Krzysztof  Gryz

Presentación

«Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre» [1]. Estas palabras de la reciente encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor señalan el horizonte cultural en el cual el hombre desarrolla su reflexión acerca de su identidad y acerca del sentido ético de su existencia en el  mundo.  El  hombre,  al  adquirir una conciencia mayor de su dignidad en cuanto persona, pretende actuar según su propio criterio y no quiere ser movido por determinaciones ajenas a sí mismo. La experiencia enseña que esta justa aspiración corre, sin embargo, el riesgo de ser abusiva, especialmente en aquellos ámbitos de la cultura cuya visión  del  mundo se ha deformando llegando a una concepción del mundo como algo totalmente independiente de Dios y que  tiende  a absolutizar  todo lo humano. En consecuencia, se considera la libertad como una realidad absoluta, capaz por sí sola de crear los valores y decidir sobre el bien y el mal, algo que es  dominio único de Dios, el Bien Absoluto. De esta manera la exaltación de la libertad lleva el hombre al conflicto con el mismo Dios y puede ser origen de la ruptura con El, porque entonces se percibe la acción de Dios, que interviene con su gracia, como una forma de invasión que suprime  la libertad.

Si se considera que la acción del hombre es una realidad completamente autónoma, toda determinación  ulterior  constituye un atentado a su libertad. Pero la Revelación nos enseña que el hombre en cuanto criatura divina tiene en Dios no solamente el origen  de su ser, sino  también  del  modo  de su  obrar. «La libertad -escriben  los Padres del Concilio Vaticano  II-  es signo eminente  de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al  hom­bre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador» (GS 17). La  libertad  es  algo  propio  del ser humano para que éste pueda  conocer  a Dios  y adherirse  a Él en el acto de amor. Pero en el estado actual de nuestra naturaleza manchada por el pecado original, la gracia se presenta como un elemento intrínseco e indispensable para la libertad. «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia  de Dios» (Ibídem). Es preciso, por tanto, considerar  la  acción  del hombre en continuidad con  la  acción de  Dios. En la gracia,  nuestra  libertad  natural  no  queda  suprimida,  más   bien  se  transfigura, ya  que  el  hombre,  en  lugar  de  obrar  libremente  bajo  la  moción del Creador, obra más libremente  todavía  bajo  la  moción  amorosa del Padre. Y  puesto  que  la  naturaleza  nos  ha  sido  dada  por  Dios en vista de nuestro  destino,  en  definitiva,  el  hombre  fue  creado  para esta libertad.

Pero ¿cómo se traduce esta verdad teológica en la vida espiritual de un cristiano?  Precisamente  en la respuesta  a esa pregunta  se centra el interés de nuestro trabajo: ver cómo se realiza el proceso de la transformación del espíritu humano dirigido hacia su destino eterno a través de la cooperación de la libertad con la gracia. El tema encierra en sí dos problemas concretos. Primero ¿cómo se inserta la gracia en el acto mismo de la voluntad?, y segundo: ¿cuál es el estado de libertad  del hombre elevado por la gracia   a la dignidad de ser hijo de Dios?

Para analizar estas cuestiones hemos optado por tomar como fuente el pensamiento de san Juan de la Cruz expresado en sus escritos, en los que hallamos una profunda reflexión teológica acompañada  de  una  viva  experiencia  de Dios; esas dos cualidades le confieren una especial autoridad [2]. Concretando más,  diremos que fueron varios los motivos que nos movieron para tal elección. En primer lugar, precisamente por ser san Juan de la Cruz  un  místico, es decir, un hombre que  ha experimentado  de manera especial la unión amorosa con Dios. Por ser esta experiencia  tan  misteriosa e inefable, a  unos aleja  y hace distanciar  de sus textos, en cambio, a otros -entre los cuales nos debemos contar  nosotros  mismos­ atrae porque facilita entender al  hombre que siente ansia de Dios.  El santo de Fontiveros ha penetrado -guiado por una gracia especial de Dios- en el mismo misterio divino,  al mismo  tiempo  que en su experiencia ha escudriñado las más profundas esferas del ser humano. En la unión mística llegó a conocer a Dios en el  grado  más alto posible en la vida  mortal,  y en la  misma  unión  alcanzó  a activar  plenamente  las  enormes  potencias  del  espíritu humano.

En segundo lugar, su vida testimonia una eficacia de la gracia con la que siempre supo cooperar. Junto con esto hay que confirmar que san Juan de la Cruz ha sido especialmente sensible a la libertad, puesto que ha experimentado en su vida una serie de acontecimientos que podrían afectar su libre actuación. Primero, una incomprensión por parte  de  los  demás,  -particularmente  de sus superiores que le llevó hasta una oscura  prisión-,  pero  también por parte de sí mismo, pues experimentó una cierta incomprensión interior de los misteriosos  caminos  por  donde le conducía la gracia en la noche oscura del sentido y del espíritu. Esa oscuridad es la expresión de un estado de ignorancia intelectual frente al misterio -«un no  sé  qué»-;  pero  más  aún,  es  resultado de una suspensión de la propia actitud frente a las intervenciones divinas -«un no sé cómo»-. Sin embargo,  la aparente  incapacidad  de la libertad desembocó  en la paz de la unión amorosa con Dios.  Su propia vida  refleja,  por  tanto,  un  paso de la  miseria  humana  a la gracia, de la esclavitud a la libertad del espíritu, o -en sus propios términos- de la nada humana al Todo divino. En  este sentido es un modelo de toda la historia, real o posible, del ser humano en su crecimiento espiritual. En definitiva, san Juan de la Cruz, está hondamente autorizado  para  hablar  de la  relación  que se establece entre el hombre y Dios en la gracia. Este valor universal de su obra lo reconoció públicamente la Iglesia en la  perso­ na del Papa Pío XI quien, en el Breve pontificio del año 1926, declaró al santo Doctor de la Iglesia universal,  porque su  enseñanza  es «la pura fuente del sentido cristiano  y del  espíritu  de la Iglesia, al tratar de las cosas espirituales» [3].

El objetivo de los escritos sanjuanistas se halla en la clarificación del proceso que se sigue en la realización de la  unión  con Dios. Es una unión  transformante  cuyo  medio próximo se  sitúa en las virtudes teologales, que bajo la ilustración del Espíritu Santo y del amor divino llevan a cabo ese proyecto. La unión no tiene lugar solamente al final, sino que se da también en distintos grados, tanto al principio del camino -que se funda en la inhabitación de Dios en el alma por la gracia santificante-, como en sus distintas etapas gracias a las visitas amorosas del Verbo-Esposo. Mediante ellas, las facultades humanas son elevadas a un nuevo estado; la unión alcanza lo más recóndito del yo humano y, desde allí, regenera toda la superficie de  la  estructura  del  ser  humano. En efecto, el hombre se siente lleno de Dios, y vive una experiencia peculiar, mística, de la presencia divina. El santo contempla la persona humana en  el  devenir  más  que  en  el  ser.  No  le interesa su esencia, -aunque dedica mucho espacio a estudiar la  constitución  antropológica del  ser humano-; lo que le atrae la atención es su ethos, su conducta, que está ordenada a alcanzar la máxima realización. Desde esta perspectiva dinámica, el santo ofrece la interpretación del hombre en clave  de  amor,  que  es  el  nervio  de  toda actitud humana, algo que, en cierta manera, define al  hombre mismo.

Con esta finalidad, eminentemente pedagógica, el santo de Fontiveros reflexiona sobre distintos problemas teológicos. Sin embargo, éstos nunca constituyen el objeto principal de sus obras, y por esta razón, no son estudiados de manera sistemática, ni se estructuran en un conjunto de tesis. Sus afirmaciones han de ser vis­ tas sobre todo dentro de la categoría del hecho vivencial, como una descripción interpretativa de una experiencia difícil de transmitir. Pero en el trasfondo de esta historia del  enamoramiento  del alma se encuentran dos factores sustanciales: la gracia en la cual Dios ofrece su amor al hombre, y la libertad  por  la cual  decide éste responder a esta llamada en el acto de amor. Esta situación requería de nosotros un estudio amplio, primero, para no  perder de vista la idea general y, por consiguiente, no colocar  el tema  en un espacio artificial fuera de su contexto. Por otra parte el trabajo reclamaba un análisis previo de diversas cuestiones, a primera vista no relacionadas directamente con el tema, pero tras de las cuales  se ocultaba el pensamiento  del santo en  lo  referente  a la gracia  o a la libertad. A esto se añade, dada la peculiaridad del lenguaje metafórico, la necesidad de hacer un estudio lingüístico de los términos y las expresiones para extraer los conceptos teológicos que manejaba el autor. Con lo cual el método que seguimos en el pre­ sente trabajo es fundamentalmente positivo-inductivo basado en el análisis de los escritos sanjuanistas. Esta opción corre el riesgo de que, al intentar ser fiel a san Juan de la Cruz, se quede en la superficie de las expresiones e imágenes, sin profundizar su contenido teológico. Conscientes de esto, hemos incorporado en nuestro trabajo algunas comparaciones con ciertas doctrinas teológicas, sobre la base de los diversos estudios y comentarios que se han realizado hasta ahora; en algunas ocasiones, hemos ensayado nuestra propia interpretación teológica. Debemos señalar también, que a causa de la amplitud de estudios generales hemos optado por centramos sobre todo en el período que va de 1942  a 1991,  es decir,  los años transcurridos entre el cuarto centenario  del nacimiento y  de la muerte del santo, puesto que a causa  de estos  aniversarios  ha sido el tiempo más floreciente en los estudios dedicados a sus obras.

Dentro de la amplísima bibliografía dedicada al pensamiento sanjuanístico hay relativamente pocos estudios que se refieran directamente tanto a la gracia como a la libertad. Es una opinión unánime entre los comentaristas que el santo «se interesa más  por  la gracia santificante o habitual que por la gracia actual y sus problemas, estudiados con tanta fruición y detalle en la teología occidental pos-tridentina» [4]. Por consiguiente los estudios de la gracia giran en torno a esta orientación y la consideran en dos aspectos: por una parte tratan de la inhabitación  trinitaria  de Dios en el  alma transformando la vida del hombre en  la  vida  divina,  y  por otra, de las virtudes teologales, que siendo la vertiente operativa de la gracia, al mismo tiempo constituyen la respuesta humana al don divino [5]. En cambio, el tema de la libertad se centra  en su  aspecto negativo, es decir, como liberación de los vicios e imperfecciones que frenan la decisión de seguir a Dios [6]. Desde esta perspectiva se ha tratado la libertad como una propiedad del hombre espiritual, una condición previa para obrar  bien; en cambio  no se  ha tratado sobre la libertad como ejercicio mismo del libre  albedrío humano que al elegir algo construye al mismo tiempo su propio destino. Con lo cual no se ha dedicado ningún estudio a la relación de la gracia con la libertad como dos fuerzas creadoras que constituyen el proceso espiritual hacia la santidad.

J. Maritain, en su estudio sobre san Juan de la Cruz, observa que su obra parece estar penetrada  por una  intuición  fundamental. «Es el sentimiento de la doble paradoja casi insostenible, de la condición del hombre y de las obras de Dios, el sentido de la desproporción resuelta, de la unión de los extremos, de la aniquilación como condición de la superabundancia, de la muerte como condición de la acción  suprema» [7].  No  obstante, el santo carmelita supo conciliar perfectamente estos extremos. El medio que ha elegido era el único posible, el amor de Dios que puede encontrar resonancia en la capacidad de amar que por naturaleza posee el hombre. Se le podría nombrar, por esta razón, el Maestro de la Unión  entre los extremos.  A veces se tiende a considerar  la  gracia y la libertad, no sólo como dos extremos inconciliables, sino, incluso, como realidades opuestas. Por tanto, hemos optado por colocar el problema de la relación entre la gracia y la libertad en el marco del proceso de la unión que se realiza entre lo que llamamos -en pos de san Juan de la Cruz- la nada humana y el Todo divino. Esta es la idea general que estructura la exposición de nuestro tema.

El presente trabajo completo, aunque se divide en cinco capítulos, comprende fundamentalmente dos partes  temáticas.  La  primera  (capítulo  primero)  tiene  un  carácter introductorio,  puesto que pretende ubicar el problema de la  gracia  y  la  libertad  en  el marco  específico  que  tiene  un  tratado  de  espiritualidad,  distinto, por su peculiaridad, de otros tipos de literatura teológica. En esta perspectiva  analizamos  el  tema  en  su  dimensión  dinámica,  como un proceso de perfección en el cual intervienen como factores constitutivos  la  gracia  y  la  voluntad del  hombre que  responde a  la llamada divina. El proceso mismo, como realidad temporal, es resultado de este encuentro, porque supone, por una parte, la purificación  del  hombre  y,  por  otra,  siempre   nuevas  comunicaciones de Dios. Analizamos los momentos decisivos de este proceso haciendo hincapié en el  carácter libertador de las purificaciones y en el papel que juegan durante las  noches las tres virtudes  teologales: la fe, la caridad y la esperanza.  Vemos  que el  problema  no  presenta para san Juan  de la  Cruz  los aspectos  de  una  cuestión  puramente académica, sino que oculta detrás la  relación  vivencial  entre  el alma y Dios. A  continuación,  seguimos  esta  perspectiva  del  camino espiritual que lleva hacia la unión.

En la parte segunda (capítulos segundo a quinto)  analizamos el tema en referencia a estos dos sujetos: el hombre y las  tres Personas de la Trinidad. De ahí que el capítulo segundo se centra alrededor de la antropología teológica. El santo  desarrolla una visión del hombre como imagen de Dios, libre en su obrar, pero cuya naturaleza fue afectada por el pecado original que dejó sus consecuencias en la concupiscencia. En definitiva, el  hombre  se  encierra en el egoísmo y no encuentra  la posibilidad de su plena realización en Dios que constituye su fin último.  Necesita,  por tanto, una intervención de Dios que le libere de este estado de esclavitud. En el capítulo siguiente (el tercero) tratamos  de  Dios  Padre,  como principio y fuente del destino salvífico que tiene acerca del hombre, su criatura. Primero  analizamos  las relaciones  que unen  al hombre con  su  Creador,  que  le da  el ser,  luego le sostiene  en la existencia y concurre en su actuar. Finalmente, Dios decide establecer un nuevo modo de relación con  el hombre, con  lo  cual, por medio de la gracia le eleva a nivel sobrenatural. De este último punto nos ocupamos  en  el capítulo cuarto que trata de Cristo en cuanto mediador de nuestra filiación, y de la gracia santificante como principio operativo de esta filiación. Al mismo tiempo, analizamos cómo el hombre coopera con las gracias actuales en su crecimiento espiritual hacia la perfecta unión con Dios. El quinto  y último capítulo lo dedicamos al Espíritu Santo, que desarrolla en el alma del justo la obra de la transformación de todas sus potencias, siendo en ella el origen del amor divino que asemeja al hombre con Dios en la unión mística. Asimismo analizamos  el papel del amor que, siendo la expresión máxima del espíritu humano, juega el papel principal en la unión con Dios.

Al concluir esta introducción quiero dejar constancia de mi agradecimiento a la Universidad de Navarra, donde he podido realizar mis estudios de licenciatura y doctorado. Particularmente agradezco a los profesores del Departamento de Teología Moral y Espiritual, y de modo especial, al Prof.  Dr.  D. José  Luis  Illanes por la acertada orientación y estímulo que ha hecho posible la culminación de esta Tesis, y al Prof.  Dr. D. Javier Sesé  que, a lo largo de todo el trabajo, me ha ayudado  con  observaciones  de fondo  y de detalle que me han sido muy útiles. Mi gratitud se dirige también a los compañeros de estudios que con su laboriosa revisión del texto han contribuido notablemente en mi intento de superar, al menos en parte, la deficiencia lingüística de estas páginas. Por todos ellos quisiera rogar a Dios que les pague con su gracia, porque -como decía santo Tomás- Bonum gratiae unius majus est quod bonum naturae totius universi.

Introducción

Sin comprender el lenguaje lleno de imágenes, símbolos y comparaciones, difícilmente puede uno acercarse al contenido de sus es­ critos, y más aún entender el  profundo  sentido  con  que  habla  de Dios y de nuestras relaciones con El.

Queremos hacer aquí una observación estética acerca de una imagen. Se trata de un dibujo de Cristo crucificado hecho en una inspiración  mística  que  tuvo  lugar  en  Ávila alrededor del año 1574 [8]. Está pintado simplemente con la pluma  sobre  un  trozo  de  papel y evidentemente es  resultado  de  un  momento  espontáneo  de su estado anímico pero también testimonia la rica formación renacentista que había adquirido el  santo  de  Fontiveros  en  su  juventud. Nunca lo modificó, como sus obras literarias, pero incluso así suscitaba la admiración no solamente de  sus  contemporáneos [9].  Como cada pintura del Crucificado expresa en primer lugar el fuerte sufrimiento y entrega del Señor. «La cabeza carga  pesadamente  sobre el pecho; el rostro, oculto por la cabellera y la corona; los  brazos, estirados por el peso del busto, que se aparta del madero. Del  rostro y de  los  manos  caen  algunas  gotas  de  sangre» [10]. Pero lo más novedoso y poco corriente es la perspectiva en la que el autor coloca su obra. Normalmente miramos a la cruz desde abajo, levantando los  ojos  hacia arriba, hacia Cristo colgado  entre  el  cielo y la tierra. Jesús aparece así como la víctima en nombre de toda la humanidad para ganar el perdón por los pecados y obtener la misericordia de Dios. Aquí es al revés. Se mira  a la cruz desde  arriba, como si Dios Padre  mirase  a  través  de  su  Hijo  crucificado  a  los hombres. Cristo se presenta en  esta  visión  como  un  mediador  que desciende de lo alto llevando todo el amor divino y la plenitud de  las  gracias  para  levantar la humanidad hacia la unión con la Trinidad. Las palabras de la Subida pueden servir como buen comentario a este dibujo. Dice allí Dios al alma que espera de Él alguna revelación: «si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo sujeto a mí y sujetado por  mi amor y afligido (...), pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de Dios que están encerrados en él» (2S 22, 6). Consecuentemente, podemos concluir, en lo referente a nuestro tema, que toda la gracia procede de Dios por Cristo. Es más, Dios la ha dado antes en su Hijo y la cruz se presenta como confirmación del anterior desposorio de amor.

Esta gran intuición teológica que encierra en sí el  pequeño  dibujo justifica el por qué hemos decidido construir nuestra exposición de la doctrina de la gracia partiendo de él. Como  hemos visto  en el  capítulo  anterior,  Dios  constituye  para  san  Juan  de  la  Cruz  la fuente inexhausta de todos los dones y gracias, que sin embargo transmitió a su Unigénito Hijo. De ahí, que toda la gracia  que  llega hasta nosotros pasa exactamente por El, que en  su  infinita  santidad posee plenitud de gracia. En definitiva, no hay otra gracia fuera de Cristo, según lo  afirma  san  Juan «la gracia y la verdad se han hecho realidad por Jesucristo» (Jn  1, 17),  porque  no  hay otro amor con que Dios  pudiese  amar  a  algo, sino  éste  con  que  ama a su Hijo. Podemos entrar en este amor en la medida  en  que somos adoptados por Dios. Para esto se requiere nuestra  conformidad con Cristo, que es exactamente obra de la gracia. Por lo tanto dedicaremos la primera parte del  presente  apartado  a este aspecto de la cristología sanjuanistica, es decir, a Cristo en cuanto  Mediador de nuestra Redención y Portador de la gracia [11].

l.        Cristo como mediador de la filiación divina

Sería difícil afirmar que esta era la intención del santo, pero  tal visión del Cristo crucificado que hemos puesto de relieve arriba, responde bien al concepto que tuvo acerca de Cristo y su obra salvífica. «Se trata de la «cristología descendente», y en la que el punto de partida evidente es Dios  y de ahí se deduce todo» [12].  Para san Juan de la Cruz Cristo es sobre todo Hijo de Dios, revelación plena del Padre que por eso es capaz de transformarnos en hijos adoptivos por la gracia e introducirnos en la vida íntima de Dios. Pero es al mismo tiempo Hijo de Dios «humanado» -como él  mismo  le llama  (cfr.  2S 22, 6)-  y  por  lo  tanto siempre  le mira a través de la cruz, el signo más relevante de su condición humana. En su vida dio  diversas pruebas de su pasión por el Crucificado y de su profunda sabiduría de la cruz [13].

Lógicamente no pretendemos entrar en detalles sobre  cuestiones discutidas acerca  del  problema  del  papel  que  juega Cristo en su visón mística [14]. Respetando las diversas opiniones, que más bien difieren en matices, sostenemos junto con S. Castro que «la entera obra sanjuanista, con sus diversas tonalidades, es un  admirable  canto a Cristo, esposo del alma, amor del hombre y único  medio  para encontrar a Dios; porque el camino para venir a todo bien  espiritual es la imitación  del  Hijo de Dios en su  vida  y mortificaciones y no muchos discursos interiores» [15]. En su visión cristológica podemos distinguir tres aspectos fundamentales que responden a tres misterios de Jesucristo, es decir, Cristo en cuanto  Verbo,  Hijo  de Dios, luego su Encarnación, y finalmente su pasión en la cruz por nuestra Redención [16]. No  obstante,  consideramos  necesario  introducir  también  el  cuarto  elemento, muy presente en  el  pensamiento del santo, que, aunque supone los anteriores en los que se funda, presenta un rasgo propio  y  peculiar  en  su  visión  espiritual.  Se  trata de la relación amorosa entre el alma y Cristo expresada en  el lenguaje nupcial como amante-Amado.  Este  trato  vivencia! posibilita en el plano personal la gracia infundida en el alma, la cual estimula al mismo tiempo el crecimiento del amor siendo éste el medio adecuado de la unión  con Dios. Cristo, siendo Amante del alma, le regala todos los dones esponsales y especialmente el don de la sabiduría y del amor, de manera que el alma en la unión con El «todo lo sabe» y «todo lo posee» (cfr. 2N 8, 5).

Estos puntos ordenan por lo tanto nuestra  presentación,  siempre  teniendo  en  cuenta  el  aspecto  que nos interesa, es decir, ver a Cristo como Mediador  que  inserta  al  hombre en  la  vida  divina por la gracia.

1.       Cristo, el Verbo Encarnado

a)       Hijo Unigénito del Padre

Una  vez  más tenemos  que acudir  a su  poesía  de Romance «In Principio  Erat  Verbum»  puesto  que  es  el  lugar  exacto  donde   más habla de la preexistencia  del  Verbo  y  de  su  eterna  generación  por el Padre. Aquí es donde intenta penetrar  el  misterio  mismo  de  la  vida divina y expresar con palabras  lo  que es  en  realidad  inefable. Tal vez por eso algunos  opinan  que  es  el  mejor  tratado  de  teología que escribió el santo [17].

Las primeras palabras parecen copiadas exactamente del prólogo del evangelio de san Juan, donde se afirma la divinidad de Cristo. El Verbo existía desde el principio y vivía en  Dios, más aún, el Verbo era Dios [18]. Primero, porque no tiene ningún principio, luego posee la misma sustancia divina, y finalmente tiene la gloria que habita en el Padre [19]. Más exactamente, la gloria  que posee el Padre es su  Hijo. Todo esto hace deducir que el Verbo es Hijo natural del Padre, Hijo «por esencia» (CB 36, 5). Por lo tanto se puede hablar de un único amor que  vincula  a ambos.  Y es lo que a continuación desarrolla con más cuidado y detalles, interpretando de esta manera la expresión  de san Juan: «en  él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» Jn 1, 4). Para  san  Juan de la Cruz la vida del hombre tiene su  raíz en  la  vida  de  Dios y ésta se  identifica  con el amor. Si la vida  es el  movimiento y relación entre las realidades, en Dios no puede tener  otro carácter que el amor, es decir, la eterna entrega y la  perfecta  donación al mismo tiempo de las Personas de la Trinidad.

A continuación, introduce una fórmula que, en términos nupciales,  describe  la  relación  amorosa  entre el Padre y  el  Hijo: «como amado en el amante/ uno en otro residía» (vv. 21-22). Esta misma fórmula la irá repitiendo a lo largo de toda su obra aplicándola a la descripción de la unión del  amor  que  se  da  entre Dios y el alma. Esta unión aquí tiene su  más profundo  fundamento y prototipo. Al mismo tiempo  no es sólo  un  puro  modelo,  sino que es la Tercera Persona de la Trinidad que se oculta en la  unión del amor. «Aquese amor que los une, / en lo mismo convenía / con el uno y con  el otro / en  igualdad  y valía» (vv. 23-26).  La Persona del Espíritu Santo es fruto -por decirlo así- de la relación amorosa entre el Padre y el Hijo. Esta verdad parece adquirir para el santo doctor una importancia particular, puesto que subraya, la unión del amor que no es solamente de  naturaleza no ética sino que repercute en el nivel ontológico. Guardando la peculiaridad del misterio divino podemos concluir que el amor engendra un nuevo  modo  de ser.  «Y  un  amor  en  todas ellas /  y un amante las hacía, / y el amante  es el amado/  en  que  cada  cual  vivía; / que el  ser  que  los  tres  poseen,  /  cada  cual  le  poseía,  /  y cada cual de ellos ama/ a la que este ser tenía» (vv. 29-36). En definitiva, el amor está en el origen de cada gracia. En la gracia se refleja Dios mismo que se revela plenamente en el amor.

Otro aspecto importante que aparece con respecto a este amor es que él es principio de toda unidad. Dios es uno en tres Personas precisamente por el amor que crea entre ellos un «inefable nudo» (v. 38). La relación es recíproca: el amor incrementa la unidad y la unidad garantiza el perfecto amor: «cuanto más uno, tanto más amor hacía» (vv. 45-46). Esto precisamente significa, cuando el santo dice que la Palabra está pronunciada por el Padre en el eterno silencio, que es la condición adecuada para abarcar la totalidad de la existencia divina. «Eterno silencio significa exclusividad; no hay nadie más, sólo está Dios que habla y de esta  manera se comunica consigo. Esto supone el perfecto amor, que sólo es posible en la perfecta unidad» [20]. Recordando, pues, lo que hemos dicho antes acerca de la relación amor-gracia, podemos concluir con san Juan de la Cruz, que la gracia, como fruto del amor divino, requiere la unidad personal del hombre y al mismo tiempo posibilita encontrar esta unidad, primero  la unidad  interior  y luego la unidad con Dios. Y como en el caso de la Trinidad es el Espíritu Santo quien es el artífice de esta unidad, de semejante manera en el caso del hombre la unidad  pasará  por la subordinación de toda la persona en el espíritu, al que atribuye la fuerza unificatoria en todo el proceso de perfección. En este nivel de su ser el hombre es capaz de abrirse al amor y, en consecuencia, recibir la gracia de Dios. En este sentido habría que interpretar la continua llamada por parte del santo al recogimiento interior al «sosiego y silencio» [21] de búsqueda del Amado en el fondo de su alma. Es la respuesta al eterno silencio de Dios que contiene el amor del hombre, un amor perfecto, porque centrado en un sólo objeto.

A partir  de  esta  unidad del amor intra-trinitario san Juan de la Cruz explica  todos  los  misterios relacionados  con  la  historia  de la salvación. Primero la creación  del  mundo, luego la encarnación del Verbo y por fin el misterio de la Cruz. Todos  ellos  los  presentará en la perspectiva nupcial, como obra del Amado que busca a su amante-alma, para desposarla consigo y de esta manera introducirla en la vida divina. Pero como el Hijo es el único Amado de Dios, todos estos misterios se realizan  por la incorporación  de  la creación, y de manera especial del hombre, en el Cristo que es Unigénito Hijo de Dios. En la parte segunda del poema, Dios proclama esta lógica que rige los misterios de nuestra salvación: «nada me contenta, Hijo, / fuera de tu compañía. / Y si algo me contenta, / en ti mismo lo quería» (vv. 57-60).

b)       La Encamación del Verbo

El primero de estos misterios, del cual ya hemos  hablado  en otros  lugares  del  presente  trabajo [22], es  la  creación de los ángeles y del hombre  presentados  como  esposa  de  Cristo [23]. Todo fue creado en vista del Hijo, que por eso podríamos llamar la pre-encamación del Verbo, en cuanto que es la revelación parcial e imperfecta de la gloria de Dios [24]. Ya  hemos  visto  cómo  el  santo  explora en el tema y saca las ricas observaciones acerca del mundo como reflejo de la grandeza de Dios. Pero sin duda, mucho más atención presta al misterio de la Encarnación que se realizó en Jesucristo.

Es muy interesante la motivación de la Encarnación que propone el santo doctor. Los autores están de acuerdo en que no pensaba que la Encarnación fuera solamente la respuesta de Dios al pecado original del hombre. Ni siquiera lo  menciona  en  el  Romance que hubiera sido el lugar exacto para esto si lo  hubiera  querido hacer. El razonamiento  del  santo  es  otro.  Lo  expone  ante  todo en la parte séptima de dicho Romance.

La fundamental contingencia del hombre creado fue que se diferenciaba de su Creador por la carne que poseía. «Difiere (la esposa) en la carne, / que en tu simple ser  no  había» (vv.  233-234). Dios es puro espíritu, en  cambio  el  hombre  posee  el  cuerpo,  que le impide la unión con Dios,  su  Amado  ya  que  no  puede  igualar  con Él Y si esto no se consigue no se puede hablar de la unión entre amante y Amado. Es uno de los principios básicos que continuamente están  presentes en la mente del  santo.  Así  lo  expresa en el Romance:  «el los  amores  perfectos/  esta  ley  se  requería,  / que se haga semejante/ el amante a quien quería»  (vv. 235-238). Y esto es la razón motivo fundamental  de  la  Encarnación,  puesto que el hombre no pudo convertirse en el espíritu puro, Dios decidió tomar el cuerpo. De esta manera desaparece  el  obstáculo  para que se produzca la perfecta semejanza entre los amantes.

En este  contexto,  el  santo  interpreta  la  expresión  clásica  de la teología «unión  hipostática»  de  las  dos  naturalezas en  Cristo [25]. En la canción 37 del  Cántico,  que  está  especialmente marcada por su carácter cristológico, trata de  la  relación y coincidencia que existe entre la unión hipostática del Verbo y la unión  del hombre con Dios. El párrafo trata de la contemplación de los misterios de Cristo (la  «piedra»).  En este momento el alma descubre también su propio misterio, su destino. «Las subidas cavernas de esta piedra son los subidos y altos y profundos  misterios  de sabiduría  de  Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática  de  la  naturaleza  humana  con  el  Verbo  divino, y  en la  respondencia  que  hay  a  ésta de la unión de los hombres en Dios, y  en  las  conveniencias  de  justicia y misericordia  de  Dios  sobre  la  salud  del  género  humano en manifestación de sus juicios» (nº 3). Lo primero que destaca  en  este texto es que yuxtapone varias realidades extremas, como: divinidad-humanidad de Jesús, hombre-Dios, misericordia-justicia, y que en Cristo se encuentra la clave de armonizar y unir lo que aparentemente parece ser inconciliable. Desde luego, el santo no piensa identificar ambas realidades. Siempre guarda la fundamental diferencia. La unión hipostática se realizó entre dos naturalezas  en una persona  en  Cristo;  en  cambio  la  unión  entre  el  hombre  y  Dios [26] se hace no tanto entre dos  naturalezas,  sino  entre  dos personas.  Pero  la  semejanza  estriba  en  que  tanto  una,  como   la otra se hace en un  sólo espíritu, y  es  espíritu  de  Cristo.  Por  lo tanto la persona de Cristo es un Mediador, no solamente en  el sentido moral, como intercesor  del  hombre  delante  del  Padre,  sino en el sentido físico,  como  quien  es  capaz  de  unirse  realmente  con el espíritu humano y así finalizar la unión con Dios. Esto  precisamente es posible gracias a su condición  divina [27]. El  hombre  participa de esta manera en la única y especial gracia de la unión hipostática  que  es  origen y fuente de  todas  las  gracias,  puesto  que la unión con el Verbo asume y santifica sustancialmente toda la Humanidad de Jesús. Asimismo la santidad del  hombre viene de la unión en el Espíritu con Cristo, que no es llamado  por  el  santo en este caso el Verbo, sino el Amado.

Teniendo todo  esto  en  cuenta,  san  Juan  de  la  Cruz  llama  a la Encarnación la obra mayor de Dios, que no necesariamente debe significar la obra más grande de la historia de la salvación. La obra mayor hay que entenderla en comparación con  la obra  anterior, es decir con la creación. «Las criaturas son  las  obras  menores  de  Dios (...), porque las mayores en que más se mostró, y en que más él reparaba, era las de la Encarnación del Verbo» (CB 5, 3). De esta manera la Encarnación se presenta como una perfección, o cumplimiento de la creación, porque ha quedado como nivelada la diferencia corporal que existía entre Dios y  el  hombre. Si en la creación Dios engrandeció a las cosas con la hermosura natural, en la Encarnación las dotó de la hermosura sobrenatural que se esconde en Cristo. El hombre tiene a  partir de ahora una nueva dignidad que le permite superar la bajeza de su condición corporal e incorporarse,  gracias  a la Humanidad  de Cristo,  a la vida misma de Dios.

«La posibilidad de la elevación del hombre a participar en la divina naturaleza está enraizada en la Encarnación. El hombre por su naturaleza de «menor valía» no puede merecer tal gloria. Es un don necesario para la esposa y gratuito por parte  de Dios en el Esposo. La participación de Este en la vida de la esposa será total» [28].

Tenemos que añadir todavía una última observación. Como hemos podido  examinar,  san  Juan de la Cruz a veces representa la unión del Verbo con la naturaleza humana bajo el símbolo del matrimonio. En la última estrofa, hablando  ya del nacimiento hace referencia varias veces a este tema. «Era llegado el  tiempo /  en que de nacer había, / así como desposado / de su tálamo salía /  abrazado con su esposa» (vv. 287-291). Sería por lo tanto el primer desposorio hecho entre  Dios y toda la humanidad. Pero en otro lugar el santo carmelita declara que el  primer desposorio es el que se da en la cruz (cfr.  CB 23, 6). Puede ser una simple  incoherencia de lenguaje, ya que se trata de dos obras diferentes, pero también es  posible otra interpretación que nos viene como conclusión de la estrecha unión que según san Juan de la Cruz hay entre el misterio de la Encarnación y el de la  Redención. Ambos forman parte del único misterio de Cristo, misterio de  reconciliación y unión del hombre con Dios que se separan  sólo en  el  tiempo.  Por  lo tanto, el  desposorio  que se  da  en  la  Encarnación, se  cumplirá  en  la cruz.

c)       La Redención en la cruz

Como hemos podido observar, san Juan de la Cruz  nos  muestra el misterio de la Encarnación más como la elevación del hombre de su estado imperfecto hasta una condición sobrenatural que permite la unión con Dios, que como la humillación de Dios. Ya desde este punto de vista encontramos una compatibilidad con el misterio de la cruz. En el pensamiento del santo aparecen «dos nervios que caracterizan la visión cristológica de nuestro autor: la Encarnación y la Cruz en referencia mutua. Siempre veremos ambos misterios en conexión. La Encarnación es algo sucesivo, un proceso de obediencia, amor y sacrificio que culmina  en la Cruz. La Cruz es la suma y resumen de toda la vida del Señor porque  es la manifestación más clara de la actitud básica que ha guiado toda su existencia tanto divina como humana: el amor oblativo redentor» [29].

San Juan de la Cruz subraya tanto esta estrecha relación entre la Encarnación y la  Redención para que la primera adquiera su verdadero y pleno significado y no solamente un papel simplemente instrumental, o funcional para la obra salvífica, como han opinado algunos protestantes [30]. La Encarnación aparece como un misterio co-redentor en cuanto anuncio y modelo de la recuperación de la armonía interior que el hombre ha perdido en el  pecado original. La cruz rescata del poder del demonio y de la muerte, pero la Encarnación funda y orienta  esta  nueva  vida, ya liberada del maligno, hacia la unión con Dios. De manera que la Encarnación no sería ya como un paso previo para la salvación, sino  al revés, la salvación es como el primer paso para que se realice un nuevo misterio de la encarnación: que el hombre se haga Dios por participación. Hablando de la recta intención en la oración, que se  ha de regir según la voluntad de Dios y no según su propio  gusto,  el santo concluye: «entonces Dios no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aún lo que El ve que  nos conviene  y  nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (3S 44, 2). De ahí que para entender correctamente su visión acerca de la Redención hay que tener siempre presente su referencia constante a la  Encarnación. En los pocos lugares en los que habla explícitamente de la Redención, o salvación, aparece siempre este doble aspecto del misterio total de Cristo. En la canción 23 del Cántico que recuerda la Redención en la cruz como reparación de la naturaleza violada «debajo del manzano», dice: «en este alto estado del matrimonio espiritual (...) comunícale (al alma) principalmente dulces misterios de su Encarnación y los modos y maneras de la  redención  humana, que es una de las más altas obras de Dios» (nº 1).

San Juan de la Cruz subraya el doble  aspecto  de la  muerte  de Cristo en la cruz: primero, Cristo redimió a los hombres y luego desposó consigo la naturaleza humana. «Debajo del favor del árbol de la Cruz,  que  aquí  es entendido  por  el  manzano, donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana y consiguientemente a cada alma, dándola El gracia y prendas para ello en la Cruz» (CB 23, 3). «Redimir» significa para el santo doctor recuperar el estado de la perfección primitiva de la naturaleza humana perdida por Adán y la relación de amor con Dios: «alzando las treguas que del pecado original había entre el hombre y Dios» (CB 23, 2). «El pecado original  es para el santo una degradación y privación de los bienes anteriormente poseídos: la «inocencia», «atención a Dios» y «armonía» espiritual se truecan en «rudeza  natural»  (2N 2, 2) e «ignorancia»  (CB 23, 2). El «estrago» afectó a toda la naturaleza humana (CB 23, 2) e indirectamente a toda la naturaleza que el hombre hará gemir con  sus abusos (cfr. Rm 8, 19-20)» [31]. La reparación de la naturaleza humana gira alrededor del binomio muerte-vida y consiste en la devolución de la vida, que ya no es la misma vida del estado original, sino la vida de Dios, porque la ofrece el mismo Cristo. La  vida que rescata de nuevo Cristo para  el alma  es El mismo,  por  eso el santo le llama en la Subida al mismo tiempo «Precio y Premio» (cfr. 2S 22, 5). Ya en el Romance «In Principio» lo había anunciado, indicando al mismo tiempo qué propiedades tendrá esta vida [32]. Será la vida en la Íntima comunión con Dios, de quien recibirá constantemente los dones vitales. El santo lo expresa bajo varias imágenes: «ser compañero de Dios», «comer pan a la mesa  de Dios», «gozar el mismo deleite de Cristo», «poseer el mismo Amor que une al Padre y al Hijo».

El segundo aspecto aparece bajo el concepto de «desposorio». Por una parte, la palabra pone de relieve el elemento formal del misterio redentor, es decir, el amor misericordioso, pero por otra, indica el término  y fin de la obra  redentora  que es unir  al alma  con Dios. La redención aparece  de esta  manera  no solamente  en su aspecto negativo, que es vencer el pecado y la muerte, «pagar el rescate», sino también en su aspecto positivo, como «levantamiento» al alma para la vida de Dios. Para subrayar este aspecto hace continuas referencias al misterio de la Encarnación. «La teoría de la Redención en san Juan de la Cruz está,  pues,  muy  alejada  de un juridicismo anselmiano. Dios no es la divinidad terrible que exige justicia, sino el Padre que quiere dar a conocer a su hijo; un Hijo que quiere dar a conocer al Padre, una creación en marcha cuyo ápice, el hombre, necesita  una transformación y capacitación a fin de ser un interlocutor válido con Dios. Al ser persona, y persona con una historia de pecado detrás, esa transformación no será un proceso físico, mecánico, sino una unión por amor» [33].

Todas estas propiedades de la salvación son comunicadas al hombre por la gracia. Concretamente por la «primera gracia» de incorporación al estado redentivo  que  nos  proporciona  el  bautismo. «Aquel desposorio que se  hizo  de  una  vez  dando  Dios  al  alma la primera gracia, la cual se hace en  el bautismo  con  cada  alma» (CB 23, 6). Pero, para el santo doctor esto no es  el  término de la  obra  de  Cristo.  Como ya hemos señalado arriba, la cruz abre el camino de la unión. Sucede  pues,  que en la historia concreta de cada alma, se invierte el orden de los misterios de  Cristo. El se encarnó para pasar por la pasión y la muerte en la cruz hasta la gloria de la resurrección. El hombre parte de esta gloria, para luego pasar por muchas mortificaciones y llegar a  la  gloria  de  la unión con Dios. En este marco aparece el tema de  la  imitación  a Cristo y seguimiento con su cruz.

— la imitación de Cristo. El tema clásico de la teología espiritual también se manifiesta en la obra del santo y además en muchos lugares. Aconseja a sus discípulos y a  todos los lectores  que sigan en su  vida  el ejemplo  de  Cristo  que es camino verdadero de la vida. Pero a esta enseñanza añade  su  propio matiz.  Y  es  que la imitación de Cristo no estriba tanto en meditar su vida  terrena, (y crearse unas imágenes y formas mentales de las cuales el santo se declara más bien enemigo), aunque esto también, sobre todo  para los principiantes, sino que el verdadero seguimiento se  fundamenta en vivir la muerte de Cristo en su propia  carne.  En el capítulo 7 del segundo libro de la Subida, que es uno de los párrafos netamente cristológicos, dice que los provechos  espirituales  no  salen de muchas  consideraciones,  sino  que  consisten  en  negación  de sí mismo e imitación  de  la  pasión  de  Cristo.  «Querría  yo  persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni  gustos (...), sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose a padecer por Cristo y  aniquilarse en todo (...). Porque el aprovechar no se halla sino imitando a Cristo, que es el camino y la verdad y la vida, y ninguno viene al Padre sino por él, según él mismo dice por san Juan (Jn 14, 6)» (nº 8). La imitación adquiere de esta manera el carácter netamente interior que es  colaborar  con  la  gracia  conferida  por  Cristo en la cruz.

—  Seguir a Cristo crucificado. Es la conclusión que necesariamente nos llega de lo anteriormente dicho. Es para el santo carmelita el consejo preferido, que por ejemplo, encontramos en abundancia en sus Dichos de luz y amor. Son unos pequeños avisos dados para gente muy  diversa. En ellos, sintiéndose obligado a resumir toda su obra en breves palabras escoge las que hablan de Cristo  crucificado. «Bástele Cristo crucificado, y con él pene y descanse, y por esto aniquilarse en todas las cosas exteriores y interiores» (D 91) [34]. A primera  vista  parece  una  exigencia muy dura que a muchos ha asustado y en consecuencia han creado a san Juan de la Cruz la fama de ser el santo de la aniquilación [35]. Vivir la cruz significa para él mortificar su cuerpo, como lo ha  hecho  Cristo,  para  que  llegue a dominar el espíritu y de esta manera el hombre pueda prepararse para la unión  con Dios. El obstáculo de la  unión consistía en la condición corporal del hombre. Cristo en la cruz aniquiló su cuerpo y con su resurrección venció la debilidad y deficiencia de la naturaleza corporal del hombre, siendo su cuerpo  transformado por el Espíritu en el cuerpo glorioso [36]. El mismo camino ha de seguir  el  hombre. Así lo justifica en la Noche, diciendo que ella es la muerte de Cristo vivida por un cristiano. Ya no es la muerte corporal sensu stricto, porque no se trata de la vida corporal, sino es  la muerte espiritual para el cuerpo, para que venza la nueva vida espiritual, la de Cristo. «En este sepulcro de oscura muerte le conviene estar para la espiritual resurrección que espera» (2N 6, 1).  No se trata,  por  lo  tanto, de reducir la ejemplaridad  de  la  cruz a sólo el aspecto imitativo. Se trata de una configuración real con la muerte y resurrección del Señor [37].  «Llevar  durante  la  noche del espíritu la cruz personal (muerte del propio «hombre viejo») solamente por Cristo es algo más que puro recuerdo del crucificado. Tal matiz se incluye en el argumento del seguimiento de Cristo. La dimensión más exacta de la conformación espiritual a Cristo crucificado nos la da la «compasión»: crucificada interior y exteriormente con Cristo» [38].

En definitiva, Cristo con su resurrección levantó nuestra naturaleza, preparándola para la unión con la naturaleza divina, es decir, nos llevó a revivir su  misterio  de la Encarnación. En uno de los escasos lugares donde el santo habla de la resurrección pone de relieve precisamente esta verdad. «Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas (Jn 12, 32). Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó  el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad» (CB 5, 4) [39]. En el fondo, pues, la cruz es verdadero levantamiento de la naturaleza humana, porque queda destruido el cuerpo en su sentido espiritual, es decir, como origen del pecado. La gracia santificante de la cruz significa, en definitiva, la posibilidad de que se realice la gracia de la unión que implantó Cristo a la humanidad al hacerse hombre. Por eso, como recordamos en la canción 23 del Cántico, inmediatamente después de hablar de desposorio de la cruz habla del desposorio  místico,  que es  la cumbre de la unión con Dios.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

1.     JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 31.

2.     H. BERGSON confiesa que al leer las  obras  de San Juan  de  la Cruz  descubría en ellas «una nota de realidad que no engaña», cfr. J. CHEVALIER, Conversaciones con Bergson, Madrid 1960, p. 143. H. U. von BALTHASAR recomienda la lectura del místico a  todos  los cristianos  como  una  «estrella» que guía en  la  vida  espiritual.  «En  cuanto  esta  doctrina  da  testimonio  de una vida  contemplativa  muy  elevada  y  cabalmente  lograda,  puede  ser  para la Iglesia estrella orientadora en sentido estricto para las diversas vías contemplativas, en las que se presume siempre reservada a Dios la libertad de conducir a otras almas por otras vías y otros ritmos», Gloria, una estética teológica, v. III, Edit. Encuentro, Madrid 1986, p. 177.

3.     AAS 18(1926) 379-381.

4.     F. Rurz SALVADOR, Introducción a San Juan de la Cruz. El escritor, los escritos, el sistema, BAC, Madrid 1968, p. 445.

5.     Los estudios principales son de: A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre in der Mystik des hl. Johannes vom Kreuz, Herder, Freiburg  1936,  que  divide  el  tema en dos partes, una analiza la acción divina bajo la  noción  de  la  gracia actual, otra se centra en la inhabitación de Dios en el  alma  por  la  gracia habitual y analiza las operaciones del alma bajo su inspiración . El autor  subraya en  cada  momento  la  coincidencia  entre  el  pensamiento  de  san  Juan  de la Cruz y la doctrina tomista. El segundo: SIMEON DE LA SAGRADA FAMILIA, La doctrina de la gracia como fundamento teológico en la doctrina sanjuanista, MC 43(1942) 521-541 hace un estudio positivo de los textos  del santo sacando los lugares que explícitamente se refieren a la  gracia.  Cfr. también: VENANOO D. CARRO, La naturaleza de la gracia y el realismo místico, CTOM 25(1922) 362-375; H.  SANSON,  l'esprit humain  selon St. Jean de la Croix, Presses Universitaires de France, Paris 1952, trad. castellana: H. SANSON, El espíritu humano según San Juan de la Cruz, Rialp, Madrid 19, especialmente la parte II: Espíritu y gracia, pp. 140-191; PIERRE-JEAN DE L'ENFANT-JESUS, L'accueil de la Gráce,  en  «Carmel»  62(1991)  26-34; EFREN DE LA MADRE DE DIOS, San Juan de la Cruz y el misterio de la Santísima Trinidad en la vida espiritual, Talleres Editoriales «El Noticiero», Zaragoza 1947; G. LEBLOND, Fils de lumiere. L'inhabitation personnelle et spéciale du S. Esprit en notre áme selon S. 1homas d'Aquin et  S. Jean de la Croix, Paris 1961.

6.     P. BLANCHARD, La doctrine de la méthode de libération spirituelle chez saint Jean de la Croix, en «Carmel» 41(1969)  97-118;  G.  VALLEJO, ¿Santa  Teresa y San Juan de la Cruz para Latino-América?,  en  VE  42(1973)  311-313, 328-331; E. PACHO, La espiritualidad teresiano-sanjuanista y la liberación, en VE 49(1975) 200-234; S. GALILEA, San Juan de la Cruz y la espiritualidad liberadora, en «Medellín» 1(1975) 216-222; A. BORD, Libération spirituelle selon S. Jean de la Croix, en «Vives Flammes» 93(1975) 57-62; M. BRUNDELL, The «Liberation Theology» of John of   the  Cross en «Nubecula» 29 (1978) 41-44; J. V. RODRIGUEZ, Dos temas sanjuanistas candentes: promoción de la persona  humana  llamada  a  la libertad,  en  MC  88(1980) 411-430; D.   CENTNER,  Christian  Freedom  and  the  Nights  of  John  of  the  Cros, en «Carmelite Studies» 2(1982) 3-80; J. V. RODRIGUEZ, la liberación  en San Juan de la Cruz, en «Teresianum» 36(1985) 421-454; J. M. ITURBIDE, La libertad en el «Cántico Espiritual» de San Juan de la Cruz, en «Revista Teológica Limense»  25(1991)  250-263;  A. MORENO GONZALEZ,  San Juan de la Cruz o el canto de la libertad, en  «Escapulario  del  Carmen»  87(1991)  163-165.

7.     J. MARITAIN,  Distinguir  para unir.  Los grados del  saber, Club de Lectores, Buenos Aires 1968, p. 557.

8.     El dibujo lo  regaló  posteriormente  el  santo  a  una  de  sus  hijas  espirituales, la hermana Ana María de Jesús del convento de  la  Encarnación  en  Ávila, donde se conserva hasta ahora.

9.     Escribe en su testimonio el Padre Jerónimo de  San  José:  «Porque  dibujar objeto ausente en aquella forma, pide tan singular destreza, que los mayores maestros de este arte que  le  han  visto,  tienen  a  particular  milagro  haber hecho este dibujo quien no  fuese  muy  ejercitado  y  diestro  pintor»,  Historia de la vida y virtudes..., op. cit. v.  III,  p.  381.  En  este  cuadro  se  inspiraron dos pintores españoles: Salvador Dalí para pintar en el año 1951  su  cuadro Cristo de San Juan de  la  Cruz  (Glasgow  Art  Gallery)  y  José  María  Sert (tres dibujos guardados en Barcelona en la Colección A. Puigvert).

10.     F. Rurz, Introducción..., op. cit., p. 359.

11.     Hemos de subrayar que el título de Mediador atribuido a Cristo no aparece  en las obras del santo. Habla de la mediación  que  realizó  Cristo  (2S 26, 12), pero sin llamarle Mediador. Esto sucede  tal  vez  porque  para el  santo la palabra estaba cargada con demasiado sentido instrumental. Emplea la palabra «medio» a la hora de tratar de las cosas que ayudan a acercarnos  a Dios (la fe, las visiones etc.). Medio es una realidad pasajera, porque «llegando al término, cesan las operaciones de los medios» (CB 16, 11). Pero Cristo es Mediador no  en  cuanto  instrumento,  sino  en cuanto El  mismo es la expresión y la realización de la unión con Dios. Es por lo tanto al  mismo tiempo camino y término de la unión con Dios. Por eso nunca dice p. ej. «por medio de Cristo", sino más bien utiliza la fórmula paulina: «en Cristo». Nosotros,  sin embargo, vamos a usar esta palabra, que hoy en día no crea peligros de mala interpretación y que no está lejos del pensamiento del santo, pero teniendo siempre en cuenta la observación que acabamos de hacer.

