Cristina García Pascual

3.        Aborto y estado de necesidad

En realidad, si dejamos a un lado la discusión en torno a la personalidad del feto, antiabortistas y defensores de la legalización del aborto podrían encontrar un punto de partida común en torno a su común preocupación y demanda de protección de la vida. Evitaríamos así la virulencia de la discusión, las graves imputaciones que tienden a equiparar a los defensores del aborto legal con una especie de teóricos del sadismo [20] y a los detractores con peligrosos fundamentalistas desalmados defensores de los óvulos fecundados por encima de la suerte de las mujeres. Ciertamente el reconocimiento del necesario respeto y protección de la vida humana, incluso antes del nacimiento, no constituye una premisa suficiente para que de ella podamos extraer una única conclusión. La discusión adquiere así una mayor complejidad y se nutre de múltiples matices.

Dice el teólogo español J.L. González Faus que “el feto todavía no es una persona humana en sentido pleno, como tampoco lo son el bebé recién nacido o incluso el niño antes del uso de razón” [21], pero esta constatación no le impide presentarnos el aborto como una lacra social o como una expresión de deshumanización moral. Desde luego las posiciones de González Faus se mantienen en la antípodas de las tesis extremadamente radicales de algunos defensores de los derechos de los animales como M. Tooley o Peter Singer. Para Tooley, por ejemplo, “un organismo tiene serio derecho a la vida sólo si posee la idea del ‘yo’ como sujeto continuo de experiencias y otros estados mentales, y cree que es en sí mismo una entidad continua” [22]. Un recién nacido no posee ciertamente esa auto-reflexividad, no tiene derecho a la vida y por lo tanto el aborto y el infanticidio pueden considerarse acciones permisibles o, lo es que más, acciones moralmente aceptables [23]. En cambio, el sacrificio de determinados animales que si tienen conciencia de su propia existencia sería moralmente inaceptable o en palabras de Tooley el asesinato de personas inocentes [24].

No creo que sea necesario detenerse demasiado en esta última argumentación, bastaría decir que, con independencia de que el feto no tenga autoconciencia o lo que Tooley denomina el concepto de ‘yo’ continuo, es más que dudoso que esa situación le equipare a un animal o, mirando el argumento por el otro lado, no creo, tampoco, que sea moralmente admisible la acción indiscriminada de matar animales con la única justificación de su falta de reflexividad.

Pero, como apuntaba, la afirmación de que el feto no es todavía una persona sólo excepcionalmente conduce a este tipo de planteamientos. Más habitual y a la vez más razonable parece considerar al feto si bien no como una persona, sí como un principio de vida o, como se ha sostenido, un “viviente humano” en la medida en que su vida está programada para ser humana [25]. Desde este punto de partida es posible construir una visión del aborto más compleja, que oriente las normas jurídicas no hacia el absurdo de equiparar el aborto a un asesinato sino a su valoración en relación a contextos y circunstancias. Este es el marco o el punto de partida presumiblemente de algunas normativas europeas que partiendo de la inmoralidad general del aborto consideran, que en situaciones límite, el derecho no debería perseguir ni condenar algunos supuestos concretos.

Dicho de otra manera, el aborto voluntario sin más sería una acción inmoral que no podría dejar de aparecer en el código penal. Un ordenamiento jurídico, sin embargo, no puede exigir a las mujeres un comportamiento heroico. En algunas situaciones límite la acción de abortar no sería condenable: allí donde las condiciones psicológicas o socioeconómicas de las mujeres sean realmente penosas o donde tener un hijo sea una carga objetivamente insoportable.

Esté fue sin duda el argumento más usado en muchos países en los años sesenta y setenta (ochenta en España) cuando se debatían leyes sobre el aborto y estás figuraban como uno de los elementos estelares en los programas electorales de los distintos partidos. También ha sido el argumento de humanidad de grandes sectores de católicos progresistas que, separándose de la postura oficial de la Iglesia, veían en muchas mujeres la representación de un sujeto débil al que la sociedad colocaba en situaciones de gran dificultad, de grave marginación. Un sujeto, cuya precaria situación, no merece un tratamiento penal [26].

Una argumentación de este tipo puede traducirse en términos jurídicos en una normativa que valora caso por caso. Ciertamente lo típico de las situaciones-límite es que no pueden universalizarse. Ante ellas, como se ha sostenido, “abogamos simplemente por el respeto…” [27]. El estado de necesidad se articula jurídicamente como una eximente de la responsabilidad que sólo se aprecia tras un juicio contradictorio. De este modo, si hay que valorar caso por caso y lo debe hacer un juez, tendríamos que someter a las mujeres (que presuntamente han abortado en una situación-límite) a un juicio y, si se apreciará estado de necesidad, el fallo de la sentencia sería la absolución. Este tipo de tratamiento jurídico me parece ciertamente cruel, humillante más aún en relación a mujeres que se encuentran en una difícil situación. Con independencia de lo denigrante que puede resultar para una mujer explicar su situación de necesidad ante un “tribunal”, si tenemos en cuenta la lentitud de la justicia y lo que significa de burocratización de una situación angustiosa, se trataría de una especie de tortura infligida justamente a aquellas mujeres cuya decisión dramática deberíamos “simplemente respetar”. Por ello, muchas normativas partiendo de la voluntad de no condenar el aborto cuando nos encontramos ante una situación especialmente gravosa para la mujer, articulan el estado de necesidad a través de una normativa que recoge aquellas situaciones en las que se considera lícito el aborto y por lo tanto tienen el amparo de la legalidad. La legislación española actual parece basada en esa idea [28]. Así, en el marco de una prohibición general del aborto, cuando un embarazo ha sido producido por una violación, cuando la salud física o psíquica de la mujer peligra si continua con la gestación o cuando el feto presenta graves malformaciones se permite el aborto en consideración a la difícil situación que las mujeres afrontan.

Se establecen así unos supuestos en los que se presume que la mujer embarazada tendrá graves dificultades en proseguir con la gestación. Se presume, por ejemplo, que a una mujer violada no se le puede reclamar obligaciones morales o jurídicas, no se la puede perseguir penalmente, se trata, se nos dice, de reconocer una situación que nadie falto de compasión podría condenar. De manera que el Estado de necesidad como eximente de la responsabilidad que se sustancia tras un proceso penal o como inspiración de leyes despenalizadoras de algunos supuestos de aborto, es el resultado de una valoración cuyo presupuesto es que existen unas condiciones suficientes para traer un hijo al mundo (cuando concurren no sería legitimo el aborto y no debería ser legal) y unas condiciones objetivas en que resulta evidente que la gestación y la maternidad resultarían una carga insuperable y aquí se deja a la mujer decidir. Creo que en cualquier caso el argumento del estado de necesidad parte de una mala compresión de lo que significa la gestación y la maternidad.

El embarazo puede ser querido, fruto de una decisión programada con antelación o por el contrario de una situación sobrevenida con la que no se había contado y que, sin embargo, se acepta o incluso se sobrelleva con resignación. Algunas mujeres están embarazadas y desean que la gestación siga adelante, otras se pliegan a una situación no deseada pero para la que no cabe a sus ojos realizar ninguna oposición. Tanto en un caso como en el otro el deseo, la aceptación o la resignación ante el embarazo responde a una decisión en gran parte subjetiva que difícilmente se puede juzgar desde fuera, y que no tiene que ver necesariamente con condiciones de estabilidad socioeconómica o con la razón por la que se ha producido el embarazo. Lo que para cualquiera de nosotros pueden ser condiciones adversas para tener un niño, para una mujer concreta puede ser el momento ideal, una posibilidad a aprovechar o una obligación moral de la que no se quiere sustraer. Son muchas las mujeres solas o de edad avanzada que deciden hacer frente a la maternidad y es una situación habitual en todos los tiempos la maternidad con escasos recursos económicos. La valoración del estado de necesidad exige, como apuntaba, condiciones de posibilidad e imposibilidad de la gestación objetivas y me temo que estas necesariamente terminan reducidas a condiciones económicas. Si una mujer está sola pero tiene dinero ¿por qué no podría sobrellevar una gestación? ¿por qué no podría hacerlo si es mayor pero tiene dinero? y ¿por qué debería abortar si está desequilibrada pero su familia tiene dinero? ¿y si el feto presenta graves malformaciones pero la gestante goza de una desahogada situación económica?

En este sentido, creo, pueden entenderse las palabras de González Faus cuando afirma que “no se puede hablar de aborto en general, sino que es preciso hablar del aborto de los ricos y aborto de los pobres. Pues el aborto de los ricos es siempre inhumano, pero el aborto de los pobres puede que no sea más que infra-humano” [29].

No creo que el deseo de ser madre, o la simple voluntad de dejarse llevar por una situación no deseada, no buscada, se pueda valorar económicamente. Entre otras cosas porque es un deseo o una decisión en cierta medida irracional, si tuviéramos que valorar los riegos que correrá nuestra salud, los sufrimientos y sacrificios que nos puede exigir la maternidad, el dinero que tendremos que gastar, la cantidad de niños que hay en el mundo sin padres o incluso la superpoblación mundial, tal vez sería más razonable desistir en nuestra pretensión. Y sin embargo sobre ese deseo, sobre ese dejarse llevar, se perpetúa la humanidad y se explica nuestra presencia en el mundo. Atribuimos ignorancia a cualquier mujer pobre (mayor, sola, con varios hijos pequeños…) que de nuevo queda embarazada y consideramos fría, calculadora, incluso delincuente, la mujer que sin problemas económicos desee abortar. Reducimos así la maternidad a cálculo económico en una sociedad como la nuestra en la que se pretende que todo tenga un precio, también los más íntimos deseos, los sentimientos, la fuerza interior que permite a las mujeres ver como se transforma su cuerpo, como cambian para el mundo, como se convierten en madres. Considero entonces que no es posible valorar la capacidad para afrontar un embarazo o la maternidad desde fuera, como quien juzga las condiciones ideales para realizar una actividad deportiva, o para afrontar un gran gasto. Resulta muy difícil juzgar sentimientos o deseos, tampoco parece que el derecho los pueda imponer. Si consideramos que hay situaciones en las que no se puede condenar a una mujer por abortar, antes que intentar tipificarlas deberíamos permitir a las mujeres expresar su decisión en la medida en que son ellas las que se encuentran en la mejor posición para valorar su presente y su futuro como madres. La violación, por ejemplo, nos recuerda Dworkin, “supone un desprecio repugnante y absoluto, pues reduce a una mujer a mero objeto físico, a ser una criatura cuya importancia se agota en su uso genital, alguien cuyo amor propio y sentido de sí mismo –aspectos de la personalidad que están particularmente en juego en el sexo– no tienen significación alguna excepto como vehículos de degradación sádica” [30]. Obligar a una mujer a tener un niño concebido tras una violación [31] sería “especialmente destructivo de su realización personal, porque frustra sus decisiones creativas no sólo en el sexo, sino también en la reproducción” [32]. En este sentido, socialmente parece justificable que una mujer violada quiera abortar, incluso es probable que una mujer en esa situación reciba presiones de su entorno, de su pareja o de su familia, para que “solucione” cuanto antes su situación. Pero incluso en un caso tan terrible como el de una violación lo que para la sociedad sería comprensible y aceptable para una mujer concreta podría ser inaceptable. Una mujer cuyo embarazo es el fruto de una violación podría asumir la maternidad sin la terrible angustia que otra mujer embarazada tras una relación sexual querida podría sentir.

4.        Sacralidad de la vida y libertad de las mujeres

La especial relación que se establece entre el feto y la madre es una relación única, un proceso que implica todo el equilibrio psíquico-físico de la mujer. El embarazo supone una manera diferente de estar en el mundo y a la vez una manera diferente de ser percibida por los demás. La naturaleza ha dado a las mujeres la capacidad de procrear y una larga tradición de sexismo, transversal a todas las culturas, las ha consagrado como principales encargadas del cuidado de los niños. Las mujeres, a menudo solas, hacen posible que los niños lleguen a la edad adulta tanto en los países pobres como en los países del primer mundo. Que el costoso proceso del crecimiento de los niños descanse sobre los hombros de las mujeres es un dato de sobra conocido y, sin embargo, pocos son los países que pueden ofrecer un sistema de sostén adecuado para este tradicional trabajo femenino. Frecuentemente el nacimiento y cuidado de los hijos es un tarea que desarrollan las mujeres contra la adversidad tanto en el primer como en el tercer mundo.

La prohibición del aborto conlleva así la imposición de una obligación; la de ser madre o al menos la de ser gestante. Ciertamente, algunos opinan que se trata de una obligación menor y, en todo caso, pasajera si el nacido es dado en adopción. Se trata de valoraciones sobre la procreación que niegan la realidad compleja del embarazo y del parto, que consideran a la mujeres como máquinas incubadoras o, como apuntaba antes, meros contenedores. Ignoran o no tienen en cuenta que el embarazo y parto son situaciones que difícilmente se afrontan sin una inversión de sentimientos y que, en algunos casos, puede ser más traumático dar a un hijo en adopción que la realización de un aborto.

Una regulación jurídica del aborto debe dar cuenta de la especial situación de las mujeres en relación a su capacidad generativa, y combinar el legítimo interés de protección de la vida en cada una de sus manifestaciones con el respeto a la autonomía de la mujeres y la tutela de la salud de las mismas.

Y aquí es donde la clásica reivindicación de las feministas resumida en el eslogan “mi cuerpo es mío” puede ser entendida. Primero como la negación del sometimiento del cuerpo femenino a decisiones heterónomas o que se justifican en intereses ajenos a la propia mujer. El cuerpo de las mujeres no pertenece a la sociedad. No es la sociedad quien a través de comités éticos, jurídicos o médicos puede imponer a una mujer la gestación y la maternidad. Sería como nos recuerda Ferrajoli “la lesión del segundo imperativo kantiano según el cual ninguna persona puede ser tratada como medio o instrumento —aunque sea de procreación— para fines no propios, sino sólo como fin en sí misma” [33]. Pero en segundo lugar, la reivindicación del propio cuerpo frente a injerencias externas constituye un llamamiento a la responsabilidad. El cuerpo no nos pertenece como una propiedad que se pueda alienar sino que ciertamente tiene sus hipotecas sociales. La capacidad de generar implica una gran responsabilidad, en principio, frente al embrión o feto y frente a una misma, pero también frente al varón, a la familia, a la sociedad o incluso frente a la especie humana [34].

Pero considerar que es el Estado quien debe regular la capacidad de generar de las mujeres a través de un tratamiento punitivo o de un sistema de permisos, no es más, como sostiene Tamar Picht, que la expresión del pertinaz desconocimiento del estatuto de sujetos plenamente morales de las mujeres a las que no se les puede confiar la tutela de la “vida” [35]. Es necesario o bien prohibir a las mujeres abortar, o bien obligarlas a justificar su decisión para obtener un permiso si cabe. Se trata a las mujeres como menores de edad, como personas necesitadas de tutela o, lo que es peor, como sujetos con temibles intenciones de las que se deben proteger a los niños e incluso a ellas mismas.

Como es sabido, en el marco de los Estados modernos, el reconocimiento de la autonomía de la persona implica la afirmación del valor intrínseco de la libre elección individual de planes de vida o de la adopción de ideales de excelencia humana. “El Estado (y los demás individuos) no deben interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución” [36]. Negar a las mujeres la autodeterminación en materia de procreación significa negarles el carácter de sujetos autónomos, puesto que pocas cosas como la gestación y la maternidad determinan tanto el proyecto o plan de vida de una mujer. De modo que el reconocimiento histórico de las distintas generaciones de derechos se detendría para las mujeres en los derechos de la primera generación, aquellos llamados de libertad o de autonomía, cada vez que no se tiene en cuenta su voluntad en relación a la maternidad [37].

¿Pero cómo afirmar la autonomía de la mujeres, tutelar su derecho a la salud y no desatender la protección de la vida como algo valioso en si mismo? o dicho de otro modo ¿qué tratamiento jurídico obtendríamos de esa triple preocupación?

En realidad, la reivindicación de autonomía, de libertad o del derecho a la privacidad como marco jurídico que ofrezca amparo a la autodeterminación de las mujeres en materia procreativa, plantea muchos problemas en el seno del pensamiento feminista.

Concretamente en EEUU, donde la legalidad del aborto se fundamenta en el derecho a la privacy, algunas notables feministas como Catharine MacKinnon renuevan su denuncia al Derecho como instrumento de opresión de las mujeres. El aborto amparado por la privacy queda abandonado, a los ojos de la jurista norteamericana, a la clásica distinción entre público y privado. Mientras lo público es el terreno por excelencia del derecho y el ámbito del varón, las mujeres ocupan el espacio privado donde reina la desigualdad y donde es posible la violencia sin la protección del derecho. Incluir el aborto en el terreno de la privacy significa, por otra parte, interpretarlo como un hecho privado que el Estado respeta pero no configura como una prestación debida. La decisión del aborto compete así solo a la mujer en una situación de desigualdad real y, por tanto, sin que se pueda exigir cobertura de la sanidad pública. Dicho en otras palabras, todo aquello que la privacy garantiza, la libertad en la propia intimidad, la integridad física, la libertad moral en las elecciones, no constituye la condición jurídica y social de las mujeres, al contrario la intimidad nos da la medida de su opresión. Puesto que es en la esfera privada donde las mujeres están especialmente subordinadas a los hombres a través de estructuras políticas, algunas feministas afirman que lo privado es público y lo personal es político. La no intervención del Estado en ese falsamente supuesto ámbito de libertad de las mujeres que es la esfera privada se concretaría en la penalización de las mismas o en su desamparo [38].

En este sentido, una parte del pensamiento feminista demanda una defensa del aborto no en términos de libertad sino de igualdad entre los sexos [39]. Los hombres no pueden quedarse embarazados en contra de su voluntad, ni pueden ser obligados a una gestación indeseada. Nos encontramos, entonces, ante el rechazo a construir el aborto tomando como referencia un sujeto asexuado y abstracto como si para abortar no fuera necesario ser mujer. Por otra parte de nuevo se nos recuerda (en modo similar a como se usa el argumento del estado de necesidad) que las mujeres no parten de una situación igual a la de los varones y que no se puede olvidar las dificultades sociales que encuentran a la hora de afrontar una maternidad, a la hora de acogerse a categorías jurídicas pensadas para el varón bajo el disfraz del sujeto abstracto.

El recurso a la privacy o a la autonomía de la voluntad como fundamento del derecho al aborto también conduce, se nos dice, al terreno poco propicio del “lenguaje de los derechos”. Si la acción de abortar se incluye en el derecho a la autodeterminación puede resultar ponderada o limitada legítimamente por otros derechos (el del narciturus o el del padre) o por el interés del Estado en la protección de la vida.

Ciertamente estamos ante discusiones que tienen como trasfondo el debate feminista contemporáneo, la añosa cuestión de la liberación de la mujer a través de la afirmación de su diferencia o de la proclamación de su igualdad. Y obviamente también ante la discusión en torno a la posibilidad de utilizar el derecho, tradicionalmente instrumento de pervivencia del patriarcado, ahora a favor de las mujeres. No puedo, ni pretendo en este artículo abordar profundamente estos problemas. Me mantengo no obstante en la idea de que el derecho es uno de los más contundentes instrumentos de cambio social y de que muchas de las discriminaciones que padecen las mujeres tienen que ver con su exclusión persistente y constante de la consideración de sujetos autónomos, mayores de edad o titulares de una plena ciudadanía.

Cuando se insiste en que de hecho la autonomía de las mujeres está seriamente menguada especialmente en el ámbito privado se olvida que la debida transformación de las circunstancias sociales, como ya indiqué en el epígrafe anterior, no terminaría por sí misma con la cuestión del aborto. En un mundo igual entre varones y mujeres donde la carga del cuidado de los niños no recayera sólo sobre estas últimas, se mantendrían las valoraciones personales de cada mujer, y hasta cierto punto subjetivas, sobre sus proyectos de vida, su capacidad para generar y tener hijos, su deseo o aceptación de la maternidad. Se mantendría, sobre todo, el hecho de que no existe desarrollo vital ni ser humano, sin la madre y tampoco fuera de la relación con la misma. De modo que el elemento de la libertad a la hora de configurar el aborto como una prestación que el Estado debe garantizar a las mujeres resulta del todo inevitable. Una libertad (o un derecho a la privacy al servicio de la libertad) que tiene una importante dimensión jurídica y que encuentra en el derecho el mecanismo más eficaz de protección.

En palabras de Dworkin “A veces la privacidad es territorial: las personas tienen derecho a la privacidad en el sentido territorial cuando les es lícito hacer lo que quieran en un espacio determinado, dentro de su propia casa, por ejemplo. A veces la privacidad alude a la confidencialidad: decimos que las personas pueden mantener sus convicciones políticas en privado, lo que significa que no tienen por qué revelar qué han votado. En ocasiones, sin embargo, la privacidad connota algo distinto de cualquiera de estos dos sentidos: significa soberanía en la toma de decisiones personales” [40]. En este último sentido incluir el aborto en la privacy o en el ámbito de libertad de las mujeres significa afirmar la soberanía de éstas sobre su propio cuerpo, por ejemplo, afirmar el derecho de la mujer a no ser violada o forzada sexualmente. Inviolabilidad del cuerpo y ámbito de decisión personal o dicho en otras palabras reconocimiento de la mujer como sujeto moral y jurídico.

Efectivamente, la autonomía de las mujeres se afirma así haciendo uso del “lenguaje de los derechos” y entra en el ámbito de lo ponderable pero de ahí no puede más que salir reforzada puesto que afirmar la autonomía conlleva la inmunidad del propio cuerpo frente a constricciones, la autodeterminación reproductiva y el reconocimiento, como apenas he apuntado, de la capacidad para tomar decisiones sobre la propia vida.

Una activa protección de la vida no tiene porque menguar la defensa de la libertad de las mujeres. Creo que en un Estado social, como se presentan todavía (véanse los textos constitucionales) tantas democracias contemporáneas, el derecho no tiene un fin meramente represivo ni siquiera prima facie. Una preocupación sincera por la vida, en cualquiera de sus manifestaciones, o por la infancia, antes que concretarse en limitaciones de los derechos de las mujeres, debería, para ser eficaz, traducirse en medidas educativas, de promoción y asistencia social. Un Estado o una sociedad preocupada por proteger la vida puede pretender legítimamente reducir el número de abortos y la vez permitir que las mujeres decidan sobre su presente y su futuro. En ese sentido, el derecho comparado nos indica cuáles son los sistemas donde se ha conseguido esta pretensión sin menguar los derechos de las mujeres. Sistemas, por ejemplo, como el holandés donde se combina una educación sexual temprana, que antes que banalizar las relaciones sexuales intenta desarrollar una actitud responsable frente a las mismas, con un adecuado sostén socioeconómico de las madres, con una protección de los derechos de la infancia y en definitiva, con una ley que establece un plazo dentro del cual es lícito abortar respetando la decisión de la mujer y reconduciendo los abortos a un periodo de tiempo donde el feto claramente no es viable fuera del útero materno.

Abortar no puede ser nacer y por lo tanto tampoco parece admisible una desregulación de la interrupción del embarazo en que no se diferencie entre las edades del feto en relación a su viabilidad. Reconducir los posibles abortos a un periodo inicial del embarazo es una exigencia derivada de la tutela de la vida y también de la tutela de la salud de las mujeres. Así, una normativa no penal debe permitir el aborto, sin necesidad de causa justificativa, en un periodo anterior a cualquier mínima posibilidad de viabilidad y debe exigir una seria justificación si estamos ante un feto viable. Si podemos extraer del reconocimiento de las mujeres como sujetos autónomos su derecho al aborto no podemos, sin embargo, afirmar en ningún caso que las mujeres tengan derecho a matar al nacido.

Ciertamente el límite de la viabilidad o de la capacidad de vida autónoma es siempre una cuestión discutible y sobre todo variable a medida que se producen avances médicos y se aplican a los mismos las nuevas tecnologías. En un ámbito de relativa y variable indeterminación la ley debe evitar los abortos tardíos. Pero estoy de acuerdo con Tamar Picht cuando afirma que este problema será muy extraño allí donde pongamos a las mujeres en situación de decidir a tiempo [41].

Una ley que extraiga la regulación del aborto del código penal y que establezca un plazo en el que se garantice a la mujeres el aborto sin necesidad de hacer manifiesta una justificación material no se podría defender si partiéramos de la consideración del feto como persona, tampoco si creyéramos que las mujeres son incapaces de decidir su futuro, no sería legitima si afirmásemos que el deseo o la aceptación de la maternidad está vinculado a condiciones económicas o elementos objetivables. En definitiva, no cabe defender una ley así cuando preferimos vivir en un mundo donde se hacen leyes para no ser obedecidas y la determinación de las mujeres de gobernar su propia vida transcurre en ámbitos de ilegalidad.

Cristina García Pascual, en corteidh.or.cr/

Notas:

20    Sobre la construcción de la imagen de los defensores del aborto libre como sádicos, vid L. LOMBARDI VALLAURI, Terre, Vita e pensiero, Milan, 1989, pp. 43 y ss.

21    J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer”, cit., p.6.

22  M. TOOLEY, “Aborto e infanticidio”, en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Debate, 1983, p.78.

23    “La preocupación menor es dónde hay que trazar el límite en el caso del infanticidio. No es problema, porque no hay seria necesidad de saber en qué punto exacto adquiere un niño el derecho a la vida; en la gran mayoría de los casos en los que desea el infanticidio, la cuestión es evidente poco después del nacimiento. Como es prácticamente seguro que un niño en esa etapa de su desarrollo no posee el concepto del ‘yo’ continuo, y por tanto no tiene un serio derecho a la vida, hay excelentes razones para creer que el infanticidio es moralmente permisible en la mayoría de los casos en que se desea. El problema moral práctico se puede manejar satisfactoriamente eligiendo algún periodo de tiempo, como una semana después del nacimiento, por ejemplo, como intervalo durante el que se permitirá el infanticidio…La preocupación seria es si los animales adultos pertenecientes a especies distintas de la humana no pueden tener también serio derecho a la vida”. (Ibid., pp.101 y 102).

24    Ibid., p. 102.

25    J. I. GONZALEZ FAUS, J. I, “El Derecho de Nacer…”, cit., p.6.

26    En parte la legislación española actual y la de otros países europeos responde a estas consideraciones. Se afirma la ilegalidad general del aborto con su penalización y se exceptúan tres supuestos concretos en los que sería legal la interrupción del embarazo. Es legal abortar para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada, cuando el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación, cuando se presuma que el feto habrá de nacer con grave taras físicas o psíquicas. (art. 417 bis CP).

27    J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer…”, cit, p.12.

28    La jurisprudencia del TC en materia de aborto también se apoya en la justificación del estado de necesidad en el que pueden encontrarse las mujeres para admitir la constitucionalidad de algunos supuestos de aborto voluntario. Dice el TC: “el legislador…puede también renunciar a la sanción penal de una conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su caso, siga subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en otros ámbitos. Las leyes humanas contienen patrones de conducta en los que, en general, encajan los casos normales, pero existen situaciones singulares o excepcionales en las que castigar penalmente el incumplimiento de la Ley resultaría totalmente inadecuado –la sanción penal– para imponer en estos casos la conducta que normalmente sería exigible, pero que no lo es en ciertos supuestos concretos” (Sentencia 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 9º)

29    Ibid., p.11. En un sentido similar, el TC considera que la falta de prestaciones asistenciales para el cuidado de personas con enfermedades o discapacidades psíquicas o físicas hace que el aborto justificado por las graves taras físicas o psíquicas del el feto no deba ser penado. Sostiene el TC: “En efecto, en la medida en que se avance en la ejecución de la política preventiva y en la generalización e intensidad de las prestaciones asistencias que son inherentes al Estado social se contribuirá de modo decisivo a evitar la situación que está en la base de la despenalización”. (Sent. 53/1985, de 11 de abril, fundamento jurídico 11º). Deberíamos imaginar que en un Estado que proporcionase la ayuda necesaria a las mujeres con niños discapacitados la reivindicación del aborto carecería de sentido.

