Fernando Haya

1.   Planteamiento: el problema metódico del saber práctico

Es una gran satisfacción para mí contribuir junto con tan eminentes conocedores de la filosofía de Polo a esta Jornada in memoriam del maestro.

Entiendo por “aporética de la voluntad” la dificultad aparentemente insoluble en que se envuelve el método filosófico en su enfrentamiento con la índole de la volición. La dificultad en cuestión coincide con la suscitada por la duplicidad en las dimensiones del conocimiento –teórica y práctica–, en la medida en que corresponde al método de la filosofía la descripción de su compatibilidad.

Considero aporética de principio la exposición del método filosófico prime- ro que en lugar de propiciar su impulso lo detiene con la intromisión de una doctrina incongruente. A mi modo de ver, cabe distinguir una terna de direcciones metódicas de principio. Entiendo por tales las modalidades ejecutivas del pensar con que a priori se distribuye la diferencia del acto contenida en la forma del pensamiento. La aporética de principio procede de la confusión entre estas modalidades ejecutivas del pensamiento. La des-obturación de la aporética de principio equivale pues, metódicamente, al mantenimiento de la tensión diferencial entre ellas, y temáticamente, a la distribución retrospectiva de las dificultades de principio en su serie o dirección metódica correspondiente [1].

Considero que las tres direcciones principales del método son 1ª) La que da cuenta de la conexión entre el comienzo del saber y su principio, en cuanto eleva aquel comienzo: es decir, lo expone en sus justos términos, como articulación del tiempo entero. 2ª) La que recorre la vía prosecutiva del pensamiento en su regreso reflexivo hasta aquel comienzo en orden a precisarlo o determinarlo modal o negativamente. 3ª) La que desciende desde la instancia antropológica más excelente y expone el comienzo intelectual en su relación de dependencia respecto del ser personal que es el núcleo del saber. En función de su excelencia, la libertad trascendental –que es el ser personal o núcleo del saber– puede ser denominada instancia exponente del método. No obstante, con ser ésta última la dirección excelsa del método, no prescinde de las otras ni se funde con ellas, pues como se ha dicho, des-obturar la aporética de principio requiere su distribución retrospectiva o seriada en la mencionada terna; esto es, el ejercicio del pensamiento en la tensión diferencial de sus principales modalidades ejecutivas.

La problemática del saber es el conflicto que deriva de su adelantamiento con referencia al tiempo. La exposición inconveniente de la índole de semejante adelantamiento vuelve inviable al método, es decir, provoca su colapso en la aporética de principio. Por el contrario, la suscitación retrospectiva de la aporética de principio de acuerdo con su adecuada distribución propicia la apertura del comienzo, que equivale a la dimensión ascendente del método. La aporética de principio se distribuye en la medida de la exposición adecuada de las confusiones que la provocan, que son, como se ha dicho, confusiones en el ejercicio de las principales modalidades ejecutivas del pensamiento.

Ahora bien, resulta que la problemática del saber se agudiza porque su adelantarse al tiempo introduce una modalidad de conocimiento de índole diversa a la teoría. Con relación al dominio práctico, el saber se adelanta al tiempo, pero en un sentido distinto del considerado en la teoría. Eso significa que las posibles confusiones entre las modalidades ejecutivas del pensamiento se complican: hay que dar razón de nuevos respectos del pensar concernientes al tiempo, y con ellos establecer un nuevo significado para los sentidos direccionales del método: el descenso y el ascenso.

Una aproximación sencilla a la nueva problemática, enfocada desde la triple dirección metódica, sería la siguiente:

Desde la perspectiva del pensar que expone la articulación del tiempo: el saber en su comienzo articula lo entendido en presente, concierne a lo que hay; de modo que la detención metódica en el contenido inteligible presente y en el modo de su articulación inteligible parece coincidir en principio con el dominio de la teoría. Ahora bien, aparte de lo que hay y de su haberlo, puede haber más; aparte del acontecer entendido como ser consistente de lo acontecido y por acontecer, cabe que acontezca lo que el ser humano introduce con su acción.

Juega entonces una nueva dimensión de la futuridad, diversa en principio de aquélla que quedaba concernida o incluida en la articulación del tiempo en presente. Simplemente dicho: la teoría parece referirse inicialmente al presente o en todo caso al pasado pero, ¿y el futuro? No el futuro de lo que ha de repetirse porque su razón de ser se contiene ya en la urdimbre de lo entendido en presencia. Me refiero al futuro en sentido propio, la novedad susceptible de aparición a partir de la acción humana. La acción humana involucra en efecto la dimensión de la futuridad comprendida como aquello que cabe esperar al hombre. Sin entrar en consideraciones teológicas, la filosofía puede estudiar la cuestión escatológica, poner en relación el uso de la libertad con el futuro que la acción libre abre, tanto en el orden personal como en colectivo. ¿Qué conexión mantiene, pues, el método del saber filosófico con la dimensión futura de la temporalidad habida cuenta de que el porvenir no es susceptible de anticipación teórica, sino que se mantiene en dependencia de la acción práctica?

a)   Desde la perspectiva del pensar que precisa lo entendido expresándolo negativamente a modo de esfera modal: parece inicialmente que la teoría se refiere a lo eterno y necesario –así lo considera expresamente Aristóteles–, a aquello que no puede ser de otro modo. El problema que se plantea es que en tal caso el futuro del que acabamos de hablar cae fuera de este ámbito porque que- da determinado bajo la esfera de lo contingente. De esta suerte lo decisivo, aquello que está por venir y que para el ser humano podría significar la salvación, quedaría fuera de la esfera del pensamiento metafísico. Este problema no es planteado en su radical crudeza hasta los pensadores tardo-medievales, paradigmáticamente hasta Escoto.

Adviértase que la aporética que de ahí emerge es gravísima porque en función de ella la más excelente de las ciencias pasaría también a ser no sólo la más inútil sino crasa pérdida de tiempo. El método de la filosofía precisa en consecuencia elevarse a una cota en que acierte a deshacer la nefasta dicotomía que acopla unilateralmente los términos de los pares nocionales aludidos (saber con necesidad y libertad con contingencia). De otro modo no cabe que la libertad sea la instancia metódica más excelente: es preciso, pues, vincular la libertad con el saber de forma que se evite la escisión que la distinción modal introduce [2].

Del otro lado, parece también claro que la libertad no sería instancia exponente del método si se recluyera en sí misma o de hecho diera la espalda al ámbito de lo contingente. En la antropología trascendental de Polo, la libertad trascendental es instancia exponente del método porque, lejos de recluirse, actúa su salir de sí en el modo de cierta dualización (metódico-temática) con un tema distinto de ella misma. La cuestión es: ¿incluye ese éxodo de la libertad un desbordamiento del saber hacia el orden de lo posible en cuanto realizable?

b)   Desde la perspectiva de la instancia antropológica más alta, la libertad exponente del método: emerge en definitiva el problema del horizonte de la libertad, de su temática congruente, donde ha de buscarse también la razón última de que ella sea la instancia antropológica más excelente. El método expone el descenso desde la instancia más excelente hasta el comienzo del saber con vistas a propiciar el ascenso. La cuestión es: ¿cabe este doble movimiento del método sin dar cabida a, sin albergar en él, la modalidad activa que excede de la teoría, no por razón de rango sino en el sentido de extender su dominio a una esfera a la que la pura teoría no alcanza? Si se responde que el enunciado mismo del método filosófico, su doctrina, queda pendiente de la tesitura práctica en que desenvuelve la acción humana, entonces resulta obvio que tal enunciado nunca será posible. Tanto da en suma que el método resbale indefinidamente en un círculo hacia el pasado –así, en la aporía hermenéutica– como que se posponga indefinidamente a la expectativa de lo porvenir; en uno y otro caso el método de la filosofía primera queda subsidiario, preso del tiempo, y no cobra impulso para su incoación.

El lado contrario de la dificultad da la espalda, como se ha dicho, al dominio práctico de la acción. Debe procederse, pues, a mantener la excelencia de la teoría sin exclusión de la importancia de la acción práctica. Al contrario: el método ha de trazar las lindes de la nueva esfera sin inmiscuirse en su contenido específico. Doy a la expresión crítica del método ese significado específico: explanación teórica de la forma cognoscible del tiempo como raíz de la doble dimensión del conocimiento humano –teoría y praxis–, de tal modo que la segunda quede en relación de dependencia respecto de la primera sin anulación de su contenido específico.

La cuestión es, pues, ¿por qué y de qué modo ha de enfrentar el método la problemática de la acción práctica? ¿Cuál es radicalmente esa problemática desde la perspectiva del método?

La crítica del método, en el sentido que aquí se otorga a esta expresión, expone la problemática que deriva del adelantamiento del saber desde la perspectiva que ofrece su aporética tal como históricamente se suscita. Procederemos, pues, en discusión crítica con algunas de las modalidades más sobresalientes de esa aporética.

2.    La fórmula aristotélica de la aporía de la voluntad

Aristóteles comienza su tratado de filosofía práctica como suele hacer, con el planteamiento previo de las dificultades. Repárese en que éstas últimas inciden precisamente en las que aquí hemos clasificado sumariamente con arreglo a las direcciones del método.

De entrada, la mayor dificultad teórica relativa al saber práctico concierne al tratado de la acción cuyo principio es la voluntad electiva precedida de deliberación. El contexto específico de la problemática la refiere a la acción moral. Aristóteles hace notar expresamente que “deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable” [3]. En este sentido es obvio que la acción práctica se adelanta al tiempo, pero no del mismo modo que la teoría, que el Estagirita vincula con lo eterno, porque “sobre lo eterno nadie delibera, por ejemplo sobre el cosmos, o sobre la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado” [4]. El saber práctico, en cambio, tiene que ver con la acción posible, de suerte además que como tal saber depende de la acción misma de que es principio. Aristóteles insiste mucho en este punto, en este contexto de su tratado de la voluntad y las virtudes morales.

¿Podemos llamar al saber práctico saber realizativo? Habríamos de discernir en todo caso un significado doble en esta última expresión, en uno de los cuales se han de tenerse en cuenta ciertas disposiciones que atañen a la voluntad del agente La acción práctica, vinculada con cierto saber, se adelanta al tiempo; pero el problema de la acción moral no radica exclusivamente en tal adelanta- miento sino que añade un ingrediente que afecta a la razón misma de saber. Veamos con más detalle el asunto…

El adelantamiento del saber práctico al tiempo plantea un problema común a los hábitos morales y a los técnicos: “Se podría preguntar cómo decimos que los hombres tienen que hacerse justos practicando la justicia y moderados practicando la templanza, puesto que si practican la justicia y la templanza son ya justos, lo mismo que si practican la gramática y la música son gramáticos y músicos” [5]. Tal es el problema que en general plantea el adelantarse al tiempo del saber práctico. Porque la acción práctica misma no se adelanta sino que se distiende en el tiempo disponible para su ejecución; pero si se considera su principio entonces parece que a la par que se adelanta no se adelanta, sino que sigue al tiempo en que se realiza. En tal sentido ha contrapuesto anteriormente el Filósofo los hábitos a la naturaleza, porque en ésta la capacidad precede a la operación, “en cambio adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo, como en el caso de las demás artes: pues lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [6].

Polo se refiere a esta última afirmación de Aristóteles cuando dice: “De un modo drástico, esto se podría expresar del siguiente modo: para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [7]. Y añade: “Esta observación aristotélica es afín con lo que pretendo indicar: las acciones prácticas son iluminadas y constituidas por la sindéresis en estrecha vinculación con los otros modos de disponer” [8]. Dejemos pasar por ahora la glosa de esta última frase de Polo y regresemos a Aristóteles.

El problema de los hábitos relativos a la acción práctica es común a las virtudes morales y a las destrezas técnicas, porque en uno y otro caso resulta difícil exponer cómo procede una acción de un principio que depende de ella: ¿cómo hará una acción justa aquél que no es justo y cómo será justo quien no hace acciones justas? Pero también: ¿cómo compondrá o tocará música quien no es músico y cómo será músico quien jamás ha compuesto o tocado música? Puesto que “es posible, en efecto, hacer algo gramatical o por casualidad o por indicación de otro” [9], pero “uno será gramático si hace algo gramatical y gramaticalmente, es decir, de acuerdo con la gramática que él mismo posee” [10].

Cabe identificar este problema con el de la prioridad jerárquica en el sentido orientativo de la exposición metódica referida al saber práctico: ¿ha de considerarse aquí que el método filosófico desciende o que asciende? Bien mirados, tales sentidos orientativos refieren a la posición relativa al tiempo, de una manera análoga a cómo ocurre en el caso del saber teórico. El comienzo del saber no coincide con su principio sino que se interpone a raíz de la consumación de un descenso. El comienzo del saber en el orden natural consuma un descenso de la instancia más alta, el intelecto agente, cuya actuosidad queda prendida en una función digamos inferior a la de su propio rango: hacer los inteligibles en acto; articular el tiempo en presencia; en suma: descender al plano del tiempo. Aquí se suscita la misma dificultad.

Si se dice que la acción desciende del hábito parece desatenderse el correspondiente ascenso que a partir de la acción conforma la posesión del hábito. Si se dice en cambio que el hábito es conformado según el ascenso de la acción que en él se remansa, no se ve cómo la acción misma ha podido descender desde el hábito. Obviamente, la conjunción problemática radica en la interposición del tiempo, pero parece que de una manera más intensa que en la teoría. Pues todavía aquí se prescinde del tiempo en cuanto se lo articula en presente, o al menos en cuanto que el objeto de la teoría es, como dice Aristóteles, lo eterno. Se mantiene desde luego la dificultad concerniente al vínculo entre la intelección y su antecedente sensible y en tal sentido temporal. El propio Filósofo aporta la solución más lúcida a este problema [11]. Pero en el caso de la acción práctica, el tiempo –el tiempo humano– juega un papel más importante, hasta el punto de que la acción distendida en el tiempo toma, por así decir, de él su sustancia.

Notemos que la teoría se adelanta al tiempo en cuanto explana en presencia el contenido de realidad que realmente discurre en el tiempo, o bien, aquel contenido que por eterno queda necesariamente supuesto como fundamento de lo real que discurre en el tiempo. En cambio, la acción práctica se adelanta al tiempo en cuanto sigue a la proyección –al proyecto– de un contenido no dado ya en presencia, sino, en rigor, posible. La acción práctica es en este sentido la acción realizable o posible.

Notemos a continuación que el saber práctico no llega a fraguar como tal saber al margen de su realización, por más que responda a un proyecto que se adelanta al tiempo en la forma recién expuesta: “Lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [12], dice Aristóteles; “Para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [13], glosa Polo. Eso significa que mientras la teoría prescinde del tiempo, justamente en cuanto que lo articula en presencia, el saber práctico no prescinde del tiempo, sino que es, al contrario, conocimiento expreso del tiempo. Tal es pues la característica distintiva del saber práctico y la razón por la que la prudencia es la virtud –a la par intelectual y moral– rectora del comportamiento práctico. La prudencia es el conocimiento antepuesto al tiempo en la forma de proyectar la medida en que ha de encajarse en el tiempo la acción posible. Eso quiere decir tanto que la acción práctica es conocimiento expreso del tiempo como que es la acción que entra en el interior de la esfera temporal en el modo de implementar su contenido posible. Significa también que la acción práctica no sería posible si el ámbito modal fuera clausurado, ni tampoco si a la intelección humana no le cupiera saltar sobre el tiempo en el modo de iluminarlo justamente como el ámbito de la acción posible. Así se muestra que la explanación metódica del saber práctico exige establecer la tensión diferencial entre las tres direcciones metódicas de principio.

De manera que el estudio metódico de la acción –y eso es la filosofía práctica– no puede prescindir de su realización de hecho en el tiempo. Ahora bien, ¿cómo cabe un protocolo cognoscitivo, un método concerniente a un tema que necesariamente queda establecido a posteriori? Adviértase que el carácter de lo apriórico está en cierto modo incluido en la misma definición de método, puesto que “método” significa el orden o procedimiento regular que disciplina la investigación científica en dirección a su objeto propio. La dificultad es aún mayor si se tiene en cuenta que la filosofía práctica, aunque no sea primera, ha de mantener un vínculo con la filosofía primera, y por lo tanto participar del método de ésta última. En suma: si la filosofía práctica carece de método no es ciencia y si su método se desvincula del que corresponde a la filosofía primera, no es filosofía, con la consiguiente escisión del saber filosófico.

Y, no obstante, la problemática se acusa en el caso de la acción moral, porque los hábitos morales añaden a los técnicos una dificultad adicional. Al igual que los técnicos, los hábitos morales plantean el problema de la duplicidad de su respecto al tiempo: adelantamiento-retraso. Pero las virtudes, además, introducen en el agente una nueva instancia que no se reduce simplemente al saber, de modo que su conexión con el método –que sin duda es saber– se vuelve más problemática. Cabría dudar incluso si es acertada la inclusión de la acción moral como modalidad del saber realizativo: ¿son al cabo las virtudes saber? ¿Y si no lo son tiene que ver algo con ellas el método?

Consciente del problema, justo a continuación del fragmento anteriormente citado, Aristóteles se apresura a deshacer la equivalencia inicial entre hábitos morales y las destrezas técnicas. Parece subrayar de este modo la aporética peculiar del tratado sobre la voluntad. Dice: “Además tampoco son semejantes el caso de las artes y de las virtudes; en efecto, los productos de las artes tienen en sí mismos su bien; basta, pues, que reúnan ciertas condiciones; en cambio, las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justa o moderadamente sólo si ellas mismas son de cierta manera, sino también si el que las hace reúne ciertas condiciones: en primer lugar, si las hace con conocimiento; después, eligiéndolas y eligiéndolas por ellas mismas; y en tercer lugar, si las hace en una actitud fija e inconmovible” [14].

De modo que el problema metódico de la acción práctica es más agudo cuando trata de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Entonces la posición del bien, emplazada en el propio sujeto, abre una nueva dificultad. Examinémosla desde la perspectiva de su adelantarse al tiempo:

La acción moral no se adelanta en efecto al tiempo del mismo modo que la acción técnica. Al cabo ésta última proyecta la acción, plasma en ella la idea que luego se transfiere al objeto exterior en que llega a descansar el bien realizado, digamos exento. Por lo tanto, aunque la precedencia de los hábitos técnicos sobre sus respectivas acciones sea difícil de explicar, pueden al menos comprenderse este tipo de acciones bajo la guía del conocimiento. No ocurre lo mismo con la acción moral. Aristóteles carga incluso la mano: “Estas condiciones (relativas a la disposición del sujeto) no cuentan para la posesión de las demás artes, excepto el conocimiento mismo; en cambio, para la de las virtudes el conocimiento tiene poca o ninguna importancia, mientras que las demás no la tienen pequeña sino total, ya que son precisamente las que resultan de realizar muchas veces actos justos o moderados […] y es justo y moderado no el que los hace sino el que las hace como las hace el justo y morigerado” [15]. Y añade: “Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen que por filosofar llegarán a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía” [16].

Naturalmente no recusa aquí Aristóteles a la filosofía sino a aquélla tan pretenciosa que cree poder sustituir la práctica efectiva de la virtud. Resulta curio- so que el famoso prefacio a la Filosofía del Derecho de Hegel reproche una actitud semejante en los teóricos que pretendieron deducir a priori normas para las nodrizas o el formato del carnet de identidad. Habría de examinarse desde luego si el propio Hegel hace caso de sus propias advertencias. Aristóteles parece preferir el peligro de escisión de la filosofía al de su ridícula infatuación.

Cuando tratamos filosóficamente de la acción técnica puede echarse mano, de manera relativamente simple, del esquema de la realización: de la idea a la acción configurada desde ella, y de ésta al objeto externo que plasma la idea. En cambio, con la acción moral entra en escena una instancia que parece resistirse a la simple denominación de saber. El emplazamiento del bien en el propio agente pone en juego una nueva potencia, una facultad peculiar; peculiar, especialmente desde la perspectiva aristotélica: la voluntad, cuyo objeto es el fin; pero no el fin poseído como telos de la praxis cognoscitiva, sino el fin como objeto de tendencia.

En tal caso no basta exponer la acción práctica moral en términos de realización. Se ha introducido en el sujeto una disposición que no equivale simplemente a conocimiento. Sin que, de otra parte, pueda prescindirse de la realización, como en cambio parece ocurrir en Kant, que carga todo el acento en la intención subjetiva. Kant acentúa sobremanera el adelantarse de la acción moral al tiempo, como en compensación al corto adelantamiento que asigna a al conocimiento teórico. Aristóteles no, como hemos visto. Aristóteles tiene en cuenta todas las estrías de la cuestión: de una parte no será justo o moderado aquél que no haya realizado (de hecho) muchas acciones justas o moderadas. De otra parte, no habrá bastado con que realice acciones justas o moderadas como el músico toca el instrumento musical, sino que deberá haberlas realizado con la disposición interior de quien verdaderamente es justo o moderado.

No se despacha fácilmente, pues, el problema metódico de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Así se echa de ver en especial a continuación, cuando Aristóteles se pregunta si el objeto de la voluntad es el bien o sólo el bien que le parece a cada uno. La aporía de la voluntad parece condensar su dificultad en esta última fórmula, bajo la expresa forma lógica de un dilema: “Que la voluntad tiene por objeto el fin, ya lo hemos dicho; pero unos piensan que aquél es el bien y otros que es el bien aparente. Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que no es objeto de la voluntad lo que quiere el que no elige bien (ya que si es objeto de la voluntad será asimismo un bien; pero en el caso considerado sería también un mal); por otra parte, si se dice que es el bien aparente el que es objeto de la voluntad, se sigue que no hay nada deseable por naturaleza, sino para cada uno lo que así le parece” [17].

Tal como es formulada por el propio Aristóteles, esta eminente aporía de la voluntad replantea en toda su fuerza el problema del método, porque en efecto el segundo disyunto es, por así decir, más peligroso que el primero. El primero arroja en el intelectualismo moral, expresamente rechazado por Aristóteles en los pasajes inmediatamente posteriores de la Ethica Nicomaquea. Pero el segundo disyunto conduce al relativismo, que es el enemigo inveterado del Filósofo. Si el bien es lo que parece a cada uno, entonces tienen razón los sofistas y el saber moral se reduce al silencio. Por lo tanto, debe darse entrada a una peculiar modalidad de conocimiento, en conexión con una modalidad específica de verdad. Dice en efecto Aristóteles: “Si estas consecuencias no nos contentan, acaso deberíamos decir que de un modo absoluto y en verdad es objeto de la voluntad el bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal” [18].

Resultaría superficial estimar que el Filósofo ha tomado aquí por la calle de en medio o que ha realizado el juicio de Salomón. De ninguna manera, sino que más bien la solución ha acertado a navegar entre Escila y Caribdis –el intelectualismo moral y el relativismo–, justo en la medida en que la aporía ha queda- do iluminada desde arriba, desde la perspectiva del método. Repárese en lo que añade Aristóteles justo a continuación: “Así para el hombre bueno [el bien será] lo que en verdad lo es; para el malo cualquier cosa […] El bueno, efectivamente, juzga bien en todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad” [19].

Hay pues una verdad específica de la voluntad con arreglo a la que puede decirse que ésta es la potencia que de manera absoluta tiene por objeto el bien.

Pero entonces con la voluntad tiene que ver también el método sin que por ello se desatienda la disposición interna del sujeto o se reduzca la virtud a mero conocimiento. No obstante, eso significa que en último término, también el sentido prevalente de la acción moral es el descenso. Intentaré explicar esta última tesis, especialmente porque su posición no llega a ser en último término nítida en el propio Aristóteles.

La acción moral vista en sentido ascendente sería aquélla que hace bueno al hombre. En sentido descendente, en cambio, sería la realizada por el hombre bueno. Reparemos en que la duplicidad reproduce la que corresponde al adelantamiento de la acción práctica al tiempo sólo que ahora la dualidad queda emplazada en el interior del sujeto. Pero, emplazada dentro, la propia dualidad se dobla, porque no sólo afecta al doble sentido direccional aludido –descenso y ascenso– sino que junto con él invoca una instancia antropológica nueva: la voluntad. La relación trascendental con la voluntad añade al ser un significado nuevo: el bien. El bien añade al ser una diferencia cuya consideración interna al sujeto exige asimismo una consideración diferencial del acto que a él se refiere. El método exige descender desde esta nueva diferencia de acto hasta su potencia –la voluntad–, y no a la inversa.

También el conocimiento teórico plantea el problema de la prioridad de su sentido orientativo: descenso o ascenso. En el plano del querer, el ascenso del acto de la voluntad es patente si se enfoca como tensión interna del sujeto hacia el bien otro. Si este bien otro es el verdadero –no sólo el aparente–, su elección libre redunda en la virtud moral, que es por lo tanto elevación, ascenso de la potencia volitiva. Así se hace bueno el hombre, realizando buenas acciones.

Si a continuación se dice que es bueno el hombre que realiza la acción como lo hace el hombre bueno, o, de manera equivalente, como hemos leído en Aristóteles, que elige lo bueno aquél que percibe el verdadero bien porque él mismo es bueno, entonces el acto de querer se toma en descenso. Esta segunda perspectiva es más elevada que la anterior, puesto que toma como referencia la prioridad del acto en lugar de fijarse en la anterioridad (temporal) de la potencia. De una manera análoga el método expone el conocimiento en descenso desde el intelecto agente, que es la instancia más excelente. La coherencia aristotélica de Polo va más allá del propio Estagirita al destacar que los hábitos son actos en sentido más eminente que las operaciones. En el orden del querer la prioridad del acto ha de significar también la prioridad de la vía metódica que desciende.

Ahora bien, ocurre también aquí como en la doctrina metódica sobre el conocimiento teórico. Si la raíz última de la acción moral es la voluntad, entonces no cabe la prioridad de la vía metódica que desciende, porque ésta última se trunca. El truncarse en cuestión se manifiesta en que aflora una específica aporía de principio justo en el entorno de la noción sobre la que recae el foco de la atención metódica. La noción es la voluntad y su aporética específica –de acuerdo con la formulación aristotélica– ha quedado expuesta.

Porque, según se ha dicho, la voluntad es potencia, más aún, neta potencia, puramente destinada al ascenso. Esa condición de la voluntad es solidaria con su constitutiva fragilidad, propia de la potencia por antonomasia en el orden espiritual. No sólo la voluntad es constitutivamente frágil sino que su inclusión en la estructura antropológica significa precisamente eso: la debilidad de la criatura espiritual, cuya constitución metafísica no es autosuficiente. A la criatura espiritual no le basta con la diferencia de su propia realidad personal, de manera que no basta con advertir la apertura de aquella diferencia a la que cabe albergar todas las formas. Además de esto, el acto personal insta la apertura transcendental en el modo de ponerse como diferencia relativa a lo otro. Eso quiere decir exigencia de éxodo, de salida de sí, por parte de la instancia exponente del método [20].

Puesto que la voluntad es potencia pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia. No es así en el caso del entendimiento, cuyo carácter potencial no es puro sino estrictamente condicionado a la carencia de especie inteligible. Así, el entendimiento no es constituido en su verdad propia, sino por así decir indirectamente iluminado a través de la recepción de la especie inteligible. Esta condición del intelecto explica que su acto resulte acotado, esto es, que se ejerza en estricta correlación con su objeto sin arrastre de su potencia, que en cambio –en el caso de la voluntad– queda prendida – constituida– en su acto.

Polo tematiza la debilidad de la potencia volitiva a través de la curvatura de su acto [21]. La curvatura del acto volitivo es congruente con la condición propia de la nuda potencia pasiva. La prioridad de la dimensión metódica que desciende es expresada por Polo como precedencia de la instancia antropológico-trascendental denominada sindéresis. La sindéresis es el hábito innato dual cuya iluminación en descenso constituye en acto a la nuda potencia pasiva, la voluntad [22]. Como potencia pasiva pura, el respecto de la voluntad al bien no incluye ni su presencia ni su ausencia, de modo que la voluntad misma es descrita en los términos de relación trascendental al bien (ni poseído, ni ausente) [23]. Puesto que la voluntad es potencia pasiva pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia.

La curvatura del querer se significa la imposibilidad del ejercicio unívocamente rectilíneo del acto volitivo, de la dirección unilateral a lo otro. Precisa- mente este remitir del querer a lo otro, constitutivamente impuro, por llamarlo así, pone en evidencia la exigencia del éxodo en el orden volitivo, equivalente a su vez a la exigencia de un ascenso peculiar. Parecería lo contrario: parecería que si la voluntad es la instancia antropológica que refiere a la alteridad, su acto hubiera de constituirse en impecable rectitud. Pero en verdad esta perfecta rectitud pertenece a la intencionalidad cognoscitiva y no a la volición; hasta tal punto que la propia diferencia del acto cognoscitivo se oculta, es el límite mental. El querer, en cambio, involucra al sujeto, su instar es a la vez instancia a su sujeto, del que exige compromiso, posición de la diferencia propia, personal.

En función de su curvatura, el querer involucra al sujeto, lo saca de sí, por lo mismo que lanza hacia la realidad de lo querido. Como tal acto, el querer transciende la presencia intencional de lo conocido en el cognoscente, que en cambio consuma la razón de lo verdadero. Análogamente, del lado del sujeto, el querer rebasa la escueta dimensión ejecutiva del acto de modo que su desbordar arrastra al núcleo personal ejecutivo. La curvatura del querer exige de suyo refuerzo a modo de posición de la diferencia personal.

Antes de seguir advirtamos ya que la libertad es en esencia esta posición de la diferencia personal que se comunica al acto volitivo. Adviértase asimismo que el comunicarse en cuestión es el descenso con que la instancia más excelente –la libertad trascendental– acompaña al acto de la voluntad, la potencia menesterosa. Tal es a mi parecer el meollo de la solución poliana a la aporía de la voluntad. No se trata desde luego de una solución simple porque intenta hacer justicia a la multiplicidad de dimensiones significativas del asunto; como a su modo Aristóteles, pero con el añadido de un matiz destinado a elevar la voluntad hasta su vínculo en el orden trascendental.

2.    Conclusión: la dimensión heurística del método en el orden de la volición

La aporía de la voluntad colapsa el método porque: o bien escinde el saber o bien amalgama la duplicidad de sus modalidades. El colapso metódico se manifiesta como dificultad para mantener la excelencia del ser personal sin anulación de la exigencia de su respecto a lo otro, al bien otro. El control de la aporética de la voluntad exige su emergencia retrospectiva. Eso quiere decir mostrar las confusiones e interferencias entre las direcciones ejecutivas del pensamiento concurrentes en desorden. Des-obturar la aporética de principio es establecer su seriación retrospectiva en la dirección metódica correspondiente, lo cual exige mantener la tensión diferencial entre las modalidades ejecutivas del pensar. Como se ha dicho, las aporías de principio conforman cúmulos inapropiadamente abigarrados cuya des-obturación metódica es distributiva.

Así, según acabamos de ver, no hay que confundir el problema de la relación del saber práctico con el tiempo, con éste otro, más profundo, planteado por la relación de la libertad con la alteridad. No obstante, aquél ha de encontrar su raíz trascendental en éste, puesto que el método recorre en descenso el camino que asciende desde la acción temporal a su remansarse en los hábitos.

Los hábitos adquiridos pueden describirse como este remansarse de la acción que se distiende en el tiempo humano: en definitiva, los hábitos adquiridos, tanto morales como técnicos, pueden considerarse articulación práctica del tiempo. Articulación, puesto que a través de ellos se tiende una nueva forma unitiva de las diferencias reales recíprocamente excluidas. En este caso las diferencias excluidas son las acciones humanas, que quedarían dispersas sin la reunión que impone la forma del hábito. La descripción heideggeriana del éxtasis temporal puede valer en este contexto: Ser y tiempo ilustra bien la reciprocidad entre el adelantamiento al tiempo del proyecto existencial y el deslizamiento hacia el pasado en que arraiga la condición de la facticidad. No obstante, la descripción heideggeriana parece miope para la esfera específica de los hábitos morales, cuyo principal negocio se juega tangencialmente al tiempo, en el ámbito de la intimidad personal.

Con relación a éste último, la condición de la facticidad ha de considerarse situación de partida, esto es, comienzo en el orden de la acción práctica. La conexión entre libertad y alteridad aporta en cambio el problema de fondo en el interior de aquella esfera con relación a la que la situación del existente se toma como comienzo. Adviértase la analogía con el problema metódico del saber teórico, donde el principio del saber se enmascara en función del interponerse del comienzo.

En el orden práctico el comienzo es la situación: entre el existente libre y el horizonte de su acción se interpone la condición de facticidad. La situación fáctica de partida introduce manifiestamente el tiempo en el inicio de la acción libre, pero no de tal suerte que la interposición temporal se vuelva metódicamente insalvable. Lo sería si no cupiera también aquí una guía heurística que el tiempo no proporciona sino en la medida de su reducción metódica. Pero el tiempo es susceptible de ser considerado ámbito de la acción humana libre. A título tal el tiempo queda iluminado según la nueva formalidad que introduce el enraizamiento temporal del existente. Llamo instante al lugar desde el que se opera la mencionada iluminación del tiempo. El lugar en cuestión es la situación misma de partida, la condición temporal del existente en la misma medida de su apertura metódica.

El existente libre tiene que ver con el tiempo en la medida en que ha de habérselas con lo otro: alcanzar su propia altura en pugna con la mediación que se interpone de parte de la alteridad. En suma: también en el orden práctico el interponerse del comienzo señala la consumación de un descenso. La dinámica de la acción práctica es creciente por lo mismo que se considera en ascenso: el ascenso toma como referencia la situación de partida, el comienzo, cuyo rango es inferior al del principio hacia el que se asciende y que es también aquél cuyo descenso señala la vía metódica de ascenso.

El método desciende –y asiste así el ascenso– en cuanto propicia la apertura del comienzo. La apertura del comienzo es, también en el orden práctico, una iluminación del tiempo como el ámbito al que ha de volcarse el dinamismo de la libertad. Desde esta perspectiva el tiempo humano es el orden susceptible de implementación [24]. El instante es el punto de contacto, el comienzo iluminado y abierto en orden a la implementación práctica del tiempo.

Hegel confunde la mencionada duplicidad de planos en su tratamiento de la voluntad como potencia realizativa pura. Insisto: uno es el plano de la realización temporal de la libertad –propiamente, sólo de su obra mundana– y otro aquél en que la libertad tiene que ver con la alteridad. La confusión hegeliana procede del solapamiento de la terna de direcciones metódicas de principio. Sólo así cabe estimar que la libertad se realiza como articulación modal culminante en el presente [25]. Por su parte, Kant no discierne suficientemente la articulación del tiempo en presente de modo que pierde la tensión que aporta el vínculo del saber moral con el teórico.

El planteamiento de Polo enraíza la voluntad en la esfera trascendental con expresa evitación de los riesgos aludidos. Frente a Hegel mantiene el orden de vigencia de la libertad que excede al de su realización temporal, y frente a Kant no separa esa vigencia del vínculo presente que conforma su situación fáctica. Con relación a la filosofía escolástica, Polo invierte la jerarquía entre las nociones de voluntad y libertad. Si se hace de la libertad una mera propiedad del acto volitivo, la instancia más excelente queda deprimida. Al cabo la conexión natural –en tal sentido, necesaria– de la voluntad con el fin desplaza a la libertad al exclusivo plano de la elección de los medios. Pero esta doctrina no termina de hacer justicia ni a la prioridad del acto, ni en realidad a la noción cristiana de la persona. Ha de invertirse por tanto el orden jerárquico entre el par de nociones y comprender la libertad trascendental como raíz del acto volitivo.

Concluyamos. La introducción de la consideración de la voluntad vuelve especialmente problemática la doctrina del método. Debe ahondarse hasta la raíz de cada una de las instancias cuya relación radical se indaga.

A mi modo de ver, la raíz de la problemática del método –cuya razón es la anticipación del saber– se cifra en la cuestión que podemos llamar heurística. El verdadero problema filosófico del método es explicar cómo pueda compaginar- se un protocolo cognoscitivo (un método) con la novedad de su tema. De hecho, la necesidad de establecer esa conexión nos ha conducido a la distinción entre las dimensiones descendente y ascendente del método de la filosofía primera. Que el método haya de conformar un ejercicio cognoscitivo regular –sometido a regla, protocolario– parece fuera de duda, pues esa condición se contiene simplemente en la idea más corriente que se tenga de lo que es un método.

Resulta en cambio más difícil ver por qué haya de exigirse al método de la filosofía primera la condición heurística, o correlativamente, la condición de la novedad como requisito indispensable de su tema propio. Y, sin embargo, si no se cala ese punto, no se percibe de entrada la característica más neta que cara a su advertencia tienen los principios trascendentales. Los principios trascendentales son nuevos o no son tales, decaen de su prioridad trascendental: al envejecer, valga la metáfora, dejan de ser principios. Como, precisamente, carece de sentido que los principios trascendentales envejezcan o decaigan de su rango, lo que en verdad decae es el método que los persigue como a su tema propio. De manera que el método ha de mantenerse en su dimensión heurística, ha de vertebrar su propio protocolo metódico en sentido negativo –o más propiamente, reductivo– ha de apartar, reducir el carácter de la vetustez que aparentemente introducido en su tema se ha colado en verdad en el propio método.

Tal es a mi modo de ver, la novedad heurística propuesta con el abandono del límite. Ahora puede entenderse por qué la razón del problema del saber –su anticipación– deriva de una raíz más profunda y que concierne a la cuestión heurística: porque en efecto la anticipación del saber sobre el tiempo, la presencia mental –el límite– es la constancia, de acuerdo con la cual la novedad de lo entendido se oculta; y de acuerdo con la cual se oculta también la novedad de la libertad trascendental de la que depende el saber. La libertad trascendental es instancia exponente del método en la medida de su correlación con la novedad de los principios trascendentales. En este sentido el método desciende siempre desde lo nuevo, o, dicho de otro modo, si se limitara a la repetición de lo vetusto habría perdido su índole trascendental.

Vayamos ahora a la raíz del problema de la voluntad, con vistas a ponerlo en relación con la cuestión heurística del método. La raíz de la voluntad es la razón de alteridad. La voluntad es la potencia cuya razón formal es la necesidad por parte del ser personal de contar con lo otro; en tal sentido la voluntad es la potencia espiritual por excelencia. Lo otro, la alteridad en tensión respecto de la cual la voluntad misma es nuda potencia pasiva, se llama bien trascendental. El bien es la diferencia extrínseca que establece el polo sin cuya tensión la estructura de la persona creada no se constituye. Como, de otra parte, lo que la voluntad introduce en semejante estructura es una tensión hacia la diferencia ajena, es obvio que la conformación personal es desde esta perspectiva tensa, no admite, por decirlo así, aislamiento.

Fernando Haya,  dadun.unav.edu/

Notas:

Obviamente ningún emplazamiento de las dificultades de principio en alguna de las direcciones metódicas, ninguna de las distribuciones temáticas que des-obturan la aporética, pierde la tensión entre las mencionadas modalidades ejecutivas.

2   Repárese en la solución poliana a este problema: la libertad trascendental es el núcleo del saber.

3 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a30-31. Sigo con alguna modificación la traducción castellana de M. Araujo y J. Marías, en la edición de Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, p. 36.

4   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a21-23.

5   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a17-21.

6   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a31-33.

7   L. Polo, Antropología trascendental, II: La esencia de la persona humana, Eunsa, Pamplona, 2003, p. 168, n. 137. Remito a toda la segunda parte de este tomo como fuente bibliográfica principal del desarrollo que aquí presento. Cfr. también J. F. Sellés, Los hábitos intelectuales según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 2008.

8   L. Polo, Antropología trascendental, II, pp. 168-169.

9   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a22-23.

10   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a23-25.

11    Equivalente a la respuesta afirmativa de Santo Tomás a la cuestión de si son precisos hábitos para cualquier acto intelectual.

12    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a32-33.

13    L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 168, n. 137

14    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a25-1105b1.

15    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b12-18.

16    Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b1-9.

17   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a14-20.

18   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a21-23.

19   Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a23-29.

20    Dígase de paso que todo el énfasis de la filosofía de Nietzsche se dirige contra esa dimensión, digamos, extática, del querer, con la consiguiente crispación de un planteamiento centrado precisamente en la voluntad: cfr. A. L. González, Persona, Libertad, Don, Lección Inaugural del curso académico 2013-14, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2013,   pp. 31-33.

21    Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 127; 201 y ss.

22    Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 132; 142 y ss.; 209 y ss.

23    El carácter metafísico de la relación trascendental indica precisamente la condición de una   pura relacionalidad que no supone consistencia en el término relativo (esto es, consistencia aparte de su misma relacionalidad). Propiamente hablando el absoluto con relación al que la voluntad es relación trascendental es el ser: el ser significado precisamente como lo otro. El bien designa por lo tanto la pura relación del acto personal creado con respecto al ser –incluido el ser propio–  (de otro modo el ser propio no sería bueno ni amable, lo cual es aberrante).

24    Adviértase pues que la tercera dirección metódica se conjuga doblemente con la primera,  puesto que la libertad trascendental exime del tiempo en el plano teórico mientras que procede a  su implementación en el práctico. De otra parte, la modalidad ejecutiva del pensar que desde la libertad trascendental se toma en descenso mantiene la tensión diferencial respecto de la segunda (el pensamiento negativo) en la medida en que el descenso en cuestión ha de ser expresado. No cabe expresión sin articulación negativa de lo pensado. Pero además, el lenguaje, la expresión, es el medio, el elemento mismo de la comunicación personal humana. Desde esta perspectiva comunicar es más que expresar porque la comunicación es el juego mismo de las diferencias persona- les, es decir, la tensión diferencial establecida entre núcleos personales o libertades trascendentales distintas. La comunicación personal trasciende la disposición del método, en el sentido de que su heurística se vuelca en puro hallazgo. Si no se mantiene tal trascendencia se corre el riesgo de subsumir la alteridad personal en la doctrina del método, como hace Hegel, lo cual es una enormidad. Subsumir la alteridad en la doctrina del método equivale a la eliminación del valor de la persona. Pero el riesgo contrario al que Hegel representa es el que resulta frecuente en la llamada filosofía personalista: a mi modo de ver, buena parte de la filosofía que corre bajo esta denominación salta sobre el método en favor del destacamiento del valor de la intersubjetividad. Ese salto constituye a mi juicio un gravísimo error que va en absoluto perjuicio de la filosofía. Metódica- mente incurre en aporética de principio porque conculca la primera de las direcciones del método, es decir, obvia la articulación presente del tiempo que es el valor primario del acto cognoscitivo.

25    Precisamente el hecho de que la letra de Hegel parezca señalar esa culminación mientras el espíritu que anima especialmente el Prefacio de la Filosofía del Derecho sugiera lo contrario, esta contradicción, digo, manifiesta la aporía de principio que envuelve la filosofía práctica hegeliana: la filosofía tiñe con tonos grises el final de una época ya consumada; ¿vienen pues otras que la filosofía dialéctica del presente no ha concebido? La ambigüedad hegeliana en este punto constituye precisamente el origen teórico de la subsiguiente escisión entre los hegelianos.


Rafael García

1. Introducción: vocación y especificidad de la mujer a la luz de la gracia

En una de las últimas páginas de su obra La Mujer, Edith Stein dirá: “así pues, tras eso también podemos decir: la especificidad de la mujer consiste esencialmente en la particular receptibilidad para la acción de Dios en el alma, y llega a su pleno desarrollo si nos abandonamos a esta acción confiadamente y sin resistencia” (Stein 324). Esta sencilla frase conclusiva, ya nos introduce en el trabajo de esta filósofa alemana, una religiosa cristiana convertida a la mitad de su vida, de formación y pasado judío, ateo y feminista, activista social por los derechos de la mujer y discípula de la primera fenomenología. Ante todo, es el trabajo de una mujer que se reconoce a sí misma –y, con ella, a todo el género femenino– como el lugar (locus) teológico y filosófico que, al mismo tiempo, da que pensar y qué pensar. Así, la mujer no solo es el tema concreto que la autora aborda desde distintas perspectivas según el artículo que se tome, sino que, más aún, la mujer es, podríamos decir, el paradigma epistemológico y hermenéutico desde el cual Edith Stein formula y plantea la teología contenida en esta obra. Dicho de otra manera, se trata de hacer teología dogmática, se trata de hacer eclesiología, antropología y también mariología a partir de lo que la mujer es y, puede llegar a ser, a partir de su vocación –de su ethos– y de su singular especificidad, y cómo estas se ven afectadas por la acción de la gracia de Dios. En palabras de la misma autora, “todo esto apunta a lo siguiente: lo que la mujer debe ser según su plasmación originaria solo puede llegarlo a ser, si a la configuración natural que actúa desde el interior se añade la configuración mediante la gracia” (Stein 150).

Pues bien, antes de profundizar en la naturaleza del pensamiento teológico de Edith Stein, se hace necesario conocer –aunque sea someramente– cuál es la influencia filosófica que está detrás de sus planteamientos. Como ya hemos dicho, esta mujer alemana es hija del siglo XX y, por eso, le tocó beber directamente del origen de la fenomenología. De hecho, su cercanía a esta corriente filosófica no estuvo dada únicamente por su contexto, ya que Edith Stein estudió y fue discípula directa del padre de la fenomenología: Edmund Husserl. Este dato será fundamental para comprender el modo en que ella se acerca a la reflexión sobre la mujer  y su relación con    la gracia, partiendo del hecho concreto o, en palabras del mismo Husserl, “yendo a la cosa misma” [1]. Dicho de otra manera, Edith Stein asume fenomenológicamente su estudio sobre la mujer, pues sabe que de ese modo podremos acceder a lo que la mujer es esencialmente, a su naturaleza, vocación y ethos. Por eso, esta perspectiva nos permite pasar de la fenomenología a la ontología, lo cual será determinante a la hora de entender la teología de la santa Stein.

Luego de esta explicación, podemos seguir adelante en la misión de introducir nuestra investigación, la cual, recordemos, buscará dar cuenta de la importancia de la mujer en la Iglesia a partir de las ideas de Edith Stein. No obstante, antes de eso es necesario definir algunos conceptos teológicos que están a la base del desarrollo de este trabajo, los cuales se hallan ciertamente presentes en la obra revisada y pueden actuar para nosotros, a modo de marco conceptual dador de sentido. Por eso, a continuación, esbozaremos algunas de las características propias de la vocación y naturaleza femeninas a partir de Edith Stein.

En primer lugar, podemos leer que “el cuerpo y el alma de la mujer están hechos para una finalidad especial” y que “la mujer está configurada para ser compañera del hombre y madre de seres humanos”. Sumado a esto, se nos dice también que:

La impostación de la mujer se dirige a la persona vital y a la totalidad. Proteger, custodiar y tutelar, nutrir y hacer crecer: he ahí su deseo natural, puramente maternal (…). Lo personal-vital, aquello a lo que atiende su solicitud, es un todo concreto, y como tal todo concreto quiere ser tutelado y desarrollado, no una parte a costa de una o de otras (Stein 26) [2].

Lo anterior, nos muestra que, para Edith Stein, existe una vincul ción en la mujer entre lo que se hace y lo que se es. Dicho de otra manera, se reconoce que la atención e inclinación natural de la mujer está orientada hacia lo particular, hacia lo que no es abstracto, sino concreto y singular (descubriendo en eso el todo). Esto se refleja muy concretamente en el cuidado de los otros, tarea que le es natural a la mujer, ya que “es capaz de penetrar empática y reflexivamente en ámbitos que a ella de suyo le quedan lejos y de los cuales jamás se hubiera preocupado si no hubiese puesto en juego al respecto un interés personal (…). Su participación vital despierta las fuerzas e incrementa las prestaciones de aquel en cuyo favor ella toma parte” (Stein 27).

Por lo tanto, de este acercamiento podemos desprender una primera conclusión: la vocación de la mujer y su especificidad parecieran estar íntimamente vinculados a lo otro, es decir, a la alteridad. Esta categoría de la alteridad, por tanto, no debe ser entendida como accidental, sino más bien como ontológica (similar a lo que hace Agustín en el De Trinitate a la hora de introducir los conceptos de relación o relatividad en la comprensión del dinamismo intratrinitario), como algo que define el ethos femenino y lo hace ser lo que es. Esta actitud básica de apertura y disponibilidad que reconocemos en la mujer será lo que, en definitiva, determinará su relación con la gracia de Dios, asunto que pasamos a desarrollar a continuación.

La receptividad natural de la mujer, nos dice Edith Stein, va “estrechamente unida a la receptividad para lo divino y para la unión personal con el Señor, la disponibilidad y el anhelo para dejarse inundar plenamente y dirigir por su amor” (Stein 72); por lo tanto, en esa apertura que reconocemos en la mujer frente a los demás, se inscribe más profundamente la referencia a lo divino y la posibilidad del encuentro con Dios, al mismo tiempo que ese encuentro, una vez consumado, redefine y completa esta disposición natural. Dicho de manera más sencilla, la especificidad femenina tiende a  la apertura al absoluto y ese movimiento, al mismo tiempo, es el que consolida la verdadera y única vocación de la mujer. En palabras de Edith Stein, existe en la mujer “un deseo de dar amor y de recibir amor, y en ello un anhelo de elevarse desde la estrechez de su fáctica existencia actual hasta un ser y actuar superiores” (Stein 91). De ahí la tremenda importancia que tiene la gracia en todo este proceso, ya que la única fuerza capaz de gatillar esto es la fuerza de la gracia [3], “es Dios quien debe hacerlo” (Stein 149) y obrar para que, en la mujer, el deseo natural de darse a sí misma por completo sea verdaderamente pleno.

En síntesis, hemos visto en esta introducción que, a partir de las ideas de Edith Stein, es posible reconocer en la mujer una vocación originariamente marcada por la apertura y la alteridad. Esto es lo que, en un mismo movimiento, termina configurando su especificidad y la naturaleza de su obrar, siempre en-referencia-a-otro. A su vez, hemos reconocido que esta disposición natural es también el punto de encuentro con la acción de la gracia, momento en el que la mujer ve completada su naturaleza, ahora en-referencia-al-Otro. Esto último será muy importante, ya que no solo nos abre a la dimensión relacional de la mujer con Dios, sino que, más aún, nos muestra cómo la mujer, en esa relación, se ve reconfigurada y da un paso cualitativamente sustancial en el camino de la propia divinización, a imagen de Cristo y en la Iglesia.

2.           La importancia dogmático-trinitaria de la mujer

Luego de haber introducido someramente qué es lo que Edith Stein entiende cuando se refiere a la mujer y, recordando nuevamente nuestro objetivo de responder a la pregunta por su importancia dentro de la Iglesia, demos ahora un paso hacia una definición de mayor densidad teológica, asociando a la mujer, su vocación y su especificidad, a la verdad más fundamental de la fe. Dicho de otra manera, para contribuir a la consistencia de nuestros planteamientos (y los de Edith Stein) se hace necesario partir de una base que ya deje de ser circunstancial, contextual o indeterminada, y sea, más bien, definitiva, inmutable e inalterable. De ese modo, las afirmaciones que hagamos sobre la mujer y su rol en la Iglesia tendrán un peso distinto, puesto que estarán ancladas en las verdades que sostienen nuestra fe y que han sido definidas por la Tradición a lo largo de la historia. Es por esto que, en este capítulo, buscaremos fundamentar la importancia de la mujer a partir de la realidad misma de Dios y de la insondable y eterna Santísima Trinidad [4].

En la página 147 de su obra, Edith Stein dice: “ella –la mujer– está dispuesta a ser para otras almas protección y morada en que dichas almas puedan desarrollarse. Esta función (…) se extiende a todos los seres humanos que entran en el horizonte de la mujer”. Esta afirmación, que a simple vista refiere únicamente a la mujer, será nuestra puerta de entrada para reconocer que en la especificidad femenina se hallan presente elementos propiamente divinos. En otras palabras, la naturaleza femenina que Edith Stein presenta no puede evocar sino a la naturaleza de la Trinidad, tal como la hemos entendido desde los inicios de la fe, donde cada persona trinitaria es-en-la-otra y donde todo de uno está también en el otro (lo que conocemos como perijóresis). De esta manera, volvemos a reafirmar el vínculo cada vez más íntimo que existe entre la vocación de la mujer y la acción del mismo Dios (a través de la gracia), llegando a reconocer, incluso, que la dinámica propia de la Trinidad es, de hecho, el punto culminante de toda vocación femenina, tal como lo dice nuestra autora “sólo Dios puede regalarse a sí mismo a un ser humano de tal modo que llene todo su ser, sin perder nada de sí a la vez. Por ello es la donación absoluta de sí, el principio de la vida religiosa, y a la vez el único posible cumplimiento adecuado del anhelo femenino” (Stein 38).

