.
Juan Ignacio Arrieta, en dadun.unav.edu
Notas:
1. Para una exposición sistemática y de conjunto, vid. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, 2.ª ed., Pamplona 1981; P. J. VILADRICH, Teoría de los derechos fundamentales del fiel, Pamplona 1969; F. RETAMAL, La igualdad fundamental de los fieles en la Iglesia según la Constitución dogmática «Lumen gentium», Santiago de Chile 1980.
2. La doctrina canónica ya ha señalado, por ejemplo, el peligro de entender que el contenido del c. 212, § 1, pueda ser erróneamente interpretado como un mandato jerárquico de animación del orden temporal. En este sentido, cfr. M. CONDORELLI, l, fedeli ne! nuovo Codex Iuris Canonici, en «11 Diritto Ecclesiastico», 4, 1984, pp. 803-804; O. FuMAGALLI, I laici nella normativa del nuovo Codice, en «Monitor Ecclesiasticus», CVII, 1982, p. 499. Recuérdese, en ese contexto, que cuando se redactó en la forma actual el párrafo final de LG 33, se dejó constancia de que «in apostolatu generico laici expectare non debent 'mandata' Hierarchiae, sed suam responsabilitatem sponte adsumere» (AS, 111, I, p. 284).
3. Sobre el particular, vid. entre otros, A. DEL PORTILLO, El Obispo diocesano y la vocación de los laicos, en VV.AA. «Episcopale munus. Recueil d'études sur le ministere épiscopal offertes en hommage a Sua Excellence MGR. J. Gijsen», Assen 1982, pp. 189-206; J. M. GoNZÁLEZ DEL VALLE, Jerarquía eclesiástica y autonomía pastoral, en «Ius Canonícum», XIII, 1973, pp. 73-103; J. HERRANZ, Il sacerdote e !a vocazione specifica dei laici, en «Studí Cattolicí», 1966, pp. 14-26; P. LOMBARDÍ.\, El estatuto personal en el ordenamiento canónico, en «Aspectos del Derecho Admi nistrativo Canónico», Salamanca 1964, pp. 51-66; lBrn., Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Ius Canonícum», VI, 1966, pp. 339-374; lBrn., Los laicos, en «Il Di ritto Ecclesíastíco, 1972-I, pp. 286-312.
4. Como ha señalado la Comisión Teológica internacional, «aliís denominationibus praefuit locutío 'Populus Dei' ut magís apta ad exprímendam illam realítatem sacramentalem, omnibus baptízatis communem, quae insimul dignitatem in Ecclesia et responsabilitatem in mundo secumferat» (Commíssío Theologíca Internatíonalis, «Themata selecta de ecclesíología, occasíone XX aníversaríí conclusionís Concílíí Oecumenici Vaticani II», Documenta 13, Librería Editrice Vaticana, 1985, p. 15. En lo sucesivo será citada como «Themata selecta de ecclesíologia»).
5. Cfr. Sínodo <leí Vescoví, «Vocazíone e míssione <leí laici nella Chíesa e ne! mondo a vent'anni da! Concilio Vaticano II», Lineamenta. Librería Edítríce Vaticana, 1985, n. 19 (citado por «Lineamenta»).
6. Cfr. «Lineamenta», cit., n. 18.
7. Cfr. «Lineamenta», cit., nn. 27 y ss.
8. En estos casos se actúa en un ámbito que «sfugge, a rigore, al controllo dell'ordínamento giuridico della Chiesa» (S. TURINI, La dottrina del laicato come dimensione informatrice del Rapporto Chiesa-Mondo nel Concilio Vaticano II, en «lus Canonicum», XI, 1972, p. 63; en el mismo sentido, vid. DEL PORTILLO, El Obispo…, cit., p. 203.
9. «La vocazione dei laici all'apostolato si radica nei Sacramenti che configurano i credenti a Gesu Cristo sacerdote, profeta e re, e che li abilitano a condividerne nella Chiesa la Missione di Salvezza» ( «Linamen ta», cit., n. 27).
10. Sobre esta perspectiva propia de los laicos, vid. «Lineamenta», cit., nn. 22-24.
11. «Laici omnes suum munus adimpleant in Ecclesia et in quotidianis adiunctis, uti sunt familia, officina, activitas saecularis et otium, ut ita mundum lumine et vita Christi penetrent et transforment» (Synodus Episcoporum, «Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi». Rclatio Finalis, Typis Polyglotis Vaticanis, 8-XIl-1985. Citada como «Relatio Finalis»).
12. «Sacerdotium commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum inter se referantur... Ad expansionem vitae in Ecclesia, Corpore Christi, sacerdotium commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum necessario ese debent complementaria, id est, necessario «ad invicem... ordinantur» («Themata selecta de ecclesiologia», cit., pp. 40-41). En el mismo sentido, vid. «Lineamenta», cit., n. 4.
13. Por ejemplo, los ce. 278 § 3, 285, 286, 287 § 2, en lo relativo a la disciplina del clero, pueden negativamente suministrar un primer contorno de lo que en la disciplina canónica habría que entender por «ámbito secular».
14. Con el principio de corresponsabilidad de los laicos se extraen las consecuencias de la «communio» al campo de la misión, haciendo desaparecer la concepción jerarcológica de la Iglesia. Cfr. E. CORECCO, I presuposti culturali ed ecclesiologici del nuovo Codex, en AAVV, «Il nuovo Codice di Diritto Canonico», a cura di S. Ferrari, Bologna 1983, p. 50. Sobre la misión de los fieles, vid. concretamente lo que señala VILADRICH, Teoría ... , cit., p. 313. Sobre esta responsabilidad común a todo fiel, vid. también «Themata selecta de ecclesiologia», cit., p. 22: «soda libus Populi Dei, ... secundum diversitatem vocationum, omnes debent assumere solidari responsabilitate».
15. Es en este sentido como se entiende la acción pastoral orgánica de que habla el n. 38 de los «Lineamenta», cit.
16. Vid. los estudios de P. CIPROTTI, Il laici nel nuovo Codice di Diritto Canonico, en VV. AA., «Il nuovo Codice di Diritto Canonico», Roma 1983, pp. 107-117; G. DALLA TORRE, La collaborazione dei laici alle funzioni sacerdotale, profe'tica e regale dei minzstri sacri, en «Monitor Ecclesiasticus», CIX, 1984, pp. 140-165; P. VALDRINI, Fidele et pouvoir, en «Praxis juridique et religión», l. 2, 1984, pp. 177-193.
17. Cfr. S. BERLINGO, I laici: presenza e valore ne'lla Chiesa pos/conciliare, en «Vivarium», 4 (1980-1983) p. 165.
18. «I Laici, che la ]oro vocazione specifica pone in mezzo al mondo e alla guida dei piu svariati campi temporali, devono esercitare con cío stesso una forma singolare dí evangelizzazíone» (Exhort. Ap. «Evangelii nuntiandi», n. 70, cit. En «Lineamenta», ctí., n. 5; vid. ibid., n. 24.
19. Por eso dice el n. 43 de la Constitución Gaudium et spes que «chrístianus, offícia sua temporalía negligens, officía sua erga proximum, immo et ipsum Deum neglígit suamquae aeternam salutem in discrimen adducit». Lo cual no puede desligarse del contenido del n. 33 de la Constitución Lumen gentium, cuando recuerda que a través de los Sacramentos, y especialmente de la Eucaristía, los laicos comunican a los hombres el amor a Dios.
20. «El orden temporal goza de una legítima autonomía, y su edificación no está sometida en cuanto tal a la potestad de régimen de la jerarquía eclesiástica, por lo que debe concluirse que el ministerio rector del Obispo diocesano afectará fundamentalmente a la acción de los laicos en lo temporal no tanto en forma de jurisdicción, como mediante consejos, exhortaciones y ejemplo, que muevan a los laicos a un cumplimiento fiel de sus deberes y a un ejercicio íntegro de sus derechos, teniendo siempre presente el bien común y formando personalmente sus decisiones a la luz del Magisterio de la Iglesia, para así santificarse y ejercer el apostolado» (DEL PORTILLO, El Obispo ... , cit., p. 203).
21. Para este punto particular, vid. DEL PORTILLO, Derechos..., cit., p. 68-72.
22. Cfr. A. DEL PORTILLO, Dinamicidad y funcionalidad de las estructuras pas torales, en «Ius Canonicum», IX, 1969, pp. 305-329.
23. Cfr. A. DEL PORTILLO, Dinamicidad y funcionalidad de las estructuras pastorales, en «Ius Canonicum», IX, 1969, pp. 305-329.
24. En este sentido, vid. Lincamenta, cit., nn. 39-42, en relación con los nn. 31-34 del mismo documento. Vid. también, «Relatio Finalis», cit., p. 10.
25. Sobre este particular, es ilustrativo que en la redacción del último párrafo de! n. 24 del decreto «Apostolicam actuositatem», se acogió un voto que proponía sustituir la expresión «applicare» por «docere», «ut vitetur periculum ingerentiae in quaestiones politicas» (AS IV, VI, p. 110).
Fidel González-Fernández
l. Una premisa
La historia de la Iglesia en África podría ser recapitulada sumariamente alrededor de tres momentos importantes. Un primer momento corresponde al espléndido florecimiento cristiano de los primeros siglos en Egipto, con sus vivos reflejos en Nubia y en Etiopía, y en el África romana. Pero también con la historia dramática de la total extinci6n de alguna de estas Iglesias y de una dura confrontación con el Islam.
Un segundo momento dramático, por sus efectos negativos y su fracaso, lo constituye la historia misionera católica-romana de los siglos XVI-XVIII a lo largo de las costas occidentales y orientales y en Etiopía.
Finalmente el tercer momento corresponde a la caída de la «muralla» musulmana en el norte de África que incomunicaba el continente negro con el resto del mundo europeo y el «redescubrimiento» del África negra por parte europea a partir del siglo XIX. Tras la Revolución Francesa se da un renacimiento misionero y un período histórico que va desde entonces hasta nuestros días.
¿C6mo explicar tanta discontinuidad? ¿C6mo explicar algunas dolorosas extinciones, fracasos e insensibilidades misioneras en algunos períodos? Las preguntas nos llevarían a recorrer sumariamente estas etapas, a señalar algunos condicionamientos y factores con algunas hipótesis de respuesta, dejando numerosas ventanas abiertas a la investigación histórica. Con todo, y a pesar de su carácter sumario, tal recorrido excedería forzosamente los límites que me han trazado los organizadores de este XVI Simposio Internacional de la Universidad de Navarra. Por ello, voy a centrarme s6lo en el tercer momento, es decir, en los dos últimos siglos de nuestra Era, recordando antes algunas características geográficas y culturales que el historiador no debe olvidar, si de veras quiere llegar a buen puerto.
Desde el punto de vista de la geografía humana y cultural no existe una única África, sino muchas «Áfricas». Así, el «África» de la Iglesia primitiva pertenece al mundo cultural greco-romano, coptoegipcio y medio oriental. El África «etiópica» pertenece a un mundo muy caracterizado desde el punto de vista antropológico, cultural, político y geográfico. Nubia, antropológica, cultural y políticamente es un mundo a se. Lo mismo se puede decir del mundo «negro» subsahariano, dividido en un mosaico de diversas identidades antropológicas, culturales, políticas y sociales.
Estas diferencias obligan al historiador a trazar varios tipos de periodización según los casos. Se puede establecer un primer período que corresponde grosso modo al de la Iglesia primitiva (s. I-VII) con todas sus distintas fases peculiares. En este período hay que colocar la historia de cuatro grandes Iglesias: la alejandrina-copta de Egipto y la de sus hijas, la copta-etíope y la copta de Nubia por un lado, y por otro la historia de la Iglesia del África del Norte romana.
Cada una de estas Iglesias sigue un propio camino y proceso histórico. Así en el caso de las Iglesias coptas de Egipto y Etiopía se pueden señalar fases «primitiva», «media», «moderna» y «contemporánea». No así en el caso de Nubia y del África del Norte romana, que se extinguen totalmente. La primera pasa de la fase primitiva a la de una lenta extinción. La segunda pasa también de la fase primitiva a la de su extinción.
Para la historia de la Iglesia en el África negra subsahariana su historia empieza con los comienzos de la modernidad europea, e historiográficamente podría serle aplicada la periodización adoptada para el resto de la Iglesia occidental por ser una extensión misionera de la misma.
II. El movimiento misionero contemporáneo hacia áfrica
1. Premisa general sobre los hechos
El movimiento misionero católico y protestante de los siglos XIX y XX se encuadra en el contexto histórico y social ilustrado [1]. En cuanto al católico, sin embargo, queremos notar una serie de puntos relevantes. Con diferencia del filantropismo típico de las mentes ilustradas, que busca la edificación de un mundo ordenado, cosmopolita y solidario, construido por el hombre con sus propios medios, sin la gracia, el movimiento misionero católico del siglo XIX vive una profunda experiencia eclesial de Cristo, redentor universal, que llama a todos a la salvación. La espiritualidad ignaciana, enlazada con el Misterio del Corazón traspasado del Salvador como símbolo y signo «carnal» y tangible de esta salvación ofrecida a todos, la espiritualidad del humanismo cristiano de un San Francisco de Sales, el misterio de la Encarnación contemplado en todas sus consecuencias y tan querido por muchos protagonistas de las escuela sacerdotal (como la sulpiciana etc.) y mística francesas, el modo concreto y cercano a la gente de una escuela «alfonsiana», son ríos de espiritualidad que confluyen en la experiencia de la totalidad de los fundadores y protagonistas del movimiento misionero tras la Revolución Francesa. Los subrayados podrán ser diversos en los diversos protagonistas, pero estas corrientes espirituales han tenido un lugar privilegiado en esta apertura misionera.
Algunos protagonistas del movimiento misionero se dirigen precisamente hacia los pueblos africanos que ven como los «más pobres y abandonados del universo», como aman escribir [2]. Ha sido la experiencia del hecho ya acontecido de la salvación de Cristo lo que les empujará hacia África, incluso antes de que den comienzo las exploraciones europeas (casos de la Madre Javouhey, los misioneros del p. Libermann, la Misión en el África Central con los misioneros de Propaganda, sobre todo austríacos, los mazzianos italianos y Daniel Comboni). A veces los caminos de los misioneros se cruzan con los de los exploradores y conquistadores coloniales europeos, turcos y árabes, produciéndose frecuentemente graves conflictos (casos de Sudán, Uganda etc.) [3].
Este movimiento misionero comienza su desarrollo ya en la primera mitad del siglo XIX y dará lugar a una articulación creciente de espacios eclesiales Íntimamente dependientes de las matrices misioneras particulares dando lugar a las diversas Iglesias locales africanas actuales. La primera etapa de la acción misionera del siglo XIX surge sobre todo en el contacto con el drama de la esclavitud o de los esclavos emancipados, pero dejados languidecer en una situación a veces peor. Es el caso de algunos sacerdotes irlandeses-americanos de Filadelfia, de la Madre Javouhey, del p. Libermann, de los sacerdotes italianos Nicolás Olivieri, Nicolás Mazza, Daniel Comboni y otros [4].
2. Recorrido de las rutas misioneras [5]
El estudio histórico de la actividad misionera en relación a África en el siglo XIX-XX puede afrontarse desde diversas perspectivas. Se puede estudiar a partir del movimiento misionero concreto que lo ha generado y de su matriz eclesial y geográfica concreta. Se puede también estudiar desde cada área geográfica africana o desde las diversas componentes culturales y lingüísticas que lo caracterizan. En nuestro breve recorrido vamos a recordar el caso de Egipto y Etiopía y el de las misiones bajo el padroado portugués. Luego nos fijaremos especialmente en las misiones nacidas del Movimiento misionero del siglo XIX y llevadas a cabo bajo la jurisdicción de Propaganda. Siguiendo el primer criterio indicado, intentaremos no olvidar los otros.
2.1. LA misión católica durante la época moderna en las antiguas tierras cristianas de Egipto, Etiopía y Eritrea
En Egipto la Iglesia copta resistió durante siglos a la dura represión islámica [6]. A partir de 1839 empieza también una progresiva presencia de la Iglesia latina sobre todo con obras de tipo educativo.
Desde la mitad del siglo XVIII hasta la segunda mitad del XIX el antiguo Imperio etíope entra en una profunda crisis política y social [7]. Se conoce este tiempo de anarquía como la «época de los Jueces». Es un tiempo de profunda decadencia y de disgregación del imperio en un mosaico de pequeños «reinos de taifas» capitaneados por príncipes despóticos, «señores de la guerra».
En 1839 llegan tras no pocas peripecias los primeros misioneros católicos de la etapa contemporánea con San Justino de Jacobis y la misión de los padres paúles [8]. En 1860 muere Justino de Jacobis, primer vicario apostólico de Abisinia; había sido consagrado obispo clandestinamente por el primer vicario apostólico de los Gallas, el capuchino Guillermo Massaia. En 1846 Gregario XVI erige dos grandes vicariatos apostólicos: el de África Central con el que se empieza la historia misionera del África interior y el de los Gallas en Abisinia. Este vicariato es encomendado a los capuchinos y uno de ellos, el futuro cardenal Guillermo Massaia (t 1889), es consagrado obispo-vicario apostólico. Massaia llega a las costas eritreas en 1846. Será expulsado del país en 1879 [9].
Estas tierras viven a lo largo del siglo XIX una dura historia de conflictos políticos internos y de presiones coloniales externas [10]. En 1855 el ras Teodoros II se hace coronar emperador. Es el primer intento de reunificación del imperio. En 1865 el futuro emperador Menelik rompe con Teodoros y se proclama rey de Shoa. Teodoros muere en 1868 tras una punitiva expedición inglesa. Yohannes IV es coronado emperador de Etiopía en 1872. En 1887 Menelik traslada la capital de su Imperio a Abbdis Abeba, una población fundada por Massaia. Yohannes IV muere en 1889 y Menelik es coronado entonces emperador. Los italianos que intentan por todos los medios de adueñarse de las costas eritreas son derrotados en Adua en 1896. En 1913 muere Menelik y le sucede su nieto Iyasú que es destronado en 1916. Ocupa el trono Zeuditú, hija de Menelik. Actúa como regente el ras Tafari Makonem, el futuro emperador Haile Selassie. Tras la muerte de Zeuditú en 1930 ocupa el trono imperial etíope Haile Selassie. Cinco años después (1935) Italia invade Etiopía y Haile Selassie va hacia el exilio (1936). Las tropas italianas son derrotadas por los aliados, lo que permite la vuelta triunfal de Haile Selassie. En 1952 la ONU decide federar Eritrea con Etiopía, pero enseguida (1961) comienza la sangrienta guerrilla de independencia eritrea, convertida en simple provincia de Etiopía. En 1974 estalla la revoluci6n marxista etíope y la caída del imperio milenario etíope. Una revoluci6n derroca el régimen marxista de Menghistu en 1991. Dos años después Eritrea obtiene su independencia (24 de mayo de 1993).
La Iglesia copta etíope dependía desde hacía siglos del patriarcado copto monofisita de Alejandría de Egipto, que le enviaba sus obispos. El negus etíope (emperador) solicitaba vez por vez el envío de un obispo («abuna») que era siempre elegido entre alguno de los monjes egipcios. Esta praxis duró hasta 1951. Por su parte la Iglesia católica se hallaba fuera de la ley desde el siglo XVII. En 1839 el paúl San Justino de Jacobis (+ 1860) logró entrar en Eritrea y Etiopía y poner los cimientos de un renacimiento de la Iglesia católica unida a Roma. De Jacobis se distinguió por su método de «inculturización» del cristianismo y por el diálogo con los coptos, especialmente con los monjes. Dejará muchos discípulos, entre ellos el mártir Ghebre Mikael.
2.2. África bajo el «Padroado» portugués [11]
Las islas atlánticas y el África portuguesa han visto una presencia misionera a partir del siglo XV y siguen los acontecimientos históricos del patroado. Así en 1534 se crea la diócesis de Sao Torné y Príncipe. Mozambique permanece bajo la jurisdicción de Goa (India) desde 1612 hasta 1940. Con la política anti-eclesiástica de Pombal (s. XVIII) y los regímenes liberales del s. XIX en Portugal estos territorios viven una vida misionera escuálida. A finales del siglo XIX con la llegada de algunos institutos misioneros comienza un lento renacimiento misionero no obstante los condicionamientos del sistema del padroado. Éste se verá condicionado durante largo tiempo por las presiones de gobiernos masones y fuertemente anticlericales. Solamente a partir de los años cuarenta del siglo XX la situación comienza a cambiar con la revisión del sistema y con los llamados «Acuerdos misioneros» entre la Santa Sede y Portugal. La Iglesia logra librarse de la pesada tutela estatal portuguesa a costa de numerosos conflictos, y sólo tras la independencia de estas antiguas «provincias» del ultramar portugués en los años sesenta-setenta del siglo XX [12]. Pero los conflictos continuarán durante los primeros años de independencia con los nuevos gobiernos marxistas de aquellas antiguas colonias. Solamente el desastre económico y los largos años de duras y sangrientas guerras civiles obligará a los gobiernos marxistas a una política menos ideológica y más pragmática. Durante los mismos la Iglesia ejercerá un papel mediador y pacificador fundamental [13].
2.3. Desde Francia y desde Bélgica
La Madre Javouhey: Una de las primeras expresiones del movimiento misionero la encontramos en las fundaciones de Anne-Marie Javouhey con sus hermanas de San José de Cluny: en Guyana y en las Antillas, en Senegal (1817-18), Sierra Leona y en otros lugares de África Occidental, en las islas de La Reunión y Madagascar. En 1840 fueron ordenados los tres primeros sacerdotes negro-africanos, educados por la Madre Javouhey que lanza la idea de fundar un instituto de sacerdotes consagrados específicamente a la evangelización de los pueblos negroafricanos de África y en las Américas [14].
Libermann: La obra del P. Francisco Libermann, un convertido del hebraísmo, enfermo y frágil, que nunca podrá ir a las misiones, nace con esta misma preocupación. Libermann acoge la llamada de la Madre Javouhey en favor de los esclavos africanos [15]. Funda así la Congregación del Sagrado Corazón de María, consagrada a la evangelización de los pueblos negros de África y de América. Esta congregación se fundirá más tarde (1848) con el instituto ya existente desde hacía casi siglo y medio de los Padres del Espíritu Santo [16]. Estos misioneros tienen un papel fundamental en la evangelización del África Occidental y de las costas orientales.
Barran: El VI sínodo de Baltimore (USA) de 1842 envía a Fran cia el vicario general de Filadelfia, Edward Barron, en busca de ayuda misionera para los antiguos esclavos negros americanos católicos, que habían vuelto a tierras africanas. En 1821 muchos esclavos negros habían sido manumitidos y estaban volviendo a África. Algunos de ellos fundarán la actual república de Liberia (1847) [17].
Espiritanos: El encuentro de Barron con el movimiento misionero francés, sobre todo con los misioneros del Espíritu Santo, produce la acción misionera en las costas occidentales africanas. Mons. Barron, elegido como primer vicario apostólico de las Dos Guineas (1843), fue ayudado por siete padres del Espíritu Santo. Desalentado por muertes y fracasos, se retira poco después de su llegada a Cape Palmas (Sierra Leona) y vuelve a su patria. De esta semilla nace la historia misionera contemporánea del África Occidental: Gabón con Mons. Bessieux (1848), Senegambia, Guinea Francesa (1877), Costa de Oro (Ghana) (1879), Congo francés (Brazzaville) (1883), África Ecuatorial francesa, Dahomey (Benín), Nigeria, Togo (1882), Costa de Marfil (1895). Los misioneros del Verbo Divino, alemanes, trabajarán en Togo y los palotinos alemanes en Camerún desde 1886 hasta 1918, cuando se vieron obligados a abandonar aquellas colonias alemanas. En la Guinea Ecuatorial española trabajaron los jesuitas (1858) y los claretianos (1883) [18].
Marion de Bresillac: En estos países evangelizan también los misioneros de Lyón (Sociedad de Misiones Africanas), fundados por Mons. Marion de Bresillac, antiguo misionero del Instituto de Misiones Extranjeras de París, vicario apostólico en India [19]. Bresillac fue creado primer vicario apostólico de Sierra Leona. Morirá de fiebre amarilla una semana después de su desembarco en Sierra Leona en 1859 junto con algunos de sus misioneros.
Poco a poco las estaciones misioneras crecen a lo largo del Stanley Pool hasta el interior del África Ecuatorial. No puede pasar inadvertida la relación existente entre el nacimiento de instituciones con finalidad exclusivamente misionera, como las Hermanas de San José de Cluny, los Padres del Espíritu Santo, los Misioneros de Lyón, y la articulación de las zonas evangelizadas, que es una característica común de la historia de la Iglesia en África.
Espiritanos en las Costas africanas del Índico: También en la historia de la misión del África Oriental vemos a los hijos de Libermann. Hasta 1850 toda la costa oriental de África, desde Mozambique hasta Adén, se encontraba controlada por el sultán de Omán y de Zanzíbar. Desde la isla de La Reunión los padres del Espíritu Santo se dedicaron a la asistencia de los esclavos en Zamguebar (1862) y Bagamoyo (1868). Desde estas bases partían muchas rutas misioneras hacia Tanganika [20], los Grandes Lagos (1878), Rwanda, Burundi..., y hacia Kenya.
Madagascar: La obra misionera en la isla Mauricio y en Madagascar fue también sufrida. En este último país la misión tuvo que empezar de nuevo en el siglo XIX por obra de misioneros franceses. El catolicismo fue prohibido y los misioneros fueron expulsados durante las guerras francomalgaches (en 1883-1885 y 1894-1896). Durante la persecución, que da a la Iglesia algunos mártires, y en ausencia de los misioneros, la comunidad cristiana es sostenida por el celo de algunos seglares cristianos [21]. Madagascar dio también a la Iglesia uno de los dos primeros obispos del África negro-malgache del siglo XX, Mons. J. Ramarosandratana (1939).
La antigua misión del Congo (s. XV-XVI) 22: con una historia pasada muy dramática, se desarrolló gracias al trabajo de los misioneros del Espíritu Santo, PP. Blancos, jesuitas, Hermanas de la Caridad de Gante, PP. de Scheut y otros. En 1885 se creó el Estado Independiente del Congo (actual Zaire) bajo la soberanía de Leopoldo II de Bélgica por lo que estas misiones tuvieron que acogerse al protectorado belga. Estas misiones deberán luchar contra la trata de los esclavos por parte de los negreros musulmanes y deberán afrontar numerosos problemas creados por el duro sistema de explotación de las compañías mercantiles belgas. En 1906 la Santa Sede y el Estado Libre del Congo firmaron una convención por la que el Estado acordaba una protección a las misiones.
2.4. La Misión de África Central [23]
La historia de la Misión del África Central se halla unida al movimiento misionero italo-austro-alemán, gracias al cual en 1846 Gregorio XVI erige este Vicariato, el más grande del continente (desde el Egipto meridional hasta los Grandes Lagos). Incluía una buena parte de los actuales países del África centro-oriental. La iniciativa fue llevada a cabo bajo la guía directa de Propaganda que mandó como misioneros (los primeros pioneros en el interior del continente) a los sacerdotes seculares Annetto Casolani, cánonigo de Malta [24], Ignacio Knoblecher de Eslovenia, el mazziano Angel Vinco de Verona y el jesuita lituano Maximiliano Ryllo.
Daniel Comboni [25]: Al principio la Misión fue confiada a sacer dotes de Propaganda Fide, a algunos jesuitas y a otros sacerdotes provenientes del Imperio austriaco, entre ellos a los del Instituto fundado por don Nicolás Mazza de Verona. Entre ellos se encuentra Daniel Comboni (1831-1881).
A partir de 1861 se encargaron de la misión durante casi cinco años los franciscanos, pero de hecho trabajaron en ella dos años escasos. Varias expediciones misioneras intentaron en vano de sobrevivir al clima mortífero y de superar las dificultades puestas por los negreros y por la hostilidad musulmana. Tras los continuos fracasos y la muerte de casi un centenar de misioneros, la Misión tuvo que ser cerrada en 1862. Desde tal fecha tendrá que pasar un sufrido y trabajoso decenio para que la Misión, definida como un «auténtico necrológico», pueda de nuevo empezar a vivir.
Su reapertura se debe a Daniel Comboni, que con su Plan en favor de la regeneración de África a través de África misma (1864), presentado a la Santa Sede y al mundo católico, con la fundación de una «Obra en favor de la regeneración cristiana de África» que incluye un amplio proyecto de cooperación eclesial en favor de las misiones ad gentes entre los pueblos de color, y la creación de dos institutos misioneros para la evangelización de los pueblos de color (1867). Con la presentación de un Postulatum pro nigris al Concilio Vaticano I (1870) promovió una acción misionera en favor de aquellos pueblos y planteó una nueva metodología misionera. En 1872 la Santa Sede le confió aquella Misión, convirtiéndose en el primer obispo del África Central.
Comboni fundó varias misiones; llevó, por vez primera en la historia, religiosas europeas y maestras africanas (algunas de las cuales, antiguas esclavas rescatadas) como misioneras al interior del continente (1867-1872). Algunos esclavos y esclavas rescatados y educados por Comboni se convertirán en misioneros de su pueblo como sacerdotes, religiosas y maestras. Una esclava sudanesa que casualmente irá a parar a Italia, Josefa Bakhita, se hará cristiana en aquel país y entrará en la congregación de las Canossianas. Será beatificada por Juan Pablo II en 1992. Otra esclava también rescatada y que vivirá en Italia, Zeinab Alif (Madre María Josefa Benvenuti), entrará en el monasterio de clarisas de Belvedere Ostrense (Ancona) donde llegará a ser abadesa y morirá en olor de santidad. Su Causa de beatificación se halla introducida.
La precoz muerte de Daniel Comboni, caído en la brecha misionera, en Jartum, el 10 de octubre de 1881 a los 50 años cumplidos, víctima de las fiebres y de las incomprensiones, parecía indicar un nuevo fracaso de la Misión de África Central. Además otros duros acontecimientos del momento parecían confirmar tal desenlace. Entre ellos es necesario recordar por una parte la tormenta de la llamada revolución fundamentalista mahdista islámica (1882-1899), por otra la crisis de las obras combonianas tras la muerte prematura del Fundador debido sobre todo a las injerencias del exterior, tanto políticas como eclesiásticas, y finalmente la victoria de los proyectos colonialistas en la Conferencia de Berlín (1884-85), que habrían de influir también en algunos planteamientos misioneros de sabor «colonial» contra los que había luchado tan denodadamente Comboni. Tal mentalidad fue de hecho adoptada por algunos vértices eclesiásticos y misioneros de la época como estrategia misionera. Ninguna de estas dificultades lograron sofocar la vitalidad que Comboni había infundido en tales obras. Su obra fue llevada adelante en Sudán y en Uganda septentrional (territorios de aquella extendida Misión) por los misioneros combonianos y combonianas. La historia de estas Iglesias estará señalada por la persecución y por el martirio. Entre 1882 y 1889 todos los misioneros y misioneras fueron reducidos a la esclavitud bajo la mahdía islámica. Algunos de ellos murieron durante la misma. Más tarde muchos cristianos y varios sacerdotes y catequistas africanos sigilaron con su sangre su fe cristiana. De esta Iglesia han nacido en 1968 los primeros misioneros ad gentes de toda el África negra: los Apostles of Jesus y las Evangelizing Sisters of Mary fundados por dos combonianos, el obispo Sisto Mazzoldi y el p. Juan Marengoni. Estos religiosos y religiosas se hallan presentes como misioneros en varios países africanos.
2.5. Desde Argel
En el Norte de África mediterránea trabajaban ya antes del siglo XIX algunas antiguas Órdenes religiosas como los franciscanos, dedicándose sobre todo a la asistencia de los esclavos y cautivos cristianos. Solamente con la ocupaci6n francesa (1830) empieza de nuevo una presencia cat6lica sin obstáculos estatales, pero reservada fundamentalmente a los colonos europeos. Con el nombramiento del futuro cardenal Charles Lavigerie como arzobispo de Argel (1867) comienza una propia actividad misionera [26]. Se sirve para ello de las diversas formas de caridad cristiana. En Argel nacen así los Padres Blancos (conocidos también como Misioneros de África), cuya historia coincide con la evangelizaci6n de muchos países africanos [27]. Argel-Cartago se convierte en un centro de irradiación misionera hacia el corazón de África. Los Padres Blancos extenderán su misi6n hacia los países subsaharianos. Esta misión no les fue fácil debido a la política filo-musulmana instaurada por los gobiernos masones franceses de la época. Estos misioneros desarrollarán en África una metodología misionera y catequética característica que intentará reintroducir la praxis catecumenal de la Iglesia primitiva.
Los PP. Blancos llegaron en 1879 también a África Ecuatorial, al reino de Buganda en la actual Uganda meridional. En 1882 comenzó una persecución anti-cristiana y los misioneros se vieron obligados al exilio hasta 1885. En su ausencia los pocos neófitos continuaron la obra evangelizadora. La persecución se recrudeció desde 1885 a 1887. Durante la misma muchos cristianos (tanto católicos como anglicanos) fueron martirizados. Veintidós de estos mártires católicos fueron beatificados en 1920 por Benedicto XV y canonizados en 1964 por Pablo VI [28].
Son los primeros mártires cristianos reconocidos como tales de estirpe negro-africana. Por aquellos años Inglaterra, Francia y Alemania discutían la posesión de aquella rica región. En la contienda las potencias instrumentalizaban los conflictos religiosos que habían degenerado en una guerra civil. Inglaterra apoyaba al llamado «partido protestante» y logró imponer su protectorado que durará hasta 1962. Por aquellos días llegaron a Uganda otros dos grupos misioneros: los Mill Hill por el este, y los combonianos por el norte. Es ugandés uno de los dos primeros obispos del África negra del siglo XX, Mons. Joseph Kiwanuka (1939) [29].
2.6. África meridional
Política de contrastes: Hasta el siglo XIX el África meridional fue inaccesible al catolicismo debido a la oposición de los calvinistas holandeses y de los hugonotes franceses que se habían establecido en la actual África del Sur luchando contra los nativos africanos. El tratado de París de 1815 daba estas tierras a Inglaterra, también hostil a los misioneros católicos. Todo esto explica, por una parte, la lucha enconada entre los grupos blancos y los nativos negros por el dominio de las tierras. Tras luchas enconadas y sangrientas, los colonos blancos «afrikaners» o «boers» calvinistas lograron imponerse a los nativos africanos. A principios del siglo XX Inglaterra tuvo que combatir una dura guerra de «conquista» contra los colonos blancos «boers». Se llegó en la práctica a un «modus vivendi» entre ingleses, «afrikaners» y negros africanos. Al final triunfó la política «boera». Como consecuencia de tal confrontación se implantó en el siglo XX el dominio blanco calvinista basado sobre la política que mucho más tarde será bautizada con el eufemismo de «desarrollo separado» o apartheid. Nacieron numerosas iglesias independientes y sectas sincretistas para-cristianas entre la mayoritaria poblaci6n tribal negra como expresiones de protesta contra el dominio segregacionista blanco. En el siglo XX se ha agudizado la problemática racial con la política del apartheid.
Las misiones católicas [30]: Todo esto explica también las notables dificultades para una acci6n misionera cat6lica. El cuadro de esta región desde una perspectiva misionera se encuentra caracterizado por una permanente hostilidad anticatólica. La misión católica pudo abrirse paso con el irlandés Mons. Griffith y algunos misioneros de diversa proveniencia (sobre todo irlandeses) [31] en 1838. Pero la libertad religiosa no fue concedida a los católicos hasta 1870. En 1850 los Oblatos de María Inmaculada comenzaron su actividad misionera en las regiones de Natal y del Lesotho. Desde aquí, a pesar de la oposición calvinista, el trabajo misionero católico se extendió por el Transvaal y en el Estado Libre de Orange. Crecieron las fundaciones misioneras como las de los trapenses de Mariastern que se transforman en un instituto misionero llamado de Marianhill (1882). En África del Suroeste (Namibia) se fundó una misión católica en 1880, pero enseguida fue destruida por los protestantes. Aquí trabajaron hasta su expulsión después de la Primera Guerra Mundial (1918) los misioneros alemanes del Verbo Divino.
Las misiones del Zambezi [32]: En 1879 Propaganda erigía la «Zambesi Mission» (los actuales Malawi, Zimbabwe, Zambia, Bostwana) confiándola a los jesuitas, que llegaron ese mismo año. Se empezó de nuevo el trabajo misionero tímidamente planeado en el siglo XVII. Se les unieron los PP. Blancos (1889) y otros misioneros.
3. Después de la Conferencia de Berlín
3.1. Después de la conferencia de Berlín (1884-85)
África conoció una nueva fase desde el punto de vista de la Misión [33]. En 1920 trabajaban en África treinta y una Órdenes religiosas masculinas; de ellas catorce eran institutos misioneros de nueva fundación, y veinticuatro femeninos. Los catequistas nativos eran más de nueve mil quinientos [34]. Aquel florecimiento era fruto del vigor apostólico del movimiento misionero nacido después de la Revolución francesa.
3.2. Las aspiraciones coloniales de las potencias europeas han condicionado el desarrollo de las misiones de África [35].
Las han favorecido también, como en una especie de nueva «pax romana». La época colonial ha dado una nueva fisonomía política a África. Esta fisonomía ha influido fuertemente sobre las misiones, aunque en el fondo las misiones han intentado desarrollarse fuera de la esfera política, fieles a su inspiración original apostólica. Hay que reconocer que tenían que convivir con aquella situación. Han cooperado a veces con las potencias coloniales y han gozado también de algunos beneficios suyos. Sin embargo no se puede hablar unívocamente del África colonial, pues las situaciones varían mucho de lugar a lugar y reflejan la política colonial de las diversas potencias: Inglaterra, Francia, Bélgica, Portugal, Alemania, Italia, España... Incluso tal política no es unívoca en la misma potencia colonial y cambia de lugar a lugar. Así por ejemplo, la política colonial inglesa en Sudán, en Uganda, en Kenya o en las colonias del África Austral tiene matices muy variados [36].
