Cada vez proliferan más los planes individuales; así nadie me molesta y hago lo que me apetece
Cuenta el libro del Génesis que, en lo más duro del verano, a la hora de la canícula, Abrahán estaba sentado a la puerta de su tienda, procurando refrescarse un poco. Aparecieron tres peregrinos, a quienes acogió con gran hospitalidad. En aquellas circunstancias, una buena acogida era prácticamente cosa de vida o muerte. Abrahán fue generoso: mandó lavarles los pies, les dio de comer, los alojó en su tienda. Vio a Dios en aquellos hombres.
Recuerdo una anécdota familiar de mi infancia. Una mañana, durante las fiestas de las Fallas, en una Valencia atiborrada de turistas, al levantarnos los hermanos vimos a unos extraños acogidos en casa. Era una familia que no encontraba hotel. Se acercaron a pedir ayuda a mis padres y, ante la imposibilidad de conseguir alojamiento, los llevaron a casa. A partir de ese día surgió una gran amistad.
Ya sé que ahora no están los tiempos como para abrir las puertas de casa a cualquiera, pero quizás nos hemos vuelto demasiado desconfiados, individualistas. Ayer, en una visita, vi un cartel en el ascensor que advertía sobre una banda de ladrones que rondaba el edificio. Se recomendaba extremar las medidas de seguridad y avisar a la policía ante cualquier sospecha. Es una pena lo que está ocurriendo, pero no puede ser excusa para encerrarnos en nosotros mismos.
Ante el verano, algunos procuran ir lo suficientemente lejos para no encontrarse con ningún pariente molesto; otros aprovechan para reunir a toda la familia. En caso de que haya muchos primos y hermanos, es toda una fiesta para la chavalería. Sin embargo, cada vez proliferan más los planes individuales; así nadie me molesta y hago lo que me apetece.
El Evangelio de hoy relata esta bonita escena: “En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios”
El Señor fue acogido en la casa de Lázaro, Marta y María; allí, en Betania, se sentía a gusto, descansaba de sus largas correrías, encontraba un poco de paz. ¡Qué hermoso es hospedar al mismo Dios en nuestro hogar!
Me comentaron la historia de un matrimonio cristiano que llevaba una buena temporada en el hospital: la esposa cuidaba a su marido. En ese ínterin, ocupó la otra cama un joven nórdico que no sabía nada de español. Al verlo solo, la buena mujer lo atendió como si fuera su hijo. Poco a poco creció la amistad, y aunque apenas se entendían, al marcharse recuperado, el chico les dejó un papelito escrito con ayuda del móvil: “Gracias, amor, Dios”.
Cuando damos amor, atención y cuidado, todos lo aprecian, y aunque sean distintos -no creyentes, extranjeros- ven a Dios en esos detalles.
¿Qué podemos hacer ante estas circunstancias tan corrosivas que nos rodean? ¿Cómo podemos cambiar el mundo? Recordando al buen samaritano: poniendo atención, cuidado e interés en el prójimo. No basta con hacer favores, procurar que se atiendan las necesidades o que todo esté regulado y asegurado. Hay que pararse, sentarse a los pies y escuchar; admirar, como lo hizo María.
La hospitalidad es una virtud que nos lleva a acoger a quien es diferente por raza, cultura, nacionalidad, religión… La acogida se dirige al centro de la persona, no a lo anecdótico. Como toda virtud, lleva tiempo y esfuerzo adquirirla. Forjar esta actitud hacia los demás requiere fortaleza, constancia y paciencia. El tiempo irá moldeando, si lo permitimos, una actitud abierta, libre de prejuicios.
“Quien a vosotros acoge, a mí me acoge”, dice el Señor. Debemos acostumbrarnos a ver a Dios en los demás, a hijos suyos queridos. Una hospitalidad que no se limita a servicios materiales: también exige dedicar tiempo al otro, escucharlo, mirarlo a los ojos, para que el Señor no nos diga: “Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada”.