30    Vid. R. DWORKIN, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, versión española de R. Caracciolo y V. Ferreres, Ariel, Barcelona, 1994, p.129.

31    No en vano durante el conflicto que tuvo lugar en la ex Yugoslavia una tortura a las mujeres musulmanas fue su confinamiento en “campos de violación” donde se las violaba repetidas veces y se las obligaba a tener hijos contra su voluntad. En el ámbito del derecho penal internacional se distingue como dos tipos diferente la violación del embarazo forzado y por otra parte se equipara este último a la esterilización forzosa (art. 7 Estatuto de Roma del Tribunal penal internacional). Si el embarazo forzoso es un tipo penal una especifica clase de tortura ¿cuál es la diferencia entre que venga impuesto por un particular o el Estado?

32    DWORKIN, R., Ibídem.

33    L. FERRAJOLI, Derechos y Garantías. La ley del más débil, Introducción de P. Andrés Ibáñez, trad. cast. de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1990,p. 85.

34    PICHT, T. Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, trad. cast. de C. García Pascual, Trotta, Madrid, 2003, p. 97.

35    Ibid., p. 99.

36    NINO, C.S., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona, 1989, p. 204-205.

37    Como se ha sostenido desde el pensamiento feminista “la autodeterminación femenina por lo que respecta a la procreación tendría, entonces, dos significados. Determinaría la plena individuación femenina, el acceso de las mujeres al estatuto de pleno individuo, a través del reconocimiento a las mujeres de un dominio sobre su propia potencia generativa y sería a la vez un principio de ética pública. Se reconoce a las mujeres la competencia moral para decidir en este ámbito”. T. PICHT, op cit., pp. 100-101.

38    Catharine Mackinnon analiza la famosa sentencia Roe vs. Wade (1973) donde la Corte Suprema americana establece que los Estados no pueden dictar normativas que prohíban el aborto en cuanto que constituirían una violación del derecho a la privacy.(Cfr. C. MACKINNON, Feminism Unmodified. Discourses on Life and Law, Havard University Press, Cambridge, Massachusetts, London, 1987, p. 93 y ss). Cabe recordar que Roe vs. Wade, como señala Ronald Dworkin, es, sin duda, el caso más famoso que ha tratado la Corte Suprema de Estados Unidos y que en las cuestiones constitucionales que suscita se encuentra el nudo gordiano del sistema constitucional americano. Para un análisis pormenorizado de la sentencia véase también R. DWORKIN, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, cit.,, cap. VI –V, pp. 136 y ss. Vid. También M. R. MARELLA,”Appunti sull’influenza di Marx nel feminismo giuridico”, SWIF, 2001.

39    Aunque apoyarse en la igualdad antes que en la libertad no deja de ser un recurso a un principio que en su génesis también estuvo vinculado al varón, blanco y propietario.

40    R. DWORKIN, El dominio de la vida, cit., p.73.

41    “¿O es que alguna mujer puesta en condiciones de decidir a tiempo afrontaría un aborto tardío, o sea, un auténtico parto?”, (T. PICHT, op. cit. p. 103, nota 23).

Cristina García Pascual

Entre los muchos argumentos que utilizan los defensores y detractores de la legalización del aborto algunos constituyen, ya, auténticos tópicos del debate, nunca cerrado, sobre el tratamiento que el derecho debería dar a la interrupción del embarazo. Partiendo de presupuestos morales, de posiciones jurídicas y políticas o de rigurosas reflexiones médicas a menudo nos encontramos ante un conjunto de lugares comunes ya tantas otras veces escuchados.

Quiero revisar aquí algunos de estos tópicos en relación a lo que podría ser la legitimidad o ilegitimidad (en algunos casos o de modo general en todos) de poner fin al embarazo. Especialmente, quiero revisar la relación entre la valoración del aborto, su fundamentación, su carácter moral o inmoral, legítimo o ilegítimo con el tratamiento jurídico que recibe o debería recibir. Muchas veces encontramos estudios sobre el aborto centrados en aspectos morales que no se traducen en propuestas jurídicas. Y sin embargo, respecto al aborto, no se trata solamente de describir la acción y de calificarla si no de concretar que tratamiento legal sería el adecuado. Debemos tener en cuenta, pienso, que la regulación que el derecho deba dar al aborto es un problema jurídico-político pero también aquí podemos encontrarnos ante una cuestión moral.

Examinaré, así, cuatro argumentos sobre la interrupción del embarazo. En primer lugar, (i) consideraré la afirmación de que es imposible prohibir el aborto con eficacia. Es decir, la posición de aquellos que constatan la realidad del aborto en todas las sociedades y como el derecho resulta del todo ineficaz en su prohibición o incluso regulación. Se trata de una cuestión previa, en la medida en que, de ser cierta, cualquier otra consideración podría resultar banal, al menos, jurídicamente. En segundo lugar, (ii) me detendré en el argumento estrella de los llamados antiabortistas: la afirmación de la personalidad del feto (pre-embrión y embrión). Argumento que coherentemente debería llevar a la más radical prohibición del aborto, la persecución policial de las abortistas y su tratamiento penal. Como veremos, quienes afirman que el feto es una persona tienen serías dificultades para traducir esta afirmación en términos jurídicos.

En tercer lugar, (iii) examinaré la consideración del aborto como estado de necesidad, es decir, la posición de quienes consideran que siendo el mundo desigual y difícil la situación de muchas mujeres, hay que admitir el aborto en algunas situaciones límites. Aquí, el feto no es una persona pero si un principio de vida humana que debe ser protegido por el derecho. Así, se defiende una postura jurídica intermedia entre la radical prohibición del aborto y su liberalización. Más concretamente, se demanda una prohibición general del aborto, con algunas excepciones o supuestos allí donde se considere que la dramática situación de las mujeres no debe ser agravada con el tratamiento penal. En último lugar, (iv) analizaré el argumento fundamental de los defensores de la despenalización del aborto: la autonomía de las mujeres, la autodeterminación sobre lo que ha sido denominado su propio poder generativo.

Los cuatro argumentos a examinar no aparecen ordenados en argumentos “a favor” o argumentos “en contra” de la legalización del aborto voluntario puesto que mi pretensión primera es poner en evidencia la debilidad o fortaleza de esos mismos argumentos con independencia del fin que pretenden sustentar.

1.        La impotencia del derecho frente al aborto

Algunos juristas y no pocos actores de la vida política afirman que la realidad del aborto difícilmente se puede contener con las normas jurídicas. Apoyándose en datos estadísticos se sostiene que el aborto es una realidad en todos los países y en todas las culturas y que su ilegalización, antes de disuadir a las mujeres de su práctica, sólo consigue convertirlo en hecho clandestino, en un problema de salud pública. Obviamente, un ordenamiento jurídico no puede exigir lo imposible y tampoco parece razonable emitir una prohibición válida pero que se sabe va a resultar ampliamente ineficaz. Si pese a su prohibición el número de abortos se mantiene constante en las sociedades contemporáneas habrá que concluir en la futilidad de la norma prohibitiva.

Ciertamente, el derecho no lo puede todo y en relación a la interrupción del embarazo, o, por ejemplo, al consumo de drogas, el ejercicio de la libertad parece imponerse, a menudo, por encima de prohibiciones. Este tipo de constatación, sirve, en el marco del debate sobre la relación del derecho con el aborto, para exigir que la discusión se traslade de lo moral o jurídicamente justificado a la valoración de lo jurídicamente posible. La realidad se convierte, así, en el mejor argumento a favor de la legalización del aborto.

Como pone de manifiesto Luigi Ferrajoli “las prohibiciones no sólo deben estar “dirigidas” a la tutela de los bienes jurídicos, deben ser “idóneas”. El principio de utilidad y el de separación entre derecho y moral obligan a considerar injustificada toda prohibición de la que previsiblemente no se derive la eficacia intimidante buscada, a causa de los profundos motivos —individuales, económicos o sociales— de su violación; y ello al margen de lo que se piense sobre la moralidad e, incluso, sobre la lesividad de la acción prohibida… La introducción o la conservación de la prohibición penal (si no disuade la conducta indeseada) no responde a una finalidad tutelar de bienes que, más aún, resultan ulteriormente atacados por la clandestinización de su lesión, sino a una mera afirmación simbólica de “valores morales”, opuesta a la función protectora del derecho penal” [1].

Abunda sobre esta línea argumentativa la constatación de que existe una disparidad entre las diversas regulaciones sobre la interrupción del embarazo y la realidad de cómo se aborta en muchos países. Un examen de las normativas sobre el aborto en el mundo nos muestra un abanico bastante amplio de regulaciones, que van desde la prohibición del aborto en todos los supuestos imaginables (normativa que afectaría a un 26% de la población mundial) hasta su legalización sin restricciones causales (afectaría al 41% de la población). Entre ambos polos, un amplio espectro de normativas que (respecto al 33% de la población restante) establecen un sistema de permisos para abortar siempre que concurran determinadas causas relacionadas con la situación socioeconómica de la mujer, la causa del embarazo o/y su salud física y mental. Teniendo en cuenta las dificultades para recabar datos sobre el número de abortos en el mundo, muchos estudios ofrecen cifras cercanas a estas: el número de abortos en todo el mundo al año parece estar en la cifra de 46 millones, de los cuales 20 millones son abortos ilegales [2]. Una de las regiones con normativas más restrictivas en relación al aborto, América Latina, tiene una de las tasas más altas de abortos, 37 por cada 1000 mujeres. Se trata, insisto, de una de las tasas mundiales más altas sobre todo si tenemos en cuenta que se trata prácticamente en su totalidad de abortos ilegales. En el ámbito de la Unión Europea, Irlanda y Portugal [3] poseen la legislación más restrictiva, lo que no impide en este último país un número constante de abortos en torno a los 20.000 anuales. Mientras que en Irlanda, donde es prácticamente imposible obtener servicios de abortos legales, por lo menos 6 de cada 1000 mujeres en edad reproductora aborta cada año. En Inglaterra o en Holanda, para abortar no se pide más que el cumplimiento de unos plazos y se prescinde de cualquier justificación material del aborto. Holanda es uno de los países con la tasa de abortos más baja del mundo. Distintos estudios comparados ponen de relieve que severas restricciones legales no garantizan una baja tasa de abortos.

Pero el desfase entre la reglamentación jurídica del aborto y la realidad del mismo no termina aquí. La tutela de la vida, de la vida del feto, considerado no como una persona sino más bien como un bien jurídico o un principio de vida humana digno de protección, conlleva que en muchos países se encuentren normativas que exigen a la mujer para abortar la justificación fundada de su decisión. Así, en Europa normativas como la española, despenalizan algunos supuestos de aborto voluntario (y por tanto los amparan con una cobertura médica pública) manteniéndose el marco de una prohibición general. Es decir, dentro de unos plazos es posible abortar siempre que concurra causa justificada [4]. En Italia, por ejemplo, en el marco de una ley de plazos se pide que “concurran circunstancias capaces de poner en peligro la salud física o psíquica de la mujer”, circunstancias que debe verificar el médico o el consultor. En Francia, se permite el aborto en las primeras diez semanas de gestación sólo si la mujer embaraza está “angustiada” y acepta “consejo”. En Alemania, el aborto es libre en las 12 primeras semanas de embarazo siempre que la mujer se haya sometido previamente a lo que ha sido denominado un striptease psicológico. Esto es, debe haber pasado por dos centros de asesoría, en su mayoría tutelados por las iglesias católica o protestante, que teóricamente deben ejercer un papel disuasorio [5]. Digamos que en todos estos países la licitud el aborto en ciertos supuestos y/o dentro de ciertos plazos y su prohibición fuera de esos supuestos fijados o superando determinados plazos de tiempo, ilustra una doble preocupación de un lado por la tutela de la vida incluso antes de su concepción y de otro lado, por la autonomía de las mujeres o por lo que ha sido denominado su autodeterminación reproductiva.

Habría que añadir que estas normativas traducen también una idea más general, una visión del aborto como algo no deseable, probablemente inmoral, que debe ser limitado o que debe cubrirse con la proclamación de la angustia de la madre, su desequilibrio, su situación de necesidad.

De este modo, está permitido abortar si concurren, bien circunstancias objetivas, como puede ser que el que embarazo se produjera por medio de una violación, el peligro para la vida de la madre o que el feto sufra malformaciones, bien circunstancias subjetivas, como la angustia o el desequilibrio psíquico en que la mujer misma se encuentra o podría encontrarse si el embarazo siguiera adelante. También son muchos los países en que se obliga a la mujer a aceptar consejo o a ser informada de las alternativas a las que podría recurrir en el caso en que desistiera de su decisión de abortar. Es como si se quisiera expresar a través del derecho que el aborto no es un método anticonceptivo y que su uso debe reducirse sólo a situaciones de especial gravedad.

Pero en la realidad, la exigencia de justificación material se transforma, o en una especie de expiación de culpas, humillación de la mujer o en un mero trámite vacío de contenido real. En el ámbito de la sanidad pública, a menudo el aborto se convierte en un tortuoso camino burocrático en el que se dilatan los plazos (con el consiguiente crecimiento del feto) y se culpabiliza a la mujer. El servicio público tal como está organizado en muchos países puede decirse que anima a las mujeres a acudir a la sanidad privada. Si las mujeres no tienen recursos económicos y/o no se quieren prestar a esos procedimientos burocráticos, solo les quedan opciones que están fuera de la ley con el consiguiente peligro para su salud. Con prohibición general o sin prohibición general la situación vista desde esta perspectiva se puede reconstruir como un problema de medios económicos. Una mujer con dinero (dentro de los supuestos en los que el aborto es legal o fuera de ellos) no acudirá a la sanidad pública, no pasará por entrevistas, o repetición de análisis, ni por la tortura de los plazos que se dilatan sino que resolverá su pretensión en una clínica privada o en el extranjero. Una mujer sin dinero acudirá cuando sea posible a la sanidad pública con lo que ello conlleva, y si no al llamado aborto clandestino.

La prohibición del aborto, circunscrita a unos supuestos, lleva en algunos países a un sistema de protección del derecho a la salud de las mujeres desigualitario y claramente deficiente, que empuja a las mujeres con suficientes ingresos económicos a la sanidad privada tanto en los supuestos de abortos permitidos por la ley como en los no permitidos.

No obstante, esta experiencia común de tantos países donde se prohíbe el aborto (en todos o en algunos supuestos) y donde, sin embargo, las mujeres siguen abortando en un número que se revela bastante constante, o la disparidad entre una regulación que pretende hacer que las mujeres muestren su sufrimiento ante el aborto y a la vez permite que esta demostración se desenvuelva como un mero trámite, no me parece suficiente para sostener la futilidad de las prohibiciones sobre el aborto. En realidad, considero que el problema es otro y tiene que ver con la hipocresía social en torno a este tema y sobre todo con la incapacidad, por radical que se sea en la lucha contra el aborto o en la defensa de la vida de embriones o fetos, de defender con coherencia los propios postulados. Antes que afirmar la incapacidad del Derecho para prohibir determinadas acciones cabría valorar los pocos esfuerzos que desde las administraciones públicas se realizan para hacer valer las normativas sobre el aborto. Tendríamos que preguntarnos el porqué se producen leyes en este campo que no se piensa aplicar. En muchos países se tolera el aborto ampliamente (preferentemente cuando la mujer lo puede financiar) y a la vez se mantienen normas restrictivas del mismo que parecen tener efectos meramente retóricos. La ley prohíbe abortar o impone serias restricciones al aborto y la conciencia pública queda a salvo, mientras que la experiencia del aborto se desenvuelve en un terreno invisible, sobre todo para quien no la quiere ver.

En realidad, si partiéramos de una legislación basada en el derecho a la vida de fetos o embriones, por ejemplo, se podría desarrollar todo un sistema de vigilancia sobre la mujeres que redujera el aborto clandestino. Un terrible ejemplo es sin duda el régimen rumano en los años obscuros de la dictadura de Ceaucescu. Para conseguir que la prohibición del aborto fuese efectiva, durante muchos años en Rumania, se hacían revisiones mensuales en las fábricas en las que se comprobaba si las trabajadoras estaban embarazadas haciendo así dificilísimo el ocultamiento de su estado. Ciertamente no es esta mi propuesta, ni es tampoco una alternativa para los regímenes democráticos que mayoritariamente no parten del reconocimiento del feto como persona, solo intento destacar la diferencia entre afirmar que el derecho no tiene mecanismos para prohibir determinada acción y la falta de voluntad real de prohibirla.

La hipocresía del tratamiento legal que se realiza en tantos países europeos se refleja en que en muchos de ellos está prohibido abortar fuera de los supuestos legales, incluso en las primeras semanas del embarazo, y, sin embargo, existen bancos de embriones o de óvulos fecundados que terminan siendo desechados cuando alcanzan un número demasiado elevado para seguir conservándolos.

Creo entonces que antes que reconocer la imposibilidad de prohibir con eficacia el aborto habría que admitir la escasa voluntad de prohibirlo seriamente. Este desfase entre la ley y lo que se está dispuesto a hacer desde las administraciones públicas para que se cumpla, implica el abandono de la tutela de la salud de la mujeres y también de la protección de vida como principio general del derecho.

Desde una perspectiva estrictamente jurídica, creo que podemos reclamar legítimamente leyes realizadas con una correcta técnica legislativa y a la vez exigir que las normas nazcan con la voluntad de ser aplicadas. Pero, sobre todo y en este último sentido, debemos enfrentarnos al hecho de que en las sociedades contemporáneas, ni las instancias políticas o jurídicas parecen dispuestas a actuar contra la mujeres que abortan, ni la opinión pública a presenciar el espectáculo de mujeres que son tratadas como delincuentes y llevadas ante los tribunales por abortar.

2.        El aborto es inmoral por que el feto es una persona

La afirmación de mayor fuerza argumentativa utilizada por los llamados antiabortistas a la hora de exigir la prohibición de la interrupción del embarazo es, sin duda, la consideración de que el feto y también el embrión son seres humanos. Se trata de un argumento que parece lógicamente conducir a la prohibición del aborto y, desde luego, con muchos más medios y medidas de los que se suelen utilizar en las distintas legislaciones modernas al respecto. Sin embargo, bien porque el legislador excluye este argumento para fundamentar sus limitaciones al aborto, bien porque no lo toma en serio, aunque hipócritamente lo sostenga, es difícil encontrar una regulación de la prohibición del aborto consecuente con un presupuesto de tal fuerza [6].

En el plano teórico, la afirmación del estatuto de persona del embrión y del feto hace tambalear muchos argumentos de los “proabortistas” y les obliga a menudo a hacer acopio de conocimientos médicos para intentar contrarrestar esa afirmación utilizada a menudo como dogma incontestable. Una a una las argumentaciones en defensa del aborto se miden con la afirmación de la personalidad del embrión. La libertad de la madre, su estado de necesidad, la preservación de su vida o salud… son afirmaciones que pierden fuerza si nos situamos en un escenario en que nosotros actuamos a modo de tercero entre las partes: una mujer y un niño con intereses contrapuestos.

La afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas da lugar a teorías extremadamente radicales, como la del jurista J. Finnis, representativas de toda una línea argumentativa en torno al aborto. Para este conocido profesor de Oxford, la personalidad del feto anula cualquier justificación del aborto. No cabría considerar, por ejemplo, la fragilidad socio-económica de la mujer, ni su equilibrio psíquico, ni siquiera es valorable que el embarazo sea el producto de una violación o que la continuación del embarazo ponga en peligro la vida de la mujer. Si el feto es una persona, ninguna de estas razones es suficiente para justificar un homicidio. Es decir, parece ya gratuito que nos plantemos la legitimidad del aborto puesto que la prohibición del homicidio se extiende sobre él y da igual que la mujer embarazada haya sido violada o esté en una situación límite… El aborto sería claramente inmoral, tan inmoral como el homicidio y por tanto igualmente punible.

En palabras del propio Finnis, el aborto es “una decisión que no tiene más remedio que caracterizarse como decisión contra la vida (matar)” [7]. De manera –dirá– que la “condena del aborto terapéutico no parte de un prejuicio contra las mujeres o en favor de los niños, sino de una recta aplicación de la solución de un caso a otro, sobre la base de que la madre y el niño son igualmente personas en las que debe plasmarse el valor de la vida humana (o el “derecho a la vida” respetado) sin ser atacado” [8].

Si la mujer embarazada y el feto son igualmente personas será difícil para un tercero discernir a quién debe salvar y a quién debe dejar morir o, si se quiere, quién debe morir para que el otro viva. En esta situación, el jurista australiano considera que es relevante remarcar la absoluta inocencia del feto y la prohibición bíblica de no matar al inocente ni al justo. El cuadro del embarazo parece así representado como una relación entre dos seres que provisionalmente se encuentran en relación de mutua dependencia. El feto representa, entonces, la parte débil que debe ser protegida por el Estado frente a las agresiones de la otra parte, considerada no como una víctima sino más bien como un agresor o incluso un posible verdugo.

De la misma manera que no es admisible sacrificar la vida de un inocente para salvar a otro, no es permisible acabar deliberadamente con la vida del feto para salvar la vida de la madre. Aquí Finnis introduce la llamada teoría del doble efecto [9]. Es decir, para ayudar a la mujer gestante cuya vida está en peligro podrían legítimamente realizarse algunas acciones aunque traigan como consecuencia (un mal efecto) la muerte del feto, pero sólo cuando esa muerte, ese efecto previsible, “no se pretenda como medio, ni como fin y por tanto no determine el carácter moral del acto” [10]. Desde la teoría del doble efecto no es aceptable, entonces, que en defensa de una vida humana se realicen acciones dirigidas directamente a producir la muerte del feto. La afirmación de que el feto, el embrión o el mismo óvulo fecundado son personas, exige, por tanto, para el profesor de Oxford, ante una situación de peligro para la vida de la madre gestante y en aplicación de la doctrina del doble efecto, una pormenorizada valoración de supuestos y enfermedades encaminada a separar las prácticas morales de las inmorales [11].

La casuística se impone, y, sin embargo, los criterios guía para discernir entre acciones morales e inmorales están lejos de ser precisos. Si depende de la intención con la que se realiza la acción en el caso del aborto terapéutico, la muerte del feto bien puede presentarse siempre como una consecuencia indeseada. Finnis nos ofrece mayores precisiones, la acción a realizar en ayuda de la mujer gestante en peligro de muerte tiene que cumplir tres requisitos: (i) se habría tomado igualmente si la víctima (es decir, para Finnis, el feto) no hubiera estado presente. “Si es así, hay base para decir que el mal aspecto de la acción, es decir, sus efectos mortales sobre la víctima (el niño) no se pretenden ni deciden como fin ni como medio, sino que son efectos colaterales completamente accidentales que no tienen por qué determinar el carácter de nuestra acción como (no) respetuosa de la vida humana” [12] . Se trata de algo parecido a los famosos efectos colaterales de los conflictos armados, es decir, efectos no queridos pero que se tiene la seguridad de que se van producir en cualquier acción bélica. Como vemos la distinción es verdaderamente sutil puesto que afirmamos que no queremos lo que sin duda va a ser la consecuencia de nuestros actos.

En segundo lugar, (ii) la persona que toma la decisión es la que está amenazada por la “víctima”. De lo que se entiende que si la mujer necesita una medicina para salvar su vida que producirá el efecto de matar al feto ésta sólo se administrará a petición de la mujer que podría decidir morir sin que esto para Finnis se pueda considerar un suicidio [13]. La vida que, está este momento, parecía un bien indisponible, incluso por su propio titular, se convierte ahora, en la argumentación del profesor de Oxford, en algo renunciable. Digamos que en este complejo entramado de consideraciones para discernir entre lo moral y lo inmoral, donde el sujeto que toma las decisiones no es, en vía de principio, la mujer, en un contexto en que el feto es víctima y la mujer verdugo, el único espacio de decisión que Finnis otorga a las mujeres gestantes es la posible elección de morir.

En tercer lugar, (iii) la acción elegida debe implicar sólo una negación de ayuda y socorro a alguien pero nunca una intervención real que se concrete en un ataque al cuerpo de esa persona [14]. Pretensión difícil cuando estamos hablando de una situación en la que la vida de la madre está en peligro y donde una rápida intervención puede favorecer su salvación, frente a una no acción, es decir, una simple espera de la muerte del feto.

La lectura de Finnis nos ofrece una imagen del embarazo como una situación en que la mujer constituiría un simple contenedor [15], un cuerpo que contiene a otro cuerpo, de manera ocasional. Una imagen que, ciertamente, no da cuenta de la especialísima relación que se establece entre la madre y el feto. En Finnis, lo que constituye una relación única, en cierta medida simbiótica, irreducible a una unidad y, sin embargo, imposible de deslindar en dos realidades diversas, nos aparece como una relación de intereses contrapuestos, entre una víctima y un verdugo. La intervención del Estado se considera necesaria para proteger a los niños frente a madres desaprensivas.

El hilo argumental del profesor australiano plantea muchas dudas pero, sin embargo, si partimos de que el feto es una persona, algunas de sus afirmaciones no son más que la estricta consecuencia de esa premisa. Cabe afirmar que Finnis no desarrolla su discurso hasta sus últimas consecuencias. Es decir, al final no realiza una propuesta de tratamiento jurídico del aborto. Obviamente sus palabras nos llevan hacia una legislación prohibitiva, pero ¿cuál debe ser la pena impuesta a las mujeres por abortar? ¿debe imponerse la misma pena en todos los supuestos, por ejemplo sin hacer diferencias entre abortos tempranos o tardíos? Cuando una mujer embarazada se encuentre en una situación de peligro para su salud ¿quién debe vigilar que se observa la doctrina del doble efecto? ¿Si se prohíbe el aborto de modo general, se permitirá a las nacionales abortar en el extranjero? Como digo, Finnis no concreta las respuestas a estas cuestiones, no obstante, siendo que considera el aborto inmoral en cuanto que constituye la muerte de una persona, coherentemente podemos deducir que sostendrá un castigo para el aborto equiparable al del homicidio o incluso al del asesinato.

En este sentido, resulta muy sorprendente la insistencia de Finnis en la inocencia del feto como si la inocencia o culpabilidad justificaran la muerte de los seres humanos. Por otra parte, se trata de un argumento muy utilizado y que suele acompañar a la afirmación de la personalidad del feto. Cabe al respecto dos consideraciones. De un lado, calificar al feto de inocente parece inadecuado a no ser que para el jurista de Oxford la inocencia sea igual a inconsciencia. ¿Puede ser inocente quien no puede ser culpable, quien no puede actuar, quien no puede comprender todavía la diferencia entre el bien y el mal? Ciertamente el feto no es ni inocente ni culpable, tampoco es bueno o malo [16].

De otro lado, al menos en Finnis, la insistencia en la inocencia del feto como argumento que sostiene la ilegitimidad del aborto pone en evidencia que ante un ser humano culpable no estarían vigentes las mismas razones a la hora de respetar su vida. En definitiva, con la afirmación de la inocencia del no nacido, Finnis pretende salvar la contradicción evidente que existe entre manifestarse contra el aborto como acción contra la vida y justificar la pena de muerte [17].

Si se sostiene hasta sus últimas consecuencias que óvulo fecundado, pre-embrión, embrión y feto son personas y, por lo tanto, darles muerte deliberadamente es equiparable a un homicidio o un asesinato, no cabe esperar para las mujeres que abortan más que una condena de cárcel idéntica a la prevista en el código penal para los delitos anteriores. ¿Por qué tendríamos que hacer diferencias? Pero Finnis no solo no se detiene ahí sino que subraya la inocencia más absoluta del feto. Abortar no es solo matar, sino matar inocentes. Su posición no es la de quienes proclaman el respeto a la vida en cualquiera de sus manifestaciones y por tanto se manifiestan contra al aborto pero también sin duda contra la pena de muerte. Aquí, muy al contrario, la posición antiabortista sostiene la personalidad del feto haciendo del mismo sujeto de derechos, intereses y pretensiones, remarcando su inocencia. No es una exaltación de la vida sino una protección de derechos legítimos. El feto es inocente y no podría ser de otra manera, demandar la pena de muerte para alguien que da muerte a un inocente no dejaría de ser más que la consecuencia de una argumentación coherente.