Aparece ante nosotros, por tanto, la certeza de que la mujer logra “hacer ser” a otros, del mismo modo en que cada una de las personas trinitarias es gracias a la relación con las otras. Lo importante, sin embargo, es que podamos reconocer que esto no implica –ni para la Trinidad, ni para la mujer– una suerte de anulación de la propia identidad. Cuando afirmamos que la mujer, a imagen de la Trinidad, existe solo en relación con otros, no quiere decir que ella pierda su autenticidad y que quede relegada a un determinismo que le viene de afuera y que nunca será propiamente suyo. No, la paradoja está en que, justamente en la entrega total de sí misma a la alteridad, la mujer alcanza lo más perfecto de su propia singularidad ofrecida al mundo. Es lo que Edith Stein vuelve a reafirmar a la hora de pensar la relación con el varón, de quien la mujer debe ser el “auxilio que le hace posible llegar a ser lo que él debe ser, pues ‘el hombre tampoco es sin la mujer’ y por eso debe ‘dejar padre y madre y unirse a su esposa’” (Stein 240) [5]. Concluimos este párrafo insistiendo en que la vida de la mujer puede ser definida en el acto de “entregarse amando así, llegar a ser propiedad del otro y poseer totalmente a ese otro, todo eso constituye el deseo profundo del corazón femenino” (Stein 37), lo cual nos muestra que, en ese movimiento que hace la mujer, también hay para ella una dimensión de “ganancia”. No es pura entrega abandonada que no espera absolutamente nada, sino que es búsqueda de reciprocidad; en el fondo, tiene algo de autorreferencial (sin ser por eso algo negativo), pues la mujer se está buscando a sí misma y, comprende que su propia plenitud solo aparecerá en la medida en que viva para otros. Yéndonos a un extremo, podríamos entender esto como una instrumentalización que hace la mujer frente a la otra persona, ya que sabe que, para vivir plenamente, necesita de las demás personas. Pero esto no es así, ya que la acción de la mujer está originalmente orientada hacia las necesidades del otro. Por eso, el devenir y la realización de la otra persona es también un elemento que constituye a la mujer, que acoge, anima y resguarda de manera que el otro ser humano pueda hacerse verdaderamente autor de sí mismo. De ese modo, identidad y unidad quedan totalmente resguardadas en la realidad de un vínculo que, como ya hemos dicho, nos evoca fuertemente a la Trinidad. Por eso, esto es exactamente igual a cómo entendemos las relaciones intratrinitarias, donde la identidad de cada una de sus personas queda esencialmente resguardada a pesar de su ontología relacional. Dicho de otra manera, por ser con el otro yo no dejo de ser yo mismo, pero cuando soy con ese otro, soy completamente yo. En una formulación como esta es donde radica la fuerza de nuestro argumento (y el de Edith Stein), que se sostiene en la certeza de que la Trinidad es similar a la naturaleza femenina (o, más bien, que esta última se orienta hacia la primera), por lo cual la mujer, ella entera, está llamada a ser imago Trinitatis [6].

3.           La importancia eclesiológica de la mujer

Ya hemos visto el fundamento dogmático que vincula a la mujer y su naturaleza con una de las verdades más fundamentales de la fe cristiana: la realidad de la Santísima Trinidad. La fe en estas definiciones, sin embargo, no solo tiene sentido a la luz de la experiencia singular de cada mujer, sino que, más específicamente, ella también es lo que configura la existencia y naturaleza de la Iglesia. En otras palabras, la Iglesia (en cuanto conformada por seres humanos) vive de la fe de los cristianos y ella está originalmente referida al objeto más propio de esa fe: Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado, consubstancial y coeterno al Padre y al Espíritu en la eterna Trinidad. Así, podemos reconocer que la Iglesia, aun siendo una estructura humana y temporal, también cuenta con elementos fundamentales que nos han sido revelados y que nos vienen del Padre, a través del Hijo en el Espíritu. Es desde esa certeza desde donde entendemos la eclesiología y todas las conclusiones referidas a la Iglesia.

Sin embargo, es necesario reconocer, además, que, a pesar de que la Iglesia claramente tiene una naturaleza humana y divina, ella subsiste, necesariamente, en la vida de los hombres y mujeres creyentes. No basta con que formulemos una definición abstracta que logre dar cuenta de los orígenes de la Iglesia y su naturaleza revelada, puesto que la Iglesia es las personas (de ahí que hoy la entendamos como Pueblo de Dios), comprendidas ellas en toda su realidad social, histórica y contextual, la del pasado, la del presente y también la del futuro. Así, esa primera definición más teórica acerca de la Iglesia y sus fundamentos alcanza verdaderamente la plena encarnación (al modo de Jesús), en la medida en que ella vive y se sostiene en la fe de los creyentes (fe que, como ya dijimos, está referida a las verdades y certezas sobre Cristo).

Pues bien, esta breve explicación que hemos hecho nos ayudará a entrar en la materia más propia de este capítulo, el cual, queriendo responder a la pregunta por la importancia de la mujer en la Iglesia, estará orientado hacia establecer un vínculo entre lo que es la Iglesia y lo que es la mujer. Con esto, intentaremos descubrir que la Iglesia tiene también una naturaleza femenina que va mucho más allá del hecho de que la palabra “iglesia” esté formulada en género femenino o que, refiriéndose a ella, se utilice la palabra “madre”. El punto está en que esta naturaleza femenina, a su vez, le viene, necesariamente, de la mujer misma. De ahí la importancia eclesiológica de esta última, asunto que pasaremos a revisar a continuación.

“Hay que entender a la mujer como símbolo de la Iglesia” (Stein 298), nos dice Edith Stein, puesto que ella –la mujer– “es un órgano esencial para la maternidad sobrenatural de la Iglesia. Ante todo, lo es con su maternidad corporal” (Stein 297). A partir de esto, podemos comenzar a esbozar la necesidad e importancia de la mujer desde una perspectiva eclesiológica. Y es que pareciera ser que en la naturaleza femenina, tocada por la gracia, yace, también, un elemento de posibilidad de la misma Iglesia. Ya lo dice Edith Stein cuando habla de la creación y ve que la mujer ha sido formada desde el costado del hombre, para ser de este, compañera, y representar, así, su papel en la construcción de la Iglesia [7]. Más aún, esta relación tiene, incluso, una dimensión corporal, netamente carnal, puesto que, según nuestra autora, para que la Iglesia sea verdaderamente madre y alcance su perfección, “debe la humanidad seguir procreando”, ya que “la vida de la gracia supone la vida natural”. Frente a esta realidad, la mujer se vuelve un elemento importantísimo (y no solamente porque es la única capaz de traer hijos al mundo), ya que “su organismo corpóreo-espiritual está formado para la natural tarea de la maternidad, y la protección de la prole está santificada por el sacramento del matrimonio e incluida en el proceso vital de la Iglesia” (Stein 297). Por lo tanto, de lo anterior podemos desprender una primera conclusión que tiene que ver con la capacidad concreta de la mujer de engendrar nueva vida (literalmente, de parir). Esta capacidad propiamente femenina adquiere una profundidad distinta si es que miramos a la Iglesia y su misión de ser dadora de vida (igual que la mujer). Es por eso que a la Iglesia la llamamos “madre”, puesto que ella replica –a una mayor escala– los mismos anhelos e inclinaciones del corazón femenino: estar abierta para recibir y dar vida, reconociendo en eso no solo un acto de voluntarismo, sino que, ante todo, la realización de su propia vocación.

A partir de lo  que ya hemos dicho, nos podemos preguntar ahora cómo es, entonces, que se constituyen las relaciones desde una perspectiva femenina y cómo eso puede tener que ver con la vida de la Iglesia. Si consideramos lo que se expuso en el capítulo anterior, podemos volver a afirmar que lo  que marca estas relaciones  es la mutua reciprocidad, es la igualdad fundamental que logra despojarse de cualquier tipo de dominación, jerarquía o subordinación entre las dos partes o personas (esto, como ya dijimos, es también lo que identifica a las relaciones intratrinitarias). Pero la pregunta ahora es cómo relacionamos esta realidad con la vida y estructuración de la Iglesia, siempre desde una perspectiva eclesiológica. Esto es lo que nos podría permitir adentrarnos en el valor más fundamental que tiene la mujer para la Iglesia, puesto que en la naturaleza femenina (tan similar, como ya vimos, a la Trinidad) no solo se hallan contenidas una serie de características, sino que, ante todo, la vocación y especificidad de la mujer logran configurar una propuesta eclesiológica o, en otras palabras, una manera de hacer Iglesia que tiene como única referencia a la Trinidad misma [8]. Es por eso que concluimos este capítulo afirmando que efectivamente existe una importancia eclesiológica en el rol de la mujer en la Iglesia, importancia que se manifiesta de maneras muy diversas. Por un lado, la capacidad engendradora de la mujer es la que posibilita el crecimiento de la Iglesia y, por otro lado, más profundamente, su naturaleza y especificidad son las que marcan la esencia misma de la Iglesia, que desde siempre se ha sabido “esposa” de Cristo y, por tanto, hecha para entrar en-relación-con-otros y, en ellos, entrar en relación-con-el-único-Otro. De ahí que la presencia femenina en la Iglesia no solo no puede quedar reducida a una realidad meramente ocasional, práctica o circunstancial, sino que, más aún, debe ser reconocida como uno de los elementos constitutivos (sino, el más) de la razón de ser de la Iglesia de Cristo.

4.           La importancia divina de la mujer

Bien sabemos que uno de los temas teológicos más relevantes de la era patrística y de todo el desarrollo posterior de la teología cristiana, es el de la divinización del hombre a través de Cristo [9]. Esto, a grandes rasgos, tiene que ver con que, en la Encarnación, al asumir el Verbo la condición humana, se establece un vínculo entre la vida divina (hasta entonces exclusiva de Dios) y la vida humana. Dicho de otra manera, con la muerte y, sobre todo, con la resurrección de Cristo (entendido como plenamente humano) la vida divina se hace accesible a todo el género humano, por cuanto Jesús de  Nazaret  ha inaugurado la definitiva resurrección de la carne y la presencia infinita en el banquete escatológico que él mismo se ha ofrecido a preparar, previo a la llegada de todos los hombres y mujeres. Si debiéramos reducir esto al máximo, podríamos decir, que “el Hijo se ha hecho como nosotros para que nosotros seamos como él”. En eso consiste la divinización de la vida humana a la luz de la fe en Jesucristo.

Pues bien, si llevamos este tema a lo que nos compete en este trabajo, es decir, a la investigación en torno a la importancia de la mujer en la Iglesia, podemos reconocer que, a partir de lo que hemos expuesto en los capítulos 1 y 2, la divinización del ser humano se da de un modo especial en la mujer, por cuanto su naturaleza y especificidad determinan un modo único de acercamiento a Dios. Es lo que nos dice Edith Stein cuando afirma: “grande y amplia ha llegado el alma a ser, porque ha salido de sí y ha ingresado en la vida divina. Como una llama tranquila arde en ella el amor que ha encendido el corazón, y la lleva a manifestar amor y a encenderlo en los otros” (Stein 163). Lo que se nos aparece, entonces, es la afirmación de que, cuando la mujer lleva adelante la realización de su propia vocación, es decir, la salida de sí misma para “hacerse espacio” para el otro – similar a la teoría judía del zim-zum y la contracción de Dios–, ella se está asociando, así, a una característica que es propia de Dios. Por ahí pasa, en una primera instancia, su participación en la vida divina, “a través de la más estrecha unión al corazón divino en una vida eucarística y litúrgica” (Stein 43), de modo que podemos apreciar cómo, finalmente, esa disposición natural de apertura que hemos reconocido en la mujer encuentra su orientación definitiva en la vida divina de Dios. Dicho de otra manera, la capacidad receptiva de la mujer no solo la asocia analógicamente a la Trinidad o a la Iglesia, sino que, más aún, esa vocación volcada hacia la alteridad es lo que, en definitiva, le permite a la mujer identificarse con la vida de Dios y, por tanto, con Dios mismo. La específica receptividad de la mujer es lo que la dispone a recibirlo todo del Todo y, “cuanto más avance en este camino, tanto más será semejante a Cristo” (Stein 81), quien encarna el ideal de la perfección humana, donde todo se halla plenamente integrado. Aquí será importante reconocer que, al igual que el Logos Divino, la mujer también pasa por una suerte de kénosis, un abajamiento o, mejor dicho, un desprendimiento de lo autorreferencial para así vaciarse de sí misma y hacer espacio para que la vida del otro, con sus penas y alegrías, pueda integrarse de manera completo en su propio modo de existir. Por lo tanto, la importancia divina de la mujer pasa, ante todo, por el hecho de que ella es capaz de vivir, a su propio modo, una semejanza cada vez mayor con Cristo [10], asumiendo su manera de ejercer la apertura y disponibilidad. De ahí que podamos decir que la vida femenina está llamada a estar cada vez más atravesada por la eucaristía y así ser cada vez más cristológica, por cuanto que es en Jesús donde la mujer encuentra el modo concreto de asociarse a la vida divina y realizar así su única vocación en el mundo, al mismo tiempo que, en Jesús, ella encuentra también la fuerza y la gracia para sobreponerse al pecado y ser liberada de las heridas y restablecida en la pureza [11].

Por último, para terminar de complementar lo ya expuesto en este capítulo, debemos referir una palabra al Espíritu Santo, persona trinitaria que es, en sí misma, donación, tanto en la realidad intra-trinitaria, aunque, sobre todo, en la relación de Dios con el mundo. Es cosa de ver cómo se nos aparece el Espíritu Santo en el Evangelio: es verdad que al principio lo hace como un actor activo que gatilla y conduce los procesos relativos a la Encarnación y al mismo Jesús, pero después, en lo que conocemos como inversión trinitaria, el Espíritu Santo es dado (o, mejor dicho, insuflado) a los discípulos a través de Jesús. Por lo tanto, esta persona trinitaria expresa, con una tremenda claridad pedagógica, el acto de apertura y participación de Dios en la vida de los hombres y mujeres. En otras palabras, la donación del Espíritu Santo no es solo una acción sin más, sino un acontecimiento que nos dice quién es Dios y, por tanto, cómo estamos llamados a ser cada uno de nosotros. Pues bien, es claro, entonces, que la vocación femenina logra relacionarse analógicamente con el Espíritu Santo, quien, por antonomasia, es el dador  de vida y amor, ambos elementos que constituyen, también, la raíz más profunda de lo que es la mujer [12]. De ahí que afirmemos una importancia divina en la vida de la mujer al interior de la Iglesia como un elemento esencial que nos permite volver a Dios y reconocer con mayor claridad cuáles son las dinámicas pneumatológicas que dan vida y sentido a toda la Iglesia-Pueblo de Dios.

5.           La importancia paradigmática de María

No deja de ser cierto que, hasta ahora, todo lo que hemos dicho corresponde a una reflexión de corte más bien especulativo y, por eso, naturalmente puede surgir la pregunta acerca de cómo se concreta todo esto en la vida ordinaria de la mujer creyente. ¿Cómo podría la mujer aterrizar a su existencia más inmediata y cotidiana la certeza de saberse símbolo de la Trinidad y llamada a vivir la vida de Dios?

¿Cómo, a su vez, podría la mujer reconocerse como imagen de la Iglesia y, de algún modo, connatural a ella? ¿Cómo, en definitiva, podría la mujer ejercer y hacer aparecer su plena y verdadera importancia dentro de la Iglesia? Pues bien, para encontrar esta respuesta debemos ir a la sencillez de la mujer que se llamó María de Nazaret, madre de Jesús (y Θεοτόκος) y figura teológica central de nuestra reflexión, puesto que ella es el paradigma nacido de una singularidad que logra, al mismo tiempo, hacerse colectiva, es decir, para todos y todas. Dicho de otra manera, es en ella –en su ser madre, creyente y esposa– donde se concreta todo lo que hemos dicho y de ahí su importancia paradigmática en el desarrollo de esta investigación, pues la entendemos –a María– como el punto consolidador de los distintos temas que hemos tratado. A continuación, buscaremos dar cuenta del porqué de la centralidad de María y de esta necesidad de incluirla a la hora de afirmar la importancia de la mujer dentro de la Iglesia, siempre enmarcados, claro, en las ideas que presenta Edith Stein. Y es que, a partir de nuestra autora, podemos mirar a María y reconocer en ella una suerte de síntesis concreta que recoge, vive y muestra al mundo la plenitud de la naturaleza femenina que se presenta en esta obra, ya que, después de todo, según la misma Edith Stein, ella es “el símbolo más perfecto (en cuanto protoimagen y origen) de la Iglesia”, así como también es “el órgano a partir del cual todo el cuerpo místico fue creado, también la cabeza misma” (Stein 299). Finalmente, cabe mencionar que, para entender plenamente esto, será muy importante tener como telón de fondo los cuatro capítulos previos que ya hemos desarrollado y que, en cierto sentido, terminan de amarrarse en este quinto y último apartado.

En más de una ocasión, Edith Stein llama a María la Inmaculada, lo cual, obviamente, nos remite al dogma de la Inmaculada Concepción y todo su significado teológico. En palabras del Magisterio, recordemos, que este dogma refiere al hecho que la “Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano” (Denzinger-Hünerman, n.2803). Dicho de otra manera, toda la humanidad de María queda santificada desde su origen por el hecho de ser la Madre de Dios y su relevante papel en la historia de la salvación. Sin embargo, el dogma es claro en afirmar que esta gracia no le viene de pura casualidad a María, sino que es una consecuencia de su vínculo con Cristo. Lo mismo nos dirá Edith Stein:

En el punto central de su vida está su hijo. Ella atiende su nacimiento con bienaventurada expectación, ella protege su infancia, ella lo sigue en su caminar, cerca o lejos, según lo desea él: ella le tiene en sus brazos una vez muerto; ella cumple el testamento del que se ha ido. Pero todo esto lo hace ella no como su asunto, ella es en todo la esclava del Señor y cumple aquello para lo que ha sido llamada (Stein 29).

De esta manera, la formulación del dogma de la Inmaculada Concepción es una excelente  ayuda para comprender en qué medida y con qué fuerza María cumple la vocación natural de la mujer a través de la apertura, la receptividad y disponibilidad. Ella lleva esa especificidad al máximo y la expresa de un modo definitivo, asumiendo libremente la entrada de Dios en su vida, tal como lo expresa el Magnificat, donde la Virgen le dice al ángel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Se hace necesario reconocer la potencia de esta frase, la cual, a primera vista, pareciera ser más bien pasiva y de mera disposición, ya que pone el acento en la acción de Dios que se realiza en María. Sin embargo, esta frase también nos muestra a María como sujeto implícitamente activo, puesto que ella es la que la formula; su acción activa, justamente, es la de disponerse, y es en esa determinación de ella por donde pasó la realización de la voluntad divina. En consecuencia, en María podemos descubrir una mujer que, sin perder su libertad ni lo que ella era, es capaz de abrirse completamente a la gracia y dejar que su vida quede atravesada y se llene de sentido a partir de la voluntad de Dios. El punto central estará en que, a partir de esa elección de Dios, no solo queda definida la santidad de la Virgen, sino que, con ella, también es nuestra propia humanidad la que se abre a la vida divina y santificada [13]. Por eso, Edith Stein será insistente en afirmar que, desde una perspectiva femenina, “la imagen de la madre de Dios nos muestra la actitud anímica básica correspondiente a la vocación natural de la mujer” (Stein 30).

6.           Conclusión: perspectivas abiertas del rol de la mujer en la Iglesia hoy

Si bien hemos logrado, gracias al capítulo anterior, aterrizar de un modo más concreto nuestra reflexión y hacerla, creíble y practicable a la luz del ejemplo de María, me parece necesario, también, que podamos esbozar algunas conclusiones o desafíos más o menos definidos que logran desprenderse de todo lo que ya hemos dicho. La idea de esto es, sobre todo, volver a recordar que nuestra reflexión teológica no puede quedársenos únicamente en las nubes, en medio de una confusa nebulosa de teoremas y planteamientos. No, la teología debe tener, necesariamente, una concreción práctica que pueda ser asumida por todas las personas y que contribuya, de algún modo, en el caminar y la vida de la Iglesia. Solo así la teología tendrá verdadero sentido y estará realmente encarnada, y es desde ese espíritu que presentamos esta conclusión, la cual, como ya dijimos, no pretende dejar resueltas todas las preguntas, sino, más bien, presentar las perspectivas que, a partir de nuestra investigación, han quedado abiertas para seguir reflexionando en torno al rol de la mujer en la Iglesia de hoy.

“El sexo femenino es ennoblecido por cuanto que el Salvador ha nacido de una mujer, de modo que ‘una mujer fue la puerta por la que Dios hizo su entrada al género humano’” (Stein 61). En otras palabras, el inicio de la historia de la salvación, tal como fue y lo conocemos, dependió total y exclusivamente, en su sentido más original, de una mujer. ¿Entonces cómo se explica que, con el paso de los siglos, el rol de la mujer en la Iglesia fue siendo cada vez más relegado y secundario frente al del varón, siendo que la Iglesia misma halla su origen en el vientre de una mujer virgen y que, ya en el relato sacerdotal de la creación, se estableciera la igual dignidad del hombre y la mujer? El origen de esto, nos dice Edith Stein, solo se explica a la luz de la caída que significó el pecado original, donde:

De esta relación de compañerismo ha surgido una relación de dominio, que muchas veces es ejercido de modo brutal, de forma que ya no se pregunta por los dones naturales de la mujer y su desarrollo óptimo, sino que se le utiliza como medio para el resultado, o para la satisfacción de la propia concupiscencia (Stein 64).

Esta malformación del designio creador, que estaba marcado originalmente por el reconocimiento de la unidad e igualdad fundamental, es lo que se ha seguido pagando a lo largo de la historia de la Iglesia, teniendo a la mujer (y, con ella, a los débiles y los pequeños) como una de sus principales afectadas.

Sin embargo, seguimos teniendo la oportunidad de reconocer de manera más certera qué es lo que podría pensar Dios acerca de la mujer, y de eso, naturalmente, debería desprenderse cuál es la valoración que la historia y la Iglesia hace actualmente de ella y de su rol. Esa oportunidad está en la vuelta a la naturaleza donadora del mismo Dios, ya que:

¿Ha hecho el Señor alguna vez una diferencia entre hombres y mujeres? (…) en su amor no hizo ni hace ninguna distinción. Los medios de salvación están por igual a disposición de todos los cristianos, y precisamente a las mujeres les envía con especial abundancia sus dones extraordinarios, las manifestaciones místicas. Parece que hoy llama a mujeres en un número particularmente grande a tareas específicas de su Iglesia (Stein 187).

La pregunta que surge luego de esto es, sin duda, cómo esta certeza de la entrega universal de Dios se expresa en la organización y funcionamiento de la Iglesia. Tanto si nos basamos en la historia pasada como en la realidad actual, creo que la respuesta sigue siendo más bien negativa, puesto que la estructura piramidal de la Iglesia pareciera seguir demasiado instalada en el género masculino (y con esto voy a algo que va más allá de la discusión por el sacerdocio femenino, cuestión que también es abordada en esta obra [14]). El punto central de lo que quisiera expresar está en que la estructura actual de la Iglesia –y el rol que tiene la mujer al interior de esta– no está siendo plenamente coherente con la naturaleza del Dios en el que creemos ni de la voluntad que él mismo nos transmitió, primero en la Creación y luego en la Encarnación [15]. Esta constatación teológica, tiene especial sentido en el contexto actual de nuestra Iglesia, en donde las mujeres no solo son una mayoría numérica absoluta en cuanto a la participación, sino que, además, ellas buscan cada vez más asumir papeles protagónicos en la organización, conducción y animación de nuestra Iglesia.

Por lo tanto, para concluir esta investigación, volvemos a reafirmar la idea de que en la mujer, en su vocación y especificidad, no solo se hallan contenidos elementos accidentales o circunstanciales, sino en ella, más aún, están inscritos elementos que son divinos, propios del mismo Dios. Por eso, ella misma, en todo lo que es, se vuelve una propuesta para el mundo que está teñida por la voluntad amorosa y dadora de vida del Dios de Jesús. Es desde esa convicción que este trabajo ha intentado no solamente dar cuenta de la naturaleza femenina a la luz de la gracia, sino que, ante todo, ha sido un intento por reivindicar teológica y humanamente el rol y la importancia fundamental de la mujer en la Iglesia de Cristo, tal como ella es, siempre singular, siempre femenina y siempre imprescindible.

Rafael García, dadun.unav.edu/

Notas:

1   Esta idea queda mejor iluminada a partir de lo que dice Anneliese Meis: “el acercamiento a la especificidad de la mujer requiere de una mirada receptiva activa, a la vez que un ‘ir a las cosas’ –que revela    la objetividad de la esencia de todo cuanto existe en la ‘constitución’ subjetiva del yo puro–, una vez puesto entre paréntesis –epoché– lo sabido, hasta los pensamientos del corazón” (Meis, A. “La cuestión de la especificidad de la mujer en Edith Stein (1891-1942)”. Teología y Vida. 2009 v.50, n.4. Página 751.)

2   Las dos citas anteriores también corresponden a la misma página.

3   Cf. Stein, página 145

4   Sobre este tema más propiamente trinitario podemos encontrar grandes luces en las ideas de Elizabeth Johnson, las cuales, al igual que en Edith Stein, tienen su origen en la naturaleza femenina y en lo que la mujer es: “la prioridad ontológica de relación en la idea del Dios trino manifiesta una fuerte afinidad con la forma que tienen las mujeres de disponer de su propia relacionalidad como un modo de ser en el mundo” (Johnson, E. La que es, el misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona. Editorial Herder, 2002. Página 277)

5   Relacionado a lo que Anneliese Meis dirá: “Fundamentalmente no puedo ser yo mismo más que ‘por’ el otro, más que ‘en’ el otro. Esta problemática de relación con el otro atraviesa toda la obra de Edith Stein” (Meis 756).

6   Así lo dirá magistralmente Elizabeth Johnson: “en  este lenguaje (el de la Trinidad) quedan reflejados   la dignidad exuberante y el poder dador de vida de las mujeres, pues aquí el misterio divino, conocido confusamente a través de la creación, de la salvación y de la permanente dialéctica de presencia y ausencia, aparece en forma femenina, al propio tiempo que la bendición divina se otorga como don femenino. Tal   símbolo de Dios significa para las mujeres una llamada a crecer en la abundancia de sus poderes humanos,   a ser creadoras, autoexpresivas y al mismo tiempo, amantes en todas las situaciones de ruptura humana,  de violencia y de destrucción en la tierra. Tal símbolo apunta al misterio de la Sabiduría trina como ‘imago feminae’” (Johnson 276)

7   Cf. Stein 298.

8   Para profundizar en esta idea podemos volver a las luces que nos ofrece Elizabeth Johnson al decir: “El símbolo trinitario significa comunidad de iguales, algo esencial a la visión feminista de la ‘shalom’ última. Apunta a modelos de diferenciación que no son jerárquicos, y a formas de relación que no implican dominio. Moldea el ideal, reflejado en tantos estudios sobre el modo de ser de las mujeres en el mundo, de un vínculo relacional que permite el crecimiento de las personas como sujetos genuinos de la historia e y a través de la matriz comunitaria, y el florecimiento de la comunidad en y a través de la praxis de sus miembros” (Johnson 280).

9   Cf. por ejemplo, el Adversus Haereses de IRENEO DE LYON y las funciones de le Encarnación que ahí se desarrollan.

10    Sobre este respecto, Anneliese Meis presenta la pregunta que se hace Edith Stein: “Si el Creador         es el arquetipo de la creación, ¿no se debe encontrar en la creación una imagen, aunque lejana, de la unidad trinitaria del ser originario? Y, por lo tanto, ¿no sería posible llegar a la comprensión más profunda del ser finito? –y en nuestro caso, ¿de la especificidad de la mujer?” (Meis 771).

11    Cf. Stein 41.

12    Esta idea es desarrollada más profundamente en Meis 775-78.

13    Sobre esto, puede resultar muy iluminadora la siguiente cita: “en ambos (Jesús y María), el lugar de esa vinculación se da en la unión con la divinidad: En Cristo por la unión hipostática; en María, por la entrega de todo su ser al servicio del Señor. ¿Quedan por ello tan separados del resto de la humanidad, como para no poder ya servirle como modelo? De ninguna manera. Ellos han vivido para los seres humanos, y no sólo porque han operado nuestra redención, sino también porque nos han enseñado cómo deberíamos vivir para tomar parte en la redención” (Stein 244).

14    Cf. Stein 79 y 81

15    Sobre este punto nos vuelven a ser muy útiles las ideas de Elizabeth Johnson: “la imagen de Dios es el punto de referencia definitivo de los valores de una comunidad. Por otra parte, la estructura del símbolo trino significa una profunda crítica, por poco que la gente lo advierta, del dominio patriarcal en la Iglesia y  en la sociedad. (…) La noción central de Trinidad divina, que simboliza no un monarca que gobierna desde su aislado esplendor, sino el carácter relacional de la Sabiduría Santa, apunta inevitablemente en esa dirección, hacia una comunidad de iguales con relaciones mutuas. El misterio de Sophia-Trinidad debe ser confesado como profecía crítica en medio del dominio patriarcal”. (Johnson 285)

Socorro Fernández García

Introducción

Como ya se ha dicho en tantos lugares, el pensamiento de Leonardo Polo constituye una importante aportación a la Historia de la Filosofía, no sólo por lo que ha dicho sino también por su modo de hacer filosofía. Él mismo dice en su Introducción a la filosofía que ésta no es un saber terminativo o culminativo, que el filósofo es el hombre abierto a lo inagotable, que aspira a un entender creciente [1]. Querer entender es lo que le ha llevado a dialogar a lo largo de su vida con los filósofos y sus sistemas para buscar lo que hay de verdad y seguir pensando, porque la realidad siempre da que pensar y el pensamiento siempre debe crecer.

En ese pensar y seguir pensando, Polo no se ha limitado a decir o a interpretar y discutir lo que otros han dicho, cosa que en sí misma es ya un mérito notable, sino que también ha propuesto un pensamiento original que ayuda a entender algunos aspectos de la realidad y que permite seguir pensando. Como bien señaló el Profesor Juan García en el homenaje que tuvo lugar en la Universidad de Navarra el pasado año 2013, tres son las aportaciones originales que hacen que don Leonardo ocupe un lugar propio en la historia del pensamiento del siglo XX y que sea una propuesta de trabajo para el siglo XXI: hallazgo del límite mental, interpretación de la distinción real y la noción de coexistencia personal [2]. Teoría del conocimiento, metafísica, antropología transcendental (estudio del ser personal). Tres aportaciones que están relacionadas entre sí, porque desde el reconocimiento del límite mental y de la naturaleza del ser creado, llega a entender la naturaleza específica del ser creado personal, lo que le permite atisbar al Ser Creador como ser personal en su coexistencia trinitaria.

Tal vez sea por lo que aporta de nuevo o por su modo de acceder al pensar y dialogar con los otros autores, la filosofía de Polo es una filosofía inspiradora, en dos sentidos. Por una parte, no cabe duda que sus planteamientos filosóficos constituyen auténticos retos para su profundización y estudio, como bien se puede comprobar con el número de publicaciones: artículos, monografías y tesis doctorales, que son realidades cuantificables. Pero, por otra parte, la filosofía de Polo es inspiradora en el sentido que aporta luces, ilumina cuestiones que a lo mejor él mismo no ha llegado a abordar de modo explícito, pero deja abiertas perspectivas que constituyen auténticas claves de interpretación [3].

En este sentido, tomando como referencia sus obras de ética: Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos [4] y Lecciones de ética [5], quiero destacar algunas cuestiones que, han sido inspiradoras para iluminar el pensamiento de Hobbes. No consta que Polo haya dedicado especial atención a Hobbes, pero su crítica de la filosofía moderna y sus propios planteamientos ayudan a esclarecer la filosofía de Hobbes, que tanta repercusión tendrán en el pensamiento político moderno.

La primera cuestión se sitúa en el capítulo primero del libro Lecciones de ética, que lleva por título: “La ética como saber de fines”. Polo afirma que “si la voluntad es absoluta, tiene que ser totalmente arbitraria, no puede atenerse a nada esencial, a nada que comporte atenerse” [6]. Esta afirmación es una buena crítica de fondo a todo el planteamiento hobbesiano que define la voluntad como un apetito al que acompaña una deliberación [7].

Por otra parte, en este mismo libro, Polo sostiene que la ética debe centrarse en el estudio de la voluntad y de las dificultades que implica, y afirmará que el estudio de la voluntad conecta inmediatamente con la libertad, porque sin libertad no hay voluntad [8].

Este planteamiento no deja de ser original, si se tiene en cuenta lo que se suele sostener al respecto, esto es, que la libertad no es la condición sino una característica de la voluntad. La voluntad es la facultad y la libertad viene a ser la propiedad que acompaña al ejercicio de esa facultad [9].

Sin embargo, como es conocido, para Polo, en la medida que la libertad es un transcendental personal, es en cierto sentido condición de posibilidad de la voluntad porque está en el orden del ser personal, no de las operaciones, mientras que la voluntad está en el orden de la operación, aunque, por otro lado y esto parece también una contradicción, Polo justifica en otro momento la dignidad humana en la apertura ontológica de la voluntad nativa con independencia de los actos de libertad que pudiera darse.

Esta aparente contradicción sólo se puede resolver si la libertad, al estar en el orden del ser personal, también transciende sus propios actos, que se llevan a cabo entre otros momentos cuando la voluntad se pone en ejercicio con el concurso de la inteligencia.

Para Hobbes esto no tiene ningún sentido porque en su planteamiento sensista la voluntad siempre es activa.

La voluntad nativa en Polo como apertura pasiva y libertad

Para abordar esta cuestión, la referencia ha sido el libro de Ética. En el capítulo dedicado a la voluntad y la libertad, Polo recoge el pensamiento clásico según el cual la noción de voluntad tiene dos momentos o dos dimensiones. Lo que se conoce como voluntas ut natura y voluntas ut ratio, o también con los términos griegos de orexis y boulesis [10].

La voluntas ut natura es lo que llamará Polo voluntad nativa, que es el puro desear radical de nuestro espíritu; desear como algo ontológico, no como algo activo, desear como tendencia que se equipara a un modo de ser y que está determinada ad unum, a la felicidad [11], al Bien irrestricto, porque es una tendencia de la voluntad no voluntaria. Es más, llegará a afirmar que es una tendencia de la que no se tiene conocimiento: “La voluntad está orientada a la felicidad aún sin saber lo que es la felicidad, al margen de cualquier conocimiento, porque la voluntad toma contacto con el conocimiento como voluntas ut ratio. La voluntad nativa es una pura potencia del espíritu humano, incapaz de suyo de acto alguno” [12].

La voluntad nativa es una relación transcendental. Polo sostiene que en la constitución ontológica de la voluntad está la relación transcendental hacia el bien, anterior a cualquier conocimiento [13].

Tendemos a la felicidad de un modo constitutivo aunque no sabemos qué sea eso de ser feliz. En un segundo momento y en la línea del Aquinate, cuando la inteligencia presenta a la voluntad algo como bueno es cuando la voluntad toma, por así decir, conciencia de que ese bien presentado puede tener que ver con ese bien al que aspira, aunque no lo agote [14].

Lo que Polo plantea es que la voluntad ut natura, o voluntad nativa, no es una tendencia espontánea en el sentido de tendencia activa, sino que es una tendencia constitutiva; sólo se activará cuando se una a la inteligencia, ya que sin ella no puede ejercer sus actos, pero esa tendencia originaria es algo espiritual y no sensible [15]. Cuando se une a la inteligencia es cuando toma contacto con la libertad. Dirá expresamente aludiendo a Tomás de Aquino y Averroes que “sin el concurso de la inteligencia, la libertad no llega a tomar contacto con la voluntad” [16], aunque no por ello la voluntad deja de estar abierta al infinito al que tiende y ahí radica la dignidad humana en esta primera instancia, en la capacidad ontológica, aún antes de que la voluntad ejerza los actos libres.

Sin embargo, Polo afirmará algo que aparentemente es una contradicción ya que antes ha dicho que el hombre es radicalmente libre y su voluntad no [17]. Lo que afirma ahora es que el hombre es digno no por ser libre sino por tener una voluntad que en su constitución tiene una relación transcendental con el infinito. La contradicción es sólo aparente porque para Polo la libertad es un transcendental personal que está en el orden del ser personal y que, al igual que la voluntad, es anterior a sus actos.

Aunque la libertad es una cuestión que Polo ya ha desarrollado de modo amplio en otros lugares, en la Ética lo que destaca es que la libertad no es una propiedad de la voluntad sino del hombre, porque es un transcendental personal.

La voluntad nativa no es la libertad; la libertad donde radica es en la persona. La libertad es radicalmente personal, puesto que radicalmente no corresponde a la voluntad. Llega a la voluntad, toma contacto con la voluntad: la voluntad es investida de libertad, pero es investida después de tomar contacto con la inteligencia, momento en el que se forjan las virtudes [18].

Cuando la voluntad toma contacto con la inteligencia es cuando se hace susceptible de virtudes y cuando se capacita para ser libre.

Cuando la voluntad ejerce sus actos iluminada por la inteligencia adquiere hábitos. Ahora bien, una voluntad con hábitos deja de ser una potencia pasiva. Porque se hace capaz de ejercer nuevos actos.

Con hábitos, la voluntad es capaz de determinarse con facilidad para cierto tipo de actos, no se limita a ser determinada en general por el fin.

Es a través de los hábitos como la libertad inviste a la voluntad. Es cuando la voluntad nativa se hace voluntad personal. Voluntad de alguien [19].

Como acostumbra a hacer Polo en sus lecciones, termina con una pequeña síntesis conclusiva sobre la relación voluntad-libertad en la que establece tres momentos. Un primer momento pasivo que es la voluntad en cuanto apertura inherente a nuestra naturaleza espiritual, como capacidad que de suyo no puede pasar a ejercer sus actos, sino como apertura estática.

Segundo momento en el que se produce la conexión de esa capacidad pasiva con el razonamiento práctico, el cual presenta a la voluntad en cada caso aquello que la determina a la acción; se lo presenta como algo susceptible de proporcionar la felicidad, o bajo la razón de bien.

Por último, el tercer momento cuando al actuar la voluntad adquiere hábitos y así es investida de libertad [20].

La voluntad en Hobbes según el planteamiento de Polo

Como he afirmado no hay constancia de que Polo haga referencia explícita a la filosofía de Hobbes. A diferencia de Descartes, Hegel, Nietzsche o Heidegger, que sí han dado lugar a importantes trabajos y monografías, a Hobbes no le ha dedicado demasiada atención y sin embargo su planteamiento sobre la voluntad y la libertad, así como su crítica a la filosofía moderna, facilitan entender el pensamiento del filósofo de Malmesbury.

Como es conocido, Hobbes aborda la noción de voluntad en el De Corpore, en el último epígrafe de la última parte de su tratado dedicado a la Física o los fenómenos de la naturaleza, en el capítulo dedicado a la sensación y movimiento animal [21]. Él mismo dice que tratará de este tema con más extensión cuando hable del hombre, pero su definición de voluntad no cambiará.

La voluntad aparece en esta primera aproximación como un apetito al que le acompaña una deliberación, entendiendo por deliberación el conjunto de pensamientos que acompañan a un apetito o aversión [22]. Para Hobbes apetito y voluntad significan lo mismo ya que el lugar que ocupa la deliberación es lo que modifica el apetito. Esto significa que la voluntad ya no distingue al humano del animal sino que lo que les distingue viene a ser la deliberación que se produce [23].

Para Hobbes lo metafísico no es nada distinto de lo físico, y voluntad y apetito se entienden como espontaneidad física y activa. En su universo en el que no cabe la finalidad, no tiene sentido hablar de apertura hacia ningún lugar; voluntad como tendencia ontológica no significa nada y la libertad tampoco tendrá demasiado espacio en un universo en el que no hay nada distinto de una necesidad absoluta.

Como bien señala Polo, para los modernos la voluntad es pura espontaneidad, pero esto implica negar que la inteligencia pueda ejercer operaciones inmanentes, es decir posesivas de formas. La gran diferencia, dirá Polo, entre el planteamiento clásico y moderno tiene que ver con las formas que o son el resultado de la espontaneidad voluntaria o son intelectualmente poseídas, pero no como resultado, al ejercer las operaciones cognoscitivas [24].

La contradicción de Hobbes está en que necesita la deliberación para distinguir el hombre del bruto, pero la deliberación se reduce también a una dimensión sensible. No es otra cosa que la comprobación de que la sensación es buena o mala, él mismo la define como “pensamientos que se producen durante la alternancia entre el apetito y la aversión, que duran tanto cuanto dura la posibilidad de obtener lo que agrada o evitar lo que desagrada” [25].

Hobbes intentará explicar la vida psíquica en términos de sucesión, en clave mecanicista y necesaria; dirá, por ejemplo, que en la sucesión que proviene del apetito cuando quiere se sitúa la esperanza; cuando proviene de la aversión, el miedo; cuando el apetito oscila es la deliberación. Cuando el miedo no tiene esperanza se habla de odio, y cuando a la esperanza no le acompaña el miedo, se queda en puro deseo [26]. Para Hobbes, la voluntad no transciende el ámbito de la sensación, es pura espontaneidad activa, dirigida, si se puede hablar así, por las sensaciones positivas o negativas, ante las que no cabe más que responder de un modo determinado. Su noción de causa íntegra está detrás de este planteamiento, ya que si la causa del apetito es total no puede no seguirse, por coherencia con su principio de causalidad, según la cual de la causa íntegra se sigue necesariamente el efecto [27].

Para Polo la voluntad es actualizada por la inteligencia, que la capacita para mover en la medida en que se hace activa por los hábitos. Cuando la voluntad se convierte en potencia activa es capaz de poseer los actos y de ejercerlos o no, porque los posee. Esto en Hobbes no tendría ningún sentido. Por esa razón, en este contexto, la libertad no tiene cabida en el orden de la filosofía primera, en la que la posibilidad y la necesidad se convierten. Hobbes resuelve la aporía intentado desvincular la libertad del ámbito de la voluntad, haciendo de ella una ficción o una posición de poder. Hobbes, al querer desvincular la libertad de la voluntad, atribuye a la noción de poder las características de una voluntad irrestricta, en la que ya no hay deseo más deliberación, sino sólo deseo que se ejecuta sin ninguna referencia racional. De este modo, la noción ética de poder humano viene a completar la noción física de potencia.

A la luz del pensamiento de Polo se ilumina más el planteamiento de Hobbes. Así como para Polo la libertad está en el orden del ser personal y necesita de la inteligencia para tomar contacto con la voluntad, es a través de los hábitos como la voluntad se capacita para crecer, para Hobbes la libertad no es más que una espontaneidad física unida a la voluntad desde el inicio; voluntad entendida como apetito más la deliberación que no genera nada estable; de hecho, la vida psíquica en Hobbes no es más que un mecanicismo de sensaciones a las que se les ponen nombres convencionales. Para Polo la inteligencia es la que hace posible que la libertad invista a la voluntad. Hobbes, en clave sensible dice que la voluntad también requiere de algún modo de la inteligencia; pero sin finalidad y sin entender el conocimiento como algo posesivo no es posible hacerse cargo de la voluntad ni de la libertad humana.

Para Polo la voluntad no tiene que ver con la libertad desde el inicio. Para Hobbes tampoco, pero por otros motivos, ya que en Hobbes los actos de la voluntad en cuanto que son “el último apetito en el proceso deliberador” [28] son totalmente necesarios: no pueden no seguirse, de acuerdo con su principio causal.

La libertad en Hobbes tiene que ver con el poder, con un poder en el que la inteligencia no toma parte para elegir, para determinar lo bueno; un poder en el que sólo la imaginación puede establecer los fines en función de una utilidad social. Poder que está formado por los medios que el hombre tiene a mano para obtener un bien futuro que se le presenta como bueno [29].

De este modo, vemos cómo lo que al principio parecía una reducción, al considerar la voluntad como un apetito más una deliberación [30], al final, cuando la voluntad está en manos de la imaginación que elabora fines en función de lo útil, la voluntad aparece como una fuerza ilimitada.

De nuevo vemos cómo el pensamiento de Polo ilumina la filosofía de Hobbes, porque podemos observar que en este filósofo se cumple a la letra lo que Polo sostiene sobre la reducción causal que se produce en la modernidad, esto es, cuando las causas se reducen sólo a eficiente y material, la voluntad queda como pura espontaneidad, que al no tener ninguna dirección se hace arbitraria. La voluntad se encuentra bloqueada en sí misma [31].

La deliberación se encuentra sin objeto y necesita recurrir a la ficción. Hay que buscar un motivo para que la voluntad se dirija y ese motivo no es nada distinto de la paz social.

Como sostiene Polo, al no admitir la regularidad de la razón, la voluntad sólo puede ser compatible con leyes arbitrarias, que en el fondo el sujeto las pone o las quita porque quiere [32].

Socorro Fernández García, ubu.es/

Notas:

1   Cfr. L. Polo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1995, pp. 15 y 18.

2   Cfr. J. A. García González, “El testigo de don Leonardo Polo”, en A. L. González (coord.), Leonardo Polo, 1926-2013. In memoriam, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2013, p. 34.

3   En este sentido tengo que mencionar su concepción de la necesidad como totalidad de posibilidad en Leibniz que ayuda sustancialmente a entender la metafísica y teodicea del filósofo de Hannover. Cfr. M. S. Fernández García, “Leibniz y Polo”, Studia Poliana, 2005 (7), pp. 173-184.

L. Polo, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial, Madrid,  1996.

5   L. Polo, Lecciones de ética, Eunsa, Pamplona, 2013.

6   L. Polo, Lecciones de ética, p. 24.

Cfr. T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, p. 309. Utilizo la traducción de Joaquín Rodríguez    Feo, Trotta, Madrid, 2000.

8   Cfr. L. Polo, Lecciones de ética, p. 22.

9   Cfr. A. Millán-Puelles, Léxico Filosófico, Rialp, Madrid, 1984, pp. 399, 402.

10    Cfr. L. Polo, Ética, p. 132.

11    Cfr. L. Polo, Ética, p. 133.

12    L. Polo, Ética, p. 134.

13   Cfr. L. Polo, Ética, p. 135.

14   Cfr. L. Polo, Ética, p. 136.

15   Cfr. L. Polo, Ética, p. 139.

16    L. Polo, Ética, p. 143.

17   Cfr. L. Polo, Ética, p. 143.

18   Cfr. L. Polo, Ética, p. 144.

19   Cfr. L. Polo, Ética, p. 151.

20   Cfr. L. Polo, Ética, p. 157.

21   Cfr. T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, pp. 309-310.

22   Cfr. T. Hoobes, De Corpore, XXV, 13, p. 309.

23   Cfr. T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, p. 310.

24   Cfr. L. Polo, Ética, p. 146.

25   T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, p. 309.

26    Cfr. T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, p. 310.

27    Cfr. T. Hobbes, De Corpore, X, 5, p. 112

28  T. Hobbes, Leviatán, 6, p. 60. Utilizo la traducción de Carlos Mellizo: T. Hobbes,    Leviatán o   la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, Alianza Editorial, Madrid, 2009 (primera edición: 1989).

29    Cfr. T. Hobbes, Leviatán, 10, p. 83.

30    Cfr. T. Hobbes, De Corpore, XXV, 13, p. 310; Leviatán, 6, p. 60.

31    Cfr. L. Polo, Lecciones de ética, p. 27.

32    Cfr. L. Polo, Lecciones de ética, p. 25.


Gabriel Alexander Solórzano H.

Introducción [1]

El punto de partida para establecer la integralidad de la persona humana puede vincularse desde distintas disciplinas del saber social y humano entre las que se encuentran la teología, la filosofía y la antropología e incluso desde la frontera de tales saberes. La primera vinculación puede darse desde el ámbito de la filosofía práctica o del obrar humano, iniciada en la perspectiva del estagirita continuada por el aquinate, quienes relatan, desde ópticas diferentes y complementarias, en el caso del Doctor Angélico, que la capacidad racional humana y la fe del hombre son muestra distintiva de su ser; una segunda vinculación es presentada por la teología, desde su ámbito moral que pone especial énfasis en la explicación racional de la fe manifiesta en las lecciones morales de reflexión teológica y del Magisterio de la de la Iglesia, en las que el hombre como hijo de Dios es redimido en y por la persona de Cristo y está llamado a la plenitud de la vida divina como participe; la tercera vinculación surge de la antropología [3] que en sus múltiples divisiones aporta unos referentes claros y específicos para la definición de ser humano.

Saber ¿Qué es el hombre? ¿Quién es? ¿Cuál es el sentido de su existencia? son, en gran parte, cuestiones cruciales cuando de resolver la complejidad del comportamiento y la esencia de lo humanos se trata. Derivada de ésta dificultad de definir lo humano se presenta el problema del sentido y razón del humanismo puesto que siendo un tema tan amplio puede entenderse desde diversos sentidos y formas, según las épocas y las disciplinas que se encargan de estudiarlo.

De allí que, la primera forma de humanismo se debe a los romanos quienes al adoptar la cultura de los griegos encontraron los elementos necesarios en la práctica de las virtudes, la filosofía y las artes como fundamentos de la humanitas, la cual comprendía que la tarea del hombre consistía en ser culto y digno por excelencia. Siguiendo esta línea de desarrollo de la humanitas, los Padres de la Iglesia, San Agustín y posteriormente Santo Tomás asumieron el legado de la filosofía griega de Platón y Aristóteles respectivamente, para fundamentar que la razón, devoción y dignidad del hombre son los principios rectores del humanismo cristiano, anticipándose, en gran parte, al giro antropocéntrico del Renacimiento, que conservando radicales diferencias frente al medioevo y a su forma de entender la realidad humana en su carácter trascendente, enfatizan en el hombre su carácter inmanente, aunque apoyados en el humanismo de los griegos, los renacentistas valoran la importancia del hombre más que la virtud, contrariando el legado de la tradición clásica griega, que se apoyaba en la virtud que sólo poseían unos cuantos hombres, los libres y sabios. Esta mirada retrospectiva al humanismo clásico, medieval y renacentista sumado a los humanismos contemporáneos muestra la dificultad de entender la esencia de lo humano en las distintas épocas de la humanidad. En tal sentido al referirnos al humanismo integral podemos estar haciendo alusión a todos estos humanismos en la que se encuentra la visión aportada por el cristianismo anterior y posterior al humanismo de la Reforma protestante, en la que continúa vigente la dignidad de la persona humana y sus valores como mensaje del humanismo de Dios.

Así en el humanismo integral se deberá descubrir los elementos sobrehumanos que participan de la esencia misma del hombre sean estos «el Ser» de Heidegger, la Trascendencia de Jaspers, Dios en el lenguaje teísta o Jesucristo, encarnación de Dios, según la fe cristiana. «El análisis del hombre remite –como expresa Aranguren– a un fundamento y una culminación que está más allá de él. «En el hombre hay más que el hombre» [4].

Humanismo integral

La integralidad de la persona remite, en un primer momento, al humanismo de la época clásica griega en la práctica de su ideal religioso derivado de sus prácticas míticas manifestadas en el orfismo y en la tradición medieval del Evangelio como fuente que ilumina la dignidad humana. En un segundo momento esta interpretación de la integridad de la persona humana puede ser contemplada hoy desde la fenomenología en el denominado giro cristiano, en los aportes de la concepción teandrica que integra la relación del hombre como persona, sin desligarse del cosmos y de Dios, en el que se concibe la realidad personal más allá de la concepción del yo-objeto, así la finalidad del ser humano desde estas concepciones, se caracterizan por la búsqueda de lo que nos hace esencialmente humanos sin desligarse de la unión con Cristo y en la identificación con Él y su voluntad desde la práctica conciente, libre y amorosa.

En tal sentido, para nosotros occidentales herederos de las tradiciones judeocristiana y grecolatina, estas ópticas, derivadas del humanismo de los griegos y medievales e incluso del humanismo moderno, son fundamentales pero necesitan revisarse para explicar el sentido integral del ser humano, debido a que la noción de integralidad humana ha sido pensada básicamente desde las nociones aristotélico-tomistas, por lo que se hace necesario adecuar este pensamiento a las nociones de la vida contemporánea, época en la que las discusiones se centran en los análisis de la postmodernidad, la posontología, la desconstrucción del cristianismo [5], El fenómeno saturado [6], la sociedad líquida, el multiculturalismo, el postcapitalismo, la antropología filosófica y el cosmotenadrismo [7], entre otras.

