Diego Molina Molina

3.      Algunos temas importantes con consecuencias ecuménicas

Además de los criterios expuestos existen temas cuya importancia en el campo ecuménico es innegable y a los cuales Ratzinger ha dedicado una especial atención, ya fuera como teólogo o como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. A algunos de estos temas dedicamos ahora nuestra atención.

3.1. La Iglesia de Cristo "subsiste en" la Iglesia católica (cf LG 8)

El Vaticano II se planteó la cuestión de la eclesialidad de las comunidades cristianas y la solución que dio se puede articular, sintéticamente,  en  siente  puntos:  1, hay una única Iglesia de Cristo;  2,  la Iglesia de Cristo  subsiste en la  Iglesia católica; 3, hay "elementos de Iglesia" en las otras confesiones cristianas; 4, el Concilio llama a esas comunidades "Iglesias y comunidades eclesiales"; 5, con ello les atribuye valor en el misterio de la salvación; 6, distingue, con todo, entre comunión plena y comunión imperfecta; 7, no formula explícitamente un criterio de eclesialidad para discernir a qué comunidades se han de aplicar aquellos términos.

Así pues, la Iglesia de Cristo es “una y única" y subsiste en la Iglesia católica. El secretario de la Comisión doctrinal, G. Philips, predecía poco después del Concilio "ríos de tinta'' a costa del verbo "subsistir" y así ha sido. De hecho, ha habido "sobre-interpretaciones" que han visto en esta formulación la posibilidad de defender que la Iglesia de Cristo se encuentra presente de la misma manera en todas las confesiones cristianas [39]. Una de las más conocidas es la de Leonardo Boff que, hablando de las relaciones entre catolicismo y protestantismo (ambos serían mediaciones incompletas de un proceso dialéctico de afirmación y negación) dice:

"La Iglesia católica [...] es por un lado la Iglesia de Cristo y por otro no lo es. Es la Iglesia de Cristo porque en tal mediación concreta comparece en el mundo, y al mismo tiempo no lo es, porque no puede pretender identificarse con la Iglesia de Cristo de modo exclusivo. Esta, de hecho, puede también subsistir en otras iglesias cristianas" [40].

Ante esta, y otras interpretaciones parecidas, la Congregación para la Doctrina de la Fe se sintió obligada a pronunciarse y lo hizo, en  primer lugar, en la Notificatio  de 1985 a Leonardo Boff y, en segundo lugar, en la declaración Dominus lesus de 1990 (entre las que se ve una clara matización).

a)      La Notificatio de 1985 censuraba lo dicho por Boff acerca de que la Iglesia de Cristo "puede también subsistir" en otras Iglesias como "una tesis exactamente contraria al significado auténtico del texto conciliar". Dice la Notificatio:

"El Concilio escogió la palabra  «subsistir»  justo  para  aclarar que existe una sola «subsistencia» de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo «elementa Ecclesiae» que -siendo elementos de la misma Iglesia­ tienden y conducen hacia la Iglesia católica (LG 8)" [41].

La preocupación de esta Notificación es la que ya aparecía en la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Mysterium Ecclesiae de 1973, que J. Ratzinger comenta en su artículo de 1974 "¿El ecumenismo en un callejón sin salida? Notas a la declaración «Mysterium Ecclesiae» [42]  se dedica en la conferencia ya citada del año 1976. La preocupación de la Congregación, que Ratzinger comparte, es "una mentalidad que contemplaba cada vez más a las Iglesias concretas sin excepción como institucionalizaciones exteriores, en cuya inevitable diversidad se reflejaba -como en un espejo roto en un mayor o menor número de fragmentos- la unidad de la Iglesia" [43]. En este texto Ratzinger defiende, por un lado, que "la Iglesia permanece allí donde están los sucesores del apóstol Pedro y de los restantes apóstoles, que encarnan visiblemente la línea de continuidad con el origen" [44], y por otro que "esta concreción plena no dice que todo lo demás deba considerarse como no Iglesia" [45], donde el adjetivo "plena" tiene una gran importancia, porque es justamente esta adjetivación la que no aparece en el texto de la Notificatio.

De hecho, tras la Notificatio a Boff algunos teólogos se sintieron perplejos a la hora de traducir la oscuridad de la frase existe una sola «subsistencia» de la verdadera Iglesia; "en todo caso -decía uno de ellos- lo que parece claro es que la Congregación interpreta la mente del Concilio en el sentido de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica en un modo tan exclusivo que fuera de sus confines se pueden encontrar sólo elementos de Iglesia'' [46] algo que suponía una "infra-interpretación" del texto conciliar.

Para F. A Sullivan "el significado de subsistit que mejor corresponde al latín clásico y al contexto en que [la palabra] aparece es «continúa existiendo» (continues to exist)". Defendía además que a la luz de Unitatis redintegratio "se puede concluir que el Concilio pretendía afirmar que la Iglesia que Cristo fundó sigue existiendo en la Iglesia católica con una plenitud de medios de gracia y unidad que no se hallan en ningún a otra Iglesia [47].

b)      La Dominus lesus (1990). La crítica del P. Sullivan hecha "con todo respeto" parece haber propiciado en la Congregación para la Doctrina de la Fe una rectificación. En el número 16 del documento se lee:

"Con la expresión subsistit in, el Vaticano II intentaba armonizar dos declaraciones doctrinales: por un lado, que la Iglesia de Cristo, pese a las divisiones que hay entre cristianos, continúa existiendo plenamente en la Iglesia católica y, por otro lado, que «fuera de su estructura pueden hallarse muchos elementos de santificación y verdad»".

Con esto Dominus lesus no dice que fuera de la estructura visible de la Iglesia católica existen sólo elementos de Iglesia (aunque en su nota 56 cita su declaración de 1985, que lo decía), sino que ha seguido al Vaticano II al reconocer que fuera de la Iglesia católica hay no sólo elementos de la Iglesia, sino comunidades cristianas de las que se sirve el Espíritu Santo como medio de salvación para sus miembros. Al hablar de ellos, el Concilio distinguía coherentemente entre las que  él llamaba "Iglesias" y las que llamaba "comunidades eclesiales" [48].

En esta línea creo que puede ser interpretada la Conferencia sobre Lumen Gentium que el cardenal Ratzinger pronunció en el año 2000 [49], y que trata ampliamente el tema del subsistit. Califica entonces la  postura de  Boff como de "relativismo eclesiológico"  y afirma que en la distinción entre "es" y "subsiste" se encuadra el drama de la división eclesial. Para el entonces cardenal (y para Ratzinger) hay dos ideas que están claras, y que a mi modo de ver remiten al Concilio, aunque mantienen cierta ambigüedad. Por una parte afirma que "la iglesia es una y subsiste en un solo sujeto" y por otra que "también fuera de este sujeto existen realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales". Se puede preguntar si es posible la existencia de verdaderas Iglesias locales sin que exista una subsistencia (aun no plena) de la verdadera Iglesia de Cristo (algo a lo que Dominus lesus daba una formulación más acabada).

3.2.   El papel de Pedro (y del Papa)

J. Ratzinger escribía poco después de la llamada 'semana negra' del Concilio Vaticano II (15-21 noviembre 1964) que lo acontecido en aquellos días había mostrado que

"No se ha dado aún con la forma de realizar el primado -ni de formular la doctrina del mismo- que pueda dejar claro a las Iglesias de Oriente que una unión con Roma no  sería someterse a una monarquía papal sino restablecer el vínculo de comunión con la sede de Pedro..." [50]

Son varios los puntos que en este tema Ratzinger ha ido desarrollando a lo largo de su obra y que son la base de su pensamiento.

3.2.1. Importancia de los estudios históricos

Para J. Ratzinger ni la realización concreta del primado ni su formulación doctrinal se han encontrado aún, sino que aún se las busca. En el año 1965 ya afirma que el tema "del primado del Papa es complicado, ante todo porque el contenido teológico está casi inevitablemente mezclado con ideas y hábitos político-eclesiásticos que apenas le dejan aflorar como limpio contenido espiritual". Para deslindar lo que en el primado hay de esencial con aquellos otros elementos que se han ido entremezclando los estudios históricos y de historia de los dogmas son esenciales. Esto se puede concluir de su reacción a dos libros aparecidos en 1982: V.TWOMEY, Apostolikos Thronos. The Primacy of Roma as reflexted in the Church History of Eusebius and the historico-apologetic writin., of St. Athanasius the Great, Münster 1982; y Sr. HORN, Petrou Kathedra, Paderborn 1982 [51]. Acerca del primero escribía J. Ratzinger:

"Este trabajo extraordinariamente profundo representa a mi juicio un giro decisivo en la literatura de historia de  los dogmas sobre este tema. Aquí queda de manifiesto, por primera vez quizá, cuán profundamente ha calado en la  Iglesia  antigua  la idea petrina y su vinculación con la sede romana, y también, ciertamente, qué pronto empieza a alejarse la concepción de una Iglesia de Imperio;" [52].

El segundo libro, señalaba Ratzinger, "muestra idénticas perspectivas sobre el siglo V''. Y de ambos concluía: "tras la aparición de ambas obras hay que volver a contrastar a fondo, y a revisar en muchos aspectos, los clichés que hoy están generalmente en auge" [53].

La necesidad de profundizar en la historia es también lo que subrayó, a mi modo de ver, de manera impecable el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 6 de noviembre de 1998, "El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la iglesia'' en su número 12:

«La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa». También por esto, la naturaleza inmutable del Primado del Sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo mudable. Los contenidos concretos de su ejercicio caracterizan al ministerio petrino en la medida en que expresan fielmente la aplicación a las circunstancias de lugar y de tiempo de las exigencias de la finalidad última que les es propia (la unidad de la Iglesia). La mayor o menor extensión de esos contenidos concretos dependerá en cada época histórica de la «necessitas Ecclesiae». El Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a conocer esta «necessitas» y el Romano Pontífice, al escuchar la voz del Espíritu en las Iglesias, busca la respuesta y la ofrece cuando y como lo considera oportuno.

En consecuencia, no es buscando el mínimo de atribuciones ejercidas en la historia como se puede determinar el núcleo de la doctrina de fe sobre las competencias del Primado. Por eso, el hecho de que una tarea determinada haya sido cumplida por el Primado en una cierta época no significa por sí solo que esa tarea necesariamente deba ser reservada siempre al Romano Pontífice; y, viceversa, el solo hecho de que una función determinada no haya sido desempeñada antes por el Papa no autoriza a concluir que esa función no pueda desempeñarse de ningún modo en el futuro como competencia del Primado" [54].

3.2.2. La consideración del primado en relación con otros temas

En 1983 nos encontramos con uno de los desarrollos más completos de nuestro autor sobre el tema del primado en el comentario que hace, ya siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al diálogo ecuménico entre la Iglesia Anglicana y la Iglesia Católica que se había llevado a cabo entre 1970 y 1981 [55]. El escrito se centra mucho más que en el primado en el tema de la autoridad en la Iglesia. Interesante es ver cómo la cuestión del primado (y de la autoridad en general) no puede ser contemplado de manera aislada sino que se encuentra entrelazado con otras grandes cuestiones ecuménicas.

Después de referirse a la sorpresa causada por la rápida aparición de las Observationes vaticanas al documento del ARCIC, que, a su entender, son  sólo  un  caso de  puesta en  práctica de aquella estructura de autoridad que el Concilio Vaticano II perfiló y en la que hay tres elementos: el ministerio del sucesor de Pedro, el colegio universall de los obispos y la relación dialogal con las otras Iglesias y comunidades cristianas, pasa a señalar el núcleo del problema, que es "la cuestión de la autoridad, idéntica a la cuestión de la tradición e inseparable de la relación entre la Iglesia universal y la Iglesia particular". Por tanto, no se trata, únicamente, del solo concepto de "primado", sino que hay que determinar  también  el  vínculo  existente entre Escritura, Tradición, Concilios, episkopé y recepción [56].

Ratzinger acepta evidentemente que "la Escritura es medida fundamental de la fe, la autoridad central por medio de la cual Cristo mismo ejerce su autoridad sobre la Iglesia y en la Iglesia'', pero señala la importancia de lo que se ha llamado la Tradición, cuando afirma que "la última instancia no es lo escrito, sino la vida que el Señor ha transmitido a su Iglesia, en la que la misma Escritura tiene vida y es vida'' [57] (para lo cual cita Dei Verbum 8, 3).

Por lo tanto, la Escritura tiene la prioridad "como testimonio", y la Iglesia la tiene "como espacio vital de dicho testimonio". La prioridad de la Iglesia (que Ratzinger llama "relativa'') "presupone la existencia de la Iglesia universal como una realidad concreta y capaz de acción, ya que sólo la Iglesia universal puede ser de esa manera espacio vital de la sagrada Escritura'', de donde deduce Ratzinger que "la cuestión de determinar la relación entre Iglesia particular e Iglesia universal es claramente una de las cuestiones fundamentales." [58]

El problema clásico de quién es el que determina que los juicios están de  acuerdo con la Escritura recibe de Ratzinger también la respuesta de que es la Iglesia universal, a partir de los órganos de que esta dispone (los concilios y el primado). De otra manera señala, acertadamente, los dogmas de la Iglesia antigua no hubieran necesitado de ninguna discusión razonable, y sí que la necesitaron porque no eran "manifiestamente legítimos". En la práctica "transferirla autoridad a lo que es «manifiesto» supone vincular la fe a la autoridad de los historiadores, es decir, a una lucha entre hipótesis" [59]. Frente a esto, sostiene a partir del Nuevo Testamento y de la práctica de la Iglesia antigua que "no puede haber un nuevo control para aquello que la Iglesia universal enseña en cuanto Iglesia universal. ¿Quién se atrevería a emprender tal tarea?" [60]. La universalidad de la Iglesia se "personifica'' en Roma y formula una frase que provocó bastante ruido, aunque no es la más clara: "La Iglesia universal no es simplemente un crescendo (incremento) pleromático externo que en sí no añadiera nada al ser­de-Iglesia de las Iglesias particulares, sino que forma parte del ser-de-Iglesia mismo de ellas'' [61].

Termina Ratzinger respondiendo o explicando lo que escribió en su Teoría de los principios teológicos sobre que a los orientales que se reconcilien con nosotros no podemos exigirles sin más que acepten de entrada decisiones y formulaciones doctrinales sobrevenidas después de escisión (cuestión que se le ha recordado alguna vez como hizo un editorial de Irénikon en 1982). Para nuestro autor hay que aplicar una "hermenéutica de la unidad", que no es un truco para librarse de textos comprometidos, sino un plantearse "en qué medida decisiones del tiempo en que estábamos separados llevan, en su lenguaje y en su forma mental, la impronta de una particularización que es superable sin destruir el auténtico contenido de lo que se dijo" [62].

3.2.3. Lo esencial en el primado

"El Sucesor de Pedro es la roca que, contra la arbitrariedad y el conformismo, garantiza una rigurosa fidelidad a la Palabra de Dios: de ahí se sigue también el carácter martirológico de su Primado." [63].

Esta idea se encuentra presente en la obra de J. Ratzinger desde los comienzos. En su artículo "El primado del Papa y la unidad del pueblo de Dios'', que había aparecido en 1978'' [64], intenta el recién nombrado arzobispo de Munich unir el primado papal al "nosotros'' de la Iglesia, a la perspectiva comunitaria que se había desarrollado en la teología posconciliar. Para Ratzinger el primado del Papa encuentra su fundamento interno en la dimensión personal que tiene la fe y encuentra su estructura interna en el ser testigo de la fe, tal como aparece en los datos neotestamentarios.

3.3.   Iglesia universal e iglesias locales

Ya hemos señalado en el apartado anterior que la frase de Ratzinger que más discusiones provocó es "la Iglesia universal no es un incremento exterior de plenitud que nada añadiría, en las Iglesias locales, a su realidad de Iglesia, sino que se inserta en (hineinragt en el sentido de "se extiende a”, "forma parte de") el ser eclesial mismo de ella" [65]. Esta idea que aparecía ya en 1983 ha vuelto a aparecer en diversos momentos de la actuación de nuestro autor hasta llegar a una discusión de J. Ratzinger con el también cardenal W. Kasper. La importancia de este tema para el diálogo ecuménico la subrayó el cardenal Kasper al final de uno de sus escritos, al mismo tiempo que exponía la relación que existe entre este tema y el del primado.

La cuestión surge de LG 23, en donde se afirma que "la Iglesia católica existe en y a partir de la iglesias locales". La congregación para la Doctrina de la Fe consideraba que tras el Concilio se había producido una acentuación indebida de las iglesias locales, llegando a considerar a la iglesia universal como la suma de las mismas y en 1992 publicaba un documento, en el que pretendía poner las cosas en claro, titulado Communionis notio. Este documento trata sobre algunos aspectos de la iglesia considerada como una communio. El documento expresa la preeminencia ontológica y temporal de la iglesia universal sobre las iglesias particulares, como claramente afirma en el número 9:

"En  efecto, ontológicamente, la Iglesia-misterio,  la Iglesia  una y única según los Padres precede la creación, y da a luz a las Iglesias particulares como hijas, se expresa en ellas, es madre y no producto de las Iglesias particulares. De otra parte, temporalmente, la Iglesia se manifiesta el día de Pentecostés en la comunidad de los ciento veinte reunidos en torno a María y a los doce Apóstoles, representantes de la única Iglesia y futuros fundadores de las Iglesias locales, que tienen una misión orientada al mundo: ya entonces la Iglesia habla todas las lenguas”.

La primera vez que W. Kasper habló de este tema, subrayó lo que para él era el problema principal: la tendencia a identificar la iglesia universal con la iglesia romana (o sea, con el Papa y la curia). Esta idea, que fue rechazada por Ratzinger, no aparece ciertamente en el documento, pero no se puede decir que sea sencillamente un invento de Kasper. De hecho, la imagen que se utiliza ("la iglesia, madre de las iglesias") es una imagen que remite claramente a León Magno en el siglo V y a Gregorio VII, en el siglo XI, y a la reforma gregoriana, que, además de todas las cosas positivas que trajo, introdujo en la Iglesia una concepción juridicista en la que la Iglesia romana era la madre de todas las iglesias. Lo que se aplicó a la iglesia romana en un tiempo, hoy se aplica a la iglesia universal; hay que tener en cuenta además, que la Iglesia romana fue utilizada en la alta edad media como sinónimo de iglesia universal. De alguna manera a esto remite el documento Communionis notio en el número 12:

"Como la idea misma de Cuerpo de las Iglesias reclama la existencia de una Iglesia Cabeza de las Iglesias, que es precisamente la Iglesia de Roma, que preside la comunión universal de la caridad, así la unidad del Episcopado comporta la existencia de un Obispo Cabeza del Cuerpo o Colegio de los Obispos, que es el Romano Pontífice."

El cardenal J. Ratzinger volvió sobre el tema en el año 2000 en la ya citada conferencia sobre la eclesiología de la Lumen Gentium" [66]. En ella Ratzinger acepta que la precedencia temporal de la Iglesia universal sobre las iglesias locales "algo más compleja'' que la prioridad ontológica [67], y afirma que sólo se comprende la oposición a la preeminencia de la Iglesia universal sobre las iglesias particulares desde la sospecha de que con ello se pretende una "restauración del centralismo romano" [68]. Este es, a mi entender, el centro de la cuestión que tiene alcance ecuménico. Ratzinger consideró esto un malentendido y así explicó que la primacía ontológica de la Iglesia uniersal no es de carácter "ontológico" sino "teológico", por lo que podría quedar desactivada esta defensa del "centralismo romano".

En este tema de la relación entre Iglesia universal e Iglesias locales podemos ver algo que ha sido típico de toda la producción teológica de J. Ratzinger, la búsqueda del "justo medio" mediante el subrayado de ciertos aspectos según las necesidades del momento concreto. Por ello Ratzinger ha subrayado en este tema los dos aspectos distintos a lo largo de su producción teológica. Si en el tiempo anterior e inmediatamente posterior al Concilio subrayó la importancia de las iglesias particulares (para compensar el déficit que había padecido en este aspecto la teología occidental), desde los años ochenta ha percibido un déficit en la comprensión de la importancia de la Iglesia universal, por lo que sus acentos se han dirigido ahora a subrayar la importancia de ésta. Creo que, en cualquier caso, no es intención de Benedicto XVI el disminuir el papel y la importancia de la Iglesia local, porque la propia defensa de la Iglesia universal no hace que el episcopado pase de nuevo a ser mera delegación papal al frente de sus Iglesias.

4. Conclusión

Después de esta presentación somera de los aspectos más importantes en la teología de Ratzinger en cuanto al tema del ecumenismo son dos los aspectos que me parecen dignos de destacar: la conciencia de su misión en el terreno ecuménico y la búsqueda incansable de  la verdad. Desde siempre J. Ratzinger se ha encarado con el tema ecuménico y ha ido, como teólogo, reaccionando a los avances en este campo; como Prefecto de la Congregación de la Fe, siguiendo los docwnentos de las diversas instancias que trabajan por la unidad de las Iglesias y señala ndo los puntos que debían ser profundizados; como animando a continuar el diálogo con la conciencia de que, a pesar de las dificultades, es una de las más importantes tareas que ha de realizar como sucesor de Pedro. En cualquiera de estas tres funciones le mueve buscar la verdad que se encuentra ya dada en Jesucristo, si bien la distinta situación desde la que lo hacía le ha llevado a destacar más un aspecto que otro: la discusión y profundización teológica, la llamada de atención ante fáciles componendas o el "diálogo de la caridad" que se concreta en un "ecumenismo espiritual" como fundamento de todo el esfuerzo ecuménico.

Diego Molina Molina, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

39    Como, por ejemplo, la dada por Luis M. BERMEJO en Towards Christian Reunión. Vatican I: obstacles and opportunities, Gujarat Sahitya Prakash, Anand (India), 1984, 49-50, y la de Leonardo Boff a la que nos referiremos ahora.

40    L. BOFF, Iglesia, carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante, Sal Terrae, Santander 1982, 142.

41    Notificazione sul volumen "Chiesa: Carisma e Potere. Saggio di ecclesiología militame» del padre Leonardo Boff ofm, en "L'Osservatore romano" 20-21 de marzo de 1985 (firmado el 11 de mano).

42    Publicado en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fandamental, Herder, Barcelona 1985, 276-286.

43    Id., 279.

44    Id., 278.

45    Ibid.

46  F. A. SULLIVAN, "El  significado y la importancia del  Vaticano  II de  decir, a  propósito de  la  Iglesia  de Cristo , no  «que ella es»,  sino que ella «subsiste   en» la Iglesia católica romana", en: R. LATOURELLE(ed. ) Vaticano II. Balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1987, 607-616 , aquí 613.

47    lbid.

48    Cf. el artículo de F. A. SULLJVAN, "The impact of Dominus lesus on Ecumenism": America 183 (2000),

49    Publicada en Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 129-157.

50    Ergebnisse und Probleme der drïten Konilsperiode, Bachem, Co lonia 1965, 49s.

51    Id., 23.

52    "Probleme und Hoffnungen des anglikanisch-katholischen Dialogs" en: Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 67-86, aquí 76, nota 16.

53    lbid.

54    CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El Primado del sucesor de Pedro en el ministerio de la Iglesia, Madrid 2003, 28s.

55   Es el ya citado "Probleme und Hoffnungen des anglikanisch-katholischen Diálogos" en: Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 67-86

56    Cf. id., 7 Is.

57    Id.,72.

58    Ibid. Al problema de la relación entre Iglesia universal e iglesias locales nos referiremos en el siguiente apartado.

59    Id., 73.

60    Id., 74.

61    Id., 75. Más claro quizá es lo que dijo Juan Pablo II a los obispos de Norteamérica en el año 1988 y que va en la misma línea; "Precisan1ente porque sois los pastores de Iglesias particulares en las que subsiste la plenitud de la Iglesia universal estáis y debéis estar siempre en plena comunión con el sucesor de Pedro [...] Hemos de ver el ministerio del sucesor de Pedro no sólo como un servicio 'global' que alcanza a la Iglesia particular como 'desde el exterior', sino como perteneciente ya a la esencia de cada Iglesia particular desde 'dentro'. Precisamente porque esta relación de comunión eclesial -nuestra colegialidad efectiva y afectiva- es parte tan Íntima de la estructura de la vida de la Iglesia, su ejercicio pide de cada uno de nosotros que estemos completamente unidos de alma y corazón con la voluntad de Cristo respecto de nuestros diferentes papeles en el Colegio de Obispos" (MS 80 (1988) 79 1).

62    Id., 82.

63    CONGREGACIÓN PARA LA DOCRINA DE LA FE, El Primado del sucesor de Pedro en el ministerio de la Iglesia, Madrid 2003, 25 (número 7 del documento).

64    Publicado en Kirche, Ökumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 35-48.

65    Véase nota 61.

66    Véase en Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 130-157, esp. 139-143.

67   Cf. id., 14 1.

68    Cf. id., 143s.


Diego Molina Molina

1. Introducción

Desde su elección como sucesor de Pedro el 19 de abril de 2005, Benedicto XVI ha asumido el esfuerzo ecuménico como uno de los puntos fuertes de su pontificado [1]. Las intervenciones de Ratzinger sobre este tema han sido muy abundantes [2],  así como su interés en reunirse con miembros de las diversas iglesias y comunidades cristianas en sus distintos viajes apostólicos.

Este interés de Benedicto XVI no es nuevo. De hecho, ha estado presente en toda la obra del pontífice, primero como teólogo y después como obispo/prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y no podía ser de otra manera para alguien que escribió, ya en 1982: "Una de las consecuencias esenciales que del concilio Vaticano II se han derivado para la teología es que, a partir de entonces, el pensamiento y el lenguaje teológicos se hallan constantemente referidos a la dimensión ecuménica" [3].  Esto hace que rastrear el pensamiento de Benedicto XVI sobre el ecumenismo obligue a revisar prácticamente toda su obra porque las posturas en diversos temas teológicos tienen consecuencias para la perspectiva ecuménica, si bien existen algunos escritos, referidos en sentido estricto al tema ecuménico, y que suponen un destilado de lo que ha ido apareciendo a lo largo de toda su obra [4].

En el pensamiento sobre el ecumenismo de Benedicto XVI aparecen una serie de criterios que no se diferencian mucho de los que se encuentran presentes en otros campos de su teología, aunque se revistan de tintes propios. A estos criterios dedicaremos la primera parte de este artículo. En un segundo momento contemplaremos ciertos temas con consecuencias importantes en el campo del ecumenismo y que han tenido un tratamiento importante en la obra de Ratzinger.

 2. Criterios de ecumenismo

Cuatro son los criterios que vamos a exponer en este apartado. Comenzaremos por el que consideramos el más importante, y no es otro que lo que Ratzinger llama el "diálogo de la verdad" (al que une el "diálogo de la caridad"). Desde la elección de Benedicto XVI como sucesor de Pedro, el Pontífice ha hablado numerosas veces del "relativismo" como una característica de nuestra época y como uno de los problemas centrales (sino el más central) con el que se enfrenta hoy el cristianismo. Más allá de las discusiones conceptuales, este relativismo que Ratzinger denuncia supone que el hombre no puede conocer la verdad, sino que vive en "una penumbra que no es posible esclarecer" [5].

El segundo criterio es algo que todo planteamiento ecuménico ha de preguntarse. Ante la situación de separación de las diversas Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, ¿qué idea de unidad tenemos en mente?

El tercer criterio, relacionado con el anterior, tiene un tinte más práctico y pastoral. Es importante la unidad, pero también es importante evitar nuevas rupturas. En este contexto podemos entender algunas de las actuaciones papales en relación con ciertos grupos disidentes dentro de la Iglesia.

Por último trataremos algo que también ha estado muy presente en las intervenciones papales: el tema de la conversión como condición para la unidad de los cristianos.

2.1.   El diálogo de la verdad y el diálogo de la caridad

La lectura de las intervenciones de Benedicto XVI sobre el ecumenismo pone ante nuestros ojos que para Ratzinger existen dos tipos de diálogo: el "diálogo de la ver­ dad" y el "diálogo de la caridad" [6].

La verdad siempre ha sido una preocupación en la teología de J. Ratzinger. En 1975 ya señalaba que la discusión en torno a los contenidos de la fe no tiene importancia

"mientras no se aborde la cuestión capital: ¿Existe, en el cambio de los tiempos históricos, una identidad reconocible del hombre consigo mismo? ¿Existe una 'naturaleza' humana? ¿Existe la verdad que, a pesar de mediar históricamente en toda historia, permanece verdadera, porque es verdadera?” [7].

En el diálogo ecuménico, tras el Concilio Vaticano II, se ha tratado, en gran medida, de llegar a buscar una compatibilidad profunda a formulaciones que, en un primer momento, podían parecer como opuestas. Ahora bien, esta búsqueda de compatibilidad no se realiza a partir del consenso, porque lo que está en juego es la fe de la comunidad, que es siempre un don recibido de Dios. Dicha fe no pertenece a la comunidad, sino que ésta es la depositaria, y por lo tanto, remite a una palabra de Dios que es distinta de la palabra humana. "La verdad no es una cuestión de mayoría'' [8]. Para Benedicto XVI la relación entre la verdad y el consenso ha sido invertida, sobre todo, en el discurso desarrollado por Apel y en la filosofía de J. Habermas [9], con el desarrollo de la "teoría del consenso".  Ratzinger habló

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 en contra de esta teoría en numerosas ocasiones, refiriéndose a los diferentes planos en los que ésta aparecía. Así en el tema del derecho [10] , en el de las bases del estado [11], o en el campo de la dogmática, aun cuando las cosas aparezcan en un primer plano de otra manera.

 

Así se oponía el ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1983 a la comprensión de la Tradición que aparecía en el documento sobre el ministerio y la ordenación del ARCIC (1979.) A su entender se había sustituido Tradición por confesión, lo que suponía que la pregunta por la verdad quedaba disuelta a través de una lectura reconciliadora de la historia [12], o lo que es lo mismo, que "tras el nuevo concepto de Tradición se oculta la desaparición de la pregunta por la Verdad" [13]. Esta conciencia de Ratzinger no ha hecho sino crecer con los años. En su artículo "Sobre la situación del ecumenismo" de 1995 dedica un amplio espacio a este tema. Constata que "a la vista de la disputa respecto de la confesión y, con ello, de la disputa sobre la verdad afirmada en ella, para muchos el mismo concepto de verdad se ha vuelto cuestionable" [14]. Se establece un primado de la praxis sobre la verdad, que, por una parte, hace que el ecumenismo se convierta en "ecumenismo de las religiones" y por otra que "el cristianismo y todas las demás religiones son medidas por su contribución en aras de la liberación del hombre, por su «praxis liberadora»" [15]. En el nivel de la teología J. Ratzinger considera que esto se manifiesta en la sustitución de la cristología y de la eclesiología por la idea de "reino de Dios". Frente a estas tendencias nuestro autor defiende que no puede haber un ecumenismo que no se plantee claramente las diferencias teológicas que subyacen a las distintas confesiones, y no en principio para buscar el consenso, algo deseable siempre, sino fundamentalmente para buscar la verdad, que se encuentra en el Evangelio.

Las enseñanzas de Benedicto XVI durante su pontificado no han hecho más que profundizar en esta dirección, defendiendo, en primer lugar, que el ecumenismo busca siempre la verdad:

"El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso, diferentes obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es la búsqueda y la profundización de la Verdad" [16].

Y poniendo en guardia, en segundo lugar, contra el relativismo:

"Ciertamente, el relativismo o el fácil y falso irenismo no resuelven la búsqueda ecuménica. Al contrario, la desvían y desorientan" [17].

"La fuerza del kerigma no ha perdido nada de su dinamismo interior. Sin embargo, debemos preguntarnos si  no se  ha atenuado toda su fuerza por una aproximación relativista a la doctrina cristiana similar a la que encontramos en las ideologías secularizadas..." [18].

Este "diálogo de la verdad" debe, a su vez, ser sostenido por el "diálogo de la caridad", algo que también aparece constantemente en los escritos papales. Aún más, el diálogo de la caridad es previo al diálogo de la verdad, lo condiciona en la medida en que supone que podamos no sólo oír al otro, sino también escucharlo. Es llegar al diálogo con la convicción de que existen bastantes puntos comunes, conscientes de que venimos de la misma fuente y caminamos hacia el mismo fin, que es la unidad de  todos en el final [19].

2.2. De qué unidad se trata

En gran conexión con el punto anterior nos encontramos con la pregunta sobre la unidad que estamos buscando entre las Iglesias, puesto que la unidad se basa en la verdad que vamos descubriendo.

Por lo que llevamos dicho está claro que Benedicto XVI no desea una unidad que no se tome en serio la verdad. Esto explica que fuera muy crítico con la propuesta realizada por K. Rahner y H. Fries en su conocido libro La unión de Las Iglesias. Una posibilidad real [20]. (de hecho, Fries señala que de su pluma vino la "crítica más severa"). En su primera reacción, aparecida en 1983 Ratzinger escribe:

"La consecución de la unidad a carrera tendida (Par-force­Ritt), tal como la proponen últimamente H. Fries y K. Rahner con sus tesis, es una artimaña de acrobacia teológica que por desgracia no resiste la realidad. Las distintas confesiones no se dejan dirigir hacia su relll1ión como si se tratara de un cuartel, diciendo: lo principal es que marchen juntos; el detalle de lo que piensan entretanto no es tan importante" [21].

En un apéndice a esta primera reacción de Ratzinger, que aparece en el libro Iglesia, Ecumenismo y Política, nuestro autor desarrolla más su postura, señalando que no está de acuerdo con la base a partir de la cual se articula la propuesta de Rahner/Fries y que consiste en la tolerancia en cuanto a la verdad. Por una parte, Rahner y Fries han obviado la pregunta fundamental acerca de cuál es el lugar que la teología evangélica otorga al Canon y a los símbolos de fe apostólico y niceno-constantinopolitano. Además no han tomado en cuenta qué significa para la Iglesia católica la comprensión de la infalibilidad y la capacidad del Papa para declarar infaliblemente, lo cual supone de alguna manera ya una concepción sobre la revelación, la fe, el ministerio ordenado y la propia unidad. En el fondo, Ratzinger considera que la unión propuesta por Rahner y Fries es una unidad formal, sin contenidos claros, lo cual no es ninguna unidad, y supone en la práctica la aceptación de que no podemos llegar a encontrar la verdad (otra cosa muy distinta es que haya que prescindir de las excomuniones entre las Iglesia) [22].

Si nos preguntamos por el contenido positivo que tiene la idea de unidad en Benedicto XVI tendremos que buscar su concepción a partir de ciertas ideas que aparecen a lo largo de sus escritos, y que podríamos resumir en:

2.2.1. Unidad como fruto de la acción de Dios:

La unidad que debemos buscar los cristianos no puede ser conseguida por el mero esfuerzo humano, sino que es algo que vendrá de Dios.

"La obra del restablecimiento de la unidad, que requiere nuestra energía y nuestro esfuerzo, es en cualquier caso infinitamente superior a nuestras posibilidades. La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas es un don que viene de lo alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona" [23].

2.2.2. Unidad que renuncia a Los maximalismos:

En una conferencia pronunciada en 1976 [24] J. Ratzinger consideraba que había habido dos tipos de escisiones: las paleoeclesiales (Oriente-Occidente) y las surgidas de los movimientos de Reforma del siglo XVI. A partir de estos dos tipos de escisiones planteaba también dos caminos diversos por donde podría discurrir la marcha hacia la unidad. En esta marcha había que renunciar a los maximalismos por las diversas partes implicadas. Estos maximalismos son: que Occidente pidiera a Oriente el reconocimiento del primado entendido tal como fue definido en 1870; que Oriente pidiera a Occidente que declarase que la doctrina del primado tal como está definida en 1870 es un error total; que la Iglesia católica pidiera a la Reforma que declarase nulos sus ministerios eclesiales o que la Reforma pidiese a la Iglesia Católica el reconocimiento total de dichos ministerios [25]. A partir de esta renuncia J. Ratzinger establece, en relación a las iglesias orientales, que "Roma no debe exigir de Oriente una doctrina del primado distinta de la que fue formulada y vivida en el primer milenio" [26], y que, por su parte, "Oriente renuncie a combatir como herética la evolución occidental del segundo milenio y a aceptar como correcta y ortodoxa la figura que la Iglesia católica ha ido adquiriendo a lo largo de esta evolución" [27]. Con respecto a las iglesias nacidas de la Reforma J. Ratzinger se muestra más cauto, debido a la multiplicidad de las mismas y vincula la evolución del proceso ecuménico a la comprensión de la Confessio Augustana, que debía ser entendida por parte católica como "una forma propia de realización de la fe común, a la que le competiría su propia autonomía" [28] y por parte reformada "en la dirección en que justamente fue redactada en sus inicios: en la unidad con el dogma paleoeclesial y con su forma eclesial fundamental" [29].