La feminista americana Judith Jarvis Thomson defiende la legitimidad del aborto voluntario intentando no entrar en la discusión sobre el estatuto del feto. Aunque partiéramos de la consideración de que el feto es una persona cabría para Thomson considerar moralmente admisible el aborto en algunos supuestos. El hilo de su argumentación gira en torno a un situación imaginaria, formulada ya hace muchos años pero que sigue teniendo una gran difusión en el debate sobre el aborto: “usted se despierta una mañana y se encuentra en la cama con un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se le ha descubierto una enfermedad renal mortal, y la Sociedad de Amantes de la Música ha consultado todos los registros médicos y ha descubierto que sólo usted tiene el grupo sanguíneo adecuado para ayudarle. Por consiguiente le han secuestrado, y por la noche han conectado el sistema circulatorio del violinista al suyo, para que los riñones de usted puedan purificar la sangre del violinista además de la suya propia. Y el director del hospital le dice ahora a usted: ‘Mire, sentimos mucho que la Sociedad de Amantes de la Música le haya hecho esto, nosotros nunca lo hubiéramos permitido de haberlo sabido. Pero, en fin, lo han hecho, y el violinista está ahora conectado a usted. Desconectarlo significaría matarlo. De todos modos, no se preocupe, solo es para nueve meses. Para entonces se habrá recuperado de su enfermedad, y podrá ser desconectado de usted sin ningún peligro’” [18]:

Siguiendo a Thomson, su rocambolesca situación imaginaria nos debería mostrar que, aunque se trate de vidas humanas, en determinadas ocasiones no se puede exigir a las mujeres que lleven adelante un embarazo, de la misma manera en que no resultaría exigible para cualquiera de nosotros que nos prestáramos durante nueve meses a continuar conectados con nuestro violinista. Dicho en otras palabras, para Thomson también el derecho a la vida tiene sus límites, en su nombre no se puede pretender determinados sacrificios de terceros. De modo, que se podría afirmar que el que un hombre tenga derecho a la vida “no garantiza que tenga derecho a que se le conceda el uso de lo que necesita para vivir, ni que tenga derecho al uso continuado de lo que usa actualmente y necesita para vivir” [19].

Si bien es cierto que comparto esta idea de los límites del derecho a la vida creo, sin embargo, que el artificioso ejemplo de Thomson, a su pesar, nos devuelve necesariamente a la discusión en torno a la afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas.

Si hablamos de vidas humanas, su protección resulta un principio moral a la vez que una exigencia jurídica. Podría dudarse entonces de la legitimidad de desconectar al violinista de mi cuerpo si eso le produjese su muerte. Y ello a pesar de la ilegalidad e inmoralidad de haberlo conectado sin mi consentimiento. La vida de alguien que tiene sentimientos, capacidad de sufrir y autoconciencia es valiosa en sí misma. Para el propio violinista, tal vez para su familia o también para la humanidad, su vida es preciosa y la pretensión del músico de vivir unos años, meses o incluso unas horas es legítima ética y tal vez jurídicamente.

Si pienso ahora en la relación del feto o del embrión con su madre me parece estar ante un problema totalmente diverso. El valor del feto gira en torno a su viabilidad, a su capacidad para convertirse en un nacido, para sobrevivir fuera de la madre. No parecería razonable mantener a un feto con vida en el seno materno si tuviésemos la seguridad de que nunca iba a crecer, a desarrollarse, a transformarse en el niño que todavía no es. La vida del violinista tiene valor, no porque vaya a transformarse en persona, no porque vaya a superar su enfermedad, sino en sí misma, conectado o no a otro cuerpo que no es el suyo. El deseo de quedar embaraza y/o la responsabilidad frente a ese hecho natural a veces queda truncada de manera espontánea y la tristeza de la madre gira en torno a la pérdida del niño que podría haberse desarrollado en su seno y no tanto a la pérdida de un feto. La madre quiere a un niño no a un feto y su decepción, su frustración no quedaría paliada si le aseguráramos la pervivencia de un feto que nunca dejará de serlo.

Ciertamente este es el nudo de la cuestión. Si el médico anunciase a un mujer encinta que el feto no evolucionará, no nacerá, en definitiva no va a ser viable ¿tendría sentido mantenerlo en vida unas semanas más? Muy diferente sería la repuesta si pensáramos en un niño, en un adulto, en el violinista, en definitiva, en una persona. Si el médico nos dice que tiene una patología mortal de la que no sanará parece más que justificado que pretendamos que viva el mayor tiempo posible aunque éste sólo sea unos días, horas o minutos.

La afirmación de que tanto el feto como el embrión son seres humanos, a menudo, se nos presenta como una cuestión científica y sin embargo ese supuesto carácter científico no parece pacificar los términos de la discusión. Se trata de una difícil cuestión incluso para los médicos que ponen de manifiesto cómo a medida que se producen nuevos adelantos en la medicina se rebaja el límite de los meses de gestación necesarios para salvar la vida a prematuros. Sin embargo, y pese a su complejidad, parece que todos coincidimos en una idea al respecto, o tal vez sea sólo una intuición, un pensamiento no demasiado reflexivo, sobre la diferencia entre los fetos y las personas, entre los embriones y la personas. Idea que hace que tantos gobiernos que prohíben el aborto toleren ampliamente el incumplimiento de tal prohibición. La idea o la intuición de que no es igual una mujer que aborta que una mujer que mata a su hijo, que no es igual abortar espontáneamente que sufrir la muerte de un hijo.

Para defender restricciones jurídicas sobre el aborto o incluso su absoluta prohibición no es necesario afirmar la personalidad del óvulo fecundado, del embrión o del feto, parecería suficiente sostener la protección del valor de la vida en cualquiera de sus estadios o de ese principio de vida humana, que es el óvulo fecundado, único e irrepetible. Este, por otra parte y como sostiene Dworkin, podría ser un punto de encuentro entre los antiabortistas y aquellos que defienden la legalización del aborto en algunos supuestos. Tampoco para defender la legitimidad del aborto parece necesario negar  que el embrión o feto constituyen una promesa de vida humana y que sobre ellos se invierten a menudo sentimientos y esperanzas. En la búsqueda de argumentos fuertes que sostengan las posiciones de unos y otros se llega a afirmar la personalidad del feto o, por el contrario, se nos ofrecen estudios que avalan que el feto no es más que un conjunto de células sin capacidad para sentir. Argumentar de esta manera supone una reducción al absurdo. Por un lado, no se entendería por qué un aborto sobrevenido es causa de tristeza, sería lo mismo abortar en las primeras semanas de embarazo que en las últimas, tendríamos que albergar idéntica pena por la frustración de un embarazo en los primeros días que en el noveno mes, mientras que por otro lado tendríamos que considerar a las mujeres que abortan asesinas o poner por ejemplo serios límites a la libre circulación de la mujeres cuando se pensase que tienen en mente abortar en otro país.

Cristina García Pascual, en corteidh.or.cr/

Notas:

1   L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. cast de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J.C. Bayón Mohino, J. Terradillos Basoco, Rocío Cantarero Bandrés, Trotta, Madrid, 1995, p. 473.

2   Vid., S. K. HENSHAW, S. SING. S., T. HAAS, “La Incidencia de Aborto inducido a Nivel Mundial”, Perspectiva Internacionales en Planificación Familiar, n. especial 1999.

3   La actual legislación portuguesa permite el aborto en caso de riesgo de vida o salud mental para la mujer hasta las primeras 12 semanas y hasta las 24 en caso de violación o malformación del feto. Pero también persigue y juzga a las mujeres que hayan sufrido un aborto voluntario y a los familiares que tengan conocimiento del mismo y no lo hayan denunciado. Ya se han celebrado varios juicios, el último de los cuáles ha sido aplazado debido a la presión de diversas organizaciones. Portugal ya sometió la legalización del aborto a referéndum en 1999 y ganó el "no", aunque la participación fue inferior al 50%. Ahora a iniciativa del Gobierno socialista, el Parlamento ha aprobado la convocatoria de un nuevo referéndum para despenalizar el aborto en las diez primeras semanas esperando una afluencia de votantes mayor.

4   Los últimos datos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas indican que el número de abortos en España ha aumentado sostenidamente desde 1990 aproximándose a la cifra de 80.000 abortos anuales.

5   Juan Pablo II a través de una carta instaba a los obispos alemanes a no extender más “licencias de muerte” o certificados que atestiguaran que se había pasado por la asesoría. Esta exigencia del anterior Papa muestra como la reclamación de justificación material de las decisiones personales puede convertirse o en algo hipócrita, en un trámite meramente burocrático

6   En Irlanda, donde en el propio texto constitucional se proclama la personalidad del  feto y por lo tanto se prohíbe el aborto en cualquier situación, se han aprobado cambios constitucionales que permiten que las mujeres irlandesas puedan abortar en el extranjero. De este modo ahora es posible distribuir en Irlanda información relativa a prácticas abortivas en otros países. Si la afirmación de que el feto es un ser humano fuese asumida como un dato indudable ¿cómo se podría justificar que un Estado dejase salir a sus ciudadanos con intención de cometer un homicidio fuera de sus fronteras?

J. FINNIS, “Pros y contras del aborto” en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Debate, 1983, p. 118

8   Ibid., p. 127

9   Es decir que el mal efecto de una acción no es ni el medio ni el fin que se pretende, y, por tanto, no determina el carácter moral del acto como decisión de no respetar uno de los valores humanos básicos.

10    J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p.130.

11    Así, puntualiza Finnis no se trataría de condenar “la administración de medicinas a una mujer embarazada cuya vida está amenazada, por ejemplo, por la alta fiebre (provocada por el embarazo o no), aunque se sepa que esas medicina tienen el efecto colateral de producir un aborto. No es una condena de la extracción del útero canceroso de una mujer embarazada, aunque se sepa que el feto en su interior no es aún viable, y por tanto morirá. Es dudoso que sea una condena de la operación necesaria para poner en su lugar el útero desplazado de una mujer embarazada cuya vida está amenazada por el desplazamiento, aunque se sepa que la operación necesita el drenaje del líquido amiótico necesario para la supervivencia del feto ”(J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p 127).

12    Ibid., p. 132

13    Toda la argumentación de Finnis gira en torno a la idea de la indisponibilidad del derecho a la vida (incluso cuando se trata del propio titular de ese derecho), sin embargo, la afirmación de que la madre puede negarse a tomar una medicación o a someterse a una intervención que le salvaría la vida pero causaría la muerte del feto significa afirmar justamente lo contrario. Una crítica en este sentido puede encontrarse en D. BEYLEVELD, R. BROWNSWORD, Human dignity in bioethics and biolaw, Oxford, Oxford University Press, 2001, p.156 y ss.

14    Vid. Ibid p. 135

15    Tamar Picht hace especial hincapié en esta idea de las mujeres como meros contenedores o maquinas reproductoras, idea que solo puede construirse sobre la separación entre la madre y el feto. (Cfr., T. PICHT, Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, trad. cast. de Cristina García Pascual, Madrid, Trotta, 2003, p.78 y ss).

16    Dice el teólogo español José I. González Faus que el nasciturus “no puede ser llamado “inocente” porque está todavía más acá de toda posibilidad moral. La vida humana es una realidad dinámica pero la inocencia no lo es. El feto es tan inocente como puede serlo una piedra o una planta. Todo esto permite sospechar que no es una razón moral, sino una razón interesada la que está debajo de este modo de argumentar” J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer, Crítica de la razón abortista”, Cristianisme i Justicia, nota12, p. 20.

17    FINNIS sostiene que la única justificación de la pena es la retribución. Es decir, “el restablecimiento de un equilibrio de justicia que el crimen, esencialmente una voluntaria elección de anteponer la propia libertad de acción a los derechos de los otros ha necesariamente turbado”. (Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, The Catholic University of America Press, Washington, 1991 p. 80). Por lo que respecta a la pena de muerte Finnis hace especial hincapié en la intención de la acción, puesto que ningún caso es moralmente admisible la realización de un mal para obtener un bien. En consecuencia afirma: “parece que puede sostenerse que, en la medida en que la acción elegida [la pena capital] actúa inmediatamente y por si misma el bien de la justicia retributiva, la muerte de un condenado no es elegida ni como fin en si mismo ni como medio para un fin ulterior”. (Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, op. cit., p. 80)

18    J. JARVIS THOMSON, “Una defensa del aborto”, trad. cast. de Montserrat Millán en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, op. cit., p.11.

19    Ibid., p. 144.

Pablo Cabellos

Artículo de Pablo Cabellos, publicado en Las Provincias, en el que propone una laicidad positiva y procura explicar los conceptos de clericalismo y cesarismo.

Diversos asuntos actuales motivan mi interés por el tema señalado en el título. Confío que en su decurso aparezcan claramente. Ambas cuestiones –clericalismo y cesarismo– vienen a coincidir en la no feliz idea de ocuparse en lo que no corresponde.

No solamente cuando la vida cristiana es invadida por la civil; también se hallan estas tentaciones en el interior de ambas sociedades. Por ejemplo, existe clericalismo en el seno de la Iglesia cuando se ningunea al laico en algún aspecto de su vida: su aporte profesional, la posibilidad de ser santo, igual que cualquiera, el cumplimiento fiel del fin de la Iglesia, etc.

Recientemente ha sucedido una sonada dimisión por la transmisión no verdadera del pensamiento del Papa Emérito. ¿Qué no se podrá hacer con un pastor de las Alpujarras?, llamado a la santidad proclamada por el Vaticano II tal que a cualquier creyente, convocados todos a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, como afirma documento conciliar.

También en la sociedad civil –particularmente en la política– existe el cesarismo al imponer un tipo de pensamiento totalitario, ignorando a muchos ciudadanos con tendencias distintas para los que también existe la libertad. Actualmente, es más frecuente esta forma de presión, donde gobiernan partidos que se creen posesores de la verdad y con derecho absoluto a imponerla.

Es comprensible, porque es su talante para observar la vida. Trato de comprenderlos de veras. Agradecería el esfuerzo de discernimiento que harán para entender a los demás. La necesaria política partidista tiene este juego: el ganador se suele suponer con derecho a aplicar su programa al pie de la letra. Es frecuente el olvido de que han de gobernar para todos, también por los pensantes de modo distinto.

Igualmente hay un cierto problema de nomenclatura: es frecuente que se señale consagrado a quien ha hecho dedicación total de su vida al Señor, siendo así que habitualmente ese nombre se reservaba a la vida de los religiosos o asimilados.

Una cuestión aparentemente baladí, pero que podría dar lugar a equívocos, por ejemplo, ante el esperanzador Sínodo de los jóvenes y la vocación. No hemos de olvidar que varias instituciones abandonaron otras vías jurídicas para salvar este inconveniente, incluso en algunos casos yendo a las Asociaciones de Fieles. Eso es, a título de ejemplo, lo que sucedió con la Fundación de don Pedro Poveda: la Institución Teresiana. Me honro de haber sido alumno de María Ángeles Galino, perteneciente a la Fundación de Poveda y primera mujer Catedrático en España.

La principal Constitución del último Concilio enseña que el carácter secular es propio y peculiar de los laicos, a quienes corresponde –añade– por propia vocación tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Me refiero asimismo a las entidades que desean vivir su secularidad en distintos modos jurídicos.

Para los miembros de la Prelatura que, con actitud laudable, colaboran con sus parroquias, Monseñor Ocáriz ha escrito lo siguiente: todos los fieles del Opus Dei están llamados a rezar y a tratar con cercanía y veneración a los obispos y a los sacerdotes de su ámbito geográfico, y a colaborar con ellos en la medida de sus posibilidades: siempre que sea coherente con la santificación de su trabajo profesional y de sus deberes familiares. También: «Será bueno seguir aprovechando las oportunidades de animar a algunos fieles de la Prelatura, Cooperadores y gente joven, a ofrecerse para colaborar, con plena libertad y responsabilidad personales, en catequesis, cursos prematrimoniales, labores sociales, en las parroquias u otros lugares que lo necesiten, siempre que se trate de servicios acordes con su condición secular y mentalidad laical, y sin que en eso dependan para nada de la autoridad de la Prelatura».

Todo esto puede advertir del empeño de algunas realidades en la Iglesia por volcar la libre participación de sus miembros en la sociedad por cauces civiles, no confesionales, seculares, de la vida humana. En la homilía del Campus de la Universidad de Navarra, predicaba San Josemaría en 1967: debéis comprender ahora –con una nueva claridad– que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia, y en todo el inmenso panorama del trabajo. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Naturalmente, respetaba otras opciones.

Es evidente la elección de quienes siguen este camino: aunque quizá sea difícil de entender para algunos. No acudir habitualmente a la formación que se imparte –sin duda, buenísima– en formas con el apellido de católicas o erigidas por la legítima autoridad de la Iglesia. Para reafirmar esa actitud, siempre he oído decir que su sitio es la calle, como lo es para la citada Institución Teresiana y para otras entidades, que no desean el paraguas católico, para servir a la Fe sin comprometer a la Iglesia y no saliendo del propio terreno.

Pablo Cabellos, en opusdei.org/es-es/

 

Antonio Viana

5.                    La importancia  del  discurso  de  Juan  Pablo  II  del  17.III.2001 

Es llamativa la poca importancia que algunos autores conceden a un hecho relevante para el estudio de la naturaleza de las prelaturas personales. Me refiero a un discurso leído por el beato Juan Pablo II el 17.III.2001, dirigido a los participantes en un encuentro promovido por la Prelatura del Opus Dei sobre la carta apostólica Novo millennio ineunte [40].

El silencio de esos autores, quizás signifique que consideran ese discurso pontificio más bien de carácter protocolario e informal. Pero eso exigiría demostrar que existen formas canónicas unívocas para las interpretaciones pontificias. En realidad, no se puede decir que una afirmación del Papa es protocolaria si sustancialmente no lo es, ya que ninguna norma escrita ni costumbre conocida exige que el Papa haga sus declaraciones con formas y cauces de expresión determinados [41].

El discurso de 2001 tenía un contenido bien preciso, como se desprende de las claras palabras empleadas por Juan Pablo II en aquella ocasión. Podemos recordarlas en parte ahora. Casi al comienzo de su discurso, después de los habituales saludos, Juan Pablo II leyó este texto: «Estáis aquí en representación de los componentes con los cuales la Prelatura está orgánicamente estructurada, es decir, sacerdotes y fieles laicos, hombres y mujeres, con el prelado propio a la cabeza. Esta naturaleza jerárquica del Opus Dei, establecida por la constitución apostólica con la que he erigido la Prelatura (cfr. const. ap. Ut sit, 28.XI.1982), ofrece el punto de partida para consideraciones pastorales ricas en aplicaciones prácticas. Ante todo deseo subrayar que la pertenencia de los fieles laicos tanto a la propia Iglesia particular como a la Prelatura, a la que están incorporados, hace que la misión peculiar de la Prelatura confluya al empeño evangelizador de cada Iglesia particular, como previó el Concilio Vaticano II al desear la figura de las prelaturas personales» [42].

Las palabras del Papa Juan Pablo II son desde luego relevantes para el Opus Dei, pero también para las prelaturas en general. Para el Opus Dei son importantes como muestra de aprecio por parte del padre común, del sucesor de San Pedro, y como confirmación de un camino espiritual y apostólico en la Iglesia. Pero además, aquellas palabras del beato Juan Pablo II expresaron públicamente cuál era la mente del legislador que había promulgado simultáneamente el CIC de 1983 y las normas de la primera prelatura personal. Una prelatura personal compuesta de sacerdotes y también de laicos incorporados a ella, estructurada jerárquicamente pero sin formar una Iglesia particular y todo ello de acuerdo con la mente del Concilio sobre las prelaturas personales. Aquí se ve una clara continuidad entre la mente del Papa Juan Pablo II, tal como se manifestó en la carta del cardenal Baggio de 17.I.1983, antes citada, y el discurso pontificio de 17.III.2001.

Como se sabe, algunos canonistas afirmaron hace años una discordancia entre las normas del CIC sobre las prelaturas personales y las que se aplican al Opus Dei como primera prelatura personal. Según estos autores, el CIC regularía una institución de composición clerical orientada a la incardinación y distribución del clero, mientras que las normas aplicables al Opus Dei configuran esta prelatura compuesta de sacerdotes y laicos bajo la jurisdicción de un prelado, por lo que se distanciaría de las normas del CIC y se acercaría al modelo de las circunscripciones personales con pueblo propio [43].

La base para afirmar esta discordancia sería el criterio formal cronológico: la Prelatura del Opus Dei seguiría el modelo de las circunscripciones personales porque fue erigida el 28.XI.1982, antes de que el CIC de 1983 rectificara la idea de prelatura personal que se expresaba en los proyectos de 1977 y 1980. Sin embargo, esa interpretación no tiene suficiente fundamento canónico, porque esta prelatura no fue erigida según los proyectos del CIC, sino a través de un proceso administrativo y legislativo sobre la base del Concilio Vaticano II y del m.p. Ecclesiae Sanctae; proceso que culminó cuando las normas de la primera prelatura personal fueron promulgadas canónicamente después de la promulgación oficial del CIC [44].

Pero más allá de la cuestión formal y cronológica a propósito de la promulgación y entrada en vigor de los textos, hay un presupuesto metodológico seriamente equivocado en quien pretenda separar la prelatura personal del CIC de la Prelatura del Opus Dei. El error ya fue agudamente identificado por el profesor Gaetano Lo Castro hace bastantes años y no es otro que acusar al legislador de ser contradictorio consigo mismo [45]. En efecto, si el mismo legislador promulga en el CIC de 1983 los cánones sobre prelaturas personales y prácticamente al mismo tiempo sanciona personalmente unas normas sobre la primera prelatura personal que contradicen aquellos cánones, la conclusión no puede ser otra que la irracionalidad de la contradicción. Para llegar a esa conclusión habría que probar una voluntad rectificadora del legislador, cosa que no ha podido hacerse porque esa doble voluntad contradictoria nunca existió.

Precisamente el discurso pontificio de 2001 prueba lo contrario: es decir, el legislador del CIC y de la primera prelatura personal expresó abiertamente en aquella ocasión, como acabamos de recordar, la correspondencia entre el Concilio, el CIC y el derecho particular de la Prelatura del Opus Dei, sin contradicción alguna, lo que no significa que no haya cuestiones que deban explicarse o interpretarse coherentemente en el conjunto del ordenamiento canónico. Pero la necesaria interpretación y armonización normativa no tiene nada que ver con el presupuesto metodológico de una supuesta esquizofrenia legislativa, que derivaría de dar a la vez y sobre la misma materia normas que resulten inconciliables entre sí.

Volviendo al discurso pontificio que aquí comentamos, las afirmaciones que se contienen en él tienen también como consecuencia que el estudio y la interpretación del derecho particular del Opus Dei es relevante para el mejor conocimiento de la naturaleza y de las características de las prelaturas personales [46].

6.        Instrumentos para la vinculación de los fieles con las circunscripciones personales

6.1.    La distinción entre adscripción «ipso iure» y adscripción voluntaria

El discurso de Juan Pablo II del 2001, que acabamos de comentar, clarificó también indirectamente una cuestión que ha cobrado cierta importancia en los estudios sobre las estructuras jerárquicas de la Iglesia. Me refiero al problema de la adscripción o vinculación canónica de los fieles laicos, y también, en su caso, de los miembros de institutos de vida consagrada, con las circunscripciones personales. Este problema ha dado lugar a ciertas discusiones entre los canonistas, aunque la cuestión se ha ido aclarando paralelamente al desarrollo del sistema canónico de circunscripciones personales después del CIC de 1983, con los ordinariatos militares, la figura de la administración apostólica personal y los ordinariatos personales para antiguos miembros de la Comunión anglicana.

En aquel discurso Juan Pablo II explicaba que tanto los laicos como los sacerdotes son componentes esenciales del Opus Dei. El Papa hablaba de «la convergencia orgánica» de los sacerdotes y los laicos en el fin de la prelatura. Desde esa consideración explicaba de modo sencillo las funciones propias de unos y otros en el Opus Dei [47].

El discurso pontificio citado es importante por lo que supone de aclaración pública, pero en realidad no contiene novedad alguna sobre la composición personal que caracteriza al Opus Dei desde hace muchos años. El reconocimiento pontificio se corresponde con los textos del derecho particular de la Prelatura: tanto la const. ap. Ut sit como los Estatutos del Opus Dei sancionados con ella [48]. Y por lo que se refiere al derecho común, la posibilidad de que los laicos puedan incorporarse a una prelatura personal es admisible a tenor del c. 296 del CIC, ya que la cooperación orgánica entre clérigos y laicos, a la que alude esta norma, es un aspecto general que habrá de desarrollarse concretamente en los estatutos de cada prelatura personal.

Precisamente el c. 296 del CIC intenta resolver el problema del modo de adscripción o relación del fiel con una prelatura personal. Ese problema no se plantea con la misma intensidad en las circunscripciones territoriales que en las personales. En las primeras la cuestión es fácilmente resuelta mediante la institución canónica del domicilio: todos los fieles pertenecen a la parroquia y a la diócesis donde tienen su domicilio canónico; es decir, allí donde residen con la intención de permanecer perpetuamente o si de hecho han vivido en el lugar durante cinco años completos. Por el domicilio corresponde a cada persona su propio párroco y ordinario (cc. 102 y 107 del CIC). En cambio, en las circunscripciones personales, por carecer estas entidades de territorio propio, el domicilio no sirve para ser considerado criterio básico de pertenencia.

Teóricamente son posibles dos sistemas de adscripción a una prelatura personal, aunque el c. 296 solo contemple uno de ellos. En primer lugar, es posible que la adscripción a la prelatura sea dispuesta por el mismo derecho (ipso iure), a la vista del cumplimiento de las condiciones previstas por la ley. Por acudir al ejemplo de los ordinariatos militares, que son instituciones semejantes a las prelaturas personales, el criterio predominante (aunque no exclusivo) de adscripción al ordinariato es la profesión militar. La ley pontificia que regula los ordinariatos dispone que pertenecerán al ordinariato militar, ante todo, aquellos católicos que sean militares de profesión [49]. En tal caso no hace falta ninguna declaración o iniciativa especial del fiel para incorporarse a la estructura eclesiástica prevista para los militares y pasar a depender del propio capellán y del ordinario castrense.

En segundo lugar está el sistema de adscripción previsto por el c. 296 citado y que presenta especial interés, porque cuenta con la participación voluntaria del fiel, que libremente manifiesta su decisión de colaborar o incluso incorporarse a la prelatura [50].

6.2.    Ejemplos y alcance de la adscripción voluntaria

Este segundo sistema de adscripción no se localiza solo en la previsión del c. 296 del CIC y en el derecho particular de la primera prelatura personal, sino que es semejante también al que fue aplicado en el año 2002 a la figura de la administración apostólica personal. En efecto, en el año 2002 fue establecida la Administración Apostólica Personal San Juan María Vianney en Campos, Brasil. El decreto de erección de esta administración fue publicado el 18.I.2002 por la Congregación para los Obispos, que había recibido delegación especial del Papa Juan Pablo II para hacerlo [51].

El establecimiento de una administración apostólica personal es una acción de gobierno cuya relevancia para el derecho constitucional canónico no debe pasar inadvertida. Hay ya administraciones apostólicas territoriales y personales, y se ha ampliado el sistema de circunscripciones previstas por el derecho de la Iglesia, por más que actualmente solo esté erigida una administración apostólica personal y además quede circunscrita en un reducido ámbito local.