12.     F. RODRIGUEZ FASSIO, la cristología de San Juan de la Cruz, en «Communio» 13(1980), p. 293.

13.     SANTA TERESA DE JESUS describe así sus impresiones de la visita al convento de Duruelo en el año 1568: «como entré en la Iglesia quedéme  espantada de ver el espíritu que el Señor  había  puesto  allí  (...).  Tenía  tantas  cruces, tantas calaveras. Nunca  se  me  olvida  una  cruz  pequeña  de  palo  que tenía para el agua bendita, que tenía pegada una imagen de papel con un Cristo, y que  parecía  que  ponía  una  devoción  que  si  fuera  de  cosa  muy bien labrada», Libro de Fundaciones, cap. XIV, n. 7, Edit. P. SILVERIO DE SANTA TERESA, Burgos, 1954, p. 856. Los biógrafos del santo han transmitido  las  palabras  del  santo  que  había  contado  a  su   hermano  Francisco  en la primavera de 1591 de la visión que  tuvo  en  Segovia  con  un  cuadro  de Jesús con la  cruz  a  cuestas:  «Tenía  un  crucifijo  en  el  convento,  y  estando yo un  día  delante  de  él,  parecióme  estaría  más  decentemente  en  la  iglesia, y  con  deseo  de  que  no  sólo  los  religiosos  le  reverenciaren,  sino  también los de fuera, hícelo como me  había  parecido.  Después  de tenerle  en  la Igle­sia puesto lo más decentemente que yo pude,  estando  un  día  en  oración  delante de él, me dijo: «Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este  servicio  que  me  has  hecho».  Y  yo  le  dije: «Señor,  lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos y que sea yo menospreciado y  tenido  en  poco».  Esto  pedí  a  Nuestro  señor,  y  Su  Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo  pena  de  la  mucha  honra  que  me hacen tan sin merecerla», CRISOGONO DE JESUS, Vida...,  op.  cit., p.  292. Con la misma piedad hacia  la  cruz  vivía  la  Semana  Santa.  Testimonia  P. José de María: «De aquí le venía la gran ternura  con  que  hablaba  destos  efectos de nuestra Redención  y  el  extraordinario  sentimiento  con  que  anda­ ba cuando la Iglesia nos lo representa. El cual fue más notable en la última Semana Santa que estuvo en Segovia que andaba tan transportado en la compasión destos dolores del Señor (...) que no podía atender a otra cosa», Historia de la vida y virtudes..., op. cit. v. III, p. 761.

14.     Entre los temas  polémicos  hemos  de  señalar  sobre  todo:  1.  el  problema  de la llamada «mística desde  Dios»  o  «mística  desde  Cristo»,  aunque  hoy  en  día la mayoría de los autores  se  abstiene  de  imputar  esta  distinción  a  san Juan de la Cruz, cfr. ANATOLIN DE LA VIRGEN DEL CARMEN, Jesucristo en los escritos de San Juan de la Cruz, en MC (1938) 41-46; (1939) 137-144; GERARDO DE LOS SAGRADOS CORAZONES, Puntos de propedéutica al tema: Jesús Cristo en la vida espiritual según San Juan de la Cruz, en MC 68(1960) 241-265; F. Rurz, Introducción..., op. cit., p. 382; F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología de San Juan de la Cruz, en «Communio»  13(1980)  197-227; 291-330. 2. el problema del papel que juega la Humanidad de Jesús en su mística, sobre todo en comparación con la  visión  de  Santa  Teresa  de Jesús, cfr.  S.  CASTRO,  Jesucristo  en  la  mística  de  Teresa  y Juan  de  la Cruz, en «Teresianum» 41(1990) 349-380; GERARDO DE LOS SAGRADOS CORAZONES, Puntos de propedéutica..., op. cit., p. 257-259. 3. La  aparente  ausencia  de Cristo en los libros de la Noche, cfr. J. BARUZI, El problema de la experiencia mística..., op. cit., p.; P. VARGA, Christus dei Johannes vom Kreuz, en EphCarm  18(1967)  197-225;  S.  CASTRO,  «Cristo  vivo»  en  San  Juan  de la Cruz,  en  REspir  49(1990)  439-474;  F.  Rurz,  Introducción...,  op.  cit.,  p. 362 SS.

15.     S. CASTRO, Cristo, vida del hombre. El camino cristológico de Teresa confrontado con el  de  Juan  de  la  Cruz,  Edit.  de  Espiritualidad,  Madrid  1991, p. 157.

16.     Así lo presentan todos los estudios de la  cristología  de  san Juan  de la  Cruz, cfr. ANATOLIN DE LA VIRGEN DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit. que, analizando la bibliografía antecedente de él, nota la poca atención que se prestó al tema. Intentando explicar este hecho dice que ha sucedido  así  tal  vez porque «la hermosa y dulce  figura  de  Jesús  aparezca  velada  en  los  escritos del Santo», p. 44.  Sin  duda  en  los  últimos  años  se  ha  escrito  mucho  más, cfr. GIOVANNA DELLA CROCE, Christus in der Mystik des hl. Johannes vom Kreuz, en «Jahrbuch für Mystische Theologie» 10(1964) 1-123; F.  RODRI­ GUEZ FASSIO, la cristología..., op. cit.; F. GARCIA MUÑOZ, Cristología de San Juan de la Cruz. Sistemática y mística, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid 1982; F. LOPEZ HERNANDEZ, El Cristo de San Juan de la  Cruz,  Colección  Tau,  Ávila 1991; A. ALVAREZ-SUAREZ, El «encuentro» con Cristo desde San Juan de la Cruz, en «Burgense» 32(1991) 41-78; B. PUTHUR, Christology of St. John of the Cross, en AA. VV., Saint John of the Cross. Studies on bis life, doctrine and times, lyothir Dhara Publications 1991, pp. 53-64;

17.     LUCINO DEL STMO. SACRAMENTO, Doctrina del Cuerpo Místico en S. Juan de la Cruz, en Respir 3(1944), p. 190.

18.     Cfr. P, 7, 1, vv. 1-5. La única diferencia poco significativa consiste en el cambio de verbos que describen  esta  preexistencia. En  lugar  de «existía»  es «moraba», y la palabra «estaba»  cambia  por  «vivía».  Este cambio  igual  puede ser ocasional para evitar la repetición  de  las  mismas  expresiones,  pero  puede introducir un matiz nuevo a las palabras del evangelio. Estas palabras indicarían  desde  el  principio  la  relación  amorosa  y  personal  entre  el  Padre  y el Verbo, en vez de expresiones no personales como «existir» y «estar» . Podemos apoyar tal opinión en la  frase  que  el  santo  añade  al  texto  original del evangelio. Dice que en esta preexistencia el Verbo «poseía  infinita felicidad» (vv. 3-4).

19.     Todos estos conceptos fundamentales los maneja luego  en  sus  grandes obras: Hijo único y gloria del Padre: «el Padre no se apacienta en otra cosa que en su único Hijo, pues es la gloria  del Padre» (CB 1, 5); Hijo  Unigénito (cfr. LB 2, 16); el Verbo tiene el mismo simple e infinito  ser del  Padre  (cfr. LB 2, 20).

20.     P. VARGA, Christus bei Johannes vom Kreuz..., op. cit., p. 207.

21.     Cfr. el comentario que hace al verso «la  música callada»  de la canción 14-15  del Cántico.

22.     Cfr. capítulo II, pp. 172-176 donde hemos hablado de  la  creación  del hombre.

23.     Cfr. S. CASTRO, «Cristo vivo»..., op. cit., p. 445; F. RUIZ,  Introducción...,  op. cit., p. 368.

24.     «A  la  esposa  que  me  dieres,  /  yo  mi  claridad  daría,  /  para  que  por  ella vea/ cuánto mi padre valía» (P 7, 3, vv.  89-92);  « Ya  ves,  Hijo,  que  a  tu esposa/  a  tu  imagen  hecho  había,  /  y  en  lo  que  a  ti  se  parece/  contigo  bien convenía» (vv. 229-232).

25.     San Juan de la Cruz no emplea esta expresión muchas veces; sólo  aparece, además de este lugar, en el Cántico A 36, 2. F. RUIZ explica este  hecho  diciendo que el santo la «cambia por otras expresiones más dinámicas y vivenciales: la convivencia, el desposorio. Tienen la ventaja de indicar la vida, comunión de amor, reciprocidad», Jesucristo; rostro humano de Dios, rostro divino del hombre, en AA. VV. Antropología..., op. cit. , p. 76.

26.     Evidentemente el santo  piensa  aquí  en  la  unión  de  mayor  grado  posible aquí, en la tierra, es decir,  de  la  unión  mística  en  el  matrimonio  espiritual. No  entramos  ahora  en  las  posibles  diferencias  entre  la  unión  con  Dios  en el  estado  de  gracia  santificante  y  la  unión  mística.  Pero  consideramos  que la relación que se da  entre  la  unión  hipostática  y  cada  unión  con  Dios  tiene las mismas características generales y el mismo fundamento. Y a esto se refiere ahora el santo, no al grado de esta unión.

27.     «La  divinidad  de Cristo, en  vez de alejarle,  le da la posibilidad  de injertarse   en la vida personal de cada uno de nosotros, cosa que  no  podría  hacer  un simple hombre; consuela eficazmente, se mantiene siempre unido. Su personalidad divina acoge a su humanidad, la enriquece, la hace  penetrar  en  el  íntimo ser de la historia humana y de cada  hombre;  y  desde  las  raíces  tira hacia arriba, divinizando al hombre y la historia», F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 108.

28.     F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 49; cfr. también  F. Rurz: «En el gesto encarnatorio resalta, más que la humanización  de  Dios, la divinización del hombre. Jesucristo hace su entrada en la humanidad con  aires  de triunfo, irradiando divinidad  y  hermosura.  Para  poder  hacerlo  desde  dentro  se adhiere estrechamente al ser y a los destinos del hombre y del mundo, Introducción..., op. cit., p. 370.

29.     F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología..., op. cit., p. 302.

30.     Cfr. J. MOLTMANN, Le Dieu crucifié, Cerf-Mame, París 1974, p. 298 ss.

31.     M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit. p. 98-99.

32.     «Y por qué ella vida tenga, / yo por ella moriría; / y, sacándola del lago, / a ti te la volvería» (P 7, 7, vv. 263-266).

33.     F. RODRIGUEZ FASSIO, La cristología..., op. cit., p. 322.

34.     Cfr. C. GARCIA, La cruz del seguimiento, S. Juan de la Cruz: Subida 2, 7, en MC 100(1992) 125-137.

35.     Cfr. F. Rurz, Ruptura y comunión, en «Teresianum» 41(1990), p. 327.

36.     El santo, elevado a la unión mística, «pudo ver con la claridad que a pocos  les es dado  ver, la relación  íntima entre  la gloria de Cristo y la ignominia   de la Cruz, la identidad de Cristo glorioso y de Cristo crucificado, y comprender que los resplandores de la gloria de Cristo no son más que los dolores transformados en luz, y que el hombre no podrá  transformarse  en Cristo glorioso sin haberse antes transformado en Cristo crucificado», ANTOLIN DE LA v. DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit., p. 17.

37.     Alrededor del misterio de la muerte  y  la resurrección  está ordenado  el estudio de la doctrina del santo hecho por  E. STEIN.  Las  Noches son  la  expresión  de  la  muerte  espiritual  del  alma  para  resucitar en el amor divino  de la Llama. Esta transformación es posible sólo en Cristo. «Nuestros pecados quedaron destruidos a fuego en la Pasión y muerte de Cristo. Cuando esto creemos y nos unimos al  Cristo  total,  guiados  por  la  fe,  lo  cual  quiere  decir que hemos entrado también decididos por el camino del seguimiento  de Cristo, ya entonces, Cristo nos va llevando «a través de  su  Pasión  y  de  su Cruz, a la gloria de la Resurrección». Esto mismo, exactamente, es lo que experimenta el alma en la contemplación: el paso, a través del  fuego  expiatorio,  a  la  dichosa  ventura  de  la  unión  de  amor.   Es  lo  que  da  razón   de su doble carácter. Es muerte y resurrección. Tras la Noche Oscura brillan los resplandores de la Llama de amor viva», La ciencia de la Cruz..., op. cit., p. 252. Cfr. F. J. SESE,  La  «ciencia  de la  Cruz».  La enseñanza  de San Juan de la Cruz, a la luz del pensamiento de la  Beata  Edith  Stein,  en  ScrTh 23(1991) 643-665.

38.     M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit., p. 276.

39.     J. CATRET comenta así este párrafo: «Cristo atrae a todos hacia sí desde su cruz, desde el momento de la encarnación que el autor contempla como movimiento de «kénosis», o aniquilamiento, realizando con ello la función clave de Mediador único para la vida  espiritual  del  hombre  y la vocación de éste a participar de Dios «a su imagen y semejanza», pues todas las criaturas y más aún, la cumbre de la creación  que es el  hombre, están  vestidas de Cristo y por Cristo de la hermosura divina», La persona de Cristo y la fe. Pensamiento de san Juan de la Cruz, en REspir 34(1975), p. 77. Aquí habría que recordar lo que hemos dicho acerca  del  sentido  que  tiene  para  el santo la «hermosura divina», cfr. capítulo III, pp. 265-281.

Esteban Pinilla de las Heras

La reescritura de la microhistoria y el determinismo

En el siglo XIX continental no parece haber inquietado mucho a los historiadores la reescritura de la microhistoria. Era tan visible y manifiesto el proceso  de la macro-historia, que unas pinceladas erróneas no podían alterar la amplitud, consistencia, contenido y verdad del cuadro entero. La creencia en alguna clase de determinismo histórico formaba parte de las ideologías de la época y se halla en una pluralidad de autores continentales (en particular franceses) tanto racionalistas modernizadores y cuasi-revolucionarios, como Saint-Simon, o bien en deterministas reaccionarios, como Gobineau. Supuestas, o asumidas de modo apriorístico, ciertas causas o factores, éstas debían operar intrínseca y necesariamente en una dirección dada y con unas consecuencias y no otras.

Véanse estos párrafos que cito a continuación, como ejemplos aducibles entre otros de su estilo, párrafos que hoy nos dejan más que perplejos, asombrados. Dice Saint-Simon:

«La ley superior del progreso del espíritu humano conduce y domina todo; para ella, los hombres no son sino instrumentos. Aunque esta fuerza deriva de nosotros, no está en nuestro poder sustraernos a su influjo o controlar su acción, como tampoco podemos cambiar a voluntad el impulso primigenio que hace circular a nuestro planeta alrededor del sol. Todo cuanto podemos es obedecer esta ley dándonos cuenta del camino que nos prescribe en vez de ser ciegamente empujados por ella» [8].

«El porvenir está compuesto de los últimos términos de una serie cuyos términos primeros constituyen el pasado. Cuando se estudia a fondo los primeros términos de una serie, es fácil deducir los siguientes; así, del pasado bien observado, es posible deducir fácilmente el porvenir» [9].

Si esto decía el fundador del positivismo, decenios más tarde el ultranacionalista Gobineau no era menos categórico:

«Me considero ahora provisto de todo lo necesario para resolver el problema de la vida y la muerte de las naciones.»

«La Historia no es una ciencia constituida de distinto modo que las demás. [...] Se trata de hacer entrar a la Historia en la familia de las ciencias naturales, de darle [...] toda la precisión de esta clase de conocimientos a fin de sustraerla a la jurisdicción [...] de facciones políticas.»

«La jerarquía de las lenguas (nacionales) corresponde rigurosamente a la jerarquía de las razas» [10].

Poniendo en  términos generales el  abordaje de  la  Historia como ciencia «natural» (sic), puede decirse esto: aquella gente, fuesen de derecha reaccionaria o fuesen modernizadores revolucionarios, estimaban que el proceso histórico está rigurosamente determinado; por tanto, el conocimiento del objeto científico debía ser determinista; esto requería a su vez que el proceso científico emplease métodos e ideas heurísticas deterministas. Dadas tales premisas, la cientificidad del producto era asimismo algo asegurado, objetivamente necesario. Este tipo de fe lo abrazaron acríticamente, en el siglo XX, muchos soi-disant marxistas, desde Stalin hasta la señora Marta Harnecker.

Ahora el clima de ideas heurísticas prevalecientes nos ha llevado al extremo opuesto [11]. De modo coherente con la concepción del mundo empirista propia de una mayoría de intelectuales y profesores anglosajones, y en particular norteamericanos, se rehúsa la idea simple de causación para enfatizar la ilimitada pluri-funcionalidad de cada evento, y la aleatoriedad de las cadenas de eventos. Generalizaciones a partir de verdades locales. Así, en esa obra el autor norteamericano considera, a veces con excesiva humildad, que la faena científica del historiador debe limitarse a proponer, razonar, y probar, paradigmas de interpretación. Y que no es una mera conveniencia que empiece su capítulo citado con un enunciado de Ludwig Wittgenstein que dice «Der Glaube an den Kau- salnexus ist der Aberglaube» (la creencia en el vínculo causal es superstición).

La idea de que la escritura de la Historia es un diálogo con el pasado, influido por los intereses políticos del presente, es común a muchos autores, aunque no todos con el énfasis con que se halla, sea en Benedetto Croce, sea en los marxistas. E. H. Carr, en What is History?, expresa la misma idea. Y Collingwood está en idéntico campo cuando pretende que el historiador reproduce, en su pensamiento, el pensamiento de los actores históricos que cumplieron determinados actos.

Cuando un espacio social se halla muy fragmentado por diferentes sub-culturas puede acontecer lo siguiente: una pequeña minoría está obsesionada por un problema, el cual es «su» problema; y cuando alguien de esa minoría se pone a escribir la Historia de la entidad social, política o geográfico-política más englobante y general, entonces escribe esa Historia imputando a toda la sociedad, o generalizando a toda la población, lo que era nada más el problema de la minoría de su adscripción o pertenencia. Tal procedimiento conduce a anacronismos gigantescos, por decir lo menos grave. La cosa deviene delirante cuando los actores históricos del pasado son definidos, juzgados, etc., por su conciencia o su inconsciencia del problema de aquella minoría, y no por los intereses y motivaciones que les eran propios y que marcaban el cauce de los acontecimientos. Este tipo de falacia lo oímos ahora casi cada semana por algunos medios de comunicación en Barcelona.

El oficio de historiador no ha podido liberarse todavía del estigma original que lleva en sí desde su nacimiento, cuando era función reservada a un cronista en el entorno cortesano de algún autócrata. Se escribe Historia para servir al poder constituido, se escribe Historia como biografía apologética, hagiografía ejemplarizante o como biografía condenatoria y estigmatizadora. Se escribe Historia-ficción, como ya denunciaba un antiguo diálogo platónico, el Menexeno. Se escribe sobre todo Historia con el objetivo de reforzar la cohesión de un grupo social, una etnia, una nacionalidad; de crear, mantener o incrementar la conciencia política, para lo cual se recurre a veces a la fabricación de mitos, en el sentido que Georges Sorel dio al término «mito», el sentido de instrumento político. Y esto seguirá probablemente siendo así porque, como decía el gran maestro Enrique Gómez Arboleya (1957), «toda sociedad es una organización discutible, que vive justificándose». En fin, se escribe Historia para que el historiador acceda con éxito al mercado por la originalidad o el escándalo, y se convierta episódicamente en personaje público, con una cotización de su papel.

No es suficiente, por tanto, la existencia de un instrumental técnico historiográfico y de un repertorio de conceptos con estatus científico. Hacen falta unas condiciones organizativas e institucionales que creo pueden enunciarse así:

a)       Que exista una comunidad científica de la que formen parte los historiadores.

b)       Que los miembros de la comunidad científica que se dedican a la producción de Historia estén motivados por normas de ética profesional y de autocrítica.

c)       Que el esclarecimiento del pasado sea valorado públicamente, bien por la belleza de su reconstrucción (criterio estético), bien por la comprensión de cómo eran, cómo trabajaban, pensaban y vivían otros hombres (criterio humanístico comparativo), bien por la trascendencia que el conocimiento de los problemas del pasado puede tener para la gestión del presente (criterio pragmático).

d)       Que haya otros profesionales de la ciencia social interesados en aprender de los errores del pasado, y por tanto interesados en los servicios desinteresados de los historiadores (criterio interdisciplinario).

Violencia pública y violencia privada

El problema que se insinúa en el presente texto es de una extrema complejidad y admite diferentes tratamientos. Hay que responder a preguntas del orden de las siguientes:

—       ¿Por qué causas en los primeros meses de la Guerra Civil se formaron espontáneamente, tanto en el lado nacionalista como en el republicano, bandas compuestas por tres o cuatro individuos, aleatorias, no sujetas a organización jerárquica alguna, las cuales se dedicaron a asesinar oponentes políticos o religiosos?

—       ¿Se trataba de individuos ya predispuestos a aquel comportamiento?

—       ¿Hubo una especie de droga-adicción en el asesinato de modo que cada banda se profesionalizó, por así decir, en las ejecuciones?

—       ¿Eran siempre, verdaderamente, individuos jóvenes, grosso modo entre 18 y 25 años?

—       ¿De qué clases o grupos sociales procedían?

—       ¿Tenían alguna noción del mal, o algún criterio moral?

—       ¿Cómo había sido su socialización, para que ésta se transformase en ese comportamiento individual?

—       ¿Qué factores contextuales podrían explicar, o contribuir a explicar, la adopción de la violencia asesina en aquella magnitud?

Es fácil ver que estas preguntas remiten a análisis pluridisciplinarios, no exhaustivos: histórico-sociales, económicos, antropológicos, psicológicos, etc. Es difícil transmitir ahora al lector el sentimiento de estupor, primero, y de horror, seguidamente, que invadió a no pocos ciudadanos de Barcelona (y desde luego a mi padre, a mi gobernanta, la viuda Herbst, y a mí mismo) cuando los anarquistas y las llamadas Patrullas de Control, o individuos sueltos sin fe ni ley emergiendo de esos colectivos, se pusieron a asesinar a docenas de religiosos y religiosas, médicos, abogados, arquitectos, burgueses, empresarios, etcétera, cuyos cadáveres aparecían de madrugada en las estribaciones de Vall- vidriera o de la carretera de la Rabassada (grafía de entonces). Algunas de estas bandas, erráticas e impredictibles en sus territorios y en sus modos de acción, incursionaron en zonas rurales, bien porque alguno de los componentes de la banda era inmigrado suburbial de origen rural y tenía cuentas antiguas que liquidar, bien porque eran llamados por algún revolucionario marginal en la localidad, o en otros casos porque el comité anarco que ocupaba el poder local tenía alguna relación, no jerárquica ni organizada, con una banda de la gran urbe. El lenguaje popular designó durante meses a estas bandas como «los incontrolados». Y si, como bien decía Leibniz, conocemos diferenciando, aquella apelación señala precisamente el rasgo diferencial entre un conjunto de rasgos comunes con otros tipos de terrorismo. Lo característico de aquel fenómeno es que se trataba de individuos aleatoriamente coaligados, portadores de una voluntad de matar, sin recepción de órdenes superiores, sin jefes aparentes, sin una organización común a todas, o la mayoría, de las bandas y sin conocimiento público de su existencia ni por las autoridades estatales republicanas ni por las autonómicas, los partidos políticos ni los sindicatos. Por tanto, fue algo distinto de los componentes de las Strafexpeditionen nazis, de las razzias del partido fascista italiano, de los «escuadrones de la muerte» centro y sudamericanos o, en fin, de la Triple A argentina, formas de terrorismo privado a veces paga- das con dinero público o con dinero de terratenientes, y organizadas por algún individuo dirigente, más o menos conocido, con graduación militar.

Al fin, el silencio se rompió en Cataluña porque un valiente sindicalista de la CNT dijo que aquella forma de terrorismo individual ensuciaba el movimiento obrero (opinión que le costó la vida), y el Presidente Companys dijo, a finales de octubre de 1936, que si aquello continuaba, él no podría seguir donde estaba; i.e., como jefe —nominal— del gobierno autonómico. Más tarde, ya en 1938, el gobierno de la República (el estatal) hizo constituir tribunales ad hoc y fusiló media docena de terroristas que pudieron ser localizados o que fueron denunciados por la población. Pero, entre tanto, reinó la más lamentable cobardía.

En la inmediata posguerra, los vencedores en la Guerra Civil hicieron uso instrumental del terrorismo precedente, como una de las justificaciones del alzamiento militar. Ahora bien, en la entonces llamada Zona Nacional hubo asimismo un fenómeno de terrorismo individual e incontrolado. Y que este hecho era moralmente shocking para mentalidades distintas de las aquí predominantes, tiene su prueba en que el gobierno italiano encargó, a principios de 1937, a su primer embajador cerca de la Junta Militar en Salamanca, Roberto Cantalupo, que hiciese ante el general Franco las gestiones necesarias para que el poder que se estaba institucionalizando (i.e., militar) terminase con ejecuciones sumarias en Andalucía, en las que no estaba claro qué parte procedía de terrorismo individual y cuál era por sentencias de tribunales militares.

El problema del mal, y más exactamente de la voluntad humana deliberada para el mal, empezó a preocuparme cuando todavía estábamos, en 1935, en Soria, y mi padre fue objeto de amenazas por parte de un familiar y vecino nuestro. Después de la Guerra Civil quise saber qué clase de explicaciones, racionalizaciones o argumentos afines a estas últimas se tenían por más pertinentes en el juicio de lo acontecido en el país. No obtuve otra idea más brillante que la siguiente: que hay épocas en que Dios abandona el mundo y los hombres quedan entregados a la acción del demonio. Es superfluo añadir que se trataba de respuestas de sacerdotes. Y no parecían ser conscientes de que esa clase de palabras lo que hacía era plantear inmediatamente una serie de preguntas más difíciles y apremiantes: ¿Por qué Dios abandona el mundo? ¿Cómo lo podemos saber los hombres? ¿Qué signos nos lo indican? ¿Qué hay que hacer para resistir al imperio del demonio? El lector actual se sonreirá ante el carácter medieval de estas preguntas, pero así eran las cosas hacia 1939, 1943, en los años de gran crisis moral y espiritual. Finalmente, la conversación que- daba cortada en seco de modo autoritario: Doctores tiene la Iglesia. Y uno salía del trance aureolado peyorativamente con la imagen de muchacho impertinente, preguntón, dado a pensar demasiado (lo que siempre fue, según Cervantes y su eximio exégeta don Américo Castro, una inclinación muy peligrosa en este país) [12].

Muchos años después constaté que el Terror plebeyo en la Revolución francesa había despertado, como reacción, una cantidad de reflexiones y análisis sobre libertad y necesidad en el ser humano, conciencia e inconciencia del mal, determinismo y voluntad, la diferencia entre la acción humana no racional y la acción en el animal. En estas reflexiones, mezcladas con argumentos religiosos, hubo considerables tonterías, y lo genuina, realmente importante, es muy minoritario. Cuando el pensador había sido un entusiasta de la Revolución francesa (como lo fueron casi todos los Ilustrados en Occidente y los participantes en el movimiento de la Aufklärung en el mundo germánico) y frente a la realidad del Terror, se encontró obligado a subrayar sus distancias públicas y su más cauta visión del hombre y de la historia, entonces se produjeron algunos escritos de calidad y que conservan su fuerza. Obviamente, esta creatividad tenía que ser mayor, o más madura, allí donde existía viva una cultura filosófica y ética, hábitos de examen racional de conciencia, autonomía sistemática en filosofía, i.e., las ciudades y universidades de tradición protestante. La tradición filosófica idealista alemana estaba llegando a su máxima madurez. Sus cantos a la libertad del espíritu no tenían otro límite que el cuidado del filósofo para que alguna autoridad no le declarase públicamente ateo. (Y de aquí, quizá, ciertas espectaculares denuncias de difamación y reivindicaciones de no- ateísmo.) Y, dado que en esta parte occidental del Rhin había materialistas audaces y convincentes que pretendían ser científicos, y filántropos ciegos para la realidad del mal, aquellos idealistas alemanes se esforzaron al mismo tiempo en ser, y aparecer, como realistas, y esto en dos dimensiones: no sólo en sus fundamentos epistemológicos, sino también en sus escritos que hoy clasificamos como antropológicos.

Fue el caso del joven Schelling. Cuando estaba en la Academia de Munich terminó un ensayo titulado Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana (Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, para una edición de sus Philosophische Schriften, Landhust, 1809). Soberbiamente escrito, este trabajo más bien breve contiene destellos de gran penetración sobre libertad y necesidad, libre albedrío y determinismo, conciencia e inconciencia del mal, abordajes que están en las antípodas de los lugares comunes que siguen oyéndose ahora sobre esos problemas. (Digo abordajes, no soluciones; criba del trigo; distanciamiento crítico de los lenguajes de los filósofos y de los eclesiásticos, lo que no es poco.) El lector puede prescindir de las últimas veinte páginas, irritante anticipo de lo que sería el idealismo teosófico, romántico, místico, y delirante, del Schelling ulterior, y en algunas frases de penosa reescritura de la misma sopa, en el Schelling anterior (lo que le había valido, más tarde, algún sarcasmo del joven Marx en un apéndice a su disertación doctoral). Después de lo que allí quedaba dicho sobre el ser humano y su lugar en la creación, los vínculos primigenios entre necesidad y libertad, el hombre como acción y voluntad en devenir, y la actualización de la posibilidad del mal en el individuo, uno comprende que hubiese filósofos ateos, educadores fichteanos y neokantianos. Lo que uno no comprende es que se siguieran diciendo ingenuidades sobre el mal como una especie de eclipse de la razón, o como el mal que le llega al individuo heterónomamente, desde la sociedad.

Este error trágico, tardía lectura populista de lo que en Rousseau era un a priori metódico, estuvo muy extendido en la España de los krausistas y sus epígonos, los neokantianos y los educadores de la Segunda República. Elite con pretensión de super-civilizada, y víctimas de sí mismos y de la población que tenían debajo.

Ahora bien, todos mamamos de jóvenes en ese equívoco. En 1969, la Universidad Autónoma de Madrid me invitó a participar en un seminario sobre  el tema general de las ideologías en la España de hoy. Envié desde París, y luego defendí en Madrid, una ponencia sobre la relación entre violencia pública e ideologías en la sociedad española inmediatamente  anterior  a  la  Guerra  Civil. No hay en aquel texto ni una leve insinuación sobre causas intrínsecas a los individuos; todos los factores eran contextuales. Tampoco se explicaba en qué modo los individuos interiorizaban la violencia pública para aplicarla a causas privadas y transformarla en violencia privada. Esta autocrítica no implica que  los factores contextuales estuvieran mal seleccionados o mal definidos. Al contrario; los sigo pensando como realmente actuantes. Lo que  creo  ahora es  que esa selección era radicalmente insuficiente. Es más: creo algo grave, ya razonado por mí en En Menos de la Libertad (pp. 222-234: La racionalización de la violencia y el des-aprendizaje colectivo), a saber: tendencialmente esta población se halla en situación de inconciencia ante el mal, y por tanto es vulnerable, indefensa, ante el terrorismo. País de mucha moral tribal, pero de poca ética personal.

Para una explicación rigurosa, siguiendo cánones de razonamiento (ya que la prueba de las hipótesis es imposible), el problema no consiste en ir acumulando variables contextuales. El método admite todo cuanto sea plausible y validado por la experiencia, biográfica o documental, o ambas. La cuestión está en explicar con universalidad y coherencia un grupo de relaciones entre propiedades del entorno y atributos de los individuos. Y como fruto del examen, presentar esquemas de explicación que sean válidos para otros hechos semejantes de violencia que es a la vez privada y colectiva.

El caso es un buen ejemplo de la dificultad del método científico en ciencias sociales. No resuelve la dificultad explicar que, por disolución del orden legal y de los vínculos sociales, todo individuo estaba entonces en situación de anomia, y además que (como dijo un ex capitán médico del Ejército republicano) los asesinos eran, en su mayoría, bien excarcelados, bien psicópatas fugados del hospital, y el resto «vagos y maleantes» (expresión jurídico-penal de la época) a quienes alguien había distribuido armas, sin determinar su acción posterior. Estas explicaciones son descriptivas, ad hoc, y valen en el nivel conversacional. La amplitud y duración de los hechos requieren otros planteamientos. El concepto mismo de anomia exige una especificación. ¿En qué medida reenvía a la disolución del orden institucional —en el sentido más extenso de este último término, i.e., incluyendo instituciones sociales y culturales que pautan los comportamientos de la vida cotidiana— y en qué medida reenvía al naufragio de toda clase de valores y de normas en el propio individuo? Un concepto aislado no constituye una explicación.

En el escrito que antes cité, ya en  la  primera página del  ensayo  y  todavía con profundo acento kantiano, dice Schelling que «ningún concepto puede determinarse aisladamente: es la demostración  de  su  relación  con  el  todo  lo que le da su perfección científica». Aserción verdadera en sí misma, apodícticamente, y trascendente a la práctica científica. Lo que nos  está diciendo es  que las relaciones entre el todo y la parte son recíprocas, no sólo en el ámbito conceptual sino también en su sustrato empírico. En términos más próximos al problema: el entorno (determinadas propiedades suyas) actúa sobre el individuo (portador de determinados atributos) y, a su vez, el individuo  tiende  con  su acción a reforzar aquella parte del entorno que conviene para su propia acción, su comportamiento, su justificación. Por tanto, el individuo no es un nihilista indiferente a valores y que permanece aislado, solitario como tal individuo, disponible para coaligarse temporal y aleatoriamente con otros individuos semejantes a él. El asesino potencial se  transforma en  actual en  cuanto siente que satisface una necesidad. Ha asumido el Mal en la definición misma de Schelling: una  voluntad individual que  impone su  particularismo. La  voluntad  de este particularismo se estima a sí misma como libertad y como necesaria. Y con ella suprime un universalismo. La actualización del Mal empieza con la  voluntad de un particularismo. Obviamente, el universalismo implica también una trabazón entre necesidad y libertad. Pero aquí el concepto y sus referentes empíricos se sitúan en otro nivel, que es supra-individual.

Ignoro si Durkheim, durante su época de estudio en Alemania, tuvo ocasión de leer el breve trabajo de Schelling u otros análogos de pensadores alemanes de los primeros decenios del siglo XIX, indirectamente provocados por la reacción antirrevolucionaria o por la consternación ante el Terror plebeyo durante la Revolución francesa. Probablemente, Durkheim no leyó nada de aquello, porque en 1886 Schelling había sido ya archivado entre los clásicos del romanticismo y había otros filósofos que atraían la atención del público (Hartmann, Wundt, Schäffle, Nietzsche, etc.). En aquel decenio, Durkheim   no había elaborado todavía su teoría moral de bases sociológicas. Ahora bien, la distinción durkheimiana entre individualidad y personalidad, aunque sea puramente analítica, es aquí de suma pertinencia heurística. Tanto el individuo como la persona, emergente sobre aquél, interiorizan materiales (representaciones colectivas, hábitos, comportamientos, etc.) que son sociales. Pero la construcción de la persona implica una jerarquía. La persona es portadora de otro nivel de conciencia. La conciencia del individuo expresa el cuerpo y sus esta- dos. La conciencia de la persona reelabora e interioriza valores y vínculos sociales. En su nivel más cualitativo percibe que en la sociedad, y en otras personas, hay algo que es sagrado. A principios de siglo, Unamuno enunció (simplemente enunció, no elaboró) una distinción análoga a la de Durkheim entre individualidad y personalidad. Y el entonces joven Unamuno decía que la educación católica tradicional que se daba a los adolescentes en España (o en su Vizcaya natal) creaba seres con máxima individualidad y mínima personalidad.

Con lo que queda dicho hasta aquí, basta para advertir que argumentos como el que recurre al concepto de anomia y explicaciones que reenvían al vacío de poder, la debilidad del Estado, la incompetencia de los gobernantes (más bien cobardía), son insuficientes para comprender (en el sentido weberiano) la acción de una cantidad de individuos que necesitaban matar, repetitivamente. En un análisis con rigor científico sería incluso pertinente reducir la extensión de la noción de contexto (cuyos referentes son institucionales) y sustituirla por la de entorno del individuo (construida con referentes más próximos, culturales, educativos, sociales, territoriales: el barrio, el suburbio, o en el caso de los asesinos de la Zona nacionalista, jóvenes carlistas, miembros de las Juventudes de la CEDA, etcétera, determinados colegios religiosos, o poblaciones de terratenientes a la defensiva rodeados de un proletariado que ya no reconocía jerarquías sociales, etcétera). Ahora se ha puesto de moda el término clusters, que es ciertamente más apto para cubrir la interacción recíproca entre el individuo y su entorno. El contexto resulta demasiado extenso para los individuos sin poder alguno.

Puestas las cosas en estos términos, es factible establecer órdenes de pertinencia, desde los más externos (la crisis económica, la violencia mundial generalizada, las guerras en Asia, en África, en América del Sur, contemporáneas con la formación de una cultura de la violencia en Europa, y concretamente en Cataluña) hasta otros que implican necesariamente la interacción del individuo con, o contra, su entorno. Pensemos que la crisis fue precedida por un período de plenitud, lujo, expectativas al alza, maravillas técnicas súbitamente introducidas en la vida cotidiana aportando horizontes inimaginables para el habitante rural, como la radio y el cine, espejismos permanentes, urbanos, que hacían explotar los cerebros de los adolescentes. Barcelona pasa en siete años de 730.000 a un millón de habitantes. Como todo desarrollo económico capitalista, éste fue fuertemente desigual, en la dimensión territorial horizontal y en la vertical o social.

Era un tiempo de ubicua, generalizada, difusión de utopías, pero sin formación de una cultura política. O, en otras palabras (aspecto central en mi comunicación al seminario de la  Universidad  Autónoma  de  Madrid  en  1969), las ideologías eran débiles relativamente a unas utopías que eran muy fuertes. La ideología desempeña en determinados contextos y coyunturas una función positiva en la medida en que  codifica aspectos de  la  realidad.  La  utopía imagina un futuro ideal o trata de restaurar un pasado mítico. Estas particulares especies de representaciones colectivas se insertaron en una situación de frustración, tanto para las  clases altas como para la  baja clase media y  los lumpen (no sólo los proletarios, fuesen campesinos o industriales). Las clases económicamente dominantes habían dejado de ser políticamente dominantes, en muchas provincias y en el vértice del Estado ya no eran tampoco políticamente  dirigentes. No había políticos al timón ni empresarios dispuestos a reformar para conservar. El concepto mismo de «sociedad española» era  en  1936 problemático: había un mosaico de sociedades disjuntas (y en  rigor,  en  el  concepto y  en  los hechos, la sociedad en  el  sentido durkheimiano  había  desaparecido; nada era ya sagrado; ni el hombre).

En fin, las clases altas habían fracasado en una capacidad que es fundamental en las formaciones sociales: la violencia latente ha de mantenerse oculta, enmascarada, disimulada detrás de un bosque de legalidades y legitimidades parciales. Que las formaciones sociales (fuese en el campo andaluz o en la fábrica en Cataluña) descansan en última instancia sobre la fuerza y que en ese nivel el Derecho es el lenguaje del Poder, son conocimientos que deben reservarse a unos pocos, precisamente porque el recurso a ellos no puede (ni debe) ser permanente. La paz civil implica que las clases subordinadas siguen, sin resistencia visible, la lógica de las clases dominantes. Esta no era la situación.

Los jóvenes hijos de terratenientes o de fabricantes burgueses iban armados con una pequeña pistola en el bolsillo. La «cultura» de la pistola determinó incluso la fabricación de auténticas maravillas de artesanía, como la Astra con incrustaciones de nácar. Y si un joven burgués tenía un incidente en, digamos, las Ramblas, en una noche de farra, al día siguiente los lenguajes populares o  los semanarios satíricos habían construido su particular adaptación de algún viejo Quatrain plébéien de las revoluciones transpirenaicas del siglo XIX, generalizando para toda una burguesía barcelonesa lo que era, a lo sumo, descripción de la cadena generacional en una familia [13]:

Abuelo negrero,

Padre banquero,

Hijo caballero,

Nieto pistolero.

El odio a las clases altas era más impactante en la clase media, y en particular la media-baja, que en las clases trabajadoras industriales urbanas. Entre los trabajadores de la tierra en Cataluña debió existir una situación de clusters, unos más pacíficos, con vigencia residual de la vieja jerarquía social, y otros rebosantes de violencia latente. No sé si correspondían a una realidad extensa o no, pero años después de la guerra me contaron, en pueblos donde los trabajadores alternaban trabajo agrícola con trabajo en fábricas textiles, casos increíbles del acoso sexual a las muchachas de la fábrica textil por parte de contramaestres, encargados, jefes de personal de la empresa, etc.

Esta situación de clusters, unos estallando de violencia latente, otros más pacíficos, siempre en esperanza del milenio final y feliz, se daba asimismo en Andalucía. Extraigo del olvido histórico el texto siguiente, que describe a maravilla lo que era la situación en ciertas áreas del campo andaluz:

«Yo he vivido largos años en Andalucía, he administrado allí justicia, he estado en contacto con las necesidades del campo en aquellos pueblos. Voy a relatar a la Cámara [el Congreso de Diputados, Segunda República] un caso impresionante que ha quedado en mi memoria y que quiero que todos conozcáis. Se trata de un cortijo en un pueblo del partido judicial de Carmona y propiedad de un gran señor. [...] Este gran señor vive en Madrid, y aquí venían de Sevilla, como las moscas a la miel, aspirantes al arriendo del cortijo. Por amistad o por influencia con el administrador se conseguía el arriendo, por ejemplo en 50.000 ptas., y el arrendatario que obtenía en Madrid el arrendamiento en 50.000 ptas. marchaba a Sevilla y allí lo subarrendaba a otro caballero de Carmona que daba por él 80.000 ptas., y ya el  sevillano constituía una renta o  base de capital de 30 mil anuales que le permitían pasar las tardes detrás de las vidrieras del Círculo de Labradores. El de Carmona subarrendaba aquello por lo cual pagaba 80, a 100 a otro individuo de El Viso, quien   se constituía otro buen pasar con la diferencia; y el de El Viso parcelaba las tierras y las entregaba directamente a los cultivadores para obtener 130. De manera que aquello que a los cultivadores les costaba 130.000 de sudores y esfuerzos, cuando llegaba al dueño había quedado reducido a 50 y la diferencia se había distribuido entre los señoritos de Sevilla, Carmona y El Viso, para gastarlo en chatos de manzanilla» [14].

Es obvio que la peste parásita era la burguesía intermediaria. El «gran señor» era un ocioso incompetente y absentista. Esta red de relaciones sociales forman una genuina variable contextual. Los individuos tienen comportamientos sociales que están determinados de modo heterónomo por la estructura de clases sociales. Y acciones que se les aparecen, a ellos mismos, como autónomas, reproducen propiedades de la identidad de cada clase. Eventualmente practican una reacción, sea directa, o bien indirecta, o bien parasitaria, frente a otra (u otras) clases presentes en la singularidad de cada contexto económico-social, dentro de una dimensión de dominación a subordinación. Puede así explicarse, en parte, que años más tarde las víctimas del terrorismo anarco fuesen proporcionalmente más en la burguesía media que en la clase alta o aristocracia (o sus equivalentes territoriales). Cabe añadir que aquella burguesía parásita e intermediaria contribuía a una coyuntura de inestabilidad económica y laboral, inseguridad en la cadena de situaciones personales e impotencia de los proletarios, eslabón final. Y, en fin, reactivamente, la utopía de los de abajo se focalizaba de modo patéticamente absoluto en la abolición de cualquier rasgo de jerarquía social: «naide es más que naide», «todos hemos nacido iguales», etc.

Sobre los nexos entre inseguridad y agresividad se hicieron una cantidad de estudios en la Alemania de Weimar, motivados por la gran crisis mundial de los años treinta y el ascenso político de los nacionalsocialistas, en un clima de violencia pública que, con todo, no se transformó en violencia privada, y a la vez colectiva, de la forma que asumió en España. Con lo dicho queda claro (o eso espero) por qué es preciso distinguir esta violencia, tipificándola como de naturaleza diferente a otras violencias, las de Estado, las paraestatales, las de milicias de partidos políticos con fracciones militarizadas, la violencia discontinua de policías locales, la de milicias privadas, etc. Es de otra cosa de lo que he venido hablando: una interacción recíproca entre determinadas propiedades de un contexto y los atributos de determinados individuos sin fe ni ley. Es así como de una violencia pública nace una violencia privada, la cual luego deviene colectiva no por organización sino por acumulación [15].

Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

8      L’Organisateur, 1819, en Oeuvres, IV, p. 119.

9      Mémoire sur la science de l’homme, 1813, en Oeuvres, XI, p. 288.

10      Conde DE GOBINEAU, Essai  sur  l’inégalité...; traducción  española, Ensayo  sobre  la  desigualdad de las razas humanas, Barcelona,  editorial  Apolo,  1937,  respectivamente  pp.  44,  623,  629  y 149.

11      Véase en el útil libro de David HACKETT FISCHER, Historians’ Fallacies: Towards a Logic of Historical Thought (Londres, Routledge & Kegan Paul, 1971), el capítulo titulado «Fallacies of Causation» (pp. 164-186).

12      Por lo demás, ¿qué podía exigirse de los cerebros eclesiásticos en una época en que los obispos, e incluso el Cardenal Primado con sede en Toledo, Monseñor Enrique Pla y Deniel, multiplicaban los textos sobre la urgencia de alargar hasta el tobillo las faldas de todos los ejemplares, de cualquier edad, del sexo femenino, y la necesidad imperiosa de prohibir el baile agarrado?

13      Esta estrofa, no sé si de 1935 o ya más antigua y reelaborada, perdió en tierras del Caribe y del Río de La Plata su carácter político y se convirtió en una mera descripción del fracaso de familias de Cantabria o Galicia, emigradas: Abuelo negrero, Padre caballero, Nieto pordiosero. En Barcelona, o en la costa catalana, Hijo caballero significaba, probablemente, ennoblecido por el rey Alfonso XIII.

14      «La Reforma Agraria: debate sobre la totalidad», en Arturo MORI, Crónica de las Cortes Constituyentes de la Segunda República Española, Madrid, editorial Aguilar, 1932, tomo VII, p. 475. Del discurso del diputado, por Madrid-provincia, Luis Fernández Clérigo

15      Mi comunicación al seminario antes citado en la Universidad Autónoma de Madrid, diciembre 1969, se halla en el volumen colectivo (con J. Solé Tura, J. Prados Arrarte, Carlos     Moya, Antoni Jutglar, J. Jiménez Blanco, etc.) Las ideologías en la España de  hoy,  Madrid, Ed. Seminarios y Ediciones, 1972. Hay algunas erratas de cierta importancia. El final de la comunicación está alterado por la censura

Esteban Pinilla de las Heras

Reescribiendo la historia

En 1960, el filósofo polaco Adam Schaff publicó en la revista internacional Diógenes (edición francesa: Diogène, núm. 30, París, Gallimard) un ensayo bajo el título «Pourquoi récrit-on sans cesse l’Histoire?». Era un trabajo erudito en el cual se compactaban en reducido número de páginas una cantidad de problemas. Adam Schaff se proponía la refutación de dos tesis que él juzgaba erróneas, a saber, las codificables bajo los conceptos de «presentismo» y de «perspectivismo». Digo codificables, pues la simple lectura del ensayo de Schaff y de los autores que él citaba muestra una pluralidad de dimensiones (no solamente historiográficas sino asimismo filosóficas y epistemológicas) subyacentes a cada concepto. A causa de esta pluralidad debo proceder aquí a una simplificación. Si ésta no se hiciese nos perderíamos en un bosque de problemas de diverso orden, naturaleza y jerarquía, y no podríamos atenernos a lo que debe ser claro, distinto y fundamental.

La primera tesis está sobre todo vinculada al nombre de Croce y dice, en lo sustantivo, lo siguiente: la Historia constituye una proyección, sobre el pasado, de la política del presente [1]. Por esta causa no existen verdades históricas objetivas: la producción de Historia está subordinada a la política del período en que se produce. Se reescribe sin cesar la Historia a causa de que se transforman las condiciones (a veces coactivas) sociales, ideológicas, corporativas y políticas, desde las que se hace descripción, interpretación o análisis histórico. El historiador pertenece a una estructura social dada, está adherido por ascription o por achievement a unos grupos, a los que se debe, y respecto a los cuales refleja o asume los intereses políticos y sociales, tal como éstos actúan en el presente.

La segunda tesis está vinculada sobre todo al primer historicismo alemán [2], y dice en lo sustantivo lo siguiente:

a)       El objeto histórico carece de existencia intrínseca: es una construcción intelectual del historiador. Esta construcción es discrecional e incluso, a veces, arbitraria: él selecciona períodos, datos, fechas, documentos, ideas, procesos, y los nombra, clasifica y adjetiva con categorías que forman su instrumental profesional.

b)       Esas categorías que él emplea para la construcción del objeto no son puros instrumentos lógicos o científicos; ellas mismas son históricas, y además de su función cognitiva conllevan ideas que traducen o reflejan, directa o indirectamente, la cultura del tiempo y del contexto, son una manifestación de la constante creatividad humana, y con ella una novación, total o parcial, en horizontes y en perspectiva.

Como es obvio, ambas tesis tienen ciertas dimensiones comunes que se refuerzan recíprocamente. Su resultado conjunto es la negación de las condiciones requeribles para producir proposiciones o tesis que sean generalmente aceptadas como verdaderas y de modo conclusivo y cumulativo. Todo producto historiográfico estaría sesgado desde sus orígenes, tanto los motivacionales del sujeto como los cognitivos que delimitan el objeto.

Hasta aquí mi resumen de las tesis combatidas por Schaff. No entraré en la exposición de las soluciones que daba el filósofo polaco, algunas brillantes y otras muy endebles (ingenuas). Ello exigiría varias docenas de páginas, y éstas que ahora escribo tienen por meta una justificación de mi estudio y de la técnica empleada. El lector deseará además, sin duda, que se le hable lo más pronto posible de Barcelona (y por extensión de Cataluña y de España) durante un período de algo más de tres decenios; primero bajo la Guerra Civil, que yo viví siendo apenas un adolescente, y luego bajo el Régimen que en tiempos más cercanos quedó archivado con el término de «franquista». Ahora bien, mi justificación exige que hablemos todavía de estas cosas que, en apariencia, son sola- mente querellas del mundo académico.

Las tesis negadoras de la probabilidad de objetivación de verdad histórica generalmente aceptable de modo conclusivo y cumulativo son re-pensables en dos versiones, una que llamaré débil, embellecedora o estética, y que concierne sobre todo al perspectivismo; y la otra que llamaré fuerte, escéptica o política, y que concierne al presentismo.

Por el estímulo de sus necesidades y capacidades culturales, que trascienden el sustrato biológico, el hombre ha devenido actor que se redescubre y se reinterpreta discontinua y sucesivamente. Desde cada lugar y tiempo piensa las acciones de otros hombres (que fueron protagonistas individuales y colectivos), y al hacerlo enriquece no sólo sus motivaciones (las de aquéllos), sino también sus cogniciones: cómo ellos percibían las otras gentes y las cosas, y sus propios problemas, y valoraban sus medios en relación a sus fines, etc. Este enriquecimiento a posteriori en motivación y en cognición añade una realidad virtual a la realidad fragmentaria y mal conocida de los actores desaparecidos. En qué medida esta realidad virtual es (fue) verdadera, no podemos ni saberlo ni demostrarlo. Y, con todo, tiene una parte cada vez más importante en la reescritura de la Historia.

Si la vida cultural de una formación social es sierva de sucesivos dogmatismos políticos, no actúa como valor vigente el amor a la verdad, una especie de lucidus ordo interiorizado. Lo que se produce es la alternancia de vencidos humillados y vencedores arrogantes. En la radicalización de esta situación lo que hay no es ya creatividad, reinterpretación, enriquecimiento, etc., sino una forma burda y miserable del presentismo que puede incluir la fabricación tanto de la Historia remota, más abstracta, como de la Historiografía más reciente y concreta.

En el último decenio asistimos, en el contexto cultural en el que escribo, a una gigantesca empresa de reescritura de la Historia. Casi cada semana uno puede constatar, y más particularmente oír por alguno de los medios locales de comunicación de masas, a historiadores (o a gentes que usurpan la  dignidad del historiador) para decir cosas que le dejan a uno atónito, sea porque se hallan en oposición con hechos de los que uno ha sido coetáneo pasivo, sea porque uno los ha vivido comprometidamente.

Esta percepción no es efecto de un solipsismo. En un libro de notable valor literario, biográfico e histórico, el primer volumen de las memorias del arquitecto Oriol Bohigas (que lleva el significativo e inteligente, título de Combat d’incertesses), puede leerse el siguiente párrafo:

«Ja ho he dit moltes vegades: les falsedats imposades pels historiadors franquistes han quedat —desgraciadament— compensades pels favoritismes documentals i per les memóries voluntáriament i esporuguidament vindicadores dels que abans o ara han fet militáncia de l’anti-franquisme» [3].

Estas frases de Oriol Bohigas no hacen sino confirmarnos que todo el problema sigue en pie, y que no era una constatación gremial, eventual y efímera aquel famoso juicio de uno de los fundadores de los Annales, Marc Bloch (autor no citado por Schaff en su ensayo), juicio que dice que desde 1830 no   se hace Historia, sino que se hace política.

Las dimensiones del problema no respetan tampoco a los historiadores que pretenden no estar atados por el principio de solidaridad (o, en otras palabras, que aspiran a no ser etiquetados en una facción política). Pondré un ejemplo que viene de la circunstancia misma que alberga los materiales de mi objeto de estudio. En 1945, recién terminada (en Europa, no en el Océano Pacífico) la Segunda Guerra Mundial, empezó a publicarse en Barcelona una revista cultural titulada Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas. Esta revista, inicialmente muy ceñida (como sugiere la inspiración d’orsiana de su título) a materias de arte y de estética, fue introduciendo cada vez más contenidos políticos, algo que era coherente con la preocupación de muchas gentes del país que, en aquellos momentos, se preguntaban cómo le sería posible al Régimen subsistir frente a la presión internacional, en el aislamiento político y con una situación interna de degradación económica.