3.3. Hay que recordar el movimiento antiesclavista promovido por los misioneros tras la Conferencia de Berlín.
En la lucha anti-esclavista se habían distinguido todos los exponentes del movimiento misionero en favor de África. En el nacimiento de este movimiento misionero en favor de la «regeneración de los pueblos de color africanos» había tenido un papel fundamental el contacto con el drama de la esclavitud. Los exponentes del movimiento habían puesto en marcha numerosas iniciativas para la liberaci6n de los esclavos y su promoción, tanto en Europa como en África. Algunos de los protagonistas del movimiento misionero como la Madre Javouhey, el p. Libermann, Daniel Comboni (apoyado por la Asociación «pro Nigris» de Colonia, y su misma Obra), el futuro cardenal Massaia, el p. Planque, el cardenal Lavigerie, entre otros, emprendieron una campaña anti-esclavista a nivel internacional incluso ante los gobiernos europeos [37]. Tras la desaparici6n de la mayor parte de estos grandes fundadores, otros continuaron su campaña. Entre ellos hay que recordar al cardenal Lavigerie que influirá en Le6n XIII, el cual publicará una encíclica contra la esclavitud y la «trata», en 1888 [38]. Otro luchador infatigable contra la esclavitud y en favor de la promoci6n de los esclavos liberados fue el sucesor de Comboni, Mons. Francisco Sogaro que con sus combonianos fundó en la Ghezira de El Cairo una «Colonia anti-esclavista León XIII», donde recogió a numerosas familias de antiguos esclavos en un sistema que pretendía explícitamente imitar las reducciones jesuíticas del Paraguay como sistema de vida [39].
Las misiones en África desde 1885 hasta los años que siguen a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) viven en un cuadro bastante ajetreado. Se nota un crecimiento misionero cuyas características se pueden resumir en algunos puntos:
- progresiva penetración en las zonas interiores;
- planteamiento de métodos de evangelización bastante uniformes donde se intenta la integración del anuncio evangélico con la promoción humana;
- estudio de las lenguas indígenas, su transcripción gramatical, traducciones de catecismos y de la Sagrada Escritura;
- Alfabetización, desarrollo de las escuelas y de las obras de caridad, formación de catequistas, y primeros seminarios para el clero nativo.
Se forma así un nuevo tipo de misión, también desde el punto de vista de su localización, el tipo de construcciones y el ordenamiento de la vida diaria, que tiene una fisonomía característica, una especie de «gran complejo monástico» en el África de los siglos XIX-XX. Durante el período colonial no se hablaba de africanización de las estructuras eclesiales, pero se comenzaba un camino en este sentido. Por otra parte, la premisa había sido ya puesta en el período precedente, durante el cual los apóstoles fundadores habían subrayado fuertemente la idea de África como «regeneradora de sí misma».
4. Luces y sombras
4.1. En el siglo XIX habían sido fundados noventa y un institutos que tomarán luego la fisonomía jurídica religiosa o la de sociedades de vida apostólica de derecho pontificio.
De estos institutos trece nacieron del movimiento misionero ad gentes. A éstos hay que añadir también otros nueve institutos femeninos, casi siempre unidos fundacionalmente a los masculinos. Muchos de estos nuevos institutos iniciaron la nueva etapa evangelizadora de África. Esta es ya una nueva característica de esta etapa misionera. Como en la evangelización del Nuevo Mundo en el siglo XVI-XVII algunas Órdenes religiosas de mendicantes y los jesuitas habían llevado la responsabilidad mayor, en el caso de esta nueva etapa contemporánea de la misi6n africana tal responsabilidad les tocó a los nuevos institutos nacidos del movimiento misionero. Vemos también en un segundo momento una presencia notable de otras Órdenes antiguas como los jesuitas y los capuchinos, entre otras.
4.2. Podemos resaltar algunos aspectos de esta historia misionera:
a) La fundación de las iglesias locales africanas se halla frecuentemente unida a la historia de cada uno de los institutos misioneros evangelizadores, de su espiritualidad y de su característica metodología misionera. A su vez éstos se encuentran vinculados a determinadas áreas geográficas, culturales y políticas de la vieja Europa. Este hecho va a influir notablemente en el tipo de presencia misionera y en la fisonomía de tales iglesias locales generadas por ellos. Es como si les hubiesen también transmitido «un temperamento» eclesial propio, todavía constatable en nuestros días.
b) La fundaci6n de las j6venes Iglesias locales africanas se encuentra marcada por auténticas pruebas de fuego: obstáculos ambientales, muertes de misioneros, ambigüedad en las relaciones con las potencias coloniales, hostilidad musulmana y de los mercaderes de esclavos, dificultad y competici6n con los protestantes.
c) La presencia de Propaganda Fide, de la que dependen estos nuevos institutos misioneros, da una unidad de directivas y una metodología misionera con muchos puntos comunes en todas partes.
d) Algunos fundadores como la Madre Javouhey, el P. Libermann, el cardenal Massaia, Mons. Comboni, el cardenal Lavigerie presentan «memorias», «planos», «proyectos» misioneros con la finalidad de evangelizar y «regenerar» los pueblos de color africanos e implantar la Iglesia local. En este horizonte emerge la diferencia entre la filantropía humanitaria del tiempo y la actividad misionera cat6lica fuertemente cimentada en la «caritas Cordis Christi». Con los límites propios de la cultura del tiempo, estos fundadores misioneros han demostrado poner una gran confianza en el africano concreto cuando el racismo y el colonialismo formaban parte de la mentalidad dominante en Europa y en América.
e) En esta historia misionera existen también sombras notables. Se da en la mente de muchos una simbiosis profunda entre cristiandad occidental y cristianismo por una parte, con la cultura occidental por otra, de tal manera que algunos identifican cristianismo con cultura occidental [40]. Esta concepci6n lleva consigo una equivocada idea de misión y como consecuencia de la metodología misionera. Esta ideología recibe su máxima consagración en la Conferencia de Berlín de 1885. Esta mentalidad ha contaminado también a algunos misioneros, tanto protestantes como católicos. En algunos lugares las misiones, tanto católicas como protestantes, se han unido al poder colonial de manera determinante confundiendo así misión con colonización. Tal ha sido el caso de las misiones protestantes en Uganda, Kenya, Nyassialand, Rhodesia, Sudáfrica..., entre otras, y el de las católicas en lugares como Congo Belga, en algunos territorios franceses y en las coloniasprovincias portuguesas.
f) El ius commissionis o el encargo exclusivo de un territorio determinado para ser evangelizado a un instituto concreto ha favorecido por una parte el desarrollo misionero de tal territorio, pero por otra parte lo ha también limitado privándolo de la riqueza eclesial y espiritual que otros institutos hubiesen podido aportar.
Por otra parte, el ius commissionis fue casi impuesto por la nueva situación colonial. Frecuentemente las potencias coloniales exigían que los institutos evangelizadores en su territorio tuviesen la casa madre en sus dominios y que los misioneros fuesen principalmente súbditos suyos. Esto daba a las potencias coloniales un mayor control de la actividad misionera. Al mismo tiempo en un período de ocupación colonial como aquél, las potencias coloniales podían asegurarse mejor el dominio sin testigos o sin obstáculos procedentes de los misioneros. El hecho es documentable en la historia de casi todas las misiones del África negra a finales del siglo XIX y principios del XX. La misma expulsión o el cambio de los misioneros alemanes de las antiguas colonias alemanas extinguidas tras la Primera Guerra Mundial, la exclusión de misioneros pertenecientes a institutos de fundación española, italiana o alemana o de otros países de las colonias francesas o belgas, o de la admisión de sólo españoles o italianos en las respectivas colonias españolas o italianas, el casi exclusivo permiso a los portugueses de misionar en los territorios portugueses, etc. prueba lo dicho.
5. La formación de las iglesias africanas [41]
5.1. Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) el continente africano empieza a cosechar los beneficios y las ambigüedades de sus contactos con el mundo occidental.
Si por una parte el continente entra de lleno en la edad de la técnica, por otra tendrá que enfrentarse con una serie de choques violentos y de rupturas bruscas con un pasado tradicional todavía muy cercano y nunca desaparecido del todo.
Empiezan a convivir en el continente las situaciones contradictorias de un mundo tradicional y de un mundo en fermento, hecho de transformaciones y de desequilibrios culturales, económicos y políticos. En esta situación la Iglesia se encuentra con el deber de anunciar el misterio-acontecimiento de Cristo. El cristianismo crece numéricamente en África en los años sucesivos a la Primera Guerra Mundial. Pero el proceso de creación de una cultura cristiana que interpretase e integrase los valores tradicionales con la fe cristiana no fue, como muchos misioneros optimistamente habían imaginado, aunque el proceso continúa todavía en curso a finales del siglo XX.
5.2. Desde el punto de vista de la metodología misionera, esta nueva fase se caracteriza por la importancia dada a los catecumenados, a los catequistas y al método indirecto de evangelización a través de escuelas y de obras de caridad y de promoción humana.
En relación al mundo cultural africano nos encontramos con actitudes aparentemente contradictorias: un interés antropológico que empuja a muchos misioneros a recoger todo tipo de datos sobre el tema; por otra en muchos se ve también una actitud religiosa negativa sobre usos, costumbres, religiones tradicionales africanas. Un cambio progresivo de actitud tiene lugar a partir sobre todo del Vaticano II.
5.3. A partir de los años cincuenta del siglo XX se verifica el fenómeno de las independencias políticas.
Paralelamente a la lucha por la independencia se da un renacimiento de una conciencia nacional y cultural propia con múltiples manifestaciones. Algunas asumen comprensibles características de radicalismo xenófobo. Renacen antiguas tradiciones culturales y religiosas adormecidas. Parecía que la Iglesia no tuviese ya respuestas a toda esta serie de problemas. A partir de esta dolorosa experiencia nacen nuevos movimientos y nuevas propuestas de evangelización (Reuniones Generales del Episcopado Africano unido en el SECAM; Symposium of Episcopal Conferences of Africa and Madagascar; sínodos locales, congregaciones misioneras locales, Sínodo de los Obispos General para África en 1994, etc.).
5.4. En 1960 doce países africanos contaban con uno o más obispos nativos [42].
A finales del siglo XX casi la totalidad de los obispos de la Iglesia católica en África son nativos. «Tenéis que ser misioneros de vosotros mismos», dijo Pablo VI en Kampala durante el primer simposio de todos los obispos de África y de Madagascar (1969). La Iglesia africana tiene hoy sus santos nativos y sus mártires. Comienza también a tener una tímida reflexión teológica con todas las grandezas y ambigüedades que tales comienzos llevan consigo.
5.5. Ha tenido también sus persecuciones como las ha tenido la Iglesia en Egipto y en el norte de África durante los primeros siglos.
Es una Iglesia llena de vitalidad y con numerosos y graves problemas de todo tipo, muy lejos de encontrar todavía una solución conveniente. De todas maneras la historia se mide por tiempos largos y no por resultados inmediatos. La Iglesia africana hoy desde la fidelidad a Cristo y la comunión con la Catholica, cuyo centro de comunión se encuentra en Pedro, podrá encontrar la sapientia teológica y la fuerza del Espíritu para enfrentarse con sano realismo, y usando la tradicional sabiduría práctica africana, con los problemas graves que la afectan para cumplir con su misión de ser «presencia viva de Cristo y su Sacramento visible» en el contexto africano, de modo tal que los cristianos africanos sean de veras misioneros de su mismo pueblo, como ya en 1864 escribía Daniel Comboni y repetía a los Padres del Vaticano I en 1870, y Pablo VI volvió solemnemente a subrayar ante los obispos africanos reunidos conjuntamente por primera vez en Kampala [43] en 1969.
Fidel González-Fernández, en dadun.unav.edu
Notas:
1. No tratamos la temática histórica del movimiento misionero protestante ni de sus misiones, ni la historia del fenómeno de las numerosas iglesias independientes africanas, muchas de ellas sincretistas, como tampoco la historia de la Iglesia copta ortodoxa de Egipto y de Etiopía y sus dependientes.
2. La expresión se encuentra en todos los fundadores misioneros como la Madre Jovouhey, Libermann, Marion de Bresillac, Daniel Comboni y otros.
3. F. GONZÁLEZ, Comboni en el corazón de la Misión africana. El Movimiento misionero y la obra comboniana 1846-1910, Eds. Mundo Negro, Madrid 1993.
4. Gregorio XVI publica una nueva condena de la «trata» con su carta apostólica In Supremo Apostolatus, del 3.XII.1839, en la que «commemoratis quae a religione christiana et a decessoribus ordinata sunt ad servitutem immuinuendam in Indiis atque Nigritiis, eorum commercium reprobat; prohibet etiam ne quis commercium illud uti licitum tueatur», en Africa Pontificia, pp. 136-137.
5. Cfr. bibliografía específica sobre el movimiento misionero del siglo XIX en: F. G0NZÁLEZ, Daniel Comboni en el corazón de la Misión Africana. El Movimiento misionero y la Obra comboniana (1846-1910), cit. en nota 3, pp. 89-149. Una reseña biográfica y de su experiencia misionera de los grandes protagonistas misioneros, sobre todo del siglo XIX, a través de sus escritos, puede verse en: P. CHI0CCHETTA, / grandi testimoni del Vangelo. Pagine di spiritualita missionaria, Citta Nuova Editrice, Roma 1992.
6. Cf.: E. R. HARDY, Christian Egypt: Church and People, OUP, NY 1952; B. A. PEARS0N-J. E. G0EHRING, The Roots of Egyptian Christianity, Fortress Press, Philadelfia; E. R. HARDY, Christian Egypt: Church and People, OUP, NY 1952.
7. Cf.: D. CRUMMEY, Priests and Politicians. Protestant and Catholic Missions in Orthodox Ethiopia, 1830-1868: Clarendon, Oxford 1972. K. O'MAHONEY, «The Ebullient Phoenix». A History of V. A. Abyssinia, 3 vols. Ethiopia Study Centre, Asmara 1982-87.
8. Uno de estos primeros misioneros paúles es el p. Luis Montuori que tiene que escapar de Etiopía durante la persecución desencadenada por instigación del «Abuna» Salama en 1840. Lo hace a través de Sudán y se establece por algún tiempo en la naciente Jartum donde construye una capilla y una pequeña escuela en 1842. También se ve obligado a dejar Jartum. Su relación sobre aquellas tierras de África central despertarán el interés de algunos exponentes del movimiento misionero que empujarán a Propaganda Fide a abrir aquella misión.
9. G. MASSAJA, I miei trentacinque anni di missione nell'Alta Etiopía, 12 vols. Ro ma 1885-95.
10. D. CRUMMEY, Priests and Politicians. Protestant and Catholic Missions in Orthodox Ethiopia, 1830-1868, Clarendon, Oxford 1972.
11. La historia de las misiones africanas bajo el Padroado se sale de los esquemas cronológicos aplicados con mayor uniformidad al resto de las misiones africanas subsaharianas, al no estar bajo las dependencias de Propaganda hasta casi nuestros días.
12. Los conflictos de Portugal en sus colonias que luchaban por su independencia generaron desgastadoras guerras coloniales hasta obtener su independencia en los años setenta. La Iglesia se vio profundamente afectada por esta dramática situación. J. MARCUM, The Angolan Revolution. The Anatomy of an Explosion (1950-1960), Harvard University Press, Cambridge, Mass. 1969; PRO MUNDI VITA, Mozambique. A Church in a Socialist State in Time of Radical Change, African Dossier, 3, Brussels: Pro Mundi Vita, 1977.
13. Las independencias de las antiguas colonias portuguesas: Angola ll.IX.1975; Cabo Verde 5.Vl.1975; Guinea-Bissau 24.IX.1973; Mozambique 25.Vl.1975; Sao Tomé y Príncipe 12.Vll.1975.
14. Cfr. P. COULON-P. BRASSEUR, Libermann 1802-1852. Une pensée et une mystique missionnaires. Preface de Leopold Sedar Senghor de l'Académie Franraise, Cerf, Paris 1988, pp. 643-648.
15. Libermann es autor de una Mémoire a Propaganda Fide (27.111.1840) sobre estos problemas: cfr. Naissance d'une pensée et d'une mystique missionnaires (1839-1848}. Sources et études, ibidem, pp. 197-660. Libermann fue el primer superior general de la nueva congregación unida de la Congregación de los Padres del Espíritu Santo y del Corazón Inmaculado de María (siglas: Congregatio Sancti Spiritus; vulgo: espiritanos). H. J. KOREN, To the Ends of the Earth. A General History of the Congregation of the Holy Ghost, Duchesne University Press, Pittsburg 1983. P. COULON-P. BRASSEUR, Libermann 1802-1852. Une pensée et une mystique missionnaires. Preface de Leopold Sedar Senghor, Du Cerf, Paris 1988.
16. Cfr. H. J. KOREN, ibídem; P. COULON-P. BRASSEUR, ibídem, pp. 661-818.
17. E. HOGAN, Catholic Missionaries and Liberia. A Study of Christian Enterprise in West Africa, 1842-1950, University Press, Cork 1981.
18. E. HOGAN, Catholic Missionaries and Liberia. A Study of Christian Enterprise in West África, 1842-1950, University Press, Cork 1981. Para la historia del cristianismo en África Occidental cfr.: AGBEDI, KOFI, West African Church History. Christian Missions and Church Foundations: 1482-1919, E. J. Brill, Leiden 1986; O. U. KALU, The History of Christianity in West Africa, Longman, London 1980; L. SANNEH, West African Christianity: The Religious lmpact, London: Hurst/New York: Orbis Books, 1983; M. J. BANE, The Popes and Western Africa. An Outline of Mission History 1460s-1960s, Alba House, Saten Island NY 1968; R. M. WILTGEN, Gold Coast Mission History 1471-1880, Divine Word Publications, Techny IL 1956; E. MVENG, Histoire du Caméroun, Présence Africaine, Paris 1963; A. O. MAKOZI-G. A. ÜJO (eds.), The History of the Catholic Church in Nigeria, MacMillan, Ibadan 1982.
19. M. BRESILLAC, Je les aimais. Mediaspaul, Paris 1988; M. GRENOT et ALII, Marion Bresillac. Fondateur de la Société des Missions Africaines. Je les aimais. Douze ans en Inde 1842-1854. Préface Cardinal S. Lourdusamy, Médiaspaul, Paris 1988; J. M. TODD, African Mission. A Historical Study of the Society of African Missions, Burns and Oates, London 1962. Mons. Marion de Bresillac tuvo un papel fundamental en las controversias sobre el clero indígena, la relación con el Padroado y el problema de las castas en la India en tiempos del famoso vicario apostólico de Pondicherry, Mons. de Bonnand. Participó también en el primer sínodo de Pondicherry (1844), uno de los más importantes de la historia misionera de la India. Dejó aquella misión debido a sus puntos de vista polémicos sobre todo en relación al tema de las castas y del clero indígena, en el que creía fuertemente. Tras su dimisión, un encuentro casual con exponentes del movimiento misionero pro-africano francés lo abre hacia el mundo africano. Se convierte así en fundador del instituto misionero de la Sociedad de Misiones Africanas de Lyón. Cfr. Th. ANCHUKANDAM, SDB, A Critica! Elaboration and Evaluation of the Missionary Activities of Mgr. Clement Bonnand in South India from a Historical Perspective (1824-1846), Dissertatio ad Lauream moderante R. P. Giacomo Martina S. J., Pontificia Universitas Gregoriana, Facuitas Historiae Ecclesiasticae, Romae 1994.
20. En Tanganika evangelizarán también misioneros alemanes, entre ellos los bene dictinos de Santa Otilia. Muchas de estas misiones «alemanas» deberán ser cedidas a otras órdenes religiosas tras la pérdida de aquel territorio por Alemania al finalizar la primera guerra mundial en 1918. WRIGHT, German missions in Tanganika 1891-1941, Clarendon press, Oxford 1971.
21. La princesa Victoria Rasonanarivo (1848-1894), beatificada por Juan Pablo II. Uno de sus misioneros, el jesuita Jacques Berthieu, martirizado el 8.VI.1896 en Tananarive, fue beatificado en 1965. «Pro Mundi Vita Dossiers», The Church and Christians in Madagascar today, Bruxelles: July 1978. ,
22. R. SLADE, King Levpold's Congo, OUP, London 1962; L'Eglise Catholique au lAire. Un siecle de croissance (1880-1980), Sécrétariat Général de l'Episcopat, Kinshasa-Gombe, B. P. 3258; F. BONTINCK, L'Evangélisation du lAfre, Kinshasa: St Paul-Africa, 1980.
23. Sobre esta experiencia misionera y su compleja problemática cfr. bibliografía específica y estudio en: F. GONZÁLEZ, Daniel Comboni en el corazón de la Misión Africana. El Movimiento misionero y la Obra comboniana (1846-1910), Mundo Negro, Madrid 1993; F. GONZÁLEZ, La idea misionera de Daniel Comboni, primer vicario apostólico de África Central, en el contexto socio-eclesial del siglo XIX, Pontificia Universidad de Salamanca 1979; P. CHIOCCHETTA, Daniel Comboni: Papers for the Evangelization of África, EMI, Bologna 1982; A. GILLI, Daniel Comboni. The Man and his Message, EMI, Bologna 1980. A. G. MONDINI, Africa or Death. A Biography of Bishop Daniel Comboni, St. Paul Ed., Boston 1964; G. VANTINI, Christianity in the Sudan, EMI, Bologna 1981.
24. Casolani fue consagrado obispo y primer vicario apostólico, pero renunció a su responsabilidad antes de marchar; fue elegido como pro-vicario el jesuita p. Maximiliano Ryllo, que muere poco después de su llegada y le sucede Knoblecher. Le sucede el sacerdote alemán Mateo Kirchner; tras su renuncia la misión es confiada a los francisca nos austríacos con el p. Reinhtaler como pro-vicario; tras su muerte se cierra la Misión en 1862. Se abre en 1872 con Daniel Comboni que es nombrado sucesivamente pro-vicario (1872) y vicario apostólico con carácter episcopal (1877).
25. Daniel Comboni nace en Limone su! Garda (Brescia, Italia, entonces bajo el Imperio austríaco, del que Comboni fue siempre súbdito) el 15.111.1831, es educado en Verona, ordenado sacerdote en Trento; miembro de la Institución secular mazziana, va como misionero a África en 1857. Pro-vicario de África Central en 1872 y Vicario Apostólico con carácter episcopal en 1877, muere en Jartum el 10.X.1881. Es beatifica do por Juan Pablo II el 17.111.1996.
26. Cfr. W. BURRIDGE, Destiny Africa. Cardinal Lavigerie and the Making of the White Fathers, Chapman, London 1966; X. DE MONTCLOS, Lavigerie, le Saint-Siege et l'Eglise. 184-1878, Editions E. de Boccard, Paris 1965; ID., Le Toast d'Alger. Documents 1890-1891, Editions E. de Boccard, Paris 1966. Para una bibliografía más amplia sobre Lavigerie y su Obra cfr. F. GONZÁLEZ, Daniel Comboni y la Misión Africana, cit. en nota 23, pp. 89-149.
27. J. MERCUI, Les origines de la Societé des Missionnaires d'Afrique, Maison-Carrée (Alger) 1929; ST. C. WELLENS, La Societé des Missionnaires d'Afrique (Peres Blancs). Ses origines et le development de son organisation jusqu'a la promotion du Code de Droit Canonique, Louvain 1952.
28. J. F. FAUPEL, African Holocaust. The Story of the Uganda Martyrs, Chapman, London 1962; L. PIROUET, Black Evangelists. The Spread of Christianity in Uganda 1891-1914, Rex Collings, London 1978; Y. TOURIGNY, So Abundant a Harvest. The Catholic Church in Uganda 1877-1977, D. L. T., London 1979. G. MEDEGHINI, Storia d'Uganda, Editrice Nigrizia, Bologna 1973.
29. G. MEDEGHINI, o. c. en nota 28; ÜLIVER, The Missionary Factor in East Africa, Longman, London 196;. W. ANDERSON, The Church in East Africa 1844-1974, Uzima Press, Nairobi 1978; J. BAUR, The Catholic Church in Kenya. A Centenary History, St Paul Publications-Africa, 1990. Para Ruanda y Burundi: I. LINDEN, Church and Revolution in Rwanda, V. P., Manchester y Africana, New York 1977. R. LEMARCHAND, Rwanda and Burundi, London 1970.
30. W. E. BROWN, The Catholic Church in South Africa, Burns and Oated, London 1960. A. PRIOR (ed.), Catholics in apartheid Society, David Philip, London 1982.
31. E. M. HOGAN, The Irish Missionary Movement. A Historical Survey 1830-1980, Gill and Macmillan, Dublin, y CUA Press, Washington 1990.
32. Para la historia de esta Región: T. RANGER-J. WELLER (eds.), Themes in the Christian History of Central Africa, Heinemann, London 1975. J. WELLER-L LINDEN, Mainstream Christianity to 1980 in Malawi Zambia and Zimbabwe, Mambo press, Gweru 1984.
33. T. FILESI, Esordi del colonialismo e azione della Chiesa, Como 1968.
34. Compendio di Storia della Sacra Congregazione per l'Evangelizzazione dei Popoli..., P. U. Urbaniana, Roma 1974, 163.
35. Cfr. entre otras obras sobre el argumento: C. PRUDHOMME, Stratégie missionnaire du Saint-sier,e sous Léon XIII (1878-1903). Centralisation Romaine et Défis Culturels, Collection de l'Ecole Franaise de Rome 186, Rome 1994; A. PICCIOLA, Missionaires en Afrique 1840-1940. L'aventure coloniale de la France, Destins croisés-Denoel, París 1987; D. TABUTIN, Population et Societés en Afrique au Sud du Sahara, Harmattann, París 1988.
36. La misma división administrativa inglesa de «condominio» (Sudán), Protectorado (Uganda), Colonia (Kenya), Territorio (Tanganika) expresa ya substanciales diferencias en el estilo administrativo y en la política de presencia.
37. Cfr. R. P. MARCEL STORME, Rapports du Pere Planque, de Mgr. Lavigerie et de Mgr Comboni sur l'association internationale africaine, Académie Royale des Sciences Coloniales, Bruxelles 1957. Sobre Comboni y su lucha contra la esclavitud: SACRA CONGREGATIO PRO CAUSIS SANCTORUM. ÜFFICIUM HISTORICUM, 172, Veron. Beatificationis et Canonizationis Serví Dei Danielis Comboni... Positio super virtutibus ex officio concinnata. Romae 1988: Attivita controla schiavitu, vol. 2, Doc_ XVI, pp. 738-773. Sobre Lavigerie: RENAULT F., Lavigerie, l'esclavage Africain et l'Europe 1868-1892, Paris 1972, 2 vol.
38. LEO XIII, Ve! maxime (Littera apostolica ad episcopos Brasiliae) del 5.V.1888, (LEO, XIII, Acta, VIII, pp. 169-192; en África Pontificia, vol. I, pp. 164-166): donde el pontífice recuerda la terrible trata de los esclavos arrancados a las tierras africanas y llevados a América. El Papa la condena con fuerza y dice que: «mercatura ista, qua nulla inhonesta magis et scelerata, comprimenda, prohibenda, extinguenda est» (Es el tiempo en el que finalmente el gobierno de Brasil se decide por la abolición de la esclavitud en su territorio). El 27.X.1888 León XIII envía una carta al cardenal Lavigerie, obispo de Cartago y de Argel con la que le anima a luchar contra la trata de los esclavos y en favor de su liberación. Le asigna 300.000 liras italianas de entonces al Comité en favor de la liberación de los esclavos («argenteos italicos nummos ad tercentum milia, diribendos in comitatus abolendae Afrorum servituti»), Ibídem, pp. 166-167. León XIII introdujo también una jornada-campaña anual especial anti-esclavista en el día de Epifanía con su Carta Apostólica Catholicae Ecclesiae {20.Xl.1890) {LEO XIII, Acta, IV, pp. 112-116; África Pontificia, vol. I, 169-170). F. RENAULT, Lavigerie, l'esclavage Afri cain et l'Europe 1868-1892, E. de Boccard, Paris 1971, 2 vols. En 1890 se tuvo finalmente un congreso antiesclavista apoyado por las potencias europeas.
39. Esta «Colonia anti-esclavista» ocupaba prácticamente toda la Ghezira (isla) en El Cairo. La colonia se extinguió lentamente en las primeras décadas del siglo XX con los cambios sociales del momento y con la vuelta de muchos de sus miembros a sus antiguas tierras de Sudán tras la derrota de los fundamentalistas mahdistas por los ingleses en 1899.
40. Todavía en 1934 Jean Schlumberger escribía en un opúsculo que llevaba por título Sur les frontieres religieuses, en «La Nouvelle revue FranÇaise», oct. (1934), pp. 550-552, citado por H. DE LUBAC, Per una teología delle missioni, trad. ital., Jaca Book, Milano 1975, pp. 55-57. Estas afirmaciones abundan en algunos estudios de historia de las religiones de aquel período; en este sentido cfr. P. L. COUCHOUD, Jesus le Dieu fait homme, Paris 1937. Estos autores identifican totalmente cristianismo y cultura occidental. Se afirmaba que el cristianismo era la religión de Europa y que estaba inexorablemente ligado al destino de la misma Europa. El mismo historiador de la Iglesia Duchesne escribió: «La religión de Jesucristo, sola verdadera religión, está destinada a convertirse en la religión de la Humanidad. Sin embargo, a causa de su larga y estrecha unión con la civilización de Europa, parece ser que su difusión deba progresar al mismo paso que las conquistas de esta civilización» (en Les origines chretiennes, curso litografado, citado en LUBAC, o. c. en esta misma nota, p. 57). Algo semejante pensaba dom Gueranger; en su amor a la liturgia romana, pensaba que la unidad de la Iglesia no podía realizarse sino en la uniformidad litúrgica y a través de una conversión de todas las iglesias disidentes al latinismo. Fuera de esta uniformidad no había, según él, ninguna posibilidad de «sellar una fraternidad», y añadía que tal había sido desde siempre «la política de los pontífices romanos». Fuera del latinismo no podía existir sino un «cristianismo bastardo» (GUERANGER, Institutiom Liturgiques, 2ª ed., t. 2, pp. 657-658 y 668-669; también t. 3, pp. 500-501). Las traducciones de estos textos franceses al castellano son nuestras. Cfr. F. GONZÁLEZ, La idea misionera de Daniel Comboni..., Sentido eclesial de la misión frente a la mística de la conquista, o. c. en nota 23, pp. 134-142.
41. La bibliografía teológica, pastoral e histórica sobre el argumento es bastante rica. Cfr. A. HASTINGS, Church and Mission in Modem Africa, Burns and Oates, London 196; W. BüLHLMANN, Missions on Trial, St. Paul, Slough 1978; A. SHORTER, Toward a Theology of Inculturation, Chapman, London 1988; K. APPIAH-KUBI-S. TORRS (eds.), African Theology en Route, Pan-African Conference of Third Theologians, Acera, 1977, Orbis, Maryknoll 1979; CONFÉRÉNCE ÉPISCOPALE DU ZAIRE, Missel Romain pour les Dioceses du Zaire, Supplément: Présentation de la Liturgie de la Messe, Kinshasa 1989. Cfr. I lavori dell'Assemblea speciale per l'Africa del Sinodo dei Vescovi, Suplemento a L'Osservatore Romano, Citta del Vaticano, 1994 (Intervenciones de los Padres y Documentos Sinodales)
42. F. GONZÁLEZ, L'Africa e il Vaticano IL I «Vota» (Le proposte) dei Vescovi, en «Archivio Comboniano», XXV (1987), n. 1.
43. PAUL VI, To ali of you..., (Kampala 31.VII.1969), en África Pontificia, vol. II, 694-696.
Luis Cano
Con el nombre de Instrucciones se designan seis documentos de san Josemaría destinados a la formación de los fieles del Opus Dei, en los que se detallan muchos aspectos de su vida, espíritu y apostolado. El término “instrucción” tiene aquí el sentido castellano de “conjunto de reglas o advertencias para algún fin” (Diccionario de la Real Academia Española, 22ª ed.), un género de larga tradición civil y religiosa que san Josemaría adaptó a su misión de fundador.
1. Características e historia de las Instrucciones de san Josemaría
Su finalidad es enseñar de un modo práctico a buscar la santificación y ejercer el apostolado en medio del mundo, según el espíritu de la Obra. El tono es familiar, no académico, y la redacción evita un esquema expositivo rígido. Se cita profusamente –y casi exclusivamente– la Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento.
Su composición abarca un arco de tiempo bastante amplio, pero la decisión de escribirlas, el núcleo original de casi todas ellas y la redacción material de las tres primeras, se remonta a mediados de los años treinta del siglo XX, cuando el crecimiento de las iniciativas apostólicas aconsejaba disponer de textos que conservaran y transmitieran las enseñanzas del fundador a las primeras personas que se adherían al Opus Dei. Con ese fin, san Josemaría había ido tomando notas y rezando sobre diversas ideas y posibles esquemas.
La redacción de las tres primeras tuvo lugar en los años 1934-35; la cuarta fue comenzada en 1935 y continuada en 1950; las dos últimas fueron completadas –partiendo de textos anteriores– a principios de los años sesenta, manteniendo la datación inicial. Estos escritos fueron revisados por el propio autor a mediados de los años sesenta, que indicó además a Álvaro del Portillo que los anotara. Fruto de ese trabajo es una última edición en dos tomos para la formación de los miembros del Opus Dei, hecha en 1967, que es la que manejamos aquí.
2. Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios (19-III-1934)
Como su título anuncia, la primera Instrucción aborda un tema fundamental: “Carísimos: En mis conversaciones con vosotros repetidas veces he puesto de manifiesto que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios” (n. 1). Así se introduce el gran tema de la Instrucción, que también se podría resumir en estas palabras: “La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho” (n. 6). La exposición es relativamente breve: 49 puntos.
La Instrucción se escribe cuando se estaba llevando a cabo en España un proceso de unificación de todas las asociaciones religiosas y apostólicas. A esto se refiere el fundador cuando explica su negativa a quienes le propusieron la unión con otras organizaciones católicas: “no es posible desde el momento en que nosotros no hacemos una obra humana, por ser nuestra empresa divina, y como consecuencia no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra de Dios se refiera” (nn. 19-20). “No somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena –añade, más adelante–. Esto es mucho… pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo” (n. 27).
San Josemaría explica los rasgos del espíritu y de la vida de los miembros del Opus Dei. Algunas de esas ideas son muy sintéticas y las encontramos formuladas de modo parecido en Camino. Citemos varias, a modo de ejemplo: “la Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio” (n. 28); “Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica?” (n. 31); “Oración. Expiación. Acción. ¿Acaso ha tenido, ni puede tener jamás, otro modo de ser el verdadero apostolado cristiano?” (n. 32); “Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?” (n. 33).
La Instrucción termina con tres consideraciones que el fundador querría “grabar a fuego” en el alma de sus lectores: “1) La Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice. 2) Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes. 3) Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice” (nn. 47-49).
3. Instrucción sobre el modo de hacer el proselitismo (1-IV-1934)
Este documento –desarrollado en 101 párrafos– comienza con una vibrante llamada del fundador: “Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32)” (n. 1). Sin poder utilizar todavía una terminología jurídica precisa –que en esa época no existía, el fundador quiere delinear con rotundidad el compromiso profundo y permanente, vital e íntimo, que genera la llamada al Opus Dei, diferente de la pertenencia a las asociaciones de fieles de la época: “Nuestra entrega a Dios no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es –en la intimidad de la conciencia de cada uno– un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo” (n. 20).
El término “vocación” –que en el ámbito católico se usaba prácticamente solo para la llamada al estado clerical o religioso– adquiere un nuevo significado cuando san Josemaría insiste en la secularidad de esa entrega: “No sacamos a nadie de su sitio. Cada uno de vosotros continúa en el lugar y en la posición social que en el mundo le corresponde. Y, desde allí, sin la locura de cambiar de ambiente, ¡a cuántos daréis luz y energía!..., sin perder vuestra energía y vuestra luz: por la fe y por la gracia de Jesucristo, in qua stamus et gloriamur in spe gloriae filiorum Dei, en la que nos sentimos firmes esperando la gloria de los hijos de Dios (Rm 5, 2)” (n. 23).
Hay un planteamiento de fondo, que sin ser explícito, recorre toda la Instrucción: el “proselitismo” del que habla san Josemaría es buscar a otros “apóstoles” (“ser apóstol de apóstoles”, como resumirá en C, 801) que quieran seguir la llamada de Jesús, como Andrés trajo a Pedro y Felipe a Bartolomé... La palabra “proselitismo” no tenía entonces el sentido peyorativo que a veces se le da. Por lo demás, el documento no es un manual de estrategia apostólica, sino una reflexión sobre la naturaleza de la entrega a Dios en el Opus Dei y sobre el modo de explicársela a los que podrían seguir ese camino.
4. Instrucción para la obra de San Rafael (9-I-1935)
Esta tercera Instrucción es más extensa que las anteriores: consta de 306 párrafos numerados y dos apéndices. Está dirigida a quienes deben ocuparse de formar a los jóvenes que participan en la labor apostólica del Opus Dei o se encargan de la dirección de esas actividades. “De ahí el tono y contenido de la Instrucción –comenta Illanes–, en la que se unen exhortaciones a la fe, a la confianza en Dios y al ardor apostólico, con normas de prudencia e indicaciones prácticas, basadas, con gran frecuencia, en la experiencia alcanzada en la Academia-Residencia DYA” (Illanes, 2009, p. 220).
En cierta manera se trata de una continuación de la Instrucción anterior, pues el apostolado con la juventud, constituye un “semillero” de nuevos “apóstoles”, al mismo tiempo que una preparación a la vocación matrimonial y a una vida de trabajo profesional comprometida con la extensión del Reino de Cristo. Como sucede con las demás Instrucciones de 1934-35, bastantes ideas de esta Instrucción se encuentran también recogidas –casi textualmente– en Camino.