Este hecho evidencia la dificultad para referenciar de manera holística el humanismo en la contemporaneidad, que como dice Maritain refiriéndose al humanismo teocéntrico es «inseparable de la civilización o de la cultura» [8], tal humanismo integral sigue teniendo como fundamento la concepción cristiana de la persona humana desde sus valores espirituales y morales, aspecto que en las sociedades plurales constituye uno de los tantos elementos que integran el todo social.

Consecuente con la idea del humanismo unido a la cultura, el cambio de época que representa la contemporaneidad frente a la modernidad y a la tradición medieval, exige que los fundamentos cristianos empiecen a ser retomados con matices diferenciadores de los asumidos en esta épocas, «sí, en opinión de algunos, un humanismo auténtico no podría ser, por definición, sino antirreligioso, nosotros pensamos todo lo contrario…» [9] asumiendo el cristianismo como una de las mayores fuentes de la tradición cultural de occidente que, a la par con la tradición grecolatina, constituyen al hombre occidental.

A este hecho cultural se suma que el secularismo derivado de la época moderna produjo una división de la racionalidad entre los partidarios del desarrollo científico técnico y del triunfo de la razón sobre cualquier otro aspecto de la vida humana, soportado en el humanismo antropocéntrico que desde su origen renacentista propugna por la descristianización por una «libertad sin gracia» en la que según Maritain el individuo racionaliza en pos de la sola libertad y lo expresa refiriéndose al hombre renacentista: «A él sólo le compete ya crear su propio destino, a él sólo le corresponde intervenir como un dios, mediante un saber dominador que absorbe en sí mismo y que supera toda necesidad, en la conducta de su propia vida y en el funcionamiento de la gran máquina del universo, abandonada a merced del determinismo geométrico» [10]. Esta caracterización de inicios de la época moderna produjo para la existencia humana unas agudas crisis conocida posteriormente, en el siglo XIX, como la crisis de los fundamentos tanto de las denominadas ciencias empírico demostrativas como de las ciencias del espíritu que amparadas en el método científico pretendieron equiparar el saber humano, y al hombre mismo, con el saber positivo de la ciencia.

Consecuente con esta situación epistemológica en la que el hombre y la naturaleza pueden ser sometidas al análisis matemático y la que la matematización de la vida, el materialismo materialista y el materialismo dialéctico histórico superpusieron la materia como objeto de la conciencia frente al idealismo y al dato revelado, posición según la cual, la razón reemplaza a Dios y prolifera la explicación del saber científico, aunque tal proyecto ideal de la modernidad de progreso científico técnico agudice la crisis interna del hombre. El racionalismo moderno se constituía en el nuevo referente para la construcción de la persona, una imagen del mundo y de la vida desligada de cualquier noción teológica cristiana, en la que priman la autonomía personal y los derechos además de la lucha contra el legado religioso y la Iglesia institucionalizada. Posición antropocéntrica del humanismo renacentista que tiene en los denominados Maestros de la sospecha su más aguda crítica que a su vez se constituye en el soporte ideológico necesario para desestimar cualquier valor de verdad del progresista mundo moderno y consecuentemente del dato Revelado.

Según esta caracterización, se busca contraponer el ideal racionalista mediante hallazgos en la naturaleza, la conciencia y la vida social evidenciados por los descubrimientos de Darwin que estableció el nexo biológico y evolutivo entre el ser humano y el mono, fenómeno que ayuda a reconfigurar el dato religioso [11] como del anhelo moderno de presentar al hombre como centro de la matematización del mundo y de la creación. Para Marx, la alienación humana surge entre otras cosas por la inequitativa distribución y relación entre quien posee los medios de producción y quien no, la sujeción a un Dios y a un credo.

Por su parte Freud con su descubrimiento de las pulsiones humanas desde el psicoanálisis, encuentra que en las motivaciones más profundas el hombre se rige por las energías libídinales.

Este panorama decimonónico muestra la profunda división de la condición humana en la que el uso de la razón somete al hombre a un exagerado dualismo o continuando el paradigma disyuntivo del pensamiento. Si el nuevo humanismo contemporáneo [12] pretende establecerse en la cultura global, deberá tener en cuenta la resignificación de las múltiples líneas directrices de la Tradición, para evitar caer en las quimeras y las utopías irrealizables de la modernidad. El Humanismo que exige el giro hacia el cristianismo y a una religión humanizadora que aleje la concepción metafísica de Dios y acerque al Dios de la vida, en el que se refleja la humanidad y la experiencia religiosa en sus dimensiones inmanente y trascendente.

«Tampoco le ha sido fácil a la religión –ni lo será nunca– establecer una relación correcta con Dios (…) En sí misma, la presencia viva de Dios en la vida humana es ciertamente pura e incontaminada; pero la toma de conciencia por nuestra parte –en eso consiste, en definitiva, la religión– pasa a través de nuestras capacidades. Y éstas no sólo son siempre ilimitadas, sino que, además, tienden a medirlo todo con esquemas y categorías humanas, demasiado humanas» [13].

En tal sentido el retorno a los documentos eclesiales -que serán tratados más adelante-, a la luz de los novedosos planteamientos contemporáneos, especifican la forma como la Doctrina social de la Iglesia ha tratado de vislumbrar la comprensión del Dios de la Vida.

Es necesaria para la comprensión de los documentos eclesiales apreciar los rasgos fundamentales de la antropología desde sus criterios de definición del hombre y por ende de lo humano.

Elementos de un humanismo filosófico-antropológico

Los intentos de definición del hombre y en general lo humano se presenta en la doctrina antropológica desde varias perspectivas que versan según caracterizaciones como la biológica (antropología natural o física); la cultural (Antropología cultural o física); la esencia de lo humano (antropología filosófica) y la relacionada con el estudio del hombre a la luz de la fe (antropología teológica). Estas caracterizaciones del hombre vistas según las particularidades obedecen a la búsqueda de autodefinición del hombre, en las que se ha delimitado solo a la enunciación desde sus propias propiedades aislándose muchas veces de los múltiples elementos que atañen a su realidad y ha estimado como única caracterización las definiciones per propia natura enfatizadas en su capacidad racional.

Por esto encontramos acepciones clásicas del hombre como: bípedo implume de los seguidores de Platón, quienes usando la metodología de su tiempo referida al género próximo y la diferencia específica se vieron ante la sorpresa, según la antigua leyenda, de tener un pollo sin plumas arrojado por Diógenes; Aparece también la más universal caracterización aportada por el estagirita en la Política y la Ética a Nicómaco en la que identifica al hombre como un animal político [14] también entendido como animal con capacidad de lenguaje zoon logon. Otras concepciones más, delimitan al hombre por el trabajo, homo faber, la religión, homo religious, su vida moral, homo ethicus y la que estima su función simbólica, el animal simbólico de Cassirer [15].

En ésta última concepción el hombre lo entiende como el ser que entre él y el mundo ha introducido un conjunto de ideas, creencias, opiniones, juicios, teorías y productos que lo alejan de cualquier otra especie, con esto se afirma que toda creación humana es simbólica, esta definición es meramente funcional puesto que no define lo que sustancialmente el hombre es, sólo describe una de sus formas de habitar en el mundo.

Se adiciona a estas caracterizaciones las aportadas históricamente por la antropología que remiten a autores tan disímiles como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Kierkegaard, Scheler, Foucault, Levi-Strauss, Jaspers, Sartre, Bubber, Derrida y Wojtyla quienes encuentran diferentes aproximaciones según doctrinas específicas. La variedad de definiciones esbozan los argumentos por lo cuales exponen su caracterización. Entre las principales formas de reflexión sobre lo que es el hombre se presenta a continuación apartes de algunos de estos pensadores:

En el pensamiento de Platón el dualismo sustancial denota al hombre en una posición operativa entre el alma y el cuerpo en las que estas dos realidades son distintas y acabadas entre sí [16], concepción derivada del ideal mítico religioso del orfismo y confirmadas por el mismo filósofo ateniense cuando presenta al alma como una sustancia espiritual e inmortal [17].

Para el Doctor Angélico la marcada influencia del estagirita en cuanto al género y a la diferencia específica sumado al hilemorfismo determinan las notas fundamentales en las que se trata de definir al hombre, por ello afirma: «Así, en el hombre la naturaleza sensitiva es como materia respecto de lo intelectivo, y por eso «Animal» se llama a lo que tiene naturaleza sensitiva; «racional» a lo que tiene naturaleza intelectiva, y «hombre» a lo que tiene ambas. Y así es el mismo todo el que significa por estas tres denominaciones, pero no bajo el mismo aspecto» [18]. Esta superación del dualismo antropológico presenta al hombre como una unidad substancial en la que la participación del género y la diferencia específica no se ven mutuamente discrepantes, el hombre es el todo completo que tiene como función primordial el desarrollo de su alma racional.

Desde la perspectiva de Kierkegaard y bajo su rechazo al idealismo absoluto advierte que el hombre es persona ante Dios en la que su afirmación por la individualidad se constituye en el sentido teleológico de su ser sin que se pueda ir más allá de ella. En tal sentido el filósofo danés instaura los principios del existencialismo que se caracteriza antropológicamente por: el rechazo de cualquier definición del hombre; absoluta desconfianza frente al dualismo antropológico; el hombre es una corporeidad vivida, inserta en el – lebens Welt– entendida como una vivencia –erlebens– en la que hay que ser-en-el mundo debido a su estado de yecto (Heidegger); el hombre es un ser-con, co-existe con los demás; el hombre no puede denominarse solamente como un yo sino esta en relación con el otro; el hombre es historicidad, es pasado, presente continuo sujeto al porvenir y su esencia esta marcada por el existir histórico, este último principio rememora el perspectivismo del filosofo español José Ortega y Gasset que le atribuye al hombre el estar sujeto a la circunstancialidad, pues remite a comprender y comprenderse el hombre desde su mundo y circunstancias.

Jaspers radicaliza esta noción de la individualidad enfatizando que el hombre es la libertad absoluta, la subjetividad absoluta, que por ser de carácter absolutamente subjetiva no puede ser pensada mediante conceptos, es decir que no hay categorías lingüísticas que puedan definir lo que en esencia es el hombre. En la óptica personalista de Marcel [19] el idealismo encarna una dificultad mayor la noción del cuerpo que es lo confuso que hay en el ser del hombre, posición contraria a la adoptada por Sartre para quien la corporeidad es el factor constitutivo como forma de ser del hombre y es su medio de insertarse en el mundo. La caracterización de lo humano aportada por Bubber afirma como nota distintiva del género humano que «ser hombre es estar frente al Otro» [20] entendido el otro como inmediatamente otro pero en última instancia es el tu divino como principio irreducible del existir como coexistir.

Para Scheler, tres son las ideas fundamentales que expresan la esencia humana: la de origen griego que entiende al ser humano como un animal capaz de razón y/o lenguaje; la medieval que se fundamenta en la noción de ens creatum salido de la nada, a la que el filósofo Leibniz refuta respondiendo «nihilo nihil fit» y la idea naturalista de de origen Darviniano del homo faber entendido como animal técnico.

Seguidas estas líneas descriptivas y el rechazo de toda forma de dualismo, Scheler tiende a la distinción del espíritu, sobre cualquier otro principio, por esto, el espíritu constituye la diferencia específica entre el hombre y cualquier otra especie animada, sólo en el hombre el espíritu se da y forma la realidad llamada persona. En este sentido el espíritu no es el bios pero tampoco se opone a la vida, es independiente a cualquier realidad corporal humana, es pues, la libertad existencial frente a lo orgánico y constitutivamente se caracteriza por dotar en el hombre de: 1. la objetividad manifestada en la posibilidad del pensamiento abstracto para definir un orden, debido a que el ser humano es el único ser que ha designado conceptos para las cosas y es capaz de pensar los objetos del mundo; 2. conciencia de sí o capacidad de autorreflexión, de dominio de las cosas espacio-temporales y de la capacidad de modelar su propia existencia. 3. actualidad, por que el espíritu es el conjunto de operaciones que se ubican por encima de la psique y es inobjetivable por esto, el hombre es una unidad substantiva es la unum per se, en definitiva el hombre por tener ese principio espiritual es un ser personal y todo aquello que le rodea son unidades relacionales.

Desde otros ámbitos, el saber antropológico, el aporte estructuralista de Levi-Strauss indica que el sistema esta por encima de los elementos, la estructura trasciende la realidad empírica constituyéndose el fundamento a los modelos construidos sobre ella. Así el sujeto cede paso a las estructuras simbólicas que lo trascienden. Esta apreciación del estructuralismo caracteriza un antihumanismo frente a las filosofías personalistas. Lévi-Strauss acentúa la razón analítica en contra de la razón dialéctica fenómeno que se constata en su investigación sobre la persona «Lévi-Strauss encuentra en las constantes y variables que guían a nuestras pretendidas evidencias personales. Por eso escribe que «el fin último de las ciencias humanas no es construir al hombre sino disolverlo», siempre que por esta disolución se entienda una reducción al «estudio analítico» [21].

Próximo a la concepción de disolver al hombre, el filósofo francés Michel Foucault argumenta que «el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se ha planteado el saber humano (…) El hombre es una invención reciente, y quizá también su fin» [22] entendido como su dispersión absoluta debido a que el hombre no es por esencia el objeto de estudio de las ciencias sociales y humanas sino las estructuras que lo rodean, ya que dichos saberes lo fragmentan y reducen a simple estructura [23]. La mera reducción del hombre termina desapareciéndolo «como en los límites del mar su rostro en la arena» [24].

En la tradición francesa posterior al estructuralismo se presenta el desconstruccionismo que pone al descubierto las presuposiciones metafísicas de la ciencia moderna del lenguaje y las teorías del significado que tienen vigencia actual, esta doctrina somete las conjeturas metafísicas a la convicción de que el sentido último de la realidad consiste estrictamente en la «presencia en la mente» puesto el sentido de la verdad de las cosas sobreviene a las operaciones de la mente, Derrida interviene para reconfigurar los conceptos centrales del estructuralismo e impugna sus presuposiciones metodológicas, puesto que no hay significante alguno que procure la presencia absoluta del significado, así analiza el pensamiento de Heidegger para quien lo propio del hombre es su autenticidad eigenbeit «es relacionarse con el sentido del ser entenderlo y cuestionarlo (…) Das Stehen in der Lichtung des Seins nenne ich die Ek-sistenz des Menschen. Nur dem Menschen eignet diessr Art zu sein: estar de pie en el claro del ser, es lo que yo llamo ek-sistencia del hombre. Solo el hombre posee como propia esta manera de ser» [25] y su fin –añade allí mismo Derrida– consiste en pensar el ser «el hombre es el fin del pensamiento del ser» su fin siempre ha estado ligado a él mismo.

En este sentido, las definiciones per propia naturae en las que aparece la noción de animal racional es netamente orgánica e insuficiente cuado se trata de definir lo que es propiamente el hombre o su misterio mas profundo, su Ser. La religión se ve influenciada de las nociones personalistas que entienden al hombre como una persona que existe junto a los demás para lograr su propia realización, condición sine qua non necesaria para comprender quién es el hombre; esta caracterización pertenece a las nociones de la propia naturaleza humana pero referida a la relación de alteridad del yo-tú en el mundo más que la egocéntrica visión del hombre entendido sólo en su relación material con el mundo [26].

La superación de tal forma materialista heredada de la modernidad, después del fracaso humano de las dos grandes Guerras, enfatizan la condición inexpresable de lo que es o puede ser el hombre, como una cuerda tendida entre el estado bestial y la supremacía del trashombre übermensch, apreciación de la guerra que pone de relieve el monismo racional y unidimensionalidad de la vida humana abocada al dominio de la técnica como única alternativa para el su progreso, camino del egocentrismo y la individualización del mundo de la vida.

Por esto la nueva visión de posguerra rescata la posibilidad de pensar después de tal flagelo humano e instaura la necesidad de interacción con el prójimo como forma de ser-con superando la ecología artesiana del yo solitario en la que el hombre se orienta sólo desde la unidimensionalidad de la ciencia y el dominio técnico, el hombre se entiende ahora –después de la debacle de la guerra– como un ser relacional con capacidad de vivir más allá de esa desestructurada razón moderna.

La antropología fenomenológica de K. Wojtyla

La concepción de la antropología filosófica de Wojtyla esta unida a la ética derivada del pensamiento axiológico de Scheler que sumada a la confrontación experiencial del pensamiento moderno y contemporáneo acoge la postura cartesiana y la revolución copernicana desde la fenomenología, teniendo como trasfondo la concepción antropológica aristotélico-tomista, haciendo énfasis en el obrar humano, y desechando el teleologismo de la ética tomista porque no satisface la exigencia moral de la experiencia humana.

Pero tampoco se apoya, Wojtyla, en la noción del humanismo renacentista porque se opone a la ética religiosa y a cualquier noción de trascendencia puesto que en ella Dios no es el fin del hombre [27] sino el hombre mismo, posición del humanismo que aliena al hombre y lo somete al mero monismo materialista, pues al negar su estado trascendente Dios no cuenta en la vida humana siquiera como referente sino como ente metafísico que es imposible de encuadrar en la geometría del mundo.

Así, la dificultad de entender la dádiva de amor de la Creación, de la naturaleza y la vida humana, y comprender que el fin de toda criatura esta unida a Dios pues «Todo ser creado, por el solo hecho de que es, y por el hecho de que es tal ser creado, manifiesta en efecto, en una cierta medida, la absoluta perfección del ser que es Dios (…) Dios, como fin de todas las criaturas, no les pide que renieguen de su ser como criaturas disminuyendo su ser inmanente, sino que les esfuerza más en su perfección» [28], perfección que el aquinate había precisado como la noción más aproximada a una definición del hombre y que comparte Wojtyla pero adicionando que la orientación del Bien Supremo y su existencia es parte de la conciencia humana pues el nexo humano con el Ser se apoya en la realidad misma de la naturaleza. La relación humana con Dios es de carácter personal, sea por temor o amor, pero cuando logra serlo en el amor el hombre actualiza sus capacidades.

Con esta corta alusión a la fenomenología aplicada al cristianismo se da paso ahora a la interpretación holística del cosmoteandrismo que sienta las bases de de integración entre las realidades humanas, cósmicas y divinas.

El humanismo cosmoteándrico

La integración de la realidad humana establecida en medio del cosmos y la divinidad implica una comprensión de la propia conciencia humana inmersa en la totalidad del conocimiento carente de fragmentos. La conciencia humana capta solo unos determinados aspectos de la realidad sin entender la globalidad del mundo. Lo que hemos hecho los seres humanos a lo largo de la vida es fragmentar la realidad de forma tripartita: primero en la realidad misma del hombre como existente; segundo cuando se apoya en la materia como algo ajeno pero modelable, tercero en los dioses entendidos como seres que sobrepasan la capacidad de comprensión humana. La visión integradora de estos elementos o cosmoteándrica es perceptible totalmente desde una intuición totalizante.

De tal forma que para Raimon Panikkar –gestor de la teoría cosmoteándrica– desde su visión las tres realidades convergen en la naturaleza, no existe posición privilegiada de un elemento sobre los otros: «Por lo que respecta al hombre, vemos que Dios no es lo absolutamente Otro (…) Ni Dios es tampoco lo mismo que nosotros. En último extremo podemos decir que Dios es el último y único Yo. Que nosotros somos sus «tus», y que esta relación es personal, trinitaria y no-dualista» [29]. Esta visión de la realidad implica que la comprensión individual asuma una conciencia especial del denomino triángulo epistemológico en el que se entiende la integración que tiene el todo con la parte asumiendo la particularidad total [*] en el que no puede entenderse un elemento sin los otros «No hay hombre sin Dios y sin Mundo» [30].

El hombre se entiende como un ser superior a la mera condición individual y subjetiva es en esencia una persona de sustancia individual y de naturaleza racional, según la conocida afirmación de Boecio. Pero se debe entender además a la persona como un ser eminentemente social y relacional pues capta la realidad por su proceso de conciencia pues lo que en ella entra ha tenido necesariamente que relacionarse con el mundo.

Esta visión integradora de la realidad humana en su conjunto es más que una mezcla ecléctica de saberes interrelacionados, es una visión de conjunto de la totalidad envolvente de la realidad.

Así la visión cosmoteándrica especifica el contenido integrador del nuevo humanismo frente a las distintas concepciones antropológicas monistas y dualistas, pero es necesario para comprender el desarrollo del humanismo integral los aportes de la antropología como posibles rutas en la que el cristiano entienda e identifique el proceso humano en aras de una religión humanizadora interesada en el hombre y la realidad que le acontece. Por esto se acude a la antropología desde sus múltiples perspectivas centrándonos en la antropología filosófica por la universalidad de sus planteamientos y la notable afinidad con la concepción global del hombre.

En tal sentido el retorno a los documentos eclesiales, a la luz de los novedosos planteamientos contemporáneos, especifican la forma como la Doctrina social de la Iglesia ha tratado de vislumbrar la comprensión del Dios de la Vida.

El humanismo cristiano y desarrollo solidario

El proceso de humanización manifestado en la cultura ha tenido y tiene hoy como factor relevante la construcción de la dignidad de la persona en el legado social propuesto por la iglesia mediante el Evangelio, la Tradición y la Enseñanza Social de la Iglesia en los múltiples documentos que tratan con detenimiento los aspectos de mayor importancia para la construcción de un ser humano integral desde el apoyo al trabajo, la solidaridad, la subsidiaridad, la corresponsabilidad, la igualdad y la justicia social, entre otros.

Siguiendo el mensaje del evangelio, el Pontificio Consejo de Justicia y Paz redacta en el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia en sus primeras líneas que es labor de la Iglesia seguir interpelando a pueblos y Naciones sobre el mensaje de salvación en la persona de Cristo, como lo decía el Papa Juan Pablo II «Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina» [31] además de renovados por el amor Divino los hombres estamos en capacidad de cambiar las reglas de la estructura social mediante: 1. la participación ciudadana en la resolución de conflictos; 2. «construir y cultivar relaciones fraternas donde hay odio»; y 3. «buscar la justicia donde domina la explotación del hombre por el hombre» [32].

Esta tarea exige de los cristianos, cual imagen de los Profetas, el reproche, la denuncia, la condena frente a las anomias sociales, que van desde las injusticias sociales, el abismo entre pobres y ricos, la explotación en el comercio, la compra de conciencia, la perversión en los valores hasta los crímenes de lesa humanidad que niegan en el hombre el deseo de perfección y la paz. Profetas como Amós, Oseas, Isaías, Jeremías y Miqueas en el primer testamento (por solo resaltar algunos) demandan de los cristianos un actuar digno de los hombres frente a Dios y a sus prójimos, «La injusticia aleja al hombre de Dios»

Es así como una de las principales propuestas que entre los documentos del Concilio Vaticano II sobre el hombre aparece en la constitución pastoral Gaudium et Spes que en la que se afirma: «La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social» [33] y en la Populorum Progressio, el papa Pablo VI, presenta el desarrollo solidario de la humanidad referido al hombre y su capacidad de mirar prospectivamente la dignificación de su propia persona y la de sus semejantes [34].

La persona humana esta en el núcleo del humanismo cristiano y se la entiende como el factor decisivo e incidente en la vida de la sociedad, que tiende a proporcionar, bajo la defensa de los derechos fundamentales y la consecución de la justicia y la paz, el sostenimiento de una comunidad armoniosa respaldada en la solidaridad y la subsidiaridad.

Estos últimos aspectos de la vida socioeconómica deben promover en el hombre el despliegue de su dignificación personal [35], pero surge una dificultad latente, debido a las innumerables condiciones de posibilidad dadas en la sociedad plural: las personas encuentran en las distintas esferas de la vida sendas que les conducen por caminos que los bifurcan y contextualizan, impidiéndoles captar los elementos comunes y divergentes.

El mundo actual precisa la correcta relación entre las personas, la sociedad y el Estado, y el consenso que abarque las teorías más racionalmente razonables, sin llegar al eclecticismo ni al solipsismo cultural. El hombre contemporáneo necesita de una visión de la totalidad sin fragmentar su ethos, es decir, de una formula humanizante en la que sea asumido como un ser integral, tarea que el humanismo integral pretende al mostrar la superación del dualismo, del nihilismo, del existencialismo y de la limitación de la muerte, que le permita pensar que aún se puede pensar, pese a las debacles y la destrucción, un humanismo integrador e integrante de las diferencias en el respeto por la singularidad de cada persona.

En este sentido, el Papa Juan Pablo II respaldado en el Evangelio y en las encíclicas Populorum progressio y Solicitudo Rei sociallis que: «El humanismo que deseamos promueve una visión de la sociedad centrada en la persona humana y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia y la paz (…) Es un humanismo capaz de infundir en el alma al mismo progreso económico, para «Promover a todos los hombres y a todo hombre» [36]. Aspecto que desde la tradición del segundo testamento comprendía que la vivencia de los cristianos estaba respaldada en la práctica comunitaria, expresada en las distintas parábolas enseñadas por Jesús, y en la del primer testamento en el que el hombre fue creado para ser el centro de toda la creación. Tal cuidado de Dios para con los hombres se presenta en las sucesivas alianzas que Dios tiene con los hombres en pro de su dignificación personal.

En el segundo testamento, la Buena Nueva es el mensaje de origen y fundamento de la acción de la Iglesia y del humanismo cristiano, debido a que la Iglesia como institución social esta al servicio de los hombres y propicia su desarrollo integral, así lo expresa el papa Pablo VI, sobre el desarrollo de los pueblos, «Apenas terminado el Concilio Ecuménico Vaticano II, una renovada toma de conciencia de las exigencias del mensaje evangélico obliga a la Iglesia a ponerse al servicio de los hombres para ayudarles a captar todas las dimensiones de este grave problema y convencerles de la urgencia de una acción solidaria en este cambio decisivo de la historia de la humanidad» [37]. Este aspecto del desarrollo integral humano no puede estar desligado de la dignidad de las personas.

Factores como la exclusión social, laboral y económica traen consigo el deterioro de la dignidad personal, tales características de deshumanización aunque condicionan el ser y el hacer humano no son determinantes de su dignidad como personas, lo que muestra que es improbable la ecuación entre pobreza y dignidad personal.

La marginalidad económica en ningún caso supone la perdida de la dignidad de persona que el hombre tiene, pues ella no es un atributo axiológico del estatus económico sino de la gracia creadora y de la voluntad de Dios, el ser humano se constituye en y por la persona de Cristo en un ser digno, más que por la simple obediencia de la ley natural o positiva dirigida por la sociedad y el Estado.

Como concluye el papa Juan Pablo II «En pocas palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica, del desarrollo» [38].

En concordancia con la idea anterior, afectaría mucho a la integralidad humana la escisión entre Iglesia y Estado como si pretendiese renovar la concepción agustiniana de las dos ciudades o la tradición medieval de los dos poderes y otras divisiones que desenfocan la unidad del hombre, de lo que se trata es de mostrar como por el simple hecho de la creación humana y de la fe de Cristo, todos los hombres sin distingo de credo, de cultura o de opción política, al ser personas que gozan de una dignidad especial al ser imago dei y que por estar ubicados espacio-temporalmente en una tradición cultural determinada disfrutan de la participación social de las formas de gobierno. En suma, la dignidad personal al ser participados por Dios de su esencia y del libre despliegue que el hombre hace de su fe y de la intervención en la vida política y económica.

Como lo expresa la constitución Gudium et Spes refiriéndose a la dignidad humana y al nexo inseparable con el desarrollo económico: «Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: Todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de to dos ellos» [39] tal unanimidad del desarrollo económico y de la dignidad humana [40] conllevan a que el ser humano asuma su responsabilidad consigo mismo y ante los demás.

Esta perspectiva de la iglesia entiende al ser humano como centro y fin de la creación ha sido tomada del mensaje evangélico y de la tradición pastoral, función que acompañó y acompañará el legado cristiano. «No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos» [41]. Enseñanza nacida y continuada por la iglesia sin prescindir del dato Revelado, se basa en el respeto por las instituciones sociales y de los regimenes políticos, busca tener iguales repercusiones en el ámbito Estatal.

Uno de estos aspectos surgido por la iniciativa de múltiples estados que indagan sobre la dignificación de la persona, y aunque de origen diferente al dato revelado, buscando como finalidad la justicia y convivencia pacífica, aparece expresado en la carta de derechos humanos [42] en la que se proclama como tarea fundamental de todos los hombres garantizar los derechos y deberes propuestos en el articulado, de ellos, es de resaltarse el artículo 29 donde expresa que toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, ya que sólo en ella puede desarrollar su personalidad libre y plenamente. Esta tradición política y social de la democracia y de los derechos humanos nacida de la iniciativa de los estados es acogida por la iglesia como fruto de la constante búsqueda de humanización, al respecto el papa Juan Pablo II nos dice:

«Otras Naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y consolide, porque la «salud» de una comunidad política –en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos– es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres» [43].

Entender el humanismo a la par con el desarrollo de los pueblos es la muestra de la ingente tarea del Magisterio de la Iglesia, que apoyado en la Doctrina Social ofrece a todos los hombre elementos para su dignidad de persona.

Conclusiones

Para desarrollar un pensamiento sobre lo qué es el hombre existen diversas formas aportadas por la antropología filosófica y las concepciones derivadas de ella. Las aproximaciones a la definición de lo humano generadas en las distintas épocas de la humanidad traen consigo la descripción propia del modo de vida cultura y espiritual de su tiempo: el hombre virtuoso de los clásicos griegos, el hombre santo de la tradición medieval, el hombre ilustrado de la modernidad y el hombre integrado al cosmos de la contemporaneidad, generaron y continúan generando una profunda insatisfacción al no dar cuenta del fenómeno humano. Estas parcializaciones de la realidad humana deben ser miradas desde las dos referentes tradicionales que predominan en la cultura occidental, judeocristiana y grecolatina, evitando el simple recurso a la definición atomizada de la realidad humana.

Indudablemente la riqueza de tales caracterizaciones de lo humano y de los humanismos de ellas derivado ayudan a construir nuevas interpretaciones abarcantes sobre el hombre, en tal sentido los intentos del personalismo, la fenomenología francesa y la visión cosmoteándrica contribuyen a tal fin. De otro lado, y en esencia el cristianismo visto a la luz de la teología moral y la enseñanza social de la Iglesia muestran un devenir humanizante cada vez más integrador de lo humano.

Gabriel Alexander Solórzano H. [2], en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.  Como alguna vez lo expresara Dostoievsky: la idea fundamental es la presentación de un hombre verdaderamente perfecto y bello (…) lo bello es el ideal, que tanto aquí como en el resto de la Europa civilizada ya no existe. –Y agrega– sólo hay en el mundo una figura positivamente bella: Cristo. RATZINGER, Joseph. Verdad, Valores, poder: piedras de toque de la sociedad pluralista. Tr. José Luís del Barco. Madrid: Rialp, p. 10.

2.  El presente artículo se incardina en el proyecto de investigación «Humanismo integral y desarrollo solidario», desarrollado en el Instituto de Doctrina Social de la Iglesia de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín (Colombia).

3.  Las distintas concepciones del ser humano aportadas por al antropología pueden describir al hombre desde perspectivas como la antropología cultural, forense, social, filosófica y física o biológica, entre ellas, las cuatro primeras se estudian desde disciplinas como la historia, la sociología y la filosofía, en cambio la última, es materia de estudio de las ciencias naturales, característica esta de la antropología, que rebasa la distinción clásica entre ciencias humanas y sociales y las ciencias positivas. Para este acápite sólo se tratará, más adelante, los aportes de la antropología filosófica y algunos elementos de la Antropología cultural.

4.  GROUSSET, Rene. Et al. Hacia un nuevo humanismo. Tr. Eduardo Caballero Calderón. Madrid: Guadarrama. 1957; p. 29.

5.  Para Jean-Luc Nancy la pregunta sobre nuestro puesto en el cristianismo resulta desde el análisis fenomenológico aún muy obscura debido a que tradicionalmente sabemos que somos cristianos pero aún no hemos delimitado cual es nuestra función dentro de tal esfera de la vida y consecuentemente aparece como una verdad de perogrullo la pregunta «¿en qué y hasta qué punto nos mantenemos en el cristianismo; cómo estamos exactamente, en toda nuestra tradición sostenidos por éste?» NANCY, Jean-Luc. Desconstrucción del Cristianismo. Tr. Alejandro Madrid. www.jacquesderrida.com.ar (visitada en Nov 2 de 2006).

6.  Fenómeno saturado. Se plantea en el contexto de la siguiente cuestión: ¿es posible encontrar una justificación fenomenológica, es decir, avalada en las cosas mismas, para una filosofía de la religión? Esto significa, al fin y al cabo, preguntarse por la credibilidad filosófica de la Revelación. Marion no piensa en el hecho religioso en abstracto, sino en el cristianismo.

http://www.philosophybooks.info/Revista/Revista/Archivos/marzo-junio06/Marion-Le.html Vistado en nov 3 de 2006

7.  PANIKKAR, Raimond. La nueva inocencia. Tr. Marita Viscarro Aubeso. Navarra: evd. 1993. p. 53. y en la introducción p. 21 nos dice al respecto «Lo que cuenta es la realidad entera, la materia tanto como el espíritu, el bien tanto como el mal, la ciencia tanto como el misticismo, el alma tanto como el como el cuerpo. No se trata de reconquistar la inocencia primordial que tuvimos que perder para llegar a ser lo que somos, sino de ganar otra nueva».

8.  MARITAIN, Jacques. Humanismo Integral: problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad. Tr. Alfredo Mendizábal. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé. 1966; p. 11.

9. Ibid., p. 13.

10.   Ibid., p. 75.

11.   Esta expresión debe entenderse siguiendo los aportes del sacerdote y biólogo jesuita Teilhard de Chardín para quien la evolución del mundo y el espíritu expresa su fe y confianza teleológica: «La cosmogénesis conduce mediante la biogénesis a una noogénesis; la noogénesis en cambio halla su perfección en una cristogénesis». Al contrario que la de Nietzsche, la fidelidad a la tierra que Teilhard enseña es una fidelidad a la evolución profunda que se opera en el cosmos, tal y como él la entiende, de un modo optimista: la ascensión hacia el espíritu, la perfección progresiva del mismo mediante el amor y la armonía, un desarrollo colectivo hacia el centro suprapersonal en cuya dirección converge toda la evolución. Como consecuencia de la enormidad del Mundo, el Hombre moderno no puede ya reconocer a Dios sino como prolongación de cierto progreso o maduración universal (v. L’Incroyance moderne, 1933, p. 1-2). Tomado de http://www.cibernous.com/autores/tchar-din/teoria/biografia.html visitado 28 mayo de 2007.

12.   Juan Pablo II, se refiere así a lo que vivimos actualmente «La nuestra es una época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes» JUAN PABLO II, Discurso inaugural I, 9 Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina. Madrid: BAC, 1979, p.15.

13.   TORRES Q. Andrés. Recuperar la creación, por una religión humanizadora. Santander: Sal Terrae. 1997, p. 55.

14.   ARISTOTELES, Política, 1, 1253a; Ética a Nicómaco IX, 9, 1169b.

15.   CASSIRER, Ernst. Las ciencias de la cultura. México: FCE. 1972 pp. 42-44, quien distingue el mero acto racional del conceptual y lo presenta así: «El hombre no vive en un universo puramente físico sino en un universo simbólico. Lengua, mito y religión (…) son los diversos hilos que componen el tejido simbólico (…) cualquier progreso humano en el campo del pensamiento y de la experiencia refuerza este tejido (…) la definición del hombre como animal racional no ha perdido nada de su valor (…) pero es fácil observar es una parte del total, porque al lado del lenguaje conceptual hay un lenguaje del sentimiento, al lado del lenguaje lógico y científico esta el lenguaje de la imaginación poética. Al principio el lenguaje no expresa pensamientos o ideas, sino sentimientos y afectos».

16.   PLATÓN, Diálogos. Fedón 66b-67b.

17.   Ibid., 72e.

18.   DE AQUINO, Santo Tomás. Suma Teológica.Vol. I. Madrid: BAC. 2001. q. 67, a. 5, c.

19.   «Sobre todo se comprueba que el aumento vertiginoso de los conocimientos técnicos y analíticos de la existencia humana y el progresivo perderse por entre los laberintos de las especializaciones van acompañados de una creciente incertidumbre respecto a lo que constituye el ser profundo y último del hombre». MARCEL, Gabriel. L´homme Problématique, Paris 1955, 73-74 Citado por GEVAERT, Joseph. El problema del Hombre, Introducción a la antropología filosófica. Salamanca: Sígueme. 2001. p. 3.

20.   BUBER, Martín. Qué es el Hombre. México: FCE. 1949. p. 158.

21.   XIRIAU, Ramón. Palabra y silencio. Madrid: Siglo XXI. 1993; p. 131.

22.   FOUCAULT, Michel. Las Palabras y las Cosas. México: Siglo XXI. 1997; p. 357.

23.   Es de aclarar que el pensamiento de Foucault, según afirma Blanchot, se aproxima más a la hermenéutica que al propio estructuralismo porque en su periodo hermenéutico Foucault reelabora el asunto del hombre que había dejado pendiente en le most et le chors. BLANCHOT, Maurice. Michel Foucault más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Barcelona: Pretextos. 1998.

24.   Ibid., p. 357.

25.   DERRIDA, Jacques. Los fines del Hombre. En: Cruz V. Danilo. Márgenes de filosofía. Madrid: Cátedra.1989; p. 171.

26.   GEVAERT, Joseph. El problema del Hombre. Salamanca: Sígueme, 1976; p. 33.

27.   En el Segundo Testamento, en la primera carta a los Corintios San Pablo y San Juan presentan la creación misma en orden a su semejanza pues es Dios es el fin de la existencia humana y lo relatan claramente así, «ahora vemos como en un espejo, de manera confusa; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, pero entonces conoceré perfectamente, como soy conocido (1Co 13, 12) (…) nosotros ahora somos hijos de Dios , pero lo que seremos aún no ha sido revelado. Sabemos sin embargo que, cuando ÉL se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es (1Jn 3, 2)» WOJYLA, Karol. División del Hombre: hacia una nueva ética. Tr. Pilar Ferrer. Madrid: Palabra.

28.   Ibid., p. 62.

29.   PANIKKAR, Raimon. Op. Cit., p. 56.

*     Esta afirmación parte de la interpretación platónica del monismo metafórico en el que lo múltiple participa en los grados de lo Uno pero integra a su vez el monismo metonímico spinociano en el que el todo está integrado en la virtualidad infinita de la parte.

30.   Ibid., p. 57.

31.   JUAN PABLO II, Carta Apostólica. Novo millennio ineunte, 1. Citado por: Pontificio Consejo de Justicia y Paz. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. Bogota, 2005. p. 17.

32.   Ibid., p. 18.

33.   GS 25.

34.   «Estos esfuerzos, a fin de obtener su plena eficacia, no deberían permanecer dispersos o aislados, y menos aún opuestos por razones de prestigio o poder: la situación exige programas concertados. En efecto, un programa es más y es mejor que una ayuda ocasional dejada a la buena voluntad de cada uno. Supone, Nos lo hemos dicho ya antes, estudios profundos, fijar los objetivos, determinar los medios, aunar los esfuerzos, a fin de responder a las necesidades presentes y a las exigencias previsibles. Más aún, sobrepasa las perspectivas del crecimiento económico y del progreso social: da sentido y valor a la obra que debe realizarse. Arreglando el mundo, consolida y dignifica cada vez más al hombre». PABLO VI. Populorum progressio, 50.

35.   En el número treinta de la encíclica Sollicitudo Rei Socialis el Papa Juan Pablo II afirma tal disposición de la dignidad de la persona «Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es solamente «laica» o «profana», sino que aparece también, aunque con una fuerte acentuación socioeconómica, como la expresión moderna de una dimensión esencial de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe ciertamente como creatura y como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigencia de una tarea originaria a realizar, cada uno por separado y también como pareja. La tarea es «dominar» las demás creaturas, «cultivar el jardín»; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento (cf. Gn 1, 26-30; Gn 2, 15 s.; Sb 9, 2 s.) y afirma también: «Nosotros no aceptamos la separación entre lo económico y lo humano, ni entre el desarrollo y la civilización en que se halla inserto. Para nosotros es el hombre lo que cuenta, cada hombre, todo grupo de hombres, hasta comprender la humanidad entera». Populorum Proggresio no. 14.

36.   JUAN PABLO II. El Humanismo Cristiano supone la apertura al trascendente. En: Actualidad Catequética. Vol. 187 (Jul-Sep 2000) p. 20.

37.   PABLO VI.. P P 1.

38.   SRS 15.

39.   GS, 12.

40.   La dignidad humana, no es una accidente, tiene un fundamento ontológico anclado en el mismo ser del hombre y que puede, manifestarse accidentalmente a través de sus actos. La dignidad no depende únicamente de su obrar sino que se funda, primariamente, en su ser. Por eso la dignidad afecta a la persona en su intimidad, en su última radicalidad. HOYOS, Ilva M. De la dignidad y de los derechos humanos. Bogotá: Temis, 2005; p. 173.

41.   S R S 33.

42.   La iglesia se presenta de manera neutral ante las distintas formas de gobierno y la práctica de los derechos humanos, así lo dice Javier Quezada «A esto se añade que la iglesia, al menos desde el Syllabus, ha tenido muchos problemas para aceptar los derechos humanos y también la democracia. El miedo a las ideologías liberales imposibilitó el apoyo a la democracia, mucho menos asumir su espíritu e instituciones para el gobierno eclesial. Solo Pablo VI rompió este distanciamiento de forma clara en las Naciones Unidas, asumiendo el valor de la democracia como una conquista social y abriendo el camino del reconocimiento de los derechos humanos» QEZADA, Javier. Desafíos del pluralismo a la unidad y a la catolicidad de la iglesia. México: universidad Iberoamericana. 2002; p. 191.

43.   SRS 44.

Joaquín Ferrer

VI.  Análisis crítico de las nuevas tendencias

Desde hace algunas décadas, la psicología de Jesús se ha convertido en objeto de un estudio explícito, centrado  en la historia concreta y humana de Jesús, tal como la Iglesia apostólica conservó su memoria en la tradición escrita y oral.

Para enfrentarse a estos problemas, la tendencia actual es, muy justamente, de un retorno al Jesús de la historia y de los misterios históricos de la vida de Cristo, de los que da testimonio la tradición evangélica: sólo así podrían evitarse teorías apriorísticas y deducciones abstractas.

Una teología renovada ha de compensar con esa atención a la existencia hístórica de Jesús de Nazaret las deficiencias de que adolece gran parte de la especulación cristológica del pasado, pero sin abandonar sus logros y riquezas, como tantos han hecho sin el debido control de las fuentes teológicas con una hermenéutica adecuada. Ha de recuperar, en especial, la dimensión histórica de la vida humana de Jesús en su estado de kénosis, el aspecto personal de sus relaciones con Dios, su Padre, en obediencia y libre sumisión, y finalmente, el motivo soteriológico que constituye el fundamento de su misión mesiánica. Esta vuelta y esta mirada renovada al Jesús real de la historia someten a la teología de su psicología humana y de su conciencia y conocimiento, objeto de nuestro estudio, a una cierta revisión. Es preciso prestar más atención a los misterios de su vida, felizmente recuperados en el nuevo catecismo oficial, muy rico en la mejor teología bíblica [45].

Existen dos acercamientos al problema; los dos tienen como punto de partida polos opuestos, según las dos clásicas orientaciones -desde abajo o desde arriba- para acercarse al misterio de la encarnación y proceden de las escuelas de Antioquía y de Alejandría. Ambas perspectivas son igualmente válidas pero necesitan completarse mutuamente, no sea que, haciéndose unilaterales, amenacen la unidad o la distinción. Las controversias de las últimas décadas dan fe de la realidad de un peligro semejante [46].

Ambas perspectivas, la ascendente y la descendente, deben combinarse en una teología de la psicología humana de Jesús que quiera hacer justicia al mismo tiempo tanto a la realidad de su condición humana e histórica como a su identidad personal de Hijo de Dios. Pero, como dice Pío XII en la encíclica Sempiternus rex, con tal de no perder de vista que es imprescindible una prioridad de la perspectiva ascendente (alejandrina) sobre la descendente (antioquena).

Aquí es esencial recordar la llave -como observa justamente el Card. Ch. Journet- que abre todas las cerraduras y sin la cual, por hábil y sabio que un cristiano sea, trabajaría siempre en vano: cuando se trata de la aparición del mundo, de la aparición de la vida, de la aparición del alma humana, de la aparición de la gracia santificante y del primer Adán, lo que hay que considerar es, ante todo, el movimiento de descenso por el cual la divinidad, rompiendo con lo que le precedía, inaugura un orden nuevo superior, discontinuo; y después, solamente después, el movimiento de ascenso por el cual un ser preexistente se encamina de un modo continuo hacia sus fines proporcionados, o prepara, bajo la influencia de una moción que lo eleva, un orden que le sobrepasa [47]. Tal es el principio, considerado por Santo Tomás en su aplicación última, que le permitirá ilustrar, bajo sus diversos aspectos, el mismo misterio de la aparición del «segundo Adán». El Cuerpo de Cristo -escribe él- fue asumido por el Verbo inmediatamente, no progresivamente: no hay que imaginarse aquí un movimiento ascensional por el que un ser preexistente sería conducido poco a poco a la unión divina, como lo creyó Fotino, que fue hereje; téngase ante todo cuidado con el movimiento de descenso del Verbo de Dios que, siendo perfecto, asume una naturaleza imperfecta. Cristo poseyó la gracia santificante

inmediatamente, no progresivamente: «En el misterio de la Encarnación, hay que considerar bastante mds el movimiento de descenso de la plenitud divina en la naturaleza humana, que el movimiento de progreso por el que una naturaleza humana preexistente se volviera hacia Dios»[48].

A.   Cristologías «de abajo arriba», ascendentes y evolutivas

1.   Caracteres comunes a las cristologías no calcedonianas

Sabido es que con ocasión del centenario del Concilio de Calcedonia comenzaron a proponerse cristologías inspiradas en el pensamiento de la modernidad postcartesiana. Para hacer inteligible el dogma deberían reinterpretarse aquellas clásicas fórmulas, según esa nueva forma mentís acorde con la «así llamada» mentalidad moderna.

Se ha acusado, en efecto, a los Concilios (Nicea, Efeso, Calcedonia, etc.) de haber hecho una adaptación de la doctrina bíblica a la filosofía griega, mediante el uso de las «nociones filosóficas griegas de persona y de naturaleza»: habría sido una helenización del cristianismo [49]. En realidad no es así, precisamente porque las palabras naturaleza y persona, en las fórmulas de los Concilios, significan simplemente las nociones comunes a cualquier verdadero conocimiento humano. Es más, en la formulación de la fe sobre el misterio de Cristo, los Concilios tuvieron que dejar aparte la filosofía griega, ya que ésta no podía aceptar una naturaleza humana que no constituyera una correspondiente persona humana. Fue el nestorianismo el que permaneció andado en aquella filosofía, ya que afirmó que la naturaleza humana de Jesucristo constituía también una persona humana. También los monofisitas intentaron helenizar el cristianismo, en cuanto que también estuvieran andados en la falsamente necesaria correspondencia «una naturaleza=una persona». Por el contrario, la «fatigosa elaboración del dogma cristológico realizada por los Padres y los Concilios, nos reconduce siempre al misterio del único Cristo, Verbo encarnado para nuestra salvación, tal como nos es dado a conocer por la Revelación».

Estos teólogos no calcedonianos abandonan completamente la perspectiva descendente de la tradición Alejandrina, que hizo suya Tomás de Aquino según la cual la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta existe -creada en el mismo acto de asumirla- en el «acto de ser» poseído incomunicablemente por el Hijo. La rechazan porque haría impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, una existencia humana. ¿Es concebible -se objeta- el «éxtasis de ser» (H.M. Diepen) del hombre Jesús en el Hijo de Dios?

Precisamente por esa razón, según P. Schoonenberg -y no pocos contemporáneos- Jesús no sería una persona divina que asume la naturaleza humana, sino una persona humana en la que Dios está plenamente presente y operante en su Verbo. Nada tendría, pues, su psicología humana que trascendiera la del común de los mortales, salvo su perfección única e insuperable.

W Kasper responde acertadamente a la objeción que precisamente el «acto de ser» del Hijo dota a la humanidad de Jesús de una existencia humana real y auténtica: lo hace hombre de forma personal: lo personaliza [50]. O dicho de otra manera: la humanidad de Cristo está en hipostasiada en el Verbo [51].

En 1972 la Congregación para la Doctrina de Fe salió al paso de las cuestiones planteadas, sobre todo, por los llamados teólogos anticalcedonianos, insistiendo en que son errores contra la Doctrina de Fe aquellas «opiniones según las cuales la humanidad de Jesucristo existiría no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino más bien en sí misma, como persona humana, y por tanto, el misterio de Jesucristo consistiría en que Dios, revelándose en manera suma, estaría presente en la persona humana de Jesús». Para Schille­beeckx, por ejemplo, Jesús sería persona humana, una persona humana tan de Dios que podríamos hablar de que en El se da una identificación hipostática. En la única persona de Jesús tiene lugar la suprema revelación de la divinidad y la máxima apertura de la humano a lo divino. Pero esto es decir sólo que Jesús es especialmente santo, pero no que sea Dios, el Unigénito del Padre, preexistente desde toda la eternidad [52].

2. Ch. Ducquoc y la Cristología liberacionista

La Cristología de Ch. Ducquoc [53] muy difundida e influyente en los medios liberacionistas (G. Gutiérrez, y tantos otros bien conocidos) pretende hacer teología ascendente en contraposición a las teologías clásicas que utilizan un método descendente. La diferencia de ambos métodos radica -según él- en las diferentes circunstancias históricas. Si el método descendente fue legítimo «en una época que ignoraba la exégesis científica y declaraba evidente cierta idea de Dios», «actualmente -añade- la exégesis obliga a respetar el testimonio neotestamentario y descubrir en dicho testimonio los indicios de trascendencia que confesamos a propósito de Jesús» (p. 12).

Con actitud acrítica acepta como norma todas y cada una de las hipótesis de la Formgeschichte y de la Redaktiongeschichte: «la crítica de las representaciones -dice Ducquoc- a partir de nuestro saber científico, coincide con los resultados de una sana exégesis. Los teólogos, sobre todo en el catolicismo, se han detenido en los relatos evangélicos. Se han olvidado de que Lucas y Juan, al escribir para un ambiente griego, tuvieron que subrayar con energía el carácter  total de la vida del resucitado y oponerse al dualismo inherente a la mentalidad helenista. La insistencia en la corporeidad del resucitado, por consiguiente, se explicará por el carácter polémico de estos escritos» (pp. 340-341) [54].

Cristo dice de sí mismo que es Hijo de Dios (cfr. pp. 551 y ss., passim). Inspirándose en la reflexiones de Ricoeur, de que la finalidad del cristianismo es revelar la identidad práctica entre el hombre y Dios, por medio de la institución de la fraternidad entre el Hijo de Dios y la Humanidad (p. 551), afirma que «Jesús no es Hijo a pesar  de su condición terrena, sino que es auténticamente Hijo por no ha­ ber rechazado la finitud de nuestra existencia» (p. 564). Esto equivale a afirmar que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se ha constituido como tal en virtud de una actitud  consciente  y libre del hombre Jesús, que llegaría así a ser el Hijo de Dios. Esta posición llevada al límite, conducirá a un adopcionismo cristológico y modalismo trinitario, que no acepta la Trinidad inmane nte [55].

Los intérpretes católicos -siguiendo a los Santos Padres- han tratado de explicar el misterio del abandono de Cristo (Sal 21) partiendo siempre, como veíamos, de la unión hipostática y la visión beatífica inamisible que el alma de Cristo tuvo desde el primer  instante de su existencia. Ducquoc, al no partir de esta enseñanza incurre en imprecisiones y ambigüedades. «La agonía de Jesús es la percepción de la injusticia que se comete contra los pobres y los débiles, contra los que esperan el reino» (p. 304). Son constantes las afirmaciones (cfr. pp. 284-295, passim) sobre el cardcter inexorable de la condena de Cristo, sin que se hable nunca de la libertad y voluntariedad con que Jesucristo aceptó los sufrimientos de su Pasión y Muerte que son el alma de la redención. Ducquoc interpreta todos estos pasajes del evangelio recurriendo a causas puramente humanas -psicológicas y sociológicas sobre todo- y nunca habla ni de la Voluntad de Dios que determina redimir al mundo por su Pasión y Muerte del Verbo Encarnado, ni de la voluntad humana del alma de Cristo que libremente  acepta esa Voluntad divina.