En el volumen X de Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, aparecido en enero de 1946, hay un artículo del escritor catalán Joan Estelrich, una de las figuras intelectuales más conocidas por su colaboración en la «Lliga Regionalista» y por su amistad con Cambó. En este artículo, titulado «Un diálogo político», Estelrich planteaba con toda transparencia el problema del observador, o del político, que se mantiene fiel a sí mismo en tiempos de continuo cambio de ortodoxias:

«Cuando los tiempos se muestran tan rápidamente mudables, el hombre que no cambia se pone en trance de resultar el más inconsecuente. [...] Imaginad un político idealista que, en España, entre 1920 y 1940, haya tenido por norte y guía de sus actos un programa concreto de reformas económicas, sociales o culturales. Durante dicho período España ha tenido monarquía constitucional, dictadura militar, república democrática, guerra civil, régimen falangista. Cada cambio ha producido una verdadera revolución de programas y de personal político; después de cada cambio las ideologías y las fuerzas políticas ofrecían un panorama absolutamente nuevo. El hombre que durante este período no haya hecho ningún cambio de posición o de táctica, se ha eliminado sin más ni más. Y para quienes han cambiado de fines, incluso sin darse cuenta, llevados de los acontecimientos cuando no de las pasiones, aquel que, por no cambiar de objetivos, haya cambiado sus amistades, colaboraciones y alianzas, aparecerá como un inconsecuente» [4].

En otros números de la misma revista aparecen reiterativamente reflexiones sobre el problema de la Historia como ciencia (en su mayoría debidas al historiador, profesor en la Universidad de Barcelona, Rafael Ballester Escalas). En estas reflexiones se hallan, súbita y aisladamente, relámpagos geniales que quedan sin desarrollar ni sistematizar, perdidos en medio de un mar de frases circunstanciales sobre Hegel, Nietzsche, Spengler, etc. El autor no se pregunta por qué se reescribe continuamente la Historia, pero dice cosas que contribuyen a pensar otras respuestas que las vulgares sobre la subordinación de la Historia a la política del presente. Tengamos en cuenta que aquellos ensayos estaban escritos cuando acababan de derrumbarse todas las utopías fascistas, desde la del Reich de los Mil Años hasta los fascismos caseros y folklóricos de otros países menores (no solamente en el Sur de Europa). En uno de aquellos ensayos, Rafael Ballester Escalas hacía un lúcido examen de la relación entre utopía y ucronía. Y escribe que en Historia, como en teoría de la relatividad, tiempo y espacio son una misma cosa, y por tanto que la utopía exige la ucronía:

«A la utopía le estorba el tiempo, que no constituye para ella nada esencial. La característica de lo utópico es la perfección, y el tiempo es algo demasiado delator. [...] En cambio, la tragedia sin el tiempo no se concibe, porque la tragedia es historia» [5].

Lo que el autor está sugiriendo (aunque no lo diga literalmente con estas palabras, o más bien lo diga únicamente con referencia a Inglaterra) es que cada espacio territorial (y social y político) tiene su tiempo, un tiempo que le es propio y que está ligado a su constitución como entidad histórica. Al contrario de la ilusión racionalista y positivista, no hay una historia lineal de la humanidad, en constante progreso:

«El siglo positivista arrastraba una especie de mística  cultural,  y  no  se daba cuenta de ello. Acostumbrado a  considerar  la  Humanidad  como una Idea platónica, como una  entidad homogénea destinada a  evolucionar siempre hacia adelante, sin que se estancase ninguna de sus  partes,  había acabado por sacrificar el factor espacio en aras del factor tiempo» [6].

Esta reflexión es aplicable asimismo dentro de un Estado y dentro de una nación, e incluso dentro de una metrópoli. Y no solamente por las distintas pertenencias, o adscripciones, de cada historiador a una clase social o a un bando político, sino por algo más esencial y que solicita un análisis más profundo: la pluralidad de espacios sociales, sea en el interior de un Estado, sea en el ámbito de una misma gran ciudad, conlleva potencialmente (y a veces necesariamente) una pluralidad de tiempos. Cada actor —universitario, político, financiero, empresario, sindicalista, etc.— y cada aspirante a actor es portador en alguna medida de un tiempo que es propio a su colectivo. Y, con éste, es portador de una cierta manera de percibir la duración histórica, su permanencia y su decadencia.

Este criterio hermenéutico podría trivializarse hasta el ridículo de nuestros empiristas universitarios si se dice, ex. gr., que la temporalidad que vive el especulador en Bolsa (que debe pagar o liquidar en la tercera semana del mes) es de alcance diferente a la temporalidad del cultivador de viñedos (que calcula no solamente cosechas sino también esperanza de vida de sus viñas). Lo que aquí importa es algo de otra naturaleza menos subjetiva y más trans-personal. Cuanto menos homogéneo, social y culturalmente, sea un contexto, cuanto más dividido esté por marcadas diferencias económicas, sociales, culturales, étnicas o lingüísticas, tanta mayor probabilidad hay de que cada sujeto se focalice sobre objetos que le son estrictamente propios, portadores de su temporalidad particular. La pluralidad de objetos (cogniciones, motivaciones, acciones) queda incrementada en los casos en que operan fracturas generacionales intensas, lo cual es a su vez inevitable cuando no hay un sistema educativo público bien institucionalizado, unificado, centralmente orientado y dirigido, y transmisor de valores generalmente aceptados, de los que se hace cargo, transitivamente, una generación tras otra. Si este sistema existe (o existió), como en Francia, entonces resulta que desde el pequeño espacio-tiempo local hasta el gran espacio-tiempo estatal, la comprensión de las acciones humanas viene en última instancia determinada por el espacio-tiempo estatal; éste es determinante nada remoto de las expectativas y carreras de los actores. En el bien entendido siguiente: lo es siempre y cuando exista y esté actuante una auténtica clase dirigente, portadora de un proyecto, dueña de un nivel de gestión pública observable y compartible. Si lo que hay es, en vez de eso, una ficción institucional, como aconteció bajo el Régimen del general Franco, o bien no hay en absoluto clase dirigente, como acontece ahora, entonces no hay tampoco unificación de los micro-tiempos en la serie gobernada del macro-tiempo, y aquéllos se imponen con su desorden, su caos, y sus mediocridades con figura de protagonistas.

A veces, el historiador se ve conducido por las características propias de su objeto y recorre el camino en sentido inverso: de lo estatal a lo local. Este es un rasgo en la carrera de Pierre Vilar. Su primer trabajo importante fue hecho en Barcelona, en 1934, y versaba sobre «Le rail et la route: Leur rôle dans le problème général des transports en Espagne» (publicado en Annales d’Histoire Economique et Sociale, París, Librairie Armand Colin, pp. 571-580). Aunque en aquel estudio Vilar analizaba la política general de transportes en la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, es ya obvio que su atención queda atraída por particularidades catalanas y, más estrictamente, barcelonesas. El objeto histórico no es, pues, una construcción tan arbitraria como suponen algunas de las tesis criticadas justamente por Schaff. En el análisis de la acción colectiva pueden construirse modelos portadores de una capacidad heurística. Para que ésta se produzca, no sólo han de ser operativas y verdaderas las relaciones entre conceptos y contextos; además de ello, los referentes de los conceptos han de estar ligados de un modo necesario, con coherencia sincrónica y con consistencia serial y diacrónica. La acción colectiva se inscribe en, y forma, sistemas. Tal como he dicho y escrito otras veces, si queremos poner el análisis de la acción humana al nivel científico comparable a análisis en las ciencias «duras», hay que satisfacer no solamente normas lógicas, sino también tres procesos indispensables: conceptualización, contextualización, matematización. Conceptualización: selección y uso de conceptos pertinentes para el sujeto colectivo y para el objeto a explicar. Contextualización: situación social del sujeto y sus relaciones. Matematización: algo más que la mera cuantificación: correlacionar las condiciones mayores de cada estructura con la magnitud y orientaciones de la acción. Se pierde todo rigor científico cuando resulta que, como decía Marx, abstraigo el abstracto de su concreto: entonces no me queda nada más que el abstracto. (Ejemplo actual, la palabrería sobre la contractualidad en la postmodernidad y otras preciosidades de algunos soi disant sociólogos.)

Dicho en otros términos: aunque el  objeto es  una  construcción discrecional, ésta es sui generis porque incluye una realidad que presenta resistencia a la deformación. El investigador motivado por la verdad  sabe ponerlo de  manifiesto y revelar la pertinencia de la cognición de  Renan: «ces choses complexes où tout se tient, où les quelités sortent des défauts, et où l’on ne peut rien changer sans faire crouler l’ensemble».

Por esto es tan esencial, si queremos comprender y explicar, que el historiador permita hablar a los propios actores dentro del contexto de problemas que eran decisivos para ellos y desde la escena donde ellos se agitaban. Esta gentileza científica del historiador incrementa la parte de no manipulación del objeto histórico. Y por esto es también tan esencial que, cuando el historiador ha sido testigo contemporáneo a los hechos, él mismo se convierta en documento: actor frustrado que aporta su testimonio verdadero.

Claro es que esas acciones humanas, individuales y colectivas, que requieren ser comprendidas y explicadas, se inscriben dentro de procesos cuya consistencia y cuya duración y dirección escapan a la conciencia de la inmensa mayoría de los actores. Estos procesos de longue durée son como el cauce de un río respecto a cada gota anónima del agua. Pero de esto no debemos deducir,  ni como teoría ni como técnica historiográfica, que los hombres son como sonámbulos dando golpes en la oscuridad, excepto unos pocos que descubren una criatura mística que se pasea por las calles, visible solamente para ellos. La criatura mística puede ser la raza, la nación, la nacionalidad, el Volksgeist, una dinastía real, el sujeto histórico proletario, la vanguardia política del sujeto histórico, la clase social portadora de la Civilización y que es la clase final de la historia, alguna confesión religiosa o las instancias supremas de alguna orden que  domina una  iglesia universal. El  delirio en  la  materia está bien nutrido.  Y claro es que la búsqueda auto-confirmada de la criatura mística no es científicamente admisible como sustitutivo, ni teórico ni técnico, de los datos contextuales de la longue durée producto de acciones colectivas. La comprensión y explicación de la acción humana requiere la síntesis del micro-tiempo y del macro-tiempo.

Diez años después de que Schaff publicase su ensayo, apareció en París un pequeño libro de un gran historiador francés, Maurice Bouvier-Ajam. Era el resultado de la reelaboración de ideas ofrecidas a los estudiantes y profesores de Poznan, con ocasión de haberle sido concedido a Maurice Bouvier-Ajam un doctorado honoris causa por la Universidad Adam Mickiewicz de esa ciudad polaca. El librito (Essai de Méthodologie Historique, París, 1970, ed. Le Pavillon) lleva un prefacio de Gaston Wiet, y tanto éste como el texto son, re-leídos ahora, una pequeña maravilla de humildad, de concisión, lucidez y amor a la ciencia y a la razón racional.

La estrategia del autor del ensayo emerge en las últimas cuarenta páginas, de mucha mayor densidad de lo que deja traslucir un estilo sencillo y en apariencia conductor de obviedades. Después de haber postulado, bien alta, la función de la teoría en el trabajo del historiador (lo cual es algo distinto de la fabricación de una teoría de la Historia), y después de haber dicho que le theóricien a donc des droits, et même des devoirs, Maurice Bouvier-Ajam escribía:

«En Histoire, les faits n’ont jamais tort. [...] Celui qui part d’un  postulat, celui qui veut plier les faits aux caprices de sa pensée, celui qui entend prouver le bien-fondé d’une thèse préconçue, celui qui ne cherche qu’à faire triompher ses conceptions [...] aucun d’eux n’est historien et tous sont des doctrinaires.»

«Qu’est-ce donc que la doctrine, si souvent confondue par le grand public avec la théorie?»

El análisis de las formas de doctrina lleva al autor a distinguir seis tipos de doctrina enlazados lógicamente en tres parejas: doctrine-postulat/doctrine-conclusion, doctrine-précepte/doctrine-système y doctrine-préjugé/doctrine-prévision.

Obviamente, no puedo entrar aquí en el detalle sustantivo ni en los ejemplos. Lo importante para lo que estoy diciendo es observar que, después de este ataque fundamental a los doctrinarios, Maurice Bouvier-Ajam recupera la función necesaria del conocimiento de las doctrinas como integrantes de la realidad histórica, e incluso como función supletiva de la teoría:

«La doctrine est, parmi d’autres, un témoin de temps et de mouvements de l’Histoire; elle est, parmi d’autres, une cause d’actions, de réactions, d’impulsions, de réticences, de sobresauts; à un autre titre, elle joue, normalement d’une façon temporaire, un rôle supplétif par rapport à la théorie; elle offre a la recherche scientifique des moyens d’investigation par les suppositions qu’elle soumet aux éventuels contrôles ultérieurs. Encore faut-il que, considérée sous ce dernier aspect, elle reste aussi réaliste que les données concrètes parallèlement acquises le permettent. Ses expressions les plus subjectives, ses utopies, ses normes morales ne rentrent pas dans la discipline historique, sauf, éventuelle- ment, en tant que sources de tendances susceptibles d’engendrer des phénomènes ou d’infléchir des orientations positivement exprimées. Les “doctrines pures” [...] requièrent évidemment l’attention, comme toutes les manifestations de l’intelligence humaine; si passionantes qu’elles puissent être de ce fait, elles ne sont pas des instruments de la recherche scientifique» [7].

Pienso que, de una lectura meditada de estos párrafos, quedan algunas cosas claras:

a)       Las doctrinas son constructs intelectuales poseídos por los actores. Corresponde al historiador examinar cuándo esos objetos son asumidos de modo acrítico y apriorístico por un actor, y cuándo resulta que son (al  menos  en parte) reelaboraciones de la experiencia del actor. En este último caso existe alguna clase de relación o correspondencia positiva entre una vida, un contexto y una ideología. En el primer caso pueden darse correspondencias irracionales o ilógicas, asociaciones sorprendentes. Las cuales se traducen en hechos erráticos, inesperados o irresponsables.

b)       El historiador no ha de intentar probar sus propias doctrinas, en el sentido fuerte de probar, el que tiene en las ciencias «duras». La Historia no es una ciencia «dura» (si bien existen, ciertamente, técnicas «duras» para demostrar hipótesis y decidir sobre ellas; por ejemplo, la autenticidad de un documento, la existencia de un problema político, jurídico, etc.).

c)       A estas alturas de la historia, escribir racionalmente la Historia es, más que nunca, una cuestión de civilización, esto es, de matices.

d)       Cuestión de civilización, en su sentido más exigente: porque la imprenta es demasiado fácil de manipular y reinventar.

Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      En lo sucesivo, Historia (mayúscula) designa el resultado de un trabajo normado por una disciplina universitaria, e historia (minúscula) designa el flujo de eventos. Algún autor anglosajón ha dicho que este último es el input de aquél (que sería el output).

2      Los matices de diferenciación interna en las corrientes de pensamiento y de metodología designadas por el término de historicismo alemán están accesibles a profesores, estudiantes y público, gracias a la edición póstuma de lecciones de Raymond Aron en el Collège de France.   Véase Raymond ARON, Leçons sur l’Histoire: Cours du Collège de France, París, Editions de Fallois, 1989, pp. 13 y ss.

3      Op. cit., p. 85, edición de octubre 1989, Barcelona, Edicions 62.

4      Loc. cit., p. 19.

5      R.  BALLESTER  ESCALAS,  «Utopía  y  tragedia:  Ensayo  sobre  dos  modos  de  concebir  la  Historia», en Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, Barcelona, vol. 5, agosto 1945, p. 152.

6      Loc. cit., p. 149 (cursiva en el original).

7      Maurice BOUVIER-AJAM, op. cit., pp. 81-82.

Jerónimo Molina Cano

III.        La tercera vía como política social.

El pensamiento röpkeano constituye ciertamente una «denuncia de la expulsión del hombre de la economía» [165]. Así pues, su crítica del economicismo no debe entenderse únicamente como una diatriba teórica contra de la matematización de la economía, sino como una pieza más de la economía general de su pensamiento, dependiente en último análisis de ciertos supuestos filosóficos. Entre otros, un acentuado realismo y una apasionada defensa de la persona, con todas sus consecuencias [166].

El realismo filosófico de Röpke, inspirado en la tradición aristotélica, se ha forjado en la convicción de que se vive en una época insegura, en la que parece haberse volatilizado cualquier criterio para discernir lo propio de la naturaleza humana. La secularización y sus epifenómenos han trastornado la relación del hombre con la realidad —ideologización, relativismo y agnosticismo científico, juvenilismo y sexualización de la vida—. En este sentido, uno de sus tópicos más queridos fue precisamente el de la medida de lo humano, puesta en peligro por un mundo dominado por el colosalismo. La «escala humana», tema recurrente en su pensamiento y objeto específico de su libro Maß und Mitte [167], representa en el plano de la inteligencia un «ánimo inclinado a lo simple» [168] y un modo de pensar radical y libre de prejuicios [169]. Postúlase su realismo como un método sintético-integrador, superador del pensamiento dicotómico. Hay siempre, viene a decir el autor, un tercer género, lo cual exige un análisis más sutil que la cómoda alternativa entre dos términos (por ejemplo, entre socialismo y capitalismo) [170].

Por otro lado, el realismo de Röpke se presenta también como una actitud beligerante ante los acontecimientos. No se trata del engagement, sino de la constatación de que no se puede estar «acariciando el arpa mientras Roma arde por los cuatro costados». De esta manera entendió Röpke el papel del clerc, distanciándose por tanto del abstencionismo preconizado por un Benda [171]. Su ideal de intelectual está representado por la nobilitas naturalis, en el sentido de la aristarquía de Ortega, cuya autoridad constituye un elemento imprescindible para una sociedad bien ordenada. El intelectual que sólo es «crítico» y que cultiva el despego personal de todo lo que le rodea tiene sin duda algo de monstruoso. El pensamiento de Röpke, teñido de lo que él mismo llamó «pesimismo constructivo» [172] o «activo» [173], no se dejó paralizar por el fatalismo. Antes al contrario, la indignación, el respeto y el sentido común le sirvieron como resortes para la acción. Aún en el invierno de 1942 confiaba en ser lo suficientemente pesimista como para conocer el peligro y contribuir a su conjura [174]. Cada siglo, escribía entonces, sale a su abuelo, lo que hacía albergar alguna esperanza sobre el siglo XX: «El viento ha cambiado y está empezando a formarse un nuevo clima espiritual que presentimos no será muy distinto del siglo XVIII» [175].

Puede decirse, finalmente, que su actitud filosófica ante la realidad se ajustó a lo que se ha llamado el pensamiento en órdenes concretos, que él entendió como una alternativa al seco racionalismo abstracto, que no conoce límites y resulta extremadamente propenso a extraviarse. De su pensamiento ordinalista arrancaba su crítica a los abusos de la razón del «sempiterno saint-simonismo», del que supo acuñar una definición que sintetiza toda una actitud ante la vida: «La actitud espiritual cuantitativa-mecánica, producto de la mixtura de la hybris científico-natural y de la mentalidad ingenieril de aquellos que unen al culto de lo colosal el afán, que satisface su propia necesidad de autoridad, de construir y organizar con el compás y la regla la economía, el Estado y la sociedad con arreglo a supuestas leyes científicas, reservándose para ellos, además, mentalmente, la función directora» [176].

Ante todo, Röpke veía en el hombre su ser espiritual y moral. No existe, pues, el homo oeconomicus, a cuyos supuestos motivos racionales pretende recurrir el economicismo para explicar el acontecer social [177]. Tampoco tiene mayor consistencia el hombre ideológico de ciertas doctrinas. Este tipo de visiones unidimensionales, en las que tanta responsabilidad tiene el racionalismo, adolecen de una concepción sesgada del hombre. Son producto también de un falso humanismo que, a veces sin pretenderlo, impulsa la crisis de la modernidad. Por su parte, Röpke llamó la atención sobre los excesos del individualismo metodológico, que se arriesga a no tomar en consideración los distintos planos de la vida humana, que por estar vertida hacia el «otro» tiene una vertiente «colectiva». Lo que puede considerarse, hasta cierto punto, como una forma de personalismo filosófico tiene en el economista alemán una impronta casi católica. Las convicciones religiosas del economista, que en el fondo respondían al cristianismo histórico o sociológico que ha fraguado el mundo europeo [178] más que a una determinada confesión, impregnaban su pensamiento; sin embargo, sus interlocutores le tomaban frecuentemente por católico.

En todo caso, hay que insistir ahora en la importancia que la dimensión religiosa del ser humano tiene para Röpke. El vacío generado por la secularización, estrechamente relacionado con el endiosamiento del hombre, le hacían lamentarse de la degradación de la herencia cristiana que ve en el hombre la imagen de Dios. El hombre moderno que ha perdido la fe se aferra después a las falsas religiones, que constituyen expresiones de lo que el autor denominó sarcásticamente «animalismo» [179].

Este breve examen de algunos de los supuestos filosóficos del pensamiento röpkeano debe bastar para introducir la exposición temática de la idea de la tercera vía, objeto específico de la última parte de este estudio. Entendemos que la vía media que se postula constituye, en cierto modo, una consecuencia directa de la interpretación que hace Röpke del siglo XIX en clave de «decadencia de la cultura». Aquella época inauguró en su opinión el que llamó «interregno espiritual» en Europa, cuyas manifestaciones prototípicas son el paleo-liberalismo y el colectivismo. La tercera vía röpkeana, en consonancia con las exigencias de la situación histórica, propone una reconstrucción social y moral del modo de vida europeo, lo cual lleva implícito, al menos en el momento de su desarrollo, una alternativa a la política social clásica, sobre todo a las variaciones introducidas por la generalización de las políticas económicas keynesianas: provisión de seguridad estatal, socialismo fiscal, inflación reprimida y empleo total, lo que él llamaba la «mentalidad Maginot» social [180]. La des-proletarización y la desmasificación de la existencia humana constituyen, según Röpke, las metas e imperativos del humanismo económico o tercera vía. A su adecuada comprensión han de servir algunas precisiones sobre el Estado total y el llamado intervencionismo liberal.

3.1. Tercera vía e intervencionismo liberal

Durante el siglo XX se ha reavivado cada cierto tiempo, sobre todo en Europa, una singular discusión ideológica y científica sobre el contenido de lo que se llamó «tercera vía». Lo curioso es que las sucesivas reediciones de la polémica han hecho tabla rasa con las aportaciones precedentes. Puede aventurarse no obstante una primera periodización ordenadora de este episodio de la historia de las ideas del siglo XX, que comprende en dos fases el desenvolvimiento de la mentalidad ideológico-social [181].

El primer momento intelectual de la tercera vía se corresponde con el ciclo de la última guerra civil europea, si bien una de las primeras manifestaciones al respecto puede fecharse ya en 1912, año de la primera edición de The Servil State, del católico vagamente tradicionalista Hilaire Belloc [182]. Las últimas aportaciones de interés están encabalgadas en el final de la II guerra mundial, correspondiendo el mérito principal a Wilhelm Röpke. El segundo momento gravita en torno al colapso oficial del socialismo real en 1989. Los libros más representativos de este último periodo abarcan un cuarto de siglo y en ellos se describen perfectamente los avatares de los dos socialismos, el real (comunismo) y el democrático (socialdemocracia). Una de las obras de referencia fue el hoy olvidado libro de Ota Sik, Argumentos para una tercera vía: ni comunismo ni capitalismo (1972) [183]. Mucho más recientes son los pamphlets de Anthony Blair y Anthony Giddens aparecidos en 1998 y 1999 [184].

El balance de las dos fases resulta claramente desigual, tanto por la cantidad de bibliografía como por la calidad intelectual del debate. En nuestra opinión, la polémica de la tercería vía, según se desenvolvió desde 1989, no ha aportado nada realmente interesante al asunto, pues se impuso la óptica utilitaria de los partidos del consenso europeos, los cuales, viendo amenazada su supervivencia política, recurrieron a nuevas fórmulas electorales, apelando a una tercera política. Con apenas unas pocas excepciones en la socialdemocracia francesa —más bien retóricas—, en Europa se han generalizado las pautas del neolaborismo inglés. Salvando algunas incursiones hacia el problema de las ideologías derecha e izquierda, incluso al centrismo [185], las discusiones han constituido una pérdida de tiempo, pues no se ha rozado lo esencial: ni el cambio histórico que acontece en lo político, representado por la clausura de la revolución social dirigida por el Estado, ni la emergencia de un nuevo modo de pensar político, el anti-ideológico.

En los años 1920 y 1930 la literatura de la tercera vía no alcanzó las cotas cuantitativas contemporáneas, pero en cambio el arqueo intelectual fue mucho más positivo, pues los dilemas de fondo fueron planteados correctamente. En nuestra opinión, la tercera vía consistió entonces en algo así como la respuesta de la inteligencia económica a la mutación del mundo de representaciones sociales heredado del siglo XIX. No fue, naturalmente, la única alternativa, pues también la inteligencia política se esforzó, a su modo, por dejar atrás la época del pluralismo social destructivo a través de lo que se llamó Estado total (Totaler Staat). La confusión sobre este último concepto, equiparado en la opinión vulgar con el Estado totalitario y con el Estado autoritario, así como el evidente paralelismo existente entre los teóricos alemanes de la tercera vía y del Estado total, hacen aconsejable un examen de las dos nociones para apreciar justamente el significado de la tercera vía en Röpke.

a)        Totaler Staat y Dritter Weg

El Estado total y la tercera vía fueron una de las más arriesgadas respuestas del «liberalismo esencial» de la tradición europea, sobre todo del alemán, a la situación política generada por lo que von Stein alcanzó a definir como la dialéctica entre la Sociedad y el Estado. En un párrafo decisivo escribió aquel que «la paz absoluta entre ambos queda excluida por el concepto mismo de vida. E igualmente es cierto que la plena disolución de lo personal en lo impersonal, el hundimiento de la idea autónoma de Estado en la sociedad y su orden significan la muerte de la comunidad. La tierra conoce la muerte. No hay pueblos perfectos, pero hay, sí, pueblos muertos. Son aquellos en los que el poder supremo se encuentra absolutamente en manos de la sociedad. Pero el carácter de la vida de un pueblo es precisamente la lucha entre Estado y Sociedad» [186]. No podemos extendernos ahora en la articulación de la ley del movimiento histórico en el pensamiento de von Stein, pues nos apartaríamos de nuestro tema. Debemos insistir empero en su importancia para una representación cabal de la época de lo social, caracterizada precisamente por el triunfo de la sociedad auto-organizada en Estado.

La sociedad auto-organizada en Estado, según la terminología de Carl Schmitt [187], o la «sociedad absoluta», según von Stein [188], representan la irrefrenable tendencia contemporánea del pluralismo social, puesta de manifiesto en fórmulas como la Democracia Social o el Estado corporativo y, más tarde, llevada al límite degenerativo por la expansión de los poderes indirectos económicos. Característicamente, el Estado tiende entonces a despolitizarse, mereciendo la consideración de un subsistema social más, para decirlo con la terminología sociologista de Talcott Parsons. El pluralismo social, que llegó a extremos dramáticos en la República de Weimar, amenazó, vistas las cosas políticamente, con la disolución del Estado, incapaz de ganarle la partida a los poderes indirectos, jugadores á deux mains. Precisamente para evitar una crisis política general de dimensiones incalculables, escritores como Schmitt lanzaron la idea del Estado total, que consiste básicamente en el reforzamiento de las prerrogativas del Estado para evitar su descomposición [189]. Tratábase, con otras palabras, de impedir o cuando menos retrasar la despolitización de lo político.

También el pensamiento económico buscó soluciones para una de las consecuencias más relevantes del pluralismo social: la expresión como poder político indirecto del gran capitalismo y de las grandes concentraciones de poder económico, responsables a su vez del bloqueo del mercado. La planificación económica, la idea de una constitución económica e, incluso, el desarrollo de la legislación social son hitos de ese proceso. En perspectiva sociológica, la cuestión se vio como un conflicto muy áspero entre el socialismo y el capitalismo. En la amalgama de uno y otro advirtió Belloc un serio problema, dominado por el avance del mundo totalitario del trabajo y el desprecio por la idea de propiedad, lo que poco después se conoció como proletarización. Mas el punto de referencia obligado, sobre todo por su influencia en los economistas liberales alemanes, es el pensamiento de Franz Oppenheimer, quien expresamente se refirió en 1933 a la tercera vía (Dritter Weg), retomando su tesis de 1919 sobre la superación de los modelos de sociedad capitalista y comunista [190]. Por las mismas fechas, el historiador de la economía sueco Eli F. Heckscher también se había referido a la posibilidad de una tercera vía en su famoso estudio sobre el sistema mercantilista. A propósito del arraigo en Inglaterra de lo que el autor llama política económica liberal escribió lo siguiente: «La vieja política económica (mercantilismo) no habría podido rendir un gran servicio en este sentido, pues no había sido capaz de descubrir, esencialmente, otro modo de afrontar los cambios económicos producidos que el de negarles todo título de legitimidad. A su vez, la nueva política económica (liberal) negaba toda idea de intervención del Estado. El método antiguo había intentado poner un dique a las transformaciones que se operaban; el método nuevo y victorioso les dejaba curso libre. De este modo, pudieron abrirse paso con una fuerza que no tiene paralelo en la historia económica anterior de la humanidad. Habría cabido una tercera posibilidad: no contener el curso de los acontecimientos ni dejarlo desarrollarse a su libre albedrío, sino encauzarlo por derroteros determinados; pero esta posibilidad jamás llegó a intentarse» [191]. Dejando a un lado algún artículo de Alexander Rüstow [192], quien realmente se hallaba en la frontera entre los teóricos del Estado total y la tercera vía, el pensamiento económico ofreció sus mejores frutos ya iniciada la II guerra mundial [193]. Entre todas las aportaciones merece una atención especial el concepto röpkeano de la tercera vía, desarrollado entre 1942 y 1944.

b)        La tercera vía como síntesis de libertad y orden

En alguna ocasión Röpke llegó a atribuirse la paternidad terminológica de la tercera vía, entendiendo que había sido el primer escritor en proponerla en la primera edición de su Die Lehre von der Wirtschaft en 1937. En realidad, hasta donde hemos podido saber, el mérito le correspondió al maestro de la sociología Franz Oppenheimer, que intituló así un libro suyo de 1933 al que ya se ha hecho referencia. La pretensión de Röpke causa sorpresa, pues precisamente él conocía bien el pensamiento de Oppenheimer. Röpke, en cualquier caso, prefirió por algún motivo filiar su pensamiento con Proudhon, Le Play o Sismondi, en quienes creyó adivinar elementos aislados de su programa [194].

Esencialmente, el economista alemán entendía por tercera vía un programa capaz de implantar una nueva política económica [195]. Orientada hacia una «constitución económica de hombres libres», Röpke pretendía con ella apartarse de los esquemas habituales. No se trata, por tanto, ni de una simple negación de liberalismo económico, ni del rechazo automático de cualquier manifestación del colectivismo. La exigencia de superación de la disyuntiva entre laissezfaire y socialismo no es utópica, pues en última instancia el pensamiento siempre puede habilitar un tercer género. Su propuesta se define al mismo tiempo como conservadora y radical: «Conservadora en tanto que cifra su máximo e inconmovible objetivo en conservar a todo trance la continuidad en la evolución cultural y económica, y en la defensa de los últimos valores y principios de una cultura basada en la personalidad libre; radical en el diagnóstico de la descomposición de nuestro sistema social y económico liberal, en la crítica de los falsos caminos de la filosofía y la práctica liberales» [196]. Sus máximos rivales se reclutaron en los dos campos sometidos a tan implacable crítica. El riesgo de un pensamiento de estas características es que, finalmente, unos y otros arriben a él como a una cantera en la que obtener materiales que debiliten la posición del rival. Además, «se produce una situación bélica sumamente complicada, en la que uno de los adversarios contempla con satisfacción más de un ataque contra el otro» [197].

A pesar de su advertencia preliminar sobre el sentido económico del programa, en realidad su finalidad trasciende el horizonte de la economía, subordinando esta actividad a imperativos superiores: políticos y jurídicos, pero sobre todo culturales y morales. Estamos, por tanto, ante un verdadero proyecto de reforma social que no es ni una negación universal del socialismo, ni una variante del liberalismo histórico. Las opiniones vulgares, sin embargo, tropezaban aquí. Pero el autor era consciente de las dificultades para hacer inteligibles y aceptables sus ideas, pues por las esferas implicadas resultan bastante difíciles de precisar. Así, etiquetas como la de tercera vía, siendo útiles, no tenían en último análisis sino un valor instrumental o provisional. Algo tan sutil como la garantía de las libertades personales en un orden social sano, había recibido ya otras denominaciones: liberalismo revisionista, liberalismo constructivo, etc. El propio Röpke se refirió también a un humanismo económico, a la ciudad humana o el eucosmos [198]. Pero la tercera vía, terminología que no era ni demasiado amplia ni demasiado estrecha, le parecía superior a las demás [199]. Al menos antes del final de la II guerra mundial, pues es cierto que después su actitud ante la tercera vía parece un tanto ambigua, desapareciendo las referencias a ella en su obra [200]. Esto dio pie a que se propagase la especie de que Röpke nunca había sido favorable a ese programa. La confusión tiene quizá una doble raíz y a ella contribuyó el propio Röpke.

Por un lado, hay que mencionar la negativa actitud de Mises hacia cualquier género de intervención en la economía, noción que equipara tanto con planificación como con socialismo. Como un simple corolario de esta tesis general venía dado, por tanto, el consabido rechazo de la «Middle-of-the-Road Policy». No es posible, venía a decir, destronar al Moloch capitalista y no entronizar al Moloch del socialismo totalitario [201]. Mas ésta, en el fondo, no dejaba de ser una de las ideas recurrentes en los escritores de esa escuela. La intervención del propio Röpke en el equívoco tiene que ver con su escrito anti-colectivista de 1947, en donde volvió a exponer sus tesis ya conocidas sobre el socialismo. En esta ocasión insistió especialmente en la ambigua actitud del socialismo democrático ante la marea totalitaria: «Que se intente justificar un 50% de colectivismo como dique contra un 100% de él es señal de que el colectivismo democrático se encuentra hoy en una situación que bien podemos calificar, quedándonos cortos, de inusitada» [202]. Igual que ya había hecho Hayek en 1944, Röpke pretendía forzar a los «colectivistas no totalitarios» [203] a elegir entre la economía de mercado libre y la «economía de mando», pues, concluía, «no hay ninguna tercera posibilidad para regular el mecanismo de una economía moderna» [204]. Pero en realidad, el objeto de su diatriba era denunciar las contradicciones de lo que llamó «Ersatzsozialismus» o sucedáneo ideológico «en el que se refugian aquellos socialistas suficientemente inteligentes para reconocer adónde nos conduce el verdadero socialismo, pero carentes de la decisión y del valor necesario para extraer de ello las consecuencias lógicas inevitables» [205].

Lo que disgustaba a Röpke fue, acaso, el éxito que la terminología de la tercera vía tuvo, por ejemplo, entre los teóricos del corporativismo, del sindicalismo, incluso de la nacionalización de algunas empresas. Le molestaban especialmente, por falaces, los intentos de sacar conclusiones ideológicamente abusivas en favor de la planificación del experimento de la Autoridad del Valle del Tennessee (T. V. A.), pues lejos de constituir la avanzadilla de un nuevo orden económico, no dejaba de ser una parcela muy reducida del orden económico global norteamericano, regulado en todo caso por un mercado con precios libres. Lo mismo sucedía en el comercio internacional con respecto a las economías de tipo soviético. Sin la referencia de los precios internacionales, que introducían un mínimo de racionalidad en el cálculo económico del organismo planificador, la radical inviabilidad de esos regímenes hubiese sido palmaria aún para sus procuradores. «De esta suerte, escribía en el mismo lugar, el famoso tercer camino del socialismo democrático se revela como muy resbalosa senda que lanza al abismo» [206].

c)         El intervencionismo liberal o la dignidad del orden político

Tanto la tercera vía como el Estado total apuntan, para decirlo de una vez, al problema del poder, sobre todo al poder político. Siendo Röpke un pensador liberal, su aportación a la comprensión de lo político en sus relaciones con la economía tiene un interés superior. Según es sabido, durante mucho tiempo, el liberalismo, reducido a liberalismo económico («liberismo»), se ha caracterizado por el abandono de lo político [207]. El principio de tolerancia aplicado a los enemigos del Estado, una de las «muertes» del Leviatán, supone aceptar como principio configurador de la unidad política el agnosticismo con respecto a los fines que debe perseguir el gobierno. Este indiferentismo, criticado duramente por Röpke [208], ha propiciado históricamente la generalización del pluralismo. Ahora bien, no se trata de rechazar en bloque lo que en realidad expresa la diversidad de opiniones sobre lo público [209]. Como el autor sugería en Más allá de la oferta y la demanda, debería aceptarse que hay un pluralismo sano lo mismo que un pluralismo enfermo. Este último es ofensivo; presupone la utilización del Estado por los grupos para explotar al resto de la ciudadanía; resulta tanto más pernicioso cuanto mayor es el Estado; profesionaliza el asedio permanente del Estado (lobbying) en beneficio de una casta que, finalmente, limítase a justificar las transferencias de rentas o beneficios en general que reclama. Contrariamente, el pluralismo sano es netamente defensivo y se institucionaliza precisamente para impedir que otros grupos representados por el Estado ataquen sus derechos [210].

Contra la degradación de la vida pública, en un pulso de influencias que aplasta la idea misma de derecho [211], Röpke defendió la existencia de un «Estado fuerte» [212]. Pero no se trata de un Estado intervencionista y omnipresente, sino de un «gobierno que tenga el valor de gobernar». «Lo que caracteriza al Estado verdaderamente fuerte no es la actividad proteica, sino su independencia de los grupos de interés y hacer valer inflexiblemente su autoridad y su dignidad como representante de la comunidad» [213].

Röpke apelaba ciertamente a la tradición europea de la política de la libertad. En ella, el Estado se configura históricamente como un poder neutral (Constant), más no «agnóstico», una de cuyas misiones primordiales ha consistido en garantizar la separación entre imperio y dominio [214]. Aflora así una disyuntiva imperiosa que el liberalismo no siempre resolvió adecuadamente: ¿es la política una actividad digna o innoble? ¿Tenía acaso razón Oppenheimer al definir los «medios políticos» como una expropiación del trabajo de los otros para satisfacer las propias necesidades, y los «medios económicos» como el recurso, con el mismo fin, al intercambio de los frutos respectivos del trabajo de cada uno? [215]. El autor no dudaba de la insuperabilidad del orden político, pues dota a las comunidades humanas de un sentido de la continuidad. Lo político, en efecto, decía Ortega, es la piel de todo lo demás. Tanto es así, que la polémica sobre el maquiavelismo tiene en Röpke una solución digna de los escritores realistas.

Por un lado, el autor de Organización e integración económica internacional, guiado por su pesimismo constructivo, rechazó la concepción de las relaciones internacionales como un torneo de amigos y enemigos [216]. El cinismo que atribuye a sus adeptos se vuelve necedad, pues «no se reconoce qué feroz humorismo encierra el que esta política realista no revele su irrealismo por sus terribles resultados, sino por ignorar la decisiva realidad de las fuerzas morales» [217]. Estas palabras dejan entrever las requisitorias de Maritain contra el maquiavelismo o «arte de procurar la desgracia de los hombres» [218]. Llevando hasta el final el anti-maquiavelismo del filósofo francés, la política deviene una moral de resistencia que fía ciegamente en la promesa de que «el mal no triunfa», porque «destruir no es triunfar» [219]. Sin embargo, Röpke distinguía entre el maquiavelismo y una actitud política templada —Surtout, pas trop de zèle, solía decir evocando a Tayllerand—. El autor, probablemente, paró mientes en los estragos que el ilusionismo moralista a la Maritain había causado en occidente, debilitando su posición frente al maquiavelismo comunista [220]. Puede decirse que «existe una clase moralizante de enjuiciamiento de la política de los Estados, que ni es moral ni es inteligente y que se agota en el siniestro efecto del consciente fomento del maquiavelismo y de sus golpes amenazadores de la paz». Son palabras de Röpke, pero las podría haber escrito también Raymond Aron, defensor de un maquiavelismo moderado, visto que «no siempre se tiene la libre elección de medios» [221].

Del Estado fuerte o sano predícanse la «sobriedad, honradez, concisión, realismo», pero sobre todo «la comprensión por lo político» [222]. Esta última liberó a Röpke de cualquier prejuicio anti-político, lo que le facilitó una adecuada inteligencia de los problemas de la democracia moderna. En clave aristocrática, el economista alemán señaló, en la mejor tradición de Montesquieu, la necesidad de los contrapesos del poder, entre los cuales se cuenta la recuperación de una ejemplarizante nobleza del espíritu (Nobilitas naturalis) [223].

La contemplación röpkeana de lo político como un dato importantísimo de la realidad que no cabe despreciar, marcó, contemporáneamente a Eucken y otros, la reconciliación plena entre el liberalismo político y la economía política neoliberal. Acontecimiento cuyo valor hay que doblar tratándose de pensadores alemanes [224]. En el terreno práctico se produjo la reivindicación de un liberalismo verdaderamente político y sin complejos anti-intervencionistas. Röpke esbozó incluso una teoría de las relaciones entre lo político y lo económico, sintetizada en el «intervencionismo conforme». Un examen de este concepto nos conduce al marco general de la acción gubernativa.

c.1.      Intervenciones conforme y no conforme

En virtud de su propio examen del capitalismo histórico y del colectivismo, Röpke consideraba erróneo el análisis al uso de los sistemas económicos. Generalmente se tiende a representar un continuo en el que el papel desempeñado por lo político aparece gradualmente desde el polo del laissezfaire al de la planificación centralizada. Semejante criterio cuantitativo necesita, en su opinión, verse al menos complementado por un criterio cualitativo, basado en la distinción entre «intervención conforme» e «intervención no conforme». En último análisis, Röpke rechaza el cómodo esquema cuantitativo pues padece un severo error de perspectiva; en él se procede como si la existencia o no de un plan bastara para encuadrar teórica y empíricamente los distintos sistemas económicos. Se hace patente su advertencia contra la equívoca terminología «economía planificada», pues en rigor toda economía lo es. De hecho, es el «modo de planear» lo que diferencia a la economía liberal de la que no lo es. Mientras que la economía de mercado consagra el principio de la libre elección de fines y medios (Entrepreneurship y demás conceptos afines), la economía burocrática o autoritaria planea coactivamente [225]. El criterio postulado por Röpke se refiere más bien a la esencia de la propia actividad económica. El punto de partida podría ser este interrogante: ¿pueden las decisiones políticas intervenir legítimamente en la actividad económica, sin que ello destruya per se las específicas determinaciones de un orden económico sano?

Son intervenciones (políticas) conformes aquellas que respetan la configuración específicamente económica del orden económico [226]. Existe también otro tipo de intervenciones, aquellas no conformes, que subvierten el proceso económico, identificado por comodidad semántica con el mercado. «El carácter disconforme de una intervención se manifiesta por el hecho de que al paralizar la mecánica de los precios acarrea una situación que exige en el acto otra nueva y más profunda intervención, que acaba por poner en manos de la autoridad la función reguladora que había venido ejerciendo el mercado» [227]. Según Röpke, la senda del intervencionismo disconforme «hace perder la estabilidad a todas las cosas», propiciándose de este modo la justificación para ulteriores y más disconformes intervenciones. Una cuestión de especial interés es la utilización instrumental de la denominada intervención «re-adaptadora», que sólo relativamente cabe equiparar con las intervenciones conformes, pues introduce un matiz singular: la restauración de un orden económico enfermo. Trátase de reconducir la situación antieconómica padecida en una rama de la producción, propiciando su transformación al modelo de mercado libre. Nuevamente, la readaptación se postula como «lo tercero». Ni pretende actuar contra la tendencia espontánea hacia el equilibrio, típica de la intervención «conservadora», ni dejar que aquella «se precipite tumultuosa por el cauce del laissez-faire» [228]. Media en esto una distancia enorme con respecto al abstencionismo preconizado por Hayek en Camino de servidumbre. En su presentación de la traducción española de La crisis social de nuestro tiempo glosó Valentín A. Álvarez estos pensamientos röpkeanos: «Hay una intervención que libera, la cual puede actuar tanto en pro como en contra de la competencia, es decir, que aun intervenciones disconformes pueden ser liberadoras» [229].

c.2.      Política económica positiva y política social

A la vista de la crítica röpkeana del paleo-liberalismo, puede entenderse sin gran dificultad que el autor definiera motu propio el programa de la tercera vía como anti-capitalista y antimonopolista [230]. No obstante, la apología del mercado bajo la especie del intervencionismo llamado conforme puede resultar contradictoria con su también declarada actitud «anti-laissez-faire». Cualquier duda al respecto se disipa inmediatamente atendiendo a quien escribe que «con la misma decisión con que nos apartamos del capitalismo de monopolio y del capitalismo colosal, lo hacemos del laissez-faire (...). Una economía de mercado viable y satisfactoria no se produce precisamente porque de una manera deliberada nos concretemos a no hacer nada. Tal economía es más bien un producto artificial y un artefacto de la civilización, (...) particularmente difícil de construir» [231]. El carácter artificioso del mercado reclama, según Röpke, el auxilio de los órdenes jurídico, político y moral. Todos ellos iluminan la «política económica positiva», que debe articularse en cuatro niveles [232].

En el primer escalón se sitúa la «política de encuadramiento» o regulación general de las instituciones económicas y de la competencia: desde las fórmulas societarias de las empresas al derecho de patentes; desde la legislación de quiebra y concurso de acreedores a las determinaciones legales de los coeficientes de caja bancarios. Seguidamente encontramos la «política de mercado», que opera según dos principios ya conocidos: el de las intervenciones de readaptación o acomodación y el de las injerencias conformes. En tercer lugar aparece la «política de estructura», que no admite como datos incuestionables hic et nunc los supuestos sociológicos de los procesos del mercado. La cuestión deviene ahora verdaderamente política, pues se trata de elegir el tipo de empresa preferida —grande o pequeña y mediana—, las relaciones estructurales entre la economía y la industria, el estatuto jurídico de la propiedad y el trabajo o la distribución más adecuada de las cargas fiscales. En este sentido, si se concede a esta política un «puesto importante e incluso sobresaliente en nuestro programa, se debiera reconocer que la expresión humanismo económico no sería un mal nombre para nuestros afanes» [233]. A partir de aquí o, incluso antes, el economista típico rechaza continuar con la definición de otro tipo de intervenciones. Hic sunt leones. No basta empero con pensar como economistas. Estima Röpke, en efecto, que «hasta ahora nos hemos ocupado predominantemente de política económica; ahora se trata de ocuparnos de política social. Este es un paso tan desacostumbrado y, al parecer, tan atrevido, que encuentro natural que para algunos de nuestros colegas resulte todavía algo difícil seguirnos» [234].

La apelación de Röpke a la política social merece una atención especial, pues nada más llega a escribir que la «economía de mercado se sostiene únicamente con una política social que le sirva de contrafuerte» [235]. Objetivo último de aquélla debe ser la fijación de un marco general a la medida del hombre, nuevamente equidistante de los liberales incurables de la vieja escuela y los colectivistas antiliberales [236]. La política social o política vital (Rustow dixit) sintetiza los objetivos últimos del humanismo económico.

3.2. Metas e imperativos del humanismo económico

Una de las notas características del humanismo económico postulado por Röpke, en su vertiente específicamente económica, es la concepción del mercado como una institución artificiosa. Por desgracia, aun a pesar de su instrumentalidad, el mercado no puede utilizarse según convenga a los efectos de hacer viable una economía centralizada y militarizada. En sí mismo, repetía el escritor una y otra vez, el mercado corre siempre el riesgo de caer en los abusos del racionalismo social, como cualquier técnica. No puede haber una economía socialista de mercado —tesis ad hoc de Oskar Lange—, pues la dificultad de generalizar en todas las sociedades el «maravilloso mecanismo de la oferta y la demanda», depende de algo que se decide como «parte de una ordenación general más elevada y más amplia, en donde se hallan la moral, el derecho, las condiciones naturales de la existencia y de la felicidad, el Estado, la política y el poder» [237]. En última instancia, la economía de mercado simboliza una singular concepción de la vida que no puede improvisarse: la burguesa, basada en el esfuerzo personal, la previsión, la responsabilidad y demás virtudes propias del «espíritu burgués» [238]. Entre todas estas destacó Röpke la moral profesional, en el sentido casi vocacional del Beruf protestante. Pues es urgente «captar el sentido y la dignidad de la profesión y el puesto del trabajo en la sociedad» [239].

Pero el humanismo económico trasciende la pura economicidad ligada a los procesos de transferencia de información del mercado, al desempeño de una profesión, etcétera. He aquí la medida de la bondad del programa postulado por Röpke. Más allá del mercado como institucionalización de la competencia, la política social debe perfeccionar su misión. Podemos pues apuntar en Röpke una concepción de la política social que, resultando equiparable en ciertos aspectos a la postulada por el catolicismo social, comprende dos grandes líneas de desenvolvimiento, a saber: el imperativo de la des-proletarización y el de la des-masificación.

a)        Des-proletarización

Una de las más graves consecuencias que tuvo el giro europeo del siglo XIX (colosalismo) ha sido la proletarización de la existencia humana, que Röpke definió como «situación sociológica y antropológica caracterizada por la dependencia económico-social, la falta de arraigo, la vida al estilo del cuartel, el alejamiento de la naturaleza y la falta de atractivo del trabajo» [240]. La proletarización ha convertido al hombre en un receptor de sueldos, por cierto fácilmente gravables, poniendo en peligro, más que la propiedad en sí misma, considerada en términos jurídicos o de riqueza, la actitud psicológica o espiritual del hombre para ser propietario. El avance del Estado de servidumbre, antítesis según Belloc del Estado de propietarios, depende directamente de la enfermedad moral de una gran masa de individuos que han perdido toda aptitud para poseer. No es una casualidad que Belloc, sugestionado por una legislación que llamó servil, pues tendía al «restablecimiento del status en lugar del contrato y a la división universal de los ciudadanos en dos categorías: empleados y empleadores» [241], fuese uno de los primeros escritores contemporáneos en oponerse a una vía media entre el socialismo y el capitalismo. Como se sabe, con ese origen escribió Belloc The Servil State y años más tarde su opúsculo sobre la restauración de la propiedad, muy apreciado por Röpke [242].

La proletarización del hombre ha llegado a constituir uno de los grandes problemas actuales, pues se diría que todo conspira para agravar su pronóstico. Hace décadas, escribía el economista alemán en La crisis social de nuestro tiempo, que la proletarización ha dejado de ser un asunto de salarios bajos y jornadas extenuantes. La solución, consecuentemente, no puede consistir en la salarización radical de todos los trabajadores, incluso, cabe añadir, de quienes no lo son en absoluto [243]. Según Röpke, la proletarización constituye una enfermedad del espíritu en cuyo desencadenamiento ha desempeñado un papel determinante una división del trabajo que ha llegado a extremos incompatibles con la moral humana [244].

a.1.      Crítica del trabajismo

Aunque no resulta conveniente abusar de los neologismos, pues contribuyen a embrollar extraordinariamente el discurso científico, tal vez podría hacerse ahora una gracia y aceptar la terminología «trabajismo», aplicada a la mórbida irrupción del mundo de trabajo (y su mentalidad utilitarista prototípica) en ámbitos de la vida humana alejados del tráfago económico. Como se sabe, fue Ernst Jünger uno de los primeros en ofrecer una visión de la cultura europea bajo la óptica del trabajador, a quien «la posición decisiva le está adjudicada» en los nuevos órdenes elementales [245]. Tanto es así, que el trabajo representa un «nuevo modo de vivir, que tiene como objeto la superficie entera de la tierra y que sólo en contacto con la multiplicidad de ella cobra valor y adquiere diferencias» [246]. Uno de los aspectos más aterradores de ese modo de vida es, precisamente, la «desaparición (del) sentido de duración que se encarna en la propiedad inmobiliaria» [247]. No podemos ahora agotar la glosa del pensamiento de Jünger, incluso si hay en él incitaciones tan importantes como la de la movilización total o el Estado de trabajo. A todos los efectos basta con establecer su papel de preceptor espiritual y estético de un mundo nuevo, antagónico del mundo del liberal burgués.