Es la única Instrucción que está dividida en apartados. En la Introducción, se incluyen doce advertencias previas (nn. 5-20) y unas santas precauciones o industrias humanas, también doce, para la formación de los nuevos miembros del Opus Dei. Son consejos llenos de visión sobrenatural y caridad, fruto de la prudencia pastoral de un experimentado director de almas (nn. 21-57). Un ejemplo: “Practicad vosotros e inculcad en los jóvenes este convencimiento: en nuestro diccionario sobran dos palabras: mañana y después. ¡Hoy y ahora!” (n. 46). Otra idea, que llama la atención si se conoce el contexto histórico español de entonces, fuertemente politizado: “No habléis de política, en el sentido corriente de la palabra, y evitad que en nuestras casas se hable de partidos y banderías. Hacedles ver que en la Obra caben todas las opiniones, que respeten los derechos de la Santa Iglesia” (n. 37).
El capítulo Fines y medios es el más amplio. En su artículo I se habla del papel de los sacerdotes en esta labor y de la sede de las actividades, mientras que el artículo II trata de los Fines de la obra de San Rafael. El artículo III describe los Medios de la obra de San Rafael, y en él se detallan las distintas actividades de formación espiritual y el modo de desarrollarlas. Una orientación es clave: “Oración. Mucho sobre este tema, porque, si no hacéis de los chicos hombres de oración, habéis perdido el tiempo” (n. 133).
En los Avisos finales, san Josemaría habla del matrimonio como vocación: “Hacedles ver el noble derrotero de un cristiano padre de familia; y cómo se precisan padres de familia virilmente piadosos; y cómo se necesita, sin duda, una especial vocación para ser padre de familia – muchos nunca habrán oído hablar así–; y cómo ellos parecen llevados por Dios por ese camino, si procuran luchar, y ennoblecer con esa lucha su conducta...” (n. 237). También insiste en el fomento de la piedad, de la educación litúrgica de los jóvenes y del espíritu de oración. Uno de sus párrafos es suficientemente elocuente de la vibración evangélica de este escrito: “Metamos a Cristo en nuestros corazones y en los corazones de los chicos. ¡Lástima!: frecuentan los sacramentos, llevan una conducta limpia, estudian, pero... la Fe muerta. Jesús –no lo dicen con la boca, lo dicen con la falta de vibración de su proceder–, Jesús vivió hace XX siglos... –¿Vivió? Iesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula; Jesucristo el mismo que ayer es hoy; y lo será por los siglos (Hb 13, 8). Jesucristo vive, con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío” (n. 248).
5. Instrucción para los Directores (31-V-1936)
Es una de las dos Instrucciones que san Josemaría terminó de preparar a principios de los años sesenta, partiendo de textos e ideas antiguas. Las fechas remiten a finales del curso académico de 1936, cuando estaba pensando en la primera expansión del Opus Dei, concretamente a Valencia y a París, y tenía que transmitir a otros la responsabilidad de dirigir el apostolado y de formar y atender espiritualmente a los demás.
En este documento –que consta de 103 párrafos– san Josemaría vertió su experiencia –ya dilatada–, en el gobierno de una empresa sobrenatural. Los consejos rebosan prudencia, sentido común y caridad. Particular importancia otorga al gobierno colegial, esencial en el Opus Dei, “porque ni vosotros ni yo nos podemos fiar exclusivamente de nuestro criterio personal. Y esto no está dispuesto sin una particular y especial gracia de Dios” (n. 28).
La función del Director “no es una labor burocrática” sino un empeño por buscar la santidad (cfr. n. 14) y “una oportunidad más de servir” (n. 11). La siguiente frase puede ser un buen resumen de toda la Instrucción: “No me cansaré de deciros que hay cinco puntos que son como la base de la ciencia de gobernar en el Opus Dei: tener siempre visión sobrenatural, sentido de responsabilidad, amor a la libertad de los demás –¡escucharles!– y a la propia, convicción de que el gobierno tiene que ser colegial, convencimiento de que los Directores se pueden equivocar y que, en ese caso, están obligados a reparar” (n. 27).
6. Instrucción para la obra de San Miguel (8-XII-1941)
Como escribe Illanes, esta Instrucción tuvo un proceso de composición análogo a la anterior: “partiendo de esbozos anteriores, san Josemaría completa la redacción a comienzos de los años sesenta. Lleva como fecha la de 8 de diciembre de 1941, momento en el que el Opus Dei ha conocido un fuerte crecimiento, especialmente por lo que se refiere a los varones” (Illanes, 2009, p. 258) y la formación de los fieles de la Obra requiere una atención específica.
Es la segunda por extensión: se desarrolla en 132 epígrafes. El tema es la vida espiritual de los miembros del Opus Dei en sus múltiples facetas: desde la santificación del trabajo a la vida contemplativa, la lucha ascética y las virtudes o el apostolado. También se tratan otras cuestiones: la secularidad; la pobreza y el uso de los bienes materiales; el ejercicio de la propia libertad en la Obra; la respuesta a determinadas contradicciones y calumnias; el proselitismo, etc.
La Instrucción pasa constantemente de un tema a otro –dedicándoles de ordinario dos o tres párrafos–, y en distintos momentos vuelve sobre asuntos ya tratados previamente. Esta falta de sistematicidad –presente también en las demás Instrucciones– favorece la meditación y evita dar la impresión de querer agotar temas que de suyo requerirían exposiciones mucho más amplias y estructuradas, que san Josemaría no pretende realizar ahí. Son consideraciones variadas, chispazos de luz que el fundador proporciona sobre temas más o menos conocidos y enseñados ya, para confirmar, orientar y alentar en la correspondencia a la gracia.
A pesar de que la obra de San Miguel se ocupa de los miembros que viven el celibato en la Obra, la mayor parte de los puntos de esta Instrucción tienen valor general; cosa lógica si tenemos en cuenta que san Josemaría enseñó siempre que todos los fieles del Opus Dei viven el mismo espíritu. Efectivamente, ya en los años treinta del siglo veinte, no pocos universitarios manifestaron su sincero deseo de incorporarse al Opus Dei, pero el fundador, con su claro discernimiento de las conciencias, les aconsejó que no lo hicieran y les dijo que llegaría el momento en el que, siguiendo su vocación matrimonial, podrían pertenecer a la Obra.
La Instrucción recalca la universalidad de destinación del apostolado de la Obra: “No os olvidéis de que, al Opus Dei, pueden venir lo mismo los doctos y los sabios que los ignorantes (...). Por eso, como una exigencia de nuestro amor a la Santa Iglesia y a la Obra, hemos de fomentar la vida interior con las características de nuestro espíritu, también en los niños y en los adolescentes; en los estudiantes y en los profesores, en los obreros y en los empleados y en los dirigentes de empresas, en los viejos y en los jóvenes, en los ricos y en los pobres: hombres y mujeres, porque de hecho todos caben. La solución jurídica ya vendrá” (n. 109).
Uno de los temas más subrayados es el carácter secular del Opus Dei y la importancia de la santificación del trabajo ordinario: se trata de “una llamada divina (...) para que busquemos en la calle –en el trabajo ordinario, corriente, profesional, laical, secular– la santidad, la perfección cristiana” (n. 5); “Nosotros venimos de la calle, y en la calle nos quedamos” (n. 36); “Nuestro modo de obrar es el modo de obrar de los primeros cristianos (...): se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales. (...) no nos hemos de diferenciar en nada de nuestros compañeros y de nuestros conciudadanos” (nn. 80-81).
7. Instrucción sobre la obra de San Gabriel (mayo 1935, septiembre 1950)
San Josemaría comenzó a redactar esta Instrucción en 1935. Después de la aprobación pontificia definitiva del 16 de junio de 1950, cuando la figura de los miembros supernumerarios del Opus Dei quedó plenamente sancionada, el fundador vio llegado el momento de terminarla. En recuerdo de esa historia, el documento lleva dos fechas: mayo 1935, septiembre 1950. Es la más larga de las Instrucciones: consta de 175 párrafos numerados.
“Queridísimos –se lee en las primeras líneas–: si el Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres –porque ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los humanos quehaceres en trabajos divinos–, bien os puedo también asegurar que el Señor, por la labor de San Gabriel, llama con llamada vocacional a multitud de hombres y de mujeres, para que sirvan a la Iglesia y a las almas en todos los rincones del mundo. Somos una parte de la misma Iglesia, del Pueblo de Dios, que, consciente de la divina vocación a la santidad con la que el Señor ha querido enriquecer a todos sus hijos, procura ser fiel a esa llamada, cada uno dentro de su propio estado y de sus circunstancias personales” (n. 1).
Junto a lo anterior, el fundador describe la potencialidad evangelizadora del apostolado de los supernumerarios y de los cooperadores: “Es la obra de San Gabriel, parte integrante del Opus Dei, un gran apostolado de penetración, que abraza toda la actividad humana –doctrina, vida interior, trabajo– e influye en la vida individual y en la colectiva, desde todos los aspectos: familiar, profesional, social, económico, político, etc. Yo veo esta gran selección actuante: hombres y mujeres de empresa y obreros; mentes claras de la universidad, inteligencias cumbres de la investigación, mineros y campesinos; aristocracia –de la sangre, del ejército, de la banca, de las letras– y pueblo, con su mentalidad más rudimentaria: todos, cada uno sabiéndose escogido por Dios para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada momento” (nn. 8 y 9). En los siguientes párrafos de la Instrucción se encuentran ejemplos de algunas de esas iniciativas y orientaciones para el apostolado y la santificación de la vida familiar de los supernumerarios. Como siempre señaló el fundador, esa tarea habría de desarrollarse con plena libertad y responsabilidad personales, con la misma autonomía de que gozan los demás fieles católicos en las cuestiones profesionales, políticas, culturales, económicas, etc., dentro de la ley moral.
Luis Cano, en cedejbiblioteca.unav.edu
Juan José Silvestre Valor
«La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26) lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra: “El que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23)» [1]. Estas palabras de una homilía de san Josemaría, fechada el Jueves Santo de 1960, reflejan su profunda compresión del misterio eucarístico como un derroche de amor de la Trinidad, que desea acercarse a los hombres.
Cada uno de nosotros está llamado a ser morada de Dios. Este sueño puede hacerse realidad, si nos transformamos en Cristo, si vivimos su vida [2] y nos hacemos una cosa con él. Esta identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía [3]. En la vida y enseñanzas de san Josemaría notamos una percepción de la fuerza transformadora de la Eucaristía, de la trascendencia de la Santa Misa para la existencia cristiana, como se refleja más adelante en la misma homilía: «Quizá, a veces nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros» [4].
«Aprender en la Misa a tratar a Dios». Se expresa así el convencimiento de que los ritos litúrgicos en los que se desenvuelve la celebración eucarística tienen un valor pedagógico para los creyentes [5]. Resulta lógico verlo así, porque «es en la Misa donde se pone de manifiesto de modo diáfano que la respuesta a la entrega de Dios ha de ser la de un amor total, con todo el corazón, con todas las fuerzas, hasta dar la vida» [6]. En este artículo nos proponemos poner de relieve la aguda conciencia que tuvo san Josemaría acerca de la fuerza transformadora de la liturgia de la Santa Misa para los fieles corrientes. Son vastas sus enseñanzas al respecto, y aparecen con frecuencia en sus escritos. Por eso, en este trabajo hemos elegido centrar nuestra atención especialmente en la homilía «La Eucaristía, misterio de fe y de amor» [7] donde, al hilo de las distintas partes de la celebración eucarística, san Josemaría propone consecuencias para la vida espiritual de los cristianos.
1. El valor mistagógico del rito
El fundador del Opus Dei sugiere un modo concreto de asistir a las lecciones de la escuela de vida que es la Eucaristía: «Permitidme que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres» [8].
En cierto sentido se puede afirmar que san Josemaría se dispone a hablar a los fieles sobre la Misa, no de un modo discursivo, sino mistagógico, desde los ritos [9]. Es lógico que sea así pues la extensa y profunda realidad de los efectos espirituales de la Santa Misa no debe discurrir de modo autónomo e independiente de los textos y ritos que jalonan la celebración [10].
La atención al sentido de los ritos se ha hecho presente con frecuencia en el Magisterio de la Iglesia durante el siglo XX. Pío XII dice al respecto: «La liturgia no es una parte solo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos» [11]. Por el contrario, como recuerda la doctrina conciliar de la Constitución Sacrosanctum Concilium, en la liturgia, «obra por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En este ejercicio, los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» [12]. En esta misma línea, san Josemaría resaltó, desde los comienzos de su predicación, el potencial santificador del misterio del culto cristiano [13].
La liturgia es, por consiguiente, «el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo» [14]. Un encuentro que «se expresa como un diálogo, a través de acciones y palabras» [15], bajo los signos visibles que usa la sagrada liturgia, escogidos por Cristo o por la Iglesia, significando realidades divinas invisibles [16].
Así pues, las palabras y los gestos de la liturgia tienen una importancia particular que reclama la participación interior de los fieles, como se desprende del número 543 de Camino: «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo —mesa y ara—, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. —Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» [17]. Y comenta Arocena: «El texto refleja la sensibilidad mistagógica del autor: los signos del misterio de Cristo conducen a él. Vivida con autenticidad, la celebración constituye la mediación y, a la vez, la catequesis más elocuente de su misterio» [18].
2. La Misa, encuentro filial de amor
Este epígrafe presupone dos consideraciones fundamentales. De una parte, que la Santa Misa, como todo encuentro, es cosa de dos: Cristo realmente presente y los participantes en la celebración que, cristificados por la efusión del Espíritu Santo, nos reconocemos hijos de Dios, hijos en el Hijo con el derecho y el deber de presentarnos y ofrecernos con Cristo al Padre. Se trata de un encuentro especial: un encuentro de enamorados. Por eso, san Josemaría describía la Santa Misa como una «corriente trinitaria de amor» [19], a la que el cristiano procura sumarse con «un amor filial empapado de espíritu sacerdotal» [20].
En efecto, en la Eucaristía «se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero» [21]. Por eso “la fe nos pide que estemos ante la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Cristo. Precisamente su presencia da a las demás dimensiones de la Eucaristía —convivial, de memorial de la Pascua, de anticipación escatológica— un significado que trasciende, con mucho, el de un mero simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo” [22].
Toda esta maravilla nos manifiesta la cercanía, la preocupación, el amor de Dios por los hombres. San Josemaría, recuerda el prelado del Opus Dei, «nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y le contemplemos —con los ojos de la fe— como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa» [23].
Verdaderamente, en la Eucaristía el Señor nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida [24]. Por eso, el santo de lo ordinario la comprendía como una locura de amor, y aplicaba incluso una comparación audaz: «Ningún enamorado dice que no tiene tiempo para estar junto al ser querido, o que tiene prisa. Nuestros padres no tenían problemas de tiempo para estar siempre juntos, porque estaban enamorados» [25]. Y continuaba aconsejando: «No os importe llevar los ejemplos del amor humano, noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne —no poseemos otro—, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con él» [26].
3. Acercarnos al encuentro de amor
Si la Eucaristía es un encuentro de amor, entonces la preparación interior es un aspecto importante. Incluso también la exterior, como señala el fundador del Opus Dei rememorando escenas de la infancia: «Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor» [27]. En Forja, esta preparación externa se convierte en una imagen de lo que sucede en el ámbito espiritual: «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... —Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» [28].
Al iniciar la Santa Misa, la conciencia de encontrarse en presencia de la Trinidad suscitaba en san Josemaría un amor y admiración que le llevaban a adentrarse con intensidad en la liturgia. Cada detalle cobraba un significado particular para él. Se dirigía al altar con alegría, «porque Dios está aquí. Es la alegría que, junto con el recogimiento y el amor, se manifiesta en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un espacio pequeño, santificado, porque en esta ara se confecciona el Sacramento de la infinita eficacia» [29]. Por eso confesaba: «Yo beso apasionadamente el altar. Pienso que allí se renueva el Sacrificio del Calvario; y allí, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se vuelcan con la humanidad... Llenaos de deseos de amor, de reparación y de sacrificio. Él nos ha dado su Amor y amor con amor se paga. Que no me digan que Dios está lejos: está bien metido dentro de cada uno de nosotros» [30].
Ante ese encuentro con la grandeza y la bondad infinita de Dios, que tiene lugar en la liturgia, señalaba san Juan Pablo II, «la actitud apropiada no puede ser otra que una actitud impregnada de reverencia y sentido de estupor, que brota del saberse en la presencia de la majestad de Dios» [31]. Estamos ante Dios, llamados a ser sus hijos, convocados a su presencia mientras esperamos ser transformados en el Hijo por obra del Espíritu Santo. ¿No es lógico experimentar el deseo de examinar la propia vida, pedir el don de la conversión continua?
El rezo del Confiteor, prosigue el fundador del Opus Dei, «nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos —¡Gloria!—, porque tú solo eres santo, tú solo Señor, tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre» [32].
4. Entablar un diálogo de amor
Acaba la oración colecta, con las palabras que tanto le gustaba repetir a san Josemaría pues le recordaban que la Trinidad entera actúa en el santo Sacrificio del Altar: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Da comienzo a continuación la Liturgia de la Palabra en la que nos encontramos ante un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Este momento de la celebración posee, en efecto, un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor [33].
«Impresionaba mucho —recuerda el prelado del Opus Dei, testigo de tantas celebraciones eucarísticas del fundador— el tono con que leía los textos litúrgicos, con la nitidez propia de quien los pronuncia a la vez con la boca y con el corazón. Se metía tanto en estos textos, y concretamente en las lecturas, que —si asistían otras personas— no podía contenerse y, al término del Evangelio, exteriorizaba su sentimiento en una homilía» [34]. Vivía realmente, pues, las consideraciones que hacía sobre esta parte de la Santa Misa: «Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla» [35]. Este cumplirse la acción no es otra cosa que «la dimensión performativa de la Palabra celebrada: la liturgia realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, y lo que la Palabra anuncia lo realiza el sacramento» [36].
«La primera exigencia para una buena celebración —enseña Benedicto XVI— es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la Santa Misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios» [37].
Cabe afirmar que esta ruminatio es connatural a la compresión que san Josemaría tiene de los textos litúrgicos, y en especial de la Palabra de Dios proclamada en la Liturgia de la Palabra, que se convierte en oración y se proyecta sobre la vida. «Nada extraño, pues, que sus homilías y escritos recojan abundantes comentarios a la lex orandi, cuya vivacidad responde a la hondura bíblica y litúrgica de su experiencia celebrativa. En algunos pasajes, su estilo evoca la mistagogía de los Padres de la Iglesia» [38].
5. Encuentro de amor entre Cristo y su Iglesia
«Somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [39]. Estas palabras nos conducen a dar un paso más. La identificación con los sentimientos de Cristo supone una progresiva transformación en él por medio de la oración, pero ¿cómo aprender a rezar? La respuesta es clara: rezando con otros. En realidad no cabe separar a Dios Padre de su Pueblo: «Cada vez que clamamos y decimos: ¡Abba, Padre! es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia» [40]. Solo Jesús puede decir «Padre mío». Todos los demás nos dirigimos a Dios como Padre, siempre en comunión con aquel nosotros que Jesús ha inaugurado, haciendo posible por el Bautismo que seamos hijos en el Hijo.
La liturgia misma nos muestra de modo palpable esta realidad. Cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar —centro de la liturgia eucarística [41]—, todos se preparan de un modo más inmediato para la oración común, que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo [42]. En esta parte de la celebración, el sacerdote habla al pueblo únicamente en los diálogos desde el altar [43], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote —como representante de la Iglesia entera— y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: «Conversi ad Dominum» [44].
Concretamente, la posición de la cruz en el centro del altar indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación precisa que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros, sino que miramos a aquél que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. En este marco se sitúa la disposición que san Josemaría escribía ya a inicios de 1935: «La Santa Cruz y el ara —completamente aislada la mesa del altar— ocupen el lugar sobresaliente» [45]. Es a Cristo, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia [46]. Como señala con sencillez el Papa Francisco: «Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino» [47].
En la medida en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, entraremos en consonancia interior y estaremos con la Iglesia en coloquio con Dios. En la celebración de los sacramentos el sacerdote habla con Cristo y a través de él con el Dios trino, y reza así con y por los demás. Como señala san Josemaría: «Llevar a los hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra aspiración fundamental al celebrar la Misa, como fue la de Cristo al entregar su vida en el Calvario» [48].
Si se puede afirmar sin temor a equivocarse que el cristiano, por la comunión de los santos, nunca está solo, en la liturgia esto se palpa continuamente. «Orate, fratres, —reza el sacerdote— porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque solo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones (Cfr. Ap 5, 9)» [49].
Ya en la Plegaria eucarística, esta universalidad adquiere su verdadera amplitud: «La tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre» [50].
Se entiende así que el cristiano no puede rezar a Dios de modo auténtico si vive espiritualmente aislado de los demás, sin abrirse a los otros. «La fe cristiana nunca es mera relación subjetiva o personal—privada con Cristo y su palabra, sino que es totalmente concreta y eclesial» [51]. De ahí que ningún cristiano ora solo: le acompaña siempre el Espíritu Santo. Su oración es siempre a dúo y a coro: resuena siempre en ella la invocación de la Iglesia en la epíclesis continua a su Señor. Por eso «vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos» [52].
Este sentido de la unidad informa toda la vida de cada fiel: «Nos hemos de esforzar, en nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, pensando en el bien de toda la Iglesia» [53]. La plegaria eucarística es un ejemplo elocuente de esta apertura del corazón hacia las intenciones de la Esposa de Cristo presente en toda la tierra: «Así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa, por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo entusiasta» [54].
A lo largo de la plegaria eucarística se vuelve en diversos momentos a la petición, y a veces se acude a los santos, pidiendo su intercesión. «Para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por él» [55]. Y con la intercesión, la petición: «Más peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero él quiere llevarla por nosotros y con nosotros» [56].
Se acerca el instante de la Consagración. Se reitera aquí «la infinita locura divina dictada por el Amor» [57]. Estamos en el vértice de la plegaria eucarística, como señala la Instrucción General del Misal Romano: «Con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la Última Cena, cuando, bajo las especies de pan y vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre, y se los dio a los apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio» [58].
El sacerdote junta las manos y pronuncia con claridad las palabras del Señor, tal y como lo requiere la naturaleza de las mismas [59]. Especialmente en este momento de la celebración, el sacerdote actúa in persona Christi, lo cual «quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» [60]. Se trata para san Josemaría de una realidad diáfana: «Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy, sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, representando realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que él purifique» [61].
«Termina el canon con otra invocación a la Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a ti, Padre Todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» [62]. Recordamos de nuevo que estamos metidos en la corriente trinitaria de amor de Dios por los hombres que es la Eucaristía. El canon concluye dirigiendo a la Trinidad una oración de alabanza, «la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» [63]. Si bien es cierto que toda la celebración eucarística es una magna acción de gracias dirigida a la Santísima Trinidad, sin embargo la doxología final de la plegaria eucarística resume y concentra la totalidad de esta alabanza.
A su vez, el gesto de elevar la patena y el cáliz pretende presentar al Padre, para ofrecérsela, la gran Víctima inmolada: Cristo, la expresión suprema del honor y de la gloria debidos a Dios. De hecho, la fórmula de la doxología final muestra que toda oración de alabanza «solo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él» [64].
En esta misma línea afirmaba san Josemaría: «En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: “Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso” —¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor!— Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida» [65]. Las últimas palabras —«incorpora esa realidad a tu vida»—, nos animan a hacer efectivo este gesto a lo largo de la jornada [66], porque «corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y el alma» [67].
6. La comunión: cuando el encuentro se hace adoración y unión
Parte esencial de la Misa es la Comunión. San Josemaría la recomendó frecuentemente en su predicación [68]. Ya en 1931, al señalar la praxis que deberían seguir los que se incorporasen al Opus Dei, escribió que «ordinariamente recibirán la Sagrada Comunión dentro de la Misa, porque ése es el sentir de la liturgia» [69]. De la misma época son también estas palabras: «La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Sacrificio unido al Sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa razonable?» [70].
El rito de comunión tiene como finalidad que los fieles, debidamente dispuestos, reciban el Pan del cielo y el Cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo [71]. Facilitar este cometido es el objetivo de los tres momentos de preparación inmediata: el Padrenuestro, el gesto de paz y la acción simbólica de la fracción del pan.
San Josemaría se refiere al Padrenuestro diciéndonos: «Jesús es el Camino, el Mediador; en él todo; fuera de él, nada. En Cristo, enseñados por él, nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo» [72]. Estas palabras nos introducen directamente en la realidad de la Comunión, que acrecienta nuestra unión con Cristo, nos une a él separándonos del pecado, y construye la Iglesia [73]. Unirnos a Cristo y por él a todos los hermanos; filiación en Cristo y fraternidad: son sentimientos que encontramos a lo largo de toda la celebración eucarística.
Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme, esta oración que precede a la comunión son señal de contrición, de un dolor de amor adorante que arroja luz sobre lo que sucede en ese momento: «No es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación solo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a aquel a quien recibimos. Precisamente así, y solo así, nos hacemos uno con él» [74]. Por eso, el fundador del Opus Dei propone un contraste gráfico: «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?» [75].
Concluye la Santa Misa: «Con Cristo en el alma [...] la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas» [76]. Aranda glosa así esta consideración: «De una manera natural y espontánea, viene una y otra vez a la mente y a la pluma del autor la formulación de su doctrina fundamental, fruto de los dones fundacionales impresos por Dios en su alma: la llamada de todos los fieles cristianos a la santidad en su propio estado y circunstancias de vida, y en particular la vocación—misión de los fieles laicos de santificar todas las nobles actividades humanas. La califica de tarea sencilla y normal, puesto que no desborda los cauces de la vida profesional y social ordinaria, sino que ha de desenvolverse en el interior de los deberes y obligaciones de cada uno» [77].
La Santa Misa se proyecta, de algún modo, en la vida entera de los fieles. «Muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas» [78]. Esta coherencia cristiana que reclaman las celebraciones litúrgicas ha sido recordada por el Papa Francisco: «Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura» [79].
Este breve recorrido que hemos hecho de la liturgia de la Santa Misa de la mano de san Josemaría nos ayuda a comprender por qué afirmaba que: «Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas» [80]. En la celebración, los fieles se pueden dirigir al Padre, en Cristo por la acción del Espíritu Santo: en este entrar en diálogo con las personas divinas, crece su vida cristiana. Un diálogo al que invita cada gesto y palabra propia del rito, que cobran así un significado especial. Nos vemos impulsados a cuidarlos con atención, con afán de seguir este camino de amor: «No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos pero que son siempre expresión de un corazón apasionado» [81].
Juan José Silvestre Valor, en romana.org/es
Notas:
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica (por Antonio Aranda), Rialp, Madrid, 2013, n. 84d.
[2] Cfr. Ga 2, 20.
[3] Acerca del modo en que san Josemaría comprendía esta identificación a través de la Eucaristía, cfr. Ángel García Ibáñez, “Eucaristía” en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2013, p. 463.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88b.
[5] En este aspecto se percibe una sintonía de fondo entre el pensamiento de san Josemaría y la enseñanza de Benedicto XVI: «¿Qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado? Es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que Él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida». Benedicto XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 7-V-2006.
[6] Ernst Burkhart—Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid, 2010, vol. I, p. 555.
[7] Como ya se ha dicho anteriormente, esta homilía se publicó en el libro Es Cristo que pasa; comprende los nn. 83-94. Sobre la historia de su redacción se pueden consultar las pp. 485-490 de la Edición crítico-histórica preparada por Antonio Aranda (vid. nota 1).
[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88c.
[9] Cfr. San Josemaría, Camino. Edición crítico-histórica (por Pedro Rodríguez), Rialp, Madrid, 20043, n. 529, nota 11, p. 678.
[10] Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 757.
[11] Pío XII, Carta encíclica Mediator Dei, en Heinrich Joseph Dominicus Denzinger—Peter Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona, 20002, n. 3843.
[12] Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 7. La misma idea ha sido recogida en Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1070, 1089. Parece interesante notar que el texto latino dice: «Merito igitur Liturgia habetur veluti Iesu Christi sacerdotalis muneris exercitatio, in qua per signa sensibilia significatur et modo singulis proprio efficitur...» El antecedente de qua entendemos que es exercitatio y de este modo resulta claro que las acciones litúrgicas son ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de signos sensibles.
[13] Cfr. Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 747.
[14] San Juan Pablo II, Carta Apost. Vicesimus quintus annus, 4-XII-1988, n. 7.
[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1153.
[16] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 33.
[17] San Josemaría, Camino, n. 543.
[18] Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 749.
[19] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 85a.
[20] Ernst Burkhart—Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 556.
[21] Concilio de Trento, Decr. De SS. Eucharistia, can. 1: DH, 1651; Cfr. cap. 3: DH, 1641.
[22] San Juan Pablo II, Carta Apost. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 18.
[23] Javier Echevarría, Carta 6-X-2004, n. 5.
[24] Cfr. San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17-IX-2003, n. 11.
[25] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 6-I-1972.
[26] San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid, 1986, p. 75.
[27] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91c.
[28] San Josemaría, Forja, Rialp, Madrid, 1987, n. 834.
[29] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.
[30] Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Rialp, Madrid, 2000, p. 226.
[31] San Juan Pablo II, Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los sacramentos, 21-IX-2001.
[32] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88d.
[33] Cfr. Misal Romano, “Instrucción General del Misal Romano”, n. 55. A partir de ahora IGMR.
[34] Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, p. 226.
[35] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.
[36] Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 753.
[37] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con sacerdotes de la diócesis de Albano, 31-VIII-2006.
[38] Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 748.
[39] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89a.
[40] Benedicto XVI, Audiencia general, 23-V-2012.
[41] Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 73.
[42] Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 78.
[43] Cfr. “Pregare ad Orientem versus”, Notitiae 322, vol. 29/5 (1993) 249.
[44] Efectivamente, «en la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: Conversi ad Dominum —volveos ahora hacia el Señor—. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera». Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia pascual, 22-III-2008.
[45] San Josemaría, Instrucción 9-I-1935, n. 254, en AGP, serie A.3, 90-1-1; citado en Félix María Arocena, “Liturgia: visión general”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 750.
[46] Benedicto XVI ha insistido en este punto. En 2002, el entonces cardenal Joseph Ratzinger señalaba que «la representación del sacerdote se realiza en el acto sacramental, en el que con respeto y estremecimiento se puede hablar y actuar en nombre de Cristo, pero esto no quiere decir que haya que mirar al sacerdote, como si él fuera en su figura física un icono de Cristo. Él debe intentar llegar a serlo por su vida, pero pertenece precisamente a ello que él, junto con los fieles, mire a Cristo para poder imitarlo. El traslado de la representación de Cristo a la forma física del sacerdote, que P. Farnés y otros nos ofrecen, lleva a la falsa divinización del sacerdote, de la que deberíamos liberarnos cuanto antes. No, cada vez me resulta más insoportable ver cómo la cruz se deja a un lado para que se pueda ver al sacerdote. El carácter esencial de la Iglesia como una procesión, como un caminar orante hacia el Señor, se oscurece así de una manera inadecuada». Joseph Ratzinger, “Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés”, Phase 252 (2002) 511-512.
[47] Francisco, Audiencia general, 5-II-2014.
[48] San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, 80.
[49] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89d.
[50] bíd. En otro momento, realiza una consideración similar, involucrando incluso a toda la creación en este movimiento de alabanza: «Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios —la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas—, dando gloria al Señor la Creación entera. Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y Mártires y de todos los santos”. San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 75.
[51] Joseph Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid, 2004, p. 172.
[52] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88a.
[53] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145b.
[54] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a. Es la oración de intercesión que, en palabras del Papa Francisco, «nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás [...] Interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño». FRANCISCO, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 281.
[55] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90a.
[56] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.
[57] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90b.
[58] Misal Romano, IGMR, n. 79 d).
[59] El Papa Pablo VI sugirió, el 22 de enero de 1968, esta rúbrica sobre el modo de pronunciar las palabras del Señor (Cfr. Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975), 408, nota 15). De este modo se «subraya la trascendencia del momento de la consagración, la expresividad y la diferencia de estas palabras sobre las restantes, como vértice que son de toda la plegaria eucarística e, incluso, de toda la celebración». Félix María Arocena, En el corazón de la liturgia. La celebración eucarística, Palabra, Madrid, 1999, p. 178.
[60] San Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 24-II-1980, n. 8.
[61] San Josemaría, “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, p. 74.
[62] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90c.
[63] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2639.
[64] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1361.
[65] San Josemaría, Forja, n. 541.
[66] Ernst Burkhart—Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, p. 557.
[67] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87c.
[68] Cfr. José Antonio Abad, “Liturgia y vida espiritual”, en José Luis Illanes (coord.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pp. 758-759.
[69] San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno V, n. 496, 23-XII-1931; citado en Camino. Edición crítico-histórica, comentario al n. 536, p. 687.
[70] Ibíd.
[71] Cfr. Misal Romano, IGMR, n. 80.
[72] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91a.
[73] «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia», Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1396.
[74] Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-XII-2005.
[75] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91b.
[76] Ibíd., n. 91d.
[77] San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica, comentario al n. 91d, p. 512.
[78] San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 11, citada en Ernst Burkhart—Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. I, pp. 565-566.
[79] Francisco, Mensaje a los participantes en el Simposio “Sacrosanctum Concilium, Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial”, 18-II-2014.
[80] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91e.
[81] Ibíd., n. 92a.
Rubén González Fernández
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Mentiras prehistóricas: el pecado original. De los animales al hombre
La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Dios había hecho. Y dijo a la mujer: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?” Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.” Replicó la serpiente a la mujer: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.” Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió.
Gn 3, 1-6
El pecado original del hombre según la Biblia parece ser la soberbia, la estimación excesiva de sí mismo que tiene el homo sapiens. Es la tentación humana de ser como Dios la que le arrastra a morder la manzana del árbol prohibido. El pecado tendrá su castigo divino, del mismo modo que Dios castigará la soberbia del hombre cuando quiere escalar al cielo a través de la Torre de Babel. Sin embargo la soberbia del hombre en el pecado original está instrumentada por una mentira: La mentira de la serpiente.
¿Acaso no será ese el verdadero pecado original de la humanidad? No, dirán los puristas. Quién miente es la serpiente, no el hombre. Pero, ¿mienten los animales?
Sin duda muchos etólogos y primatólogos modernos estarían dispuestos a defender que los animales mienten. Los ejemplos son numerosos: desde reptiles que hinchan sus membranas para parecer más grandes y peligrosos, hasta monos que ocultan intenciones. Ahí está la estrategia zoológica del camuflaje. Sin embargo también se encuentran ejemplos de plantas que dan a entender lo que no es, también las plantas “engañan”, como esas orquídeas que se disfrazan del insecto-hembra para tentar la cópula del insecto-macho y así impregnarle de polen esperando que caiga nuevamente en el engaño de otra flor carnavalesca a la que se busca fecundar. Es así que algunos hablan de la Inteligencia Verde, pero lo cierto es que nadie defiende una psicología de la mentira para las estrategias de supervivencia de los seres clorofílicos.
No cabe duda que en el caso de los animales los engaños son más variados, y van desde el color blanco de un oso polar que se confunde con la nieve (no muy distinto a los casos de engaño vegetal) hasta las complejas estratagemas de los chimpancés. Por medio están las estrategias de caza de algunos depredadores como lobos y leonas. Se diría, por tomar algún ejemplo, que las leonas utilizan la estrategia del disimulo (ocultación de la verdad) cuando eluden los ojos de su víctima ocultándose tras la hierbas, y ésta ya es en apariencia una mentira, pues siguiendo los preceptos agustinianos, el engaño incluye la voluntad de la fiera de engañar a su presa.
Más mentira, por más compleja, parece la de los chimpancés, como una de las que se cita en el libro de Volker Sommer Elogio de la mentira: “Un macho dominante estaba comiendo plátanos recogidos de un lugar que ningún otro miembro del grupo conocía. En ese momento apareció otro chimpancé. El macho dejó el plátano en el suelo, se alejó unos pasos y miró los árboles con cara de no saber nada. El recién llegado siguió caminando un poco, pero cuando el otro ya no podía verlo, se escondió. En el instante en el que el primer macho quiso seguir comiendo, el segundo macho salió de su escondite, hizo huir al otro y devoró los plátanos.” Tal cosa tiene la complejidad de engañar al que engaña y es difícil despojar a tal treta del calificativo de mentira.
Tomando los ejemplos anteriores cabría preguntarse cuál es la verdad de una leona que evita los ojos de su presa, porque ¿cómo podemos reconocer su mentira sin saber cual es su verdad? ¿Cuál es el engaño? Tal cosa sería la práctica de una mentira si al evitar los ojos de la presa la leona ocultara la verdad de su presencia a la vista de su presa, pero tal cosa no parece que suceda, pues la leona no reconoce la visión en los ojos de otro animal por mucho que reconozca su importancia y la importancia de eludirlos para su estrategia predatoria. Es entonces el caso de que la leona no tiene voluntad de engañar sino de ocultarse para cazar que no sería lo mismo.
Y qué decir de esos monos inteligentes. Aunque la treta es mucho más enrevesada la pregunta es la misma, ¿cuáles son las verdades sobre las que se miente? Parece sorprendente que el mono fuerte que se acaba llevando el plátano necesite engañar para descubrir la mentira del oponente y tenga una absoluta incapacidad para obligar a confesar por la fuerza la verdad a su rival. ¿En qué momento busca el mono ganador desmontar la mentira? Parece que en ningún momento se propone tal, y se limita a descubrir la trama a través de los comportamientos del otro, y esto incluye interpretar el “mirar para otra parte” del mono débil como una clave según la cual si evita los ojos del otro finalmente éste le revelará la localización del fruto. Sin duda esto incluye una elaboración muy compleja, pero ni la verdad ni la mentira se revelan. Sencillamente parecería más lógico dominar la mentira con la fuerza si el chimpancé triunfador se sintiera engañado, y ésta es una artimaña que no encontramos en la literatura de los primates. Los chimpancés no tienen un tratamiento político para la mentira y la mentira es un acto que solo podrá darse sobre un fondo socio-político. Será la humanidad al construir la cultura objetiva y su reversible, la subjetiva, las que abrirán la puerta definitivamente al acto de mentir, pues el acto de mentir solo podemos entenderlo sobre un fondo de verdad construido ya desde la cultura antropológica y no desde las culturas animales.