2.2.3. Unidad en la diversidad

En una carta que el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe escribió al Theologische Quartalschrifc de Tubinga, respondiendo a una invitación de esta revista para que explicase su pronóstico acerca del desarrollo del ecumenismo [30], señala el cardenal Ratzinger su idea de una unidad en la diversidad [31]. Esta idea se podría desplegar en:

a)     en primer lugar debemos dejarnos enriquecer por lo positivo que hay en el otro;

b)     de aquí surge un doble movimiento: por un lado debemos seguir intentando y trabajando por conseguir la unidad visible plena a través de los diálogos teológicos, y también a través de la oración y de la conversión; por otro tomar conciencia de que no sabemos ni el día ni la hora en que dicha unidad llegará, porque no es fruto ni única ni principalmente de nuestras fuerzas; esto ha de llevarnos a respetar al otro como otro y respetando su ser otro recibirlo siempre de manera nueva. "Podemos ser uno también como separados" [32].

Esta idea ha sido también continuada por Benedicto XVI, que ha subrayado que "la unidad que buscamos no es ni absorción ni fusión, sino respeto de la multiforme plenitud de la Iglesia" [33],   algo que  tiene que ver con que "el auténtico amor  no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que  no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto" [34].

2.3. Evitar las nuevas rupturas

Durante el pontificado de Benedicto XVI ha aparecido otro criterio, que no estaba tan desarrollado en su labor como teólogo y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe porque es de orden más "práctico" que teórico. Me refiero a sus diversas actuaciones en orden a evitar nuevas rupturas o a hacer que las rupturas existentes no se profundicen. Algunas de estas actuaciones han despertado reacciones contrapuestas en la opinión pública. Una de las más llamativas ha sido su actuación con respecto a la comunidad San Pío X.

El 21 de enero de 2009 les fue levantada la excomunión latae sententiae a cuatro obispo de la fraternidad sacerdotal San Pío X. Esto levantó ciertas críticas en ambientes eclesiales por lo que la Secretaría de Estado vaticana tuvo que hacer una declaración el 4 de febrero del mismo año señalando que la remisión de la excomunión era algo que atañía únicamente a los cuatro obispos pero que no cambiaba en absoluto la situación canónica de la fraternidad. Por último el propio Benedicto XVI escribió una carta a los obispos de la Iglesia católica el 10 de marzo que pretendía dirigir "una palabra clarificadora, que debe ayudar a comprender las intenciones que me han guiado en esta iniciativa, a mí y a los  organismos competentes de la Santa Sede". Ratzinger vuelve a distinguir entre las personas y la institución, y señala que la excomunión buscaba poner de manifiesto la importancia del paso dado en orden a un cisma eclesial y el arrepentimiento de los excomulgados, que es lo que también busca el paso dado por la Santa Sede al remitir dicha excomunión:

"La remisión de la excomunión tiende al mismo fin al que sirve la sanción: invitar una vez más a los cuatro Obispos al retorno. Este gesto era posible después de que los interesados reconocieran en línea de principio al Papa y su potestad de Pastor, a pesar de las reservas sobre la obediencia a su autoridad doctrinal y a la del Concilio" [35].

En este mismo marco de ayudar a la unidad quitando impedimentos que pueden provocar rupturas (si no canónicas, al menos "espirituales") creo que hay que incluir también el motu proprio de Benedicto XVI Summorum pontificum de 7 de julio de 2007 con el que se simplifica el proceso para que se pueda celebrar la misa según el misal de San Pío V, editado nuevamente por Juan XXIII en 1962. Los obispos han de procurar siempre, como el mismo Ratzinger indica, "evitar la discordia y favorecer la unidad de la Iglesia'' [36].

2.3. La conversión

En último lugar, y no porque sea el menos importante, aparece constantemente en los escritos, alocuciones, homilías de Benedicto XVI el tema de la conversión conectado con el esfuerzo ecuménico.

Se trata de una conversión espiritual que está a la base, como un requerimiento y un presupuesto, del camino hacia la unidad. Dicha conversión está conectada con el "ecumenismo espiritual" del que ha hablado en numerosas oportunidades, y al que ya se había referido con anterioridad. Así, hablando de la posible unión entre Oriente y Occidente, J. Ratzinger opina que "la unión de las Iglesias de oriente y occidente es, desde el punto de vista teológico, básicamente posible, pero no cuenca aún con la suficiente preparación espiritual y, por tanto, en la práctica, aún no ha llegado el tiempo a su sazón" [37]. De igual manera la conversión aparece conectada siempre al esfuerzo ecuménico en las intervenciones del Ratzinger. Sirva de ejemplo el siguiente texto:

"Al comienzo de mi pontificado, expresé mi propia convicción de que «la conversión interior es el fundamento de todo progreso en el camino de ecumenismo», y recordé el ejemplo de mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, que a menudo habló de la necesidad de una «purificación de la memoria» como medio para abrir nuestro corazón a fin de recibir la verdad plena de Cristo" [38].

Diego Molina Molina, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1 Así lo afirmó en su discurso a las delegaciones de las diversas Iglesias y de las otras religiones no cristianas el 25 de abril de 2005 (MS 97 (2005) 742s), y más claramente en el primer mensaje dirigido a los cardenales electores en la Capilla Sixtina el 20 de abril de 2005 (MS 97 (2005) 697): "Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro rogó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo."

2   Cf. la voz " Ecumenismo" en Enseñanzas de Benedicto XVI de José A. MARTÍNEZ Puche (4 volúmenes), Edibesa, Madrid.

3   Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 9.

4 Entre ellos cabe destacar "La situación  ecuménica: ortodoxia, catolicismo,  reforma"  (1977), publicado  en: Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,  Herder,  Barcelona 1985, 231-244 y "Sobre la situación  del ecumenismo" (1995),  publicado en: Convocados en  el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 261-277. De hecho toda la sección segunda de Teoría de los principios teológicos se dedica a "Los principios formales del cristianismo en la controversia ecuménica" (231-376). Además lglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid 1987.

5   Cf. Fede, verita e cultura. Riflessioni in relazione all'enciclica Fides et ratio, Milán 2000.

6   Así aparece repetidamente durante el primer año de su pontificado (ya en el discurso a los miembros de la delegación del Patriarcado de Constantinopla el 30 de junio de 2005 -AAS 97 (2005) 830s-; igualmente en la carca al cardenal Kasper de 1 de septiembre del mismo año y en el discurso del 15 de diciembre de 2005 al comité organizador de la Comisión internacional para el diálogo entre católicos y ortodoxos -AAS 98 (2006) 38-40) y así sigue apareciendo con normalidad durante los siguientes años: cf. la carca A los participantes en la tercera asamblea ecuménica europea de 20 de agosto de 2007 o la Audiencia general de 21 de enero de 2009.

7   Recogido en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental. Herder, Barcelona 1985, 18.

8   "Sobre la situación del ecumenismo", en: convocados en el camino de la Fe, Cristiandad, Madrid 2004, 265.

9   Id., 266.

10    "El «final de la metafísica que en amplios sectores de la filosofía moderna se viene dando como un hecho irreversible, ha conducido al positivismo jurídico que hoy ha cobrado sobre todo la forma de teoría del consenso: como fuente del derecho, si la razón no está ya en situación de encontrar el camino a la metafísica, sólo quedan para el  Estado las convicciones comunes de  los  ciudadanos, concernientes a valores, las cuales convicciones se reflejan en el consenso democrático. No es la verdad la que crea el consenso, sino que es el consenso el que crea no tanto la verdad cuanto los ordenamientos comunes". O. RATZINGER, "La crisis del derecho", palabras de agradecimiento por su doctorado honoris causa pronunciadas el 10 de noviembre de 1999 en la universidad italiana LUMSA).

11    "Como difícilmente puede haber unanimidad entre los hombres, a la formación democrática de la voluntad sólo le queda como instrumento imprescindible la delegación, por un lado, y, por otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías de distinto tipo según sea la importancia de la cuestión de que se trate. Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser injustas. "J. RATZINGER, "Posicionamiento en la discusión sobre las bases morales del Estado liberal”, dossier sobre la discusión entre Ratzinger y Habermas preparado por M. Jiménez Redondo, en http://www.avizora.com/publicaciones/filosofia/textos/007 1_discusion_bases_morales_estado_Iiberal_2.hcm

12    Cf. Kirche, Ókumene und Politik, Johannes Verlag’Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 79.

13    Id., 90

14    Convocados en el camino de la fe, 267.

15    Id., 268. El apartado entero se lee con gran provecho (267-272).

16    Discurso a la conferencia episcopal francesa en Lourdes el 14 de septiembre de 2008.

17    Discurso al Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos el 17 de noviembre de 2006 (AAS 98 (2006) 894-897).

18    Tomado del importante discurso en el encuentro ecuménico de la iglesia de san José en Nueva York el 18 de abril de 2008 (AAS 100 (2008) 339-343).

19    Así la carta a los participantes en la Tercera Asamblea ecuménica organizada por la Conferencia de las Iglesias de Europa de 20 de agosto 2007 (AAS 99 (2007) 8 15-817, aquí 816): "Hay dos elementos que deben orientamos en nuestro compromiso: el diálogo en la verdad y el encuentro en el signo de la fraternidad. Ambos necesitan el ecumenismo espiritual como fundamento. El concilio Vaticano II ya había constatado: «Esta conversión del corazón y es la santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse el alma de todo el movimiento ecuménico» UR 8" o en la Audiencia General de 21 de enero 2009: "Oremos para que entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales continúe el diálogo de la verdad, indispensable para dirimir las divergencias, y el de la caridad, que condiciona el diálogo teológico mismo y ayuda a vivir unidos para un testimonio común".

20    Barcelona 1987.

21    Aparecido en la edición alemana de Communío 12 (1983) 568-582, aquí 573.

22    Cf. Kirche, Ókumene und Politik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 124s.

23    Homilía 25 de enero de 2008 (MS 100 (2008) 67-71, aquí 68).

24  "La situación  ecuménica: Ortodoxia,  catolicismo y  reforma",  en: Teoría  de los principios  teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 231-244.

25    Cf. La situación ecuménica..., 236s.

26   Id., 238.

27   Id., 239.

28    Id., 242.

29    Ibid.

30    "Zum Forcgang der Ökumene", en: Kirche, Ökumene und Polítik, Johannes Verlag Einsiedeln, Einsiedeln 1987, 128-134.

31    Cf. "Zum Fortgang der Ökumene", 130s.

32    Id., 132.

33    Cf. el discurso a los miembros de la delegación del patriarcado de Constantinopla el 30 de junio de 2005 (ASS 97 (2005) 830s). De igual manera en la carta al Cardenal W. Kasper de I de septiembre de 2005.

34    Homilía de 25 de enero de 2006 (AAS 98 (2006) 113-117, aquí 114).

35    Carta a los obispos de 1O de marzo de 2009.

36    MS 99 (2007) 777-781, aquí 780: "lpse [episcopus] videat ut harmonice concordetur bonum horum fidelium cum ordinaria paroeciae pasrorali cura, sub Episcopi regimine ad normam canonis 392, discordiam vitando et totius Ecclesiae unitatem fovendo".

37    "La situación ecuménica: Ortodoxia, catolicismo y reforma" en: Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 239.

38    Alocución a una delegación de la Alianza Mundial de las Iglesias Reformadas el 7 de enero de 2006.

Ramiro Pellitero

1.        Introducción

El cristianismo no es un libro, ni unos ritos, ni el respeto a unas normas morales. Enseñar el cristianismo es proporcionar una enseñanza profunda e imaginativa de cómo amar y seguir, hoy, a Cristo. El Hijo de Dios nos dijo que era el camino, la verdad y la vida. ¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo vamos a ofrecer a los educandos un horizonte para la propia existencia que configure nuestra identidad en un proyecto unificador?

Quizá, hoy que estamos en el mundo de la posverdad y de las fake news, sea especialmente importante volver a san Pablo, que no vivió con Cristo ni disfrutó la experiencia del Sermón de la Montaña, pero que le tuvo como Maestro interior y fue el gran propagador de la iglesia primitiva. Pues bien, san Pablo exhorta a los cristianos de Roma a que, como consecuencia de la «nueva vida» que han recibido por el bautismo, se transformen con una «renovación de la mente», con el fin de «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto» (Rm 12, 2).

Esto significa, según otro texto del apóstol, que los cristianos están llamados a participar de la mente de Cristo; más aún, ya tienen esa mente (cf. 1Co 2, 16), entiéndase de modo incoado, desde que pertenecen místicamente a su cuerpo y en ellos actúa el Espíritu Santo. La acción del Espíritu Santo comporta trascender lo racional —sin negarlo—, «porque existe una profundidad y una serie de aperturas a las que la razón no puede llegar por sí sola» (Congar, 2003, p. 54).

El término griego noús, traducido como mente, significa disposición u orientación interior, actitud moral. (En otros lugares, san Pablo lo utiliza en el sentido de la razón práctica, es decir, de la conciencia moral que determina la voluntad y la acción, o con el significado más general de la facultad de entendimiento o juicio). Referido concretamente a Cristo, es usado con el significado de su resolución salvífica, de sus planes o de sus juicios.

Si nos preguntamos por las consecuencias de todo ello para la educación en el ámbito del cristianismo, cabría decir que educar en esa «mente» de Cristo comporta educar desde y para la relación entre la fe y la razón, entre la fe y la cultura. Esto pide, hoy de un modo cada vez más sistemático, un marco de trabajo interdisciplinar dentro de las instituciones educativas, especialmente de aquellas que son de inspiración católica o, al menos, cristiana. Simultáneamente, esta labor requiere una cuidadosa atención a la formación teológica o científico-doctrinal; es decir, a la formación de mentes o «cabezas cristianas» con el debido respeto a la libertad de todos. Igualmente, todo ello implica educar para una «fe vivida», fundamentando de manera pedagógica y práctica el obrar moral, de modo que la inteligencia y el corazón vayan unidos y siempre dispuestos a buscar la verdad y el bien con la belleza, que resplandece y surge de las acciones mismas del hombre y de la mujer cristianos (García Suárez, 1998).

2.    Fe y razón, fe y cultura

A partir de la relación entre fe y razón —ambas originadas en Dios— cabe perfilar la relación entre fe y cultura. En el ámbito educativo, esto tiene particular interés a la hora de plantearse la relación de ciertos ámbitos del conocimiento, también del conocimiento práctico, como son la ética y las ciencias, con la religión.

2.1. Fe y razón: presupuestos

Comencemos por la relación entre fe y razón. Y, ante todo, por la fe. Por fe entendemos, no una teoría intelectual o un mero conjunto de creencias, ritos y reglas morales, sino, ante todo, una vida que, en el cristianismo, procede del encuentro y la relación con Cristo. Ahora bien, como hemos señalado al principio de estas líneas, la vida en unión con Cristo implica la transformación de la inteligencia, su renovación y su despliegue armónico e integrado con las demás dimensiones de la persona: la volitivo-afectiva, la relacional-social y la trascendente, dimensión, esta última, que el cristianismo mantiene como fundada en la imagen de Dios que constituye a toda persona, en su unidad y unicidad, como su más profundo proyecto interior. Ese proyecto, el de la persona humana, está visto en, desde y para Cristo. Se comprende la importancia para la educación de considerar que «lo más propio del hombre, lo que más le define […], es su carácter filial» (Polo, 2006, pp. 43-44).

La fe es, por tanto, una luz hecha vida, que procede de un don amoroso al que la persona va respondiendo en la dinámica de su existencia. Una respuesta que afecta a su modo de pensar, a sus decisiones, actuaciones y compromisos. En consecuencia, si bien la fe como tal no puede ser enseñada, puede y debe ser enseñada en sus «contenidos» veritativos y educada como respuesta libre que hace crecer a la persona hacia la plenitud propia del Amor que la constituye.

La tradición teológica nombra las dimensiones fundamentales de la fe como fides qua (como don), fides quae (como conjunto de verdades o realidades objetivas que vienen con la fe). Es menos común, aunque igualmente fundamental, la referencia a la que podría formularse como fides quae per caritatem vivit et operatur (fe vivida por el amor, o fe en el sentido pleno y propio del cristiano coherente).

«La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre» (Encíclica Lumen fidei, 2013, n. 8). La fe «mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (Id., 18). La fe no es individualista: se vive en un pueblo, en una familia, en la Iglesia; puesto que ella, la Iglesia, es «la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo» (Guardini, 1963, p. 24).

La fe se vincula al amor que salva y transforma. La fe tiene consecuencias para la inteligencia, para la conducta, para el compromiso social. La fe obra por el amor y hace caminar por la esperanza.

La fe está, por tanto, para vivirla —como puerta que abre a la vida íntima de Dios, participa de su propio conocimiento y permite colaborar en el desarrollo de una humanidad y un mundo nuevos—, para conocerla —en sus contenidos tal como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica— y comunicarla —sobre todo con el testimonio, participando gozosamente en la evangelización—. Y todo ello, claro está, de modo libre, como oferta al hombre de una vida mejor, más grande y plena. Una oferta que enriquece y cualifica toda educación, sin mermarla en ninguna de sus aspiraciones o realizaciones.

Desde esa comprensión de la fe se pueden avizorar los tipos de «fe» que no sirven para establecer una relación con la razón o con la cultura. Podrían resumirse en las variantes de una fe no suficientemente acogida, pensada o vivida. «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, 1982).

Así, una fe inmadura (voluntarista, sentimental, racionalista), como también una fe fideísta (incapaz de argumentar con la razón) y una fe puramente teórica (no vivida), cada una por distintos motivos, no servirían a nuestros propósitos educativos. La fe cristiana ilumina la inteligencia a la vez que fortalece la voluntad e integra los sentimientos y las relaciones entre las personas. La fe ilumina para comprender y vivir la realidad de un modo nuevo. Y es impulso para investigar y descubrir siempre nuevos aspectos de la verdad.

Detengámonos ahora en la razón. Por razón entendemos, como lo hace el lenguaje común, la facultad humana de discurrir, propia de la inteligencia. Cabe advertir que la razón humana, para poder ser considerada como tal, debe estar abierta a toda la realidad que nos constituye y nos rodea, y ser capaz de valorarla en relación con la totalidad de la persona: no solo con su inteligencia, sino también con sus deseos y afectos, con su dimensión social y su apertura a la trascendencia.

En consecuencia, para relacionarse con la fe no serviría, en la línea de las observaciones de Josef Pieper (2010), una razón no realista, sino cercana al idealismo; ni una razón estrechamente racionalista (aislada en sí misma respecto al corazón humano, a las relaciones con los demás y con la trascendencia); ni una razón de tipo ilustrada (cerrada a todo horizonte espiritual e incapaz de reconocer, por ejemplo, las raíces del mal en el mundo); ni tampoco una razón de tipo espiritualista (que rechazara el valor de la materia, del cuerpo humano o de las realidades que llamamos temporales: el trabajo, la familia, el desarrollo tecnológico, la vida ordinaria, etc.).

Es interesante, a este respecto, el pensamiento de Joseph Ratzinger sobre la necesidad que, especialmente hoy, tiene la razón humana de ser ampliada. Concretamente, en el discurso de entrega del Premio Ratzinger en su primera edición, Benedicto XVI (2011) se refirió a san Buenaventura (en el prólogo a su Comentario a las Sentencias), cuando habla de un doble uso de la razón, uno inconciliable con la fe y otro acorde con la naturaleza de la fe. Cuando la razón experimental pretende someter a experimento al mismo Dios (cf. Sal 95, 9), sobrepasa sus competencias, en el sentido de que, siendo útil en el ámbito de las ciencias naturales, no es idónea para conocer lo que no es objeto de experimentación humana. Y este planteamiento alcanzó el culmen de su desarrollo en la edad moderna:

La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no se puede verificar o falsificar científicamente cae fuera del ámbito científico. Con este planteamiento, como sabemos, se han realizado obras grandiosas. Que ese planteamiento es justo y necesario en el ámbito del conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, nadie querrá seriamente ponerlo en duda. Pero existe un límite a ese uso de la razón: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta sólo en la relación de persona a persona: eso forma parte de la esencia de la persona (Benedicto XVI, 2011).

De ahí la importancia de la teología. Si el uso «experimental» de la razón es legítimo, bueno y útil en su propio ámbito, se vuelve insuficiente y problemático cuando se absolutiza. San Buenaventura habla de un segundo uso «personal» de la razón, abierto a las grandes cuestiones humanas, y concretamente abierto al amor; pues el amor quiere conocer mejor a quien ama, el amor desea penetrar la verdad más plenamente y así el hombre es capaz de abrirse a Dios y a los demás.

«Cuando no hay este uso de la razón —observa Benedicto XVI—, entonces las grandes cuestiones de la humanidad caen fuera del ámbito de la razón y desembocan en la irracionalidad» (Id.).

En definitiva, la razón que sirve para dialogar con la fe y establecer un puente entre la fe y las realidades humanas (la cultura, las ciencias, etc.) no es la mera razón experimental (instrumental o empírica), que no es suficiente para comprender por sí misma todas las dimensiones de la persona, y por tanto es incapaz de responder a los profundos interrogantes que se plantea el ser humano sobre su origen y dignidad, el sentido de la historia y de su vida, y su destino. Ha de ser una razón humana, en el más amplio y pleno sentido de la expresión. La razón humana de por sí puede alcanzar la verdad, aunque necesita ayuda para hacerlo.

2.2. La ayuda mutua entre la fe y la razón

La razón puede ayudar a la fe a explicarse, y puede advertir cuándo el creyente no es coherente, en su inteligencia o en su vida, con su fe.

Por su parte, la fe puede ayudar a la razón para que se amplíe en una triple dirección: en dirección a la sabiduría, hacia la ética y en dirección a la fe misma, sin prescindir de los contenidos metafísicos y morales de las religiones del mundo. Por ejemplo, un cierto conocimiento de lo cristiano es importante para poder entender la literatura y el arte. Esto requiere una atención a los desarrollos teológicos contemporáneos, aunque no precisa necesariamente una teología sofisticada o erudita; pues, incluso un no creyente o un creyente poco cultivado puede beneficiarse de las principales razones de la fe.

La fe y la razón se necesitan, enriquecen y purifican mutuamente en lo concreto de las vivencias, expresiones y conductas humanas.

Una buena lectura en este horizonte es la de Newman, para el que la teología contribuye a dar un sentido unitario a los saberes, a la vez que aporta respuesta a las «cuestiones últimas» que las ciencias no pueden resolver.

También la teología puede enriquecer las narrativas científicas para que estas no degeneren en tecnocracias, o sea, en el imparable poder de la técnica que arrolla la libertad del hombre y lo hace incapaz de defender su ser y su sentido. Al mismo tiempo, la teología recuerda a todos que lo real en sentido total es inabarcable por el hombre. Nada de esto supone una visión negativa del conocimiento o un inmiscuirse en la identidad y método de las ciencias humanas; sino que las abre a la relación con un ámbito más amplio del ser, relación que puede impulsar la investigación desde dentro de las ciencias.

2.3. El diálogo entre ética, ciencias y religión

La relación entre la fe y la razón se traduce en el diálogo entre fe y ciencia y, más ampliamente, entre fe y cultura. La ciencia ayuda a la fe —en aspectos empíricos o con probados descubrimientos en el campo científico— a reforzar o completar la comprensión del plan originario de Dios sobre el hombre y el universo. (Por ejemplo, la teoría del big bang no solo no se opone a lo que enseña la fe, sino que introduce un elemento de racionalidad en la afirmación de la fe de que hay un Logos divino en el plan original de Dios sobre el hombre y el universo). Y la fe hace posible que el progreso científico se dirija realmente a favor del bien y de la verdad del hombre, con fidelidad al designio divino.

En una universidad o en una escuela de inspiración cristiana, la enseñanza de la religión trata de iluminar la tarea educativa que se realiza en complementariedad con las otras ciencias, de las que se ocupan las distintas asignaturas: puede ayudarlas a descubrir las raíces, muchas veces cristianas, que las sustentan, el modo de servir realmente al hombre sin deshumanizarlo, así como el sentido de la vida y los valores que subyacen en los diversos planteamientos.

A su vez, la ética y las ciencias humanas pueden ayudar a la Religión en su tarea de promover el verdadero bien de las personas, que se sitúa en conexión con la verdad, el amor y la auténtica belleza. No se trata, por tanto, de ocultar los errores, infidelidades y malas actuaciones de los cristianos, sino de reconocerlos, sin dejar de situarlos en sus contextos sociales e históricos.

De esta manera, la educación que se imparte puede aspirar con mayor coherencia a la maduración intelectual y humana de los alumnos. Todo ello se realiza respetando la autonomía, identidad y método de las distintas materias de estudio, sean ciencias, humanidades, etc. La religión ofrece a las demás asignaturas su propia perspectiva, que es hoy, podríamos decir, la del humanismo cristiano. El diálogo entre las asignaturas, que la religión procura fomentar e iluminar, puede traducirse en temas o proyectos interdisciplinares concretos, como medio para ir elaborando la síntesis entre fe y cultura, que ayude a los alumnos y pueda también aprovechar de diversos modos a sus familias.

La interdisciplinariedad debe ser aquí entendida no tanto como simple multidisciplinariedad (planteamiento que favorece una mejor comprensión de un objeto de estudio, contemplándolo desde varios puntos de vista), sino como transdisciplinariedad (es decir, un conocimiento integrador de varias disciplinas que aspire incluso a la sabiduría en relación con la realidad, lo que puede requerir ir más allá de las ciencias empíricas e incluso de las disciplinas académicas) (cf. Francisco, 2017).

Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal (Beltramo, 2018)— abierta a la trascendencia. Ese es también el mejor cauce para alcanzar lo que los alumnos buscan y las familias desean: una educación que promueva la integración de la persona concretamente en la perspectiva cristiana de la fe —no existen perspectivas «neutras» (Romera, 2020, pp. 31-36)— y en su relación con la cultura.

3.    La formación teológica o científico-doctrinal

Con lo dicho se entiende que la educación de la fe deba cuidar de lo que podríamos llamar dimensión teológica o científico-doctrinal de la educación cristiana. Conviene aquí profundizar si la teología es ciencia, cómo se relaciona con las comúnmente llamadas «ciencias» y qué tipo de conocimientos aporta a la educación escolar o académica. La teología es, además, sabiduría al servicio de la evangelización y de la vida cristiana, y tiene una relevante función social.

3.1. La teología y las ciencias

La teología es ciencia, no en el sentido moderno de las ciencias empíricas —que obtienen sus conocimientos mediante la observación y desarrollan su método experimentalmente—, sino en el sentido más originario y profundo que define a una ciencia, según Aristóteles: conocimiento cierto por sus causas.

En este sentido, Tomás de Aquino sostiene que la teología es una ciencia superior a las ciencias humanas. La teología es una ciencia no solo porque transmite conocimientos acerca de Dios y reflexione sobre Dios, sino sobre todo porque participa de los conocimientos que Dios mismo tiene acerca de sí mismo y de su obrar.

La teología presupone, ante todo, una buena relación entre fe y razón, es decir, como ya hemos visto, entre una fe vivida (no simplemente teórica) y una razón humana (una razón más amplia que la razón experimental).

Como señalaba Benedicto XVI, en el discurso ya citado con motivo de la entrega del Premio Ratzinger, la razón humana ampliada —que ha de servir de marco también a la razón experimental— se abre a la luz y la guía de la fe en la ciencia teológica:

La fe recta orienta a la razón a abrirse a lo divino, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa para este camino pertenece a Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su Rostro. Por consiguiente, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios; y, por otro, la disciplina que va unida al orden de la razón, preserva el amor de la ceguera y ayuda a desarrollar su fuerza visual (Benedicto XVI, 2011).

Ahora bien, la doctrina teológica no se limita a las cuestiones del dogma católico, es decir, a las verdades recogidas en el Credo o definidas solemnemente por los papas o los grandes concilios. Comprende también, por una parte, los conocimientos acerca de Dios o del obrar divino que pueden ser alcanzados con la luz de la razón, aunque, con frecuencia, la sola razón encuentra grandes dificultades para alcanzarlos, y de modo fragmentario, de modo que es la fe la que les dota de unidad y certeza. Por otra parte, las verdades de la fe se relacionan estrechamente con los principios fundamentales del culto cristiano (liturgia) y de la moral cristiana. Estos principios se mantienen sustancialmente idénticos desde el principio del cristianismo, si bien admiten e incluso requieren expresiones y profundizaciones bajo la guía del magisterio de la Iglesia. De esta manera el «depósito de la fe» puede ser no solo conservado fielmente, sino también transmitido y comprendido con toda su viveza y riqueza de contenidos, de acuerdo con las necesidades de los tiempos y lugares.

Así dice Newman acerca de la necesidad de la teología y su relación con las ciencias:

Las múltiples ramas del conocimiento [...] están interrelacionadas de tal modo que ninguna puede ser descuidada sin perjudicar la perfección de las otras. Si la teología es una rama del conocimiento de suprema importancia e influencia, podemos concluir que eliminarla de la educación significa dañar la integridad e invalidar la credibilidad de todo lo que ellas enseñan. [...] Para que la razón humana pueda dominar la materia de la verdad, es fundamental la inclusión de la teología, ya que ella forma parte de muchos otros temas del conocimiento universal. Tomando esto en cuenta, ¿cómo puede un católico cultivar la filosofía y la ciencia atendiendo a la verdad como fin último si elimina la teología de los temas de su enseñanza? En otras palabras, la verdad religiosa no es una parte, sino una condición general del conocimiento (Newman, 2016, p. 68).

Conviene notar que Newman se refiere in recto a la teología natural (desarrollo teológico a partir de la razón), si bien in obliquo su argumentación sirve para toda la teología tout court.

3.2. Teología en clave especulativa y en clave práctica

Además de ser ciencia, la teología es también sabiduría al servicio de la vida cristiana, de la Iglesia y del mundo.

Con la enseñanza de la teología —o la enseñanza de la religión católica— se trata de que nuestros alumnos puedan tener una «cabeza o mente cristiana», de que la fe ilumine su razón, proporcione un sentido y una dirección para su vida, y vivifique la cultura. Y ello, tanto en el ámbito de los temas propios de la teología especulativa —la contemplación de Dios a partir de su obrar y en sí mismo—, como en el ámbito de la dimensión práctica de la teología —es decir—, lo que tiene que ver con la acción moral, social, evangelizadora, etc.

En otros términos, se trata de preparar a los estudiantes para el obrar tanto individual como en conjunto con los demás miembros de la sociedad, de la familia y de la Iglesia; para todo lo que pueda o deba llevarse a cabo —también en el amplio campo de los conocimientos humanos y de las relaciones sociales— con el fin de secundar la gracia de Dios que actúa en cada uno y en los demás.

A quien enseña teología o religión cristiana le corresponde abrir las inteligencias de sus alumnos a la unidad viva y orgánica de la fe. Esto requiere en el educador de la fe una apertura grande para dejarse interpelar por cuanto le rodea, y para dar respuestas nuevas ante cuestiones nuevas, sobre la base del mismo «depósito de la fe» cristiana.

Como ha dicho el papa Francisco, «los educadores y los formadores [...] tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona» (2020, n. 114). La actitud de apertura a las promesas divinas más allá del espacio concreto ya conocido es característica de la fe, como se ve ya en Abraham (Martini, 2002, pp. 50 ss.; Bergoglio, 2013, pp. 174-177).

Es de interés tener en cuenta el hoy denominado «camino educativo de la belleza» (Consejo Pontificio de la Cultura, 2006; para una introducción al tema de la belleza en relación con la fe, cf. Forte, 2004). Se trata de un valor en alza por su posibilidad de impacto. Este camino pide, en lo que respecta a la fe, más capacidad de atracción que de demostración, pero no excluye, sino que reclama el cultivo de la inteligencia. Se trata de proveer a los alumnos de las herramientas adecuadas que, desde el resplandor de la belleza, les faciliten adentrarse en la búsqueda de la Verdad y del Bien, que están precisamente en el origen y raíz vivos de la belleza. Así, poco a poco y con la confianza de los hijos de Dios, podrán recorrer los caminos de la razonabilidad del mundo creado y los anhelos del corazón humano, sin satisfacerse con explicaciones fáciles o con actitudes cómodas ante la vida. A esto se puede llamar fidelidad creativa.

La teología se sitúa también al servicio de la vida cristiana y de la evangelización. De ahí que el lenguaje en la enseñanza de la religión católica deba caracterizarse por la claridad, la calidad y la adecuación imaginativa a las circunstancias de los alumnos.

Además de su dimensión científica y su servicio cristiano y eclesial, la teología tiene también una función social. La teología —y con ella la enseñanza de la religión católica— está llamada a acompañar los procesos culturales y sociales, y abordar los conflictos que surgen tanto en la Iglesia como en la sociedad. La enseñanza de la teología debe ser, así mismo, expresión de una Iglesia que es «hospital de campaña» y, por tanto, puede y debe reflejar la centralidad de la misericordia (cf. Francisco, 2015).

En consecuencia, quien estudia o enseña teología no puede conformarse con acumular o comunicar datos e informaciones sobre la revelación cristiana, sin implicarse en los acontecimientos; sino que debe ser «una persona capaz de construir en torno a sí la humanidad, de transmitir la divina verdad cristiana en una dimensión verdaderamente humana, y no un intelectual sin talento, un eticista sin bondad o un burócrata de lo sagrado» (Id.; vid. también el Discurso de Francisco el 21 de junio de 2019, durante su visita a la Facultad de Teología de Nápoles).

4.    Luces de la revelación cristiana para la educación moral

En una conferencia de 1984 que se publicó con el título «El debate moral. Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos» (2018), se preguntaba el cardenal Ratzinger dónde están los maestros para la formación de la conciencia moral, que nos ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos impongan un «super-yo» extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad.

Aquí —explica el conferenciante— intervienen lo que la antigua tradición humana llama los «testigos del bien»: personas virtuosas que no solo fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o intereses personales. Fueron también capaces de discernir las «normas» morales básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan haberse estropeado o corrompido.

4.1. Razón, experiencia y sabiduría de los pueblos

Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la experiencia razonable, sino también aquella que supera a la razón, porque procede de fuentes anteriores, concretamente, de la sabiduría de los pueblos y, de esta manera, esa experiencia funda la misma razonabilidad con que entran en las normativas comunitarias.

Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad, sino que está relacionada con la comunidad humana. «Toda moral —sostiene Ratzinger— necesita un nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de las generaciones» (2018, pp. 683-684). Una sabiduría que implica saber regresar, siempre de nuevo y en cierto grado, a las «virtudes originarias», es decir, a «las formas normativas fundamentales del ser humano» (p. 684). (Sobre las virtudes como formas de la vida moral, cf. et. Guardini, 1963/2006).

Estamos ante una buena explicación de cómo la moral —necesariamente referida simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas— se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición; explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de percibir el lugar de la transcendencia de la persona hacia los demás y hacia Dios.

4.2. Jesucristo como garante de la moralidad humana

Sobre estos fundamentos antropológicos de la moral, enfoca a continuación Ratzinger la luz de la revelación cristiana. La revelación aporta una normativa moral a través de una sabiduría. Y en gran medida esa moralidad viene determinada por la «naturaleza» de los seres, es decir, su modo propio de ser y de actuar.

El problema es que, en la época moderna, nos cuesta admitir la existencia de una naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón —de una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral—, o al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).

La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Y esto, a su vez, —observa Ratzinger— depende, y de modo decisivo, de la cuestión de Dios. Si no hay logos —razón— al principio, no hay racionalidad en las cosas. Esto para Kolakowski significa: si Dios no existe, entonces no hay moralidad, ni tampoco propiamente un «ser» humano, es decir, un modo de ser común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.

En efecto, y esto suena a lo que decía el célebre personaje de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permitido» (Iván en Los hermanos Karamazov). Lo cual, aunque parezca radical a oídos contemporáneos, ha quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.

¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos. Y con ello vuelve a la cuestión de los verdaderos «maestros de moral». Vale la pena transcribir integro este párrafo:

Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplía, mediante el contacto con Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la verdad (Ratzinger, 2018, p. 687).

De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos científicos y de la reflexión ética, pues «desde el punto de vista de la moral, la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes, forman parte de la minuciosidad de la conciencia» (2018, p. 688).

Ratzinger proponía tres puntos que son, a nuestro juicio, esclarecedores en el actual debate sobre la moral —y por eso enriquecen la reflexión sobre la educación de la fe y de la vida cristianas—, desde la razón y la experiencia, la tradición y la apertura a la transcendencia, propias de una antropología cristiana (ver la sugerente presentación, ya clásica, de Mouroux, 2001).

1)   «Junto a la técnica y a la estética, hay también en el hombre una razón moral, que necesita su propio cuidado y formación» (Ratzinger, 2018, p. 688).

2)   Para que el conocimiento moral pueda crecer y desarrollarse se necesita la experiencia moral de la humanidad, así como se necesita «de la reflexión común y de la vida en común en la experimentación histórica del bien, que tiene otras leyes y otras tendencias que la experimentación de las ciencias naturales» (Ratzinger, 2018, p. 688); y esto requiere paciencia y humildad.