Con independencia de la actitud personal del centenario escritor alemán ante las que él llamaba «construcciones orgánicas» y de la valoración moral que la misma merezca, resulta indudable que Jünger se limitó a exponer con gran estilo la trama de una realidad emergente. Con un talante mucho más conservador, también Johan Huizinga intervino, años más tarde, en la angustiosa tarea de epitomar la época. En su libro Homo ludens encontramos, en cierta manera, una contrafigura posible del trabajador. El objeto de ese libro delicioso es mostrar la raíz lúdica de la cultura humana y la función creadora y humanizadora del juego [248]. Hay juego en el derecho, en la ciencia, en la filosofía, en el arte; hay juego incluso en la guerra. Sin embargo, a partir de finales del siglo XVIII la cultura se ha venido haciendo cada más grave. Evidentemente, el trabajador, siempre elidido en las páginas de Huizinga, no juega, pues representa hasta sus consecuencias últimas la seriedad de la vida [249].

Sobre la actitud ante el trabajo, que en otras épocas ha tenido también su ingrediente lúdico, pesa sin duda la sombría profesión de fe puritana: el trabajo es un fin en sí mismo. Como bien apunta Röpke, precisamente «al final de esta extraña evolución se encuentra el trabajador de Ernst Jünger, así como la idea de que el descanso ha de justificarse por servir para reponer las fuerzas para el trabajo» [250]. Una sociedad de trabajadores constituye según Röpke una sociedad de hombres dependientes, probablemente sometidos a los ritmos vitales impuestos por las grandes corporaciones. Recientemente se ha llegado a señalar incluso la transformación del vínculo laboral en el cemento de la sociedad. Las consecuencias de un mundo orientado al trabajo, que considera que únicamente tiene realidad su suprema objetividad, no se ocultan: gigantismo social, individualismo autista que aísla al individuo, etcétera. Sin duda, una premisa de la masificación de la vida es la proletarización. No obstante, antes de abordar aquélla, debemos señalar, siquiera esquemáticamente, la única alternativa que, según Röpke, cabe contraponer al mundo totalitario del trabajo: la propiedad. «Estamos convencidos, escribe Röpke, que el jardín tras la casa obrará milagros» [251].

a.2.      Restablecimiento de la propiedad

La coincidencia de Röpke con el pensamiento social católico es plena en el diagnóstico de la proletarización como una gravísima enfermedad de la cultura [252]. La solución preferida por Röpke es sin duda el restablecimiento de la propiedad, cuya condición previa es que los hombres todavía quieran seguir poseyendo. En este punto se abre una primera línea de acción pedagógica, pues grandes masas de individuos se han habituado a la seguridad meramente declarativa originada ex legem. Promotores de esta última serían los derechos sociales, culminación del subjetivismo jurídico [253]. En este punto merece la pena recordar la advertencia de Röpke al exégeta de los derechos sociales, pues «si existe en el mundo un derecho social, este es el derecho a la propiedad, y nada más típico de la confusión de nuestro tiempo que la circunstancia de que, hasta ahora, ningún gobierno y ningún partido hayan inscrito este lema en su bandera» [254].

Mas la propiedad requiere también la prevención permanente contra su concentración, pues esta posibilidad constituye en sí misma la «negación de la propiedad en su sentido antropológico y sociológico» [255]. La propiedad reunida en grandes conglomerados de riqueza acaso no sea ya propiedad, sino otro tipo de institución —propiedad cartelizada, propiedad fiscal—. Tenía razón Hayek al encarecer la sustitución de la equívoca terminología «propiedad privada» por «propiedad plural» [256]. En el fondo, también las posesiones de un Estado omnipotente resultan privativas. Ahora bien, una de las condiciones de una sociedad constituida por auténticos propietarios es la moderación de la imposición de la herencia, pues sobrepasado cierto límite se convierte en una seria amenaza para el «patrimonio familiar», institución en crisis actualmente a causa de la generalización de la fiscalidad progresiva [257]. No obstante, la actitud del economista ante la política fiscal reguladora de las transmisiones hereditarias resulta ambigua, pues acepta como principio general la progresividad impositiva, si bien advierte de un doble peligro: por un lado, el hostigamiento que supone en sí misma; por el otro, el riesgo de que bajo la presión de los desposeídos se anule todo estímulo posesivo. ¿Qué criterio debe guiar la política fiscal? Según Röpke, ésta debe siempre aspirar a transformar la mala propiedad en buena, evitando, al mismo tiempo, que la propiedad se convierta en renta [258].

Junto a la pedagogía de la propiedad, la imposición de la sucesión y la lucha contra las fuerzas monopolísticas que impelen la concentración de propiedades colosales, la rehabilitación de la propiedad ha de tener una plasmación concreta jurídica, pero sobre todo espiritual. La fórmula preferida por Röpke es la propiedad de la tierra y de la vivienda, tanto por las extraordinarias posibilidades que ofrece a la descentralización, como por su carácter vital para las familias. La generalización de la tierra podría incluso suplir las deficiencias en cuanto a la difusión de la propiedad de los medios de producción, la cual, dado el gigantismo de las sociedades anónimas, se limitaría a la democratización de sus títulos jurídicos o acciones.

b)        Desmasificación

Röpke, admirador de Ortega, solía mentar encomiásticamente su libro La rebelión de las masas. Se explica así la centralidad que en el pensamiento social del primero ocupa el concepto de masificación de la vida. La masificación, en la que han concurrido numerosas causas [259], constituye, como proceso general, una suerte de «desnutrición social» del hombre, abocado a una convivencia anónima en el seno de grupos sin verdadera substancia comunitaria. La masificación desplaza siempre el centro de gravedad del individuo hacia lo colectivo; no obstante, puede distinguirse con Röpke la «masa en estado agudo», o estado transitorio causado por determinadas contingencias y la propia constitución de la psicología de las muchedumbres, de la «masa en estado crónico», la cual presupone una forma continuada de existencia caracterizada por el aborregamiento y la falta de independencia (masificación en sentido moral), así como la disolución de la estructura social y la desagregación de los lazos institucionales (masificación en sentido sociológico) [260].

b.1.      Homo insipiens gregarius

El hombre masificado es para Röpke un engendro espiritual que en algún lugar denomina irónicamente homo insipiens gregarius [261]. Para su disección el autor echó mano de Ortega, pero también de la vasta literatura que después de la II guerra mundial se desarrolló acerca de los males de la sociedad de consumo. En esta última viene operándose la destrucción de la familia tradicional, expropiadas por el Estado algunas de sus prerrogativas naturales, entre las que destaca la educación [262].

En las sociedades modernas, que «se disuelven en individuos sin conexión y se coagulan en masa» el verdadero problema no está en el aumento del nivel de vida, pues de alguna manera, también el nivel de vida ha tenido que ver con la agregación informe de los hombres en un mundo desarraigado. Por eso decía Röpke que las políticas sociales tradicionales, obsesionadas sobre todo por la renta, suelen acentuar el mal que pretenden combatir. «Esta concepción explica simplemente la ceguera con que algunos círculos toman lo material como lo esencial y pasan por alto el problema más hondo de la naturaleza humana universal» [263].

Uno de los peligros de la masificación está cifrado en la facilidad con que el Estado puede erigirse en tutor de un rebaño de hombres que no saben apreciar las burkeanas unbought graces of life, encarecidas una y otras vez por el economista alemán como símbolo de una vida verdaderamente humana. Por desgracia, todo lo que recuerda a la naturaleza o a la belleza tiende a ser proscrito en un mundo en el que la patente de realidad la da la publicidad, y la especie, por primera vez, se aburre [264].

b.2.      Filosofía social de la descentralización

Uno de los corolarios del pensamiento social de Röpke se halla en lo que bien podríamos denominar la filosofía social de la descentralización, negación muy meditada del colosalismo social. Ante este último, Röpke mantuvo una actitud inflexible, pues veía en él uno de los males de la civilización europea, en cuya labor de zapa laboraron durante más de un siglo tanto el individualismo desbocado del liberalismo como el colectivismo reactivo que le sucedió. Estéticamente, el autor siempre fue partidario de un regreso a lo pequeño, representado por la vindicación de la vida rural, de la agricultura intensiva, de la artesanía y demás modos de vida alternativos a la concepción artificialista propia de las sociedades industriales capitalistas. Ahora bien, Röpke no se ajusta al patrón del escritor conservador tradicionalista, espiritualmente polarizado por un mundo que, promediado el siglo XIX, empezó a ser sustituido por las grandes estructuras industriales; las mismas que, finalmente, han dado carácter a nuestra centuria. Su perfil es más bien el del pensador agónico, consciente de que la historia no regresa jamás.

Pero lo que realmente ha desconcertado a quienes le catalogaron erróneamente entre los partidarios del individualismo, fue su crítica a los vicios del monopolismo capitalista o corporate capitalism [265], pues por un lado, Röpke es un escritor anti-colectivista, pero por el otro se manifiesta contrario a los excesos del individualismo decimonónico, paradójica causa de un gigantismo social radicalmente anti-individualista.

¿Cómo es esto posible? ¿Cómo el exacerbado individualismo liberal pudo promover las condiciones que determinaron la aparición de las grandes posiciones de poder económico? La solución a estos interrogantes nos aclara el sentido último del humanismo económico röpkeano como una filosofía social de la descentralización y la desconcentración.

Lo primero que debemos atender ahora es la idea del interregno espiritual de Europa, época de suma indigencia espiritual —«época terrible y acéfala» [266]— en la que se abandonaron las saneadas fórmulas filosóficas, políticas y demás, incoadas en el siglo XVIII. A ello contribuyeron las dos grandes revoluciones que han configurado el mundo contemporáneo, la revolución política y la revolución económica. Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Industrial contribuyeron, si bien por vías distintas, a la constitución de unas estructuras con las que el hombre actual se ha familiarizado: los Estados omnipotentes (jacobinismo político) y las poderosas corporaciones económicas. Aquéllos y éstas serán responsables, en última instancia, de la laminación de la tradición y los valores europeos.

Primeramente conspiró en contra del espíritu europeo lo que Röpke llamó «ceguera sociológica del capitalismo», o incapacidad casi general del pensamiento liberal para comprender que el mercado no es un producto natural, sino, antes bien, un artificio de la civilización [267]. El error dejó inermes a las fuerzas liberales ante los defectos del capitalismo histórico. No se tuvo en cuenta que toda aglomeración de poder económico tiende también a configurarse como poder político, directa o indirectamente. Así, flagrantes abusos jurídicos se postularon como consecuencias de la libre competencia en un mercado libre. Ahora bien, en rigor, aquel «capitalismo histórico» llegó a ser la antítesis del mercado libre pues, so capa de individualismo, negábase la autonomía personal. Con intención paradójica, Röpke acuñó una expresión que define muy bien la esencia de aquella filosofía: «colectivismo privado» [268].

El viejo capitalismo, cada vez más alejado del verdadero liberalismo, propició la crítica de escritores como Sismonde de Sismondi, un suizo afincado en el norte de Italia y, como Röpke, amante de la agricultura. Mas no imperó el sentido común y pasóse al extremo opuesto, es decir, a un colectivismo socializante. Resultado de todo ello fueron la masificación de la vida y, asimismo, la proletarización, males que hacen aconsejable una sociedad en la que se refuercen los lazos de solidaridad entre los pequeños grupos y se establezca como uno de los principios rectores de la vida política el principio de subsidiariedad.

Jerónimo Molina Cano, en https://unav.edu

Notas:

165    Véase Quinn, Dermot (1998), ob. cit., p. XII.

166    El personalismo filosófico de Röpke determinó su convicción en la indivisibilidad de la libertad, idea que animó su interesante polémica con Croce, nada más aparecer La crisis social de nuestro tiempo. Según el economista, una cosa es la separación de las esferas de la acción (política —imperio— y economía —dominio—) y otra cosa bien distinta la descomposición de la libertad personal en varios planos que pueden coexistir autónomamente. Escribe Röpke: «La libertad económica es, sin duda, una forma esencial de la libertad personal y premisa indispensable de todo orden social diametralmente opuesto al colectivismo». Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 135. Croce sostuvo, en cambio, que la coordinación entre libertad política y económica no era condición necesaria del sistema general de la libertad. Cabe en su opinión la combinación de liberalismo en lo político y de colectivismo en lo económico; pues el principio de la libertad económica no es sino «liberismo». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 147-9. No obstante, la opinión de Croce es más política de lo que a primera vista parece.

167    Véase Röpke, Wilhelm (1979), Maß und Mitte, Velag Paul Haupt, Berna.

168    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 126.

169    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 148.

170    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 194.

171    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 147-58.

172    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 31.

173    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 2.

174    Actitud, por lo demás, profundamente política y que recuerda al famoso lema de Raymond Aron: «Sin ilusiones pero sin pesimismo». Véase Campi, Alessandro (1999), “Raymond Aron e la tradizione del realismo politico”, Studi Perugini, nº 8, p. 218.

175    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 88.

176    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 81.

177    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 61. El economicismo, como variante de la mentalidad sociologista, no deja de dar vueltas incansablemente al «molino de las causas, leyes o influencias», ajeno a aquello en que realmente consiste lo económico. Véase Manent, Pierre (1994), La cité de l’homme, Fayard, París, p. 97.

178    Véase Dawson, Christopher (1995), La religión y el origen de la cultura occidental, Encuentro, Madrid.

179    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 26.

180    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 179 y 242.

181    Sobre la mentalidad ideológico-social, Negro Pavón, Dalmacio (1996), “Modos del pensamiento político”, loc. cit.

182    Véase Belloc, Hilaire (1945), El Estado servil, La espiga de oro, Buenos Aires.

183    (1975), Dopesa, Barcelona.

184    Véase Blair, Anthony (1998), La tercera vía, El País, Madrid. Giddens, Anthony (1999), La tercera vía: la renovación de la socialdemocracia, Taurus, Madrid.

185    En la literatura foránea tiene interés Campi, Alessandro y Santambrogio, Ambrogio (1997), Destra / Sinistra. Storia e fenomenología di una dicotomía política, Antonio Pellicani, Roma. Fernández de la Mora, Gonzalo (1999), “Derecha e izquierda hoy”, Razón Española, nº 96. Negro Pavón, Dalmacio (1999), “Ontología de la derecha y la izquierda. Un posible capítulo de teología política”, Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año LI, nº 76.

186    Véase Stein, Lorenz von (1981), ob. cit., p. 28.

187    Véase Schmitt, Carl (1931), “Hacia el Estado total”, Revista de Occidente, mayo.

188    Véase Stein, Lorenz von (1981), ob. cit., p. 61.

189    Una buena exposición de este asunto, probablemente una de las últimas antes de que el problema de la totalización de lo político fuese sustituido por el del totalitarismo, en Conde, Javier (1942), Introducción al derecho político actual, Escorial, Madrid, pp. 255-282. Constituye un buen ejercicio intelectual confrontar esas páginas con las de escritores como Hannah Arendt y Jacob Leib Talmon, que tanto han influido en la interpretación político-lógica de los regímenes totalitarios; respectivamente: (1998), Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid, vol. III, y (1956), Los orígenes de la democracia totalitaria, Aguilar, México.

190    Nos referimos a Weder Kapitalismus noch Kommunismus (1919) y a Weder so noch so: Der Dritte Weg (1933).

191    Apurando la cita, prosigue Heckscher: «Esto ha valido innumerables reproches a los estadistas de Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Y es innegable que su conducta, mejor dicho, su pasividad, influyó en el modo y en el sentido como se desarrollaron las cosas». Véase Heckscher, Eli F. (1983), ob. cit., p. 455. Aunque tardíamente, un libro de 1938 de H. MacMillan (The Middle Way) marcó la ruptura de los estadistas ingleses con los hábitos mentales anteriores.

192    Véase Rüstow, Alexander (1933), “Die Staatspolitischen Voraussetzungen des wirtschaftlichen Liberalismus”, Schriften des Vereins für Sozialpolitik, vol. CLXXXVII. Ese texto se reeditó más tarde como «Liberaler Interventionismus».

193    También aportaron algo al debate Luigi Einaudi (1942), “Economia di concorrenza e capitalismo storico. La terza via fra i secoli XVIII e XIX”, Rivista di Storia Economica, junio se trata de una extensa recensión del libro de Röpke La crisis social de nuestro tiempo; Salin, Edgar (1942), “Ein Dritter Weg?”, Zeitschrift für schweizerische Statistik und Volkswirtschaft; y, finalmente, Mötteli, Carlo (1943), “Gibt es einen dritten Weg?”, Neue Schweizer Rundschau, marzo, y Mötteli, Carlo (1943), “Die Schweiz und der dritte Weg”, Neue Schweizer Rundschau, abril.

194    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 249, nota 1.

195    Véase Röpke Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 29.

196    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), idem.

197    Véase Röpke, W. (1956), ob. cit., p. xiv.

198    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 55.

199    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 31.

200    Su programa de reforma seguía siendo, empero, el mismo.

201    Véase Mises, Ludwig von (1996), “The Middle-of-the-Road Policy leads to Socialism”, en ob. cit.

202    Véase Röpke, Wilhelm (1949), La crisis del colectivismo, Emecé, Buenos Aires, p. 21.

203    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. xvi.

204    Véase Röpke, Wilhelm (1949), ob. cit., p. 27.

205    Véase Röpke, Wilhelm (1949), idem.

206    Véase Röpke, Wilhelm (1949), ob. cit., p. 30.

207    Véase Molina, Jerónimo (2001), “¿Merecería el liberalismo económico tener futuro político?”, Veintiuno, n° 48.

208    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit. p. 318, nota 13.

209    Para esto tiene interés Molina, Jerónimo (1999), Julien Freund, lo político y la política, Sequitur, Madrid, pp. 192-202.

210    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 192-3.

211    La generalización de las leyes-medida y la mitificación de la constitución- pacto constituye el fenómeno jurídico típico de las sociedades pluralistas en las que se ha agotado el ciclo político del mando. Véase Schmitt, Carl (1992), Teoría de la Constitución, Alianza Editorial, Madrid. Para la noción de ciclo político Miglio, Gianfranco (1988), “Pluralismo”, en op. cit., vol. II. También Miglio, Gianfranco (2000), “La monocracia”, Hespérides, nº 20.

212    El Estado fuerte de Röpke coincide con la idea del Estado total de Carl Schmitt. Sin embargo, dada la temprana confusión que se impuso en torno a este último, el economista se manifestaba contrario al Estado total. La cuestión era en realidad semántica, pues lo que Röpke no aprueba es el experimento del colectivismo totalitario, sea bruno o rojo. Sobre esta temática resultan clarificadoras algunas páginas de Maschke, Günter, “Zum Leviathan von Carl Schmitt”, en Schmitt, Carl (1982), Der Leviathan, Hohenheim, Colonia, pp. 227-242. También las de Julien Freund sobre la doble conceptualización del «totalen Staat» en el pensamiento schmittiano. Véase Freund, J. (1978), “Vue d’ensemble sur l’oeuvre de Carl Schmitt”, Revue Européenne des Sciences Sociales, tomo XVI, nº 44, pp. 30-31. Galli, Carlo (1996), Genealogía della politica. Carl Schmitt e la crisi del pensiero politico moderno, Il Mulino, Bolonia, cap. XIII.

213    Véase Röpke, Wilhelm, La crisis social de nuestro tiempo, p. 246. Cfr. Schmitt, Carl (1932), “Gesunde Wirtschaft im starken Staat”, Mitteilungen des Vereins zur Wahrung der gemeinsamen wirtschaftlichen Interessen in Rheinland und Westfalen, nº 1.

214    Esta distinción, expresión mayor del Jus Publicum Europaeum, esencializa la «neutralización de la política» y, asimismo, el principio liberal de separación de lo político y lo económico. A todo ello atribuía Röpke el éxito de la política y la economía liberales sobre el «cesaro-economismo», reinventado en el colectivismo contemporáneo. Véase, por ejemplo, Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., pp. 133 sq.

215    Véase Oppenheimer, Franz (1997), The State, Fox & Wilkes, San Francisco. En esto consiste la teoría oppenheimeriana de la superposición de lo político y lo económico, muy influyente sobre la tradición austriaca. En todo caso, es muy anterior la famosa definición del Estado de Bastiat: «Grande fiction à travers laquelle tout le monde s’efforce de vivre aux dépens de tout le monde». Véase Bastiat, Frédéric (1873), Sophismes économiques, Guillaumin et cie, París, tomo I, p.332. Mucho más accesible es la antología Bastiat, Frédéric (1983), Ouvres économiques, P. U. F., París. En aquel pensamiento de Bastiat, más que en la teoría de Oppenheimer, se inspira la acerba crítica de Röpke al Welfare State. Véase por ejemplo: Röpke, Wilhelm (1969), “Robbing Peter to Pay Paul: On the Nature of the Welfare State”, en Against the Tide. Röpke sostiene que, en última instancia, la redistribución es una especie de sofisma económico. Cfr. Rothbard, Murray N. (1996), For a New Liberty. The Libertarian Manifesto, Fox & Wilkes, San Francisco. El economista norteamericano, quien por cierto lleva al límite la distinción entre medios económicos y políticos postulando el «nonaggression axiom» (ob. cit., p. 23), entiende que la redistribución de la riqueza operada por Estado de Bienestar ni siquiera admite la comparación tópica con Robin Hood, el bandido benefactor, pues estima que el efecto redistribuidor opera preferentemente por tramos de renta («the redistribution is within income categories; some poor are forced to pay for other poor», ob. cit., p. 162).

216    «¿De qué valen, en realidad, todos los tratados internacionales y los llamamientos a los pueblos para que renuncien a una parte de su soberanía en aras del superior interés del orden internacional, si prevalece la convicción (...) de que la política sólo ha de moverse en torno a la idea de que no hay más que amigos y enemigos?». Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 51.

217    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 53.

218    Véase Maritain, Jacques (1945), Principios de una política humanista, José Mª Cajica, Puebla, p. 239.

219    Véase Maritain, Jacques (1945), ob. cit., p. 246. El propio Röpke escribió que «ser maquiavelista equivale a apostar contra el tiempo». Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 54.

220    La misma denuncia en un clásico incomprendido fechado en 1943: Burnham, James (1953), Los maquiavelistas. Defensores de la libertad, Emecé, Buenos Aires.

221    Véase Aron, Raymond (1995), “La querelle du Machiavélisme”, en Machiavel et les tyrannies modernes, Fallois, París, p. 393. También Molina, Jerónimo (1997), “La supuesta apoliticidad del liberalismo”, en Sanabria, Francisco y Diego, Enrique de (ed.), ob. cit., pp. 118-9.

222    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 58.

223    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 147-52. Especialmente Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 176 sq.

224    La tragedia del liberalismo alemán, aunque se perfila ya en 1815 y 1830, se inició oficialmente con el fracaso de la constitución de un Estado nacional entre marzo de 1848 y marzo de 1849. La obsesión por la fundación del Estado-nación provocó el abandono de los principios más genuinamente liberales. Vióse así desplazado de la arena política e intelectual por el prusianismo socialista (de Estado, socialdemócrata, nacionalsocialista), hundiéndose profundamente en el periodo de entreguerras. Su rearme intelectual después de la II guerra mundial, si bien se vio truncado finalmente por el auge del keynesianismo, rozó lo extraordinario. En el ambiente propicio de la época influyó el desprestigio que sobre sí había atraído el ideal nacional. Aunque se abusó más tarde de la estigmatización del concepto, lo cierto es que finalmente se dieron las condiciones para que el liberalismo alemán se desprendiese de su lastre histórico. Los avatares del liberalismo alemán hasta 1849 se exponen con claridad y concisión en Abellán, Joaquín (1987), Estudio preliminar a Rotteck, K. Von, Welcker, C. T., Pfizer, P. A. y Mohl, R. Von, Liberalismo alemán en el siglo XIX. 1815-1848, C. E. C., Madrid.

225    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 207-8. El problema del plan económico pone principio precisamente a Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., pp. 15-8.

226    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), p. 204. Viene muy bien aquí la distinción freundeana entre lo económico (l’économique) y la economía (l’économie). Véase Freund, Julien (1993), ob. cit. También Huarte, Juan (1980), La realidad primaria de lo económico y el sentido de la economía, Unión Editorial, Madrid.

227    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 205.

228    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 240.

229    Así concluye el maestro de economistas: «La legislación antitrust americana fue intervención conforme, pues intentaba anular fuertes poderes monopolísticos; la Ley de Arrendamientos Urbanos es un ejemplo de intervención disconforme porque regula los precios en el mercado libre de alquileres; pero no se puede dudar de que esta ley es liberadora en gran medida, pues cuando hay gran escasez de viviendas, limitar los derechos del propietario urbano es liberar a miles de individuos de una sumisión a veces muy tiránica». Álvarez, Valentín, A., Presentación de Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. XI.

230    En Röpke encontramos la convicción, ya que no la teoría, de que el monopolio tiene su causa en el intervencionismo estatal. Así, como parte de la política de mercado, señálase la necesidad de una política antimonopolios pasiva, caracterizada por el rescate de las concesiones y prebendas en manos privadas; la política antimonopolios activa pretende luchar contra las causas favorecedoras del monopolio del lado de la oferta. Cabe también una política antimonopolios activa del lado de la demanda, consistente en la educación del consumidor. Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 292-300. Ha sido Murray N. Rothbard quien ha demostrado que el llamado «monopolio natural», concepto en el que siempre tropieza la economía neoclásica, constituye un sofisma económico. El monopolio, en su opinión, siempre es político. Véase Rothbard, Murray N. (1977), Power and Market. Government and Economy, Sheed Andrews & Mc Meel, Kansas City. Especialmente Rothbard, Murray N. (1964), Man, Economy, State. A Treatise on Economic Principles, Van Nostrand, Princeton, cap. X. Según Rothbard, la manía antimonopolista proviene de la confusión entre libertad y abundancia (ob. cit., p. 580). Según Mises, el monopolio puede producirse por motivos netamente económicos en el caso de demandas inelásticas; Rothbard, sin embargo, expresaba su perplejidad ante dicha teoría, pues no encuentra de recibo culpar al productor de la inelasticidad de una curva de demanda concreta. En suma, el monopolio constituye un simple problema de libertad económica; donde ésta no existe o se violenta aparece aquél como una «concesión o privilegio especial otorgado por el Estado, determinando el cierre de un área de la producción en beneficio de un individuo o un grupo». Véase Rothbard, Murray N. (1964), ob. cit., p. 591.

231    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 33.

232    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., pp. 33-41.

233    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 36.

234    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 37.

235    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 40.

236    Véase Röpke, Wilhelm (1956), idem.

237    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 132.

238    Véase Sombart, Werner (1993), ob. cit., pp. 115 sq. Röpke, por ejemplo, rechaza frontalmente la alegría con que el público se lanza a las compras a plazos, expresión de una «forma anti-burguesa de entender la vida». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 142.

239    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 158.

240    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 19.

241    Véase Belloc, Hilaire (1945), ob. cit., p. 167.

242    Véase Belloc, Hilaire (1936), An Essay on the Restauration of Property, The Distributist League, Londres. Mas en el prólogo a la tercera edición de The Servil State ya refiere que «de no restaurar la institución de la propiedad nos veremos abocados a restaurar la institución de la esclavitud; no hay tercera vía». Véase Belloc, Hilaire (1927), The Servil State, Constable, Londres.

243    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 20. También Molina, Jerónimo (1999), “El Estado servil”, Razón Española, nº 96.

244    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 166.

245    Véase Jünger, Ernst (1993), El trabajador. Dominio y figura, Tusquets, Barcelona, p. 61.

246    Véase Jünger, Ernst (1993), ob. cit., p. 89.

247    Véase Jünger, Ernst (1993), ob. cit., p. 172.

248    La cultura, afirma categórico el escritor holandés, «se desarrolla en el juego y como juego». Véase Huizinga, Johan (1972), Homo ludens, Alianza Editorial, Madrid, p. 205.

249    Tal vez por ello escribe Huizinga que en la «cultura moderna apenas si se juega y, cuando parece que juega, su juego es falso». Véase Huizinga, Johan (1972), ob. cit., p. 244.

250    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 95-6, nota 18.

251    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 167.

252    Por ejemplo: Messner, Johannes (1976), La cuestión social, Rialp, Madrid. También Pieper, Josef (1979), El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid. Para Messner, uno de los grandes problemas contemporáneos ha sido la transformación operada en la mentalidad del trabajador, quien ha sustituido la seguridad basada en la propiedad por la seguridad social de provisión estatal. Véase Messner, Johannes (1976), ob. cit., pp. 463-4. El profesor Pieper, con mayor sofisticación filosófica, se interrogaba sobre «si el mundo del hombre se agota con ser un mundo de trabajo, si el hombre consiste simplemente en ser funcionario, trabajador, si la existencia humana adquiere su plenitud siendo exclusivamente existencia que trabaja cotidianamente». Véase Pieper, Josef (1979), ob. cit., p. 37. Pieper tiene páginas especialmente luminosas sobre la proletarización, que define como una vinculación general al proceso productivo, hasta el punto que «agota el espacio vital del hombre que trabaja». Véase Pieper, Josef (1979), ob. cit., p. 58.

253    Messner habla, en este sentido, de la generalización de una «histeria pensionista», reivindicativa de ingresos sin contrapartida. Messner, Johannes (1976), ob. cit., p. 146.

254    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 193.

255    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 191.

256    La propiedad plural o varia, que Hayek tomó de Henry Maine, implica una valoración positiva de su difusión en la sociedad. Véase Hayek, Friedrich A. von (1991), Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, Madrid, p. 169, nota 8.

257    Según Röpke, la familia ha sido reducida poco a poco a una mera unidad de consumo, expediente a la medida de quienes persisten en razonar como macroeconomistas.

258    Véase Röpke, Wilhelm, (1956), ídem.

259    Espirituales y morales, pero también demográficas, tecnológicas y político sociales e institucionales. Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 18.

260    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 80-1.

261    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 207.

262    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 165.

263    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 168.

264    Decía Röpke que el tedio constituye una enfermedad del espíritu típicamente actual. Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., pp. 102 sq.

265    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 146.

266    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., p. 9.

267    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 66.

268    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 141.

Jerónimo Molina Cano

II.         Wilhelm Röpke, economista a contracorriente

El economista Wilhelm Röpke nació frisando el siglo XX (10.10.1899) en una aldea al sur de Lüneburger Heide (Schwarmstedt), en las proximidades de Hannover. Sus primeros años estuvieron marcados, sin duda, por la vida en el entorno rural propio del norte de Alemania. Los años de mocedad de quien fue hijo y nieto de médicos rurales dejaron en él una profunda impronta, puesta de manifiesto en el elogio de la vida sencilla en las pequeñas comunidades que de cuando en cuando aflora en sus escritos filosóficos, sociológicos e, incluso, económicos. Estos últimos constituyen, precisamente por ello, una excepción en el gremio intelectual de los economistas, mucho más preocupados desde finales de la I guerra mundial, según resulta notorio, por las abstracciones economicistas y los conceptos generales que por la dimensión humana de la actividad económica. A continuación nos ocupamos de la personalidad científica de Röpke, desplegada en cuatro grandes etapas, desde su socialismo internacionalista ingenuo de excombatiente hasta el reconocimiento internacional de las décadas de 1950 y 1960.

2.1.      Semblanza personal e intelectual

Todavía no contamos con un buen estudio bibibliográfico de quien, en nuestra opinión, debiera figurar entre los economistas europeos más importantes del segundo tercio del siglo XX [67]. Ahora bien, esto tiene su explicación, pues tampoco ha sido mucha la atención que los especialistas le han dispensado después de su muerte, acaecida en Coligny, cerca de Ginebra, el 12 de febrero de 1966. Enciérrase una ardua paradoja en el hecho de que quien fuese uno de los economistas más leídos durante las dos décadas que siguieron a la II guerra mundial se haya visto eclipsado desde entonces por un silencio denso, sobre todo fuera de los círculos ordo-liberales de lengua alemana. Apenas si se le cita en los trabajos sobre la evolución del pensamiento económico contemporáneo, lo que tácitamente le relega al desempeño de un papel secundario en las corrientes actuales de la ciencia económica. Por regla general, su nombre resulta desconocido para las jóvenes promociones de economistas, cuyo paso por las facultades europeas, con muy pocas excepciones, se limita al adiestramiento matemático y estadístico. He aquí, una vez más, la enorme potencia desfiguradora de la realidad que tiene el «bibliografismo» [68]. El olvido, que aun siendo grave tendría explicación en el caso de los economistas de profesión neo-keynesiana, resulta imperdonable en el caso de quienes se alinean en el «Nuevo Liberalismo» [69].

a)        Configuración de su pensamiento (1919-1933)

Wilhelm Röpke, como millares de jóvenes coetáneos suyos, formó parte de una de las generaciones europeas de más triste destino, pues en la I guerra mundial hubo de enfrentarse a un enemigo sin rostro humano transfigurado en una verdadera «máquina de guerra», animada por el élan de la movilización total [70] y de cuyo gravísimo alcance tardaron muchos meses en hacerse conscientes los pueblos europeos. Aquellas generaciones, como escribió Erich María Remarque en su libro inolvidable Sin novedad en el frente, «fue(ron) destruida(s) por la guerra, aunque escapar(an) a las granadas» [71]. Mas la gran guerra, la contienda que se creyó la última de las últimas, la «der des der», vino sobre todo a poner fin a una forma de vida, a todo un mundo de representaciones políticas, económicas, técnicas y demás. Se ha repetido infinitas veces: la declaración de guerra de Austria a Serbia marcó, en efecto, la clausura formal del siglo XIX, que conoció muy pocas guerras después de la caída de Napoleón, siendo estas, en todo caso, limitadas. El militarismo se convirtió entonces en la expresión más clara de la nueva dimensión del Estado, forma política profundamente revolucionaria que se enseñoreó de casi toda Europa a medida que se iba resolviendo la contienda en los frentes ruso y franco-alemán y que, finalmente, sancionó universalmente la liquidación de la monarquía de los Hohenzollern, con la participación necesaria del iluminado presidente Woodrow Wilson [72].

La guerra y la peculiar organización económica a la que obligó a los Estados, la famosa «economía planificada» del «preußischer Europäer» Walther Rathenau (1867-1922) [73], puso al descubierto las amenazas que para las libertades personales suponía aquello que Joseph A. Schumpeter denominó, precursoramente, el Estado fiscal («Steursstaat») [74]. Sin embargo, la guerra no fue la causa última de la gran mutación. Acaso, como tantas veces se ha sugerido, limitóse a oficiar de «partera de la historia» [75]. Los problemas de la civilización europea venían de atrás, gestándose ya en las largas consecuencias de la Revolución de 1848, la primera revolución socialista [76].

Era lógico empero, al menos en un primer momento, que la guerra se viese como el origen de todos los males. Mas muy pronto se miró más allá de las atroces experiencias de los campos de batalla. Ante todo, era preciso no acomodarse en la añoranza securitaria de un tiempo consumado. Así, lo más granado de la inteligencia europea se determinó a perseverar en el estudio de las causas de aquella terrible crisis de dimensiones internacionales. Los resultados fueron desiguales, y su espectro registraba todas las gradaciones posibles entre el atroz optimismo de algunos y el pesimismo irresponsable de otros.

En el caso de Röpke, los campos de batalla de la Picardía en que se batió le determinaron, según escribió años después, a que «si algún día llegaba a salir de aquel infierno, se dedicaría de por vida —para que esta no careciese de sentido— a prestar su ayuda para impedir que se repitiese la catástrofe, y, por encima de las reducidas fronteras de su propio país, tendería la mano a cuantos cooperasen al mismo fin» [77]. Volvió entonces a la vida civil determinado a convertirse en «economista y sociólogo, para poder así comprender las causas de esta crisis y contribuir a evitarla» [78]. Tiene no poco interés recordar aquí la evolución intelectual del autor, que le llevaría desde el socialismo pacifista inicial al liberalismo renovado que muy lentamente se va configurando en Europa gracias al magisterio de Ludwig von Mises, uno de los pocos economistas en activo que no sucumbió ni sentimental ni teóricamente a los intentos de institucionalizar la Kriegswirtschaft [79].

En un primer momento, Röpke estaba convencido de que la raíz del mal se cifraba en una sociedad y unas elites corrompidas. Ahora bien, la sociedad susceptible de tales degeneraciones (la guerra criminal cuya figura representa el soldado provisto de la granada de mano y la máscara antigás [80]; la organización industrial asentada en el salario de máquina; la miseria cíclica masiva; etc.) se asimilaba convencionalmente con el «capitalismo», con lo que la salida lógica para él y para miles de universitarios sólo podía ser el «socialismo». «Si se quería dar una forma radical a la protesta contra tal sistema, protesta a la que nosotros, en nuestro juvenil ardor, nos sentíamos alentados, era casi lógico hacerse socialista» [81].

Mas quiso ser Röpke, antes que socialista, un economista serio y realista, esforzándose por descubrir en el voluntarismo (meramente reactivo) de la afirmación general del socialismo la verdadera justificación ético-científica de este último [82]. Así pues, a poco que se tuviese intención de profundizar en la reflexión sobre estos asuntos, descubríanse los lugares comunes sobre el socialismo que no se compadecían ni con sus determinaciones empíricas ni con sus realizaciones concretas. Una buena muestra de esta suerte de incoherencia intelectual, en la que ha sido pródigo desde entonces el siglo XX, era la equívoca actitud de quienes siendo, por socialistas, antimilitaristas y pacifistas convencidos, no se decantaban, como por otro lado parecería lógico, a favor del librecambismo como medio cooperativo y no violento de ordenación de las relaciones internacionales. El socialismo, que termina configurándose siempre, necesariamente, como un socialismo nacional, presupone que las «fronteras nacionales tomarían un nuevo y preeminente sentido económico» [83]... Sin embargo, la opinión común tendía a identificar con el capitalismo y, asimismo, con el liberalismo toda forma de nacionalismo económico belígeno. Naturalmente, las contradicciones de su generación se extendían también a la concepción de la política interior, pues partiendo del precepto de imponer cuantas más restricciones mejor al poder del Estado, a pocas lecturas que se tuviesen, fácilmente se imponía como una evidencia la genealogía liberal del principio de la limitación de todo poder humano, particularmente del estatal. Sin embargo, algunos socialistas, según Röpke, se habían habituado a apelar a ese principio mientras se hallaban expulsados del poder, dilatando el radio de acción del mando cuando eran capaces de usufructuarlo. Como decía un polemólogo francés, se conoce que el poder es malo cuando lo detenta el enemigo y bueno cuando son los conmilitones o uno mismo sus beneficiarios.

A medida que el socialismo internacionalista iba haciendo camino, propiciándose en el trayecto episodios tan increíbles como las famosas visitas a la Rusia soviética de los intelectuales socialistas europeos, particularmente de los franceses [84], las dudas sobre la rectitud de las utopías colectivistas afloraban públicamente. Ni siquiera el sentimentalismo pudo reprimir que obrara sus efectos la experiencia de la libertad personal recobrada por los excombatientes al reincorporarse a la vida civil. Antes o después, la libertad y la independencia de espíritu habían de volver por sus fueros. En cuanto a Röpke, su rigor científico y su honestidad de temperamento le condujeron en muy poco tiempo a culminar sus estudios de Derecho, Ciencias Políticas y Economía. En este punto, puede afirmarse que uno de los grandes acontecimientos de su vida intelectual fue la lectura del libro de von Mises traducido al español como Socialismo y que probablemente constituye uno de los tratados más importantes sobre la economía socialista: Die Gemeinwirtschaft: Untersuchen über den Sozialismus, originalmente publicado en 1922 [85]. En esta obra se examinaron en profundidad las condiciones y consecuencias del orden político, económico y moral postulado por la ideología socialista, uno de cuyos corolarios sería lo que el economista austríaco denominó «destructionism» [86]. Mises ampliaba así su incursión, hoy clásica, en la controversia sobre la posibilidad del cálculo económico socialista [87], elevándola a la categoría de una teoría general de lo que denominó «Valuation without Calculation» [88].

Una vez conseguida la habilitación como «Privatdozent» en la Universidad de Marburgo con su Habilitationsschrift sobre la coyuntura como concepto científico-económico [89], Röpke impartió en el año 1922 su primer curso de economía política, dedicación que interrumpió al año siguiente para incorporarse como experto a la Comisión del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, encargada de estudiar al problema de las reparaciones de guerra. Esta experiencia resultó determinante para él, pues está en el origen de su monografía de 1923 Die internationale Handelspolitik nach dem Krieg. El conocimiento profundo de la realidad económica internacional que alcanzó entonces fue lo que hizo de Röpke uno de los grandes defensores contemporáneos de un comercio internacional sin trabas. Su concepción de un orden económico internacional basado en la libertad y cuyo referente inmediato se halla en la ordenación del comercio mundial anterior a la I guerra mundial —solidez del patrón oro, desarme arancelario, etc. —, unido a otras consideraciones de índole política le hicieron romper definitivamente con su ingenua profesión filo-socialista. En este sentido, el mencionado texto sobre la política comercial internacional de la I postguerra puede considerarse la divisoria de sus años juveniles.

Reincorporado a la carrera universitaria, profesó en Jena hasta 1928, fecha en la que su horizonte personal e intelectual se vio ampliado por un importante viaje a los Estados Unidos, invitado por la Fundación Rockefeller para impartir unas lecciones sobre la cuestión agraria. Hasta ese momento, Röpke ya se había hecho notar en las reuniones bianuales del Verein für Sozialpolitik, institución que todavía era considerada como el punto de referencia de la ciencia económica para los escritores de cultura germánica [90]. De vuelta a Alemania y tras una breve estancia en Graz, fue llamado finalmente a desempeñar la cátedra de economía política de Marburgo, en donde ejerció hasta su exilio turco «por convicción propia» en 1933.

En cualquier caso, la salida de Alemania clausuró la época en la que su pensamiento fue poco a poco cobrando forma, evolucionando desde el vago socialismo bienintencionado, pero ayuno de teoría, de no pocos colegas suyos, a la defensa teleológica de la libertad económica.

Ahora bien, la especulación teórica röpkeana, en parte asentada en la tradición de la economía de mercado renovada por von Mises, no siguió la derrota trazada por el discípulo de este último, Friedrich A. von Hayek, quien en última instancia prescindiría de la consideración de las determinaciones de lo político sobre lo económico [91]. Encuéntrase aquí un aspecto sumamente interesante del pensamiento röpkeano, pues su actitud ante la política nos descubre las claves de su esfuerzo por trascender la economía política, que el autor urgía a transformar en un verdadero humanismo económico. En efecto, según Röpke, constituía un grave error ignorar la estrecha relación existente entre los diversos órdenes humanos, particularmente la propia del orden político y el económico. Aquí debe radicarse, a todos los efectos, aquello que diferencia al liberalismo alemán de la II postguerra del neoliberalismo de los profesores austriacos de economía y sus seguidores, particularmente los economistas norteamericanos [92].

A sus variadísimas lecturas [93] y a sus trabajos científicos habría ahora que añadir, como factores que también determinaron su biografía, dos acontecimientos muy concretos. El primero de ellos fue la experiencia de su fugaz participación en la llamada comisión Braun, constituida en 1930 para luchar contra la crisis económica. Esos trabajos le dejaron como impronta una prevención intelectual permanente contra toda forma de inflación, en su opinión uno de los grandes males de la economía del siglo XX y también una seria amenaza para la libertad. El segundo acontecimiento pertenece, sin duda, al orden menor de los escritos de circunstancias, pero no careció en absoluto de trascendencia. Nos referimos a sus manifestaciones públicas en contra del nacionalsocialismo de Hitler y sus adeptos.

En una alocución pública de 1930 que, bajo el título «Ein Sohn niedersachsens an das Landvolk», dirigió a su paisanos de Baja Sajonia, advertía que quienes pensaran votar al Partido Nacionalsocialista debían ser conscientes de las consecuencias de sus actos, pues se trataba de un voto al caos contra el orden [94]. Más tarde, ya con los nazis en el poder, pronunció un discurso en Frankfurt (8.2.1933) en el que se atacaba duramente a los partidarios del gobierno, ridiculizando su pretensión de regresar a las «forestas vírgenes de Germania» cuando lo que realmente se necesita, dada la complejidad del entramado social, es una mayor dosis de inteligencia y disciplina [95].

Todo ello le costó la separación de la cátedra y, finalmente, la jubilación forzosa anticipada por «motivos políticos» [96]. Röpke, sumamente elegante e irónico en el estilo, resumía el caso para sus oyentes de una conferencia pronunciada en la Escuela Superior de Guerra de Buenos Aires en el otoño austral de 1960: «Combatí a Hitler. Era yo profesor en Alemania en 1933, y entonces encontré que uno de los dos tenía que irse. Como él no se quiso marchar, yo tuve que irme» [97].

b)        La etapa turca (1933-1937)

Respondiendo a una llamada de la Universidad de Estambul, donde el reformador Kemal Ataturk tuvo gran interés, según es sabido, en reunir a lo mejor del primer exilio académico alemán, se trasladó con su familia a Turquía [98]. En Estambul recibió concretamente el encargo de fundar y dirigir un Instituto de Ciencias Sociales, que constituyó su contribución científica a la modernización de la sociedad turca. Ahora bien, al margen de la actividad institucional ¿qué representó para su pensamiento lo que podríamos denominar el «periodo turco» de su biografía? La lejanía geográfica no supuso en ningún caso un apartamiento de las cuestiones de máximo interés que se discutían en Europa; en este sentido, Röpke seguía en contacto con las corrientes más vivas del pensamiento. Prueba de ello es su profundización en la teoría del ciclo económico, asunto en el que ya incursionó en la década anterior.

Continuando la línea trazada por la teoría del capital de Eugen von Böhm-Bawerk y su discípulo Mises, el economista alemán reelaboró y amplió su trabajo Krisis und Konjuntur (1932), para publicarlo en inglés como Crises and Cycles [99]. En esencia, la teoría röpkeana del ciclo económico, anclada en sus estudios sobre la formación del capital [100], refiere el origen de las crisis económicas a la expansión de crédito del banco central, responsable del exceso de inversiones en bienes de capital. Tal vez lo más original de este estudio es la afirmación de que también es posible, si no más probable, que se produzca la sobreinversión en las economías socialistas, con lo que tampoco estas últimas estarían exentas de los efectos del ciclo. Röpke se ufanaba en el detalle de que en este trabajo suyo y en otros similares ya se habían lanzado las primeras advertencias contra los efectos distorsionadores de lo que luego constituyó la cómoda política keynesiana del ciclo económico, polarizada por un terror generalizado e irracional a la deflación post-bélica.

En cualquier caso, su obra económica más importante de este periodo es probablemente su singular manual de economía política, redactado en 1936 a requerimiento de una editorial vienesa y publicado en la primavera de 1937, titulado originalmente Die Lehre von der Wirtschaft [101]. En ella pretendía el autor fijar el status quaestionis del saber económico, poniendo «unos quince años de experiencia pedagógica universitaria al servicio de una obra que justificadamente se consideraba necesidad imperiosa» [102]. De una manera clara y elegante, alejada por tanto de la pedantería académica, Röpke desarrolló en aquellas páginas su concepción de la economía, apoyando sus investigaciones en lo que consideraba piedra angular de la ciencia económica: la consideración del problema esencial de la economía como actividad humana, es decir, el problema del orden o la «anarquía ordenada» [103]. Para el autor, según sugiere en los dos primeros capítulos de la obra, el orden económico tendría al menos cuatro premisas esenciales: una fenomenológica, el proceso de la formación de los precios; otra epistemológica, la utilidad marginal. Sobre esta última decía que se había levantado «todo el edificio de la moderna teoría económica» [104]. Cabría además atender a una premisa sociológica, según la cual existen tres medios para combatir socialmente la escasez, a saber: una forma éticamente positiva (altruismo), una forma éticamente negativa (violencia) y, por último, una forma éticamente neutral (intercambio económico). Finalmente, puede considerarse también en su obra una premisa praxeológica, según la cual existen diversas formas de armonizar las necesidades con las preferencias: desde el sistema de economía colectiva hasta el sistema de precios de mercado, pasando por las colas, los racionamientos o los sistemas mixtos de precios máximos, precios públicos y demás.

Cuando un economista se interroga con seriedad sobre el problema del orden económico, difícilmente puede esquivar la dependencia que este último manifiesta en relación al orden general de la convivencia humana y, particularmente, al orden político. Röpke, que ya conocía las implicaciones económicas de unos órdenes tan politizados como el soviético y el nacionalsocialista, no podía soslayar las determinaciones recíprocas de lo político y lo económico. El ya mencionado Socialismo de Mises había examinado certeramente las consecuencias de una economía sin mercado. Su rigor y exhaustividad admitían pocos apéndices [105]. Tal vez por eso, adoptando un método de análisis similar, Röpke abordó el estudio de la economía fascista en un artículo muy importante de 1935: «Fascist Economics» [106]. En aquellas páginas, escritas como acostumbraba, a contracorriente, el autor hacía aflorar las falacias de una supuesta «nueva economía» que, según su parecer, nada nuevo tenía que aportar a lo ya experimentado. El artículo tiene el interés añadido de que ayuda a perfilar su actitud ante el intervencionismo económico y el «Estado fuerte», pues no cabe esperar de Röpke una justificación general de la politización de la economía. En Lehre von der Wirtschaft se había expresado con suficiente claridad al respecto: «Se necesita un Estado fuerte que, de un modo imparcial y firme, esté por encima de la lucha de los intereses económicos» y defienda al capitalismo de las prácticas restrictivas de los capitalistas [107]. Mas la «economía fascista» representó realmente lo contrario a sus tesis. Ni siquiera la interesada utilización de la denominación “corporativismo”, ideario que Röpke tenía en buen concepto [108], podía ocultar la realidad del así llamado «Stato Corporativo»; este último, decía, no era otra cosa que la institucionalización del «privilegio para poder arruinar la economía nacional que se han reservado unos cuantos diletantes» [109].

Los años de la Universidad de Estambul no quedarían completos en esta sumaria exposición si no tuviésemos en cuenta que en ellos se fraguó su «Trilogie», especialmente su primer volumen, Die Gesellschaftskrisis der Gegenwart, publicada ya en Suiza en el invierno de 1942.

c)         Plenitud intelectual (1938-1945)

Precedido por la fama de su libro sobre la teoría de la economía política, que le hizo despuntar definitivamente como uno de los críticos más relevantes del intervencionismo económico en todas sus formas y, asimismo, como un teórico liberal de primer orden, Röpke dio por terminada su misión en la Universidad de Estambul al recibir en 1937 un llamamiento del Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. Allí, en donde pudo tratar fugazmente con von Mises, impartió clases de economía internacional el resto de su vida. A pesar de haber tenido algunos ofrecimientos para trasladarse a los Estados Unidos, prefirió establecerse definitivamente en Suiza, nación que devino muy pronto su segunda patria.

La neutralidad suiza le mantuvo relativamente aislado de los terribles acontecimientos europeos, desencadenados inexorablemente por la invasión de Polonia el primero de septiembre de 1939. En medio de la catástrofe vinieron a reforzarse sus profundas convicciones europeístas, acentuándose al mismo tiempo su preocupación por el destino de un continente que por segunda vez veíase abocado a una guerra de aniquilación. Su contribución a la causa de la civilización europea no podía limitarse en esas circunstancias a la apología de una concepción más o menos ingenua de las relaciones económicas internacionales, adaptada al patrón del viejo liberalismo. Tampoco cabía una reconstrucción social utilizando materiales provenientes del colectivismo, mentalidad en buena medida responsable de la transformación de las naciones europeas en agresivos colosos bélicos. En su opinión, las guerras europeas imponían un punto de vista hasta cierto punto inédito, pues los cambios que habían provocado en las estructuras políticas, económicas y sociales, obligaban al pensamiento a buscar con radicalidad el origen del mal. Ello excluía, pues, el recurso a los más que agotados remedios ideológicos del siglo XIX. Ni el viejo liberalismo, lastrado por su «ceguera sociológica», ni el pugnaz «colectivismo», responsable de la masificación de la vida, eran la solución, antes bien constituían el problema. Con este bagaje abordó Röpke la elaboración de sus grandes libros sobre la situación histórica de la civilización europea.