Así pues la mentira considerada función humana se vislumbraría por fin como un arte prehistórico, por ejemplo, en el contexto de las técnicas de caza que intuimos utilizaban los primeros hombres. Las técnicas hoy llamadas de aguardo, trampeo o reclamo y rececho parecen haber sido ya ejecutadas por los primitivos y muestran características sin parangón en otras especies. Muestran la ocultación a la vista de la presa y no meramente la huida de sus ojos cuando el cazador se disfraza y de muchos modos o permanece horas oculto y es capaz de hacerlo en muchos lugares, muestran el conocimiento de la subjetividad al producir trampas o reclamos estandarizados que no se resienten en su estructura formal por un mal resultado, atribuyendo éste a los elementos subjetivos que están en juego: percepción operada por la presa, comportamientos inadecuados de los cazadores, etc. Los cazadores prehistóricos, suponemos, podrían conservar o reproducir la esencia de la mentira adaptándola a las diversas situaciones porque algunas cosas eran verdades incontestables siempre y en todo lugar, y para mentir solo habría que disimular la verdad (esconderse en su sombra) o simularla a los ojos subjetivos siempre ingenuos a ella.
Las actividades de subsistencia de la caza y la recolección y más adelante la economía de trueque de las primeras colonias humanas, sin embargo, nos obligarán a acotar los límites aun prehistóricos de un arte tosco que será ya clásico cuando aparezcan en escena la agricultura, la ganadería y sobre todo las ciudades y el dinero.
La mentira clásica: el canon de un arte
Con la ciudad, el dinero como valor de cambio, con el desarrollo de la escritura y la complejidad religiosa, las ficciones podrán tomar ya masa crítica. Las sociedades humanas serán ya propiamente políticas y bajo la institucionalización y generalización de la verdad como instrumento de relación entre los hombres, la mentira queda institucionalizada y podrá habitar ya todos los rincones y con amplias texturas. En los albores de la historia comienzan a cuajar seguramente todas las formas de mentir y por tanto podemos decir que se construye el canon de este arte clásico, recogido especialmente durante la etapa de la Grecia antigua, en sus mitos. Los parámetros de este arte remiten al otro mundo, al Olimpo de la Verdad.
La mentira es en la mitología griega casi un divertimento divino. Los inmortales dioses se mienten entre ellos, pero sobre todo, esto es lo relevante, a pesar de su divinidad y poder sobrehumano, mienten a los hombres constantemente. Toman formas animales para arrebatar o seducir a mujeres, tientan a los hombres ofreciéndoles capacidades que luego no dan, etc. No, los dioses no tienen poderes para dominar por la fuerza a los mortales, los dioses tienen poderes para poder mentirles. Al respecto es sumamente interesante el diálogo que mantiene Sócrates con Hipias el Menor (afamado sofista) donde se sostiene que miente el que puede, a los efectos, el que sabe la verdad, de muestra un botón donde Sócrates pone el saber astronómico como ejemplo:
Sócrates: —Luego también en astronomía, si alguien es mentiroso, el buen astrónomo lo será más; él es capaz de mentir; no el incapaz, pues es ignorante.
Hipias: —Así parece.
Sócrates: —Por tanto, también en astronomía la misma persona es mentirosa y veraz.
Hipias: —-Parece que sí.
El diálogo socrático en el Hipias el Menor de Platón muestra los fundamentos clásicos del canon de la mentira, del arte de mentir. Los dioses y aún los humanos más avanzados e inteligentes como Ulises pueden mentir porque saben jugar con la verdad. Sin duda son sabios, dejando aparte valoraciones morales: el que miente con arte es el que sabe la verdad, y el que miente sin la verdad, no tiene arte para mentir. Este es el caso de las bestias al que nos referíamos en el punto anterior, sus mentiras no tienen título porque no conocen la verdad.
Sin embargo la mentira como acto social, no puede prescindir de la nesciencia del que creyéndose poseedor de la verdad la ignora. La mentira tiene las patas cortas ante la verdad dominada por el otro, pero camina ligera en los bastos campos de la credulidad del engañado. Los dioses se divierten dándose un paseo por la caverna de Platón: el mundo de los mortales donde las percepciones son primariamente sombras de luz proyectada, sombras solo interpretadas por creencias sobre la verdad, no siendo la verdad misma. El dios Hermes muestra el perfil del problema de la ignorancia y del mito platónico. Hermes es el dios de las palabras, la elocuencia, la comunicación, el mensaje. Es el dios mediador entre inmorales y mortales. Y, ¿qué es la palabra, el mensaje? Es la sombra platónica proyectada sobre la conciencia humana, y si bien el contorno de la verdad es indudable en una proyección y en una palabra, la verdad en sí no se aparece, y es por eso que el dios mensajero (que transmite la verdad) es también el dios de la mentira, del engaño, del galanteo. Es el dios de la concordia, pero también el de los embusteros.
Por otra parte la dualidad clásica no solo se manifiesta en cuanto a la ontología de la inteligencia, también en cuanto a su axiología. Aún Aristóteles, incansable defensor de la verdad en su Ética, no dejará de reconocer en su Poética las virtudes pedagógicas o didácticas de lo inexacto, pues más allá de carácter falso de la mentira, no dejan de estar reconocidos en ella ciertos contenidos universales. El poeta, frente al historiador, usa la farsa por su carácter flexible para hacer entender lo que hay mas allá de los hechos ciertos. La verdad concreta de los hechos no transmite la verdad universal, pues la verdad habría de seguir siendo una con otros sucesos. La verdad universal es hija de la metáfora.
En todo, con la ciudad común, diría Aristóteles en su Política, se manifiesta lo propio, lo particular. La mentira prehistórica, quizás acotada como una estrategia del grupo o el clan, pasa a ser cuestión de gobierno personal o de gestión de uno mismo. Habrá quien tome el camino de la Ética (o la sinceridad) o el de la Poética (o la artimaña). Tal vez en un mundo enredado como el que desde entonces se ha construido, la virtud esté en su justo medio, pues la sinceridad exige artimañas para lograr éxitos y queda dicho que la artimaña no vive sin la verdad.
La verdad oscura: el hábito no hace al monje
Aunque el patrón de la mentira queda fijado ya en periodos anteriores, los contextos históricos perfilarán un estilo característico. El arte medieval podría caracterizarse por el férreo control de la verdad sobre la mentira. Quizá los dioses embriagados y juguetones de la época clásica necesitaban el látigo redentor del Dios cristiano. San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino podrían verse como los azotadores. No obstante tanto uno como otro azotador no dejarán de reconocerle a la farsa su vivir inevitable, y el último casi hasta su virtud para ciertos casos; y es que la verdad beata no puede disimular la mentira oculta en los hábitos.
El rigor de la moral cristiana habrá de hacer su cruzada contra el pecado de mentir. La propia consolidación de la institución eclesiástica conlleva la persecución del hereje a través de su desenmascaramiento. La iglesia se previene contra el falso testimonio y la falsificación de la creencia. Se levantan primero las gruesas murallas románicas contra la mentira y después las apologéticas cumbres góticas de la verdad pero cada piedra habrá de tener sus sombras.
El mundo inestable de invasiones, de avances y repliegues, de fragmentación fronteriza... disuelve en gran medida el mundo urbano en Occidente. La vida se simplifica en cuanto a las relaciones de sociedad en un mundo rural y campesino, la mentira pierde matices y colorido a costa de una verdad elemental. Pero la Ciudad de Dios sigue levantada en cada aldea y los clérigos sostienen las verdades heredadas junto con las sospechas de infamia. San Agustín había acertado a desconfiar del hombre, que por su voluntad miente. A la luz ilustrada de la Iglesia flotan las manchas oscuras, porque la figura pecadora del farsante refleja de la del honesto cristiano (cristiano puede traducirse aquí casi por ciudadano, aunque viva en el campo o en una villa).
Con los tiempos viene una secularización de los hábitos, y los hábitos tienen su aprovechamiento tanto para el que se disfraza como para el que repara en la vanidad del que se los pone. La verdad ensalzada como virtud de esta época emociona la vanidad del hombre y la mentira saca tajada. Al efecto nos alecciona la famosa fábula del Cuervo y el Zorro en El Conde Lucanor de Don Juan Manuel (la mentira es una treta que se aprovecha de la vanidad de un hábito tomado por verdad):
Una vez halló el cuervo un gran pedazo de queso, y se subió a un árbol para poder comérselo más a gusto, sin recelo y sin estorbo de nadie. Y cuando así estaba, pasó el zorro por el pie del árbol, y apenas vio el queso que tenía el cuervo se puso a tramar el modo de quitárselo. Y, por ello, empezó a hablar de esta manera:
—«Don Cuervo, hace mucho tiempo que oí hablar de vos y de vuestra nobleza y apostura. Y aunque os he buscado, no ha sido voluntad de Dios ni ventura mía el que os hallara hasta este momento. Y para que veáis que no os lo digo por lisonja, enumeraré tanto las aposturas que en vos veo como aquellas cosas en que, según las gentes, no sois tan apuesto.
Todas las gentes piensan que el color de vuestro plumaje, ojos y pico, patas y uñas es negro. Y dado que las cosas negras no son tan apuestas como las de otro color, y vos sois enteramente negro, opinan las gentes que ello constituye mengua de vuestra apostura. No se dan cuenta de que se equivocan pensando así. Pues si vuestras plumas son negras, es tan negra y brillante su negrura, que se vuelve de azul índigo como las plumas del pavo real, la cual es el ave más hermosa del mundo. Y aunque vuestros ojos son negros, en cuanto ojos son más hermosos que ningunos otros ojos; pues la propiedad del ojo no es sino ver; y puesto que toda cosa negra conforta la vista, los negros son los mejores; y por ello son más alabados los ojos de la gacela, que son más negros que los de cualquier otro animal. De igual manera, vuestro pico y vuestras patas y uñas son más fuertes que las de ninguna otra ave de vuestro tamaño. Y en vuestro vuelo tenéis tanta ligereza, que no os estorba el viento contrario, por recio que sea, cosa que ninguna otra me puede hacer tan ligeramente como vos. Y tengo por seguro, puesto que Dios hace todas las cosas razonablemente, que no consentiría que, siendo vos tan excelente en todo, tuvieseis el defecto de no cantar mejor que otra ave cualquiera. Y pues Dios me ha concedido la merced de veros, y compruebo que hay en vos mejor bien del que nunca oí, si me dejaseis oír vuestro canto, me tendría bienaventurado para siempre».
Y cuando el cuervo vio de qué modo le alababa el raposo, y cómo le decía verdad en algunas cosas, pensó que se las decía en todas, e imaginó que era su amigo, sin sospechar que era para quitarle el queso que llevaba en el pico. Y en vista de las muchas y buenas razones que le había oído, y por los halagos y por los ruegos que le había hecho, abrió el pico para cantar. Por lo cual cayó el queso en tierra, lo tomó el zorro y se fue con él. Y así quedó engañado el cuervo, por creer que su apostura y gallardía eran mayores que las que tenía de verdad.
Y aun la mentira podría colarse revestida de virtud, como a veces se dice de El libro del Buen Amor de Juan Ruiz; algunos interpretan que el propio autor construye un manual del embuste carnavalesco haciéndolo pasar por un catálogo del pecado como si fuese el canto de un juglar que, con licencia para moralizar hablando de blasfemias, habla de moral para blasfemar. Sin capacidad para descubrir la intención del autor, la dialéctica entre la virtud y el deseo, la verdad y la mentira se muestran a cada verso. La ambigüedad del libro podría ser el conflicto del hombre medieval con capacidad de elegir entre caer en los deleites del pecado a través de las sombras de la virtud o la de prevenirse al desenfreno poniendo luz al pecado.
Pero en cualquier caso, durante el medievo la mentira es la verdad oscura de una virtud monumental. Es cuando la mentira empieza a ser virtud, en el renacer del hombre, que hay un cambio de estilo. El Decamerón ofrece una historia límite de las dos tendencias. En la novela primera se narra las trampas últimas de un hombre de mala vida que miente astutamente a un fraile antes de su muerte, siendo finalmente el pecador bendecido y tendido por santo y sirviendo de mediador espiritual para el pueblo. Y concluye el cuento que “(...) grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia.” El crepúsculo medieval, los albores del renacimiento.
Renacimiento de la mentira, ¿había muerto?
La falsedad que da lugar al descubrimiento de América sirve metafóricamente para argumentar el nuevo brillo del embuste. El viaje, que no hubiese tenido lugar sin los cálculos erróneos de Colón sobre la base de los de Tolomeo, parece como presagiar el nuevo elogio a la mentira que renacerá entonces.
La sociedad se decanta definitivamente por el urbanismo y la mentira resulta necesaria en este ambiente y se convierte en un arte nuevamente respetado. Tomando como medida al hombre, ha de reconocerse que es de su inteligencia mentir y, por tanto, digna de consideración.
Ejemplo de obra renacentista es El Príncipe de Maquiavelo. Auténtico tratado de filosofía política, la mentira es en El Príncipe una figura de contornos bien visibles, de claridad absoluta que responde a los patrones artísticos de la época. El elogio a la mentira está justificado sobre la base del realismo. Funciona y es necesaria. Así como ya Platón justificara en su República el engaño al pueblo por su propio bien, lo mismo Maquiavelo, que recomienda a su Príncipe una serie de artimañas para el buen gobierno. No se trata de mentir para engordar al gobernante, se trata de comprender la necesidad imprescindible de dominar este arte ante la realidad cambiante y las veleidades del vulgo.
(...) el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe estar al cumplimiento de sus promesas, sino mientras no le pare el perjuicio, y en tanto que subsisten la circunstancias del tiempo en que se comprometió.
Ya me guardaría bien de dar tal precepto a los príncipes si todos los hombres fuesen buenos; pero como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe ser solo el príncipe exacto y celoso en el cumplimiento de la suya.
El realismo renacentista surge del pesimismo sobre la verdad. El realismo pesimista toca todas las capas sociales. En todas se torna como necesaria y habitual la mentira, y acaso los perseguidores de la digna verdad son los seres más perdidos. Al respecto aparece y más después en el barroco el personaje del antihéroe en la novela renacentista española y por supuesto en El Quijote en su protagonista principal. Personajes que, atados por la pretensión de valores verdaderos y eternos, están sumidos en la irrealidad y la locura. En este contexto los que malviven, aunque sea en la miseria, son los pícaros (renacentistas aunque se hable de ellos en tiempos postreros), acostumbrados al ir y venir de las cosas y las circunstancias. La realidad cotidiana plantea un escenario donde mentir es ley de vida, si bien es un arte difícil en el juego de engaños y contra-engaños. Al respecto, la archi-famosa escena de las uvas de El Lazarillo de Tormes plantea con la crudeza del realismo de la naturaleza contingente y provisional de la picaresca mundana. La mentira de Lázaro es tan cotidiana y está tan en la calle que hasta un ciego la ve de curtido que está él mismo en estas tretas (“¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”)
La mentira renacentista se caracteriza por la nitidez y hábito del mentir. La mentira adquiere la función de un plano general, un fondo, sobre el que transcurre la trama de la vida de las personas y personajes, y no cabe más que sumergirse en las turbias aguas para desenvolverse. Aún así una no hará sino introducir al personaje en otro charco, en un circuito indefinido donde unas mentiras se lavan con nuevas más gordas. Con el barroco la mentira habrá de depurarse hasta el punto en que permita nadar al tiempo que guardar la ropa.
La mentira compleja
Sin duda una sociedad cada vez más difícil y avisada sobre las artes diáfanas del engaño necesita formas más complicadas de engañar. Mientras que podríamos decir que la mentira renacentista se arregla para salvar las circunstancias, la mentira barroca consiste en arreglar las circunstancias para poder mentir. Ya no son personas o personajes que mienten episódicamente cada vez según convenga, son personas o personajes que trazan un plano equívoco donde poner los pilares para sostener sus mentiras a lo largo de todo un relato. El ascenso de la burguesía requiere la consolidación de máscaras sólidas y creíbles que garanticen sus ahorros.
La mentira pasa de ser el fondo vital reconocido en el renacimiento a ser el motivo sobresaliente del cuadro. La verdad se subordina para dar funcionalidad a la falsedad, limitada por la desconfianza durante la etapa anterior.
El personaje de Yago en Otelo representa fielmente esta complejidad. Yago, hombre codicioso que quiere ascender en el escalafón militar, halla los peldaños en la verdad, de la que trata de separarse poco para estafar la confianza amorosa que Otelo inicialmente deposita en Desdémona. Poco importa el amor sincero de ésta, porque el amor como cualquier cosa solo puede verse en algunas de sus partes aparentes. Yago procurará escoger las partes que más le interesen sin ser ninguna de ellas inventadas. Así, con la evidencia del sesgo, dirigirá astutamente la vista a Otelo y moldeará su personalidad hasta convertirlo en un celoso asesino. La mentira es un proyecto constante y coherente en Yago, un proyecto sólido, tanto que en su desenlace en la obra de Shakespeare muere de éxito. La mentira barroca no muere por tener las piernas cortas, muere por caminar demasiado, por su desmesura. Una nueva vuelta de tuerca en el modernismo romántico nos arroja a una estrategia de contención.
En esas tesituras Kant levanta su filosofía contra la mentira, contra toda forma de mentir. Es la resistencia de un “cura de la verdad” que en sus pretensiones idealistas acabará por engendrar a un hijo bastardo: Schopehauer, amigo de lo contrario. La mentira aún habrá de radicalizarse.
La mentira romántica: el baile de máscaras
La sociedad burguesa estalla con la revolución francesa. Adquiere especial importancia el concepto de plusvalía, no obstante presente ya desde los viejos tiempos. Las cosas definitivamente valen más de lo que verdaderamente son. La acumulación de determinada suma de dinero en manos de ciertas personas, con un alta capacidad para producir mercancías y la existencia de amplios grupos de población “liberada” del campo y de la propiedad, que les obliga a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, permite la explotación de la mano de obra con fin de abaratar los costes sin por ello necesariamente abaratar los precios. Este margen de ficción a costa del obrero repercute en un impulso a la mentira social, además de la económica. Descubrir que se puede vender por más de lo que vale, y a partir de entonces de forma generalizada y palpable, no puede ser inocuo para las mentalidades de entonces. El hombre está redescubierto desde del renacimiento y en estas fechas definitivamente sobrevalorado.
Las emociones humanas se tornan exageradas (incluso adulteradas sentimentalmente), y en su exageración muy cercanas a las virtudes puritanas, reveladas como una característica personal, como un elección de personas respetables muy dadas a la vanidad por su correcta manera de comportarse. Si ya desde el barroco se empiezan a construir verdaderas personalidades de ficción, ahora el carnaval es norma para todo el que mercadea, para todo el que posee, para todo el que tiene capital. Allá seguirán, con sus astucias, los pícaros y celestinas en las clases sociales más bajas. La careta personal, en cambio, es un arte refinado, signo de distinción, pero dificultoso y con avatares. Cierto es que si bien la careta se lleva dignamente, a todo momento está el “actor” en riesgo de desnudar la cara y enseñar las vergüenzas de su verdadero rostro. Yago está en riesgo de reconocerse finalmente ante el espejo público de los hipócritas, que no pasarán el descuido por miedo a reflejarse.
El giro del romanticismo es la vergüenza a la verdad, que a toda costa debe ser ocultada. La sociedad está montada sobre mentiras y su revelación destruye la estructura misma del alma enmascarada, destruye a la persona que lo es gracias a su antifaz. Las precauciones obligan al disimulo como técnica básica. Las fuerzas no se ponen en hacer eficaz la mentira con sofisticadas estrategias (signo barroco), sino en hacerla impermeable a la verdad. El personaje no se diseña para engañar, se diseña sobre todo para no ser descubierto.
El arte moderno y romántico se nos desvela en Las amistades peligrosas de Chordelos de Laclos, como genialmente ha sabido ver el psicólogo Marino Pérez en Ciudad, individuo y psicología. En la complicada trama de Laclos se suceden multitud de personajes, de sentimientos y pasiones a la vez distantes y linderas, multitud de argucias, de cotilleos, de intrigas, de secretos y evidencias; pero lo fundamental y original es el juego de espejos en el que consiste la Mentira sostenida en el libro, ideada por el personaje de la marquesa. Lo básico no es tanto mentir, las mentiras parciales son las mismas de siempre, lo original está en la construcción dramática de la historia dirigida por la marquesa, con intención de ir venciendo las resistencias de unas personas que se protegen en sus disfraces. Las tentaciones primarias son como verdades naturales disimuladas entre las ropas, pero que de un modo u otro han de mostrarse en algún momento. La mentira consiste en hacer perder la referencia del “correcto envoltorio” en que deben servirse las pasiones. Tal cosa es posible por la buena maña de la aristócrata, pero sobre la base de que cualquier envoltorio es distinto al contenido de lo envuelto.
La mentira romántica parte del reconocimiento por parte del artista de que el engañado a su vez engaña. En este sentido el mentiroso se dedica a confundir las referencias del engañador engañado tal que su representación resulte torpe e insegura y finalmente se descubra que interpreta haciéndose insoportable su degustación en el escenario social. Destruyéndolo como personaje quedará destruido como persona. El artista no puede mentir sin referencia a la verdad, y en el mundo romántico la manipulación consiste en hacer evidente la verdad manipulada por los otros sin acusar directamente, pues nadie está libre de pecado, ni puede salirse del escenario, ni desea prescindir de la utilidad de una buena interpretación.
El teatro y la obra seguirán ya en el mismísimo presente, pero dado el número de actores, personajes y guiones, la obra toma nuevas dimensiones.
La mentira en la vanguardia. La sofisticación delirante
La sociedad contemporánea nos descubre una nueva realidad económica: el producto- ficción, que cristaliza más que nunca en nuestros días. El producto no está ya sobreestimado, el producto es directamente falso, no tiene valor alguno por sí mismo. Es el trazo que nos dibuja Vicente Verdú en El estilo del mundo. Sin embargo la ficción del producto esconde una verdad casi irrenunciable, la de vivir a través de su consumo: vivir al hilo de una marca de vaqueros y de una lata de agua negra azucarada, pero vivir al fin y al cabo. Del capitalismo clásico donde unos cuantos acumulaban riquezas y la vendían, las comerciaban, pasamos a un capitalismo socializado, o lo que es lo mismo, a una sociedad consumo. El engorde de las carteras de la clase media supone una nueva posibilidad para el mercado que gana con el consumo de masas. La mayoría puede comprar y también, como corresponde, puede (necesita) vender y venderse. Esto tiene implicaciones evidentes en la vida de las gentes y en la condensación psicológica de sus personalidades. El “baile de máscaras” al que asistiría contemplativo y confuso un humilde operario en la etapa romántica, se convierte en un salón global en el que el ciudadano normal se ve forzado a coger el ritmo y a vestirse según corresponde. La vida es un show, el hombre un actor.
La generalización del producto-ficción como artículo de venta consagra definitivamente al envoltorio como decisivo, es más, el envoltorio es el producto y el contenido solamente una excusa. La funcionalidad de tal artimaña mercantil es la de hacer discurrir la trama de cada cual a través de la ficción para encontrarse con otro actor o actores en tramas tangenciales. Las relaciones interpersonales están tocadas completamente por la escena económica. Ya no unen los trabajos (ya de por sí atemporales) ni las desgracias (ahora individuales, psicológicas), une contingentemente la red de tramas en la que todos representan según las modas de estilo que se van imponiendo cada temporada. Porque el producto-ficción exige cantidad, el secreto del beneficio es precisamente ese. La optimización económica, alcanzado un punto en que resulta difícil o menos rentable conquistar nuevos mercados, se logra con una mayor tasa de venta resultado de acelerar (acortar) los tiempos de consumación. El éxito de una marca, vinculado al escaparate social del consumidor y al éxito que esa imagen puede tener para el individuo, renta en un cambio incesante de estilo, de línea, cambiando sin fatiga el aire o la expresión del consumidor, por más que interese que la marca y el individuo permanezcan constantes. El producto consiste en consumir al consumidor.
Con estos ingredientes el hombre contemporáneo está amenazado por la fragmentación personal, por la desrealización; es un actor en busca de un papel para comerse el día, pero que ha renunciado a interpretar el papel de su vida. El actor es preso de una aparente necesidad de sofisticación que le permita seguir una urdimbre complejísima, profunda, intensa... pero la obra (la verdad) es pobre, vulgar y obscena. El metrosexual, desfigurado de tanto perfilarse, es un personaje provisional que apenas puede desempeñar su papel una vez a terminado de acicalarse, pues de inmediato tiene que tomar el tren del día siguiente con nuevas pinturas. Y la verdad sigue siendo la misma para cada salida del sol, encontrarse con los demás, pero no parece posible sin las poses fingidas de unos aceites mutables y una metamorfosis continua. La pregunta “¿quién soy yo?” no está injustificada, pero incluso las respuestas disponibles son erráticas. El reencuentro con la identidad se vende en viajes a islas perdidas, en espectáculos cinematográficos, en el diván... lugares realmente diseñados para perderse y los trastornos psicológicos y psiquiátricos son epidemia, naturalmente.
La mentira de vanguardia es un cuadro abstracto y confuso. La ficción lo domina todo y la mentira, perdida casi la referencia de la verdad, es un arte que adquiere elementos de vulgaridad. La supervivencia social requiere más que nunca de la Mentira, con mayúsculas, porque casi consiste en inventarse una Verdad, porque la verdad clásica sobre la que se sustentaba la imagen o figuración representada en un cuadro ya no está referida en los contenidos pictóricos; la verdad ahora se reduce (como unidad mínima irrenunciable) a la estructura física (el lienzo, los pigmentos, el cuerpo biológico y las necesidades básicas). Si la verdad está en crisis, también lo está la mentira auténtica. La mentira de vanguardia es un subproducto, el autoengaño dramático (la enfermedad mental). El objetivo elemental ya no está tanto en el aprovechamiento de simular o disimular la verdad para robarle algo al otro, sino en poseer una verdad para uno mismo poseer algo.
La aventura contemporánea es la infructuosa de Alicia en el País de las Maravillas (y su complementaria Alicia frente al espejo) o la delirante de Neo en Matrix, ambos diluidos en un mundo cavernario de oscuras percepciones. Alicia, al introducirse en la madriguera y perseguir al conejo blanco descubre un mundo absurdo que pretende interpretar con lógica (Lewis Carroll era matemático). Alicia discute infatigable con los disparatados personajes que se va encontrando intentando comprenderles racionalmente. Por el contrario Neo descubre estar en un mundo irreal y su empeño más bien consiste en una incesante lucha por salirse al otro lado, más allá de las apariencias. Ambos, Alicia y Neo, reflejan la tensión neurótica y psicótica a la que invita el caos mundano. Alicia es una neurótica atrapada en el intento estéril de racionalización de las ficciones que se va encontrando, mientras que Neo es un psicótico que pretende desdoblar el mundo, que pretende superar la realidad-ficticia o la ficción-realidad en la que necesariamente tiene que moverse. Alicia opera como Miró, a brochazos, intentando descubrir una “buena forma”. Neo es un Kandinsky, un personaje iluminado por un plan geométricamente determinado, que habría de terminar loco de remate al descubrir que sin las ficciones generadas por Matrix no podría caminar hacia la verdad y que destruir Matrix es destruir el camino.
El autoengaño es la argucia delirante característica del sobrevivir en nuestros días. Es la búsqueda de una identidad consistente, que trascienda la articulación de cada cual en el mundo. El autoengaño opera, por tanto, un distanciamiento de la realidad y de la identidad personal para así escapar o evadirse de un funcionamiento irregular del entorno, para así evadirse irresponsablemente de la implicación que cada cual tiene al participar en la obra. Un papel adaptado al que no quiere interpretar, que sin embargo, paradójicamente le obliga a interpretar como figurante, y que también consume y es consumido por su papel mundano de enfermo o de espectador, de Don Nadie. Los figurantes también padecen las modas, las modas diagnósticas, las modas del espectáculo al que asisten. Y también pagan sus cheques.
Por tanto, y a modo de conclusión, la estrategia vital realmente inteligente puede que no sea otra que entender, asumir y sufrir/gozar (vivir) la verdad de la ficción. No cabe otra. Si acaso con la mesura o prudencia que sea posible para no vivir en la ficción, para no encasillarnos en un personaje absurdo, pero sin renunciar a cómo son las cosas y sin renunciar a nuestra identidad de pícaros que es la que en realidad nos caracteriza y a la que estamos un poco obligados.
Resumen
Este ensayo recorre la historia de la mentira. Un curioso e interesante itinerario por distintas épocas en las que el engaño, el disimulo y la verdad manipulada describen el devenir y la cotidianeidad de las sociedades humanas. Desde el principio, la mentira se convierte en un acto social, por tanto en una práctica que se transforma con las modas y circunstancias históricas. El ser humano necesita de la verdad y de la ficción para vivir. Lo difícil es saber distinguir una de otra sin perderse por el camino.
Rubén González Fernández, en redalyc.org/
Elvira Lorenzo López
Numerarias auxiliares: una llamada específica para cuidar y fortalecer los lazos familiares en el Opus Dei.
Jesús acaba de hablar de semillas, aves, espinos y tierra fértil. Estaba ilustrando las disposiciones de quienes le escuchan, tan distintas entre sí. Unas y otras se revelarán, con el pasar del tiempo, más o menos fecundas: «Lo que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un corazón bueno y generoso, la conservan y dan fruto» (Lc 8, 15). Probablemente el Señor tiene todavía en mente esta imagen cuando, al rato, alguien le interrumpe: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte» (Lc 8, 20). El Maestro responde entonces, para sorpresa de todos: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 20). Es uno de los momentos del Evangelio en que Jesús habla de una nueva forma de relación, más fuerte que la que lo unía visiblemente a su madre: el vínculo de la familia sobrenatural, que surge con la escucha y la aceptación de la palabra de Dios.
A imagen de un Dios que es comunión
La Iglesia es, en palabras del Catecismo, «la verdadera familia de Jesús» [1]. El Papa Francisco lo reafirma: «Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales» [2]. La fe tiene un poder de fecundidad tan fuerte que genera nuevas uniones reales. Y en el Opus Dei, que es una partecica de la Iglesia, sucede lo mismo: quienes han experimentado aquellos mismos «barruntos de amor de Dios» [3] de san Josemaría, pasan a formar parte de la pequeña familia que es la Obra. Una familia que respira en la intimidad de un Dios que no es soledad ni aislamiento, sino comunión entre personas, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; una familia llamada a mantenerse unida, tanto por ese amor de las entrañas de Dios que la vivifica como por la misión divina a la que han sido llamados cada uno de sus miembros: transmitir, cada uno en sus circunstancias cotidianas, que Dios nos quiere como hijos.
Durante los primeros años de la Obra, san Josemaría no tenía claro cómo debía materializarse este rasgo esencial del espíritu del Opus Dei que es su carácter familiar. Al poco tiempo, sin embargo, se dio cuenta de que su madre y su hermana estaban de hecho generando el clima que él buscaba para los centros de la Obra. Tras considerarlo en la oración, decidió pedirles esta ayuda insustituible. El beato Álvaro del Portillo explicaba, años más tarde, cómo aquellas dos mujeres «transmitieron el calor que había caracterizado la vida doméstica de la familia Escrivá a la familia sobrenatural que el Fundador había formado. Nosotros íbamos aprendiendo a reconocerlo en el buen gusto de tantos pequeños detalles, en la delicadeza en el trato mutuo, en el cuidado de las cosas materiales de la casa, que implican –es lo más importante– una constante preocupación por los demás y un espíritu de servicio, hecho de vigilancia y abnegación; lo habíamos contemplado en la persona del Padre y lo veíamos confirmado en la Abuela y en tía Carmen» [4].
¡En cuántas ocasiones, al ver a niños que crecen sostenidos por el afecto de sus padres, o al conocer ancianos que se saben acompañados por las caricias o palabras de sus nietos, hemos comprobado la necesidad vital de la familia! La vida no es igual sin este soporte familiar, por más éxitos que podamos cosechar. Una persona que se sabe querida es capaz de superar o de sobrellevar con alegría cualquier dificultad. La necesidad de saberse querido, de pertenecer a un hogar, es universal: forma parte de nuestra identidad más profunda. Los cuidados, la gratuidad que esto requiere «jamás podrán faltar, por mucho que progrese la humanidad» [5].
Cuando decimos que las personas del Opus Dei forman una familia, no se trata solamente de un simple ambiente familiar, que es posible conseguir en tantos otros lugares. Este entorno de familia ha de ser una realidad palpable con raíces sobrenaturales y con frutos cotidianos, materiales, afectivos, de cariño. Cada uno y cada una cultiva y fortalece esos vínculos, porque de todos depende que no solo se respire un entorno de familia, sino que seamos verdaderamente familia.
Con todo, el fundador del Opus Dei vio claramente la necesidad de contar con personas que, desde la sabiduría para conjugar lo material y lo intangible, cuidaran estos lazos de manera particular. Asegurar esta misión, incluyendo hasta los detalles materiales más pequeños, corresponde de un modo especial a las numerarias auxiliares. Se trata de una llamada específica, que surge entre las primeras mujeres del Opus Dei, para ser esas manos que unen lo más divino y lo más humano, imitadoras de otras manos: las de la Madre de Jesús, que conjugaron siempre ambas realidades para discernir y cumplir la voluntad de Dios.
Amor gratuito que afirma a la otra persona
Quizá la parte más externamente visible de la misión de una numeraria auxiliar sea la de organizar y planificar el cuidado de los centros, de modo que todos se sepan y se sientan responsables de su casa. Como en toda familia, las tareas se reparten con flexibilidad, según las posibilidades de cada uno. Se podría decir que las numerarias auxiliares tienen el hogar en sus manos para después darlo a los demás [6]. En algunos casos se podrá palpar esta entraña familiar a través de hechos concretos como la alimentación, la limpieza o la decoración, pero esta realidad nos conduce a otra que trasciende lo material: su principal misión, que es afirmar a cada persona en su identidad y en su misión apostólica.
«No se trata solo de realizar una serie de tareas materiales, que en diversas medidas podemos y debemos hacer entre todos –escribe el prelado del Opus Dei–, sino de preverlas, organizarlas y coordinarlas de tal manera que el resultado sea precisamente ese hogar donde todos se sientan en casa, acogidos, afirmados, cuidados y, a la vez, responsables» [7]. Por esto, san Josemaría consideraba a esta misión un «apostolado de apostolados», la «columna vertebral» que permite al Opus Dei moverse en el mundo con un espíritu de familia, o el «cañamazo» sobre el que tejen sus amistades todos los demás miembros de la Obra.
Con su vida diaria, una numeraria auxiliar trata de hacer palpables, en cierto modo, las palabras que rezamos en el Ángelus: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En su día a día procura una fuerte unión con la Eucaristía, para traer nuevamente a Dios al mundo y ponerlo ante los ojos de los demás: cada gesto, cada palabra, cada pensamiento y cada acción pretenden comunicar que Dios está presente en lo más cotidiano.
Como reflejo de la infinita fecundidad de María, un don que Dios ha regalado al Opus Dei es el celibato, raíz secreta de una auténtica paternidad y maternidad [8], a la que se añade, en el caso de las numerarias auxiliares, una manifestación específica: «Con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor» [9]. De aquí surge –y esto es lo más profundo de su misión– un amor gratuito, expresado en todas las dimensiones del ser; un amor dotado de «la espontaneidad jugosa de lo que está vivo, de quien busca ocasiones inéditas de manifestar que cree y ama» [10]; un amor que saca a cada uno del anonimato, renovando su vigor, dándole fuerzas nuevamente, pues le recuerda que es amado simplemente porque existe, y no por lo que tiene o por lo que hace.
Verdadero poder transformador de la sociedad
En un mundo que apuesta con frecuencia por la notoriedad y el ruido, el trabajo de una numeraria auxiliar puede parecer discreto y silencioso, pero está dotado de un verdadero poder transformador en la sociedad. No existen dispositivos para medir la energía que libera la disposición a dirigir constantemente la atención hacia las personas, colocándolas siempre en el centro, buscando enriquecer todos los aspectos de su vida: físico, mental, emocional, espiritual, social, etc. Este genuino interés por cada uno y cada una va calando en la sociedad, empezando por los fieles de la Obra, que llevan a su vez esa actitud humanizadora a su ambiente profesional propio. La misión de unir lo divino y lo humano, tan propia del Opus Dei, se prolonga como en círculos concéntricos a todas las personas que se acercan a esta familia, hasta llegar a la sociedad entera. «Con la gracia de Dios, si queréis –decía mons. Javier Echeverría a las numerarias auxiliares–, podéis ser como una central atómica espiritual, apostólica, capaz de extender sus efectos a todo el mundo» [11].
Cada numeraria auxiliar enriquece, con su personalidad propia, la vida y el trabajo en cada centro de la Obra. Asimismo, procura capacitarse con la necesaria preparación y competencia para llevarlo a cabo. Esta profesionalidad puede abarcar también los ámbitos de la gestión económica y empresarial, la optimización de recursos, el liderazgo de equipos, el conocimiento nutricional, la capacidad de adecuación a las personas de cada lugar, la sostenibilidad, etc. Todo esto supone un aprendizaje continuo, al compás de los avances de la sociedad y de los distintos sectores profesionales, pero sin perder de vista que lo esencial es mantener viva la sensibilidad hacia el cuidado de la familia. Una persona llamada a vivir esta vocación «pone la competencia profesional directamente al servicio de las personas, mostrando de modo práctico cómo el mismo espíritu puede materializarse en distintas circunstancias históricas; se convierte en un factor de humanización de la cultura, de vanguardia, y, por tanto, de inspiración para el trabajo profesional de todos» [12].
El cuidado de las personas y de la casa es un ámbito privilegiado de diálogo con el mundo contemporáneo. «Tenéis una misión entusiasmante», escribe el prelado del Opus Dei: «Transformar este mundo, hoy tan lleno de individualismo e indiferencia, en un auténtico hogar. Vuestra tarea, realizada con amor, puede llegar a todos los ambientes. Estáis construyendo un mundo más humano y más divino, porque lo dignificáis con vuestro trabajo convertido en oración, con vuestro cariño y con la profesionalidad que ponéis en el cuidado de las personas en su integridad» [13].