3)   «La razón moral y la cuestión de Dios no están separadas. […] Por eso las grandes experiencias morales de la humanidad han acontecido en el contexto de la respuesta a la cuestión de Dios» (Ratzinger, 2018, p. 688).

De ahí —entendía Ratzinger— que la conversión a Dios y la fe en Dios facilitan «oír el lenguaje de la creación». Y por este motivo, la fe cristiana sigue siendo, también en nuestro tiempo ilustrado, una norma con la que deben medirse las expresiones morales de los antiguos y nuevos problemas de hoy y de mañana.

Y rompía una lanza a favor de una antropología verdaderamente humana, como fundamento vivo de la moral y, por tanto, de la conciencia. También para fundamentar la moral, la antropología necesita una razón (humana) suficientemente amplia, que aquí se llama una razón moral (no basta la razón instrumental o calculadora). La educación moral requiere una razón que se abra y pueda acceder de hecho a la experiencia afectiva y a la tradición de la humanidad; y que sea capaz de situarse en el camino de la transcendencia respecto a los demás y a Dios.

En palabras de Ratzinger:

Solo el acceso a la zona de experiencia de lo verdaderamente humano posibilita el reconocimiento y el aprendizaje honestos de la dimensión moral de la realidad. La reapertura de nuestra razón a esta dimensión del reconocimiento es, por tanto, el verdadero mandamiento de una nueva ilustración, que constituye el desafío de la hora presente (Ratzinger, 2018, p. 688).

Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984. Cada uno de los pilares a los que alude en su conferencia —y que podemos denominar sencillamente razón, experiencia y tradición— son canales vivos que se intercomunican y se abren hacia la transcendencia desde el centro de la persona.

Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la tradición y la apertura a la transcendencia encuentran su centro de referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos da al participar en la Iglesia, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de la Trinidad.

Por ello, el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él, la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son, en la perspectiva cristiana, el cauce para una vida plena, también moralmente hablando. La vida moral del cristiano es «vida en Cristo» y vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, parte III.; cf. Pellitero, 2019, pp. 135-155).

Desde ese centro y con esas dimensiones se entiende la educación moral cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición cristiana, la transcendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello es bien compatible con la visión de la persona que los autores cristianos heredaron de los clásicos, a la vez que la purificaron y perfeccionaron con las luces de la revelación cristiana.

Ramiro Pellitero, dialnet.unirioja.es/

Lutgart Govaert

El título de estas páginas puede ser  considerado  la  síntesis  de  una vida. La vida de un hombre que, desde su  juventud,  percibió  la  luz  divina  en una profunda experiencia y que respondió a la llamada de esta luz con sinceridad, fielmente, con plena conciencia y perseverancia; pero no sin sombras o dificultades.

En primer lugar, ¿quién era este hombre? El mismo John  Henry Newman respondió a esta pregunta. Leamos las primeras líneas de sus memorias autobiográficas:

«John Henry Newman, el sujeto de esta memoria,  nació  en  la 'Old Broadway Street' en la ciudad de Londres el 21  de  febrero  de 1801, y fue bautizado en la iglesia de St. Bennet Fink el 9 de abril del mismo año. Su padre fue un banquero de Londres, cuya familia  venía  de Cambridgeshire. Su madre era de una familia protestante francesa, que salió de Francia hacia este país debido  a la revocación  del Edicto  de Nantes» (A. W. 29).

John Henry fue el primogénito de una numerosa familia. Tenía 5 hermanos, Charles y Francis, y tres  hermanas,  Harriet, Jemina  y  Mary. El negocio de su padre era próspero, y la familia vivió sin apuros económicos. John Henry Newman recordó siempre  una infancia  muy  feliz en un círculo familiar muy unido.

En las memorias de sus primeros años hay un punto digno  de  mención. En la Apología, escrita  cuando  tenía  63 años,  y  en  la  que  habla  de sí mismo muy a menudo, podemos leer:

«Hubiera deseado que los cuentos de 'Las Mil y una noches' fueran verdad: mi imaginación gustaba de influencias desconocidas, 'de poderes mágicos y talismanes... Pensaba que la vida fuera un sueño, yo un ángel y todo este mundo una ilusión; mis compañeros, en un juego maligno, se me ocultaban y me engañaban con la apariencia de un mundo material» (Apo 3).

En esta confesión, encontramos ya la  inclinación  que  será  base  de todo el ingenio de Newman para transformar  la  realidad  y  buscar  la  verdad de las cosas fuera de la superficialidad del mundo, sobre  la  que  estas cosas dejan sólo su perfil y sus apariencias. Esto no quiere decir  que  Newman huyera de la realidad.  El  misterio  no  se  encuentra  en  el  exterior  de las cosas, pues éste forma parte de la realidad. Para Newman, esto implica descubrir bajo las apariencias, que no son sino signos, la realidad más absoluta que constituye la misma esencia de los seres y la verdad de su presencia  entre  nosotros.  Este  descubrimiento  produjo  un  profundo  impacto en el joven John Henry, que siempre  lo  recordó  como  una  verdadera  gracia de su niñez:

«Lo conocemos en el propio recuerdo de nosotros mismos, y en nuestra experiencia como niños: que en los primeros años de su 'estado regenerado' existen en el alma del niño un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una visión lúcida de lo que es Regio y Adorable, junto con una ignorancia total sobre lo que es transitorio y cambiable... Tiene este gran don quien parece haber venido recientemente de la presencia de Dios, y no entiende el lenguaje de este escenario visible, cómo éste es una tentación, y un velo que se interpone entre el alma y Dios» (P. S. II, 64, 65).

Debemos mencionar otra influencia que marcó al joven John Henry durante toda su vida: las primeras enseñanzas religiosas recibidas en el seno de su familia. Sus padres practicaban un protestantismo a medias, un Anglicanismo que puede ser resumido en su apego a la Biblia y al «Prayer Book» (libro de oraciones y lecturas para todo el año y toda circunstancia de la vida). Como todo niño inglés, John Henry fue introducido a los textos sagrados. Leía cada día, en el bello inglés de la versión del rey Jaime, una parte de la historia bíblica, que despertaba en él fuertes imágenes. Durante sus lecturas de la Biblia, John Henry quedó ciertamente prendado del misterio de Dios y de su Creación. Estas lecturas de la Biblia eran la revelación de un Dios personal que actuó en el curso de la historia. Esta  historia desarrolló en John Henry un vivo y agudo sentido de lo trascendente.

A  pesar  de  estas  dos  influencias  importantes  que  marcaron  su niñez -su   sentido  de la realidad  de un  mundo  invisible  y  su introducción  a la 'religión de la Biblia'-, el joven 'John Henry' aún no percibía la luz que pronto habría de guiarlo. Hasta podemos ver el lento oscurecimiento del amanecer que el niño parecía haber percibido. A sus 15 años encontramos en él un gran refinamiento moral: quería practicar la virtud a cualquier costo, pero sin ser religioso. Sobre este período, escribe:

«A los quince años, leí los tratados de Paine contra el Antiguo Testamento, y sentí gozo pensando en las objeciones que contenían. También leí algunos de los ensayos de Hume;... Recuerdo haber copia­ do algunos versos en francés, tal vez de Voltaire, que negaban la inmortalidad del alma, y me decía a mí mismo algo así como '¡Qué espantoso, pero qué probable!'» (Apo 5).

En la primavera de 1816, Newman  había  casi  terminado  sus estudios en una escuela de Ealing, cerca de Londres, donde  había  estado  interno  desde 1808. Los últimos meses de escuela fueron oscurecidos por una catástrofe familiar. Con el fin de  la  era  napoleónica,  Inglaterra  sufrió  una seria crisis económica durante la cual  el  padre  de  Newman  tuvo  que  cerrar el banco.  Aunque  todas  las  deudas  fueron  pagadas  en  poco  tiempo,  la familia Newman tuvo que deshacerse de su  hogar  en  Londres  y  de  su casa de campo. Su padre pasó  a  ser  el  administrador  de  una  cervecería, pero un amargo fracaso siguió a otro, y su bancarrota  se  hizo  pública  en 1821. Durante el verano de 1816, John Henry no  salió  de  la  escuela.  Por otra parte, había caído gravemente enfermo. Durante estas semanas de soledad, uno de sus profesores, el reverendo Walter Mayers, que era de confesión evangélico-calvinista, trajo al joven alguna lectura espiritual. Estas fueron las circunstancias que provocaron  el  primer  desarrollo  profundo  de su vida religiosa y removieron la llamada  interior  a  la  conversión.  Dejemos que Newman mismo nos lo cuente:

«A mis 15 años (en el otoño de 1816),  un  gran  cambio  tuvo  lugar en mí. Caí bajo la influencia de un Credo definido, y recibí en mi inteligencia impresiones de dogma, que,  por  la  misericordia  de  Dios,  nunca se han borrado ni oscurecido» (Apo 5).

Esta es la luz que Newman distinguió por primera vez en su vida. Aunque dicha «conversión», como él  siempre  llamó  a  este  gran  cambio,  fue sentida profundamente, no tuvo un carácter sentimental. El grupo evangélico-calvinista nunca la reconoció como conversión, según su definición usual. Lo que constituyó la esencia  de ésta  para el  joven  fue el carácter doctrinal de una certeza religiosa. Tras este cambio a sus 15 años, no existirá para Newman ninguna religión sin  una doctrina  claramente  definida, verdadera e irreformable con  respecto  a Dios  y a  nuestra  relación  con Él. Newman  aceptó  en  esta  etapa  toda  la  doctrina  del  Credo  Atanasiano y quiso probar,  como  un  ejercicio  personal,  todas  las  doctrinas  presentes en la Sagrada Escritura. Esta profunda convicción  de la necesidad  del dogma permaneció con él durante toda la vida, y sería  la causa  de  una  continua lucha contra  el  liberalismo  en  cuestiones  religiosas.  Newman  definió el liberalismo como el principio antidogmático por excelencia con sus consecuencias lógicas.

Junto con las grandes doctrinas Cristianas, aceptó también una enseñanza calvinista que habría de abandonar al cabo de cinco o seis años: la perseverancia final y predestinación. Esta doctrina jugó un papel de suma importancia en 1816. Newman habla de esto en la Apología:

«...creo que tuvo alguna influencia sobre mis convicciones, en el sentido de mis imaginaciones de niño..., me aisló de los objetos que me rodeaban, me confirmó en mi desconfianza de la realidad de los fenómenos materiales, y concentró mis pensamientos en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo mismo y mi Creador» (Apo 5).

Estos términos, «Yo mismo y mi Creador» son famosos. Para el joven Newman, la existencia del mundo invisible nunca estuvo en duda. Aceptaba el mundo, visible y externo; pero este mundo tenía sentido sólo como un factor intermedio entre Dios y el hombre.

Su convicción con respecto al mundo invisible le llevó, en este mismo período, a otra conclusión. Newman mismo lo explica:

«Tengo que mencionar, aunque lo hago  con  gran  repugnancia, otra impresión profunda que se apoderó de mí  por este tiempo, en otoño de 1816,... que era voluntad de Dios que llevara vida célibe. Este presentimiento... estaba en mi mente más o menos en conexión con la idea de que la vocación de  mi  vida entrañaría  el sacrificio  que supone el celibato... Ello acreció mi sentimiento de separación del mundo visible, del que he hablado anteriormente» (Apo 8).

No debemos olvidar que Newman era miembro de una Iglesia que permitía un clero casado.

En aquel mismo año, 1816, Newman entró en la  Universidad  de Oxford, y en 1817 se hizo estudiante de 'Trinity College'. Fue un universitario serio y tenaz, demasiado reservado para algunos de sus compañeros. Bajo la dirección de su tutor, el Dr. Short, se preparó para el primer examen: Bachiller en Artes. Apuntaba a la mayor calificación, «cum alta distinctione», la nota de excelencia reservada para los mejores estudiantes.

Durante estos primeros  años  en  Oxford,  Newman  estaba  inspirado por una fuerte rigidez moral,  que era consecuencia  del factor  calvinista  en  su conversión de 1816. Escribió a su hermano mientras estudiaba para el examen de Bachiller:

«La quietud e inmovilidad de todo alrededor mío, tienden a calmar y a adormecer las emociones, que la cercanía de estos importantes exámenes y un coraz6n demasiado ansioso de fama y temeroso de un fracaso, están continuamente tratando de excitar... Mi diaria,  y espero que sincera, oraci6n es que no obtenga  ninguna  distinción  en ellos,  o  se convertirán para mí en causa segura de pecado» (Mvz. I 43).

En 1820, estos exámenes terminaron mal. Newman se recobró rápidamente de su disgusto, y se aplicó a sus estudios personales: Su padre le preguntó pronto acerca de sus planes. Por lo que,  en  enero de 1822,  escri­bió en su diario:

«Mi padre dijo esta  mañana  que  debo  decidirme  sobre  lo  que  he de ser... Así que escogí, y me determiné por  la  Iglesia.  Gracias  a  Dios, esto es por lo que he estado rezando» (A. W. 180).

Por lo tanto, Newman decidió hacerse un  fellow de  uno de los  grandes Colleges de Oxford, es decir, un hombre de Iglesia y un hombre de estudios. Un año después  de  su fracaso  en  el examen  para  el  Bachillerato en Artes, intentó lo que parecía imposible: aspirar a la  más  envidiada  y menos accesible fellowship, la de Oriel College. Por estos tiempos, los fellows de Oriel College se distinguían tanto por el prestigio  de  su  talento como por su independencia de espíritu. El 12 de abril de 1822 ocurrió el milagro. Newman, todavía muy joven, con escasos 21, produjo  una  excelente impresión entre los profesores del tribunal. Escribió en su diario:

«Esta mañana fui elegido fellow de Oriel». Desde este momento su futuro estaba asegurado, y ocupaba ya un lugar en la élite intelectual de Oxford, aunque todavía se conservaba tímido y, en apariencia, inseguro».

El 13 de junio de 1824, Newman fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana. Fue un día muy importante para  él,  aún  más  que  su  ordenación como sacerdote Anglicano al año siguiente. Apuntó en su diario que desde ese momento pertenecía al Señor,  y  que  por  el  resto de su  vida sería responsable de las almas que el Señor le confiar.  Obtuvo  inmediatamente un puesto de coadjutor en la parroquia  de  San  Clemente,  la  más pobre de Oxford. Visitó a todo su rebaño, y frecuentaba especialmente  las casas de los enfermos. Este contacto cercano con sus feligreses  tuvo  un  efecto saludable: Newman cortó sus últimos lazos con el evangelismo­calvinista de su conversión a los quince años.

La luz que recibiera en 1816 fue  purificada.  Pero  durante  algún  tiempo corrió el riesgo de ser oscurecida. El joven fellow de Oriel se dejó conquistar  por  el  espíritu  del  colegio,  una  especie  de  humanismo   sereno que con frecuencia terminaba en diletantismo  intelectual,  que  buscaba más la originalidad  de  las  ideas  que  su  verdad.  Newman  se  halló ante  esta  tentación   del  espíritu,  este  liberalismo   que  implicaba   la emancipación   del   pensamiento   y   el   rechazo   de   toda   autoridad   fuera de  la, razón.

Su contacto con el espíritu liberal en Oriel no fue completamente negativo para Newman. Era lo suficientemente inteligente  para reconocer la sabiduría de quienes no sostenían ideas calvinistas. Gracias a la influencia de éstos, le fue posible descubrir en estos años el valor del Bautismo, sobre y muy por encima de la noción calvinista de conversión y predestinación. Whately tuvo desde el primer instante un  presentimiento del valor y mérito que Newman escondía bajo su modesta apariencia,  y le ayudó a salir de sí mismo y a ocupar  su  propio lugar  entre  los intelectuales de Oxford. Hawkins, otro miembro de Oriel, desplegó  una severa crítica del estilo de Newman, que era todavía demasiado retórico. En gran medida, debemos a esta influencia la clara simplicidad  y la precisión  que llevó a Newman a ser un clásico del lenguaje inglés.

Podemos decir que sus primeros años en Oriel fueron años de búsqueda. Fue influido por las ideas racionalistas y liberales de la mayoría de los que vivían con él. A pesar de esto, conservó una clara rectitud de conciencia y un vivo deseo de progreso moral. Escribía a un amigo: «Algo resistía dentro de mí». De esta forma, indicaba que aquél no era su propio camino. Pero tuvo que esperar algunos años antes de redescubrir  al Dios  de su primera conversión. En la  Apología, Newman  nos dejó constancia de este cambio:

«Me dejé arrastrar por el liberalismo del día. A fines de 1 27 desperté bruscamente de mi sueño  por dos terribles  golpes: la enfermedad y el dolor» (Apo. 14).

Su enfermedad fue el resultado de un extremo agotamiento mental. Newman había pasado a ser tutor en Oriel, y  tenía  responsabilidades  directas sobre los estudiantes. El remedio para esta enfermedad fue sencillo: largas caminatas al aire libre, hechas en soledad la mayoría  de las  veces.  Estas caminatas le dieron el tiempo y la oportunidad de  reflexionar  y  de rezar.

El segundo golpe fue  la  muerte  de  Mary,  su  hermana  menor.  Entre el primogénito y su hermana favorita había existido una relación muy estrecha, tejida en sus conciencias, y casi desconocida para la familia. Esta muerte repentina, y la forma  en  que  ella  la  aceptó,  mostraron  a  Newman en toda su terrible grandeza la presencia y acción del Dios vivo. Este Dios podía cambiar radicalmente una existencia, como la de Mary, que ya le pertenecía a Él. Newman sintió aún más  que  la  presencia  de  Dios  en  su vida era tan real como en el día de su conversión.

Por su muerte repentina, Mary rindió un gran servicio  a su hermano. El espíritu de éste, que como hemos visto estaba más cerca de Platón que de Aristóteles, debido  a su fina sensibilidad  por  el  mundo  invisible, y el ambiente y mentalidad de «Oriel College», le empujaban peligrosamente hacia la creación de un mundo abstracto al que su pensamiento habría rodeado de objetos puramente formales. Sin embargo, desde este momento, Newman se volvió un convencido realista que contemplaba un universo de personas, y  a éstas dentro de  un  mundo de fe sumergido  en  la gloria soberana del Dios vivo.

Uno puede sorprenderse ante el efecto causado por  un  suceso  familiar. Pero Newman  se  había  preparado  inconscientemente  durante  uno  o dos años. Había abandonado la parroquia de San  Clemente  para  hacerse cargo de «St. Alban's Hall», uno de los centros  de Oxford,  como  vicerrector. Al cabo de un año regresó a  Oriel  College,  donde  pasó  a  ser  un  tutor, y vicario de la parroquia de Santa María, la iglesia  universitaria  de Oxford. El párroco de  esta  iglesia  había  sido  siempre  un  residente  de Oriel, College consagrado a la Santísima Virgen mucho  antes  de la  Reforma en el siglo XVI. Aunque vivía  poca  gente  dentro  de los límites de San­ta María, la parroquia estaba bastante extendida, pues incluía la villa de Littlemore en las afueras de Oxford. Newman tomó muy seriamente  sus nuevas responsabilidades. El deseo  de  entregarse  plenamente  a  su  misión en la Iglesia tomó una forma personalísima. Admitió en él una vocación intelectual. A un amigo escribía:

«No te diré sino que desde hace algunos años ha venido creciendo dentro de mí un convencimiento {más o menos desde que fui elegido a este puesto) que muchos hombres no permanecieron en Oxford como debieran, y, al mismo tiempo, que era mi deber no tener  ningún  plan más allá de residir en un College. Atravesando  cien  millas de campiña en el camino de ida y vuelta a Brighton, puedes estar seguro que la fas­ cinación por la vida del campo me llama cada vez. Sería realmente una tentación muy fuerte que me fuera ofrecida una parroquia en el campo, cuando ahora hasta ser coadjutor presenta un  encanto  inexpresable... Una cosa que he deseado seriamente desde hace años y que espero sin­ ceramente es no ser rico, y añadiré: (aunque aquí estoy más convencido unas veces que otras) no ascender dentro de la Iglesia. Los hombres más útiles no son los que han sido más exaltados» (Moz. I 230.231).

Poco después de la muerte de Mary, Newman tomó una decisión importante: decidió leer en orden cronológico todos los Padres Griegos y Latinos. La patrología no era una «terra incognita» para él. Tras su con­ versión de 1816, Newman había leído algunos extractos de estas obras y  los retenía como un tesoro precioso. Lo recordó en una conferencia en Birmingham en 1850:

«Desde que era niño, mis pensamientos se volvieron hacia la Iglesia primitiva, y especialmente hacia los primeros Padres a través de la lectura de la 'Historia de la Iglesia' del calvinista John Milner. No he perdido, ni padecido nunca mengua en la profunda y agradable impresión que dejaron en mi mente sus descripciones de san Ambrosio y san Agustín.  Puedo  decir  que  desde  entonces  la  visión  de  los, Padres fue siempre en mi imaginación un bello paraíso, a cuya contemplación dirigía mis pensamientos de tiempo en tiempo, siempre que estaba libre de los compromisos propios de aquel momento de mi vida» (Diff. 370-371).

El primer fruto de sus lecturas sobre patrística fue el  resurgimiento en él del significado de la fe. Desde los quince años,  había sabido que la  fe era una sumisión y una adherencia a un orden de verdades que sobre­ p' asaban  el  entendimiento  humano.  Ahora  entendió  que  este  proceso  de­ mandaba primero la fidelidad del corazón antes de involucrar  el arbitraje de la mente. En 1845 escribió estas líneas, que clarifican su experiencia de muchos años:

« … que la búsqueda de la verdad no es la mera satisfacción de la curiosidad; que su obtención no tiene nada del regocijo de un descubrimiento, que la mente está bajo la verdad y no sobre ella, y  que  está  obligada no a erguirse sobre ella, sino a venerarla;... éste es el principio dogmático que tiene fuerza» (Dev. 357).

La fe es un don y una llamada. Al responder a la voz de Dios,  el  hombre no entrega su asentimiento,  lo  da  antes  de  elaborar  razonamientos. Estas reflexiones sobre el asentimiento de la fe y la relación entre fe y razón fueron de extrema importancia para Newman. Esta reflexión lo acompañó durante toda su vida. El tema de sus quince sermones universitarios no es otro que la relación  entre  fe  y  razón.  Antes  de  publicar  en 1870 su obra maestra en filosofía, «La Gramática del Asentimiento» consideraría incompleta la misión de su vida.

Lo que atrajo aún más a Newman a la Iglesia de los Padres fue el testimonio  vivo  de  una  conciencia  religiosa  con  pleno  dominio  de  su  fe y de sus privilegios divinos. En los Padres descubrió las  actitudes  necesarias: adherencia absoluta  a  la  Palabra  divina,  sumisión  y  dependencia  de  la mente, respeto profundo por el misterio Cristiano, y un  espíritu  de  silencio y de fervor en la oración.

Newman se dispuso a practicarlo. Lo encontramos reflejado en sus sermones. No era el único en Oriel que aspiraba a este elevado ideal. Encontró nuevos amigos: Hurrel Froude, John Keble, Pusey, y pronto los hermanos de Wilber Force. Todos ellos eran miembros de la High Church,  un grupo dentro de la Iglesia anglicana más centrado en el dogma que la  Iglesia anglicana  que  Newman  había  conocido  desde  niño.  Intentó  llevar  a cabo junto con  ellos  la  vocación  que  tenían  en  común: ser  hombres  de la Iglesia, como ministros de la Iglesia anglicana e intelectuales al servicio. Gracias a los Padres, Newman había comprendido la importancia de la influencia personal. Le escribió a un amigo:

«Los hombres viven después de su muerte. Viven no solamente en sus escritos o en las crónicas de sus historias, sino aún más en aquella ágrafos comúnmente expuesta en una escuela de discípulos que trazan su parentesco moral hasta ellos. Ya que la verdad moral no es descubierta a través de la razón, sino por la práctica de hábitos; entonces ésta no es obtenida en los libros, sino en la instrucción oral» (Moz. I 231).

Newman y sus amigos, que eran tutores de Oriel, hicieron de este ideal el modelo de su relación con los estudiantes. Sabían que eran responsables de la formación intelectual de estos jóvenes -e hicieron todo lo posible para que su College mantuviera la distinguida reputación por sus altos niveles intelectuales- pero dieron aún más importancia a la formación moral y religiosa. Para lograr mejor su propósito, introdujeron una reforma en el sistema de tutores del colegio. Sin embargo, el probo Hawkins, una de las grandes lumbreras liberales de Oriel, no respetó ni sus principios ni su propósito, y después de largas explicaciones por ambas partes -explicaciones inútiles al final- Hawkins dejó de encomendarles estudiantes. Así que, en 1831, Newman terminó su período como tutor y empleó el tiempo libre en pulir su primer libro, «Los Arrianos del Siglo Cuarto» y en preparar mejor sus sermones. Estos siempre atraían muchedumbres  cada  vez  mayores  a Santa  María,  compuestas  no sólo  por feligreses, sino también por estudiantes de todos los Colleges de Oxford.

En el verano de 1832  le fue  aconsejado  a  Hurrel  Froude  un cambio de clima debido  a  su  mala  salud.  Éste  invitó  a  Newman  a  un  viaje  por  el Mediterráneo, junto con su padre, el arcipreste Froude. Aun cuando Newman se sentÍa libre de sus responsabilidades en Oriel, dudó en un principio, pero finalmente aceptó la invitación. Aunque  siempre  consideró este viaje como «una pérdida de tiempo, cuando la vida es tan corta» -éstas  son  sus  propias  palabras-  al  final  de  la  gira   decidió  no   regresar  a Inglaterra junto con los  Froude,  sino  que  se  fue  solo  a Sicilia.  Después de unos días cayó gravemente enfermo con fiebre. Ninguno,  excepto  el mismo Newman, pensó  que  se  recuperaría.  Esta  enfermedad  fue  para  él  un castigo por haber escogido una satisfacción  puramente  egoísta.  Dieciocho meses después de esta experiencia, habló de ella en  un  pasaje  re­velador:

«Al siguiente día, mis sentimientos de reproche aumentaron. Parecía descubrir cada vez más mi completa vaciedad. Empecé a pensar en todos los principios que profesaba, y sentí que eran meras deducciones intelectuales de una o dos verdades evidentes... así es como me miro a mí mismo, casi como un vitral que transmite calor, siendo frío él mismo. Tengo una vívida percepci6n de las consecuencias de ciertos principios evidentes, una capacidad intelectual considerable para deducirlas, el refinamiento para admirarlas, y aun el poder retórico o histriónico para representarlas. Sin tener un gran amor (es decir,  un  amor nada  vivo)  por este mundo, ya sean riquezas, honores o cualquier otra cosa,  pero con una cierta firmeza  y dignidad  natural  de carácter,  tomo sobre  mí la profesi6n de esas consecuencias como si cantara una melodía que me gustase -amar la Verdad pero sin poseerla- porque creo  estar  en  el fondo casi completamente vacío, esto es, con poco amor y escasa renuncia a mí mismo. Creo tener alguna fe, eso es todo. En cuanto a mis pecados, me exigen no poca fe para ser cubiertos y ganar su remisi6n» (A. W. 125).

Este es un rudo análisis de sí mismo. Sin embargo, y a pesar de su sentido de culpabilidad, Newman permaneció consciente de no haber pecado contra la Luz, y del hecho de que a través de esta experiencia, Dios quería llevarlo más allá, mostrándole una luz que aún no había  visto, y  que demandaba mayor entrega. Leamos otros pasajes de sus memorias:

«De lo que quise primero  hablar fue  de la Providencia  y del extraño significado de ésta. Casi  pensaba  que  el  demonio  vio  que  yo  iba  a ser un instrumento útil, y trataba de destruirme. La fiebre era extremadamente peligrosa. Durante una semana mis enfermeros me dieron por muerto. Muchas personas morían de esto en  todas  partes,  aún  así  siempre tuve una firme sensación de que me recobraría. Le dije esto a mi sirviente, y como razón le di... que  pensaba  que  Dios  tenía  un  trabajo para mí: creo que estas fueron  mis  palabras  exactas.  Y  cuando,  después de la fiebre, iba de camino  a  Palermo  tan  débil  que  no  podía  caminar por mí  mismo,  me  senté  en  la  cama...  y  sólo  era  capaz  de  decir  que no podía sino pensar que Dios me  reservaba  algo  que  debía  hacer  en  casa. Esto se lo repetía mi sirviente...» (A.W. 122).

«Sentía que Dios estaba peleando contra mí -y por fin supe por qué- era debido a mi voluntad antojadiza. Me di cuenta que había sido muy voluntarioso... A pesar de eso sentí y continué diciéndome 'no he pecado contra la Luz'. Y en una ocasión  tuve el sentimiento  consolador y convincente del amor de elección de Dios. Me pareció sentir que yo  era Suyo.» (A. W. 124-125)

Durante estas semanas en Sicilia, el  espíritu  de  Newman  fue  curado de ilusiones, lo que dio  paso  al  deseo  de  un  abandono  más  completo  en las manos de Nuestro Señor. Cuando regresó a Inglaterra  en  julio de 1833, sabía que tenía una misión que cumplir en su Iglesia, y estaba  completamente listo para emprenderla. Era un momento crítico para la Iglesia de Inglaterra, amenazada desde su  interior.  Newman  era  consciente  de  esto.  La señal para entrar en acción no tardó mucho en llegar.  Algunos  días  después de su llegada, asistió a un sermón predicado por Keble sobre la Apostasía nacional dentro de la Iglesia anglicana. Aunque algunos de sus amigos consideraron la posibilidad de formar una  gran  comisión  nacional para remediar esta situación, Newman y  Froude  eran  de  la  opinión  que, para llevar a cabo tal  ofensiva,  un  ejército  regular  sería  menos  efectivo  que un grupo móvil y agresivo de combatientes libres. Esta resolución dio origen al Movimiento de Oxford. Los principios fundamentales fueron expuestos en numerosos tracts (folletos con artículos cortos). El  primero  de ellos, en septiembre de 1833, fue de Newman. Iba dirigido  al clero  anglicano, y trataba de hacerles conscientes de la gran misión que se les había confiado en su ordenación presbiteral. Aun cuando el clero anglicano era en su mayor parte inactivo, lánguido y sumergido en una vida sin preocupaciones, los tracts hallaron pronto una gran acogida.

A través de ellos, Newman y sus amigos deseaban iniciar un retorno a las fuentes dogmáticas de la fe, y también una reforma litúrgica y sacramental. Pero esta reforma no se detuvo aquí. El fundamento del pensamiento de Newman era el afán religioso de salvación, la noción  bíblica  del hombre pecador deseando el paraíso perdido, la ansiedad de una  reconciliación y de una libertad espiritual, que no podrían alcanzarse sin la gracia de Jesucristo. Predicaba una ascética exigente destinada a llevar a las almas a la conversión y al progreso espiritual. En cierto sentido, los tracts dan el tono, mientras que los sermones de Newman en Santa María tienden a definir las condiciones de esta reforma espiritual. Ésta no ocurrió dentro de un grupo de unos pocos iniciados, corno fue el caso de otros movimientos de renovación existentes. Por el contrario, esta conversión ocurrió dentro del seno de la Iglesia institucional y de la comunidad cristiana. Esta última les ofreció sus ritos y sacramentos  de acuerdo  con  el uso establecido heredado de la Cristiandad Apostólica. Se dirigía  a abrir los corazones  de las personas a la llamada del Evangelio, y a disponerlos  a entrar por la puerta estrecha de la renuncia y la sumisión a Dios.

Este intento de reforma espiritual, ascética, dogmática, litúrgica y sacramental encontró un gran eco y dio frutos durante muchos  años,  más allá del propio Movimiento de Oxford, que todavía afectan a la Iglesia anglicana de nuestro tiempo.

Paralelamente a los tracts y a la predicación, se llevó a cabo un esfuerzo dentro del movimiento en el  campo  literario.  Se  intentaba  difundir las obras maestras de espiritualidad anglicana, y aun católica, de los siglos pasados, así corno las obras de los Padres.

Tras extenderse rápidamente por uno o dos años, el Movimiento de Oxford profundizó en su reflexión teológica. Newman publicó dos obras doctrinales: «El Oficio Profético de la Iglesia» y las «Conferencias sobre la Justificación». Quería asegurar a la Iglesia de Inglaterra  una  situación  propia, la de la « Vía Media», Puesto que  atribuía  sucesión  Apostólica  a  la Iglesia anglicana, ésta vino a ser distinguida tanto del Protestantismo derivado de la Reforma, corno de las supuestas corrupciones que habrían falsificado al Catolicismo Romano. No consideraba esta Vía Media como un compromiso oportunista. Por el contrario, Newman  parece  haber  visto  en ella la verdadera esencia del catolicismo según fuera definido por  la tradición de los Padres y por los teólogos  anglo-católicos del siglo  XVII en los  que se apoyaba. Era, pues, sincero en su defensa de la Iglesia anglicana.

Quería salvarla demostrando que la Vía Media era la fuente fecunda a la que la Iglesia establecida había  de volver  para dar expresi6n  de fidelidad a sus principios constitutivos, tanto en obras como en su vida.

En 1839, el Movimiento de Oxford alcanzó su cumbre. Fue para Newman el año de sus  primeras  dudas.  Wiseman,  un  sacerdote  Católico que había conocido en Roma en 1833, publicó un artículo  en el  que  indicaba una analogía entre  la  posici6n  anglicana  con  respecto  a  Roma  y  la  de los Donatistas  con  la  Iglesia  del siglo  V. El  artículo  afectó escasamente a Newman; pero hizo uso de él para profundizar en  sus  lecturas  de  los  Padres del siglo V  con  relación  a  la  herejía  monofisita.  De  repente,  tuvo la impresión de que, en sus líneas generales, existía una coincidencia  entre esta herejía del principio del siglo V y el conflicto entre Roma y la Iglesia anglicana de los siglos XVI y XIX. Escribe en la Apología:

«Mi fuerte era la antigüedad, y ahora, a mediados del siglo V, me parecía ver reflejada la cristiandad  de los siglos  XVI  y  XIX. Vi  mi  cara en ese espejo: ¡yo era un monofisita!» (Apo. 114).

Newman quiso decir con esto que,  por  un  instante,  notó  una similitud entre las posiciones de los diferentes grupos. Como grupo  de  monofisitas moderados, los eutiquianos declaraban no pertenecer ni  a los  monofisitas radicales, ni a  la  Iglesia  de  Roma.  Así  es  como  veía  la posici6n  de la Iglesia anglicana  entre  el  protestantismo  y  la  Iglesia  Romana.  Entendía a donde le estaban conduciendo las consecuencias de estas lecturas:

«Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y monofisitas eran herejes, si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los Padres de Tremo que no fueran también  contra  los Padres de Calcedonia; difícil condenar a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo quinto» (Apo. 115).

Pero Newman no estaba completamente convencido, y durante varios años no llegaría a estas conclusiones. El artículo de Wiseman contenía una  cita  de San  Agustín  que  le llamó  la  atención: «Securus  iudicat orbis terrarum» (el mundo entero juzga de forma segura). Esto planteaba el argumento  de  la  catolicidad  en  favor  de  la  Iglesia  de  Roma.  En  el  siglo quinto, como en el XVI durante la reforma anglicana, la Iglesia entera estaba innegablemente del lado de Roma. En el verano de 1839, Newman pensó  por  primera  vez:  «Tal  vez  Roma  está  en  el  lado  de  la  verdad, y   nosotros  en  el  error».  Esta  idea,  sin  embargo,  desapareció rápidamente, y continuó defendiendo a la Iglesia anglicana.  Pretendía  atribuirle  las cuatro señales de la auténtica Iglesia de Cristo: unidad,  catolicidad,  apostolicidad y santidad.

Dos años después, al principio de 1841, publicó el famoso tract  90,  el último de la serie. En éste desarrollaba la idea de que los Treinta y nueve Artículos, que forman la carta de constitución de la Iglesia anglicana, coincidían esencialmente con los dogmas del Concilio de Trento, luego de purificarlos de las interpretaciones de Roma que deformaban su significado. Newman había encontrado un argumento esencial a favor de su tesis. No menciona el hecho histórico de que los Treinta y nueve Artículos fueron redactados mucho antes de la promulgación de los decretos del Concilio de Trento, por lo que no pueden ser entendidos como  una condenación de este último. Pero aquí Newman entró en colisión con el prejuicio anglicano, demasiado envuelto en protestantismo e incapaz de aceptar tal posición católica. La reacción fue inmediata y violenta. En menos de 24 horas el tract 90 fue censurado por las autoridades de la universidad de Oxford. Unas cuantas horas después, Newman redactaba un documento aclarando su postura. En el curso del año, los obispos anglicanos, uno tras otro, censuraron también el artículo.  Los tracts fueron  suspendidos  ante  la petición expresa del obispo de Oxford. Newman estaba bajo sospecha. Los horarios de la cena fueron modificados en los Colleges de Oxford para que los estudiantes no pudieran ir a Santa María cuando Newman predicaba.  Pusey  fue  condenado  por  defender  la  presencia  real  en  la  Eucaristía.

