H. C. F. Mansilla

Acercamiento preliminar a los fenómenos religiosos

Es muy difícil lograr definiciones adecuadas de religión, religiosidad y sentimiento religioso, definiciones que tengan, por un lado, la suficiente amplitud para aprehender fenómenos muy complejos y diversos y que, por otro, no se disuelvan en meras generalidades conocidas [2].

Determinar con precisión estos conceptos es tarea muy ardua, pero se los puede intuir de manera relativamente aceptable. Puede contribuir a ello el procedimiento de explicitarlos indirectamente a lo largo del texto, mostrando significados a veces distintos en contextos cambiantes, pero constatando también una cierta unidad de sentido, pese a la pluralidad de tiempos y culturas. Desde tiempos inmemoriales el fenómeno religioso ha denotado tantas diferencias y diversidades, que aún hoy es laborioso delimitar una temática común. Los unos perciben en él la unión mística con la divinidad, aspirando a ser partícipes inmediatos de la gracia de Dios. Los otros lo comprenden como la necesidad compulsiva de cumplir con ciertos ritos y mandamientos, bajo la amenaza de quedar fuera de la ley divina por el incumplimiento de los mismos. Algunos lo interpretan como la posibilidad de escapar del ritmo inmisericorde de la vida y sus reencarnaciones incesantes e intentan alcanzar así una especie de redención en la auto-aniquilación.

Los credos teocéntricos vinculados a las religiones occidentales no son asimilables a las grandes religiones cosmo-céntricas de Oriente: los primeros son favorables, después de todo, a la dominación del mundo y la materia por el Hombre, mientras los segundos propugnan en última instancia una comunión mística con la naturaleza y su destino insondable [3].

En un primer acercamiento se puede afirmar que mediante las religiones todas las sociedades han acariciado la esperanza de dilucidar cuestiones fundamentales, como el origen y la meta final de los seres humanos. Como lo vislumbraron los griegos clásicos, lo divino puede ser apreciado como el intento de percibir la unidad de todas las cosas en la diversidad del mundo. Ha existido en casi todos los modelos civilizatorios un esfuerzo interpretativo dirigido a descubrir un sentido que conecte entre sí los fenómenos del universo, especialmente la debilidad y brevedad de la vida humana con la fortaleza y eternidad atribuidas a los fenómenos celestiales. Al lado de la inmensa variedad de las formas y estructuras simbólicas y de los grandes sistemas filosóficos que ha creado el Hombre –muchos de ellos de carácter ateísta–, permanece siempre vivo el anhelo de comprender el sentido del universo y de nuestra existencia en él.

Las religiones, dice Werner Gephart, se han especializado en la contestación de las preguntas elementales del ser humano y, por consiguiente, en la dotación de sentido e identidad [4]. A pesar de que estas cuestiones centrales están enlazadas a menudo con un pasado mítico y con un futuro incierto, ellas preservan una nostalgia de la humanidad que no puede ser eliminada pese a los notables éxitos materiales de una modernidad exenta de preocupaciones teológicas. La religión puede haberse originado en el mencionado ámbito del mito, pero desde muy temprano ha estado conectada a la esfera del logos, de la reflexión racional, nexo que le brinda un carácter extraordinariamente interesante y fructífero, entre otras cosas para aprehender algunos de los rasgos fundamentales de los diferentes modelos civilizatorios [5]. En un texto olvidado Herbert Marcuse afirmó que la “idea de la razón” no es necesariamente antirreligiosa. “La razón deja abierta la posibilidad de que el mundo sea una creación de Dios y que    su ordenamiento sea divino y dirigido a un fin“[6]. Esto nos permite, por otro lado, postular la –relativa– inteligibilidad del universo, y, por otro, suponer que los credos religiosos todavía nos pueden brindar conocimientos razonables en varios terrenos. Pueden, por ejemplo, enriquecer el campo sociopolítico mediante reflexiones de largo aliento, indispensable para la problemática del medio ambiente. Las religiones, aseveró Octavio Paz, han constituido la respuesta a una necesidad profunda, pero apenas transmisible mediante conceptos racionales: el “regreso a esa totalidad de la que fuimos arrancados”. El anhelo de retorno a esa “patria original” [7] exhibe aspectos claramente pre-racionales porque representa una esperanza honda y perenne de los mortales, anterior a la reflexión filosófica, que también puede ser expresada como la superación de los variados fenómenos de alienación. De acuerdo a Octavio Paz, el sentimiento religioso abarca la veneración de toda la obra de la Creación, una especie de participación solidaria y fraternal que se expresa hoy mediante el designio de la protección ecológica [8].

La religión ha sido hasta ahora el proyecto más amplio y efectivo para reducir el temor básico derivado de una incertidumbre fundamental: nuestro lugar en la Creación. Y la religión puede ser considerada todavía como un designio serio y fructífero porque es algo más que una ilusión y un auto-engaño: además de reducir el terror primigenio, la fe religiosa representa un ensayo más o menos consistente de dar sentido a ciertos anhelos profundos y persistentes, como los expresados por Blaise Pascal. En el siglo XVII Pascal se dio cuenta de que el magnífico despliegue del racionalismo y el avance de las ciencias no podían satisfacer la esperanza humana de felicidad y la necesidad de una explicación en torno al sentido de la existencia [9]. Una respuesta a estas interrogantes sólo puede ser brindada por la religión, la literatura y las artes. Entre los aspectos positivos de la religión puede mencionarse, por consiguiente, un sentimiento de confianza básica en el entorno (como se tiene durante una infancia feliz), por una parte, y la posibilidad de una razonable integración en el medio ambiente social, por otra. A este concepto de religión se refiere este ensayo, y no a la moderna religión del progreso, conformada, según Erich Fromm, por la nueva trinidad de la producción económica irrestricta, la libertad individual absoluta y la felicidad personal ilimitada [10], credo que llena a sus adeptos de energía y vitalidad, pero que no les transmite ni sentido de la vida ni felicidad duradera.