Elección, entrega, felicidad
El discernimiento para descubrir la propia vocación como numeraria auxiliar no se basa principalmente en la inclinación a un tipo de tareas concretas, como lo son las más directamente relacionadas con el cuidado. Cualquier estudio o perfil profesional puede aportar en este anhelo por afirmar a la persona en su integridad. Dios da esta misión a quien quiere: basta el deseo de mirar a Cristo y, por Cristo, a los demás miembros de su familia y de su entorno.
Generalmente nada impide que las numerarias auxiliares puedan continuar su formación o su desarrollo personal en cualquier ámbito: se trata de una riqueza que les aporta valor a ellas mismas, y también a sus relaciones y a su trabajo. Lo importante es integrar ese desarrollo profesional y personal en su identidad más profunda, que echa raíces en una decisión firme y madura de fidelidad a la llamada de Dios.
Por otro lado, puede suceder también que la entrega de una numeraria auxiliar suponga la renuncia a una profesión anterior. Es algo que sucede a tanta gente, sobre todo a quienes deciden dedicar más tiempo a cuidar directamente de un hogar. Pero no se trata de un simple sacrificio ciego, sino de una decisión madura, fundamentada en la alegría de quien abraza algo que ama, en el gozo de quien elige dar vida. El Papa descubre esta realidad en la figura de san José: «La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza (…). Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio (…). Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración» [14].
La vocación de numeraria auxiliar es, como toda vocación en el Opus Dei, «omnicomprensiva», es decir, abarca todos los aspectos y momentos de la vida [15]. No se trata de una llamada profesional que se pone en acción solamente durante la jornada laboral. Esa misma misión de hacer palpable el amor de Dios anima los momentos de formación, de descanso, de convivencia familiar, de amistad, o en cualquier tipo de actividad. Dios quiere que haya en el Opus Dei personas que, enamoradas de Él, transmitan con su presencia el mismo cariño de Dios, el mismo cuidado hacia su Hijo encarnado y presente en la Eucaristía, y hacia los hombres y mujeres, hijos de Dios.
* * *
Cae la tarde. La gente se mantiene en pie escuchando cada palabra del Maestro. Jesús se compadece de su cansancio. Sabe que la mayoría se encuentra lejos de su casa, y pide a sus discípulos más cercanos que acomoden a los grupos en la hierba. Jesús obra el milagro de alimentarlos con solo cinco panes y dos peces, y todos reponen fuerzas para seguir su camino junto a Él: hombres, mujeres y niños (cfr. Jn 6, 1-15).
Más adelante, Jesús enviará de nuevo a los discípulos a preparar una comida. En el cenáculo, con el mismo gesto anterior de bendición y con la mirada al cielo, Jesús se da a sí mismo en el pan y el vino, antes de su Pasión (cfr. Mt 26, 17-27). El Señor materializa su inmenso amor en dos alimentos modestos, y asegura de este modo su presencia en la tierra hasta el fin de los tiempos, como anticipo del banquete del cielo. Desde ese amor escondido en el pan y el vino, presente en el sagrario de los centros de la Obra, las numerarias auxiliares protegen el espíritu de familia, resaltan el valor único de cada persona y enseñan al mundo a construir relaciones de afecto, servicio y apoyo.
Elvira Lorenzo López, en opusdei.org/es
Notas:
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 764.
[2] Francisco, Ángelus, 10-VI-2018.
[3] San Josemaría, Homilía, 2-X-1968.
[4] Beato Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador, Rialp, cap. 6: “Familia y milicia”.
[5] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 24-I-1990, n. 44.
[6] Cfr. San Josemaría, Cartas 36, n. 33.
[7] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 14. El énfasis se encuentra también en el original.
[8] Cfr. Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 13 y n. 22.
[9] Cfr. Ibíd., n. 15.
[10] San Josemaría, Cartas 36, n. 62.
[11] Mons. J. Echevarría, Carta pastoral, 23-X-2005, p. 6.
[12] “Reflexiones sobre la Administración en el Opus Dei: riquezas y perspectivas”, en Romana, n. 72, 2021.
[13] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 17.
[14] Francisco, Carta apostólica Patris corde, n. 7.
[15] Cfr. Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 8.
José Barrado Barquilla
Hay un dicho célebre aplicado a San Bernardo que reza De Maria nunquam satis que es un doble consuelo para el que habla. Por un lado, porque nunca se dirá lo suficiente de la Virgen (lo que deja margen para que sigamos hablando sobre ella…) y, por otro, porque en esta ocasión, más que una conferencia “científica” sobre mariología y su relación con los pobres —de lo que no se deja de hablar y de escribir—, me limitaré llana y sencillamente a reflexionar en voz alta y a trasmitir algunos sentimientos, creencias y convencimientos apoyados, desde luego, en la experiencia personal de fe vivida desde el corazón y el sentir de la Iglesia sobre el tema inacabable de la Madre del Señor. Así, pues, avanzo ya que tampoco esta vez “pretendo grandezas que superan mi capacidad” (Sal 130). Sobre el tema en cuestión me limito a decir que no soy experto en mariología, y que por esa razón no voy a ofrecerles una disertación “científica” sobre la sierva y la Madre de nuestro Señor Jesucristo.
Dicho eso y agradeciendo la invitación que se me ha hecho a participar en este congreso, no puedo reprimir una sensación especial al encontrarme aquí, en Chiquinquirá, en una de las casas grandes y hermosas que la Madre de Dios tiene por tantos rincones del mundo.
A propósito del lugar, me viene ya a la memoria aquel cenáculo post-pascual —punto de arranque de la Iglesia— (Fuentes Mendiola, 1989, p. 225) en donde la Virgen María fue la “protectora” de aquel grupo de “pobres hombres pobres” por miedosos, escasos en esperanza, débiles en la fe, sin recursos, acurrucados como polluelos en torno a una mujer aparentemente débil, traspasada de dolor físico y espiritual —la profecía de Simeón llevada al paroxismo— (Lc 2, 35), porque acaba de perder trágicamente a su Hijo, lo único y lo mejor que tenía. Pienso que tal vez fue en aquel momento trágico y terrible cuando la Virgen Madre se sintió más pobre que nunca, cuando lo único que tenía le fue arrebatado con violencia y crueldad.
Desde esa experiencia radical, la de quedarse sin lo único y lo que más quería, la Mater dolorosa entiende perfectamente a “todos los pobres”, especialmente, si queremos, a los que sociológicamente apenas les queda memoria para recordar quiénes son y voz para quejarse. Sin embargo, ella también entiende, comprende y acoge —como madre que no hace diferencias entre sus hijos— a aquellos otros pobres, que creyendo tenerlo todo son más pobres que los que apenas tienen algo, pues es bien sabido que la pobreza tiene muchas caras.
Pero la pobreza a la que ahora nos referimos está apoyada en la disponibilidad y en la fe más absolutas. María llegó poco a poco a este estado aprendiendo de la vida y del ejemplo del pobre más radical de todos: Jesucristo, en quien la pobreza evangélica adquiere todo su significado, sentido y valor. Bastaría con recordar mentalmente, entre otros, los testimonios de fe, de adoración y de alabanza de san Pedro, san Pablo y de otros testigos privilegiados [1] para salir de cualquier duda sobre el rebajamiento y anonadamiento, o sea, de esa “pobreza extrema, de máximo servicio por amor”, experimentada por Dios hecho Hombre [2].
Creo, pues, que la aparición de Dios encarnado en Jesucristo, el más pobre de los pobres y nacido de la Virgen María, es el punto alfa en el que comienza la historia de Su Madre.
No me parece necesario insistir en que María, desde su Inmaculada concepción hasta su gloriosa Asunción, lo es todo por su Hijo y su Dios Jesucristo. el primero y mayor mérito de la Virgen, irrepetible en toda la historia de la Salvación, radica en “haber sido elegida” para ser la Madre del Señor y en “su respuesta de fidelidad absoluta al querer de Dios”. en esa simbiosis de fidelidad y de querer constantes a la voluntad divina se engarza y se apoya “la mayor pobreza” de la Santísima Virgen, “su total dependencia en libertad”, lo cual no contradice, como ser histórico que es, su progreso en la aceptación y comprensión del misterio de su Hijo a medida que Él se vaya manifestando, revelando, explicando, especificando. Comenzaremos a verlo cuando Jesús cumpla los doce años y presenciemos la escena del templo. Por eso María seguía guardando todo lo de Jesús en su corazón de madre y, más aún, de creyente.
He traído ya a colación una de las últimas escenas del evangelio y a la vez de las primeras de la Iglesia naciente —la del cenáculo [3]—, iluminada y sostenida por la incólume fe y esperanza de María en Dios, porque un Congreso sobre Ella y los pobres debería de convertirse como en un ágora o un cenáculo de fe, esperanza y caridad para tantos desheredados de casi todo en el alma y en el cuerpo. Con esto, adelanto ya que reflexionar sobre María y las pobrezas de todo tipo (sociológica, moral, cultural, espiritual) que azotan a tantos millones de personas debería de llevarnos inmediatamente a hacer algo práctico para al menos suavizar y aliviar las plagas de infortunio que asedian y exterminan a tantísima gente. De lo contrario, me temo que los pobres seguirán sin entender qué es eso de que la Virgen María también fue pobre. Pero intentemos seguir un cierto orden.
¿Cuándo comenzó la Virgen a ser pobre y cuáles fueron las clases de pobreza que experimentó? en primer lugar podemos decir que el tema de la condición social de los padres de María, y a continuación, el de la familia de Nazaret está todavía necesitado de investigación y reflexión. Sin embargo, hay indicios suficientes en el Evangelio para descartar que la Sagrada Familia de Nazaret experimentase la pobreza sociológica que en su tiempo y, en grado extremo, padecían muchos de sus contemporáneos, y menos todavía como la que sufren hoy millones de seres humanos. Para verlo nos fijaremos en los datos, aunque escasos, del Nuevo Testamento intentando sacar de ellos la explicación de las pobrezas de María.
A pesar de lo que aparece en el evangelio según san Juan, algunos teólogos han llegado a decir que “María fue hija única” (Lagrange, 1999, p. 503) [4], ese hecho puede inducirnos a suponer que tuvo una infancia y juventud social y, económicamente hablando, modestamente desahogadas.
Antes de vivir con su esposo José, inmediatamente después de la Anunciación, la joven Myriam (nombre muy extendido por entonces en Israel) emprende un largo viaje —al parecer sola— que va desde Galilea hasta Judea en la zona de a Aim Karem. Un viaje de ida y vuelta, largo y presumiblemente costoso, porque los medios de comunicación de entonces, las caravanas, tenían que costar; y durante el trayecto había también que comer, descansar, hospedarse en fondas y pagarlas. Por otro lado, “tres meses de estadía” en la casa de Isabel [5] no parecen haber producido desequilibrio económico alguno, pues esta pariente de la Virgen María estaba casada con un funcionario del Templo de Jerusalén, el sacerdote Zacarías, cuya situación económica debía ser desahogada. De ser ello así, y parece que sí, María tenía parientes económicamente acomodados.
De regreso a Nazaret y viviendo ya con su esposo José, después de aceptar este la “milagrosa y embarazosa situación de su esposa”, ambos emprenden otro largo viaje, ahora a Belén, también en Judea, ayudados por un medio de transporte del que no todo el mundo disponía, un burro. Un viaje de aquellas características y con María en estado muy avanzado de gestación no pudo hacerse sin los medios adecuados, máxime sabiendo ya José lo que le había revelado el ángel [6]. ¿Tuvieron las mismas posibilidades y medios todos los que debían censarse para cumplir con la orden de empadronamiento del emperador César Augusto? [7].
Ya en Belén, está fuera de toda duda que José hizo lo imposible por conseguir un alojamiento decente y digno para su esposa, a quien le llegó la hora de dar a luz a su Hijo primogénito. No pudo ser, entre otras razones, porque el villorrio que era Belén estaba abarrotado de gente a causa del empadronamiento en Belén no cabía ya ni una aguja, no había sitio para nadie más aunque llevase una buena bolsa, ni siquiera para alguien que estaba a punto de dar a luz [8]. Por el momento, no hubo más remedio que acogerse al refugio de una cueva; esta era otra de las razones a las que antes aludí sin especificar; quiero decir que lo de la cueva era una “razón” de Dios.
Si los relatos evangélicos de la infancia, tal como nos los cuentan siguen un cierto orden cronológico, la visita de los pastores inmediatamente después al nacimiento del Mesías fue todavía en la cueva [9]. ¿Cuánto tiempo permaneció la Sagrada Familia en ese lugar? Habrá que dejar para mejor ocasión la exégesis de esta visita pastoril acompañada, como sabemos, de signos extraordinarios.
Por supuesto que para entonces la Virgen María ya había debido de preguntarse algunas cosas más, cuyo recuerdo conservará en su mente, memoria y corazón. Por ejemplo: ¿cómo es posible que el Emmanuel, el Mesías de Israel anunciado por el arcángel y nacido sin concurso de varón tenga que nacer en una cueva y que los primeros en visitarle sean unos rudos, simples y pobres pastores? ¿Pura y simple casualidad? No; en este caso Ella reflexionó y en la medida de lo posible comprendió y aceptó más en su calidad de creyente que de mujer-madre. Sin duda, concluyó María, eso fue designio del Altísimo Todopoderoso. y no se equivocaba.
María fue inspirada por el espíritu Santo y supo responder sabiamente a Dios: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mi según Tu palabra” (Lc 1, 38). Ella comenzó necesariamente a intuir que Dios, rico y todopoderoso y ahora también Hombre, traía otros planes, los suyos, ni siquiera los de su santísima Madre, y que esos planes el Emmanuel los llevaría a cabo a su estilo y manera, especialmente en sencillez de vida y en pobreza de medios.
A la Virgen María le queda claro “el signo” de la cueva y de los primeros visitantes. Pensándolo humanamente, ¡qué no habrían hecho la Virgen y san José para que Jesús naciese en otro lugar! Pero, por otro lado, dejemos por un momento volar la imaginación.
Supongamos que el Niño-Dios hubiese nacido en un palacio rodeado de los máximos cuidados y atenciones, y que ella y su pobre esposo se hubiesen convertido de pronto en algo así como los reyes del príncipe heredero recién nacido. Pero eso hubiera sido pura magia; habría contradicho a la escritura sobre el modo de nacer y de vivir del Mesías. Además, siendo más prácticos y realistas, ¿cómo hubieran podido entrar en ese palacio unos pobres pastores para visitar a aquel Niño recién nacido? De ninguna manera, imposible; esas “fantásticas transformaciones de escenarios” estaban reservadas para la devoción, la piedad y la maestría de los artistas de los siglos venideros. Ahora, la realidad, no la virtual de siglos posteriores, era más sencilla al tiempo que más misteriosa. De ahí que “Lo único que se podía hacer era quedarse pasmado ante el plan de Dios y meditar sobre el porqué de las cosas y el desarrollo que estas tendrían” (Santiago, 1996, p. 98), y además, y por encima de todo, ¿acaso no seguía siendo la encarnación algo más real y al mismo tiempo más misterioso que cualquier imaginación?
Recobrada la calma en Belén y con posibilidades ya de mejor alojamiento, la Sagrada Familia cambió de sitio. Abandonaron la cueva, José alquiló una casa (dinero de por medio) y allí permanecen los tres hasta la huída a Egipto, no sin antes haber cumplido con los preceptos que marcaba la Ley de Moisés. O sea, que su estadía, viviendo de alquiler, pudo alargarse entre 40 y 50 días en Belén (o incluso parte de ese tiempo en Jerusalén, muy cercano al villorrio davídico). Todos los gastos salieron de sus dineros y/o del trabajo que eventualmente pudiese haber realizado José, artesano sin duda bien cualificado. A pesar de todo estaban escasos de dinero, lo pone bien de manifiesto la ofrenda que hicieron al Templo para rescatar al Niño: “un par de tórtolas o dos pichones” (Lc 2, 24).
Antes o después de la Presentación en la que Simeón y Ana, enlazando con la visita de los pastores, “descubren” algo asombroso en aquel Niño; el hecho es conocido como el de los Reyes Magos. Como sabemos, es solo el evangelista Mateo (Mt 2, 1-12) quien relata el suceso. Lo traigo a colación, sobre todo, para volver sobre el nuevo alojamiento de la Sagrada Familia y sus supuestos haberes económicos. Mateo habla primero (Mt 2, 9) que la estrella que guiaba a los Magos se posó sobre un “lugar”, para inmediatamente después (Mt 2, 11) especificar que llegando a “la casa” vieron al Niño con María su madre.
Tampoco vamos a pararnos en la exégesis de estos versículos, porque no es esa mi intención ahora. Se me ocurre pensar que después de la visita de los pastores, la visita de aquellos personajes importantes y ricos debió suponer un “alivio” para María, que con razón seguía guardando, más que asombrada, todas esas cosas en su corazón.
y otra vez nos sale al paso lo del nivel social y económico de la Familia nazarena cuando de prisa y corriendo, de noche y apenas con lo puesto, como unos fugitivos —inmigrantes desesperados diríamos hoy— tienen que buscar refugio en Egipto para librar al Niño de la maldad del poderoso Herodes (Mt 2, 12-18). El viaje desde Belén a Egipto no les debió salir gratis. Si hacemos caso al llamado Evangelio secreto de la Virgen María, por boca de ella sabemos que aquel viaje fue difícil. Hicimos muchas escalas y conocimos a gente muy diversa. Nos movimos siempre en caravanas de judíos, pues el tráfico comercial entre Alejandría y Jerusalén era constante, dado que en la gran ciudad egipcia había una colonia judía muy considerable (Santiago, 1996, p. 121).
Narración nada extraña ni rara a pesar de la no canonicidad de ese supuesto evangelio mariano. y la santísima Virgen-Madre, una vez más, conservó todo aquello sin saber qué decirse. No es extraño que otra de las características de la pobreza de María a lo largo de toda su vida fue el silencio, desde donde mejor somos escuchados por Dios y podemos comprenden sus misterios. María es también en este importantísimo tema del silencio-escuchador la discípula aventajada de la Secuela Christi.
Terminado el exilio en Egipto, regresados ya a Nazaret y recuperada la antigua casa familiar y quizá alguna que otra cosa (por ejemplo, una pequeña herencia en el caso de que hubiesen muerto los padres de María y de José), Jesús, José y María viven tranquilos, confiando siempre en Dios y viviendo modesta y sencillamente de los trabajos que realizaba José ayudado sin duda, cuando llegó el caso, por el mismo Jesús.
Antes de terminar este apartado me gustaría hacer notar que del Nuevo Testamento tampoco podemos sacar la conclusión que la Sagrada Familia fuese pobre en cuanto a cultura y relaciones sociales, otras de las grandes carencias de los realmente pobres [10]. Por lo tanto, no será ningún desatino decir que José y María tenían su cultura, que vivían sus tradiciones, que sabían leer y escribir, que entendían las escrituras (reparemos en el Magníficat, con reminiscencia de varios textos, entre otros: Is 61, 10-62; Sal 33, 145) y que probablemente acudían a Jerusalén por las fiestas de Pascua todos los años porque eran judíos piadosísimos (Lc 2, 41). Por encima de todo, podemos dar por sentado que supieron educar a su Hijo, “educar a Dios”, pues como leemos en Lucas “Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 51).
Por tanto, ni hasta ahora ni de aquí en adelante el evangelio da pie para sospechar que nuestros egregios e irrepetibles vecinos de Nazaret pasaran calamidades a causa de la pobreza material. Así, pues, la Sagrada Familia no experimentó la pobreza entendida como la carencia de casi todo, consecuencia de una injusticia que clama a Dios, ello hubiese sido desdecir al Dios justo, compasivo y misericordioso, y como bien sabemos la Biblia rebosa de ternura y de compasión divinas especialmente con “los pobres de Yavé”. ¡Qué hermoso a este respecto el Salmo 85, entre tantos otros!.
La pobreza en el espíritu de la Virgen María
Según lo dicho, y no está dicho todo ni seguramente del mejor modo, la verdadera pobreza de María habrá que buscarla y encontrarla en otros acentos, desde otras perspectivas, sin olvidar nada de lo que conforma el poliedro maravilloso e inagotable de su vida.
La pobreza de María, la que ella experimentó y disfrutó de un modo especial es y se llama, como bien sabemos, pobreza evangélica, la que a su vez encierra en sí la mayor de las riquezas; una pobreza que todo cristiano debe experimentar y que está sintetizada en las Bienaventuranzas [11] —una de las radiografías preciosas de Jesucristo—. Nadie como su Santísima Madre fue comprendiendo, aceptando, viviendo y disfrutando, y por eso más que a nadie a ella la llamamos “bienaventurada” [12].
Es la pobreza rica, en el sentido de sabia de los pobres en el espíritu. No olvidemos que uno de los títulos que damos a María es precisamente el de sedes sapientiae, esta clase de sabiduría es gemela de otra gran virtud: la humildad, base de la santidad, y que también María vivió como reflejo imitador de la humildad y mansedumbre de su Hijo; de lo contrario la Encarnación no hubiera sido posible. No deja de llamar la atención las alabanzas que san Bernardo hace a la humildad de Santa María encomiando en ella esta virtud por encima del don de la virginidad (1998, pp. 40-45).
Sabemos también que la pobreza de María (y la ignorancia que encierra la misma pobreza) se enriquece poco a poco cuando el conocimiento es iluminado por la sabiduría divina, ella no lo supo todo de golpe y porrazo; sus “extrañezas”, pobreza de comprensión, que no dejaría ya de meditar durante toda su vida [13], comienzan inmediatamente antes de la concepción: ¿por qué la visitaba el ángel a ella y no a otras jóvenes de su pueblo? ¿Por qué era ella la elegida? y “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). También están las extrañezas y sorpresas de pobreza en el espíritu (mente, inteligencia), las que se prolongarán a lo largo de la vida de Jesús hasta que también sobre ella —aunque llena de gracia (Lc 1, 28)— descendió el espíritu Santo (Hch 2, 1-4); una vez ocurre esto, ella puede comprender todo lo que previamente había aceptado y vivido por la fe, la esperanza y el amor, y es que sin fe no hay pobreza evangélica que valga, no se entiende la sabiduría amorosa del pobre y no hay recompensa alguna porque no existe la esperanza.
Dándole vueltas al misterio de María, uno no sabe qué fue primero en ella, si la gracia de la disponibilidad o el don de la fe. Habrá que suponer que ambas cosas se dieron al unísono y que en ella fueron inseparables. Hablando de la fe, san Agustín dice que “consiste en creer lo que no vemos, y la recompensa es ver lo que creemos”. La Virgen María cree y ve, pero a nadie se le escapan los esfuerzos de fe que tuvo que hacer para al mismo tiempo amar al Hijo de sus entrañas y creer y adorar al Dios que Jesús también era. Algunos pasajes evangélicos lo ponen bien de manifiesto.
La fe, entonces, supone el vaciamiento de cualquier tipo de seguridades, de presupuestos, de proyectos y de querencias; supone la aceptación de una pobreza total de espíritu, de una disponibilidad absoluta para dejar hacer a Dios en nosotros.
Esa pobreza liberadora y a la vez enriquecedora comenzamos a verla en María en el momento en que dice “hágase en mí Su voluntad”. Una voluntad que, de no haber tenido Dios otros planes, habría obligado a María a renunciar a la virginidad ofrecida a Dios antes de la encarnación, una virginidad que le privaba de tener más hijos —siendo así que tener hijos se consideraba una bendición de Dios en su contexto histórico—, una virginidad, en fin, que obligará a José a vivir con María en absoluta castidad desde el momento en que también a él, el último de los Patriarcas y el más importante y decisivo de todos, se le reveló el embarazo virginal de su esposa.
Apenas dicho y dado su “sí” a Dios, María se pone en camino. Su disponibilidad primero y sobre todo al Altísimo le hace comprender enseguida que ella debe llevarle y anunciarle, que el Mesías que nacerá de ella es para darlo, en su visita a Isabel, María comienza a presentarse ya como “socialmente” pobre, porque reparte su alegría, ayuda a su anciana prima, comparte con ella las maravillas que Dios ha obrado en ambas. Son los pobres los que más comparten porque son los más agradecidos. María se quedó con Isabel tres meses [14] hasta que su ayuda ya no fue necesaria. Tres largos meses nació el Mesías, y es que los pobres nunca tienen prisa, algunos porque quizá ya no esperan nada, otros, como María, porque ya lo tienen todo.
Y es en su visita a Isabel cuando la Virgen, rebosante de alegría magnifica al Señor con su famoso canto “liberador”. A partir del Concilio Vaticano II (1962-1965), este canto ha hecho correr mucha tinta, pues es el texto que formaría parte sustancial en la elaboración de la llamada teología de la liberación, una teología para liberar a los pobres socialmente hablando.
La mariología posconciliar vería especialmente en el Magníficat la dimensión social de María, tanto en su papel de Madre del Señor como en su misión de reivindicar los derechos de los pobres. y no cabe duda de que era necesario reconocer “eclesialmente” esa faceta de María integrándola a otras ya reconocidas, aceptadas y exaltadas, y sin la cual su figura quedaba un tanto incompleta.
Curiosamente, aunque también con toda razón y conocimiento de causa, será la Iglesia periférica, la tercermundista, la más pobre, la que del conjunto cristiano de tiempos del Concilio habrá de descubrir ese ser y misión tan importante de la Virgen en la vida de la Iglesia. La teología centroeuropea, sin problemas de subsistencia y en torno a la cual giró el Concilio, no reparó tanto en la suerte de los pobres y en cambiar las situaciones que multiplicaban la pobreza, como sí lo hizo en otros temas como las relaciones ecuménicas, la liturgia, el diálogo con el polifacético y complejo mundo moderno y otras tareas [15]. Pero aquel aviso de los pobres no se lo llevó el viento. Poco después fue el gran papa Pablo VI (1963-1978) quien recogió el guante “olvidado” del Concilio y sorprendió a pobres y a ricos con su famosa encíclica Populorum progressio (26 de marzo de 1967), y fue el mismo Papa, el de la estupenda exhortación apostólica Marialis cultus, sobre el debido culto a la Virgen María (1974, 2 de feb) el que cuatro años antes había alzado una vez más su voz para decir de María: “acercándonos a ella, profetisa de la redención, escuchamos de sus labios angelicales el himno más valiente e innovador que se ha pronunciado jamás, el Magníficat; es Ella la que revela el designio transformador de la economía cristiana […]. Ella es la confianza de los pobres, de los humildes, de los que sufren” (Pablo VI, 1970) [16].
Pero sigamos acompañando a María en el camino de su pobreza en el espíritu, y reparemos de nuevo en su fe descomunal reconocida y alabada por otra agraciada especial como era Isabel. Al ver a María, Isabel, llena del espíritu Santo, exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí? […] dichosa tú que has creído [17] que se cumplirá la palabra del Señor” (Lc 1, 41-45), en las confesiones de Isabel hay admiración, alabanza, fe y acción de gracias a Dios por María y su disponibilidad, porque la Madre del Señor se ha puesto enseguida a disposición de una necesitada, intuyendo sin duda que si Dios se ha servido de Ella, su misión, previendo ya el ejemplo de su Hijo, será la de servir.
Quien sirve como la Virgen se hace necesaria y conscientemente pobre. María tiene largos tiempos de ensimismamiento, de energía pasiva, de alta y profunda contemplación, de pensar, rumiar, reflexionar tantas cosas como le ocurrían. Pero la Virgen nazarena no es una estatua, un icono inerte; ella no se paralizó, ni enmudeció ni se amilanó. Tomó la palabra y le preguntó al ángel cuando la Anunciación-encarnación, profetizó la justicia y la misericordia de Dios para con los pobres en el canto del Magníficat, empujó a su Hijo a que hiciera su primer milagro en las bodas de Caná para sacar de apuros a unos recién casados. ¡Qué delicadeza y qué detallazo! y seguirá a Jesucristo adonde quiera que vaya, hasta recoger su cuerpo inerte e inmóvil en su regazo materno y entre sus brazos, como en un nuevo Belén, ahora de sangre, de luto y de llanto, esta energía “activa” de nuestra Madre y Señora, piedad que reparte amor por doquier, le hace decir al Concilio que María “no fue instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres libremente, con fe y obediencia” (LG. 56), y cooperando sigue desde el principio.
Sin volver de nuevo sobre los hechos ya aludidos en torno a Belén (la visita de los pastores y la “más gratificante” de los Magos), ni a las intervenciones proféticas de Simeón y de Ana en Jerusalén, ni a la huido a Egipto, conviene pararnos en otros momentos y circunstancias recogidos —no por azar— en el Evangelio y que reflejan claramente la situación de pobre y hasta casi “marginada” que con tanta disponibilidad, humildad y fe asumió la Santísima Virgen.
Son los pasajes, a primera vista desconcertantes, que leemos en Lucas (Lc 2, 49-50; Marcos (Mc 3, 33 y Juan (Jn 2, 4); pasajes tenidos como “anti o poco marianos” por la mariología en la medida en que la Madre del Señor parece quedar un tanto mal parada [18].
A pesar de que sobre María no se ha dicho nada esencialmente nuevo que no esté contenido explícita o implícitamente en la Sagrada escritura o apoyado en la Tradición de la Iglesia y avalado y declarado por su Magisterio, como decíamos al comienzo de Maria nunquam satis, la contemplación del misterio de la Santísima Virgen sigue siendo prácticamente inagotable. Se estudia su vida por referencia a su Hijo, al que Ella está íntimamente unida, pero ello no significa que de Ella no se puedan decir las mismas cosas, eso fue lo que hizo el Concilio Vaticano II y la “nueva” mariología salida de él: renovar el lenguaje adaptándolo a la contemporaneidad y haciéndolo más inteligible y accesible a la capacidad y sensibilidad de nuestro mundo. esto se hizo teniendo en cuenta que el hombre actual parece cerrarse cada vez más a cualquier tipo de “parábolas” que no sean las técnicas, las exactas, las de resultados inmediatos y eficaces. Pero, volvamos a lo nuestro, a las pobrezas de María.
Cuando Jesús cumplió doce años acompañó a sus padres a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua [19], quizá no era esta la primera vez que lo hacía, pero aprovechemos el hecho para volver sobre los recursos económicos de la Sagrada Familia, añadiendo ahora el gasto extra del nuevo viajero, era un viaje largo, en caravana, que solía hacerse en varias etapas hasta cubrir la distancia entre Nazaret y Jerusalén, unos ciento cuarenta y un kilómetros por la ruta actual [20]; y no hay que olvidar que la estadía en Jerusalén se prolongaba por varios días; lo que implicaba buscar alojamiento, comer, disponer de algún dinero para ofrendas cultuales, imprevistos, gastos varios, etc.
En su relato, Lucas quiere hacer constar que a sus doce años Jesús, “convirtiéndose de golpe en hijo de la Ley, tuvo que someterse también a esta observancia” (Gasnier, 1980, p. 127) de celebrar la Pascua. Pero sobre todo, hay que tener en cuenta que a esa edad Jesús ya sabía quién era Él, dónde tenía que estar, de qué debía ocuparse y lo que habría de responder cuando sus padres —lógicamente más que preocupados— finalmente lo encontrarán en el templo. La escena ya la conocemos; lo que importa ahora es destacar el “trallazo” que debió suponerle a María la respuesta de su Hijo. Primero “¿Por qué me buscáis?” y para remate: “acaso no sabéis todavía que yo tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49) [21].
Perpleja y atónita por la salida de su Hijo, cabe preguntarse si a María se le pasó por la cabeza preguntarse: “¿y de las cosas de tu madre?”; “¿entonces yo, de quién soy madre?”, y caben más preguntas de parte de María desde el tabernáculo silencioso de su corazón, y de parte nuestra en voz alta. Por ejemplo, dada la absoluta normalidad en la que sin duda se desarrolló hasta ese momento la infancia y adolescencia de Jesús, ¿le habría dado pie esa normalidad a María para disminuir su comprensión y aceptación del misterio insondable que encerraba la persona de su Hijo? ¿Olvidó, acaso, aunque fuera solo por un instante que su maternidad seguía siendo el mayor don gratuito recibido de Dios, Padre de su Verbo eterno, con la mediación del espíritu Santo, y que ese don le había sido concedido a ella contando previamente con su humildad, disponibilidad, capacidad de servicio y gracias a una fe a toda prueba? ¡qué no se preguntaría María a partir de ahora! y ¿el bueno de José?, ni abrió la boca, como de costumbre; pero también él contemplaba la escena con temor y temblor meditándola en silencio [22].
Ya imaginan ustedes que el suceso en el templo, con su paralelismo temático y más crudo aún narrado por Marcos (Mc 3, 33), ha producido una literatura ingente como consecuencia de estudios exhaustivos y profundos. Pero a nosotros, intentando descubrir hasta dónde María se hace pobre, nos basta con verla humilde, callada, resignada, expectante siempre a la voluntad de Dios. Su Hijo, sin querer herirla, le recordó el oráculo de Simeón [23], y que aquella espada se le iría clavando en su corazón de madre a modo de pequeñas puñaladas; la del templo fue una de ellas.
En esa escena María, probablemente, también tembló al ver a su Hijo hecho ya un hombrecito y como con ganas de tomar su propio vuelo. ¡Lo que faltaba, perderle desde ya para siempre! ¿qué madre no tiene los mismos sentimientos? Pero María se repuso y se tranquilizó. Por fortuna para ella la “hora” de su Hijo tardará todavía en llegar. “Y se volvió con ellos a Nazaret y les estaba sujeto” (Lc 2, 51).
Se dice con razón que nadie conoce mejor a los hijos que sus propias madres, y es que
durante los meses de gestación el niño se forma física y psicológicamente en simbiosis con la madre. el feto no solo es alimentado físicamente por ella; también es el que polariza sus pensamientos, afectos y empeños. Así la madre modela misteriosamente la personalidad del hijo que nacerá. La verdad de la Encarnación postula estas funciones de María en la gestación de su Hijo (Espeja, 1990, p. 39).
Según esto, y después de muchos años de un trato dialogal e íntimo, amoroso, humano y espiritual entre Madre e Hijo, María conoció muy bien a Jesús. ¿Tanto como para pedirle que hiciera milagros, que el amor mutuo se hiciera público y eficaz a favor de los otros? ¿Había visto la Virgen hacer milagros a su Hijo antes de las bodas de Caná? No lo sabemos, pero ¿acaso no era Él para ella un milagro continuo?; lo cierto es que María estuvo segura de que podía hacerlos, de lo contrario no lo habría empujado a ello; y supo, además, que la “hora” de Jesús había comenzado; por lo tanto, solo quedaba empezar a demostrarlo.
Conocemos de sobra lo que sucedió en aquella ocasión. La mirada siempre atenta de María reparó que el vino se había acabado justo en la mejor parte de la fiesta. ¡Qué apuros, qué angustia, una fiesta sin vino! ¡“Tenemos que hacer algo! Oye, mira, fíjate, que se han quedado sin vino”, le susurra a Jesús. El Hijo, que también conoció muy bien a su Madre, esta vez parece como si no quisiera dañar su maternal sensibilidad como cuando el suceso del templo e intentó despreocuparla diciéndole “y ¿qué nos va a ti y a mí? somos invitados; además, todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 3-5) [24]. Pero ella, con la certeza de la fe que mueve montañas, se dirigió a los servidores y les dijo lo que desde entonces no deja de repetirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Pillado entre la espada y la pared, Jesús no tuvo más remedio que adelantar su hora y demostrar que era un excelente y generoso “vinatero”, pues se sirvieron varios litros de vino de excelente calidad [25].
Pero esta vez el éxito de María también pasó por la prueba. No hay milagro sin fe. Cierto que no sintió la puñalada como cuando el suceso en el templo, pero de seguro que experimentó algo así como la punzada penetrante de una fina aguja. En la respuesta de Jesús, algo desdeñosa y dejando en suspenso lo que iba a hacer, María debió sentirse de nuevo algo pobre ante ese pronto de Jesús. Pero como el favor y la ayuda no eran para Ella, el Hijo no consintió que su Madre le insistiera y accedió con gusto a sus deseos. ¿Acaso no accedió a los ruegos de la cananea a pesar de advertirle que no había venido sino a las ovejas de Israel? [26]. Y, ¿se atrevería Él a poner a su Madre al mismo nivel que al de una mujer anónima?
Otro de los tragos fuertes que pasó María fue el que recoge el evangelista Marcos cuando Jesús responde y “¿quién es mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33).
Bien sabemos que al igual que ocurre con otros pasajes evangélicos, tampoco a este podemos sacarle de su contexto ni ignorar sus paralelos sinópticos para comprender su mensaje final [27]; la exégesis más exigente hace tiempo que se hizo y aún no se ha cesado de hacerlo [28]. De cualquier forma, en ese estudio no vemos que haya una intención, como es nuestro caso ahora, de intentar saber, o al menos intuir, los sentimientos de la Virgen madre ante aquella respuesta de su Hijo, quien ya famoso “estaba rodeado de una multitud, que impedía acercarse a Él” (Mc 3, 20-21). Pareciera que Jesús no quiso dar importancia a la presencia de su Madre, a la cual ni siquiera saluda directamente. A este respecto Jean Guitton comenta:
Ces dures paroles comportent un profonde enseignement. Certes ni Luc ni Jean, qui rapportent (en les adoucissant, il est vrai) ces réprimandes du Christ, n´avaient l´idée que Jésus ait été un fils infidèle et severe. Mais ils devaient voir, dans ces épisodes où la mère de Jésus était place au rang commun, l´expression du message nouveau selon lequel désormais la chair ne sert de rien. La maternité selon la chair n´est rien, si elle ne s´accompagne pas de la maternité selon l´esprit. Le Christ appartenait à ce royaume d´Ésprit, hors de toute parenté charnelle (1957, pp. 58-59) [29].
Pero también es sabido y universalmente aceptado que Jesús está pensando implícitamente, antes que en nadie, en su Madre cuando a continuación corrobora: “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 34-35); “gracias Padre porque has revelado estas cosas […] a los sencillos” (Lc 10, 21); “dichosa más bien quien cumple la voluntad de mi Padre” (11, 27) [30]. Porque de esa primacía en la fe y del acatamiento a la voluntad de Dios no hay la más mínima sospecha de que María es la primera y gran discípula de su Hijo, desde la Anunciación hasta Pentecostés, pasando por el Gólgota. La Iglesia lo ha defendido siempre porque así lo vio desde sus comienzos. El Concilio Vaticano II hizo eco de ello al decir que a lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el Reino de Dios por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan las palabras de Dios como Ella lo hizo fielmente (LG, 58) [31].