Debido a estos acontecimientos, Newman llegó a darse cuenta  de  que la Iglesia anglicana no era parte de la única Iglesia Católica. Durante ese año de 1841, un obispo anglicano  fue  nombrado  para Jerusalén.  Iba  a ser en esta sede no sólo obispo para los anglicanos,  sino también  para  los luteranos (el nombramiento era ante todo un gesto político), y para todos los protestantes y disidentes cristianos que residieran en la Ciudad Santa.  Para  Newman,  esto  significó  la  negación oficial  de  la  apostolicidad por parte de la Iglesia anglicana.

Newman retomó ahora los estudios sobre el arrianismo y se encontró con las mismas analogías que había afrontado en 1839. Las posiciones arrianas y semi-arrianas de los siglos IV y V correspondían a las de los protestantes y anglicanos del siglo XIX, mientras que la Iglesia de Roma mantenía la misma posición. La Vía  Media  estaba  destruida: sólo  existía en el papel.

Con respecto a su  pertenencia  a la Iglesia  anglicana,  Newman  entró  en una lucha larga y dolorosa. Se retiró de la vida de la Universidad para vivir en la soledad de  Littlemore.  Deseaba  retirarse  también  de  Santa María y  dejar  su  parroquia  a  otro  vicario;  pero  Keble,  cuyo  consejo pidió,  lo  desaconsejó  expresamente.   Newman   no  renunció,   pero  en  este  momento  aspiraba   sólo  a   una   vida   de  oración   y   estudio.   Escribió a su obispo:

«Con el mismo fin de mejoramiento personal, consideré más seria mente un proyecto acariciado desde mucho  tiempo  atrás.  Durante  muchos años, por los menos trece, he deseado entregarme  a  una  vida  de mayor regularidad religiosa que la hasta entonces llevada; pero es verdaderamente desagradable confesar semejante deseo aun  a  mi obispo,  porque parece arrogante y me compromete  en  un  papel que  acaso se  reduzca a nada... La resolución  de  la  que  hablo  ha  sido  tomada  únicamente con relación a mí mismo. .. Y siendo una resolución de años,  a  la  que siento que Dios me ha llamado, y no violando ley alguna de la Iglesia... tendría que responder,  de  no  seguirla,  como  puerta  que  me  ha  abierto  la Providencia» (Apo. 174, 175).

A pesar de esta resolución, Newman no permaneció solo en  Littlemore.  Muchos  hombres  jóvenes  fueron  a  vivir  con  él.  Algunos  de  ellos le habían precedido en su movimiento hacia Roma, y se sentían desorientados antes de  hacer  su  decisión  final.  Otros  le  habían  seguido  de  cerca en el Movimiento de Oxford, y se sentían perdidos en medio de todas las insinuaciones contra lo que era fundamental para ellos.

Newman no los empujó de ningún modo  hacia Roma.  Al contra­rio, les advirtió que no actuaran precipitadamente, ayudándolos y en ocasiones forzándolos a ver las cosas con calma y en  la  presencia  de Dios. Procuraba evitar cualquier cosa que pudiera dar la impresión de ser una reacción ocasionada por una sensibilidad herida o por una atracción imprudente.

Para algunos de estos jóvenes, Littlemore fue una residencia temporal. Vivían con Newman y seguían un horario muy estricto. La casa, que aún está en pie, y las comidas eran austeras. Pasaban largas horas en oración, algunas veces en silencio y otras en común. Gran parte del día era pasado en silencio. Los períodos de recreo eran muy alegres, y Newman  no hacía referencia entonces a problemas o preocupaciones. Él mismo invertía mucho de su tiempo ayudando a sus jóvenes compañeros en sus dificultades, contestando la numerosa correspondencia. Si le quedaba tiempo lo dedicaba al estudio. La vida en Littlemore no era tan  tranquila  como uno podría pensar a partir de esta descripción. Newman sufrió de la persecución de los curiosos y de quienes le acusaban de ser papista. Fue  un tiempo muy doloroso. Dice en la Apología:

«¿Qué hace ese hombre  en  Littlemore?  ¿Qué  hacía  allí?  ¿No  me he apartado de vosotros? ¿No he abandonado mi puesto y mi cargo? ¿Soy, acaso, el único de los ingleses que  no tenga el privilegio  de ir  donde me dé la  gana,  sin  que  se  me  interrogue?...  ¡Cobardes!  Si  yo  diera un solo paso adelante, correríais desbandados. No os temo... Lo que me abruma es que los obispos siguen atacándome, aunque me he rendido completamente. Es este secreto temor de mi corazón el que me dice  que ellos obran bien, porque no tengo  parte  con  ellos.  No  puedo  entrar  o salir de mi casa sin que ojos curiosos se claven en  mí. ¿Por  qué  no que­réis dejarme morir en paz?» (Apo. 172).

Durante los primeros dos años en Littlemore, Newman intentó probar que la Iglesia anglicana no carecía de la señal de santidad. Publicó una serie de «Vidas de los Santos Ingleses». Pero el público no tuvo interés en ellas.

En  1843,  decidió  dedicarse  a  otras  iniciativas.  En  febrero   consideró que era su deber retractarse públicamente de cualquier  cosa  que  hubiera dicho contra las enseñanzas y ritos de Roma.

La inesperada conversión de un  joven  al que  Newman  había  tratado de retener en el anglicanismo, le empujó  a  renunciar  a  toda  responsabilidad oficial dentro de la Iglesia  anglicana.  El 18 de septiembre  fue  relevado de sus responsabilidades en Santa María, y el  26 dio en  Littlemore  su  último sermón titulado «La Separación  de  Amigos».  Newman  reconocía  todo el bien que perdería al abandonar el anglicanismo. Reflexionó así sobre la Iglesia anglicana:

« ¡Oh, Madre mía!, ¿cómo te sucede esto: llueven sobre ti cosas buenas y no las puedes conservar, crías hijos y no te atreves a hacerlos tuyos? ¿Por qué no tienes la habilidad de usar sus servicios, ni el corazón para regocijarte con su amor? ¿Cómo es posible que cualquiera que sea generoso en su propósito, cariñoso o  profundo en su  devoción,  flor y promesa  tuya, salga  de tu  seno  y  no encuentre  lugar en  tus brazos? ¿Quién  ha  puesto  esta  injuria  sobre  ti...  ser  extraña  a  tu  propia  carne, y tus ojos crueles; para con tus pequeñuelos?  Tu  propia  prole, el fruto  de tu vientre, que te ama y que se sacrificaría por  ti,  tú  lo ves  con  temor, como si fuera un monstruo, o bien  lo rechazas  como a  una  ofensa. A lo más, los toleras como si no tuvieran más derecho que a tu paciencia, compostura  y  vigilancia,  para  deshacerte  de ellos  tan  fácilmente como puedas. Tú los haces 'permanecer quietos todo el día' como la única condición para soportarlos, o los despides a otro lugar donde sean mejor recibidos, o los vendes por nada al primer extraño que pase.

Y, ¡Oh, mi rebaño! ¡Oh, corazones dulces y afectuosos! ¡Oh, queridos amigos!, si llegáis a conocer a alguien cuya tarea haya sido, por escrito o por palabra, ayudaros de algún modo a  actuar  así, si  alguna vez os dijo lo que sabíais de vosotros  mismos,  o  lo que  no conocíais, os ha revelado vuestros deseos y sentimientos, y consolado por el mero hecho de revelároslos, si os ha hecho sentir que existía una vida superior a ésta, y un mundo más brillante qué éste que veis, si os ha dado valor, si lo que dijo o hizo os ha llevado a interesaros por  él, y os sentís inclinados hacia él, recordadle en los tiempos que vienen, aunque ya no le oigáis, y rezad por él para que en todas las cosas conozca la voluntad de Dios y esté listo en todo tiempo a cumplirla (S. D. 407-408. 409).

Newman  vivía ahora en la Iglesia anglicana  como un  laico.  Esperaría aún otros dos años antes de abandonarla. ¿Por qué esta espera? En sus escritos de este período  encontramos  suficientes  observaciones  sobre el estado cismático del anglicanismo. Pero, ¿estaba Newman convencido que la Iglesia Romana  era  la  única Iglesia?  El 4 de  mayo de 1843 escribe  a Keble:

«Estoy mucho más cierto de  que  Inglaterra  está  en  el  cisma  que las adiciones de Roma  al  credo  primitivo  no  sean  desarrollos,  surgidos de una penetración viva y necesaria del depósito  divino  de la fe» (Apo. 208).

En octubre del mismo año, escribi6 a Manning:

«... pienso que la Iglesia de Roma es la Iglesia Católica, y la nuestra no forma parte de la Iglesia Católica porque no está en comunión con Roma» (Apo. 221).

¿Había  cambiado,  tal  vez, de opinión?  Entonces,  ¿por qué el  retraso? Newman no cambió de opinión. En realidad estas dos cartas son muy diferentes.  Newman  trató de ser lo más claro posible con Keble  y  le indicó que su problema se hallaba en torno  a la  apostolicidad  de la Iglesia  Romana. En cambio, la carta a Manning fue una respuesta categórica en la que Newman  afirmaba  que  la Iglesia  Católica  era la  Romana  y  no la anglicana.  Ahora  bien,  catolicidad  y  apostolicidad   no  son  la  misma  cosa, aun cuando Newman reconociera que tenía que  encontrar  ambas  en  la  verdadera  Iglesia.  Muy  pronto,  tuvo  la  impresión  de  que  encontraría seguridad y paz en la Iglesia de Roma; pero sabía que no podría ceder a esta impresión antes de que su intelecto le dijese  que  no había  otro camino,  antes  de estar seguro que en su búsqueda  no  había  pecado  contra  la luz. Sólo el tiempo le pudo dar esta certeza. Consiguientemente, permaneció consciente de su deber hacia Dios, por los grandes dones intelectuales que había recibido a través de los que podía influir a otras personas y conducirlas a donde él mismo fuera. Escribió sobre estas cuestiones a su hermana Jemina:

«Aún pienso que, con el paso del tiempo y cuando las personas tengan la oportunidad de conocerme mejor, verán  que estos prejuicios no se sostienen. Entonces llegarán a ver que mi motivo es simplemente que yo creo verdadera a la Iglesia de Roma, y que he llegado a esta convicción sin ninguna culpa de mi parte» (Moz. II 450).

A principios del verano de 1845 terminó el considerable trabajo de traducir, con anotaciones, artículos selectos de San Atanasia.  Inmediatamente, empezó a poner por escrito sus reflexiones sobre el problema del desarrollo doctrinal.  Estos  pensamientos  le  ocuparían  por  casi  dos  años. La cuestión  se  reducía  a  probar  históricamente  si  la  Iglesia  Romana  era  o no apostólica. Newman especificó las características del verdadero desarrollo doctrinal  que  conservarían  la  unidad  sustancial  de  la  verdad  viva. Al definir estas  características, observó  que sólo  podían  ser encontradas  en el desarrollo de la Iglesia Católica Romana.

No llegó a terminar el libro. Los datos objetivos  tenían  tal fuerza que no pudo esperar por más tiempo. El 8 de octubre de 1845 Newman escribía a un amigo:

«El Padre Dominic, el Pasionista... duerme aquí esta noche, huésped de mi amigo Dalgairns, a quien recibió hace diez días. No conoce  mi intención, pero le pediré que haga la misma obra de caridad conmigo. No enviaré esta carta hasta que todo haya terminado» (L. D. XI 7).

Aquella misma noche Newman empezó su confesión, y a la mañana siguiente fue recibido en la Iglesia Católica Romana.

Podemos  terminar  aquí  el  relato  de  esta  búsqueda  de  la  luz.  Puede  ser  resumida  en  las  dos  conversiones   de   Newman:   la   primera   fue su movimiento hacia un Dios personal, la segunda hacia la Iglesia. Obviamente,  ésta  implica  todo  lo  que  pertenece  a  la  vida  de  fe  en  la  Iglesia  de Cristo.

Dejamos a Newman a la edad de 44 años. Tenía 89 cuando murió. Podríamos continuar este relato trazando la respuesta a  la  luz  que  percibiera en la primera parte de su vida. Sin embargo, algo nos sorprende inmediatamente. Desde un  punto  de  vista  sobrenatural,  Newman  nunca  se vio defraudado. Pero desde un punto de vista humano  y  terreno,  su  vida como católico encontró dificultades. Como anglicano, Newman había saboreado el éxito. Este consuelo le fue  negado  en  gran  medida  en la segunda parte de su vida. Su sufrimiento le fue  causado  a  veces  por  eclesiásticos. Pero no menguó  nunca su  amor  por  la  Iglesia  de  Cristo,  ni  su  alma de ap6stol, que  siempre  encontr6  la  forma  de  continuar  el  trabajo  que Dios le tenía reservado,  aun  cuando  las circunstancias no fueran  las  ideales y sus talentos no pudieran ser 6ptimamente empleados.

Sabía que Dios podía disponer de  él  como  quisiese,  y  que  Él  tenía sus propios planes y tiempos. Nunca pensó que vería el «tiempo de Dios» durante su propia  vida;  pero  las  sombras  finalmente  desaparecieron  en 1879 cuando el Papa Le6n XIII, que le conocía desde 1840,  decidi6  honrarle  y  destacar  la  obra  que  Newman  había   hecho  a  favor  de  la  Iglesia al elevarlo a la dignidad de Cardenal.

Lutgart Govaert, en https://revistas.unav.edu

Urbano Ferrer

1.        Sentidos de la acción

Desvelar la conexión entre acción, cultura e historia trae consigo desprenderse de algunos modos de entender la acción que encubren dicha conexión. En primer lugar, si tomamos la acción en sentido predicamental, en correlación con un pati, entonces acaba residiendo en el paciente sobre el que recae, quedando reducido el agente a un lugar de paso; así, la acción de abrir una puerta no está lograda hasta que la puerta no queda abierta, o el usus activus tomista de la voluntad no se cumple sin el usus passivus de las potencias movidas por ella. En segundo lugar, tampoco nos referimos a la acción acabada en sí misma (la aristotélica praxis teleia), tal que se agota al cumplirse, trae a presencia y nada más; es el ver como acción perfecta, que tiene lo visto y sigue viendo, puro presente que no marca los límites con las otras acciones. Diríamos en términos fenomenológicos que, al ver, no se ve más más allá del ver. Si en la acción-pasión no llegaba a ponerse de relieve el agente, sumido como estaba en el obrar hacia fuera, en la acción como telos el presente aparece exento, no advirtiéndose desde ella los límites en que se inserta y que la prolongarían en su propia línea.

Pero hay una tercera dimensión de la acción en la que ya se destaca el agente –como trascendente a ella–: es cuando se toma en tanto que incidiendo sobre él, que se retroalimenta con su actuación: la acción me cualifica según ella es. Aquí se sitúa preferentemente la dimensión moral de la acción. Y cabe una cuarta posibilidad en el modo de entender la acción, referida esta vez a sus límites: el agente personal cuenta con unos contornos ontológicos y éticos para sus realizaciones, por cuanto él mismo no puede ni debe ser el objetivo o meta a conseguir con su actuación –ya se trate de la persona propia o ajena–, al consistir en un fin de suyo (Zweck, no Ziel). Es lo que K. Wojtyla llama autoteleología del agente en su obrar, en tanto que se comporta como el confín que acota desde fuera lo que éticamente es realizable como acción [1].

2.        Sentido medial de la acción en la cultura

Vamos a prescindir metodológicamente de los cuatro aspectos anteriores de la acción para atender únicamente al encadenamiento de medios suscitados por ella, entre los cuales la propia acción se comporta como el primer medio: así, la escalera es medio para la acción medial de subir, el guía o volante del coche es medio relativamente al guiarlo o conducirlo, el vestido es medio para la acción-medio de vestirse, la armadura es medio de cara a ir armado… La acción que resulta en estos casos es lo que Polo llama el “hacer factible” [2], vale decir, el hacerse la acción haciendo algo externo a ella. Así pues, hacer factible significa dar lugar a medios relativamente al primer medio que los tiene a disposición y los hace funcionar: tal es la acción medial. Los medios son ciertamente en orden a algún fin, pero pasando por la mediación de la acción que los ordena al fin de ella misma. Y como los medios en singular no están separados, sino que se entrelazan en la acción que los emplea, nos sale al paso la cultura como una dimensión inseparable de la praxis o, en los términos de Polo, como un plexo de medios tal que convoca una conexión de acciones [3].

Partiendo de la acción medial entendida en estos términos cabe situar antropológicamente la cultura en distintos planos: 1º) como el cultivo de la naturaleza externa, de la que el hombre extrae lo que alberga de posibilidades con las cuales convertir el mundo en habitable: así, los cultivos agrícolas son precisos para disponer de los productos de la tierra, los pantanos y presas hidráulicas hacen posibles los regadíos fertilizantes de los secanos, la construcción de calzadas facilita el tránsito por ellas, y así sucesivamente; 2º) como conjunto de símbolos evocadores, sobrepuestos a lo que es meramente natural, pero contando con ello; aquí se sitúan sobre todo las bellas artes, en las que lo humano acusa una presencia particular valiéndose de los sonidos, los bloques de mármol o los pinceles; son modos culturales creativos, con los que se han alcanzado a veces cumbres expresivas; 3º) o bien como un conjunto de usos y costumbres comunes con los que los hombres han consolidado unos patrones vigentes (pattern) en orden a la convivencia; en este tercer sentido se hace patente la convencionalidad en la cultura, puesto que se trata de modelos variables de unos a otros pueblos, no siendo pertinente la pregunta acerca de cuál de ellos es el más conseguido.

Si bien se mira, lo común a estas formas culturales –y lo que a la vez constituye su raíz antropológica–  es su conexión con la acción, a la que prolongan según unos u otros vectores. En el primer caso se trata de alumbrar las oportunidades que la naturaleza encierra para poder actuar sobre ella; en el segundo la acción está en dar forma expresiva a materiales de suyo informes, y en el tercero la acción reside en abrir unos cauces comunicativos inéditos, sean o no lingüísticos. Y en los tres sin que se fije de una vez por todas lo logrado, sino de modo tal que quienes dispongan de esas invenciones puedan proseguirlas de modo nuevo. Lo cual está en correspondencia con el carácter inacabado de suyo de la acción humana, en tanto que se plasma en unos medios siempre elongables. Desde luego el primer medio es la mano, como órgano de la acción, pero el último de la serie no podría fijarse de antemano. Asimismo, por depender de la mano, el conjunto cultural, si bien escindible de la acción en tanto que artificio, como destacara Arnold Gehlen [4], no llega a emanciparse nunca totalmente del hombre.

Pero también se pone de relieve la conexión de la cultura con la acción si se la considera en su relación con la naturaleza, como continuatio naturae, según la fórmula repetida por Polo. Con ella se indica que no hay estratos culturales necesariamente estereotipados y antitéticos de lo natural, como desde Rousseau se ha tendido a presentar, sino que las expresiones culturales tienen su arranque e incoación en la naturaleza. La cultura entendida de este modo hace de puente entre lo meramente natural, de lo cual parte, y lo espiritual, que se apoya en los medios culturales para trascenderlos. “Nos apoyamos en símbolos, que nos envían más allá, porque no son detenciones, sino que abren su propio en, como la palabra en la voz […] Los traspasamos, trascendemos a través de ellos” [5]. La cultura se comporta, en este sentido simbólico, como estabilizadora de la acción, al dotarla de un cauce de despliegue cuya duración excede las vidas humanas. Es claro que esto no significa que con tal cauce se impidan nuevas plasmaciones culturales ni mucho menos que se paralice la acción, sino que ocurre, a la inversa, que los depósitos culturales hacen de trampolín para nuevas transformaciones; así se ve arquetípicamente en el lenguaje convencional, en tanto que nunca es un producto (Erzeugnis) acabado, sino que es más bien producción (Erzeugen) siempre en curso, siguiendo la terminología empleada por W. von Humboldt.

3.        Cultura y técnica

En los dos sentidos examinados nos encontramos con una acepción de cultura próxima a la técnica. Así, del avión de hélice se ha podido pasar al avión motorizado y de éste al helicóptero…, sin que esté diseñada la posibilidad definitiva. En su célebre conferencia sobre la técnica, Heidegger [6] puso de manifiesto cómo, conforme se ha ido desarrollando ésta, se ha hecho más patente que los medios que se emplean no son utensilios aislados, sino que se condicionan entre sí, abriendo a la vez un ámbito de acciones concatenadas, como transformar, almacenar, transportar, distribuir… Heidegger se está refiriendo al fondo estable (Bestand) de requerimientos en cadena al que remite el operar técnico singular: así, el guardabosques que calcula la madera talada es requerido por la industria maderera, que a su vez es puesta en funcionamiento por la necesidad de papel impreso, y éste por el mantenimiento de la opinión pública, la cual resulta, de este modo, condicionante y condicionada por la serie anterior. Por aquí encontramos una primera aproximación de la técnica y la cultura a la historia, de la que se ha dicho que consiste en términos generales en “hacer un poder” [7]. Luego retomaremos el nexo cultura-historia. De momento se trataba de mostrar que sólo en apariencia la cultura rige al hombre, porque en última instancia es éste el que alienta detrás de ella y la continúa en una u otra dirección.

¿En qué se diferencian técnica y cultura, partiendo de la mencionada proseguibilidad histórica que tienen en común? Sin duda ambas intersectan realmente, pero nocionalmente son distintas. La técnica expone formalmente el dominio del hombre sobre la naturaleza, tomando ésta exclusivamente como una acumulación o depósito de energías, trátese de una cuenca carbonífera, una turbina hidráulica o una zona de reservas naturales. En cuanto a la cultura, añade al saber-hacer técnico la configuración de la conducta desde una idea. Es algo subrayado por Polo: “El objeto en la mente pasa a ser objeto en la realidad a través de la configuración de la conducta humana, que se realiza de acuerdo con una idea o conocimiento. El hombre como physis es ser técnico, y tiene una actividad que es hacer: un saber hacer que constituye a los medios” [8]. Hasta aquí lo que se refiere a la técnica. Pero la cultura, añade, se cifra en la “imprescindible configuración del acto humano por el conocimiento” [9]. Por tanto, la cultura se comporta como directriz de la técnica, por cuanto sin ella la técnica se encontraría falta de proyectos por plasmar.

Se diría, pues, que en una obra humana convergen técnica y cultura, según subrayemos lo que en ella hay de transformación de la naturaleza al servicio del hombre o bien lo que tiene de materialización de una forma expresiva en la que el espíritu se reconoce como ideador y receptor de la misma, aunque no necesariamente en el mismo individuo. Ambas se complementan, evitando así, por un lado, posibles abusos de la técnica, como la fijación en lo cuantitativo o la anonimización de los resultados, y, por el otro lado, aportando la técnica a la cultura la disposición espacial ordenada de los medios en la que cobra realidad lo ideado por el hombre. Lo cual nos da pie a pasar a examinar a continuación las componentes espacial y temporal de las obras culturales, que nos allanarán el camino para comprender su subordinación antropológica a la ética.

4.        Del espacio y tiempo en la cultura al tiempo de la persona

Si en su disposición externa las obras de la cultura forman un espacio configurado, apto para ser habitado, en su surgimiento y consolidación requieren un tiempo. Espacio y tiempo son, así, indicativos de la exterioridad de la cultura y de su distanciamiento consiguiente a la persona, que no podría ser absorbida –ni siquiera integrada– culturalmente. La cultura se debe a que la persona presenta inicialmente opacidad o resistencia para sí misma y para las otras personas, habiendo de interponer signos externos para expresarse; la penetración total del cuerpo por el alma haría innecesarios estos signos. Nuestro interrogante inmediato se refiere a la posibilidad de trascender tales exterioridad y distanciamiento, naturalmente situándonos en otro plano.

Vayamos por partes. Entiendo que la cultura tiene su medida propia en el tiempo histórico, en el que arqueológicamente se articulan los medios que la componen. Así, una piedra de sílex es un fósil cultural sobre el que han actuado posteriormente diversas modificaciones, o los aperos de labranza ya inservibles y que se visitan en un museo están en la misma situación. Pero este tiempo histórico –exteriorizado y distendido– tiene un reverso, que reside en su aminoración –y en el límite anulación– cuando se lo concentra progresivamente en la persona. Lo cual implica que el tiempo por el que se mide la cultura se contradistingue del tiempo de que dispone la persona para su personalización.

Es así posible que una misma acción perfeccione los medios culturales externos y simultáneamente procure al hombre perfección interna, en tanto que no es la misma la temporalidad de los productos que la temporalidad esencial de la persona. Es lo que expone Polo con la caracterización del hombre como perfeccionador perfectible [10]. En este sentido, praxis y poíesis difieren, más que como dos tipos de acción, como dos aspectos de una acción inscritos cada uno en temporalidades distintas. En otros términos: con la acción con que completo la naturaleza externa y expreso simbólicamente la propia me puedo perfeccionar también esencialmente, por cuanto adquiero a la vez unos hábitos intelectivos y voluntarios con los que administro el tiempo de que personalmente dispongo.

De este modo, concentrar el tiempo significa el paso de la naturaleza – transformable en cultura– a la esencia (me identifico con mis actos, los hago míos). Derivadamente es también el tránsito de la cultura a la ética: el hombre como perfeccionador de la naturaleza mediante la cultura se torna asimismo perfectible, por acompañarle una esencia incrementable que hace manifiesta la libertad moral. En el primer caso estoy al nivel de la continuatio naturae, mientras que en el segundo accedo al orden de la esencia de la persona manifiesta en el yo consciente (más específicamente, en el “ver-yo” y el “querer-yo”). A diferencia del sí mismo, que presenta restos de opacidad todavía no incorporados a lo propiamente personal, el yo es la misma persona aunada esencialmente, sin distinguirse ni espacial ni temporalmente de ella.

El tiempo histórico no es, pues, el tiempo de la persona porque se desenvuelve todavía al nivel efectual en el que están inscritos los productos culturales. Así, mientras los tiempos de las distintas efectuaciones históricas son divergentes de acuerdo con los respectivos resultados a que los sujetos históricos dan lugar con sus actuaciones, en cambio, las distintas vías ensayadas intencionalmente por los agentes biográficos se van congregando y haciendo convergentes en otra intención más genérica y concentrada temporalmente por relación a la persona (por ejemplo, una profesión elegida concentra los tiempos dispersados en intentos anteriores que no eran definitivos).

5.        El tiempo histórico entre la cultura y la persona

Pero ¿qué es lo distintivo del tiempo histórico, al que hemos acudido para situar la diferencia entre el hacer cultural y el hacerse de la persona? La dilucidación del mismo repercutirá en una aproximación más completa al tiempo cultural y al tiempo de la persona, ya entrevistos como contrapuestos en el epígrafe anterior.

A diferencia de la técnica y la cultura, la historia no depende directamente del hacer intencional, sino que más bien lo enmarca desde unas coordenadas externas. Pues la historia no concierne propiamente a los acaeceres humanos en sucesión, sino al hecho de que se hayan sucedido tales o cuales acaeceres a partir de la perspectiva asumida por el historiador o simplemente por el narrador. En este sentido, el lenguaje de la historia es en estilo indirecto respecto de lo acaecido. O en otros términos: tener conciencia histórica y argumentar históricamente son algo segundo en relación con la proyección intencional de los propios actos.

No obstante, queda en pie la pregunta sobre cómo ha de ser la actuación para que posteriormente se cobre conciencia histórica de ella o, dicho de otro modo, cuál es la componente pasiva de la actuación que permite su tematización histórica. La respuesta se formula escuetamente en los términos de un estar-en-situación. Así como el tener con la mano (ekhein) es el predicamento antropológico que está en el origen del hacer técnico-cultural, el estar situado es el punto de partida antropológico de los eventos históricos. Y la historia en tanto que sucesión indefinida es posible justamente como el tránsito de una a otra situación por rebasamiento de los horizontes que respectivamente las emplazan y por la adquisición de nuevos horizontes.

Encontramos, de este modo, un cruce de temporalidades en la historia: en su estar vuelta al futuro –para ella indeterminado– la historia acusa su proveniencia de la persona, única capaz de darle una figura concreta; pero en su hacerse a partir de hechos que le vienen ofrecidos como medios, la historia está adscrita a culturas ya configuradas. Ambas temporalidades definen la situación, en tanto que quien está situado es libre y en tanto que cuenta con medios ya dispuestos, a su vez dependientes de la acción humana para darles uno u otro uso. La situación se individúa, pues, culturalmente a través de unos medios, pero que son incapaces de saturarla porque la temporalidad futuriza de quien está en situación no puede encontrarse fijada a ellos.

Por tanto, la indeterminación histórica no se colma con el desplazamiento de una a otra cultura, no es intercultural, sino que tiene su eje positivo en la libertad del agente, no proporcionada a los medios de que dispone, ninguno de los cuales ni su suma la orientan en su destinación. En términos de Polo: “Este ámbito (histórico) no es terminal: como término, su correspondencia con la acción humana es nula, es decir, ninguna acción humana es capaz de configurarse con él, de hacerlo o de alcanzarlo, de finalizar la historia. La indeterminación de la generalidad del ámbito histórico equivale a que la acción productiva no deriva de él” [11].

Por tanto, la significación originaria del futuro y del pasado sólo cabe asentarla en la libertad trascendental de la persona. Pues el futuro se ajusta con la libertad, es abierto por ella, y el pasado histórico es reunido en presencia libremente a partir de los objetos culturales. Ciertamente, ni uno ni otro son tematizados en la consideración de la ciencia histórica, para la cual sólo cuenta el pasado acontecido como dato. En efecto, según Polo, “por tener que acudir a la mediación del dato, la ciencia histórica cierra la posibilidad de entender teóricamente el pasado; ella misma no es un saber teorético, sino algo menos: una hermenéutica de datos” [12]. Pero es viable acceder a ambos vectores temporales desde el ser en situación para el que se constituye el sentido de lo histórico. En efecto, el futuro del agente situado es lo que hace de la historia una discontinuidad de comienzos libres, y el pasado es descubierto en tanto que tal desde el futuro.

Sería una desfiguración del futuro histórico alinearlo de suyo con el antes en sucesión. Igualmente lo sería articularlo con el pasado por medio de la presencia mental, una de cuyas notas es la constancia. Y desde luego de ningún modo se transmuta el futuro posteriormente en presente, sino que se mantiene en congruencia con la libertad. Si lo identificamos con lo que advendrá, estamos poniendo en la presencia el modelo de lo definitivo, pero con ello pasamos por alto su carácter más original como futuro, que lo desvincula de cualquier presente anticipado. Propiamente, en el futuro, en tanto que no es puesto por la libertad, se delata ésta como creada; baste aquí indicar, como comprobación de este aserto, que de lo contrario estaría abocada a un término inferior a ella, que le pusiera coto desde fuera, y por tanto dejaría de ser libertad. Polo lo expone del siguiente modo: “La libertad humana es creada en tanto que, al poseer un futuro sin desfuturizarlo, no acaba. La libertad trascendental estriba en que el futuro no le es extrínseco, pero tampoco le es propio de otro modo que como futuro” [13]. No está en la libertad abrirse o no al futuro, como si se supusiera a sí misma para luego ejercer su poder en libertad, sino que el futuro al que está abierta la revela como otorgada, carente, por tanto, de antecedente alguno que la precontuviese.

En la cultura no podría abrirse el futuro originariamente porque lo más que ella alcanza son posibilidades operativas a través del objeto pensado. Es un modelo que no puede trasvasarse a la historia, ya que haría de ésta un conjunto cerrado por delante y por detrás sin dar razón de la indeterminación constitutiva del futuro. Pero ¿se extiende la indeterminación también al pasado? Reparemos en que si así no fuera, sería problemática la propia indeterminación del futuro acabada de afirmar, ya que el pasado sin el futuro no puede identificarse. Puede concluirse también en la indeterminación del pasado a partir de la necesidad que presenta de ser articulado culturalmente.

En efecto, el pasado por sí solo, sin su actualización en la comprensión, se desvanece. Y el único modo de articularlo en unidad es culturalmente. “Solamente la cultura integra el pasado en el pensamiento sin los inconvenientes de la llamada ciencia histórica” [14]. Asimismo, la única posibilidad de unificar el pasado es constituyéndolo libremente en la situación humana y, por tanto, dentro de unos márgenes de variación no determinados desde fuera de la presencia que lo acota. Sin la presencia el pasado carece de unidad y consiguientemente de determinación. El pasado necesita ser comprendido para pervivir, y esta pervivencia se lleva a cabo en la unidad articulante de una cultura, sin la cual quedaría indeterminado (otra cosa son los datos históricos fechados, pero la propia fechación depende de quien se hace cargo de ellos).

Otra consecuencia de lo anterior es que la libertad ha de comenzar de continuo para sobreponerse a la fugacidad del pasado inserto en una situación, siendo en los actos libres discontinuos en los que se cumple la comprensión del pasado. En este sentido, Polo liga la trama de la historia a la comprensión renovada del pasado por parte de los actos libres: “El entramado de lo histórico, su constitución situacional, depende de la renovación del ejercicio libre en la comprensión del pasado” [15]. No habría, según ello, una división intrahistórica entre pasado y futuro fuera de la comprensión ejercida por el sujeto en situación, único que puede prescribir unos límites intrínsecos y determinantes para el pasado.

6.        Más allá de la cultura y de la historia

En lo anterior queda implícita la existencia de unos límites en la cultura y en la historia infranqueables por ellas mismas. Si en la cultura se aprecian en su carácter medial para la acción, en la historia los límites se cifran en su incapacidad para culminar en su propio orden. Pero ello nos lleva a preguntarnos por aquello de que una y otra carecen y que viene enmascarado por tales límites. Lo exponemos en los siguientes enunciados por glosar: 1º) la cultura está confinada por el límite mental al que debe su presencia; 2º) la limitación intrínseca a la historia se advierte en la discontinuidad de comienzos libres. Primero se abordarán ambas tesis por separado y después en su relación interna.

1)   Por lo que hace a la primera tesis, el principio organizador de una cultura no es ninguno de los medios inscritos en ella, sino que sólo puede residir en aquello a lo que se ordena la acción y que convoca los plexos mediales integrantes de esa cultura. A este respecto, una interpretación culturalista de la acción incurriría en un quid pro quo, ya que es la cultura la que está en función de la acción y no a la inversa; en términos polianos: estaríamos extrapolando la cultura como actualidad objetiva y, consiguientemente, pasando por alto su dependencia de aquellas acciones que están congregadas por algún objeto pensado. Pues ninguna de las expresiones culturales se monta sobre sí, como lo acusan su convencionalidad, asociada a su carácter de fictum, y su simbolismo, destacados al comienzo. Por tanto, aquello en orden a lo cual la cultura se idea no puede por menos de rebasarla, en tanto que no arbitrado convencionalmente y en tanto que no remitente a otra cosa. Pero en tal situación se encuentran, respectivamente, las normas procedentes de la recta razón y los bienes intrínsecos, constituyendo ambos elementos indispensables de la ética.

Desde otro punto de vista ya se ha advertido que el reforzamiento de la acción en el agente no concide con la suscitación de medios culturales por ella, aunque ambos procesos sean con frecuencia simultáneos (lo cual puede explicar que el segundo oculte el primero). Pero con ello nos sale al paso el tercero de los constitutivos éticos –el relativo al agente–, que es la virtud. Estos tres componentes de la ética no han de aislarse, y sólo en su entrelazamiento presiden las posibilidades factivas en que se resuelve la cultura.

Examinemos ahora la implicación mutua entre los anteriores componentes. Los bienes son aquello que endereza las tendencias humanas. Pero si no se toma en cuenta su medida racional, que hace de los mismos ya fines, ya medios, y que los administra según el tiempo, no llegan a consolidarse como bienes morales. A este respecto se percibe la inexcusabilidad de la normatividad (“normare” es un verbo latino equivalente a “mensurare”). Mediante la norma –que empieza por acusarse en el nivel jurídico– se faculta al sujeto más allá del poder físico efectivo de que dispone. La norma ofrece así su cauce al ejercicio práctico de la libertad. Y la virtud es lo que trasciende las disposiciones momentáneas, otorgándoles una eficacia que por sí solas no tienen. Sin ella la normatividad de la razón se queda en el corto plazo o, todo lo más, en el largo plazo de lo fácticamente previsible, pero no llega a apuntar a la perfección interna del agente, que es quien se cualifica moralmente con las acciones especificadas por el bien moral y de acuerdo con la medida de la razón.

