Tenemos una herida abierta en carne viva que conviene cerrar, porque si no se corre el riesgo de un desgarro vital permanente. Es normal, y me consta, que muchos se cuestionan que de haber actuado de otra manera quizá no hubiera ocurrido
Gloria Estefan tiene una canción que lleva por título Abriendo puertas (y cerrando heridas): después de la noche brilla una nueva mañana; en tu llanto hay una luz de esperanza; tras de la lluvia llega de nuevo la calma; pasito a paso en la senda vamos a hallar la salida.
Muchos hemos perdido en esta pandemia a amigos y familiares. Y no hemos podido despedirlos: se fueron solos, quizá acompañados por un ángel de la guarda, una enfermera, una auxiliar, un sacerdote, que mano con mano les acariciaban con los guantes de látex mientras exhalaba el último suspiro. Habría que hacer una narrativa de estos sucesos para que quede en la memoria colectiva: es conmovedor y profundamente humano. Necesitamos contarnos estas historias verdaderas, vidas que se apagaban como el pabilo de una vela a punto de expeler el postrero resplandor fluctuante de su llama; y que transmitieron sus penas y amores, su vida resumida en anhelos balbuceantes y lágrimas cristalinas.
Pero tenemos una herida abierta en carne viva que conviene cerrar, porque si no se corre el riesgo de un desgarro vital permanente. Es normal, y me consta, que muchos se cuestionan que de haber actuado de otra manera quizá no hubiera ocurrido. En la psicología humana, ante una pérdida irreparable, la sensación de desconsuelo es profunda y no se desvanece fácilmente. De esto tienen experiencia consumada los psicólogos. Y más en una situación así. Y si; y si hubiera actuado de otra forma; no he hecho todo lo que hubiera podido para evitar lo inevitable... La culpa aflora y martillea nuestro interior y enraíza en el hondón de alma como liquen aferrado imposible de eliminar de la roca.
Es en estos momentos críticos en los que hemos de tener y dar paz. Pero para ello, hay que despedir a nuestros muertos, como acto religioso por antonomasia, se sea creyente o no. Convocar a los familiares y amigos. Recibir las condolencias, sentir el calor del acompañamiento del último adiós. Y llorar, que es desahogo de nuestras penas. Como dice Unamuno: "lo más santo de un templo es que es el lugar al que se va a llorar en común. Un miserere, cantado por una muchedumbre, azotada del destino, vale tanto como una filosofía. No basta curar la peste, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso esta es la sabiduría suprema".
Y después del duelo viene el luto. Una congoja que da gracias por todo lo bueno que sucedió en nuestra vida. El recuerdo de los momentos maravillosos que pasamos junto a ellos. Porque un padre o una madre, un esposo o esposa, con sus defectos, que todos tenemos, han sido buenos. Porque un amigo fue fiel hasta el final. Un final que es principiar. Como recuerda Gabriel Marcel, ''tú no morirás significa que hay en ti, puesto que te amo, algo que me permite franquear el abismo de eso que llamo indistintamente la muerte". Nuestro final no es fin (the end), es esperanza.