Comentando a Mateo 1(MT 2, 50), Pablo VI volvió a tratar el mismo tema cuando dice: “puesto que habiendo ella cumplido siempre la voluntad de Dios, mereció la primera el elogio que Jesús dirigió a sus discípulos” (Pablo VI, 1967, segunda parte, n. 1) [32].
Desde el punto de vista que ahora tratamos, no cabe duda de que esas “pullas” que Jesús dirige a su Madre en el templo, en las bodas de Caná y en el último episodio reseñado, son como avisos de recordación y preparación a la gran espada que muy pronto atravesará su alma y su corazón, según había profetizado Simeón. ¿Se habría olvidado María de ello? Desde luego que no, pero ¿sabía de antemano la cruda y dramática realidad que le esperaba? ¿el despojamiento total de su Hijo en la cruz en aquel Viernes santo irrepetible?, casi seguro que tampoco, aunque el menor sufrimiento de un hijo sea siempre un dolor grande para la madre. Sus “extrañezas”, dolores y angustias a causa de algunos gestos y palabras de Jesús no son más que fruto del misterioso drama interno que María experimenta en su doble realidad de Madre de su Hijo, quien al mismo tiempo es su Dios.
Y vengamos ya al paroxismo de la hora de ambos, sin olvidar la diferencia entre la del Hijo Redentor que muere por amor y la de la primera redimida, su Madre, que se muere de amor.
Los evangelistas sinópticos no singularizan a la Virgen María cuando se refieren al grupo de mujeres que desde más cerca o más lejos acompañan a Jesús durante su vía crucis hasta el Calvario [33]. Habrá que esperar al testimonio del testigo fiel [34], al discípulo a quien Jesús más quería y desde ahora el gran confidente de María, para verla junto a la cruz sorbiendo también Ella hasta las heces del cáliz de su Hijo.
Si cualquiera es capaz de conmocionarse por el dolor de una madre ante su hijo enfermo o muerto, podemos imaginar aquella estampa tantas veces repetida por los mejores pintores, escultores y músicos, donde aparece María contemplando a su Hijo en la cruz. Cuando ya apenas le quedaba voz, viendo que su Madre estaba junto a Él —¡¿cómo no iba a estar?!— y que a su lado estaba el discípulo amado, dijo las palabras que todos conocemos. “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y al discípulo “he ahí a tu madre” (Jn 19, 26-27), y así se realizó plenamente la cruenta profecía de Simeón [35].
Muerto y sepultado Jesús, ¿quién más pobre que María? ¿Hasta dónde no llegaría su fe en aquellos interminables tres días? y al mismo tiempo, ¿quién más fuerte y más necesaria ahora para aquel grupo de hombres, sillares angulares de la Iglesia que estaba a punto de echar a andar? Ante el dolor del Hijo muerto y la nueva maternidad espiritual que se le viene encima, María tal vez musitó para sus adentros algo más hermoso incluso que esa estrofa tan preciosa del Salmo 93: “Cuando me parece que voy a desfallecer, tu misericordia, Señor, me sostiene; cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos, Dios mío, son mi delicia”. Fe, obediencia, disponibilidad, amor hasta el final; lo sigue dando todo: he ahí su pobreza.
El “Ahí tienes a tu hijo” fue un gesto en que Jesús entregó su madre al discípulo que más quería —no a ningún otro—, lo cual significó que María se convirtió en la continuadora de su mensaje a partir de su maternidad espiritual de la nueva familia nacida de la redención de Cristo en la cruz: la Iglesia, la nueva Casa y la nueva Familia, la cual Dios quiere que también tenga Madre.
José Barrado Barquilla, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Cfr., por ejemplo los Himnos cristológicos paulinos.
2 Cfr., por ejemplo, 1 P. 2: 21b-24; Hch 8, 33-34; citando a Is 53, 7-8; Flp 2, 6-8; Mt 20, 28.
3 Cfr., Hch 1, 14.
4 Cfr., Jn 19, 25. Para el tema de la moderna exégesis católica, cfr. Montagnes (2010, p. 597).
5 Cfr. Lc 1, 56.
6 Cfr. Mt 1, 20.
7 Cfr. Lc 2, 1.
8 Cfr. Lc 2, 7.
9 Cfr. Lc 2, 11-12.
10 Cfr., por ejemplo, el relato de las bodas de Caná y el detalle que tiene Juan (2,1-2) cuando cuenta que allí estaba María. “[F]ue invitado a la boda, también Jesús con sus discípulos”, como queriendo resaltar con el “también” que la invitación había sido a ella y a través suyo a Jesús. Cfr., Lagrange (1999, p. 82). También podemos apreciar la amistad con Lázaro y sus hermanas, y tantas otras relaciones de Jesús iniciadas en Nazaret a la sombra y buena fama de María y José.
11 Cfr. Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-23.
12 Cfr. Lc 1, 48.
13 Cfr. Lc 2, 19.
14 Cfr., Lc 1, 56.
15 Cfr., espeja (1990, p. 27).
16 el resaltado es del autor. Cfr., Pablo VI (1998, p. 518).
17 el resaltado es del autor.
18 Cfr. espeja (1990, p. 21).
19 Cfr. Lc 2, 48.
20 Cfr. Lagrange (1999, p. 51).
21 el resaltado es del autor.
22 “y no tenemos que lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio […]. Se reconoce tan repleto de dones que solo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias” (Gasnier, 1980, pp. 197-198).
23 Cfr., Lc 2, 35.
24 el resaltado es del autor.
25 Cfr. Jn 2, 6-10. Si eran seis tinajas iguales y la medida o metreta equivalía a unos cuarenta litros, sáquese la suma.
26 Cfr. Mt 15,24.
27 entre otros, Lc 8, 1-3. 15; 11, 28; Mt 13, 44-48.
28 Cfr. Lagrange (1999, pp. 150-152).
29 estas duras palabras tienen una enseñanza profunda. Ciertamente, ni Lucas ni Juan, quienes hacen (matizando, que es cierto), estos reproches de Cristo, no tenían la idea de que Jesús era un hijo ingrato y duro. Ellos deberían ver en estos episodios, en los que la madre de Jesús estaba en un rango común, la expresión del nuevo mensaje según el cual en adelante la carne no sirve para nada. La maternidad según la carne no es nada si no va acompañada de la maternidad según el espíritu. Cristo pertenecía a este reino del espíritu, sin ningún tipo de relación carnal (traducción del autor).
30 Cfr., Fuentes Mendiola (1989, p. 177).
31 el resaltado es del autor.
32 el resaltado es del autor.
33 Cfr. Mt 27, 56; Mc 15, 40-41; Lc 23, 27.
34 No olvidemos que “este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21, 24).
35 Cfr. Lc 2,
Manuel Martínez-Sellés
Creo que es muy importante el aclarar conceptos, porque cada vez con más frecuencia veo que se confunden distintos conceptos y a veces esto se hace de forma no intencionada y creo, lamentablemente, también con frecuencia se hace de forma malintencionada.
Un primer concepto, que creo que es muy importante conocer, es el concepto de la calidad de vida. Es un concepto que no es sencillo, es un concepto subjetivo, y esto lo aprendí, directamente, con una paciente.
Nosotros hicimos un estudio —como ha dicho el profesor Chivato, he dedicado muchas de mis investigaciones a cardiología geriátrica, a ver el corazón de los ancianos—, hicimos un estudio que llamamos “4c”, de caracterización científica del corazón del centenario, en el cual a los centenarios por toda España, más de 120 centenarios, les hacíamos todo tipo de estudios, cardiacos, pero también a todos los niveles analíticos y también de calidad de vida. El estudio de calidad de vida era muy sencillo: les pedíamos a los centenarios que se atribuyeran un número a su calidad de vida, siendo 1 el peor y 10 la mejor situación.
Entonces, yo me acuerdo de que vino una paciente a mi consulta, lógicamente centenaria, muy caquéctica, muy demacrada, que entró en sillita de ruedas, y, después de hacerle las distintas exploraciones, yo le hice la prueba de calidad de vida, el test sencillo que hacíamos, y le pregunté qué calidad de vida se atribuía ella, y ella me dijo un 8; y a mí me llamó la atención que se diese un 8.
Entonces, teniendo el temor de que me hubiese entendido mal, le dije: “Bueno, 1 sería lo peor y 10 lo mejor”. Ella me dijo: “Sí, sí, yo me doy un 8 porque yo estoy muy contenta con mis nietos, con mis bisnietos”. La verdad es que era una señora que estaba cognitivamente perfecta, pese a su edad, y esto me hizo reflexionar hasta qué punto solo cada uno de nosotros sabemos la calidad de vida que tenemos. Tampoco es sencillo, cuando tenemos un enfermo delante, saber la calidad de vida que tiene.
Traía aquí cuatro ejemplos de cuatro películas: las que pueden ver a la izquierda son películas pro-eutanasia, y las que ven a la derecha son películas que defienden la vida. Es muy importante que seamos conscientes que la situación clínica de los enfermos es similar o, si acaso —de hecho, así es—, es peor en las películas de la derecha, que defienden la vida, que en las películas de la izquierda. Es decir, desde el punto de vista clínico, tienen una situación más avanzada los pacientes de la derecha.
Las cuatro están inspiradas en situaciones reales y es interesante ver cómo, ante una misma situación, puede haber pacientes que lo vivan de una forma y otros pacientes, que tienen esa misma situación, que lo viven de una forma totalmente distinta.
Entonces, yo pensaba: “Bueno, ¿cuál sería la situación clínica más extrema?”. No sé si es la más extrema, pero, seguramente, una de las más extremas, es lo que llaman los anglosajones locked-in syndrome, que en castellano se suele traducir por el ‘síndrome del enclaustramiento’ o el ‘síndrome del cautiverio’. Son pacientes que no tienen movimientos voluntarios cuando es completo; es muy raro el completo, el parcial es más frecuente.
Hay un personaje de un libro de Julio Verne que tiene este síndrome y solo consigue mover un dedo, y moviendo el dedo es capaz de comunicarse. Y en una de las películas que he puesto en la diapositiva anterior, hay un periodista francés, que es Jean-Dominique Bauby, que tiene un infarto cerebral y solo consigue mover, voluntariamente, un párpado, y moviendo un párpado logra comunicarse. De hecho, dicta moviendo ese párpado el libro que es La escafandra y la mariposa, que es un libro muy recomendable, y en el libro se basa la película. Básicamente, lo que viene a decir es que su cuerpo es como una escafandra, pero que, con su imaginación, es la mariposa y él es feliz.
Pero hay pacientes que tienen situaciones aún más extremas, y los pacientes que tienen el síndrome del cautiverio completo no tienen ningún movimiento voluntario. Hasta hace tres años, nunca nadie había logrado comunicarse con estos pacientes, lógicamente porque no tienen movimientos voluntarios, y hace tres años, unos investigadores, con técnicas de neurofisiología, consiguieron comunicarse con ellos, porque resulta que cuando pensamos que “sí”, los cambios eléctricos que se producen en el cerebro son distintos que los cambios que se producen cuando pensamos “no”.
Entonces, básicamente, lo que hacían era que a los pacientes les hacían preguntas y ellos pensaban “sí” o “no”, y de esta forma conseguían contestar a las preguntas. Es gracioso que uno de ellos no quería que su hija se casase con el novio, se lo preguntan 20 veces y las 20 veces piensa “no” y, aun así, la hija se casó con el novio. Esto por decir que fueron capaces, de verdad, de comunicarse con estos pacientes de forma clara.
A mí lo que más me llama la atención del artículo —el artículo es un artículo complejo, porque habla de todos estos procedimientos neurofisiológicos— es que, de los cuatro pacientes, cuando les preguntan cómo ven ellos su situación, los cuatro contestaron que se veían felices, pese a estar en esta situación clínica tan extrema. Lo digo para que no prejuzguemos situaciones que a veces vemos. Los que somos médicos es verdad que vemos pacientes con situaciones muy avanzadas, pero que no prejuzguemos la situación que tienen.
De hecho, si nos vamos a la definición de la Organización Mundial de la Salud de lo que es la calidad de vida, esa definición refleja esto, que es un concepto muy subjetivo, que habla de felicidad, de bienestar, de satisfacción, de sensación positiva. Claro, la definición de la Organización Mundial de la Salud nos dice que es “la percepción que tenemos de nuestro lugar en la existencia”, y es que esto es muy subjetivo. Además, claro, entraba ahí el contexto que tengamos no solo de la situación de salud, sino también de nuestra cultura, de nuestros valores, qué objetivos tenemos, qué expectativas tenemos. Entonces, es importante que solo uno puede decir la calidad de vida que tiene, es un concepto muy amplio y muy subjetivo.
¿Qué es lo que sucede? Que cada vez con más frecuencia se está usando de forma distorsionada, como si hubiese un umbral a partir del cual una situación no tuviese suficiente calidad como para que esa persona estuviese en condiciones de seguir viviendo.
No solo eso, a mí lo que me parece más grave es que se confunde la calidad de vida con la dignidad. Son dos conceptos que son distintos.
La dignidad humana es intrínseca a toda persona. Todos nosotros, simplemente por el hecho de ser seres humanos, tenemos una dignidad máxima que nadie nos puede quitar, y, de hecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos se basa en eso: se basa en que todos tenemos la misma dignidad y, por muy discapacitado que sea un paciente o por muy avanzada que sea una enfermedad, esa persona siempre tendrá una dignidad máxima.
Olvidarse de este principio por visiones dramáticas de situaciones de minusvalías profundas, etcétera, nos hace ir hacia una situación peligrosa, en que alguien pudiese poner un control para ver hasta qué punto la situación de un determinado paciente seguiría siendo digna o no.
Por lo tanto, todos tenemos esta dignidad máxima, pero sí es cierto que enfermos con situaciones avanzadas pueden no percibir esta dignidad, aunque todos la tenemos.
Pero también a mí me parece interesante que los estudios lo que han mostrado es que la dignidad que percibe el enfermo depende poco de su situación clínica tendería a pensar, bueno, pacientes que tengan situaciones muy avanzadas a lo mejor perciben menos esa dignidad, que —insisto— todos tenemos. Pues no, lo que se ha visto es que, ante situaciones clínicas similares, hay pacientes que sí perciben su dignidad y pacientes que no la perciben.
¿De qué depende? Depende mucho del entorno: depende de los médicos, de las enfermeras que están con estos pacientes. La situación que él nota, pues que los médicos y las enfermeras lo están cuidando, que la familia va a verle, que hay una preocupación, que hay un diálogo, que son todos compasivos... pues ese paciente se va a percibir como digno.
Mientras que si un paciente lo que nota es que el sistema sanitario le abandona, que la familia no va a visitarle, ese paciente, aunque tiene una dignidad máxima como todos tenemos, no la va a percibir, y esto es importante porque es una llamada de atención que todos tenemos que tener hacia los pacientes, sobre todo a aquellos pacientes que tienen situaciones avanzadas.
Y ya entrando de lleno en el tema de la eutanasia; como decía antes, hay mucha confusión terminológica, no solo entre la opinión pública, entre nuestros dirigentes, pero es que también entre los profesionales, y esto a mí me parece particularmente grave. Por lo tanto, necesitamos formación y necesitamos calificar conceptos.
Aquí tenemos el hándicap que ya la palabra eutanasia etimológicamente significa algo que es muy distinto al significado real, porque eutanasia significaría etimológicamente ‘buena muerte’.
Todas las definiciones que voy a dar son de la Organización Mundial de la Salud no porque defienda a la Organización Mundial de la Salud, pero sí porque creo que son definiciones universalmente aceptadas.
Entonces, uno se va a la definición de la Organización Mundial de la Salud y lo que nos dice es que “la eutanasia es la acción del médico que provoca, deliberadamente, la muerte del paciente”. Es decir, tenemos un paciente que está sufriendo y el médico, para evitar este sufrimiento, mata al paciente. Sería algo así como el homicidio por compasión. Esto es lo que significa la eutanasia. Por lo tanto, tiene que existir la muerte como objetivo buscado. Esto es muy importante porque luego, cuando tengamos dudas de si una acción es eutanásica o no, si el objetivo buscado ha sido la muerte o no. Si el objetivo buscado es la muerte, ha sido eutanasia.
Esto se puede hacer de una forma activa, la eutanasia por acción, que sería inyectar un veneno del paciente, pero también se puede hacer por omisión, es decir, si yo a un paciente le niego asistencia o la nutrición o la hidratación, y lo hago con el objetivo de matarle, eso también va a ser eutanasia. Por eso digo que es muy importante saber cuál es la intención. Si la intención es quitar la vida, eso es eutanasia.
Por lo tanto, tiene que haber una acción o, como he dicho antes, también puede ser una omisión que, efectivamente, cause o acelere la muerte. Si lo que yo hago no tiene la traducción de que el paciente se muera, eso nunca va a ser eutanasia.
El sujeto sobre el que yo practico la eutanasia tiene que estar sufriendo; más que nada porque, si no, sería un asesinato —la eutanasia se supone que es porque quiere evitar el sufrimiento—, y tengo que tener esta doble intención: por un lado, causar o acelerar la muerte y, por otro lado, aliviar un sufrimiento se entiende —aunque, como luego veremos, no siempre es así— que importante.
Aquí estaría también el concepto del suicidio médicamente asistido, que, aunque éticamente y moralmente hay pocas diferencias, si es verdad que algunos países o algunos Estados han legalizado el suicidio médicamente asistido y no han legalizado la eutanasia. La principal diferencia es que en el suicidio médicamente asistido el médico no mata al paciente. El médico hace una receta de un veneno, el paciente va a la farmacia, compra ese veneno, va a su casa, se toma el veneno y se suicida.
Es importante también que en el suicidio médicamente asistido, además de los médicos, de las enfermeras, que están implicados en la eutanasia, están implicados también los farmacéuticos. El médico no provocaría directamente la muerte del paciente, sino que, simplemente, facilitaría los medios al suicidio.
¿Qué situación tenemos actualmente? ¿Cuál es nuestra situación en este momento? La verdad es que la eutanasia hoy en día está despenalizada en muy poquitos países. En Europa, solo Benelux, y, en el resto del mundo, Canadá y Colombia. Es decir, es una situación muy excepcional. Incluso si consideramos también el suicidio médicamente asistido, en Europa solo se sumarían Suiza y Alemania, y en el resto del mundo, poquitos países: Japón, algunos estados de Estados Unidos y uno de Australia. Es decir, incluso si consideramos ambas prácticas, menos del 3 % de la población vive en países donde se permitan estas prácticas de matar o facilitar la muerte de pacientes con enfermedades avanzadas.
Yo creo que esto nos da una idea de la perspectiva que tenemos que tener, porque, claro, últimamente, cuando uno lee la prensa, parece que somos la excepción de que no tenemos la eutanasia en España y es todo lo contrario. Lo que es raro es que uno viva en un país donde esté permitida la eutanasia. Por ejemplo, como he dicho antes, de los 27 países de la Unión Europea, solo se permite en el Benelux: en Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Además, también otra información que cada vez se dice con más frecuencia, otra asociación que yo cada vez veo con más frecuencia es de la eutanasia con las políticas progresistas o de izquierdas. Es otra gran mentira.
Es decir, hace un par de años en Portugal intentaron legalizar una ley de la eutanasia muy similar a la que ahora se está intentando legalizar en España —y que siguen también intentando en Portugal—, y el Partido Comunista portugués votó en contra de la legalización de la eutanasia. Es muy interesante leer las declaraciones que hicieron defendiendo o explicando el motivo por el cual votaban en contra de la eutanasia, porque, claro, la izquierda, en teoría, lo que tenía que hacer es defender a los más débiles, defender a aquellos que tienen una situación socioeconómica más delicada, y, como luego veremos, la eutanasia es particularmente peligrosa para esas personas, y por eso una gran mentira esa asociación que se ha intentado hacer de eutanasia con políticas progresistas. La eutanasia es todo menos de progreso.
No solo eso, sino que en los países en los que se ha legalizado la eutanasia, de forma prácticamente unánime, se ha podido ver lo que se llama la pendiente resbaladiza y, sobre todo, en los países que llevan más tiempo con la legalización, porque, claro, en Holanda se legalizó la eutanasia hace 18 años.
Es decir, en este primer tiempo se ha podido ir viendo cómo todas las medidas, en teoría, restrictivas y protectoras, que evitaban hacer eutanasias en aquellos pacientes que no lo hubiesen solicitado de una forma clara... es decir, cuando se legalizó la eutanasia en Holanda, el paciente tenía que tener un sufrimiento que no se pudiese controlar con las distintas técnicas médicas —que luego veremos que es una situación que es excepcional o que, incluso, podemos decir que hoy en día ya no existe—, pero es que, además, tenían que solicitarlo de forma clara, había que dejar un tiempo para que el paciente tuviese un tiempo de reflexión, tenía que venir un equipo médico distinto al equipo médico que llevaba a ese paciente a comprobar esta solicitud y a comprobar la situación cognitiva del paciente que, de verdad, permitiese solicitar eso.
¿Qué es lo que se ha visto? Que todas estas premisas se han ido cayendo y, hoy en día, en Holanda y en otros países, se ha comprobado que, una vez se legaliza la eutanasia, es incontrolable, y, actualmente, en Holanda se está realizando la eutanasia de ancianos con demencia, de niños con discapacidad, de pacientes que ya, incluso, por su propia situación clínica, no tienen la capacidad de solicitar la eutanasia. Esto es lo que se llama la pendiente resbaladiza que se ha comprobado de forma clara.
Una situación extrema de esta pendiente resbaladiza es el hecho de que ya hay varios autores que han defendido —y traigo aquí en la diapositiva dos publicaciones, una del 2013 y otra del 2016— lo que llaman el aborto postnatal. El aborto postnatal sería que nace un niño sano, pero a los padres socialmente o económicamente no les viene bien tener un hijo en ese momento, y estos autores defienden que se pueda matar a esos niños recién nacidos sanos.
Yo, cuando leí el primer artículo del año 2013, la verdad es que pensé que los autores lo escribían para provocar, es decir: el aborto no tiene ningún sentido, que se permita matar a los niños mientras están en el vientre materno, entonces, para poner una situación similar sería un niño recién nacido, ¿por qué se permite matarlo cuando está en el vientre materno y no se permite matarlo cuando acaba de nacer? Pero no, porque estos autores recibieron muchas cartas en relación con este artículo y ellos, de verdad, se reafirmaban en que no, que es que ellos defendían que se debía permitir matar a estos niños recién nacidos.
En el 2016, el otro artículo que traigo aquí básicamente es otro autor que defiende, nuevamente, el infanticidio de los recién nacidos sanos y también, además, dice que los argumentos que presentamos aquellos que defendemos la vida diciendo que eso es inaceptable, dice que a él no le convencen.
Nos da una idea de hasta dónde se puede llegar en esta pendiente resbaladiza por debajo, por así decirlo, al inicio de la vida, pero, actualmente, hay una propuesta de ley en Holanda, que están intentando sacar adelante, que es que cualquier individuo holandés con más de 70 años vaya a la farmacia con su DNI —yo tengo más de 70 años— y simplemente con eso, le den un kit de suicidio para que pueda suicidarse en su casa.
Nos da una idea de hasta qué punto podemos llegar a estas situaciones peligrosas de pendiente resbaladiza si se llega a aprobar la ley de la eutanasia. Es cierto que algunos, pese a estas evidencias tan claras, siguen defendiendo que no hay pendientes resbaladizas.
Además, la eutanasia tiene unas implicaciones económicas claras. Como se ha dicho en la presentación del Congreso, tenemos, actualmente, un verdadero suicidio demográfico en Europa, en general, y en España, de forma muy particular. Se calcula, de hecho, que en 20 años, si lo permite la pandemia, vamos a ser el país más envejecido del mundo. Tenemos cada vez más ancianos, muchos de ellos que, además de cobrar sus pensiones, también necesitan cuidados médicos, con lo cual suponen un gasto importante, y, por otro lado, tenemos cada vez menos niños y menos personas jóvenes trabajando, con lo cual el sistema es insostenible.
Básicamente, a uno se le ocurren dos soluciones: uno sería apostar por políticas que favorezcan la natalidad, que yo, que tengo 8 hijos, puedo decir que, claramente, no es la situación que tenemos en este momento; y la otra solución que se está buscando, no digo que los defensores de la eutanasia defiendan la eutanasia únicamente por motivos económicos, pero es evidente que el aprobar la eutanasia tiene unas repercusiones económicas grandes.
No solo eso, actualmente ya hay empresas en España que, de forma ilegal, están facilitando el suicidio de algunas personas, cobrando unas medias en torno a 10.000 euros por cada vez que facilitan este suicidio. Entonces, hay algunos estudios de mercado que nos hablan de en torno a 116 millones de euros de mercado que habría para estas empresas que facilitan el suicidio de los pacientes.
¿Cuál es el marco legal que tenemos actualmente? Es probable que esto vaya también en poco tiempo. Todavía tenemos algunos la esperanza de que así no sea, pero es verdad que cada vez es más pequeña también esta esperanza. Nosotros tenemos la suerte de tener una Constitución en España que reconoce el derecho a la vida de todos y, además, nuestro Tribunal Constitucional ha negado que exista un derecho a morir. Tenemos también la suerte de tener un Código Penal que protege la vida humana. Aquí es verdad que tenemos la lamentable excepción del aborto, pero, en todas las demás situaciones, si alguien mata a una persona, va a la cárcel.
Por lo tanto, hoy por hoy todavía no tenemos ninguna regulación de la eutanasia, y, por lo tanto, en una situación de eutanasia la ley condenaría a las personas que lo practiquen por homicidio. Es cierto que hay un artículo, que es el 4, 143, que tipifica la inducción al suicidio y aquí como que la pena, cuando hay un sufrimiento del paciente que ha solicitado una ayuda al suicidio, es menor y es un poco la puerta de entrada que se está utilizando para permitir legalizar la eutanasia.
De hecho, sabemos que ya en febrero el Congreso aprobó regular por ley la eutanasia, y estamos actualmente en plena pandemia, que parece particularmente cruel que, mientras los sanitarios estamos luchando para salvar vidas humanas en nuestro día a día, que, aprovechando esta pandemia, en la cual además no nos podemos manifestar, etcétera, se esté tramitando este proyecto de ley.
Esto yo lo he visto alguna vez en pacientes míos con enfermedades avanzadas que querían tomar decisiones importantes, la más habitual el testamento: tenemos un paciente que está al final de la vida, quiere modificar su testamento o quiere hacer un testamento, y nuestra normativa legal muchas veces no lo permite si el paciente no está en una situación cognitiva demostrablemente capaz. De hecho, tiene que venir un notario a certificar que el paciente sí tiene, en esa situación, la potestad para decidir sobre su testamento.
Entonces, es curioso que esta ley de la eutanasia va a permitir a pacientes con enfermedades avanzadas, muchos de ellos hasta el 90 %, con una depresión patológica, muchos de ellos que ya no tienen capacidades cognitivas, decidir sobre su propia vida, cuando la ley no permite que hagan otro tipo de actos legales o jurídicos.
La eutanasia es contraria a muchas normas internacionales. Pongo ahí algunas de las instituciones que, de forma clara, se han pronunciado contra la eutanasia, pero sí quiero destacar la Asociación Médica Mundial. La Asociación Médica Mundial, en su última declaración de hace un año, tiene una declaración muy clara, muy contundente, diciendo que la Asociación Médica Mundial se declara en contra tanto de la eutanasia como del suicidio médicamente asistido. Esto, por otro lado, es lo esperable, ya que la eutanasia, como luego veremos, destruye la relación de confianza que hay entre el médico y el paciente.
¿Cuál es la alternativa ante esta situación, que tenemos pacientes que tengan enfermedades avanzadas, que estén sufriendo? Los cuidados paliativos. Nuevamente, traigo aquí la definición de la Organización Mundial de la Salud de qué son los cuidados paliativos: “Es un planteamiento que mejora la calidad de vida de estos pacientes con enfermedades avanzadas y que, además, hay que iniciar de forma precoz”. Son cuidados paliativos, son cuidados que deberíamos iniciar los últimos meses de vida de los pacientes, no deben ser cuidados moribundos. “Son cuidados que tienen como objetivo prevenir y aliviar el sufrimiento que tienen estos pacientes”, ojo, el sufrimiento: no solo el sufrimiento físico que puede ser el dolor, la falta de aire, las náuseas, los vómitos, también el sufrimiento a otros niveles: psicosocial, espiritual.
Esto es la definición de la Organización Mundial de la Salud. Por eso, parecen, particularmente, inadecuados intentos que ha habido, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, de retirar los pacientes o los capellanes de los hospitales.
Por lo tanto, si nosotros tenemos unos adecuados cuidados paliativos, lo que vamos a conseguir es que los pacientes con enfermedades avanzadas tengan mejor calidad de vida.
¿Qué es lo que sucede? Que el último Atlas Europeo de Cuidados Paliativos muestra que la situación en España es muy deficitaria. Tenemos unos cuidados paliativos que están infra-desarrollados: lo que se recomienda son dos servicios de cuidados paliativos por cada 100.000 habitantes; en España no llegamos ni a la mitad, tenemos 0,6.
¿Qué significa esto? Que tenemos muchos pacientes con enfermedades avanzadas que no están recibiendo los cuidados paliativos adecuados, es decir, están sufriendo. Entonces, a cualquiera se le ocurre, ante esta situación, lo que urge es promover los cuidados paliativos. Pues no, también me parece especialmente cruel que, teniendo una situación con pacientes sufriendo, que la única alternativa que se les vaya a dar es matarlos. Es decir, en vez de promover los cuidados paliativos, que es lo que necesitamos —y ahí sí hay una demanda social clara—, pues lo que vamos a hacer es legalizar la eutanasia.
No solo eso, no solo este dato que muestra hasta qué punto estamos mal en cuidados paliativos, sino que somos de los poquitos países de Europa, si quitamos los que tienen la eutanasia legalizada, que sería, como hemos dicho antes, el Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), hay en muy poquitos países en Europa donde no existe una especialidad oficial de cuidados paliativos, y nosotros somos uno de ellos. Es decir, cuando uno hace la carrera de Medicina, después de seis años de carrera, hace el examen MIR y ahí puede elegir una especialidad. Yo, como se ha dicho, elegí cardiología. No podría elegir cuidados paliativos, porque no tenemos esa especialidad oficial.
Además, es importante conocer que en aquellas situaciones extremas en las que no conseguimos controlar los síntomas de los pacientes con enfermedades avanzadas, siempre tendremos una alternativa a la eutanasia, que es la sedación paliativa.
¿Qué es la sedación paliativa? Yo ya no tengo manera de controlar los síntomas que tiene el paciente, lo que voy a hacer va a ser usar sedantes, usar analgésicos, aun a riesgo de que ese paciente pierda el conocimiento. Ahora bien, lo hago a las dosis mínimas para conseguir controlar los síntomas y, cuando ya los controlo, no sigo aumentando la dosis con el objetivo de matar al paciente. Por tanto, la sedación paliativa no tiene nada que ver con la eutanasia. En la eutanasia el objetivo es matar al paciente, en la sedación paliativa el objetivo es controlar los síntomas. Por lo tanto, en un lado, tendríamos la eutanasia, y en el otro, tendríamos aliviar el sufrimiento con sedación paliativa.
Mi experiencia es que, cuando los médicos hacemos sedación paliativa, no solo la situación clínica del paciente no suele empeorar, sino que muchas veces mejora, y esto yo lo he vivido personalmente: hacer sedación paliativa y ver que la situación clínica del paciente mejora, incluso podemos retirar la sedación paliativa.
Ahora bien, también es cierto que, en algunos casos, en mi experiencia de forma excepcional, pero también sucede que, cuando hacemos sedación paliativa, la situación clínica del paciente empeora y podemos incluso con la sedación paliativa acabar matando a nuestro paciente. Ahora bien, esa no era nuestra intención, y sería algo así como si yo prescribo un antibiótico, el paciente tiene una reacción alérgica muy fuerte y acaba muriéndose por el antibiótico que yo he prescrito. Evidentemente, esa no era mi intención. Con lo cual, si el paciente se muere como un efecto secundario no deseado en el caso de la sedación paliativa no hemos hecho nada fuera de la ética. Yo lo que persigo es el control sintomático.
Por lo tanto, como alternativa a la eutanasia, que va a ser el mayor recorte en gasto sanitario de la historia de España, lo que tenemos que hacer son políticas que aumenten el gasto público en investigación, el gasto público en cuidados paliativos. Lo que necesitamos es una ley de cuidados paliativos que permita mejorar la situación deficitaria que tenemos actualmente.
Entonces, ¿qué es lo que es éticamente adecuado?, es decir, ¿qué es lo que hay que hacer? Lo primero es que a veces no es sencillo saberlo; yo, que he sido Vicepresidente del Comité de Ética Asistencial de mi hospital, y estando allí personas —todas las que estaban en mi época— con valores similares, etcétera, a veces discutíamos entre nosotros.
Creo que es muy importante saber que hay dos valoraciones distintas: una es la valoración que hacemos los profesionales, la evaluación que hace el médico; es una evaluación objetiva que nos va a permitir saber si el tratamiento es proporcionado y, por lo tanto, lícito o si el tratamiento es desproporcionado y, por lo tanto, ilícito, y esto solo lo puede decidir el médico. Ni el paciente ni la familia tiene los conocimientos para saber si un determinado tipo de quimioterapia mejora el pronóstico específico del cáncer que tiene ese paciente. Hay que estudiar oncología para saberlo. Con lo cual, los pacientes y los familiares no deberían entrar en este ámbito de decisión. Es el ámbito de decisión del profesional.
Si el tratamiento ha demostrado que mejora el pronóstico, es un tratamiento proporcional y, por lo tanto, un tratamiento que podemos utilizar. Si el tratamiento no ha demostrado que mejora el pronóstico de pacientes que estén en una situación similar a esa, es un tratamiento desproporcionado y, por lo tanto, es un tratamiento ilícito, un tratamiento que nunca se debería utilizar. Por ejemplo, un médico nunca debería prescribir preparados homeopáticos porque no han demostrado que mejoren ninguna enfermedad y, por lo tanto, son ilícitos.
Y aquí acabaría el papel del médico. Ahora bien, cuando yo le digo a un paciente “hay un tratamiento proporcionado que mejora su situación”, el paciente tiene que valorar si ese tratamiento es un tratamiento que él va a poder tolerar o si es un tratamiento tan agresivo, desde el punto de vista físico, psicológico, económico, social que él no lo puede tolerar.
Si el tratamiento es un tratamiento que al paciente no le supone algo muy excepcional que no pueda tolerar, sería un tratamiento ordinario. Por lo tanto, si el tratamiento es proporcionado y ordinario, sería un tratamiento no solo lícito, sino también obligatorio, porque todos tenemos el deber moral de curarnos y de hacernos curar.
Ahora bien, si el tratamiento que me están proponiendo como paciente es un tratamiento que, aunque sea proporcionado, aunque vaya a mejorar mi situación, yo creo que no voy a poder soportar porque es muy agresivo, es un tipo de cirugía muy agresiva, es un tratamiento que me es muy costoso, por el que sea el motivo, yo este tratamiento lo puedo considerar un tratamiento extraordinario y, por lo tanto, ahí ya no sería obligatorio.
Voy a poner un ejemplo: nosotros tenemos pacientes con insuficiencia cardiaca avanzada, que cada dos semanas, en una situación ya muy avanzada, tienen que ir al hospital a ponerse una infusión de un fármaco que mejora el funcionamiento cardiaco, cuyo efecto dura dos semanas. De esta forma, mejoramos la calidad de vida de estos pacientes con insuficiencia cardiaca avanzada. Ante dos pacientes con la misma situación de insuficiencia cardiaca avanzada, cuando yo les propongo esto, tengo pacientes que viven cerquita del hospital, con lo cual no les supone nada ir cada dos semanas al hospital a ponerse esta medicación, pero también tengo pacientes que viven, a lo mejor, a 60 kilómetros del hospital, que no tienen quien les lleve, que el tener que ir cada dos semanas al hospital en los últimos meses de su vida les supone un trastorno grande, que prefieren no ir a ponerse estas infusiones, y los dos tienen la misma situación clínica.
Por lo tanto, el uso adecuado de las medidas terapéuticas solo sirve para un paciente en concreto y para un momento en concreto. Aquí no se puede generalizar, hay que valorar los medios, el grado de dificultad que tienen los tratamientos, el riesgo —hay tratamientos que suponen un riesgo importante para el paciente, aunque vayamos a obtener un beneficio—, también, como he dicho antes, los gastos, la situación económica, la posibilidad de aplicación frente al resultado que esperamos.
Evidentemente, es lícito a los pacientes proponerles cosas extraordinarias o extremas, inclusiones en ensayos clínicos de tratamientos experimentales, etcétera, pero tampoco debemos pensar que existe un deber de agotar toda posibilidad de vida y, en concreto, siempre será lícito contentarse con los medios habituales que la medicina puede ofrecer. Es decir, nadie tiene que estar pensando “yo tendría que haber ido a Houston a operarme y tal”, siempre quedarnos con lo habitual es lícito.
Ya, por último, quería decir unas breves palabras sobre la relación de eutanasia y medicina, que es a mí lo que más me preocupa: lo primero, los médicos estamos, mayoritariamente, contra la eutanasia. Eso es muy evidente y, además, es particularmente claro en aquellos médicos que más peticiones de eutanasia reciben, que son los paliativistas.
Los paliativistas son aquellos que, mayoritariamente, están contra la eutanasia. ¿Por qué? Porque ellos saben que, cuando un paciente pide la Eutanasia, en el fondo lo que está pidiendo es otra cosa, lo que está pidiendo es que le cuiden, que le traten los síntomas, que estén pendientes de él, y, si lo hacemos, ese paciente deja de pedir la eutanasia.