2)   En cuanto a la tesis que expone el carácter no culminar de la historia, es un déficit que se refiere a los actos libres que le dan curso. La fórmula “discontinuidad de comienzos libres” da expresión a lo característico del acontecer histórico, ya que los acontecimientos sobrevenidos sólo se insertan en la historia en la medida en que se responde a ellos libremente. Pero el comienzo libre no se mantiene si no se renueva en el agente singular, en los miembros de una cultura y en las siguientes generaciones, significando esta renovación un recomenzar de los actos libres, puesto que, a diferencia de los componentes de la cultura, no son actos que se articulen entre sí. Son comienzos estrictamente discontinuos: no están en sucesión unos con otros porque entonces dejarían de ser comienzos; por la misma razón tampoco hay una sucesión previa y vacía para cada comienzo. Precisamente el fingimiento de tal precedencia de la sucesión hasta el comienzo libre impide la experiencia originaria del futuro como comienzo.

El déficit primario de la libertad en la historia se hace notar en su decaimiento en posibilidad operativa, mediada por la presencia objetivante. Y se remonta ajustando la libertad al futuro, en el que se alcanza a sí misma en dependencia de un otorgamiento creador, en vez de medirla mentalmente por él, ya sea anticipándolo en presencia, ya transmutándolo desde fuera en irreal. Según Polo, “es la libertad lo que explica que el futuro no “precipite” como conocido en presencia. El futuro no es incognoscible por irreal, sino más bien por todo lo contrario, a saber: porque enderezarse hacia el futuro es la actividad libre del hombre, superior a la anticipación mental” [16].

Pero, situándonos en el nivel trascendental, también significa déficit en la libertad la aludida necesidad de recomenzar, debido a que el comienzo libre no se mantiene de suyo, sino que es preciso renovarlo. Esto lleva a que la libertad manifiesta en la historia reaparezca de continuo –en vez de ser un simple comienzo–, por haber de plasmarse en unas condiciones sobrevenidas, análogamente a como la atención al mantenimiento propio es uno de los menesteres históricos inesquivables recurrentes y que escapan, en este caso, al acto libre discontinuo.

3)   Encontramos de este modo un paralelismo en los modos de dar unidad a cultura e historia. Así como la cultura se sostiene –según se ha visto– por el acto libre de congregarla a través de la presencia mental, impidiendo de ese modo su dispersión, la historia se constituye en su relato unitario, que la hurta a su desvanecimiento por hundimiento del pasado en el olvido. Ambas unidades precisan, pues, de una presentificación, en el primer caso ajena a la libertad de la acción moral, la cual prima sin embargo sobre los efectos culturales, y en el otro caso, de signo inverso a la libertad trascendental del agente –abierta al futuro–, aunque ésta sea la que preside sus desvelaciones históricas. Este traer a presencia se explica, en la cultura, por la exteriorización de los prágmata, desde los que se ha de recobrar una y otra vez al sujeto en acción del que se han desprendido, y, en la historia, tiene su razón de ser en la evanescencia de los pasados en serie, a la que ha de sobreponerse reiteradamente la libertad para asumirlos.

Urbano Ferrer, dadun.unav.edu/

Notas:

1   Con otros términos se refiere también Polo a los límites de la acción en este sentido cuando menciona la imposibilidad de autorrealización del agente en ella, por cuanto para ello habría de  ser a la vez fin y medio. “La noción de autorrealización es una equivocación porque no se pueden realizar fines (de suyo), y la autorrealización es concebirme a mí mismo como medio, de modo  que nunca llegue al fin. Autorrealización es pretender que yo sea fin, y no podré serlo nunca”; L. Polo, Lecciones de ética, Eunsa, Pamplona, 2013, p. 93.

2   L. Polo, Antropología trascendental, II, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 250.

3   “Llamaré cultura a la conexión histórica de las acciones convocadas por el plexo de los medios”; L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 250.

4   Cfr. A. Gehlen, Urmensch und Spätkultur, Athenaion, Frankfurt, 1975, p. 11.

5   L. Polo, ¿Quién es el hombre?, Rialp, Madrid, 1991, pp. 167-168.

6   Cfr. M. Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Aufsätze und Vorträge, Günther Neske, Pfullingen, 1954 (traducción castellana: “La pregunta por la técnica”, Rev. Época de Filosofía, 1985, pp. 7-29).

7   X. Zubiri, Naturaleza, Historia y Dios, Ed. Nacional, Madrid, 1963, p. 330. Sin embargo, el tránsito de unas a otras posibilidades no está determinado unilinealmente por los avances técnicos, sino que abrirse paso unas posibilidades implica abandonar otras. El progreso histórico en sentido amplio lo es por incremento de posibilidades, al integrarse las primeras en las que se van ganando. Como indica I. Falgueras: “De manera que, por mera reiteración del esquema: acción–producto–integración del producto en una nueva acción–nuevo producto, se obtiene un proceso de neto incremento de posibilidades. Esta cadena de crecientes posibilidades incluye y rebasa lo que se llama proceso técnico y proporciona lo que de continuidad hay en el tiempo histórico”; I. Falgueras, “La responsabilidad del hombre sobre la historia”, en F. Fernández (coord.), Estudios sobre la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Unión Editorial / Aedos, Madrid, 1990, pp. 312-313.

8   L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.

9   L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.

10    Cfr. Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 207. Cfr. también el siguiente texto, que es una cierta glosa de la fórmula: “Ética y cultura son conexas sin confundirse. El modo de plasmar la continuación de la naturaleza no es absoluto, inequívoco e igual en todas partes porque la cultura es ficta. La ética, en cambio, mira al fortalecimiento real, intrínseco del hombre”; L. Polo, ¿Quién es el hombre?, pp. 180-181.

11    L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 251.

12    L. Polo, El hombre en la historia, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 69.

13    L. Polo, El hombre en la historia, p. 62.

14   L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.

15   L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.

16    L. Polo, El hombre en la historia, p. 65.

César Castilla Villanueva

I.         Introducción

La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás. En pleno siglo XXI, aún existen Estados o grupos religiosos desviacionistas al margen de la ley que intentan asediar a minorías especialmente en África y Medio Oriente. El objetivo principal de esta investigación es demostrar como grupos extremistas incurren en esta práctica violentando el derecho de los demás sin que la Comunidad Internacional haga nada por resolver este problema.

1.   El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa.

2.   ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

3.   Los Izadies víctimas de la persecución takfirista del Estado Islámico (Daesh).

4.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

5.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

6.   La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el dialogo intercultural.

II.  El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa

Las persecuciones religiosas son un hecho execrable que por lo general atentan contra las minorías. Una de las más recordadas en la historia del mundo contemporáneo es aquella que sucedió en el Imperio Otomano, donde la Comunidad Internacional fue testigo del genocidio sistemático de la población no musulmana, llevado a cabo en contra de una minoría religiosa durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época los principios islámicos habían influenciado el crecimiento del Imperio Otomano. Esto quiere decir que estos principios no solo moldeaban la fe de los musulmanes sino también otros aspectos como lo político y lo social. Por lo tanto, el carácter islámico de la teocracia otomana aparecía como un factor predominante en la organización legal del Estado otomano. Es aquí donde la figura del Sultán Califa ejercía una doble función. El hecho de ser sultán le permitía ejercer el poder sobre el plano político; y por ser Califa, tenía la misión de proteger el Islam.

La sinergia de estas dos funciones derivaba solo en una: velar por la aplicación de la Sharia (Revelación de la ley islámica al profeta Mahoma en el siglo VII d.C.) (Dadrian, 1995, pp. 29-30). En el imperio otomano la sociedad estaba dividida en musulmana y no musulmana creando una dicotomía entre ciudadanos de primera y segunda clase (dominantes y dominados). Esto había llamado poderosamente la atención de Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuestionando el tratamiento que el Imperio Otomano otorgaba a la población no musulmana, es decir las minorías cristianas. Lo cual influyó para que se dieran a cabo una serie de reformas en el seno del gobierno otomano (Tanzimat) entre 1839 y 1876.

Durante el mandato del Sultán Califa Abdul Hamid II (1848-1918) que asumiría el poder en 1876 se llevaron a cabo las peores masacres en contra de las minorías no musulmanas (masacres hamidianas o masacres armenias entre 1894 y 1896), provocando un enfrentamiento entre la comunidad musulmana y las minorías cristianas representada por los armenios en mayor cuantía. Es así que las potencias europeas empezaron a hacer un llamado para proteger a los armenios víctima del régimen opresor de Abdul Hamid II, lo que finalmente despertaría el nacionalismo turco y encendería aún más la represión en contra de los armenios cristianos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX a manos de los Jóvenes Turcos miembros del Comité Unión y Progreso (CUP) o Ittihad (Ittihad ve Terakki Cemiyeti).

Desde noviembre de 1894, los cables de noticias llegaban a  Inglaterra anunciando por primera vez las atrocidades cometidas en Samsun, donde el sultán Abdul Hamid negaba a toda costa los crímenes cometidos bajo sus órdenes que iban desde violaciones, mutilaciones, incendios, y masacres perpetuadas por soldados tanto regulares como irregulares. Es así que se decide llevar a cabo una investigación tardía en pleno invierno compuesto por un francés, un ruso y un inglés, dando como resultado que el criminal responsable habitaba en el castillo de Yildiz, el cual solo se limitaba a pagar una deuda mediante el dictado de una Orden Imperial de Liakat a su fiel servidor Zekhi Pasha, comandante del cuadragésimo sexto Cuerpo. A pesar de la visita de esta delegación europea, poco o mucho sirvió para frenar la masacre en contra de los cristianos armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En 1895, a pesar del plan de reforma para garantizar los derechos de los no musulmanes en particular de los armenios, propuesto por las seis potencias que reinaban en aquel sistema internacional de carácter eurocéntrico se elevaría ante las autoridades del imperio otomano el 11 de mayo de 1895, pero dos semanas después Abdul Hamid, el 3 de junio del mismo año presenta un proyecto oponiéndose a la petición europea, lo que significó que entre 1895 y 1896 el sultán rojo acabó con la vida de al menos trescientos mil armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En esta época las intervenciones entre las potencias europeas estaban basadas en un mínimo de cohesión hasta el tratado de Berlín de 1878 que sienta un precedente para la protección de algunas minorías y grupos religiosos, donde la presión de las grandes potencias de aquella época como Reino Unido y Rusia podía influir en el Imperio Otomano [1], ambos países eran firmantes de dicho tratado. Sin embargo, esta tentativa no  fue lo suficientemente eficaz ni eficiente para poder frenar el genocidio en contra de las comunidades no musulmanas (Dadrian, 1995, pp. 49-50).

Para noviembre de 1914, habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial, es ahí cuando Mehmed V (1909-1918) declaró la Yihad contra los países de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y  Rusia). Por otro lado, la persecución hacia los armenios se había intensificado, es decir, el legado de Abdul Hamid II seguía presente, ya  que bajo su mandato avalo la matanza de más de 200.000 armenios entre 1894-96. Todo esto respondía a una política oficial de genocidio implementada en nombre del nacionalismo turco propuesto por el partido nacionalista y reformista “Comité de Unión y Progreso” también conocido como “Jóvenes Turcos”. Como resultado de esta persecución religiosa según la historiadora Nelida Boulgourdjian-Toufeksian afirma que de dos millones cien mil armenios censados en el Imperio Otomano en el transcurso del año 1912 según las estadísticas del Patriarca Armenio en Estambul, solo quedaron 77.435 en 1927 (Alfred de Zayas, 2010).

III. ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo [2] religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

Comenzando la década de los 90’s, se afianzaría la desconfianza en lo que respecta al entendimiento entre civilizaciones. Samuel Huntington escribe Clash of Civilizations en 1993, donde adopta una postura fatalista cuando se refiere a las relaciones entre Occidente y Oriente, enmarcándolas en un «choque de civilizaciones» donde la religión jugara un rol preponderante:

«La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural» (Huntington, 1993).

Para Huntington el origen del conflicto radicará en la profundización de las diferencias que mantienen las civilizaciones más importantes, que según él son la occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y finalmente también toma en cuenta a la africana. Las cuales tienden a diferenciarse por su historia, idioma, tradición y religión, elementos que a través de la historia han generado los conflictos más prolongados y violentos (Huntington, 1993).

Por otro lado, si las persecuciones religiosas de este siglo XXI no son producto de un choque de civilizaciones inminente ¿podrían estas tener su origen y agravarse por el desviacionismo religioso? Una vez desaparecida la guerra de ideologías políticas antagónicas es decir entre el capitalismo y el comunismo durante la última década del siglo XX, ve la luz un nuevo tipo de conflicto donde la relación Occidente y Oriente se ve involucrada.

El desviacionismo religioso del Islam ha conllevado a que organizaciones político-religiosas como los Talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico se hayan nutrido principalmente de corrientes desviacionistas como el wahabismo y salafismo. El wahabismo resalta la unidad de Dios (Tawhid), es decir haciendo alusión al monoteísmo absoluto mientras todo lo que caiga fuera de este concepto debe ser denunciado como una innovación herética (Bida). En el caso del salafismo es un movimiento reformista ultra conservador dentro del islam sunita que propone que el Islam sea como se daba durante la vida del poeta; rechazando toda innovación religiosa (Bida) para finalmente adoptar la Sharia donde el común denominador es la lucha contra los “infieles” de Occidente y de Medio Oriente. Dentro de estas dos corrientes existe otra línea de pensamiento denominado takfirismo que consiste en la acusación de apostasía de la parte de un musulmán hacia otro musulmán o seguidor de cualquier otra fe de Abraham.

Por otro lado, la amenaza del desviacionismo religioso se extendió finalmente a otros continentes como África [3] y Asia a través de su proceso de contratación, creación y apoyo financiero de células terroristas. Al mismo tiempo, los enfoques de seguridad han cambiado considerablemente en los últimos años debido al aumento del número de amenazas, como por ejemplo el neo-realismo que incluye una amplia gama de nuevos conceptos como el terrorismo internacional, la guerra preventiva, y también la creación de alianzas de seguridad.

Esto afecta especialmente a Medio Oriente, donde poblaciones enteras se ven afectadas, por la insania de mentes extremistas dado que el derecho de las poblaciones a ser protegidas se desvanece ante la indiferencia de la comunidad internacional, que a falta de una voluntad política dejan pasar el tiempo mientras vidas inocentes pierden la vida a diario. Intervenir militarmente en un territorio que sea soberano con el fin de proteger a una población debería de dejar de ser un tabú, y contar con el visto bueno de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

IV.  Los Izadies víctimas de la persecución takfirista del Estado Islámico (Daesh)

El origen del Daesh (داعش) se remonta a la invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003, cuando el Sheikh jordano Abu Musab al- Zarqawi [4] anunció su lealtad a los líderes más importantes de Al Qaeda: el Sheikh saudí Osama bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri en 2004. Abu Musab al-Zarqawi, antes de convertirse en el líder de Al-Qaeda en Irak (AQI), fue también el líder del Grupo de Monoteísmo y Yihad [5], que forma parte de la red de Al-Qaeda. Durante una breve estancia en Afganistán, decidió instalarse en el norte de Irak en 2002 (Ayad, 2014). Ciertamente, en el primer momento el objetivo principal de AQI era contrarrestar la invasión de Estados Unidos y sus aliados en territorio iraquí, para tal efecto este grupo se había ensañado con las fuerzas de seguridad iraquíes que cooperaban con los estadounidenses.

A principios del año 2006, AQI con otras organizaciones pro-yihad [6] creó el Consejo Consultivo de los muyahidín en Irak [7] y la Alianza de los perfumados [8], unificando así sus acciones; Abu Abdullah al-Rashid al- Baghdadi también conocido como Abu Omar al-Baghdadi, proclamó el Estado Islámico de Irak (ISI) en octubre de 2006 y se convirtió en el líder de esta organización hasta su muerte en 2010, cuando fue sustituido por Abu Bakr al-Baghdadi, quien inmediatamente cortó los vínculos con Al Qaeda.

Durante los años de la Primavera Árabe, Siria sufre el efecto boomerang de estos eventos que buscan un cambio de régimen desde marzo de 2011. El Estado Islámico de Irak (ISI) se envuelve en este conflicto y el nombre de esta organización se convierte en 'Estado Islámico en Irak y el Levante (ISIL) en abril de 2013 [9]. Esta vez se inicia la persecución en contra de las personas consideradas Rawafid (aquellos que rechazan la Sunna) por el ISIL y todos los partidarios del presidente sirio. ISIL con el apoyo financiero y militar de las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos y de la Unión Europea, trató de derrocar al régimen de Bashar al-Asad.

La proclamación del califato por el Estado Islámico (EI) es obviamente, un desafío a la autoridad de Al-Qaeda, la principal organización terrorista implicada en la Yihad en todo el mundo después de los ataques del 9/11. Pero a pesar de las diferencias surgidas entre el EI y Al-Qaeda desde abril 2013 a causa de su participación en Siria (Sallon, 2014), el EI se ha convertido en un grupo terrorista que ha superado en peligrosidad a Al-Qaida. No obstante, el Califato goza de un apoyo significativo entre los grupos muyahidines de Irak y Siria [10] y también se benefician de seguidores en Europa. Sin duda, el factor de motivación fue bien canalizado a través del uso de las redes sociales como Twitter, YouTube, etc., y también mediante la publicación de la revista Islamic State Report magazine (ISR) en idiomas árabe e inglés.

También hay que señalar que la presencia del EI se ha ampliado con el apoyo financiero de países como Arabia Saudita, que siempre ha apoyado organizaciones wahabitas, salafistas y yihadistas en el Magreb, Mashrek y Oriente Medio. El Reino de Bahréin también juega un papel clave en el apoyo del EI, ya que nunca ha aceptado y tolerado que los Chiitas puedan gobernar Irak. Por último, la complicidad de otros países, como Turquía, ya que este país considera que apoyando la causa del EI puede contribuir a derrocar al régimen sirio (Toscano, 2014).

Para la mayoría de los países sunitas, los Chiitas son una secta herética e Irán es considerado un Rogue State. También se debe de tomar en cuenta que el EI abraza el takfirismo y actúa bajo el apoyo de sus unidades de inteligencia que han sido esenciales para la toma de Mosul, área ocupada por los «apóstatas» (Islamic State Report, 1435) es decir politeístas, cristianos, izadíes y los dos principales grupos poblacionales de Irak: los Chiitas que están viviendo principalmente en el sur de Irak y los kurdos en el Kurdistán iraquí.

En este caso, son los Yazidies (Izadies), quienes fueron víctimas de persecución y eliminación sistemática por parte del EI por tan solo tener un credo completamente diferente a aquel que pregona y propaga el EI. Esto se inició prácticamente después de la inauguración de su Califato a fines de junio de 2014. Dicho credo es inclusive anterior al siglo VI d.C., es decir antes de la expansión del islam, los Izadies tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia, actualmente Irak incluyendo al sur del Kurdistán iraní, en Kermanshah. Aunque muchos de ellos hayan nacido en el Kurdistán, niegan o no se identifican con este. Para el 2014, en Irak los Izadies totalizaban una población de 325.856 habitantes (un 1% de la población total) [11].

Los Izadies son monoteístas puesto que consideran a una sola deidad como su único Dios, el cual es Melek Taus [12], el ángel en forma de pavo real, es decir un ángel caído que para los musulmanes no es otro que Sheitan o Satanás. Bajo la óptica de los Izadies, Malek Taus no se revelo contra Dios, todo lo contrario, se le ordenó que cuidara de la creación. Aunque con el transcurrir de los años fueron adoptando varias costumbres de distintas religiones (sincretismo) entre ellas el zoroastrismo (dualismo entre el bien y el mal), del islam, puesto que son herederos de Sheikh Adi, un místico sufí, fundador de una comunidad musulmana ortodoxa en el siglo XII que se instaló en el Kurdistán; e inclusive del cristianismo ya que creen en el bautismo (De Mareschal, 2014).

Para agosto de 2014, la situación se había complicado tanto que a mediados de este mes, la ONU había puesto a Irak en el nivel más alto de emergencia (nivel 3), debido a la catástrofe humanitaria por el avance impresionante del EI y la persecución de las minorías religiosas (Espinosa, 2014). Esto despertó el temor en los iraquíes puesto que miles de Izadies habían desaparecido o habían sido masacrados por los combatientes de EI, lo que podría ser un presagio de un retorno a la pesadilla sectaria de 2006 y 2007, cuando los vecinos se volvieron contra los vecinos.

Esta situación generó que más de 400.000 izadies, que siguen una religión antigua con raíces en las tradiciones cristianas, musulmanas y zoroastrianas, hayan decidido dejar sus hogares por miedo a ser eliminados (Ahmed, 2014). La verdadera pesadilla de los izadies comenzó el 3 de agosto de 2014 cuando los muyahidines del IS, toman Sinjar (ciudad situada en el noroeste de Irak, cerca de la frontera con Siria), debiendo huir hacia las montañas sin agua ni alimentos, teniendo que soportar temperaturas de hasta 50° C (Gillig, 2014). La situación se volvió tan tensa al punto que el papa Francisco invocó a la ONU a tomar cartas en el asunto a través de una intervención (Follorou, 2014).

Breen Tahsin, diplomático iraquí destacado en Gran Bretaña e hijo del príncipe Tahsin Saeed Bek, jefe de la comunidad yazidi, el 19 de agosto de 2014, denuncia en Ginebra que la Comunidad Internacional no había hecho nada para poner fin al genocidio de los Izadies de Irak por parte de los efectivos del IS. Según las cifras dadas por Tahsin, más de 3.000 Izadies fueron eliminados por el EI, y otros 5.000 fueron capturados por esta organización. Pero lo que más le preocupaba era la suerte de otras 4.000 familias en las montañas de Sinjar (Follorou, 2014, p. 3).

Entonces ante lo expuesto anteriormente porque ante el asedio y los crímenes en contra de los izadies, a través de asesinatos selectivos, entierros de gente aún con vida, torturas, etc.; por parte de los efectivos del Estado Islámico. La pregunta que debería hacerse es ¿Por qué el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contempló de forma indiferente esta situación? ¿Por qué no hubo una resolución por parte del Consejo de Seguridad que permita una intervención militar para proteger a esta minoría religiosa? ¿Porque solo se limitaron a condenar? ¿Por qué la mayoría de Estados tuvo que actuar en forma independiente y desorganizada? ¿Por qué aun en pleno siglo XXI el dialogo intercultural fracasa y la persecución religiosa se vuelve algo tan común en nuestro mundo contemporáneo?

V.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de la UNESCO del 2 de noviembre de 2001, aprobada por 185 Estados Miembros, documento que consta de 12 artículos y dividida en 4 secciones donde principalmente trata de interrelacionar la diversidad cultural con algunas variables como pluralidad, derechos humanos, creatividad, solidaridad internacional; redefine la palabra cultura como:

«El conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (UNESCO, 2001).

Este documento fue preparado para la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2002, apunta a garantizar la existencia de la diversidad cultural, frenando toda tentativa segregacionista y fundamentalista que a partir de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en particular después del 11 de setiembre de 2001 se ha convertido en una amenaza contra la convivencia pacífica de las civilizaciones y atentando contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 así como a  los pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos; y el otro de los derechos económicos y culturales, ambos suscritos en 1966 (UNESCO, 2004). A comienzos del siglo XXI, el presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami (1997-2005) de tendencia reformista, trata de retomar la fórmula del austríaco Hans Köchler, cuya propuesta  denominada Diálogo de Civilizaciones (Dialogue of Civilizations), fue el pionero en proponer un diálogo de tal naturaleza en 1972, a través de una carta dirigida a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para la implementación y difusión de ésta propuesta, Köchler decide realizar un viaje (Global Dialogue Expedition) por algunos puntos del planeta sumando un total de 28 ciudades visitadas en 26 países, tales como el Reino de Jordania, India, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Tailandia, Indonesia, Senegal; que le toma desde marzo a mayo de 1974, con el fin de explicar y discutir su punto de vista acerca de la hermenéutica cultural con representantes de diferentes culturas. Durante la primera semana de este viaje, exactamente el 9 de marzo de 1974, organizó la primera conferencia internacional sobre “La Auto-Comprensión Cultural de las Naciones” (The Cultural Self- comprehension of Nations) en la Royal Scientific Society de Amman, actividad que persistiría por un par de décadas más (Koechler, 2002).

Por lo tanto, Jatami apoyándose en la filosofía islámica-chiita, desarrolló un enfoque, entre el mundo islámico en general y otras civilizaciones, especialmente aquellas de Occidente, alegando que ambas pueden crear las condiciones necesarias para que exista un diálogo eficaz y eficiente, con el objetivo de lograr un mayor entendimiento entre ambas partes. Es así que Jatami se convierte en el promotor de la idea para que el año 2001 sea elegido como el año del Diálogo entre Civilizaciones en el seno de las Naciones Unidas. A diferencia de Samuel Huntington en su famoso “Choque de Civilizaciones” (Clash of Civilisations), la visión con que Jatami encara de una manera optimista los desafíos de entablar una línea de diálogo entre civilizaciones en el nuevo milenio.

En su discurso “Como continuar el diálogo de las civilizaciones” pronunciado en Siria en enero de 2002, Jatami resalta la importancia de la relación entre la filosofía islámica y la tolerancia como instrumento para el entendimiento con otras ideologías existentes:

«El islam no solo ha crecido a lo largo de la historia por el diálogo mantenido entre sus distintas escuelas y sectas sino también ha dado cobijo  siempre a las ideas no islámicas. La filosofía griega llego a Irán y al mundo islámico a través de Alejandría por lo que la filosofía islámica por la tolerancia demostrada por los musulmanes hacia otras ideologías se convirtió pronto en una de las más ricas ramas de la filosofía» (Jatami, 2006).

Muhammad Jatami, años más tarde, después de terminar su periodo presidencial, se dedicó a difundir su propuesta de diálogo, a tal punto que en el año 2007 creó la Fundación para el Diálogo entre Civilizaciones (Foundation for Dialogue among Civilisations), con sede en Ginebra apostando por un diálogo regular a través del tiempo entre los pueblos, las culturas, las civilizaciones y las religiones del mundo con el fin de promover la paz, la justicia y especialmente la tolerancia además de poner en práctica las recomendaciones de las resoluciones pertinentes de la ONU (Foundation for Dialogue among Civilisations, 2013).

VI.  La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el dialogo intercultural

Sin embargo, la tolerancia ha sido y será un elemento indispensable para una convivencia pacífica dentro de las relaciones interculturales; pero cuando se trata de ir más allá, y enfocarnos en las relaciones entre Oriente y Occidente, nos damos cuenta de que toda tentativa de dialogo ha sido en vano y poco fructífera, terminando siempre en un fracaso. A la tolerancia se le puede clasificar como valor o virtud, entendiéndose como valor (Muller & Halder, 2001) a aquella característica de un ser que le permite ser apreciado que por lo general va ligado a lo moral; y virtud (Ferrater Mora, 1998) en el sentido de hábito o manera de hacer una cosa gracias a que goza de una capacidad.

Desde el plano filosófico, la tolerancia se ha considerado como el hecho opuesto de adoptar una actitud contraria a la de preservar en la propia opinión con dureza y rigidez (Ferrater Mora, 1998, p. 3523). Y si quisiéramos profundizar más en el tema, nos tocaría recurrir a la ética, ya que siendo ésta una rama de la filosofía, tiene como objeto de estudio a la moral, donde los valores del ser humano se convierten en una de las principales tareas de estudio y la tolerancia cabria dentro de este campo (Hildebrandt, 1997). Sabiendo que los valores morales, son esencialmente valores personales y están cimentados en la libertad, es aquí donde el significado de la palabra tolerancia juega un rol esencial ya que demuestra el respeto a la forma diferente de pensar de los demás, lo único malo es que siendo algo tan personal no se pueden universalizar.

Ya en la práctica, la tolerancia, por lo general se espera que como una virtud transformada en actitud aplaque las diferencias que se puedan suscitar entre las religiones, ideologías políticas, aficiones de todo tipo, entre otros; permitiendo una convivencia pacífica la cual sería posible a través de un proceso de entendimiento y asimilación de personas con características diferentes a nosotros.

Aunque la tolerancia ha sido defendida por parte de algunos filósofos, también tuvo ciertos detractores como los filósofos tradicionalistas que sostenían que la tolerancia para con el error permite la expansión de este, por lo tanto, recomendaban que es mejor no comulgar con aquellos que no comulgan con la verdad. En el caso de Balmes, la tolerancia está acompañada con la idea del mal, puesto que la tolerancia genera malas costumbres (Ferrater Mora, 1998, p. 3524).

En el plano religioso, el término “tolerancia”, cobra vigencia ante la actitud mostrada por parte de algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de poder lograr una convivencia pacífica entre católicos y protestantes (Ferrater Mora, 1998, p. 3523).

En la antigüedad, la tolerancia contribuyó a que las poblaciones que vivían bajo el mandato del Imperio Persa alcancen una relativa armonía. Por “Imperio Persa”, debe entenderse a un conjunto de reinos o dinastías que gobernaron Persia, donde su administración principal era Persepolis (Περσέπολις) [13] o también llamada Takht-e-Jamshid (جمشيد تخت) [14], la que se ubicaría en lo que actualmente es la provincia de Fars, en el sudoeste de la República Islámica de Irán [15].

Las primeras civilizaciones que dieron vida al imperio persa, fueron descendientes de grupos indoeuropeos que colonizaron la parte meridional y septentrional de la meseta de lo que hoy en la actualidad se conoce como Irán. Estas civilizaciones pertenecían a la raza Aria, de la cual proceden la mayoría de pueblos europeos, caracterizados por haber sido criados en la pobreza y sin mayores necesidades se propusieron colonizar las poblaciones del Asia Occidental.

El imperio persa tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones Elamita (عيالم تمدن) [16] y luego en la Meda [17] abarcando ésta última poblaciones asentadas entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, la cual terminó dominando a los persas hacia el siglo VII A.C. No obstante, el imperio persa alcanza su mayor esplendor en dos etapas, la primera con la dinastía Aqueménide fundada por Aquemenes (s. VII a.C.), bajo la dirección de Ciro II el Grande y la segunda con la dinastía Sasánida fundada por Ardacher I, bajo la dirección de Sapor II (s. II d.C.).

En el caso de la dinastía Aqueménide fue Ciro II el Grande 559-529 A.C., fundador y líder de éste imperio, que después de vencer a los Medos en el año 550 A.C., se caracterizó por tener una visión unificadora de los pueblos persas, extendiendo su liderazgo hacia territorios ubicados en Asia Menor, inclusive anexando algunas colonias griegas. Otra de sus hazañas fue la conquista de los territorios de lo que hoy es Pakistán entre los años 546-540 A.C. y la toma de Babilonia en el año 539 A.C., lo que incluía los territorios de Palestina y Siria, permitiendo que los judíos apresados por el rey Nabucodonosor en esta ciudad regresen a su país. De esta manera, Ciro II el Grande extendió el imperio persa por toda la parte del Asia occidental donde el mar Mediterráneo y Negro bañan sus costas.

La segunda etapa donde el imperio persa llega a alcanzar un desarrollo importante es con la dinastía Sasánida que ocupó Persia entre  los siglos III y VI d.C., tomando la posta de la dinastía Aqueménide en cuestión de liderazgo; reforzando así las estructuras del imperio persa, además de crear una órbita geopolítica importante, permitiendo también contrarrestar al poderío de los romanos en la región de Mesopotamia. A lo largo de sus aproximados 400 años de existencia, esta dinastía tuvo numerosas guerras con los romanos y con el imperio bizantino, pero también conquistó territorios en Mesopotamia, Siria y Asia Menor e invadió India y Armenia, para finalmente sucumbir a la conquista árabe.

Junto al desarrollo de los sasánidas también se dio originaron dos religiones iranias, donde la deidad principal era Zurvan [18] dios de lo infinito y del espacio, el cual previo sacrificio de mil años fue padre del dios del Bien Ahura Mazda y del dios del Mal Angra Mainyu creando un concepto dualista. Estos dos existen desde y para la eternidad ocupando cuadrantes opuestos en el cosmos, con características totalmente opuestas en su naturaleza; compartiendo algo en común, que ninguno de los dos es omnipotente y cada uno está limitado por la existencia y el poder del otro (Lincoln, 2012). Aunque es difícil precisar en qué momento la ortodoxia zurvanista o mazdea podía prevalecer una por encima de la otra. A pesar que el zurvanismo se impusiera después del siglo III A.C., Ardashir (Artajerjes) fue considerado el restaurador del zoroastrismo (Eliade & Couliano, 2008).

A partir de Darío I, la doctrina de Zoroastro (Zarathustra) [19], el culto a la deidad Ahura Mazda, en otras palabras, el Zoroastrismo se convirtió en una religión predominante cuyas fuentes fueron puestas por escrito en el libro sagrado Avesta a partir de los siglos IV o VI de la era cristiana. Dicho libro está dividido en nueve secciones Yasna (Sacrificios), Yasht (Himnos a las divinidades) Vendidad (Reglas de pureza), Vispered (El culto), Nyayishu y Gah (Oraciones), Khorda o Pequeño Avesta (Oraciones Cotidianas), Hadhokht Nask (Libro de las Escrituras), Aogemadaecha (Nosotros aceptamos) y Nirangistan (Reglas culturales) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). En este caso los soberanos de la dinastía aqueménides como Dario I (522-486 A.C.), Jerjes (486-465 A.C.), Artajerjes II (402-359 A.C.) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300), siempre tuvieron una actitud de respeto hacia las creencias o manifestaciones de índole religioso existentes en los diversos pueblos anexados por el imperio persa lo que significaba rendir culto a divinidades arias como Mitra y Anahita conjuntamente con las egipcias, babilonias e inclusive hebreas.

Cabe mencionar que esta fue una época caracterizada por fuertes tendencias nacionalistas, donde el rey concentraba el poder, el cual le permitía tener el control del ejército, la administración, la hacienda pública y la política exterior donde su principal preocupación era sin duda el imperio romano. Los reyes sasánidas fueron los responsables de la instauración del Zoroastrismo modernizado como religión oficial del imperio. Por tal motivo también proliferaron monumentos figurativos iranios durante Sapor I (241-272 d.C.) y Narses (292-302) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). No obstante, al principio las demás religiones fueron vistas como un elemento separatista (Planeta Sudamericana, 1981). Sin embargo, en el caso de Sapor I, probablemente zurvanita mostró simpatía en favor de Mani, profeta fundador del maniqueísmo que predico en Persia; a tal punto que sus hermanos Mihrshah y Peroz se convirtieron a esta religión. Hay que resaltar que Mani fue encarcelado por Bahram I y por Kerdir iniciando una persecución. Esta situación cambiaría con la llegada de Yezdigird (el Pecador), cuya tolerancia mereció el aprecio tanto de cristianos como de paganos (Eliade & Couliano, 2008, p. 303).

Entre sus principales reyes tenemos a Ardashir I, Sapor I y Cosroes I. Éste último fue considerado un monarca tolerante ya que según la historia no se dieron persecuciones de ningún tipo durante su reinado (Pisa Sanchez, 2011). En el periodo de Ardashir I en Ctesifonte (Capital del Imperio Sasánida), hubo mucha proliferación de judíos. En esta ciudad también se podía encontrar una escuela judía de alto nivel desde el siglo tercero d.C.; y el Exilarca [20] (גלות ראש), jefe de la comunidad judía en Babilonia también residió en la ciudad de Mahuz [21]. En el caso de Cosroes II (590-628) fue tolerante con el cristianismo, siendo Shirin, su esposa una princesa cristiana de Constantinopla (Ropero, 2010). Debido a esto, Cosroes II en un momento de su vida desarrolló una cierta afinidad con el cristianismo y los cristianos, los cuales podían ejercer libremente su fe. La construcción de Conventos e iglesias era permitida, por ejemplo, el Convento de Pethion que estuvo ubicado específicamente en Ctesifonte. En tiempos posteriores hubo dos iglesias, una con el nombre de Santa María y la otra llamada San Sergio ambas construidas bajo las órdenes de Cosroes II [22].

En ambos casos, es decir durante el reinado de estas dos dinastías hubo monarcas que desarrollaron la tolerancia en todo el sentido de la palabra incluyendo la religiosa. La tolerancia es un término demasiado complejo para poder definirlo, aunque por lo general es aplicado al comportamiento humano puede ser también interpretado como una virtud. Pero si nos basamos en la etimología latina tendríamos que centrarnos en el verbo Tolerare que significa resistir, sufrir, soportar, etc. (Cabedo Manuel, 2006). Para Max Müller y Alois Halder el término “tolerancia” es un concepto practico y no teórico, el cual tiene múltiples funciones como el de proteger al sistema dominante contra la disolución, protege al sujeto de la opinión minoritaria contra represiones físicas, sociales, mentales; y finalmente como una especie de preparación para una confrontación pacífica (Muller & Halder, 2001, pp. 426-427).