Además de otros aspectos, como la confirmación de la potestad cumulativa con la Iglesia local, una interesante consecuencia de la regulación de la primera administración apostólica personal ha sido precisamente el modo de adscripción de los fieles. En el art. IX del decreto del 2002 se establecen tres modos de incorporación de los laicos a la Administración Personal San Juan María Vianney. Primero, los que ya pertenecían a la institución quedan adscritos ipso iure a ella; segundo, los que sean bautizados y registrados en ella; tercero, los fieles laicos que se identifiquen o reconozcan en las peculiaridades de la nueva administración apostólica podrían pertenecer a ella al manifestar por escrito su voluntad de incorporarse, de tal manera que esta constará en un registro especial [52].

Por lo tanto, es interesante que las normas sobre la administración apostólica personal hayan previsto la incorporación de los laicos a esta comunidad.

Este reconocimiento de la voluntariedad del fiel consta también en las normas de los ordinariatos para antiguos anglicanos. En efecto, según la const. ap. Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias, los fieles laicos del ordinariato personal pueden ser antiguos miembros de la Comunión anglicana que sean recibidos en la plena communio católica, o bien puede tratarse de fieles que reciban los sacramentos de la iniciación cristiana bajo la jurisdicción del mismo ordinariato. También cabe la posibilidad excepcional de que pertenezcan al ordinariato fieles que hayan sido bautizados como católicos y que posteriormente se incorporen al ordinariato, si son miembros de una familia que pertenezca a él. Para el primero de los tres supuestos citados, es decir, laicos que provengan del anglicanismo y sean recibidos en la Iglesia católica, se requiere expresamente que manifiesten por escrito la voluntad de incorporarse al ordinariato tras hacer la profesión de fe, voluntad que queda registrada en el ordinariato si no hay inconveniente que lo impida [53].

Por consiguiente, tanto en el régimen jurídico de las prelaturas personales, como también de las administraciones apostólicas personales y de los ordinariatos personales está prevista la adscripción voluntaria de fieles laicos. Este tipo de acuerdos basados en la libre declaración de la voluntad del fiel podrá tener distintos efectos y alcance según los casos. Pero es evidente que no originan la circunscripción correspondiente, ya que una circunscripción eclesiástica es una comunidad jerárquicamente estructurada que no tiene su origen en la voluntad de los miembros, como sucede en cambio con las asociaciones de fieles, en las que la fuerza original del pacto asociativo es de suyo creadora de la asociación [54]. Mediante la declaración del fiel y de la aceptación por la autoridad correspondiente, queda confirmada canónicamente la vinculación de los fieles con una entidad que ya está previamente instituida por la Sede apostólica (los clérigos siguen, por su parte, los sistemas de la incardinación o de la agregación que les correspondan, de acuerdo con el derecho común y las normas de cada circunscripción).

El acuerdo que el fiel establece con la prelatura personal, o con la administración apostólica personal o con el ordinariato personal, no es, por consiguiente, un mero contrato laboral, ni una simple cooperación externa con las tareas apostólicas o pastorales de la comunidad sin pertenecer a ella ni estar bajo la jurisdicción del ordinario correspondiente. Cualquier circunscripción personal puede admitir en su interior asociaciones de cooperadores que permitan esa cooperación externa. Pero los acuerdos regulados por las normas de aquellas entidades suponen algo más, porque admiten así una dedicación del fiel al apostolado promovido en la circunscripción personal y una cooperación con los sacerdotes a esa finalidad. Es una dedicación religiosa y apostólica, que puede ser incluso consecuencia de un carisma o vocación especial que el fiel se sienta movido a cumplir en la Iglesia precisamente con su incorporación y trabajo en la circunscripción personal. En este caso el contrato o acuerdo entre el laico y la prelatura u ordinariato es la forma jurídica de un carisma espiritual, que puede comportar un serio compromiso de santidad y apostolado en el fiel como consecuencia de la llamada divina [55].

7.        Cuestiones sistemáticas sobre Ordinariatos y Prelaturas

7.1.    Ampliación del sistema de estructuras pastorales

Según hemos recordado en estas páginas, en años posteriores al CIC de 1983 se ha consolidado una ampliación del sistema de comunidades jerárquicas de la Iglesia mediante la regulación de nuevas circunscripciones personales. En 1986 fueron regulados los ordinariatos militares, en el año 2002 fue establecida por primera vez la figura de la administración apostólica personal y en 2009 Benedicto XVI reguló la figura de los ordinariatos personales para antiguos anglicanos que sean recibidos en la Iglesia católica.

Un marco eclesiológico adecuado a estas figuras canónicas puede ser el expresado en 1992 por la carta Commnionis notio, de la Congregación para la Doctrina de la Fe [56]. En efecto, aquel documento magisterial planteó un fundamento para las instituciones jerárquicas inter-diocesanas distintas de las Iglesias particulares pero a su servicio. En particular, el n. 16 de Communionis notio, en el contexto de la enseñanza sobre la unidad y la diversidad en la comunión eclesial, expresa lo siguiente: «Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial –unidad en la diversidad–, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la autoridad apostólica para peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia, tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión» [57].

Ya antes de que fuera publicada Communionis notio, pero con mayor razón a partir de su planteamiento doctrinal y del citado n. 16, pudo desarrollarse la distinción entre Iglesias particulares e instituciones complementarias. La noción de Iglesia particular, expresada en el Concilio Vaticano II y desarrollada por la eclesiología contemporánea, se enriqueció así con la apertura doctrinal a comunidades jerárquicamente estructuradas que no son Iglesias particulares sino que están al servicio de éstas; estas comunidades jerárquicas complementarias asumen unas tareas pastorales que, por su especialidad, amplias dimensiones y exigencias de organización, no pueden de hecho ser asumidas establemente desde las diócesis. Un ordinariato militar, por ejemplo, sirve mediante sus tareas pastorales a las Iglesias particulares del país donde es erigido; complementa el trabajo diocesano en la área específica de la atención religiosa a los militares católicos y allegados. El ordinariato es, por lo tanto, una institución de la Iglesia universal al servicio de las Iglesias particulares; otro tanto cabe decir de las tareas especiales que una prelatura personal desarrolla al servicio de las diócesis [58].

Para expresar con terminología canónica esta comunión e interrelación entre Iglesias particulares y comunidades jerárquicas complementarias, ha sido de gran utilidad el asentamiento en el lenguaje del derecho constitucional de la Iglesia del término circunscripción, relativamente tradicional. De este modo se aclara, o más bien se completa, la terminología del CIC, que con resultados no plenamente satisfactorios quiso hacer depender la clasificación de las estructuras jerárquicas del uso de la noción de Iglesia particular. Pero la noción de Iglesia particular es claramente insuficiente en la organización pastoral de la Iglesia si se usa de modo exclusivo, porque, como viene a decir Communionis notio, hay comunidades jerárquicas personales que no son Iglesias particulares (las prelaturas personales, los ordinariatos) [59].

La const. ap. Spirituali militum curae dio en 1986 una buena solución a este dilema cuando dispuso en su art. I § 1 que los ordinariatos militares son circunscripciones especiales canónicamente equiparadas con las diócesis. Desde aquel momento quedó más claro que una estructura jerárquica no territorial, como el ordinariato militar, podía ser calificada como circunscripción, de manera que este término vio limitada su carga territorialista tradicional y fue doctrinalmente considerado apto para incluir las Iglesias particulares junto con otras instituciones que no responden estrictamente a la categoría teológica de la Iglesia particular.

7.2.    La importancia de la potestad cumulativa

Otra expresión canónica típica de aquella distinción entre las Iglesias particulares y las circunscripciones que las complementan es la potestad cumulativa. La institución canónica de la potestad cumulativa quiere decir que al servicio de los fieles de un ordinariato o de una prelatura personal pueden actuar tanto la jurisdicción diocesana como la jurisdicción de la circunscripción personal. Esto se concreta en determinadas reglas, en las que suele señalarse que en los lugares propios de la circunscripción personal (por ejemplo, su sede propia, su curia, sus principales establecimientos) actúan primariamente el ordinario personal y los capellanes de esa jurisdicción; secundariamente, pero por derecho propio, es decir, sin necesidad de recibir delegación alguna, podrán actuar el obispo y los párrocos de la Iglesia local.

Esta figura de la potestad cumulativa tiene un fuerte sentido eclesiológico comunitario y no es un mero instrumento canónico para organizar las relaciones entre la jurisdicción diocesana y la jurisdicción personal. En efecto, la potestad cumulativa supone reconocer la doble pertenencia de los fieles a la circunscripción personal de la que forman parte y también, inseparablemente, a la Iglesia local y a la parroquia territorial donde viven. A través de esta interesante y fructuosa institución canónica se consigue expresar que un fiel no está obligado a elegir entre la territorialidad y la personalidad, porque su incorporación a la circunscripción personal no le separa de la Iglesia particular. Se comprende así la coherencia de esta figura canónica con la eclesiología de comunión ampliamente desarrollada en la Iglesia contemporánea.

Históricamente, además, el asentamiento de la potestad cumulativa fue un progreso en el régimen jurídico de los antiguos vicariatos castrenses, ya que sustituyó al sistema de la exención, es decir, de la separación entre la jurisdicción diocesana y la jurisdicción del vicariato, de modo que los militares pertenecían exclusivamente a él, pero no a la diócesis local. Este sistema de la exención o de separación de jurisdicciones provocó no pocos problemas prácticos en la historia de la jurisdicción eclesiástica castrense, sobre todo por las nulidades de matrimonios y otros actos jurídicos cuando intervenía la jurisdicción parroquial o diocesana; por eso fue superado ya por la instrucción Sollemne semper, que reconoció en el año 1951, con carácter general, la potestad cumulativa para la cura castrense, un reconocimiento confirmado también por la const. ap. Spirituali militum curae para los ordinariatos militares y por las normas de la primera administración apostólica personal [60].

Por todos estos motivos es una lástima que esta tradición reciente de la potestad cumulativa se haya interrumpido con ocasión de los ordinariatos para antiguos anglicanos. En efecto, según la nueva normativa no parece que la potestad del ordinario sea cumulativa con la de los obispos diocesanos, a pesar de alguna expresión incierta [61]. En esta regulación no consta que los antiguos miembros de la Comunión anglicana sean fieles de las diócesis una vez que son recibidos en la Iglesia católica. Más bien parece que el vicario pontificio que gobierna el ordinariato lo hace con potestad exclusiva sobre esos fieles.

Además, en los tres ordinariatos ya erigidos, el de Our Lady of Walsingham (Inglaterra-Gales), el de Chair of Saint Peter (USA), y el de Our Lady of the Southern Cross (Australia), hay dos normas que se distancian de la potestad cumulativa: por una parte, para que un clérigo no incardinado en el ordinariato pueda asistir al matrimonio de un fiel que pertenezca al mismo, deberá ser delegado por el ordinario o el cuasi-párroco del ordinariato, lo que no tendría sentido si la potestad fuese cumulativa [62]; por otra parte, si un fiel quisiera abandonar el ordinariato, se establece que pasaría a ser miembro de la diócesis donde resida, lo que confirmaría la hipótesis de que mientras pertenezca al ordinariato no sería miembro de la diócesis [63].

Todo este planteamiento ha dado lugar a dudas y serios interrogantes sobre la naturaleza de los ordinariatos. Algunos autores ya han llegado a afirmar que los ordinariatos para antiguos anglicanos son Iglesias particulares, lo que contradice el propósito expresado de que no fueran regulados en la línea de las Iglesias rituales sui iuris [64]. Otros autores, con mejor criterio a nuestro juicio, niegan que el ordinariato responda a las características de la Iglesia particular, aunque bajo algunos aspectos se equipare canónicamente con las diócesis [65]. En efecto, es muy difícil calificar como Iglesia particular una organización tan dependiente de la Sede apostólica y tan precaria canónicamente como el ordinariato: ¿una Iglesia particular gobernada por un vicario nombrado ad nutum Sanctae Sedis, dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin la condición episcopal en muchos casos, y con potestad de alcance limitado, hasta el punto de que algunos autores han llegado hasta discutir su potestad legislativa? [66]. ¿No será más adecuado considerar los nuevos ordinariatos que sean erigidos en el marco de las instituciones previstas por el n. 16 de Communionis notio antes citado?

Uno de los serios problemas de fondo presentes en la nueva normativa sobre estos ordinariatos personales es que en lugar de la potestad cumulativa se ha querido organizar las relaciones con las diócesis prácticamente según el viejo modelo de la exención [67]. Es paradójico y hasta contradictorio que, por una parte, la normativa sobre los antiguos miembros de la Comunión anglicana se haya querido inspirar en la regulación de los ordinariatos militares [68], pero sin aprovechar, por otra parte, las reglas de la potestad cumulativa, que es precisamente la característica jurídica más importante de estas circunscripciones. Se plantean así problemas sistemáticos que quizás podrían haberse resuelto mejor.

De todos modos, la nueva regulación de los ordinariatos personales para antiguos anglicanos ha ayudado a resolver el complejo problema canónico que supone la inserción corporativa de esas personas en la plena comunión con la Iglesia. Es una prueba más de que la estructura eclesiástica de gobierno y pastoral puede integrar soluciones comunitarias compatibles con el sistema territorial ordinario. De este modo se ha ido desarrollando en los últimos treinta años un sistema de estructuras pastorales, territoriales y personales, que tiene ya un alcance mayor que el diseñado por el CIC de 1983. Además de la mencionada clasificación de circunscripciones originarias (las Iglesias particulares) y complementarias, se ha difundido ampliamente en este tiempo la distinción entre circunscripciones de régimen ordinario y circunscripciones de misión, además de las circunscripciones territoriales y personales. Es todo un panorama sistemático el que se ha ido abriendo camino, más allá de las importantes pero insuficientes normas del CIC de 1983 sobre la materia [69].

Si se me permite una clasificación actual, habría que reconocer además de las diócesis, dos tipos de prelaturas, las territoriales y las personales; dos tipos de administraciones apostólicas, las territoriales y las personales; las tres circunscripciones de misión previstas por el derecho misional (misiones sui iuris, prefecturas apostólicas y vicariatos apostólicos), la figura residual de las abadías territoriales y, last but not least, los tres tipos de ordinariatos personales que hoy reconoce la Iglesia latina: ordinariatos militares, ordinariatos personales para antiguos anglicanos y ordinariatos para fieles orientales en territorios de rito latino [70].

Para concluir, el CIC de 1983 no debe considerarse como una llave doble que impida abrir la puerta con la llave sencilla, sino más bien como una «llave de paso», que regule adecuadamente el flujo del agua, porque lo importante es que el agua fluya y no se estanque. Con esta sencilla imagen quiero decir que el derecho constitucional canónico debe estar abierto a nuevos desarrollos que integren adecuadamente la territorialidad y la personalidad, en el respeto de la organización propia de las Iglesias particulares.

Antonio Viana, en revistas.unav.edu/

Notas:

40.    Vid. el texto del discurso y un comentario de J. MIRAS en Ius Canonicum 42 (2002) 361-362 (texto del discurso, que puede encontrarse también en L’Osservatore romano, 18.III.2001, 6 y en www.vatican.va, en la sección de los discursos del Papa Juan Pablo II) y 363-388 (comentario).

41.    La cuestión que aquí se plantea ha sido estudiada también a propósito del alcance que deban tener los discursos pontificios al Tribunal de la Rota Romana. El Papa Benedicto XVI ha señalado que esos discursos pontificios «sono una guida inmediata per l’operato di tutti i tribunali della Chiesa in quanto insegnano con autorità ciò che è essenziale circa la realtà del matrimonio» (Discurso al Tribunal de la Rota romana, 26.I.2008, en AAS 100 [2008] 87). Al margen de la solución que quiera darse a esta cuestión específica, estas palabras de Benedicto XVI confirman que un discurso pontificio puede ser ocasión e instrumento de una enseñanza autorizada o de manifestar la voluntad del legislador.

42.    «Voi siete qui, in rappresentanza delle componenti in cui la Prelatura è organicamente strutturata, cioè dei sacerdoti e dei fedeli laici, uomini e donne, con a capo il proprio prelato. Questa natura gerarchica dell’Opus Dei, stabilita nella costituzione apostolica con la quale ho eretto la Prelatura (cfr cost. ap. Ut sit, 28-XI-82), offre lo spunto per considerazioni pastorali ricche di applicazioni pratiche. Innanzitutto desidero sottolineare che l’appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura, alla quale sono incorporati, fa sì che la missione peculiare della Prelatura confluisca nell’impegno evangelizzatore di ogni Chiesa particolare, come previde il Concilio Vaticano II nell’auspicare la figura delle prelature personali».

43.    Uno de los primeros autores que defendieron la discordancia entre el CIC y las normas del Opus Dei ha sido W. AYMANS, Das konsoziative Element in der Kirche, en W. AYMANS, K., T. GERINGER y H. SCHMITZ, Das konsoziative Element in der Kirche. Akten des VI. internationalen Kongresses für kanonisches Recht, München 1989, 1032, nota 3.

44.    Estos aspectos fueron extensamente explicados por G. LO CASTRO hace años en su libro Las prelaturas personales. Perfiles jurídicos, trad. esp., Pamplona 1991, 87-137. En efecto, la const. ap. Ut sit, que erigió el Opus Dei en prelatura personal, ha sido caracterizada por este autor como una ley-acto, en el sentido de que asume y da solemnidad legislativa a un proceso administrativo anterior consistente en la erección de la Prelatura del Opus Dei y el nombramiento del primer prelado. Por eso lleva la fecha del acto o proceso administrativo que formaliza (28.XI.1982). Sin embargo, la Ut sit fue promulgada en forma oral el 19.III.1983, mediante la lectura de su contenido y del decreto de ejecución dictado en virtud de delegación pontificia por el Nuncio apostólico en Italia, tal como preveía el propio texto de la Ut sit, in fine. Más adelante, el 2.V.1983, los textos fueron publicados en las Acta Apostolicae Sedis. Todo este proceso culminó, por tanto, después de que el CIC hubiera sido promulgado el 25.I.1983. Resulta también de mucho interés la información que ofrece J. HERRANZ, I lavori (nota 34), 373-387.

45.    Cfr. Las prelaturas personales (nota 34), 136-137.

46.    En su estudio sobre la Anglicanorum coetibus G. GHIRLANDA hace algunas referencias al derecho particular del Opus Dei. Ante todo es muy llamativo que ni siquiera cite en ese contexto el discurso de Juan Pablo II de 17.III.2001. Pero además afirma que «no se dice en ninguna parte» que los laicos están incorporados a la Prelatura del Opus Dei (La costituzione apostolica [nota 3], 396). Si esa afirmación se refiere a todo el derecho particular del Opus Dei, no es verdadera (cfr. el texto de los Estatutos del Opus Dei, publicados, entre otros lugares, en la obra colectiva cit. supra, en la nota 36: nn. 1 § 1, 2 § 1, 3 § 1, 14 § 2, caput III, nn. 17 y ss.: «De fidelium admissione et incorporatione in Praelaturam», passim); pero tampoco es sostenible esa afirmación aunque se refiera a la const. ap. Ut sit, ya que el proemium de esta ley pontificia dispone que la Prelatura del Opus Dei consta de sacerdotes y laicos y en el art. III habla de jurisdicción sobre clérigos y laicos.

47.    «I laici, in quanto cristiani, sono impegnati a svolgere un apostolato missionario (…). Essi, dunque, vanno stimolati a porre fattivamente le proprie conoscenze al servizio delle “nuove frontiere”, che si annunciano come altrettante sfide per la presenza salvifica della Chiesa nel mondo. Sarà la loro testimonianza diretta in tutti questi campi a mostrare come solo in Cristo i valori umani più alti raggiungono la propria pienezza. Ed il loro zelo apostolico, l’amicizia fraterna, la carità solidale faranno sì che essi sappiano volgere i rapporti sociali quotidiani in occasioni per destare nei propri simili quella sete di verità che è la prima condizione per l’incontro salvifico con Cristo. I sacerdoti, dal canto loro, esercitano una funzione primaria insostituibile: quella di aiutare le anime, una ad una, nei sacramenti, nella predicazione, nella direzione spirituale, ad aprirsi al dono della grazia. Una spiritualità di comunione valorizzerà al meglio i ruoli di ciascuna componente ecclesiale».

48.    El Opus Dei es, como precisa el preámbulo de la const. ap. Ut sit y subrayan también los Estatutos, un «organismo apostólico» [quasi apostolica compages] de sacerdotes y laicos, orgánico e indiviso [quae sacerdotibus et laicis sive viris sive mulieribus constabat eratque simul organica et indivisa]. Vid. asimismo los nn. de los Estatutos de la Prelatura, citados supra, nota 46.

49.    La ley pontificia que regula los ordinariatos militares, además de la profesión militar, admite como títulos de adscripción al ordinariato la residencia en lugares militares, el servicio o el trabajo en las instituciones militares y el ejercicio de alguna función eclesial o civil en el ordinariato: cfr. const. ap. Spirituali militum curae, art. X.

50.    Este esquema de explicación de la participación de los laicos que distingue entre adscripción ipso iure y adscripción voluntaria es preferible, a mi juicio, al planteamiento de algunos autores que distinguen entre los así llamados “criterios objetivos y subjetivos” de pertenencia. Objetivos serían los criterios que nosotros denominamos ipso iure y que no dependerían de la libertad del fiel, de modo que a veces se denominan con el término (más bien desafortunado, por la ausencia de libertad que evoca) de criterios “automáticos” de pertenencia: por ejemplo, ser militar o pertenecer a un determinado rito; mientras que los criterios subjetivos serían los libremente elegidos. Pero esta distinción resulta en realidad muy confusa porque los criterios objetivos comportan también un elemento de voluntariedad, como se ve en la configuración canónica del domicilio, criterio objetivo por excelencia, que sin embargo prevé la intención, el animus, de permanecer en el lugar: cfr. c. 102 del CIC. Además, esta opinión ha quedado superada por la previsión de la adscripción voluntaria no sólo en el caso de la Prelatura del Opus Dei sino también, como recordamos en el texto de nuestro estudio, en el régimen jurídico de la administración apostólica personal y de los ordinariatos personales para antiguos anglicanos. Para una crítica de la distinción entre criterios objetivos-subjetivos, cfr. J. MIRAS, Objetividad de los criterios canónicos de delimitación de circunscripciones eclesiásticas, en P. ERDÖ y P. SZABÓ (eds.), Territorialità e personalità nel diritto canonico ed ecclesiastico, Atti dell’XI Congresso internazionale di diritto canonico e del XV Congresso internazionale della Società per il diritto delle Chiese orientali, Budapest 2002, 477-488.

51.    Vid. el decreto en AAS 94 (2002) 305-308.

52.    Dispone textualmente el art. IX: «§ 1. Los laicos que en el momento presente pertenecen a la Unión “S. Juan María Vianney”, son hechos partícipes de la nueva circunscripción eclesiástica (participes fiunt novae circumscriptionis ecclesiasticae). Los que se reconozcan vinculados con las peculiaridades de la Administración Apostólica personal (Qui, agnoscentes se cohaerere cum peculiaritatibus Administrationis Apostolicae personalis), han de pedir pertenecer a ella y deben manifestar su voluntad por escrito, dejando constancia en un registro, que debe guardarse en la sede de la Administración Apostólica. § 2. En ese registro se inscriben también los laicos que al presente pertenecen a la Administración apostólica, y los que son bautizados en ella».

53.    Para todas estas cuestiones, cfr. AC, art. I § 4 y IX; NC, art. 5 § 1. Lo mismo cabe decir de los miembros de institutos de vida consagrada que provengan del anglicanismo: cfr. AC, arts. VII y IX.

54.    En mi libro Introducción al estudio de las prelaturas (nota 28), 66-70, intento explicar el significado de la terminología sobre la estructura jerárquica de la Iglesia.

55.    Una cuestión relacionada, pero diferente de las anteriores, es la que se han planteado algunos canonistas acerca de si son posibles concretamente prelaturas personales compuestas exclusivamente de clérigos, además de aquellas prelaturas que admitan simultáneamente clérigos y laicos. Es decir, si toda prelatura personal debe estar necesariamente compuesta de clérigos y fieles laicos. Según las expresiones empleadas por los cc. 294 y 296 del CIC parece que la respuesta ha de ser negativa, ya que el c. 294 establece como característica necesaria de toda prelatura que conste de presbíteros y diáconos del clero secular, sin mencionar expresamente a los fieles laicos; mientras que el c. 296 prevé la posible cooperación orgánica de los laicos con las obras apostólicas de la prelatura. Con todo, la respuesta más compartida es que debe hacerse una distinción entre prelaturas personales establecidas para la cura pastoral ordinaria de grupos especiales de fieles (por ejemplo, emigrantes a un determinado país) y prelaturas personales erigidas para la realización de obras pastorales especiales, como es el caso de la Prelatura del Opus Dei. En ambos casos la participación de los laicos resulta necesaria. En efecto, incluso en el supuesto de prelaturas en las que los laicos sean vistos más bien como destinatarios de la cura pastoral ordinaria de los sacerdotes de la prelatura, su posición en ella no será meramente pasiva: desde la celebración del Concilio Vaticano II y la profundización eclesiológica y canónica en el papel de los laicos en la Iglesia, éstos ya no pueden ser contemplados exclusivamente como destinatarios de la pastoral del clero (aunque obviamente esa posición sea cierta y necesaria), sino también como fieles corresponsables y partícipes de la misión de la Iglesia y de la prelatura personal. Con mayor motivo, si se trata de prelaturas personales para la realización de obras apostólicas especiales, será completamente necesaria la cooperación de todos sus miembros, laicos y sacerdotes, al fin de la prelatura.

56.    La carta fue publicada el 28.V.1992: AAS 85 (1993) 838-850.

57.    Los subrayados están en el original latino.

58.    Sobre las estructuras complementarias de las Iglesias particulares, cfr., entre otros, la doctrina de J. HERVADA, Elementos de derecho constitucional canónico, Pamplona 22001, 283-303 y A. CATTANEO, La Chiesa locale. I fondamenti ecclesiologici e la sua missione nella teología postconciliare, Città del Vaticano 2003, 236-260.

59.    Paralelamente se podría añadir, en mi opinión, que hay también estructuras comunitarias territoriales cuya consideración de Iglesia particular es al menos dudosa, por más que el CIC las califique así indirectamente en el c. 368, como ocurre con algunas administraciones apostólicas estables en las que se da una fuerte incidencia estructural de la Santa Sede que gobierna esas comunidades a través de un vicario, o también en el caso de la abadía territorial, que constituye una figura histórica, pero tan extraña a la eclesiología de la Iglesia particular que la Santa Sede manifestó ya hace años la voluntad de no erigir más en el futuro. En efecto, la abadía territorial es una figura residual, no porque sea de poca importancia pastoral en cada caso, sino porque las abadías territoriales se justifican solamente por motivos históricos: Cfr. en este sentido el estudio de P. SZABÓ, L’abbazia nullius dioecesis ed il monastero stauropegiaco. Comparazione storico-giuridica, Kanon 31 (2010) 267-286. El motu proprio de Pablo VI Catholica Ecclesia, 23.X.1976 (AAS 68 [1976] 694-696), manifestó en su n. 1 la voluntad de la Santa Sede de no erigir en adelante nuevas abadías nullius dioecesis (hoy territoriales), a no ser que circunstancias muy especiales lo aconsejen y, de hecho, la última fue erigida en 1968.