En el decisivo invierno de 1942, mientras se combatía durísimamente en Stalingrado, apareció en suiza La crisis social de nuestro tiempo, un libro que es el «resultado de las ideas que se ha ido formando un economista acerca de la enfermedad de nuestra civilización y del procedimiento para llegar a vencerla» [110]. En sus páginas ofrecía Röpke un lúcido análisis de la situación del espíritu europeo, proponiendo como remedio lo que algunos otros antes que él ya habían llamado «Dritten Weg». El autor se refería, en efecto, a la tercera vía o tercer camino como a una suerte de mediación intelectual y empírica que debía operarse entre el liberalismo individualista y el socialismo colectivista, corolario de la cual sería lo que enseguida llamó humanismo económico, es decir, una nueva concepción de la economía sometida a imperativos éticos y jurídicos e integrada en una vasta acción política configuradora de una ordenación social sana [111]. De alguna manera, lo que Röpke estaba proponiendo en el fondo era una concepción renovada de la Sozialpolitik que varias generaciones de economistas y juristas alemanes habían cultivado desde el Congreso de Eisenach (1872). En este sentido, el caso de Röpke es único, pues al contrario que a Mises y a la mayor parte de sus discípulos no le parecía que la política social pudiese despacharse tan expeditivamente como estos últimos acostumbraban, viendo en ella únicamente una interferencia de las operaciones de mercado [112]. La escasa comprensión de los neo-liberales austriacos no ya únicamente de la política social, sino de la visión humanista del ordo-liberalismo se puso de manifiesto, antes incluso del cisma de la Sociedad Mont Pèlerin, en la condena miseana de las «Middle-of-the-Road Policies», en las que no se ve sino una variedad suavizada de socialismo («intervencionism») que, a medio plazo, conduce igualmente a una sociedad estatizada [113].

Ciertamente, la Sozialpolitik constituye un repertorio de medidas que directa o indirectamente pueden ser susceptibles de alterar las condiciones de partida, los procesos o los resultados del mercado; no tiene sentido, por tanto, negar su carácter intervencionista. Ahora bien, para Röpke, la política social clásica podía tener una explicación satisfactoria si se la abordaba realistamente desde el punto de vista del orden de la convivencia humana. La conocida preocupación röpkeana por las relaciones entre los distintos órdenes (político, económico, moral, artístico, científico, etc.) alineó su pensamiento con el de los escritores más realistas. En este sentido no pueden perderse de vista las diferencias entre La crisis social de nuestro tiempo y el famoso pamphlet de 1944 Camino de servidumbre, de F. A. Hayek [114]. En cierto modo, la obra del escritor austriaco parecía ya entonces anterior a su tiempo [115].

Como buen lector de Ortega y Gasset, Röpke se esforzó por mantenerse en el nivel del tiempo, de modo que nuevamente en 1944 entregó a las prensas otro libro, el segundo volumen de la trilogía, que tituló Civitas humana. Cuestiones fundamentales en la reforma de la sociedad y de la economía. En él, de una manera mucho más sistemática, retomaba los grandes asuntos del invierno del 42, depurando su pensamiento y dando forma a lo que poco después se conocería en Alemania como la Gesellschaftspolitik, o política configuradora de una sociedad bien ordenada [116].

El último volumen de la trilogía, publicado en 1945 (Internationale Ordnungheute) y sometido, como los otros dos, a una importante revisión en ediciones posteriores, constituye la culminación de sus reflexiones desde el punto de vista del orden internacional, que le parecía el verdaderamente decisivo; no obstante había quedado para el final pues, por otro lado, Röpke entendía que los males que arrasaron el orden internacional se habían originado en el interior de los estados, cuyo insensato nacionalismo propaló graves deformaciones de la realidad. «Este orden de aparición de los libros, contradictorio en apariencia, refleja una determinada interpretación de la verdadera naturaleza de la crisis internacional. Contiene en sí una teoría determinada acerca de los orígenes y de las rutas que conducen a un nuevo orden internacional» [117]. Se equivocaban, por tanto, quienes se obstinaban en eliminar unas supuestas causas internacionales de los conflictos recurriendo a lo que irónicamente denominaba Röpke el «conferencismo» internacional, que no es sino la manifestación burocrática del normativismo internacionalista [118]. La obra en cuestión retomaba en última instancia una de las constantes de su pensamiento: la decadencia de la economía mundial y sus efectos sobre el orden social, tratada ya en su libro International Economic Disintegration, de 1942 [119].

d)        Reconocimiento internacional (1946-1966)

La publicación de su trilogía consagró a Wilhelm Röpke como uno de los más importantes críticos de la cultura; lo cual vino a sumarse a una competencia económica fuera ya de toda discusión. Pocos como él habían logrado una exposición tan realista y equilibrada de los desórdenes políticos, económicos y espirituales, así como de su alternativa, una economía humanizada al servicio de una civitas humana.

Llegó entonces el momento del reconocimiento internacional, pues un escritor como Röpke representaba a la perfección el ideal de la resistencia intelectual frente a la ideología y la propaganda, en definitiva frente a la falsificación de la vida humana, sometida a duras pruebas por los totalitarismos rojo y negro [120]. Así, refiriéndose Hayek a la aportación röpkeana a la causa contemporánea de la libertad, pudo resaltar «un don especial suyo por el que nosotros, sus colegas, le admiramos especialmente, quizá por ser tan poco frecuente entre intelectuales: su valor, su valor moral. Pienso no tanto en su consciente exposición al peligro, aunque tampoco se escondía de él, sino en su valor para oponerse a los prejuicios populares compartidos en un momento dado por personas bien intencionadas, progresistas,  patrióticas o idealistas. Hay pocas tareas más desagradables —continuaba el austriaco— que tomar partido contra movimientos que son seguidos de forma entusiasta, y aparecer como un alarmista señalando peligros donde los entusiastas no ven más que buenas perspectivas» [121].

Pero Röpke constituye también un ejemplo de la renovación del pensamiento liberal, pues contribuyó a que este último abandonase los tópicos del siglo XIX (paleo-liberalismo), poniéndolo en condiciones de afrontar los nuevos desafíos históricos, caracterizados por la necesidad imperiosa de hallar un nuevo principio ordenador de la realidad. En un trabajo de estas características al menos debería mencionarse su participación en la edición de revistas como Ordo y Kyklos; la fundación de la Sociedad Mont Pèlerin en 1947 y, por supuesto, el liderazgo intelectual del grupo de la economía social de mercado («Aktionsgemeinschaft Soziale Marktwirtschaft»), compartido con economistas como Walter Eucken o Alfred Müller-Armack [122]. Con respecto a esto último, es notoria la influencia del consejo de Röpke y sus colegas [123] sobre la inteligente política económica de Ludwig Erhard, responsable directo de lo que se llamó en los años 1950 el «milagro alemán» [124]. Para un escritor económico una de sus máximas aspiraciones bien puede ser contarse entre los modernos «consejeros áulicos». Röpke, de una u otra forma, siempre estuvo instalado en los aledaños del poder político, al servicio de una causa.

Mas en este periodo tiene un interés singular su contribución a la fundación de la mentada Mont Pèlerin Society, que muy pronto se convirtió en la sede por excelencia de los mejores impulsos del pensamiento liberal. Aunque algunos detalles de la constitución de la sociedad todavía no se han hecho públicos, es conocida la polémica entre Hayek y Röpke, acompañado este último por el mecenas Albert Hunold, a propósito de la filiación inicial y dirección del instituto con sede en Suiza [125]. Por diversas razones, uno y otro consideraban la sociedad como algo propio [126]. Más allá de un cierto prurito personalista, la cuestión de fondo afectaba sin duda a una divergente concepción del liberalismo y el papel que estaba llamado a desempeñar en las sociedades de la postguerra. Para la mayoría de los miembros, abanderados por von Mises, no cabía concesión alguna al intervencionismo, ni siquiera bajo la sugestiva formulación liberal acuñada por Rüstow («Liberaler Interventionismus»), y así lo hicieron ver ya desde la reunión anual de 1949, propiciándose una agria polémica entre el autor de La acción humana y Walter Eucken [127]. Dos líneas aparecieron pues claramente delimitadas en el interior de la que, al menos durante algún tiempo, pudo considerarse vicariamente una Internacional Liberal. Los ordo-liberales, para quienes los neoliberales de inspiración austríaca no representaban sino una reedición del denostado paleo-liberalismo, viéronse pronto desplazados e incapacitados para trazar una orientación distinta. Todo lo cual condujo a la ruptura entre unos y otros en la Asamblea de Turín de 1961 [128].

Los años 1950 y 1960 fueron, según es notorio, los de la generalización de las políticas keynesianas; tuvo lugar empero el éxito editorial de los libros de Röpke. Nos encontramos pues ante un escritor llano y capaz de hacerse entender por un público amplio y no versado en economía. Este detalle le abrió probablemente las puertas de muchas naciones en las que su magisterio solía ser reclamado. Viajero incansable, protagonizó una importante gira de conferencias en 1957, que le llevó a México y Venezuela, y otra en 1960, invitado por distintas instituciones académicas y empresariales de Argentina, Venezuela y Perú. Curiosamente, los años en que el despegue económico de aquellas naciones hispánicas parecía nuevamente posible, después de verse frustradas las expectativas de los años veinte, coincidieron con el interés de las elites por la economía social de mercado. Sin embargo, la colonización de las ideologías economicistas del «estructuralismo latinoamericano» [129] de Raúl Prébisch, apóstol del keynesianismo [130], y sus patrocinadores de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) alteró demasiado pronto las perspectivas iniciales de un proceso que, a grandes rasgos, fue analizado por Röpke en un texto muy sugestivo de 1953: Unentwickelte Länder. Precisamente, coincidiendo con su viaje a Argentina, se imprimió en Buenos Aires en traducción española. En un breve prólogo para la ocasión se interrogaba el autor sobre la situación económica del país que le acogía en estos términos:

«¿Se trata realmente de un país subdesarrollado, o estamos ante una nación que contó con un nivel relativamente alto de desarrollo y que fue arrojada por una política económica errónea hasta el nivel de un país subdesarrollado?» [131].

La obra de Röpke ha sido traducida a diversos idiomas y tratados como su Die Lehre von der Wirtschaft a más de catorce. El relativamente débil interés editorial y científico que se registra actualmente por su obra contrasta vivamente, según se indicó más arriba, con la situación de los años del desarrollo económico. No quiere decirse que su obra haya dejado de editarse [132], pero, ciertamente, fuera de los círculos suizos y alemanes en los que tanto se le respeta, su pensamiento parece despertar más entusiasmo allende el Atlántico [133].

2.2.      Recepción de su pensamiento en España

En nuestro país, probablemente, Röpke no fue conocido entre los especialistas hasta poco después de la guerra civil. En contrapartida, puede afirmarse que uno de los primeros ensayos publicados en Europa sobre la crítica de la cultura de Röpke apareció en España. En efecto, en 1945 se publicó en el Suplemento de política social de la Revista de Estudios Políticos un elegante texto de Luis Díez del Corral titulado «El hombre y lo colosal». En él se recogía una primera aproximación al pensamiento del economista alemán, según aparece en La crisis social de nuestro tiempo, acusándose también recibo de sus otros dos grandes libros hasta ese momento: el clásico Die Lehre von der Wirtschaft de 1937, que se cita por la segunda edición suiza, y el aún reciente en ese momento Civitas humana [134]. El autor de aquel artículo [135] formaba parte de dos instituciones decisivas para el futuro de la inteligencia hispánica después de la guerra, a saber: la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas y el cronológicamente anterior Instituto de Estudios Políticos. Precisamente fueron también economistas adscritos a las mismas quienes posibilitaron la publicación de las traducciones españolas de algunas de las obras de Röpke. Concretamente, la editorial Revista de Occidente, a través de su benemérita colección «Biblioteca de la Ciencia Económica» [136], llegó a ofrecer hasta tres de sus grandes títulos: La crisis social de nuestro tiempo, en 1947 [137]; Introducción a la economía política, en 1955 [138]; y Civitas humana, en 1956 [139].

La empresa del importante grupo de profesores y economistas de Madrid, sobre la que ha aportado luz Velarde Fuertes [140], vióse complementada casi simultáneamente por la labor meritoria de la Fundación Ignacio Villalonga, con sede en Valencia. Esta fundación cultural, que se distinguió por el estudio y la difusión de la economía de mercado, puso a disposición del público español las obras Organización e integración económica internacional (1959) y Más allá de la oferta y la demanda (1960) [141]. En cierto modo, el testigo de aquella Fundación lo recogieron en los años 1970 la madrileña Unión Editorial y, asimismo, los seminarios privados sobre economía austriaca de los hermanos Joaquín y Luis Reig Albiol, en el domicilio de este último [142]. Ahí se encuentra el germen de la llamada Escuela Austriaca de Madrid.

En cuanto a los estudios sobre el pensamiento del economista alemán afincado en Suiza, constituye una referencia obligada en lengua española, el importante trabajo de Andreas A. Böhmler sobre la filosofía política y social del ordo-liberalismo, en el que se hace particular hincapié en la obra de Röpke [143]. Sin embargo, no deja de representar un caso aislado [144].

2.3.      Crítica del «economicismo»

El pensamiento de Röpke tiene como referente ineludible el cuestionamiento de una cierta forma de entender la economía que se ha impuesto a lo largo del siglo XX, sobre todo como consecuencia de su matematización. Por debajo de la manía econométrica, estimulada por la sustitución de la economía como actividad humana por el Economic Analysis, el autor creyó descubrir males profundamente arraigados. Uno de ellos es lo que se conoce como «economicismo» o «economismo».

a)        Planteamiento histórico del problema, o cómo se vino en expulsar al hombre de la economía

La crítica de Röpke al economicismo tiene una doble raíz, teórico-económica y filosófico-cultural. No resulta admisible, según él veía las cosas, la reducción de la economía a una disciplina reguladora de la mera productividad técnica. Bien es cierto que durante la época moderna ha fluctuado continuamente la opinión común acerca de lo constitutivamente económico de la economía. Un estudio somero haría aflorar una sucesión de criterios que, arrancando de la «riqueza» —imputada a las monarquías, al Estado, a la nación, a las clases o a los individuos—arribarían, en décadas recientes, hasta la generalización de las ideas sobre el «bienestar» como meta última de la economía. El espíritu europeo ha conocido entretanto la equiparación de la actividad económica con el lado oscuro, bajo o incluso fúnebre del ser humano. Sobre todo cuando, de un lado Thomas Carlyle y de otro John Ruskin, haciendo de precursores de los «intelectuales anticapitalistas» [145], pregonaron que la economía política, identificada erróneamente con los vicios del sistema industrial, era, entre todas las ciencias, la Dismal Science, y el economista un ser de alma desquiciada. En suma, al mismo tiempo que se hacía evidente en otros contextos intelectuales la dimensión humana de la economía, pues, a fin de cuentas, quién negaría que también la riqueza promueve el bien económico del hombre [146], la mentalidad imperante tendía a exagerar las consecuencias de ciertas pasiones humanas en el campo de la economía. Werner Sombart, en su libro El burgués, describió con mucha elegancia el viejo lucri rabies [147], pero por doquiera la opinión se expresaba en la terminología darwinista del «egoísmo», de la «lucha por la existencia». A su manera, también estas ideas contribuyeron a la difusión y general aceptación de una visión distorsionada de la actividad económica, concentrada exclusivamente en la vida utilitaria.

Liberales y antiliberales, mediado el siglo XIX, mostrábanse de acuerdo en las premisas de la acción económica, aunque discrepasen de las consecuencias éticas imputables a las mismas. Para unos el egoísmo individualista generaba felices consecuencias desde el punto de vista del bien común, cuyo medro bien valía la pena de unos cuantos individuos expulsados del mercado por su ineficiencia o la mala suerte. Para otros, en cambio, el solipsismo de los capitanes de empresa únicamente podría generar una sociedad desestructurada, gravemente amenazada por la ruptura de los lazos de solidaridad... En cualquier caso, aunque suene a paradoja, también los antiliberales razonaron en sus críticas al liberalismo como una especie de individualistas à rebours, cuya obsesión por la emancipación de cada hombre concreto les abocó, empero, a un colectivismo tutelar de la humanidad.

Pero aún se dio un paso más en esa dirección, engendrando el pensamiento económico una figura espectral, el homo oeconomicus, colección psicologista de lugares comunes sobre el comportamiento humano. Ahora bien, el homo oeconomicus, que únicamente resulta inteligible como noción epistemológica, fue aceptado por muchos como el elemento constitutivo de la realidad económica. Sus detractores, en vez de reprobar racionalmente la abusiva generalización de los patrones de conducta atribuidos a esa entelequia, se arrogaron la responsabilidad de redimir al homúnculo a través de la solidaridad (fin) y la redistribución (medio), incluso coactivamente si ello fuese necesario. En el contexto de la revolución positivista y social-racionalista, puede decirse que aquellas operaciones mentales fueron a la vez causa y efecto del agrandamiento de la brecha existente entre el objetivismo y el subjetivismo económicos, tendencias inmanentes al pensamiento «en valores» [148].

Para el objetivismo económico, el valor constituye una magnitud teóricamente determinable y, consecuentemente, predecible en función del precio de las horas de trabajo o de los costes de producción (pain cost). Según esta perspectiva y simplificando mucho, la economía política aspiró a perfeccionar su status científico recurriendo, a medida que se desarrollaba la estadística y la matemática, a la modelización de la actividad económica, verdadero azote de las ciencias humanas. Los modelos, adecuados a una concepción mecanicista del mundo, arrojan su red sobre la realidad traducida a ecuaciones matemáticas. Ahora bien, su resolución únicamente es posible en los famosos modelos de equilibrio neoclásicos —Walras, Pareto y tantos otros hasta llegar a la macroeconomía keynesiana—, cuyo parecido con la realidad suele ser fortuito, pues no hay lugar para la acción humana sino para el determinismo. Venía a decir Raymond Boudon en su crítica al sociologismo que, no pocas veces, acéptase un determinismo epistemológico de partida pero se termina considerando imbéciles a los  individuos [149]. Mas tampoco los subjetivistas, a quienes se debe el descubrimiento del axioma de la utilidad marginal (Gossen) y la reconsideración de la actividad económica desde los imperativos dictados por la necesidad [150] y los anhelos personales, se libraron eventualmente de caer en la tentación de matematizar las escalas de la utilidad, como si los movimientos de la voluntad, orientada provisionalmente por los precios, fuesen susceptibles sin más de medida. La elección en economía no es un problema de leyes estadísticas, sino de ponderación individual.

Una concepción de la economía dependiente del utilitarismo; una generalización del modelo del homo oeconomicus, al que se recurre en ocasiones para dar por supuestos principios psicológicos, éticos o praxiológicos que merecerían alguna explicación; o, por último, una matematización de la economía teórica, han contribuido sin duda a la expulsión del hombre de la economía. En una visión de conjunto, este proceso constituye una radical epistemologización del saber económico, que ha abandonado el campo pragmático de la acción económica como objeto de conocimiento, sustituyéndolo por un saber acerca de las representaciones intelectuales y conceptos de la teoría económica. Quizá, como recordaba hace años Dermot Quinn en su introducción a la traducción en lengua inglesa de Más allá de la oferta y la demanda, la economía ha devenido una ciencia triste en su afán de erigirse en ciencia [151].

b)        ¿Producir cosas o producir valor?

La oposición röpkeana al economicismo expresa su incomodidad ante lo que alguna vez llamó despectivamente la «física de la economía» [152], una disciplina alejada de la realidad humana y obsesionada por la cantidad. La actitud del alemán no era nueva, pues ya Mises había hecho cabeza, años antes, contra de la matematización de la economía. Sin embargo, Röpke aportó a la cuestión de la economía matemática un interés especial por la respuesta de la economía a las necesidades del hombre. Es evidente que su satisfacción no puede resultar ajena o indiferente al éxito o fracaso de la productividad técnica. Sin embargo, hacer de la «producción de cosas» el fin último de la economía desmerece de la condición humana de lo económico. Para Röpke, el problema de fondo ha sido el encumbramiento de una concepción materialista o utilitaria de la vida, a lo que no fue ajeno el viejo liberalismo. El economicismo, precisamente, no es sino una ideología económica que «enjuicia todo desde el punto de vista de la productividad material y de lo económico, haciendo lo económico-material la base de todos sus cálculos, al derivar de él todo lo demás y supeditárselo como simple medio para un fin» [153].

El economicismo, empeñado en ofrecer una falsa seguridad, ha llegado incluso a promover la sustitución de la felicidad humana por nociones aparentemente menos problemáticas y al alcance de la mano como el bienestar social o la procura existencial, siquiera con otros nombres menos altisonantes. Así, no resulta extraño que haya gentes, especialmente entre los economistas profesionales, que crean que la finalidad de la actividad económica es cuadrar los balances de la economía nacional o lograr que se incrementen los índices estadísticos, representados uno y otros por una colección de siglas en las que se debe profesar una fe ciega. Mas todo ello no es sino una «economía terminológica» [154], lo cual hace pensar que la ciencia económica moderna, al menos en parte, se ha convertido en una jerga de especialistas. Beneficiarios y responsables de su extensión son precisamente los «economistas matematizantes» [155], a quienes se refería Röpke para denunciar del racionalismo social. En su opinión, el cálculo auspiciado por estos profesionales, vinculados normalmente al intervencionismo estatal [156], del que han sido, junto a los intelectuales profesionales, sus máximos beneficiarios, excede por completo de las capacidades humanas.

El presuntuoso «cálculo sin contar con los hombres» [157], fruto del reino de la cantidad, ha deshumanizado la economía que, sin embargo, constituye una moral science. Por ello, a pesar de los efectos perniciosos de la macroeconomía keynesiana, el economista debe esforzarse por contemplar al hombre como un ser moral y espiritual, atento especialmente a la «productividad de valor», lo que los hombres verdaderamente valoran y desean [158]. En este punto tiene especial importancia la figura del «empresario» y la destrucción creadora que lleva a cabo. Esta es la terminología de Schumpeter [159], pero a la misma idea han apuntado Kirzner —Entrepreneurship, descubrimiento de nuevos fines— y aún antes el propio Röpke, al definir la misión empresarial como una lucha permanente contra la incertidumbre social. Mas la sociedad no sólo remunera con el beneficio el esfuerzo de cálculo del empresario, comparado con un navegante; de ser así, la «empresarialidad» [160] se agotaría en la maximización del beneficio —en la «santa economicidad» puritana y en la mentalidad calculadora [161]—. En realidad, el empresario es creador y no acepta el papel de «simple autómata» que le reserva la teoría económica, pretendiendo que «para el bien general, cumpla con las funciones que le corresponden dentro de la competencia, calculando severamente su beneficio y sin existir una finalidad moral más elevada» [162].

El economicismo, desde el ángulo de las utilidades creadas por la acción empresarial, reduce el tráfago económico a un asunto macroeconómico, induciendo a «considerar el problema de la estabilidad económica sólo bajo el aspecto del pleno empleo, asegurado con auxilio de medidas crediticias y mecánico-fiscales, olvidando que tan importante como pueda ser el equilibrio de las magnitudes totales de la economía, es la estabilidad de la existencia del individuo» [163]. El economicismo de los especialistas tiene su extrapolación sociológica en el culto enfermizo al nivel de vida y a la obsesión por el desarrollo y el crecimiento, terminología que hace referencia a conceptos colectivos ideológicos y que, en rigor, muy poco tienen que ver con la economía humana. La manía economicista, cuyas causas se relacionan con la hybris de la razón, alimenta a su vez otros males de la civilización occidental (masificación de la vida).

No parece posible restañar los daños ocasionados por este vicio del pensamiento si no es desde premisas extraeconómicas: políticas, pero sobre todo morales. Así lo entendió Röpke al redactar su trilogía. Ahora bien, la moralización de la economía resulta incompatible con el moralismo económico. Este último, bastante confundido acerca de la quididad de la moral y la economía o sus relaciones recíprocas, se caracteriza por una crítica vulgar de la sociedad de consumo, siguiendo a grandes rasgos el patrón de La sociedad opulenta de J. K. Galbraith [164]. Pero ¿por qué la superación del economicismo tiene que acarrear el rechazo de los beneficios materiales de la civilización? Es evidente que sólo puede pensar así un intelectual.

La prosaica preocupación por el pan no tiene remedio, al menos en esta vida. En última instancia, como decía Julien Freund, la condición económica del ser humano está fundada sobre su misma menesterosidad orgánica. La economía verdaderamente humana, la economía económica es precisamente la que va «más allá de la oferta y la demanda», pues el hombre no sólo vive de la ratio de electrodomésticos por familia; ni siquiera de que su nivel de vida se ajuste a determinada previsión numérica del gobierno. Claro es que las consecuencias de esta manera de razonar no se circunscriben al mundo occidental, pues también afectan a los países «subdesarrollados», cuyas formas de vida incontaminadas admiran a las instruidas generaciones europeas de jóvenes cool. Del mismo modo, también afectaron en su día al imperio soviético, cuyos gobernantes creyeron jugar con ventaja la baza del dirigismo para aumentar la producción en los sectores estratégicos. Desconfiado, Röpke aseguraba que para contrarrestar la propaganda del economicismo comunista no sería suficiente la lucha por el nivel de vida o por la producción de hierro, carreras inicuas desde un punto de vista espiritual. Hacía falta algo más: una economía verdaderamente humana.

Jerónimo Molina Cano, en https://unav.edu

Notas:

67    Puede verse Neumark, F. (1980), “Erinnungen an Wilhelm Röpke”, en Ludwig-Erhard-Stiftung (ed.), Wilhelm Röpke. Beiträge zu seinen Leben und Werk, Fischer Verlag, Stuttgart-Nueva York. También las notas de Röpke, Eva y Böhm, Franz (1997), “Wilhelm Röpke”, en Schmack, I. (ed.), Marburger Gelehrte in der 1. Hälfte des 20. Jahrhunderts, Marburgo. También son de interés las informaciones recogidas en Dietze, Gottfried (1969), Prólogo a Röpke, W., Against the Tide, Henry Regnery Company, Chicago. Asímismo: Baader, Roland (1999), “Denker der Civitas humana”, Schweizerzeit, nº 20, 8 de octubre. Ritenour, Shawn (1999), “Wilhelm Röpke: A Humane Economist”, en Holcombe, Randall G. (ed.), 15 Great Austrian Economists, Ludwig von Mises Institut, Auburn, pp. 205 sq. Aporta algunos datos muy interesantes Hahn, Roland (1997), Wilhelm Röpke, Academia Verlag, Sankt Agustín, pp. 13-6.

68    El bibliografismo o manía de las citas de autoridad ha generado la curiosa metodología de los «índices de impacto científico», que recuerda más bien, a pesar de sus ínfulas futuristas, a los estudios de ciertos gramáticos hebreos del siglo X sobre la Masorah, dedicados exclusivamente al recuento de ciertas palabras y al estudio de su posición en los Libros Sagrados.

69    La pluralidad de corrientes en que cabe descomponer intelectualmente el pensamiento liberal contemporáneo hace aconsejable trazar una clara distinción entre el «Neoliberalismo» en sentido estricto, correspondiente a las generaciones tercera y cuarta de la Escuela Austriaca de Economía (Hans Mayer y Ludwig von Mises; Friedrich A. von Hayek) y un «Nuevo liberalismo», de tendencia anarquizante, encabezado por los discípulos norteamericanos de von Mises, en particular Murray N. Rothbard e Israel M. Kirzner, y abanderado en Europa por economistas y escritores políticos como Jesús Huerta de Soto, François Guillaumat o Raimondo Cubeddu. Para los «nuevos liberales», lo mismo que para los neoliberales en la II postguerra, los ordo-liberales (Escuela de Friburgo-Walter Eucken-, Economía Social de Mercado -Alfred Müller-Armack-, Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow, etc.) han sido siempre liberales in partibus infidelibus, debido a su «contaminación» intelectual por los problemas del orden político.

70    Véase Jünger, Ernst (1995), “La movilización total”, Sobre el dolor. La movilización total. Fuego y movimiento, Tusquets, Barcelona.

71    Remarque, Erich Mª (1999), Sin novedad en el frente, Edhasa, Barcelona, p. 7.

72    No vamos a insistir aquí en el desastre político que supuso para el orden político europeo la liquidación de la singular Monarquía. Por su parte, Röpke, desde un punto de vista económico, se refirió en alguna ocasión al terrible «retroceso en la racionalidad de la economía mundial» que supuso la sustitución del imperio multinacional austro-húngaro por una cohorte de pequeños Estados nacionalistas, políticamente inviables. Véase Röpke, Wilhelm (1959), Organización e integración económica internacional, Fomento de Cultura, Valencia, p. 236.

73    Tal vez no se le ha prestado la suficiente atención a este industrial y político alemán, publicista visionario y teórico de las novedades históricas: Von kommenden Dingen (1917), Die neue Wirtschaft (1918), Der neue Staat (1919), Die neue Gesellschaft (1919). Véase el breve artículo de Röpke, Wilhelm (1922b), “Die Wirtschaft- sideen Walther Rathenaus”, Der Herold, año III, septiembre.

74    Schumpeter, Joseph A. (1970), “La crisis del Estado fiscal”, Hacienda Pública Española, nº 2.

75    Decía Röpke que «sin tener en cuenta las mutaciones de la estructura bélica, desde la época feudal hasta la actualidad, difícilmente puede entenderse la historia económica y social; tanto es así que incluso habría argumentos suficientes para elaborar una filosofía de la historia desde el punto de vista militar». Véase Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, Económica, febrero, p. 92.

76    La «Desdichada», como llama Röpke a la Revolución de 1848, arruinó las fuerzas liberales y democráticas en Alemania. El prusianismo dominó entonces la política de aquella nación, bien en la versión bismarckiana, bien, llegado el momento, en la versión socialista. Las dos formas genéricas de prusianismo contaron, según es notorio, con el muy apreciable apoyo de los economistas neo-historicistas alemanes. Sobre la divisoria de 1848, a los efectos aquí reseñados, véase Molina, Jerónimo (2000), ob. cit., pp. 9 sq.

77    Véase Röpke, Wilhelm (1959), Organización e integración económica internacional, p. 12.

78    Idem.

79    Véanse su estudio clásico de 1919 Nation, Staat und Wirtschaft (trad. inglesa: (1983) Nation, State and Economy, New York University Press, Nueva York.)

80    Y una paz asimismo criminal, cabría añadir, que inventó para justificarse el mito del «soldado desconocido».

81    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 13.

82    La misma opinión expresa Hayek: «La generación que empezó a estudiar la economía y la sociedad al final de la I guerra mundial buscaba, antes que nada, conocimientos reales de economía». Véase Hayek, F. A. Von (1996), “El redescubrimiento de la libertad: recuerdos personales”, en ob. cit., p. 210.

83    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 14. Véase también del mismo: (1963) “Sistema económico y orden internacional”, en VV. AA., La economía de mercado.

84    Véase Jelen, Christian (1984), L’aveuglement. Les socialistes et la naissance du mythe soviétique, Flammarion, París.

85    De este libro escribe Hayek que les enseñó a jóvenes economistas como Röpke, Lionel Robbins y él mismo que se habían equivocado en sus planteamientos iniciales. Véase Hayek, Friedrich A. Von (1981), Introducción a la edición norteamericana de Mises, Ludwig von, Socialism. An Economic and Sociological Analysis, Liberty Fund, Indianapolis, p. xix. En otro orden de cosas, tal vez no haya que considerar afortunada la generalización de la traducción de «Gemeinwirtschaft» a todos los idiomas como «socialismo». Para un escritor como von Mises que había vivido todavía de cerca los últimos coletazos del «Methodenstreit», no carece de importancia la elección de «Gemeinwir- tschaft» para referirse a las consecuencias socioeconómicas del socialismo (doctrina social). En este sentido, Huerta de Soto se ha referido al socialismo, en una definición deudora en última instancia de la teoría de la superposición de F. Oppenheimer, como un «sistema de agresión institucional al libre ejercicio de la función empresarial». Véase Huerta de Soto, Jesús (1992), ob. cit., p. 87. En nuestra opinión, lo que von Mises pretendía realmente era trascender las consecuencias de un problema teórico concreto (imposibilidad del cálculo económico) y elaborar un «tipo real», tal vez en la línea del más modesto estudio de Gustav Schmoller sobre el «sistema mercantil» (1884) -trad. ingl.: (1989) The Mercantil System and its Historical Significance, Augustus M. Kelley, Fairfield- y de la influyente Der moderner Kapitalismus (1902) de Werner Sombart, uno de los estudios cimeros del historicismo económico -trad. esp. del vol. III: (1984) El apogeo del capitalismo, F. C. E., México-. Mas la dimensión epistemológica e histórico-estructural del concepto miseano de «Gemeinwirtschaft» no siempre ha sido atendida; al menos, no ha sido tratada temáticamente. Sí lo ha sido, en cambio, el tipo real antagonista, el liberalismo, que es preciso referir a su libro, menos brillante en nuestra opinión, Liberalismus de 1927; significativamente, la 1ª edición inglesa de 1962 fue titulada The Free and Prosperous Commonwealth -trad. esp.: (1975) Liberalismo, Unión Editorial, Madrid-.

86    Véase Mises, Ludwig von (1981), ob. cit., pp. 413 sq.

87    Véase Mises, Ludwig von (1920), “Die Wirtschaftsrechnung im Sozialistischen Gemeinwesen”, Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, vol. XLVII.

88    Véase Mises, Ludwig von (1986), ob. cit., cap. XI.

89    Röpke, Wilhelm (1922a), Die Konjunktur: Ein systematischer Versuch als Beitrag zu Morphologie der Verkehrswirtschaft, Fischer, Jena.

90    Röpke y Hayek se conocieron en la reunión de Viena de 1926. Desde entonces se repitieron los intentos por parte del primero de abrir el pensamiento del segundo al sentido de lo político, redescubierto por quienes, más tarde, integrarían el grupo de los ordo-liberales alemanes. Como se verá después, aquí se encuentra la raíz de su ulterior ruptura intelectual.

91    Esta afirmación debe empero matizarse por dos motivos, uno intrínseco al propio pensamiento hayekiano y el otro extrínseco. La primera razón es la beligerante vocación «política» de algunas de las obras más conocidas del autor (entre otras: Camino de servidumbre; Los fundamentos de la libertad y los tres tomos de Derecho, legislación y libertad). El motivo que llamamos extrínseco se refiere al contraste que supone la comparación del pensamiento «político» de von Hayek con el de Murray N. Rothbard, que este último se encargó de resaltar en (1995), La ética de la libertad, Unión Editorial, Madrid, cap. XX-VII. Sobre el pensamiento político de von Hayek véase Nuez, Paloma de la (1994), La política de la libertad, Unión Editorial, Madrid. Acerca de Rothbard puede verse Modugno, R. A. (1998), Murray N. Rothbard e l’anarco-capitalismo americano, Rubbettino, Roma. Consideraciones sumamente interesantes en Iannello, Nicola (1996), “L’utopia dello stato minimo. Nozick e la sfida anarco-capitalista”, Studi Perugini, vol. 2, julio-diciembre, pp. 11-30. Por nuestra parte, hemos querido contribuir al esclarecimiento de la filosofía política anti-estatista del economista norteamericano en nuestra monografía inédita Política y Estado en el pensamiento de Murray N. Rothbard.

92    La ruptura con la concepción utilitarista y hasta cierto punto irenista de la nueva economía política neoliberal, que empieza a hacer su camino en los años 1920, se alinea en Röpke con el abandono de toda simpatía por el colectivismo económico. Con esta delicada posición se corresponden sus esfuerzos por hallar una vía o camino del medio, equidistante entre la economía apolítica y la politización de la economía. Puede señalarse el artículo de 1923 “Wirtschaftlicher Liberalismus und Staatsgedanke” como aquel en el que aparece en su pensamiento una constante preocupación por lo político y sus determinaciones. No en vano, la Comisión para las reparaciones de guerra le acercó a los hombres políticos del momento, en particular a aquellos que intentaban estabilizar la República en todos los órdenes. Arranca de esta época la conexión intelectual entre los economistas liberales alemanes de la generación de Röpke y quienes Dieter Haselbach calificó hace unos años, siguiendo el consenso científico, como «liberales autoritarios», entre los que cabe destacar al jurista político Carl Schmitt. Véase Haselbach, Dieter (1991), Autoritärer Liberalismus und Soziale Marktwirtschaft. Gesellschaft  und Politik im Ordoliberalismus, Nomos Verlag, Baden-Baden. Especial interés tiene el contraste entre el denso artículo de Röpke para el Handwörterbuch der Staatswissenschaften (1929b), titulado “Staatsinterventionismus”, y el archicitado Kritik des Interventionismus. Untersuchen zur Wirtschaftspolitik und Wirtschaftsideologie der Gegenwart (1929) de L. von Mises- trad. ingl.: (1996) Critique of Interventionism: Inquiries into Present Day Economic Policy and Ideology, Foundation for Economic Education, Irvington-on-Hudson-. Frente a la negativa miseana de aceptar cualquier tipo de interferencia estatal sobre la economía, Röpke, haciendo no obstante profesión de fe en el libre mercado, sostenía la necesidad de un Estado fuerte, capaz de contener el pluralismo disolvente que, a la larga, hundió a la República de Weimar. Como se verá más adelante, este es uno de los asuntos recurrentes en su trilogía de los años 1940.

93    Lector incansable, Röpke frecuentó los libros de algunos de los grandes escritores europeos lo mismo que los de filósofos, historiadores o sociólogos de la talla de Guglielmo Ferrero, Benedetto Croce, Johan Huizinga, Paul Hazard, José Ortega y Gasset o Hans Freyer.

94    Se refiere al mismo Hanhn, Roland (1997), ob. cit. p. 14.

95    Véase Röpke, Wilhelm (1969), “End of an Era?”, op. cit., pp. 80-1.

96    A mediados de los años 1950 sería rehabilitado en su cátedra de Marburgo, pero Röpke no quiso ya volver a tomar posesión de la misma.

97    Véase Röpke, Wilhelm (1960c), Economía y libertad, Foro de la Libre Empresa, Buenos Aires, p. 80.

98    Röpke había contraído matrimonio en 1923 con Eva Fincke y tuvo tres hijos, un varón y dos gemelas. Lo que personalmente le determinó a aceptar el ofrecimiento de la Universidad de Estambul fue la mediación de su amigo Alexander Rüstow, que había salido de Alemania unos meses antes para establecerse también en Turquía.

99    (1936), William Hodge, Londres.

100    Véase el opúsculo menor Röpke, Wilhelm (1929a), Die Theorie der Kapitalbildung, Mohr, Tubinga.

101    Después del Anschluß la circulación del libro fue prohibida en Austria. No obstante, hasta 1939 el libro tuvo gran difusión en los círculos de la Escuela Austriaca, constituyendo una referencia básica. La primera de las sucesivas reimpresiones y reediciones es del año 1943 (Rentsch, Zürich).

102    Röpke, Wilhelm (1966), Introducción a la economía política, Alianza Editorial, Madrid, p. 11.

103    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 15.

104    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 25.

105    Desde un punto de vista teórico-económico el famoso debate había quedado liquidado. En este sentido, un conspicuo socialista como Oskar Lange se distinguió por reconocer la categoría de las críticas de von Mises, de quien decía que una estatua suya debía ser erigida en los Ministerios de economía de los países socialistas, en agradecimiento por los servicios prestados indirectamente a la teoría de una economía planificada bien fundada. No obstante, desde una óptica política la disputa estaba todavía lejos de cancelarse, como se puso de manifiesto al reactivarse la polémica después de la II guerra mundial. El problema de fondo es insoluble y probablemente se ha enquistado académicamente como consecuencia de la manía  intelectual -preferentemente liberal- que postula que la economía no se pronuncia sobre los fines. Ni siquiera M. N. Rothbard ha conseguido despertar el interés del liberalismo por las determinaciones de la política y la posibilidad «insuperable históricamente» de una evaluación política de la actividad económica.

106    En Económica, Febrero.

107    Röpke, Wilhelm (1966), ob. cit., p. 223.

108    Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, loc. cit., pp. 96 y 98.

109    Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, loc. cit., p. 95.

110    Röpke, Wilhelm (1947a), La crisis social de nuestro tiempo, Revista de Occidente, Madrid, p. 1.

111    Véase Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 287 sq. También Röpke, Wilhelm (1956), Civitas humana, Revista de Occidente, Madrid, pp. 28-41.

112    Véase Mises, Ludwig von (1986), ob. cit., p. 1205.

113    Véase Mises, Ludwig von (1996), “Middle-of-the-Road Policy leads to Socialism”, en Planning for Freedom and Sixteen other Essays and Address, Libertarian Press, Grove City.

114    (1985), Alianza Editorial, Madrid. La edición en lengua alemana de 1945, traducida por la esposa de Röpke, fue editada e introducida por el propio Röpke: Der Weg zur Knechtschaft, Rentsch, Erlenbach-Zürich.

115    El tercio central del siglo XX ha marcado probablemente una divisoria en la mentalidad moderna, gracias a la emergencia del «pensamiento en órdenes concretos». Este ha conferido una suerte de clarividencia a las ideas de los grandes escritores políticos (Carl Schmitt) y económicos (Walter Eucken, Alfred Müller-Armack, el propio Röpke) de la época. En nuestra opinión, la idea de orden de la Escuela Austriaca (el orden espontáneo hayekiano) parece en exceso deudora de paradigmas filosóficos sup rados, no escapando a una cierta manera ideológica e ingenua de pensar. En este sentido, bien puede decirse que la peculiar forma de realismo del «konkreten Ordnungsdenken» ha acelerado la descomposición del modo de pensar ideológico que, sin embargo, parece contenida en los últimos años por el «consensualismo», grave vicio del entendimiento y la voluntad. Véanse Fernández de la Mora, Gonzalo (1986), El crepúsculo de las ideologías, Espasa-Calpe, Madrid. Negro Pavón, Dalmacio (1996), “Los modos del pensamiento político”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, año XLVIII, nº 73. Además, de este último (1997), “El liberalismo, la izquierda el siglo XXI”, en Sanabria, Francisco y Diego, Enrique de (ed.), El pensamiento liberal en el fin de siglo, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid.

116    La idea de la «Gesellschaftspolitik» como una política social dirigida a la estabilización de la sociedad, trascendiendo los fines clasistas de la «Sozialpolitik», es probablemente anterior a la II guerra mundial. No obstante adquirió curso legal con un importante libro del jurista Achinger, Hans (1958), Sozialpolitik als Gesellschaftspolitik, Rowohlt, Hamburgo.

117    Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., p. 20.

118    Véase Röpke, Wilhelm (1959), ob. cit., pp. 20-23.

119    Nueva edición (1978), Porcupine, Filadelfia.

120    Imprescindible para comprender la época, Nolte, Ernst (1997), Nazionalsocialismo e bolscevismo. La Guerra civile europea (1917-1945), Biblioteca Universale Rizzoli, Milán. También Furet, François (1996), Le passé d’une illusion. L’idée communiste au XXème siècle, L. G. F., París. Furet, François y Nolte, Ernst (2000), Fascisme et communisme, Hachette, París.

121    Véase Hayek, Friedrich A. von (1996), “Homenaje a Röpke”, en ob. cit., p. 211.

122    Véase Erhard, Ludwig et al. (1994), Economía social de mercado: su valor permanente, Rialp, Madrid. Existen, no obstante, importantes diferencias entre los ordo-liberales de la Escuela de Friburgo (Walter Eucken, Franz Böhm) y la línea más heterogénea de Röpke, Alexander Rüstow o, incluso, Alfred Müller-Armack. Sobre la aportación de todos ellos a la filosofía política y social contemporánea se estudiará con mucho provecho la documentada obra de Böhmler, Andreas A. (1998), El ideal cultural del liberalismo. La filosofía política del ordo-liberalismo, Unión Editorial, Madrid. Una exposición que a veces se hace demasiado prolija no debe empañar el extraordinario mérito de este libro, en el cual, desgraciadamente, apenas si han reparado los politicólogos hispánicos y otros estudiosos de la política social.

123    Su ejemplo también cundió, aunque sin prender duraderamente, en la Italia de Luigi Einaudi y en Francia, concretamente en el ministerio económico de Jacques Rueff.

124    Muy interesante Erhard, Ludwig (1989), Bienestar para todos, Unión Editorial, Madrid.

125    Hay alguna vaga alusión al asunto en Hayek, Friedrich A. von (1996), “El redescubrimiento de la libertad: recuerdos personales”, en ob. cit., pp. 205-6. Más información en Hartwell, Ronald Max (1995), A History of the Mont Pèlerin Society, Liberty Fund, Indianapolis, esp. cap. 5 y 6.

126    Hayek, Friedrich A. von (1996), ibídem. Cfr. Böhmler, Andreas A. (1998), ob. cit., p. 163.

127    Sobre los antecedentes de este enfrentamiento véase Böhmler, Andreas A. (1998), ob. cit., p. 164.

128    Röpke, que desempeñaba el cargo de presidente de la Mont Pèlerin, sufrió en el transcurso de las sesiones de 1961 su primer infarto. Por lo demás, tendría cierto interés, en la perspectiva de la historia de las ideas, determinar hasta qué punto aquellos acontecimientos determinaron el aislamiento del pensamiento liberal alemán de la II postguerra, situación agravada al no existir continuidad en los estudios y ediciones sobre estos escritores fuera del área germánica.

129    Inspiradas en la teoría leninista del imperialismo. Véase Prébisch, Raúl (1984), Capitalismo periférico. Crisis y transformación, F. C. E., México.

130    Véase Prébisch, Raúl (1960), Introducción a Keynes, F. C. E., México.

131    Röpke, Wilhelm (1960b), Los países subdesarrollados, Ediciones del Atlántico, Buenos Aires, p. 1. Merece la pena confrontar el espíritu de este librito con el otrora famoso informe de Raúl Prébisch para la Conferencia de la ONU sobre comercio y desarrollo, celebrada en Ginebra en marzo de 1964, y publicado el mismo año con el título Nueva política comercial para el desarrollo, F. C. E., México.

132    En 1979 se imprimieron en Berna los seis tomos de unos Ausgewählte Werke de W. Röpke, editados por Hayek, Hugo Sieber, Egon Tuchtfeld y Hans Willgerodt.

133    Una de las ediciones röpkeanas más recientes es el texto inglés de su gran libro Jenseits von Angebot und Nachfrage, titulada (1998), A Humane Economy. The Social Framework of the Free Market, Intercollegiate Studies Institute, Willmington. Merece la pena destacar la reedición de la clásica traducción al idioma húngaro de (1996), Civitas humana, Kráter, Budapest. Una nueva edición en inglés de esta última está fechada en el mismo año: The Moral Foundations of Civil Society, Transactions Publ., Londres. Hace poco más de un año, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, se editó en suiza un precioso breviario de su pensamiento: Röpke, Wilhelm (1999), Das Maß des Menschlichen. Ein Wilhelm-Röpke-Brevier, Ott Verlag, Thun. Los estudios sobre Röpke no son demasiado abundantes, si bien no son infrecuentes las referencias a su obra en un reducido número de economistas neoliberales. En la literatura germánica reciente destaca una sucinta introducción a su pensamiento social y político de Hahn, Roland (1997), ob.cit. Pero sobre todo el más ambicioso trabajo de Helge Peukert (1992), Das sozialökonomische Werk Wilhelm Röpkes, Lang, Frankfurt. Debe contarse también con el libro, basado en una tesis doctoral, de Skwiercz, S. H. (1988), Der dritte Weg in Denken von Wilhelm Röpke, Creator, Würzburg. En breve plazo estará disponible Zmirak, John (2001), Wilhelm Röpke, Intercollegiate Studies Institute, Wilmington. Desde una perspectiva institucional, en Alemania se ocupan del pensamiento röpkeano, si bien no exclusivamente, la Sociedad para la Economía de Mercado, de Tubinga, la Fundación Ludwig Erhard y la Sociedad Friedrich August von Hayek, ambas con sede en Bonn. En Suiza, concretamente en Zürich, existe una Fundación para el pensamiento occidental que también patrocina los estudios sobre Röpke. Tan sólo en los Estados Unidos de América existe un Instituto Wilhelm Röpke, en Steubenville (Ohio), editor de la Röpke Review, de circulación muy restringida.

134    Véase Díez del Corral (1945), “El hombre y lo colosal. En torno a un libro de Guillermo Röpke”, Suplemento de Política social. Revista de Estudios Políticos, nº 1.

135    Una bella semblanza de Díez del Corral en Negro Pavón, Dalmacio (1999), “Despedida universitaria”, Veintiuno, nº 42.

136    Al consejo de redacción de la misma pertenecían profesores del máximo nivel como Valentín Andrés Álvarez, que participó en la revisión de la traducción de La crisis social de nuestro tiempo, José Castañeda o el mismo José Vergara, traductor para la Editorial de la Revista de Derecho Privado del Camino de servidumbre de F. A. von Hayek.

137    Se trata del volumen III de la colección. La segunda edición apareció en 1956.

138    Volumen XI. Alianza Editorial publicó en 1966 la 2ª edición. Manteniendo el mismo título apareció la 3ª (1974) en Unión Editorial. Esta misma casa presentó una 4ª edición con nuevo título en 1988: La teoría de la economía.

139    Volumen XII.

140    Véase Velarde Fuertes, Juan (1990), Economistas españoles contemporáneos. Primeros maestros, Espasa-Calpe, Madrid, pp. 30-57.

141    Una nueva edición se publicó en Unión Editorial en 1979. La última edición, también de Unión Editorial, es de 1996.

142    Sobre la trascendencia de estos seminarios hay alguna alusión en Huerta de Soto, Jesús (1992), ob. cit., p. 11.

143    Véanse las reseñas de Martínez Rodríguez, Marina (1999), en Revista Empresa y Humanismo, nº 1, y de Aranzadi del Cerro, Javier (1999), en Veintiuno, nº 40.

144    Al que habría que sumar la labor del Instituto Empresa y Humanismo de la Universidad de Navarra, en el marco de la investigación sobre la ética empresarial y la economía social de mercado - véase por ejemplo Böhmler, Andreas A. (1990), “La filosofía política de la economía social de mercado”, en Seminario permanente Empresa y Humanismo, nº 26, junio-, o el interés a título personal de profesores de economía política como J. Huerta de Soto, de la Universidad Rey Juan Carlos, o S. García Echevarría.

145    Véase Mises, Ludwig von (1983), La mentalidad anticapitalista, Unión Editorial, Madrid. Además, Jouvenel, Bertrand de (1997), “Los intelectuales europeos y el capitalismo”, en Hayek, Friedrich A. von et al., El capitalismo y los historiadores, Unión Editorial, Madrid.

146    Apreciaciones muy oportunas en Kirzner, Israel M. (1976), ob. cit., pp. 43-8.

147    Véase Sombart, Werner (1993), El burgués, Alianza Editorial, Madrid, p. 38.

148    Los economistas, incluso quienes lo fueron ante literam, pensaron siempre en valores. Es casi seguro que ello fue posible gracias a la idea de «precio». La generalización de esta manera de pensar a partir del siglo XVIII, llegando a constituirse incluso en sistema filosófico a principios del XX (Estimativa), o a influir profundamente en el modo de desenvolverse el pensamiento jurídico (interpretación jurídica con arreglo a valores) o político (pluralismo de valores como principio de configuración de la unidad política de un pueblo), no apunta otra cosa que el inmenso prestigio del que se ha beneficiado la economía, a pesar de las críticas, desde el siglo XIX. El pensamiento político no puede, clarísimamente, pensar en valores, pues entre la decisión y la no decisión no hay una escala de voluntades graduadas capaz de ser articulada por el «compromiso» -falacia del consensualismo-. En política no existen «soluciones» porque, para desgracia de los exégetas de la mecánica del Political System, no hay nada parecido a la intersección de la curva de la oferta y la demanda económicas. Incitador Schmitt, Carl (1992), “La época de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid, pp. 107-22. También, del mismo, (1961), «La tiranía de los valores», Revista

de Estudios Políticos, nº 115. Sobre la dimensión mítica de las soluciones políticas: Jouvenel, Bertrand (1977), De la politique pure, Calmann-Lévy, París, pp. 284-94.

149    Boudon, Raymond (1994), La logique du social, Hachette, París.

150    Muy interesante Freund, Julien (1987), “Besoin et économie”, en Politique et impolitique, Sirey, París. También Freund, Julien (1993), ob. cit., pp. 31-49.

151    Quinn, Dermot (1998), Introducción a Röpke, Wilhelm, A Humane Economy. The Social Framework of the Free Market, p. XII.

152    Decía Röpke que «a la física de la economía hay que oponer su psicología, su moral, su espíritu; en una palabra, su carácter humano». Röpke, Wilhelm (1960a), Más allá de la oferta y la demanda, Fomento de Cultura, Valencia, p. 340.

153    Röpke, Wilhelm (1947a), ob. cit., pp. 67-8. En otro lugar se refiere al economicismo como una «incorregible manía de convertir los medios en fines». Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 150.

154    Véase Röpke, Wilhelm (1935), “Fascist Economics”, ob. cit., p. 91.

155    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 20.