La noción de redención de Ducquoc se acerca, al no hablar nunca del pecado original, al moralismo de los protestantes liberales («El profeta que muere dando testimonio», p. 421) e incluso a las conclusiones más extremadas de la llamada teología de la liberación: «La Escritura habla de pecado. Nosotros preferimos hablar de liberación, sin precisar cual es el objeto de esa liberación» (p. 431). Consecuentemente con lo dicho presenta un mesianismo despojado de su dimensión trascendente y religiosa y reducido a un ámbito puramente humano, compatible ya con una liberación preponderante y terrena  y con la doctrina marxista. El apelativo de «reino de Dios» exige una referencia a ia «justicia» de la tradición profética, y ésta guarda una relación con el deseo que se manifiesta en las luchas históricas por una sociedad menos inhumana (p. 462, nota 210).

(Los AA. más o menos proclives a la teología de la liberación -entre nosotros G. Faus, Sobrino, Ellacuría, Bustos- muy influidos por Ducquoc, defienden tesis parecidas a las de Ducquoc, y en general a las de teólogos no calcedonianos).

3. De la cristología de la liberación al relativismo posmoderno

Según el Card. Ratzinger el hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo resultó ser, para esa teología de la praxis política redentora una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde la ideología liberadora marxista había sido aplicada, consecuentemente, se había producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras ante los ojos de la opinión pública mundial [56].

La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, parece probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo, aunque según Ratzinger, de momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total; que es, como se sabe, la filosofía dominante de la postmodernidad.

Aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo socio-político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética.

Siendo el relativismo un típico vástago del mundo occidental filosófico, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un particular empuje. En su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros. Los teólogos «cristianos» de esta «forma mentis» no aceptan a Jesús como el único Cristo (Mesías o ungido), el «único nombre bajo el cielo en el cual podemos salvarnos» (Hch 4, 12). Sería uno entre tantos Cristos o maestros de sabiduría como van apareciendo en la historia de las religiones, especialmente en el lejano Oriente. Sería, en suma, un «mero hombre» especialmente iluminado, que prepara el camino a  una nueva Era  no dogmática en la que el sincretismo relativista sería la panacea contra todas las violencias y peligrosos fundamentalismos.

Según J. Hick, P. Knitter [57] y R. Panikkar, por ejemplo, el relativismo antirreligioso y pragmático de Europa  y América  puede  conseguir de la India una especie de consagración religiosa, que parece dar a su renuncia al dogma la dignidad  de  un  mayor  respeto  ante  el  misterio de Dios y del hombre. A su vez, el hacer referencia del pensamiento europeo y americano a la visión filosófica y teológica de la India refuerza la relativización de todas las figuras religiosas propias de la cultura hindú.

El relativismo de Hick, Knitter y teorías afines se basa, a fin de cuentas -según Ratzinger- en un racionalismo que declara a la razón -en el sentido kantiano- incapaz del conocimiento metafísico, la nueva fundamentación de la religión tiene lugar por un camino pragmático con tonos más éticos y más políticos [58].

4. Cristología conciencia/ de K Rahner

La influencia de este famoso teólogo alemán ha sido especialmente extensa e intensa antes, durante y en el postconcilio, hasta hace algún tiempo. Es evidente que en la actual crisis postmoderna de la modernidad -de la que Rahner es un brillante epígono- ha decaído notablemente su estrella. Si positiva ha sido su capacidad de incitación a superar rutinas y abrir nuevos horizontes, no puede afirmarse, a mi juicio, que su influjo haya sido beneficioso para el avance de la cristología; más por los «a priori» metafísico-antropológicos que vehiculan y reducen el horizonte de su pensamiento teológico, que por sus desarrollos, que son con frecuencia brillantes y acertados.

K. Rahner se pregunta de qué modo el hombre Jesús es subjetivamente consciente de su propia divinidad. Responde que esa autoconciencia no es una nueva realidad añadida a la unión hipostática, sino que representa el aspecto subjetivo de la misma. La unión hipostática no podría existir sin esa conciencia, ya que es la prolongación natural de la unión hipostática misma en la esfera del entendimiento humano. Por eso, el ego de los dichos evangélicos de Jesús se refiere a la persona del Verbo, en cuanto  humanamente  consciente  de sí mismo [59].

El ego humano psicológico de Jesús es, la prolongación, en la conciencia humana, del ego de la persona del Verbo. El uno no se opone al otro, sino que se relaciona esencialmente con él. Sin un centro humano semejante de referencia, el Verbo no podría ser consciente de forma humana de las propias experiencias humanas como suyas [60].

Aunque estas afirmaciones de  Rahner  tienen  un  cierto  parecido con las de la teología clásica de inspiración tomista (por ejemplo, P. Parente, El Yo de Cristo, cit.), son, sin embargo, de muy diversa significación. Nada tienen que ver con la necesidad, postulada por la  teología clásica, de un esclarecimiento del saber beatífico o sobrenatural infuso para la autoconciencia humana del Verbo. La divinidad del Unigénito del Padre trasciende la  capacidad  del  entendimiento  creado, no es elevado por la luz de la gloria, (que en Cristo, brota connaturalmente de la unión hipostática).  Pero  Rahner  confunde  la  apertura o trascendencia intelectiva al ser en  general  con  la  inmediata apertura atemática a Dios, el Absoluto Ser Trascendente.

Según Rahner la cristología clásica sólo ha considerado los textos bíblicos que eran fácilmente traducibles en las categorías metafísicas clásicas, perdiendo de vista casi por completo la psicología de Cristo. Aboga Rahner por la construcción de la «cristología conciencial», distinguiendo entre lo que llama afirmaciones ónticas y afirmaciones metafísico-gnoseológicas (que llama también ontológicas o filosófico-existenciales).

Rahner aplica «a priori» a la cristología sus principios met físico­gnoseológicos (los que desarrolla en Horer des Wortes). Toda afirmación óntica -sostiene- debe traducirse en una afirmación ontológica (o conciencial). Según el principio «ens et verum convertuntur» [61] , la unión substancial de la humanidad con el Logos, siendo como es una determinación de la naturaleza humana misma, no puede ser inconsciente, pues es la máxima actuación óntica que cabe en una criatura. La Encarnación sería algo así como la cumbre de la Creación. En este sentido escribe K. Rahner: cuanto más unida está una persona a Dios, por su ser y por su existir de criatura, tanto más intensa y profundamente alcanza el estado de autorrealización: «La proximidad y la lejanía, el estar a disposición y la autonomía de la criatura, crecen en la misma medida y no en medida inversa. Por eso Cristo es hombre de la manera más radical y su humanidad es la más autónoma, la más libre, no a pesar de, sino porque es la humanidad aceptada y puesta como automanifestación de Dios» [62].

Aquí late la idea de que la humanidad, llevada a su perfección última, se identifica con Dios, en cuanto -afirma Rahner- Dios sale de su propia subjetividad. (Obsérvese el eco de la «mediación» hegeliana, en su dialéctica infinito-finito, que está en las antípodas de Tomás de Aquino. Sólo forzando el sentido de los textos se puede pretender -como hace Rahner- la convergencia de estos principios con los del Santo Doctor).

De que la Humanidad de Cristo sea perfecta (perfectus Homo) y por tanto sea ejemplar supremo para todos los hombres, no puede en absoluto deducirse, sin embargo, que la perfección de la naturaleza humana en cuanto tal consista en ser naturaleza de una Persona divina, es decir, como reclamando de algún modo la unión hipostática.

Se tiene la impresión de que Rahner afirma de Cristo una verdadera personalidad ontológica humana, distinta de la del Verbo. «Con respecto al Padre -escribe Rahner- el hombre Jesús se sitúa en una unidad de voluntad que domina a priori, y en una obediencia de la que deriva toda su realidad humana. Jesús, es, por antonomasia, el que recibe constantemente su ser del Padre y vive entregado al Padre siempre y sin reservas en todas las dimensiones de su existencia». J.A. Sayés dice justamente que «con este planteamiento de los dos sujetos, Rahner sólo puede conseguir la unidad en el plano de la acción. Cuando se pone uno frente a otro a dos sujetos, la unión entre ambos será simplemente la unión de acción, de relación de amor, no pudiéndose decir, entonces, que Jesús es Dios» [63]. Según Rahner la clásica afirmación de una Persona en dos naturalezas de la fórmula de Calcedonia no puede ser falsa. Sin embargo, visto que esa «metafísica humana» no da razón del carácter mediador de Cristo, ni de su real autonomía humana, se empeña en reinterpretarla elaborando una nueva fórmula cristológica, en términos más «existenciales»; es decir, desde los presupuestos propios de su antropología trascendental de raíz kantiana, con connotaciones hegelianas e inspiración heideggeriana [64].

La reinterpretación del dogma de Calcedonia en categorías existenciales «modernas» propuesta por Rahner es, a mi juicio, desafortunada y llena de ambigüedades doctrinales. Pero, es, además, «epigonal». La modernidad ilustrada en la que se inspira, está en trance agónico de extinción -en acelerada fase de derribo- desde el advenimiento del relativismo postmoderno, (que brota -dicho sea de paso- de la misma línea de pensamiento que ha tomado  conciencia de sus contradicciones). Sus características son bien conocidas [65]: irracionalismo, fin de la metafísica y de la historia, el «pensiero devale» de tan irritante superficialidad, la disolución de lo humano en el cosmos.

Esta situación está pidiendo a gritos volver los ojos al evento sapiencial de Tomás de Aquino, capaz de asumir cuanto de valioso -que no es poco- ha emergido de la proteica  modernidad,  como  puede comprobarse en el personalismo contemporáneo -dialógico y relacional­ de inspiración bíblica [66].

A.   Cristologías descendentes de inspiración alejandrina en continuidad con Tomás de Aquino

Muchos autores, influidos por la cristología conciencia! de Rahner postulan una imposible conciencia directa humana que Jesús tendría de su divinidad, al margen de la luz intelectual de su triple ciencia humana, que es negada por ellos. Ya hemos expuesto antes las razones que obligan a rechazar esta posición, que parece ignorar la trascendencia de la naturaleza divina del Verbo, que «personaliza» su naturaleza humana, respecto a esta última. Implicaría, en efecto, una cierta confusión entre ambas, al menos en el plano del dinamismo operativo. Pero no faltan, por fortuna, esclarecimientos y desarrollos de aquella teología clásica -que ya había logrado notable madurez y coherencia en la teología francesa de entreguerras, como hemos visto- que avanzan en la buena dirección, intentando superar sus insuficiencias sin abandonar lo perennemente válido de aquella fecunda tradición.

Aquí tratamos de tres interesantes aportaciones de autores recientes que creo dignos de atención, que procuran avanzar en la dirección que señalaron, sin apenas recorrer el camino, los más autorizados representantes de la Cristología clásica, en especial Sto. Tomás de Aqui­ no y Juan de Santo Tomás. Fue precisamente esa preocupación por salvaguardar la plena humanidad del Salvador la que condujo a Sto. Tomás de Aquino a admitir en su madurez (rectificando en la Suma Teológica su negación anterior) la ciencia experimental adquirida de Cristo. Pero aun entonces rechazó que pudiera aprender algo de cualquier hombre como contrario a su dignidad de «Caput Ecclesiae, quinimmo omnium hominum».

Esta negación era inaceptable. La piedad cristiana siempre ha intuido que Jesús aprendió de María y de José, a quienes estaba su jeto [67].

Sto. Tomás, participaba de la idea, teñida de platonismo, -común entonces-, de que para ser verdaderamente hombre, sería suficiente satisfacer al tipo intemporal de humanidad, dejando en la sombra un aspecto que es esencial al hombre «viator»: la noción de desarrollo o crecimiento en el tiempo, si -como el propio Santo Tomás enseña­ la noción de «ratio» implica la de movimiento y progreso. De ahí su negación de todo aumento de gracia y sabiduría en la vida del Señor -salvo en sus efectos- que parece contraria al texto de S. Lucas, y contradice  la  condición  -necesariamente progrediente,  en cuanto «viator»- de quien es plenamente «verus homo», aunque no «merus homo». Añádase a esta falta de sensibilidad ante la condición histórica del hombre, el del tema de la conciencia humana, que es un tema moderno. En uno y otro frente aportan valiosas sugerencias los tres autores que hemos seleccionado aquí, por su contribución al esclarecimiento del misterio del conocimiento humano de Cristo, superando algunas insuficiencias de la Teología clásica, pero en continuidad con ella y con respeto a la tradición.

1.   La visión beatífica de Cristo como conocimiento entregado en H. Urs von Balthasar

Hans Urs van Balthasar -a diferencia de K. Rahner, que se preguntaba en qué modo el hombre Jesús es subjetivamente consciente de la propia divinidad- parte «desde arriba», y se pregunta, consecuentemente, -es la perspectiva adecuada- de qué forma el Verbo encarnado se hace consciente humanamente en la naturaleza humana que es asumida por el Unigénito del Padre.

Según Van Balthasar la asunción de la naturaleza humana por el Verbo extiende también sus efectos hasta la conciencia humana de Jesús. La conciencia humana del Hijo de Dios es, pues, la prolongación en la conciencia humana del misterio de la unión hipostática. Así como la comunicación del «acto de ser» del Verbo a la naturaleza humana hace a ésta idónea para subsistir en él y le da la existencia, de manera semejante hace idónea a la conciencia humana elevándola para poder ser mediación de la autoconciencia humana del Verbo. Así, el ego hipostático del Logos se hace autoconsciente en la naturaleza y en la condición humana. El ego es la persona divina humanamente consciente de sí misma en cuanto encarnada: es el ego humano del Verbo.

La conciencia humana es propia del Verbo, mientras que la divina es común a las tres personas divinas. En la divina intratrinitaria, emerge una conciencia «del Nosotros», que tiene tres centros focales de conciencia. La autoconciencia humana de Jesús -en  el Espíritu­ por el contrario, introduce una relación de diálogo «Yo-Tú» entre el Padre y el Verbo encarnado: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30);

«El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). Estos datos evangélicos que expresan la conciencia humana del Hijo encarnado pasan a clave humana y extienden a nivel humano -por obra del Espíritu Santo, que esclarece su inteligencia con la luz de la gloria- la relación interpersonal del Hijo con el Padre dentro de la vida divina.

Hans Urs von Balthasar admite, consecuentemente con su interpretación del ser teándrico de Cristo de inspiración alejandrina, una visión intuitiva «beatífica» que brota de la unión hipostática en su espíritu humano, en virtud de la plena divinización de su Humanidad. En ella brilla el esplendor de la gloria de Dios, propia del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Los discípulos «vieron su gloria» desde las primicias de Caná hasta la «hora» suprema de la glorificación en la Cruz, y creyeron en Él (de manera progrediente), en la «diástasis» temporal que culmina en la donación del Espíritu, que todo lo atrae hacia el Hijo del hombre elevado sobre la tierra en el árbol de vida de la Cruz salvadora (nos entrega el don del Espíritu como fruto del don de su vida en su holocausto: «tradidit spiritum»).

También la Humanidad de Jesús es como la nuestra, esencialmente dialógica. «Allí donde Dios dice a un sujeto espiritual quién es éste para él, el Dios fiel y veraz, y donde en el mismo movimiento le dice para qué existe (pues le adjudica una misión acreditada por Dios), allí se puede decir que el sujeto espiritual se individualiza. No es la simple individuación de una forma abstracta en una materia signata quantitate, sino el resultado de la historia de una respuesta a Dios en la diásta­ sis temporal; no se puede dar a conocer con un discurso conceptual abstracto sino narrando una vida». Como consecuencia de ello, la visión beatífica de Cristo «viator» es un conocimiento «entregado» que la inteligencia humana debe recibir con una actitud que está más próxima a la lo que al conocimiento escudriñador de quien pone en acto una cualidad activa «propia:»[68].  Evidentemente, en el caso de la fe no hay visión, y en el caso de la visión beatífica hay una visión «entregada». Por esto, «el ser llevado» de Cristo, tiene una afinidad intrínseca con la visión beatífica [69]. El Espíritu que guía a Jesús es el Espíritu del Padre, que concede al Hijo precisamente en esa libertad «sin medida» (Jn 3, 34). Y el Hijo no interfiere en ese espíritu paterno mediante ninguna decisión previa fijando la dirección de su soplo, o bosquejando a partir de sí mismo el plan que le desarrolla el Espíritu.

La relación de Jesús con «su hora», que es la hora del Padre, lo confirma: es esencialmente una hora «que viene, que está ahí en cuanto que viene y con ello determina todo lo que ocurre antes de ella y en ella (... )». Si se imaginara el saber de Cristo como si Él dispusiera de sus actos concretos en el tiempo igual que un ajedrecista genial, que desde la tercera jugada ve toda la partida y dispone las piezas para una partida que en el fondo ya está para él resuelta, entonces se suprimiría la entera temporalidad de Jesús, pero también su obediencia, su paciencia, el mérito de su existencia redentora, y ya no sería el prototipo de la existencia cristiana, ni por tanto, de la fe cristiana.

Es muy sugerente en Von Balthasar el planteamiento trinitario de nuestro tema y la antropología analógica subyacente y típica del personalismo contemporáneos de inspiración  bíblica, pero le falta  un estudio más riguroso  (del estilo del que propone J. Maritain)  de las diversas dimensiones del conocimiento humano de Cristo: de sus niveles de ciencia y conciencia de la Trinidad y su plan salvífica.

1.   Jacques Maritain. El supraconsciente divinizado de la visión beatífica y el doble nivel de conciencia del alma de jesús

J. Maritain, al final de su vida ha propuesto [70] una hipótesis de investigación muy bien recibida en algunos ambientes, que merece,  a mi juicio, la máxima atención. Está en la misma línea emprendida por Santo Tomás de «desplatonización» de la Cristología y es plenamente fiel a su espíritu y a sus principios, aunque contradiga en algunos puntos su desarrollo doctrinal, que no  toma suficientemente en serio la dimensión histórica de la existencia humana de todo hombre viador. Continúa en la misma dirección el intento que se propuso Santo Tomás de poner más y más de relieve la plena realidad de la humanidad de Cristo, que él mismo no llegó a desarrollar satisfactoriamente. Se lo impidió un cierto lastre de tradición humana que le habría llevado a aceptar como más probables por su «venerable antigüedad», o por considerarlas como «doctrina común entre los doctores», determinadas posiciones mal fundadas. (Así se explicaría su actitud en la cuestión de la Inmaculada Concepción).

Explica Maritain estas deficiencias en la cristología de Santo Tomás, haciendo notar que, además de ese lastre de tradición humana, faltaba entonces un instrumento filosófico que ayuda a abrir una nueva perspectiva más consecuente con la plena realidad de la humanidad de Cristo, perfecto hombre («verus homo», aunque no «purus homo»): la noción de «inconsciente», ya sea «infra» o «supraconsciente». En efecto: aparte del inconsciente de la moderna psicología, que es un «infraconsciente», hay un «supraconsciente» del espíritu que, en el plano natural, corresponde al espíritu en su fuente, la esfera del «intellectus agens» en la que se reciben las inspiraciones; y en el plano sobrenatural, al hontanar de gracia. Este último es el que puede aplicarse al caso de la humanidad de Jesús en un sentido analógico, trascendente y absolutamente único, que sería «el mundo del supraconsciente divinizado de la visión beatífica» propio de la gracia consumada (e infinita en su orden), en cuanto «comprehensor» en el paraíso de su alma, trascendente al «mundo de la conciencia», o del juego de las facultades conscientes que se ejercen libre y deliberadamente, en las que la gracia y la sabiduría infusas estarían sometidas a la ley de la perfección creciente, que parece esencial al estado del viator.

Habría, según esa distinción, una doble autoconciencia en Cristo hombre: la supraconciencia «celeste o solar» por la que se «veía» en su condición de «comprehensor» (de manera inefable y transcendente a su estado psíquico de «viator») como Verbo de Dios encarnado para redimirnos; y la autoconciencia «terrestre o crepuscular» que -a diferencia de la nuestra de viadores- estaba en Él esclarecida por la ciencia infusa, que participaba de la evidencia de la visión. Esta segunda le daba noticia, desde su más tierna infancia, de su divinidad y de su misión redentora, y fue creciendo progresivamente a lo largo de su vida de viador (cf. o.c., pp. 51 ss., 119 ss.).

En la parte superior o paraíso supraconsciente de su alma, es donde la gracia de Cristo en la tierra era ilimitada (gracia de Jesús como «comprehensor»). En la parte inferior de su alma, o mundo de la conciencia, esa gracia era finita (gracia de Jesús como «viator») y no cesó de crecer hasta la muerte en la cruz, como su correlativa sabiduría infusa (no sólo adquirida).

a)   Doble nivel de ciencia infusa, que participa de la evidencia de la visión, mediación clave para su autoconciencia humana como viador y para el ejercicio de su misión salvífica

El objeto secundario de la visión beatífica -el conocimiento de las realidades extradivinas «in Verbo»- alcanza el ser propio de ellas en su fuente activa, de una manera divina, sin división en ideas múltiples en enlazamiento discursivo, que trasciende a todo saber creado. Se comprende -dada su inefable trascendencia- que para  el  cumplimiento de su misión el gran revelador del misterio de Dios y de su plan salvífico, precisara de una «traducción» de aquél saber trascendente e inefable en ideas aptas para su transmisión oral como Rabí de Israe [71].

De ahí la necesidad de la ciencia infusa. Dios se valía de la visión beatífica de la humanidad asumida como de regla e instrumento para producir en su inteligencia humana formas ideativas intuicionales infusas, como emanaciones internas pasivamente recibidas de Dios, «hábitos», (en acto primero), que la inteligencia hace pasar a acto segundo (acto de operación) cuando las pone en ejercicio «ad imperium voluntatis » [72].

Estas ideas infusas estaban -ratione originis-, divinamente iluminadas por su participación en la evidencia de la visión. Puede compararse su función a una agencia de cambio gracias a la cual el oro divino de la visión se cambiaba en monedas aptas para su transmisión: a espíritus puros de un modo directo, y a los hombres mediante el uso instrumental de conceptos formados por abstracción bajo la luz del intelecto agente, los únicos connaturales al hombre que pueden expresarse y ser comunicados al modo humano. (Algo así como los billetes de banco de gran valor que de nada servirían para saciar al hombre -si sólo disponemos  de  máquinas  tragaperras- sin el cambio  de monedas metálicas).

J. Maritain piensa acertadamente que también la ciencia infusa de Cristo, como la gracia y la caridad se encontraban en los dos regímenes o estados distintos, mientras duró su peregrinación terrestre, según las dos dimensiones, superior e inferior, de su alma humana: 1/ la del supraconsciente divinizado de la gracia plenamente consumada, cuyo psiquismo era celeste -de «perfectus comprehensor»-, y, 2/ la de su estado de viador en su psiquismo humano común al nuestro en peregrinación terrestre como viador.

1.   El primer estado es el que, a modo de cielo cerrado y en buena medida incomunicable (ya veremos en qué sentido y cómo), poseía la ciencia infusa en estado de plenitud suprema, tal y como la describe Sto. Tomás: en Cristo como Mediador único y Cabeza de todos los hombres y los ángeles, reposa el Espíritu Santo con sus dones (cf. Is 11, 1-3) en una plenitud de la que todos recibimos gracia sobre gracia (Jn 1,16) que incluye la ciencia infusa y, que en Cristo excluía cualquier potencialidad que no estuviese actualizada [73] causada en lo más profundo de su alma humana «ex unione ad Verbum» (III, 12,2,3) y formaba un sólo hábito unitario.

2.   Pero a la conciencia del estado de viador, escapa aquel supraconsciente celeste, no por oscuridad, como  el infraconsciente, sino por su esplendor excesivamente luminoso, desproporcionado para su débil capacidad en esa dimensión inferior del alma humana. Era preciso que en esa zona, se fuera formando progresivamente un saber infuso diversificado en varios hábitos de perfección creciente, de menos luz que la que es connatural a los ángeles para poder usar de ella de modo discursivo mediante el concurso instrumental de conceptos formados bajo la luz del intelecto agente, es decir, traducibles al lenguaje humano según las necesidades crecientes de su misión salvífica de  maestro de verdad [74].   Los diversos  hábitos que la componen  crecían en intensidad de luz y en extensión, no en razón de  sus actos, como la caridad, sino en razón de las necesidades crecientes para su misión reveladora.

De esta forma, la verdad que Cristo «veía» en lo más alto o profundo de su alma «la oía» en la esfera consciente -dada la naturaleza «locutiva» del entendimiento- por la mediación  de  un saber  infuso de perfección creciente en extensión y en hondura que el Espíritu Santo iba suscitando en el estrato interior de la misma (valiéndose de la visión beatífica como de regla e instrumento) según las exigencias de su misión salvífica. Este saber enlazaba con el discurso racional de su saber experiencia! adquirido, que precisa de la conversión a imágenes e ilustraciones concretas y sensibles, expresadas en aquellas sugerentes comparaciones y sublimes parábolas que tanto impactaban  a sus oyentes abiertos a la verdad.

Aquella maravillosa efusión de pensamiento humano y de palabra sublime transmitía un saber divinamente verdadero, divinamente cierto y divinamente infalible, porque era expresión de un saber infuso que, si bien tenía por objeto no la esencia de los misterios -como la visión beatífica-, sino sólo su inteligencia mediata y analógica creatural, participaba de la evidencia de la visión. Ella le prestaba aquella soberana autoridad que tanto asombraba a cuantos le oían.

La conciencia de su divinidad y de su misión salvífica, poseída con inefable evidencia que excluía cualquier forma de duda, tenía ese fundamento. No basta para explicarla -aunque la mayor parte de los teólogos actuales, negadores de la visión beatifica de Cristo así lo piensan- la luz infusa profética, que sin duda también poseía por eminencia y como hábito estable (a diferencia los beneficiarios del carisma profético, que es en ellos intermitente, nunca habitual, según Sto. Tomás). La luz profética comporta sólo evidencia «in attestante», que es de inferior rango a la evidencia intrínseca de la verdad conocida «en ella misma», como ocurría con la ciencia infusa de Jesús, porque participaba de la evidencia de la visión [75].

Sólo después de su muerte en la cruz, cuando el viador entró en la plena consumación que había poseído en la tierra sólo en el paraíso de su alma, pudo hacer uso práctico de aquella ciencia infusa infinita que precisaba para ejercer su señorío universal, que requiere el conocimiento pleno y gloriosamente manejable del infinito de detalles creados que, bien que conocidos ya de modo más sublime por la visión beatifica, precisaban transponerse en el registro ideativo de las especies infusas para poderse expresar a sí mismo, y comunicar a los ángeles y santos, sus ministros, cuanto precisa el ejercicio de su realeza que juzga y gobierna el universo, con el concurso de aquellos miembros de su cuerpo místico -ángeles y hombres (en los tres estadios, triunfante, purgante y militante, que coexisten en la Iglesia, su Esposa, hasta su plenitud escatológica en la nueva Jerusalén, cuando Dios sea todo en todos y entregue su reino al Padre) a quienes hace partícipes de su realeza-, como coejecutores ministeriales del Señorío universal de su Providencia salvífica.

b) Doble conciencia humana solar y crepuscular, que Cristo tenía de su divinidad y misión salvífica

La noción de conciencia no aparece explícitamente en Santo To­ más, pues es una noción más moderna. La palabra conciencia connota un conocimiento esencialmente experimental y sentido (por reversión sobre los actos); se trata de un conocimiento oscuro, inexpresable en sí mismo en conceptos, que no alcanza la esencia del alma, que sólo puede «objetivarse» -ser expresada  en  conceptos-  mediante una reflexión sobre ella misma del intelecto conceptualizante [76].

Es así como, sin alcanzar nuestra propia esencia, tenemos el conocimiento oscuro, no sólo de la propia existencia, sino de la subjetividad, conocimiento en el que la connaturalidad desempeña una función esencial. De modo tal que -por ejemplo- mediante la experiencia oscura de mi libertad, y de una vida en mí que trasciende la esclavitud de los sentidos, yo «siento» oscuramente que reacciono como hombre, incluso cuando todavía no haya formado el concepto de hombre, y sea por lo tanto incapaz de decirme a mí mismo que soy un hombre. El concepto de hombre, lo formamos abstrayéndolo de la experiencia sensible por el entendimiento agente, en el ejercicio de la inteligencia «vuelta» naturalmente hacia las cosas. Es entonces cuando al reflejarse este concepto en aquél otro conocimiento intelectual -preconceptual de experiencia oscura de la propia subjetividad- y gracias a este conocimiento por connaturalidad, tenemos conciencia explícita de ser un hombre. (Este planteamiento apunta a la «reflexibilidad originaria», segunda forma de autoconciencia descrita por Millán Puelles, que estudia este tema con más lucidez y hondura que Maritain. Cf. nota 61).

Estas reflexiones  permiten alcanzar  alguna explicación  «analógica» -mutatis mutandi- del misterio de la conciencia que tenía Jesús de sí mismo, en la esfera inferior consciente, como viador que denomina «crepuscular», en contraposición a la autoconciencia «solar» propia del supraconsciente divinizado de la visión a la luz de la gloria que iluminaba la profundidad espiritual de su alma.

También Cristo, como verdadero hombre, tenía una conciencia oscura, experimental, sentida e inexpresable en conceptos, de «existir» y de ser «alguien». Pero también de que había en Él algo divino que trascendía la común condición humana, por la experiencia de su absoluta impecabilidad, de su Sabiduría sin ningún fallo, del inefable recuerdo de lo que había experimentado en la oración [77]. Pero no de que fuera Dios, el Unigénito del Padre.

Aquí es donde debe intervenir la ciencia infusa de su Divinidad, que en modo alguno es un «adorno» que debe enriquecer a Cristo por razones de excelencia, sino una necesidad metafísica de antropología teológica. Es, en efecto, la que hace posible el conocimiento intelectual perfectamente claro, de que es el Hijo Unigénito del Padre encarnado, que fue aumentándolo en intensidad creciente desde su precoz despertar al uso de razón hasta el «todo está consumado» de la séptima palabra en la Cruz. La luz intelectual infusa, que participaba de la evidencia de la visión, al reflejarse sobre aquel contenido noético oscuramente sentido de origen preconceptual, le hacía tener conciencia de Ser una Persona divina, el Verbo encarnado.

Simultáneamente, tenía plena conciencia de su condición humana, de que era «verus homo», consustancial con todos los miembros de la estirpe o naturaleza común de hijos de Adán; que como nuevo Adán había venido a recapitular, en solidaridad con todos y cada uno de ellos, desde el instante de la Encarnación.

También este conocimiento de sí como verdadero hombre, acontecía en virtud de la luz intelectual de la ciencia infusa. Al reflejarse ésta sobre la conciencia experimental oscura de su humanidad, le comunicaba aquel profundo saber acerca de lo que hay en el corazón de cada uno de los hombres, sus hermanos, de quienes es Cabeza y Salvador. A ella se añadía, además, la progresiva fuente de saber humano proveniente del aprendizaje, lectura, meditación y contemplación infusa incomparablemente profundas de la Sagrada Escritura, que eran parte importante de aquél saber que fue adquiriendo progresivamente y creciendo a lo largo de su vida sobre la tierra [78].

La conciencia de su ser teándrico y de su misión salvífica irrumpió en la zona inferior de su alma, como viador, con toda naturalidad -como «en germen»- tan pronto como alcanzó el uso de razón, (que fue sin duda extraordinariamente precoz), a la luz de su emergente ciencia infusa. Esta, aunque fue progresiva, en la zona inferior y consciente de su alma humana, fue muy superior a la de cualquier  «purus horno», (pero no infinita -en  su orden-, como  la ciencia infusa que brotaba connaturalmente de la ciencia de visión en el paraíso «sellado» del supraconsciente de su espíritu humano plenamente divinizado, como necesaria consecuencia de la unión hipostática que le constituía en Mediador, «lleno de gracia y de verdad» de cuya plenitud desbordante todos estamos llamados a participar).

Es, pues, impensable, por absurda, la hipótesis de quienes imaginan una irrupción «sorpresiva» en la conciencia de Jesús adolescente de su condición de Hijo Unigénito del Padre, de quien hasta entonces hubiera pensado equivocadamente que era un mero hombre, «como sacándole de su error precedente». Más bien hay que suponer que aquel conocimiento le fue dado por ciencia infusa desde su primera aurora, -en acto primero- en la primera infancia; desde que abrió los ojos, anterior a todo conocimiento reflexivamente consciente. Sólo más tarde pudo pasar a acto segundo -tan pronto como fue capaz, por desarrollo neuronal y orgánico de experimentar oscuramente su propia subjetividad- a la luz de la ciencia infusa ya presente en forma de hábita [79].

c) El supraconsciente divinizado por la visión beatífica en la Pasión de Cristo

Según Maritain, la misma naturaleza humana de Cristo se encontraba -como acabamos de ver- a la vez en dos estados distintos: como «comprehensor», el supraconsciente divinizado por la visión beatífica propia de la gracia consumada e ilimitada; y como «viator», en el que la gracia, en estado de perfección creciente, se manifestaba en una progresiva caridad, principio de actos meritorios, regulados no por la visión beatífica, sino por la ciencia infusa que participaba de la evidencia de la visión y de ella procedía.

Pues bien: entre ambos estados se daría una especie de «cloison», (una suerte de tabique traslúcido), que cerraba el paraíso supraconsciente de su alma, pero dejaba paso -por la luz de la ciencia infusa (que participaba de la evidencia de la visión)- a una irradiación vivificante sobre todas sus facultades, pero sin la transfiguración gloriosa y divinización terminal del mundo de la conciencia; Cristo era «comprehensor», pero no bienaventurado, ya que había venido para sufrir, y no toda su alma era bienaventurada en los dos estados de su alma humana (sólo en el superior) como tampoco lo era en el cuerpo.

Este tabique divisorio no era, ordinariamente, de separación total. Podía ser abierto cuando Jesús quería «franquear» el paraíso supraconsciente de su alma y penetrar en él con su conciencia, por medio de la oración infusa. Lo experimentaba, entonces, de un modo inefable, más allá de toda idea, refugiándose en él como en un nido, en la intimidad de la Trinidad: confiando al Padre sus dolores, su compasión por los sufrimientos de los hombres, su angustia por las ofensas a Dios y la profunda miseria moral del pecado, y contemplando ahí el profundo alcance de la obra redentora para la que había sido enviado.

Pues bien: en el momento de la agonía y de la Pasión, no pudo penetrar con su conciencia en el paraíso supraconsciente de su alma; toda experiencia, por sus facultades conscientes, de ese paraíso, y de su irradiación, le fue rehusada.

Fue así como se realizó el supremo ejemplar de la noche del espíritu de los místicos, la noche absolutamente completa [80]. Todo el mundo de la visión beatífica y del supraconsciente divinizado estaba ahí, pero no lo experimentaba en absoluto por su contemplación  infusa. La irradiación y el influjo de este mundo sobre el alma en su integridad eran más potentes que nunca, comunicándole la heroica fortaleza del combate supremo de la obra redentora, pero no era de modo consciente o experimentado. Jesús estaba más unido que nunca al Padre, pero en el pavor y el sudor de sangre, y en la experiencia del abandono de la cuarta palabra sobre la Cruz, «ut quid dereliquisti me».

Jesús  murió  -es  ésta  una  sugestiva  interpretación  de  Maritain, que hizo suya el Card. Journet (cf. Nova et vetera, 1968)- de un supremo éxtasis de amor. Su caridad de «viator», actuaba en la parte inferior de su alma, sujeta a la ley de perfección creciente (como la sabiduría infusa que la regulaba), en  tanto  que «viator»,  alcanzó  la infinitud de caridad que, en tanto que «comprehensor», poseía en el cielo de su alma, medida por la visión beatífica y la ciencia infusa infinitas. No  fue la violencia  padecida la que causó la separación  del alma y del cuerpo  de Jesús (Jesús murió antes de lo que esperaban sus verdugos). «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo; nadie  me  la quita sino que yo la doy libremente este es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17). Fue el amor, en su supremo grado, que consuma y trasciende la obediencia de su voluntad absolutamente unida con la del Padre, el que le hizo morir en un acto de supremo sacrificio por el que se somete voluntariamente al mandato de su Padre en un acto de perfecta obediencia libérrima [81]. Es, verdaderamente, «la hora de la glorificación del Hijo del Hombre» (Jn 12, 23).

El Verbo divino actuando por la instrumentalidad de su libre voluntad humana quiso el sacrifico supremo: que fuesen separados el cuerpo y el alma con la consiguiente privación de la vida humana, por la más total y terrible ruptura que pueda sufrir nuestra naturaleza. Y este holocausto, el mayor que cabe, lo quiso por amor a su Padre y a los hombres. En este momento la caridad de Cristo que era todavía «viator» franqueó el abismo que separaba lo finito de lo infinito,  en un grado de perfección suprema e insuperable, que corresponde a la caridad que poseía como «comprehensor», en el paraíso de su alma; más allá de la serie infinita de grados de perfección creciente («crecía en edad, sabiduría y gracia»). Ese amor supremo corresponde a la cumbre de la unión mística en el transporte del alma en Dios, en el que (con palabras de San Juan de la Cruz) el hombre y Dios son un sólo espíritu y amor. Un amor tan total y poderoso, que la naturaleza humana no pudo soportarlo, de modo tal que arrancó al alma del cuerpo. Fue, pues, un éxtasis de amor el que hizo que muriese en la Cruz, entregando su alma en las manos del Padre, en el colmo de la libertad de su querer  humano.  En aquel  breve momento  de su muerte «in fieri», entró su conciencia de viador, expirando, en el cielo de su alma; de modo que conoció entonces cada ser humano, y lo amó, como si fuera el único en su realidad singular -según la conocida expresión de la Mystici Corporis-, por su visión beatífica y por su ciencia infusa, infinita (en su orden): pero ya no como antes, de modo supraconsciente, sino con toda su vida psíquica de viador expirante. Cuando, inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30), entró por sus padecimientos, en su gloria (cf. Lc 26, 27) de manera plena: consumado, quedó constituido, como nuevo Adán, Cabeza de la nue­ va humanidad de «hijos de Dios dispersos por el pecado» (Jn 11, 52), y como causa salutis aeternae (cf. Hb 5, 9), para cuantos la invocan con fe, atraídos (Jn 12, 32) por la gracia del Espíritu que conquista para nosotros desde la Cruz salvadora.

3. Ciencia y conciencia humana de Jesús, según Gonzdlez Gil ciencia de visión interpretada como connaturalidad ontológica. Conciencia humana de su filiación divina

a) Triple ciencia y connaturalidad ontológica con el Unigénito del Padre

He seleccionado a este autor por su agudeza innovadora  en torno a nuestro tema, que se une a una positiva voluntad en sus propuestas -que presenta a título de hipótesis razonables- de entroncar con la gran tradición, en lo que, a su juicio, tiene de permanente.

Acepta la tesis clásica de las «tres ciencias» -es una buena muestra de esa actitud de respeto con una venerable tesis tradicional-, pero las interpreta de manera diversa, convencido de las insuficiencias de su explicación convencional. La primera no sería la «scientia beata» de los bienaventurados a la luz de la gloria, sino -mientras «no entra su gloria», hasta la Pascua del Señor- un conocimiento humano intuitivo por connaturalidad, atemático, de su inmediación con Dios, que funda y provoca todo el conocimiento temático humano de Jesús por la mediación de sus saberes infusos y adquiridos; tanto de aquellos recibidos por la luz infusa del Espíritu, como de los que adquiere experimentalmente por el uso abstractivo del intelecto agente en su trato con los hombres. Piensa así conservar lo esencial de lo que apuntan, a su parecer, las declaraciones magisteriales, superando las insuficiencias teológicas clásicas [82].

Inspira su propuesta nuestro autor en la noética tomista del conocimiento por connaturalidad, tal y como lo explica el Santo Doctor en su exposición del don de Sabiduría del Espíritu Santo [83]. El oficio de este don, cuyo objeto es la causa suprema y universal (Dios), es dar rectitud al entendimiento humano en el juzgar de las cosas relacionadas con Dios. Se contrapone al principio de rectitud de juicio fundado en la investigación mediante el uso correcto de la razón objetivante; por­ que su modo de juzgar es «por cierta connaturalidad o simpatía» con las cosas divinas, procedente de la caridad que une al hombre con Dios (a.2). La sabiduría «toca más de cerca a Dios» por la unión subjetiva del alma con Él que la caridad opera (a.3), y hace posible juzgar de las cosas divinas, no según criterios y argumentos de racionabilidad lógica, sino por una connaturalidad y unión con ellas, que sólo puede existir en un alma poseída por el Espíritu Santo (a.4).

Según nuestro autor la visión intuitiva  que Cristo-hombre  tenía de su Divinidad que atestiguan las fuentes teológicas, no sería un conocimiento de Dios como objeto, a la luz de la gloria, el propio de los bienaventurados (Dios hace en ellos de especie expresa automunicándose sobrenaturalmente sin mediación alguna), sino por cierta connaturalidad ontológica sobrenatural que permite experimentar la cercanía de Dios Padre también de manera inmediata y  directa,  como Hijo, sin mediación alguna. Se trata de una percepción por intimidad de sujeto que «toca la esencia»: «toca más de cerca a Dios», un conocimiento proconceptual, «Ver a Dios» (cf. Jn 1, 18) es -según nuestro autor- experimentar su presencia íntima en comunicación interpersonal directa (cf Mt 2, 27).

En la base, de toda la vida intelectiva de Jesús está este conocimiento no objetivo, o mejor quizás, una percepción de  Dios  por unión con Él, que le «connaturaliza» con la realidad y la actividad, la esencia y la «economía» de Dios. En efecto, -nos dice- precisamente por ser conocimiento por connaturalidad y no conocimiento temático de objetos, requiere, provoca y encamina su desarrollo en conceptos temáticos. A este proceso contribuyen los otros dos tipos de conocimiento de la tradición teológica, en fecunda simbiosis: tanto el que recibe por luz infasa del Espíritu Santo para el ejercicio de su misión salvífica, referido a las verdades relacionadas con el reino de Dios (no era misión suya enseñarnos ciencias naturales, sino el camino de la salvación), como la que tiene su origen en la abstracción del intelecto agente, o ciencia adquirida, a partir de su experiencia cotidiana, su meditación de las Escrituras, su diálogo con el Padre en la oración y el roce con los hombres en la vida.

No parece suficiente tal explicación, como muy bien demuestra Maritain. Negada la visión beatífica no percibe la necesidad de la mediación de aquél saber infuso [84].  Los pasajes evangélicos que testifican el conocimiento que Jesús tenía de cosas lejanas o de los sentimientos internos de los hombres, o aquella autoridad sobrecogedora de su predicación, con aplomo y seguridad: («se os ha dicho..., pero yo os digo...»), son explicados por él apelando a la certeza carismática y la intuición clarividente, característica del don de profecía, sin aceptar un saber de formas ideativas intuicionales infusas, que participa de la evidencia de visión y de ella deriva, necesaria mediación para su función reveladora (como explica muy bien Maritain).

La raíz fundamental de toda la vida intelectiva humana de Jesús sería -según nuestro autor- una doble connaturalidad, que podría darnos a entender, en la medida a nosotros posible, su vida psicológica humana. Connaturalidad natural con los hombres por razón de la misma naturaleza sujeta a la ley de la historia y del desarrollo; connaturalidad personal con Dios por razón de la persona del Hijo-hombre en unión Íntima con el Padre. Esta segunda connaturalidad o simpatía con Dios y con las cosas de Dios puede darse en nosotros por donación gratuita; en Jesucristo era congénita por ser él la persona del Hijo que está en el seno del Padre y posee sin medida el Espíritu del Padre y suyo.

Pero esta connaturalidad divina, congénita en él, se realiza en su connaturalidad humana: no a pesar de ésta, sino en y por ella. Recíprocamente, su connaturalidad humana es para nosotros reveladora y santificadora, porque está embebida en su connaturalidad congénita divina. Jesucristo es el hombre que vive plenamente su vida de hombre, la de todo hombre, pero la vive en connaturalidad con Dios, su Padre: en ese movimiento de continua recepción y continua entrega, en ese conocimiento mutuo que es comunicación mutua [85].

En virtud de su connaturalidad humana puede hacernos partícipes de su connaturalidad divina dándonos su Espíritu.

A mi modo de ver, González Gil no interpreta bien la doctrina del Aquinate acerca del conocimiento por connatu ralidad [86] del que el influjo de la caridad en el don de sabiduría no es sino una de sus más eminentes manifestaciones. Es el gran tema del influjo del amor -raíz de todas las pasiones y afecciones del hombre- en el conocimiento (según sea aquél, tal será el alcance noético de éste).

El fundamento del amor es, sin duda, la connaturalidad ontológica o participación en los valores comunes con el consiguiente parentesco entitativo, conveniencia y complementariedad (identidad consigo, si se trata de amor al propio yo), o connaturalidad ontológica. El amor mismo es la expresión tendencia! de aquella connaturalidad en cuanto conocida. Y su efecto formal es la unión transformante.

El influjo del amor en el conocimiento se funda precisamente en la unidad radical de la persona que conoce y el mutuo influjo o inmanencia consiguiente de inteligencia y voluntad, sentir e inteligir. Podrá darse una explicación «analítica» -tal la clásica de Santo Tomás- o la «estructural» del moderno personalismo. Pero el hecho de tal inmanencia -de orden dinámico- no puede menos de imponerse a la fenomenología del dinamismo del comportamiento humano. El amor, en efecto 1) selecciona y potencia la aplicación de la mente (a más interés, más atención), y 2) proporciona una nueva luz en la captación de lo conocido: la luz de la conveniencia al apetito [87]. (Por eso la verdad práctica no se toma de modo inmediato por la adecuación de la inteligencia con su objeto, sino por conformidad con el apetito recto).

El amado queda intencionalmente interiorizado  en el amante en la medida misma que éste vive extáticamente enajenado en el amado. Es un conocimiento:

-    Más íntimamente penetrante, porque el amado queda intencionalmente identificado con el amante; penetra en su ámbito vital.

-    Más trascendente, pues el trascender volitivo es extático y más «realista» que el cognoscitivo: tiende al «en sí» de lo querido (oréxis) a diferencia del trascender intelectivo que es posesión de lo otro en su «en mí» con las condiciones subjetivas a priori que impone la inteligibilidad en acto (analépsis).

Como consecuencia, cabe decir: a mayor intimidad en la unión transformante del amor, mayor penetración y trascendencia en el conocer. El amor de caridad que derrama el Espíritu Santo en el alma de Cristo es de una plenitud desbordante, y consecuencia inmediata del «éxtasis» del ser de la unión hipostática.

Todo conocimiento humano de Dios -también de Cristo respecto a su Padre- es necesariamente mediato, salvo el de la visión beatífica. Negada ésta a Cristo viador, el conocimiento que funda su connaturalidad ontológica con Dios, no es, como sostiene nuestro autor, intuitivo, y sin mediación alguna. Está necesariamente mediado por una doble mediación en unidad estructural: 1/ La conversio ad phantasma propia de la perceptibilidad corpórea, espacio-temporal del hombre como ser-en-el-mundo, y 2/ La comprensión integral, aunque inadecuada y oscura de su núcleo esencial, de su «totalidad personal» -teándrica en el caso de Cristo-, que aparece como emergiendo de un Alter ego trascendente -el Unigénito del Padre- ignoto en el misterio de su en sí, advertido asintótica y negativamente. Tal mediación es, sin embargo, discreta y silenciosa. Aunque es, de hecho, mediata, se diría que no ha mediado proceso alguno de inferencia. En este sentido puede ser calificado de cuasi-intuición, pero de ninguna manera es intuitivo como la visión beatífica.

El conocimiento por connaturalidad, tiene, sin duda, una gran función que desempeñar en la autoconciencia humana que Jesucristo tenía de su Divinidad y de su misión salvífica. (Así lo hemos comprobado con algún detenimiento, en la exposición de la propuesta de Maritain). Pero no está en el nivel de la visión beatífica (sustituyéndola como saber intuitivo no beatificante). Está más bien en el nivel noético de la ciencia infusa, que ilumina el saber atemático,  propio del conocimiento por connaturalidad de la propia subjetividad, otorgándole aquella inefable certeza, que participa de la evidencia de la visión, de que era el Unigénito del Padre hecho hombre y de su misión salvífica.

b) Conciencia humana de Jesús de su condición de Unigénito del Padre

Conciencia directa es, para nuestro autor, la «experiencia» que el sujeto tiene de sí mismo en cuanto sujeto de sus actos; la conciencia refleja es el saber que el sujeto obtiene sobre sí mismo a través de aquella experiencia combinada con los conocimientos que por otras partes ha venido acumulando, tanto por ciencia infusa como adquirida.

La persona -concebida por él como totalidad subsistente y en relación a todo otro sujeto- sólo se percibe en sus actos; y la persona divina sólo se podrá percibir como divina en actos divinos; para que la persona divina fuese percibida como divina en actos humanos, tendría que mezclar sus actos divinos con sus actos humanos; con otras palabras, tendría que hacer que se fundiesen sus actos divinos y humanos en un sólo acto. Pero esto sería puro monofisismo. Por eso la experiencia directa de Jesús como hombre es la experiencia de sus actos

«humanos», que proceden de su individualidad humana como tal y se perciben precisamente como actos que emanan de esa individualidad. Conciencia humana «directa» sólo puede tenerla, pues, de sus actos humanos, de su crecer y trabajar, alegrarse y sufrir, pensar y querer «como hombre»; pero todas esas experiencias humanas iban acompañadas de una experiencia de comunión con Dios en actitud receptiva  y de dependencia filial. Experimentaba, por así decirlo, «el vacío de su personalidad humana», en tanto que dependiente de la persona del Hijo.

Para entenderlo mejor, es conveniente -por analogía- la comparación con nuestra propia conciencia. Tenemos conciencia de nuestro yo, de nuestra personalidad humana; por ella somos una unidad y totalidad cada uno de nosotros percibida como tal; pero este dato fundamental es pre-conceptual, pre-científico, y, por tanto, inexpresable en conceptos y palabras, mientras no se realice un proceso de reflexión temática conceptual. Sólo al fin de este proceso llegamos a poder hacer afirmaciones temáticas sobre nuestra personalidad humana.

Algo semejante podemos decir de Jesucristo: del dato fundamental, percibido experimentalmente, de su intimidad única con Dios -una experiencia de comunión con Él, en actitud receptiva y en dependencia filial, que no es todavía de la divinidad de su filiación­ pasa a la tematización conceptual expresable en afirmaciones categóricas: «yo y el Padre somos uno»; «yo soy Dios: el Unigénito del Padre», gracias a su saber adquirido e infuso. La meditación de la Sagrada Escritura, las ilustraciones recibidas en el diálogo con su Padre en la oración, el trato y contraste con los hombres,  etc., iban formando en su inteligencia humana la «ciencia» sobre sí mismo, sobre su misión, su autoridad, su persona.

Esta interpretación está en perfecta continuidad con el pensamiento de Sto. Tomás de Aquino, en la misma línea de profundización -a la luz de la reflexión sobre la conciencia nunca tematizada por él- con la que exponíamos antes de J. Maritain. Le falta, sin embargo, explicar la evidencia del saber infuso participada de la visión beatífica, que este autor sustituye por el conocimiento intuitivo por connaturalidad ontológica de la humanidad con Dios Hijo, que la personaliza. Ya vimos, sin embargo, que éste no es intuitivo. El conocimiento por connaturalidad se funda en los hábitos éticos correspondientes a los otros dos niveles de conocimiento humano de Cristo.

González Gil afirma que la experiencia de su filiación  respecto  de Dios-Padre por ser humana, era limitada  y estaba sometida  a la ley del progreso histórico. Es la misma interpretación  de J.  Maritain, que supera en este punto clave el déficit de historicidad, común en la Teología clásica, de la humanidad de Cristo. El Hijo de Dios hecho hombre hará la experiencia humana de su filiación de un modo progresivo: desde el principio es Hijo y se siente como tal, pero progresivamente tiene que «hacerse» Hijo y sentirse más y más plenamente Hijo. «Siendo Hijo, con el padecimiento, aprendió la obediencia y llegó a la perfección» (Hb 5, 8): obediencia y perfección propia del Hijo. Siente que «ha salido del Padre» y que «está de vuelta al Padre»; ansía volver, porque para él es mejor estar junto al Padre; y sus discípulos, si lo entendiesen, se alegrarían, como él se alegra de volver al Padre (cf. Jn 16, 28; Jn 14, 28).

Fue -nos dice muy acertadamente- una experiencia dolorosa, por ser la experiencia de una tensión, de una distancia que superar mediante la renuncia radical a la existencia humana: experimentó la tensión dolorosa de su filiación «en camino», dentro de la experiencia humana de una distanciación de Dios, «en carne semejante a la carne de pecado»; distanciación que sólo puede superarse por la renuncia real a esa misma existencia humana. Solamente a través de esta renuncia total, a través de su muerte, puede el Hijo de Dios hecho hombre llegar a la experiencia humana consumada e insuperable de su filiación divina.