60.    Cfr. CONGREGACIÓN CONSISTORIAL, instr. Sollemne Semper, 23.IV.1951, AAS 43 (1951) 562-565, n. II. Sobre los problemas históricos de la exención aplicada a la cura castrense, cfr. A. VIANA, Territorialidad y personalidad en la organización eclesiástica. El caso de los ordinariatos militares, Pamplona 1992, 43-50 (ahora también disponible en: http://dspace.unav.es/dspace/handle/10171/23079). Sobre la potestad cumulativa en la organización eclesiástica militar actual, cfr. Spirituali militum curae, arts. IV.3º, V, VII. Respecto a la potestad cumulativa en el caso de la primera administración apostólica personal erigida, cfr. el decreto de la Congregación para los Obispos, de 18.I.2002, cit. supra, (nota 51), arts. V y VIII § 2. Respecto a la prelatura personal, no hay norma que sancione explícitamente la potestad cumulativa del prelado y clero de la prelatura con el obispo diocesano y los párrocos locales, ya que según el derecho común esto dependerá de los estatutos de cada prelatura. Sin embargo, la sustancia de la institución está presente en las normas que rigen la Prelatura del Opus Dei, sobre todo porque los fieles de esta prelatura son también miembros de la Iglesia particular donde tienen su domicilio. Así, disponen los Estatutos del Opus Dei que los fieles de la prelatura dependen de los ordinarios locales de la misma manera que los demás católicos de la diócesis donde vivan (cfr. nn. 172 § 2 y 176 de esos Estatutos, publicados en la obra colectiva cit. supra, nota 36). En la declaración de la Congregación para los Obispos Praelaturae personales, de 23.VIII.1982 (AAS 75 [1983] 464-468), se expresa también que los laicos incorporados a la prelatura siguen siendo miembros de las diócesis en las que viven: cfr. su n. IV, c).

61.    Cfr. Anglicanorum coetibus, art. V in fine: «[Ordinarii] Potestas una cum ordinario loci coniunctim exercetur, in casibus a normis complementaribus praevisis». Además, en el art. VIII § 2 de AC se establece que «Los párrocos del ordinariato gozan de todos los derechos y están sujetos a todas las obligaciones previstas en el Código de Derecho Canónico, que, en los casos establecidos en las “normas complementarias”, son ejercidos en mutua ayuda pastoral con los párrocos de la diócesis (quae […] mutuo auxilio pastorali cum parochis dioecesis exercentur), en cuyo territorio se encuentra la parroquia personal del ordinariato». Asimismo, en el art. VI § 4 de AC se dispone que «Los presbíteros incardinados en un ordinariato, que constituyen su presbiterio, deben cultivar también un vínculo de unidad con el presbiterio de la diócesis en cuyo territorio desarrollan su ministerio; deberán favorecer iniciativas y actividades pastorales y caritativas conjuntas, que podrán ser objeto de acuerdos estipulados entre el ordinario y el obispo diocesano local». Pero estas expresiones no responden propiamente a la noción canónica de potestad cumulativa. Por su parte, las Normas complementarias de AC disponen en el art. 5 § 2 que «Los fieles laicos y los miembros de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, cuando colaboran en actividades pastorales o caritativas, sean diocesanas o parroquiales, están sometidos al obispo diocesano o al párroco del lugar; por lo que en este caso, la potestad de estos últimos es ejercida en modo conjunto (is exercised jointly, dice la versión inglesa de AAS) con la del ordinario y la del párroco del ordinariato». Tampoco aquí se aclara demasiado, ya que esos fieles, en cuanto trabajan para la diócesis, dependerán más bien de la jurisdicción diocesana. Cfr. también el art. 9 de las NC. Sobre la interpretación de estas normas hay alguna discusión. Algunos autores opinan que expresarían sustancialmente la potestad cumulativa entre la jurisdicción del ordinario y la del obispo diocesano (así, J. M. DÍAZ MORENO, Constitución apostólica (nota 3), 426; L. C. M. GALLES, Anglicanorum coetibus (nota 3), 222 y 223); otros autores pensamos que no la justifican claramente: cfr. E. BAURA, Los ordinariatos personales (nota 3), 250-254; G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3), 410; J. A. RENKEN, The personal ordinariate (nota 3), 29.

62.    Cfr. los decretos de erección de los ordinariatos de Our Lady of Walsingham, n. 5, Chair of Saint Peter, n. 5, Our Lady of the Southern Cross, n. 5; los tres con la misma formulación: «For a cleric not incardinated in the personal ordinariate of Our Lady of Walsingham [of the Chair of Saint Peter, of Our Lady of the Southern Cross] to assist at a marriage of the faithful belonging to the ordinariate, he must receive the faculty from the ordinary or the pastor of the personal parish to which the faithful belong».

63.    Cfr. los decretos de erección de los ordinariatos de Our Lady of Walsingham, n. 10, Chair of Saint Peter n. 10, Our Lady of the Southern Cross, n. 10, con idéntica formulación: «If a member of the faithful moves permanently into a place where another personal ordinariate has been erected, he is able, on his own request, to be received into it. The new ordinary is bound to inform the original personal ordinariate of the reception. If a member of the faithful wishes to leave the ordinariate, he must make such a decision known to his own ordinary. He automatically becomes a member of the diocese where he resides. In this case, the ordinary will ensure that the diocesan bishop is informed».

64.    Cfr. G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 452-456. Este autor, a mi modesto juicio, no distingue adecuadamente entre la calificación teológica de Iglesia particular y la equiparación jurídica de un ordinariato con la diócesis. El ordinariato se equipara canónicamente con la diócesis, pero eso no significa que sea una Iglesia particular, ya que la equiparación supone propiamente la aplicación de un régimen jurídico especial (en este caso, el de la diócesis), a menos que la naturaleza del asunto o una norma jurídica excluya algún aspecto. Por lo tanto se trata de una analogía limitada, no de una identificación o igualdad entre dos instituciones. Otro tanto se puede decir a propósito de las opiniones de J. A. RENKEN, The personal ordinariate (nota 3), 14-17. Sobre la voluntad de que Anglicanorum coetibus no estableciera una Iglesia sui iuris, cfr. G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3), 394 y las reflexiones al respecto de E. BAURA, Los ordinariatos personales (nota 3), 254-258.

65.    J. I. ARRIETA, Gli ordinariati personali (nota 3), 156-161; J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus (nota 3), 391; H. LEGRAND, Épiscopat, episcopè (nota 3), 412 y ss.

66.    En efecto, el art. 4 § 1 de las NC dice que se aplican al ordinario de cada ordinariato los cánones 383-388, 392-394, y 396-398 del CIC. A la vista de importantes cánones que no son mencionados, señaladamente el c. 391, que trata de la potestad legislativa del obispo diocesano, algunos autores, como J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus (nota 3), 401, han negado la potestad legislativa del ordinario. A nuestro juicio no debe dudarse de esa capacidad, ya que el poder legislativo del ordinario es necesario para la vida del ordinariato y es compatible con el carácter vicario de su potestad. Sobre todo, el ordinariato está expresamente equiparado canónicamente con la diócesis (AC, I § 3), por lo que se presume la potestad legislativa del ordinario análogamente a la que corresponde al obispo diocesano.

67.    Cfr. G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 465.

68.    Cfr. G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3), 391.

69.    Cfr. también las sugerencias sistemáticas y terminológicas de Schouppe, con propuestas especiales para el área de lengua francesa: J. P. SCHOUPPE, Les circunscriptions ecclésiastiques ou communautés hiérarchiques de l’Église catholique, Ephemerides Theologicae Lovanienses 81/4 (2005) 435-467.

70.    Expongo con más detalles esta clasificación en mi libro Organización del gobierno en la Iglesia, Pamplona 32010, 129-146; 207-239.

Antonio Viana

1.        La recepción de las nuevas normas sobre los católicos procedentes del anglicanismo

En el año 2009 fue publicada y promulgada oficialmente la constitución apostólica Anglicanorum coetibus de Benedicto XVI, acompañada de unas Normas complementarias publicadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe [1]. Estas disposiciones prevén el establecimiento de ordinariatos personales para organizar en diversos países la recepción en la Iglesia católica de comunidades de pastores y fieles procedentes de la Comunión anglicana. De momento se han erigido tres ordinariatos: uno para Inglaterra y Gales, otro para los Estados Unidos de América y un tercero en Australia [2].

Naturalmente estos importantes acontecimientos han suscitado mucho interés en la opinión pública internacional y también entre los canonistas [3]. De una manera general puede decirse que el documento pontificio ha sido recibido no sólo con interés sino también con alegría, a la vista de que no pocos fieles tienen la posibilidad de ver satisfechos después de bastantes años sus deseos de plena comunión con la Sede apostólica romana.

Sin embargo, se ha expresado alguna insatisfacción por considerar que Anglicanorum coetibus no supondría un verdadero avance en el ecumenismo, juicio que parece excesivo si se tienen en cuenta las positivas reacciones en el ámbito del anglicanismo [4]. También suena excesiva la crítica de algún autor que contempla Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias como un paso más en la consolidación de las jurisdicciones personales en la Iglesia (ordinariatos personales, prelaturas personales, administraciones apostólicas personales, ahora ordinariatos personales para antiguos anglicanos) en detrimento de la jurisdicción territorial de los obispos [5], ya que esa afirmación exige comprobar si la potestad del obispo local queda realmente desprotegida o limitada con las circunscripciones personales. De todas formas, la debida relación entre jurisdicción territorial y personal es ciertamente una cuestión de la mayor importancia y merecerá alguna referencia por nuestra parte.

Con todo, es más frecuente leer apreciaciones y comentarios que han lamentado no tanto la solución que se ha encontrado, sino más bien aspectos que se juzgan menos claros en la nueva normativa. La misma publicación de Normas complementarias de la Anglicanorum coetibus ha planteado interrogantes desde el punto de vista formal. En efecto, la promulgación oficial de los documentos fue acompañada de actuaciones que benévolamente podrían ser calificadas de informales y que han confundido a no pocos comentaristas en algo tan importante como es la exacta determinación del texto de las normas, más allá de las distintas versiones que se difundieron desde el primer momento en diferentes lenguas [6].

Además, las Normas complementarias desarrollan importantes aspectos de Anglicanorum coetibus, pero fueron publicadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe con una simple aprobación del Papa en forma común, aunque su alcance y contenido habrían aconsejado más bien la forma legal, a través, por ejemplo, de la delegación pontificia según el c. 30 del CIC o incluso una aprobación pontificia en forma específica. La naturaleza jurídica de esta normativa complementaria permanece oscura, aunque podría ser considerada bajo la forma de un decreto general dictado por quien tiene potestad ejecutiva que desarrolla la legislación pontificia (cfr. cc. 31-33 del CIC). Pienso que esta es la conclusión menos inadecuada, ya que una Congregación de la curia romana no puede publicar leyes ni decretos generales legislativos a no ser por delegación pontificia o con aprobación pontificia en forma específica, requisitos que no se han cumplido en el caso de las Normas complementarias [7].

En esta línea, Georg Bier lamenta la indefinición de las Normas complementarias y afirma con razón que habría sido mejor publicar un solo texto refundido que recogiera toda la normativa, ya que algunas disposiciones de las Normas complementarias tienen gran importancia y no se sabe bien por qué no han sido incluidas en la constitución apostólica de Benedicto  XVI [8]. El resultado final, en efecto, expresa una extraña distribución de materias entre Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias.

Además de estas cuestiones, más bien de orden formal, los canonistas no han dejado de presentar sus observaciones en torno a aspectos sustanciales de la nueva normativa. Algunos de esos aspectos afectan a cuestiones un tanto inciertas, como pueden ser el alcance de la potestad del ordinario que, con potestad vicaria del Papa, gobierna el ordinariato, o cuál sea el significado de la autonomía de esta figura en relación con las diócesis católicas o el sentido de la organización estructural de la nueva figura, más bien precaria en algunos aspectos.

Desde luego, una cuestión verdaderamente importante es la naturaleza del ordinariato personal. Si esta cuestión no resulta clara, contamina, por así decirlo, la percepción de otras cuestiones derivadas y conexas. La afirmación de que el ordinariato para nuevos católicos procedentes del anglicanismo es una circunscripción personal equiparable con las diócesis (cfr. AC, art. I § 3) es manifiesta en la literatura canónica, pero exige al mismo tiempo tener claro qué significa esa calificación no sólo respecto al ordinariato como tal, sino también en el contexto sistemático de la organización pastoral de la Iglesia.

¿Expresa la figura del ordinariato para antiguos anglicanos la realidad de la Iglesia particular, concretamente una Iglesia sui iuris al estilo de las Iglesias orientales católicas? ¿Qué alcance tiene aquí el hecho de que la tradición anglicana, que la nueva normativa quiere respetar en sus aspectos litúrgicos, espirituales y pastorales, haya de considerarse a su vez dentro de la tradición latina? Y, por acudir ya a la terminología propiamente canónica, ¿qué se puede decir respecto de la comparación entre los ordinariatos para antiguos anglicanos y otras circunscripciones eclesiásticas sin territorio propio, como los ordinariatos militares o las prelaturas personales?

Precisamente con ocasión de los comentarios publicados sobre la normativa de los nuevos ordinariatos personales se han expresado algunas opiniones acerca de la naturaleza de esas figuras en comparación con las prelaturas personales. Me propongo en estas páginas comentar esas opiniones porque pienso sinceramente que profundizar en ellas, sin polémicas estériles, puede servir de ayuda para entender mejor algunos aspectos del sistema de estructuras pastorales de la Iglesia contemporánea.

2.        Opiniones obiter dictae sobre ordinariatos y prelaturas

Las referidas opiniones sobre las prelaturas personales en el contexto de los nuevos ordinariatos se han expresado incidentalmente y de manera breve, salvo en un caso al que aludiré más abajo. Además, no son propiamente opiniones con argumentos nuevos sino que más bien repiten opiniones ya publicadas hace muchos años.

Algo que llama la atención es el proceso de recepción y trasmisión de los argumentos. Es conocida la tesis de que la prelatura personal sería una institución de naturaleza clerical por su composición y finalidad. A veces esta tesis ha llegado a afirmar también que la prelatura personal como tal pertenecería al género de las realidades asociativas en la Iglesia, aunque es más frecuente sostener que se trataría de una realidad institucional de carácter administrativo. Dentro de la tesis clerical poco más se podría decir, ya que sus defensores no se han preocupado mucho de argumentar qué sería positivamente una prelatura personal y qué características habría de tener en la comunión eclesial; más bien esta tesis asociativo-clerical ha dedicado más tiempo y espacio a negar que la prelatura personal sea una circunscripción eclesiástica compuesta de clérigos y laicos, bajo el gobierno de un prelado como ordinario propio.

La afirmación de que la prelatura personal es una institución compuesta exclusivamente de clérigos, no perteneciente al sistema de las comunidades con clero y pueblo de la organización jerárquica de la Iglesia, se encuentra en manuales, diccionarios y sobre todo en breves comentarios a los cc. 294-297 del CIC de 1983. Sucede a veces que, desde tales instrumentos, aquella afirmación se trasmite de manera acrítica, a través de un proceso de vulgarización y difusión de opiniones. De este modo la cuestión de la naturaleza de la prelatura personal se despacha de manera drástica y expeditiva con pocas palabras, en contextos doctrinales que exigirían más detenimiento.

Podemos poner algunos ejemplos de este modo de proceder. La publicación de los documentos que facilitan la inserción corporativa de antiguos anglicanos en la plena communio ha sido posible después de bastantes años de acercamientos y conversaciones con la Santa Sede. En diversas ocasiones se planteó la posibilidad de que el instrumento canónico para facilitar aquella finalidad fuese la prelatura personal. Esa posibilidad no siempre encontró adhesiones; incluso presentó objeciones algún destacado canonista que afirma la naturaleza comunitaria de la prelatura personal, es decir, su posible composición de clérigos y laicos [9]. Pero, más allá de esas opiniones, lo que resulta criticable es que la posibilidad de una prelatura para antiguos miembros de la Comunión anglicana sea negada por el prejuicio de considerarla una institución clerical o asociativo-clerical.

Así, Anthony Jeremy escribe que la posibilidad de aplicar el modelo de la prelatura personal como «asociación eclesial de fieles» a los antiguos miembros de la Comunión anglicana, tenía el inconveniente de que los laicos solo pueden colaborar con esas prelaturas pero sin formar su pueblo propio [10]. El autor no explica tal afirmación fuera de una vaga referencia a los cc. 295 y 296 del CIC, que de ninguna manera justifican que una prelatura personal (ninguna prelatura en realidad) pueda ser una asociación de fieles. Por argumentar solamente desde los cánones del CIC de 1983, las prelaturas personales no están reguladas entre las asociaciones de fieles ni tampoco con las normas sobre la vida consagrada asociada; una asociación de fieles no es erigida tras haber consultado a la conferencia episcopal interesada, ni depende de la Congregación para los Obispos, ni tiene al frente un ordinario propio con potestad de régimen y capacidad ordinaria de incardinar clero, como ocurre en cambio con cualquier prelatura personal [11].

Otra referencia incidental a la naturaleza de las prelaturas personales en el contexto de las nuevas normas para antiguos anglicanos se contiene en un escrito de Christopher Hill que las considera «esencialmente» como «instituciones clericales o sociedades» [12]. Tampoco aquí se dan mayores explicaciones, como si se tratara de una conclusión incontestable. Desde luego, con un planteamiento de este estilo sería imposible que una prelatura personal pudiera servir para dar acogida corporativa a los antiguos anglicanos, que tanta importancia dan a la participación de los laicos en la vida eclesial y en sus instituciones.

Resulta disculpable esa actitud doctrinal cuando es causada por una información que no se ha podido contrastar suficientemente. En cambio, es difícil de comprender que ese estilo se encuentre en el interesante, extenso y documentado estudio sobre Anglicanorum coetibus, en el que Georg Bier se ocupa de la comparación entre los ordinariatos y las prelaturas personales. Esa comparación es completamente lógica, pues como mínimo se trata de dos instituciones eclesiásticas con jurisdicción personal, no territorial. Pero Bier reserva a la cuestión tan solo una nota al pie de página. En ella, además de afirmar que las prelaturas personales son agrupaciones clericales que no se diferenciarían radicalmente de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica y que ni siquiera serían estructuras de la Iglesia (sic), aunque sí en la Iglesia, sostiene que acercar y comparar ordinariatos y prelaturas personales es una cuestión de política eclesiástica, con la pretensión de revalorizar la prelatura personal como si fuese una Iglesia particular. Por si fuera poco, Bier personaliza esa actitud política aludiendo a la biografía del obispo Juan Ignacio Arrieta [13]. Pero de ese modo, además de distanciarse cómodamente de la cuestión doctrinal que debería haber tratado, el canonista alemán comete el grave error de contaminar el medio ambiente de la sana discusión con el humo negro del reproche ad hominem. Cualquiera que haya estudiado a fondo en estos años la literatura especializada sabe que hay autores que sostienen con respetables argumentos la posible equiparación jurídica de la prelatura personal con la diócesis, dentro de ciertos límites y siempre en función de lo que dispongan los estatutos  de cada prelatura; pero sabrá también que no se conoce canonista ni teólogo que haya defendido que la prelatura personal sea o pueda ser considerada una Iglesia particular. Sería cuestión de analizar esos respetables argumentos y no de atacar, como Don Quijote, molinos de viento.

Más importancia ha dedicado a la relación entre ordinariatos y prelaturas un estudio de Vittorio Parlato, publicado poco después de Anglicanorum coetibus [14]. Aunque de manera breve, su estudio plantea en general la cuestión de la complementariedad con las Iglesias particulares y alude a un discurso de Juan Pablo II leído en 2001. De ambas cuestiones nos ocuparemos más adelante en estas páginas.

Pero seguramente quien ha dedicado mayor espacio al argumento que aquí nos ocupa ha sido Gianfranco Ghirlanda, en un estudio que fue publicado poco después de los documentos pontificios sobre los anglicanos recibidos en la comunión católica. Las páginas que el influyente profesor de la Universidad Gregoriana de Roma dedica a la relación entre ordinariatos y prelaturas contienen pocas novedades respecto a lo que él había escrito anteriormente [15]. No sólo eso: el autor insiste de una manera categórica y más bien polémica en sus conocidas opiniones sobre la naturaleza de la prelatura personal. Escribo que lo hace polémicamente no porque abra un diálogo con las opiniones diferentes a la suya, ya que sencillamente no las cita, sino en el sentido de que su argumentación es negativa. El Padre Ghirlanda insiste en lo que no es la prelatura personal. Escribe que no es una circunscripción eclesiástica equiparable con las diócesis y que no pueden incorporarse a ella fieles laicos para cooperar orgánicamente con los sacerdotes, pues de lo contrario estaríamos ante una estructura jerárquica con clero y pueblo, que fue un modelo rechazado durante los trabajos preparatorios del CIC. Se basa, para esa argumentación en negativo, en una lectura peculiar de los trabajos preparatorios del CIC de 1983 y, como novedad, se apoya también en algunos apuntes sobre el derecho particular aplicable a la única prelatura personal hasta ahora existente, esto es, el Opus Dei.

Estas páginas no tienen por objeto repetir argumentos bien conocidos sobre la naturaleza de las prelaturas personales. Pero hay algunas cuestiones en las que me gustaría profundizar de nuevo, más que nada por la importancia que presentan en sí mismas. Quizás con empeños doctrinales semejantes pueda alentarse un mayor desarrollo de la figura de la prelatura personal en beneficio de la Iglesia, que mejore la escasa aplicación de esta figura canónica y pastoral [16].

3.        Revisita del Concilio Vaticano II a propósito de los laicos en las prelaturas personales

3.1.    El texto instituyente y su interpretación

La figura de la prelatura personal es mencionada en tres lugares del Concilio Vaticano II: el decreto Presbyterorum ordinis n. 10 y el decreto Ad gentes nn. 20 y 27. En realidad es el primero de los lugares citados el que más interesa, pues Ad gentes ya se remite al decreto sobre los presbíteros [17].

Ante todo, podemos recordar literalmente el texto de Presbyterorum ordinis n. 10 que instituyó las prelaturas personales: «Revísense, además, las normas sobre la incardinación y ex-cardinación de manera que, permaneciendo firme esa antiquísima institución, responda mejor a las actuales necesidades pastorales. Y donde lo exija una razón de apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis especiales o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según normas que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar» [18].

Naturalmente, este texto ha sido muchas veces estudiado y comentado por la doctrina sobre las prelaturas personales. A simple vista se limita a presentar la nueva figura de la prelatura personal, en el contexto de una deseada renovación de las normas sobre incardinación y ex-cardinación. Dispone el texto la finalidad de las nuevas instituciones previstas, no limitada exclusivamente a la distribución geográfica del clero, el ámbito en el que pueden actuar, su capacidad de incardinar clero y el necesario respeto de los derechos de los ordinarios locales cuando se establezcan las normas aplicables a cada prelatura personal. En el decreto conciliar sobre los presbíteros se mencionan también otras entidades bien conocidas por el derecho canónico, como las diócesis y los seminarios, mención que es acompañada de sendos calificativos que expresan la novedad: seminarios internacionales, prelaturas personales, diócesis especiales.

Al estudiar los trabajos preparatorios de Presbyterorum ordinis n. 10, se comprueba la preocupación de los obispos por facilitar una mejor distribución y movilidad del clero, el deseo de facilitar también obras pastorales en favor de grupos sociales concretos, la disponibilidad hacia estructuras jerárquicas no territoriales que fuesen respetuosas con la potestad de los obispos en sus diócesis. Lo mismo sucedió durante la preparación de otros documentos del Concilio, como por ejemplo el decreto Christus Dominus sobre la función pastoral de los obispos, cuyo n. 18 se refiere a la necesaria atención espiritual que deben recibir los grupos de fieles que por sus circunstancias de movilidad social no pueden recibir suficientemente la atención pastoral ordinaria (sobre todo, los emigrantes y asimilados). Esas preocupaciones pastorales, unidas a la tendencia y a la realidad práctica de una flexibilización de las antiguas prelaturas nullius dioecesis, llevó a la previsión expresa de las prelaturas personales en el decreto sobre los presbíteros por primera vez en la historia del derecho canónico.

Es decir, en la previsión de las prelaturas personales confluyen dos elementos: por un lado, las nuevas circunstancias sociales que un concilio prevalentemente pastoral, como lo fue el Vaticano II, no podía dejar de valorar como oportunidad y reclamo de unas estructuras eclesiásticas renovadas; por otro, la reforma o ampliación de entidades ya existentes, como las diócesis y las prelaturas, de modo que, sin dejar de ser verdaderas diócesis y prelaturas, pudieran resultar más adecuadas a los retos de la evangelización moderna.

Es lógico que en la interpretación del texto citado de Presbyterorum ordinis n. 10 los autores se hayan detenido en el significado del género propio que es mencionado expresamente. Estos estudios han permitido profundizar ampliamente en el significado de las prelaturas en el derecho canónico. El Concilio quiso que la nueva figura perteneciera a una categoría ya conocida por el derecho de la Iglesia, de modo que su delimitación personal no excluyera su categoría prelaticia. No hay datos en el texto citado que permitan hablar de una asociación de fieles o de sacerdotes, y el propio contexto del texto citado impide también semejante interpretación. Presbyterorum ordinis n. 10 no permite concluir tampoco que la composición de la prelatura personal sea exclusivamente clerical: el hecho de que el texto esté encuadrado en un documento dedicado a los presbíteros no significa que solo ellos puedan pertenecer a las nuevas prelaturas; además, en el texto se mencionan diócesis especiales, que por definición, en cuanto diócesis, cuentan con fieles laicos. Por acudir a un contexto más amplio dentro del Vaticano II, cuando el decr. Christus Dominus trata en su n. 43 de los antiguos vicariatos castrenses no menciona a los laicos como posibles miembros del vicariato, sino solamente al vicario y a los capellanes militares; pero al tratarse de una figura bien conocida, a nadie se le ocurrió negar que los laicos pudieran pertenecer a tales circunscripciones [19].

Por estos y otros motivos que podrían alegarse, no puede ser aceptada la afirmación de Ghirlanda cuando sostiene, sin ninguna referencia que lo pruebe, que «el Concilio no toma en consideración la posibilidad de una colaboración de los laicos con las obras de una prelatura personal y mucho menos de su incorporación a ella. Por tanto, el Concilio no prevé que las prelaturas personales sean instituidas para la cura pastoral ordinaria de fieles que pertenezcan a la prelatura» [20]. Aunque se trate de una afirmación escrita en una nota al pie del texto principal, lo que aquí se dice es demasiado importante como para ser pasado por alto, ya que si se oscurece la base conciliar de las prelaturas personales es inevitable que las conclusiones posteriores resulten contaminadas por el desacierto original.

Como ya se ha dicho, el Concilio Vaticano II no se ocupó directamente de cómo habría de articularse la incorporación de fieles laicos a las nuevas prelaturas, ya que esta y otras cuestiones se dejaron para la normativa de desarrollo. Esto fue completamente razonable, ya que el Concilio Vaticano II no era la instancia adecuada para una legislación detallada [21]. Ahora bien, deducir de ese silencio natural la imposibilidad de una participación laical es ir demasiado lejos, supondría exigir al texto instituyente una reglamentación que no tenía en aquel momento la misión de dar.

Un buen estudio sobre las prelaturas personales en el Concilio Vaticano II fue publicado por Javier Martínez Torrón ya en 1986. Una de las conclusiones del autor a propósito de la base comunitaria de las nuevas prelaturas previstas es que «la mente del Concilio Vaticano II era partidaria de la intervención activa de los seglares en esas iniciativas apostólicas (…), según el papel específico que les corresponde en la vida de la Iglesia» [22]. En efecto, a partir de noviembre de 1963, con el Schema decreti de sacerdotibus, ninguno de los proyectos de Presbyterorum ordinis se referirá a las prelaturas personales como entidades formadas exclusivamente por sacerdotes, porque desde entonces el modelo de la Misión de Francia dejó de ser la referencia exclusiva para la inspiración de las prelaturas personales [23]. Más adelante afirmará con buena base Martínez Torrón que la colaboración de los laicos en las prelaturas personales, prevista ya explícitamente por el m.p. Ecclesiae Sanctae, I, 4 no fue una «radical innovación» respecto a lo que ya el Concilio había aprobado [24]. Esta ley de Pablo VI fue publicada el 6.VIII.1966, apenas ocho meses después de la votación definitiva del decreto Presbyterorum ordinis [25].