VII.            Conclusiones

Las persecuciones de cualquier tipo son actos deplorables especialmente aquellas que son de tipo religioso porque limitan la libertad del ser humano en su relación con Dios. Lamentablemente la historia universal nos muestra que las persecuciones religiosas se han originado desde la edad antigua. Ante esto poco o mucho se ha podido hacer para evitarlas. En el presente artículo se ha puesto como ejemplo las masacres hamidianas llevadas a cabo por Abdul Hamid II (1894-1896) en contra de todo no musulmán, que sin duda alguna afectó principalmente a los Armenios. Sin embargo esto sólo fue el inicio, porque durante los años finales del Imperio Otomano, por el año 1915, la persecución religiosa por parte del Estado se intensificó.

En el siglo XXI, podemos encontrar persecuciones religiosas de toda índole, en especial promovidas por algunos Estados y grupos terroristas como el Estado Islámico en Medio Oriente, África y Asia, que tienen como objetivo a cristianos, musulmanes, Izadies y personas de otras creencias.

¿Estaremos siendo testigos de un clash de civilizaciones, como se refería Samuel Huntington en la década de los 90? Si es así, ¿qué se puede hacer para revertir esta situación y poder vivir en harmonía? Es exactamente aquí cuando el dialogo intercultural juega un rol fundamental, teniendo como objetivo principal promover una convivencia harmónica. El legado del austriaco Hans Köchler y del expresidente irani Jatami no debe olvidarse, sino, por el contrario, ha de continuarse con su ejemplo. Lamentablemente lo que no se conoce no se valora: por lo tanto, se debería seguir divulgando la obra de estos personajes que entregaron parte de su vida para lograr un mundo mejor.

A manera de conclusión, la pregunta que se debería plantear es: ¿que nos ha impedido poner en práctica la tolerancia? Sabiendo los beneficios que ésta puede aportar para alcanzar un nivel de convivencia óptimo, tanto al interior de una sociedad y como al exterior, esto nos permitiría desarrollar un enfoque sobre relaciones internacionales capaz de consolidar una política exterior que promueva el dialogo intercultural. Al parecer, en estas dos primeras décadas que están transcurriendo del siglo XXI, pareciera que resultara difícil ponerlo en práctica, y, por el contrario, todo lo que se ha conseguido hasta el momento es haber desencadenado un proceso de intolerancia al interior de países que están constituidos por diferentes etnias y credos, entre regiones que son completamente asimétricas.

César Castilla Villanueva, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   El Imperio Austro-Húngaro, Francia, el Imperio Alemán y el Reino de Italia también fueron firmantes de dicho tratado.

2   Entendido como dar una interpretación diferente a una ortodoxia.

3   Como se sabe, Al-Qaïda es una agrupación terrorista inspirada en el wahabismo, que fue liderada en sus inicios por Osama ben Laden. Se caracteriza por tener varias células como Al-Qaïda en el Maghreb islámico (AQMI), Al-Qaïda en Irak (AQI) o Al-Qaïda en la península Arábiga (AQPA).

4   Abu Musab al-Zarqawi fue asesinado en 2006.

5   (والجهاد التوحيد جماعة (Jama'at al-Tawhidw al-Jihad.

6   Al-Qaïda en Irak (AQI), Jaysh Al-Taifa Al- Mansoura, KataebAnsar al-Tawhid, Sarayat al-Jihad al-Islami, Kataeb Al-Ahwal.

7   (العراق في المجاهدين شورى مجلس (Majlis Shura al-Mujahideen fi al-Iraq.

8   (المطيبين حلف (Hilf al-Mutaibin, grupo compuesto por el Consejo Consultivo de los Muyahidines en Irak y otras organizaciones como Jund Assahaba, Jaish Al Fatihin, Kataib Ansara Tawhidwa Sunna, y otros jefes de tribus.

9   (والشام العراق في االسالمية الدولة (Ad-Dawlat al-Islāmiyya fī'l-'Irāqwa'sh-Shām.

10    AnsarBeit Al-Maqdisa, Al-Nosra.

11    Cfr. Cia. Fact Book, 2014.

12     ملك طاووس

13    Denominada por los griegos de ésta forma, cuyo significado es “Ciudad de los Persas”.

14    “Reino de Jamshid” en español.

15    Fundada por el Ayatollah Imam Jomeyni en abril de 1979, después de la caída del Sha de Irán y largos años de opresión sobre el pueblo musulmán.

16    Tamdan Eilam que en español significa “Civilización de Elam”.

17    Μηδία o مادای en griego y persa respectivamente.

18    Del avéstico zruvan, “tiempo”.

19    Profeta del Siglo VII A.C., Irán.

20    Líder laico de la comunidad judía de Babilonia, luego de la destrucción del reino de Judá, así como la consecuente deportación de los hebreos bajo las órdenes de Nabucodonosor II.

21    ۵۱۳ : ص، کريستنسن آرتور، ساسانيان زمان در ايران) Traducción del Persa al Español por el autor de este ensayo).

22    Ibidem

Redacción  opusdei.org

El 28 de abril de 1951, Mons. Escrivá abandona Roma para pasar unos días en España. Se instala en Molinoviejo, cerca de Segovia, lugar que evoca en él multitud de recuerdos.

El motivo de su viaje es el Congreso General de la Sección de varones del Opus Dei, que se va a celebrar allí.

Con la aprobación definitiva de la Obra, hace apenas un año, la Santa Sede ha confirmado su organización y su forma de gobierno. El dinamismo apostólico del Fundador y su profunda formación jurídica se ponen de manifiesto tanto en la manera como ha querido que la Obra esté gobernada como en su estructura interna, que él mismo describirá a un periodista francés como una organización desorganizada.

En cuanto a la estructura, es de lo más sencilla: en cada una de las Secciones -de hombres y de mujeres-, que funcionan separadamente, siempre con el mismo espíritu, un Consejo, formado por sacerdotes y por seglares, asesora y asiste al Presidente General (desde el 28-XI-82, Prelado, que da y asegura la unidad fundamental de espíritu y de jurisdicción entre las dos Secciones) -que en esta etapa fundacional es el Fundador mismo- en el gobierno de cada una de las Secciones. En cada país o región, un Consiliario (actualmente. Vicario Regional) preside órganos similares.

De arriba abajo, cada escalón de gobierno se limita a estimular el apostolado de todos los miembros y mantener el espíritu propio de la Obra. Porque la actividad esencial del Opus Dei -su razón de ser- no es otra que garantizar la formación de sus miembros y ayudarles a perseverar en el camino al que Dios les ha llamado. En cuanto a sus iniciativas apostólicas, pueden revestir las formas más variadas, ya que la diversidad de situaciones en que cada cual se encuentra es prácticamente inagotable. En consecuencia, la autonomía de los miembros es total no sólo en lo que concierne a sus actividades familiares, profesionales y sociales, sino también en la manera concreta en que se esfuerzan en acercar a Dios a quienes les rodean. A la Obra sólo le interesa que el espíritu sobrenatural que la anima se transmita íntegramente.

De todo ello se deriva una forma de gobierno basada en la descentralización, la delegación de responsabilidades e iniciativas y la colegialidad, lo cual, por otra parte, responde adecuadamente al carácter secular del espíritu del Opus Dei. El Padre confía plenamente en que cada uno de sus hijos sabrá cumplir con su deber y enseña a éstos a hacer lo mismo con los que dependen de ellos en sus tareas de gobierno. Por eso suele decir que tiene más confianza en la afirmación de uno de sus hijos que en la de mil notarios juntos y unánimes.

Una de las normas aprobadas por la Santa Sede prevé que cada Sección organice, periódicamente y por separado, un Congreso General, en el que participarán determinados miembros de la Obra. Tales Congresos darán ocasión a revisar la situación apostólica en cada país o región, formular iniciativas y designar el Consejo general de la Sección de varones o, en su caso, la Asesoría Central de la Sección de mujeres.

El que va a celebrarse, presidido por el Fundador, será el primero de estos Congresos.

"Consummati in unum"

Nada más llegar a Molinoviejo, el Padre tiene la alegría de volver a ver a algunos de sus hijos mayores.

Les habla de Roma, de los apostolados en Italia, del curso de las obras en Villa Tévere... Con la fe y el tono vibrante que le caracterizan, evoca también la expansión futura de la Obra.

Durante los ratos de charla con los miembros del Congreso, y en las meditaciones que les dirige, comenta aquellas palabras del Señor: Consummati in unum... "Para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí" (loh., XVII, 23). Unidad de todos los miembros de la Obra, repartidos ya por un número creciente de países. Unidad profunda de sentimientos y de doctrina, que garantiza la espontaneidad de las iniciativas apostólicas. Unión con la cabeza visible de la Iglesia, el Papa...

Para responder a los testimonios de afecto que le ha enviado el Fundador, Pío XII, por mediación de Mons. Montini, ha enviado el siguiente telegrama: "Soberano Pontífice, vivamente conmovido testimonio filial adhesión Congreso General del Opus Dei, desea luces, gracias divinas sobre trabajos para seguro, eficaz servicio Iglesia, otorgando de todo corazón Vuestra Señoría, congresistas, implorada bendición apostólica".

Nueva campaña denigratoria

El 12 de mayo de 1951, al regresar a Roma, el Fundador del Opus Dei se encuentra con una mala noticia: a pesar de las aprobaciones de la Santa Sede, las antiguas calumnias vuelven a levantar cabeza, ahora en Italia. Como en España durante los años cuarenta, alguien se ha tomado la molestia de calentar los cascos a las familias de los primeros miembros italianos de la Obra. Confundidos por informaciones engañosas, un puñado de personas han dirigido una carta al Papa acusando al Opus Dei de haber desviado a sus hijos del camino recto... Algo que puede tener graves consecuencias en un momento en el que la Obra acaba de recibir el definitivo respaldo de la Santa Sede.

La injuria es particularmente penosa para el Padre, que siempre ha procurado que sus hijos se muestren llenos de delicadeza y afecto con su familia de sangre. Tanto, que, cuando habla del cuarto mandamiento de la Ley de Dios -"honrar padre y madre"- lo llama el dulcísimo precepto del Decálogo.

Antes de iniciar gestión alguna para contrarrestar las calumnias, escribe en una nota: Roma, 14 mayo 1951. Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del "gaudium cum pace" de la Obra y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei.

Unas horas más tarde, mientras visita las obras de Villa Tévere, el Padre cumple su promesa: se detiene en una sala rectangular, destinada a oratorio, y allí, entre aquellos muros todavía encofrados, pone en manos de la Sagrada Familia de Nazaret la solución del problema concreto, y también, de forma más amplia, las familias de todos los miembros de la Obra, actuales y futuros.

Al cabo de unos días, las personas que, de buena fe, habían firmado aquella carta van retirando sus firmas, una a una. Había bastado con explicarles los fines de la Obra y hacerles ver claramente que las informaciones que les habían dado eran falsas.

Una vez terminado aquel oratorio, dedicado a la Sagrada Familia, el Padre mandará colocar, encima del altar, un cuadro de un pintor italiano que representa a la Sagrada Familia de Nazaret y, sobre un muro lateral, una placa en mármol con el texto de la consagración escrita por el Fundador, texto que se leerá todos los años, en la festividad de la Sagrada Familia, en todos los Centros de la Obra:

... Oh Jesús, amabilísimo Redentor nuestro, que al venir a iluminar el mundo, con el ejemplo y con la doctrina, quisiste pasar la mayor parte de tu vida sujeto a María y a José en la humilde casa de Nazaret, santificando la Familia que todos los hogares cristianos debían imitar: acoge benignamente la consagración de las familias de tus hijos en el Opus Dei, que ahora te hacemos (..). Tómalas bajo tu protección y custodia, y haz que se acomoden al divino modelo de tu Sagrada Familia.

Una peregrinación de penitencia

Calmados ya los ánimos, el Fundador del Opus Dei sigue consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como Presidente General. Piensa, entre otras cosas, en los que pronto irán a Colombia y en la instalación de una amplia residencia de estudiantes en Londres, la cual podrá ser un foco de irradiación cristiana en toda Inglaterra y en aquellos países que conservan las huellas de la influencia británica. También da vueltas a otros proyectos, como la posible creación de una Universidad en España...

Con todo, sin que nada lo justifique en apariencia, tiene como un extraño presentimiento. Algo así como lo que les sucede a las madres, que tienen como un sexto sentido que les hace adivinar los problemas de sus hijos, aunque se encuentren lejos... Está pasando algo; no sé lo que es, pero algo está sucediendo...

La inquietud del Padre es tanto más viva en cuanto que la falta de elementos objetivos le impide acudir a alguien para defenderse o pedir explicaciones.

En tales circunstancias, su único recurso está en la Madre de Dios. Así, próximo ya el 15 de agosto de 1951, en Castelgandolfo, a donde va con frecuencia, anuncia a sus hijos su propósito de honrar a la Virgen en la fiesta de la Asunción haciendo una peregrinación a Loreto para consagrar toda la Obra a la Señora.

-El día 15 pondré en las manos de María, en Loreto, la Obra entera; colocaré vuestros corazones en la patena y se los ofreceré al Señor. También le ofreceré, por medio de María, a todos los demás hombres y a todos los países del mundo, porque siempre que se trata del Señor soy muy ambicioso. Haremos un viaje rápido, como mortificación.

El 14, en las primeras horas de la tarde, parte en coche hacia Loreto, acompañado por don Álvaro del Portillo y otros dos miembros de la Obra. Hace un calor bochornoso, propio del ferragosto, como dicen los italianos. En esta ocasión, el Padre no habla, ni tampoco canta, como suele hacer cuando viaja. Sus acompañantes respetan su silencio y su recogimiento, asociándose mentalmente a su oración, conscientes de estar viviendo un momento de excepcional importancia.

Cuando, a la caída de la tarde, llegan por fin a Loreto, numerosos peregrinos se dirigen al Santuario. Nada más descender del automóvil, el Padre se encamina hacia la basílica a tal velocidad que los que le acompañan le pierden de vista. Inmediatamente, entra en la Casita de Nazaret, enclavada en el templo (la cual, según la tradición, fue transportada a Loreto milagrosamente) y reza allí fervorosamente, después de leer una y otra vez, con intensa emoción, la inscripción grabada encima del altar de la capilla: "Hic Verbum caro factum est". Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, celebra la Santa Misa en ese mismo altar de la capilla, pero el ajetreo de la multitud de peregrinos en ese día de la Asunción es tal que le resulta difícil recogerse. Cada vez que, según prescriben las rúbricas, besa el altar, tres o cuatro campesinas lo besan también.

Durante la acción de gracias, prosigue el ajetreo, hasta tal punto que, para evitar los empujones, tiene que refugiarse en un estrecho pasillo situado tras el altar. Pero los peregrinos lo invaden también, a empujón limpio...

El Padre ofrece esas molestias -fruto de la devoción de aquellas gentes- y se concentra en lo que le ha llevado allí: depositar su inquietud en manos de la Virgen; consagrar al Inmaculado Corazón de María el Opus Dei y todos sus miembros: nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos nosotros y nuestros apostolados; pedirle que mantenga firme y seguro el camino de la Obra...

Pronto, le invade una paz profunda, de tal forma que, cuando abandona el Santuario de Loreto, abriga la convicción de que, si la Obra está amenazada, como confusamente presiente, no hay nada que temer: la Madre de Dios, a la que acaba de consagrar la Obra entera en la "Santa Casa", velará por ella.

Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro... ¡Allana las dificultades! ¡Ábrenos el camino!

En Italia, en España, en Portugal

Durante las siguientes semanas, el Padre visita otros Santuarios marianos: Nuestra Señora de Pompeya, cerca de Nápoles; Lourdes, el 6 de octubre de 1951, camino de España, donde va a asistir al primer Congreso General de la Sección de mujeres de la Obra; el Pilar en Zaragoza... En todos ellos, renueva la consagración que ha hecho en Loreto y repite la misma jaculatoria: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!

A sus hijas, reunidas en Los Rosales, una casa situada en las proximidades de Madrid, les habla de la expansión de la Obra en el mundo, de la maravillosa aventura que van a vivir si permanecen fieles a los medios sobrenaturales de siempre: oración, mortificación, Sacramentos...

Unos días antes, un joven ingeniero, Bartolomé Roig, ha ido a establecerse en Venezuela y el 11 de octubre, durante su estancia en España, el Padre bendice a don Teodoro Ruiz Jusué, a punto de partir hacia Colombia. Luego, con amoroso impulso, descuelga un crucifijo de mármol que pende sobre su cama y se lo entrega, con dos tomos encuadernados de las obras de San Agustín y un cuadrito con una imagen de la Virgen pintada sobre cobre, regalo de su hermana Carmen. Son los únicos "tesoros" que le puede dar...

El 19 de octubre, procedente de Coimbra, se detiene una vez más en Fátima antes de seguir viaje a Lisboa. Reza intensamente en la capilla de las apariciones y vuelve a consagrar la Obra al Inmaculado Corazón de María.

Fin de una amenaza

El 24 de octubre ya está de nuevo en Villa Tévere, en Roma. Allí le informan de que va a haber que prescindir de los servicios de la empresa constructora, porque no cumple el contrato. Por otra parte, son tales las dificultades financieras que hay que restringir los gastos al máximo. Los alumnos del Colegio Romano dejan prácticamente de fumar y se dirigen a pie a la Universidad o a su lugar de trabajo.

Don Álvaro del Portillo se esfuerza por hacer frente, no sin dificultades, a los vencimientos de los créditos y pide ayuda a diestro y siniestro...

Nadie piensa en reducir, o en renunciar a concluir, los edificios de la sede central de la Obra, porque no es ése el espíritu del Opus Dei, tal y como el Padre se lo ha transmitido a sus hijos: Las obras de Dios no fracasan nunca por falta de medios materiales; si fracasan es por falta de buen espíritu.

Así pues, las obras de Villa Tévere no se interrumpen. A finales de año, el Fundador puede bendecir un oratorio y consagrar el altar de Villa Sacchetti, edificio independiente reservado a las mujeres de la Obra, cuyo oratorio dedica al Corazón Inmaculado de María en recuerdo de la Consagración hecha el 15 de agosto. Porque aquel presentimiento de un peligro que amenaza a la Obra le sigue atosigando, aunque no sabe cuál es...

Hasta que una carta de sus hijos de Milán viene a arrojar un poco de luz: el 18 de febrero de 1952, dos miembros de la Obra -un sacerdote y un laico- habían ido a visitar al Cardenal arzobispo, como solían hacer periódicamente, para tenerle al tanto de sus labores apostólicas. Nada más llegar, el Cardenal Schuster les había preguntado por el Padre.

-¿No tiene ahora una especial contradicción, una Cruz muy fuerte?

Los dos miembros de la Obra le habían respondido que no sabían nada, pero que si era así estaría muy contento, porque siempre había enseñado a sus hijos que cuando se está cerca de la Cruz, se está muy cerca de Jesús...

-No, no -había insistido el Cardenal-. Decidle que recuerde a su paisano San José de Calasanz y... que se mueva.

A1 recibir la carta de sus hijos, lo comprende todo. Conoce bien la historia del Fundador de las escuelas Pías. No en vano había sido en Barbastro alumno de una de ellas, sin olvidar que San José de Calasanz era aragonés y estaba emparentado con su familia...

Aquel santo de su tierra había fundado en Roma una congregación religiosa para instruir y educar a niños de familias humildes, pero, al final de su vida -tenía ya más de ochenta años- había sido víctima de incalificables intrigas, urdidas por uno de sus hijos, el Padre Mario. Éste, engañando al Papa, le había denunciado al Santo Oficio, logrando usurpar su cargo de Superior y que se le expulsara de la congregación que había fundado...

No tarda en recibir datos más concretos: existe, en efecto, un proyecto de desmantelamiento de la Obra que, a diferencia del caso de San José de Calasanz, procede de fuera. Un plan verdaderamente diabólico: se trata de escindir las dos secciones del Opus Dei -masculina y femenina- y de obligar al Fundador no sólo a renunciar a su cargo de Presidente General, sino a apartarse de la Obra.

El proyecto, al parecer, está ya en manos de altas jerarquías del Vaticano. Aprobarlo es tanto como destruir la Obra, porque la unidad de espíritu entre las dos Secciones y la unidad de gobierno, garantizadas por la persona del Presidente General, es algo esencial, que forma parte del carisma fundacional.

El segundo objetivo -la expulsión del Fundador- le hace decir, con lágrimas en los ojos: Si me echan, me matan; si me echan, me asesinan. Se siente como aplastado entre dos planchas de hierro. Si su corazón no estalla es por su ilimitada confianza en Dios y por la seguridad que le proporcionan sus recientes peregrinaciones a los Santuarios de la Virgen.

Se da cuenta, también, de que hay que actuar, debe "moverse", como le ha aconsejado afectuosamente, por mediación de sus dos hijos de Milán, el Cardenal Schuster.

Oficialmente, sin embargo, el Presidente General del Opus Dei sigue sin saber nada. Además, no puede presentar un recurso contra una decisión que todavía no se ha tomado. Queda la posibilidad de dirigirse personalmente al Papa, haciéndole saber que está al corriente de lo que se trama...

La carta es filialmente, dolorosamente directa. Mons. Escrivá no pide nada para él. Lo único que pide es que, por amor a la justicia, se le hagan conocer abiertamente las acusaciones. El Fundador abre su conciencia de sacerdote enamorado de la Iglesia: no tiene ningún miedo a la verdad. Bien sabe el Padre que se trata de una campaña de calumnias y falsas acusaciones: una inexplicable celotipia ha hecho que, una vez más, se propalen falsedades, con el fin de levantar un clima de sospecha y desconfianza en contra de la Obra. No le importa por su persona; lo que no puede tolerar es la ofensa a Dios y la injusticia que eso supone para con todas sus hijas e hijos, que sirven a la Iglesia con plena fidelidad al espíritu y a las normas expresamente aprobadas por la Santa Sede.

Cuando el Fundador da a leer la carta a don Álvaro del Portillo, éste pide al Padre que le deje firmarla también.

Unos días más tarde, el 18 de marzo de 1952, el Cardenal Tedeschini, encargado de presentar a la Santa Sede los asuntos relacionados con el Opus Dei, lee la carta a Pío XII. Aunque el procedimiento ha sido realmente muy poco usual, el Papa, emocionado sin duda por la excepcional franqueza de Mons. Escrivá y la sinceridad que emana de su misiva, le responde inmediatamente que no es cuestión de que tales propuestas sean aceptadas.

Una vez más, un intento de destruir el Opus Dei ha sido desbaratado.

Para don Josemaría, como para el puñado de miembros de la Obra que saben lo que ha pasado, ha sido la Madre de Dios, ardientemente invocada en Loreto y en otros santuarios marianos, quien ha obtenido esta gracia extraordinaria.

En junio de 1952, el Fundador completa el acto de entrega a la Virgen María del año anterior con una nueva consagración de la Obra, en este caso al Sagrado Corazón de Jesús.

Finalmente, el 26 de octubre, festividad de Cristo Rey, en un pequeño oratorio de la sede central, todavía sin terminar, el Padre pide al Señor que otorgue la paz a la Obra, al mundo, a todos los hombres de buena voluntad: Oh, dulcísimo Jesús (...), al consagrarte nuestra Obra, con todas sus labores apostólicas, te consagramos también nuestras almas con todas sus facultades; nuestros sentidos; nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones; nuestros trabajos y nuestras alegrías. Especialmente te consagramos nuestro pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor.

Es Dios quien lo hace todo...

A pesar de ser muy graves, estos acontecimientos no han obstaculizado en absoluto el desarrollo de los apostolados de la Obra.

A Roma llegan, cada vez en mayor número, estudiantes y jóvenes licenciados que van a profundizar su formación. A comienzos del verano de 1952, el Padre ruega a su hermana Carmen que se traslade a Salto di Fondi -un pueblo situado entre Roma y Nápoles- para atender al cuidado material de una casa de campo, situada junto al mar, donde pasarán una temporada; en tandas sucesivas, grupos de alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz.

En julio, ocho miembros del Opus Dei reciben las sagradas órdenes en una iglesia de Madrid. Poco antes, se ha instalado en Pamplona una escuela de Derecho, semilla de una futura Universidad. Se trata de un antiguo sueño del Padre, para cuya realización ha rezado y trabajado años y años. Para él es claro que si bien el apostolado de los miembros reviste un carácter personal, de amistad y confidencia, en todos los ambientes, será también necesario promover en todos los países algunas actividades orientadas a la educación y a la promoción social. La iniciativa corresponderá a sus hijos o a sus hijas, en colaboración con otras personas. La Obra se limitará a insuflar su espíritu en esas realizaciones, cuya misión consistirá en contribuir a resolver problemas concretos de un país, una región o un sector de la sociedad, constituyendo, al mismo tiempo, instrumentos aptos para difundir la doctrina cristiana y marco propicio al apostolado personal de los miembros de la Obra que en ellas ejerzan su trabajo profesional.

Tal era la finalidad de la Academia DYA, abierta en Madrid en 1933, y de las distintas residencias de estudiantes instaladas desde entonces. Sin embargo, el proyecto actual es más ambicioso, y el Padre espera mucho de él: una Universidad digna de ese nombre, cuya influencia se extenderá no sólo a toda España, sino también a otras naciones.

Poco a poco, buenas noticias empiezan a llegar a Roma, procedentes de los países y ciudades a donde se ha ido en los últimos años.

A comienzos del mes de julio de 1952, algunos de los que habían iniciado la labor en Argentina, tomando como base la ciudad de Rosario, se instalan en Buenos Aires. En agosto, comunican al Padre que se ha producido la primera vocación femenina en aquel país. El 30 de ese mismo mes, un sacerdote parte para Venezuela, y un ecuatoriano que acaba de concluir sus estudios en Roma regresa a su país. Otros dos miembros de la Obra se establecen en Bonn, capital de la Alemania Federal.

En 1953 prosigue la expansión apostólica: se abre en Dublín una Residencia de estudiantes y dos miembros del Opus Dei van a trabajar profesionalmente en Perú y en Guatemala. Finalmente, en París -objetivo del Fundador desde los años treinta- dos miembros de la Sección de varones alquilan un pisito en la calle del Doctor Blanch. En el verano, se les une Fernando Maycas, el joven jurista que ya había residido en París varios años y que ha sido ordenado sacerdote en España. Su instalación definitiva en París marca el comienzo de una labor estable y continuada en Francia.

***

El Padre realiza un nuevo viaje a España para pasar en Molinoviejo, cerca de Segovia, el 2 de octubre de 1953, fecha en la que se cumple el veinticinco aniversario de la fundación del Opus Dei. En ruta, se detiene en Lourdes para rezar a la Virgen en el mismo lugar donde lo había hecho el 11 de diciembre de 1937, en plena guerra civil, tras el largo y agotador paso de los Pirineos.

Antes de abandonar Roma, ha recibido una bendición especial del Santo Padre mediante una carta del Cardenal Tedeschini, confirmada días más tarde por un telegrama de Mons. Montini, pro-secretario de Estado para los asuntos ordinarios.

En Madrid le esperan sus hijos, para celebrar el aniversario. Porque, en efecto, ha transcurrido un cuarto de siglo desde que vio la Obra por primera vez, mientras repicaban las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles... Ahora, ya puede contemplarla como el Señor la quería, proyectada en el tiempo -siglos- y haciendo en la historia de la humanidad -humilde y silenciosamente- un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo.

Al acercarse este aniversario, había recomendado a sus hijos y a sus hijas que realizasen con mayor empeño su trabaja en ese día, intensificando su oración. Sed -en esta tierra tan llena de rencores- sembradores de alegría y de paz: porque este heroísmo sin ruido de vuestra vida ordinaria será la manera más normal, según nuestro espíritu, de solemnizar las Bodas de Plata de nuestra Madre.

Antes de regresar a Roma, el Padre se acerca a Portugal y luego, pasando por Bilbao, llega hasta París, donde sorprende a sus hijos con su visita, el 24 de octubre. Desciende hacia Italia y pasa por Milán y Loreto.

La expansión de la Obra, que no ha hecho más que empezar, le demuestra, una vez más, que Dios la ha querido. ¡No puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!, ¡no soy nada! repite sin cesar, como en los primerísimos comienzos, durante los días que preceden y siguen al aniversario. Y concluye con el complemento lógico de este acto de fe: Pero Tú lo eres todo.

Este 2 de octubre debe ser para sus hijos un nuevo punto de partida, una ocasión de ampliar el horizonte de su apostolado hasta los últimos rincones del planeta.

Vuestra caridad ha de ser amplia, universal: habéis de vivir de cara a la humanidad entera, pensando en todas las almas de todo el mundo. Esa actividad os llevará a rezar por todos, y, en la medida de vuestras posibilidades, a ayudar a todos.

¿Quién, entre los más antiguos, no rememora, al oír estas palabras, aquel mapamundi de la Residencia de Jenner y aquella cruz que el Padre dibujaba, con sus cuatro brazos en forma de flecha, orientados hacia los cuatro puntos cardinales?

Redacción  opusdei.org/es-es/

leszek koczanowicz

El domingo 25 de octubre de 2015 fue un punto de inflexión política en Polonia. En mayo de 2015 las elecciones presidenciales ya habían provocado un inesperado disgusto cuando el presidente en el cargo, apoyado por la gobernante Plataforma Cívica, fue derrotado por el candidato derechista Andrzej Duda. Era obvio que se había producido un importante vuelco. Sin embargo pocos, si alguno, apreciaban su magnitud. En las elecciones parlamentarias de octubre de 2015, el partido conservador-nacionalista Prawo i Sprawiedliwosc (Ley y Justicia) obtuvo una mayoría absoluta en el Sejm, un resultado sin precedentes en la historia poscomunista de Polonia; el PIS también obtuvo el 61 de los 100 escaños del Senado [1]. El voto a la Plataforma Cívica, la formación liberal-conservadora que había dominado el panorama político desde 2007, se desplomó en cambio quince puntos hasta el 24 por 100 y perdió la cuarta parte de sus escaños. Por primera vez desde 1990, ningún partido de izquierda o centro-izquierda logró superar el umbral del 5 por 100 para entrar a formar parte del parlamento, si bien nuevas fuerzas políticas afirmaron con fuerza su presencia. En tercer lugar se situó Kukiz’15, una formación novel centrada en torno a Pawel Kukiz, un rockero punk de 53 años, quien se alió con el Movimiento Nacional, de extrema derecha, abogando por un cambio al sistema mayoritario estricto con representación unipersonal en los distritos electorales como la panacea para todos los males de la democracia polaca [2].

Los primeros meses del gobierno del PIS han mostrado claramente la meta política hacia la que es probable que se dirija el país durante los próximos años. Tras obtener el pleno control político –Sejm, Presidencia, Senado–, el partido ha proclamado que, habiendo obtenido un mandato de la nación, está decidido a cumplir sus promesas electorales e implementar un programa radical de «buen cambio». Las declaraciones de sus líderes implican que ello transformará el modelo polaco de democracia para convertirlo en un instrumento de la comunidad nacional. La pregunta clave es, pues, cómo debe entenderse realmente esa «comunidad». De hecho, la relación entre comunidad y democracia es una de las cuestiones más complejas, aunque también la más intensamente debatida, de la teoría política contemporánea.

La dificultad reside en el hecho de que los dos conceptos –democracia liberal y comunidad– se han desarrollado siguiendo líneas separadas, a menudo no sólo ignorándose, sino incluso mostrándose abiertamente hostiles entre sí. El liberalismo toma como punto de partida un individuo aislado y autónomo, cuyas relaciones con los demás se armonizan en la esfera pública mediante procedimientos de naturaleza sustancialmente jurídica. La «comunidad», en cambio, pone de relieve el papel del «pueblo» –de la comunidad nacional– como vehículo de valores, que se materializan en la vida social. Un problema inherente a este enfoque es la relación entre la comunidad y el poder político. Mientras que la comunidad es algo «vivo», «cálido» y «omnipresente», el poder político es «frígido» y «distante», siendo el Estado «el más frío de todos los monstruos fríos», como dijo Nietzsche. Si la noción de democracia liberal está inmersa en el pensamiento de la Ilustración, la noción de comunidad se basa por el contrario en el romanticismo y su desconfianza respecto al poder supremo de la razón y, en particular, a sus proclamaciones universalizadoras. La historia del pensamiento político durante los siglos XIX y XX se puede interpretar como una contienda continua entre esos dos conceptos, aunque la dicotomía, por supuesto, requiere matizaciones. La democracia no puede surgir ni desarrollarse sin el apoyo del pueblo; y sin el respaldo de las masas, la democracia se reduce a un juego entre elites. Sin embargo, una cuestión clave sigue siendo determinar las condiciones en que la protesta popular puede transformarse en instituciones democráticas estables o aumentar el potencial democrático de la sociedad.

La disputa sobre «democracia» versus «comunidad» ha dado lugar a un compromiso realmente débil entre las dos perspectivas en liza. Esto no significa que haya surgido un nuevo marco teórico, sino que las dos partes del debate han acordado hacer algunas concesiones. Algunos liberales han reconocido que, incluso en la esfera pública, las personas no son simplemente individuos autónomos sin ninguna historia previa, sino que, por el contrario, están inmersos en ciertas tradiciones que configuran sus vidas y forman sus creencias políticas, lo que implica que en política no sólo participan los individuos autónomos, sino también grupos e identidades colectivas. Y la mayoría de los comunitaristas ya no niegan la validez de los procedimientos, sino que afirman que hay que llenarlos con el contenido vivo de los valores comunales. La cuestión todavía por resolver es cuánto comunitarismo necesita realmente la democracia, con la pregunta concomitante sobre el punto crítico en que un comunitarismo fuerte llega a ser destructivo para la sociedad democrática.

El problema de la democracia radica, en realidad, en su carácter volátil, elusivo. Claude Lefort lo interpretó muy bien cuando describía la democracia como un sistema organizado en torno a un «lugar vacío» –antes ocupado por el monarca–, que cuenta con su noción central de «pueblo» necesariamente construido y reconstruido una y otra vez, siempre «disponible». No sorprende, pues, que la democracia sea intrínsecamente susceptible a las tentaciones tanto del autoritarismo como del anarquismo. El primero está relacionado con una tendencia recurrente a llenar el «espacio vacío» con símbolos definidos, tales como la nación o el proletariado. Al mismo tiempo, la democracia también está siempre en riesgo de reducirse a la anarquía, cuando su precario equilibrio comienza a desmoronarse. Desde este punto de vista, la democracia aparece como un gran llamamiento a cruzar sus límites, a la transgresión de lo que está realmente allí [3]. Como insistió Cornelius Castoriadis, el descubrimiento trascendental de los atenienses fue la comprensión de que las instituciones son un producto humano y no una obra divina. En su monumental estudio, Castoriadis argumenta convincentemente que las instituciones, incluida la esencial, es decir, «la institución imaginaria de la sociedad», crean a los individuos, siendo creadas por ellos al mismo tiempo. Esta relación recíproca entre individuos e instituciones presupone la autonomía individual como esencia de la democracia [4].

Desde este punto de vista, es evidente que la democracia, como sistema que alberga en su núcleo la mutabilidad de las instituciones y la autonomía individual, puede encontrarse fácilmente al borde de la colisión con la comunidad, basada en la unidad y la tradición y en una visión del individuo como expresión de valores comunales. Pero la colisión no tiene por qué producirse obligatoriamente; y cualquier respuesta a la pregunta de cuánto comunitarismo necesita la democracia será en gran medida empírica, relacional y basada en circunstancias políticas y culturales particulares. Las sociedades democráticas, como sabemos, surgieron dentro de los Estados nacionales asociadas a la aceptación de su carácter pluralista. Sin embargo, a medida que se consolidaba la democracia, estas mismas sociedades se transformaron, dando paso a una creciente aprobación del pluralismo político y ético. En consecuencia, la comunidad nacional se volvió cada vez más autorreflexiva.

¿Cada uno para sí mismo, y sólo la nación para todos?

Decir que las actitudes comunales son omnipresentes en Polonia es una banalidad. A pesar de los logros significativos, y en muchos sentidos pioneros, de la tradición democrática basada en la baja nobleza, fue la pérdida de la condición de Estado independiente la que determinó la trayectoria del pensamiento político y social en Polonia. Los intelectuales polacos del siglo XIX se vieron desafiados a formular un concepto de la nación fuera y más allá del Estado nacional, un concepto que ayudara a la idea nacional a sobrevivir a los tiempos de la partición y el sometimiento. Los esfuerzos titánicos de las elites intelectuales polacas sostuvieron la continuidad de la identidad nacional, pero ese éxito tuvo un precio. La nación surgió como una proyección de esperanzas y ansiedades; o, para usar un término psicoanalítico, como un fantasma que dejó una pesada huella en la vida de muchas generaciones de polacos. En su corazón estaba un sueño de unidad nacional absoluta y la creencia añadida de que era casi tangible, de que estaba a su alcance. Por definición, un fantasma no sólo resiste a la realidad, sino que crea una esfera simbólica que domina las creencias de la gente y motiva eficazmente la acción humana. Como un fantasma está, claramente, saturado de emoción, ir más allá u oponerse a él es un proceso desacostumbradamente doloroso. No es de extrañar que una pérdida de unidad nacional, el consentimiento para la pluralización de la nación y la tolerancia de actitudes divergentes sobre cuestiones fundamentales, puedan parecer una horrible perspectiva.