Pero hay otra dimensión implicada en la conciencia de su ser, la «filiación», que implica «relación a otro». El Hijo de Dios hecho hombre tiene conciencia de una doble relación: con Dios Padre en cuanto Hijo, y con todos los hombres a los que recapitula en la misteriosa solidaridad de la Encarnación. Esta relación misteriosa con todos los hombres está embebida y como impregnada por la conciencia de la otra relación suya radical con Dios-Padre.

Él, que es el Hijo por su relación con el Padre y sólo con el Padre, se ve puesto al nivel y en relación con todos los hombres, a quienes no puede menos de considerar como hermanos (cf. Hb 2, 11). En su conciencia moral, Jesús se considera como Hijo que debe obedecer al Padre, pero también como Hijo que debe abrirse a todos los hombres: en favor de todos. En virtud de su connaturalidad humana del nuevo Adán, solidario de todos los hombres, puede hacernos partícipes de su connaturalidad divina dándonos su Espíritu, de modo que podamos impregnar nuestra naturalidad humana de connaturalidad divina, en nuestro pensar, en nuestro querer y en nuestro actuar.

Aquella experiencia humana del Hijo de Dios es el origen fontal de nuestro ser y sentirnos hijos de Dios. No sabemos cómo declarar aquella experiencia; pero, gracias a ella, gracias a que él como hombre pudo llamar a Dios con el nombre de «¡Abbá, Padre!», también nosotros podemos dirigirnos a Dios Padre como hijos verdaderos, hijos en el Hijo, que hacen la experiencia de su filiación incorporados en la experiencia filial humana del Hijo de Dios. Aunque en nosotros es todavía un saber por la fe, sin la experiencia clara, «somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos», porque aún no se nos ha manifestado él y no le vemos todavía tal como él es (1Jn 3, 2).

Me parece muy sugerente y acertada en parte esta descripción de la conciencia humana de Cristo. Pero creo que debería ser fundada en la doble ciencia intuitiva e infusa tal y como las presenta J. Maritain (con el que, por lo demás, en tantos desarrollos coincide, como puede comprobarse), según hemos señalado. Malinterpreta la visión intuitiva como mera connaturalidad negando la visión beatífica y en sustitución de ella, y no percibe la necesidad «funcional» de las formas ideativas intuicionales infusas, comunicables mediante el uso instrumental del saber adquirido (ambos de progresión creciente).

He tenido en cuenta todos estos interesantes desarrollos en una interpretación personal sobre este espinoso tema en una perspectiva más trinitaria que tiene especialmente en cuenta la inseparabilidad de las dos misiones del Hijo, y del Espíritu, en la que tanto insiste el nuevo Catecismo (CEC), en perfecta continuidad y desarrollo de la tradición teológica, que propongo en otro escrito [88].

III. Observaciones conclusivas

El balance de nuestro recorrido creo que es -pese a tantos datos negativos del teologizar actual- positivo y esperanzador. La quiebra con la tradición teológica multisecular que entronca con la tradición de los Padres que hemos descrito más arriba (II), no puede ser generalizada. Hemos encontrado, además, interesantes sugerencias recientes, en feliz continuidad con los desarrollos de la Cristología inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II (III), que hemos tratado de resumir aquí, que invitan a un progreso en el mejor conocimiento -siempre deficiente, pues su misterio nos desborda- de la Santísima Humanidad del Salvador.

Era evidente -como factor explicativo, no el único, de esa situación- el malestar ante algunos aspectos de los planteamientos clásicos sobre el conocimiento humano de Jesús, que marginaban más de lo debido la condición histórica de quien -siendo Dios- era plenamente hombre, y compañero de nuestro caminar en su existencia histórica antepascual. Y debió estar, consecuentemente, sometido a la ley del progreso, tal y como «correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en la condición de esclavo» (Flp 2, 7) (CEC 472).

Evidente era también la insuficiencia de los modos clásicos de abordar la cuestión -tan actual- del conocimiento humano que Jesús tenía de su Yo divino en relación con su Padre. El tema de la «conciencia» es un tema moderno y nada tiene de extraño que hubie­ ra sido deficientemente abandonado tiempo atrás. (Es patente en el mismo Tomás de Aquino, como se ha observado con frecuencia, de modo especialmente convincente por A. Millán Puelles, que trata del tema de la autoconciencia de manera magistral).

Con todo, si son muchos los teólogos de nuestros días que ignoran, de modo llamativo, claros datos evangélicos acerca de la misterio­ sa psicología de Cristo («verus, sed non purus horno») -cuando no los someten a una exégesis inadecuada, reductiva, y a veces, corrosiva (IV A)-   no faltan interesantes planteamientos actuales más sensibles a aquellas exigencias. He seleccionado, por su indudable interés, algunas sugerencias de Von Balthasar y de González Gil, y -muy especialmente- las propuestas de J. Maritain (que tanto agradaron, e hizo suyas, poco antes de morir, el gran teólogo Charles Journet). Estos, y otros autores que no he abordado aquí, ayudan a colmar aquellas lagunas de un modo convincente y respetuoso con la gran tradición, a la cual enriquecen sin abandonarla, en homogéneo y feliz desarrollo (IV B).

A mi juicio, bajo ningún concepto debe ser abandonada la clásica y emblemática expresión «viator simul et comprehensor» (I), que recoge una tradición teológica multisecular entroncada con la patrística recurrente en el Magisterio unitario y homogénea (en cuanto a su sustancia). Su gran valor doctrinal, aun sin ser dogmático, creo que -como me he esforzado en mostrar- no cabe desconocer sin  incurrir en frívola superficialidad. (Así lo pienso a veces, quizá exagerando). Esa frase tan expresiva encierra un misterio del que caben progresivos esclarecimientos. Bien interpretada es la clave para lograr algún acceso a la misteriosa psicología humana de Jesús, «verus sed non purus homo», sin traicionar ninguno de los datos bíblicos integrantes de la imagen que de Él nos ofrece la tradición apostólica que los evangelios recogen de manera coherente y armoniosa, y ha llegado hasta nosotros inalterada, en el torrente límpido de la tradición viva de la Iglesia. Esta debe ser criterio hermenéutico permanente y seguro, en orden a una precomprensión de fe eclesial en la auténtica fisonomía evangélica de Jesús, y posibilita el debido discernimiento y uso correcto de los métodos de crítica textual. Se evita así el peligro de que degeneren en una exégesis reductiva, que impida el acceso a la verda­ dera figura del Dios hombre y de su misteriosa psicología humana, que se refleja en sus más perfectos imitadores, que se han identificado con Él, llegando a la plenitud de la filiación divina en Jesucristo, ganada para nosotros en la Cruz salvadora por obra del Espíritu.

Joaquín Ferrer, en dadun.unav.edu/

Notas:

45.    Los misterios de su infancia, vida oculta, tentaciones, bautismo y transfiguración, de la agonía en el huerco y del grito en la cruz, de su conciencia de la mesianidad y filiación, de su conocimiento e ignorancia, de su oración y confianza en Dios, de su entrega a su misión y de su obediencia a la voluntad del Padre, de su libre auto-entrega y del «abandono» en las manos de su Padre. Cf. DUPUI, Cristología, trad., ed. Verbo Divino, 1997.

46.    Partiendo de la cristología del «horno assumptus», de la escuela antioquena, los teólogos escotistas Déodat de Basly y L. Seiller, han afirmado que la «unión hipostática» no afecta a la psicología humana de Jesús. El «hombre asumido» actúa como si fuese una persona humana; es el sujeto humano, plenamente autónomo en el que el Verbo de Dios no ejerce la más mínima influencia.

47.    S. Th. III, qu. 33, a, ad 3. Cf. Ch. JOURNET, lntroducci6n a la teología, Bilbao 1967, 138.

48.    S. Th. III, qu. 34 a. 1, ad 1.

49.    OCARIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, ibíd. Además de A VON HARNACK (cfr. Lehrbuch der Dogmengeschichte, 5ª ed., Tubinga 1931, 20), también han defendido las tesis algunos autores modernos que se han separado de la verdadera fe de la  Iglesia  (vid.  una crítica a estos autores en J. GALOT, Cristo contestato, cit., 75 ss. Cf. OCARIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, cit., 163).

50.    La asunción de la humanidad de Jesús, acto de la más alta unión, sitúa a esta naturaleza en su autonomía de criatura.

51.    No puede darse, en efecto, una naturaleza racional existente que no sea persona, es decir, que no esté hipostasiada en algún sujeto.

52.    E. SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un viviente, Madrid 1981, 615.

53.    C. DUCQUOC, Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazareth, el Mesías, Salamanca 1974. Le parece «sano» el método exegético bultmaniano, el único objeto de rechazo total en el reciente documento de la PCB de 1993 (ver nota 27).

54.    Ducquoc -de acuerdo con la exégesis del protestantismo liberal- presenta a los evangelistas como si hubieran traicionado -con buena voluntad- los hechos en función de unas finalidades polémicas.

55.    Ducquoc no admite, por otra parte, la muerte como separación del alma del cuerpo.

56.    «Cuando la política quiere ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico. El marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho de que esa pretensión se apoyara sobre un método en apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia, y, haciendo a la vez, de la ciencia praxis, le confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían alcanzables a través de una praxis política científicamente fundamentada». Card. J. RATZINGER, Situación actual de la fe y de la teología como ciencia, en el Encuentro con el episcopado americano de Guadalajara (México). L'Osservatore Romano, l-XI-1996.

57.    El antes sacerdote católico P. KNITTER ha intentado superar  el  vacío de  una  teoría de la religión reducida al imperativo categórico, mediante una  nueva síntesis  entre Asia y Europa, más concreta e internamente enriquecida. Su propuesta tiende a dar a la religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la religión  pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse prácticamente efectivo, fundándolo sobre un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a la ortodoxia». Cf. Civilitá catolica, Editorial Cuaderno  1, 1996, 107-120.

58.    Hay también una respuesta al lema «todo es relativo», que se conoce bajo la pluriforme denominación «New Age», y sobre cuya peligrosidad ha alertado con frecuencia Juan Pablo II.

59.    K. RAHNER, Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí mismo, en Escritos de Teología, Madrid 1964, 221-246

60.    K. RAHNER, La cristología entre la exégesis y la dogmática, en Escritos de Teología 1, Madrid 1963.

61.    Rahner reinterpreta la fórmula de la metafísica clásica -la inteligibilidad o verdad trascendental, que mide y «se impone» a mi inteligencia- en el sentido de la modernidad post-cartesiana, que, partiendo de la inmanencia del yo -del yo trascendental, a partir de Kant- , afirma que es el «yo» autoconsciente quien pone inteligibilidad o verdad. La auto-conciencia sería en  Rahner,  previa a la hetero-conciencia -al  conocimiento  objetivo- y su condición de posibilidad. A Millán  Puelles ha mostrado fenomenológicamente que, en la subjetividad humana, no hay autoconciencia sin hetero-conciencia, sin trascendencia intencional a lo real.

62.    K. RAHNER, Teología de la encarnación, en Escritos de Teología, Madrid 1963, 139-158.

63.    J.A. SAYÉS,  Jesucristo, ser y persona, Burgos 1984, 87.

64.    Una clara muestra del influjo hegeliano en el trascendentalismo de Rahner es su afirmación de la «co-implicación» de la finitud en lo Infinito, en una suerte de dialéctica del Absoluto.

65.    Una buena descripción del fenómeno postmoderno, -cuyo origen no es otro que la crítica a los «siete pilares básicos de la modernidad»- que concluye invitando a volver los ojos a Tomás de Aquino y al personalismo cristiano integrado en sus principios inspiradores, puede verse en E. FORMENT, Modelos actuales del hombre, curso de El Escorial de julio de 1995. Cf. Verbo 323-4 (1996) 241-277.

66.    Para una amplia información sobre él, cf. J. FERRER ARELLANO, Metafísica de la relación y de la alteridad, Pamplona 1997; Juan Luis LORDA, Antropología del Concilio Vaticano II a Juan Pablo JI, Madrid 1996.

67.    Baste este conocido testimonio de Mons. Escrivá de Balaguer: «Pero si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al hijo de Dios. Hay algo que no me acaba de gustar en el título de padre putativo... Ciertamente nuestra fe nos dice que no era padre según la carne,  pero  no es esa la única paternidad»; y cita a S. Agustín: «Por eso dice S. Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la fe y a la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios» (Sermón 50,20. PL 38, 351). «José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole todo lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió un oficio... Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter... No es posible conocer la sublimidad del misterio... ¿Quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como un niño, luego como un muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad. "Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios  y de los hombres" (Lc 2,52). José ha sido en lo humano, maestro de Jesús» (Es Cristo que pasa, n. 55).

68.    Cf. SANTO TOMÁS DE AQ\JINO, Summa Teologiae, 1-11", q.5 a.5 ad 1um.

69.    Cf. H.U. VON BALTHASAR, especialmente -entre sus numerosos escritos- Teodramática III, B, 2, pp.; Cf. Teología de la Historia, La foi du Christ, cits.

70.    De la grace el de l'humanité de Jésus, París 1969.

71.    Era Él el «revelador», en cuanto hombre, y el «Revelado», en cuanto Unigénito de la Trinidad cuya intimidad y plan salvífica vino a manifestar y realizar con la fuerza del Espíritu que le ungió como Mesías o Cristo. La misión del Hijo es inseparable de la del Espíritu, como señala con fuerza el CEC.

72.    S. Th. III. s, 2. Maritain se inspira en Juan de Santo Tomás, autor que apreció toda su vida. Del gran Doctor de Alcalá del s. XVII recibió con frecuencia sugerencias para su fecunda creación filosófica.

73.    S. Th. III, 9,3; 11,1: «Conocía todas las cosas absolutamente», tanto aquello que puede conocerse a la luz del intelecto agente, como a la luz de la Revelación, con las luces proféticas como las de todos los dones del Espíritu Santo., incluyendo «omnia singularia praeterita, praesentia et futura», sin posibilidad de crecer.

74.    En este nivel consciente desconocía, por ejemplo, el día del juicio (Mc 13, 32; Mt 24, 36).

75.    Por eso le dice Jesús a Nicodemo Jn 3, 32): «el que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto (ciencia de visión) y entendido (ciencia infusa)».

76.    Cf. J. MARITAIN, Corto tratado acerca de la existencia y del existente, Buenos Aires, 1956, c. III.

77.    No propiamente como afirma el P. DIEPEN, -según Maritain- por experimentar una dependencia ontológica respecto al Verbo, pues no remitía a «otro» sujeto distinto, sino al único Yo divino del Unigénito del Padre, y dependencia supone una alteridad aquí inexistente. La theologie de l'Emmanuel 217.

78.    STO. TOMÁS aceptó en S. Th. III, 2, 2 esta ciencia, corrigiendo -forzado por la Escritura- su opinión juvenil de las Sentencias, que era más común.

79.    A mi modo de ver, la antropología de Maritain es ajena a una concepción «co-existencial» y dialógica del personalismo que yo estimo acertada.

80.    Quizá son por ello los místicos, que participan más intensamente en la plenitud de  la mediación y de la vida de Cristo, de la cual todos recibimos, quienes mejor «viven» esos estados y pueden comprenderlos y expresarlos.

81.    O.c. 141 ss. «Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa -infinita- como su amor. Pero el tesoro infinito de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿Por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de venderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad, si se dispone hacia el bien, y su equivocada orientación cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del amor de los amores» (Mons. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 26).

82.    Me ha parecido de más interés ocuparme de González Gil, prefiriéndolo a otros contemporáneos más conocidos e influyentes, como P. GALOT, La conscienza di Gesu. Roma 1971, porque, pese a la mayor difusión e influencia de este último, estimo más rigurosamente elaboradas sus propuestas (desde un estudio serio de la Escritura, que conoce bien) -de las que en parte disiento-, que la endeble teoría de Galot, cuya base estaría en la sustitución de la visión beatífica por una singular experiencia mística.

83.    S. Th. II-II, 45. Cf. 1-11 68,4; II-II, 8,5.

84.    La ciencia infusa sería -según Gil- «algo superfluo, inútil para Él y para nosotros; a no ser que la concibamos como es en realidad, una ciencia de prudencia y caridad que encajaba en la economía de la salvación, en la misión del Hijo-hombre en unión íntima con el Padre y en plenitud del Espíritu para salvarnos».

85.    Cf. M.M. GONZÁLEZ GIL, o.c., 425.

86.    Véase una exposición muy acertada que tiene en cuenta toda su obra -no sólo el don de Sabiduría- en J.M. PERO SANZ, El conocimiento por connaturalidad,  Pamplona 1964. J. FERRER ARELLANO, Amor y apertura a la trascendencia, «Anuario Filosófico» (1969) 125-134.

87.    El alcance noético del conocimiento por connaturalidad no logra un plus objetivo: no se excede el área de lo objetivo, categorial, que abarca la apertura en su dinamismo cognoscitivo de su razonamiento conceptual. Pero lo objetivo es conocido (en virtud de la potenciación noética originada por el influjo amoroso) como signo expresivo del más íntimo núcleo esencial del Amado.

88.    A punto de ser publicado en las Actas del Congreso Internacional de la Sociedad Int. Tomás de Aquino (SITA) (septiembre de 1997), Ciencia y conciencia humanas de Cristo. Nuevas perspectivas y desarrollos de la vía abierta por Sto. Tomás.

Joaquín Ferrer

l. Introducción

Quien, teniendo alguna información de la historia de la Cristología, analiza los escritos de los últimos decenios acerca de la ciencia y la conciencia de Cristo en su Humanidad santísima, no podrá menos de advertir una cierta ruptura con la tradición teológica que desde el Medioevo afirmaba que Cristo, en cuanto hombre -en su inteligencia humana-, tuvo la ciencia beatífica en grado perfectísimo desde el primer instante de su concepción en el seno virginal de María. Tal es la doctrina común, sobre todo desde el siglo XII hasta fechas recientes apenas puesta en duda (en perfecta continuidad, como veremos, con la tradición patrística, pese a que entonces apenas se había tematizada tal «scientia beata»).

Fue al mismo tiempo, según la Teología clásica, «viator et comprehensor», es decir, peregrino por la tierra y poseedor de la meta de la peregrinación, y deben excluirse de Él por consiguiente las virtudes teologales de la fe y la esperanza, al menos en su sentido estricto [1]. «El gran Sembrador en verdad, encargado de decir a todas las generaciones humanas hasta el fin de los tiempos las palabras de vida eterna, debía conocer aquí en la tierra la vida eterna. Conocía la esencia divina, no en un espejo y oscuramente, sino cara a cara. La esencia divina que probablemente San Pablo vio por un corto momento, Jesús, por su inteligencia humana, la veía siempre aquí en la tierra sin necesidad de interrumpir su conversación con los apóstoles. Estaba por encima del éxtasis, y su palabra era tan luminosa porque su inteligencia estaba perpetuamente iluminada por ese sol espiritual que no se eclipsó nunca, ni siquiera en el sueño, ni en la hora tenebrosa de la Pasión» [2].

Como contrapartida, la mayor parte de los teólogos, como San Buenaventura, Sto. Tomás de Aquino en sus obras primeras, e incluso en tiempos posteriores, como Escoto y Suárez, negaron -sin apoyo alguno en la gran Tradición- que Cristo tuviese una ciencia verdaderamente adquirida, pues, pensaban que era más congruente con la dignidad del Verbo hecho carne afirmar que su Humanidad había poseído desde el principio todos estos conocimientos por ciencia infusa [3].

Sin embargo, el mismo Tomás de Aquino, para no lesionar la radicalidad con que el Verbo se hace hombre, afirma en sus obras de madurez, rectificando sus anteriores tesis, que hubo en Cristo una verdadera ciencia adquirida, siendo connatural al hombre la actividad abstractiva del intelecto agente, con las características propias de este saber experiencia!, en especial, su carácter progresivo. A pesar de ello, se resiste a aceptar que Cristo haya recibido verdaderamente una enseñanza por parte de nadie [4].

Cabe decir, con todo, que después de Sto. Tomás, ha sido progresivamente doctrina común entre los teólogos la existencia en Cristo  de los tres modos de conocimiento a los que, al menos con capacidad obediencia!, está abierta la inteligencia humana: 1. La visión beatífica, como gracia consumada e infinita en su orden (Jn 1, 16: «Lleno de gracia y de verdad, de cuya plenitud todos recibimos»). 2. La ciencia infusa (interpretada comúnmente como lo que es connatural a los án­ geles), que es preternatural para el hombre. 3. La ciencia adquirida (connatural al hombre) por la que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar en la sabiduría (Lc 2, 52), desde la experiencia sensible que acompaña al hombre en su peregrinar terreno, según las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo, como corresponde a su voluntario anonadamiento, en la condición de esclavo (Flp 2, 7).

También había unanimidad acerca de su conciencia humana -desde el ecce venio (Hb 2, 10) de la Encarnación- de su condición personal de Unigénito del Padre, que se hace Hijo del hombre, como nuevo Adán solidario de la estirpe de Adán caído, para restaurar en ella -de admirable modo («mirabilius quam condidisti»)- la condición sobrenatural de hijos de Dios de la que le había privado el pecado de los orígenes.

Toda esta doctrina teológica pacíficamente aceptada con pocos matices de diferencia, es evidente que en los últimos decenios ha entrado en crisis. Es sintomático que un gran número de teólogos rechazan la conocida expresión, común en la Teología clásica, «simul viator et comprehensor».

Hoy son muchos, en efecto, los que opinan que es imposible admitir la visión beatífica, intuición directa e inmediata de su divinidad que san Juan parece atribuir a Cristo durante su estancia en la tierra. Los menos negativos se contentan, como Rahner, con hablar de una «conciencia existencial» que Cristo habría tenido de la unión hipostática [5]. Esa experiencia sólo se clarificaría mediante una revelación progresiva en la que se formularía conceptual e inadecuadamente lo experimentado  de forma  existencial.  Otros sustituirán  el término «existencial»  por el de «mística» (P. Galot [6]  o conocimiento por connaturalidad por el que percibe de modo atemático su  inmediación  con Dios [7]. Por consiguiente, será preciso hablar de una «fe» propiamente dicha en Cristo. Pero fe acompañada de experiencia.

¿Por qué sería imposible admitir la visión intuitiva e inmediata de la divinidad? Suelen aducirse dos razones que derivan de la noción misma de encarnación. La primera: una visión de esas características habría hecho imposible todo sufrimiento. La segunda: impediría una vida verdadera en el tiempo propia de la condición histórica del hombre. ¿Cómo sería compatible una visión facial de Dios con una encarnación verdadera, con un destino humano, con una vida verdaderamente humana, sometida al tiempo? La manera en que los evangelistas, incluido san Juan, hablan de Cristo, excluiría la idea de un hombre para el que todo sería actual y presente, como para Dios [8].

Ante todo, debe tenerse en cuenta que la visión intuitiva y facial de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de gracia, sino que es en sí misma el desarrollo supremo de la gracia, el vértice y el culmen de la unión del alma con Dios. Además, la absoluta seguridad con que Cristo testifica no sólo de la existencia de Dios, sino de la intimidad divina, de cómo es el corazón paterno de Dios, de cómo perdona, arguyen a favor de la «scientia beata». Se ha intentado explicar este comportamiento de Cristo sin recurrir a su ciencia de visión, pero las dificultades que se originan son aún mayores que las que se evitan al negarle esta ciencia durante su caminar terreno [9].

No deja de sorprender que, justamente cuando la teología de entreguerras, particularmente la francesa, había puesto en claro la compatibilidad -e incluso necesidad de conexión funcional para el ejercicio de su misión salvífica- entre las tres ciencias de quien es «verus horno, sed non purus horno», aconteciera ese abandono generalizado de aquella clásica doctrina, justificándolo no pocas veces con argumentos de una irritante superficialidad esgrimidos desde la ignorancia de los meritorios desarrollos de aquella profunda teología tan reciente en el tiempo.

Esa negación e interpretación reductiva de la visión beatífica de Cristo, como incompatibles con su condición histórica, supone la ruptura -o quiebra al menos- con una tradición multisecular, que según las norma de criteriología teológica -estudiando a fondo los lugares teológicos- pudiera tener más valor vinculante de lo que, quizá con demasiada frivolidad, muchos pudieran pensar.

Con todo, esa quiebra -si no ruptura- con la tradición teológica que entronca con los Padres de la Iglesia, es indicio de un malestar justificado. En efecto, como la teología clásica no había tomado suficientemente en serio la condición histórica del hombre, ni reflexionado bastante sobre la noción de conciencia, la solución había que buscarla en desplatonizar la cristología, con todas las consecuencias de ello derivadas. En cambio, algunos intentos actuales en continuidad con la tradición -bien asimilada, sin desfiguraciones caricaturescas de  la doctrina clásica sobre el  tema- merecen  ocupar nuestra atención. Aquí nos hacemos eco de algunos, especialmente  de J. Maritain.

Las precedentes observaciones (I) justifican el plan de este estudio. Después de exponer brevemente un resumen de la teología clásica sobre la visión beatífica y su gran valor doctrinal que justifica una calificación teológica de gran rango de certeza -como doctrina católica cierta (II)- haré un breve recorrido panorámico de los interesantes esclarecimientos doctrinales que mostraban su profunda coherencia y credibilidad que aportó la teología inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II (III). El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, cuya autoridad doctrinal es evidente, recoge la sustancia de aquella tradición teológica.

Sólo procediendo así podremos examinar críticamente las tendencias actuales (IV), para discernir las aportaciones, algunas de indudable valor, que deben ser tenidas en cuenta, de la Cristología más reciente.

II.       Fundamentación de la tesis de la teología clásica: «simul comprehensor et viator»

La afirmación de la ciencia de visión en Cristo ha sido posición casi unánime de los teólogos desde el medioevo hasta la época del Concilio Vaticano II, basada no en un texto determinado, sino en el conjunto de datos bíblicos y patrísticos [10].

La Sagrada Escritura no atestigua esta verdad explícitamente (sería de fe si lo dijera), pero la insinúa con suficiente claridad para ofrecer un fundamento escriturístico del todo firme y seguro.

La imagen evangélica de Jesús como revelador del Padre y de su designio salvífico, parece dejar fuera de duda que tiene su origen no en su fe en una revelación que él hubiera recibido en una experiencia mística de singular elevación, o por connaturalidad con el Padre de la humanidad del Unigénito encarnado, sino en el conocimiento directo que Él tiene del Padre: da testimonio de lo que «ve».

La exégesis ha interpretado así numerosos pasajes en especial de S. Juan -comenzando por el prólogo- : «A Dios nadie le  ha visto  jamás: el Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18), porque ha visto al Padre  (Jn 6, 46; Jn 8, 38; Jn 3, 32). Su humanidad está «llena de gracia y de verdad»: es decir, dotada de una visión intuitiva y facial de Dios, que no es sino un supremo y plenario desarrollo de gracia consumada, de cuya plenitud desbordante somos nosotros partícipes (Jn 1, 14-16). La analogía de la fe bíblica no puede menos de referir este tema joánico a la teología paulina del piéroma y la capitalidad de Cristo, «unus mediator» (1 Tm 2, 5) [11].

Los testimonios patrísticos a favor de la visión beatífica de Cristo viador, a lo largo del ejercicio de la mediación salvífica, no son ni tan poco numerosos ni tan poco importantes como suele decirse. Así lo han demostrado numerosos estudios del período de entreguerras especialmente en Francia como reacción -con ocasión del Decreto del Santo Oficio de 1918- al modernismo que la negaba [12].

Ninguno de estos estudios ha pretendido demostrar la existencia de un consentimiento patrístico. No es preciso insistir en el concepto de «mayoría relativa», para establecer, apoyándonos en esa «mayoría relativa», el carácter de «sentencia católica» que tendría, ya en el período patrístico, esta interpretación, porque carece de interés. Es una ley elemental del progreso dogmático la presencia, frecuente en él, de dos fases: una de dispersión de opiniones y otra de prevalencia de una línea (baste recordar el ejemplo clásico del progreso del dogma de la Inmaculada). Dios, con su asistencia, dirige la convergencia hacia la línea auténtica. Pero en la primera fase no tiene importancia alguna observa con razón C. Pozo, una «mayoría relativa»; tal concepto podrá tener sentido en democracia, pero no un peso teológico especial, ya que la garantía de la verdad recae sobre el consentimiento cuando éste surge en la segunda fase. El Papa no está ligado por la dirección que tome la mayoría de los teólogos. «La existencia de mayorías relativas, incluso en los Concilios, no es un hecho teológico absolutamente decisivo» [13].

En el período anteniceno los Padres se esfuerzan en hacer compatibles los textos aparentemente contradictorios de Jn 1, 16 («lleno de gracia y de verdad» -el Verbo encarnado) y Lc 2, 52 («crecía en estatura, sabiduría y gracia»). En general, sobre todo en Orígenes- los textos que parecen indicar una cierta ignorancia humana en Jesús, no serían sino experiencia, pues el Salvador se acomoda a los usos de los hombres.

En el período de los grandes concilios el tema de la ciencia de Cristo aparece en segundo plano para reforzar las tesis fundamentales ortodoxas sobre los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, que ocupan el interés primero. Si los herejes rebajan lo divino a lo humano, los difusores de la fe lo exaltan.

Ello explica que en su lucha contra los arrianos, que referían el logos al desconocimiento del día del juicio, a fin de mostrar su carácter creado, S. Atanasio, S. Cirilo de Alejandría y S. Gregorio Nacianceno, distingan la omnisciencia del Logos y se valgan de expresiones -para mostrar su carácter creado- que parecen atribuir ignorancia al alma de Cristo. Sin embargo, Claverie ha mostrado que en su contexto lo más que pueden encontrarse son ambigüedades y contradicciones de expresión, que son lógicas antes del desarrollo dogmático que tiene su impulso en el Concilio III de Constantinopla [14].

Por el testimonio de los textos, tenemos que constatar en la patrística la común afirmación, con creciente claridad, de que la inteligecia humana del Salvador estaba dotada (desde la Encarnación) de la visión intuitiva de Dios, implícita en la plenitud de ciencia y de gracia (siendo aquella la gracia consumada) que es consecuencia de la unión hipostática [15].

Es significativo que en ningún momento los Santos Padres hablan de Cristo como un creyente o como de aquél que camina en el claroscuro de la fe. Antes al contrario, se nota en estos primeros siglos una fuerte afirmación de la sabiduría del Señor, de su infalibilidad. Aunque no se haya tematizada de dónde viene a Jesús tal conocimiento, enseñan esta doctrina implícitamente, pues atribuyen a Cristo, en cuanto hombre, la plenitud de la ciencia como consecuencia de la unión hipostática. Especialmente los que rechazaron el agnoetismo (secta monofisista del siglo VI, que debe su origen al diácono Temistio de Alejandría). El Patriarca Eulogio de Alejandría, principal adversario de los agnoetas, escribe: «La humanidad de Cristo, sumida a la unidad con la hipóstasis de la Sabiduría inaccesible y sustancial, no puede ignorar ninguna de las cosas presentes ni futuras» (Focio, Bibl. Cod. 230. n.10) [16]. El Papa San Gregario Magno aprueba la doctrina  de Eulogio, fundándola en la unión hipostática, por la cual la naturaleza humana fue hecha partícipe de la ciencia de la naturaleza divina. Tan sólo desde un punto de vista nestoriano se puede afirmar la ignorancia de Cristo: «Quien no sea nestoriano, no puede en modo alguno ser de los agnoetas», que son calificados expresamente de herejes.

Suele decirse que el único testimonio patrístico sobre la ciencia de visión de Cristo, es el comúnmente citado texto de S. Agustín en De diversis quaestionibus (73, 7-65, PL, 40,60), que es más bien ambiguo, pero pudo interpretarse como ausencia en el alma de Cristo de toda ignorancia porque no conoce a Dios «per speculum et in enigmate», sino por visión. Es el discípulo de S. Agustín, S. Fulgencio, el que lo afirma con mayor claridad, en su contestación a una consulta de su discípulo Ferrando: «Es difícil admitir y totalmente incompatible con la integridad de la fe el que el alma de Cristo no poseía noticia plena de su divinidad, con la cual, según la fe, era físicamente una persona» (Ef 14, 3-26). (Fulgencio va demasiado lejos al atribuir al Cristo un conocimiento «pleno», es decir, comprehensivo de Dios).

Lo decisivo no son, evidentemente, este tipo de testimonios concretos más o menos numerosos y discordantes quizá con otros, sino la orientación general de una convergencia que -como antes señalábamos- dirige Dios en la línea conveniente que acaba por prevalecer en la tradición teológica posterior, bajo la guía del Magisterio. Eso es justamente lo que ocurrió en este caso, como puede comprobarse en la unanimidad moral que se observa en la teología desde el s. XII, hasta fechas recientes.

El Magisterio de la Iglesia, que declara doctrina de fe el conocimiento humano de Cristo, no ha definido explícitamente la visión beatífica de Cristo, pero lo enseña de manera clara, inequívoca y cons­ tante, hasta el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica [17].

La existencia en Jesús de un conocimiento humano forma parte de la doctrina de fe, ya que está implicada en la integridad de la naturaleza humana definida dogmáticamente en su condena a Apolinar de Laodicea, «que afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó en el Concilio I de Constantinopla (a. 381) que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana» (cf. OS 149) (CEC 471). También aquí se aplica el principio afirmado al comienzo del Tomus de San León (OS 294). «Cada naturaleza obra en comunión con la otra lo que le es propio, esto es, el Verbo opera, y la carne hace cuanto es de la carne». Siglos más tarde, la Iglesia confesó en el sexto Concilio Ecuménico (Cc. de Constantinopla III, en el año 681) que Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cf OS 556-559). La voluntad humana de Cristo sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente (OS 556) (CEC 475).

El Concilio de Constantinopla III estaba así orientando directamente la reflexión cristológica de la Iglesia hacia los problemas del conocimiento humano de Jesús -que estaban ya latentes en su doctrina sobre la libre voluntad y acción humana de Jesús- en una perspectiva histórica: en el misterio de su sufrimiento, pasión y muerte, Jesús se sometió a la voluntad del Padre con un acto auténtico de libre voluntad humana, que es el alma de la Redención, desde el «ecce venia» de Nazaret, hasta el «consummatum est» del Calvario. Pero la libre voluntad humana del único mediador, el hombre Jesucristo (1Tm 2, 5), se funda en una inteligencia también humana que es la raíz inmediata de su libre albedrío, como afirma Tomás de Aquino.

Respecto a la visión beatífica no hay definiciones dogmáticas, pero se puede deducir de la enseñanza  del Concilio  Constantinopolitano II, según el cual, recogiendo toda la Tradición (cf. DZ 224), «non melioratus est Christus», Cristo no se hizo mejor o más perfecto. No pasó, pues, de la fe a la visión de la esencia divina; en ese instante, su caridad o su amor de Dios habría aumentado al igual que la gracia habitual creada, lo que es contrario a toda la enseñanza tradicional relativa a la plenitud absoluta de gracia que recibieron desde el primer instante de su concepción. Luego veremos en qué sentido esta afirmación es compatible  con  un aumento  de gracia y caridad  en la dimensión inferior del espíritu  humano de Jesús, que corresponde  a las  facultades conscientes que, como viador, Cristo-hombre ejercía libre y deliberadamente, en la cual la gracia, la caridad y la ciencia infusa estaban  en  estado  de  progresión  creciente.  Es la que  Maritain llama «crepuscular», que diferencia de la conciencia «solar», correspondiente al supraconsciente divinizado por la visión beatífica, que como gracia consumada no admite aumento (cf. IV B,2).

El Santo Oficio declaró expresamente, el 7 de junio de 1918, que no puede enseñarse con seguridad la siguiente proposición: «No consta que en el alma de Cristo, mientras vivió entre los hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores» (DS 2183). Luego la doctrina contraria es doctrina segura [18].

Pío XII, en la C. encíclica Mystici Corporis (DS 3812): «Y la llamada ciencia de visión de tal manera la posee, que tanto en amplitud como en claridad supera a la que gozan todos los bienaventurados del cielo» (n. 21). «Aquél amorosísimo conocimiento que, desde el primer momento de su encarnación, tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana» [19]. También la encíclica Haurietis aquas (1956), hizo mención explícita de la visión beatifica de Cristo antes de la Resurrección (DS 3924).

Más recientemente Juan Pablo II ha enseñado que Cristo, «en su condición de peregrino por los caminos de nuestra tierra (viator), estaba ya en posesión de la meta (comprehensor) a la cual debía conducir a los demás» [20].

El nuevo CEC (n. 473) no emplea la terminología tradicional «viator simul et comprehensor» -se comprende dada la general negación en muchos sectores de la Teología actual de la visión beatífica propiamente dicha- pero no abandona esa doctrina. Después de referirse al saber que adquirió Cristo progresivamente en su existencia histórica a través de la experiencia, añade:

«Pero, al mismo tiempo, este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona (cf. S. Gregorio Magno, ep. 10, 39: OS 475) ». "La naturaleza humana del Hijo  de Dios, no por ella misma sino por su unión con el Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene a Dios" (S. Máximo el Confesor, qu. dub. 66). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; Jn 8, 55). «El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2, 8; Jn 2, 25;Jn 6, 61) » [21], (CEC 473).

La reflexión de la Teología clásica, que defiende unánimemente la visión beatífica del alma de Cristo, se resume en cuatro inferencias relacionadas entre sí.

1.   Como el alma de Cristo, en virtud de la unión hipostática, se halla más íntimamente unida con Dios que los ángeles y los bienaventurados del cielo, debe contemplar a Dios con más perfección que ninguna otra criatura [22]. La visión intuitiva y facial de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de gracia, sino que es en sí misma el desarrollo supremo de la gracia, el vértice y culmen de la unión del alma con Dios. De ahí que negarle a Cristo la ciencia de visión implique necesariamente negarle la plenitud absoluta de gracia y unión de su alma con la Trinidad.

2.   Cristo, por los actos de su humanidad, desde el «ecce venio» (Hb 2, 10) de la encarnación hasta su pasión y muerte es para los hombres el autor de la salvación (Hb 2, 10), cuya esencia es la visión inmediata de Dios. Según el principio: la causa tiene que ser más inmediata que el efecto, Cristo de debía poseer de manera más excelente todo aquello que iba a proporcionar a otros (S. Th. III 9, 2) (principio de excelencia).

Algunos objetan que la Humanidad del Señor es «causa salutis» a título de causalidad instrumental, que obra efectos superiores a su propia capacidad por virtud de la Divinidad del Verbo, causa principal, respecto de la cual es «instrumentum coniunctum» y no es preciso que vea para conducir a la Visión (la salvación). Pero el Verbo actúa en Ella por la gracia de unión hipostática, que le constituye Mediador. En su virtud, el alma humana de Cristo, queda invadida de aquella plenitud de santidad creada que redunda en los hombres que vino a salvar a que se refiere S. Juan (Jn 1, 16 ss), por vía de mérito y de eficiencia instrumental.

Se arguye también que la Humanidad de Cristo, instrumento unido al Verbo, sólo en la consumación del misterio pascual puede decirse que sea propiamente causa salutis aeternae apta para conducir a los hombres a la gloria (Hb 5, 9) [23]. Sólo entonces queda constituido Cristo, Cabeza de la nueva humanidad rescatada con su Sangre, como nuevo Adán, -en  plenitud  de gracia  consumada  en visión- («Hijo de Dios, poderoso según el espíritu de santidad a partir de la resurrección de entre los muertos», Rm 1, 4).

La objeción tiene indudable peso. Efectivamente, la plena glorificación del Señor es consecuencia del mérito de su obediencia  hasta la muerte (Flp 2, 8). Pero no debe olvidarse que, según S. Juan, la plenitud desbordante de gracia consumada  (plenum gratiae et veritatis),  le corresponde desde que es constituido mediador en el instante del ecce ancilla, que es el del ecce venio, cuando al encanto de las palabras virginales el Verbo se hizo carne, propter nos homines et propter nostram salutem, en plenitud de vida comunicativa, que implica gracia consumada en visión. Aunque no invadió aquella plenitud de modo plenario su Humanidad hasta la Pascua -sólo entonces entró su humanidad íntegramente en la gloria de su plena semejanza divina-, ya poseía, al menos en el ápice de su espíritu, aquella plenitud de gracia consumada que invadirá la integridad de su Humanidad en la hora de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12, 23) en el trono triunfal de la Cruz. Es entonces cuando es constituido nuevo Adán, Cabeza de la nueva humanidad a la que ha venido a «recapitular» (Ef 1, 6) en la nueva estirpe de los hijos de Dios.

Todos los acta et passa Christi, son ejercicio de su mediación sacerdotal, de infinito valor satisfactorio y meritorio -en virtud de la plenitud de caridad y gracia de su alma santísima-. Todos ellos son causa salutis aeternae. Pero lo son en tanto que finalizados intencionalmente al holocausto supremo de la Cruz, en obediencia amorosa al mandato de su Padre, que es el alma de la Redención del Unus Mediator. Siendo el primero y único mediador desde el ecce venio (Hb 2, 10), es inadmisible que haya tenido necesidad de mediación en el curso de su vida mortal para unirse más con Dios. El pléroma de gracia y de verdad del que todos recibimos la salvación, no admite crecimiento propiamente intensivo, sino -así lo veremos- extensivo a las dimensiones inferiores de su Humanidad, sometidas a la ley del progreso histórico y comunicativo respecto a los miembros que iba a conquistar, atrayéndolos a Sí, desde la Cruz salvadora, cuando entrega el Espíritu, con la entrega de su vida en rescate de los hombres, que «todo lo atrae hacia sí» Jn 12, 32).

3.   Cristo es cabeza de los ángeles y de los hombres. Los ángeles, que según refiere (Mt 4, 11), vinieron y le servían, se hallaban ya en la posesión de la visión intuitiva de Dios durante la vida terrenal de Jesús (Mt 18, 10). Ahora bien, parece incompatible con la preeminencia de la cabeza, que ésta no posea una excelencia de que disfrutan parte de sus miembros.

4.   Cristo, como autor y consumador de la fe (Hb 12, 2) no podía él mismo caminar entre la oscuridad de la fe. La perfección de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo no es explícita, sino por un conocimiento inmediato de la divinidad, unida hipostáticamente con Él. Todo ser inteligente debe tener la ciencia que conviene a su estado; ahora bien, la misión de Jesús es la del Maestro de la humanidad, encargado de conducirla, como mediador único, a la vida eterna. Fue constituido como Maestro de maestros, de los Apóstoles, de los Doctores, de los más grandes contemplativos, y esto para siempre. Después de Él, ningún otro más esclarecido debe venir para enseñarnos mejor el camino que lleva a la beatitud eterna. El Maestro perfecto tiene la evidencia de lo que enseña, sobre todo si Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida.

La absoluta seguridad con que Cristo testifica no sólo la existencia de Dios, sino la intimidad divina, de cómo es el corazón paterno de Dios, de cómo perdona, arguyen a favor de la scientia beata. Se ha intentado explicar este comportamiento de Cristo sin recurrir a su ciencia de visión, pero las dificultades que se originan son aún mayores que las que se evitan al negarle esta ciencia durante su caminar terreno.

Como confirmación suele hacerse la observación de que la Sagrada Escritura guarda un llamativo silencio sobre aquello que Jesús debería haber tenido de no haber gozado de la visión de Dios: la fe. Jesús, que es Pontífice fiel (cf. Hb 3, 2) no aparece nunca como un creyente, como aquel que procede en la oscuridad de la fe, sino como quien conoce profunda y directamente la intimidad divina [24].

En efecto, la fe no es un conocimiento directo e inmediato del objeto, sino que es un conocimiento mediado, es decir, necesitado de la mediación de la autoridad del testigo. Se cree por el testimonio, no porque aparezca ante los ojos la evidencia de lo creído. No parece conveniente ni posible que Aquel que es el único Mediador en razón de la inmediatez de su unión con el Verbo -la unión hipostática-, necesitase para conocer y hablar de la intimidad de Dios ninguna otra mediación. Es elocuente que Jesús hable apoyado en su propia autoridad (cfr. p.e., el Sermón de la Montaña), sin referirse a su fe y sin que el Nuevo Testamento hable jamás de la fe de Jesús [25].

También es unánime el acuerdo de la Teología clásica -hasta la crisis modernista- acerca de la afirmación de la clara conciencia humana desde el «ecce venio» (Hb 2, 10) de la Encarnación de su condición personal de Unigénito del Padre, que se hace Hijo del hombre, como nuevo Adán, solidario de la estirpe de Adán, para restaurar en ella de modo admirable («mirabilius quam condidisti») la condición de Hijos de Dios de la que el pecado les había privado desde los orígenes (a los hombres que libremente aceptaran el don salvífica por la fe y los sacramentos de la fe, en el misterio de la Iglesia).

No es algo sin importancia, que hasta hace pocos lustros los teólogos de diversas escuelas estuvieran de acuerdo en este punto. Su desacuerdo sobre lo que es discutido muestra el valor de su acuerdo en lo que no lo es. Más aún si tenemos en cuenta la perfecta continuidad con la tradición de los Padres.

Creo que basta con lo dicho para mostrar la ligereza que, desde una metodología teológica correcta, parece considerar como un teologumenon no vinculante una tesis cuya censura teológica ha sido muy justamente, a mi juicio, calificada de «error en doctrina católica».

Es sorprendente que autores tan competentes, rebajen las calificaciones teológicas comunes hasta ahora, de tesis tradicionales sobre las que el Magisterio ha intervenido, sin un estudio metodológicamente correcto, el propio del saber teológico, que  es  ciencia  rigurosa  que  debe huir de todo ensayismo superficial. En un simposio que se  propone estudiar -entre otros temas- el método  teológico  adecuado para abordar el estudio del Dios de Jesucristo -tan adecuado en este primer año del trienio de preparación al jubileo del tercer milenio­ parece especialmente  oportuno  insistir  en  algunos  puntos  esenciales de metodología teológica: el valor del semper, et ubique et ab omnibus [26] como criterio de la Tradición viva, guiado por el  Magisterio,  que señala el horizonte hermenéutico irrenunciable  para  una  lectura  eclesial de la Biblia. Los métodos de crítica textual  de la Escritura,  de indudable utilidad rectamente utilizados, sólo son válidos desde una precomprensión de la fe eclesial [27].

Creo, además, que deberían tenerse en cuenta, en temas donde se han acumulado elementos de confusión y discordia, otros lugares teológicos en conexión con el sentido de la fe del pueblo de Dios, que tanta incidencia tiene en ocasiones en la orientación de la vida cristiana y en el mismo Magisterio. Me refiero a aquellas aportaciones de Teología espiritual vivida que tienen su origen en diversos carismas del Espíritu, bien contrastados por el discernimiento de los Pastores, que reciben algunos miembros del pueblo de Dios. En el tema que ahora me ocupa, me ha sorprendido la notable convergencia y complementariedad de numerosos testimonios de la mística norteuropea y española en especial, perfectamente acorde con esa tradición viva de la Iglesia, que vienen a confirmar, y en ocasiones a enriquecer o encauzar.

En este tema de antropología sobrenatural -la psicología  humana de Cristo- no deja de ser esclarecedor rastrear en los reflejos que de ella pueden encontrarse en sus mds perfectos imitadores; si todos los cristianos estamos llamados  a ser «ipse Christus» [28],  que participan  de su plenitud desbordante de mediación y de vida, no es extraño que los rasgos peculiares de la psicología de Cristo, se manifiesten a veces de manera llamativamente parecida a la clásica doctrina de la tradición teológica sobre nuestro tema, en sus propias vivencias y comunicaciones divnas. Entre muchos testimonios de interés -algunos de los cuales cito aquí- me han parecido de particular interés los escritos de la Venerable María Jesús de Agreda, que tan apasionadas controversias suscitaron en siglos pasados en las más prestigiosas universidades de Europa.

III.     Complementariedad y necesaria conexión de los tres niveles de ciencia humana de cristo. Su compatibilidad con su estado kenótico y su pasión

1.   Complementariedad

Si es verdad que podemos distinguir ciencia de visión, ciencia infusa y ciencia adquirida, con todo, no podemos separarlas: «Por el hecho de no existir más que una sola facultad de conocer, esas tres ciencias no forman más que un único conocimiento total, de la misma manera que dicho conocimiento humano total se une al conocimiento divino en la unidad de un solo agente conocedor que es el Verbo encarnado» [29].

Como hiciera ya en el s. XVII el gran Doctor de Alcalá Juan de Sto. Tomás, la teología francesa de entreguerras ha estudiado de manera convincente la necesaria conexión entre los tres tipos de conciencia como funciones vitales complementarias para hacer posible el ejercicio de su misión reveladora, parte esencial de su tarea salvífica. (A ese interesante desarrollo de la Cristología de este siglo, anterior al C. Vaticano II, dedicamos este apartado III).

Las dificultades de conciliación provienen de una concepción unívoca y falsa de los diversos modos de conocimiento de que gozaba Cristo. Si se imagina, en efecto, que cada uno de ellos aseguraba a su pensamiento una aportación idéntica, cómo una palabra directamente oída o leída nos llegaría también por la radio y por el periódico, o como un escrito puede ser accesible en diversas versiones a un políglota,  llegamos  a  un  doblaje  o a  una  triplicación  poco  inteligible. El «principio  de perfección»  invocado  por la teología  para justificar la «triple ciencia» humana de Cristo no sirve más que para fundamentar una especie de lujo.

La visión beatífica, intuición muy simple, única, puramente espiritual y siempre idéntica, en la que la ciencia divina desempeña por sí misma el papel de «especie impresa» y de «especie expresa», no es más útil que necesaria para la fabricación y colocación de una puerta, para el trabajo, para la siembra y la siega, para el discernimiento de especies de peces o para el aprendizaje de la lengua materna, actividades mentales en las que intervienen conceptos, imágenes y sensaciones [30]. A fortiori, la ciencia propiamente divina, que no pertenece a la humanidad de Cristo, no está al servicio de tales operaciones, salvo en casos de intervención milagrosa. Es imprescindible, para realizarlas, el saber adquirido mediante la experiencia en diálogo con los otros hombres. Dicho de otra forma, como lo escribía A. Vonier: «Si la teología... postula diversas especies de ciencia en Nuestro Señor, las postula como funciones vitales, no como adornos de una naturaleza infinitamente privilegiada» [31].

La ciencia de visión de Cristo, tiene un carácter profundamente trascendente. Extraña al lenguaje y constituida sin él, trasciende el orden de los signos sensibles; es un conocimiento sin especies, y por su misma naturaleza, estrictamente inefable, inexpresable en su unidad trascendente [32]. Y Cristo, en el curso de su vida terrena, tenía que comunicar el mensaje de salvación entrando en contacto con los hombres sus hermanos y ejercitando, a la manera humana, sus facultades de conocimiento. No basta, por tanto, considerar  la visión  beatifica de Cristo como fuente del mensaje de salvación. La revelación del mensaje postulaba también  en la humanidad  de Cristo la existencia de formas de conocimiento directamente adaptadas a la función reveladora. Postulaba, en especial, la existencia de una ciencia infusa, a pesar de ser independiente, en su origen, de la experiencia humana.

La «ciencia infusa», de la que Santo Tomás [33] precisa que se extendía, en particular, a lo que los hombres conocen por revelación divina «mostraba a Jesús el plan de la Redención» [34]. Correspondiendo en Cristo viator a las exigencias terrestres de su filiación divina y de su misericordia redentora, no tenía por objeto -aunque se comunica como a los ángeles, por ideas intuitivas- la esencia divina que alcanza la visión beatifica por un acto absolutamente simple, sin la obra de Dios Creador y Salvador, que procede de su plan de amor, centrado en su Verbo Encarnado. Lleva consigo, pues, una cierta multiplicidad de puntos de vista humanos infusos y asegura la penetración infalible y perfecta de la luz sobrenatural en toda su actividad mental de Mesías de Israel y nuevo Adán solidario de la humanidad que venía a recapitular como Cabeza de la Iglesia, que nació de su costado abierto.

Pero su actividad se desarrollaba, en la vida social, en el trato con los hombres por mediación del lenguaje, es decir, del conocimiento adquirido y comunicable. Cristo, adquiere, en efecto, como todo hombre la ciencia experimental proporcionada a las necesidades mentales de nuestra vida terrestre, aunque en él la perfección de la naturaleza humana la haga especialmente notable y segura, pero no universal, como creía Sto. Tomás.

Los Evangelios nos dan testimonio de la «ciencia adquirida» de Jesús, un saber que progresa, que pregunta y se informa -por eso se admira y se emociona-. En resumen: un saber que va adquiriendo según el modo normal con que el entendimiento humano, el de todo hombre, se va desarrollando y perfeccionando.