Notable es también la conclusión que extrae Ciro Tammaro tras haber estudiado la tramitación del decr. Presbyterorum ordinis: «Del examen de los proyectos del Decr. Presbyterorum ordinis resulta claro, por tanto, que en las intenciones de los Padres conciliares no existía el objetivo de excluir a los laicos de tales estructuras [de las prelaturas personales], sino de promover la participación, de modo que la legislación posconciliar no habría hecho otra cosa que desarrollar y dar una forma jurídica adecuada a tal objetivo» [26].

Por mi parte, estudié hace años la evolución de las diócesis personales (o «especiales») en los trabajos preparatorios del decr. Christus Dominus y de Presbyterorum ordinis, n. 10. Me parece elocuente recordar que en esos trabajos preparatorios del decreto sobre los presbíteros se dio una evolución ad maiorem. Hasta el Schema propositionum de sacerdotibus, de abril de 1964, solamente se había hecho alusión a lo que más adelante serían las prelaturas personales y a los seminarios internacionales; pero desde aquel proyecto y en el texto definitivo se mencionaron también las diócesis personales junto con las otras dos instituciones citadas. Se daba a entender así que Presbyterorum ordinis, n. 10 no se limita a mencionar instituciones clericales [27].

En resumen, el Concilio Vaticano  II no rompió la unidad de la noción de prelatura, sino que, sobre la base de la que ya existía (la antigua prelatura nullius dioecesis), reguló por motivos pastorales una nueva forma de prelatura sin territorio propio. Esa es la principal conclusión, elemental si se quiere, pero de gran importancia, que se extrae de los textos del Concilio [28].

3.2.    Presunción «iuris tantum» a favor de la participación de los laicos en las comunidades de la Iglesia

Pero no son solamente los textos del Vaticano II sobre las prelaturas personales los que conviene visitar de nuevo. También es conveniente, más aún necesario, tener muy presente la doctrina del Vaticano II sobre la vocación de los laicos en la Iglesia cuando se trata de las prelaturas personales, igual que cuando se trata de cualquier otra institución eclesial. Los textos de la Lumen gentium, del decreto Apostolicam actuositatem y otros lugares del Concilio contienen una doctrina que ha contribuido a revalorizar la llamada de todos los fieles a la santidad y al apostolado. El apostolado y el servicio a la Iglesia no están reservados a la jerarquía, sino que constituyen tareas de todos, porque se apoyan en los sacramentos del bautismo y de la confirmación. Como el Concilio enseñó, «existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» [29].

La corresponsabilidad y participación de los laicos en la vida de la Iglesia es un principio, un criterio de fondo, que hoy es pacíficamente aceptado como consecuencia de la doctrina conciliar y también del impulso que le han dado los papas desde Pablo VI a Benedicto XVI, con una especial referencia al compromiso del beato Juan Pablo II, manifestado en diversas ocasiones y de una manera muy relevante en la exh. ap. Christifideles laici, de 30.XII.1988. Este documento fue fruto del Sínodo de los obispos celebrado en 1987 y dedicado precisamente a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Todo este redescubrimiento en la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, de la importancia de la participación de los laicos sería ineficaz si no llevara consigo un compromiso personal y comunitario de ellos no sólo en el mundo, sino también e inseparablemente en la vida de la Iglesia y en sus instituciones. Ciertamente este es un aspecto que exige discernimiento para evitar, por una parte, la clericalización de los laicos, es decir, el peligro de reducir la vocación laical a su promoción en tareas propias o tradicionales del clero; por otra parte, será necesario evitar el peligro de un falso igualitarismo que desdibuje las diversas funciones y la distinción real entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. Sin embargo, esos peligros no deben menoscabar la cuestión fundamental: los laicos tienen deberes pero también derechos, y están llamados a participar activamente en la vida de la Iglesia.

Uno puede preguntarse qué tiene que ver esto con la naturaleza de las prelaturas personales. Bastaría responder con el recuerdo de lo que disponía el Papa Pablo VI en el m.p. Ecclesiae Sanctae, antes citado: «nada impide» que los laicos participen en las prelaturas personales [30]. No hay obstáculo para que ellos puedan participar o incluso dirigir apostolados de esas prelaturas y colaborar eventualmente en su gobierno. Nada impide que sean tomados en serio y que su papel no se reduzca a ser auxiliares de los sacerdotes, sino cooperadores orgánicos con ellos. Los laicos pueden ser miembros de las prelaturas personales y participar en ellas activamente. Como recordaremos, este aspecto fue recordado con gran claridad por el Papa Juan Pablo II.

Es tal la fuerza de la teología del laicado a raíz del Concilio Vaticano II que, para negar que los laicos puedan ser miembros de las instituciones de la Iglesia, o en concreto de una prelatura personal, será necesario probar y justificar la exclusión. Es evidente, por ejemplo, que los laicos no pueden participar en un Consejo presbiteral, que es una institución prevista por el Vaticano II, pero no se trata de una discriminación para ellos, porque ese organismo es, por su naturaleza específica, representativo del presbiterio de la diócesis [31]. Eso no es lo que ocurre con la prelatura personal, que se instituye no sólo para la distribución del clero, sino también e inseparablemente para realizar «las obras pastorales peculiares para diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra».

En suma, me parece suficientemente justificado que con carácter general puede establecerse una presunción de posible participación de los laicos en las instituciones de la Iglesia, a menos que resulte probado (presunción iuris tantum) que la naturaleza de las cosas o alguna norma específica excluya esa participación. La doctrina que excluye a los laicos como miembros de las prelaturas personales invierte la carga de la prueba sin justificación alguna. De poco vale reconocer la mayoría de edad del laicado, promovida en la Iglesia contemporánea, si en la práctica se limita, desconoce o rechaza esa participación sin motivos justificados.

4.        La interpretación de los trabajos preparatorios del CIC de 1983 sobre las prelaturas personales

4.1.    Dificultades para unas conclusiones definitivas

La cuestión de cómo fue prevista la regulación de las prelaturas personales durante los trabajos preparatorios del CIC ha sido muy estudiada, aunque las conclusiones que se extraen de los datos conocidos varían según los autores. No es cuestión ahora de cansar al lector con la descripción detallada de  todo el proceso de elaboración de los proyectos hasta la promulgación del texto definitivo. Por resumir lo más destacado de aquellos trabajos, podemos recordar que en el Schema de Populo Dei de 1977 y también en el Schema Codicis de 1980 las prelaturas personales eran reguladas de manera breve entre los cánones dedicados a las circunscripciones eclesiásticas. En el proyecto de 1977 la prelatura personal se equiparaba in iure, es decir, en algunos aspectos de la regulación jurídica, a las Iglesias particulares, noción dentro de la que se incluían a su vez las diócesis, las prelaturas territoriales y otras figuras. Se mencionaban allí también «las prelaturas castrenses», que hasta entonces se llamaban vicariatos y que venían consideradas como ejemplos del modelo de la prelatura personal [32]. Por su parte el Schema Codicis de 1980 matizaba aún más la equiparación de las prelaturas personales con las diócesis, al disponer que tuviera lugar a tenor de los estatutos de cada prelatura y siempre que la naturaleza de las cosas o el derecho no la impidieran [33]. Este proyecto seguía manteniendo la referencia a las prelaturas castrenses como un tipo de prelaturas personales.

El proyecto cambió en el Schema Codicis de 1982, que renunció a regular las prelaturas personales por equiparación. Este proyecto de 1982 aprovechó la normativa del m.p. Ecclesiae Sanctae y la incluyó sustancialmente en los nuevos cc. 573-576, dentro del libro del CIC dedicado a la constitución jerárquica de la Iglesia. El proyecto de 1982 pasó sustancialmente al texto definitivo del CIC de 1983, pero con dos cambios: en primer lugar, los cánones sobre las prelaturas personales fueron trasladados al lugar que hoy les corresponde dentro del libro II del CIC y en segundo lugar, la norma que preveía la incorporación de los laicos a las prelaturas personales fue sustituida por otro texto que amplió las posibilidades de participación del laicado en las prelaturas, sin limitarlas siempre y en todo caso a una incorporación; de este modo el c. 296 definitivo habla de la cooperación orgánica entre clérigos y laicos frente a la modalidad más estricta de la incorporación a la prelatura que preveía el proyecto de 1982 [34].

Naturalmente los cambios en el texto de los proyectos fueron acompañados de opiniones de los consultores que participaban en la Comisión de reforma del CIC. Pero el momento más interesante de la discusión tuvo lugar durante la sesión plenaria que la Comisión pontificia para la preparación del CIC celebró, por mandato del Papa, del 20 al 28 de octubre de 1981 en Roma [35]. Como consecuencia de los debates en aquella reunión plenaria, las prelaturas personales fueron reguladas en el proyecto de 1982 de forma diferente a las previsiones anteriores. Se temía que la equiparación jurídica de las prelaturas personales con las diócesis pudiera entenderse como una consideración teológica de aquellas prelaturas como Iglesias particulares, aunque más bien algunas opiniones allí expuestas confundían la equiparación jurídica con una asimilación teológica, que en realidad no se desprendía de los textos del schema Codicis examinado. Como consecuencia de aquellos debates, las prelaturas personales dejaron de regularse junto con las diócesis y demás circunscripciones eclesiásticas, aunque se mantuvieron en el proyecto de 1982 dentro de los cánones de la organización jerárquica de la Iglesia.

Pero los argumentos expuestos en la Plenaria de 1981 no fueron solamente de orden teológico o canónico, sino que también se expresaron consideraciones de orden pastoral. Había sucedido algo que influyó de alguna manera en aquellos debates.

En efecto, al tiempo que se desarrollaban los trabajos preparatorios del CIC, la Santa Sede venía estudiando también en aquellos años la posible configuración jurídica del Opus Dei como prelatura personal. La preparación simultánea de las normas sobre las prelaturas personales en el CIC y de los documentos de la primera prelatura personal de suyo no tenía que plantear mayores problemas, sobre todo porque ya existían los criterios del Concilio Vaticano II y las normas del m.p. Ecclesiae Sanctae, vigente desde 1966, que servían de referencia. De hecho los trabajos fueron desarrollándose sin especiales dificultades ni discusiones.

Pero en octubre de 1979 tuvo lugar un intento ilegítimo de dificultar que se realizara la erección del Opus Dei como prelatura personal. Mediante una campaña de prensa y el envío a bastantes obispos de un expediente incompleto y presentado de manera insidiosa, algunas personas quisieron dar la impresión de que el Opus Dei buscaba en realidad la exención o separación de la potestad de los obispos. La idea de quienes habían promovido aquella campaña era despertar el recelo y la desconfianza de los obispos y de medios de opinión pública hacia las verdaderas intenciones del Opus Dei cuando solicitaba la transformación de su status de instituto secular en prelatura personal. Estos hechos volvieron a repetirse en agosto de 1981 [36].

Aquellos intentos no impidieron el desarrollo del procedimiento de constitución del Opus Dei en prelatura personal. Es más, sirvieron para que todo el expediente fuera tramitado con mayor rigor y exigencia, hasta que el 28.XI.1982 la institución fundada por san Josemaría Escrivá de Balaguer fue erigida como la primera prelatura personal en la Iglesia. Sin embargo, los hechos de 1979 y 1981 provocaron algún desconcierto en el seno de la Comisión preparatoria del CIC, como se advierte con la lectura de las actas de la sesión plenaria de octubre 1981, a la que antes hemos aludido. Junto a interrogantes y aspectos que debían ser aclarados, se expresaron opiniones que de hecho traslucían desconfianza y recelo frente a la posibilidad de «Iglesias paralelas» o independientes de los obispos; en otros casos los sentimientos eran más bien de desconcierto ante una situación que no acababa de entenderse bien, y también se manifestaron firmes respuestas ante lo que había sido una campaña o manipulación insidiosa [37].

Por los motivos referidos es problemático pretender conclusiones definitivas de las opiniones sostenidas en la Plenaria de 1981, al menos sin que quepa la posibilidad de revisarlas y criticarlas. Su resultado no fue un dictamen formal sobre la naturaleza de la prelatura personal, sino una serie de respetables opiniones sobre un proyecto legislativo; y además, en algunos casos, esas opiniones estaban condicionadas psicológicamente por la situación que antes hemos mencionado.

4.2.    Nuevos elementos de interpretación

Así las cosas, me parece muy oportuna una observación de Juan Ignacio Arrieta cuando en su estudio sobre Anglicanorum coetibus hace una breve referencia a los trabajos preparatorios del CIC sobre las prelaturas personales y los vicariatos castrenses. Escribe allí mons. Arrieta que el sistema de circunscripciones eclesiásticas territoriales y personales, tal como lo conocemos hoy, no era suficientemente claro en el momento de la promulgación del CIC de 1983. En aquel entonces «no se alcanzó a entender –por obra de un lenguaje no del todo adecuado, como se comprueba en los escritos de la época– de qué modo la idea de Iglesia particular, en torno a la cual se había formulado la eclesiología del Vaticano II, había de aplicarse o no a estas circunscripciones personales; no se entendía qué tenían en común estas categorías y en qué se distinguían (…). Sin embargo, desde entonces el cuadro doctrinal ha cambiado mucho y se ha profundizado de varias maneras en el magisterio conciliar correspondiente. Ahora parece claro que no todas las estructuras jerárquicas que sirven para reagrupar a los fieles en torno a los pastores propios son iguales; y que la agregación de los fieles no tiene lugar del mismo modo en todas las estructuras ni tampoco por las mismas razones, y que no todas responden a la idea teológica de la Iglesia particular» [38].

La observación es justa, porque acerca del sistema de estructuras pastorales de la Iglesia sabemos hoy más cosas que hace treinta años, como consecuencia de las novedades normativas, del mayor desarrollo de las jurisdicciones personales, de la profundización doctrinal del magisterio eclesiástico con documentos como la carta Communionis notio de 1992 (que más abajo comentaremos), del asentamiento pastoral y canónico de la primera prelatura personal erigida.

Una información nueva, que ha sido publicada recientemente, es la contenida en la carta enviada por el Prefecto de la Congregación para los Obispos al primer Prelado del Opus Dei, mons. Álvaro del Portillo, fechada el 17.I.1983. En aquella fecha, ocho días antes de la promulgación del CIC, el cardenal Baggio daba a conocer la mente del Romano Pontífice sobre la regulación definitiva de las prelaturas personales en el CIC, que le había sido comunicada por el Papa en una audiencia oficial. Concretamente, escribía el cardenal Baggio que Juan Pablo II le había confirmado que «la colocación en la pars I del liber II no altera el contenido de los cánones que se refieren a las prelaturas personales, las cuales, por lo tanto, aunque no sean Iglesias particulares, siguen siendo estructuras jurisdiccionales, de carácter secular y jerárquico, erigidas por la Santa Sede para la realización de actividades pastorales peculiares, tal como fue sancionado por el Concilio Vaticano II». Añadía Baggio que los documentos de la Santa Sede constitutivos del Opus Dei como prelatura personal serían «plenamente válidos, a todos los efectos», una vez promulgado el CIC de 1983 [39].

Aparte de la información sobre el derecho aplicable al Opus Dei que contiene esta carta, en ella se confirma algo que ya había sido anotado por la doctrina canónica tras la promulgación del CIC. Es decir, el lugar que ocupan las prelaturas personales en la sistemática definitiva del CIC de 1983 no determina por sí solo la naturaleza de estas entidades, pues una institución jurídica sólo relativamente a otros criterios puede interpretarse por el lugar que ocupa en un cuerpo legal. La sistemática del CIC expresa solamente que las prelaturas personales no son asociaciones ni institutos de vida consagrada ni Iglesias particulares, pero no da información para afirmar en positivo cuál es el significado de una prelatura personal. Algunos han interpretado el último cambio respecto al proyecto de 1982 como equivalente a la voluntad del legislador, respecto a la no pertenencia de las prelaturas personales a la organización jerárquica de la Iglesia, pero esa conclusión no se corresponde con el criterio del propio legislador, como se comprueba por la carta citada y como veremos también más abajo.

En resumen, no se deberían interpretar los trabajos preparatorios del CIC como si hubiesen resuelto definitivamente el problema de la naturaleza de las prelaturas personales y no hubiera habido avances doctrinales desde 1983. A mi modesto juicio, no es posible canónicamente atribuir esa fuerza a las opiniones vertidas sobre un proyecto legislativo sin alterar la dinámica interpretativa dispuesta por el c. 17 del CIC.

Antonio Viana, en revistas.unav.edu/

Notas:

1.   Cfr. BENEDICTO XVI, const. ap. Anglicanorum coetibus, 4.XI.2009, AAS 101 (2009) 985-990 (donde se publica en latín el texto pontificio) y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Normas complementarias, 4.XI.2009, Ibídem, 991-996 (con el texto inglés de las Normas). Sobre posibles problemas de localización del texto oficial de estas Normas, vid. infra, nota 6.

2.   Vid. las referencias infra, nota 6.

3.   Cfr. E. BAURA, Las circunscripciones eclesiásticas personales. El caso de los ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo, Ius canonicum 50 (2010) 165-200; IDEM, Los ordinariatos personales para antiguos anglicanos. Aspectos canónicos de la respuesta a los grupos de anglicanos que quieren incorporarse a la Iglesia católica, en C. PEÑA GARCÍA (ed.), Retos del derecho canónico en la sociedad actual, Actas de las XXXI Jornadas de la Asociación Española de Canonistas, Madrid 2012, 239- 267 (versión italiana en Ius Ecclesiae 24 [2012] 13-50); J. M. DÍAZ MORENO, Constitución apostólica Anglicanorum coetibus sobre la institución de ordinariatos personales para los anglicanos que ingresan en plena comunión con la Iglesia. Texto castellano y comentario, Revista española de derecho canónico 67 (2010) 415-436; V. PARLATO, Note sulla costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, Stato, Chiese e pluralismo confessionale. Rivista telematica (www.statochiese.it), gennaio 2010, pp. 16; J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus. Text and commentary, Studia canonica 43 (2009) 389-415; M. PULTE, Von Summorum pontificum bis Anglicanorum coetibus. Gesetzgebungstendenzen im Pontifikat Benedikts XVI, Archiv für katholisches Kirchenrecht 179 (2010) 3-19; G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, Periodica 99 (2010) 373-430; J. I. ARRIETA, Gli ordinariati personali, Ius Ecclesiae 22 (2010) 151-172; IDEM, Ordinariato personal para fieles anglicanos recibidos en la Iglesia católica, en J. OTADUY, A. VIANA y J. SEDANO (eds.), Diccionario general de derecho canónico, vol. 5, Pamplona 2012, pro manuscripto; J. I. RUBIO, Tradición anglicana en la Iglesia de Roma. Ordinariatos personales para antiguos fieles anglicanos, www.iustel.com. Revista general de derecho canónico y derecho eclesiástico del Estado 26 (2011) pp. 29; N. DOE, La constitución apostólica Anglicanorum coetibus. Un análisis jurídico desde la perspectiva anglicana, Ibídem, pp. 24; J. A. RENKEN, The personal ordinariate of the Chair of Saint Peter: canonical reflections, Studia canonica 46 (2012) 5-50; L. C. M. GALLES, Anglicanorum coetibus. Some canonical investigations on the recent apostolic constitution, The jurist 71 (2011) 201-233; L. MUSSELLI, La costituzione apostolica Anglicanorum coetibus, en M. FERRARESI y C. E. VARALDA (eds.), Benedetto XVI legislatore, Siena 2011, 25-41; C. E. VARALDA, Nuove forme di esercizio del ministero ordinato: un confronto fra la constitutio apostolica Anglicanorum coetibus e la constitutio apostolica Spirituali militum curae, Ibidem, 121-139, D. PELLETIER, La plene communion, le genre et la générosité. Un regard d’historien sur la constitution apostolique Anglicanorum coetibus, Cristianesimo nella storia 32 (2011) 363-381; H. LEGRAND, Épiscopat, episcopè, Église locale et communion des Églises dans la constitution apostolique Anglicanorum coetibus, Ibidem, 405-423; A. JEREMY, Apostolic Constitution Anglicanorum coetibus and the personal ordinariate of Our Lady of Walsingham, Ibidem, 425-442; G. BIER, Die apostolische Konstitution Anglicanorum coetibus und die Ergänzenden Normen der Kongregation für die Glaubenslehre. Eine kanonistische Analyse, Ibídem, 443-478; M. VAN PARYS, La constitution apostolique Anglicanorum coetibus: l’évaluation d’un oecuméniste catholique, Ibídem, 479-487; Ch. HILL, An evaluation of the apostolic constitution Anglicanorum coetibus in the current ecumenical situation, Ibídem, 489-500.

4.   Cfr. M. VAN PARYS, La constitution apostolique (nota 3), 479-487.

5.   Cfr. H. LEGRAND, Épiscopat, episcopè (nota 3), 419-421, y también M. VAN PARYS, La constitution apostolique (nota 3), 483.

6.   Como advierte BAURA, «en la promulgación de estas normas [la Anglicanorum coetibus y sus Normas complementarias] se produjo una anomalía: fue publicado y distribuido el número correspondiente de Acta con el texto de la constitución apostólica, pero sin el de las normas complementarias. Posteriormente, de modo informal, se pidió que se sustituyese ese fascículo por otro en el que aparecían las normas complementarias. Desde el punto de vista formal, ese procedimiento contradice los principios de la promulgación y abrogación de las leyes»: E. BAURA,  Los ordinariatos personales (nota 3), 243, nota 17. De acuerdo con esta situación atípica, es posible que las normas complementarias no se encuentren en todas las versiones de las Acta Apostolicae Sedis, como sucede hasta hoy (5.VI.2012) en la disponible en www.vatican.va. Incluso se ha dado la situación muy sorprendente de que las propias normas de la Santa Sede que han erigido los tres primeros ordinariatos citan las Normas complementarias de Anglicanorum coetibus no según AAS, sino tal como se encuentran en L’Osservatore romano (cfr. los decretos de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE erigiendo los ordinariatos personales de Our Lady of Walsingham, 15.I.2011, para Inglaterra y Gales (AAS 103 [2011] 129-132, nota 2), The personal ordinariate of the Chair of Saint Peter, erigido el 1.I.2012 para los U.S.A. (L’Osservatore romano, 4.I.2012 y el sitio de la Congregación en www.vatican.va, nota 2 del decreto) y por último The Personal Ordinariate of Our Lady of the Southern Cross (nota 2 del texto que utilizo en este trabajo, a la espera del texto oficial de este último ordinariato). Este escaso respeto de los aspectos formales de la nueva normativa merece ser criticado, porque el texto de la ley debe quedar fijado con su promulgación oficial en un solo lugar y además la promulgación no debe confundirse con la mera divulgación de la ley. La cuestión no es solamente que las distintas versiones textuales naturalmente deban coincidir, sino la necesidad de saber cuál es el lugar en el que consta exactamente el texto legal que se manda cumplir.

7.   Cfr. JUAN PABLO II, const. ap. Pastor Bonus, 28.VI.1988, en AAS 80 (1988) 841-912, art. 18. En el mismo sentido J. M. HUELS, Anglicanorum coetibus (nota 3); BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 452, se inclina más por la figura de la instrucción administrativa, pero no parece que exista fundamento para ello, ya que el contenido de las instrucciones es teóricamente más modesto todavía que el de los decretos generales administrativos, al menos si se tiene en cuenta el contenido del c. 34 del CIC en comparación con los c. 31-33.

8.   Cfr. G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 452.

9.   Cfr. G. LO CASTRO, Verso un riconoscimento della Chiesa anglicana come prelatura personale? Commento ad una proposta di Graham Leonard, Quaderni di diritto e politica ecclesiastica 1 (1993) 219-227.

10.    «Apart from creating a sui iuris particular Church, which may not have met the aspirations of Anglicans petitioning to enter into Communion with the Catholic Church, the ecclesial association of the faithful which might have fitted the requirements both of the petitioners and of the Catholic Church is that of a Personal Prelature (…). The problem, however, is in the composition of the prelature in that lay persons can only share in its apostolic work and are not therefore “proper people” of the prelature»: A. JEREMY, Apostolic Constitution (nota 3), 427.

11.    Cfr. cc. 294-297 del CIC de 1983 y const. Pastor Bonus, art. 80. Sobre la distinción entre prelaturas y asociaciones remito al claro estudio de A. STANKIEWICZ, Le prelature pesonali e i fenomeni associativi, en S. GHERRO (ed.), Le prelature personali nella normativa e nella vita della Chiesa, Padova 2002, 139-163.

12.    «Though the term “personal” also occurs in the Code of Canon Law in relation to Personal Prelatures (canons 294-297), these are essentially clerical institutions or societies and this model was not followed, though there are indications that it was considered»: Ch. HILL, An evaluation (nota 3), 491.

13.    «Von Teilkirchen im Allgemeinen und Personalordinariaten im Besonderen zu unterscheiden sind Personalprälaturen. Eine Personalprälatur gemäß can. 294 ist ein aus Priestern und Diakonen bestehender klerikaler Zweckverband, also nicht eine Struktur oder Organisationsform der Kirche, sondern eine verbandliche Struktur in der Kirche und als solche kanonischen Lebensverbänden (Ordensinstitute, Säkularinstitute, Gesellschaften des Apostolischen Lebens) nicht unähnlich. Bestrebungen, die Personalordinariate in die Nähe von Personalprälaturen zu rücken (...) sind kirchenpolitisch motiviert und entbehren einer kirchenrechtlichen Grundlage. Dahinter steht das Bemühen, die Personalprälatur rechtlich zu einer Teilkirche aufzuwerten. In der Tendenz ähnlich Arrieta (...). Bischof Arrieta wurde für die Personalprälatur Opus Dei zum Priester geweiht, war Professor der Päpstlichen Universität Santa Croce in Rom und ist derzeit Sekretär des Päpstlichen Rates für die Gesetzestexte»: G. BIER, Die apostolische Konstitution (nota 3), 455, nota 53.

14.    Cfr. V. PARLATO, Note sulla costituzione (nota 3), 5 y 6, especialmente.

15.    Cfr. especialmente las pp. 389-413 del estudio de G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3).

16.    Es significativo lo que dice L. C. M. GALLES, Anglicanorum coetibus (nota 3), 207, cuando comenta que en la previsión de los ordinariatos personales para antiguos anglicanos esta figura fue preferida a la prelatura personal para evitar las discusiones que surgieron sobre esta última figura en los trabajos preparatorios del CIC (que estudiaremos más abajo). El argumento no parece convincente, ya que la constitución de una prelatura depende de la valoración que hagan la conferencia episcopal interesada y la Santa Sede acerca de las necesidades pastorales que puedan o deban resolverse a través de ella, y no de las opiniones doctrinales de los canonistas; pero se comprende, al mismo tiempo, que la Sede apostólica reclame la suficiente claridad que permita armonizar la forma canónica con la realidad pastoral a la que se aplica.

17.    Cfr. las notas 4 y 28 a los nn. 20 y 27, respectivamente, del decr. Ad gentes.

18.    La traducción del texto es mía, así como todas las demás traducciones de los textos originales que presento en estas páginas. En este caso el texto original latino habla de peculiares dioeceses, que se ha traducido por diócesis especiales. En efecto, el significado del adjetivo latino peculiaris expresa en este contexto una calificación de especialidad. En lengua española, peculiar significa lo que es propio o privativo de una persona o cosa; mientras que especial se refiere a lo que es singular o particular, es decir, aquello que se diferencia de lo que es común o general. En este sentido las diócesis especiales presentan singularidades que las distinguen de las comunes diócesis territoriales.

19.    Dice, en efecto, Christus Dominus n. 43: «Ya que el cuidado espiritual de los militares, por sus peculiares condiciones de vida, exige una atención especial, eríjase en cada nación, si resulta posible, un vicariato castrense. Tanto el vicario como los capellanes han de consagrarse enteramente a este difícil ministerio, en cooperación concorde con los obispos diocesanos. Por lo tanto, concedan los obispos diocesanos al vicario castrense en número suficiente sacerdotes aptos para esta grave tarea y, al mismo tiempo, favorezcan iniciativas que contribuyan al bien espiritual de los militares».