Cuando yo tuve la oportunidad de presentar el libro, que ha comentado antes el profesor Chivato, en el Colegio de Médicos, fue muy interesante, porque hubo una compañera, médico de familia, que contó un episodio que a mí me llamó mucho la atención, y es que a ella una paciente, recientemente —esto fue a principios de año, lógicamente, antes de la aprobación probable y futura de esta ley de la eutanasia—, le había pedido a ella la eutanasia.
Entonces, claro, la paciente le pidió la eutanasia y esta compañera lo que hizo fue preguntarle a la paciente que por qué pedía eso. Resulta que la paciente tenía varios problemas médicos, además, también varios problemas sociales, y lo que hizo esta compañera fue darle un tratamiento adecuado para el control sintomático y también la puso en contacto con la asistente social, con la trabajadora social, de ese Centro de Salud, y a la semana esa misma paciente le llevó a mi compañera una tarta de manzana.
Ella lo que decía es “con la ley de la eutanasia aprobada, yo me hubiese quedado sin tarta de manzana”, porque, además, la ley de eutanasia es de obligado cumplimiento, para, en particular, los médicos de familia también.
De hecho, se apoya mucho en los médicos de familia. Que, evidentemente, uno puede hacer objeción de conciencia, pero con consecuencias probables en el ámbito laboral.
¿Esto por qué lo digo? Porque los médicos, cuando recibimos una petición de eutanasia, que, como ya digo, es algo muy excepcional, pero, cuando la recibimos, lo primero que tendremos que pensar es por qué este paciente está pidiendo la eutanasia. Es decir, probablemente sea un paciente que no estemos tratando de forma habitual.
El acto médico se basa en una relación de confianza y la eutanasia pone fin a esta relación de confianza, y, por lo tanto, unos médicos que hemos hecho un juramento hipocrático, que hemos jurado que jamás haremos daño de forma intencionada a nuestros pacientes, cuando un paciente va al médico, va al médico con mucha garantía, porque sabe que el médico solo va a defender su vida. Si yo hago eutanasia o si yo legalizo la eutanasia, quiebro esta relación de confianza médico-paciente. Además, se frenaría o se va a frenar el progreso de la medicina.
¿Quién va a estudiar tratamientos en el alzhéimer, en los cuidados paliativos? De hecho, como hemos comentado antes, los países en Europa que tienen la eutanasia legalizada son aquellos en los que los cuidados paliativos están menos desarrollados.
Además, la eutanasia, lógicamente, para quien es peor es para los pacientes, porque los matamos, pero también es muy mala para los médicos y varios estudios demuestran las alteraciones psicológicas y la afectación psicológica negativa que tiene en los profesionales.
Además, es que se quiebra la relación de confianza que existe ya no solo con el médico, sino con todo el sistema sanitario e incluso con la familia. Si yo le digo a mi padre: “Hola, papá, vamos al hospital o vamos al centro de salud”, mi padre sabe que yo le llevo al hospital para que le traten, porque tiene un problema y quiero que le curen. Pero si yo le digo, en un país con la ley de la eutanasia aprobada, “Papá, vamos al hospital”, mi padre lo mismo sale corriendo por la otra puerta, porque, claro, llega un momento que ya no tenemos confianza en el sistema.
Yo tengo un hermano que vive en Alemania. Las residencias de ancianos cercanas a la frontera con Holanda de Alemania se están llenando de ancianos holandeses. Claro, ya tienen miedo de quedarse en su propio país. Es muy triste esta situación en la que ya el paciente deja de fiarse del sistema y de la familia, porque, claro, lo mismo mi hijo lo que quiere es la herencia y por eso me quiere llevar al hospital.
Además, si un médico practica la eutanasia, ya es una situación de difícil retorno. Yo creo que los médicos tenemos una gran virtud y es que tratamos a los pacientes que tienen situaciones similares de forma similar, y eso yo creo que, en general, es bueno.
Yo, de hecho, trabajo en un hospital público, como os he dicho antes, que pilla dos zonas muy distintas de Madrid, tengo pacientes del barrio de Salamanca, pacientes de Vallecas. Entonces, seguimos teniendo en mi hospital habitaciones de dos, a veces tienes un ejecutivo y un trabajador humilde al lado y tratamos a los dos si tienen la misma patología, exactamente, de la misma forma. Es una virtud esto.
Pero, claro, ¿qué es lo que sucede? Que si un médico practica la eutanasia en mi paciente, cuando vuelva a tener un paciente similar, la tendencia va a ser hacer lo mismo. Es decir, esta virtud, en el fondo, lo que va a hacer es perpetuar situaciones de eutanasia, y esto me parece que también es peligroso.
Además, se les traslada el mensaje a los pacientes de que son una carga para la sociedad y de que son una carga para la familia. Esto a mí me parece que es muy paradójico; ¿por qué?, porque los partidarios de la eutanasia suelen defenderla desde el principio de la autonomía, es decir, de que el paciente sea capaz de tomar sus decisiones, y, curiosamente, cuando se aprueba la eutanasia, lo que sucede es que quitamos la autonomía a los pacientes y, precisamente, les presionamos a que soliciten la eutanasia bajo esta situación, sobre todo, como decía antes, en aquellos pacientes que tengan situaciones socioeconómicas más delicadas.
Si yo tengo mucho dinero, tengo una enfermedad avanzada y voy a una clínica privada, ya se encargarán de mantenerme con vida todo el tiempo que se pueda, porque allí estaré haciendo mi aportación. Ahora, en pacientes que tengan situaciones económicas más débiles, que ellos tengan esta conciencia de que son una carga para sus familias, de cierta forma les vamos a estar presionando a solicitar la eutanasia, y, por lo tanto, la eutanasia se puede convertir en un arma de coacción.
Además, este clima de desconfianza puede acabar por estropear la cifra tan buena que tenemos de donaciones para trasplantes. Nosotros tenemos la mayor cifra de donantes per cápita del mundo y esto es porque, cuando ha fallecido un paciente, preguntamos a las familias si podemos usar sus órganos, habitualmente la contestación es positiva; pero, claro, si se aprueba la eutanasia, ya nos pueden entrar dudas si a lo mejor quieren eutanasiar a nuestro familiar para utilizar sus órganos, etcétera.
Ya, para concluir, quería un poco resumir los cuatro motivos por los cuales la eutanasia no debería ser nunca admitida. Hay muchos más, pero los cuatro principales.
A mí me da mucho miedo la pendiente resbaladiza, porque, como he dicho, se ha ido comprobando en todos los países en los que se ha ido aprobando la eutanasia que todos los supuestos que inicialmente se ponen de control al final es imposible controlarlos, y, como decía, en Holanda y en otros países se está haciendo eutanasia en pacientes que no la han solicitado.
El tema de la falta de autodeterminación real. Es decir, cuando un paciente pide la eutanasia, simplemente ese hecho de pedir la eutanasia, probablemente, no signifique que ese paciente no está enteramente en sus cabales, que tenga algún tipo de presión, que tenga algún tipo de psicopatología, que no esté en una situación cognitiva que le permita de verdad expresar este deseo de muerte.
La gran reducción o incluso desaparición de los cuidados paliativos. Si vamos a matar a los pacientes con enfermedades avanzadas, ya deja de tener sentido intentar que no sufran.
Y, por último, lo que a mí más me preocupa, como Presidente del Colegio de Médicos de Madrid, es la deformación del sentido médico. Es decir, la eutanasia destruye totalmente la integridad moral de la profesión médica, va contra, como he dicho antes, del juramento hipocrático y va a quebrar esta relación de confianza que hoy en día tenemos los médicos con nuestros pacientes.
Manuel Martínez-Sellés, en repositorioinstitucional.ceu.es/
Transcrito por audición del 22 Congreso de Católicos y Vida Pública
Josep Rambla
3. Arte o mistagogía de la amistad
Henri Brémond afirmó, hace ya años, que los Ejercicios son la autobiografía ignaciana elaborada pedagógicamente. En lo que se refiere a la amistad, no podemos sostener que Ignacio haya elaborado una pedagogía, pero es cierto que su experiencia personal le ayudó, como hemos visto, a conducir a otros hacia la verdadera amistad. Puede, pues, bien decirse que el autor de los Ejercicios Espirituales, gran pedagogo y mistagogo, también lo es de la amistad, un arte que necesita algún tipo de adiestramiento.
Antes de entrar en este campo del arte y pedagogía ignaciana de la amistad, se imponen unos presupuestos. En primer lugar, para Ignacio, Dios tiene la primacía en todo y es el centro de atracción de todas las cosas, es el medio divino integrador de todo. Por tanto, también la amistad, por lo menos en un sentido pleno y auténtico, tiene en Dios su centro o polo de atracción. En segundo lugar, hay que afirmar que esta primacía de Dios no implica ninguna forma de dualismo y menos de eliminación de lo humano, ya que para Ignacio, el Dios comunicado en Jesucristo es un Dios autor de la naturaleza y de la gracia, al cual servimos y damos gloria, cuando respetamos ambas esferas, que en él tienen su origen y punto de convergencia [55]. Y, en tercer lugar, no olvidemos que al hablar de amistad nos referimos a una realidad que es totalmente gratuita y que por lo tanto, se pueden ofrecer vías para que nazca y para alimentarla, pero no puede ser producida de modo infalible por ningún medio.
Teniendo en cuenta estos presupuestos, podemos distinguir en este arte ignaciano de la amistad dos aspectos estrechamente unidos, aunque diferenciados: por un lado, el uso de medios más explícitamente evangélicos o de fe y, por otro lado, el recurso a medios naturales. Y lo primero que Ignacio nos diría es que la amistad tiene un proceso lento y que es muy frágil. Esto es lo que le enseñó la experiencia de la relación con el primer grupo de compañeros que reunió ya en Barcelona y que le acompañaron en Alcalá y en Salamanca. Cuando en Roma, hacia el final de su vida, se interesa por ellos y hace un cierto balance de su historia posterior, el resultado no es muy brillante. Quizá también podría aplicarse a la amistad, lo que Ignacio decía de sus estudios antes de ir a París: «Porque, como le habían hecho pasar adelante en los estudios con tanta prisa, hallábase muy falto de fundamentos» [56]. Este fundamento de la amistad, lo pondría más adelante con los Ejercicios Espirituales, ciertamente realizados de manera completa, pues mediante ellos ganó a Fabro y Javier [57]. Y lo mismo cabe decir de los otros amigos.
ANEXO
1. Pedagogía de la afectividad espiritual
1.1. Experiencia afectiva de Dios
Se ha repetido muchas veces que los Ejercicios de san Ignacio son una pedagogía de la afectividad, incluso «una escuela superior del amor de Dios». El doctor Contarini halló en Ignacio «un maestro del amor» y en los Ejercicios una nueva teología, la teología del corazón. Fabro, por su parte, al dar Ejercicios al teólogo Cochleus, constató la alegría de éste porque había encontrado finalmente «un maestro del corazón».
Ya en el Principio y Fundamento, de manera discreta, pero real, se orienta al ejercitante en el sentido del amor: porque el hombre es criado «para», es decir, en orden a vivir una vida relacional, en la gratuidad, en el respeto y en el servicio al Otro. Esto equivale a decir que el sentido de la existencia humana se halla en el amor. En esta orientación de la vida, la persona humana ha de encontrar su salvación, es decir, la plenitud de su existencia, «salvar su ánima».
A lo largo de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, el que los hace, trata de practicarlos desde el centro de su persona, incorporando toda su actividad imaginativa e intelectual, pero hasta llegar a «sentir y gustar internamente» (Ej. 2). Por lo mismo, la actitud afectiva es la que ha de privar y vivirse con mayor delicadeza, puesto que es la manera de alcanzar una más íntima relación con Dios (cf. Ej. 3). Además, todas las contemplaciones de segunda, tercera y cuarta semana se dirigen a una relación profundamente afectiva, de verdadera amistad, con el Señor, conocido, amado, seguido hasta una compenetración en su dolor y gozo. Y todos los Ejercicios en su conjunto ayudan a disponerse para alcanzar aquella comunicación íntima, inmediata, con Dios, hasta dejarse abrazar por él (cf. Ej. 15). Así, la mistagogía de los Ejercicios Espirituales se sitúa en la perspectiva de la alianza amorosa de Dios con el ejercitante.
No es de extrañar que en momentos importantes de los Ejercicios, aparezca la amistad en sus mismos términos o equivalentes. Muy al comienzo de la experiencia, al describir el «coloquio» (Ej. 54), Ignacio lo presenta como la relación entre dos amigos: «Así como un amigo habla a otro». La misma palabra reaparece en el ejercicio de las dos Banderas al mostrar a Jesús que a todos sus siervos y amigos «a tal jornada envía, encomendándoles que a todos quieran ayudar» (Ej. 146). Nuevamente, en la cuarta semana, al presentar el oficio de consolar que realiza el Resucitado, dice que se ha de comparar «cómo unos amigos suelen consolar a otros» (Ej. 224). Finalmente, aunque la expresión usada es la de «amante», en la contemplación para alcanzar amor se explica el proceso de reconocimiento de los dones de Dios y la consecuente correspondencia a estos dones mediante la experiencia del amor y de la amistad: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante» (Ej. 231) [58]. Estos cuatro pasajes están llenos de significación humana y espiritual.
En efecto, la amistad no sólo ilumina, sino que constituye de hecho la misma experiencia de cuatro realidades tan importantes de la vida cristiana como son la oración, el apostolado, la relación personal con Cristo y la alianza con Dios experimentada en la vida. Ignacio se anticipa a santa Teresa de Jesús al presentar la oración como una relación de amistad «como un amigo habla a otro» y así los Ejercicios Espirituales adiestran en esta vivencia de amistad, ya que recomiendan en cada ejercicio terminar con un coloquio, que es la manera de relacionarse amistosamente con el Señor. En el ejercicio de las Dos banderas, los apóstoles que Jesús envía son «amigos» y el apostolado se convierte en una relación de amistad para «ayudar».
Además, el Resucitado se hace accesible en actitud de consolador, lo más parecido a como los amigos se consuelan unos a otros, y así se vive la relación personal con Cristo en forma de amistad. Y la contemplación para alcanzar amor que prepara al ejercitante para prolongar en la vida la experiencia espiritual de los Ejercicios, le dispone a convertir el conjunto de su existencia en un descubrimiento agradecido de la abundancia de dones de Dios en la vida y de su entrega gratuita y, por consiguiente, a transformarla en una relación de respuesta amorosa al Señor. Una relación que habrá de vivirse en los hechos más que en las palabras. La amistad, pues, se halla en el corazón de la vida cristiana, según la pedagogía espiritual de Ignacio desarrollada en los Ejercicios Espirituales. Ignacio, al hablar de sus primeros amigos de París, indica de manera subliminal la relación entre la amistad y los Ejercicios: «Por este tiempo conversaba con Maestro Pedro Fabro y con Maestro Francisco Javier, a los cuales ganó después para el servicio de Dios, gracias a los Ejercicios» [59].
1.2. «Que Cristo se vaya formando en vosotros»
1.2.1. Contemplar
La divino-humanidad de Cristo va configurando al ejercitante a lo largo de la experiencia espiritual de los Ejercicios. Efectivamente, la constante y «repetida» relación con el Señor ya desde el primer coloquio de la primera semana y luego en las restantes se realiza con un modo de contemplación que invita a la inmersión plena en la vida del Señor, desde lo más exterior y humano hasta su misma intimidad. Las incesantes repeticiones ayudan a que el ejercitante progrese más en la conformación de toda su vida, en todas sus dimensiones, según el Señor. Los Ejercicios practicados con este proceso y con este modo de proceder son, pues, una mistagogía para que el ejercitante en su vida diaria, fuera de Ejercicios, haga presente al Señor, sea testigo de su vida, ame como él ha amado, con corazón de hombre y como revelación del Padre. La vida de una persona que hace los ejercicios según el modo ignaciano puede ser una vida profundamente humana, como la de Jesús, y hondamente epifánica, como la de Cristo, mediante una amistad «en el Señor».
1.2.2. Orar «sobre las potencias del ánima» y «sobre los cinco sentidos corporales»
A este mismo proceso transformador de las semanas de Ejercicios, ayuda una de las maneras de orar, que propone como parte integrante de los Ejercicios Espirituales, orar «sobre las potencias del ánima» y «sobre los cinco sentidos corporales» (Ej. 246-248; cf. 4), ya que es un recurso oracional para guiarse en el uso de estas capacidades humanas por la manera humana de vivirlas el mismo Jesús. En el fondo, se trata de incorporar en la propia vida, la manera de sentir de Jesús (sus recuerdos, sus pensamientos y valores, sus afectos y opciones) y su manera de relacionarse (mirar y ver, escuchar y dialogar, tocar, la sensibilidad, los gustos y la manera de percibir y gozar de la naturaleza y las personas). Todo esto constituye una rica orquestación del mundo interior y de la relación con el exterior del ejercitante, que tiene una capital importancia en el desarrollo de una verdadera amistad en la que lo humano y lo espiritual se integren en una auténtica madurez.
Y, en este proceso de una madura integración, hay que tener en cuenta que, para Ignacio, los sentidos son las puertas de la persona, porque a través de ellos expresamos nuestro mundo interior y, a la vez, también a través de ellos, dejamos que nos penetre el mundo exterior. De aquí que se deba poner una atención especial en custodiar bien esta puerta, como forma privilegiada de abertura a los demás. En las Constituciones de la Compañía escribe: «Todos guardarán especialmente las puertas de sus sentidos de todo desorden (en particular los ojos, los oídos y la lengua)» [60].
Quizá no siempre somos conscientes de que unos Ejercicios bien practicados son un camino de auténtica humanización, al estilo de Jesús. Y en esta humanización, se da una verdadera simbiosis, una cierta unión hipostática, de lo humano y divino, propio de la verdadera concepción cristiana en la que estas dos dimensiones no se yuxtaponen.
1.3. «La unción del Espíritu Santo»
El n. 414 de las Constituciones de la Compañía de Jesús aporta notable luz al tema de la relación humana madura que echa sus raíces en la acción del Espíritu en nuestros corazones:
«Aunque esto [el modo de comportarse un miembro de la Compañía en sus relaciones humanas] sólo lo puede enseñar la unción del Espíritu Santo […], se pueden ofrecer algunos consejos».
Este texto, que se refiere a la formación de los jesuitas para el apostolado, indica que se ha de prestar atención al modo de tratar a las personas que, de ordinario serán muy variadas (sexo, carácter, país, cultura, etc.). Aun concediendo que convendrá dar algunas orientaciones para proceder bien en esta relaciones, se afirma que la guía fundamental ha de ser la unción del Espíritu Santo. Es decir, para Ignacio, la relación verdaderamente humana ha de proceder de una raíz profundamente divina, pero ésta, a su vez, se manifiesta en lo humano de nuestras vidas, de modo que lo divino de nuestra condición no suple la atención que debemos prestar a lo más estrictamente humano y, por tanto, también hay que poner medios naturales.
Por tanto, la mistagogía ignaciana que acabo de exponer nos acerca más al sentido pleno, integrador de lo humano y lo divino, que se expresa en la frase «mis amigos en el Señor». Como dice Hugo Rahner, después de hablar de la amistad de Ignacio: «Su figura humana no necesita ningún dorado. Su humanidad irradia desde el interior, porque su corazón estaba lleno del resplandor de la humanidad de Cristo nuestro Señor» [61].
Ignacio se hallaría en sintonía con la afirmación tan diáfana de Elredo de Rieval: «La amistad nace en Cristo, en Cristo crece y por él se plenifica» [62]. Y, todavía más, glosando la expresión de la primera carta de Juan: «Dios es amistad» [63].
2. Los medios naturales
No consta que Ignacio conociese la obra clásica sobre La amistad espiritual de Elredo de Rieval. Tampoco tenemos constancia explícita de que Ignacio recurriese a la obra de Cicerón, de tanta influencia en la tradición cristiana, De amicitia o a los capítulos más antiguos de Aristóteles sobre la amistad en la Ética a Nicómaco, aunque es muy probable que tuviese conocimiento directo de estos escritos durante sus estudios en la Universidad de París. En cualquier caso, como he dicho más arriba, en el campo de la amistad no desarrolló una iniciación práctica al estilo de la que elaboró en los Ejercicios, para los cuales, además de su experiencia personal, ciertamente se sirvió de otras lecturas y conocimientos. Por tanto, parece inútil buscar influencias o dependencias de autores o teóricos de la amistad. Más bien, sus cualidades personales para la relación amistosa y su sentido pedagógico y práctico son las fuentes de donde nacía su arte de la amistad, es decir, los «medios naturales» con los cuales los hombres respondemos a Dios que «pide colaboración de sus creaturas» [64].
2.1. El amor
El punto de partida de este arte es el verdadero amor a la persona. Si no se parte de esta actitud fundamental todo recurso humano es pura estrategia o quizá manipulación. El amor se expresaba en la extraordinaria afabilidad de Ignacio: «Esta afabilidad se manifestaba en que, cuando encontraba por la casa a algún Hermano, le mostraba un rostro tan risueño y le acogía tan bien, que parecía quererle meter en el alma. Con todos cuantos llegaban o iban de camino comía la primera o última vez, despidiéndose de cada uno con mucho amor» [65].
2.2. Compartir lo espiritual y lo material
Desde esta disposición inicial y fundamental, el compartir es un paso indispensable, sobre todo cuando la convivencia o cercanía física lo permiten. Todos los testigos nos hablan de la comunidad de bienes que reinó en París y luego en Italia. La ayuda espiritual que Ignacio ofrecía con sus conversaciones, con sus orientaciones en la vida espiritual, y más tarde con los Ejercicios Espirituales, era una puerta de entrada a la amistad. Por este camino fue creando a su alrededor vínculos afectivos. Esta ayuda espiritual iba acompañada de la ayuda material a los compañeros, prestándoles ayuda económica, sirviéndose de las limosnas que recibía de Barcelona, o que más tarde recogía en sus desplazamientos veraniegos a Flandes y Londres. Ayuda también, no exenta de picardía, es la que Ignacio le prestaba al resistente Javier, procurándole alumnos para sus clases. Pero se daba la reciprocidad, ya que Ignacio, estudiante veterano, recibía apoyo de sus compañeros en los estudios. Incluso cuando al final de la etapa parisiense, Ignacio decide regresar a su tierra para reponerse de su salud a instancias de los compañeros, éstos le procuran el caballo para el viaje. Él, a su vez, visita a las familias de los compañeros en distintas poblaciones de España [66]. En buena síntesis, Alfonso de Polanco, después de hablar del primer modo mediante el cual creció la amistad, es decir, el compromiso espiritual y apostólico de Montmartre, añade:
«El segundo medio para la conservación de estos compañeros fue el trato mutuo y la frecuente comunicación entre ellos. Porque, aunque no vivían en un mismo lugar, unas veces en casa de uno, otras en casa de otro, solían comer juntos con caridad, y se ayudaban unos a otros en las cosas espirituales y también las temporales y, de este modo, se alimentaba y crecía entre ellos el amor en Cristo» [67].
2.3. Comunicación: conversación y cartas
De modo especial, la amistad progresaba por esta forma privilegiada de compartir que es la comunicación de palabra o por escrito. En los encuentros que acabo de mencionar, es evidente que la conversación y diálogo entre los compañeros tenía una parte muy importante. Sin embargo, no toda comunicación tiene aquel grado de profundidad que, según santo Tomás, caracteriza la verdadera amistad, la comunicación de las vivencias más íntimas personales:
«Es verdadero signo de amistad que el amigo revele a su amigo los secretos de su corazón. Porque como los amigos tienen un solo corazón y una sola alma, no parece que el amigo ponga fuera de su corazón lo que revela al amigo» [68]. De aquí que un síntoma de la facilidad y profundidad que los amigos ignacianos habían alcanzado en la comunicación es la práctica de la deliberación en común que realizaron repetidas veces, en París, en Venecia, en Vicenza, en Roma. Deliberar en común para buscar la voluntad de Dios sobre el grupo y tomar decisiones compartidas supone una transparencia de unos con otros y una facilidad de comunicación que abarca todos los niveles de la vida personal, desde los más sencillos de lo cotidiano hasta las vivencias más hondas de la fe. La amistad de los compañeros iba progresando con la «comunicación de todas sus cosas y corazones», se nos dice. Y esto, «con suavísima paz, concordia y amor» [69].
Esta comunicación se mantenía mediante la correspondencia, cuando las distancias les separaban, como hemos visto anteriormente en los casos de Fabro y Javier.
Más tarde, cuando escriba las Constituciones de la Compañía de Jesús, Ignacio aconsejará como medio que contribuye mucho a la unión de los jesuitas «la mucha comunicación» [70]. Puesto que la vida de los jesuitas, consagrada a menudo a trabajos en lugares muy distantes y en horas muy distintas, no permite los frecuentes encuentros de oración, ni la vida ordenada de un monasterio, «se ha podido decir que la correspondencia es de algún modo la liturgia que celebran los jesuitas» [71].
2.4. Respeto exquisito a los hermanos
La actitud de respeto práctico que Ignacio tenía hacia todos es fundamental para el progreso de la amistad y vemos que nadie se podía sentir juzgado por él. Llamaba la atención que tenía una «gran simplicidad en el no juzgar a ninguno y en interpretarlo todo a bien» [72]. «Nuestro Padre de todos dice siempre bien» [73]. Y, además: «El Padre nunca cree nada de lo que le dicen en mal de otro y, si acaso, pide que se lo comuniquen por escrito» [74]. Y esta actitud de interpretar siempre bien las cosas de los demás era tan notable y tan del dominio común que, según Ribadeneira, «son ya como un proverbio entre los que le tratan las interpretaciones del Padre excusando faltas ajenas» [75].
La amistad se manifiesta también y se fomenta con los mil detalles, como los ya vistos más arriba en la manera que Ignacio tenía de relacionarse con sus hermanos. Puesto que no es preciso insistir más en dichos detalles, termino este capítulo sobre los recursos humanos de la amistad, recordando lo que dice Câmara sobre el modo propio de Ignacio para fomentar el afecto de sus hermanos: «1º La gran afabilidad del Padre. 2º El gran cuidado que tiene de la salud de todos, que es tan grande, que casi no se puede alabar como se merece. 3º El Padre tiene tal modo de proceder que las cosas de que se puede herir el súbdito, nunca se las dice, a no ser por medio de otro» [76].
Conclusión
De acuerdo con el análisis que ahora concluimos, el arte ignaciano de la amistad es un caso particular de la pedagogía espiritual propia de Ignacio, en la cual la integración de la dimensión de la fe y la dimensión natural, es una parte esencial. Quien siga esta iniciación espiritual avanzará en el camino de una amistad con los amigos con una fuerza divina, y de un amor a Dios con hondo calor humano.
La historia confirma esta especial capacidad de la pedagogía espiritual ignaciana para desarrollar la amistad y afectividad. Ya hemos dicho que los Ejercicios se han entendido desde sus orígenes como una pedagogía afectiva o del corazón y, como consecuencia, la teología de los Ejercicios de san Ignacio es considerada como theologia cordis. Además, por otro lado, se ha afirmado que el humanismo, que marca la pedagogía de la Compañía de Jesús, es «el humanismo del corazón» (François Charmot), contrapuesto al de la pura inteligencia o de los conocimientos. Sirvan estas constataciones como indicios del peso que han dejado lo afectivo y la dimensión de la amistad en el que hacer de la Compañía, continuadora de la obra inicial de los primeros amigos en el Señor, pues «Dios se nos comunica como un amigo».
Sin embargo, para terminar con una confirmación de todo lo que precede, quiero hacer mención de dos episodios personales y significativos de la historia de la Compañía de Jesús, Compañía que Javier definió como «Compañía de amor»: el apostolado de la amistad de Mateo Ricci y la mística de la amistad de Egide van Broeckhoven.
Mateo Ricci es bien conocido por su apostolado pionero de la inculturación y del diálogo intra-religioso, como llamaríamos hoy a su empeño apostólico, en el mundo muy selecto de la China. Matemático, astrónomo, lingüista, pensador y pastoralista valiente, se conquistó un prestigio notable en la capital china, en la corte, donde recibió un indiscutido reconocimiento y todo tipo de honores científicos. Ricci, en medio de su apostolado intenso y comprometido, escribió una obra sobre la amistad, uno de los obsequios más apreciados por la familia real, y llegó a reconocer que la amistad le había abierto más puertas en la China que su saber y su ciencia:
«Esta Amistad me ha dado más crédito a mí y a Europa que todo lo que he hecho. Porque las otras cosas dan crédito de cosas mecánicas o de obras manuales o de instrumentos, pero ésta da crédito de cultura, de ingenio, de virtud. Por esto, la obra ha sido leída y recibida con grande aplauso y ya se está imprimiendo en dos lugares distintos» [77].
En cuanto a Egide, jesuita obrero místico, muerto en plena fábrica (1967), tenemos el testimonio fehaciente de sus escritos íntimos que nos revelan cómo su privilegiada experiencia de la santísima Trinidad está del todo mediada por la experiencia avasalladora de la amistad humana. Esta identificación de la vivencia del misterio de amor de las personas divinas y de la relación amistosa humana es lo que lleva a Egide a decidirse definitivamente por la mística ignaciana de hallar a Dios en lo concreto de la vida humana, superando así la duda de si su vida debía inclinarse hacia la Cartuja. La amistad y la amistad con los pobres centran las hondas gracias místicas de Egide. Con referencias a la experiencia del Sinaí, clásica en la literatura mística cristiana, Egide nos comunica su vivencia de Dios en la amistad, en las amistades concretas:
«El lugar donde hallamos a Dios, la zarza ardiente, es el mundo de hoy y, en su corazón, todas las amistades...» [78].
Para Egide, la amistad verdaderamente humana es espiritual y ésta es siempre hondamente humana [79]. En consecuencia, el núcleo del apostolado y del anuncio activo del Reino es para Egide la amistad: «el apostolado es la amistad» [80].
No sería, así, nada ajena a su experiencia la expresión ignaciana “mis amigos en el Señor” y, por esto Egide, que muy posiblemente no llegó a conocerla, nos ofrece una excelente aproximación a su sentido, cuando escribe:
«Si tuviéramos la osadía de ver verdaderamente lo divino en la floración de lo humano, amaríamos a los hombres, a nuestros amigos, a nuestro trabajo, al arte, etc., con un ímpetu divino y a Dios con una espontaneidad humana. Pero nos paramos continuamente en nuestro amor humano por lo que consideramos amor a Dios y en nuestro amor a Dios por lo que consideramos amor humano» [81].
Que estas sumarias referencias a la experiencia apostólica y espiritual de unos jesuitas representativos de dos campos importantes del apostolado de la Compañía sirvan para corroborar cómo la amistad que Ignacio cultivó en «mis» amigos dejó un sello en la vida posterior de la Compañía y, cómo a su vez, la experiencia y el arte ignaciano de la amistad es fuente inspiradora de verdadera amistad humana para aquellas personas, jesuitas o no, que beban de la espiritualidad ignaciana. Esta tradición, mantenida hasta hoy, tiene sin duda su raíz en los Ejercicios ignacianos que culminan en la experiencia del Cristo presente hoy que sigue haciendo el oficio de consolar como un amigo, consuela a su amigo.
Josep Rambla, en cristianismeijusticia.net/es/
55. Constituciones, n. 814.
56. Autobiografía, n. 73.
57. Ibid., n. 82.
58. Dejemos, pues no hacen a nuestro caso, las otras tres referencias: a la necesidad de apartarse de amigos y conocidos para realizar los Ejercicios (Ej. 20), al hecho de que Pilatos y Herodes pasaron de ser enemigos a hacerse amigos, (Ej. 295) y a la prevención que se ha de tener en distribuir limosnas a parientes o amigos (Ej. 338).
59. Autobiografía, n. 82.
60. Constituciones, n. 250.
61. RAHNER, Briefwechsel..., pág. 562. (Correspondance..., II, pág. 315).
62. La amistad espiritual, I, 9; cf. II, 20, en: Caridad. Amistad, Buenos Aires, 1982, Editorial Claretiana, pág. 275 y 291.
63. Ibid., I, 69-70, pág. 286.
64. Constituciones, n. 134.
65. Recuerdos Ignacianos, n. 89.
66. Autobiografía, n. 87 y 90.
67. De vita Sancti Ignatii, caput VII, n. 70: FN, II, 567; cf. FN, I, 184.
68. In Ioannem, XV, 3.
69. FN, IV, 233-235.
70. Constituciones, n. 821; cf. n. 673, 675).
71. L. GIRARD en: Ignace de Loyola, Écrits , Paris, 1991, Desclée de Brouwer-Bellarmin, Collection Christus, 76, pág. 621.
72. ALBURQUERQUE, Diego Laínez…, pág. 208. (FN, I, 136).
73. Recuerdos Ignacianos, n. 91.
74. Ibid., n. 358.
75. Ibid., n. 92.
76. Ibid., n. 88.
77. Opere storiche del P. Matteo Ricci, S. I., Macerata, 1913, Pietro Tacchi Venturi, S.I., vol. II: «Le Lettere dalla Cina», pág. 248.
78. Josep M. RAMBLA BLANCH, Dios, la amistad y los pobres. La mística de Egide van Broeckhoven, jesuita obrero, Santander, 2007, Sal Terrae, pág. 175.
79. «Dios está en el centro de lo que cada persona posee como más concreto, más humano, más atractivo»; «Buscar las personas en Dios no es alienarlas; lo que sí es alienante es buscarlas fuera de él, como si estuvieran separadas de él. Esto es quedarse a las afueras de la ciudad»; «Como hay una vida divina en Dios, también hay una vida divina en nosotros, y tiene como centro la amistad a los demás. El Amor de Dios en nosotros es esencialmente amor de todos en él y de él en todos» (Dios, la amistad y los pobres, pág. 53). «Mi amigo es un amanecer maravilloso del eterno amor de Dios. ‘Eterno’ no significa algo abstracto fuera del tiempo, sino algo existencial y místico, como lo es la intimidad más profunda de Dios, siempre nueva, siempre joven, ofreciendo inmensas perspectivas…» (Egide VAN BROECKHOVEN, Diario de la amistad, Madrid, 1972, Narcea, pág. 44).
80. Diario de la amistad, pág. 67.
81. Diario de la amistad, pág. 88-89.
Josep Rambla
En verdad el corazón desbordante de Ignacio
encontró eco en el de sus amigos;
si no se hiciese mención de estas
amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo.
(Hugo Rahner)
Introducción: la amistad, ¿un tema menor?
La amistad en el cristianismo tiene buenos fundamentos en la vida y la palabra de Jesús. La imagen de Dios-Amor, la vida de los primeros cristianos tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles y en algunas de las cartas del Nuevo Testamento son buena base para desarrollar la amistad en la vida de las comunidades cristianas. La historia del cristianismo nos ha dejado un buen legado de amistades notables que hace honor a la humanidad de Jesús a quien cristianas y cristianos tratan de seguir: Francisco y Clara de Asís, Jordán de Sajonia y Diana de Andalón, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Pedro Fabro, Teresa de Jesús y Jerónimo Gracián, Francisco de Sales y Juana de Chantal, por citar sólo algunos casos destacados. Sobre la amistad no han faltado estudios y publicaciones en el mundo cristiano.
Sin embargo, hace poco, Elisabeth Moltmann-Wendel afirmaba: «la amistad es una categoría olvidada en la fe y en la comunidad cristiana». Cierto, se habla y escribe bastante sobre la amistad. En la Iglesia y en las comunidades cristianas, el amor y la amistad tienen carta de ciudadanía, pero, a la verdad, no tanto la amistad, a pesar de echar raíces en la misma vida y mensaje de Jesús. La amistad no es un asunto con relieve especial en la reflexión sobre la fe o, por lo general, en las mismas relaciones dentro de la comunidad cristiana. En el mejor de los casos, parece que se trata de un tema menor para la teología o simplemente un sueño o una ilusión en la vida, que deben ser mantenidos al margen de lo cotidiano. Ciertamente, no faltan escritos sobre la amistad de diversa cualidad y extensión, incluso actualmente empiezan a abundar. Pero este hecho no quita la impresión de que la amistad sea una materia interesante, pero de supererogación, una especie de lujo humano.
Con todo, no podemos olvidar que la amistad no sólo ha sido objeto de aprecio y de ponderación considerables a lo largo de la historia, sino también de estudios que muestran su carácter sustancial para la existencia humana. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, consideró la amistad como la cosa más necesaria para la vida. En el tratado Sobre la Amistad, Cicerón mostró cómo la amistad es fundamental para la vida política (sí, ¡la política!). Michel de Montaigne, en sus ensayos, se adentra en la amistad desde la vertiente de la experiencia psicológica y subjetiva, a diferencia de pensadores anteriores que partían más bien desde la moral o desde la teología.
La teología actual no hace gran honor a la amistad, aunque al parecer de Eberhrad Jüngel, Dios que es amor es precisamente el objeto de la teología. Con todo, a lo largo de la historia, no faltan aproximaciones al tema desde la perspectiva de fe cristiana: Tomás de Aquino verá en la amistad una dimensión teologal, ya que, según él, la relación de amor con Dios es amistad; la teología espiritual ha ofrecido obras clásicas como La amistad espiritual de Elredo de Rielvaux o el Llibre de l'amic e l'amat de Ramon Llull. Recientemente, aunque no se han prodigado, hemos gozado de algunas obras de valor y de interés sobre el tema: Los cuatro amores, donde C.S. Lewis incluye un estudio sobre la amistad; Las grandes amistades de Raïssa Maritain, testimonio de las notables amistades que dejaron huella especial en su vida y en la de su marido, Jacques; Sobre la amistad, la obra de Pedro Laín Entralgo en la que nos conecta magistralmente con la historia de las muchas significativas aproximaciones del pensamiento al hecho fundamental de la amistad humana.
Pero, aunque la amistad sigue ocupando un espacio en el mundo de las publicaciones, es muy sintomática la confesión de Laín Entralgo a propósito de la primera edición de su obra sobre la amistad: «¿Se me permitirá ser por igual orgulloso y humilde, y decir sinceramente que me ha entristecido un poco la escasa resonancia de este libro?».