El dogma mismo de la Encarnación nos lleva a deducir esta consecuencia. La Encarnación no fue una apariencia engañosa, según la frase de Gregario Nacianceno. Hacerse hombre significa, en efecto -así lo iba a declarar años después el Concilio Vaticano II- «trabajar con manos de hombre, pensar con entendimiento de hombre, tomar decisiones con libertad de hombre, amar con corazón de hombre»  (GS 22). Negar todo progreso de ciencia en Cristo sería negar la realidad de su inserción en la historia y la historicidad de su existencia humana. Alarmarse de esta limitación, necesaria para que haya progreso y perfeccionamiento, sería escandalizarse de la kénosis del Hijo de Dios.

La ciencia de Jesús, pues, es inefable en sus dos más altos grados: ciencia de la visión intuitiva de Dios, ciencia infusa sobrenatural que le dirige eminentemente en los objetos de su misión de Salvador. Uno y otro no pueden encontrar expresión transmisible en la conciencia humana de Jesús más que por la ayuda de su ciencia experimental, la que adquiere como nosotros con los contactos de la vida.

Notemos, en especial, la estrecha conexión que existe entre las tres ciencias, en el ejercicio de la función reveladora de Cristo. Hay relación entre esta función y la visión beatífica. Dicha visión no hace inútil el ejercicio de la ciencia infusa, sino que la postula. Por otra parte, Cristo no podía expresar la revelación sin hacer uso del lenguaje. El mensaje evangélico, cuyo origen es transcendente, queda así condicionado, en cierta medida, por la ciencia adquirida de Cristo [35].

Ya Juan de Santo Tomás [36] -que tanto influyó en la teología francesa de aquella época- había hecho notar el uso instrumental que hace Dios de la visión beatífica del intelecto de Cristo en tanto que actuado por la Esencia divina, para producir, en el mismo intelecto humano, las especies infusas (ideas intuicionales no abstractivas) sólo comunicables en sí mismas a espíritus puros. Cuando queremos manifestar su contenido noético, de riqueza muy superior a la que es connatural al hombre, al modo humano, se hace imprescindible el uso instrumental de la ciencia adquirida y sus conceptos formados por abstracción bajo la luz del entendimiento agente, que pueden ser expresados y dichos a otros hombres (e incluso a sí mismo, pero tener de ellos conciencia explícita) [37].

Se suele aclarar esta delicada cuestión evocando, a pesar de las deficiencias de la comparación, la psicología del místico, en quien se unen la ciencia humana adquirida, la fe sobrenatural en los misterios revelados y la más elevada contemplación mística.

Estos tres modos de conocimiento no se reemplazan ni se estorban, sino que se complementan. E incluso -en ocasiones- se reclaman. Son de extraordinario interés los escritos de la Venerable María Jesús de Agreda, que han sido muy comentados desde el siglo XVII -muy numerosos- en los que describe los estados anímicos y el modo en que recibía las comunicaciones divinas: «Es semejante a la manera que los ángeles comunican unos con otros y dan los superiores a los inferiores. El Señor da esta luz como primera causa; pero esta Reina da aquella luz participada de la que goza en tanta plenitud, la comunica a la parte superior del alma, del modo que el ángel inferior conoce lo que le comunica el superior... lo mismo me sucede con los santos príncipes... muchas veces la iluminación pasa por esos arcaduces y conductos, otras veces me lo da todo el Señor (le sugiere también los términos adecuados) ... y muchas me da la inteligencia sola, y los términos para aclararme los tomo yo de lo que tengo entendido, me valgo de lo que he oído» [38].

Según el testimonio de los más grandes místicos, es un signo de progreso espiritual eminente no hallar ya en la actividad exterior un obstáculo a la presencia actual de Dios, pues las elevadas gracias divinas libran al alma de todo lo que distraía de cumplir concretamente la voluntad de Dios (incluso, si es preciso, de la flaqueza del éxtasis):

«Aunque me cuidase de todo el negocio de mi hermano, esas cosas no podían distraerme. Aunque me pasara el día hablando de asuntos necesarios, no me apartaban de la gran visión de Dios» [39].

2.   ¿Cómo se armoniza la ciencia beatífica de Cristo con su agonía de Getsemaní y sus dolores del Calvario?

La visión intuitiva de Dios produce la suprema felicidad en las criaturas racionales. De ahí que surja la siguiente dificultad: Con esta felicidad suma, que procede de la visión inmediata de Dios, ¿cómo pueden compaginarse el hondo dolor y la honda tristeza que Cristo sintió en la agonía del huerto de los Olivos y en el abandono de la cruz?

¿Cómo es posible que la gloria del Verbo no redunde en toda la humanidad de Jesús desde el primer momento de la Encarnación? Estamos ante el gran misterio de la intimidad del Jesús terreno, desvelada apenas en los evangelios. El Hijo de Dios es el Siervo de Yahvé, varón de dolores.

Los movimientos kenóticos luteranos se preguntan cómo es posible que el Verbo permaneciese glorioso mientras padecía la humanidad de Jesús. Optan por un posible eclipsamiento, anonadamiento de la divinidad del Verbo. La solución de Santo Tomás mantiene los dos términos del problema: el gozo y el dolor de la humanidad del Señor durante su caminar terreno. La coexistencia de ambos extremos que parece deducirse claramente en los evangelios, es un misterio del que sólo cabe alguna inteligencia imperfecta y analógica [40].

No es difícil compaginar el sufrimiento corporal con la scientia beata, porque el dolor del cuerpo se experimenta en las potencias inferiores y sensitivas del alma, mientras que la dicha espiritual se siente en las potencias superiores y espirituales de la misma. Para que Cristo cumpliera con su misión redentora, la felicidad quedó restringida, por decisión de la voluntad divina, al alma espiritual y no produjo la glorificación del cuerpo, la cual no constituye la esencia de la gloria, sino únicamente un incremento accidental de la misma (5. Th. III 15, 5 ad. 3).

La dificultad principal radica en compaginar la dicha espiritual con el dolor espiritual. Melchor Cano procuró resolver la dificultad suponiendo, en el acto de la visión intuitiva de Dios, una distinción real entre la operación del entendimiento (visio) y la operación de la voluntad (gaudium, delectatio); y enseñando que el alma de Cristo en la cruz siguió contemplando intuitivamente a Dios,  pero que, debido a un milagro de la omnipotencia divina, quedó suspendida la dicha que brota naturalmente de semejante visión [41]. Contra esta teoría de la suspensión se objeta que la felicidad brota necesariamente de la visión de Dios.

Según doctrina de Santo Tomás, la intervención milagrosa de Dios consistió únicamente en hacer que la dicha procedente de la visión inmediata de Dios no pasase de la ratio superior (superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum increatum) a la ratio inferior (superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum creatum), ni del alma redundara en el cuerpo: «dum Christus erat viator, non fiebat redundancia gloriae a superiori parte in inferiorem nec  ah  anima  in  corpus » [42]. Por tanto, el alma de Cristo siguió siendo susceptible del dolor y de la tristeza.

De este modo, Jesús era al mismo tiempo viator et comprehensor. bienaventurado por la cumbre de su alma santa, y viajero por las partes menos elevadas en contacto con las durezas de su vida de Salvador y de Víctima.

No perdió, incluso durante su Pasión, la visión beatífica, pero libérrimamente impedía la irradiación de la luz de gloria sobre la razón inferior y las facultades sensitivas; no quería que esa luz y alegría que de ella se deriva suavizasen la tristeza que le venía de todas partes, y se abandona plenamente al dolor para que el holocausto fuese perfecto. Del mismo modo, aunque de un modo mucho menos perfecto, los mártires, en medio de sus sufrimientos, se regocijan por dar su sangre en testimonio de su fe en Cristo.

No es posible encontrar acá en la tierra una explicación enteramente satisfactoria de este gran misterio que transciende las fuerzas de la pobre razón humana. Los teólogos han ensayado diversas explicaciones. Es ya clásica la que se basa en la distinción entre la mente, la razón superior y la inferior, a la que han recurrido también los grandes místicos experimentales (San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, Susón, etc.) para explicar sus experiencias íntimas, que con frecuencia les sumergían, a la vez, en un mar de dolor y de deleites inefables [43].

Según esta explicación, la mente de Jesucristo -o sea,  aquella parte del espíritu que mira exclusivamente a Dios sin contacto alguno con las cosas de la tierra- permaneció siempre envuelta en los resplandores de la visión beatifica, sin cesar un solo instante. Esto le produce unos deleites inefables, que nada ni nadie podía turbar, ni siquiera las agonías de Getsemaní y del Calvario. Pero, al mismo tiempo, su razón inferior -o sea, aquella que pone en contacto el espíritu con las cosas corporales- se sumergió en un abismo de amarguras y dolores, que alcanzaron su más honda expresión en Getsemaní y en el Calvario a la vista del pecado y de la ingratitud monstruosa de los hombres  [44].

Se ha comparado este fenómeno -mezcla de alegrías y dolores inmensos en el espíritu de Cristo- a una montaña  altísima  sobre cuya cumbre brilla un sol espléndido y un cielo sin nubes, pero en sus estribaciones se ha desatado una horrenda tempestad con gran aparato de truenos y relámpagos.

J. Maritain ha propuesto al final de su vida una nueva y sugestiva interpretación que estimo de gran valor e interés, para asumir las riquezas del pasado con sensibilidad actual, pero colmando de manera creativa, en continuidad con la gran tradición, las lagunas que apar cen en algunas afirmaciones clásicas poco acordes con la imagen evangélica de Jesús y con el creciente conocimiento del hombre. La expondremos en el siguiente apartado (IV) con algún detenimiento.

Joaquín Ferrer, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.  Según Santo Tomás, aunque Cristo no tuvo la virtud de la fe, sí tuvo lo concerniente a su mérito. S. Th. III. q.17, a. 3, ad 2.

2.   Cf R. GARRIGOU LAGRANGE, El Salvador, Madrid I 977, 240.

3.   Cf. H. SANTIAGO-OTERO, El conocimiento de Cristo en cuanto hombre en la teología de la primera mitad del siglo XII, EUNSA, Pamplona 1970.

4.   S. Th. III. q 12, a. 2 y 3.

5.   Cf. IV parte.

6.   P. GALOT, La coscienza di Gesú, Asís 1971, 165-225; Cristo, ¿Tú quién eres?, Madrid 1982, 330.

7.   Así M. GONZÁLEZ GIL, Cristo el misterio de Dios, I, Madrid 1976, 405 ss.

8.   M.J. NICOLÁS, Compendio de Teología, Barcelona, 1990, 208 ss.

9.   F. DREYFUS, Jesús savait'il qu'il était Dieu?, París 1964. Cfr. ÜCÁRIZ, MATEO-SECO,

10.    RIESTRA, o.e., 223.

11.    OCÁRIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, ibid. Cfr. J.A. RIESTRA, La scienza di Cristo nel Concilio Vaticano II: Ebrei 4, 15 nella costituzione dogmatica «Dei Verbum», «Annales Theologici» 2 (1988) 99-119.

12.    Para la exégesis de los textos de la Escritura citados, cfr. A. FEUILLET, Le prologue du IVe évangile, París 1973, 123-136. M.J. LAGRANGE, Evangile selon Saint Jean, Gabalda 1925.

13.    J. RIVJTRE, Le probléme de la science humaine du Christ. Positions clasiques et nouvelles tendences, en Bull. de Hist. Eccl. 1918, 107 ss. Sobre esta cuestión y su historia. Cf. C. Pozo, La teología del episcopado en el capítulo 3 de la constitución «De Ecclesia»: Est. Ecl. 40 (1969) 198 s.

14.    M.B. SCHWALM, Les controverses des Peres grecs sur la science de Christ, Rev. Th. 12 (1904) 12-47 y 257-298. P. GALTIER, L'enseignement des Peres sur la vision béatifique du Christ, Rech. Scienc. Rel. 15 (1925) 54-68. A.M. DUBARLE, La connaissance humaine du Christ d'apres Saint Agustín. Eph. Theol. Lov. 18 (1941) 5-25.

15.    CLAVERIE, Rev. Th. 16 (1908) 404.

16.    Para explicar el pasaje de Mc 13,32, los santos padres proponen dos interpretaciones (prescindiendo de la interpretación mística, el Hijo=el Cuerpo de Cristo, los fieles, que es insuficiente): El desconocimiento del día del juicio, como se deduce de Hch 1, 7 («No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano»), es un desconocimiento llamado económico (es decir, fundado en el orden de la salvación dispuesto por Dios). (Según la exégesis conocida de Orígenes, que interpreta los textos evangélicos en los que el Señor pregunta, muestra admiración, etc., no en el sentido de que intente saber algo que desconociera, sino que preguntaría «para enseñar preguntando»). «No entraba dentro de su  misión  de  Maestro  que  lo  conociéra­ mos (el dia del juicio) por mediación suya» (SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. 36, sermo 1, I). Cristo conoció el día del juicio en su naturaleza humana por su íntima unión con el Lagos, pero no por su naturaleza humana. Cf. J. LEBRETON, L'ignorance du jour du jugement, en Rech. Science. Rel. (1918) 281-288.

17.    Aquí citado CEC, como es ya habitual.

18.    Algunos piensan -no opino yo lo mismo- que el decreto disciplinar de 7-Vl-28 no tenía la intención de poner fin al debate entre los estudiosos de la Cristología.

19.    «En virtud de aquella visión beatifica de que disfrutó apenas recibido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífica» (n. 34).

20.    JUAN PABLO II Discurso, 4.V, 1980, «lnsegnamenti» III-1 (1980) 1128.

21.    Este último párrafo hace referencia a un saber infuso que parece fundado en aquel saber intuitivo de visión.

22.    No puede ser un conocimiento exhaustivo del mismo, porque la naturaleza humana de Cristo es finita (5. Th. III 1O, 1).

23.    «Mientras que al octavo día de su vida recibió la señal que le hacía pertenecer a una nación», en el misterio Pascual -como al octavo día de la nueva creación en Cristo que todo lo renueva- surge el hombre universal. «Sobre ese hombre universal podrá edificarse la Iglesia mundial, cuyos miembros no serán ya judíos, ni griegos, ni bárbaros». (Cf F.X. DURRWELL, La Resurrección de Jesús misterio de salvación, Herder, Barcelona 1967, p. 160).

24.    Cfr. J.H. NICOLÁS, Synthese dogmatique, o.c., 385. J.A. RIESTRA, La scienza di Cristo nel Concilio Vaticano JI: Ebrei 4,15 nella constituzione dogmatica «Dei Verbum», An Th 2 (1988) 99-119.

25.    Cf. OCÁRIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, o.c., 231.

26.    Especialmente debe tenerse en cuenca el semperque conecta en el tiempo con la pri­ mitiva tradición apostólica.

27.    Antes del documento de la Pontificia comunión bíblica de 1993 (La interpretación de la Biblia en la Iglesia), muchos autores se habían planteado la cuestión siguiente: ¿son se­ parables las puras técnicas investigativas aportadas por los métodos, de un lado, y los pre­ supuestos filosóficos, sociológicos, confesionales, etc., que impregnan en sus orígenes di­ chos métodos, de otro? No pocos respondían que, en teoría, parece que sí, pero en la práctica es muy difícil tal discernimiento.

28.    Cf. A. ARANDA, El cristiano, Alter Christus, ipse Christus en el pensamiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en Santidad y mundo, Actas del Simposio teológico de escudio en torno a las enseñanzas del Beato J. Escrivá de Balaguer (Roma, 12-14-oct-1993), Pamplona 1996, 129-190. Cf. nota 38.

29.    E. MERSCH, La Théologie du corps mystique, t. 1, p. 290

30.    G. AUBOURG, ha expresado de forma brillante y profunda a la vez, ese misterio psicológico del conocimiento de Jesús (en Sang et Gloire. Cinq méditations sur la Résurrection de Jesús, Desclée de Brouwer, París 1942, 27-30.

31.    A. VONIER, La personnalité du Christ, trad. del inglés, Dourengs 1951, p. 88.

32.    «El mismo ser subsistente sólo es connatural al entendimiento divino y está  fuera del alcance de la capacidad natural de todo entendimiento creado». Cf. G. DE GIER, La science infuse de Christ d'apres S. Thomas d'Aquin, Diss. P.U.G., Tilburg.

33.    III a, q.11, a.1.

34.    E. HUGON, Le mystere de l’lncarnation, Téqui 1913, 277. Cf. Y. CONGAR, Ce que Jésus appris, «Vie Spirituelle» (1963) 702 ss.

35.    Puede consultarse a A. MICHEL, lntutive (Vision) y Sciencie du Christ, en DTC (1923) 1941; P. VIGUE, La Psychologie du Christ, en Le Christ, 1932, 461-480; E. MASURE, La Psychologie de Jésus et la métaphisique de l'incarnation, «L'Année rhéolog.» (1948) 5-20, 129-144 y 311-322; A. GAUDEL, De mystere de l’lncarnation, 11, París 1939, 136-162; A. DURAND, La science du Christ,  Nouvelle Rev. Th. (1949) 497-503.

36.    Cf. Cursus Theol., Vives, t. VIII disp. 13 a l. La teoría del conocimiento del gran teólogo y profundo filósofo Juan  de Sto. Tomás  ha sido estudiada  por  F. CANALS  VIDAL, en Sobre la esencia del conocimiento, Barcelona 1987, 225 ss. Sostiene que todo entendimiento divino y creado, tiene una naturaleza locutiva.

37.    Por esta razón Santo Tomás cambió de opinión en su madurez respecto  al  Comenta­ rio a las Sentencias: «quamvis alicer alibi scripserim (III Sent. disp. 14 y 18) dicendum est  in Christo scientiam acquisitam fuisse» (S. Th. III, 9,4).

38.    Mística Ciudad de Dios, n. 24. Cf. DRAUGELIS, History of de cause of canonitation of Mary of Agreda, en The Age of Mary, 1958, 73 ss. Las ideas infusas connaturales a las angélicas son preternaturales para el hombre, y necesitan un doblaje humano por la mediación  de conceptos abstraídos por el intelecto agente a partir de la experiencia sensible.

39.    L. RICHARD, Le mystere de la Rédemption, p. 243. El testimonio citado por L. Richard es el de María de la Encarnación (1672).

40.    Cf. L. MATEO-SECO, Muerte de Cristo y teología de la Cruz en Cristo Hijo de Dios (Simp. Teol. Navarra) 741 ss.

41.    De locis theol. XII 12.

42.    S. Th. III 46,8.

43.    Cf. 1 79, 8.12; SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida 11 7, 3; Noche 11 3,1; 23,3; Cántico 18, 7 etc. SANTA TERESA, Moradas 7, 1, III.

44.    Cf. III 46, 8; De veritate 10, 11 ad 3; 26,10; Quodlib. 7,2 ; Compend. TheoL c. 232.

 

Aniceto Masferrer

Ética, felicidad humana y justicia social

Jamás he conocido a alguien que haya renunciado a la felicidad. Tampoco a nadie que haya dejado de recurrir a algún tipo de ética a fin de alcanzarla. En realidad, existe un nexo clarísimo entre una vida ética y una vida feliz. La conexión entre ética y felicidad es algo permanente en la historia del pensamiento, desde la filosofía griega hasta la actualidad.

Ahora bien, ¿es posible ser feliz aisladamente de los demás? Dicho de otro modo, ¿puede uno ser feliz cuando la gente que le rodea es infeliz?, ¿es esto posible? De entrada, parece difícil ser feliz cuando la gente cercana no lo es. Parece que, efectivamente, mi felicidad depende, en parte, de la felicidad de la gente que me rodea.

Felicidad y justicia

Según los antiguos filósofos griegos, Demócrito, un pensador presocrático, afirmaba que quien comete injusticia es más desgraciado que quien la padece[1].

Se trata de una afirmación certera, pese a que la mentalidad actual puede llevarnos a pensar que la persona verdaderamente desgraciada es la que sufre la injusticia, no quien la comete.

Aristóteles decía que llamamos justo a lo que es de esta índole para producir y preservar la felicidad y sus elementos para la comunidad política[2].

Por tanto, Aristóteles conecta la justicia —que, lógicamente, tiene que ver con la ética— con la felicidad; y ésta con el conjunto de la comunidad política. Esta conexión entre ética, felicidad y justicia nos lleva a una pregunta relevante: ¿Es posible una sociedad civil ética?

Mi respuesta es un SÍ rotundo. No sólo es posible, sino que realmente es necesario. Aristóteles, al referirse precisamente a los elementos de la felicidad para la comunidad política, sostenía que existen tres bienes que conducen a la felicidad: la virtud, la prudencia y el placer[3]. En la sociedad actual está extendida la idea de que el elemento fundamental para la felicidad es el placer. A mayor placer, más felicidad: este es el núcleo de la filosofía utilitarista, el cual ha alimentado –o nutrido–, de alguna manera, el pensamiento moderno en el que vivimos. Sin embargo, para Aristóteles, era la virtud la disposición que resulta de los mejores movimientos del alma, así como fuente de sus mejores acciones y pasiones[4]. Y esto es así, añadía este filósofo, porque la virtud es ese modo de ser que nos hace capaces de realizar los mejores actos y que nos dispone lo mejor posible a un mejor bien u obrar, que está acorde con la recta razón[5].

Tomás de Aquino

Tomás de Aquino afirmaba, con respecto a la justicia, que todo gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común y tratar de conseguir el bienestar de sus súbditos. Además, sostenía que la felicidad y bienestar del conjunto de la sociedad está relacionado, de algún modo, con el gobierno de lo público, porque el gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común, en el que la ley juega su papel porque de ella se sirve el gobernante al gestionar la cosa pública. Definía la ley como una prescripción de la razón en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad[6].

No quiero detenerme ahora en la referencia a la ‘prescripción de la razón’[7], sí quiero resaltar la expresión ‘en orden al bien común’, es decir, a la necesidad de que un poder público recurra a leyes que contribuyan o coadyuvan al bien público y facilitar así la consecución o el logro de la felicidad al conjunto de la sociedad. Esta idea es recurrente en la historia del pensamiento medieval y moderno, pasando por el iusracionalismo (s. XVII), la Ilustración (s. XVIII), etc., hasta la actualidad.

Las constituciones modernas y la influencia de Locke

La conexión entre justicia, ética y felicidad pasó a los textos legales, sobre todo en las constituciones modernas. La Declaración de Independencia americana (4 julio de 1776), por ejemplo, contiene referencias expresas a los derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, entendiendo ésta como un derecho natural inalienable. Este texto procedía, en buena medida, de otro anterior, la Declaración de Virginia, que menciona la existencia de ciertos derechos innatos, como la vida, la libertad, la propiedad —bajo la influencia clara de John Locke—, así como la búsqueda de la felicidad y la seguridad.

La relación entre el gobierno de lo público y la felicidad aparece también en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, texto que vinculaba la felicidad de todos con los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre. Ese texto pasó a la Constitución francesa de 1791, el cual reprodujo el párrafo de la mencionada Declaración. Dos años más tarde, la Constitución francesa de 1793 recogía, en su artículo primero, que el fin de la sociedad es la felicidad común. El Gobierno está instituido para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles.

Pasemos ahora del contexto americano y francés al español. La Constitución de Bayona (julio, 1808), al tratar de la fórmula del juramento real —necesario para la proclamación del nombramiento como rey—, recoge la exigencia de gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la nación española (art. 6).

Cuatro años más tarde, la Constitución de Cádiz de 1812 señalaba que el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen (art. 13).

¿Es posible una sociedad civil ética? La respuesta de J. Stuart Mill

Tras el análisis de la estrecha relación entre justicia social, ética y felicidad, cabría preguntarse de nuevo: ¿es posible una sociedad civil ética? Uno siempre podría argüir que sí sería posible si los gobernantes lo permitieran o crearan unas condiciones mínimas para ello. Es innegable que si el poder público gobernara con miras al bien común y procurara la felicidad del conjunto de la nación, y las leyes fueran justas, sería más fácil la realización de una sociedad civil ética. Es cierto, pero mi tesis es que ese objetivo es una tarea del conjunto de la sociedad y que, por tanto, también es posible cuando los gobernantes apenas ayudan o contribuyen al florecimiento ético de una sociedad[8].

¿Qué pasaría si estuviéramos en una situación social y política en la que todo el mundo tuviera trabajo, todo el mundo tuviera una casa, todo el mundo tuviera educación, todo el mundo tuviera sanidad?, se preguntó John S. Mill. Y añadió: Si el Estado consiguiera lograr todo eso, ¿sería el individuo —el súbdito— feliz? Él llegó a la conclusión de que NO, porque la felicidad no depende solo del confort material, aunque está claro que es básico y ayuda. De hecho, cuentan que pasó unos días deprimido al percatarse de que, en realidad, el poder político no puede garantizar, incluso haciéndolo bien, la felicidad de todos sus individuos.

La felicidad y ética

Por tanto, la felicidad es una conquista personal, pero abierta al otro, a los demás. Está relacionado, en definitiva, con la ética. Y la ética no es, sobre todo, un conjunto de normas, de reglamentaciones que hay que procurar seguir en virtud de unos criterios, como podría ser el del deber kantiano. La ética marca más bien unas máximas fundamentales de comportamiento humano y muchas de ellas tienen que ver con los demás, es decir, con la virtud de la justicia, con “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo” (Ulpiano) [9], a fin de que el ser humano tenga una vida plena, lograda, feliz. Existe, por tanto, una conexión directa, por una parte, entre la ética y la felicidad de cada persona, y, por otra, entre esa ética y felicidad del individuo con la justicia y el bienestar social.

Cuatro claves éticas para una sociedad civil libre y madura

Al igual que existen cuatro claves fundamentales para la regeneración ética de la política, esto es, de quienes se dedican a la cosa pública[10], existen –a mi juicio– otras cuatro con respecto a la contribución de todo ciudadano al florecimiento ético de la sociedad.

La ética de un país –o de una sociedad– es, en buena medida, la suma de la vida ética de los individuos que la conforman. Si uno procura ser mejor, ya está mejorando el conjunto de la sociedad. A veces uno podría deprimirse al ver que las cosas están como están; a uno le gustaría ser el salvador, el mesías del mundo en el que vive, pero esto no es así ni es posible. Hay que vivir en la realidad.

Lo que uno sí puede hacer es vivir mejor, mejorar como persona; vivir así tiene siempre, de un modo u otro, un efecto contagioso. Quizá el efecto no sea visible, apabullante, inmediato, pero se va construyendo una sociedad más ética. Es verdad: si cada uno hiciera un poco más eso, el conjunto de la sociedad mejoraría, se viviría mejor, sería una sociedad más justa, quizás menos competitiva y más colaborativa; nos ayudaríamos más los unos a los otros.

Veamos ahora las cuatro claves éticas cuyo efecto no sólo sería personal, sino colectivo, beneficiándose el conjunto de la sociedad[11].

1ª) Pensar por uno mismo

El primero es clave: piensa por ti mismo. Este es un principio fundamental de la vida moral. No dejes que otro u otros piensen por ti; de lo contrario, jamás llegarás a ser realmente tú. Dejar que los demás piensen por ti conduce a dejar que también sean los demás quienes actúen y tomen decisiones por ti. Esto es lo contrario a una vida ética porque no es posible una vida ética sin su presupuesto fundamental, el de un ejercicio profundo, real y auténtico de la libertad personal.

Blaise Pascal decía que el principio de la moral es esforzarse en pensar bien[12].

El principio de la moral no es tener una gran memoria, porque lo fundamental de la moral no es cumplir con una serie de reglas minuciosas o específicas de conducta. No. Existen unos principios morales fundamentales compartibles por millones de personas con independencia de la tradición cultural o religiosa de la que procedan, y uno mismo, con la luz de la razón, si realmente se detiene y piensa por sí mismo, puede lograr discernir lo que es bueno.

John Finnis sostenía que para tomar decisiones buenas hay que superar tres obstáculos: la cultura, el interés y las pasiones[13]. Respecto a la cultura, es cierto que algunas ideas, al estar tan metidas en la mentalidad social, tienden a darse por supuestas. Es peligrosa la tendencia a dar casi todo por supuesto. Esto sucedió precisamente en la sociedad norteamericana del siglo XIX, por ejemplo, con el racismo o la esclavitud. ¿Cómo iban a vivir sin esclavos? No era fácil pensar de otro modo en un momento en el que la esclavitud estaba completamente metida la cultura, pero no por ello era eso algo moralmente bueno.

Por tanto, la cultura puede ser, en ocasiones, un obstáculo a superar. Se requiere de personas, generalmente de una minoría que, pensando por sí misma, llegue a conclusiones que sean contraculturales, contrarias al pensamiento o sentir –ahora cabría añadir a la emotividad– de la mayoría, máxime cuando, en ocasiones, la mayoría se debe al quehacer de un conjunto de lobbies o grupos financieros y empresariales que, en connivencia con los medios de comunicación, se hace con el control de la opinión pública de una parte importante del mundo.

El segundo obstáculo es el interés personal. Cuando tenemos un interés muy intenso y acentuado en algo, es difícil pensar de modo ecuánime, sin llegar a una conclusión o a una decisión satisfaga el interés personal. Esto no significa que no podamos tener intereses, pero hay que ser cauteloso con ellos porque pueden impedir o dificultar mucho tener una visión realista y tomar decisiones justas. No es lo mismo ser un ciudadano que se preocupa por la cosa pública que un político que vive de la cosa pública. No es lo mismo tomar una decisión moral sobre una cuestión en la que uno tiene un marcado interés personal (profesional, afectivo, económico, político, etc.), o sobre algo alejado del propio interés.

El tercer obstáculo son las pasiones. Todos tenemos pasiones, es humano tenerlas y no son malas en sí mismas. Hay pasiones que son buenas y nos llevan a hacer el bien con gran pasión –valga la redundancia–, y otras no son tan buenas. La fuerza de la pasión exige una respuesta libre y consciente, para la cual es imprescindible recurrir a la razón para dilucidar la bondad o maldad de seguirla. Esto es dominio de sí o autodeterminación.

Aquí es aplicable el sapere aude kantiano: atrévete a pensar, a superar los obstáculos[14]. La experiencia puede constituir una valiosa ayuda para la vida moral: las malas decisiones del pasado pueden ayudar a reaccionar y a darse cuenta de lo bueno, las malas experiencias ajenas también nos enseñan y, a veces, incluso la lectura de un buen libro puede ayudar y orientar, pero nada jamás debería de sustituir ni suplantar el propio pensamiento crítico, la reflexión personal.

2ª) Expresar lo que se piensa

La segunda idea tiene mucho que ver con el primer punto: expresa lo que piensas. ¿De qué serviría que una persona pensara, reflexionara, tuviera sus puntos de vista sobre lo que es una vida armoniosa, ética, saludable —podríamos decir—, si luego no pudiera expresar lo que piensa, teniendo que contenerse –o reprimirse– porque no se le permite expresar eso que piensa en la sociedad? Creo que esto es un error. Muéstrate como eres, expresa lo que piensas. Este es una exigencia que hunde sus raíces en la primera clave. Es más, solo cuando expresamos lo que pensamos, sabemos en realidad lo que pensamos. El pensamiento personal no termina de configurarse hasta que no es expresado. Se puede expresar mentalmente, pero ayuda muchísimo verbalizarlo, hablando, escribiendo y dialogando con otras personas.

Gandhi afirmaba que “la felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, dice y hace está en armonía”. Es una afirmación sensata que podríamos suscribir todos: que haya una armonía entre lo que uno piensa, dice y hace. La hipocresía está en las antípodas de una buena vida ética. A veces convendrá ser prudentes y no decir todo lo que se piensa. Hay momentos en los que hay que ser prudentes, ciertamente, pero si uno habitualmente, socapa de supuesta prudencia, no vive en esa armonía entre lo que piensa, dice y hace, esa actitud no ayuda ni contribuye a una vida plena, lograda o feliz.

Por tanto, lo primero es pensar o razonar. Ahora bien, esto no es suficiente. Hay que aprender a expresar lo que se piensa hasta el punto de adquirir o interiorizar ese hábito. Para conquistar la libertad que me permite llevar una vida feliz necesito armonía y coherencia y, por tanto, hay que rechazar la hipocresía y la falsedad. Alguien podría excusarse diciendo que él es así, y es posible que así sea, pero tendrá que cambiar, procurando aproximarse hacia esa armonía entre lo que piensa, dice y hace.

3º) Respetar y procurar el bien del otro

Lógicamente, esto no debe hacerse siendo irrespetuoso con los demás, lo cual nos lleva al punto tercero: respeta y busca el bien de los demás. El respeto a los demás implica apertura y amor, procurar el bien del otro, a ese que no soy yo, pero que forma parte de mí y al que necesito para conocerme –o reconocerme–.

Junto al respeto a los demás, hay que dar un paso más y decir al otro: “no solo te respeto porque en ti me veo a mí, porque formas parte de mí, porque te necesito –y me necesitas–, porque me puedes enriquecer” (y me enriquece, sobre todo, cuando no piensas lo mismo que yo pienso, esto me viene bien y me ayuda a pensar). Sobre la base del exquisito respeto al otro, hay que añadir el afán positivo por hacerle todo el bien que se pueda, que es una máxima ética fundamental: “Haz el bien que buenamente puedas a los demás”.

Aristóteles afirmaba que el hombre es un animal político[15], y Victor Frankl sostenía que las puertas de la felicidad se abren hacia afuera[16]. En efecto, las puertas de la felicidad no se abren hacia adentro, sino hacia afuera; no llevan al repliegue, sino hacia la apertura a los demás. Si no se ve de ese modo, quizá se haya caído en la afirmación de filósofos existencialistas como Sartre, para quien “el infierno son los otros”, quienes, con su mirada y su juicio me limitan, ponen en evidencia mi limitación, me humillan, no pudiendo uno sustraerse de ese juicio ajeno en el conocimiento de sí mismo[17].

Hay que cultivar la cultura —valga la redundancia— del respeto. Esto significa cultivar también la escucha y el dialogo, sobre todo, con quien piensa distinto, aceptando a los demás sin juzgarles. Mirar a las personas con buenos ojos es un modo de tratarles con respeto, sin etiquetarlas ni instrumentalizarlas. Pasar del respeto a la ayuda o a la búsqueda de su bien, es, en el fondo, amar. Amar a una persona es buscar lo mejor para ella, procurar su bien. Es posible que, en ocasiones, esto pueda ir más allá de mis propios intereses, de lo que a mí me interesa personalmente, pero una vida lograda no deja a nadie al margen, porque el bien ajeno termina entrando a formar parte de los propios intereses.

4ª) Buscar la excelencia en todo lo que se hace

El cuarto punto se refiere a otra máxima ética: busca la excelencia en todo lo que hagas. Lo que uno hace lo abarca todo: estudio, trabajo, vida familiar, vida social, trato con amigos, aficiones, etc. Se trata de procurar hacer bien todo lo que uno hace o tiene que hacer. Esta es otra máxima ética fundamental.

Podría parecer que este principio no casa con el reproche dirigido a la persona que busca sólo el resultado, lo inmediato, lo aparente. En absoluto. Quien busca la excelencia no persigue el resultado, sino el bien; por esto se afana por trabajar de modo excelente. Siempre que algo te parezca bueno, que te pueda hacer bien y hacer bien a los demás, procura hacerlo, aunque sea arduo y complicado (siempre y cuando no te vaya a romper interiormente, lógicamente; a cada uno corresponde ver hasta dónde pueden llegar las propias fuerzas y cuál es la higiene mental que se tiene).

Actuar en conciencia, haciendo lo que uno cree que tiene que hacer (porque lo percibe como bueno), incluso a sabiendas de que quizá no obtenga el resultado esperado, genera un efecto muy positivo en uno mismo. ¿Por qué? Porque el criterio fundamental de la ética no es utilitarista ni pragmático. Por el contrario, la búsqueda del resultado en todo lo que suele generar tensiones, angustia, ansiedad y, en ocasiones, depresión.

A la hora de buscar la excelencia, sé creativo y auténtico, haciendo el bien y procurando hacer bien todo lo que haces. Insisto: trata de pasar la vida haciendo el bien y haciendo bien todo lo que haces, que son cosas distintas. Procura descubrir, con la mente y el corazón, cómo hacer el bien y cómo hacer bien las cosas, pero no las hagas meramente por interés, contraprestación o premio. Lógicamente, es mejor hacer el bien por un premio que no hacer el bien, pero si uno quiere construir una vida lograda, profunda, auténtica, debe procurar hacer las cosas por su bondad, porque son buenas en sí mismas. Solo así uno se hace bueno y mejora como persona. Esto es así porque uno se convierte en aquello que busca al actuar o comportarse.

Pongo un ejemplo. Imagina que estás en la calle y ves en el semáforo a una persona que, estando junto a alguien que está ciego, se ofrece a ayudarle a cruzar: ¿Quiere usted que le ayude a cruzar la calle?, y cruza la calle. ¿Qué pensarías? “¡Qué acto más bueno! El ciego baja una calle y llega a otro cruce, y sucede lo mismo con otra persona que le asiste.

Aparentemente, los dos actos son idénticos: una persona necesitada es ayudada por alguien que le puede facilitar cruzar la calle; sin embargo, los dos actos pueden ser completamente distintos porque quizá el primero ha prestado aquella ayuda porque quería quedar bien frente a otra persona que estaba delante y otra persona lo ha hecho porque lo que realmente buscaba era ayudar a esa persona ciega, con independencia de que pueda quedar bien o mal.

Esas dos personas se han configurado en lo que han buscado al actuar. Si uno ha querido actuar bien y lo que buscaba era ayudar al ciego, se ha hecho bueno al prestar ese servicio; si uno ha buscado aparentar, quedar bien, lo que habrá conseguido es reforzar esa imagen o apariencia, sabrá aparentar más, pero no se habrá hecho mejor persona, máxime cuando la moral tiene que ver con la verdad y el bien, no con la apariencia, la hipocresía o la falsedad.

Consideración final

Al lector le corresponde enjuiciar en qué medida es certera la tesis aquí sostenida, a saber, que el florecimiento ético de una sociedad no depende tanto, ni fundamentalmente, de sus gobernantes, como de la ética personal del conjunto de sus ciudadanos. ¿Qué sucedería si la mayoría se empeñaran en llevar a la práctica las cuatro claves aquí analizadas? Mencionémoslas aquí de nuevo, a modo recapitulatorio y conclusivo: Pensar por uno mismo; expresar con libertad (y respeto) lo que se piensa; respetar y procurar el bien de los demás; buscar la excelencia en todo lo que uno hace.

Mi respuesta es clara: tendría lugar la mayor revolución social que jamás se haya podido ver. No se trataría de una revolución violenta, sino pacífica y duradera porque se cimentaría sobre unos postulados éticos verdaderamente humanos y vividos en libertad, quizá a pesar de los Gobernantes y, desde luego, tampoco por sus medidas o prescripciones legales. En realidad, estaríamos ante una auténtica democracia –o una democracia realmente madura–, en la que todos contribuirían –con su vida, su trabajo y su participación activa mediante el ejercicio de la libertad de expresión en los procesos de deliberación pública–, al florecimiento de una sociedad civil más libre y madura.

Aniceto Masferrer, en proyectoscio.ucv.es/

Notas:

[1] Texto n. 759 (68 B 45), Demóc., 11 (recogido en Los filósofos presocráticos (Introducciones, traducciones y notas por A. Poratti, C.E. Lan, M.I. Santa Cruz de Prunes y N.L. Cordero), Madrid: Gredos, 1986 (https://archive.org/stream/ColeccionObrasGrecoLatinas1/028.losFilsofosPresocrticosIii_djvu.txt). Léanse otras afirmaciones de Demócrito sobre la bondad humana: texto n. 755 (68 B 48) Demóc., 14: “El hombre bueno no para mientes en las injurias de gente insignificante”; texto n. 756 (68 B 39) Demóc., 4: “Bello es impedir que alguien cometa injusticia; y si ello no es posible, al menos no hacerse cómplice”; texto n. 757 (68 B 39) Demóc., 5: “Se debe ser bueno, o bien imitar al que lo es”; texto n. 758 (68 B 43) Demóc., 9: “Arrepentirse de las malas acciones es la salvación de la vida”; texto n. 760 (68 B 62) Demóc., 27: “Bueno es no tanto el no cometer injusticia, sino el no tener intención de cometerla”; texto n. 761 (68 B 89) Demóc., 55: “Detestable no es quien comete injusticia, sino quien lo hace deliberadamente”.

[2]   Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1, 1129 b18-20.

[3]   Aristóteles, Ética Eudemia 1218b32; la felicidad, por tanto, se asocia a tres géneros de vida: la vida política (se ocupa de las acciones nobles, aquellas que se desprenden de la virtud), la vida filosófica o “vida contemplativa” (se ocupa de la prudencia y de la contemplación de la verdad) y la vida del placer o “vida voluptuosa” (se ocupa del goce y de los placeres corporales) (Aristóteles, Ética Eudemia 1215a33-1215b1-4).

[4]   Aristóteles, Ética Eudemia 1220a30-32.

[5]   Aristóteles, Ética Eudemia 1222a8; al respecto, véase, por ejemplo, Luis Fernando Garcés Giraldo, “La virtud aristotélica como camino de excelencia humana y las acciones para alcanzarla”, Discusiones Filosóficas, año 16 nº 27, julio – diciembre 2015. pp. 127-146 (disponible en http://www.scielo.org.co/pdf/difil/v16n27/v16n27a08.pdf).

[6]   Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, II, c. 90, a. 4.

[7]   Pese a la relevancia de la ‘prescripción de la razón’, máxime cuando el pensamiento moderno sustituyó la razón por la voluntad, concibiendo la ley más como un mandato del Estado que como una exigencia de la razón –o racional–, apelando más a la coercibilidad que a la razonabilidad, más a la fuerza creadora del poder político que a la de la razón.

[8]   Aniceto Masferrer, “¿Es posible una regeneración humanizadora de la sociedad y de la política?”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 11-15. 

[9]   También puede traducirse por “la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho”; veamos el texto completo: “Los preceptos del derecho son: vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo” (Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere, D.1.1.10.1). Definiciones parecidas de justicia pueden encontrarse en Cicerón (“La justicia es un hábito del alma, que observado en el interés común otorga a cada cual su dignidad”), Aristóteles (cuya teoría de la justicia aparece recogida en su Ética a Nicomaco, Libro IV; para Aristóteles, la justicia es una virtud que busca el bien ajeno, EN 1129b – 1130a; en consecuencia, el mejor hombre, el más justo, no es el que usa de las virtudes para su propio beneficio, sino para el beneficio de los demás, EN 1129b 30), y Tomás de Aquino (para quien la justicia es “el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho”, Suma Teológica, II-II, q. 58, a. 1).

[10]    Aniceto Masferrer, “Regeneración política”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 17-20.

[11]    Todas ellas, entre otras, aparecen recogidas, de un modo más exhaustivo, en el Manual de ética para la vida moderna, Madrid: Edaf, 2020.

[12]    “Esforzarse en pensar bien; he aquí el principio de la moral”, es la afirmación completa que puede encontrarse, además de internet, en Blaise Pascal, Pensamientos, opúsculos, cartas, Madrid: Gredos, 2012.

[13]    John Finnis, “Is natural law theory compatible with limited government?”, en Robert P. George, Natural law, Liberalism and Morality, Oxford: Oxford University Press, 1996, pp. 1-26, cuya tesis fundamental del capítulo cabría resumirse en la siguiente afirmación: “In any sound theory of natural law, the authority of government is explained and justified as an authority limited by positive law (…), by the moral principles and norms of justice which apply to all human action (…), and by the common good of political communities-a common good which I shall argue he is inherently instrumental and therefore limite” (p. 1).

[14]    Como es bien sabido, la expresión Sapere aude (“Atrévete a conocer”), recogido en el texto kantiano ¿Qué es la Ilustración? (1784), fue extraída de la Epístola II (Epistularum liber primus), del poeta Horacio, escrita a su amigo Lolius en el s. I a. C. en los siguientes términos: Dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, / incipe (“Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad: atrévete a saber, empieza”).

[15]    Aristóteles, Política, I. 1253a 2-8: “De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre”.

[16]    Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido (1946); afirmación que el psiquiatra austríaco hizo como contrapunto a la del filósofo danés Søren Kierkegaard, quien consideraba que la puerta se abría hacia adentro (“La puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno empuja, la cierra cada vez más”).

[17] Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada, Madrid: Alianza, 1981; véase la versión original francesa, Jean-Paul Sartre, Huis clos – L’enfer c’est les autres, Frémeaux Colombini SAS, 2010 (disponible en https://www.philo5.com/Les%20philosophes%20Textes/Sartre_L’EnferC’EstLesAutres.htm#_ftn1): “Siempre se ha entendido mal «El infierno son los demás». Han creído que con ello quería decir que nuestras relaciones con los demás siempre estaban envenenadas, que siempre eran relaciones infernales. Y sin embargo, lo que quiero decir es algo bien distinto. Quiero decir que si las relaciones con el otro están torcidas, viciadas, entonces el otro sólo puede ser el infierno. ¿Por qué? Porque los demás son, en el fondo, lo más importante en nosotros mismos, para nuestro propio conocimiento de nosotros mismos. Cuando reflexionamos acerca de nosotros, cuando intentamos conocernos, en el fondo usamos conocimientos que los demás ya tienen acerca de nosotros, nos juzgamos con los medios que los demás tienen —nos han dado— para juzgarnos. Diga yo lo que diga acerca de mí, siempre el juicio ajeno entra en ello. Sienta yo lo que sienta de mí, el juicio ajeno entra en ello. Lo que quiere decir que, si mis relaciones son malas, me coloco en una dependencia total respecto del otro y entonces, en efecto, estoy en el infierno. Y existe cantidad de gente en el mundo que está en el infierno, porque depende demasiado del juicio ajeno. Pero eso no quiere decir en absoluto que no se puedan tener otras relaciones con los demás, sólo señala la capital importancia de todos los demás para cada uno de nosotros”.

Juan Luis Monreal Pérez

1. Introducción

Nebrija supo ver la importancia que la lengua tenía y el papel que debía jugar en el contexto cultural español que vivió. En toda su vida y obra, en su comportamiento académico e, incluso, en las relaciones personales que estableció en el ejercicio de su profesión de filólogo y gramático siempre aparece la misma voluntad, concretada en dos objetivos precisos: criticar, por una parte, el método escolástico seguido por las escuelas de la baja Edad Media y caracterizado por ocuparse de cuestiones menores que se expresaban en lenguaje artificial y especulativo; combatir, por otra, la España bárbara, desde el punto de vista del uso de la lengua, para establecer en ella los Studia humanitatis, el cultivo renacentista de las letras, que conduciría a esta nación definitivamente a la modernización.

Nebrija tenía muy claro que su proyecto de estancia en Bolonia tenía como objetivo aprender nuevas cosas de los maestros del Humanismo, para que –a su vuelta a España–poderlas incorporar, que buena falta hacía, ya que en esta tierra abundaba la barbarie de mediocres maestros que estaban corrompiendo el latín y había que hacer lo necesario para restituir el latín en su pureza (Cf. Nebrija, 1989:fol. a. ij., v.-a. iij.).

El autor empleó los diez años de estancia en Bolonia, según él mismo confiesa, “no por la causa que otros van, o para ganar rentas de iglesia, o para traer fórmulas de Derecho Civil y canónico, o para trocar mercaderías, mas para que por la ley de la tornada, [después de luengo tiempo restituyese en la posesión de su tierra perdida los autores del latín, que estavan ia, muchos siglos avía, desterrados de España” (Nebrija, 1989:fol. a. ij., v.). Ello explica la total identificación de Nebrija con la visión del Humanismo renacentista.

2.    Nebrija, humanista renacentista

Desde que Nebrija recibe su primera formación universitaria en Salamanca y, sobre todo, durante su estancia en Bolonia, la voluntad anteriormente referida se arraiga en su vida fuertemente, convirtiéndose en el principio orientador de toda su actividad. Tan es así, que cuando Nebrija retorna de Bolonia y, después de su paso por Sevilla, se decide a hacer carrera docente en Salamanca y dedicarse a la noble tarea de la lengua (Cf. Nebrija, 1989: fol. a. ij., v.-a. iij.).

Por esto, el ideal humanista del Renacimiento aplicado al uso de la lengua fue para Nebrija su misión histórica. Ello explica que tal comportamiento marcará en las letras españolas su impronta y hará que su obra haya sido considerada como pionera en el llamado Humanismo renacentista español.

La visión de la empresa filológica de Nebrija, no se entendería bien, si no la examinamos teniendo en cuenta su condición de gran humanista renacentista: su formación general, tanto filológica como la que tenía en el resto de disciplinas que tanto peso tenían en la época, su estancia en centros de saber tan reconocidos y prestigiosos como Bolonia y Salamanca, y su trabajo académico tan vinculado a eminentes eruditos de corte renacentista. (Cf. Bataillon, 1986:25)

3.    Nebrija y la función de la lengua

La lengua constituye para Nebrija el centro de su interés y dedicación, pero no al modo escolástico que la reducía a un puro artificio especulativo, sino al modo renacentista como algo vital y práctico para el hombre y para la modernización de la sociedad. Razón por la que la lengua debe tener una funcionalidad clara, desde la perspectiva del Lebrijano. ¿Por qué aspectos debe definirse dicha funcionalidad?:

La lengua debe tener un uso real y concreto; debe servir al hombre, es decir, debe estar hecha a la medida del hombre y, por supuesto, de la sociedad.

La lengua debe responder a la manera común en el habla, no a un artificio solamente usado por minorías, como en definitiva defendían los escolásticos. Pero la manera común en el habla debía de ser la mejor, la usada por los mejores, por aquellos que han usado la lengua con claridad y belleza, tal como lo hicieron los clásicos (Cf. Rico, 1996:11). La lengua sólo puede ser instrumento de comunicación si corresponde a la lengua viva. El trabajo lexicográfico llevado a cabo por Nebrija en su Diccionario y Vocabulario, por ejemplo, tiene muy en cuenta la lengua hablada y viva (Cf. Salvador, 1994:16). La lengua debe servir para una renovación total de España. El uso debido de la lengua, debe suponer –por un lado–, la eliminación de la barbarie extendida por toda España y, –por otro–, la entrada de España a la modernidad que el Renacimiento propugna a través del buen uso de la lengua.

La consecución de los cometidos anteriores por parte de la lengua, no era para Nebrija sólo un puro deseo, sólo una voluntad. De ninguna manera. Nebrija acomete a lo largo y ancho de su obra actuaciones concretas por las que nos indicará el mejor ejercicio de la lengua. A tal fin, cinco de sus obras principales responden específicamente a dicho cometido, ya que en tres de ellas se aborda la cuestión de la gramática, como ámbito normativo, tanto en relación al latín como al castellano, y en las otras dos obras Nebrija hace una contribución importante al desarrollo de las lenguas latina y castellana, desde el punto de vista lexicográfico [1].

3.    Aportación de Nebrija al uso de la lengua

La cuestión de la gramática y la cuestión lexicográfica son los dos ámbitos principales de los que Nebrija se ocupa en sus estudios lingüísticos, y fruto de ello son las obras que dedicó a estas cuestiones, a partir de 1481 hasta que le sobrevino la muerte en 1522.

3.1. Obra gramatical

La producción gramatical de Nebrija se explica por la presencia e interrelación de diversos contextos históricos que contribuyen al interés del Lebrijano por la lengua. En opinión de W. Keith Percival, éstos son de diversa naturaleza, pero tienen en común su carácter internacional, es decir, que sobrepasaban ya en aquel tiempo los límites concretos de un país u otro, y los identifica –por un lado –con el denominado Humanismo renacentista que marca toda la trayectoria de la vida de Nebrija; por otro, con la ya existente –aunque reciente y precaria– tradición gramatical vernácula; y finalmente, con el movimiento de apertura de varios países europeos a otras partes del mundo, creándose espacios internacionales que favorecían el desarrollo de la lengua (Cf. Percival, 1994:60-62). La presencia e interrelación de dichos contextos históricos explican la producción gramatical de Nebrija y que se materializó en las obras siguientes:

1)   Las Introductiones latinae (Gramática latina) y su aportación al desarrollo de la lengua.

Cómo es lógico para un humanista renacentista como Nebrija, su punto de partida del estudio de la gramática lo hace en relación a la lengua latina con su obra Introductiones latinae (Gramática latina, 1481), ya que esta lengua, junto al griego y el hebreo, constituían el referente clásico a seguir. Con esta obra Nebrija iniciaba su actividad de ir erradicando de España la barbarie –en cuanto al uso de la lengua–, y empezando por la ciudad de Salamanca para ir extendiendo dicho movimiento al resto del país.