20.    «Il Concilio non prende in considerazione la possibilità di una collaborazione dei laici con le opere di una prelatura personale e tanto meno di una loro incorporazione in essa. Quindi, il Concilio non prevede che le prelature personali siano istituite per la cura pastorale ordinaria di fedeli che appartengano alla prelatura»: G. GHIRLANDA, La costituzione apostolica (nota 3), 400, nota 45.

21.    Cfr. en tal sentido, C. TAMMARO, La posizione giuridica dei fedeli laici nelle prelature personali, Roma 2004, 67 y ss.

22.    J. MARTÍNEZ-TORRÓN, La configuración jurídica de las prelaturas personales en el Concilio Vaticano II, Pamplona 1986, 277.

23.    Cfr. Ibídem, 277, nota 387 y 230. Sobre los laicos en las prelaturas personales según los trabajos preparatorios de Presbyterorum ordinis n. 10, cfr. Ibídem, 118 y 119, en la fase ante-preparatoria del Concilio, y también 304 y 305, por lo que se refiere a los proyectos De distributione cleri y De cura animarum. Sobre la cuestión de la Misión de Francia como modelo inicial de la prelatura personal hasta el Schema de clericis de 1963, vid. el excelente estudio de P. LOMBARDÍA-J. HERVADA, Sobre prelaturas personales, Ius Canonicum 27 (1987) 11-76, especialmente 20-38.

24.    Cfr. J. MARTÍNEZ-TORRÓN, La configuración (nota 3), 305.

25.    El texto del m. p. Ecclesiae Sanctae se encuentra en AAS 58 (1966) 757-787.

26.    C. TAMMARO, La posizione giuridica (nota 21), 80.

27.    Cfr. A. VIANA, Derecho canónico territorial. Historia y doctrina del territorio diocesano, Pamplona 2002, 171 y ss. El texto puede consultarse ahora también en http://dspace.si.unav.es/dspace/bitstream/10171/5586/1/DerechoCanonicoTerritorial.pdf

28.    La nueva forma de prelatura, es decir, la prelatura personal, tenía algunos precedentes históricos en los que la forma de prelatura nullius dioecesis había sido aplicada a supuestos de jurisdicción eclesiástica más personal que territorial: cfr. A. VIANA, Introducción al estudio de las prelaturas, Pamplona 2006, 36-42.

29.    2Const. Lumen Gentium, n. 32. Cfr. también Ibídem, n. 30 y decr. Apostolicam Actuositatem, nn. 2 y 3.

30.    «Nihil impedit quominus laici, sive caelibes sive matrimonio iuncti, conventionibus cum praelatura initis, huius operum et inceptorum servitio, sua peritia professionali, sese dedicent»: m. p. Ecclesiae Sanctae, I, 4.

31.    Cfr. decr. Presbyterorum ordinis n. 7; CIC, c. 495 y ss.

32.    Para todo lo que sigue, cfr. Schema canonum Libri II, de Populo Dei, Typis Polyglottis Vaticanis, 1977, cc. 217 § 2, 219 § 2, 221 § 2; Schema Codicis Iuris Canonici, Typis Polyglottis Vaticanis, 1980, cc. 335 § 2, 337 § 2, 339 § 2; Codex Iuris Canonici, Schema novissimum, Typis Polyglottis Vaticanis, 1982, cc. 573-576. El texto latino de esos proyectos puede encontrarse en los apéndices del libro de P. RODRÍGUEZ, Iglesias particulares y prelaturas personales, Pamplona 21986.

33.    Decía, en efecto, el c. 335 § 2 del proyecto de 1980: «Ecclesiae particulari in iure aequiparatur, nisi ex rei natura aut iuris praescripto aliud appareat, et iuxta statuta a Sede apostolica condita, praelatura personalis». Los tres límites que se establecían en el texto (la naturaleza del asunto, las determinaciones del derecho y lo dispuesto en los estatutos) se olvidan a veces en la descripción de los trabajos preparatorios del CIC, cuando se dice, por ejemplo, que las prelaturas personales venían consideradas equivalentes a las Iglesias particulares, lo cual no es exacto, pues dos instituciones que se equiparan no son idénticas sino que son diferentes, aunque por analogía determinados aspectos del régimen jurídico sean comunes.

34.    En efecto, explica el Cardenal Herranz que el sentido del cambio en el c. 296 definitivo no fue excluir la incorporación de los laicos a las prelaturas personales, sino que aquel cambio se hizo para dar al c. 296 una formulación más abierta a diversas posibilidades de vinculación con la prelatura por parte de laicos. En cualquier caso es llamativa su afirmación de que el cambio del que hablamos «fue decidido» en el último momento, es decir, cuando el texto del CIC estaba ya en la imprenta: J. HERRANZ, I lavori preparatori della costituzione apostolica Ut sit, en IDEM, Giustizia e pastoralità nella missione della Chiesa, Milano 2011, 384.

35.    Cfr.  especialmente,  PONTIFICIUM  CONSILIUM  DE   LEGUM   TEXTIBUS   INTERPRETANDIS,  Acta et Documenta Pontificiae Commissionis Codici Iuris Canonici Recognoscendo: Congregatio Plenaria diebus 20-29 octobris 1981 habita, Typis Polyglottis Vaticanis 1991, 376-417.

36.    Sobre aquellos sucesos no se ha publicado todavía un relato completo, pero puede encontrarse alguna información en A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ-IGLESIAS, J. L. ILLANES,  El  itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona 41990, 431-432. También en J. HERRANZ, En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II, trad. esp., Madrid 2007, 289-291, 299-301. Algunos medios de comunicación de la época reflejaron ampliamente los hechos.

37.    Cfr. en Acta et Documenta (nota 34), las opiniones de mons. Castillo Lara, 387-388, y de los cardenales Felici, 391, Siri, 409, y König, 415, entre otras.

38.    J. I. ARRIETA, Gli ordinariati personali (nota 3), 159.

39.    «La collocazione nella pars I del liber II non altera il contenuto dei canoni che riguardano le prelature personali, le cuali pertanto, pur non essendo Chiese particolari, rimangono sempre strutture giurisdizionali, a carattere secolare e gerarchico, erette dalla Santa Sede per la realizzazione di peculiari attività pastorali, come sancito dal Concilio Vaticano II (...). Rimangono, infine, pienamente validi, a tutti gli effetti, i documenti della Santa Sede che hanno costituito l’Opus Dei in prelatura personale». El texto completo de la carta se ha publicado en la revista Studia et Documenta 5 (2011) 379-380.

Rubén Mendoza Valdés

La verdad, digámosla así; el dios nunca y en ningún lugar es injusto, sino que es justo en el grado máximo. Y no hay nada que se le asemeje tanto como aquel de nosotros que resulte el más justo. Acerca de ello se da la máxima maestría del hombre, así como también su nulidad y su falta de cualidad humana.

La inteligencia de ello es ciencia y virtud verdadera, su desconocimiento, en cambio, ignorancia y maldad evidente.

Platón. Teeteto. 176c

1.       El mito del "carro alado"

¿Cómo podemos entender de una manera clara el pensamiento de Platón? La pregunta se refiere a fue debemos pensar en dicho pensamiento. La filosofía de Platón debe entenderse a partir de una reflexión hermenéutica de sus mitos: e! estilo de este filósofo, tanto en lo referente al diálogo como al empleo de mitos, da la pauta para no sujetarse a un esquema dogmático como lo ha hecho durante dos milenios la interpretación escolástica del pensamiento platónico. Platón dice más de lo que se ha podido pensar, lo cual significa que su pensamiento admite nuevas interpretaciones que descifren la riqueza de sus planteamientos y diluciden cuestiones que nos atañen tanto en el ámbito de la ciencia y de la política como en el de la vida moral. Interrogarse por el sentido del mal en el pensamiento de Platón exige establecer el mito del que se debe partir y preguntarse, a la vez, por la actualidad histórica de ese pensamiento.

En el Fedón (246a y ss) se narra el mito del "carro alado" para describir la estructura del alma. No explica qué es el alma, sino más bien se le compara con una fuerza; en este sentido, el alma es movimiento [1] (Kivrimi) empuje, y de ninguna manera estabilidad: es un juego tripartita de fuerzas, cuya posible estabilidad depende del equilibrio y orden de aquéllas. Por eso. el alma tiene dos posibilidades: el equilibrio y su contrario, y ambos son necesarios por su carácter quinestésico. Por lo tanto, el alma, más que pasiva, es activa, por que busca su propio orden en el equilibrio de fuerzas. Esta estructura permite la comparación con el "carro alado", que está compuesto de un jinete y dos caballos. El jinete representa el punto de tensión capaz de controlar las dos fuerzas equidistantes de los dos caballos, uno de los cuales es bueno y el otro, malo (Platón, Fedón: 253d-254a). De este modo, la cuestión del mal es planteada por Platón de manera ontológica, en tanto que posibilidad esencial del alma, del ser humano. Así, el orden del alma, el equilibrio de fuerza en sí mismo, se posibilita por el concrol de la fuerza del mal y no tanto en su negación. El sistema tripartita: punto de tensión (razón), lo bueno y lo malo, es la estructuradinámica que tiende al orden del alma.

¿Habremos de decir, entonces, que lo malo no es el mal, porque es esencial al alma? En Platón, el mal es desorden, no pecado: es condición del orden. El problema surgió de la interpretación escolástica del pensamiento platónico, que llevó, a su vez, a una interpretación distorsionada de la esencia del alma. En la filosofía platónica, el mal es entendido como condición de posibilidad del ser humano.

¿Qué busca Platón al plantear el mal como parte del alma? En la República compara las tres fuerzas del alma con las tres panes del Estado; así, el jinete, que en el alma representa la razón (o sabiduría), en el Estado será el gobernante; el caballo bueno, que en el alma representa el apetito irascible (el coraje, la voluntad, el valor), en el Estado será el ejército, y el caballo malo, que en el alma simboliza el apetito concupiscible (el placer, el deseo), representa al pueblo (Platón,427dy ss).

De ahí que las tres parces del alma sean la razón, el valor y el placer. De lo anterior se deduce que el pensamiento platónico propone una ética del orden: de la justicia, para ser exactos, puesto que el equilibrio de fuerzas es el orden que genera la justicia: "Debemos recordar entonces que cada uno de nosotros será justo en tanto cada una de las especies que hay en él haga lo suyo, y en cuanto uno mismo haga lo suyo" (Platón Rep: 441d). La justicia es la fuerza (Suvaiiiq) que mueve el orden del alma y por lo tanto, determina su bondad. Ahora bien, ¿cómo se controla la fuerza tripartita? En el mito del "carro alado" el jinete controla las fuerzas equidistantes estableciendo el orden entre los dos caballos. De igual forma, en el alma, la razón (XoYioTiicov) controla la fuerza del valor (Oupoq). Y, a la vez, la concupiscencia (XoYioTiicov): por eso mismo, la razón manda, el valor obedece y la concupiscencia desea: "Sin que ello quiera decir que en un individuo justo, es decir equilibrado, predominen por igual tales principios, sino que los dos primeros (raciocinio y cólera; orden y obediencia) han de dominar a la concupiscencia" (Nuño, 1982; 59-60). La injusticia es por el contrario, el desequilibrio producto del empuje mayor de fuerza del caballo malo: el placer. Este análisis corrobora lo dicho arriba: el mal es una posibilidad del ser humano: la vida del alma se halla en camino hacia el orden, en el sentido de que se debe dominar la fuerza del placer que corrompe el alma por ambición del cuerpo, El valor del alma sobre el cuerpo es una característica del pensamiento platónico, y en esta dicotomía se halla el sentido del pensar en su filosofía.

El alma buena es aquella cuyas partes mantienen su orden virtual; aquella en que la razón manda y controla. De este orden virtual se desprenden las funciones de cada una de las partes del alma, es decir, sus virtudes (apetri), y su virtud esencial, la que le permitirá ser justa. La virtud de la razón será la prudencia o sabiduría (ootpia); la virtud del valor (temple o coraje) será la valentía (avSpeia): y la virtud de la concupiscencia (aquella que la llevaa dejarse dominar por las otras dos fuerzas para establecer el equilibrio) será la moderación (CTotppoauvri). La prudencia tiene que hacer que la razón actúe con inteligencia: la valentía es la fuerza necesaria para obedecer a la razón y someter a la concupiscencia, mientras que la moderación es la templanza en los placeres. Esto significa que cada parte del alma debe cumplir Justamente con su virtud, ya que si alguna no lo hace causará el desorden y, con ello, el dominio del mal. Platón dice:

—Y la justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo, al no permitir a las especies que hay dentro del alma hacer lo ajeno ni interferir una en las tareas de la otra. Tal hombre ha de disponer bien lo que es suyo propio. en sentido estricto, y se auto-gobernará, poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies simplemente como los tres términos de la escala musical: el más bajo, el más alto y el medio. Y si llega a haber otros términos intermedios, los unirá a todos; y se generará así, a partir de la multiplicidad, la unidad absoluta, moderada y armónica. Quien obre en tales condiciones, ya sea en la adquisición de riquezas o en el cuidado del cuerpo, ya en los asuntos del estado o en las transacciones privadas, en todos estos casos tendrá por justa y bella —y así la denominará— la acción que preserve este estado de alma y coadyuve a su producción, y por sabia la ciencia que supervise dicha acción. Por el contrario, considerará injusta la acción que disuelva dicho estado anímico y llamará "ignorante" a la opinión que la haya presidido. (Platón. Rep.: 443d-444a)

La función armoniosa de cada una de las virtudes que deben acompañar al alma depende de su propio conocimiento. No de un conocimiento objetivo (en el sentido de la ciencia moderna), sino de una meditación, porque sólo mediante un proceso tal, en que el alma se vuelva a sí misma, es como se puede fincar el camino hacia io verdadero; es decir, hacia su propio ser, ya que. en sí misma, tiene la verdad de lo idéntico (el alma contempló antes de caer en el cuerpo el mundo de las Ideas en el (Tojtoqoupavoq)). Esta meditación no es el pensamiento que piensa algo externo, sino el pensamiento consigo mismo (Platón, Fed.: 79c-d), Por ello el alma posee en sí el conocimiento del Bien, Platón considera que así como la vista está en el ojo. La ciencia dialéctica (único conocimiento verdadero) está en el alma. El ojo sale de la penumbra sólo si hay luz y el alma se conoce únicamente cuando es dirigida por la Idea suprema del Bien. En este sentido, no se trata de hacer una ciencia o de establecer un canon del conocimiento de las virtudes, sino de ser virtuoso, es decir, educar (conducir) aquello que en nosotros ya está de antemano posibilitado.

Por lo tanto, somos ya virtuosos en potencia, pues la virtud está en el alma, y sólo es necesario ejercer su esencia para tener un alma justa. La virtud no se puede enseñar, y educarla es conducirla hacia su propia realización. El bien no se enseña: se educa.

2.       El conocimiento del Bien

Lo que da sentido al orden del alma, a la justicia y a las virtudes del alma, así como a todo lo existente, es la Idea del Bien, que es el objeto del estudio supremo, y a partir de la cual, las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas... sin aquello nada nos sería de valor, así como si poseemos algo sin Bien. (Platón, Rep.: 505a-b)

Entendamos que, como Idea suprema, el Bien no es dialéctico en el sentido de que l) por ser la Idea suprema absoluta nada está más allá de ella que se le compare; 2) es omniabarcadora y, 3) no tiene contrario; es decir, no es lo mismo lo bueno que el Bien, pues éste posibilita lo bueno, pero también nos permite dar razón del mal. Quien conoce el Bien dará razón de io bueno, pero también de lo malo, del  mal: en cambio, quien se halla en el mal no puede dar razón ni de lo bueno ni de lo malo.

Más allá de toda acción buena o mala, el Bien es absoluto y de ninguna manera relativo. El Bien ha sido conocido, afirma Platón, antes que el alma cayera en el cuerpo o tumba del alma; ahora sólo tenemos una reminiscencia del Bien, que nos guía al orden.

Conocer la Idea del Bien significa recordar la contemplación: algo ya sabemos del Bien. Toda aquella alma que no haya contemplado la verdad tomará cualquier figura material, menos la humana: por lo mismo, no podrá conocer. El alma humana. por otra parte, al haber contemplado las Ideas, estando en vida en este mundo material, podrá recordar lo visto en el mundo supra-celeste y acercarse a la verdad (Platón, Fedro: 249b-d. y Fedón, ll-Ti). El conocimiento del Bien no sólo tiene como fin hacer sabio al hombre, sino hacerlo, ante todo, un hombre de bien. Para ser sabio se necesita primero conocerse a sí mismo, porque el conocimiento no lo es de afuera, sino que está en uno mismo (Platón. Fedro: 229e).

La Idea de! Bien conduce a la comprensión de la unidad de las Ideas en un sistema relaciona! De significados: es decir, al orden ontológico que guía el conocimiento de la verdad. Platón subraya que el alma debe acopiarse a este orden ontológico, del cual deviene ei conocimiento del Bien. Dicho orden está plasmado en el alma, a manera de imagen, pero al haber caído en el cuerpo material se ha olvidado. Por eso es necesario un acto de introspección para recordarlo (reminiscencia), comprenderlo y ponerlo como guía de la existencia.

Esto refleja el acto dialéctico por el cual, como modo de acceso a ia comprensión de la Idea del Bien, el alma asciende a la verdad de su existencia. Jean Wahi interpreta esto en Platón de la siguiente manera: "Hay pues, un diálogo infatigable del alma, diálogo del alma consigo misma, cuando intenta adueñarse de la verdad o, mejor, adaptarse a ella.

En especial, el Fedro tiene como finalidad, en cuanto es paradójicamente superior a todo escrito, una comunicación viva del alma con el alma". (Wahl. 1990.2: 149)

En ese sentido, el conocimiento de la virtud es un don divino, cuya posibilidad de ser descansa en el diálogo del alma consigo misma para dilucidar el orden "celestial" de la verdad del ser de las Ideas, modelo de toda realidad y sustento de todo orden sensible y particular.

Ahora bien, ¿cómo es posible el conocimiento del mal? ¿Es el mal una Idea? ¿Por qué se comete el mal?

3.       La ignorancia como causa del mal (Taldaoia))

Platón piensa en la existencia de dos mundos: el inteligible y el sensible: uno. imagen, y otro, modelo; uno, sombra, y el otro. luz. En el primero, por ser imagen, sólo se conocen apariencias; en el segundo, los objetos verdaderos de éstas. El mundo-imagen carece de ser verdadero; es un "no-ser" que para existir depende de su modelo. El mundo de la luz "es", existe sin ser imagen, su ser es en si. El mundo de las sombras, por ser no-siendo, se halla en constante cambio, no permanece quieto; por eso se encuentra sujeto al constante devenir. El mundo de la luz, por el contrario, al ser en sí. Por implicar su propio ser, permanece fuera del mundo del devenir; su ser es captable. Asimismo. Platón considera que el mundo inteligible, el de las Ideas, modelo del mundo del devenir, está fuera de todala realidad sensible, el Tortoi; del mundo-modelo no es el que percibimos, pues está fuera del alcance de nuestros sentidos; trasciende la realidad sensible. Existe no a manera de concepto en la mente de los hombres, como lo consideraba Sócrates, o como formas universales presentes en las cosas informándolas, como pensaba Aristóteles, quien criticó fuertemente en su Metafísica la separación y la doctrina de las Ideas trascendentes de Platón, diciendo: "Sócrates, sin embargo, no separaba los universales ni las definiciones. Pero otros los se pararon denominándolos «ideas de las cosas que son»" (Aristóteles Met. Xlll, 4, 1078b30).

Efectivamente. Platón separó (xtopiapo) los dos mundos: el de la opinión y el de la ciencia; el de lo sensible y el de lo inteligible. El mundo inteligible trasciende lo sensible al ser en si llamado Idea (apzai): por ello queda, de un lado, el mundo de

las ideas, y del otro, el de lo sensible. El nos sitúa en el plano del no-ser alejados en el presente del ser de las Ideas. ¿Cómo es posible, entonces, actuar con conocimiento, aunque sea inconsciente, en este mundo de! no-ser? Platón concibe un nuevo xcúpiapoi; del alma con respecto al cuerpo: el alma es a lo inteligible lo que el cuerpo es a lo sensible. El cuerpo contiene los sentidos: vista, tacto, etcétera, y su alcance se reduce, por consiguiente, a lo sensible, en que no hay conocimiento científico sino opinión. El alma es lo incorpóreo, se mueve a sí misma: por ende, "si esto es así, y si lo que se "mueve a sí mismo no es otra cosa que el alma, necesariamente el alma tendría que ser ingénita e inmortal” (Platón. Fedro: 246a). El alma da la vida: es la causa de la vida del cuerpo e Inmortal e invisible, y el contacto con la realidad del ser. Pues su naturaleza es de la misma índole del ser; luego entonces, conoce el ser de la Idea y, a la vez nos permite dar razón de las imágenes sensibles de este mundo.

Existen pues dos mundos: el del ser y el del no ser-siendo; pero no otro: el de la nada, que no es ni luz ni sombra y, del cual, nada se puede decir ni pensar; de la nada, nada se puede conocer. Del mundo del no ser-slendo es posible un modo de conocimiento inferior, pues su cualidad de no-ser; al no permitirle la estabilidad, lo aleja del verdadero ser y sólo es posible conocerlo alejadamente como entre sombras y en medio del caos. Del ser sí es posible el conocimiento en cuanto es presencia en sí, capaz de ser captada por el pensamiento. El ser se duplica en dos planos: el verdadero y el no verdadero (pero existente). El conocer, por lo tanto, deberá duplicarse en verdadero y no-verdadero (pero existente). La diferencia entre el ser y el no-ser (que no es la nada en el pensamiento de Platón), no está en la existencia y la no-existencia (a la manera en la que Parménides concebía el Ser distinto del no Ser como la nada), sino en el grado de verdad. El ser contiene en sí mismo su verdad; pero el no-ser carece de ésta; de ahí que al conocimiento del no-ser no pueda denominársele como tal. Platón llama al modo de conocimiento del no ser opinión, y al que trata sobre el ser, ciencia.

Ahora bien, ¿qué pasa con la nada, de la cual nada se puede saber? La opinión es una creencia no demostrada, injustificada, de tal forma que puede ser, porlo tanto, opinión verdadera o falsa. Así. el conocimiento sólo puede ser de algo, no de nada.

Entonces, cuando se tiene una opinión verdadera conocemos algo, aunque no seamos conscientes de ello; pero cuando tenemos una opinión falsa, creemos saber algo, cuando en realidad no sabemos nada, y entonces nos equivocamos, erramos. No acertamos con algo, sino con nada. Por ejemplo, en un acto una persona puede realizar una acción buena sin saber que lo es, no es consciente de ello; por el contrario, alguien puede realizar una acción mala creyendo que es buena, y esto lo lleva a errar su acto, y por lo tanto se conduce por el mal; es el desequilibrio de su acción con respecto a su propio bien. En un ejemplo concreto podemos decir que si un ladrón roba por ignorancia, pensando en su propio bien, equivoca el camino. Para el ladrón, robar es bueno porque le causa un beneficio, cuando en realidad se perjudica al desequilibrar la justicia de su alma. Quizás el cargo de conciencia, una condena o la pérdida de la propia vida sean el resultado de su acción. En ese sentido, la opinión que busca el no-ser puede acertar en el bien, pero lo más seguro es que lleve al alma a la ruina al encaminarla a la nada. En el Protágoras, Platón afirma:

—¿Qué entonces? ¿Ignorancia llamáis a esto: a tener una falsa opinión y estar engañados sobre asuntos de gran Importancia? (Platón, Protágoras: 358c).

La ignorancia es entonces el origen de todos los males. Someterse al placer del cuerpo y las rique zas es la mayor ignorancia (Platón, Protágoras: 357d), y la ignorancia es la causa de! mal. Pues conduce a las malas acciones. El alma tiene dos modelos a los cuales seguir; el divino y el ateo.

Los hombres sabios se asemejan al modelo divino de felicidad y los ignorantes al modelo ateo de in felicidad; por ello, cuando mueran, las almas buenas e inteligentes se purificarán en el mundo de las almas, y las almas malas e ignorantes vivirán en la materia de acuerdo con su semejante: el mal (Platón, Teeteto: 176e-177a). El sabio es el virtuoso, mientras que el vicioso es un ignorante.

Por eso, antes de iniciar la búsqueda dei camino hacia las ideas. Platón prevé no caminar en sentido contrario. Se trata de ir en pos del ser, no del no-ser.

Podemos ir tras el no-ser y en un momento determinado confundirnos hasta perdernos lejos, en la nada, lo que significaría la ruina dei pensamiento. Nos referimos a la nada absoluta: to priSaptoq ov (lo que no es en modo alguno), no al no-ser: to pq ov, que existe como apariencia (Platón. Sofista: 237b y ss) [2].

De ello se desprende, una relación ya establecida: la ignorancia es a la nada lo que la opinión es al no-ser y la ciencia al ser. La ignorancia es una enfermedad del alma (Platón. Timeo: 86b-c). Ignorar significa creer que se sabe, cuando en realidad no se sabe; es decir, lo que se cree saber está ausente de ser, de orden, no sólo no es el ser, sino aún más, no es el no-ser. Sobre el ser hay ciencia, sobre el no-ser hay opinión, pero creer conocer el ser cuando no es ni el ser en sí, ni el no-ser que existe, es tener ausencia de ser y de no-ser, y, por lo tanto, es ignorancia. Platón la define en este sentido:

EXTR.- Me parece ver una forma de ignorancia muy grande, difícil y temida, que es equivalente en importancia a todas las otras partes de la misma.

TEET.- ¿Cuál es?

EXTR.- Creer saber, cuando no se sabe nada. Mucho me temo que ésta sea la causa de todos los errores que comete nuestro pensamiento.

TEET.- Es verdad.

EXTR.- Y creo que sólo a esta forma de ignorancia le corresponde el nombre de ausencia de conocimiento. (Platón, Sofista: 229c)

Por eso mismo yerra el ignorante, ya sea en el plano de la opinión o en el de la verdad; al creer que sabe cuando no sabe nada, vive engañándose en asuntos de gran importancia. "La acción que yerra por falta de conocimiento sabéis vosotros, sin duda, que se lleva a cabo por ignorancia" (Platón, Protágoras: 357d-e). Lo peor que puede sucederle a quien se enferma de este terrible engaño es no dar se cuenta, y creer que no necesita del verdadero conocimiento; tan seguro está de su saber que no capta cómo es que su pensamiento no trata con ningún tipo de ser: ya sea el ser verdadero o el no ser siendo. En ese sentido:

los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta; en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar. (Platón, Banquete: 204a)

Sólo dos seres no desean el saber: tos sabios que ya lo poseen y los ignorantes que creen poseerlo; el único deseoso del saber es el amante de la sabiduría: el filósofo.

La ignorancia es una enfermedad: carencia de razón; toda enfermedad es carencia, como la enfermedad del cuerpo es carencia de salud. Ahora bien,la ignorancia no es un mal voluntario sino involuntario. El mal se comete por ignorancia, por eso es involuntario. Jean Wahl da una interpretaciónexacta: "El alma que posee la fuerza y la ciencia nopodrá hacer voluntariamente el mal, porque la virtud es una ciencia, la ciencia del bien. El hombre justo no puede, por tanto, mentir voluntariamente, no puede hacer voluntariamente el mal." (Wahl, 1990.2:53)

La posibilidad del conocimiento requiere ante todo alejarse de su propia ausencia. La ignorancia es el virus cuyo efecto no sólo obstaculiza la verdad: por sus consecuencias, termina siendo negada en la nada del ser. Causa del error y del mal, la ignorancia es el punto de partida de cualquier posibilidad como precaución, ante todo, quien busca la verdad debe reconocer que lo único que sabe es que no sabe; he aquí el principio del conocimiento y del bien.