156    El papel desempeñado por los publicistas en la consolidación de la soberanía estatal en el siglo XVI acaso resulte comparable únicamente con el que se han apropiado los economistas, con idéntica finalidad, desde 1914. No es casualidad que el economista prototípico del siglo XX haya pensado siempre en conceptos de la economía estatal.

157    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 326

158    Véase Röpke, Wilhelm (1956), ob. cit., p. 22.

159    Véase Schumpeter, Joseph A. (1984), Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona.

160    Véase Kirzner, Israel M. (1975), Competencia y función empresarial, Unión Editorial, Madrid.

161    Véase Sombart, Werner (1993), ob. cit., p. 117-32, 137-41.

162    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 339.

163    Véase Röpke, Wilhelm (1960a), ob. cit., p. 151.

164    Véase Galbraith, John K. (1969), La sociedad opulenta, Ariel, Barcelona. Este libro, en el que lo mejor es una cierta visión cínica de la economía a la Thorstein Veblen, se entiende hoy mucho mejor en la perspectiva de una obra más reciente, Galbraith, John K. (1993), La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona.

Jerónimo Molina Cano

I.           Política social y economía política: desencuentros, equívocos, convergencias

La historia de la política social teórica resulta inseparable de los avatares metodológicos de la ciencia económica. No siempre advertido, creemos que se trata de un hecho indiscutible. En países como Alemania, la Nationalökonomie o, más tarde, la Volkswirtschaft y la Socialpolitik constituyen la faz doble de un mismo fenómeno, a saber: la ruptura epistemológica experimentada en el seno de uno de los saberes más genuinamente modernos, la economía política (Staatswirtschaft). Este fenómeno ha tenido largas consecuencias históricas, pues no en vano representa una de las líneas de avance de la mutación del pensamiento moderno, desencadenada oficialmente al proclamarse en el año 1848 la República social francesa.

Dejando a un lado círculos intelectuales minoritarios (realismo político, ordo-liberalismo), apenas si se repara hoy, al menos como el caso merecería, en la íntima vinculación de los saberes político y económico. Paradójicamente, nuestra época ha conocido una extraordinaria estatización de la economía [1]. Los efectos de aquella incuria tal vez hubiesen sido menores de no haberse empleado con éxito tantos esfuerzos para separar, abusando de su realidad, la reflexión sobre lo político y lo económico. De ello ha resultado la institucionalización por vía universitaria de las tendencias cratológicas del saber político moderno —teoría política positiva, Political System— y una de-substanciación del pensamiento económico —economía matemática, Econometric Methods—. No podremos ocuparnos aquí, pues no es nuestro objeto, del balance teórico de la ciencia económica moderna, mas debemos aprovechar la ocasión para recalcar algunas nociones cuyo trasfondo filosófico incoamos en otro lugar [2] y que, según creemos, resultarán imprescindibles para una buena comprensión de la tópica intelectual que nutre la llamada «tercera vía», que tanta importancia tiene en el pensamiento social del economista alemán Wilhelm Röpke.

1.1.      Giros epistemológicos del saber económico

a)        Oeconomie politique

Lo primero que conviene destacar es que el pensamiento económico no ha descrito nunca algo parecido a una trayectoria recta hacia su constitución en una moral science o incluso, en algunos supuestos disparatados no muy lejanos, en una natural science [3]. La obsesión cientificista, propagada como una infección sobre todo a finales del siglo XIX, no le ahorró a la economía política las penalidades por erigirse en lo que Joseph A. Schumpeter denominó, muy acertadamente, Economic Analysis [4].

Descartada esa pretensión de «cientificidad», al menos como se entiende hoy, en épocas anteriores a mediados del siglo XIX, la visión del desarrollo del pensamiento económico ofrece una sugestiva transformación de los propios modos de pensar la economía como actividad humana. El polemólogo francés Julien Freund, en su libro póstumo sobre L’essence de l’économique, se refirió a un detalle que pocos estudiosos de las teorías económicas han tenido en cuenta. Concretamente, Freund hacía alusión a lo que podría denominarse, con no poco provecho para la ciencia económica, «ruptura epistemológica» marcada por la obra de Antoine de Montchrestien de 1615 titulada Traicté de l’Oeconomie politique. Se trata de la primera ocasión en que se utilizó la expresión economía política. Probablemente, Freund se excedía en la consideración de las virtudes de aquel tratado económico [5]. Sin embargo acertó plenamente al conectar la acción política y la acción económica desde el punto de vista del giro histórico que supone la aparición del Estado moderno [6]. Naturalmente, la relación del Estado y el capitalismo, las «grandes estructuras concentracionarias de la Edad moderna» [7], constituye un tema historiográfico clásico; el mérito del escritor francés se refiere exclusivamente al señalamiento de que la terminología de Montchrestien hizo visible al fin la economicidad inherente a la forma política moderna. En la perspectiva de una filosofía política de la historia, la imbricación constitutiva de capitalismo y Estado explica en parte el desarrollo de la modernidad como un «proceso» de totalización de lo político [8].

El Estado, que a la larga transformó revolucionariamente, esto es, subvirtió las estructuras en las que estaba basado el modo de vida europeo vigente, propició un nuevo contexto para los órdenes económicos tradicionales que desde la Grecia clásica se conocen como oikonomia o economía doméstica y crematística [9]. Hace más de cien años se refería a esto mismo Gustav Schmoller, en su artículo de 1893 «economía nacional, economía política y método» [10]. Dejando a un lado sus apreciaciones de orden filológico —vinculación del οικοζ con la raíz alemana Wirt— Schmoller afirmó rotundamente que la constitución del Estado nacional moderno (Nationalstaat) determinó la aparición de la economía política, lo mismo que la de las lenguas y las literaturas coetáneas. La dimensión política del despliegue moderno de las estructuras económicas fue considerada, empero, como un aspecto secundario de la economía política. Hizo falta que los juristas llamaran la atención después de la I guerra mundial sobre la «constitución económica» de los Estados para que, desde distintos ángulos, se apreciase el valor de lo político para la economía [11]. Desgraciadamente, en un libro importante para el pensamiento económico moderno como es The Economic Point of View, de Israel M. Kirzner, se echa en falta la consideración de los enormes cambios inducidos por la mentalidad estatal en la configuración de la economía política. Para este economista, el Estado, y por extensión lo político y su mundo de representaciones constituyen, desde la óptica de la praxeología miseana, equívocas analogías organicistas, incluso falsos conceptos colectivos [12].

La difusión de la nueva terminología de Montchrestien debió ser lenta e irregular en las distintas lenguas europeas hasta generalizarse desde principios del siglo XIX, o tal vez un poco antes, cuando probablemente la expresión fue recuperada, mas entonces a partir de la voz inglesa Political Economy, refrendada por el enorme prestigio de los economistas clásicos [13]. En Alemania tuvo circulación la terminología politischen Ökonomie [14], sin embargo, dadas las condiciones particulares del espíritu alemán —una cierta resistencia, al menos más acentuada que en otras naciones, a abandonar el modo de pensar ordinalista—, tuvieron a la larga mayor aceptación Volkswirtschaft o Nationalökonomie, más en contacto, por otro lado, con el espíritu del romanticismo [15]. Decía Schmoller que la originalidad de la lengua alemana al anteponer Volk a Wirtschaft había consistido en generar un nombre individual y, al mismo tiempo, colectivo, pues representa la unión de todas las «economías» de una nación. De modo que la Volkswirtschaft es distinta a la Staatswirtschaft, al mismo tiempo que conceptualmente la abarca [16].

Teniendo en cuenta lo anterior creemos que se apreciará mejor el giro epistemológico que supuso la aparición del concepto Socialpolitik a mediados del siglo XIX, adelantándose varias décadas a lo que la terminología económico-científica consagró vagamente como economía social. Si la economía política en su sentido prístino, a pesar de los matices introducidos tardíamente por la Volkswirtschaft, significaba el reconocimiento de un contexto de la actividad económica hasta entonces inédito [17], el desarrollo de la política social supuso también el anuncio de un nuevo ámbito económico o, si se prefiere, de un nuevo orden pragmático, separado de los órdenes conocidos (familia, empresa, Estado).

b)        Socialpolitik

La voz Socialpolitik, cuyo contenido fue durante algún tiempo muy disputado, no tiene un origen claro, aunque cabría fecharlo hacia mediados del siglo XIX [18]. Además, no ha sido infrecuente considerarla como un sinónimo de «cuestión social» (Johann K. Rodbertus) y «reforma social» (Gustav Schmoller). Hizo así su aparición un nuevo concepto que, a falta de una adecuada comprensión de lo que supuso la irrupción de lo social en sus diversas formas (democracia social, sociedad industrial, movimiento obrero), se vinculó a la crítica ética de la economía política. De modo que aun siendo economista el especialista en política social (Sozialpolitiker), su vocación hubo de orientarse a la lucha contra las injusticias históricas [19]. Como era de esperar teniendo en cuenta este punto de partida, el pensamiento de muchos de ellos gravitó sobre el problema de la distribución de la renta. Consecuentemente, se operó una curiosa moralización del saber económico para justificar la modificación de los resultados del mercado, todo ello mezclado con la disputa académica sobre las «leyes naturales de la economía» [20]. Schmoller, dando por supuesto lo que había que explicar —si la «distribución» es un concepto económico o más bien «sociológico» [21]—, justificó el intervencionismo económico apelando a la existencia de una «comunidad moral» [22].

Debería aceptarse que, a pesar incluso del primado que la retórica científica y metodológica tenían para la Escuela Histórica, las consecuencias teóricas que creyeron deducir de sus investigaciones economistas como Schmoller tenían muy poco de «económicas». De hecho, la constitución en 1873 del Verein für Socialpolitik, como muy bien supo ver Treitschke en los resultados del Congreso de Eisenach (1872), no dejaba de ser un estímulo para el socialismo. En cualquier caso, la definición de la misión de la Asociación para la Política Social era tan vaga como que sus miembros, según uno de sus fundadores, «no están de acuerdo sino acerca de la bancarrota científica de la antigua economía política de abstracciones dogmáticas, sobre ciertas cuestiones fundamentales de método, sobre ciertos fines generales y sobre cierto número de reformas sociales urgentes» [23].

A pesar de los esfuerzos teóricos de la Asociación presidida por Schmoller, auto-disuelta en diciembre de 1936 y reconstituida en 1948 [24], lo cierto es que la política social todavía no ha podido desprenderse de un cierto carácter anfibológico; así, se la ha visto alineada indistintamente en el contexto de la sociología, la economía y también el derecho. Mas ahora interesa tan sólo la dimensión económica de la política social, pues ya hemos adelantado que su aparición denunció el segundo de los grandes giros epistemológicos del pensamiento económico [25].

En ocasiones se ha afirmado que la política social alemana no fue sino una manifestación, siquiera la más notoria, de la joven Escuela Histórica. Según la opinión de Schumpeter, tratábase de una respuesta singular a las exigencias del nuevo espíritu económico, que él mismo llegó a definir expeditivamente como la «contracorriente del liberalismo» [26]. El autor tenía razón, pero creemos que no «toda» la razón, pues al centrarse casi exclusivamente en el asunto del progreso de la economía científica [27], terminó por dejar a un lado la gran transformación epocal de la que es solidaria, en Alemania como en pocos lugares, exceptuando tal vez Francia, la Socialpolitik. Más allá de las polémicas científicas a las que dio lugar y a las que después aludiremos, nos parece que la política social ha respondido desde sus orígenes a las determinaciones de lo social, una nueva dimensión de la existencia colectiva que adquirió carta de naturaleza una vez que Lorenz von Stein hubo puesto en circulación sus opiniones acerca de las leyes del movimiento histórico, fundadas en la dialéctica del Estado y la sociedad. De alguna manera, la política social, que se insinúa en un libro tan sugestivo como Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage [28], bajo la especie de la monarquía social, constituye entonces la única mediación posible entre la política del Estado (reino de la libertad) y la unidad de la vida utilitaria o economía (reino de la necesidad) [29].

El conflicto entre la sociedad y el Estado, según lo había planteado von Stein, había rebasado ampliamente las posibilidades de respuesta de la economía política de Montchrestien o de la Staatswirtschaft, cuyo contexto natural no era desde luego el Estado surgido de la Revolución francesa [30], sino el anticuado Estado de las dinastías nacionales, orientado todavía al bien común y sometido a una razón peculiar (ratio status), así como la Economic Society anglosajona. Se fuerza, pues, la naturaleza de las cosas cuando se quiere presentar como algo evidente la continuidad entre la economía política y la política social. Instaladas en planos distintos de la realidad, esa proximidad es de todo punto imposible, incluso si sus cultivadores no se han apercibido de ello. Hubo incluso quienes creyeron, haciendo pie en Sismondi, que la única diferencia entre ellas se refiere al matiz de la crítica ética incorporada en la política social. Como si aquella hubiese estado ausente en el pensamiento de Adam Smith, cuya memoria se funde con La riqueza de las naciones, objeto de tantas críticas en la época, pero que fue autor también de La teoría de los sentimientos morales.

Quizá ha contribuido a embrollar las cosas el hecho de que se haya metido en el mismo saco la política social y la joven Escuela Histórica, para lo cual, por lo demás, había sobrados motivos. No es el menos importante la doble adscripción a una y otra de los economistas de lengua alemana más representativos del último cuarto del siglo XIX [31]. De esta manera se generalizó la creencia, más tarde repetida acríticamente, de que la política social no era, en último análisis, sino uno de los escolios del debate metodológico del grupo historicista. Incluso un subproducto de la politización y moralización de la economía política.

Ahora bien, si no estamos equivocados, las condiciones ambientales del siglo XX, época que los historiadores del futuro caracterizarán como la del ascenso del Estado total —antítesis espiritual, precisamente, de la Economic Society propia de las sociedades sin Estado—, resultan incompatibles con la esencia de la economía política, sobre cuya supervivencia científica e intelectual cabe hoy albergar serias dudas. Una forma de adaptarse a las nuevas realidades fue el recurso de los especialistas a una curiosa inversión de términos, seguramente inconsciente, de la que procede la «política económica», que finalmente, aunque otra cosa parezca, es hoy una rama de la política social [32]. Debemos insistir en que la Socialpolitik constituye la expresión concreta de una época histórica, que bien podría denominarse, haciendo honor a la mentalidad predominante y a su estructura de realidad, la época de lo social o, incluso, la época de la política social [33]. Desde la óptica del espíritu de la época, la justificación de una separación como la propuesta más arriba entre la política social y la economía política parece justificada. Así, un fenómeno «legislativo» o, al menos, no estrictamente «jurídico», como el Derecho llamado pleonásticamente «social» no se entiende en el contexto de la economía política, sino en el de la política social.

1.2.      Del Methodenstreit a la Soziale Marktwirtschaft

Como quiera que no se puede pasar por alto que la economía política y la política social han compartido, todavía en los años posteriores a la II guerra mundial, un tratamiento muy próximo, cuando no idéntico, de los asuntos referidos a sus respectivos estatutos científicos, tiene interés examinar lo que podríamos llamar la «lucha por el punto de vista económico» y cuáles han sido sus consecuencias. Desarrollada en gran medida por escritores de lengua alemana, lo más interesante de esta vasta «causa de los economistas» es que en ella se ha puesto de manifiesto, finalmente, lo que separa a la economía política de la política social, siquiera indirectamente, a causa de la «des-economización» y el «desmantelamiento teórico» de esta última [34]. Ahora bien, dicho esto habría que reconocer expresamente que los avatares de la política social han repercutido también negativamente sobre el cuerpo científico de la economía política, transformada en ocasiones en una «doctrina social». Atendiendo a sus consecuencias, el ejemplo más notorio ha sido el «keynesianismo».

Una evaluación rápida de la situación muestra las tres actitudes fundamentales adoptadas desde los años 1940 ante la crisis general del pensamiento económico y político-social. (1) Por un lado, el amalgamamiento de lo económico-político y lo político social en las distintas formas de la economía del bienestar, expresión contemporánea del paradigma neoclásico. (2) Por otro lado, la depuración de los errores de la economía política y su conversión en una praxeología especial («cataláctica»), representada por las aportaciones de la Escuela Austriaca (Austrian Economics). (3) Finalmente, la reelaboración de los materiales históricos y teoréticos acumulados en el transcurso de las décadas anteriores a la II guerra mundial; tarea esta sumamente delicada que, partiendo del pensamiento en órdenes concretos, aspira a reunir de nuevo al político social y al economista político en un saber económico refundado: la llamada economía social de mercado. El contexto intelectual de esta última tiene para nosotros un interés especial, pues en él se encuentra una de las concepciones de la política social mejor fundadas, la economía a la medida del hombre, la Humane Economy de Wilhelm Röpke.

Naturalmente, no pretendemos resumir en un párrafo los avatares de mas de cien años de disputas científicas entre economistas, pues creemos que, a pesar de su aparente sencillez, la tricotomía que postulamos merece un estudio mucho más amplio. Este tendría forzosamente que hacer eco de las polémicas más notables, así el Werturteilstreit, cuyos protagonistas principales fueron Max Weber, Werner Sombart y Eugen Philippovich von Philippsberg, y cuyo clímax tuvo lugar en la reunión del Verein für Socialpolitk de 1909 [35]. En aquella ocasión, Weber y Sombart dirigieron duros ataques contra una ponencia de von Philippsberg muy alejada de la regla de la «neutralidad axiológica». La misma, si no mayor importancia tuvo el debate sobre el cálculo económico socialista, aunque a veces no estuvo del todo claro si el diferendo se refería a la imposibilidad absoluta del socialismo —en el sentido «sociológico» de la expresión miseana Gemeinwirtschaft— o, más bien, a las dificultades teóricas que excluyen el cálculo económico socialista [36]. Un examen completo de estos asuntos debería también incluir la polémica de Gustav Schmoller y Heinrich von Treitschke sobre el intervencionismo, oscurecida sin duda por la iniciada cuarenta años después por Mises y más centrada en cuestiones de economía teórica [37]. O la que, recordando en cierto modo la dicotomía diltheyana entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza, enfrentó a Vilfredo Pareto y Benedetto Croce a propósito de la esencia de la ciencia económica [38].

Cada uno de estos debates acentúa adecuadamente los términos del conflicto entre economistas y escritores políticos sociales, asunto académico no exento de consecuencias prácticas cuando la crisis finisecular del Estado social reclama nuevamente, por utilizar la expresión consagrada, una «economía social de mercado». Por razones de oportunidad nos referiremos aquí únicamente al Methodenstreit o disputa sobre el método.

a)        Teoría e historia

La polémica sobre el método (Methodenstreit) enfrentó durante algún tiempo al líder de los economistas alemanes, Schmoller, y al promotor de la Escuela Austriaca, Carl Menger. En ella se ventiló esencialmente la orientación que debía adoptar la ciencia económica. Ante la disyuntiva teoría o historia, los rivales hicieron públicos sus argumentos en cuatro episodios que se desarrollaron en poco más de un año, entre 1883 y la abrupta conclusión del debate al año siguiente. Por eso resulta sorprendente que todavía en los años 1950, la polémica fulgurante entre M. N. Rothbard y Fritz Machlup y el antiguo discípulo de von Mises, T.W. Hutchinson, sonara a la disputa antigua, si bien el cruce de artículos en abril y mayo de 1956 traía causa directa en la metodología praxeológica puesta en forma por Ludwig von Mises [39]. Y aún en 1982 hacía notar entre nosotros Huerta de Soto, a propósito de su examen de la crisis de la ciencia económica, que «los fenómenos complejos de la vida social, por estar producidos por una multiplicidad de factores inaprehensibles para la mente humana, no pueden verificar teoría económica alguna. Tales fenómenos, por el contrario, sólo pueden ser inteligibles y comprendidos si se posee la teoría lógica previa que nos proporciona la ciencia económica, y que se obtiene por otros procedimientos metodológicos» [40].

Carl Menger había publicado en 1883 un libro titulado Investigaciones sobre el método de las ciencias sociales y de la economía política en especial, en el que intentaba, como prolongación de su Principios de economía política de 1871, asentar ciertos principios metodológicos, a partir de los cuales desarrollar la ciencia económica. Por entonces se había generalizado ya la opinión de que los economistas clásicos habían realizado el canon científico sólo muy imperfectamente. Lo cual, siendo cierto, no justificaba interpretaciones abusivas de sus errores. En esencia, Menger postuló en aquella ocasión lo que llamó «método compositivo» o «axiomático», según el cual el corpus teórico de la economía política, concebida como una ciencia del espíritu (Geisteswissenschaft) o ciencia moral (Moral Science), podía desarrollarse deductivamente a partir de ciertos axiomas. Con esta premisa, a la que hay que añadir la proyección del pensamiento del austriaco sobre la teoría social (origen no intencionado de las instituciones sociales, estudio de estas últimas a partir del análisis de sus elementos aislados), difícilmente se podía disimular un ataque frontal a la escuela económica predominante en Alemania. Contra ella, en razón de su rechazo sistemático de lo que llamaban la economía «abstracta» de los clásicos, iba dirigido el libro.

Schmoller, a quien se menciona poco en el texto, si bien desde 1882 era el influyente catedrático de economía política de la Universidad de Berlín, respondió con una vehemente defensa de los postulados de la Escuela Histórica; la cual, según Menger, se había apartado de la fecunda línea de los Savigny, Niebuhr y en general la Escuela Histórica del Derecho. Aunque el austriaco reconocía realmente la necesidad de aunar las investigaciones teóricas con la acumulación de material histórico, Schmoller, aceptando por su parte idéntica equiparación, vióse impulsado a reivindicar el estatuto de la historia, llamada a colmar lagunas seculares del conocimiento, condición ésta del salto verdaderamente teórico de la economía política. De todo ello dio cuenta Schmoller en una reseña de la obra de Menger publicada en el mismo año 1883 [41]. La rápida respuesta del interpelado, que llegó en la forma de un librito epistolar, así como el ulterior abandono de la discusión por parte de Schmoller [42] pusieron fin bruscamente a un debate que pareció más bien producto de una desgraciada confusión, aumentada tal vez por el herido amor propio de los contendientes [43]. Decía Schumpeter que aquello no fue sino una cuestión de temperamentos enfrentados, el teórico y el histórico [44].

El debate perdió muy pronto interés y no consiguió mover un ápice la opinión de los partidarios de uno y otro. Merece la pena no obstante destacar la glosa que Eugen von Böhm-Bawerk hizo de una recopilación de textos antiguos de Schmoller publicada en 1896. En ellos, particularmente en la reseña de la discordia, halló la ocasión para zanjar definitivamente la polémica aportando un poco de sentido común. Así se presentó el status controversiae: «el objeto de la polémica no estriba en si el método adecuado es el histórico o el exacto, sino sencillamente en si junto al método fundamental de la investigación económica, el histórico, sobre cuya legitimidad no cabe duda alguna, se puede reconocer también como otro método igualmente fundamental el ‘aislante’ o ‘abstracto’» [45].

Según Böhm-Bawerk, los economistas históricos erraron al identificar el método deductivo o dogmático con el desarrollado por la economía clásica [46]. Así, al rechazar aquél frontalmente, creyendo que se oponía a esta última, vinieron a incurrir en los defectos que, en algún caso con razón, atribuyeron a los clásicos [47]. En último análisis, el método postulado por los austriacos, conectado con el realismo aristotélico, no es «aempírico» sino todo lo contrario. ¿Acaso no son evidentes, se pregunta el autor, las leyes de la utilidad marginal y la preferencia temporal?

¿Acaso no han sido denunciadas por la experiencia cotidiana, lo mismo que el resto de axiomas fundamentales de la Escuela Austriaca? [48] Böhm-Bawerk todavía volvió a ocuparse del asunto, poco antes de su muerte, para un revista de sociología francesa, pero en rigor la última palabra estaba dicha. Nada menos que Werner Sombart dejó sentenciado en 1929 que «todo historiador que aspire a ser algo más que un mero anticuario debe poseer una adecuada preparación teórica en los campos de investigación implicados por su trabajo», pues la «teoría es el prerrequisito del desenvolvimiento científico de la historia» [49].

b)        Praxeología y economía humana

La configuración del punto de vista económico según la praxeología alteró profundamente la esencia del debate sobre la metodología económica. Así pues, la idea, patrocinada por von Mises, de que la ciencia económica pertenecía a la matriz de las ciencias de la acción humana presuponía una crítica radical no ya a las premisas de la Escuela Histórica, sino a todo el paradigma neoclásico [50]. Los cánones del nuevo programa para el saber económico quedaron expuestos en La acción humana (1949) [51], pero desde ese momento los estrechos límites del viejo debate fueron ampliamente superados, incluso si Mises quería aludir directamente a ellos en el título de su libro de 1957 Teoría e historia [52]. Este último, como se observa desde la introducción, constituye una causa general contra todas las formas del positivismo cientificista y sus consecuencias en el campo de las ciencias humanas.

El ambicioso plan miseano, fundado en lo que Schumpeter denominó el «individualismo metodológico», constituye un intento de refundación global del saber económico, en el que lo social (das Sozial), mas no lo societario necesariamente (das Gesellschaftlich), dejó una profunda oquedad. Mises y su escuela trazaron una clara línea de demarcación entre la economía política y la política social, de ahí el enorme interés científico que han suscitado los economistas que intentaron después administrar la reconciliación entre una y otra. No para volver a esquemas sincréticos desusados [53], sino para renovar una cierta forma de pensar la economía, poniéndola a la altura del tiempo. Uno de los ejemplos más notables lo encontramos en Walter Eucken, cuya gran obra de 1940, Cuestiones fundamentales de la economía política [54], constituye su reconstrucción personal del saber económico.

Eucken siempre se había sentido atraído por la disyuntiva entre las economías teórica e histórica, si bien su opinión sobre los escritores que la protagonizaron no era precisamente optimista. Escribió:

«En la nefasta disputa entre Menger y Schmoller, ninguno de los dos tenía razón, y la verdad tampoco está en el término medio. No corresponden a la realidad económica, ni el dualismo de Menger, cuyo peligro percibió Schmoller, ni el empirismo de Schmoller, cuyo fracaso previó Menger» [55]. La renovación del saber económico debía apoyarse en una verdadera superación de la deformante visión dicotómica de la economía. Para ello el autor urgía a una revisión de la economía clásica; pero también a la evaluación de los deméritos de la «economía conceptual», a la que hacía responsable, en la figura de Menger, de un dualismo que remite a la existencia de dos ciencias económicas [56]. El «empirismo» de la Escuela Histórica, aunque intelectualmente se justificaba como la reacción de Schmoller y sus discípulos a los excesos de la economía conceptualista, tampoco podía salir bien librado, pues el rechazo sistemático de la teoría constituye una insensatez, siendo aquella imprescindible para comprender la realidad.

Eucken vindicó entonces un «pensamiento en órdenes (concretos)» para el saber económico. De esta manera, aunque no siempre se le ha reconocido, el catedrático de Friburgo pudo escribir una de las páginas más importantes de la economía política contemporánea. Pues el pensamiento en órdenes libera a la inteligencia económica de las servidumbres de la «abstracción individualizadora» propia de los «tipos ideales» [57] y muestra a las claras que la economía se constituye primariamente bajo especie de orden. No se trata, según Eucken, del orden natural postulado por los clásicos. Aquello, tal vez, podría representar metafóricamente (la «mano invisible» de Smith, la «colmena rumorosa» de Mandeville) la concepción más moderna del mercado como un proceso de información fluyente, pero en modo alguno había que tomarlo como realidad. El orden económico es siempre un orden que se halla en estrecha dependencia de otros órdenes (jurídico, político, etcétera). «Tales órdenes positivos podrán ser malos, pero sin un orden es completamente imposible que tenga lugar lo económico» [58].

La específica aportación del escritor alemán al estudio de los sistemas económicos es su «morfología económica» [59]. Partiendo de que «todo el obrar económico se basa en planes» [60], que no es sino otra forma muy sugestiva de exponer el axioma austriaco, pero sobre todo miseano, de la acción humana, Eucken describió las dos grandes formas del orden económico: la economía con dirección central y la economía de tráfico [61]. Muy ligada a la obra euckeniana y, por tanto, al pensamiento en órdenes, se encuentra la de su colega de Friburgo, el jurista Franz Böhm, autor de un libro definitivo sobre la dimensión «creada» o «jurídicamente determinada» del mercado [62]; también muy próxima a Eucken está la obra del sociólogo Alexander Rüstow, del que cabe mencionar ahora su breve pero clarificador estudio sobre las determinaciones político-estatales del liberalismo económico, original de 1933 y reimpreso en 1981 como «Liberaler Interventionismus» [63]. ¿Qué decir de Alfred Müller-Armack, quien espoleado también por la dialéctica historia-teoría desarrolló la categoría de «estilo», para ser aplicada al estudio de la realidad económica [64]? Todos ellos, con algunas diferencias que no afectan a lo esencial, constituyeron la elite intelectual del grupo nucleado en la Universidad de Friburgo y que manifestó una sobresaliente actividad intelectual y social en defensa de lo que llamaron economía social de mercado (Soziale Marktwirtschaft).

El común denominador de su filosofía económica consiste en la interrelación de todos los órdenes humanos, sin excluir el político. Es el orden político, justamente, aquel que debe responder del mantenimiento de los demás. No tiene sentido, por tanto, la abusiva prevención intelectual contra toda acción estatal por el mero hecho de ser «política» su naturaleza. Hay determinaciones político-estatales de las que depende de jure y, más aún, de facto la continuidad del mercado como institución artificiosa. En última instancia, la ordenación económica constituye siempre un «problema político» [65]; tal resulta ser el sentido del intervencionismo liberal rüstowiano. En una visión de conjunto, la economía social de mercado representa un sólido intento de llevar la economía política hasta un plano superior, en el cual se pueda «enlazar otra vez con aquella política social incipiente, cuyo camino no fue debidamente proseguido y cuya eficacia histórica se perpetúa, sin embargo, hasta hoy» [66].

Cualquiera de los escritores citados merecería un estudio en profundidad de su obra, bastante desatendida sobre todo fuera de Alemania. Según la opinión común, su pensamiento se integra en el acervo del neoliberalismo de la segunda mitad del siglo XX, tomando parte decisiva en su reconstrucción y novación junto a los discípulos directos de Ludwig von Mises, desde Hayek a Kirzner. Existen empero profundas discrepancias entre unos y otros; no siendo la menor de ellas una concepción divergente del papel que debe desempeñar lo político en la ordenación general de la economía.

Al grupo de Eucken, Müller-Armack, Rüstow y demás también perteneció Wilhelm Röpke, quien tuvo un papel destacado en la reconstrucción de la teoría económica aportando, como premisa de la misma, una incursión humanista hacia la filosofía y la sociología. De hecho, su concepto de la «economía humana» presentóse como el resultado de la reprobación del paleo-liberalismo y el colectivismo, en la óptica de la crítica de la cultura, más allá de la mera evaluación económica teórica. En su idea de un orden económico a la medida del hombre debía basarse la civitas humana.

Jerónimo Molina Cano, en unav.edu

Notas:

1   Tal vez convenga tener presente el abismo que después de la II guerra mundial se ha abierto entre el «pensamiento estatal» -monopolizador de casi todos los contextos universitarios- y el «pensamiento político» -cultivado casi privadamente-. Lo cual resulta tanto más inquietante, cuanto menos se oculta el hecho de que durante toda la época moderna ha sido plena la coincidencia entre uno y otro, desde Jean Bodin, Thomas Hobbes o Diego Saavedra Fajardo a Carl Schmitt, último epónimo de la tradición «política» europea.

2   Véase Molina, Jerónimo (1997), La filosofía de la economía de Julien Freund ante la economía moderna, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, pp. 7-17.

3   Es el caso de ciertas corrientes que, dentro del paradigma neoclásico, han intentando hacer de la «economía» una «mecánica». Véase Kirzner, Israel M. (1976), The Economic Point of View. An Essay in the History of Economic Thought, Sheed & Ward, Kansas City, pp. 67-70.

4   La impresionante Historia del análisis económico de Schumpeter está construida sobre la premisa fundamental de la lucha por la constitución científica de la economía política. Téngase en cuenta que como consecuencia del prolongado influjo de las escuelas históricas en Alemania, la economía «teórica» apenas si tuvo una importancia testimonial en aquella nación hasta la I guerra mundial. Schumpeter, que se había formado en Viena y no pudo ser catedrático en Berlín, entre otros motivos por el mencionado desinterés teórico de los profesores alemanes, acusaba una cierta tendencia a enfocar la economía como un problema científico. En cierto modo, aquella «tendencia» ha llegado a formar parte actualmente de la propia fundamentación de la economía. Por otro lado, aunque no es comparable, tiene también enorme interés para este asunto Rothbard, Murray Newton (1999, 2000), Historia del pensamiento económico: El pensamiento económico hasta Adam Smith, Unión Editorial, Madrid, vol. I. La economía clásica, Unión Editorial, Madrid, vol. II. Ambos volúmenes fueron concebidos como una reconstrucción del saber económico a partir de los conceptos aquilatados por la Escuela Austriaca, cuyas doctrinas colocó el autor, a todos los efectos, en el fiel de la balanza. La obra manifiesta una evidente pretensión polémica desde el título, que, acaso para evitar equívocos, se hubiese debido respetar en la traducción española: An Austrian Perspective on the History of Economic Thought.

5   Además, la expresión «oeconomie politique» sólo figura en la patente real, pues el texto esta rotulado como Traicté oeconomique du profit. Véase Freund, Julien (1993), L’essence de l’économique, Presses Universitaires de Strasbourg, Estrasburgo, pp. 23-5. Cfr. Schumpeter, Joseph Alois (1982), Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, p. 209. Rothbard, M. N., ob. cit., pp. 275-7.

6   Véase Schmitt, Carl (1988), “El Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica”, Veintiuno, n° 39.

7   La afortunada expresión es del jurista político Jesús Fueyo. Véase (1967), La mentalidad moderna, I. E. P., Madrid, p. 271.

8   Sobre esto, Conde, Javier (1974), “Las dos vías fundamentales del proceso de modernización política: constitucionalización, totalización», en Escritos y fragmentos políticos, I. E. P., Madrid, vol. II. Alfred Müller-Armack, en un capítulo de su vasta Religion und Wirtschaft (1959), traducida al español en 1967 como Genealogía de los estilos económicos, estimaba imprescindible mirar a los siglos XVI y XVII para lograr una comprensión profunda del pensamiento económico moderno, indisolublemente ligado a la Estatalidad.

9   Véase Aristóteles (1989), Política, C. E. C., Madrid, libro I, caps. VIII y IX.

10    Así tradujo Lorenzo Benito “Die Volkswirtschaft, die Volkswirtschaftlehre, und ihre Methode”, artículo incluido en Schmoller, Gustav (1905), Política social y economía política. Cuestiones fundamentales, Heinrich y cía., Barcelona, tomo II, pp. 83-179.

11    Uno de los ejemplos más notorios fue la crítica miseana del intervencionismo, elevado a categoría general y, por tanto, no tomado como un mero expediente secundario de una teoría de los fallos del mercado que cabe remontar a J. S. Mill o, incluso, al mismo A. Smith, quien aceptó en La riqueza de las naciones determinadas prestaciones del Estado, no necesariamente de carácter subsidiario.

12    Véase Kirzner, I. M. (1976), ob. cit., pp. 85-6. En esta opinión se denuncia el «individualismo metodológico» de la Escuela Austriaca. A veces se ha transgredido la lógica para hacer del individualismo como principio epistemológico un principio constitutivo de la sociedad. Para evitar este riesgo convendría tener más a la vista la preferencia, no meramente formal, de E. von Böhm-Bawerk por el «método aislante» y sus implicaciones epistemológicas. Véase Böhm- Bawerk, Eugen von (1999), “Economía histórica y economía teórica (1896)”, en Ensayos de Teoría económica, Unión Editorial, Madrid, vol. I, p. 163, nota 1.

13    Véase la corroboración de esa opinión en la crítica de Menger al concepto de Volkswirtschaft de los economistas alemanes y a los reparos que pone al poco interés de Adam Smith por mostrar la íntima relación entre el «complejo fenómeno de la economía humana en general y, particularmente, su forma social, el Volkswirtschaft», con la resultante de una pluralidad de esfuerzos individuales. Menger, Carl (1996), Investigations into the Method of the Social Sciences, Libertarian Press, Grove City, apéndice I, espec. p. 181.

14    La expresión Staatswirtschaft, en cierto modo equivalente, ajustábase más a la tradición político-económica germánica de las Staatswissenschaften. Por cierto que la realización más lograda de esta últimas la constituyó, con todos sus defectos y limitaciones, la Cameralística, que se encuentra en el origen de la primitiva ciencia política alemana, pero también de la teoría económica. Véase Müller-Armack, A. (1967), ob. cit., p. 228. Significativamente, el declive de las ciencias camerales, que únicamente brillaron a cierta altura en los estudios hacendísticos, coincidió con la recepción en Alemania de la economía política de Adam Smith. Esto explica, en parte, la diferenciación en la matriz de las viejas ciencias camerales de una Oekonomische Wissenschaft y una Polizeiwissenschaft. Detalles de lo que aquí apenas si podemos comentar esquemáticamente en Miglio, Gianfranco (1988), “Le origini della scienza dell’amministrazione”, en Le regolarità della Politica. Scritti scelti, raccolti e pubblicati dagli allievi, Giuffrè, Milán, vol. I. Por supuesto, Müller-Armack, A. (1967), ob. cit. Pp. 234 sq.

15    Sobre esta delicada cuestión terminológica se hace alguna luz en el artículo «Wirtschaft», recogido en el séptimo volumen de la obra dirigida por Koselleck, Reinhart (1972-1997), Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Klett-Cotta, Stuttgart, tomo VII, pp. 581-4.

16    Véase Schmoller, G. (1905), ob. cit., tomo II, pp. 85-86. Tenía razón pues Kirzner cuando anunció la novedad del uso schmolleriano de la «terminología Political Economy como sinónimo de Volkswirtschaft». Kirzner, I. M. (1976), ob. cit., p. 85.

17    La expresión prototípica de ese pensamiento, si bien no la única, es el mercantilismo. Véase Heckscher, Eli F. (1983), La época del mercantilismo, F. C. E., México.

18    Véase Rodríguez, Federico (1974), Introducción en la política social, Cívitas, Madrid, vol. I, pp. 41-60. Actualmente, el interés teórico por la política social tiene una representación académica mínima. La obra mencionada del profesor Rodríguez, a pesar de algunos planteamientos incorrectos, constituye uno de los más meritorios ensayos historiográficos de la literatura político-social del último cuarto de siglo. En general, la actitud científica predominante ante este tipo de cuestiones ha sido dejar en suspenso la opinión, volcándose el especialista, más bien, sobre análisis empíricos y ético-normativos que, sin embargo, presumen resuelto el problema central de la política social, a saber: su sentido histórico. Quizá esto no sea tan raro si se tiene en cuenta que ni siquiera en el Lexikon de Koselleck se le dedica un estudio específico a la voz Sozialpolitik.

19    Véase Schmoller, Gustav (1905), “Carta abierta a Heinrich von Treitschke”, en ob. cit., tomo I, pp. 119 sq.

20    No puede decirse que la polémica sobre unas supuestas leyes inmanentes de la economía sea una cuestión científica menor. No obstante, desde un punto de vista económico poco puede añadirse a las puntualizaciones de Böhm-Bawerk en «Poder o ley económica», de 1914. Véase en Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), ob. cit., pp. 231-308. No es casualidad que las sesiones científicas con que se celebró el centenario de la fundación del Verein für Socialpolitik (Bonn, 1972) tuviesen idéntico lema: Macht oder ökonomisches Gesetz? Desde la óptica del sistema social la última palabra al respecto fue la de los ordo-liberales, quienes se esforzaron por demostrar la dependencia política y jurídica del orden económico.

21    La responsabilidad en este punto le corresponde a Jean B. Say, quien puso en circulación la confusa tricotomía producción-distribución-consumo.

22    Véase Schmoller, Gustav (1905), “La justicia en la economía”, en ob. cit., tomo II.

23    Véase Schmoller, Gustav (1905), “Carta abierta a Heinrich von Treitschke”, en ob. cit., tomo I, p. 235.

24    Una resumida historia de la Asociación para la política social en Hagemann, Harald y Trautwein, Hans-Michael (1999), “Verein für Socialpolitik. The Association of German-speaking Economist”, en Royal Economic Society. Newsletter, nº 107. Para la primera época de la Asociación: Böse, Franz (1939), Geschichte des Vereins für Social-politik. 1872-1932, Duncker & Humblot, Berlín. Para los debates posteriores a la reconstitución de 1948: Schefold, Bertram (1999), “Die Wirtschafts-und Sozial-ordung der Bundesrepublik Deutschland im Spiegel der Jahrestagungen des Vereins für Socialpolitik 1948 bis 1989”, en Zeitschrift für Wirtschaftsund Sozialwissens- chaften, vol. VIII.

25    Una genealogía del primer giro epistemológico (economía política) debería referirse como focos originarios a las zonas luteranas y católicas, por utilizar la terminología de Müller-Armack -el mismo Montchrestien fue un católico simpatizante de los hugonotes-. Sin embargo, el segundo giro epistemológico experimentado por los saberes económicos ha sido genuinamente alemán. Aunque «algunos de los factores que explican el ascenso de la Escuela Histórica alemana se daban en todas partes», la mutación constituía un «fenómeno propiamente alemán, nacido de raíces específicamente alemanas y dotado de vigores y debilidades típicamente alemanas». Son palabras de Schumpeter, J. A. (1982), ob. cit., p. 898.

26    Schumpeter, J. A. (1982), ob. cit., p. 844.

27    Según el economista de origen austriaco, Schmoller y su nutrido grupo «se desviaron del abrupto sendero que lleva a las conquistas científicas» (ob. cit., p. 878), estando a punto aplastar el «componente teórico de la economía general» (ob. cit., p. 922).

28    Existe una traducción parcial en lengua española: Stein, Ludwig von (1981), Movimientos sociales y monarquía, C. E. C., Madrid.

29    Véase Stein, L. Von (1981), ob. cit., pp. 193 sq.

30    El Estado verdaderamente «moderno» en el sentido que le da Jouvenel, Bertrand de (1976), Les débuts de l’État moderne. Une histoire des idées politiques au XIX siècle, Fayard, París.

31    Creemos que esta tesis se ve abonada por el hecho de que, ya en nuestro siglo, economistas «teóricos» como von Mises, Hayek, Eucken o el propio Röpke se hubiesen movido en los ambientes del Verein für Socialpolitik. En el capítulo 4º de la IV parte de Historia del análisis económico, desgraciadamente inacabado, tuvo Schumpeter el acierto de separar el estudio de la Socialpolitik y del Historicismo. Schumpeter, Joseph A. (1982), ob. cit., pp. 877 sq.

32    La polémica, actualizada periódicamente, entre política económica y política social no tiene verdadero interés teórico. Aunque puede resultar simpática y de buen tono, siempre es estéril. Según las fuerzas de los partidarios de una y otra, toca a veces consagrar el lema «la mejor política económica es una buena política social»; la minoría que sostiene lo contrario, «la mejor política social es una buena política económica», aguardará entonces la ocasión para revolver la fórmula oficial.

33    Sobre este concepto historiográfico, Molina, Jerónimo (2000), La política social en la historia, Diego Marín-Librero Editor, Murcia, cap. I.

34    La afirmación debe no obstante matizarse, pues al menos los juristas han seguido cultivando minoritariamente la política social como política jurídica laboral y de seguridad social, manteniendo entonces un interés instrumental en las magnitudes de la economía pública. Las relaciones entre la política social y la rama «social» del derecho merecen un estudio aparte en el contexto del movimiento del socialismo jurídico o, en terminología científica, socialización del derecho, abanderado casualmente por un hermano de Carl Menger, Anton.

35    El problema de la neutralidad axiológica (Wertfreiheit) está muy bien delimitado en Weber, Max (1992), Essais sur la théorie de la science, Pocket-Presse de la cité, París.

36    Una amplia exposición de todo el asunto desde sus principios en Huerta de Soto, Jesús (1992), Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Unión Editorial, Madrid.

37    Treitschke reprochó a Schmoller su apología de una especie de socialismo de Estado a la prusiana, alarmado más que por la idea de la Sozialekönigtum, por la extraña mezcla de la dinastía de los Hohenzollern con el principio democrático. Schmoller replicó inmediatamente y, por elevación, aprovechó para infligir un duro golpe a los partidarios de la economía clásica del Congreso de los economistas alemanes (Kongreß des deutschen Volkwirte), auto-disuelto en 1885. Una exposición del debate en Molina, Jerónimo (2000), ob. cit., pp. 64-7.

38    Véase al respecto Kirzner, Israel M. (1976), ob. cit., pp. 155-7.

39    Véase Rothbard, Murray N. (1991), “L’apriorisme extrême”, en Économistes et charlatans, Les Belles Lettres, París, pp. 85-96.

40    Véase Huerta de Soto, Jesús (1994), “Método y crisis en la ciencia económica”, en Estudios de economía política, Unión Editorial, Madrid, p. 64.

41    Véase Schmoller, Gustav (1883), “Zur Methodologie der Staatsund Sozialwissenschaften”, Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung und Volkswirtschaft im deutschen Reich.

42    Véase Menger, Carl (1996), Die Irrthümer des Historismus in der deutschen Nationalökonomie, Scientia Verlag Alen, Darmstadt. Menger había enviado su libro a Schmoller con el fin de proseguir la discusión. Sin embargo, hastiado y «para no incurrir en la descortesía de romper un libro suyo tan bellamente presentado», Schmoller le reintegró el ejemplar. Además, hizo pública inmediatamente la carta que acompañaba la devolución. El texto de la carta se recoge en Hayek, Friedrich A. von (1996), “Carl Menger (1840-1921)”, en Las vicisitudes del liberalismo, Unión Editorial, Madrid, p. 58, nota 53.

43    El tono áspero de la reseña de Schmoller fue suavizado en la reimpresión del texto en Schmoller, Gustav (1896), Zur Literaturgeschichte der Staatsund Sozialwissenschaften.

44    Véase Schumpeter, Joseph A. (1982), ob. cit., p. 893.

45    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), “Economía histórica y economía teórica”, ob. cit., vol. I, p. 165.

46    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 166.

47    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 178.

48    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 179-81.

49    Véase Sombart, Werner (1929), “Economic Theory and Economic History”, Economic History Review, vol. II, nº 1. El objetivo de aquel estudio era poner en forma su noción de «sistema económico» como medio comprehensivo de los materiales históricos y teóricos aportados por los investigadores. En esa misma línea se desenvolverán también, creemos que con mayor éxito, las investigaciones sobre el «estilo», el «plan» y el «orden» económicos de la Economía Social de Mercado.

50    Así lo da a entender en su interpretación del Methodenstreit Huerta de Soto, Jesús (1997), “La Methodenstreit, o el enfoque austriaco frente al enfoque neoclásico en la ciencia económica”, en Actas del 5º Congreso de Economía Regional de Castilla y León, Servicio de Estudios de la Consejería de Economía y Hacienda de Castilla y León, Ávila.

51    Véase Mises, Ludwig von (1986), La acción humana, Unión Editorial, Madrid.

52    Véase Mises, Ludwig von (1975), Teoría e historia, Unión Editorial, Madrid.

53    El propio Schmoller pretendió oficiar en su tiempo de tercera escuela entre liberales («economistas», «manchesteristas») y socialistas. Véase Schmoller, Gustav (1905), “Teorías variables y verdades estables en el domino de las ciencias sociales y de la economía política actual”, ob. cit., tomo II, p. 63. Pero es sabido que aquellos buenos oficios no le valieron sino el estigma de «socialista de cátedra» (H. Oppenheim) o «patrón del socialismo» (H. von Treitschke).

54    Véase Eucken, Walter (1967), Cuestiones fundamentales de la economía política, Alianza Editorial, Madrid.

55    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 71, nota 4.

56    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 67, nota 3.

57    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 77.

58    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 87.

59    Sobre esto véase también su obra póstuma e inacabada: Eucken, Walter (1956), Fundamentos de política económica, Rialp, Madrid.

60    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 120.

61    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., respectivamente caps. VI y VII.

62    Véase Böhm, Franz (1937), Die Ordnung der Wirtschaft als geschichtliche Aufgabe und rechtsschöpferische Leistung, Kohlhammer, Stuttgart-Berlín.

63    Ludwig-Erhard-Stiftung (1981), Grundtexte zur Sozialen Marktwirtschaft, Gustav Fischer Verlag, Stuttgart-Nueva York, vol. I.

64    Puede verse Müller-Armack, A. (1967), ob. cit.

65    Véase Eucken, Walter (1963), “El problema político de la ordenación”, en VV. AA., La economía de mercado, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, vol. I. Que la interrelación entre lo político y lo económico existe pertenece, según Eucken, a la categoría de las evidencias, «el porqué y la forma de esta interdependencia es precisamente el gran problema». Ob. cit., vol. I, p. 51.

66    Véase Müller-Armack, A. (1963), “Las ordenaciones económicas desde el punto de vista social”, en VV. AA., ob. cit., vol. I, p. 118.

Carlos Robles Pihuave

Introducción

Desarrollar el pensamiento crítico para la vida académica y personal es un proceso fundamental en los seres humanos. Constituye un requisito imprescindible en la formación del conocimiento, para aprender, tomar decisiones y actuar. En este contexto, se lo ha definido como la capacidad que tienen las personas en la formación de un juicio auto-regulado para un propósito específico, cuyo resultado en términos de interpretación, análisis, evaluación e inferencia pueden explicarse según la evidencia, conceptos, métodos, criterios y contexto que se tomaron en consideración para establecerlo.

El pensamiento crítico está conceptualizado en términos de dos dimensiones, las habilidades cognitivas y las disposiciones afectivas. Adicional a ello, esta forma de pensamiento es concebida como la capacidad para examinarse y evaluarse que posee cada individuo y es la actividad cognitiva asociada a la evaluación de los productos del pensamiento, considerado un elemento esencial para resolver problemas, tomar decisiones y para ser creativos. De esta forma, se trata de un proceso reflexivo, en el cual se supone estar en un estado de vacilación, de perplejidad, de dificultad mental, en el cual se origina el pensamiento, y un acto de búsqueda, de investigación para encontrar algún material que esclarezca la duda.

En este contexto, el texto que se presenta a continuación indaga en las habilidades básicas del pensamiento crítico, sus características y modelos de aplicación en contextos innovadores. Por ello se ha considerado encuestar a los docentes de la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador, con el propósito de analizar la actitud mental de estos profesores, su comportamiento cuestionador al momento de impartir la cátedra y la forma en que se interesan por los fundamentos en los que se asientan las ideas, acciones y juicios, tanto propios como ajenos.

Metodología

El enfoque metodológico de este estudio se encuentra marcado por su naturaleza investigativa y por su intencionalidad. Se trata, en todo caso, de dar la respuesta más adecuada a la realidad abordada. Los elementos en mención conllevan a decidir el empleo de un método mixto de investigación, con los que se complemente tanto la visión cualitativa como cuantitativa. En una aproximación básica al objeto de estudio se pretende buscar la forma en que se desarrolla el pensamiento crítico en el aula de clases, relacionando este criterio con la aplicación de diversas estrategias metodológicas aplicadas por los 32 profesores que dictan clases en la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador. Lo cuantitativo permite obtener los datos esenciales, mientras que con el enfoque cualitativo se detalla la valoración del contexto de aprendizaje y didáctico específico aplicado desde la visión de los maestros consultados. De esta forma se pretende indagar desde una perspectiva multidimensional en una realidad compleja y dinámica situada con la práctica en el aula y con la finalidad de reflexionar sobre diferentes estrategias aplicadas por los docentes que posibiliten el pensamiento crítico.

Resultados

La finalidad de esta investigación es conocer y valorar la capacidad de pensamiento crítico que poseen los 32 profesores que dictan clases en la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador. En este sentido, se requiere conocer su capacidad crítica que se podrá alcanzar a través de la forma que tienen de socializar los conceptos en el aula de clases y los modos que tienen para evaluarlo, de tal manera que se identifiquen las estrategias metodológicas de enseñanza- aprendizaje que fomentan la mejora de la competencia del pensamiento crítico en sus estudiantes. Además se busca en este apartado determinar si los profesores encuestados promueven un ambiente donde sus alumnos pueda descubrir y explorar sus propias creencias, expresar libremente sus sentimientos, comunicar sus opiniones, y ver reforzadas sus preguntas cuando consideran diversos puntos de vista.