La Gramática latina (Introductiones latinae) que sale de la pluma y firma del Lebrijano (Cf. Nebrija, 1999) es lanzada al mercado por un tipógrafo anónimo de Salamanca y con la clara finalidad de ser un instrumento eficaz para el aprendizaje y la mejora de la lengua latina; es decir, Nebrija tiene bien definido el alcance que le asigna a su obra y el para qué y el para quién, evitando otras pretensiones no acordes con su objetivo general (Cf. Rico, 1996:9).

El eco que tuvo la publicación de la Gramática latina de Nebrija fue considerable, no solo en España sino también fuera, tal como lo evidencian las distintas ediciones que se hicieron de la misma en el siglo XVI y en ciudades tan importantes como Lyon, Amberes y Colonia.

2)   Las Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín

De entre las ediciones de las Introductiones en las que intervino el propio Nebrija hay que señalar especialmente la versión bilingüe de la misma, es decir, en lengua latina y castellana, llamada Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín, y que debió aparecer en 1488. Este hecho ni es casual y tiene su trascendencia.

La explicación de la realización de la versión bilingüe de las Introductiones parece ser el resultado de la promesa que Nebrija hace a la Reina Isabel de trabajar en la realización de una Gramática Castellana, siguiendo el modelo de su Gramática Latina, tal como más tarde recordará en la Gramática Castellana: “… que cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a vuestra real Majestad, y me preguntó que para qué podía aprovechar, el mui reverendo padre Obispo de Ávila me arrebató la respuesta [folio. 3 v. (Nebrija, 1980:101).

¿Qué valoración puede hacerse de la Gramática latina de Nebrija desde el punto de vista de su contribución a la lengua? Sobre la Gramática latina de Nebrija hay un alto acuerdo: por su estilo, hechura y pautas clásicas que conforman esta obra sabe a modernidad. Aunque pueda parecer paradójico, la vuelta a la antigüedad que le llevó al Lebrijano la construcción de las Introductiones latinae, no supuso quedarse en el pasado sino hacer la entrada a la literatura moderna en España. La mirada al pasado no le sirvió de legitimación de la barbarie extendida por todo el territorio, sino que al contrario, la utilizó de palanca para quitar los obstáculos y facilitar la modernidad.

3)   La Gramática Castellana y su aportación al desarrollo de la lengua

Desde el punto de vista temporal, la Gramática de la Lengua Castellana aparece en el año 1492, algo más tarde que lo hiciese su obra las Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín (la edición bilingüe). Este desfase temporal entre una obra y otra explica, según la opinión más generalizada, las relaciones que existen entre ambas, independientemente de que la Gramática Castellana tenga su relativa autonomía respecto a la edición bilingüe de las Introductiones latinae.

Como contexto histórico, el año 1492 supone para España un cambio sumamente importante que tendrá unos efectos de primer orden, no solo en el orden político, social, sino también cultural y lingüístico: en este año España, por un lado, vuelve a la unidad del país mediante la toma de Granada y la expulsión de  los árabes; y, por otro, España se abre también en este año a nuevos mundos a través del descubrimiento de América. Precisamente, este contexto nuevo le servirá a Nebrija para ver la oportunidad y el papel que puede desempeñar la Gramática Castellana que acaba de publicar:

[…] τ, respondiendo por mí (el mui reverendo padre Obispo de Ávila), dixo que después que vuestra Alteza metiesse [fol. 3 v.] debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros τ naciones de peregrinas lenguas, τ con el vencimiento aquellos tenían necesidad de recibir las leies quel vencedor pone al vencido, τ con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi Arte, podrían venir en el conocimiento della, como agora nos otros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín. Y cierto assí es que no sola mente los enemigos de nuestra fe, que tienen la necesidad de saber el lenguaje castellano, mas los vizcainos, navarros, franceses, italianos, τ todos los otros que algún trato τ conversación en España τ necesidad de nuestra lengua, si no vienen desde niños a la deprender por uso, podrán la más aina saber por esta mi obra. (Nebrija, 1980:101-102)

Desde la perspectiva filológica y cultural que orienta este texto, no vamos a entrar en la polémica de detalle de cuánto estas dos obras se ven influenciadas y cuál fue la secuencia histórica de sus publicaciones correspondientes (Cf. Ridruejo, 1994:485-498). Nuestra opinión en esta cuestión, y en línea con el pensamiento mayoritario al respecto, es que la Gramática Castellana resulta, por un lado, de todo un proceso de trabajo anterior de Nebrija marcado especialmente por su obra Introductiones latinae en su primera edición y por la edición que hace de la misma en latín y romance castellano; pero, por otro lado, la Gramática Castellana mantiene su originalidad y autonomía respecto a la obra anterior, en su doble formato, lo que explica la relevancia que tiene y el reconocimiento histórico que de la misma se ha hecho a través del tiempo.

Aparte de lo que ha supuesto para el desarrollo de la lengua la Gramática Castellana de Nebrija, conviene también señalar que la publicación de esta obra así como su impacto, apenas tuvo antecedentes ni consecuentes inmediatos, si ambos se miden por la existencia de obras o gramáticas romances anteriores y posteriores a ella y por las ediciones posteriores que se hacen de la misma.

Respecto a lo primero, la Gramática Castellana de Nebrija aparece sin tener apenas como antecedentes ni consecuentes inmediatos obras o gramáticas de igual o parecida orientación. Esto puede considerarse como una de las grandes novedades de esta publicación, al ser prácticamente la primera gramática romance escrita bajo el patrón renacentista-humanista, pero también cabe entenderse como una muestra de su escaso éxito, al no haber incentivado la publicación en los años siguientes de otras gramáticas romances de similar orientación. Esta situación de cierto desarraigo de la obra de Nebrija respecto al pasado y al futuro inmediatos es catalogada por algunos autores como de aislamiento (Cf. Ridruejo, 1994:486 y Quilis, 1980:80).

Respecto a lo segundo, lo que denominamos impacto de la obra o ediciones posteriores a su primera publicación, la Gramática Castellana no se volvió a editar en vida de Nebrija y no lo fue hasta mediados del siglo XVIII, al contrario de  lo que sucedió con las Introductiones latinae de la que sí hubieron de inmediato bastantes ediciones nuevas. Habrá que esperar al siglo XX para ver una notable reimpresión de la Gramática Española. Probablemente, esta diferencia en la difusión entre ambas, pudo percibirse por Nebrija como un fracaso o quizá le sirvió para constatar que se estaba abriendo un nuevo campo en el que era difícil cosechar frutos de inmediato (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:17).

La Gramática Castellana, en términos gramaticales, ¿qué avance supuso respecto a la versión bilingüe de las Introductiones latinae?

Nebrija está convencido de que el castellano como lengua vulgar puede representar todo lo que contiene el artificio del latín; es decir que es capaz de ser expresado gramaticalmente como aquél. Ello significa, por una parte, que las dudas iniciales que Nebrija tenía cuando emprende la edición bilingüe de las Introductiones latinae van desapareciendo a medida que avanza la obra (Cf. Ridruejo, 1994:488); y, por otra parte, que la lengua vulgar que utiliza en la edición bilingüe más bien era pobre de  palabras para ser expresada gramaticalmente, pero que preparó el camino para la construcción de la lengua que aparece en la Gramática Castellana.

Los expertos en esta cuestión constatan una clara evolución de una obra a otra, que se traduce en dos aspectos de interés en cuanto al uso de la lengua: en la expresión que se utiliza y en la estructura y contenidos de la gramática. En cuanto al primero de ellos, la expresión o el vocabulario, las dos obras comparten bastante el vocabulario básico, tanto en sus términos técnico, como gramatical y filológico; sin embargo, en cuanto al vocabulario especializado, la Gramática Castellana contiene una mayor amplitud, lo que hace que esta obra presente mayor riqueza lingüística y complejidad. En cuanto al segundo aspecto, la estructura y contenidos, también en la Gramática Castellana se observa una clara evolución en relación a la edición bilingüe de las Introductiones latinae, puesto que aquélla: “[…] constituye un cuerpo gramatical completo de mayor coherencia que los primeros tratados gramaticales de otras lenguas romances, apenas un conjunto invertebrado de anotaciones gramaticales y filológicas” (Ridruejo, 1994:490).

Esta manifiesta evolución y mejora que la Gramática Castellana representa en relación a la edición bilingüe de las Introductiones latinae lleva a algunos autores a pensar que entre una obra y otra, sin negar su relación, hay un salto importante en el uso de la lengua, ya que no son comparables ni en su estructura ni en su profundidad (Cf. Daher y Batista, 1994:195).

Pero, ¿cuáles son, pues, las contribuciones de la Gramática Castellana al uso de la lengua? En esto, también hay amplios acuerdos. Las tres primeras aportaciones hacen relación al lenguaje y a la gramática; las dos siguientes tienen alcance político, en cuanto la lengua se va a constituir en un instrumento importante para  el desarrollo del Imperio y para la unidad nacional; y en la última aportación se pone de manifiesto la utilidad del conocimiento de la lengua castellana para el aprendizaje del latín:

1ª- El intento de Nebrija de crear una terminología gramatical amplia y específica del castellano: “aunque no faltan, claro está, los latinismos, existe un decidido empeño de emplear en la terminología vocablos castellanos, asequibles a todos y, además, semánticamente motivados” (Bustos, 1996:210).

2ª- El interés y la búsqueda, por parte del Lebrijano, del uso de la lengua hablada como soporte para su elaboración gramatical. En esto se establece  una línea común de trabajo entre éste y Lutero, para quien la lengua viva y hablada constituía un referente principal en el uso escrito y oral que hacía de la lengua alemana.

3ª- Estabilizar y normalizar el castellano. Nebrija piensa que con su obra se ajustarán las oscilaciones a las que en el pasado ha estado sujeto el uso de la lengua y se impedirán futuros cambios que alteren su uso (Cf. Nebrija, 1980:100-101). Igualmente a Nebrija le preocupó mucho que la lengua contribuyera a la comunidad a la que se pertenece, asegurando la continuidad y perdurabilidad de la lengua (Cf. Abad, 1996:128-129).

4ª- El contexto histórico, político y cultural en el que escribe Nebrija la Gramática de la Lengua Castellana, le hacer ver la función que la lengua puede tener en los tiempos futuros como compañera del Imperio (Cf. Nebrija, 1980:97).

5ª- La lengua se constituye, en opinión de Nebrija, en la base de la unidad y del entendimiento de España (Cf. Nebrija, 1980:100).

6ª- Nebrija, como buen conocedor de la lengua latina, lanza claramente el mensaje de que el conocimiento de la lengua castellana puede facilitar también el aprendizaje del latín (Cf. Nebrija, 1980:101).

Nebrija acaba el Prólogo de su Gramática Castellana indicando que gracias, a su apuesta por el Humanismo renacentista que le comprometió con la lengua a la manera renacentista, logró llevar a cabo el proyecto de la Gramática de la Lengua Castellana, liberando el lenguaje de las ataduras escolásticas a las que había estado esclavizado (Cf. Nebrija, 1980:102).

Sin embargo, y a pesar de todas estas importantes contribuciones que supuso la publicación de la Gramática Castellana, éstas se vieron –posiblemente– limitadas en el conocimiento y en la ejecución de las mismas, dado que la obra no se volvió a reimprimir hasta el siglo XVII y durante ese largo periodo solo circuló la edición original (Cf. Abad, 1994:123).

3.2. Obra lexicográfica

Aparte los trabajos relacionados con la gramática (Introductiones latinae, Introducciones latinae contrapuesto el romance al latín y Gramática de la lengua española) Nebrija desarrolló una actividad lexicográfica notable e intensa, especialmente a través de sus obras Diccionario latino-español y Vocabulario español-latino, trabajos que se han conservado2. Este conjunto de obras puso ya de manifiesto la relación estrecha que existe entre gramática y léxico, tal como estudios posteriores lo han venido confirmando (Cf. Bustos, 1996:207).

Esta labor de Nebrija le ha valido para obtener un reconocimiento general, tanto en su tiempo, como sobre todo posteriormente, a medida que se han ido realmente conociendo las aportaciones de su obra, tal como lo refiere el académico de la Real Academia Española, Gregorio Salvador: “Nebrija supo, ensanchando su perspectiva humanista, reducir a arte y encerrar en un par de libros asombrosos, una gramática y un diccionario, la lengua que iba a servir para ofrecer la primera visión de ese nuevo mundo” (Salvador, 1994:7).

El propio Nebrija reclama en las primeras líneas del prólogo del Vocabulario español-latino que dirige al maestre de Alcántara el reconocimiento del trabajo realizado, tanto por sus gramáticas como por sus léxicos: “por que despues de muchos merecimientos en nuestra republica alcançalle gloria imortal” (Nebrija, 1989: .a .ij.). Más adelante y en el mismo prólogo, Nebrija expone el detalle de su actividad gramatical y lexicográfica, concluyendo que: “I si añadiere a estas obras los comentos de la gramatica que por vuestro mandado tengo començados todo el negocio de la gramatica fera acabado” (Nebrija, 1989: .a .ij.v).

2 Aparte de estas dos obras, se han conservado también otras de carácter lexicográfico como el Diccionario geográfico, los léxicos de Derecho y Medicina, el vocabulario de Cosmografía y la Tertia Quincuagena (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:18).

No obstante, también Nebrija tuvo sus críticos en relación al modo cómo abordó el léxico, entre los que se cuentan hombres de su tiempo como Juan Luis Vives, quien lo consideró falto de autoridades, y Juan de Valdés, quien vio una influencia excesiva de su tierra andaluza en su acerbo lexicográfico:

¿Vos no veis que aunque Librixa era muy doto en la lengua latina (que esto nadie se lo puede quitar), al fin no se puede negar que era andaluz y no castellano, y que scrivió aquel su Vocabulario con tan poco cuidado, que parece averlo escrito por burla? (Valdés, 1997:158).

En cualquier caso, el balance de las aportaciones de Nebrija en cuanto a la gramática y léxico, es totalmente positivo, porque “la faena intelectual fue cumplida –con la varia fortuna que la obra científica tiene pero, en cualquier caso, respetable siempre– en dos lenguas distintas: el latín y el castellano” (Bustos, 1996:207).

Centrándonos en las dos obras lexicográficas referidas, el Diccionario latino-español y el Vocabulario español latino, ¿qué conviene señalar de ellas y qué aportaciones más significativas es útil referir? En cuanto a la fecha de publicación, el Diccionario latino español, data de 1492, justamente el mismo año en que se publicó la Gramática de la lengua castellana, y que tuvo lugar la toma de Granada y el descubrimiento de América. En cambio, el Vocabulario español-latino o como el mismo Nebrija lo llamó Dictionarium ex hispaniensi in latinum sermonem, su fecha de publicación se suele situar entre 1494 y 1496, posiblemente fuera 1495, como algunos piensan, ya que apareció sin fecha.

Respecto a la función, Nebrija le asigna al Diccionario latino-español el objetivo de complementar lexicográficamente la Gramática Latina (las Introductiones latinae), de modo que fuera uninstrumento que ayudase a la interpretación de los textos latinos (Cf. Nebrija: 1979); por su parte, Nebrija concibe el Vocabulario español-latino como una guía que oriente al bien escribir y hablar en latín desde la lengua romance castellana. Este objetivo que Nebrija asigna al Vocabulario, ha sido precisamente la razón de la importancia de esta obra, ya que contribuyó a normalizar la lengua castellana (Cf. Salvador, 1994: 10).

En relación a la valoración, varios aspectos hay que señalar, por ejemplo, el desigual interés de una y otra obra. Del Diccionario latino-español se hicieron un total de noventa ediciones, aparte las recientes facsimilares, cifra que le situó muy a la cabeza entre las obras lexicográficas de nuestra lengua y de cualquier otra. En cambio, el Vocabulario español-latino recibió escasa acogida; resultado de ello fueron las pocas ediciones que se hicieron de la misma y bastante tardíamente (Cf. Casares, 1947: 335-336).

Conviene señalar también el trabajo creativo y no puramente reversivo que se manifiesta en las dos obras de Nebrija. Éste no se limita, por ejemplo, en el Vocabulario a darle la vuelta a las voces que figuran en el Diccionario, sino que –al contrario–, hay una labor de selección lo que le llevó a no incluir las mismas voces en una y otra obra. Nebrija no cae en el riesgo de la pura repetición, ya que el Vocabulario está pensado desde el español, a diferencia del Diccionario que había sido pensado desde el latín (Cf. Colón y Soberanas, 1979: 10).

Por último, mencionar la significativa contribución del Vocabulario español-latino, a pesar de sus escasas ediciones, a la lexicografía posterior de la lengua castellana. Porque, al fin y al cabo:

[…] lo que hizo Nebrija fue poner, por vez primera, las voces castellanas en orden alfabético y todos los demás lo que han ido haciendo, lo que hemos hecho, ha sido ir añadiendo, poco a poco las que faltaban o las que se han ido incorporando al caudal del idioma. La lexicografía es esencialmente imitación, continuación, pero alguien tiene que dar el primer paso y ese alguien, entre nosotros, fue Nebrija” (Salvador, 1994:11).

A modo de conclusión se puede decir que la aportación fundamental de Nebrija al uso de la lengua, a través de sus principales obras relacionadas con la gramática y lexicografía, ha sido importante, pionera y marcó el camino a seguir en las letras hispánicas, tal como los numerosos analistas que se han ocupado de la misma lo han reconocido a lo largo del tiempo, tanto en el momento en que tuvo lugar como en las épocas siguientes.

Al respecto, tiene interés señalar la significativa influencia de Nebrija en las primeras obras gramaticales y lexicográficas que se construyen en el Nuevo Mundo; éste es el caso de la de Alonso Molina, quien en su Vocabulario en lengua castellana y mexicana de 1571 reconoce la influencia de Nebrija en el trabajo que realiza:

Es de advertir, que no ponemos aquí las significaciones de muchas dictiones de la lengua mexicana, imitando enesto a Antonio de nebrixa en su arte de latin: el cual dexo a sabiendas y de yndustria, por declarar las significaciones de muchas dictiones, paraque con mas facilidad se entendiese la dicha arte de latin: loqual hazemos aqui nosotros, paraque este arte dela lengua Mexicana sea mas breuve, saluo quando fueremos compelidos a declarar algunas dellas, las quales no se entenderían, si no se pusiesen y declarasen sus significaciones” (Molina, 1945: f. a8v-f. blr).

Tres siglos más tarde (1879), Emeterio Suaña y Castellet, en su Estudio Crítico Biográfico del Maestro Elio Antonio de Nebrija que dictó en la solemne función académica-literaria del Instituto del Cardenal Cisneros, puso de manifiesto la gran reputación que tuvo Nebrija entre sus contemporáneos (Cf. Suaña y Castellet, 1879:33). Y, más recientemente, Menéndez Pidal resalza la figura de Nebrija y su gran contribución al desarrollo de la lengua en Europa, a través de su Gramática de la lengua castellana (Cf. Menéndez Pidal, 1933:11).

Por último, el profesor Fontán cuando intenta sintetizar la figura de Antonio  de Nebrija como gramático y como príncipe de los humanistas españoles, recurre a las siguientes palabras buscando realzar al máximo el reconocimiento histórico por su obra:

Su oficio fue el de gramático, como a él le gustaba proclamar no sin cierto intencionado énfasis, y su trabajo estudiar, escribir y enseñar con tanta laboriosidad como éxito y con un reconocimiento que le convirtió en leyenda e hizo de él materia de proverbios. En el siglo XVII para las gentes medianamente instruidas y para escritores como Cervantes o Gracián, «Antonio» o «el Antonio» era un libro –sus Introductiones Latinae–, gramática y latines equivalían a estudios, y decir «Antonio de Nebrija» era decir «sabio»” (Fontán, 2008:45).

Juan Luis Monreal Pérez, revistas.ucm.es/

Notas:

1   Aparte de estas cinco obras lingüísticas que referenciamos en el texto, Nebrija escribió otras de carácter también lingüístico de menor alcance, de las que queremos mencionar algunas de ellas: dos tratados sobre la ortografía, uno de ellos sobre la castellana y el otro sobre la latina, la griega y la hebrea; un léxico de derecho civil romano, un compendio de textos retóricos clásicos; una compilación de differentiae extractadas de obras de Lorenzo Valla, Nonio Marcelo y Servio, etc. (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:11-41).



Ramiro Pellitero,

El texto consta de tres partes. La primera, acerca de la actualidad de los Padres. La segunda se ocupa de la apologética de los Padres y particularmente de la cuestión de las religiones. En la tercera hacemos algunas consideraciones en nuestro contexto de nueva evangelización.

Parte I. La actualidad de los Padres de la Iglesia 

El clima cultural actual y la necesidad de una evangelización renovada hacen conveniente, como aconsejó el Vaticano II (cf. OT 16; DV 8 y 23) y realizó el mismo Concilio, volver la mirada a los Padres de la Iglesia, en búsqueda de luces e impulsos para llevar adelante la vida cristiana y la tarea formativa.

En los Padres –señaló Juan Pablo II– hay algo especial e irrepetible y perennemente válido (Carta Patres ecclesiae, 1980). No solo la doctrina cristiana sino todo carisma, ministerio y tarea en la Iglesia ha de aprovechar esa fuente vital y debe asentarse sobre las estructuras establecidas por ellos (cf. Juan Pablo II, ibid).

  Ellos son testigos privilegiados de la Tradición, nos han transmitido un método teológico luminoso y seguro y sus escritos ofrecen una riqueza cultural y apostólica que los hace grandes maestros de ayer y de hoy. Así lo señala un documento de la Congregación para la Educación Católica, la Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, de 1989.

  Por eso, señala este documento:

“Seguir la Tradición viva de los Padres no significa agarrarse al pasado en cuanto tal, sino adherirse con sentido de seguridad y libertad de impulso en la línea de la fe, manteniendo una orientación constante hacia lo fundamental: lo que es esencial, lo que permanece y no cambia”.

  A continuación nos detenemos en dos puntos: primero algunos principios metodológicos de los Padres; en segundo lugar, el tema de la inculturación del Evangelio.

1. Algunos principios metodológicos de los Padres 

  En su método teológico, la mayoría de los Padres supieron acoger las aportaciones de la sabiduría y de la razón humanas como precedentes de la única fuente de la Sabiduría que es el Verbo.

1. “Su cometido providencial fue no solo defender el cristianismo, sino también repensarlo en el ambiente cultural greco-romano; encontrar fórmulas nuevas para expresar una doctrina antigua, fórmulas no bíblicas para una doctrina bíblica; presentar, en una palabra, la fe en forma de razonamiento humano, enteramente católico y capaz de expresar el contenido divino de la revelación, salvaguardando siempre su identidad y su trascendencia”. (Ibid.).

  Este desarrollo teológico fue llevado a cabo por los Padres no como un proyecto abstracto puramente intelectual, sino en medio de sus tareas pastorales y educativas. Por eso es un excelente ejemplo de renovación en la continuidad de la Tradición. Se trata por tanto de esa entera fidelidad que requiere una “justa apertura de espíritu” hacia nuevas necesidades y nuevas circunstancias culturales (cf. Ibid.). En efecto, la fidelidad para serlo requiere ser dinámica y creativa.

2. Estas actitudes fundamentales de los Padres de la Iglesia son luces hoy y siempre para nosotros:

“En sus actitudes de teólogos y de pastores se manifestaba en grado altísimo el sentido profundo del misterio y la experiencia de lo divino, que los protegía de las tentaciones que podían venir sea de un racionalismo demasiado exagerado, sea de un fideísmo simplista y resignado” (Ibid.).

  Ellos aprecian, ciertamente, la utilidad de la especulación, pero saben que eso no basta. En el mismo esfuerzo intelectual para comprender la propia fe, los Padres practican el amor, que –como señala Clemente de Alejandría–, haciendo amigo al que conoce con el conocido, llega a ser, por su misma naturaleza, fuente de nuevo conocimiento. Por eso afirma san Agustín: “Ningún bien es perfectamente conocido si no es perfectamente amado” (De divv, qq LXXXIII, q 35, 2)

  Es importante percibir que es precisamente la unidad orgánica de los varios aspectos de la vida y misión de la Iglesia lo que hace a los Padres tan actuales y fecundos incluso para nosotros (cf. Ibid.).

  3. Para estudiar y comprender a los Padres es necesario un adecuado empleo de los método histórico-críticos, evitando dos tendencias extremas:

  “(por un lado) encerrarse anacrónicamente en los escritos de los Padres, despreciando la tradición viva de la Iglesia y considerando a la Iglesia post-patrística hasta hoy, en continua decadencia; y (por otro lado) la (tendencia) a instrumentalizar el dato histórico en una actualización arbitraria, que no tiene en cuenta el legítimo progreso y objetividad de la situación” (Ibid.).

  De aquí se deducen, finalmente, dos consecuencias. Primera: el pensamiento cristiano, que experimentó un primer y fuerte impulso por parte de los Padres, no puede prescindir de la tradición posterior, sobre todo en aquellos desarrollos en los que los Padres siguen teniendo un particular peso, como referencia para comprender el mismo desarrollo en unidad de sentido. Y segunda: también así podemos comprender cómo el estudio de los Padres nos ayuda a ser hoy –en efecto– creativos, afrontar nuestro tiempo y preparar el futuro. 

2.  Los Padres y la inculturación del Evangelio

  1. Por tanto, como hemos visto, los escritos de los Padres han de verse en el marco de su teología y de su aportación a la evangelización de sus contemporáneos, porque esta era la finalidad principal de esos textos. Así lo decía san Pablo VI:

“Como pastores, pues, los Padres sintieron la necesidad de adaptar el mensaje evangélico a la mentalidad de su tiempo y de nutrir con el alimento de la verdad de la fe a sí mismos y al pueblo de Dios. Esto hizo que para ellos catequesis, teología, Sagrada Escritura, liturgia, vida espiritual y pastoral se unieran en una unidad vital y que no hablaran solamente a la inteligencia, sino a todo el hombre, interesando el pensamiento, el querer y el sentir” (Alocución en la inauguración del Instituto Patrístico “Augustinianum”, 4-V-1970).

  2. Desde ahí se entiende bien su contribución a lo que hoy llamamos inculturación del Evangelio. Imprimiendo un sello cristiano concretamente en la antigüedad clásica, establecieron un puente entre el Evangelio y la cultura profana, trazando un rico panorama cultural que influyó en los siglos posteriores, particularmente en la vida espiritual, intelectual y social del medioevo.

   Gracias a ellos, muchos cristianos de los primeros siglos pudieron apreciar “cuanto de válido se encontraba en el mundo antiguo, purificar lo que allí había de menos perfecto y contribuir, por su parte, a la creación de una nueva cultura y civilización inspiradas en el Evangelio” (Ibid.).

  Como propuso san Juan Pablo II,

 “el cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 40).

Pasamos ahora ya a tratar algunos aspectos más concretos –que se han reflejado en las sesiones anteriores– de la apologética de los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos.

Parte II. La apologética de los Padres

  Sabemos que el cristianismo se fue difundiendo entre personas de muy diversas condiciones y se desarrolló en relación con las circunstancias históricas, unas veces sociológicamente contrarias hasta llegar a las persecuciones, y otras veces favorables como la instauración de Constantino como emperador y sobre todo a partir del Edicto de Milán en el 313, cuando concedió la libertad religiosa. Es considerado por los historiadores como el primer emperador cristiano, si bien solo fue bautizado antes de morir. Más adelante, Teodosio, en coherencia con el modo de pensar de la época, declaró la religión cristiana como religión del estado.

  Retomando ahora cuanto hemos escuchado, cabe detenerse en la cuestión de las religiones: primero, la posición de los Padres frente a las religiones; segundo, la valoración posterior de las religiones y la interpretación de la Sagrada Escritura.

1. Su posición frente a las religiones

  1. En esos siglos muchos Padres de la Iglesia, como san Agustín, consideraban las religiones como algo negativo, absolutamente falso o incluso diabólico, mientras que veían la sabiduría filosófica elementos que podían servir de base para el anuncio del Evangelio.

  2. Ante la novedad que suponía la fe cristiana respecto a las religiones tradicionales, estas se consideraron atacadas por el cristianismo y lo criticaron fuertemente, como se comprueba en el caso de Celso. Este, como hemos escuchado, se sentía escandalizado por la Encarnación, la Redención y las profecías cristianas.

  Para refutarle, Orígenes se sirvió de la filosofía griega, subrayando la inmutabilidad divina en la perspectiva aristotélica. Desde la revelación cristiana y con la profundización que luego ha tenido lugar en la Tradición de la Iglesia, a la vez que seguimos admirando el ingenio de Orígenes, hoy comprendemos que la imagen de Dios como motor inmóvil no resulta suficiente para describir la realidad del ser divino.

  3. La posición favorable del cristianismo en la sociedad civil, durante los siglos siguientes, coincidió con esa visión básicamente negativa de los cristianos ante otras religiones, junto con su firme defensa de fe y de la salvación ofrecida por Cristo.        

2. La valoración posterior de las religiones y la interpretación de la Sagrada Escritura

  1. Con el paso de los siglos, sobre todo a partir del siglo XIX y más todavía con el Concilio Vaticano II (Declaración Nostra Aetate), la consideración de las religiones ha venido siendo más positiva. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “el hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso” (n. 44).

  Y el Concilio afirma:

“La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas (2 Co 5, 18-19) (Decl. Nostra Aetate, 2)

  De este modo se ha ampliado, a las religiones no cristianas, la idea que los Padres tenían en los primeros siglos respecto a las filosofías y a la sabiduría de las culturas antiguas, en las que se reconocían ciertas “semillas” de verdad, de bien o de gracia, de modo que esas filosofías en ciertos aspectos podrían considerarse como una cierta “preparación para el Evangelio”.

  Analógicamente, algo así se puede decir de las religiones, sobre todo de las religiones correspondientes a las antiguas culturas. Al mismo tiempo, es preciso, como ya hacían los Padres respecto a las filosofías, por medio de un discernimiento cuidadoso, detectar y purificar los errores y las imperfecciones que puedan tener las religiones, y sus valores distintos, no solo respecto al cristianismo sino también entre ellas.

  De todo ello puede deducirse que las religiones no son de por sí falsas, aunque puede hablarse de religiones más o menos verdaderas, en la medida en que reflejan –al menos en cuanto al respeto por la dignidad humana y la transcendencia divina–, algo de la Verdad que plena y objetivamente se encuentra en la religión cristiana. Si Dios guía de alguna manera a todos los hombres en la creación y en las culturas –para ayudarles a que busquen a Dios–, en la fe cristiana esa guía es ya una Palabra, por medio de la cual Dios sale al encuentro del hombre, sobre todo en Jesucristo.

  2. De esta manera la posición del cristianismo ante las religiones no se explica hoy ni de modo simplemente pluralista o relativista, como si todas las religiones fuera caminos de salvación equivalentes. Tampoco de modo exclusivista, como si fuera de los márgenes visibles de la Iglesia no cupiera la salvación; sino más bien de modo “inclusivo” (cf. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, 1996). Esto quiere decir que toda semilla de verdad, bien o gracia sembrada por Dios en las culturas y las religiones tiene una dinámica que conduce a la plenitud de la fe católica, que incluye en sí, todos los elementos que en esas culturas y religiones son fragmentarios o incompletos, purificándolos de sus deficiencias.

  Esto significa también que cabe la salvación, fuera de esos límites visibles de la Iglesia, para quienes no hayan tenido la oportunidad de conocer a Jesucristo y busquen la verdad según sus luces y con una conducta honesta, acorde con lo que creen.

  3. Pero esto nada tiene que ver con una posición sincretista o ecléctica, según la cual la que todas las religiones valdrían lo mismo o tendrían por sí mismas un valor salvífico.

  La perspectiva inclusiva, más acorde con la verdad revelada, se basa en que todo el que se salva, lo sepa o no, se salva por Jesucristo y en relación con Él, que es el único Mediador en sentido propio y la plenitud de la revelación).

  Derivadamente se puede decir que todo el que se salva, lo sepa o no se salva por la Iglesia y en relación con ella. La Iglesia es la mediación salvifica universal (acerca de todo ello cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, 6-VIII-2000).

   En este sentido debe entenderse el antiguo axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Es decir, admitiendo, como declara el Concilio Vaticano II, que pueden salvarse los que de modo inculpable o invencible no conocen la religión cristiana y piensan y actúan con buena voluntad. Esto no lo desarrollaron los Padres, aunque pusieron las bases para ese desarrollo doctrinal. 

  4. Respecto a la interpretación de las Escrituras, los Padres de la Iglesia subrayaron que, más allá del sentido literal de los textos sagrados, hay un sentido profundo, espiritual o si se quiere alegórico.

  A partir del Concilio Vaticano II, como han señalado la Pontifica Comisión Bíblica y el Magisterio actual, es importante resaltar la importancia del sentido literal de la Sagrada Escritura, precisamente como base necesaria (de acuerdo con la crítica histórica y los géneros literarios) para la interpretación cristiana de los textos bíblicos, interpretación que, como bien vieron los Padres, tiene un profundo sentido espiritual y sobre todo cristológico, ya prefigurado en el Antiguo Testamento.

Parte III. Consideraciones en nuestro contexto de nueva evangelización

  También aquí repartimos nuestra exposición en varios apartados. Dedicamos el primero a la religión, las religiones y el diálogo interreligioso. En el segundo, hablaremos de la apologética como ciencia y como actitud cristiana. Terminaremos proponiendo algunas características de la apologética cristiana hoy.

1. Acerca de la religión, las religiones y el diálogo interreligioso

  1. Además de las cuestiones señaladas, hoy conviene tener en cuenta que la religión o las religiones tienden a considerarse hoy por muchos como “fuente de problemas”, promotoras de la violencia y del odio. Con ese trasfondo se propone que la religión se recluya en el ámbito privado, y se ve mal no ya que se imponga, sino que se presente como “verdad” frente a otras. A este propósito, ya el card. Ratzinger en su diálogo con J. Habermas habló del deseable diálogo entre la religión y la ética, que mutuamente pueden y deben criticarse y dejarse criticar, para ir de acuerdo con la dignidad humana y por tanto con la verdad y el bien.

  2. Por otra parte, el mismo papa Benedicto, en la línea del Concilio Vaticano II, subrayó la importancia del diálogo interreligioso y concretamente del testimonio común de los creyentes, en un mundo en el que ganan terreno el materialismo y el nihilismo. El testimonio común de los que creen en la trascendencia del hombre (aunque no todos sostengan la existencia de Dios como ser personal), es importante particularmente en la promoción de la dignidad humana y el respeto a la vida,  el bien común, la justicia y la paz.

2. Sobre la apologética como ciencia y como actitud cristiana    

1. El término “apologética” (de apología, discurso en defensa o alabanza de alguien o algo, de palabra o por escrito), se refiere a la disciplina teológica –desarrollada a partir del siglo XVII- “cuyo objeto es la sistematización de las razones y motivos que se han ido utilizando a lo largo de la historia para defender el carácter humano y divino de la revelación y de la fe cristianas” (C. Izquierdo en Diccionario de teología, Pamplona 2006).

2. A partir del siglo XIX la apologética científica se centra en la relación entre la fe y la razón, ante los peligros del tradicionalismo y fideísmo de un lado, y del racionalismo e idealismo de otro.

Sobre todo desde el Concilio Vaticano II, esta disciplina se transformó en la Teología Fundamental.

Actualmente la apologética se focaliza en el destinatario de su reflexión. En este sentido se le pueden asignar tres objetivos: 1) ayudar al creyente en la comprensión de la racionalidad de su fe; 2) presentar al no creyente las razones que le permitan abrirse a la fe, como algo significativo para una existencia personal; 3) servir a las personas y a la sociedad en el diálogo con los saberes y ciencias humanos.

3. Más ampliamente, la “actitud apologética” o apologista (defensa de la fe) se remonta a la misma Sagrada Escritura y pertenece esencialmente a la fe cristiana. Los Padres de la Iglesia son un ejemplo de “apologistas” en su tiempo. Hoy como siempre los cristianos están convocados a defender su fe (cf. Camino, n 338). Así lo han hecho en los últimos siglos Chesterton y C. S. Lewis.

Esta actitud apologética viene siendo, en su sustancia, la misma desde los primeros cristianos. Está basada en la convicción de que la fe no se opone a la razón; al contrario, la supone, la purifica y la eleva. Hoy la defensa de la fe debe realizarse en la perspectiva de una nueva evangelización (nueva “en su ardor, en sus métodos y en su expresión”, según san Juan Pablo II).

3. Algunas características de la apologética cristiana hoy

Para fundamentar esta actitud apologética básica, pueden señalarse algunos presupuestos.

a) la fe cristiana no es una fe meramente teórica, sino la fe vivida. “La fe cristiana –ha señalado Joseph Ratzinger- no es una idea, sino una vida”. Por tanto, la primera y mejor “defensa de la fe” es la propia vida, el testimonio coherente de los cristianos en su vida ordinaria, acompañado en lo posible de las palabras y de los argumentos.

b) La razón que se abre a la fe necesita ser una razón humana en su más amplio sentido. Por tanto, no basta la hoy predominante razón instrumental o empírica (que tiene su lugar en las ciencias experimentales), sino que esta debe ampliarse a las dimensiones propias de las ciencias humanas; por tanto, también a su dimensión moral, es decir, la que entiende del bien y el mal.

c) no conviene dejarse llevar por una actitud “meramente” defensiva o polémica, sino mostrar el atractivo de la fe, transmitirla y proponerla en relación con todas las dimensiones de la vida humana (sin descuidar la razonabilidad, atender al sentido de conjunto de la vida, la voluntad, la libertad y los afectos, la dimensión social, etc).  En la medida en que se propone así la fe, la fe se defiende por sí misma.

Desde aquí y en relación con los temas que nos han ocupado en estas sesiones, podemos comprender cómo, en efecto, la apologética cristiana (realizada admirablemente por los Padres en el contexto cultural de su tiempo) adquiere hoy modalidades y expresiones distintas y renovadas, manteniéndose sustancialmente fiel al depósito de la fe. Con ello señalamos otras características de esa “actitud apologética” a la que nos estamos refiriendo.

  1. Con el mismo afán evangelizador que los Padres tenían, hoy hemos de tener en cuenta los desarrollos doctrinales posteriores en temas diversos. Entre ellos además de los ya citados –la salvación en relación con la Iglesia y la relación entre el cristianismo y las religiones no cristianas–, otras cuestiones como la esperanza de salvación para los niños fallecidos sin haber recibido el bautismo, o la libertad religiosa. (cf. Comisión Teológica Internacional, La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo, 2007; La libertad religiosa para el bien de todos, 2019).

2. Cabe pensar que la apologética que hoy necesitamos es tan “teologal” como la que desarrollaron los Padres. Por eso, y quizá hoy de modo más directo, como han señalado los últimos pontificados, es necesario que la “apologética cristiana”, además de ser capaz de responder de modo profundo y sistemático a las cuestiones que se plantean en las relaciones entre la fe y la razón, y entre la fe y la ciencia, sea capaz de dar razón de la fe de los “sencillos”.

3. Debemos también ayudar en esa tarea que el Papa Francisco nos encomienda a todos: “comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible” (Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, 45).

4. Finalmente, cabe destacar el interés de asumir –como hicieron los Padres con las culturas de su época– las aportaciones positivas de la época moderna y posmoderna. Insistamos en dos de ellas, ya apuntadas:

En primer término, el aprecio de la razón, si bien (en la línea de lo señalado tanto por san John Henry Newman como por Joseph Ratzinger), es necesario que la razón instrumental sea “ampliada” a una razón plenamente humana; y esto tiene particular importancia para el diálogo con las ciencias.

En segundo lugar, tomando ejemplo de los Padres, la apologética actual debe continuar atenta a los afectos y a las dimensiones social, familiar y eclesial del mensaje cristiano.

Hoy los principales modos de defender la fe son los que atraen a la fe, porque acompañan y testimonian la fe vivida: es decir, las actividades en relación con la justicia; las actividades que enseñan a contemplar la belleza (belleza de lo creado, del arte, de la liturgia, de los valores morales, de la misericordia); y, en general, todas las actividades que manifiestan la “verdad completa” del cristianismo (también a través de las actuales tecnologías de la comunicación).

Ramiro Pellitero, youtube.com/

(*) Nota: Estas páginas fueron preparadas como guión para un video sobre el tema, por lo que conservan el estilo del lenguaje hablado

Fernando Ocáriz

«Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso  mismo exaltado por el  Padre  (cfr.  Flp  2, 8-9), entró  en la gloria  de su  Reino.  A Él están sometidas todas las cosas, hasta que El mismo y todas las cosas creadas se sometan al Padre, para  que Dios  sea  todo en  todas  las cosas (cfr. 1Co 15, 27-28)» [1]

En estas palabras del Concilio  Vaticano  II,  que son  eco  directo  de San Pablo, se resume  la íntima conexión  entre el misterio  de Cristo y el destino último de la historia. En  el final  escatológico,  la misma creación visible, la materia de nuestro mundo, será de algún modo divinizada y, así, Dios será todo en todas las cosas. En este destino eterno, el centro de atracción, que recapitulará todo en sí, es Cristo resucitado [2].

Para tratar teológicamente del misterio de la  resurrección  del Señor, es obligado partir de unas consideraciones sobre Cristo muerto, pues la resurrección no es sino el tránsito  de  la  muerte  a  la  vida. Pero, antes aún, es necesario precisar quién es el sujeto de  ese  tránsito, de esa resurrección. Sin una previa y clara contestación a la pregunta ¿quién es Cristo?, la reflexión teológica sobre la Resurrección carecería de sentido.

En la vastísima producción de estudios cristológicos, en este siglo, se han planteado, entre otras, tres cuestiones  radicales.  En  primer lugar: ¿hasta qué punto, y en qué sentido, es actualmente válido el dogma de Calcedonia para expresar el núcleo del  misterio  de Cristo? En segundo término, una cuestión de lenguaje: ¿es hoy necesario, o incluso posible, utilizar el lenguaje  metafísico  clásico  para  hablar de Cristo? En fin, una pregunta que se suele plantear como simplemente metodológica: ¿es aún válida una cristología descendente (Dios que se encarna), o ha de sustituirse por una cristología ascendente (el hombre-Jesús, que en sí mismo nos revela a Dios)?

Como decía Juan Pablo II a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, «el estudio de los teólogos no puede quedar encerrado, por decirlo de algún modo, en la repetición de las fórmulas dogmáticas, sino que es conveniente que vuestro estudio ayude a la Iglesia para penetrar siempre con más profundidad en el conocimiento de los misterios de Cristo» [3]. Sin embargo, el mismo planteamiento de las tres cuestiones mencionadas, ha prescindido con frecuencia de algo esencial en el quehacer teológico: que los nuevos problemas deben ser  estudiados  -como  recordaba  Juan  Pablo  II en el citado discurso a la Comisión Teológica Internacional- «siempre bajo la luz de las verdades que están contenidas en la fuente  de la Revelación y que el Magisterio de la Iglesia ha declarado infaliblemente en el correr de los tiempos» [4], pues las fórmulas de los Concilios «conservan un valor permanente» [5].

De hecho, muchas de las contestaciones que se han dado a esas preguntas, han conducido a propugnar una cristología no calcedoniana, un lenguaje abiertamente anti-metafísico y una metodología que, partiendo sólo de la humanidad  de Jesús,  no  puede  llegar  por  sí sola  a la afirmación de su  divinidad.  El  resultado  -desde  hace  tiempo  en el ámbito de la teología  protestante,  y desde  hace unos quince  años  en algunos autores católicos-  ha  sido  una  lamentable  proliferación del neo-arrianismo, del neo-nestorianismo,  de  cristologías  «políticas» e, incluso, de «cristologías ateas» [6].

Estas concepciones cristológicas no han naufragado sólo en el intento de dar una nueva explicación teológica de la unión de la humanidad con la divinidad en Cristo; el naufragio, con mucha frecuencia, ha sido anterior: en la concepción sobre el hombre (en la antropología) y sobre Dios (en la teología trinitaria). Esto, unido a un marcado criticismo anti-sobrenatural en la interpretación de la Sagrada Escritura, ha conducido también a planteamientos erróneos o sumamente confusos acerca de la resurrección de Jesucristo, como veremos más adelante.

Antes de tratar de la Resurrección, no es por tanto superfluo recordar, con palabras de Pablo VI, que «la definición de Cristo, alcanzada por los primeros Concilios de la Iglesia primitiva, Nicea, Éfeso y Calcedonia, nos dará la fórmula dogmática infalible: una sola persona, un solo Yo, viviente y operante en dos naturalezas: divina y humana. ¿Difícil formulación? Sí, digamos más bien inefable; di­ gamos adecuada a nuestra capacidad de recoger en palabras humildes y en conceptos analógicos, es decir exactos pero siempre inferiores a la realidad que expresan, el misterio inebriante de la Encarnación» [7]. Y, por último, tampoco está de más reafirmar aquí que la naturaleza humana de Cristo -como la nuestra- es compuesta de materia y espíritu, de cuerpo y alma en unión sustancial; y que esto, lejos de ser una caduca concepción de la filosofía griega, es -como recordó el Concilio Vaticano II-        una «profunda verdad de lo real» [8]. Tras este breve preámbulo, pasemos ya a considerar el hecho de la Resurrección.

I.           El hecho de la Resurrección

1.         Dios, muerto en Cristo

Cuando Jesús, clavado en la Cruz, expiró, no murió un simple hombre: murió Dios; murió el Hijo de Dios  en  su  naturaleza  humana. Esta primera observación, opuesta a los nestorianismos de  todos los tiempos, tiene su importancia. Al entregar Cristo su espíritu, Dios experimentó la muerte humana, porque aquel cuerpo destrozado era su cuerpo y el alma que entregó era su alma. La naturaleza  humana del Señor no es un assumptus homo [9], sino  la  humanidad  de Dios, subsistente por y en el  ser  divino  de la  Persona  del  Verbo [10]. Por tanto, esa humanidad es como un modo de ser  de Dios: el  modo  de ser no divino que el Hijo de Dios tomó para Sí.

También Cristo muerto ha de ser contemplado a la luz del misterio de la unión hipostática.  Sólo  bajo  esta  luz  podemos  descubrir en alguna medida la verdad más alta de la humanidad del Señor; comprender de algún modo el valor trascendente y salvífico  de todos los misterios de la vida, de la muerte y de la glorificación de Jesucristo.

Por lo que se refiere  al cuerpo  muerto  del Señor,  algunos   Padres opinaron  que fue abandonado por la divinidad [11]. Sin  embargo, sobre todo a partir de San Gregorio Niseno, prevaleció la afirmación de que la Persona divina continuó unida al cuerpo muerto de Cristo [12]. Esto confiere a la muerte de Jesús un rasgo peculiar, propio, que no se da en la muerte de ningún hombre: en ésta, el alma es despojada del cuerpo y éste deja de ser un cuerpo humano; la corrupción del cadáver, de hecho, no es más que el desarrollo de un proceso iniciado en el mismo instante de la muerte. En Cristo,  por el contrario,  no fue así: la Persona del Verbo experimentó no sólo el modo  de ser del alma separada -despojada de su cuerpo-, sino que experimentó también el modo de ser inanimado de un cuerpo sin vida. En este sentido, Dios sufrió nuestra muerte más plenamente que los hombres.

¿Por qué fue conveniente que el cuerpo muerto de Jesús no fuese  un común cadáver? La tradición teológica, basada en la Sagrada Escritura, nos dice que no convenía  -no  era  saludable  para  nosotros­  que ese cuerpo experimentase la corrupción [13]. Hay que notar, sin embargo, que la Persona divina podía haber evitado esa corrupción sin necesidad de permanecer unida al cuerpo muerto; pero esto hubiera supuesto dar a ese cuerpo una propia subsistencia, más que preternatural, antinatural.

Además, podemos ver un sentido positivo. La permanencia de la Encarnación en la carne muerta de Jesús, confiere a la muerte de Cristo una especialísima plenitud sacrificial: la permanencia, en la Víctima ya inmolada, de la identidad entre Sacerdote y Víctima.

Respecto al alma separada del Señor, unida a la divinidad, el Nuevo Testamento  alude claramente  a su  descenso  a los infiernos [14]. Este misterio, mencionado también por numerosos Padres ya desde el siglo II, lo encontramos en el siglo IV en el Símbolo de Aquileya  y,  siglos después,  en las  profesiones  de fe de los Concilios  Lateranense IV y II de Lyon [15].

La reflexión teológica sobre este misterio suele limitarse al hecho de la liberación de las almas justas detenidas en el Seol [16]. Sin embargo, conviene también considerar que, en el estado de alma separada, comenzó la glorificación de la humanidad de Cristo; por tanto, ya antes de la Resurrección. Pero no porque el alma de Jesús no gozara antes de la visión inmediata de la divinidad, como afirman algunos autores [17], sino porque al separarse del cuerpo pasible, inmediatamente redundó plenamente en todos los niveles del alma la gloria que, poseyéndola antes, no había redundado en todos ellos precisamente por estar unida a un cuerpo pasible; y esto porque el Hijo de Dios quiso poder sufrir no sólo en el cuerpo sino también en el alma.

Parece, pues, conveniente pensar que la visión inmediata de la divinidad no era, para Cristo, del mismo modo beatífica antes que después de la muerte. Suponer lo contrario, ¿no llevaría a considerar como inauténticas las lágrimas de Jesús, su  agonía  espiritual  en Getsemaní, el sufrimiento de su alma en la Cruz? Este sufrimiento, esa agonía y aquellas lágrimas -en  plenitud  de  autenticidad  humana-  coexistían con la visión inmediata de la divinidad.

En pequeña medida, podemos acercarnos más a este misterio, si consideramos la aparente paradoja que se cumple en la vida de los santos -y,   de algún  modo, en la de todo buen  cristiano-,  en  quienes  la fuerza de la fe hace compatible una profunda felicidad con los mayores sufrimientos físicos y espirituales. En el fondo,  no  parece  que sea otro el contenido de la aproximación tomista a este aspecto del misterio de Jesucristo, al distinguir entre el nivel superior y el nivel inferior del alma espiritual [18].

2.       La resurrección de Jesús, hecho real e histórico

La, fe de la Iglesia profesa inequívocamente, desde los Apóstoles hasta hoy, la resurrección de Jesucristo; una realidad que el mismo Señor había anunciado y que los Apóstoles no habían entonces entendido [19].

El Símbolo del primer Concilio de Constantinopla -cuyo centenario estamos conmemorando- expresa esta fe con la fórmula que repetimos en la liturgia: resurrexit tertia die secundum Scripturas [20]. Idéntica profesión de fe se encuentra en toda la tradición simbólica, tanto griega como latina [21]; en la latina generalmente con la expresión tertia die resurrexit a mortuis.

La enseñanza sobre la Resurrección se completa con otras verdades de la fe católica. Concretamente, que Jesucristo resucitó con el mismo cuerpo que fue sepultado; que esta resurrección fue verdadera vuelta a la unión del alma con el cuerpo; que Jesús resucitó por su propio poder: su poder divino, por lo que también ha de decirse que fue resucitado por Dios, como atestigua el Nuevo Testamento; que la Resurrección fue una resurrección gloriosa; que no fue algo acaecido después de la Redención, sino que es parte integrante del misterio redentor [22].

La fe en Cristo resucitado ha encontrado oposición, desde la resistencia inicial de los discípulos a aceptar el gran milagro, hasta quienes actualmente lo niegan o lo interpretan en forma contraria a la verdad histórica y dogmática. Pero es desde esta fe, y no desde una interpretación de la Sagrada Escritura al margen de la Tradición y del Magisterio, desde donde ha de iniciar su  labor  la  teología,  si quiere ser fiel a la verdad e incluso a  su  propio  estatuto  científico.  Cuando no ha sido así, los resultados han sido deletéreos.

Podemos recordar, por ejemplo, los intentos de la crítica racionalista -Renan, Weiss, Schütz, etc.- para quitar toda credibilidad histórica a las narraciones evangélicas y presentar la resurrección de Jesús como una leyenda. Las explicaciones que se han  pretendido  dar sobre el origen de esa supuesta leyenda son variadas: para unos, ese origen estaría en las religiones mistéricas; para otros, en la tradición judaica.