La lógica social presente tras la persistencia de tal concepto nacional no es difícil de precisar. Su procedencia feudal se destacó en los debates de principios del siglo XX. Aunque ideas alternativas de la nación fueron presentadas por la burguesía polaca (con la Democracia Nacional como su encarnación política) y los incipientes movimientos populares y obreros, la concepción feudal de la nación dominó la escena política. Como sostenía su crítico radical, Julian Brun, abrigaba una contradicción intrínseca [5]. Por un lado, la creencia en la importancia de la unidad nacional recibió una poderosa confirmación de dos milagros: la restauración de la independencia política otorgada por los Aliados en 1918 y la victoria en la guerra de 1920 contra los bolcheviques. Por otra parte, la realidad de la Polonia Renacida estaba atenazada por las tensiones sociales –el levantamiento de los trabajadores, el golpe militar, el endurecimiento del nacionalismo– y las fricciones políticas. Como la contradicción parecía insoluble, lo único que cabía hacer era esperar un «tercer milagro».

Paradójicamente, parece que la contradicción sobrevivió al período comunista y volvió a aparecer casi inmutada después de 1989, cuando Polonia recuperó su independencia del bloque soviético. El catálogo de los milagros polacos se vio incrementado por dos acontecimientos consecutivos: el surgimiento de Solidaridad en 1980 y la caída del comunismo en 1989. Fue fácil interpretarlos como un triunfo de la unidad nacional que evitó la intervención externa. Este concepto de la nación se convirtió en un punto de referencia cultural, mientras que su versión simplificada sirvió de base a la «ideología de los medios de comunicación populares».

¿Cuántas veces hemos oído durante los últimos veinticinco años a los periodistas de diversos medios presentar apasionadamente banalidades inspiradas en la unidad nacional, urgiéndonos a poner fin a nuestras disputas ya que somos, después de todo, una nación y deberíamos mantenernos unidos siempre? Este llamamiento no brotaba de la nada; era generado por una extraña división ideológica del trabajo, omnipresente durante la primera década de la transformación posterior a 1989, que incluía a las dos ideologías dominantes –el liberalismo y el nacionalismo religioso–, dividiendo a Polonia, al menos en cierta medida, en dos esferas de influencia separadas.

En este contexto, quizá vale la pena señalar que los medios de comunicación liberales y de centro-izquierda criticaron duramente cualquier intento de proteger los derechos de los trabajadores, tachándolos con el apodo despectivo de «derechos poscomunistas». Por otro lado, las medidas políticas aprobadas en su favor recibieron un fuerte respaldo de los medios de orientación nacionalista, que permanecían al margen de la opinión predominante y que a menudo estaban estrechamente vinculados a la Iglesia católica. Saturados de ideología nacionalista, su mensaje era, no obstante, que la injusticia social era el producto de una conspiración de liberales e «izquierdistas». La influencia de esa fracción de los medios de comunicación creció rápidamente a comienzos del siglo XXI, junto con la decadencia de la Alianza Democrática de Izquierdas (Sojusz Lewicy Demokratycznej, SLD), partido de centro-izquierda, que contó con el respaldo de entre el 20 y el 40 por 100 del electorado entre 1993 y 2001. La emisora católica Radio Maryja se convirtió en una plataforma popular muy destacada para la difusión de mensajes nacionalistas y ultraconservadores.

El liberalismo polaco, en la medida en que funcionaba como una «ideología vital», es decir, como parte del imaginario social, permanecía primordialmente en la esfera económica. Además, se conoció primero en su variedad más radical, vinculada a la Escuela de Chicago; su popularidad fue impulsada, por otro lado, por la línea dura anticomunista adoptada por Reagan y Thatcher, así como por la creencia de que eran esenciales cambios estructurales en la economía. Se pensaba que las dos cosas que faltaban en el comunismo –el capitalismo y la democracia– estaban tan claramente entrelazadas que pocos tenían dudas sobre su inseparabilidad. En consecuencia, se extendió una profunda convicción de que el ascenso del capitalismo conduciría directamente a la democracia liberal. Es cierto que ese pensamiento se combinaba con el Zeitgeist mundial; era la época en la que prevalecían las ideas contenidas en el famoso artículo de Fukuyama sobre el «fin de la historia» y el triunfo final de la democracia liberal junto con el libre mercado. También fue un momento en el que la crítica social tradicional se consideraba comúnmente una lamentable expresión del «sentido del derecho a», una reminiscencia del pasado que había que archivar de una vez para siempre. Esto impedía el desarrollo de cualquier alternativa social de izquierdas, o por lo menos social-liberal, especialmente porque la izquierda oficial, el SLD, había hecho suyo el vocabulario neoliberal. Los debates se centraban en «aliviar los efectos de la transformación» más que en construir un modelo socialmente responsable de Estado. Las actitudes individualistas, cuando no egoístas, se difundieron de manera consistente, así como la creencia de que sólo se podía contar con uno mismo.

Por supuesto, tal atomización no podía sino inclinar a la gente a buscar un asidero en ideologías capaces de proporcionar identidades colectivas sólidamente asentadas. La única cosmovisión poderosa disponible –y prácticamente incontestada– era el tándem establecido de valores nacional-religiosos. Además, su relevancia recibió un poderoso respaldo de los políticos y legisladores de la década de 1990, que hicieron obligatoria la enseñanza religiosa en la escuela, introdujeron rígidas restricciones en el acceso al aborto y firmaron un concordato con el Vaticano. Es difícil evaluar hasta qué punto estas políticas resultaron del equilibrio de poder del momento o de concesiones deliberadas de los reformistas liberales en un intento de asegurar los cambios que consideraban más importantes en la economía. De un modo u otro, convergieron con una ofensiva lanzada por la derecha, que dominaba ámbitos cada vez cada vez más vastos de la conciencia social, sin encontrar realmente mucha resistencia. En última instancia, esos procesos produjeron un sistema bipolar, en el que el egoísmo económico coexistía con una noción abstracta de la nación, definida estricta y cada vez más restrictivamente en términos de valores y patrones de comportamiento tradicionales. La Iglesia católica desempeñó un papel esencial en el proceso; utilizando el capital social acumulado durante el período comunista, la jerarquía eclesiástica se sintió libre para plantear considerables exigencias a los sucesivos gobiernos, cualquiera que fuese su naturaleza política. Ningún gabinete polaco fue capaz de rechazar esas demandas, lo que ayudó a la Iglesia a obtener una posición excepcionalmente influyente en la vida cultural y social. Esto no hizo más que ahondar la división dicotómica en la sociedad al hacerse cada vez más conservadora la jerarquía religiosa, mientras que los intelectuales católicos de mentalidad más liberal quedaron al margen e incapacitados para influir en la política de la Iglesia frente al gobierno.

El auge del sistema dicotómico arroja alguna luz sobre el enigma de por qué se ha mantenido el paradigma romántico pese a la creencia, generalizada en la década de 1990, de que su final estaba cerca. Las expectativas de la inminente desaparición del romanticismo polaco, magistralmente expresadas en el ensayo de Maria Janion «Crepúsculo del paradigma», no eran en modo alguno infundadas. Sus tropos literarios habían servido para crear conciencia nacional durante la larga era de las particiones, resaltando lo que parecía central para la supervivencia de la nación, que se reducía, por decirlo así, a hacer significativo el sufrimiento [6]. La idea de la unidad nacional basada en la celebración del martirio ayudó a la gente a resistir la opresión, alimentando, al mismo tiempo, una compleja mitología. Si después de 1989 Polonia se estaba convirtiendo en un país «normal», no había razón para que se atuviera a esos mitos. Sin embargo, tales razonamientos no se hicieron realidad, mientras que los tropos románticos, por el contrario, no sólo se consolidaron, sino que encauzaron poderosamente la experiencia de sucesos trascendentales, con la tragedia de Smolensk como principal ejemplo [7].

Si sólo hubieran estado en juego las reacciones frente a grandes acontecimientos traumáticos, esa respuesta sería comprensible; en tales casos es casi imposible sacudirse el lenguaje en el que se han expresado esas emociones durante más de dos siglos. Sin embargo, parece que la noción romántica de la nación, o más bien su variedad marchita y simplificada, ha impregnado áreas más amplias de la vida cotidiana y la política, porque es innegable que hay una continuidad entre la conmemoración de grandes acontecimientos, el culto de los «soldados malditos» y el Levantamiento de Varsovia de 1944, por un lado, y las omnipresentes «afrentas» o eslóganes lanzados a gritos por los aficionados en los estadios de fútbol [8]. Se podría argumentar, por supuesto, que la noción romántica de la nación era diferente; que, a diferencia del nacionalismo actual, era extraordinariamente inclusiva. Hay, ciertamente, mucha verdad en ello, y el contenido de la ideología nacional polaca contemporánea es un asunto que los sociólogos y los antropólogos deben explorar; pero una breve ojeada basta para comprobar que se trata de una amalgama de elementos románticos con el nacionalismo moderno implantado en Polonia durante el período de entreguerras por los demócratas nacionales [9]. Sin embargo, la pregunta clave es qué función cumple esta ideología, o mitología, en la sociedad polaca contemporánea, así como las razones de su popularidad.

Corrosivos

Sin lugar a dudas, muchos de los siete millones de polacos que votaron por el PIS y Kukiz’15 en octubre de 2015 se sintieron atraídos por la orientación pro-nacional de esos partidos. Sin embargo, la popularidad de esa ideología no se puede explicar únicamente recurriendo a factores relacionados con la conciencia; también responde de una forma u otra a problemas sociales. En mi opinión, la fuente de la popularidad actual del nacionalismo en Polonia radica en que proporciona un marco de referencia para la crítica social: ayuda a combinar y generalizar percepciones y expresiones de graves injusticias que, aunque dispersas, proliferan en la vida cotidiana. Sin exagerar mucho, la transición polaca puede considerarse un éxito, en el sentido de que ha producido un sistema operativo de instituciones democráticas y una economía de libre mercado tolerablemente eficaz. Sin embargo, ese éxito tuvo un coste social enorme. Los aspectos socioeconómicos de la transición han suscitado múltiples estudios, centrándose particularmente en amplias esferas de exclusión de muchas formas básicas de participación social [10]. Sin embargo, se ha prestado menos atención a lo que se podría denominar daño sociopolítico. Es cierto que se han evitado protestas masivas, que pudieran socavar los fundamentos del sistema, pero el período de transición ha causado un daño irreparable a las relaciones entre quienes detentan el poder y la sociedad, debilitando así un importante pilar del sistema democrático. Un análisis exhaustivo de ese proceso queda fuera del alcance de este artículo, pero podemos enumerar sus aspectos principales.

En primer lugar, el modelo bipolar de conciencia social expuesto anteriormente ha obstruido el funcionamiento de la democracia. No se puede esperar que la gente obligada a actuar egoístamente en la esfera económica lo vaya a hacer de manera solidaria en la política. Un resultado más probable es lo que ha ocurrido en Polonia: la gente o bien se apartó de la política (la participación electoral es siempre baja) o adoptó valores abstractos, viéndola como una batalla por principios no negociables: la «política como religión», expresión acuñada por Avishai Margalit, en contraposición a «la política como economía», donde se pueden alcanzar acuerdos y cierta comprensión mutua. La política polaca se ha encaminado peligrosamente hacia la política como religión, siendo quizá el actual gobierno del PIS la culminación de esa tendencia. Bajo el modelo bipolar, la misma tendencia ha prevalecido en la política económica, donde una ideología extremista de libre mercado ha sido considerada como justificación de todos los costes de la transición. (El PIS se inclina a rescindir ese acuerdo tácito en nombre de la solidaridad nacional; por ejemplo, planea aumentar los impuestos a las grandes corporaciones, los bancos y las cadenas minoristas. Su programa insignia es una subvención mensual de 500 zlotys [120 dólares] por niño a todas las familias con dos o más hijos. Esto, que sin duda supondrá una ayuda para las familias numerosas, se llevará a cabo a costa de medidas colectivas como el desarrollo de guarderías o la mejora de las escuelas, y como tal es probable que impulse el egoísmo económico).

En segundo lugar, el curso de la joven democracia polaca ha atravesado una serie de escándalos que han dejado su huella en ella [11]. Aunque no es una novedad –véase, por ejemplo, la historia de la política francesa desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930–, la «política del escándalo» señala una enfermedad que aflige al sistema democrático, indicando que los procedimientos normales están fallando y dando lugar a acontecimientos caóticos. Esto provoca inevitablemente una desconfianza hacia las elites gobernantes y lo que es peor, cinismo sobre las reglas de la sociedad democrática. Esos factores pueden, por supuesto, ayudar a «limpiar el ambiente»; pero su confluencia puede también anunciar un giro hacia el autoritarismo.

Una tercera fuente de daño sociopolítico surge de la creciente sensación de que la Administración del Estado ha sido ineficaz en cuanto a asegurar una mínima seguridad social para todos. Paradójicamente, esto se ha acentuado en las últimas fases de la transición, tal vez porque el efecto anestésico de la ideología neoliberal se había agotado. Es más, aunque el desmantelamiento del sistema público de salud, el aumento de la edad de jubilación y el amplio reconocimiento de los fracasos administrativos del Estado parecen exigir una discusión urgente sobre su papel en la vida social, el bipolar sistema nacionalista-neoliberal impediría cualquier solución, incluso si tal discusión llegara a tener lugar. Para algunos, el Estado es una entidad hipostasiada por encima y más allá de todas las coyunturas sociales y una encarnación terrenal de la nación idealizada. Para otros, es un «gestor de infraestructuras» –véanse las famosas autopistas, un elemento constante en todas las campañas electorales polacas durante los últimos veinticinco años–, únicamente responsable de su eficacia en la «modernización» de esos activos. Las dos visiones del Estado son tan divergentes, y a su modo tan abstractas, que el compromiso entre ellas parece imposible.

Finalmente, los sentimientos más intensos y amargos probablemente fueron inducidos no tanto por las desigualdades económicas de la transición, sino por las sociales, que han sido –y siguen siendo– mucho más graves. El sentimiento de injusticia como negación de la igualdad de oportunidades y una profunda convicción de la disparidad de acceso a los bienes socialmente disponibles es, como ha señalado Luc Boltanski, un poderoso mecanismo que desencadena la crítica social [12]. Su primera etapa implica reconocer la realidad como inaceptable, con lo que se debilita «la realidad de la realidad», para usar la expresión de Boltanski. Así es como se desarrollaron las cosas durante las últimas etapas del gobierno de la Plataforma Cívica, en el período previo a 2015, lo cual explica por qué el electorado del PIS se multiplicó, en general, y por qué, individualmente, muchos personajes conocidos declararon sorprendentemente que a pesar de no estar de acuerdo con su programa iban a votarle de todos modos. Tales actitudes también parecen haber alimentado el ascenso del movimiento Kukiz’15.

Sin embargo, para que la crítica generada por la decepción cotidiana pueda ser reformulada en un programa de cambio, necesita ser expresada en categorías universales. En términos «negativos», esto fue proporcionado por análisis socio-científicos y político-teóricos de patologías en las operaciones del poder y los negocios, que confirmaban la sensación cotidiana de las desigualdades sociales, pero la enmarcaban en términos políticos («romper el pacto»). Al mismo tiempo, la crítica ofreció el postulado de que Polonia debía renunciar a imitar las instituciones sociales y políticas occidentales y buscar en su lugar soluciones originales, que expresen plenamente la experiencia histórica y culturalmente distinta de la nación. Por supuesto, los diagnósticos negativos de la situación en Polonia no determinaban por sí mismos la dirección que debía tomar la búsqueda de soluciones «positivas». Pero la división bipolar de la conciencia social, basada en la obliteración de cualquier alternativa de izquierda viable, reforzó el impulso en una dirección particular hacia la recreación o más bien creación, como se prefiera, de una comunidad nacional.

Trenzando una comunidad

Muchos han sugerido que los cambios que se están desarrollando en Polonia desde la victoria del PIS reflejan un retorno en toda Europa al refugio del Estado-nación, lo que equivale a abandonar el compromiso con las instituciones supranacionales de la Unión Europea, aunque eso no impida el mantenimiento de organizaciones internacionales como la otan. Del mismo modo, la campaña de Trump se construyó sobre el atractivo del «America First». Sin embargo, tales comparaciones deben ser matizadas, ya que no hay una definición única de lo que constituye una comunidad nacional. Como se ha señalado, el concepto de nación en Polonia evolucionó después de la pérdida de la condición de Estado, convirtiéndolo en una excepción entre los países que produjeron identidades nacionales dentro de fronteras estatales tolerablemente estables. Los procesos de construcción de la nación siguieron diferentes trayectorias bajo esas condiciones variadas, con diferentes puntos focales y nociones de comunidad brotados de ellos. La nación, lejos de ser una comunidad confeccionada de antemano que encarna después en un Estado-nación, es, pues, una construcción llevada a cabo mediante complicados desarrollos históricos.

Tales ideas no parecen molestar a los líderes del PIS. Suponen tácitamente que la comunidad nacional es «transparente» y que sus intereses no necesitan ser negociados mediante el debate, al ser suficientemente evidentes para su implementación inmediata. Sin embargo, para materializar esos intereses hay que redefinir la democracia. Como ha sugerido Chantal Mouffe, la democracia liberal es un proyecto híbrido, que involucra dos componentes independientes: la soberanía del pueblo y los derechos individuales. Las líneas que los separan son fluidas y se definen usualmente mediante negociaciones entre diversas fuerzas políticas; aún así, ambos deben coexistir. Mouffe atribuye este principio a Benjamín Constant, quien en los albores de la democracia liberal exploró la diferencia entre la libertad entendida por los antiguos y por los modernos. Si para los primeros se trataba de la capacidad de influir en las relaciones políticas, para los últimos la separación entre lo privado y lo público era una dimensión esencial de la libertad, lo cual implicaba que áreas cada vez mayores deberían estar exentas de la interferencia del Estado [13].

Los defensores de la democracia republicana, en una de cuyas versiones se inspira el PIS, quieren revertir esa tendencia. Creen que la participación en la política debe basarse en un conjunto de valores morales que, en Polonia, deben derivar de normas nacionales y religiosas. Las instituciones políticas, sociales y educativas deben ser construidas de modo que fomenten y sirvan a la comunidad. Tales declaraciones suelen articularse en un lenguaje de valores, pero inevitablemente deben traducirse en decisiones concretas sobre la forma de esas instituciones, en las que los representantes y los dirigentes ejecutivos tienen precedencia como encarnaciones de «la voluntad del pueblo». De ahí que los objetivos políticos del PIS parezcan diferentes de los de los partidos populistas de derecha presentes en Europa occidental. Mientras que estos últimos tienden a perseguir una meta –centrada ahora, por regla general, en la contención de la inmigración–, el PIS busca una transformación total, no sólo de la escena política, sino también de los principios que la sustentan. En el lenguaje de la filosofía política contemporánea, el cambio apunta al fondo de la política y no sólo a su puesta en práctica.

La democracia republicana puede ser una reacción frente a la desintegración ideológica y la falta de valores –rasgos inherentes a la democracia liberal–, lo que, sin embargo, no le impide caer en contradicciones propias. El problema fundamental que afronta es si la misma mano de cartas se puede jugar con éxito una segunda vez; si en las sociedades contemporáneas, que aprecian la «libertad de los modernos», todavía es posible establecer una democracia basada en las virtudes cívicas y el compromiso directo de los ciudadanos en la política. Esta cuestión general, relativa como tal a la filosofía política, podría ir seguida de más detalles sobre las diferencias culturales, el tamaño del Estado, la viabilidad de la democracia directa y el fundamento material de la participación política común de los ciudadanos.

Si se responde afirmativamente, la pregunta conduce a dos problemas. Primero, la nación debe estar claramente definida, delimitando quién pertenece a ella y quién no. Segundo, hay que forjar instrumentos políticos para poner en práctica esa división ideológica. En la democracia republicana, o al menos en el tipo que parece sostener la estrategia del PIS, la nación se define como el conjunto de los individuos que apoyan un conjunto particular de valores: los que podrían llamarse auténticamente polacos. Como la definición es totalmente tautológica, necesita una especificación adicional. Una posibilidad consiste en delimitar una formación sociocultural histórica que encarne claramente la polaquidad –de ahí el énfasis en la tradición sármata del siglo XVI, la cultura de la nobleza polaco-lituana, algo orientalizada, como la fuente más pura de la identidad nacional en el pensamiento derechista [14]. Se supone que esta tradición proporciona un modelo único que combina el compromiso social y político con las virtudes individuales de los ciudadanos. El ideal presupone, no obstante, que quienes no apoyan sus valores nacionales y religiosos deben ser excluidos de la comunidad democrática de la nación polaca.

Otra posible definición de los auténticos valores polacos está asociada a la celebración de las tragedias nacionales en formas que transmiten ardientemente modelos morales a seguir. Por supuesto, nadie se atreve a afirmar que nuestros tiempos exijan las mismas formas de conducta, pero los ejemplos históricos, o exempla, implican enfáticamente que para asegurar la supervivencia de la nación debe mantenerse su identidad integral. En la actualidad, eso implica la resistencia frente a las influencias externas en todas las esferas de la cultura, la política y la vida social. Además, el concepto de nación debe explicar por qué la comunidad comprende parte de la nación y no a toda ella. Las explicaciones, una vez más, deben basarse en la política histórica, que puede demostrar que la sociedad –la comunidad– sufrió una gran degeneración bajo el régimen comunista y en las primeras etapas de la transición. Este argumento tiene una capacidad considerable de movilización política, ya que proviene directamente de la división bipolar de la conciencia social, en la que el pensamiento comunitario se deriva casi exclusivamente de los valores nacionales. En consecuencia, se insta a una dicotomización aguda entre los que «luchan por Polonia» y los que están «en su contra». Por otra parte, esa retórica agresiva pone a estos últimos a la defensiva, forzándolos a «demostrar» que ellos también están comprometidos con el bien del país.

Practicar la política en términos de unidad nacional puede así tener mucho éxito a corto plazo, especialmente si tal política puede entrelazarse con la crítica social. Sin embargo, esas estrategias pueden ser contraproducentes a largo plazo, ya que las medidas políticas necesarias para hacer y mantener la división entre los verdaderos polacos y los demás pueden socavar los mismos fundamentos del orden democrático, puesto que se basan en una paradoja: a saber, que es el Estado el que debe crear la comunidad, más que ser una emanación de ella. El Estado, no obstante, es una institución política y no comunitaria, lo que demuestra implícitamente que es la política –o en sentido estricto los políticos–, la que impone su versión de la comunidad. Esto exige que el Estado sea reconocido como una institución decisiva para la construcción de la comunidad, lo que pone en duda la autenticidad de esta última.

¿Democracia para nadie, o sólo para nosotros?

Los conceptos de democracia avanzada propuestos por Lefort y Castoriadis, aunque difieren en varios aspectos, comparten la idea de que la democracia no es reducible a un conjunto de instituciones y procedimientos, sino que representa un cierto proyecto antropológico y social. Para John Dewey, la democracia es la propia idea de la vida comunitaria [15]. Aplicar esta perspectiva al primer año del gobierno del PIS sugiere que los movimientos institucionales deben ser analizados en términos del modelo de democracia que promueven. En este sentido, la controversia sobre el Tribunal Constitucional –el más encendido de todos los debates mantenidos en Polonia desde octubre de 2015– podría tener cierto impacto positivo, ya que ha puesto de manifiesto el carácter contingente del derecho y su entrelazamiento con las circunstancias culturales, sociales y en cierto sentido políticas [16]. Además, ha ilustrado la relevancia de las concepciones ideológicas de los jueces, que no pueden sino afectar a los veredictos que pronuncian. Del mismo modo, el clamor en torno a las enmiendas a la Ley de Medios de Comunicación podría ofrecer una oportunidad para un examen detallado de las operaciones de los medios en Polonia [17]. No es ningún secreto que el periodismo imparcial y fiable es prácticamente inexistente en el país, donde los periodistas están más atrincherados en sus posiciones políticas que los propios políticos. Esto no ayuda a fomentar un debate público sólido, elemento indispensable de la democracia como tal. Por el contrario, tales enredos han contribuido en gran medida a la coyuntura actual, en la que dos fracciones opuestas tratan de eliminarse mutuamente, renunciando a cualquier intento de comprensión mutua.

Sin embargo, no se puede decir que ninguna de estas disputas –ni otras, por ejemplo la de la nueva ley sobre la función pública, que podría haber servido para iniciar un debate sobre dónde termina la política y comienza la Administración–, hayan propiciado una mejor comprensión de los mecanismos democráticos, al menos por el momento. Hay dos razones para este fracaso. En primer lugar, no hay indicios de que el PIS esté interesado en tales debates, sino más bien en perpetuar, o al menos legitimar, el statu quo, y en obtener beneficios rápidos y tangibles. El hecho de que ciertos objetivos hayan sido abiertamente enunciados es una ventaja en sí mismo, pero esto debería ser sólo un paso hacia el cambio de la ley o de las costumbres políticas, que no parece estar en marcha por el momento. En segundo lugar, la urgencia del gobierno del PIS y su desatención casi total a las opiniones de la minoría afectan la calidad de un debate que, después de todo, atañe a cuestiones fundamentales para el orden democrático.

Ahí es donde llegamos a la cuestión clave de la democracia, en concreto la actitud hacia las minorías. Las teorías de la democracia no parecen ofrecer una buena solución a este problema. Si asumimos que la soberanía del pueblo se expresa en su voto y va a ser representada por la mayoría, se deduce lógicamente que el gobierno debe ser conformado por esa mayoría, pudiendo ser derrocado en las siguientes elecciones. En tal versión de la democracia no hay cabida en la actividad de gobierno para la minoría, pero las instituciones democráticas deben proporcionarle oportunidades de expresar sus opiniones. Como ha insistido Adam Przeworski, la esencia del sistema democrático en tal modelo radica en la posibilidad de cambiar a los gobernantes por medio de elecciones [18]. Los defectos de tal doctrina son bastante evidentes y se han hecho múltiples intentos para corregirlos, sirviendo como ejemplo eminente el concepto rousseauniano de la voluntad general. Actualmente, por supuesto, el sistema constitucionalmente establecido de controles que se activan cuando se deciden asuntos de importancia fundamental incluye generalmente el principio de los dos tercios de los votos emitidos. En mi opinión, sin embargo, el reconocimiento de la minoría es más una cuestión de cultura política o de hábitos democráticos que una cuestión regulada por la ley. El ideal de la democracia se asemeja al de la deportividad: así como al equipo perdedor no se le niegan sus derechos, la minoría política no debe ser despojada de ellos. La actitud hacia la minoría es uno de los puntos de referencia más importantes por los que se mide el ejercicio del ideal democrático.

En Polonia, el período de transición no fomentó hábitos democráticos como el de un reconocimiento adecuado de las minorías. Probablemente esto fue el resultado de considerar la democracia como un sistema de procedimientos e instituciones, que tendían a velar y servir a intereses creados sectoriales, más que de hábitos. De ahí, diría yo, la decepción expresada, por ejemplo, en la baja participación en las elecciones, que varía entre el 41 y el 54 por 100. La democracia se estaba convirtiendo en una democracia «para nadie», una forma vacía carente de contenido social. Lo que el PIS y Kukiz’15 ofrecían resultó atractivo, porque anunciaba un cambio tectónico. La democracia se convertiría en una expresión de la voluntad de la nación, una vía hacia su protagonismo. Sin embargo, como se señaló anteriormente, el problema es que el concepto mismo de la comunidad nacional es una construcción política particular. En consecuencia, nos perdemos en el círculo vicioso de una democracia que expresa una comunidad que, a su vez, es producida por instituciones políticas. Empleando las categorías de Lefort, el «lugar vacío» está siendo ocupado por una comunidad políticamente constituida. Con otras palabras, la política identitaria invalida radicalmente la comunidad y la democracia. Y la reflexión crítica, núcleo de la democracia, se ve reemplazada por un conjunto de símbolos capaces de movilizar emociones.

¿Qué viene a continuación?

La situación política actual en Polonia puede entenderse como un enorme experimento social con el que se pretende comprobar la hipótesis de si es posible crear una comunidad nacional fuerte en el contexto de una sociedad pos-convencional diversificada. El principio de partida es la creencia de que se puede jugar de nuevo las mismas cartas: que los símbolos y valores que movilizaron a los polacos y organizaron su vida social –y en muchos aspectos, personal– en la era de la opresión pueden resultar funcionales en una coyuntura completamente diferente. En los próximos años tendremos la oportunidad de ver cómo se pone en práctica esa idea y qué compromisos conlleva. También sabremos hasta qué punto una sociedad diversificada es un valor y hasta qué punto es una carga. Averiguaremos cómo afecta la política a la vida social, e incluso a la vida cotidiana, bajo un sistema democrático. El alcance y el ritmo de los cambios durante el primer período del gobierno del PIS implican que el objetivo no es simplemente facilitar la gobernabilidad, sino emprender una transformación social fundamental, llegando a un punto sin retorno aun si las tendencias políticas cambiaran. Es, sin duda, un gran desafío, pero una hazaña similar fue realizada por Thatcher, con cambios económicos y sociales permanentes que largos años de gobierno laborista no lograron revertir. Parece, sin embargo, que los objetivos que se ha marcado el PIS son aún más ambiciosos, ya que pretende no sólo transformar ciertas condiciones externas, sino también lograr una reinvención integral de la mentalidad y reorientar radicalmente la trayectoria del pensamiento social.

La resistencia social parece sorprendentemente débil frente a la dimensión y el carácter del cambio proyectado. Las actividades del Comité para la Defensa de la Democracia (Komitet Obrony Demokracji, KOD) son más bien defensivas, algo que está obviamente determinado por los objetivos y la naturaleza de la propia organización [19]. Lo que es realmente sorprendente a medida que se desarrollan las cosas es la actitud de la oposición, sin que ningún partido haya sido capaz hasta el momento de ofrecer una alternativa significativa. Es necesario y urgente hacerlo, ya que, como hemos visto, la victoria del PIS fue el resultado de la persistente negligencia social y cultural de los gobiernos anteriores. En consecuencia, si queremos impedir el experimento social que se está intentando, no puede haber retorno al statu quo ante las elecciones. La política democrática no puede reducirse a las agendas desarrolladas por los políticos profesionales. En última instancia, las alternativas políticas surgen en y desde movimientos de masas espontáneos, los cuales, hasta cierto punto, reflejan la conciencia de la sociedad. Lo único que podemos esperar es que las energías despertadas cristalizarán en un programa político y social.

Coda

En sus primeros once meses, la maquinaria del cambio puesto en marcha por la victoria del PIS parecía imparable. Las manifestaciones de la oposición, los acalorados debates en el Sejm, las intervenciones de la Comisión Europea y la desaprobación del Parlamento Europeo no lograron convencer al PIS de que modificara su agenda. Sin embargo, esa maquinaria sufrió un bloqueo causado por las protestas organizadas por mujeres. En septiembre de 2016 se presentaron al Parlamento polaco dos proyectos de ley sobre el aborto por iniciativa ciudadana. Una de ellas, elaborada por Ordo Juris, una asociación de abogados ultra católicos, penalizaba todo aborto y estipulaba el encarcelamiento de las mujeres que lo hubieran llevado a cabo. La otra, presentada por la coalición Ratujmy kobiety [Salvemos a las mujeres], pretendía liberalizar la actual Ley del Aborto haciendo que las dificultades socioeconómicas pudieran esgrimirse como razón legítima. Ambos proyectos de ley apuntaban a abolir lo que se conoce como el «compromiso del aborto», un proyecto de ley de principios de la década de 1990, que derogó el derecho al aborto de la era comunista vigente en Polonia desde 1956 y lo prohibió a menos que la vida de la madre estuviera amenazada, que el feto estuviera gravemente dañado o que el embarazo fuera el resultado de un acto criminal. Aunque las disposiciones de la Ley no le resultaban plenamente satisfactorias, la Iglesia católica había logrado esto y continuó esforzándose por una prohibición aún más estricta. La victoria del PIS le ofreció la oportunidad de presionar aún más, ya que, evidentemente, la posición del partido respondía en gran medida a la influencia de la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, el PIS había prometido reiteradamente que cualquier proyecto de ley por iniciativa ciudadana sería admitido al debate legislativo en lugar de ser inmediatamente rechazado, como había ocurrido a veces antes.

Aun así, cuando llegó el día del voto en el Sejm sólo el proyecto de ley conservador fue admitido para su posterior estudio, mientras que la propuesta liberal fue descartada al instante. Esa decisión fue impulsada por los votos del PIS, pero algunos de los parlamentarios de otros partidos también la apoyaron, lo que atestigua la enorme influencia de la Iglesia Católica en la política polaca. La decisión del Sejm provocó preocupaciones fundadas de que el derecho al aborto sería radicalmente restringido. Como respuesta, una ola espontánea de protestas barrió todo el país, orquestada por las redes sociales y apoyada por el partido Razem. Alcanzó su culminación el lunes 3 de octubre de 2016, cuando miles de mujeres vestidas de negro salieron a las calles para expresar su indignación por los cambios que se estaban produciendo y exigir la liberalización de la ley existente (la iniciativa fue apropiadamente denominada Lunes Negro). Parece particularmente llamativo que se celebraran manifestaciones de protesta no sólo en las grandes ciudades, que tradicionalmente han sido bastante hostiles al partido gobernante, sino también en varias ciudades más pequeñas, cuyas poblaciones son en buena medida votantes del PIS.

Pocos días después el Sejm rechazó abrumadoramente la prohibición del aborto de Ordo Juris, votando en contra de la propuesta la mayoría de los parlamentarios del PIS a pesar del apoyo prestado por la derecha y la Iglesia. Por supuesto, esta decisión bien pudo ser puramente táctica, y la propuesta puede resurgir aún en una forma ligeramente menos drástica. Sea como fuere, el partido gobernante ha sufrido su primera derrota clara. Estimar las consecuencias a largo plazo de esta situación sería todavía prematuro. El Lunes Negro puede no entrar en la historia como una gran victoria, pero sin duda se recordará como un día de reflexión, cuando el PIS y toda la derecha polaca se vieron obligados a afrontar preguntas difíciles. Las respuestas llegarán tarde o temprano…

leszek koczanowicz, newleftreview.es/

Notas:

1    El Sejm polaco, o cámara baja, es elegido con un sistema de representación proporcional de acuerdo con el sistema d’Hondt con listas abiertas; Prawo i Sprawiedliwosc [PIS] obtuvo 235 de sus 460 escaños, con el 38 por 100 de los votos. El Senado de cien miembros es elegido con un sistema mayoritario estricto. El PIS fue fundado en 2001 por Lech y Jaroslaw Kaczynski, figuras bien conocidas de la derecha cristiana. Lech Kaczynski, antiguo ministro de Justicia y alcalde de Varsovia, ocupó la presidencia del país desde 2005 hasta su muerte en el accidente aéreo de Smolensk en 2010. El PIS formó un gobierno minoritario en 2005 y una mayoría gobernante, en coalición con grupos de extrema derecha, en 2006, antes de ser derrotado por la Plataforma Cívica de Donald Tusk en 2007. El propio Tusk dejó la política polaca en 2014, cuando las previsiones para su partido ya se desplomaban, para convertirse en presidente del Consejo Europeo.

2   En cuarto lugar, con el 8 por 100 de los votos, aparecía otro partido nuevo: Nowoczesna [Moderno], encabezado por el ex economista del Banco Mundial Ryszard Petru, que promovía una agenda social y económica liberal. Su voto provenía en gran medida de antiguos partidarios de la Plataforma Cívica, decepcionados con su incapacidad para sacudirse su conservadurismo social. Fracasaron en el intento de superar el umbral mínimo (del 5 por 100 para los partidos y el 8 por 100 para las coaliciones) la coalición Alianza de la Izquierda Democrática [Sojuszu Lewicy Demokratycznej, SLD], liderada por el centroizquierda poscomunista, la de centroizquierda, castigada por los votantes desde los escándalos durante su gobierno de 2001 a 2005; Razem [Juntos], una nueva formación liberal de izquierda fundada por jóvenes intelectuales y activistas sociales desilusionados de la SLD; y el ultralibertario Korwin [Koalicja Odnowy Rzeczypospolitej Wolnosc i Nadzieja, Coalición para la Renovación de la República: Libertad y Esperanza].

3   Bernard Flynn, The Philosophy of Claude Lefort, Evanston (il), 2005.

4   Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, Oxford, 1989; ed. orig.: L’institution imaginaire de la société, París, 1975; ed. cast.: La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, 1975.

5   Julian Brun (1886-1942) fue un crítico literario y activista radical. En su Stefana Zeromskiego tragedia pomylek [La tragedia de los errores de Stefan Zeromski, 1925], Brun presentó una concepción marxista de la nación muy interesante.