Lo primero que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con lo que conciben como pensamiento crítico. Sobre este aspecto se presentan a continuación los siguientes resultados:

Tabla 1. Sobre la conceptualización del pensamiento crítico

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Fuente: elaboración propia

De los 32 profesores encuestados se pudo evidenciar que el 38%, equivalente a 12 docentes, concibe el pensamiento crítico el razonamiento reflexivo que se inculca en el aula de clases para la adopción de decisiones acertadas. La opción Enseñar a los estudiantes a resolver problemas obtuvo el 19%, correspondiente a 6 maestros. Otra alternativa que tuvo mucha aceptación fue la de Generar en los alumnos interés y motivación por aprender, ítem que alcanzó el 31%, es decir 10 profesores, mientras que la opción Transmitir la mayor cantidad de conocimientos en el aula obtuvo apenas un porcentaje de aceptación del 12%, correspondiente a 4 maestros.

De esta forma se puede señalar que hay una idea clara de lo que es el tema abordado en el grupo encuestado y para muchos docentes el pensamiento crítico constituye un proceso de búsqueda del conocimiento a través de habilidades de razonamiento, de solución de problemas, y de toma decisiones que nos permitan obtener los resultados esperados. Con ello resulta evidente que la naturaleza social que caracteriza al pensamiento crítico va más allá del contexto en que se presenta y pretende hallar no el argumento ideal o perfecto, sino la construcción de alternativas que coincidan con la realidad social siempre intentando alcanzar la argumentación que provoque en el pensador inquietudes continuas.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con las estrategias o técnicas empleadas para fomentar el pensamiento crítico en los alumnos durante las horas de clases.

Tabla 2. Sobre las estrategias empleadas en clases para fomentar el pensamiento crítico

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Fuente: elaboración propia

De los resultados de esta pregunta se pueden inferir algunos aspectos significativos sobre el objeto de estudio abordado. La opción Crear un ambiente favorable que fomente el pensamiento crítico tuvo un porcentaje de aceptación de apenas el 6%, es decir 2 profesores. La alternativa Utilización de recursos audiovisuales para generar curiosidad obtuvo un nivel de preferencia del 12%, equivalente a 4 maestros. La alternativa con mayor aceptación fue Propiciar un contexto donde los estudiantes pregunten y construyan su propio conocimiento a partir de la reflexión con un porcentaje de respuestas del 44%, equivalente a 14 profesores. Mientras que la opción Cuestionar los aprendizajes previos mediante diálogo interactivo alcanzó una aceptación del 38%, correspondiente a 12 educadores.

De acuerdo con lo anterior se deduce que es acertada la idea de enlazar el pensamiento crítico con el pensamiento reflexivo, porque hace posible con la meta-cognición que se evalúe y optimice el propio proceso de la construcción del conocimiento. Otro aspecto a destacar es que el pensamiento crítico es una poderosa herramienta en la búsqueda del conocimiento que puede ayudar a la gente a superar dogmas ya establecidos, ya que promueve la autonomía racional, la libertad intelectual y la investigación objetiva, razonada y basada en la evidencia de una amplia gama de temas y preocupaciones personales y sociales. Tanto la reflexión como el diálogo interactivo entre docente y alumnos son aspectos claves para el desarrollo de este tipo de pensamiento.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con las características del pensador crítico.

Tabla 3. Sobre las características del pensador crítico

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Fuente: elaboración propia

Los resultados de esta pregunta son valiosos para dar luz a la investigación planteada. De los 32 profesores encuestados, un grupo significativo, el 56%, la mayoría, señala que entre las características del pensador crítico constan el hecho de que sea Reflexivo, investigador y cuestionador de su realidad. Apenas el 6%, equivalente a dos docentes, señalan como características que sea Líder, con valores y capaz de trabajar en grupo con motivación. Para un 16%, es decir 5 profesores, lo más importante para el pensador crítico es que sea Innovador con capacidad para emplear las TIC y resolver problemas. Y, finalmente, el 22%, correspondiente a 7 maestros, consideran como características principales el hecho de que sea Constructor de su propio conocimiento y con habilidades cognitivas potenciales.

De lo anterior se puede inferir que pensar críticamente significa está circunscrito a responder razonadamente ante una situación relevante, poniendo en juego los recursos mentales apropiados y además conlleva un conjunto de procesos cognitivos superiores y complejos. Además se puede sugerir que el pensamiento crítico es una base fundamental en los procesos de investigación, pues está relacionado con el razonamiento. Además no se debe de olvidar que los argumentos pudiendo ser deductivos e inductivos, y como siempre su interpretación dependerá de los individuos que posean la capacidad de querer realizar una argumentación. Por consiguiente se puede considerar que el pensamiento crítico es un pilar muy importante en la formación integral del ser humano, porque se lo considera en la toma de decisiones personales o en ámbitos administrativos, ya que el pensar críticamente es voluntario y las habilidades se pueden desarrollar siempre y cuando el individuo esté con voluntad de hacerlo.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con el modelo de enseñanza aplicado en las aulas de clases para fomentar el pensamiento crítico presente en las aulas de clases.

Tabla 4. Sobre el modelo de enseñanza aplicado para fomentar el pensamiento crítico en las aulas de clases

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Fuente: elaboración propia

La última pregunta de la encuesta estuvo relacionada con los modelos de enseñanza aplicados para fomentar el pensamiento crítico. Estos modelos están basados en la caracterización que López (2012) ha elaborado en un estudio previo y que se amplía en el apartado de discusión de este trabajo. La opción relacionada con el Modelo de evaluación procesual tuvo un porcentaje de aceptación del 12%, equivalente a 4 profesores, mientras que el Modelo de pensamiento dialógico tuvo una preferencia del 44%, correspondiente a 14 maestros. Por otra parte, el Modelo de comunidad de investigación fue preferido por el 19% de los educadores, es decir 6 profesionales. Finalmente, el Modelo de controversia fue seleccionado por el 25% de los profesores, equivalente a 8 encuestados.

Los modelos de pensamiento crítico considerados pretenden no ser exhaustivos, pero sí abarcadores para sistematizar los esquemas socializados en las aulas de clases por el grupo de profesores consultados para este estudio. Lo que tienen en común los modelos mencionados anteriormente es que permiten a los alumnos construir sus propias respuestas ante preguntas, problemas o retos a partir de la reflexión, más que realizar solamente tareas de memorizar, reconocer y seleccionar la respuesta correcta entre posibles aciertos.

Discusión

Hacia una definición del pensamiento crítico y sus estrategias metodológicas

Las definiciones que hay sobre el pensamiento crítico son variadas y no están ajenas a controversias como otras disciplinas del conocimiento. Se ha considerado que es la capacidad de opinar o manifestar un punto de vista personal, sea o no fundamentado, o bien una actitud contestataria y de oposición sistemática. En esta parte relacionada con la discusión de este texto se brindarán un acercamiento al concepto del objeto de estudio abordado.

El pensamiento crítico es una capacidad compleja, cualquier intento por ofrecer una definición exhaustiva es inútil. Por ello lo que se ofrece en este punto es el criterio de diversos especialistas y estudiosos sobre el tema. En una investigación elaborada por Díaz Torres (2019) se distinguió que la habilidad de pensar críticamente supone destrezas relacionadas con diferentes capacidades como por ejemplo, la capacidad para identificar argumentos y supuestos, reconocer relaciones importantes, realizar inferencias correctas, evaluar la evidencia y la autoridad, y deducir conclusiones.

Para Franco, Almeida y Saiz (2014), el pensamiento crítico se concibe como el pensamiento en el que predomina la reflexión racional y que se encuentra interesado en decidir qué hacer, qué decidir o qué creer. Es decir, por un lado, constituye un proceso cognitivo complejo de pensamiento que reconoce el predominio de la razón sobre las otras dimensiones del pensamiento. Su finalidad es reconocer aquello que es justo y aquello que es verdadero, es decir, el pensamiento de un ser humano racional. Añaden que el pensamiento crítico implica el uso de las principales competencias cognitivas del ser humano que permitan llevar a cabo el mejor plan de acción, con el fin de lograr, del modo más eficaz, las metas que se hayan fijado en un momento dado.

Un punto de vista similar tiene Halpern (2014), quien afirma que pensar críticamente es querer y es saber buscar diversas fuentes de información y, a partir de ellas, discriminar, de entre la información disponible, aquella que es, decididamente válida, relevante y reutilizable; además, se debe aprehender, con el fin de que se convierta en conocimiento personalmente construido. Pensamiento crítico es tener la capacidad de identificar la información relevante, de utilizarla para tomar decisiones sólidas, de manera autónoma, que permitan solucionar problemas del mejor modo posible. De este modo, se aumenta la eficacia en muchos ámbitos y facetas de la vida.

Según Júdex, Borjas y Torres (2019), el desarrollo del pensamiento crítico es una de las principales preocupaciones de los sistemas educativos actuales. Desde la perspectiva de Villalobos, Ávila y Olivares (2016), la naturaleza del pensamiento crítico es muy compleja, es así que pensar críticamente implica hacerse cargo de la mente y, por lo tanto, de la vida, buscando mejorarla con base en el criterio propio. Por ello consideran que actualmente la misión principal de las instituciones educativas es el desarrollo de pensadores críticos pues, además de dominar asuntos esenciales de su materia, también se convierten en ciudadanos eficaces, capaces de razonar éticamente, de comunicarse efectivamente, así como de ser empáticos intelectualmente con formas alternas de ver las cosas y actuar en beneficio de todos.

Para Porozo (2016), este tipo de pensamiento es muy hábil y responsable que conduce a un juicio correcto, debido a que se basa en el contexto, se apoya en criterios y se corrige a sí mismo, porque además implica establecer un propósito, identificar un problema; analizar el problema, punto de partida, objetivo, dificultades, recursos; formular vías o alternativas de solución, evaluar posibles alternativas y elegir, y actuar evaluando procesos y resultados.

Por su parte, para Alvarado (2014) las estrategias metodológicas que deben aplicarse en el aula de clases para fomentar este tipo de pensamiento son las siguientes:

1.       Crear un ambiente favorable que fomente el pensamiento crítico

2.       Utilización de recursos audiovisuales para generar curiosidad

3.       Propiciar un contexto donde los estudiantes pregunten y construyan su propio conocimiento a partir de la reflexión

4.       Cuestionar los aprendizajes previos mediante diálogo interactivo

A criterio de Carrasco (2018), el pensamiento crítico no es pensar por pensar pero sí es el pensamiento que comporta el auto-mejoramiento. Y considera que el pensamiento crítico constituye un tipo de habilidad cognitiva de orden compleja que, para su desarrollo, requiere de la adquisición de diversos elementos que operan en el pensamiento y que se van fortaleciendo a medida que el sujeto cognoscente crece y construye conocimientos a través de la experiencia con el medio social.

En definitiva, todas las definiciones asocian pensamiento crítico y racionalidad. Es el tipo de pensamiento que se caracteriza por manejar, dominar las ideas. Su principal función no es generar ideas sino revisarlas, evaluarlas y repasar qué es lo que se entiende, se procesa y se comunica mediante los otros tipos de pensamiento, ya sea este verbal, matemático o lógico. Por lo tanto, el pensador crítico es aquel que es capaz de pensar por sí mismo y posee habilidades como de disposiciones, de conocimientos relevantes y competencias meta-cognitivas.

Los modelos de pensamiento crítico

Los modelos de instrucción que se han diseñado para desarrollar el pensamiento crítico en una institución educativa, pueden variar de acuerdo con el abordaje de cada programa. En este trabajo se distinguen, no obstante, cuatro modelos, que son los más utilizados y que se encuentran sintetizados por López (2012) en un estudio previo.

Modelo de evaluación procesual. Para Carrasco (2018), este modelo se centra en habilidades específicas de comprensión y evaluación de argumentos, a través del análisis de los componentes de un discurso o escrito de diferentes textos de los contenidos curriculares. La metodología se enfoca  al desarrollo de habilidades meta-cognitivas y auto-regulatorias (el qué, cómo, por qué, para qué, cuándo del empleo de las habilidades enseñadas). Los autores conciben al pensamiento crítico como el intento activo y sistemático de comprender y evaluar las ideas o argumentos de los otros y de los propios, además de reconocer y analizar los argumentos en sus partes constitutivas

Modelos de pensamiento dialógico. Desde la perspectiva de Díaz Torres (2019) con este tipo de pensamiento los estudiantes aprenden a asumir otros roles y a razonar puntos de vista contrarios sobre las disciplinas y de forma trans-disciplinar. De esta forma, los estudiantes no aprenden a destruir los argumentos opuestos y ganar las discusiones, sino a conocer con profundidad las deficiencias y debilidades de puntos de vista contrarios.

Modelo de comunidad de investigación. Para Halpern (2014), el centro de este modelo es la comunidad de investigación y el trabajo en grupo, pues pretende la construcción del plan de discusión, la solidificación de la comunidad, la utilización de ejercicios y de actividades para la discusión y fomentar compromisos para el futuro.

Modelo de la controversia: Otro modelo de enseñanza para el desarrollo del pensamiento crítico es la controversia. Para Porozo (2016), la controversia es un tipo de conflicto académico que se produce cuando las ideas, conclusiones y teorías de un estudiante son incompatibles con las de otro, y los dos tratan de alcanzar un acuerdo. Este modelo otorga mayor dominio y retención de la materia y mayor habilidad para generalizar los principios, decisiones de mayor calidad, sentimientos de satisfacción en los estudiantes, mayor originalidad en la exposición de los problemas, entre otros beneficios.

Las habilidades básicas del pensador crítico

Pensar críticamente cobra importancia fundamental en un mundo que, agobiado por las crisis en todos los órdenes, sociales, políticos, y económicos entre otros, demanda cada vez más la presencia de hombres y mujeres capaces de actuar con criterio en la búsqueda de soluciones a los conflictos, cualquiera que sea su campo de acción.

En este contexto, para autores como Aznar y Laiton (2017), el desarrollo de habilidades de pensador crítico implica una educación integral, que desarrolle sus competencias y su característica fundamental de ser en el sentido de saber movilizar los conocimientos que se poseen en las diferentes y cambiantes situaciones que se presentan en la práctica.

En este sentido, autores como Rivas, Morales y Saíz (2014) sostienen que reflexionar de manera crítica o ser capaz de tomar decisiones sólidas son algunas de las habilidades de pensamiento más deseadas en la sociedad del siglo XXI. Los cambios tan enormes que está experimentando nuestro mundo exige del buen juicio para alcanzar un mínimo bienestar personal y una razonable competencia profesional, en cualquier ámbito. No es casual que haya una preocupación importante por mejorar las competencias intelectuales, como las citadas.

Una parte de la discusión generada en torno a las habilidades del pensamiento crítico se centra en contraponer las habilidades generales contra las habilidades específicas. En todo caso, existen numerosas tipologías de habilidades de componente cognitivo.

Por ejemplo, Betancourth (2015) organiza en tres categorías este tipo de rasgos. La primera de ellas se refiere a las habilidades vinculadas a la capacidad de clarificar las informaciones. Consta aquí el hecho de formular preguntas, concebir y juzgar definiciones, distinguir los diferentes elementos de una argumentación, de un problema de una situación o de una tarea, identificar y aclarar los problemas importantes. La segunda categoría abarca las habilidades vinculadas a la capacidad de elaborar un juicio sobre la fiabilidad de las informaciones y abarca la capacidad de corroborar la credibilidad de una fuente de información, juzgar la credibilidad de una información, identificar los presupuestos implícitos y juzgar la validez lógica de la argumentación. Mientras que la tercera categoría se refiere a las habilidades relacionadas con la capacidad de evaluar las informaciones, constan entre ellas obtener conclusiones apropiadas, realizar generalizaciones, inferir, formular hipótesis, generar y reformular de manera personal una argumentación, un problema, una situación o una tarea.

El pensador crítico está comprometido con sus aprendizajes y vivencias, por tanto, dispuesto a reflexionar, a cuestionar, a debatir. Sus procesos son ricos y flexibles, siempre se esfuerza por adoptar puntos de vista distintos, que le permite considerar nuevos y diferentes modos de pensar sobre un mismo problema; consecuentemente, está abierto a la autocrítica, a asumir sus errores en su razonamiento. Y finalmente, está motivado para planificar sus estrategias de reflexión, decisión, y solución de problemas, con el fin de alcanzar, del modo más eficaz, sus objetivos y metas (Franco, Almeida y Saiz, 2014, p. 84).

Las competencias de pensamiento crítico son importantes a cualquier edad y deben, por eso, ser estimuladas de forma permanente. De tal modo que promover el pensamiento crítico es, en gran medida, una cuestión de ayudar a los estudiantes a dominar y ampliar cada vez más el repertorio de recursos intelectuales como “los conocimientos previos, los criterios de juicio, el vocabulario y las estrategias de pensamiento crítico así como los hábitos de la mente” (Villalobos, Ávila y Olivares, 2016, p. 560).

En este punto es pertinente destacar las quince habilidades que Ennis (2011) describe sobre la persona que posee un pensamiento crítico:

1.       Centrarse en la pregunta

2.       Analizar los argumentos

3.       Formular las preguntas de clarificación y responderlas

4.       Juzgar la credibilidad de una fuente

5.       Observar y juzgar los informes derivados de la observación

6.       Deducir y juzgar las deducciones

7.       Inducir y juzgar las inducciones

8.       Emitir juicios de valor

9.       Definir los términos y juzgar las definiciones

10.     Identificar los supuestos

11.     Decidir una acción a seguir e interactuar con los demás

12.     Integración de disposiciones y otras habilidades para realizar y defender una decisión.

13.     Proceder de manera ordenada de acuerdo con cada situación

14.     Ser sensible a los sentimientos, nivel de conocimiento y grado de sofisticación de los otros.

15.     Emplear estrategias retóricas apropiadas en la discusión y presentación, ya sea oral o escrita.

En esta misma línea, Correa y España (2017) consideran que el pensamiento crítico requiere aprehender o formular adecuadamente las categorías que establece una nueva forma de pensamiento, realizar distinciones o marcos para comprender, describir o caracterizar la información requerida por una persona en un momento dado.

Pensar críticamente implica reflexión y acción, todo ello encaminado a lograr nuestros fines. Alcanzar nuestras metas está promovido por alguna necesidad, buscar algo que no tenemos. Dicho de otro modo, es resolver un problema, eliminar esa carencia. De un modo sencillo, podemos decir que pensar críticamente es razonar y decidir para resolver problemas del modo más eficaz posible (Rivas, Morales y Saíz, 2014, p. 258)

Por otro lado, Lara y Cerpa (2014) establecen una diferencia entre dos clases principales de actividades de pensamiento crítico: las disposiciones y las capacidades. Las primeras se refieren a las disposiciones que cada persona aporta a una tarea de pensamiento, rasgos como la apertura mental, el intento de estar bien y la sensibilidad hacia las creencias, los sentimientos y el conocimiento ajeno. La segunda hace referencia a las capacidades cognitivas necesarias para pensar de modo crítico, como centrarse, analizar y juzgar.

Estudiosos como Aznar y Laiton (2017) destacan entre las habilidades del pensamiento crítico la evaluación de la credibilidad de una fuente, uso del proceso de solución de problemas, pensamiento deductivo, pensamiento inductivo, razonamiento, toma de decisiones. También resaltan la importancia de una enseñanza centrada en la resolución de problemas, argumentando que proporciona a los alumnos destrezas y estrategias que lo habilitan para generar hábitos de razonamiento sistemático y riguroso que además tienen la posibilidad de ser aplicados en situaciones de la vida cotidiana del individuo.

Conclusiones

La presente investigación ha abordado la formación del pensamiento crítico y ha hecho hincapié en las habilidades básicas, características y modelos de aplicación en contextos innovadores, señalando la relevancia que tiene esta habilidad en relación a la generación de conocimientos genuinos y válidos que sirvan como herramientas de transformación tanto personal como social a través del aprendizaje.

En este texto se ha definido que existen diferentes concepciones sobre lo que es el pensamiento crítico, así como varios modelos y técnicas para fomentarlo en una institución educativa. Algunas de estas técnicas hacen referencia a habilidades generales que pueden enseñarse, tales como mantener la mente abierta, búsqueda de personas y la evaluación de los propios pensamientos y creencias. Además se trata de propiciar un ambiente adecuado para la reflexión y expresión de argumentos. Entre los modelos actuales que tienen más éxito en el logro de sus metas son aquellos que tratan de vincular la enseñanza de las habilidades del pensamiento crítico con situaciones o problemas cotidianos.

Pensar de manera crítica es uno de los valores tan relevantes tanto para resolver problemas cotidianos y del mundo académico y laboral, así como para crear nuevos productos. Es por ello que implementar estrategias de enseñanza sistemática de habilidades cognitivas, meta-cognitivas y disposicionales es un desafío que no debe pasarse por alto en las instituciones educativas de cualquier nivel.

Carlos Robles Pihuave en dialnet.unirioja.es/

Alfonso López Trujillo

1.6.    La pedagogía divina: la obediencia de la Cruz

Sin duda el escollo más difícil al ahondar en el concepto de paternidad como autoridad está en el misterio del mal (que fácilmente, al igual que la tentación, adjudicamos a Dios). El mal ha conducido y conduce a la revuelta y la rebelión de no aceptar un Dios que hace sufrir a quienes ama. El Santo Padre ha señalado con fina percepción la radicalidad que adquiere a veces este cuestionamiento. Las preguntas por el misterio del mal, «el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo. Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios» [49].

Es la misma dificultad que señalábamos en relación con la pedagogía de Dios. Esa tensión existencial fue experimentada también por el Hijo por excelencia, Jesucristo, en la hora repleta de angustia del huerto de Getsemaní. El conjunto de la pasión del Hijo es un escándalo.

¡Un Padre que ama y que no duda en entregar a su Hijo! «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura (necedad) para los gentiles» (1Co 1, 22-23).

Sobre el tema del abandono de Cristo en la Cruz acaba de escribir un artículo Jean Galot, que suministra algunas útiles reflexiones. Alude al abandono efectivo y afectivo. Según el primer tipo de abandono, «Jesús estaba clavado a la desnudez de una situación que humanamente parecía desesperada... Dios le parecía totalmente silencioso». Vivida en abandono afectivo, esta situación es probada por Jesús como desolación. «Jesús se siente abandonado, no siente ya aquel impacto de la presencia del Padre que había iluminado su vida terrena», y esto se contrapone a los momentos de exultación en el Espíritu (Lc 10, 21). Galot interpreta así el uso en este caso del Eloí, Eloí (con que invoca a Dios, siguiendo el Salmo 22), en lugar del término Abbá. Su más intenso deseo de unión con el Padre es lacerado por el dolor íntimo del abandono. Todo esto se expresa en el Por qué que surge de la Cruz, como del Calvario de tantas víctimas del dolor, de dramas de intensidad inusitada. No es una pregunta angustiada sin respuesta, o sin esperanza. Por eso, con razón, indica la diferencia entre abandono, en las dos modalidades (efectiva y afectiva), y una separación real como ruptura. Galot replica a J. Moltmann, quien escribe: «Dios es abandonado por Dios. El amor que unía se vuelve maldición que separa: el Hijo permanece Hijo en cuando abandonado y maldito». Moltmann, observa Galot, ve en el abandono una pérdida de la filiación por parte del Hijo y de la paternidad por parte del Padre. En suma, en el abandono la eterna vida trinitaria es puesta en cuestión [50]. Esta interpretación radical sigue una vía trazada por Lutero, que ponía el acento en la reprobación del Hijo por parte del Padre, que no «resulta conciliable con la doctrina revelada, tanto desde una perspectiva cristológica como trinitaria» [51]. Se sabe, por lo demás, que tal interpretación de colorido luterano, como extrema conflictualidad, es asumida por algunos teólogos liberacionistas, como J. Sobrino.

Así como el misterio de la cruz es un «escándalo», en la cultura actual la contraposición entre la ternura y la solicitud de Dios Padre y la sensación de abandono frente a la proliferación del mal, de las tribulaciones, de los dramas, de las tragedias, constituye un escándalo permanente del cual sólo con la razón resulta imposible emerger. ¿Cómo entender que el mismo Dios, lleno de ternura, que invoca Oseas, sea el mismo que permite las masacres del mundo actual, las guerras, las persecuciones, los atentados contra la vida en el crimen del aborto, perpetrado por las propias madres? El texto del profeta sirve de telón de fondo para la contraposición: «Cuando Israel era niño, yo le amé... Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer... Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 1.3-4.8). Ese mismo Dios, lleno de misericordia, en medio del escándalo del mal, promete en Cristo el alivio para los que están cargados y afligidos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30).

El misterio del mal hacía elevar la protesta al médico de La Peste de Albert Camus, que se resistía a aceptar a un Dios que hace sufrir y retorcer en el dolor a los niños. ¿Cómo concebir un tal Padre? Jesús se dirige a su Padre, Abbá, Padre, con esta fórmula solemne y confiada en los momentos más duros y decisivos de su existencia. Es una súplica confiada en la potencia del Padre, unida a la opción por una obediencia dolorosa, hasta la sangre, hasta la muerte. Allí donde la relación Hijo-Padre parece irse a pique, en la angustia y la perplejidad, allí en donde puede surgir la duda con respecto al poder y a la misma bondad del Padre omnipotente (que como Padre bueno no puede dar cosas malas a quien ama), allí surge el reconocimiento de la voluntad del Padre en la obediencia total: «Abbá, Padre, todo te es posible: aleja de mi esta copa; sin embargo, no se haga lo que yo quiero (mi voluntad), sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36). Es la suprema lección de la pedagogía del Padre y la lección de la obediencia confiada del Hijo, modelo para nuestro vivir, para nuestro caminar como hijos que adquieren, en el sufrimiento, el verdadero sentido de la libertad. La cruz libera y perfecciona.

El autor de la Carta a los Hebreos, refiriéndose al ejemplo de Cristo, precede la consideración sobre la Pedagogía de Dios con las siguientes palabras: «Fijos los ojos en Jesús, quien inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en Aquél que soportó tal contradicción...» (Hb 12, 2-3). El tema de la Pedagogía de Dios ocupa un largo párrafo, entrelazado con ejemplos tomados de la pedagogía humana: si los padres corrigen, aunque la corrección sea de momento desagradable y penosa, ¿cómo dudar de que a quien ama el Señor lo corrige? (cfr. Hb 12, 5-12): «Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige?» (v. 7). Hay que leer en esta perspectiva de la pedagogía divina el texto de la Carta a los Romanos: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene (pavnta sunergei§) Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28): «Todo conviene (sunergei§) al bien de los que aman a Dios». En ese «todo», pavnta, puede haber una referencia a los sufrimientos de que Pablo trata en los vs. 17-18. Este texto tiene paralelos en la literatura judía: «Todo esto (tau§ta pavnta) son bienes para los piadosos (los fieles)» (Si 39, 27). También en los Salmos de Salomón: «Fiel es el Señor con aquellos que lo aman» (4, 25) [52]. En un contexto cristiano la fuerza es mayor. En la existencia del cristiano todos los factores se combinan de manera armónica, concurren para su bien; cuanto acaece va en ventaja de los creyentes, no fundados en ellos mismos, sino en el Dios fiel. El amor de los fieles hacia Dios es su respuesta vital, de toda su existencia a la llamada de Dios que ama con amor de Padre. El bien a que se alude ha de ser entendido integralmente: la salvación, con la cual los dolores y calamidades que se soportan no tienen comparación (cf. Rm 8, 18), y lo que parecen males (o, en cierta medida, lo son), pueden ser en el plan de Dios caminos para la conversión y para la salvación. Así se lee patéticamente esta rica plegaria de un enfermo de SIDA: «Te doy gracias, oh Dios, no por el dolor o el sufrimiento, sino por todo lo que el dolor me ha ayudado a ver y comprender». Por eso Pablo podrá decir en su himno al amor de Dios más adelante: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8, 35.38-39) [53].

1.7.    En busca del Modelo

A esta altura de este rápido recorrido por senderos de la teología bíblica en torno a la paternidad de Dios, es preciso descender a dimensiones de tipo más pastoral, que no serían tales si no estuvieran precedidas por el anhelo de escuchar la Palabra de Dios en la Iglesia. Trasladarnos a la paternidad en la familia es también querer oír algo de lo que el Señor suscita en el interior de la Iglesia doméstica, en una forma de aplicación a los «pequeños». Si por una parte es un «descender» de aplicación a la pastoral familiar, por otra, como se advertirá, es introducirnos en un proceso psicológico, inductivo, a partir de la experiencia de la paternidad en familia, camino necesario (ordinariamente) para tener acceso de alguna manera, a la paternidad de Dios. De la paternidad en la tierra, los hijos se elevan a la paternidad celeste o celestial.

Detrás de Lc 11, 2 se puede percibir, sin duda, la diferencia entre el Padre celeste y el padre terreno: «Él les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino”» (Lc 11, 2). El modelo —en singular— por excelencia, es el Padre celestial a quien han de asemejarse otros modelos —en plural—, los padres (padre y madre) en la Iglesia doméstica.

Para Tertuliano, en la parábola del hijo pródigo emerge el perfil único de la ternura y misericordia infinitas del Padre. Es un texto muy hermoso que conviene tener siempre como inspiración y guía. A través de la parábola del hijo pródigo se manifiesta la ternura del Padre, su misericordia infinita y somos invitados a experimentar como hijos su torrente de bondad. He aquí la reflexión de Tertuliano: «No pasaré en silencio este padre tan tierno que llama a su hijo pródigo y que lo acoge con gozo cuando hace penitencia después de haber conocido la penuria... Había encontrado de nuevo el hijo que había perdido: lo había sentido más querido, por haberlo ganado de nuevo. ¿A quién debemos reconocer en este padre? A Dios, evidentemente: nadie es padre como él, nadie es tan amoroso como él. Por lo cual, si tú que eres su hijo, aun si has derrochado lo que has recibido de él, aun si regresas desnudo, él te acogerá, porque has regresado y él se gozará de tu retorno más que de la sabiduría de su otro hijo, pero a condición de que hagas penitencia en el fondo del corazón, y de que compares tu hambre con la abundancia de que gozaban los jornaleros de tu padre, de que tú abandones los cerdos, rebaño inmundo, y retornes junto a tu Padre» [54].

Schürman piensa que en la base del Padre Nuestro de Lucas (también de Mateo) se encuentra el «Abba oJ pathvr». Lucas habría omitido «Abba», ya en un ambiente helénico, para escoger la fórmula más corriente «pathvr» [55]. Refiriéndose a J. Jeremías, advierte que la voz «Abba» «después de mucho tiempo había dejado de imitar el lenguaje de los niños», e implicaba en el mundo adulto un profundo sentido de reverencia [56].

En Lc 11, 2 el vocativo «pathvr» es como un eco del «Abba» de la lengua materna de Jesús. Expresa una relación con Dios cuya esencia íntima está en la naturaleza del Padre. Lc recoge con énfasis particular la expresión «el Padre mío» (Lc 2, 49; 10,22; Lc 22,29; Lc 24,49), con un acento particular cristológico. No es ya una oración judía, sino cristiana, en una relación, la más cercana y familiar, unida a la universalidad del Reino. Comenta Schürmann: «El punto en el cual convergen para formar una unidad esta familiaridad sencilla y la universalidad soberana», refleja la conciencia de Jesús [57].

Si las consideraciones anteriores sintetizan en buena parte lo que significa la paternidad de Dios, revelada a los «pequeños» (cfr. Mt 11, 25), en la que se instaura una nueva relación, una concepción nueva de Dios como Padre, y también una nueva concepción del hombre (con una renovada antropología), que es concebido como imagen de Dios, y como poseedor de la dignidad, los derechos y también las exigencias de hijo, se podrá comprender lo decisiva que es esta realidad de nuestra fe. El Padre nos introduce en un diálogo, el más personal y familiar, «en una ternura de piedad en verdad entrañable» [58]. Bajo la mirada del Padre crecemos en nuestro propio ser en la plenitud de las dimensiones del amor, para «ser capaces de comprender, con todo el conjunto del Pueblo de Dios, cuál es la anchura  y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 18-19).

Se trata ahora de iluminar la paternidad en la familia a la luz del modelo de la paternidad de Dios, para trazar algunas pistas que puedan, desde la luz de la fe, iluminar el comportamiento de quienes en el seno de la familia son como representantes de la paternidad de Dios. Para estas reflexiones, a la vez de carácter teológico y pastoral, será necesario dar una mirada a la realidad, a fin de establecer una comunicación entre los modelos: el del Padre, por un lado, y el «modelo», por el otro, de quienes desempeñan en la comunidad de vida y de amor que es la familia, una tan grande responsabilidad en el ejercicio amoroso de la autoridad, de la misión educativa. Mirando al Padre e imitándolo se capacitarán para formar de verdad a sus hijos en los valores centrales humanos y cristianos, siguiendo también la pauta de la Pedagogía de Dios, de manera que no se evadan las exigencias de una educación que dirige y corrige.

2.       Nadie es padre como Dios

2.1.    Paternidad y familia

Si bien en el seguimiento del verdadero modelo, que viene de Dios, no hay que olvidar que, como enseña el Catecismo, Dios «trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, aunque sea su origen y medida: Nadie es padre como lo es Dios» [59], por otro lado el Catecismo de la Iglesia Católica indica también oportunamente que «el lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres [genitores] que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre» [60].

La psicología señala la importancia que tiene el diálogo amoroso adecuado que se establece entre los padres y los hijos en el desarrollo de la personalidad del niño, especialmente en los primeros años de la existencia. Es un diálogo que, especialmente en relación con la madre, se inicia aun antes de nacer, con un lenguaje especial, no articulado, pero que expresa y transmite un mensaje. Paul Ricoeur, tratando de la «dimensión de la ternura», la llama «lenguaje sin palabra... como expresión» [61]. La situación de la familia, el tejido familiar, tiene una importancia innegable en el desarrollo armónico de la personalidad y en el crecimiento de la fe del niño, la cual, de alguna manera ha de encarnarse y sustentarse en la experiencia que el niño va cosechando, muy particularmente en la paternidad que experimenta.

El encuentro del niño con los padres representa también el encuentro consigo mismo como un yo, el progresivo descubrimiento de su personalidad y la formación del mundo de su conciencia con los principios fundamentales de carácter moral. El diálogo interpersonal es dialéctico, en el sentido de que en el descubrimiento del otro también nos descubrimos a nosotros mismos. En la misma experiencia de ser amado por los padres, el hijo se da cuenta cabal de su valor como persona. Si está en el centro de las miradas en el hogar y se constituye en el centro de los proyectos familiares, como normalmente debe acontecer, la conciencia de su propia dignidad es también un fruto del reconocimiento que de ella hacen otros. Cuando los niños y los adolescentes no ocupan el lugar a que tienen derecho en el hogar, se viven dramas de gravedad increíble, y este es el primer eslabón de una cadena de situaciones penosas en las cuales quien se siente abandonado interpreta el desinterés de los otros hacia su persona como una especie de desprecio de sí mismo. Es la sensación de ser «sobra», de estar demás, en una posición marginal. Los niños y los adolescentes abandonados no aman la vida, por eso parece menguar en ellos la natural tendencia a la conservación. Cuando se encuentran en ambientes de cálida acogida, que son como la compensación de los hogares que no les han brindado lo que merecen, los niños experimentan el amor, y en la ternura descubren una nueva apreciación de su propio ser. Esto surge como una espléndida novedad: es un amanecer, es como una resurrección en el reconocimiento de su dignidad. En la raíz de esa experiencia está el hecho fundamental de que Dios Padre siempre nos ama. El resplandor del amor de Dios, a través de quienes los aman, es el inicio de una nueva calidad y concepción de vida, es —retornando al texto de S. Cipriano— como la novedad del «hombre nuevo, que ha renacido...» [62]. Por eso la Buena Nueva es fundamental para todo hombre, en cualquier situación, y es la causa de su permanente renacer, en la conciencia de que se es amado, integralmente, como persona, no por lo que se tiene, se posee, sino por lo que se es, como imagen de Dios.

El Evangelio fundamental es saber que somos amados por Dios como Padre, que ha enviado a su Hijo para darnos la vida en abundancia. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20).

En cualquier condición, sanos o enfermos, doctos o ignorantes, pobres o ricos, heridos por los dramas de la infidelidad humana, envueltos incluso por la atmósfera del pecado, el Padre nos ama y pone todo lo necesario para nuestro rescate, para que podamos re-adquirir en todo su esplendor la dignidad de hijos de Dios.

2.2.    La ausencia del padre

La experiencia de la paternidad en el seno del hogar es la que normalmente conduce a introducirse en la red de relaciones —empezando por la familia hasta llegar al conjunto de la familia humana— que constituyen el universo del hombre. Todo esto está en una relación dinámica y decisiva con la paternidad de Dios.

Si los padres son capaces de proyectar una imagen positiva, porque su relación en el tejido de la familia es positiva e integral, entonces informan de esa imagen el mundo del niño. Así, cuando en la misma educación de la fe, el niño oye hablar de que hay un Padre Celestial, bueno por excelencia, en el cual no hay sombra alguna, se hace posible un proceso de comparación y de superación, que le permite acceder y de alguna forma comprender el Amor del Padre. Conscientes, eso sí, de la diferencia abismal, infinita, entre la paternidad divina y la humana. Como recuerda el Catecismo, «Nadie es padre como lo es Dios» [63]. Cuando, en cambio, falta una adecuada imagen del padre, o cuando la figura del padre está ausente, el lenguaje de la fe carece de soporte en la experiencia humana. Esta ausencia puede ser más o menos honda. Cuando el padre falta por completo, en la dura experiencia de la orfandad, el camino será normalmente más difícil y tendrá que ser compensado el vacío por otras formas de experimentar la paternidad, la familia. Siempre me ha impresionado la experiencia de Jean Paul Sartre, quien perdió a su padre en tierna edad y tuvo la penosa experiencia como de sobrar, de estar demás, de no contar, de ser uno más. Muchos piensan que esta situación influyó en la misma elaboración de su pensamiento, de manera inconsciente, por esa aparente incapacidad suya de descubrir y de vivir la dialéctica del amor. Por eso en el conjunto de las relaciones con los otros, el encuentro en el amor, como respeto, como donación, se le hace muy difícil de entender. La concepción sartriana de las relaciones personales entendidas («el infierno son los otros») como un duelo de libertades, ha tenido sin duda incidencia en su filosofía, y muy especialmente en aspectos de su ateísmo. Como la ausencia del padre no le aportó la experiencia de sentirse amado como persona, como hijo, habría encontrado un hondo vacío, obstáculo para seguir el proceso de una relación que descubre a Dios como Padre.

La familia pasa hoy, en muchas partes, por un proceso de crisis, de erosión, que tiene una de sus raíces en las variadas formas de ausencia de paternidad. El derecho del hijo a tener de verdad un hogar, una familia, es negado de muchas maneras. La ausencia de un hogar fundado como comunidad de vida y amor de carácter permanente, constituye un muy penoso condicionamiento. Las uniones consensuales libres, la plaga del divorcio, cuyos verdaderos desastres apenas están siendo estudiados por sociólogos, psicólogos, educadores, etc., la tendencia a hacer de la familia una especie de club, como en el caso de las familias mono-parentales que llevan los hijos de precedentes uniones a nuevas familias, todas estas múltiples formas de abandono se pagan con graves costos.

¿Cómo será el futuro si las legislaciones logran acomunar a la familia con las falsas alternativas de las «uniones de hecho», que precisamente por serlo, carecen de estabilidad, de contextura jurídica, como oportunamente observa el profesor Juan Ignacio Bañares? En cambio, el matrimonio, como se ha entendido hace siglos, el compromiso de darse y de recibirse de los esposos, vincula su futuro. En las uniones de hecho, aunque pueda haber parecidos con la vida conyugal, «se niega cualquier compromiso de futuro, pues se desea vivir la sexualidad de un modo desprovisto de toda vinculación... La unión de hecho consiste precisamente en mantener el hecho de la convivencia momento a momento, sólo desde el presente, sin que nadie deba al otro nada de su futuro» [64]. En este tema se puede llegar hasta la insensatez, por decir lo menos, de proponer el derecho a la adopción por parte de las uniones de homosexuales o lesbianas, que en nada tendría en cuenta el interés superior del niño, invocado por la Convención sobre los Derechos del Niño [65].

El Santo Padre ha puesto el dedo en la llaga cuando habla de «huérfanos de padres vivos» [66]. La variedad y el crecimiento de los abandonos del hogar, en los cuales las víctimas primeras son los hijos, ponen de manifiesto una realidad muy penosa. Abundan hoy los estudios acerca de los efectos negativos de estos abandonos en el desarrollo armónico de los niños, señalando las consecuencias de violencia creciente, y también la falta de aprovechamiento académico cuando los niños sufren esta clase de experiencias en su familia. El psiquiatra Tony Anatrella, en un reciente libro muy aleccionador titulado La diferencia prohibida. Sexualidad, Educación, Violencia. Treinta años después de mayo de 1968 [67], dice que habrá que tener el coraje un día de dar las cifras de este desastre. Y se refiere, además, a una serie de efectos, entre los cuales están la confusión, la pérdida de autoridad y de crédito de los adultos, y la falta de puntos de referencia para la existencia [68]. Se trata de un universo personal desmantelado, desde el cual los niños y los adolescentes se lanzan a la aventura de la vida sin preparación alguna. Pocas cosas hay tan trágicas y dramáticas como esta pérdida de los puntos de referencia sin los cuales los hombres no caminan en el mundo, sino que deambulan y van a tientas.

En cambio cuando el niño tiene el soporte de una comunidad familiar, la realidad —también para el crecimiento en la fe— es diferente: «El niño, cuanto más ha vivido una dependencia de los padres que da seguridad, más rápidamente, cuando es adolescente, se muestra capaz de llegar a ser autónomo» [69]. En una relación de dependencia amorosa se tendrá más fácil acceso a la verdadera identidad, al crecimiento de una libertad bien entendida.

La imagen del padre juega un papel fundamental. Asumo esta afirmación del Profesor Anatrella: «La imagen del padre es el resultado de una alquimia psíquica del individuo desde su infancia. Ella se forma a partir de numerosos elementos: primero el padre real, el progenitor. La actividad del padre en la realidad influirá sobre la organización de esta imagen» [70]. «El padre —subrayará en otro lugar— investido de sus diferentes funciones, juega un papel primordial en la sociedad y en el seno de la familia, y su ausencia... estará cargada de consecuencias» [71].

Los análisis que se hacen del fenómeno actual concluyen en un dramático diagnóstico: la familia sufre la crisis de la ausencia de la paternidad. Se teme ser y actuar como padre. Si el padre es fuente de la vida, hoy muchos, condicionados por la cultura de la muerte, experimentan el temor a ser padres, a asumir la paternidad con todas sus consecuencias. Se teme comunicar la vida y crece también, en muchas naciones económicamente desarrolladas, el temor a la maternidad, como fruto de múltiples factores, entre otros el trabajo al cual son compelidas las madres fuera del hogar. Entonces, en muchos casos, se llega incluso a que la vida engendrada es rechazada, repudiada, yendo contra el más fundamental de los derechos, el de existir, en el abominable crimen del aborto.

Hay también un temor difuso al ejercicio de la responsabilidad paterna, a ejercer la autoridad, a educar. Y, como lo he recordado en otros escritos [72], mientras la familia conserve el papel irreemplazable de ser la auténtica formadora de personas, no se puede ceder a la tentación de abdicar de estas responsabilidades. ¡Cómo se extiende el llamado «síndrome de Peter Pan», que pone de manifiesto el capricho de quienes quieren permanecer siendo niños siempre, sin madurar! Entonces el temor a educar se convierte en una especie de conspiración: los padres que no saben serlo, corresponden inconscientes a esos caprichos, no sin mecanismos auto-justificativos. Se esgrimen diversos argumentos: los padres dicen que no se sienten dispuestos a violar el mundo de la libertad de los hijos, a dirigir y a orientar, a corregir. Piensan con ignorancia que o los hijos ya están formados o que sufren raros disturbios que se alzan como barrera infranqueable para dirigirlos. Y no se dan cuenta de que al no educarlos con responsabilidad ponen en el más alto riesgo la formación de los hijos. Se vuelven personalidades que no maduran, que no crecen.

También se teme formar para el sufrimiento, para el dolor, soñando con edenes permanentes, donde nunca se plantean los interrogantes serios sobre la vida, sobre el sentido de la vida, sobre la vida eterna... Cuando esos interrogantes son sofocados, también la formación religiosa está minada. Y muchas veces los padres delegan en otros la educación moral y religiosa cuidándose poco de cómo se va haciendo. Cabría aquí recordar una vez más la enseñanza de la Carta a los Hebreos, en la cual se indica la relación entre Pedagogía divina y pedagogía humana en la familia: «Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos. Además, teníamos a nuestros padres según la carne, que nos corregían y les respetábamos... Cierto que ninguna corrección es de momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (Hb 12, 8-9.11). Corregir, orientar, es una exigencia del mismo amor que quiere el bien del otro. Olvidan frecuentemente los padres que para el cumplimiento de su difícil pero nobilísima tarea no están solos. Los acompaña el Padre, enviándoles por el Espíritu la gracia de estado.

El Catecismo de la Iglesia Católica, que recuerda —como hemos visto— que el lenguaje de la fe se inspira en la experiencia humana, es realista al mostrar cómo esta experiencia puede ser frágil: «esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad» [73]. «Nadie es padre como lo es Dios» [74]. La invitación apremiante es la de tomar el modelo de la paternidad de Dios, el único modelo sin sombras ni fisuras, sin los límites que se presentan en la paternidad humana, límites que los mismos padres deben hacer ver a sus hijos, para que no caigan en una especie de «mitificación» que después puede provocar dolorosos rechazos. El Padre celestial es el modelo cuya imitación ha de iluminar en todo a los padres en el ejercicio amoroso de sus responsabilidades. Para ellos, los padres deben saber comportarse frente a Él como hijos. Es lo que enseña San Juan Crisóstomo como condición para que los padres puedan llevar la marca del Padre celestial: «No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» [75]. Es explícita la contraposición entre la ternura del amor del Padre celestial, constitutivo de la palabra padre, con un padre cruel e inhumano. La autoridad ha de estar en armonía con el sello del amor. Y añade San Cipriano, en un texto que también asume el Catecismo: «Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» [76].

2.3.    La marca de la bondad del Padre

Los padres deben examinar su corazón para ver hasta qué punto llevan la marca de la bondad del Padre celestial. Han de examinarse en el amor según la expresión de San Juan de la Cruz, porque en el amor han de ser examinados, y concretamente en el modo de ejercer su autoridad. Mantiene su vigencia la exhortación de San Pablo: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 4). El amplio marco es una pedagogía del amor. La norma no son los padres, pues no son el modelo acabado. Sólo serán un buen modelo si se asemejan al Modelo del Padre celestial. No caminar según la voluntad y el modelo del Padre, puede perturbar no sólo el desarrollo armónico de los hijos sino la misma calidad de su relación con Dios, pues puede, en lugar de revelarlo, ocultar el rostro de Dios, aplicando al ejercicio de la paternidad el conocido texto de Gaudium et spes en las reflexiones sobre el ateísmo. Al repasar el fenómeno del ateísmo y sus diversas y complejas causas, señala: «Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» [77]. Es misión de los padres revelar ese «genuino rostro de Dios», Padre amoroso que educa a sus hijos.

Repitámoslo: los padres humanos falibles pueden desfigurar la imagen de la auténtica paternidad [78]. Es una tentación la de imaginar que se puede educar hijos sin amonestar, sin corregir, sin castigar (en modo adecuado, proporcionado, con una pedagogía del amor que no sea conducida por la emotividad, la ira). Corregir justa y oportunamente, con entrañas de misericordia, requiere un difícil equilibrio, sobre todo hoy en las familias en las que los dos padres trabajan durante jornadas fatigantes fuera del hogar y retornan —sobre todo las madres— cansadas, a la labor en la familia. Hoy es más corriente una cierta fragilidad emocional. La ausencia de tiempo suficiente para la convivencia, para estar juntos los esposos, los padres y los hijos, con la posibilidad de dialogar, puede predisponer para un clima tenso, incluso con ciertas dosis de conflicto en el seno del hogar. El castigo, el reproche, la corrección en una atmósfera enrarecida pueden suscitar complicaciones que hacen interpretar la corrección fuera del ámbito de la formación como una forma de «violencia» sin derecho, y no como pedagogía de un amor que corrige, orienta, educa, redime.

No es ésta la sede para introducir otro tema que me preocupa: ¿no se exagera cuando, siguiendo ciertos modelos, en el contexto del «super-yo» se restringe al padre (varón) el papel de formación en el mundo de la moral? Todo esto, ¿no es más bien fruto de una misión compartida del hombre y de la mujer, en la cual aportan lo mejor que ellos pueden ofrecer, de lo que, padre y madre, son? Es el trabajo conjunto de quienes forman una sola carne, como comunión de vida y amor, el sujeto que educa, en tareas y proporciones variadas. Habría que decir más bien que la autoridad del padre ha de brindarse con ternura de padre, y la de la madre con su forma de ternura, que educa y se ejerce en otra forma de autoridad. Sería oportuno reflexionar más sobre el papel concreto de lo que puede ofrecer el padre con sus cualidades y lo que puede ofrecer la madre sin dejarse llevar por un «igualitarismo» que nivela indiscriminadamente como si todos los «roles» fueran intercambiables. Hay, sin embargo, un espacio que proviene de la costumbre, de la cultura, y que hay que ponderar.

Nos hemos limitado a seguir unas pocas pistas, aunque en verdad fundamentales. En un mundo que está como comprometido en una conjura en extremo peligrosa para negar la función paterna, recuperar desde la fe el sentido y el valor de esa responsabilidad y de ese derecho, es una gran necesidad. Está en juego el mundo de los valores fundamentales para la vida, minados en la realidad básica de la familia. Es preciso, entonces, volver a Dios, fijar la mirada en el rostro amoroso del Padre, para asumirlo como el modelo por excelencia. Los padres, repitámoslo, lo serán de verdad en la medida en que sean hijos, que, con la fuerza del Espíritu, con la palabra, con la vida, con todas las energías del amor sean capaces de decir: Abbá, Padre, y de asumir plenamente, en ese Amor, su misión de padres. Así la familia tendrá un hermoso porvenir.

En la celebración del Segundo Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre, Kiko Argüello, fundador, con Carmen, de las Comunidades Neo- catecumenales, hizo al Santo Padre el regalo, bien expresivo, de un hermoso icono que presidió los momentos centrales de ese Encuentro. Este icono lleva por título «Retorno a Nazaret de la Sagrada Familia». El autor explica que se trata del retorno de la Sagrada Familia después de que el Niño Jesús fuese encontrado en el Templo. San José lleva sobre sus espaldas a Jesús, que dirige su mirada hacia María, su Madre. Comenta Argüello: «El hecho de que Jesús adolescente sea llevado sobre las espaldas quiere indicar la importancia que tiene el padre en la familia para introducir al joven en la vida adulta. El icono muestra también la necesidad que tiene el hombre de la familia para llegar a ser adulto, como ha sido revelado por Dios en la Familia de Nazaret».

Diría que las pistas que hemos seguido van precisamente en este sentido: el padre verdadero, aquél que en la familia es, en cierto modo (junto con la madre), representante de Dios, es no sólo el instrumento de Dios para procrear, sino el que educa, forma amorosamente, con el corazón modelado por el Padre Celestial, para introducir al hijo en la vida adulta, en la madurez humana y en la madurez de la fe. ¡Qué hermoso sería que los padres tomaran a los hijos de sus manos y los pusieran sobre sus espaldas, para emprender con ellos el camino de la vida, para introducirlos en la Familia que es la Iglesia y en el corazón de toda la humanidad!

Alfonso López Trujillo en unav.edu/

Notas:

49.       S.S. JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 9.

50.       Cfr. Jean GALOT, Cristo Abbandonato sulla Croce, en Civiltà Cattolica, pp. 9-13.

51.       Art. cit., p. 13.

52.       Citado por FITZMEYER, op. cit., p. 621.

53.       El texto que comentamos, y su antecedente en el v. 28, tiene sus dificultades y sus redacciones diferentes según el códice que se adopte, sobre todo si se omite a Dios como sujeto, aunque todas convergen en el sentido antes indicado. Hay diversas versiones posibles: «Dios coopera, en todo, con los que lo aman». Schlier, entre otros, prefiere esta lectura. O «Dios “sunergei§”, hace que todas las cosas cooperen al bien de quienes lo aman». Así, v.g., Lagrange. Si Dios, como sujeto, es omitido, como en la traducción textual de la koiné, la Vulgata y muchos escritos patrísticos, entonces se lee: «Todas las cosas operan conjuntamente para el bien de aquellos que lo aman». Detrás de todo esto, es claro, está el Plan de Dios, quien controla la historia humana. Si Dios falta y «sunergei§» es entendido en sentido intransitivo y el sujeto es el Espíritu, la colaboración con todas las cosas es atribuida al Espíritu. Si Dios es el sujeto la fuerza radica en el reconocimiento del poder trascendente de Aquel (el Padre) que ayuda. Todo está puesto bajo su voluntad (cfr. FITZMEYER, o.c., pp. 622-623). Es algo que el mundo pagano, v.g. Platón, de algún modo vislumbraba, respecto de la «Providencia», y que en la Revelación cristiana adquiere enorme resplandor. Platón, en la República, escribe así: «¿No debemos acaso estar de acuerdo sobre el hecho de que todo lo que proviene de los dioses se resuelve del mejor modo posible para quien es caro a los dioses...? Así entonces debemos concluir respecto del hombre justo (peri; tou§  dikai;ou androı) ya esté golpeado por la pobreza o la enfermedad o cualquier otro mal, que al final estas cosas se manifestarán como un bien, o en la vida o en la muerte» (República, 10,12).