Tampoco ha sido rara la falsa hipótesis de una fe cristiana que crea su propio objeto. En realidad, semejantes hipótesis -aparte de ser erróneas por contradecir la fe- carecen incluso de verosimilitud histórica: ni en las religiones mistéricas ni en la tradición judaica existían elementos que pudieran haber inspirado una supuesta leyenda de la resurrección de Jesús [23]. Que fuese la fe primitiva en la vida inmortal de Cristo el origen de una creencia legendaria en una no acaecida resurrección física, es igualmente falso e infundado: la fe en la Resurrección, lejos de aparecer como una fe que crea su propio objeto, se consolidó históricamente en un clima de incredulidad, que sólo se rindió ante la evidencia inmediata y reiterada del Señor resucitado [24]. Por esto, tampoco merece aquí mayor atención la desmitologización bultmanniana. Según Bultmann, la Resurrección sería un mito que, como todo mito, encierra dentro de sí una cierta realidad. Una vez operada la desmitologización, resultaría que «la fe en la resurrección no es más que la fe en la cruz como evento de salvación» [25]. El hecho histórico sería sólo la fe de los discípulos en la Resurrección, pero no la Resurrección misma. Con matices diversos, se puede situar en esta línea la tesis, de tipo subjetivista, defendida por Marxsen [26].

Aparte de quienes niegan, sin más,  la  resurrección  de Jesucristo, no han faltado en estos últimos años autores católicos que han propuesto hipótesis seriamente confusas. Bastantes de estos autores suelen coincidir, desde presupuestos más o menos diversos, en una poco clara distinción entre realidad e historia: la Resurrección sería real, pero no sería un hecho histórico [27].

Por el contrario, la fe en la Resurrección es, ante todo, fe en un hecho  histórico.  Al  comienzo  del  tercer  día  tras la  muerte,  Jesús de Nazaret resucitó: volvió a la vida con el mismo cuerpo que había sido sepultado, dejando vacío el sepulcro y mostrándose a sus discípulos numerosas veces, y de modo inequívoco, por espacio de cuarenta días. Es históricamente demostrable y demostrado que los Apóstoles predicaron este hecho desde el mismo día de Pentecostés, y que se presentaron como testigos de un hecho histórico, y no como transmisores de una particular creencia o experiencia mística. El análisis histórico­crítico manifiesta con sobreabundancia la credibilidad de su testimonio; testimonio de quienes, desde  una  inicial  incredulidad,  se rindieron ante la evidencia. Sobre esta evidencia y aquella credibilidad se edifica, por gracia de Dios, nuestra fe.

Sólo desde aquí se puede iniciar la reflexión teológico-dogmática sobre el misterio de la resurrección de Jesucristo.

3.         La gloria de Cristo resucitado

«Cristo, al resucitar -afirma Santo Tomás de Aquino-, no volvió a la vida de todos conocida, sino a la vida inmortal, conforme a la de Dios, según las palabras de San Pablo a los Romanos (Rm 6,10): 'Su vida es una vida en Dios'» [28]. La Resurrección  fue verdadera  -unión de la misma alma con el mismo cuerpo-; fue perfecta -a una vida inmortal-; fue gloriosa, por la comunicación a la carne de la gloria del espíritu [29].

Por lo que se refiere al cuerpo, esta novedad de vida gloriosa ha  sido descrita tradicionalmente por medio de unas notas o dotes, aplicables también a la futura gloria de los cuerpos de los justos: impasibilidad (e inmortalidad), claridad, agilidad  y sutileza [30].  Con estas dotes, se ha intentado encuadrar la misteriosa nueva vida corporal de Jesús, experimentada por los discípulos tras la resurrección del Maestro. En realidad, no consta que fueran testigos de lo que se designa con el término claridad que, en cambio, habían experimentado Pedro, Santiago y Juan en el monte de la Transfiguración.

Dotes ciertamente misteriosas, que nos son conocidas  en  algunas de sus manifestaciones, pero de las que desconocemos totalmente su constitutivo o estructuración material. Pero no es ésta la cuestión de mayor relevancia teológica.

El aspecto de mayor interés es otro. Siendo la glorificación del cuerpo de Cristo la redundancia en la materia de la gloria de su espíritu, y consistiendo esta gloria  en la consumación  de la divinización  o deificación del alma, ¿qué puede significar deificación de la materia? La divinización del espíritu creado, aun siendo un alto misterio, no plantea tanta dificultad, porque es capax Dei por naturaleza. Pero la materia, en sí misma, no posee  esa capacidad.  Parece  por  tanto  que  la gloria del alma, por ser estrictamente sobrenatural, no puede redundar -en su  sobrenaturalidad-  en  el  cuerpo.  Cuestión  diversa  es que tenga alguna repercusión en él en virtud de la  unión  sustancial entre alma y cuerpo. Cabría pensar que  la  gloria  sobrenatural  del alma, al redundar en el cuerpo, confiere a éste unas dotes preternaturales, pero no una verdadera y  propia  deificación  sobrenatural.  En  este sentido, Santo Tomás afirma que «la claridad, que en el alma es espiritual, es recibida en el cuerpo como corporal» [31].

Sin embargo, San Pablo nos habla del cuerpo  resucitado como de un cuerpo espiritual (pneumático): «Se siembra un cuerpo animal (psíquico), surge un cuerpo espiritual (pneumático). Porque así como hay cuerpo animal, lo hay también espiritual según está escrito: el primer Adán fue hecho alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» [32] Cuerpo espiritual, que no es lo mismo que espíritu, como el mismo Señor manifestó: «Palpad y considerad que  un  espíritu  no  tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» [33]. Ahora bien, esta misteriosa espiritualización del cuerpo ¿no podría ser precisamente la base y condición  para  una  auténtica  deificación  de la carne? [34].

Qué pueda ser esta espiritualización  de la materia  no es nada  fácil de concebir, pero sus efectos se manifestaron en Cristo  resucitado. En primer lugar, explica Scheeben, «como espiritualización de la vida, la glorificación suprime en el cuerpo precisamente aquello por lo cual éste después  de  la  resurrección  pudiera  verse  expuesto  nuevamente a la muerte, suprime su fragilidad,  y su corruptibilidad, a ella se debe  en realidad que el cuerpo no pueda ya morir en adelante, que en sí mismo se eleve realmente por encima de la muerte, que sea verdaderamente inmortal, mientras que sin ella seguiría siendo mortal, y no podría preservarse contra la muerte real sino mediante una protección especial de Dios» [35].

La espiritualización, además de comportar una verdadera y propia inmortalidad -y no el simple poder no morir-, lleva consigo unas nuevas y misteriosas relaciones del cuerpo con el resto del mundo material: lo que suele entenderse por agilidad y sutileza. Pero, como dice también Scheeben, inmortalidad, agilidad y sutileza «conforman el cuerpo con el espíritu, pero no aún con el espíritu glorificado, deificado, como tal; le hacen participar de la espiritualidad natural de éste, pero todavía no de su espiritualidad sobrenatural» [36].

Efectivamente, la espiritualización, por misteriosa que sea y por sobrenatural quoad modum que se nos manifieste, nada tiene en sí misma de sobrenatural quoad substantiam. En todo caso podría ser el preámbulo ontológico, la posibilidad de esa sobrenaturalidad en sentido estricto -divinización,  deificación-,  que  Scheeben  sitúa  en  la dote llamada claridad [37].

Si es la  unión  sustancial  entre  alma  y  cuerpo  la  razón  de  que la gloria del alma redunde en el cuerpo, ¿por qué no sucedió así en Cristo antes de su Muerte y  Resurrección?  La  respuesta  no  puede estar más que en el designio divino, que dejó en suspenso esa glorificación que  habría  correspondido  al  cuerpo  de  Jesús  en  virtud  de la gloria de su alma, precisamente para que el  cuerpo  de Cristo  no fuese aún cuerpo espiritual, sino pasible. El milagro de la Transfiguración viene, de hecho, a reforzar esta interpretación: en el Tabor, el cuerpo de Jesucristo fue glorificado, ya antes de la Resurrección, aunque no de modo permanente y definitivo.

La espiritualización de la carne, si fuese presupuesto para una auténtica deificación, habría de consistir no sólo en la inmortalidad, agilidad y sutileza, sino también en hacer al cuerpo capax Dei, como lo es el alma naturalmente. Aquí el misterio se hace particularmente insondable, pero a favor de entender así la glorificación de la materia parece estar también aquella solemne afirmación de San Pablo: en Cristo «habita toda la plenitud de la divinidad  corporalmente» [38], pues este texto -aunque puede aplicarse a Jesús desde el instante mismo de la Encarnación- se refiere más propiamente a Cristo glorioso [39].

Aparte de las manifestaciones sensibles que pudiera tener la deificación del cuerpo, y a las que parece referirse exclusivamente el término claridad, la  deificación  en  sí  misma  es  la  participación  de  la naturaleza divina: la introducción de lo  que  es  criatura,  obra  ad extra de Dios, a participar de lo que es ser y obrar ad intra de la divinidad; es decir, a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad [40]. Pero, además de estar unido sustancialmente a un alma deificada, ¿qué podría significar que un cuerpo  participa  en  sí  mismo de la vida  intratrinitaria,  si ésta  es  la  eterna  procesión  del  Verbo  y la igualmente eterna procesión del Amor subsistente que  es  el  Espíritu Santo?

Una primera aproximación a un tal misterio  podría ser la siguiente: la espiritualización de la materia del cuerpo glorioso, precisamente para ser presupuesto de su deificación, no puede limitarse a efectos relativos al espacio (agilidad), al resto  de  los  cuerpos  (sutileza)  y  a su no separabilidad del alma  (inmortalidad).  La  espiritualización  ha de alcanzar el nivel de lo que es más propiamente constitutivo del espíritu: el entendimiento y la  voluntad.  A  favor  de  esta  hipótesis está también el hecho de que el término pneuma y sus derivados aplicados al hombre,  en los  escritos  de San  Pablo, indican  casi siempre  lo más propio y elevado del espíritu -inteligencia y voluntad-, unos veces en su naturaleza, otras veces en cuanto sobrenaturalmente deificado [41]. De este modo, esa espiritualización sería base suficiente para una cierta deificación en sentido estricto; es decir, para una participación de la materia  en  las  procesiones  eternas  de  Conocimiento y Amor intratrinitarios.

Aunque la espiritualización del cuerpo glorioso no significa que deje de ser material y comience a ser espíritu, es indudable que comporta un modo nuevo de información del espíritu a la materia. Santo Tomás parece entenderlo así, al decir que el cuerpo resucitado es espiritual porque está «totalmente sujeto al espíritu» [42]. Pero esta sujeción, como es obvio, no es reducible a la integridad preternatural. Una clara diferencia está en que de la espiritualización del cuerpo resulta no sólo el poder no morir, sino el no poder morir, y esto supone una tal unión de materia y espíritu, que bien puede llevar consigo una más alta e inefable participación del cuerpo en las operaciones del entendimiento y de la voluntad espirituales, de modo que la misma carne en cuanto tal, pueda participar en unión con el espíritu, de la vida -que es Conocimiento y Amor- de la Trinidad Santísima.

En otros términos, tras la resurrección gloriosa, en el ver  a Dios cara a cara, ¿no participarán de algún modo, ahora inimaginable, los ojos de la carne? De las consideraciones anteriores, pienso que se desprende la legitimidad teológica de esta pregunta que, sin embargo, permanece abierta y seguramente lo estará hasta que, si por la misericordia de Dios nuestra resurrección será gloriosa, la veamos con­ testada en nuestra propia carne, en un  sentido  u  otro.  Lo  cierto  es que, en cualquier caso, la realidad del cuerpo glorioso supera en grandeza la más audaz de nuestras consideraciones: «ni  ojo  vio,  ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento lo que Dios tiene pre­ parado para los que le aman» [43].

Pero volvamos a considerar -no lo hemos olvidado en ningún momento- que, en Cristo resucitado, el cuerpo deificado y el alma totalmente bienaventurada que lo informa de un modo nuevo y para nosotros insondable, no constituyen una persona humana, sino la humanidad de Dios: el modo de ser  no divino que el Hijo de Dios  ha asumido para siempre. Modo de ser no divino,  pero divinizado  en toda su realidad espiritual y material.

Esta humanidad de Jesús, en  su  estado  actual  en la gloria,  es el paradigma de la glorificación de todos los santos; es el designio divino para cada uno de nosotros y, en alguna medida, para la entera creación visible, pues -leámoslo de nuevo-  Cristo,  «cuando  todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el mismo Hijo se someterá a Aquél que se las sometió todas, para que Dios sea todo en todas las cosas» [44].

II.         Dimensión soteriológica  de  la  Resurrección de Cristo

En épocas no lejanas, la resurrecc10n de Jesús ha sido considerada casi exclusivamente desde la perspectiva apologética -como milagro y motivo de credibilidad- y como la exaltación  del Señor una vez cumplida la obra de la Redención. Sin embargo, más recientemente se ha insistido, con razón, en la eficacia salvífica de la glorificación de Cristo [45]; de acuerdo  así con el Nuevo Testamento,  con la patrística y con la mejor tradición teológica.

1.         Unidad del misterio de la Redención

«Si Cristo no resucitó  -escribe  San  Pablo  a  los  corintios-, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados» [46]. Y San Agustín llega a afirmar que de nada nos habría aprovechado  Cristo muerto, si no hubiera resucitado de entre los muertos [47]. Un primer significado es patente: si Jesús no hubiera resucitado, habiéndolo El anunciado, no sería Dios y, en consecuencia, su muerte de poco nos habría servido.

Pero hay más. San Pedro escribe: «Bendito sea  el Dios  y  Padre  de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos reengendró para una viva esperanza mediante la resurrección de Jesucristo  de entre los  muertos,  para  una  herencia  incorruptible» [48].  Otros textos parecen centrar también en la Resurrección toda la eficacia redentora.  Se ha llegado  a  afirmar  que,  por  ejemplo  en  la Epístola  a los hebreos, «el acceso de Jesús a la gloria es el acto redentor capital, siendo la muerte su condición, su causa meritoria» [49].

Sin embargo, no se puede ignorar que otros muchos textos atestiguan la plena eficacia redentora del Sacrificio de la Cruz. El mismo San Pedro, y en el mismo capítulo de la epístola antes citada, escribe: «habéis sido rescatados por la preciosa sangre de Cristo como de cordero sin defecto ni mancha» [50]. Y San Pablo a los efesios: « (Cristo) se ofreció en sacrificio de suave olor» [51]. Y el mismo Jesús había dicho: «El Hijo del Hombre ha venido... a servir y dar su vida en redención de muchos» [52]; y también: «Yo me santifico por ellos» [53], que -como explica San Juan Crisóstomo- significa «yo me ofrezco por ellos en sacrificio» [54].

Por otra parte, numerosos textos indican la íntima conexión -de designio y de eficacia- entre la muerte y la resurrección de Jesucristo. Particularmente significativas son aquellas palabras del Señor:

«Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo... Tal es el mandato que del Padre  he  recibido» [55].  Y San  Pablo, brevemente, escribe que Cristo «por  todos  murió  y  resucitó» [56]. De hecho, en los escritos de San Pablo,  la  soteriología  «no  describe un círculo alrededor de un centro, sino una elipse alrededor de dos focos» [57]: la muerte y la resurrección de Jesús.

Por lo que se refiere a la eficiencia directa,  tanto  la  Muerte como la Resurrección producen los mismos efectos salvíficos, si bien la ejemplaridad sea diversa en una y otra respecto a los diversos  aspectos de la salvación. Así lo explicaba la teología medieval. Ya  en  el siglo XII, un escrito anónimo, que se atribuyó a Hugo de San Víctor, afirma que muerte y resurrección de Cristo son causa tanto de la liberación del pecado como de la recepción de la gracia,  pero que no son figura del mismo modo [58]. Algo semejante afirmarán Pedro Lombardo [59], San Buenaventura [60] y Santo Tomás, que es, particularmente claro en distinguir causa eficiente directa, causa ejemplar y causa meritoria [61].

Concretamente, Santo Tomás considera que la Muerte y la Resurrección son eficaces tanto respecto a la justificación de las almas, como a la futura resurrección de los cuerpos: «Pasión y Resurrección de Cristo constituyen una unidad inseparable, en cuanto a la eficiencia resucitadora de los cuerpos, y en cuanto a la eficiencia justificadora de las almas. Muerte y Resurrección no pueden ser consideradas como dos causas distintas e independientes, sino que al contrario, hay que decir que actúan con una misma eficiencia; eficiencia que reciben de la  causa  principal  -la  Divinidad  de Cristo-,  a  través  de su Santísima Humanidad, que es el instrumentum coniunctum de la Divinidad. Lo que en Cristo fueron dos momentos distintos en el tiempo, en la aplicación de su eficacia a nosotros se resumen en uno, en el cual operan conjuntamente y con una misma eficiencia» [62]. Pero, en cambio, según Santo Tomás, «por lo que se refiere a la ejemplaridad, la Pasión y Muerte es causa de la remoción de los males –de la remisión de los pecados y de la destrucción de la muerte– mientras la Resurrección es causa de la incoación de los bienes: la adquisición de la gracia que justifica el alma, y la comunicación de la  nueva vida inmortal del cuerpo» [63].

El mismo Cristo afirmó: «es necesario que el Hijo del Hombre muera y resucite» [64]. Pero  la  necesidad  de la Resurrección  no radica  en una supuesta insuficiencia salvífica del Sacrificio del Calvario, sino en el designio divino que, pudiendo haber  establecido otro modo  para la redención del género humano, determinó la muerte  y la  resurrección del Verbo encarnado. En realidad, ni siquiera la Muerte era necesaria para la Redención: es indudable que, en sí misma, cualquier acción de Cristo tenía una plena eficacia salvífica.

En  otras  palabras,  toda  la  vida  de  Cristo  es  redentora,  eficaz de una misma Redención sobreabundante. Sobreabundante en sus efectos, porque «donde abundó el pecado sobreabundó  la gracia» [65]; y sobreabundante en su causa: no una sola acción de Cristo, sino todos los instantes de su existencia temporal. Ciertamente, Cristo venció nuestro pecado  y  nuestra  muerte, sobre  todo con su Muerte y  su Resurrección. Pero no puede olvidarse que -en    palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- «con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor» [66]. El valor plenamente salvífica de  todos los misterios  de la vida de Jesucristo y su unidad de eficiencia, es una manifestación más de la plenitud con que Dios ha asumido no sólo nuestra naturaleza sino también nuestra historia. Toda la historia de Jesús -concepción y nacimiento de Santa María Virgen, trabajo, vida en familia, cansancio, penas y alegrías, muerte, sepultura, descenso del alma al Seol, resurrección y ascensión- es redentora. Historia ésta que es la historia de Dios, porque  su  sujeto es la Persona  del Verbo en su naturaleza  humana.

La eficiencia salvífica de cada  instante  humano  de Cristo  radica en su unión personal con la divinidad.  Pero cada  misterio de la vida  del Señor presenta peculiares notas por lo que se refiere a la ejemplaridad y al mérito.  Es  patente,  por  ejemplo,  que  la  Resurrección no fue meritoria sino más bien merecida [67], y que su ejemplaridad -abarcando también la resurrección espiritual de las almas-  presenta su peculiaridad más propia como ejemplar de la resurrección futura de los cuerpos, especialmente de los cuerpos gloriosos. Vamos a centrarnos, por tanto, en este aspecto propio y peculiar de la dimensión soteriológica de la resurrección de Jesucristo.

2.         La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección

«Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque, así como por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados» [68].

Comentando este texto de San Pablo, Santo Tomás de Aquino explica que «Cristo puede llamarse primogénito  de los  que resucitan de entre los muertos, no sólo en sentido temporal, porque resucitó el primero (... ), sino también en sentido causal, porque su resurrección es causa  de la  resurrección  de los  demás,  y  también  en  cuanto a la dignidad, porque resucitó de modo más glorioso que todos los otros» [69].

Considerando la causalidad eficiente, Santo Tomás afirma que «la misma resurrección de Cristo, virtute divinitatis adiunctae, es causa quasi-instrumental de nuestra resurrección» [70].

La pregunta inmediata que se plantea es si la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado o la misma resurrección de Cristo, es decir Cristo resucitando.  Santo Tomás,  al  menos a primera vista, no resulta claro sobre este punto. En ocasiones, parece  referirse,  como  San  Alberto  Magno [71],  a  Cristo  resurgens,  y otras veces a Cristo resucitado.  Los  estudiosos  tomistas  tampoco están de acuerdo en cuál era el pensamiento del Santo de Aquino sobre esta cuestión [72].

La dificultad, como es patente, reside en ver cómo un  hecho  pasado puede  ser  causa  física  inmediata  (aunque  instrumental)  de un efecto futuro. Se puede entender  de algún  modo, si se considera  que Cristo resucitando, es decir la misma Resurrección, es un hecho histórico pero a la vez meta-histórico, no sólo por la divinidad del Señor, sino también por el  alcance  del acontecimiento en  sí  mismo. Es decir, precisamente porque la Resurrección inicia la vida gloriosa definitiva de Jesús, es inseparablemente un hecho situado en la  historia pasada y, a la vez, en la eternidad participada de la gloria. En cuanto momento de la historia es pasado, pero en cuanto inicio de la vida inmortal, eterna por participación, permanece en un eterno (por participación) presente.

Santo Tomás afirma que «la resurrección de Cristo es causa eficiente de nuestra resurrección por virtud  divina, de la que es  propio  dar vida a los muertos. Y esta virtud divina  alcanza  praesentialiter todos  los  lugares  y  todos  los  tiempos» [73].  Aunque  esto  es  aplicable a todos los instantes de  Cristo  -no  sólo  a  la  Resurrección-,  en  el caso de la Resurrección lo es por doble motivo: el alcanzar praesentialiter todos los lugares y tiempos, corresponde no sólo a la virtus divina, sino también a la virtus de la realidad humana plenamente deificada en alma y cuerpo, que ha penetrado en  la  eternidad  participada de la gloria.

Podrían citarse aquí unas palabras que el Niseno aplica a otro contexto: «Quien tenía la potestad  de entregar  su  alma  por  sí mismo y retomarla cuando quisiese, tenía la potestad, como hacedor de los siglos, de hacer el tiempo conforme a sus obras y no esclavizar sus obras al tiempo» [74].

Conviene aclarar, sin embargo, que una presencia  meta-histórica del hecho mismo de la Resurrección  in  fieri,  por  lo que se refiere  a  la misma humanidad de Cristo, no puede entenderse como una permanencia in aeternum del tránsito de muerte  a vida, porque  el estado de muerte, respecto al cuerpo del Señor, es sólo pasado y no ha penetrado, en sí mismo, en la eternidad. En cambio, sí es permanente -eterno por participación- el surgir de la nueva vida inmortal de Cristo. Esto quizá explica por qué Santo Tomás afirma que la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado, y otras veces que será Cristo resucitando. Misteriosamente, los dos conceptos de algún modo coinciden.

No  obstante  estas  reflexiones,  el  misterio  permanece  en   toda su hondura, también porque a las ya misteriosas relaciones entre el tiempo humano y la eternidad de Dios, se añade el  misterio  de  la unión hipostática que establece, ya desde el inicio de la Encarnación, unas relaciones  propias e inefables entre la historia  humana de Jesús    y su eternidad divina.

II.         Cristo en la gloria

Es lógico que la consideración teológica de la resurrección de Jesucristo no prescinda  de una  reflexión  sobre la Ascensión  y sobre  el vivir actual de Cristo en la gloria. Y esto,  no sólo  porque  así se  sitúa la Resurrección en un contexto más completo, sino  también porque la Redención del mundo y la glorificación del Señor no terminan con la resurrección de Jesús.

1.       Ascensión y Pentecostés

Como afirma el Concilio Vaticano II, «esta obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios,  que  tuvo  su  preludio en las admirables gestas divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección  y  gloriosa Ascensión, misterio con el que 'muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida' (Misal Romano, Prefacio Pascual)» [75].

¿Qué añade la Ascensión, a la gloria  de Cristo  resucitado?  ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una primera respuesta posible sería la siguiente: la Ascensión  no añadió  nada  a la gloria  de Jesús  resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente  manifestó  esa gloria  ante los discípulos, a la vez  que  señaló  el final  de la  presencia  sensible  de Cristo en la Tierra. Esta respuesta es bastante  común [76],  pero  resulta incompleta al privar casi del todo a la Ascensión de un propio contenido.

No debe olvidarse que el mismo Jesucristo aludió  a  una  más  honda distinción entre Resurrección y Ascensión, cuando dijo a la Magdalena: «no me retengas, porque aún no he subido al Padre» [77]. Aunque ésta es  una  «palabra  de  misterio» [78],  como  dice  San  Cirilo de Jerusalén, no cabe duda de que manifiesta que la Ascensión añade algo a la Resurrección. Tampoco se puede olvidar aquella otra afirmación de Cristo durante la última Cena: «os conviene que  yo  me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá  a  vosotros; pero si me voy, os lo enviaré» [79].

Parece, por tanto, conveniente,  dar  otra  respuesta  más  completa: la Ascensión nada añade a la Resurrección por lo que se refiere  al estado glorioso de la  humanidad  de  Cristo  en sí  misma,  pero  añade el «estar sentada a la diestra del Padre» [80]. Esta expresión no significa sólo estar  en  el  Cielo -en  lo  esencial,  el  alma  de  Jesús  ya  estaba en la gloria desde la Encarnación, y su cuerpo desde la Resurrección-, sino además participar de modo  singularmente  pleno  en  el ejercicio de la  Potestad  divina  universal,  con  particular  referencia  al poder de juzgar  a  todas  las gentes [81]. Es decir, por la Ascensión a la «diestra del Padre», Cristo, también en cuanto Hombre, ejerce plenamente el poder de Kyrios, de Señor de la entera creación [82].

Hay que añadir que el nombre y la potestad de Kyrios ya correspondía a Cristo antes de la Ascensión; El mismo lo afirmó: «Me ha sido dado todo poder en el Cielo y en la Tierra» [83]. Sin embargo, por designio divino, es después de la Ascensión cuando la humanidad del Señor ejerce ese poder en toda su universalidad. Así lo explicaba ya Santo Tomás, al decir que la humanidad de Cristo subió al Cielo, entre otros motivos, «para que, constituido en los cielos como Dios y Señor, enviase desde allí los dones divinos a los hombres» [84]. Y el primer y fundamental Don es el Espíritu Santo, en cuya misión, por tanto, participa de modo inefable la humanidad -alma y cuerpo­ plenamente deificada del Hijo de Dios.

Conviene una vez más insistir en la unidad del misterio de Cristo, todo  él  redentor. Si la Ascensión completa la Resurrección,  como la Resurrección completa el Sacrificio de la Cruz, y éste consuma la ofrenda constituida por toda la vida de Jesús, no se debe a una insuficiencia salvífica, ni de esa vida, ni de ese sacrificio,  ni  de esa resurrección. Es así por libérrima disposición divina.

Por tanto, el misterio de la Redención  culmina  en  Pentecostés, cuya eficacia atraviesa la historia posterior, mediante la vida de la Iglesia, que reunida en el  Espíritu Santo, hace presente en signo y en realidad -es decir, sacramentalmente- la eficacia infinita de los misterios del Verbo encarnado.

2.         Cristo, Cabeza de la Iglesia

«Aquella vida nueva, que implica la glorificación corporal  de  Cristo crucificado  -leemos  en  la  encíclica  Redemptor  hominis-,  se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido  a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo (cfr. Jn 5, 26; 1Jn 5, 11), es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo» [85].

Esta unión con Cristo nos ha sido revelada a través de la analogía de la unión entre cabeza y miembros. El Padre -escribe San Pablo a los de Éfeso- «lo resucitó (a Cristo), de entre los muertos y sentó a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de modo cuanto tiene nombre ( ... ) Ha puesto todas las cosas bajo sus pies y le ha constituido Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, y en la que halla su plenitud Aquél que lo llena todo en todos» [86]. El misterio de Cristo se prolonga en el misterio de la Iglesia, que es su pléroma,  su plenitud. Entre la gran riqueza -cristológica y eclesiológica- contenida en la capitalidad de Cristo, el aspecto más significativo de la unión entre Cabeza y miembros es, sin duda, el del influjo vital.

Después que San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, nos  presenta a Cristo como Aquél que es plenus gratiae et veritatis [87], añade: et  de  plenitudine  eius  nos  omnes  accepimus [88].  Es decir, la gracia no sólo nos viene por Cristo,  sino  también  desde Cristo;  no sólo  nos la ha merecido  y la causa  en  nosotros,  sino que además  nuestra gracia  es participación de la plenitud de gracia que colma su Humanidad Santísima. Así, Aquél que ya era semejante  a nosotros en todo,  menos en el pecado, nos hace semejantes a El también en el orden sobrenatural de  la  deificación:  en  la  gracia  y  en  la  gloria;  gloria  de la que la gracia es verdadera incoación.

Para profundizar especulativamente en esta realidad, la guía de Santo Tomás es particularmente eficaz, sobre todo para alcanzar una mayor inteligencia  del carácter  erístico  -o,  si se  prefiere,  cristiano­ de la gracia y de la gloria. El Santo de Aquino, comentando el  Prólogo de San  Juan,  señala  tres  aspectos  contenidos  en  la  expresión de plenitudine eius nos omnes accepimus: eficiencia,  consustancialidad y parcialidad, que dan a la derivación de nuestra gracia desde la gratia capitis Christi las connotaciones propias de la participación metafísica [89].

Recordemos que, al considerar la gracia como participación de la naturaleza divina, Santo Tomás, comentando al Pseudo-Dionisio, afirma que la gracia hace a los hombres dioses por participación: participative dii [90]. La estrecha analogía con la participación del ser, permite afirmar que, así como por su natural el hombre es sin ser el Ser, por la gracia sobrenatural el hombre es dios sin ser Dios. Pero, además, el hecho admirable de que esa gracia sea participación de la gracia de Cristo, permite afirmar que el hombre justo es Cristo sin ser Cristo. Expresión sólo aparentemente paradójica -aunque profundamente misteriosa-, cuyo realismo es similar al de la afirmación de que las criaturas son sin ser el Ser [91].

Esta conclusión -ser Cristo sin ser Cristo- podría parecer una extrapolación indebida, ya que participamos, sí, de la  gracia  de Cristo, pero Cristo no es sólo su gracia. Ciertamente; pero también participamos con El de la naturaleza humana, y -lo que es  más  decisivo- nuestra filiación divina es participación de la Filiación del Verbo, es decir del  mismo  Hijo  Unigénito  que,  por  esto,  sin  dejar de ser el Unigénito del Padre, es Primogénito  entre  muchos  hermanos [92].

La cristificación -a la  que, con  rica variedad  de expresiones, se refieren   los  Padres tanto latinos como  griegos- [93], en una real y misteriosa identificación con Cristo, que sólo en la gloria de la futura resurrección alcanzará su consumación, cuando El mismo, como escribe San Pablo, «transfigurará el cuerpo de nuestra miseria  en un cuerpo semejante a su cuerpo de gloria, según el poder que tiene de someter a sí todo el universo» [94]. Por tanto, con el Apóstol podemos afirmar, en esperanza  e  incoativamente, que  Dios  nos  ha  resucitado y nos ha sentado en los cielos, no sólo con Cristo, sino también en Cristo: nos... conresuscitavit et consedere fecit in caelestibus in Christo Iesu [95].

3.         Identificación con Cristo

La efectiva elevación del espíritu creado a  la  intimidad  divina lleva consigo, entre otros aspectos, una peculiar unión de la criatura con el Hijo Unigénito del Padre, precisamente por aquella participación de la Filiación subsistente en qué consiste la filiación divina adoptiva. Juan Pablo II lo expresaba con palabras inequívocas: «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en  el eterno nacimiento del Hijo a partir del  Padre,  porque  es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo» [96].

Esta introducción nuestra en la vida íntima de Dios, este nuestro ser in Filio, es, en la actual economía, un ser in Christo. «No hay ya judío ni griego, ni hombre ni mujer. Todos sois uno en Cristo Jesús» [97] escribe San Pablo a los gálatas; y a los romanos: «vivís para Dios en Cristo Jesús» [98]. Las expresiones en Cristo, en el Señor, en Cristo Jesús, se encuentran 164 veces en las epístolas paulinas y, aunque no se refieren exclusivamente a Cristo glorioso, indican con muchísima frecuencia la actual e íntima unión entre el cristiano y Cristo [99]. «Esta unión de Cristo con  el  hombre  -afirma  Juan  Pablo II-  es en sí misma  un misterio, del que nace el 'hombre nuevo'  (2P 1, 4), llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Ef 2, 10; 1Jn  1,  14.16)» [100].

La unión con Cristo  es  tan  real  que, como  afirma  San  Agustín, el Señor, haciéndonos miembros suyos, nos hace concorporales consigo, «para que en El también nosotros seamos Cristo» [101].

Todo esto no significa una omnipresencia de  la humanidad  de Jesús  -tesis  ya  condenada   por  el  Concilio  II   de  Nicea,  en  el año 787 [102]-,     ni una inhabitación física del cuerpo  del  Señor  en los fieles [103].   Pero  sí significa  una  presencia virtual –es decir, operativa permanente de la humanidad de Cristo en los cristianos [104]. Esta presencia de la virtus carnis Christi es posible, no sólo por la unión hipostática, sino también por la glorificación, que  es  deificación,  de esa carne de Jesucristo.

La presencia del Señor en los justos es identificante. Como ha puesto de relieve, con fuerte y original acento, Mons. Escrivá de Balaguer, «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, el mismo Cristo» [105]. Esta identificación con el Señor puede y debe ser una realidad creciente en la vida temporal, hasta llegar a su plenitud al final de los tiempos cuando, también en nuestro cuerpo, alcance su perfección la filiación divina, que es la consumación final por la que suspira la entera creación: «Porque sabemos -escribe San Pablo- que hasta ahora toda la creación está suspirando, y como en dolores de parto. Y no solamente ella, sino que también nosotros mismos que tenemos ya las primicias del Espíritu, nosotros, con todo eso, suspiramos desde lo íntimo del corazón, aguardando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo» [106].

Pero ya ahora,  por  esas  primicias  del Espíritu -que es el Espíritu  del Hijo [107]      , hemos  de decir, con  palabras de Mons. Escrivá de Balaguer,  que «la  vida de Cristo es vida  nuestra, según lo prometiera  a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y  mi  Padre  le amará,  y  vendremos  a él  y  haremos  mansión  dentro  de  él  (Jn 14, 23). El cristiano  debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2,  20), no soy yo el  que vive, sino que Cristo vive en mí» (108).

Conclusión

Para terminar estas reflexiones -necesariamente breves en comparación con la amplitud y profundidad del tema-, leamos unas palabras del Concilio Vaticano II, que  son  como  un  resumen  y, a  la vez, como un puente hacia el argumento de la próxima  y última  sesión de este Simposio cristológico:

«El Verbo de Dios, por quien  todo  ha  sido creado,  se  ha  hecho El mismo carne, para obrar, El, el hombre perfecto, la salvación de  todos y la recapitulación universal. El Señor es el fin de la historia humana el punto donde convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones y la plenitud de todas las aspiraciones.  El es Aquél  a quien  el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado  a  su  diestra, constituyéndolo juez de vivos y muertos.  Nosotros,  vivificados y reunidos en su Espíritu, somos  peregrinos  que se dirigen  hacia  la final perfección de la historia  humana,  que corresponde  plenamente al designio de su amor: 'instaurar todas las cosas en Cristo, las del Cielo y las de la Tierra' (Ef 1, 10). Dice el mismo Señor: ‘He  aquí que llego enseguida, y traigo conmigo el premio, para retribuir a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega,  el  primero  y  el  último, el principio y el fin' (Ap 22, 12-13)» [109].

Fernando Ocáriz, en dadun.unav.edu/

Notas:

1. Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 36.

2.   En este siglo, los escritos sobre la Resurrección son innumerables. Sólo la bibliografía correspondiente al período 1920-1973, recogida por  G.  Ghiberti,  ocupa más de cien páginas en Resurrexit, Actes du Symposium International de la Résurrection de Jésus (1970), Citta del Vaticano 1974, pp. 643-745.

3.   JUAN PABLO II, Discurso a la Comisión Teológica Internacional, 26-X-1979, n. 5, en «L'Osservatore Romano», 27-X-79, p. l.

4.   Ibídem, n. 4.

5.   Ibídem.

6.   No es necesario detenernos aquí en una exposición de estas cristologías no calcedonianas, ya muy conocidas en sus principales representantes. Sobre el influjo actual de  las  «cristologías  ateas»  de  Strauss,  Feuerbach,  etc.  vid.,  por  ejemplo, Pdo. ÜCÁRIZ, Cristología atea e ateísmo practico cristiano, en «Atti del Congresso Internazionale Evangelizzazione e ateísmo», Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1980 (en prensa).

7.   PABLO VI, Alocución, 10-11-1971, en «L'Osservatore Romano», 11-11-71, p. l.

8.   Conc. VATICANO 11, Const. Gaudium et spes, n. 14.

9.   Cfr. Pío XII, Ene. Sempiternus Rex, 8-IX-1951: Dz-Sch 3905.

10.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 17, a. 2; Comp. Theol. I, c. 212; Quodlib. IX, q. 2, a. 3.

11.    Cfr. R. FAVRE, Credo in Filium Dei mortuum et sepultum, en <<Rcvue d'Histoire Ecclésiastique» 33 (1937) pp. 687-724.

12.    Cfr. S. GREGORIO NACIANCENO, De tridui spatio: PG 46, 617 A; Adversus Apollinarem: PG 45, 1256 C-D. El argumento más frecuente se apoya en Rm 11, 29: «los dones de Dios son sin arrepentimiento»;  la  unión de la divinidad  a la carne de Jesús  era un don divino y, por tanto, no fue retirado al morir.

13.    Cfr. Sal 15, 10; Hch 2, 27.

14.    Cfr. Hch 2, 31; Rm 10, 6-7; Ef 4, 8-10; 1P 3, 18-20; Ap 1, 18.

15.    Cfr. Dz-Sch 16, 801, 852.

16.    Cfr. J. KÜRZINGER, Descenso de Cristo a los infiernos, en J. B.  Bauer, «Diccionario  de  Teología  Bíblica»,   Herder,   Barcelona   1967,   col.  259-264.   También   ha de considerarse, en este descenso, una manifestación de que el Señor quiso asumir plenamente nuestra muerte: cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 52, a. l.

17.    Entre quienes, afirmando  plenamente  la  divinidad  de  Cristo,  niegan  que Jesús gozara de la visión beatífica desde el momento de la Encarnación,  se encuentra Jean Galot. Cfr. J. GALOT, La coscienza di Gesu, Cittadella Editrice, Assisi 1971. No es éste el lugar para detenernos en un análisis de esta tesis, que intenta resolver  dificultades de  interpretación  de  textos  del  Nuevo  Testamento,  pero  que  se  separa  de la doctrina común y recogida en algunos documentos del Magisterio ordinario de la Iglesia (cfr. Dz-Sch 3645, 3812: afirmaciones que el  P.  Galot  estima  no vinculantes: cfr. p. 136 de la obra citada).

18.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. 111, q. 46, a.  8; In III Sent.  d. 15, q.  2, a.  3, qla. 2 ad 5; Comp. Theol. I, c. 232; De Veritate, q. 10, a. 11 ad 3; q. 26, a. 10.

19.    Cfr. Me 9, 10; Le 18, 32; 24, 6-8.

20.    Dz-Sch 150.

21.    Cfr. Dz-Sch 6-76.

22.    Sobre  estas  verdades,  cfr.  Dz-Sch  44,  325,   358,  359,  369,   414,   485,  492, 574, 791; Conc. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 6; Lumen gentium, n. 7; Gaudium  et  spes,  nn.  2, 10; PABLO VI, Sollemnis Professio Fidei, 30-Vl-1968, n. 12: AAS 60 (1968), p. 438.

23.    Cfr.J. GALOT, Gesu liberatore,  Librería  Editrice  Fiorentina,  Firenze  1978,  pp. 361-362.

24.    Cfr. Le 24, 11.37-39; fo 20, 1-2.25. Vid. P. GRELOT, L'historien devant la Résurrection du Christ, en «Revue d'Histoire de la Spiritualité» 48 (1972), p. 233.

25.    R. BULTMANN, L'interprétation du Nouveau  Testament,  trad.  francesa,  París 1955, p. 180.

26.    Un resumen crítico de las tesis de Bultmann, Marxsen y  otros  autores,  puede verse, por ejemplo, en N. IUNG, La résurrection  du Christ  mise  en  question, Mame, París 1973.

27.    Por ejemplo, CH. KANNENGlESSER,  Foi en la résurrection. Résurrection de la foi, Beauchesne, París 1974.  Este  autor  afirma  la  fe  en  la  realidad  de la  resurrección física de Cristo, pero en base a una peculiar y  confusa  noción  de  «realismo evangélico»  (p.  146),  parece  considerar   que  la  fe  en  la   realidad   de la  Resurrección se reduce simplemente a  creer  que  los  discípulos  creyeron  en  ella  (dr.  pp. 128-146). Más resonancia tuvo, años antes, el libro de X.  LÉON-DUFOUR, Résurrection  de Jésus et message pascal, Ed. du Seuil,  París  1971.  Negando  la «reanimación»  del cuerpo  muerto  del  Señor.  Léon-Dufour  concibe  la  Resurrección   como  la  asunción, por parte del alma de Cristo, del entero universo transfigurado (dr. p. 305 de la ª ed.), de modo que esa Resurrección sería  algo  real, pero  no un  suceso  histórico  (dr.  p.  252). Entre otros, depende de Léon-Dufour por lo que se refiere a la Resurrección, L. BOFF, Jesús Cristo Libertador, Ed. Vozés. Petrópolis 1972. Una  distinción  también  confusa  entre  realidad  e  historia,  será  afirmada  después  por CH. DUQUOC, Christologie, vol. II («Le Messie»), Ed. du Cerf, Paris 1973: «la resurrección es histórica  sólo  en  el  kerigma,  no  es  histórica  en  sí  misma,  aunque  es una realidad objetiva» (p. 309). Por su parte, E. ScHILLEBEECKX, ]esus, het verhaal van een levende, Nelissen, Bloernendaal 1974, niega la historicidad del sepulcro vacío  (cfr.  p.  273)  y  de  las apariciones de  Cristo  resucitado  (cfr.  pp.  291-293),  y  ofrece  una  interpretación  en  la que,  más   que   de   resurrección,   habría   que   hablar   de   «manifestación»  de  Jesús (cfr. p.  271):   una  manifestación   que  sería   una   experiencia   de  la  gracia   (dr.  pp. 272-273).

28.    STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 55, a. 2.

29.    Cfr. Ibídem, qq. 53-54. Sobre la doctrina de Santo Tomás acerca del carácter verdadero, perfecto y glorioso de la resurrección del Señor, Yid. P. RODRÍGUEZ, La Resurrección de Cristo en el pensamiento  teológico  de  Santo  Tomás  de  Aquino,  en Varios  Autores,  «Neritas  et  Sapientia»,  Eunsa,  Pamplona   1975,   pp.   327-336;   y   el más extenso estudio de Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1977, pp. 105-175.

30.    Cfr. A. CHOLLET, Corps glorieux, en DTC 111, col. 1900-1902.

31.    STO. TOMÁS, S. Th. Sup., q. 85, a. l.

32.    1Co 15, 44-45.

33.    Lc 24, 39.

34.    Ya por la unión hipostática, según Santo Tomás, la carne de Cristo debe considerarse deificata, «quia facta est Dei caro et etiam quia abundantius dona divinitatis  participat  ex  hoc  quod  est  unita  divinitati»  (In   III   Sent.  d.  5,  q.  1,  a.  2 ad 6). Sin  embargo,  cabe  plantearse  la  existencia  de  una  nueva  y  superior  deificación de esa carne tras la Resurrección, como afirmó S.  Gregorio  Niseno: cfr.  L.  F.  MATEO­ SECO, Estudios sobre la cristología de San Gregario  de  Nisa, Eunsa,  Pamplona  1978, pp. 362-365.

35.    M.  J.  SCHEEBEN,   Los  misterios  del  cristianismo,  Herder,  Barcelona,  2." ed. 1957, p. 718.

36.    Ibídem, pp. 727-728.

37.    Cfr. ibídem, pp. 728-729.

38.    Col 2, 9.

39.    Cfr.  L.  CERFAUX, La  théologie   de   l'Eglise   suivant   saint   Paul,  París   1942, p. 258.

40.    Sobre el contenido trinitario de lo sobrenatural en nosotros, o divinización, puede verse Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, Eunsa,  Pamplona  1972,  pp. 82-111; lNEM, Perspectivas para un  desarrollo  teológico  de  la  participación  sobrenatural  y  de su contenido esencialmente trinitario, en «Atti del Congresso  Internazionale  San  Tommaso  d'Aquino»,  Ed.  Domenicane  Italiane,  Napoli  1974  ss.,  vol.  3,   pp.   183-193; lNEM, La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación,  en  «Scripta  Theologica» 6 (1974) pp. 363-390.

41.    Cfr. E. B. ALLO, Saint Paul: Premiere Építre aux Corinthiens, Gabalda, Pa

e.e.

 

rís 1935, pp. 91-112.

 

42.    SANTO TOMÀS, 1v, c. 86.

43.    1Co 2, 9.

44.    1Co 15, 28.

45.    En este sentido, tuvo  notable  difusión  la  obra  de  F.  X.  DURRWELL,  La Résurrection de  Jésus,  mystere  de  salut,  Le  Puy  1950.  En  este  estudio  de  teología bíblica, al destacar  la  eficacia  salvífica  de  la  Resurrección,  queda  un  tanto  oscurecida  la eficacia redentora  <le  la  Pasión  y  Muerte.  La  10"  edición  de  este  libro  (Ed.  du Cerf, Paris 1976; 4ª ed. castellana,  Herder,  Barcelona  1979),  muy  modificada  por  el autor,  presenta  nuevas  y  más  graves  deficiencias,  que  oscurecen   la  misma   divinidad de Jesucristo.

46.    1Co 15, 17.

47.       «Nihil  (Christus)  nobis  mortuus  prodesset,  nisi   a   mortuis   resurrexisset» (S. AGUSTÍN, Sermo 246, 3: PL 38, 1154).

48.    1P 1, 3-4.

49.    J. BONSIRVEN, L'épitre  aux  hébreux,  5º  ed.,  Paris  1943,  p.  211.  También según J. Galot, la eficacia salvífica de la muerte de Cristo se reduce a merecer la Resurrección, que sería la única causa eficiente directa de  la  salvación  (dr.  J. GALOT, Gesu liberatore, cit., p. 392).

50.    1P  1,  8.

51.    Ef 5, 2

52.    Mt 20, 28. 

53.    Jn 17, 19.

54.    S. JUAN CRISÓSTOMO, In Ioh. 17, 19: PG 59, 443.

55.    Jn 10, 17-18. Cfr. S. AGUSTÍN, In Ioh, tract. 47, 7: PL 35, 1736.

56.    2Co 5, 15.

57.    L. CERFAUX, Jésus le Sauveur, en «Lumiere et Vie» 15 (1954), p. 89.

58.    Cfr. Quaest. in Ep. ad Rom.: PL 175, 464.

59.    Cfr. PEDRO LOMBARDO, Coll. in Ep. ad Rom.: PL 191, 1378.

60.    Cfr. S. BUENAVENTURA, In IV Sent. d. 43, a. 1, q. 2, c. 4.

61.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 1 ad 3; q. 56, a. 1 ad 4; a. 2 ad 4.

62.    Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo ... , cit., p. 39.

63.    Ibídem, pp. 39-40.

64.    Mt 16, 21.

65.    Rm 5, 20.

66.    J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1973, n. 21.

67.    Cfr. Flp 2, 8-9; STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 4 ad 2.

68.    1Co 15, 20-22.

69.    STO. TOMÁS, Comp. Theol. I, c. 239; cfr. ídem, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.

70.    FOEM, S. Th. Sup., q. 76, a. 1 c.

71.    S. ALBERTO MAGNO, In IV Sent. d. 43 B, a. 5.

72.    Cfr. F. HOLTZ, La valeur  sotériologique  de  la  résurrection  du  Christ  selon saint Thomas, en «Ephcmerides Theologicae Lovanienses» 29 (1953) pp. 616-627; A. PIOLANTI, Dio-Uomo, Desclée. Roma 1964, pp. 577-588.

73.    STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.

74.    S. GREGORIO NISENO, De tridui spatio: PG 46, 613 D. El contexto de estas  palabras del Niseno, puede verse también en L. F. MATEO-SECO, Estudios sobre la cristología..., cit. pp. 327 y 337.

75.    CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5.

76.    Es la exégesis, por ejemplo, de P. BENOIT, L'Ascension, en «Revue Biblique» 56 (1949), p. 201. R. KOCH, Ascensión del Señor, en J.  B.  Bauer,  «Diccionario  de Teología Bíblica», cit., col. 113, afirma que «sólo cabe  atribuir  (a  la  Ascensión) importancia o significación de segundo orden».

77.    Jn 20, 17.

78.    S. CIRILO DE JERUSALÉN, In !oh. 20, 17: PG 74, 692.

79.    Jn 16, 7.

80.    Cfr. Mc 16, 19; Hch 2, 33; Hch 5, 31; Hch 7, 55-56; Rm 8, 39; Hb 1, 3; Hb 8, 1; Hb 10, 12; 1P 3, 22; Ap 5, 7.

81.    Cfr. A. PI0LANTI, Dio-Uomo, cit., p. 11.

82.    Cfr. Flp 2, 9.

83.    Mt 28, 18; cfr. Rm 1, 4.

84.    «... ut in caelorum sede quasi Deus et Dominus constitutus, ex inde divina dona hominibus mitteret» (S. TOMÁS, S. Th. III, q. 57, a. 6; cfr. también q. 58: «De sessione Christi ad dexteram Patris»).

85.    JUAN PABLO ll, Ene.  Redemptor hominis,  4-III-1979,  n.  20.

86.    Ef 1, 20-23.

87.    Jn 1, 14.

88.    Jn 1, 16.

89.    Cfr. STO. TOMÁS, In Ioh. Hv., c. I, lect. 10, 1.

90.    IDEM, In De Divinis Nominibus, c. XI, lect. 4.

91.    Un estudio más detenido sobre este punto, en Fdo. OCÁRIZ, La elevación sobrenatural como recreación en Cristo, en «Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale» (Roma, 1980) (en prensa). Puede verse también J. C. SEIJO, Gratia Christi, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.

92.    Cfr. Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, cit., pp. 93-111.

93.    Cfr. J. H. NICOLAS, Les  profondeurs  de  la  grace,  Beauchesne,  París  1969,  pp. 61-63.

94.    Flp 3, 21.

95.    Ef 2, 6.

96.    JUAN PABLO JL  Homilía  en  Norcia,  23-III-1980,  en  «L'Osservatore  Romano», 24/25-III-80, p. 2.

97.    Ga 3, 28.

98.    Rm 6, 11.

99.    Cfr. M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, FAX, Madrid, 2.' ed. 1966, p. 414; F. PRAT, La Teologia di San Paolo, S.E.I., Torino, 2ª ed. 1961, vol. II, p. 289; A. WIKENHAUSER, Die Christusmystik des hl. Paulus, Freiburg im Br., 2ª ed.  1956,  pp.  9,  27,  57;  L.  CERFAUX,  La  théologie  de  l'Eglise  suivant  saint  Paul, cit.,  p.  176;  V.  Lm,  San  Paolo  e  l'interpretazione  teologica  del  messaggio  di  Gesit, Ed. Japadre, L'Aquila 1980, pp. 141-150.

100.     JUAN PABLO II, Ene. Redemptor hominis, cit., n. 18.

101.     «... Agnus immaculatus foso  sanguine  suo  redimens  nos,  concorporans  nos  sibi, faciens nos membra sua, ut  in illo et  nos Christus  essemus»  (S. AGUSTÍN,  Enarrat. in Ps. 26, 2, 2: PL 36, 200).

102.     «Si quis Christum Deum nostrum circumscriptum non confitetur secundum humanitatem, anathema sit» (Conc. II de Nicea: Dz-Sch 606). Sobre algunos de los errores, de origen luterano, sobre una supuesta  ubicuidad  de  la  humanidad  del  Se­ ñor, vid. A. MICHEL, Ubiquisme, en DTC XV. col. 2034-2048

103.     Cfr. Pío XII, Ene. Mediator Dei, 20-XI-1947: AAS 39 (1947) p. 393.

104.     Cfr. E. HUGON, La causalité instrumentale dans l'ordre  surnaturel,  Tequi, París, 3ª ed. 1924, p. 111. Sobre este tema, puede verse también J. LÓPEZ DÍAZ, La identificación con Cristo, según Santo Tomás, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.

105.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 96. Esta afirmación -el cristiano es ipse  Christus-,  acuñada  y  predicada  constantemente  por  el  Fundador del Opus Dei, pone de relieve, con gran  fuerza,  la  íntima  y  necesaria  conexión entre la Cristología y la Teología espiritual.

106.     Rm 8, 22-23.

107.     Cfr. Ga 4, 6.

108.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 103,

109.     CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 45

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