6   Maria Janion, «Zmierzch paradygmatu», en Maria Janion, Czy bedziesz wiedzial, co przezyles? [¿Atraparás lo que has dejado atrás?], Varsovia, 1996.

7   El 10 de abril de 2010, el avión que llevaba al presidente Kaczynski a una conmemoración en Katyn, donde aproximadamente 20.000 soldados y oficiales polacos habían sido asesinados por orden de Stalin al principio de la segunda Guerra Mundial, se estrelló cerca del aeropuerto de Smolensk. El presidente y todos los demás viajeros y tripulantes a bordo del avión murieron en la catástrofe. Aquel desastre sigue siendo uno de los puntos de disputa más agudos en Polonia. El PIS, dirigido por el hermano gemelo del fallecido presidente, sostiene que el accidente se debió a la negligencia, cuando no asesinato premeditado, de la gobernante Plataforma Cívica, posiblemente con la complicidad rusa. Una vez llegado al poder, el PIS inició una amplia investigación, cuya pretensión era impugnar las conclusiones que realizó el gobierno de la Plataforma Cívica, que concluyó que las causas del accidente habían sido errores de los pilotos y negligencias de los controladores aéreos rusos.

8   «Soldados malditos» es el nombre que da la derecha polaca a quienes tomaron las armas contra el comunismo en las décadas de 1940 y 1950. Son presentados como los justos, a diferencia de los que aceptaron o llegaron a un acuerdo con el régimen comunista.

9   Democracia Nacional [Narodowa Demokracja o Endecja, por el acrónimo ND]: Partido Nacionalista Polaco que surgió después de la derrota del levantamiento de 1863 y se situó a la derecha durante la Segunda República Polaca (1918-1939), adoptando una actitud violentamente antisemita.

10    David Ost, The Defeat of Solidarity: Anger and Politics in Postcommunist Europe, Ithaca (NY), 2005.

11    Entre los escándalos más notorios de los últimos quince años se encuentran el asunto Rywin de 2002-2003, en el que estaban implicadas figuras destacadas del gobierno de Miller y de los medios de comunicación, incluidos el productor Lew Rywin y más ambiguamente Adam Michnik, director de Gazeta Wyborcza, el mayor diario de Polonia; el caso Orlen de 2004, que afectó a figuras del gobierno del SLD y ejecutivos de empresas energéticas; las cintas de Oleksy de 2006, en las que el ex primer ministro del SLD exponía los negocios oscuros de sus colegas; y las cintas de 2014 de los ministros de la Plataforma Cívica que denigraban las medidas políticas de su gobierno.

12    Luc Boltanski, On Critique: A Sociology of Emancipation, Cambridge (uk), Polity Press, 2011; ed. orig.: De la critique. Précis de sociologie de l’émancipation, París, 2009; ed cast.: De la crítica. Compendio de sociología de la emancipación, Madrid, 2014.

13    Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, Londres & Nueva York, 2000; ed. cast.: La paradoja democrática, Barcelona, 2003.

14    «El sarmatismo polaco, el estilo característico de la época sajona, se regodeaba sentimentalmente en las supuestas glorias y logros de la República, y se cree en general que tenían poco mérito literario o artístico. Junto con la moda oriental de vestido y decoración, reforzó las tendencias conservadoras de la szlachta [nobleza alta y baja] y la creencia en la superioridad de su “libertad dorada” y su noble cultura», Norman Davies, Heart of Europe: The Past in Poland’s Present, Oxford, 2001, p. 263.

15    John Dewey, The Public and its Problems, Nueva York, 1927; ed. cast.: Opinión pública y sus problemas, Madrid, 2004.

16    En octubre de 2015, sobre la base de la legislación aprobada tres meses antes, el gobierno saliente de la Plataforma Cívica nombró a cinco nuevos jueces de los quince que forman el Tribunal Constitucional, incluyendo reemplazos de dos jueces cuyos mandatos no expirarían hasta después de las elecciones de octubre de 2015; en total, catorce de los jueces del Tribunal habrían sido nombrados por la Plataforma Cívica. A finales de 2015 el nuevo Sejm, dominado por el PIS, nombró a cinco jueces diferentes, aprobando también una nueva ley que modificaba los límites del mandato en el Tribunal Constitucional y su funcionamiento, al tiempo que exigía la participación de trece jueces en las sentencias en lugar de nueve. En medio de protestas y contraprotestas callejeras, el Tribunal declaró inconstitucional la nueva ley. En julio de 2016 la Comisión Europea intervino para denunciar «una amenaza sistémica contra el Estado de derecho en Polonia» y advirtió que sancionaría al país si no se respetaban los tres nombramientos legítimos de la Plataforma Cívica.

17    El gobierno del PIS ha introducido una ley que pone a la Agencia de Prensa Polaca y a las emisoras públicas de televisión y radio bajo la supervisión de un Consejo Nacional de Medios, nombrado por el Sejm, y que somete su financiación a una cuota de licencia vinculada a la factura de electricidad.

18    Adam Przeworski, Democracy and the Limits of Self-Government, Nueva York, 2010; ed. cast.: Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno, Buenos Aires, 2013.

19    El KOD fue fundado por activistas de medios sociales en noviembre de 2015 para oponerse a los cambios que pretendía el PIS en el Tribunal Constitucional. Desde entonces ha organizado una serie de concentraciones y manifestaciones.

Amalia Quevedo

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

En la lectura que hace Derrida no estamos ante una suspensión teleológica de lo ético, efectuada en razón de una instancia más alta. Estamos ante un típico gesto derridiano, que, sin reconocer ni apelar a instancias superiores, descubre, en el interior mismo de un concepto –en este caso el de responsabilidad– la contradicción que intrínsecamente lo encenta y contamina –el secreto–. Es así como el concepto de responsabilidad entraña de suyo –y ésta es la paradoja– la irresponsabilidad. La responsabilidad que consiste, como su nombre indica, en ser capaz de responder de los propios actos y dar cuenta de ellos, exige y entraña, según Derrida, la irresponsabilidad: a saber, el no estar precedida ni sustentada por la conceptualidad y generalidad que implica el rendir cuentas. La auténtica responsabilidad es irresponsable  a  la manera de una decisión puramente singular y exenta, en la que el yo se empeña con independencia de instancias externas a la decisión misma, y en primer lugar del concepto que la despojaría de su índole única y singular, convirtiéndola en una mera repetición, en una traducción siempre retrasada de una idea rectora precedente. En lugar de una suspensión teleológica de lo ético, una encentadura que muerde y contamina, ab initio, la responsabilidad con la irresponsabilidad.

Aguzando la paradoja,  Derrida  advierte que la ética puede estar entonces destinada  a irresponsabilizar. Haría falta algunas veces rechazar la tentación que proviene de ella, en nombre de una responsabilidad que no tiene que echar cuentas ni rendir cuentas al hombre, al género humano, a la familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros. Una responsabilidad así guarda su secreto, una responsabilidad así no puede ni debe presentarse. Indómita y celosa, rechaza la autopresentación ante la caciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea30.

Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad  literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”31.

De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, violencia que supone el pedir cuentas y justificaciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea.

Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad  literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”.

De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, la esencia misma, la esencia en general en tanto que inseparable de la presencia y la manifestación. La crítica que estas palabras esbozan no tiene como blanco exclusivo, aunque quizás sí privilegiado, a Hegel. Ella se dirige, de acuerdo con una inspiración que Derrida toma de Heidegger, contra todas las formas de filosofía de la presencia, incluidas la fenomenología  y el propio pensar heideggeriano, al que Derrida considera aún demasiado lastrado por la filosofía que pretende superar.

El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en espacio o al riesgo del sacrificio absoluto”32.

Pero no acaban aquí las sorpresas que la lectura derridiana de Temor y temblor nos depara. “El ‘sacrificio de Isaac’ –escribe Derrida– ilustra, si podemos emplear este término en el caso de un misterio tan nocturno, la experiencia más cotidiana y más común de la responsabilidad. Sin duda la historia es monstruosa, inaudita, apenas pensable: un padre dispuesto a dar muerte a su hijo bienamado, a su amor irremplazable, y esto porque el Otro, el gran Otro se lo pide o se lo ordena sin darle la menor razón para ello; un padre infanticida que oculta a su hijo y a los suyos lo que va a hacer sin saber por qué. ¡Qué crimen abominable, qué espantoso misterio (tremendum) a los ojos del amor, de la humanidad, de la familia, de la moral! ¿Pero no es acaso también la cosa más común? ¿Lo que el más mínimo examen del concepto de responsabilidad debe constatar sin falta? El deber  o la responsabilidad me vinculan con el otro, y me vinculan en mi singularidad absoluta con el otro en cuanto que otro. Dios es el nombre del otro absoluto en cuanto que otro y en tanto que único. Desde el momento en que entro en relación con el otro absoluto, mi singularidad entra en relación con la suya bajo el modo de la obligación y del deber. Soy responsable ante el otro en cuanto que otro, le respondo, y respondo ante él. Pero, por supuesto, lo que me vincula así, en mi singularidad, con la singularidad absoluta del otro, me arroja inmediatamente al propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre]33, en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así,  no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida34.

Llegados a este punto, deseo advertir  que nos encontramos  tan lejos de Hegel como del propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre], en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así,  no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida.

El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en que entro en relación con el otro, con la mirada, la petición, el amor, la orden, la llamada del otro, yo sé que no puedo responderle sino sacrificando la ética, es decir, aquello que me obliga a responder también y de la misma manera, en el mismo instante, a todos los otros. Día y noche, a cada instante, sobre todos los montes Moriah del mundo lo estoy haciendo: levantar el cuchillo contra lo que amo y debo amar, sobre el otro al que debo fidelidad absoluta, inconmensurablemente. Abraham no es fiel a Dios más que en la traición a todos los suyos y a la unicidad de cada uno de los suyos, aquí de modo ejemplar a su hijo único y bienamado; y él no sabría preferir la fidelidad a los suyos o a su hijo, más que traicionando al otro absoluto: Dios, si se quiere”35.

Los ejemplos se multiplican. Derrida menciona sólo uno: al cumplir su deber de filósofo, ciudadano y profesor que escribe ese texto, él descuida, sacrifica, traiciona a cada instante todas sus otras obligaciones. Y lo mismo ocurre en el ámbito privado, familiar, donde cada uno es el hijo único que yo sacrifico al otro, “en esta tierra de Moriah que es nuestro hábitat de todos los días y de cada segundo”36. Yo no puedo responder a uno, sino sacrificándole el otro. No soy responsable ante uno, más que faltando a mis responsabilidades ante todos los otros, ante la generalidad de la ética o de la política. Y no podré justificar jamás este sacrificio, deberé callarme siempre al respecto. Lo quiera o no, no podré justificar nunca que yo prefiero o que sacrifico uno al otro. Estaré siempre incomunicado, obligado a guardar secreto al respecto, porque no hay nada que decir sobre ello. Lo que me vincula con singularidades, con ésta o aquélla más que con tal o cual otra, sigue siendo, en último término, injustificable, no menos que es injustificable el sacrificio infinito que yo hago así en cada instante. No hay ni lenguaje, ni razón, ni generalidad o mediación que justifique esta responsabilidad última que nos lleva al sacrificio absoluto. Sacrificio absoluto que no de la responsabilidad, sino el sacrifico del deber más imperativo (el que vincula con el otro como singularidad en general) en beneficio de otro deber absolutamente imperativo que nos vincula con cualquier otro37.

Derrida concluye que “Abraham es a la vez el más moral y el más inmoral de los hombres,  el más responsable y el más irresponsable; absolutamente irresponsable porque absolutamente responsable, absolutamente irresponsable ante los hombres y los suyos, ante la ética, porque responde absolutamente al deber absoluto, sin interés ni esperanza de recompensa, sin conocer el porqué y en secreto: a Dios y ante Dios”38. El secreto y el no-compartir –Derrida insiste– son aquí esenciales, así como el silencio guardado por Abraham. A diferencia del héroe trágico, Abraham no puede ni hablar, ni compartir, ni llorar ni quejarse. Está absolutamente incomunicado, no puede decir nada. Si hablara una lengua común o traducible, si se hiciera entender dando sus razones en forma convincente, cedería a la tentación de la generalidad ética que irresponsabiliza. Ya no sería entonces Abraham, en relación singular con el Dios único. Mientras que el héroe trágico es grande, admirado y legendario de generación en generación, Abraham, por haber sido fiel al solo amor del radicalmente otro, jamás es considerado como un héroe. No nos hace derramar lágrimas ni inspira admiración alguna: más bien un horror estupefacto, un terror también secreto39.

Derrida, que había estigmatizado el secreto como intolerable para la ética, la filosofía y la dialéctica, desde Platón hasta Hegel, ve en él un irremediable límite a la filosofía: “Como denegación del secreto, la filosofía se instalaría en el desconocimiento de lo que hay que saber, esto es, que hay secreto y que éste es inconmensurable con el saber, con el conocimiento y con la objetividad”40. Habiendo articulado su lectura de Kierkegaard y del correspondiente pasaje del Génesis alrededor del secreto, un tema aparentemente sin relieve, Derrida llama la atención ahora sobre otro rasgo de esta historia, “monstruosa y banal” a la vez: la ausencia de la mujer41. Estamos ante una historia de padre e hijo varón, de figuras masculinas, de jerarquías entre hombres: Dios Padre, Abraham,  Isaac.  La mujer, Sara, es aquélla a la que no se le dice nada. He aquí una diferencia nada despreciable entre la gesta del héroe trágico y la prueba del caballero de la fe, una diferencia que había pasado hasta ahora inadvertida.

Antes de concluir, no quiero dejar de señalar que en el espacio abierto por Kierkegaard, de confrontación entre la literatura griega y el relato de Abraham, se inscribe la siguiente propuesta, inusitada, de Derrida: “En el pliegue de ese momento abrahámico […], en el repliegue de ese secreto sin fondo se anunciaría la posibilidad de la ficción llamada literatura”42. “Yo inscribo aquí –declara Derrida– la  cuestión  del secreto como secreto de la literatura bajo el signo aparentemente improbable de un origen abrahámico. Como si la esencia de la literatura, stricto sensu, […] no fuera de ascendencia esencialmente griega sino abrahámica”43.

Pero no voy a adentrarme ahora en la concepción derridiana de la literatura, para no complicar aun más este abigarrado paisaje conceptual, en el que aparecen juntos los conceptos que siempre estuvieron separados, en el que se mezclan, de forma inverosímil, retazos y perfiles de los temas más variados y las fuentes más heterogéneas. En ello estriba, en buena parte, el encanto de la imprevisible lectura derridiana, una lectura original y filosófica de suyo, que desplaza el abismo que separa al hombre de Dios para situarlo entre el concepto y la decisión. Ya no es Dios el que es absoluto, sino la responsabilidad entendida derridianamente, esto es, absuelta, desvinculada de todo programa, de todo plan: imprevisible, absolutamente novedosa, plena y soberanamente libre. Así las cosas, Dios no es más que un nombre intercambiable por el de cualquier otro; y el caballero de la fe –al que Derrida continúa sin embargo llamando así– no se caracteriza por una fe que ya no tiene ni tampoco necesita, que gira inútil en el vacío. Ahora bien, este sorprendente caballero de la fe: sin fe y sin Dios, no es tampoco el héroe trágico, que se rige por la ética y lo general, y desconoce por completo la responsabilidad absoluta de la decisión sin supuestos y la soledad incondicional del secreto.

¿A quién se asemeja, pues, en su versión derridiana, el nuevo caballero de la fe, tan alejado del héroe trágico como del Abraham de Kierkegaard o del Génesis? ¿Cuáles son sus ancestros filosóficos, qué herencia delata su perfil? En él se adivinan, inconfundibles, los rasgos del superhombre de Nietzsche, “ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de ese ideal, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada”44.

¿Nos hallamos entonces ante una secularización del sacrificio de Abraham? Afirmar esto es decir demasiado poco. Por encima de una mera secularización del sacrificio, la lectura de Derrida representa la más radical y subversiva de cuantas se han propuesto en el campo abierto por la filosofía moderna, desde Kant45 hasta Lévinas; e inicia a su vez un auténtico giro que bien podríamos llamar a-teo-lógico

Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/       

Notas:

30  Ibídem, p. 64.

31  Ibídem, p. 68.

32 Ibídem, pp. 69-70.

33 En el intraducible juego de palabras que emplea Derrida, por mor de la claridad he traducido el primer tout autre por “cualquier otro” y el segundo por “radicalmente otro”, basada en la traducción de Peretti y Vidarte, que para conservar la ambivalencia de la expresión traducen en cada caso por “cualquier/radicalmente otro”.

34 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 78-79.

35 Ibídem, p. 70.

36 Ibídem, p. 71.

37 Ibídem, pp. 71-72.

38 Ibídem, p. 74.

39 Ibídem, pp. 74-75.

40 Ibídem, p. 90.

41 Ibídem, p. 76.

42 Ibídem, p. 105.

43 Ibídem, pp. 115 y 124-125.

44 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, traducción de A. Sánchez Pascual Alianza, Madrid, 1972, II, 24. (La negrita es mía).

45 I. Kant, El conflicto de las facultades: en tres partes, traducción de R. Rodríguez Aramayo Alianza, Madrid, 2003.

        

Amalia Quevedo

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

En 1999 apareció un libro breve al que su autor, Jacques Derrida, dio un título aparentemente simple y erizado sin embargo de problemas: Donner la mort. En Dar la muerte, al hilo de temas que le son caros, como la responsabilidad, la literatura y el perdón, Derrida aborda la lectura de Temor y temblor de Kierkegaard, y lo hace desde otras lecturas: Patoĉka, Heidegger, Lévinas, Carl Schmitt, Baudelaire.

Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac en la cumbre del Monte Moriah. Este hecho insólito ha llamado la atención de filósofos y escritores de todos los tiempos, pero son pocos los que como Kierkegaard y Derrida le dedican un libro entero. “Mysterium tremendum –exclama Derrida–. Misterio espantoso, secreto que hace temblar. […] Un secreto hace temblar siempre. […] Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber, cuando ello me concierne hasta lo más hondo, hasta el alma y los tuétanos, como se suele decir. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el temblor es, en efecto, una experiencia del secreto o del misterio. […] Se comprende que Kierkegaard haya elegido, para su título, el discurso de un gran judío converso, Pablo, en el momento de meditar una experiencia aún judía del Dios escondido, secreto, separado, ausente o misterioso, el mismo que decide, sin revelar sus razones, exigir a Abraham el gesto más cruel e imposible, el más insostenible: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo esto ocurre en secreto. Dios guarda silencio sobre sus razones, Abraham también, y el libro no lo firma Kierkegaard sino Johannes de Silentio”1.

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

Y en la tercera sección de Temor y temblor plantea, a propósito del sacrificio del patriarca, tres Problemata: Problema I: ¿Existe una suspensión teleológica de lo ético? Problema II: ¿Existe un deber  absoluto  para  con  Dios?  Problema III:

¿Es posible justificar éticamente a Abraham por haber guardado silencio ante Sara, Eliézer e Isaac? Mientras que Lévinas se ocupa preferentemente del problema I: la suspensión teleológica de lo ético2, Derrida se dedica  al III: la legitimidad del silencio de Abraham. Como es habitual en él, metodológicamente habitual, Derrida se centra en el menos atendido de los problemas planteados por Kierkegaard; no es tanto la suspensión teleológica de lo ético como el silencio de Abraham el que despierta su interés y reclama su lectura siempre original, siempre deconstructora. Sobre este silencio ya había llamado la atención el propio Kierkegaard: “Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eliézer, pues ¿quién habría podido comprenderlo?

¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturaleza misma de la prueba?” 3.

“¿Cómo obró Abraham?” se pregunta Kierkegaard, y él mismo responde: “Abraham calló; no dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eliézer ni tampoco a Isaac; pasó por alto tres instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que la vida de familia. […] Abraham calla…, no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la miseria. […] Abraham no puede hablar porque no puede decir aquello que lo explicaría todo, no puede decir que es una prueba; y notemos esto: una prueba en que la tentación está constituida por lo ético”4. “Lo ético –advierte Kierkegaard– es como tal lo general, y como lo general lo manifiesto. […] La ética exige la manifestación y castiga lo oculto. […] Abraham no hace nada en cambio en favor de lo general y permanece oculto”5. La esfera de lo general es el ámbito del diálogo, el lugar donde tiene cabida la justificación, las palabras que todo lo explican. Pero Abraham “sabe que por encima de esta esfera serpentea una senda solitaria, una senda estrecha y escarpada; sabe lo terrible que es nacer en una soledad emplazada fuera del territorio de lo general, y caminar sin encontrarse nunca con nadie: […] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas”6.

“De modo que Abraham no habló –concluye Kierkegaard–. […] Abraham no dice nada y, de ese modo, dice cuanto tenía que decir. No puede decir nada, pues lo que sabe no lo puede decir”7. Hablar sin decir nada –comenta Derrida–, es la mejor táctica para guardar un secreto. Y el filósofo francoargelino advierte que el secreto es doble: entre Abraham y los suyos, por una parte, y entre Dios y Abraham por otra. Primer secreto: Abraham no debe desvelar que Dios lo ha llamado y le ha pedido, en el cara a cara de una alianza absoluta, el sacrificio más alto. Este secreto lo conoce y lo comparte con Dios. Segundo secreto, archisecreto: la razón o el sentido de la petición sacrificial. A este respecto, Abraham está obligado al secreto porque el secreto lo es también para él. Está obligado entonces al secreto, no porque comparta, sino porque no comparte el secreto de Dios. El doble secreto está imbuido así de una doble necesidad: porque Abraham no puede menos que guardarlo, y porque, en el fondo, él mismo no lo conoce: sabe que lo hay, pero desconoce tanto su sentido como las razones últimas que lo sustentan. Recurriendo a uno de sus frecuentes e intraducibles juegos de palabras, Derrida lo expresa así: guardado por el secreto que él guarda, Abraham “está obligado mantener el secreto [il est tenu au secret] porque está incomunicado [il est au secret]”8.

“Pienso en Abraham que guardó el secreto –afirma Derrida– no hablando ni a Sara, ni  a Isaac siquiera, de la orden que le había sido dada, cara a cara, por Dios. El sentido de esta orden sigue siendo, para él mismo, secreto. Todo lo que sabe es que es una prueba. ¿Qué prueba? Yo voy a proponer una lectura. Y la distinguiré, en este caso, de una interpretación. A la vez activa y pasiva, esta lectura vendría presupuesta por toda interpretación, por las exégesis, comentarios, glosas, descifres que se acumulan en número infinito desde hace milenios; de ahí que no sea ya una mera interpretación entre otras. En la forma a la vez ficticia y no ficticia que yo voy a darle, ella pertenecería al ámbito de una muy extraña especie de evidencia o de certeza. Tendría la claridad y la distinción de una experiencia secreta respecto a un secreto. ¿Qué secreto? Helo aquí: unilateralmente asignada por Dios, la prueba impuesta en el monte Moriah consistiría en probar, precisamente, si Abraham es capaz de guardar un secreto”9. Esta prueba del secreto pasa por el sacrificio de lo más amado, el amor más grande en el mundo, lo único del amor mismo, lo único contra lo único, lo único para lo único. Porque el secreto del secreto no consiste en esconder algo, en no revelar su verdad, sino en respetar la absoluta singularidad, la separación infinita de lo que me vincula con o me expone a lo único, a lo uno como lo otro, al Uno como el Otro10.

De acuerdo con Derrida, el secreto no tiene el sentido de algo que ha de ser ocultado, como parece sugerir Kierkegaard. En la prueba a la que Dios va a someter a Abraham, a través de la orden imposible, a través de la interrupción del sacrificio que se asemeja entonces a un indulto, a la recompensa por el secreto guardado, la fidelidad al secreto no concierne esencialmente al contenido de algo que hay que ocultar (la orden del sacrificio, etc.), sino a la pura singularidad del cara a cara con Dios, al secreto de esta relación absoluta. Es un secreto sin contenido alguno, no hay ningún sentido que ocultar, ni ningún otro secreto, salvo la petición misma de secreto, a saber, la exclusividad absoluta de la relación entre el que llama y el que responde “aquí estoy”. Así pues, es preciso que el secreto a guardar sea en el fondo sin objeto, sin otro objeto que la alianza incondicionalmente singular11.

Como había hecho Blanchot en su lectura del sacrificio de Abraham12, también Derrida ilumina sus reflexiones con la luz insoslayable y ambigua que provee la consideración de la muerte. Al hilo de su lectura de Heidegger, Derrida concibe la muerte como “aquello que nadie puede padecer ni afrontar en mi lugar. Mi irremplazabilidad es conferida, entregada, podría decirse donada por la muerte”13. La unicidad, la singularidad irremplazable del yo hace que la existencia se sustraiga a toda sustitución posible. En palabras de Derrida: “Desde la muerte como lugar de mi irremplazabilidad, es decir, de mi singularidad, yo me siento llamado a mi responsabilidad. En este sentido, sólo un mortal es responsable. La muerte –insiste Derrida–  es el lugar de mi irremplazabilidad. Nadie puede morir por mí, si ‘por mí’ quiere decir en vez de mí, en mi lugar”14. Según Heidegger –cito Ser y Tiempo–, nadie puede arrebatarle a otro su morir. Alguien bien puede ‘ir a la muerte por otro’. Pero esto significa siempre: sacrificarse por el otro ‘en una causa determinada’. Este morir por… no puede significar nunca que con ello le sea arrebatada al otro su muerte en lo más mínimo. Cada Dasein debe tomar sobre mismo el morir. La muerte es, en tanto que ‘es’, esencialmente cada vez la mía (wesensmäßig je der meine)”15.

Morir por otro, en efecto, no es ni puede ser nunca morir en su lugar, en vez de él, arrebatarle su propia muerte, de suyo inalienable. Antes bien, es en la medida en que ese morir sigue siendo el mío –comenta Derrida–, como yo puedo morir por el otro o dar mi vida al otro.

  No hay, no cabe pensar un don de sí, sino a la medida de esta irremplazabilidad. En este sentido, Derrida afirma que la irremplazabilidad es, para Heidegger, condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio. Yo puedo dar toda mi vida por el otro –insiste Derrida–, puedo ofrecer mi muerte al otro, pero así sólo remplazaría o salvaría algo parcial en una situación particular. Yo no moriría en lugar del otro. Sé, con una certeza absoluta, que jamás libraría al otro de su muerte. Morir por el otro, dar la vida al otro no significa sustitución. Si hay algo radicalmente imposible –y todo adquiere sentido a partir de esta imposibilidad–, es precisamente morir por el otro en el sentido de morir en lugar del otro. Puedo darle todo al otro, salvo la inmortalidad, salvo el morir por él hasta el punto de morir en su lugar, librándolo así de su propia muerte. Puedo morir por él en una situación en que mi muerte le un poco más de tiempo de vida, pero no puedo morir en su lugar, darle mi vida a cambio de su muerte16.

Cuando, siguiendo a Heidegger, Derrida afirma que la irremplazabilidad, esto es la insustituibilidad, es condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio, no está contradiciendo, ni mucho menos anulando a quienes, como Girard, consideran la sustitución como integrante del sacrificio17. La sustitución por una víctima de recambio, sea humana o animal, el recurso al chivo expiatorio, son esenciales al sacrificio en el nivel de la antropología cultural, en el plano simbólico y ritual. Ahora bien, en un nivel más profundo, es la insustituibilidad última de la víctima, la no intercambiabilidad de su muerte, finalmente innegociable aunque negociada en el plano simbólico, la que hace posible el sacrificio. La expropiación simbólica de la propia muerte, por llamarla de alguna manera, el dar la vida por otro o morir por él en este sentido, es posible justamente gracias a que, en el plano del ser, la muerte de cada uno es única e inalienable, absolutamente insustituible.

Porque yo no puedo quitarle su muerte al otro –sostiene Derrida–, que a su vez no puede quitármela a mí, corresponde a cada uno tomar sobre sí su propia muerte. Cada uno debe asumir su propia muerte, y esto es la libertad y la responsabilidad. La propia muerte es la única cosa en el mundo que nadie puede ni dar ni quitar. (De ahí lo paradójico del título: Dar la muerte). Nadie puede ni darme ni quitarme la muerte. Incluso si alguien me da muerte, en el sentido de que me mata, esta muerte habrá sido siempre la mía, y yo no la habría recibido de nadie, por cuanto es irreductiblemente mía, y el morir ni se lleva, ni se presta, ni se transfiere, entrega, promete o transmite. Y lo mismo que no se me puede dar la muerte, no se me puede tampoco quitar. La muerte sería entonces esta posibilidad del darquitar, que se sustrae a lo que ella misma hace posible, a saber el darquitar. Muerte sería así el nombre de lo que suspende toda experiencia del darquitar. Lo cual no excluye, más bien implica, que solamente desde la muerte y en su nombre sean posibles tanto el dar como el quitar18.

“El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio […], en el sentido en que el sacrificio supone matar al único en lo que tiene de único, de irremplazable y de más valioso. Se trata asimismo de la sustitución imposible, de lo insustituible, pero también de la sustitución del hombre por el animal – y también, sobre todo, en esta misma sustitución imposible, de lo que liga lo sagrado al sacrificio y el sacrificio al secreto”19. (Recuérdese que Abraham finalmente sacrifica una víctima de recambio, un carnero).

El secreto es la clave. A partir de él, Derrida se sumerge en “una reflexión que vincula la cuestión del secreto con la de la responsabilidad”20. El caballero de la fe –advierte Derrida– asume su responsabilidad dirigiéndose hacia la petición absoluta del otro, más allá del saber. Él decide, pero su decisión absoluta no está guiada o controlada por un saber. Tal es, en efecto, la condición paradójica de toda decisión: ésta no debe deducirse de un saber del que sería solamente el efecto, la conclusión. Estructuralmente en ruptura con el saber, y condenada por tanto a la nomanifestación, una decisión es, en suma, siempre secreta. La decisión de Abraham es absolutamente responsable porque responde de sí ante el otro absoluto. Paradójicamente es también irresponsable porque no está guiada ni por la razón ni por una ética justificable ante los hombres o ante la ley de algún tribunal universal. Todo ocurre como si no se pudiera ser responsable a la vez ante el otro y ante los otros21.

Es al guardar el secreto, cuando el Abraham de Derrida traiciona la ética. Su silencio, el hecho de que no revele el secreto del sacrificio que le ha sido exigido, no está destinado a salvar a Isaac. “En la medida en que no diciendo lo esencial, a saber, el secreto entre Dios y él, Abraham no habla, asume esa responsabilidad que consiste en estar siempre solo y atrincherado en su propia singularidad en el momento de la decisión. Lo mismo que nadie puede morir en mi lugar, nadie puede tomar una decisión, lo que se llama una decisión, en mi lugar. Ahora bien, desde el momento en que se habla, desde que se entra en el medio del lenguaje, se pierde la singularidad. Se pierde por tanto la posibilidad o el derecho de decidir. Toda decisión debería así, en el fondo, permanecer a la vez solitaria, secreta y silenciosa”22.

Derrida concibe la verdadera decisión, la auténtica responsabilidad, como un  completo fresh start, un comienzo nuevo, que no va precedido de planes y deliberaciones, que no se apoya en una  plataforma  conceptual  que lo despojaría de su núcleo de libertad y novedad. “Una decisión está siempre más allá del cálculo”, afirma23. Si hablar –como había dicho Kierkegaard– es expresar lo general, la palabra nos arroja de inmediato en ese ámbito de índole conceptual, sustrayéndonos del campo de lo singular, único en el que tiene lugar la decisión y cabida la responsabilidad. En este sentido, “el primer efecto, el primer destino del lenguaje es –según Derrida– privarme o también librarme de mi singularidad. Al suspender mi singularidad absoluta en la palabra, yo abdico, en un mismo acto, de mi libertad y de mi responsabilidad. Desde que hablo, ya no soy nunca más yo mismo, solo y único”24.

Derrida no duda en calificar de extraño, paradójico y terrorífico el nexo que une lo que tanto el sentido común como la razón filosófica han tenido siempre separados: la responsabilidad y el silencio: “Contrato extraño, paradójico y terrorífico también, aquel que vincula la responsabilidad infinita con el silencio y con el secreto”25. Lo que la filosofía y el sentido común comparten es la evidencia del vínculo existente entre la responsabilidad y el nosecreto, la publicidad, la posibilidad, la necesidad incluso de dar cuenta, de justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. “Aquí, por el contrario, aparece, con la misma necesidad, que la responsabilidad absoluta de mis actos, en tanto que debe ser la mía, completamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que, no hablándole a los otros, yo no rinda cuentas, no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. Escándalo y paradoja a la vez. La exigencia ética se rige, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en adentrarse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos. Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en este abordaje del sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad de la ética lleva a la irresponsabilidad. Ella insta a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto”26.

Habiendo llegado a este límite, Derrida sin embargo no se detiene y continúa extrayendo consecuencias de su lectura: Aporías de la responsabilidad: siempre se corre el riesgo de no poder acceder, para formarlo, a un concepto de la responsabilidad. Porque la responsabilidad exige por una parte la rendición de cuentas, el responder de sí en general, de lo general y ante la generalidad: la sustitución; y, por otra parte, la unicidad, la singularidad absoluta: la no-sustitución, la no-repetición, el silencio y el secreto. Lo que se dice aquí de la responsabilidad vale también para la decisión. La ética me arrastra a la sustitución, como lo hace la palabra. De ahí la insolencia de la paradoja: para Abraham, según Kierkegaard, la ética es la tentación, a la que debe resistir. Abraham se calla para desarmar la tentación moral que, bajo pretexto de llamarlo a la responsabilidad, a la autojustificación, le haría perder, junto con su singularidad, su responsabilidad última, su responsabilidad absoluta, injustificable y secreta ante Dios. Ética como irresponsabilización, contradicción insoluble y paradójica entre la responsabilidad en general y la responsabilidad absoluta. La responsabilidad absoluta no es una responsabilidad, en cualquier caso no es la responsabilidad general o en general. Ella es irresponsable, por ser absolutamente responsable27.

En Derrida –a diferencia de Kierkegaard–, no es la gran noción del deber absoluto cara a Dios la que pone en jaque a la ética. Como es habitual en él, es un concepto sin carrera filosófica, uno que hasta ahora todos habían tomado por lateral, el que constituye el fulcro de su lectura de Abraham. Me refiero al secreto. Por esto, Derrida, que no sólo quiere poner en entredicho a Hegel (como era el caso de Kierkegaard), sino a la entera filosofía occidental, escribe: “El secreto es, en el fondo, tan intolerable para la ética como para la filosofía o la dialéctica en general, de Platón a Hegel”28. “Bajo la forma ejemplar de la coherencia absoluta –anota Derrida–, la filosofía hegeliana representa la exigencia irrecusable de manifestación, de fenomenalización, de desvelamiento; y por tanto, la pretensión de verdad que anima tanto a la filosofía como a la ética en lo que tienen de más poderoso. No hay secreto último para lo filosófico, lo ético o lo po lítico. Lo manifiesto es mejor que lo secreto, la generalidad universal es superior a la singularidad individual. […] Ningún secreto es legítimo en absoluto”29.

Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   J. Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 57, 58 y 60-61. (Sigo, con modificaciones, la traducción de Cristina Peretti y Paco Vidarte).

2   E. Lévinas, Nombres propios, traducción de C. Díaz, Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2008.

3   S. Kierkegaard, Temor y temblor, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 77. (Sigo, levemente modificada, la traducción de Vicente Simón Merchán).

4   Ibídem, pp. 196, 197-198 y 199.

5   Ibídem, pp. 157, 163 y 197.

6   Ibídem, pp. 149 y 155.

7   Ibídem, pp. 200 y 204.

8   Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 62 y 121.

9   Ibídem, p. 115.

10        Ibídem, p. 116.

11 Ibídem, pp. 142-144.

12 M. Blanchot, Lo (el) indestructible, en El diálogo inconcluso, traducción de P. De Place, Caracas Monte Ávila, 1993.

13 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 46.

14 Ibídem, p. 47.

15 M. Heidegger, Sein und Zeit, §47, Tübingen, Max Niemeyer, 1993, p. 240. (La traducción es mía. Tomo la expresión ‘en una causa determinada’ de la excelente traducción de Jorge Rivera). Sobre la muerte como factor de individuación del hombre, véase §53, 263.

16 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 47-48.

17 R. Girard, La violencia y lo sagrado, traducción de J. Jordá, Anagrama, Barcelona, 2005.

18 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 49.

19 Ibídem, p. 61.

20 Ibídem.

21 Ibídem, p. 78.

22 Ibídem, pp. 62-63.

23 Ibídem, p. 93.

24 Ibídem, p. 63.

25 Ibídem.

26 Ibídem.

27 Ibídem, pp. 63-64.

28 Ibídem, p. 65.

29 Ibídem.

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