54.       TERTULIANO, La penitencia, VIII, 6-8.

55.       H. SCHÜRMANN, Il vangelo di Luca, Brescia 1983, pp. 269-270.

56.       Op. cit., p. 271.

57.       Op. cit., p. 267.

58.       S. JUAN CASIANO, Collationes, 9, 18: PL 49,788C; en CEC, n. 2785.

59.       Texto antes citado, que el Catecismo asume en estas palabras. Ver CEC, n. 239.

60.       CEC, n. 239.

61.       Cfr. P. RICOEUR, Histoire et vérité, Ed. du Seuil, Paris 1955, p. 205.

62.       S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.

63.       CEC, n. 239.

64.       Cfr. Alfa y Omega, «ABC» (15/4/99) 19.

65.       Cfr. artículo 21.

66.       S.S. JUAN PABLO II, Carta a las familias, 14.

67.       Tony ANATRELLA, La difference interdite. Sexualité, Éducation, Violence. Trente ans après Mai 1968, Flammarion 1998.

68.       Op. cit., p. 25.

69.       Cfr. op. cit., p. 26.

70.       Cfr. op. cit., p. 26.

71.       Cfr. op. cit., p. 42.

72.       Especialmente en el escrito La familia, don y compromiso, esperanza de la humanidad, Pontificio Consejo para la Familia, Roma 1997.

73.       CEC, n. 239.

74.       CEC, n. 239.

75.       S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilia in Mt 7,14: PG 51, 44B; en CEC, n. 2784.

76.       S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 11, PL 4,526B; en CEC, n. 2784.

77.       GS, n. 19.

78.       Cfr. CEC 239.

Alfonso López Trujillo

1.       La paternidad de Dios

Al abordar este tema nos hallamos en el corazón de nuestra fe. Nos acercamos a la raíz de nuestra identidad cristiana. Invocar a Dios, como Padre Nuestro, es a la vez ahondar en nuestra identidad de hijos. Escribe San Cipriano: «El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» [1].

Karl Barth señala, como primera condición para el trabajo del teólogo, una indicación que podemos extender a todo creyente: la capacidad de admirar (el estupor: qaumazein). Sólo así se preserva el misterio del desgaste de lo rutinario. En un libro intitulado Sobre el Cristianismo, Julián Marías observaba: «Se ha debilitado de manera increíble la conciencia de misterio, la admiración —en el grado sumo que se llama adoración— por su grandeza, su bondad, su supremo valor». Y más adelante indica: «Se ha evaporado lo que fue el torso de la fe cristiana: la gratitud a Dios creador (...). Un paso más es el envaguecimiento de la visión de Dios como Padre —núcleo esencial del cristianismo—, tal vez arrastrada por el descrédito actual de lo que se llama “paternalismo”, que suele confundirse con la paternidad» [2]. «Padre —escribe Charles Journet— es una palabra que todos los hombres conocen y que es plena de misterio. Ya aquí abajo, la paternidad es un hermoso misterio del orden natural. Mientras más grandeza y dignidad tiene un hombre, más comprende lo que es haber sido elegido para dar la vida, conservarla y dirigirla. Esta paternidad no es más que una pobre cosa en comparación con la paternidad divina» [3]. Hemos, pues, de sumergirnos, movidos por el Espíritu, en el misterio.

El misterio de la paternidad es no sólo la clave para comprender nuestra última y profunda verdad, sino también para entrar en una nueva relación con los demás y para introducirnos en el misterio de la Familia de Dios, en la familia que es la Iglesia, y también en la dimensión de la Iglesia doméstica.

Quisiera primero hacer un rápido recorrido por algunos textos que he reunido meditando, en este año dedicado a Dios Padre, para introducirnos luego en algunas consideraciones de tonalidad más pastoral, en relación con la paternidad en la familia.

          Dios Padre: Padre mío, Padre nuestro

¿En dónde hallamos la novedad de poder invocar a Dios como Padre? Es verdad que la invocación a Dios como Padre es conocida en muchas religiones y que, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”» [4]. Sin embargo, poder llamar con toda verdad a Dios Nuestro Padre adquiere una absoluta novedad. Esta novedad es subrayada por el Catecismo de la siguiente manera: «Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo» [5]. En el Padre Nuestro nos referimos a Dios en «una relación totalmente nueva con Dios» [6]. Ya Romano Guardini, en su libro La Oración del Señor lo observaba. «Las religiones primitivas de todos los pueblos occidentales tienen un padre celestial, la deidad rectora que todo lo abarca —escribe el prestigioso teólogo—, que ilumina y dinamiza los cielos. Por los griegos fue llamado Zeus; por los romanos Júpiter; por los antiguos germanos Wotan». Siempre indicaba el poder de arriba. Sin embargo —agrega Guardini—, «lo que Cristo significa con el Padre celestial es algo del todo diferente. No significa Algo que puede ser sentido en el universo como algo que todo lo abraza e invade... No es un poder radiante que gobierna desde arriba, que crea y da la luz... Lo que Jesús significa es diferente» [7].

Así la palabra «Dios» adquiere también una nueva connotación. Como recuerda Michael Schmaus, en el Nuevo Testamento, la Palabra Dios se refiere casi exclusivamente a la primera persona divina: el Padre. La caracterización del Hijo con la expresión «Dios» ocurre pocas veces y siempre con ciertas reservas. Sólo hay seis textos en los que la naturaleza divina de Jesucristo es atestiguada con la palabra «Dios». Para dar testimonio de la divinidad del Espíritu Santo jamás se usa ese término [8]. Schmaus recurre también a la investigación de K. Rahner, quien señala que cuando Cristo es llamado Hijo de Dios es con referencia a la primera persona de la Trinidad. Dios es llamado Padre por Cristo. Dios Padre envía a su Hijo para la salvación del mundo. El uso de la palabra «Dios», referida al Padre, está sustentado por una abrumadora cantidad de textos [9].

En el Antiguo Testamento, junto a diferentes términos, Dios es también presentado con el término de padre, generalmente en relación con su realidad de Creador. Quizás por el temor de que fuera confundido con usos mitológicos, el término se usa poco (sólo 15 veces) y con ciertas reservas. En el Nuevo Testamento sorprende ya a primera vista la frecuencia del término, pues es aplicado a Dios unas 250 veces. Jesús alude a Dios con ese término no menos de 170 veces. La novedad fundamental tiene su raíz en el uso, que entraña una novedad y una relación única existente entre Jesús como Hijo y Dios como Padre. Todas las oraciones de Jesús comienzan con la invocación a Dios como Padre, con excepción de la invocación en la Cruz, en la cual se citan las palabras del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (cfr. Mt 27, 46).

Es bien característico el uso en Mt 11, 25-26 donde Jesús agradece al Padre de la manera más solemne (ejxomologou§maiv, alaba, da gracias) la revelación del misterio (avpekavluyaı) a los pequeños, mientras lo ha mantenido oculto a los sabios e inteligentes (prudentes). Esta revelación se basa en una especial comunión de vida que le permite hablar de «Padre mío». Esa comunión peculiarísima es la fuente de su conocimiento: «Todo me ha sido dado por el Padre mío» (Mt 11, 27a), a diferencia de la fuente de información de los escribas y fariseos que eran las tradiciones de los ancianos (cfr. Mc 7, 3.9). El término «Padre», empleado ciertamente por Jesús, adquiere su novedad fundamental por el significado excepcional y único que tiene para Él. Por un lado, permanece la diferencia abismal que el mismo Jesús establece al dirigirse a su Padre (sólo Jesús puede invocarlo así) y a nuestro Padre, en razón de la filiación adoptiva que nos constituye en familia de Dios, formada por los «hijos de Dios», con la característica red de fraternidad que tal relación crea (cfr. Jn 20, 17). Cuando invocamos al Padre Nuestro, el «nuestro» subraya la comunión eclesial, como familia que comparte y supera el egoísmo [10]. Sin embargo, Jesús y nosotros somos cubiertos por el mismo amor del Padre, «para que el amor con el cual tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 26) [11]. La absoluta novedad de esta invocación abarca también nuestra condición de hijos, en la novedad de la filiación adoptiva. La relación enteramente nueva que se establece cuando el Hijo invoca a Dios como Padre, como Su Padre, entraña pues una clara diferenciación: Dios es Padre suyo de modo distinto, diferente. La diferencia es abismal con respecto al modo en que es nuestro Padre.

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11, 25). La revelación a los pequeños está en la raíz de la grandeza de los pequeños  (en  Mt  nhpivoiı: infantes).  Por  ello  dirá  en  otra  parte: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10; cf. Mt 18,6). Pequeña en este sentido fue Santa Teresita (Teresa del Niño Jesús), quien pedía a Jesús-Niño que «llame a los goces celestiales a innumerables falanges de niñitos». Ella hablaba movida por el amor: «En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor». Todos los Santos que han recibido la palabra de Dios con corazón abierto, reyes, teólogos, etc., son «pequeños».

El texto de Mateo continúa: «Sí, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 25-27). El inicio de esta plegaria es especialmente expresivo en Lucas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo (hjgalliavsato tw§pneuvmati tw§ aJgivw/), y dijo: “Yo te bendigo, Padre”» (Lc 10, 21). Me llama la atención cómo la invocación al Padre es hecha en el Espíritu Santo, lo cual, según veremos, resulta una constante cuando se dirige a Él como Abbá. La expresión Abbá puede ser subyacente a esta oración. Esta alabanza de Jesús, que exulta en el Espíritu, se parece a la exultación de María en el Magníficat: «mi espíritu se alegra en Dios mi salvador» (Lc 1, 47).

Cristo es Hijo de modo distinto que cualquier otro [12]. Nosotros no somos hijos por naturaleza, sino por gracia. Todo lo que somos es fruto de un don. Llamamos a Dios Padre no por una especie de panteísmo que todo lo invade —según la advertencia de Guardini—, sino porque Él nos llama y nos convierte en hijos: «Tú serás mi hijo; tú serás mi hija» (cfr. Sal 2, 7). Es un cambio profundo, no sólo de palabras, sino de verdad, en la realidad. La adopción es un regalo a cuya noticia tenemos acceso sólo por la Revelación y en virtud de la palabra del Señor que nos convoca, que nos enseña así a invocar a Dios como Nuestro Padre movidos por el Espíritu. Primero el Padre nos ha llamado a ser hijos para que podamos invocarlo como Padre. Nosotros invocamos a Dios con un nombre nuevo. Tertuliano recuerda, aludiendo al original sentido de la expresión Dios Padre, que no había sido revelada jamás a nadie. «A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» [13].

Dirigirnos a Dios como Nuestro Padre «nos muestra que nuestra plegaria procede de nuestra calidad de hijos e hijas de Dios, de nuestro ser mismo que recibimos del Padre y que hace de nosotros hombres nuevos a imagen de su Hijo Único» [14]. Invocar a Dios como Padre significa descubrir la dignidad del hombre como hijo de Dios, individualmente asumido y en la Iglesia, como ser creado y recreado por Dios, a imagen semejante de su creador (cf. Col 3, 9s). En el Padre reconocemos la fuente de la vida, de nuestra vida natural y de nuestra vida de hijos. Somos hechura de sus manos y regenerados en el perdón y la misericordia. Invocamos a Dios como Padre bueno, clemente, misericordioso (cf. Ex 34, 6-7), cuya ternura, cuyas entrañas de misericordia se ponen de manifiesto en el perdón del Padre misericordioso que acoge, cubriéndolo de besos, al hijo pródigo. Charles Peguy dirá: «En la parábola el perdón ha quedado plantado en el corazón del impío como un clavo de ternura» [15].

1.2.    Abbá, Padre: novedad y significado

Quisiera ahora referirme a algunos textos, y concretamente a dos muy semejantes de San Pablo, que nos servirán de camino y de clave para descubrir, por así decirlo, lo esencial de la relación de la paternidad de Dios con respecto al hombre, y de la filiación del hijo con respecto al Padre. También me referiré al Abbá de la oración en el Huerto.

Haré primero, pues, un rápido recorrido por estos tres textos, en los que aparece esta invocación Abbá, Padre en el Nuevo Testamento. El marco general de este recorrido introductorio gira en torno a esta expresión: Abbá.

Dios es muchas veces llamado Padre en el A.T., pero en ninguna parte como plegaria, según la expresión llena de confianza que el mismo Señor emplea y que Pablo y Marcos nos transmiten. J. Jeremías indica que este término arameo no tiene paralelo en la literatura judía. Es el modo que el niño en el balbuceo inicial usa para dirigirse al padre como «papá» [16]. Nadie habría osado usar tal término familiar para designar al Dios del Sinaí, tres veces Santo. La familiaridad del Abbá, traducible por «papá», no parecía convenir al Dios soberano y omnipotente. Esto ya era una novedad. Sólo una vez aparece en los labios de Jesús (en Marcos: la oración de Getsemaní), pero los estudios exegéticos han podido mostrar que así comenzaba Jesús sus oraciones. Lo llamaba así en las circunstancias más ordinarias de su existencia [17].

Para J. Jeremías esta expresión transmite una «ipsissima vox» de Jesús, lo cual explicaría la conservación del término unido a la traducción en el griego: Padre (pathvr) [18]. Observa Joseph A. Fitzmeyer que el Abbá empleado por Jesús terreno en el momento de mayor intimidad con Dios fue conservado con amor por los primeros cristianos precisamente en recuerdo de Jesús [19]. Aunque la interpretación de J. Jeremías es rechazada por algunos (y no se ve la fuerza de los argumentos contrarios), hay que tener en cuenta, como lo anota este comentario a la Carta a los Romanos, que «la fórmula se convirtió en un modo para dirigirse a Dios también en las comunidades cristianas de lengua griega y se volvió una fórmula de distinción, por el hecho de que en estas comunidades ha sido agregada la traducción griega (oJ  pathvr)» [20].

Si, por una parte, la fórmula nos sugiere la vecindad, la cercanía de Dios, en cuyo regazo el niño juega confiado, cuya mano estrecha para sentir la seguridad, por otra, la actitud del niño (espontánea, sencilla) no es algo que quede en un marco infantil, sino que caracteriza también al creyente adulto en la comunidad eclesial. Por ello advierte con razón Servais Th. Pinckaers: «Sin embargo, el término no permanece infantil en la boca del Señor. Se carga de una significación muy profunda indicando la relación íntima que une a Jesús con su Padre». La comunidad cristiana «ha percibido profundamente la unicidad, la especificidad de este apelativo» y ha mantenido el término arameo en la formulación griega. Se orará diciendo: Abbá!, Padre [21].

Esta forma de orar aparece explícitamente —como ya hemos dicho— tres veces en el Nuevo Testamento, a saber: en la Carta a los Gálatas 4, 6-7, en la Carta a los Romanos 8, 14-17 y en el Evangelio de Marcos 14, 35-36, en la Plegaria de Getsemaní. Por comodidad presento los tres textos en columnas.

Ga 4, 6-7:

Rm 8, 14-17:

Mc 14,35-36:

La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.

 En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.

Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú».

En los textos paulinos quisiera subrayar, primero, la significación del paso de la condición de siervo, de esclavo, a la del hijo. Invocar al Abbá, Padre es acceder a la condición de hijo, con todos los derechos. Es un cambio impresionante, una verdadera liberación. Es una transformación profunda que ha de llenarnos de gozo, en el paso del temor a la libertad. La comenta hermosamente San Pedro Crisólogo: «La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15)... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» [22].

Segundo: Abbá es una invocación, una plegaria, posible por la moción del Espíritu, así como Jesús solamente es reconocido como Señor en el Espíritu (cf. 1Co 12, 3).

Tercero: nos detendremos en el grito, de júbilo y libertad, que en Gálatas es del Espíritu y en Romanos es nuestro. Descubriremos una relación entre este grito y el que resonó con fuerte voz en el Calvario.

Por razón de orden prefiero referirme en primer lugar al texto de Gálatas (Ga 4, 4-7), que sirve de base al Apóstol en Romanos (Rm 8, 14-15). Luego buscaremos unir, en el relato de la pasión, la oración de Jesús en Getsemaní (en la cual aparece la expresión Abbá, pero no se habla de un grito) con la de la Cruz.

1.2.1. Ga 4, 4-7

San Pablo introduce el capítulo cuarto de la Carta a los Gálatas con esta afirmación: «Cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (v. 3). Cuando se es menor de edad no hay diferencia con el esclavo (cfr. v. 1).

Viene ahora la novedad, el cambio fundamental:

Pero, al llegar la plenitud de los tiempos (tov  plhvrwma  tou§  crovnou) [23], envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (v. 4).

Y sigue más adelante:

La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (vs. 6-7).

Franz Mussner alude a una discusión en los comentarios: si la recepción por parte de los creyentes es la consecuencia de su filiación, o si la filiación es la consecuencia de la recepción del Espíritu. Adopta como la mejor solución la propuesta por José Blank: «la recepción de la filiación comporta eo ipso la donación del Espíritu» [24].

Hay dos aspectos en este texto que quisiera subrayar:

Primero: la inmediata consecuencia de poder invocar a Dios como Padre (o, según otro parecer, la condición para invocarlo como Abbá!) es la realidad de la superación de la esclavitud: «ya no eres esclavo, sino hijo» (v. 7). El cristiano puede, por tanto, acceder a la herencia, de la cual San Pablo hablará también en Rm 8, 17: «Si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo».

Segundo: la invocación al Abbá, Padre, es un grito que tiene como sujeto al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones. Es el Espíritu quien grita (kra§zon), solamente un ser personal puede gritar. Kuss anota que «en el grito de oración se trata al mismo tiempo... de una revelación del nombre... obtenido mediante el Espíritu» [25]. Por eso Grundmann [26] (y Schlier) piensan que kravzein  puede ser también «proclamar, anunciar, revelar» [27]. Es un grito —oración de libertad, de exaltación como hijo que rompe las cadenas de la esclavitud—. En el mismo grito Abbá! el hijo se reconoce como tal. Abbá es —como vimos— ipsissima vox Jesus, tomada del lenguaje infantil, que para el sentimiento de los contemporáneos de Jesús habría parecido irreverente.

1.2.2. Rm 8, 14-15

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar (kravzomen): ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15).

Aquí, este texto, que tendría su base en el precedente de Ga 4, 4-7, se inicia con el cambio fundamental del espíritu de servidumbre (pneu§ma douleivaı), que conduce de nuevo al temor (pavlin eijı fovbon), al espíritu recibido de adopción, de hijos de Dios (pneu§ma uiJoqesivaı).  Algunos  traducen  Espíritu  con  mayúscula, otros no, como Dieter Zeller. Es, por así decirlo, un nuevo orden, un nuevo estado, al cual introduce, en todo caso, la novedad del Espíritu Santo: en el versículo 21 se hablará de «la gloriosa libertad de los hijos de Dios»... Se trata de la liberación de la esclavitud del pecado y del temor de la muerte, de «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2,15).

El Espíritu permite dirigirse al Padre con confianza, en un grito liberador de confianza. Al respecto es interesante la reflexión de Lutero en su comentario a la Carta a los Romanos: «En el espíritu del temor no se puede gritar... la confianza dilata el corazón, la frente, la voz, mientras el temor todo lo comprime».

En el Espíritu gritamos (kravzomen) Abbá: el sujeto es nosotros, movidos por el Espíritu. La invocación es a la vez una confesión, similar a aquella que bajo la moción del Espíritu se hace con respecto a Jesús como Señor: «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino con el Espíritu Santo» (oudeiı dunvatai  eipein,  Kurioi Ij hsouı, eij mh; ejn pneuvmati aJgivw/) (1Co 12, 3). En tal sentido el hijo es «guiado por el Espíritu» para este grito-confesión. Aquí, desde luego, se trata de una confesión en la que se pone en juego —y radicalmente— la existencia, que no es por lo tanto meramente verbal, declaratoria, sino algo que abarca la vida toda y que requiere incluso la entrega plena del martirio.

1.2.3. Mc 14, 36

La invocación de Jesús al Padre como Abbá la encontramos en Mc 14, 36 en la plegaria de Getsemaní: «Y decía: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”» (Mc 14, 36). Rudolph Pesch, en su comentario al Evangelio observa que esta invocación no tiene correspondiente en la literatura judaica —como lo hemos ya observado— y era una modalidad familiar no sólo del niño, sino también del adulto, que indica una nueva experiencia de Dios: la filiación de Jesús en la obediencia incondicional. En la transcripción del Padre Nuestro se autoriza a imitar a Jesús en el uso de esta palabra [28]. La invocación al Padre, Abbá, es la aceptación total de la pasión y de la muerte, dando a su entrega el sentido de un permanente volverse hacia Dios, totalmente recogido en su seno. Esta oración culmina en el grito de libertad, con fuerte voz, no obstante estar exhausto, que le permite el Espíritu.

Según Mc 15, 34, «gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”» (cfr. Mt 27, 46). Este «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34) es dramático. Recuerda el comienzo del salmo 22, que expresa también confianza y esperanza en el Dios que salva: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste; a ti clamaron, y salieron salvos, en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos... ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía» (Sal 22, 5-20). Y más adelante el salmo dice: «no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó» (v. 25).

En  Mt  se  indica  que  «dando  de  nuevo  un  fuerte  grito  (pavlin kravxaı  fwnh/  megalh,/v) exhaló el espíritu» (Mt 27, 50). El drama de la Cruz culmina con una entrega confiada. Angelo Amato alude al fresco de Masaccio, en Santa María Novella de Florencia, con la figura del Padre majestuoso e imponente, que sostiene con los brazos abiertos la Cruz de Jesús. El Padre parece crucificado con el Hijo. Es como el cuadro del Greco en el museo del Prado: elimina la Cruz y pone a Jesús crucificado en los brazos compasivos y misericordiosos del Padre celestial [29].

En Lc 23, 46 se hace referencia también al fuerte grito: «Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró». Aquí se trata de un grito de liberación y de confianza, del encomendar el espíritu que en Jn 19, 30 (parevdwken to; pneu§ma) tiene la conocida doble significación.

          De la servidumbre a la libertad de hijos de Dios

¿Qué significa el «espíritu de esclavitud» o de servidumbre, signado por el temor, en el cual San Pablo advierte que no se debe recaer? Me parece que se refiere a una forma de relación, fruto de una pobre concepción de Dios, en virtud de la cual el hombre, la creatura, quedaría sometida a una dependencia total: la del esclavo bajo su dueño. Esta forma de relación corresponde a niveles inferiores y a etapas primitivas. Se teme a aquél de quien se depende del todo, como si uno fuera una marioneta vaciada de su libertad, a aquél en quien sólo se ve un poder apabullante que genera temor. Pienso que este «espíritu de servidumbre» tiene una buena caracterización en la relación del Amo y el esclavo, diseñada por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, que impresionó al joven Marx y que supone una caricatura de Dios y, por consiguiente, también una caricatura del hombre, y ha generado la reacción del humanismo ateo.

La invocación de Dios como Padre es también liberadora respecto de algunas conocidas teorías psicológicas o sociológicas. Es oportuno recordarlo ya que, como observa Amato, «en nuestra cultura parece perdurar a veces el rechazo freudiano de la paternidad de Dios». La religión es considerada por el fundador del psicoanálisis como una neurosis obsesiva universal. Dios Padre no sería más que una proyección infantil... Cuando el joven crece y madura pierde el complejo del padre, perdería también la fe en Dios [30]. Justamente advierte Amato que el desarrollo del psicoanálisis ha echado por tierra esta posición de Freud. Se ve con seriedad que el origen de la neurosis no es el sentimiento religioso, sino la carencia de religiosidad, como lo muestran Viktor Frankl y Jacques Lacan [31].

Recordemos que la Encíclica Veritatis splendor habla certeramente de «la verdadera autonomía moral del hombre» en la cual «la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí». Se trata de una «teonomía participada», en la cual «la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios». Por ello, «la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina». La obediencia del hombre al Padre no es lo que la Veritatis splendor llama heteronomía, «como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad» [32].

Me pregunto si fuera de la Revelación cristiana puede darse una concepción verdadera de Dios como Padre, la cual, dignificando al Hijo, exalta la libertad y la responsabilidad de la creatura humana. Observa Galot: «La revelación del Padre, definido por su relación con el Hijo, supone una profunda transformación en la revelación de Dios... No se trata de atribuir a Dios considerado en toda su realidad divina la cualidad de Padre, sino de reconocer una persona divina que se define por la paternidad» [33]. Al Dios concebido como un poder autoritario, implacable y severo, corresponde la fisonomía del hombre como esclavo, despojado de su libertad, sin conciencia propia (en el sentido hegeliano). Esta relación vieja, viciada, es superada por un nuevo orden, por una nueva relación, por un espíritu nuevo: no el de la condición de esclavos que viven bajo el temor, sino el que proviene del descubrimiento, gracias a la Revelación, del rostro amoroso del Padre. Así como es posible concebir a Dios de otra manera, como Padre, somos capaces de descubrirnos a nosotros mismos en nuestra nueva realidad: la de hijos muy amados, constituidos como tales por el amor del Padre, bajo la acción del Espíritu. La voluntad de Dios no tiende al sometimiento de la creatura, ni busca su aniquilación, sino que pide el acatamiento de la obediencia, en un ejercicio fecundo de la libertad que no reduce la persona a cosa, sino que la hace crecer en su universo de libertad. El Padre busca nuestro bien con su autoridad providente. He aquí la razón de nuestra arraigada confianza. Es el camino de la superación del temor, que espanta e inmoviliza, para acceder a la condición de hijos liberados, capaces de prorrumpir en un grito de libertad:

¡Padre! Esta confesión nos sitúa en nuestra realidad filial, de la cual da testimonio el mismo Espíritu: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 16-17). En el hombre liberado, también la creación entera, que fue sometida a la vanidad, es liberada. La creación gime con dolores de parto en la espera de esa liberación (cfr. Rm 8, 20-22).

Podemos leer con renovado entusiasmo la Carta a los Colosenses: «Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 12-14). El Padre quiere nuestro bien, aun en medio de situaciones de dolor y de sufrimiento que no acertamos a comprender: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28).

Este paso de la esclavitud a la libertad, que entraña la invocación de Dios como Padre, es recogido en la asamblea eucarística cuando, con «osadía filial», en la liturgia romana decimos «audemus dicere» antes de la recitación del Padre Nuestro, o con las expresiones análogas que recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, tomadas de la liturgia oriental: «Atrevernos con toda confianza», «Haznos dignos de» [34]. Recordemos que los Catecúmenos sólo podían recitar el Padre Nuestro en la Vigilia Pascual, en la noche en que eran introducidos en la plena comunión eucarística, precisamente con el «osamos» o nos atrevemos... que se vuelve grito de júbilo con la comunidad eclesial.

La expresión Abbá, Padre ha sido estudiada —como vimos— con especial solicitud por Joaquín Jeremías. Le somos deudores de hermosas y certeras consideraciones, según las cuales Abbá es el balbuceo del niño que se dirige lleno de confianza a su Padre, que juega en su regazo, como ya lo hemos recordado. El niño se siente seguro en presencia de su Padre, el cual lo mira con ternura [35]. Abbá es, a la vez, la expresión solemne referida a Dios en su majestad, en su trascendencia, al cual «osamos invocar» confiadamente, y es la expresión de la serena cercanía que el niño experimenta como seguridad jugando en brazos de su Padre. Me parece que en esa doble y complementaria dimensión, por un lado la de la trascendencia de Dios, sin dejar que un cierto tipo de familiaridad deje de lado la consideración del «totalmente Otro», la identidad de Dios, infinitamente grande en su majestad, y, por el otro, la de su inmanencia, su cercanía, la del Dios más íntimo que nuestro propio ser, se establece el equilibrio para no desfigurar la auténtica paternidad de Dios. En esa doble relación, cuyo equilibrio y armonía no aportamos nosotros sino que nos viene de la misma Revelación en Cristo, hemos de descubrir los genuinos principios de la paternidad, de la autoridad y pedagogía de Dios. Así se podrá evitar concebir a Dios como un tirano inclemente que doblega al hombre y le roba su identidad, que es el drama que domina el ateísmo «humanista», o convertir al Dios, Padre bueno, en un bonachón desprovisto de autoridad, a quien curiosamente, como por estar al alcance de la mano y carecer de peso, en nombre de la familiaridad se le pone al margen de la vida ética y de la misma educación. Estos dos aspectos serán para nosotros de especial valor en el tema que nos ocupa.

1.4.    La Paternidad: fuente de todo bien

El Padre es la fuente de todo bien. El Padre quiere nuestra felicidad. Es una convicción que no podemos dejar de lado, incluso cuando nos sentimos probados y débiles ante una tentación que atribuimos a Dios para descargarnos cómoda, pero engañosamente, de nuestra flaqueza (cfr. St 1, 13-15). Esta es una verdad a la que hemos de aferrarnos: «No os engañéis, hermanos míos queridos. Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni sombras ni rotaciones. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como primicias de sus creaturas» (St 1, 16-18). En Dios no hay cambios, Él es inmutable en su fidelidad, como lo indica una imagen sugerida por el movimiento de los astros, que aparece en una variante del v. 17: Dios es «en quien no hay cambio que provenga del movimiento de la sombra» [36], en contraposición con quien vacila, que es semejante al oleaje del mar (cfr. St 1, 6).

Los textos que hemos examinado más arriba, de las cartas a los Romanos y a los Gálatas, están estrechamente ligados con el que consideramos a continuación, tomado de la Carta a los Efesios. San Pablo hace esta ardiente súplica: «Doblo mis rodillas delante del Padre, del cual toda paternidad, en el cielo y en la tierra, trae su nombre» (Ef 3, 14-15). Es sabido que la palabra griega patria que aquí se traduce por paternidad, otros la traducen por familia. El fervor de la oración está subrayado por la expresión «doblar las rodillas», ya que el hebreo ora de pie. El concepto de paternidad o de familia hace referencia a todos los seres existentes, de quienes el Padre es origen y principio. Patria en griego tiene diversas acepciones: estirpe, tribu, generaciones. Alude evidentemente al único principio de «toda familia», que tiene en Dios y por Dios su existencia concreta. Por eso en el Credo se enfoca al Padre como creador del cielo y de la tierra. La paternidad mira al origen de la vida. Familia designa el grupo social que debe su existencia y unidad a un mismo antepasado: el padre.

La súplica de la Carta a los Efesios concluye pidiendo al Padre «que os conceda robustecer en vosotros el hombre interior, por la potencia del Espíritu... fundados en el amor» (Ef 3, 16-17). En el final de esta súplica se explicita el Padre como fuente del crecimiento en el ser por el amor. Esto nos conduce, en mi opinión, a la médula del concepto de paternidad: ser no sólo el principio de la vida comunicada, sino del crecimiento del hombre nuevo en el ser, del hombre interior. El hombre nuevo es recreado a imagen del rostro de Dios, que recibe toda su vitalidad desde dentro, por la acción del Espíritu. Este «hacer crecer en el amor», en las hondas dimensiones del ser se relaciona con el concepto de educación, también con el de pedagogía. El Padre es quien con su autoridad amorosa educa, conduce, forma.

1.5.    Lo que significa el nombre de Padre

En el concepto de Padre convergen, a la luz de los textos examinados, varios aspectos armónicamente complementarios. El Padre es origen y principio de Vida, es quien da la vida, y a esa obra vivificadora está asociado el aspecto de su autoridad y también su obra de educador o formador en el amor y en una pedagogía de amor que le es característica.

Charles Journet observa cómo la palabra padre «quiere siempre decir autor y conservador de la vida, fusión entre la dulzura y la fuerza» [37]. Hay que tomarla en forma analógica: mis padres, dice, me han dado la vida, pero Dios me la da de una manera «tellement plus profonde» [38]. Es tal la novedad de la peculiaridad referida al Padre que en Mateo leemos: «No llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23, 9). El mismo Jesús usa el nombre de padre referido a los hombres, pero ha de estar reservado en la significación más honda y perfecta al Padre celeste, con el cual la paternidad humana es incomparable [39]. Observa Jean Galot que sólo el Padre celeste es íntegramente padre y que en él se encuentra el modelo de toda paternidad: «Tiene como rasgo distintivo y único ser totalmente Padre en su personalidad. En efecto, su persona consiste en ser Padre, de tal forma que todo en él es paternal. Se trata de un hecho excepcional, que solamente se verifica en Dios. Un hombre se convierte en padre; no lo es por nacimiento. Es primero una persona humana y luego se convierte en padre. (...) El Padre celestial existe desde toda la eternidad como Padre. Es persona divina de Padre por el hecho de engendrar a su Hijo. Es la paternidad lo que constituye su ser personal. Posee por tanto una personalidad de Padre muy superior a la personalidad de todos los padres humanos» [40].

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos» [41]. Y agrega: «Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura» [42].

Galot profundiza en la fusión entre paternidad y maternidad referida a Dios, habida cuenta de la infinita distancia que existe entre la paternidad divina y la paternidad humana: «Una de estas diferencias —indica— estriba en que en Dios la paternidad abarca todo lo que nosotros entendemos por paternidad y maternidad. Nosotros distinguimos entre paternidad y maternidad porque en la humanidad se da una diferencia de sexos (...). Es Padre, en el sentido de una paternidad que supera las distinciones entre los sexos y que lo designa como el único autor de la generación divina. No se trata, por tanto, de una paternidad que se afirme en oposición a la maternidad. Integra todas sus riquezas» [43]. Es una oportuna indicación para orientar en el tema del «lenguaje inclusivo», que constituye una propuesta difícil de aceptar. Así, advierte con razón Galot, «querer llamarlo madre sería introducir en las relaciones que tenemos con él una connotación sexual que le es totalmente extraña, y vincular la invocación de su nombre a las reivindicaciones feministas» [44]. Es similar la advertencia que al respecto formula Angelo Amato: «Estas metáforas femeninas, ¿implican que Dios, además de ser padre, es también madre?... Respondemos sin vacilación que nunca en la Biblia se llama a Dios “Madre”. Más aún, los profetas lucharon siempre contra el politeísmo y contra la introducción de todo tipo de culto a las divinidades femeninas (cfr. 1R 15, 13)» [45]. Y reafirma: «En este sentido “Padre” es un nombre teológico, que revela el secreto íntimo de Dios, que es comunión trinitaria» [46]. «De ahí surge la idea no de un Dios madre, sino de un Dios maternal, de un Dios con un corazón caritativo de Madre» [47]. Es preciso, por ello, saber manejar con cuidado el texto de San Agustín: «Dios es un padre, porque él ha creado, porque llama a su servicio, porque ordena, porque gobierna; él es una madre porque calienta, nutre, amamanta y porta en su seno» [48].

El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la ternura paternal de Dios (o maternal), del Dios Rico en Misericordia, o, en la oración de Catalina de Siena, «Loco de Amor»: «¡Oh Loco de amor!... ¿cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y deleitaste en ti mismo y quedaste ebrio de tu salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja y tú te acercas. Ya más cerca de ella no podías llegar, al vestirte de humanidad». Como que presiente uno la poesía de San Juan de la Cruz.

Es frecuentemente citado este texto de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Otro texto nos habla del consuelo materno de Dios: «Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13). El término que se utiliza para designar la misericordia divina tiene que ver con las entrañas maternales: rahamín. Rehem es el seno materno, el hogar del cariño, la protección, del surgimiento de la vida, del amor «entrañable». A ello alude Lc 15, 20 en la parábola del hijo pródigo. El gesto del Padre que cubre de besos a su hijo es como un abrazo maternal.

Alfonso López Trujillo en unav.edu/

Notas:

1.        S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.

2.        Julián MARÍAS, Sobre el Cristianismo, p. 13.

3.        Charles JOURNET, Notre Père qui es aux cieux, Edits. S. Ag., p. 30.

4.        4. CEC, n. 238.

5.        5. CEC, n. 240.

6.        6. CEC, n. 2786.

7.        Romano GUARDINI, The Lord’s Prayer, Sophia Institute Press, Manchester, New Hampshire 1958, pp. 22 y 23.

8.        Michael SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. I, La Trinidad de Dios, Rialp, Madrid 1963, pp. 381-382.

9.        Ibíd.

10.         10. Cfr. CEC, nn. 2790-2792.

11.         Cfr. José CABA, «Abba, Padre», en Diccionario de Teología Fundamental, Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp. 37-38.

12.         Cfr. SCHMAUS, op. cit., p. 393.

13.         TERTULIANO, De oratione, 3; en CEC, n. 2779.

14.         Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», Ed. Parole et Silence, Saint-Maur 1999, p. 7.

15.         Charles PEGUY, I misteri, Jaca Book, 1984, p. 240.

16.         Cf. J. JEREMIAS, El mensaje del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1995, pp. 83- 213.

17.         Cf. Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, p. 25.

18.         Cf. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1974, pp. 80-87.

19.         Joseph A. FITZMEYER, Lettera ai Romani, Ediz. Piemme, 1999, p. 593.

20.         Op. cit., p. 593.

21.         Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», pp. 28-29.

22.         SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 71: PL 52,401CD; en CEC, n. 2777.

23.         La Nueva Biblia Española traduce según mi parecer de forma poco clara: «se cumplió el tiempo».

24.         MUSSNER, La lettera ai Galati, Brescia 1987, p. 424.

25.         KUSS, Der Römerbrief, Regensburg 1957, p. 550.

26.         En ThWB III, 898-904.

27.         Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 426.

28.         Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 576. Zeller advierte con respecto a la palabra Abbá, «que aunque provenga del lenguaje infantil, abbá no puede ser traducido como “papaíto” o algo semejante, porque ya la tradición lo traduce como Padre. Pablo alude a una aclamación conocida a los Romanos, la cual tiene su origen en los cristianos de lengua aramaica y quizás corresponde al uso de la plegaria de Jesús» (Dieter ZELLER, La Lettera ai Romani, Brescia 1998, p. 250).

29.         Cf. Angelo AMATO, El Evangelio del Padre, p. 82.

30.         Cf. Sigmund FREUD, El Porvenir de una ilusión, Obras completas VIII, Bibl. Nueva, Madrid 1974, pp. 2961-2992.

31.         Cf. Angelo AMATO, pp. 12-13.

32.         Cfr. S.S. JUAN PABLO II, Carta encíclica Veritatis splendor, n. 41.

33.         Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, p. 24.

34.         Cfr. CEC, n. 2777.

35.         Cfr. Joachim JEREMIAS, Abba, Ediciones Sígueme, Salamanca 1981, pp. 105-111.

36.         Cfr. la nota correspondiente en la Biblia de Jerusalén.

37.         JOURNET, op. cit., p. 31.

38.         Ibíd.

39.         Op. cit., p. 32.

40.         Jean GALOT, Padre, ¿quién eres?, p. 26.

41.         CEC, n. 239.

42.         Ibíd.

43.         GALOT, op. cit., pp. 28-29.

44.         Op. cit., p. 28.

45.         Angelo AMATO, El Evangelio del Padre, p. 33.

46.         Op. cit., p. 34.

47.         Ibíd.

48.         SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 26,18.

Rafael Domingo Oslé

Avance

La idea de solidaridad es vieja como la Biblia, la filosofía griega y el derecho romano, los tres grandes pilares de la civilización occidental, y ha servido a la causa de fenómenos tan dispares como el nacimiento de las uniones obreras en los movimientos sociales del XIX y comienzos del XX, la cohesión de las clases sociales marxistas, la promoción del fascismo italiano, la construcción de la Unión Europea o la caída del comunismo en Polonia. El mandamiento nuevo de amarse unos a otros como Jesucristo nos amó (Juan 13, 34) cambió para siempre el enfoque y el marco de la caridad social y la fraternidad humana, dotando a la solidaridad de una intensidad divina. 

El derecho romano denomina solidaria (in solidum) a aquella responsabilidad que es compartida enteramente y al mismo tiempo por varios deudores, varios acreedores, o varios delincuentes en algunas obligaciones nacidas de una estipulación o de un delito civil, por ejemplo. Esta responsabilidad solidaria pasó al Código francés de 1804, y sigue presente después de la reforma de 2016. Por influencia del Código francés, la solidaridad ha pasado a los códigos civiles europeos y latinoamericanos influidos por él y se ha expandido en el ámbito del derecho continental. El derecho de la Unión Europea ha incorporado el principio de solidaridad como pilar fundamental de su derecho.

El libro del Génesis (Gn 1, 26-28; Gn 5, 1-3; y Gn 9, 6) afirma que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Teólogos cristianos han analizado a fondo este pasaje y han hallado en él un fundamento para la dignidad humana. Pero ahí se encuentra también el fundamento de la solidaridad. Si la dignidad humana es el estatus que corresponde a los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios, la solidaridad es la responsabilidad compartida que deriva de ser portadores de esa imagen divina.

Sin justicia, no hay solidaridad, pero la solidaridad va más allá de la justicia humana. La solidaridad toca la caridad.

Artículo

La palabra solidaridad, derivada del latín solidus (sólido), goza de la frescura de lo revolucionario, la riqueza de lo clásico y la fuerza de lo necesario. Aunque el vocablo fue pronunciado, por vez primera, en francés (solidarité) y en el marco de la revolución francesa, la idea de solidaridad es vieja como la Biblia, la filosofía griega y el derecho romano, los tres grandes pilares de la civilización occidental. 

En los últimos siglos, sin embargo, la palabra solidaridad ha estado ligada a movimientos sociales y ha adquirido un carácter ético-político más marcado hasta el punto de convertirse en uno de los principios básicos de la organización social y política de las sociedades democráticas más avanzadas. La idea de solidaridad ha servido a la causa de fenómenos tan dispares como el nacimiento de las uniones obreras en los movimientos sociales del XIX y comienzos del XX, la cohesión de las clases sociales marxistas, la promoción del fascismo italiano, la construcción de la Unión Europea o la caída del comunismo en Polonia. 

En el siglo II a.C., el antiguo esclavo y comediógrafo romano-africano Terencio resumió magistralmente el profundo sentido de la solidaridad humana: «Hombre soy: nada humano me es ajeno» (HeautonTimorumenos, 1.1.77). La revolución del amor que Jesucristo trajo al mundo encumbró el amor solidario hasta divinizarlo y lo convirtió en seña de identidad de la vida y práctica cristianas. El mandamiento nuevo de amarse unos a otros como Él nos amó (Jn 13, 34) cambió para siempre el enfoque y el marco de la caridad social y la fraternidad humana, dotando a la solidaridad de una intensidad divina. De ahí que bien pueda hablarse de una solidaridad específicamente cristiana que ilumina y engrandece la solidaridad secular. Aquí radica, en parte, el éxito del concepto de solidaridad que mientras campa a sus anchas en una sociedad secularizada satisface también plenamente los más elevados ideales cristianos. 

Como bola de nieve que se agranda y solidifica a medida que cae por la ladera y arrastra materiales, la idea de solidaridad se ha enriquecido con el paso de los siglos. Se ha aplicado la solidaridad en los más diversos ámbitos y ha sido objeto de estudio por distintas ramas del saber, entre otras: el derecho, la filosofía, la sociología, la antropología, la ciencia política, la teología, las relaciones internacionales, las ciencias de la salud, la química, la biotecnología, y, cómo no, la arquitectura, que exige materiales sólidos en la construcción, como bien explicó ya Vitrubio (De Architectura 7.1.1), en el siglo I antes de Cristo. 

Responsabilidad compartida por entero

La palabra solidaridad se emplea, con carácter más o menos técnico, en las más variadas áreas del derecho, tanto privado como público. Pero más allá de todo tecnicismo y cualquier diferencia se encuentra la intuición central que dio origen al término solidaridad en el derecho romano. El derecho romano denomina solidaria (in solidum) a aquella responsabilidad que es compartida enteramente y al mismo tiempo por varios deudores, varios acreedores, o varios delincuentes en algunas obligaciones nacidas de una estipulación o de un delito civil, por ejemplo. 

El jurista romano Gayo, en sus conocidas Instituciones, recurre en ocho ocasiones a la expresión in solidum. Por ejemplo, en Instituciones 3.121, Gayo nos dice que, antes de que el emperador Adriano mediante una epístola cambiase la legislación, los fiadores respondían por entero, esto es, solidariamente, de las deudas del deudor principal, y que el acreedor se podría dirigir directamente bien contra el deudor, bien contra cada uno de los fiadores por el total de la deuda. Otro ejemplo se encuentra en Instituciones 4.71, donde Gayo explica que cuando un padre de familia pone a su hijo bajo potestad o a su esclavo al frente de un negocio marítimo o terrestre, la responsabilidad es solidaria (in solidum). Pero la idea que subyace y unifica los diversos casos siempre es la misma: una unidad de prestación y una capacidad de exigir o responder por el todo, porque, aunque haya pluralidad de personas, la prestación es única (plures in unum). Por eso, si muere una persona obligada por entero, las restantes seguirán respondiendo del todo.

Aunque con matices distintos, esta responsabilidad solidaria pasó al Código francés de 1804, y sigue presente después de la reforma de 2016. Así, el art. 2013.1, por ejemplo, establece que «la solidaridad entre los deudores obliga a cada uno de ellos a toda la deuda. El pago efectuado por uno de ellos libera a todos respecto al acreedor». Por influencia del Código francés, la solidaridad ha pasado a los códigos civiles europeos y latinoamericanos influidos por él y se ha expandido en el ámbito del derecho continental.

Esta responsabilidad solidaria también fue recibida por el derecho canónico de la Iglesia católica, aunque con ciertas limitaciones. Por ejemplo, la responsabilidad de la cura pastoral puede recaer solidariamente sobre dos o más sacerdotes (Canon 517 §1). La idea fundante de la solidaridad se ha ido expandiendo y abriendo camino en el derecho administrativo y el derecho internacional, entre otros derechos, aunque, tantas veces, chocara frontalmente con el principio de soberanía del Estado. El derecho de la Unión Europea ha incorporado el principio de solidaridad como pilar fundamental de su derecho.

La imagen de Dios se comparte solidariamente

Esta idea jurídica de pluralidad en la unidad, de responsabilidad por entero derivada de la unidad de la prestación, es la misma que fundamenta la solidaridad en la teología cristiana debido a la sorprendente proximidad conceptual que existe entre la teología y el derecho. 

Cada ser humano es portador no de un trozo o fracción de la imagen de Dios, sino de toda ella. En efecto, la humanidad no porta millones de imágenes de Dios, sino una única, pues la imagen de Dios es una e indivisible. 

Si la imagen de Dios es una y está compartida, todos tenemos la responsabilidad de vivir conforme a la voluntad de Dios, de ejercitar nuestra libertad y cumplir con nuestras obligaciones identificándonos con ella. En la medida en que el ser humano actúa más solidariamente con los demás, va descubriendo también su radical unidad con todos los portadores de la imagen divina. Por eso, como veremos, la solidaridad admite muchas intensidades, ya que impregna todas las dimensiones de la existencia humana. En este sentido se puede decir que la solidaridad es un concepto radicalmente espiritual.

Los cristianos además sabemos que esa imagen de Dios es la de un Dios trinitario, que es Amor, esto es, infinitamente solidario. Al Dios cristiano también se le puede aplicar, elevado a escala infinita, esta idea de solidaridad, ya que una misma y única naturaleza divina es compartida solidariamente (por entero) por tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso, toda la obra divina, creadora, redentora y santificadora, aunque se atribuya más específicamente a una persona divina, es profundamente solidaria. Así lo explico Juan Pablo II, llamado el papa de la solidaridad: «Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión» (Sollicitudoreisocialis, 40 ).

Para san Pablo, compartir la imagen de Dios es compartir la imagen de Cristo, que es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación (Col 1, 15). Esa identificación con Cristo conduce a comportarse solidariamente, como lo hizo Cristo en sus años terrenales. El Evangelio nos ha dejado impresionantes muestras de ello, pero hay una frase de Jesucristo que condensa de modo muy particular cuanto venimos diciendo: cada vez que lo hicieron con uno de ellos —el forastero, el desnudo, el hambriento, el sediento, el enfermo— «lo hicieron conmigo» (Mt 25, 31-46). Esto explica que las primeras comunidades cristianas adoptaran un modo de vivir solidario muy distinto al general de la cultura de su tiempo, y que se gozaran en compartir sus bienes y riquezas con la comunidad (Hch 2, 44-45; Hch 4:32-37). Como bien afirma un documento reciente de la Iglesia Ortodoxa griega: «Después de la conversión del emperador Constantino, ningún cambio en la política imperial fue más significativo, como expresión concreta de las consecuencias sociales del Evangelio, que la vasta expansión de la provisión de la Iglesia para los pobres, con un gran apoyo material del Estado» (GreekOrthodoxArchdiocesesofAmerica, FortheLifeoftheWorld. Towarda Social Ethos oftheOrthodoxChurch, n. 33).

La teología cristiana protestante ha elaborado y puesto el énfasis en las alianzas con Adán y Eva, Noé, Abraham y Moisés como concreciones de la solidaridad de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. La alianza con Dios es una, la misma para todos, por lo que todos los seres humanos somos solidariamente responsables de su cumplimiento. Una alianza es más solidaria y, por tanto, estable y duradera que un contrato, que suele depender más de circunstancias concretas del momento y puede verse alterado por ellas (rebus sic standibus). Por eso, la ruptura de una alianza es siempre insolidaria; no en cambio la de un contrato, que se puede disolver por mutuo disentimiento.

Ser portadores de la imagen de Dios sirve para identificar a los seres humanos como personas, pero no para uniformarlos. La imagen de Dios es una fuente de pluralismo y diversidad, ya que es la imagen de un Dios vivo personal y trino. La idea de persona está esencialmente enraizada en la relación y la diversidad. Cada persona es diferente de las demás. Precisamente esta diferencia permite afirmar que, a pesar de ser Dios el Uno Absoluto, es posible una distinción de tres personas divinas basada en sus relaciones de origen: el Padre genera, el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo procede. Hecho a la imagen trina de Dios, cada miembro de la humanidad es diferente y debe ser protegido en esa diferencia. Esta diversidad enriquece la sociedad humana y apoya el pluralismo como valor político. El pluralismo se basa en la unidad, porque la primera viene de la segunda, y no al revés. El pluralismo es la forma de vivir la unidad en la diversidad en las sociedades políticas democráticas.  Los individuos no determinan su realización y florecimiento personal estipulando un contrato hipotético mínimo para vivir en sociedad. La unidad no es contractual ni se basa en una concepción del yo independiente de cualquier concepción del bien, sino que es más profunda que todo eso: la unidad es la unidad de la imagen de Dios reflejada en cada ser humano dentro de la comunidad política. La unidad de la imagen de Dios es precontractual, pre-política y pre-jurídica. Trasciende, precede y da forma a cualquier tipo de organización de las sociedades democráticas.

Conclusión

La creciente consciencia de interdependencia de la humanidad y el convencimiento cada vez más firme de la unidad de la realidad invitan a pensar que la solidaridad está llamada a desempeñar un papel central en las importantes transformaciones sociales, ecológicas, económicas, digitales, a las que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI, llamado precisamente el siglo de la solidaridad. 

La solidaridad es una responsabilidad compartida y, por tanto, una exigencia que se va descubriendo paulatinamente, en la medida en que se siente más profundamente la fraternidad humana nacida de la común filiación divina. La solidaridad es una conquista de cada día, que exige una búsqueda del bien común y un respeto profundo de la dignidad de cada persona. Sin justicia, no hay solidaridad, pero la solidaridad va más allá de la justicia humana. La solidaridad toca la caridad. La solidaridad crece en las personas, sociedades y culturas, es decir, la solidaridad se hace más solidaria cuanto más se aproxima a las ideas de amor, servicio y gratuidad. La plena implantación de la solidaridad exige una profunda espiritualización de la sociedad. Por eso, en el desarrollo de la solidaridad, el cristianismo y el derecho deben ir de la mano.

Rafael Domingo Oslé en nuevarevista.net