Todo lo que precede confirma, por un lado, la importancia reconocida constantemente del tema de la amistad, y, a la vez, el hecho de ser considerado en la práctica como un estudio relativamente secundario, por más que interesen las aproximaciones con un carácter práctico. No es, por tanto, superfluo realizar una nueva aproximación al tema desde el campo de la espiritualidad que no ha sido excesivamente generosa a la hora de abordarlo y, muy a menudo, sólo ha indicado márgenes peligrosos y ha levantado señales de alerta.
El estudio del tema que aquí realizo a partir de la persona de Ignacio de Loyola se justifica porque Ignacio fue gran amigo de muchas personas y ayudó a crear amigos y poner medios para el crecimiento de la amistad. Ciertamente, sobre la amistad no nos dejó ningún tipo de tratado (cosa que no era muy de su estilo) ni iniciación metódica y práctica al estilo de sus Ejercicios Espirituales, pero el modo cómo él captó amigos y cómo cultivó y promovió la amistad nos permite desvelar en Ignacio un estilo personal de amistad, y una manera de promoverla y de desarrollarla que nos legitima a llamarla “arte de la amistad”. Sin grandes elaboraciones antropológicas o psicológicas formales, ajenas al modo ser del santo, pero con una notable percepción profunda y práctica de la naturaleza del corazón y de la sensibilidad humana, Ignacio, aunque no nos ofrece una obra teórica de gran calado, sí que, con su vida y su manera de proceder, nos inicia en el camino de una sólida amistad.
En las páginas que siguen presentamos primero, cómo vivió la amistad Ignacio de Loyola y cómo la promovió, y, luego, sacaremos algunas consecuencias para el cultivo y desarrollo de «la cosa más necesaria para la vida» (Aristóteles). La cosa más necesaria y que merece un tratamiento afinado ya que, como se ha destacado recientemente en distintas publicaciones, la amistad es frágil [1].
1. Una historia de amistad
Estos últimos años se ha hablado y escrito abundantemente sobre la amistad en relación con Ignacio de Loyola. La expresión «amigos en el Señor», que aparece únicamente en una de las cartas más antiguas, ha sido la que más a menudo ha centrado los estudios ignacianos sobre el tema. Sin embargo, no es que sean muchos los escritos que ahonden en cómo vivió Ignacio la amistad y, menos aún, en el modo en que él la fomentaba en sí y en los demás. Por esto, me ha parecido oportuno dedicar una reflexión especial a cómo Ignacio fue el núcleo del grupo de «mis amigos en el Señor» y qué arte, qué mistagogía, empleó para hacer brotar y hacer crecer la amistad.
Desde muy pronto, después de su conversión al apostolado ilustrado, al regresar de su peregrinación a Tierra Santa (antes de este viaje renunció a todo tipo de apoyo humano, incluso al de la amistad), Ignacio se ocupó de buscar compañeros, propiamente cordiales colaboradores del proyecto de «ayudar a las almas». Sabemos muy bien cómo aquel primer grupo (Arteaga, Calixto, Cáceres, Juanico) no alcanzó el último objetivo de constituirse en una agrupación estable de amigos. Fue «un parto primerizo» al decir de Alfonso de Polanco. La primera lección que Ignacio nos transmitió sobre la amistad fue, así pues, que se trata de un proceso delicado, lento y frágil.
En cambio, a partir de 1529, en París, a donde se dirigió, entre otros motivos para buscar compañeros, empieza una etapa sólida de amistad que será la primera piedra de la Compañía de Jesús. Pedro Fabro, al rememorar los dones recibidos en su vida, da gracias a Dios por los bienes espirituales y materiales recibidos al compartir habitación, en el Colegio de Santa Bárbara, con Francisco Javier y particularmente, con Ignacio de Loyola: «Dios quiso que yo enseñase a este santo hombre, y que yo mantuviese conversación con él sobre cosas exteriores, y, más tarde sobre las interiores; al vivir en la misma habitación, compartíamos la misma mesa y la misma bolsa. Me orientó en las cosas espirituales, mostrándome la manera de crecer en el conocimiento de la voluntad divina y de mi propia voluntad. Por fin llegamos a tener los mismos deseos y el mismo querer» [2].
Cuando diez años más tarde, en Roma, el grupo de amigos se reunía para deliberar sobre cómo debía ser su futuro, se plantearán en primer lugar, antes de otras cuestiones, si el grupo debía disolverse o consolidarse en alguna forma de asociación. Decidirán con toda firmeza no disolverlo, ya que se trataba de una obra que Dios había realizado. El grupo de amigos no sólo había madurado, sino que había adquirido una densidad espiritual tal, que en adelante la amistad estará en la base de todas las decisiones de futuro que tomará el grupo reunido para deliberar.
Los amigos, a partir de 1540, empiezan a dispersarse para dar alguna respuesta a las exigencias apostólicas. Con todo, esta dispersión ocasionada por la misión no disminuyó la calidad de la verdadera amistad y, a la vez, dejó una serie de testimonios de cómo lo humano es constitutivo de una auténtica experiencia de amistad cristiana y espiritual. Sigamos, pues, la génesis y la evolución de esta amistad centrándonos en Ignacio de Loyola, núcleo del grupo de «amigos en el Señor».
2. La amistad en la vida de Ignacio
Al emprender este estudio sobre Ignacio y la amistad, deberíamos preguntarnos cómo entendía la amistad Ignacio de Loyola, qué entendía por amistad. Nos lo debemos preguntar porque, por un lado, esta inclinación a la amistad fue produciendo con el tiempo, sobre todo después de su conversión, frutos de madurez humana y cristiana. Y, por otro, porque no resulta fácil dilucidar la calidad de su amistad cuando, a partir de 1541, su amor ha de pasar por el tamiz que impone su condición de Prepósito General, y no siempre se transparenta lo que hay en su corazón ya que, como él mismo confesó, según testimonio de Gonçalves da Câmara, «quien medía su amor con lo que él mostraba, que se engañaba mucho» [3]. Este comportamiento de gobierno amoroso practicado por Ignacio es la plasmación viva de lo que se expresó en la Fórmula o Regla de la Compañía de Jesús, que el Superior ha de acordarse siempre «de la bondad, de la mansedumbre y de la caridad de Cristo» [4].
2.1. Una cuestión previa
De hecho, a partir de los datos que nos ofrece su biografía, podemos distinguir tres aspectos o niveles de la amistad en la vida de Ignacio. En primer lugar, el santo busca compañeros de apostolado. No excluye de ningún modo la relación amistosa, pero se preocupa sobre todo de ayudar a las ánimas, y para esto es importante el grupo de compañeros. Es el tipo de amistad que le movió a buscar los primeros compañeros de Barcelona y de Alcalá, y luego de París, aunque de hecho, la relación que acabó estableciéndose, alcanzó el tercer nivel del que hablaré luego. A esta amistad con, se le añade la amistad de aquellas personas que son destinatarias del apostolado. Así, Ignacio trata de hacerse amigas las personas, de ganárselas, pues el bien que ofrece no es algo que se ha de imponer, sino que se ha de recibir como un don, y por tanto ha de acogerse desde el corazón, desde una cierta amistad. Ésta es una amistad para. Finalmente, en Ignacio se da la amistad en el sentido más estricto del término:
la amistad «en el Señor», un modo de compartir lo más profundo de cada uno y en reciprocidad. Esta amistad se dará sobre todo entre compañeros jesuitas, pero no exclusivamente entre ellos y, además, aparecerá incluso antes de llegar a formalizar compromisos apostólicos. Es decir, la amistad no nace sólo del para y el con del apostolado, sino que en algunos casos sustenta el mismo compromiso apostólico. Y la propia amistad implica una reciprocidad en el conjunto de aspectos de la vida, tanto en los más espirituales como en los más humanos, incluso como en los materiales.
Dada la riqueza y complejidad que encierra el mismo concepto de la amistad, que ha sido objeto de profundos estudios —desde Aristóteles pasando por Cicerón, Tomás de Aquino, Kant, y así hasta nuestros días, por citar figuras muy señeras— aquí me ceñiré al sentido amplio y elemental, pero avalado por un uso acreditado, del término amigo: «Se aplica, en relación con una persona, a otra que tiene con ella trato de afecto y confianza recíprocos» [5].
2.2 Disposición de Ignacio para la amistad: los años anteriores a la conversión
Se puede decir que en Ignacio hay una cierta predisposición a la amistad, ya que los mejores testigos de su vida nos hablan de su cercanía con las personas, de su comprensión, de su gran capacidad de relación humana, de su pericia para concordar voluntades, de su actitud siempre desinteresada y de su benevolencia. Recordemos sólo algunos testimonios: se dice de él que era de «noble ánimo y liberal»; que en las batallas en las que participó y en todas las dificultades que vivió «nunca tuvo odio a persona ninguna»; que además destacaba en «saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en acordar diferencias y discordias» [6].
Todos estos datos nos hacen ya vislumbrar el sustrato humano afectivo de Ignacio, su «exuberante capacidad afectiva» [7] que se manifestará de distintas maneras en su polifacética vida y que se halla en la base del don para captar amigos y para cultivar una verdadera amistad. Sin embargo, por reacción a su excesiva confianza en sí mismo y en lo humano en general, su primera actitud, después de la conversión, es una tendencia a la soledad y a prescindir del apoyo de los demás. Así, en los pensamientos espirituales que le embargan durante su convalecencia en Loyola, «ofrecíasele meterse en la Cartuja de Sevilla, sin decir quién era para que en menos le tuviesen» [8]. Y, cuando está por embarcarse hacia Tierra Santa, no aceptará ningún compañero: «Y aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio» [9].
2.3. «Amigos en el Señor»
Con todo, poco a poco, Ignacio es el núcleo de una verdadera amistad, porque aglutina verdaderos amigos en un sentido pleno, humano y espiritual. Éste es el significado de la amistad «espiritual» o «en el Señor», una amistad con hondas raíces en el corazón y con una irradiación a todas las zonas de la vida personal. Es decir, una amistad plena. En efecto, nadie duda de las hondas raíces de fe que tiene la amistad de Ignacio y de sus compañeros.
El testimonio antes citado de Pedro Fabro es buena prueba de ello. Para ceñirnos al primer grupo de verdaderos amigos, hay que recordar que todos, en París, han practicado los Ejercicios Espirituales, se han confirmado en propósitos de vida evangélica apostólica en Montmartre, han realizado prácticas de devoción juntos (por ejemplo, las visitas periódicas a la Cartuja de Vauvert), y más tarde, ya en Italia, se han entregado a la práctica del apostolado. Sin embargo, su vida no se ha limitado a esto, sino que los amigos se han ayudado en los estudios y también económicamente, han compartido comidas y conversación amable, han vivido momentos de trabajo intenso y también de solaz.
La descripción, tantas veces citada de Diego Laínez, sintetiza adecuadamente este carácter de amistad en el sentido pleno del que estamos hablando:
«De tantos en tantos días, nos íbamos con nuestras porciones a comer a casa de uno, y después a casa de otro. Lo cual, junto con el visitarnos a menudo y escalentarnos, creo que ayudase mucho a mantenernos. En este medio tiempo, el Señor especialmente nos ayudó así en las letras, en las cuales hicimos mediano provecho, enderezándolas siempre a gloria del Señor y a útil del próximo, como en tenernos especial amor los unos a los otros, y ayudarnos etiam temporalmente en lo que pudimos» [10].
2.4. La deliberación en común, experiencia de amistad
Conviene resaltar la plenitud de esta amistad, que alcanza unos niveles de comunicación tan profundamente humanos, que llegan hasta compartir los sentimientos más profundos que son los de la misma experiencia de fe, es decir, los sentimientos más hondamente humanos. Por esto, el itinerario de los amigos está marcado por continuas deliberaciones «espirituales» que implican un grado sorprendente de transparencia de unos con otros. Así, ya antes de los votos de Montmartre (1534), han de deliberar a fondo sobre su proyecto de vida. Luego, en Italia, antes de las ordenaciones sacerdotales de la mayoría de ellos —y supuesta la demora de la peregrinación a Jerusalén (que finalmente se frustra) —, han de deliberar sucesivamente sobre los siguientes aspectos: su vida de pobreza y de oración, la preparación espiritual para las ordenaciones y primeras misas, sus ocupaciones apostólicas, las gestiones para el viaje, la visita al Papa para obtener su aprobación y bendición. Una vez cerrada la puerta para la peregrinación, reflexionan sobre el modo de ponerse a la disposición del Papa.
Todo esto supone una facilidad para la comunicación profunda, una disposición generosa para la escucha y la comprensión, una sinceridad sin reservas.
El relato detallado de la larga deliberación de tres meses en 1539, que concluyó con la decisión de fundar una nueva orden religiosa, nos transmite una buena información de la condición humano-espiritual del grupo de amigos: diversidad de países de origen y de pareceres, y a la vez unidad en el deseo de un objetivo único y compartido, deseo de buscar medios para resolver el problema planteado, supuesta la inminente dispersión de los pocos miembros del grupo, búsqueda libre y sincera de la voluntad de Dios, comunicación de las distintas vivencias y a veces opuestos pareceres personales, creación de medios para afrontar la cuestión más difícil de introducir la obediencia religiosa en su proyecto de vida, algunas discrepancias y tensiones solucionadas de modo práctico, etc. Todo ello nos revela la madurez humana y espiritual del grupo de amigos, «amigos en el Señor» [11].
De este modo, se fue realizando una simbiosis entre la experiencia de fe y la experiencia humana, que hace más comprensible la expresión de «amigos en el Señor». Y, debido a esta integración en la amistad de fe y vida, de vida interior y vida apostólica, «hasta la muerte del padre amado con todo respeto, esta amistad fue el alma de todas las obligaciones canónicas, de obediencia que se impusieron a sí mismos, durante las inolvidables deliberaciones de Vicenza y Roma» [12].
2.5. «Mis amigos en el Señor»: Ignacio en el centro del grupo de amigos
Esta plenitud humana de la amistad es lo que Ignacio mismo, animador del grupo de amigos, vivía en sus relaciones habituales. Por esto, cuando Ignacio ha de ausentarse, se hace sentir lo humano de la amistad que él mismo, promotor del grupo de amigos, había fomentado y todos «sentían como es lógico la ausencia» de Ignacio, es decir del que había sido el alma de aquella amistad. Sin embargo, las raíces espirituales de la amistad junto con este sentimiento humano seguían vivas, ya que no fallaba el entusiasmo y la perseverancia en la realización de sus proyectos de vida evangélica [13]. Es decir, se mantenía entre los amigos una auténtica amistad humana y espiritual.
Los testimonios sobre el carácter humano de la amistad de Ignacio son abundantes y coincidentes. Se nos dice que manifestaba tal afecto a la persona que trataba, que se la metía toda entera en el corazón: «Cuando quería agasajar a alguien, le manifestaba una alegría tan grande que parecía meterlo dentro de su alma. Tenía por naturaleza unos ojos tan alegres...» [14]. Además, todo el mundo se sentía querido por él, porque «siempre es más inclinado al amor, que todo parece amor; y así es tan universalmente amado de todos, que no se conoce ninguno en la Compañía que no le tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre» [15].
Aunque por lo general en las expresiones era muy comedido, Javier nos dejó un precioso testimonio de la profunda amistad de que Ignacio era capaz, cuando en una de sus cartas recuerda con lágrimas en los ojos, cómo le llegaron al alma las tiernas palabras de su amigo:
«Entre otras muchas santas palabras y consolaciones de su carta, leí las últimas que decían: 'Todo vuestro, sin poderme olvidar en momento alguno, Ignacio'; las cuales, así como con lágrimas leí, con lágrimas las escribo, acordándome del tiempo pasado, del mucho amor que siempre me tuvo y tiene» [16].
Con toda verdad, Ignacio podrá hablar de «mis amigos en el Señor», ya que la amistad que se formó en París tiene una verdadera paternidad ignaciana. Todos los amigos sintieron pena cuando Ignacio tuvo que separarse de ellos para reponer su salud en España; y experimentaron alegría encontrándose de nuevo, en Venecia, al cabo de más de un año [17]. Cuando Polanco habló de «parto primerizo» al referirse al malogrado primer grupo de amigos de Ignacio, indicó indirectamente, pero con claridad, el papel de Ignacio en la gestación del grupo de amigos. Formados en la escuela de la amistad ignaciana, los compañeros, después de la dispersión de 1540, impuesta por la prioridad del servicio apostólico, siguen creciendo en esta relación profundamente humana.
2.6. El testimonio de la amistad de Francisco Javier: Pedro Fabro
Son testimonio fehaciente de lo que precede, las letras de Fabro, que piden con ardor noticias de sus compañeros y donde se queja de la tardanza en recibirlas e incluso añora las notas de humor de Simón Rodríguez, dirigidas a éste y escritas un año antes de su muerte:
«Hermano mío, Mtro. Simón, yo os ruego que me escribáis a menudo, pues sabéis cuánto holgamos en el Señor con vuestras entrañas, con vuestras obras y con vuestros motetes» [18].
Como Ignacio con Pedro Fabro y Francisco Javier formaron el núcleo fuerte de la naciente Compañía de Jesús, es interesante recoger algunos datos que muestran cómo caló en ellos una honda amistad.
En las cartas de Javier nos encontramos con muestras de una amistad de gran hondura humana que desbordan la pura anécdota y son reveladoras de cómo lo divino se revela en lo humano, haciendo crecer a las personas en humanidad. El 27 de enero de 1545 escribía a sus compañeros de Roma:
«Dios nuestro Señor sabe cuánto más mi ánima se consolara en veros, que en escribir estas tan inciertas cartas. Pero esta virtud tiene la mucha memoria de las noticias pasadas, cuando son en Cristo fundadas, que casi suplen los efectos de las noticias intuitivas. Esta presencia de ánimo tan continua, que de todos los de la Compañía tengo» [19].
Parece que Javier tiene muy grabados en su corazón a sus compañeros, con sus rostros concretos, y guarda la memoria viva de todo lo que habían compartido. La experiencia de Cristo, profundamente arraigada en la experiencia humana, no sólo no debilita a la amistad humana, con una especie de espiritualismo muy poco cristiano, sino que la consolida y le permite desbordar los límites espaciales. A fines del mismo año, el 10 de noviembre, escribe así a Europa:
«Después, en Malaca, me dieron muchas cartas de Roma y de Portugal, con las cuales tanta consolación recibí y recibo (todas las veces que las leo) y son tantas las veces que las leo, que me parece que estoy yo allá, o vosotros, carísimos hermanos, acá do yo estoy, y si no corporalmente, saltem in spiritu» [20].
El recuerdo, el reavivar la presencia de los amigos, el complacerse una y otra vez en sus escritos o palabras, nos hablan claramente de una humanidad y de una sensibilidad que destacan el carácter profundamente humano de una amistad «en el Señor», como diría Ignacio. En definitiva, nos hablan de la humanidad de Dios. Lo que cuenta Javier en la carta escrita el 10 de mayo de 1546, refuerza esta impresión y convicción:
«Y para que jamás me olvide de vosotros, pro continua y especial memoria, para mucha consolación mía, os hago saber, carísimos hermanos, que tomé de las cartas que me escribisteis, vuestros nombres, escritos por vuestras manos propias, juntamente con el voto de la profesión que hice, y los llevo continuamente conmigo por las consolaciones que de ellos recibo» [21].
Lo humano es sensible, y la sensibilidad llega hasta la ternura, tanto más significativa cuanto Javier es el hombre de los grandes proyectos y de las grandes osadías. Nada de esto le lleva a deshacerse de una humanidad llena de sensibilidad y de ternura en la amistad mantenida y fomentada.
Pedro Fabro, un espíritu tan fino y sublime, vive también la amistad con registros muy humanos y sensibles:
«El placer, que con ellas [vuestras cartas] nos distes por acá in Xº, yo no lo he escrito ni podría al presente explicar» [22].
Esto lo escribía el 27 de septiembre de 1540. El 17 de noviembre de 1541, en una carta a Ignacio de Loyola, revela nuevamente este placer por saber de sus amigos:
«[…] el deseo que tenemos acá de saber de vosotros, y por vía de vosotros de todos los otros nuestros y nuestras cosas; que hasta ahora ninguna cosa sabemos, ni carta vuestra hemos visto donde Ratisbona» [23].
Pasan los años y la madurez espiritual de este hombre privilegiado no ahoga su sensibilidad humana y un tono incluso lúdico en su vivencia de la amistad.
Así, por un lado, la amistad tiene profundas raíces en una experiencia espiritual compartida y, a la vez, es también integradora de las distintas dimensiones de la persona (sensibilidad, necesidades materiales, convivencia, etc.). La amistad vivida por Ignacio y sus amigos coincide, entonces, con la clásica definición de la amistad de Cicerón: «Un acuerdo en todas las cosas divinas y humanas, acompañado de benevolencia y afecto» [24]. «Mis amigos en el Señor» decía Ignacio y, por los indicios que nos permiten descubrir estos amigos, la experiencia de amistad en el Señor es una síntesis vital, en la que la fe purifica y ahonda lo humano y la dimensión humana es floración de la calidad de la fe cristiana, que tiene al hombre Jesús, Cristo, como centro. Y, dentro del grupo, Ignacio es el inspirador y guía de esta amistad tan plena.
2.7. Ignacio, Prepósito General
Sobre la amistad de los primeros compañeros se ha escrito lo siguiente:
«Se puede constatar que la profundización de su solidaridad común en la fe, va a la par con una disminución de los lazos de amistad en el plano afectivo» [25]. No creo que esto se pueda afirmar de los compañeros en sus relaciones anteriores a la fundación de la Compañía. Sin embargo, es cierto que, a partir de la fundación de la Compañía, un nuevo tipo de relaciones se impone, tanto entre los compañeros (dispersos en distintas partes del mundo, e integrados en un cuerpo que va acrecentándose con la incorporación de nuevos miembros), como entre ellos y el Superior. ¿Querrá esto decir que la antigua amistad desaparece? ¿No será ya posible la amistad en el tipo de vida religiosa apostólica que se inaugura? ¿Cómo vive Ignacio esta nueva situación?
Creo que estas palabras que Karl Rahner puso en boca de san Ignacio orientan bien nuestro análisis sobre cómo fue la amistad de Ignacio, Prepósito General de la Compañía, y, sobre todo, la de los jesuitas: «Una Orden de ámbito mundial tiene un gobierno central y, por tanto, las relaciones entre sus miembros no pueden regularse sobre la exclusiva base de la amistad y el conocimiento mutuos». Y, más adelante, refiriéndose a la comunidad jesuítica, añade: «Una comunidad fraterna que no resulta falsa e ineficaz, por el hecho de ser sobria y objetiva y por exigir de cada uno, en verdad, una cierta renuncia al calor de nido» [26].
A partir de estas aproximaciones realizadas desde nuestro mundo actual, acerquémonos al Ignacio que aparece en sus escritos y testigos. Evidentemente, Ignacio deberá conjugar su rol de Superior General con la amistad que existía con sus antiguos compañeros de París e Italia. Además, Ignacio como jesuita mantendrá contactos con otras personas no jesuitas, con las que entabla una auténtica amistad. Veamos algo sobre cada uno de estos puntos.
El Ignacio Superior General era ciertamente sobrio en sus manifestaciones afectivas; era afable, pero no familiar, al parecer de Gonçalves da Câmara [27]. Sin embargo, su manera de gobernar no era fría y distante y todo el mundo captaba bien claramente su afecto, como lo certifican las palabras del mismo Câmara antes citadas: «No se conoce ninguno en la Compaña que no tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre [28]. El rostro alegre de Ignacio sería uno de los dones que facilitaban su relación amistosa, Según testimonio de Diego Laínez, este rostro impresionó de tal modo a un endemoniado que definió así al santo: «Un españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres» [29]. Estos ojos serían los que manifestaban tal alegría al acoger a alguien «que parecía querer metérselo en el corazón».
Pasando al afecto a personas concretas, recordemos la emoción de Javier al leer las palabras tan cariñosas de Ignacio. En el caso del cofundador Simón Rodríguez, que causó serias preocupaciones a la Compañía, Ignacio, «se encuentra atrapado entre su amistad con el antiguo compañero de los primeros días y lo que él cree que es su deber de General» [30]. El mismo Ignacio narra en su relato autobiográfico cómo, durante su estancia en Vicenza y estando enfermo con fiebre, se fue a visitar a su amigo Simón, grave a punto de muerte, que estaba en Bassano. Y Fabro, que le acompañaba, no podía seguir el paso de Ignacio que andaba con toda premura. Y dice el mismo Ignacio: «Al llegar a Basano el enfermo se consoló y en seguida se curó» [31].
Este afecto y delicadeza, los muestra también más tarde, en medio de los conflictos donde Simón sumió a Ignacio. Éste, como Superior, debía mantener el espíritu de la Compañía, sobre todo en la dirección de la formación y apostolado, que el comportamiento del jesuita portugués ponía en peligro. A pesar de mantenerse firme en sus decisiones respecto a Simón Rodríguez en atención al bien común de la Compañía, le manifiesta a su vez una extrema delicadeza, procura complacerle concediéndole que deje Barcelona y regrese a Portugal a sus aires naturales, en otra ocasión le deja escoger el lugar de residencia, y manda reservarle la mejor habitación en la casa de Roma. Todo esto acompañado de las más hondas muestras de cariño: «A ninguna criatura de las que están en la tierra doy ventaja en el amaros y desearos todo bien espiritual y corporal» [32]. Simón, en medio de las vacilaciones y resistencias a la obediencia, reconoce las delicadezas del santo y, ya a distancia de los hechos, recuerda con cariño un afecto tan hondo y tierno y, de modo especial, la visita tan excepcional de Ignacio a Bassano, donde Simón estaba a punto de muerte [33].
De ordinario, Ignacio, como Superior, seguía fielmente lo que él dejó estampado en los Ejercicios Espirituales: «El amor se debe poner más en las obras que en las palabras» [34] y por esto expresaba su afecto con gestos y reacciones muy variadas. Veamos algunos ejemplos de estas muestras de amor: Con gran delicadeza deseaba dar gusto a los hermanos, de modo que al tomar una decisión procuraba que ésta fuese lo más acorde con sus preferencias [35]; evitaba guiarse por sus inclinaciones naturales hacia algunos, por tanto, si trataba algún asunto importante en el que la decisión podía interpretarse como acepción de personas, la sometía a la elección de otros [36]; pedía que le informasen sobre el número de jesuitas en el mundo y hasta de los mínimos detalles de la vida de los hermanos, sus costumbres y modos de comer y de vestir en Portugal y en la India, hasta tal punto que, para hacer entender el mucho interés que tenía por conocer la vida y circunstancias de sus hermanos, deseaba saber «cuántas pulgas les muerden cada noche» a sus hermanos [37]; sabía también apreciar y reír con humor los comentarios o episodios jocosos de la vida comunitaria [38]; tenía especial cuidado en acoger a los que venían de otras partes [39]; el interés por conocer la vida de los jesuitas y por ayudarles se manifestaba especialmente con los más jóvenes a quienes rodeaba de delicadezas y atenciones [40].
Si en su función de Superior religioso, que buscaba la madurez espiritual de todos, a veces tenía un rigor con sus mayores amigos, esto se debía, y así lo entendían ellos, a que quería forjarlos para las duras tareas que comporta un trabajo evangélico por el reino de Dios [41]. Y, en general, se las ingeniaba para no dar ocasión «a ninguno de la Compañía para pensar que le tenía en menos estima» [42].
Finalmente, si queremos disipar toda duda sobre cómo Ignacio valoraba la amistad entre jesuitas, valga esta observación de Câmara: «Hacía grandes elogios del Padre Olave cuando hablaba con el padre Polanco, o del Padre Polanco cuando hablaba con el Padre Olave, porque sabía que eran muy amigos entre sí» [43]. Así podemos comprender lo que Ignacio entendería por las amistades particulares, tan denostadas en siglos posteriores. Se trataría de aquel tipo de amistad que hace diferencias injustas con los demás y que se cierra en un mundo hermético. Por esto, podría decirse que para Ignacio, la amistad particular, «es un problema de justicia y no de afectividad» [44].
2.8. Amigos no jesuitas
Ya desde los días de Manresa, por lo menos una vez pasadas las semanas de soledad, de intensa penitencia y de tensiones espirituales, rodea al santo una devoción con rasgos de amistad [45]. En Barcelona, durante las primeras semanas antes de embarcarse para Tierra Santa y sobre todo a la vuelta, se forman alrededor de Íñigo algunos círculos de amistades, entre las que destacan algunas personas como el arcediano Jaume Cassador, Inés Pascual (conocida ya desde Manresa) e Isabel Roser. La amistad iniciada con el arcediano Cassador se muestra en el deseo que Ignacio manifiesta de verle, antes de empezar cualquier actividad posible en España:
«Acabado mi estudio, que será de esta cuaresma presente en un año, espero de no me detener otro para hablar de la palabra [de Dios] en ningún lugar de toda España, hasta en tanto que allá nos veamos, según por los dos se desea» [46]. Y en la misma carta Íñigo («de bondad pobre», como se define a sí mismo) resume la intensa amistad que le une a personas de Barcelona: «Me parece, y no dudo, que más cargo y deuda tengo a esta población de Barcelona que a ningún otro pueblo de esta vida» [47].
Su estela de amistades va creciendo poco a poco. Por ejemplo, poco después de partir de Barcelona en 1526, Ignacio habla de un doctor «muy amigo suyo» [48]. Sin embargo, las relaciones de Ignacio con personas que no son jesuitas constituyen un campo amplio y casi inexplorado, a no ser por las aportaciones muy valiosas, aunque fragmentarias de Hugo Rahner. Rahner enumera una larga lista de corresponsales de Ignacio, con quienes el santo parece haber tenido verdadera amistad, y llega a afirmar:
«En verdad el corazón desbordante de Ignacio encontró eco en el de sus amigos; si no se hiciese mención de estas amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo» [49].
Entre estas amistades, Hugo Rahner ha estudiado la notable correspondencia con mujeres, entre las cuales destacan verdaderas amigas. Este conjunto de cartas es, dentro del epistolario ignaciano, de un volumen tan considerable que las hace particularmente significativas. En ellas, aunque se trata de un asunto que está por lo general relacionado con el apostolado, con los acontecimientos personales o familiares, se trasluce un afecto y una cordialidad propios de verdadera amistad.
El estilo con que se expresa la amistad responde al carácter sobrio y a la educación cortesana de Ignacio [50], pero en el fondo de esta amistad reluce aquel amor de Dios que hace más limpia y profunda la relación humana. Como dice también Hugo Rahner: «Se podría pensar que su amor por estas nobles señoras es un último momento de la transfiguración del amor caballeresco que, según confesión propia, el joven gentilhombre de Arévalo, sentía hacia una mujer, no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos» [51].
Una muestra del tono de profunda y sincera amistad con que se expresaba el santo son estas palabras de una carta a Isabel Vega: «A quien tengo y tendré siempre tan dentro de mi ánima, que en ninguna cosa, que fuese de servicio y consolación alguna en el señor nuestro de V. Señoría, querría ni podría faltar según mis pocas fuerzas» [52].
A una tal María, a quien él llama «mi muy querida hermana en Cristo nuestro Señor» y cuya identificación todavía no se ha conseguido, le escribe en un tono de amistosa queja: «Bien parece que más estáis en mi ánima que yo en la vuestra, pues pienso que la misma razón tenéis de acordaros de mí» [53]. Ignacio le pide su ayuda para sus amigos de París, que han de partir para hacer la peregrinación a Tierra Santa y espera que la amistad se traduzca en obras.
Finalmente, Íñigo, que a lo largo de los años de peregrinación compartió la vida de muchos pobres y, ya en Roma, acogió a varios centenares en la Casa de la Compañía, piensa que cultivar la amistad de los pobres es una de las formas más privilegiadas de amistad, ya que «la amistad de los pobres hace que seamos amigos del rey eterno» [54], como se expresa en la famosa carta, que por comisión suya, escribió su secretario Polanco.
Se puede concluir que, a pesar de que en la amistad de Ignacio pudieran descubrirse distintos grados o niveles y que esta amistad no era siempre recíproca, era una amistad profunda que arraigaba en un amor verdadero y auténtico, afectiva puesto que se manifestaba mediante una viva actitud de acogida humana y era una amistad sobria en sus expresiones, de acuerdo con la educación y las distintas circunstancias de la vida de Ignacio.
Josep Rambla, en cristianismeijusticia.net/es/
Notas:
Notas:
1. El texto de este cuaderno EIDES-AYUDAR es fundamentalmente la intervención en el coloquio «L'amitié spirituelle», tenida en el Centre Sèvres -Facultés Jésuites de Paris, los días 13 y 14 de octubre de 2006 y publicada por Médiasèvres 2006, en Cahiers de Spiritualité, 138.
2. Memorial 7-8, en En el corazón de la Reforma. «Recuerdos espirituales» del Beato Pedro Fabro, S.J., introducción, traducción y comentarios por Antonio Alburquerque, S.J., Bilbao - Santander, Mensajero - Sal Terrae, colección MANRESA, 7-8, pág. 115-116.
3. Memorial, 105, en Recuerdos Ignacianos. Memorial de Luis Gonçalves da Câmara, versión y comentarios de Benigno Hernández Montes, Bilbao-Santander, 1992, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 95.
4. Formula, capítulo 3.
5. María MOLINER, Diccionario del uso del español, I, 164.
6. Juan Alfonso DE POLANCO, Summarium hispanum, 5-6 (FN, I, 155). Véase en: Antonio ALBURQUERQUE, Diego Laínez, S.J. Primer biógrafo de S. Ignacio, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 129-130.
7. J. GRANERO, San Ignacio de Loyola. Panoramas de su vida, Madrid, 1967, Editorial Razón y Fe, pág. 20.
8. Autobiografía, n. 12.
9. Ibid., n. 35.
10. Diego LAÍNEZ, «Carta a Polanco de 16 de junio de 1547» (FN, I, 102-104), en: ALBURQUERQUE, Diego Laínez…, pág. 180-181.
11. Todo esto está muy desarrollado en los documentos fundacionales (MHSJ, MI, I, serie 3ª, t. I, pág. 1-7) y en abundantes comentarios modernos.
12. H. RAHNER, Ignatius von Loyola. Briefwechsel mit Frauen, Freiburg, 1956, Verlag Herder, pág. 484. Traducción francesa: Ignace de Loyola. Correspondence avec les femmes de son temps, II, Paris, 1964, Desclée de Brouwer, pág. 224.
13. Así lo recordaba uno de los primeros compañeros: «Los compañeros, aunque sintieron mucho su ausencia [de Ignacio], no por esto aflojaron en sus propósitos, pues toda su esperanza y fortaleza estaban puestas en Dios» (Simón RODRÍGUEZ, Origen y progreso de la Compañía de Jesús, estudio introductorio, traducción a partir de los originales portugués y latino y notas por Eduardo Javier Alonso Romo, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, Colección MANRESA, 21, pág. 60).
14. Recuerdos Ignacianos, n. 180.
15. Ibid., n. 86.
16. 29 enero 1552 (Monumenta Xaveriana, I, 668).
17. Cf., por ejemplo, RODRÍGUEZ, Origen y progreso..., n. 21 y 42.
18. 10 de junio de 1545 (Fabri Monumenta, 328).
19. Mon. Xav., I, 366.
20. Mon. Xav., I, 388.
21. Mon. Xav., I, 403-404.
22. Fabri Monumenta, 44.
23. Fabri Monumenta, 135.
24. De Amicitia, 20.
25. G. WILKENS, «Compagnons de Jésus. La Genèse de l'Ordre des Jésuites», Recherches, 14, Rome, 1978, CIS, pág. 190.
26. K. RAHNER, «Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy», en K. RAHNER - P. IMHOF -H. NILS LOOSE, Ignacio de Loyola, Santander, 1979, Sal Terrae, pág. 29-30.
27. Recuerdos Ignacianos, n. 89.
28. Ibid., n. 86.
29. Ibid., 180.
30. André RAVIER, Ignace de Loyola fonde la Compagnie de Jésus, Paris, 1973, Desclée de Brouwer-Bellarmin, pág. 188.
31. Autobiografía, n. 97.
32. RODRÍGUEZ Origen y Progreso..., pág. 130, 132.
33. Ibid., pág. 137.
34. Ej 230, 2.
35. Recuerdos Ignacianos, n. 103, 112, 114, 116, 263, 357.
36. Ibid., n. 330.
37. Ibid, n. 87.
38. Ibid., n. 192-193, 218, 296, 302, 327.
39. Ibid., n. 89.
40. Ibid., n. 46-47, 67, 212, 215.
41. Ibid., n. 104-107.
42. Ibid., n. 330.
43. Ibid. n. 103.
44. Jean-Marie GUEUILLETTE, «Entre nous, le Christ», Christus, 209 (Javier 2006), pág. 68.
45. Autobiografía, n. 34. Esta amistad puede comprobarse a través de la pervivencia de la relación con la familia de Inés Pascual, después de su salida de Manresa y al regreso de Tierra Santa. Y también por los testimonios presentes en los procesos de canonización, pues, aún a pesar de la tendencia de las personas devotas «a decir grandes cosas…y luego creció la fama a decir más de lo que era» (n. 18), en su conjunto dejan traslucir la profunda relación humana y amistosa que se consolidó entre el peregrino y bastantes personas de Manresa.
46. Carta de 12 de febrero de 1536, en Obras de San Ignacio de Loyola, BAC, 5ª edición, pág. 726.
47. Ibid.
48. Autobiografía, n. 62.
49. RAHNER, Briefwechsel..., pág. 485. (Correspondance..., II, p. 226-227). Véase en esta página 485 (225-226 de la edición francesa) una larga enumeración de personas con quienes Ignacio trabó amistad, con las referencias correspondientes de la correspondencia.
50. Una muestra de ello es la manera como recibía en su mesa a los invitados: «Quédese vuestra merced con nos, si quiere hacer penitencia» (CÂMARA, Recuerdos Ignacianos, n. 185).
51. RAHNER, Briefwechsel..., pág. 486. (Correspondance..., II, pág. 228).
52. Carta de 4 de marzo de 1553 (Epistolae Ignatianae, IV, 265).
53. Carta de 1 de noviembre de 1536, (Epistolae..., I, 724).
54. Obras de San Ignacio..., pág. 819.
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