Así, 1) la ignorancia es ausencia de conocimiento: creer saber lo que no se sabe; 2) la ignorancia es causa del error en el conocimiento; 3) la ignorancia es causa del mal, y 4) la ignorancia es la causa del desorden que el alma pueda tener en sí misma. Para aliviar la ignorancia se tiene una técnica de enseñanza llamada educación.

4.       Mala y buena educación

La educación en el Bien tiene por objetivo el acto bueno para diferenciarlo del acto malo. Dos son los tipos de educación para curar la ignorancia: 1) la amonestación, la cual resulta poco efectiva, y la nmSeia o educación por argumentos, en la cual el educando analiza su saber erróneo o falso y se hace consciente de ello al eliminar el mal que no le permitía adquirir el conocimiento del Bien, de lo Bueno, de lo Justo, e inclusive del Mal. En otras palabras, purifica su alma (Cfr. Platón, Sofista: 230bd). Platón concibe la educación como un dirigir o una orientación del alma: llevarla hacia su propia estabilidad. No es la educación, de ninguna manera, un proceso de adquisición de conocimientos; es conducir el alma hacia la búsqueda y contemplación del sentido relacional de las Ideas en pos de un orden ontológico: desde lo que deviene hasta lo que es (Platón. República: 518d y 521c). Por ello, la educación de los jóvenes virtuosos puede corromper su alma cuando es una mala educación; es decir, cuando los educadores pretenden que el educando sea comoellos quieren que sea, y no le permiten ser él mismo. Refiriéndose a los sofistas.

Platón dice que éstos basan su educación en el no ser, en las mentiras. (Platón, República: 491e-492b)

El conocimiento del Bien se logra conforme más se separa el alma del cuerpo. De tal forma que debemos educar primero el alma, para que posteriormente se eduque el cuerpo. Lo que no es posible. asegura Platón, es que el cuerpo eduque alalma. Lo primordial en la doctrina filosófica dePlatón es la superioridad del alma sobre el cuerpo.

Un cuerpo bien constituido puede ser un cuerpo no virtuoso, pero para que lo sea, es necesario, ante todo, que su alma sea justa y bondadosa. Así, el conocimiento de la Idea del Bien y de la Justicia hará que las virtudes de cada una de las partes del alma se realicen justamente en su esencia. Un alma buena posibilita un buen cuerpo, pero por su carácter sensible, jamás un buen cuerpo puede hacer a una alma buena. Por lo tanto, primero se debe educar en el conocimiento del Bien que es el conocimiento y ejercicio de las virtudes del alma.

Conclusión

La concepción del mal en Platón señala que el mal es producto de la ignorancia, la cual tiene su origen en el error, en el desorden, Pero dicha ignorancia tiene solución posible en la educación. Educar significa sacar de la ignorancia. Sin embargo, este educar no es enseñar un cúmulo de conocimientos, sino un ejercicio de introspección en que el educando, por sí mismo, posibilite la condición de su saber. Saber es recordar, no recibir un sistema de conocimientos elaborados, pues esto sólo permite encubrir aun más la Ignorancia, que es ausencia de conocimiento de sí mismo, no de ciencia objetiva. Por eso. toda educación que busque enseñar el valor como un ente científico objetivo obstaculiza el verdadero sentido del valor. Los valores no se imponen, se ejercitan en la medida que la persona es libre de ejercer su posibilidad de ser. ¿Qué busca la educación actual?, ¿acaso imponer la verdad del valor o bien quitar un obstáculo al pensamiento humano? Más; ¿es esto lo que Platón pretende con su concepto de educación como liberación del mal?

Rubén Mendoza Valdés, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Melling (1991: 111), dice; "El alma es la fuente del movimiento que se mueve a sí misma. Esta noción puede parecer extraña a un lector moderno de Platón, pero para un ciudadano de su propio tiempo le parecería completa mente familiar. La palabra griega psychc. que nosotros podemos muy bien traducir en muchos pasajes por «alma" o «principio vital», posee en el pensamiento griego clásico una permanente asociación con la idea de movimiento; la capacidad de moverse es una característica propia de los seres vivos".

2   Cabe aclarar ios términos lo on (ser), to on (ser), y TO nn^auoxi ov (de ninguna manera, o sea lo que ni siquiera participa del ser. ni aún del devenir: es la nada absoluta. lo absolutamente contrario al ser).

Juan Luis Lorda

En el Concilio Vaticano II se recogió y se hizo mucha teología. Fueron tres años de trabajo de numerosos expertos y obispos para pensar la fe (“fides quaerens intellectum”) con el objetivo propuesto por Juan XXIII: explicar mejor el mensaje de la Iglesia al mundo moderno

Philip Goyret

A muchos sorprende la afirmación del Credo que dice que la Iglesia es santa, cuando los defectos y pecados de sus miembros, incluidos los de sus dirigentes, son bien visibles. Para entender bien el alcance de esta expresión es útil acudir a la historia, desde sus orígenes patrísticos hasta los documentos del último Concilio

Redacción corazones.org

Los Documentos Pontificios son todos importantes ya que todos tienen como autor al Papa. La importancia del documento no se deduce tanto de su clasificación (Encíclica, Constitución Apostólica, etc.) como de su contenido:

·         Cartas Encíclicas

·         Epístola Encíclica

·         Constitución Apostólica

·         Exhortación Apostólica

·         Cartas Apostólicas

·         Bulas y Breves

·         Motu Proprio

Cartas Encíclicas

Del Latín Literae encyclicae, que literalmente significa "cartas circulares". Las encíclicas son cartas públicas y formales del Sumo Pontífice que expresan su enseñanza en materia de gran importancia. Pablo VI definió la encíclica como "un documento, en la forma de carta, enviado por el Papa a los obispos del mundo entero".

-         Las encíclicas se proponen:

-         Enseñar sobre algún tema doctrinal o moral

-         Avivar la devoción

-         Condenar errores

Informar a los fieles sobre peligros para la fe procedentes de corrientes culturales, amenazas del gobierno, etc.

Por definición, las cartas encíclicas formalmente tienen el valor de enseñanza dirigida a la Iglesia Universal. Sin embargo, cuando tratan con cuestiones sociales, económicas o políticas, son dirigidas comúnmente no solo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta práctica la inició el Papa Juan XXIII con su encíclica Pacem in terris (1963). En algunos casos, como el de la encíclica Veritatis splendor (1993) de Juan Pablo II, el Papa solo incluye en su saludo de apertura, a los Obispos, aunque él pretenda la doctrina de la encíclica para la instrucción de todos los fieles. Esto tiene su razón de ser en el hecho de que los Obispos son los Pastores que deben enseñar a los fieles la doctrina.

Debido al peso y la verdad que contienen, todo fiel debe concederle a las encíclicas asentimiento, obediencia y respeto. El Papa Pío XII observó que las encíclicas, aunque no son la forma usual de promulgar pronunciamientos infalibles, si reflejan el Magisterio Ordinario de la Iglesia y merece ese respeto de parte de los fieles (Humani generis, 1950)

El título que se le da a la encíclica se deriva de sus primeras palabras en latín. Por ejemplo la encíclica del Papa Pablo VI sobre la inmoralidad de la contracepción, se tituló Humanae vitae, (Vida Humana).

Breve Historia:

La encíclica es una forma muy antigua de correspondencia eclesiástica, que denota de forma particular la comunión de fe y caridad que existe entre las varias "iglesias", esto es, entre las varias comunidades que forman la Iglesia.

A principios de la Iglesia, los obispos frecuentemente enviaban cartas a otros obispos para asegurar la unidad en la doctrina y vida eclesial.

-         -Benedicto XIV (1740-1758), revivió la costumbre, enviando "cartas circulares" a otros obispos. Estas cartas papales tocaban temas de doctrina, moral o disciplina, afectando a toda la Iglesia.

-         -Con Gregorio XVI (1831-1846), el término "encíclica" se hizo de uso general.

-         -León XIII (1878-1903), excedió por más del doble el número de encíclicas escritas de su predecesor Pío IX (1846-1878), con 75 encíclicas en total. León XIII también cambió el énfasis del tono de las encíclicas, el cual había sido preeminentemente condenatorio. El comenzó a esbozar una idea rápida, de forma positiva, de como la Iglesia debía responder a los problemas concretos, especialmente en el orden ético-social. El acercamiento innovador de León XIII, popularizó las encíclicas como puntos de referencia, no solo para la doctrina Católica pero también, para muchos programas de acción.

-         -El Papa Juan Pablo II ha escrito hasta hoy (1999) 13 encíclicas, todas ellas unas joyas que iluminan las doctrinas y valores morales más importantes.

En los Pontificados del siglo XX, el número de encíclicas publicadas ha variado ampliamente:

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Tipos de Encíclicas

De acuerdo a la materia de que tratan, las encíclicas pueden ser:

1. Encíclicas Doctrinales

Desarrollan extensamente la doctrina que el Papa propone en la misma. Muchas de estas han marcado significativamente la vida de la Iglesia. Entre las más recientes están:

-         Mistici corporis Christi (1943), del Papa Pío XII, sobre la Iglesia como el Cuerpo Místico de Cristo.

-         Divino afflante Spiritu (1943), del Papa Pío XII, promoviendo los Estudios Bíblicos.

-         Mediator Dei (1947), del Papa Pío XII, sobre la Sagrada Liturgia.

-         Mysterium fidei (1965), del Papa Pablo VI, sobre la Eucaristía.

-         Redemptor hóminis (1979), del Papa Juan Pablo II, sobre la redención y la dignidad del hombre.

-         Dives in misericordie (1980), del Papa Juan Pablo II, sobre la Divina Misericordia.

-         Dominum et vivifiantem (1986), del Papa Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo.

Algunas buscan clarificar opiniones teológicas erróneas explicando el error y enseñando la doctrina ortodoxa:

-         -Humani generis (1950), del Papa Pío XII, lidió con falsas opiniones que amenazaban socavar los fundamentos de la doctrina Católica.

-         -Humanae vitae (1968), del Papa Pablo VI, reafirmó la enseñanza de la Iglesia sobre la contracepción.

-         -Vertatis splendor (1993), del Papa Juan Pablo II, trata sobre las cuestiones fundamentales de la teología moral, advirtiendo sobre los peligros presentados por las teorías morales del consecuencialismo y el proporcionalismo. Para combatir estas opiniones, del Papa Juan Pablo II, enfatizó la enseñanza tradicional de que algunos actos, en sí mismos, son "intrínsecamente malos".

-         -Evangelium vitae (1995), del Papa Juan Pablo II, profundizó sobre la enseñanza de la Iglesia acerca de la defensa y dignidad de la vida humana.

Otros documentos del magisterio ordinario que han tenido un gran impacto en la vida de la Iglesia son las llamadas "encíclicas sociales". Desde el final del siglo XIX, los Papas han formulado una doctrina social que ha enriquecido la tradición de la Iglesia. Mientras que son articuladas en diferentes maneras y aplicadas a varios problemas, el corazón de las enseñanzas de los Papas ha sido la defensa de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios.

2. Las encíclicas sociales:

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3. Encíclicas Exhortatorias

Algunas encíclicas tratan específicamente sobre temas más espirituales. Su propósito principal es ayudar a los católicos en su vida sacramental y devocional. Al no estar enmarcadas en vista a una controversia doctrinal o teológica, estas encíclicas expanden la dimensión del misterio Cristiano, como una ayuda para la Piedad.

Ejemplos de éstas encíclicas son:

-         Haurietis aquas (1956) del Papa Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón

-         Redemptoris mater (1987) del Papa Juan Pablo II, sobre el papel de la Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina.

4. Encíclicas Disciplinares

De vez en cuando, hay encíclicas que tratan cuestiones particulares disciplinarias o prácticas.

Ejemplos de estas son:

-         Fidei donum (1957) del Papa Pío XII, esta comenzó la transferencia de muchos sacerdotes a las tierras de misión.

-         Sacerdotalis caelibatus (1967) del Papa Pablo VI, que reafirmó la tradición latina del celibato sacerdotal.

Epístolas Encíclicas

Difiere muy poco de las cartas encíclica. Las epístolas son poco frecuentes y se dirigen primariamente a dar instrucciones en referencia a alguna devoción o necesidad especial de la Santa Sede. Por ejemplo: algún evento especial, como el Año Santo.

Constitución Apostólica

Estos documentos son la forma más común en la que el Papa ejerce su autoridad "Petrina". A través de estas, el Papa promulga leyes concernientes a los fieles. Tratan de la mayoría de los asuntos doctrinales, disciplinares y administrativos. La erección de una nueva diócesis, por ejemplo, se hace por medio de una Constitución Apostólica.

Mientras que al principio, dichas constituciones enunciaban normas legales y continúan siendo principalmente documentos legislativos, tienen ahora frecuentemente un fuerte componente doctrinal. Pertenecen al magisterio ordinario del Papa.

Ejemplos:

-         Sacrae disciplinae (1983), del Papa Juan Pablo II, en la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico.

-         Pastor bonus (1988), del Papa Juan Pablo II sobre el ministerio y organización de la curia romana.

-         Fidei depositum (1992), del Papa Juan Pablo II, en la promulgación del Catecismo Universal de la Iglesia Católica.

Exhortación Apostólica

Estos documentos generalmente se promulgan después de la reunión de un Sínodo de Obispos o por otras razones. Son parte del magisterio de la Iglesia.

Exhortaciones apostólicas post-sinodales son:

-         Evangelli nuntiandi (1975) del Papa Pablo VI, sobre la Evangelización del mundo moderno.

-         Catechesi tradendae (1979) del Papa Juan Pablo II, sobre la catequesis.

-         Familiaris consortio (1984) del Papa Juan Pablo II, sobre el papel de la familia cristiana.

-         Reconciliatio et paenitentia (1984) del Papa Juan Pablo II, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia.

-         Redemptoris custos (1989) del Papa Juan Pablo II, en la persona y misión de San José en la vida de Cristo y la Iglesia.

Carta Apostólica

Estos documentos son cartas dirigidas a grupos específicos de personas. Estas también pertenecen al Magisterio Ordinario.

-         Cartas Apostólicas son:

-         Carta apostólica a los jóvenes del Mundo, Juan Pablo II (1985).

-         Carta Apostólica a las Mujeres, Mulieris dignitatem, Juan Pablo II (1988).

-         Carta Apostólica a las familias, Juan Pablo II (1994).

-         Carta Apostólica Tertio milenio adveniente, Juan Pablo II (1994), sobre la preparación del Jubileo del año 2000.

-         Carta Apostólica Dies Domini, Juan Pablo II (1998), sobre el Día del Señor.

 Bula

Historia:

Desde el siglo sexto en adelante, la cancillería papal usó un sello de plomo o de cera para autentificar sus documentos. La bula era inicialmente un tipo de plato redondo que se aplicaba a los sellos metálicos que acompañaban ciertos documentos papales o reales.

Alrededor del siglo XIII, empezó a significar no solo el sello en sí mismo, sino el documento per-se. Desde ahí hasta el siglo XV, la bula era un término amplio que designaba la mayoría de los documentos papales.

Durante el pontificado del Papa Eugenio IV (1431) comenzó un cambio. Ya existía una delineación de documentos papales, por ejemplo, en el 1265 el Papa Clemente IV escribió a un sobrino y usó, no una bula sino un sello de cera que tenía la impresión del anillo del pescador.

El Papa Eugenio IV, efectuó cambios administrativos para remplazar el sistema de bulas con una variedad de documentos, siendo el más notable el "breve apostólico".

Las bulas continuaron siendo utilizadas, sin embargo, en ciertos momentos en conjunción con los breves. Un ejemplo de este caso fue bajo el pontificado del Papa Julio II (1503-1513), quien primero otorgó un breve concediendo la dispensación al Rey Enrique VIII de Inglaterra para casarse con Catalina de Aragón y luego otorgó una bula.

Por costumbre la bula tiene una inscripción en la cual el Papa utiliza el título Episcopus Servus Servorum Dei (El Siervo de los Siervos de Dios). Este título fue adoptado por el Papa San Gregorio I (Magno; 590-604). Se popularizó su uso en el 1800.

Una colección de bulas es llamada "bullarium".

Algunos documentos papales reciben el nombre de bula de forma equivocada. Un ejemplo es la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus (1950), promulgada por el Papa Pío XII cuando definió el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen a los Cielos. Este documento es llamado frecuentemente con el nombre de "bula".

Motu Proprio

Son documentos papales que contienen las palabras "Motu proprio et certa scientia". Significa que dichos documentos son escritos por la iniciativa personal del Santo Padre y con su propia autoridad. 

Ejemplos:

Carta Apostólica dada en forma de Motu Proprio Ad tuendam fidem (1998) de Juan Pablo II, con la cual se introducen algunas normas en el Código de Derecho Canónico y el Código de Cánones de las Iglesias Orientales.

Es conveniente notar que solamente la enseñanza dirigida a toda la Iglesia Universal expresa el Magisterio Ordinario en su sentido pleno. Los discursos Ad limina, dados a los obispos de una región particular y los discursos dados durante las visitas a los diferentes países, no pertenecen, en el mismo grado, al Magisterio Ordinario como aquellos discursos dirigidos a la Iglesia Universal.  Sin embargo hay que notar que cuando el Papa enseña, aunque sea a una región particular, frecuentemente se refiere a verdades que con anterioridad pertenecen al magisterio. 

El Papa, con mucha frecuencia, trata cuestiones sociales, económicas y políticas específicas con el propósito de derramar sobre las mismas la luz del Evangelio. Aparte de enseñar ciertos principios morales, también usualmente recomiendan formas de acción práctica. Estas últimas proposiciones merecen respetuosa consideración, pero no llaman al ejercicio del asentimiento religioso de la misma manera que lo exige la enseñanza en fe y moral. Los católicos son libres para presentar soluciones prácticas alternativas, siempre y cuando acepten los principios morales expuestos por el Papa. En todo caso la autoridad del Papa merece profundo respeto.

Por ejemplo, el apoyo de su S.S. Juan Pablo II para que se de una compensación financiera a las madres que se quedan en el hogar cuidando de los hijos que sea igual a la de otros tipos de trabajos realizados por las mujeres, o su petición de que se cancele la deuda externa de los países del Tercer Mundo, como una forma de aliviar su pobreza masiva, caen dentro de esta categoría. Lamentablemente, muchos católicos abusan la libertad para rechazar el magisterio. Hay corazones que sólo buscan reducir al mínimo lo que tienen obligación de asentir y no se abren a toda la sabiduría que Dios otorga a través del Papa. Al final de ese camino, aun lo esencial se va secando y abandonando.

Referencias:

1. Catholic Encyclopedia, Rev. Peter M.J. Stavinskas, Ph. D., S.T.L.; pg. 87; 353.

2. The Catholic Encyclopedia, Robert C. Broderick; pg. 46; 188.

3. The Sheperd and the Rock, Origins, Development and Misión of the Papacy by J. Michael Miller, C.S.B.; pg.173-175; 177-179.

Redacción de corazones.org/

Mariano Facio

Un 2 de octubre de hace noventa años

En la vida de muchas personas hay un momento clave, en el que se cae en la cuenta de cuál es el sentido de su existencia: todas las experiencias vividas con anterioridad se ponen en orden, y aparece clara una situación en el mundo, una más profunda identidad. Como cuando se termina de armar un rompecabezas: las piezas aisladas, aparentemente sin sentido, adquieren su razón de ser al verlas colocadas en su sitio, formando parte de la figura final.

La historia sagrada ofrece muchos ejemplos de ese momento clave: en ellos se hace patente la propia vocación. Recordemos a Moisés en el Monte Sinaí (Ex 3, 1-3), o a Leví en la mesa de recaudación de impuestos, cuando Cristo lo llamó (Mt 9, 9-13). Uno de estos momentos, emblemático, es el encuentro de Saulo con Jesús resucitado en el camino a Damasco (Hch 22, 6-16). A partir de allí, su vida cambió de rumbo y se llenó de sentido.

San Josemaría dijo alguna vez que Madrid  había sido su Damasco [1]. El Señor había ido preparando con anterioridad su alma: a partir de su adolescencia le hacía sentir en lo íntimo de su corazón que le quería para una misión especial. Era lo que llamaba “barruntos”.  El joven Josemaría se mostraba disponible, abierto a lo que el Señor le pidiera, sin saber a ciencia cierta en qué consistía dicha voluntad. Por eso se hizo sacerdote y pedía insistentemente que se convirtiera en realidad aquello que intuía, sin verlo claramente. Le repetía a Jesús, como el ciego Bartimeo: Domine, ut videam! —¡Señor, que vea!—, e imploraba a la Virgen: Domina, ut sit! —¡Señora, que sea!—.

El momento clave, el “encuentro decisivo” tuvo lugar el 2 de octubre de 1928, mientras realizaba un retiro espiritual en el convento de los Paúles de la capital española. En esas circunstancia, recibió una gracia de Dios, que le “iluminó” sobre el proyecto que Dios había preparado para él. Ese día, las piezas del rompecabezas de su vida tomaron forma y color. Los “barruntos” cobraron definitiva coherencia y alcance [2].

¿Cuál era el contenido de esa “iluminación”? ¿Qué es lo que “vio” —habitualmente utilizaba ese verbo para referirse a esta experiencia espiritual— el 2 de octubre? San Josemaría siempre fue parco al explicar su “momento clave”. En las anotaciones que realizaba para su propia vida interior —los llamados Apuntes íntimos— dejó escrito: «Cristo nuestro Rey ha manifestado su deseo».

A continuación, se especificaba dicha voluntad: «Estando nosotros siempre en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de todo, ¡santos!» [3]. El contenido fundamental de la luz recibida ese día, en palabras del beato Álvaro del Portillo, principal confidente de su vida, era «que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado o condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece   la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes» [4]. Con una bella expresión, percibía que se habían abierto «los caminos divinos de la tierra» [5].

A partir de entonces, su vida se identificó con su misión: difundir el mensaje de la llamada universal a la santidad en medio y a través de las circunstancias ordinarias de la vida. En una carta dirigida a sus hijos, escribía: «Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas —y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas—, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo» [6]. Pocos años antes había escrito: «Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Lc V, 8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea   su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado  en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a   un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro  con Cristo» [7].

Era un mensaje plenamente evangélico, pero que a fuerza de darlo por supuesto, fue cayendo en el olvido. La luz del 2 de octubre iluminaba la vida ordinaria, corriente, común, aparentemente intrascendente, de todos los hijos de Dios. Era una luz revolucionaria, destinada a ampliar sin límites los horizontes habituales de cualquier persona, sin una especial vocación a la vida religiosa o a otro tipo de consagración más allá que la del Bautismo.

Frente a la vida ordinaria se pueden mantener actitudes muy diversas entre sí. Un cuento de origen medieval narra el diálogo que sostiene un caminante con tres trabajadores que encuentra a la vera del camino. Los tres están picando piedra, bajo el duro sol de un día de verano. El caminante pregunta al primer obrero qué está haciendo. Malencarado, este le contesta:

—       Ya me ve, picando piedra y sudando la gota gorda.

Repite la pregunta obvia al segundo obrero. La respuesta no es tan evidente. Con un rostro sereno, contesta al curioso caminante:

—       Estoy trabajando para mantener a mi familia.

Por último, le llega el turno al tercer obrero, quien, esbozando una sonrisa envidiable, afirma, lleno de sano orgullo:

—       ¡Estoy construyendo una catedral!

En el mundo contemporáneo hay millones de personas que viven sin encontrar un sentido a su existencia ordinaria. El primer grupo de almas que Dante describe en el Infierno está formado por aquellos «que en vida no fueron nada» [8], es decir, los que dieron bandazos de aquí para allá, poniéndose bajo el sol que más calienta. Sin valores, ni raíces, ni estrellas que los iluminen. No han dejado huella después de su paso por la tierra. Perezosos, como el siervo del Evangelio que recibe un talento y lo esconde en lugar de negociar con él.

También existen muchas personas que contemplan sus deberes de estado —en el trabajo, en el hogar, en  la sociedad civil— como duros pesos que hay que soportar, sin entender demasiado la razón. La existencia se presenta ante ellos como algo absurdo. Albert Camus ejemplificó esta visión de la vida con la imagen de Sísifo, el personaje de la mitología clásica que debe subir hasta la cima de un monte cargando con una gran piedra. Cuando llega a la cima, la piedra cae, y Sísifo baja, vuelve a tomar la piedra, la pone otra vez sobre sus espaldas, y repite la operación una vez y otra [9]. La vida, para muchos, se identifica con esa interminable repetición de rutinas absurdas.

Otros viven según su sentido del deber, pero sin el calor y la luz que da la apertura a lo sobrenatural. Pueden ser admirables en sus virtudes, pero carecen de la atracción del que supera los estrechos límites racionales para lanzarse a la aventura de vivirlo todo por amor a Dios y a los demás.

El mensaje que el Señor quiso transmitir a través  de san Josemaría, amplía los horizontes y libera de la angustia agobiante de una visión chata de la vida, o de la frialdad que da el mero cumplimiento del deber por el deber. En el nuevo contexto de la santificación de la vida ordinaria todo cobra relieve, color, profundidad. Nada es indiferente: hasta las circunstancias más nimias pueden transformarse en un encuentro de amor. Todos podemos construir catedrales para la gloria de Dios y el servicio de los hombres. Y eso, sin salirnos de nuestro sitio, en la monotonía cotidiana. Con una imagen lograda, san Josemaría decía que estaba en nuestras manos la posibilidad de transformar la prosa diaria —aquello que hacemos todos los días, en donde si nos descuidamos se puede colar la rutina o el sinsentido— en endecasílabo, en verso heroico [10]. La vida se transforma en poesía, en una aventura de amor.

Federico Nietzsche decía de sí mismo que era dinamita [11], pues con su filosofía quería hacer saltar por los aires el sentido trascendente de la vida. La llamada a la santidad en medio del mundo, por el contrario, es una mirada que descubre el sentido trascendente en las actividades de todos los días. Los cristianos tenemos una “dinamita” mejor, una carga revolucionaria: «Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe —escribe san Josemaría en Surco—, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo» [12]. Se trata de una revolución de amor, para liberar al mundo de las fuerzas que lo oprimen, angustian y entristecen.

* * *

El 7 de octubre de 2002, san Juan Pablo  II pronunció las siguientes palabras frente a una multitud que se había reunido en la Plaza de San Pedro con ocasión de la canonización del fundador del Opus Dei, que resumen lo que hemos intentado transmitir: «San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos» [13].

Mariano Facio, en odnmedia.s3.amazonaws.com/

Notas:

1    Cfr. Carta, 2-X-1965 (Cit. en ECHEVARRÍA, J., Carta, 1-X-2008, en Cartas de familia, vol. VI, 2011, n. 64).

2     Sobre los “barruntos”, cfr. ARANDA, A., “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, 81-109.

3     Apuntes íntimos, n. 154 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, vol. I, 302).

4     DEL PORTILLO, A., Una vida para Dios: reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1992, 45-46.

5     Amigos de Dios, 334.

6     Carta, 9-I-1932, 91 (Cit. en VÁZQUEZ DE PRADA, A, El Fundador del Opus Dei, vol. I, 568).

7     Carta, 24-III-1930, 2 (Cit. en BURKHART, E.-LÓPEZ, J., Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid 2010, vol. I, 11-12).

8     ALIGHIERI, D., La Divina Comedia, Infierno, III, 62.

9     Cfr. CAMUS, A., El mito de Sísifo, Alianza, Madrid 2004.

10      Cfr. Es Cristo que pasa, 50.

11      Cfr. NIETZSCHE, F., Ecce Homo, Por qué soy un destino, párrafo 1.

12      Surco, 945.

13      S. JUAN PABLO II, Discurso a los peregrinos reunidos en Roma por la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Roma 7-X-2002.

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