Hoy podrá parecer pueril el dedicar esfuerzos teóricos al esclarecimiento del aporte que la religión y el sentimiento religioso pueden brindar a la sociedad y a la política. Pese a ello y partiendo de una perspectiva que privilegia los enfoques laterales y marginales, debemos recordar y reconstruir el valor sociopolítico de los fenómenos religiosos en (a) el campo de la protección ecológica (como se puede deducir, por ejemplo, del Génesis bíblico), (b) en lo referente a la necesidad de amor y solidaridad en las relaciones sociales (de acuerdo a planteamientos de G. W. F. Hegel) y (c) en la fundamentación de una concepción amplia y perdurable de justicia (según un teorema de Jürgen Habermas).

El amplio proceso de secularización y la crítica racionalista han devaluado considerablemente el rol que ha tenido la religión a lo largo de milenios, cuando fue el “principal arquitecto” [11] de la cultura, según la expresión de Fernando Mires. Hasta el siglo XVIII en Europa Occidental y hasta el XX en el resto del mundo no hubo probablemente ningún terreno de la actividad humana que no estuviese influido fuertemente por normativas y valores religiosos. Todavía al comienzo del siglo XIX pensadores adscritos al idealismo clásico alemán atribuyeron una importancia decisiva a la religión en cuanto fundamento de la cultura y de la identidad de los pueblos [12]. Asimismo los credos religiosos han tenido una relevancia preponderante en la conformación de la vida cotidiana, en la relación del Hombre con la naturaleza, en la formulación de las grandes obras del pensamiento humano y en las concepciones en torno a la vida bien lograda [13].

El desarrollo de las ciencias, por un lado, y las diferentes corrientes del racionalismo, por otro, han modificado fuertemente los vínculos de los seres humanos con el fenómeno religioso, y por ello la pregunta del comienzo puede parecer ahora como anacrónica y superflua, sobre todo porque la filosofía y los saberes científicos han analizado de tal modo y con tal intensidad las funciones prosaicas y manipuladoras de la religión [14], que poca gente se atreve a poner en duda los resultados generales de la crítica racionalista, desde la clásica producida durante el siglo XVIII por la Ilustración hasta aquella creación intelectual altamente refinada que es el psicoanálisis de Sigmund Freud. De acuerdo con este insigne pensador la religión sería una neurosis coercitiva, contraria a la corriente emancipadora de la razón. Tendencias muy diferentes entre sí suponen ahora que la religión es una especie de invento muy efectivo que tiene la tarea de minimizar los peligros que entraña todo contacto con la naturaleza, protegernos de la omnipotencia de la muerte y brindarnos consuelo ante las adversidades constantes de la vida. Los credos religiosos, por consiguiente, harían bien en consagrarse hoy a una tarea esencialmente privada, como el cuidado y el asesoramiento de los creyentes con dudas y problemas.

Pero, como afirma Jürgen Habermas, no podemos saber si la transposición de lo sagrado al medio del lenguaje es un proceso ya concluido o no. Todavía persiste la tarea filosófica de descubrir las energías pre-políticas y los potenciales semánticos que se encuentran en aquellas tradiciones religiosas que no han sido recuperadas aún para las prácticas sociales; habría que conducir estas herencias religiosas a un lenguaje accesible al juego discursivo de los debates y las razones públicas [15]. Por ello una filosofía que todavía quiere aprender debería fomentar el diálogo con los representantes de los credos religiosos, sin pretender que sea un juego de suma cero. Las comunidades religiosas, dice Habermas, permanecen importantes para la legitimación democrática del orden político, también después de un prolongado proceso de secularización de la esfera pública. La secularización de los credos religiosos, su transformación en un asunto privado-individual y, en general, los decursos modernizadores no habrían generado obligatoriamente una pérdida global de la relevancia de las religiones [16].

En esta constelación el breve texto presente representa un esfuerzo por compilar argumentos ya conocidos en torno a lo que la religión nos ha enseñado en el campo sociopolítico. No trata de establecer ninguna verdad definitiva, sino sólo de informar y recordar algunos aspectos acerca de una temática que no ha perdido actualidad [17]. Pese al descrédito contemporáneo de las doctrinas religiosas, debemos considerar a los sentimientos religiosos como una posible fuente de inspiración para debatir algunos dilemas del presente, puesto que una función central de la religión ha sido y es mostrar los límites y las limitaciones de nuestras actuaciones en un mundo finito y, por ende, las consecuencias nefastas de la soberbia (hybris) humana [18]. Deberíamos reconocer, por ejemplo, que el amor al prójimo, la solidaridad entre los mortales y los derechos de la naturaleza representan valores normativos de la praxis humana en todo tiempo, es decir por encima de los intentos actuales de relativizar todo valor de orientación. Hoy en día, cuando ya conocemos los resultados de la destrucción del medio ambiente y los efectos de los sistemas totalitarios –todos ellos posibilitados por el desarrollo hipertrófico de la razón instrumental–, debemos volcar la vista hacia creencias, como las religiosas, que desde muy temprano han practicado una crítica de la arrogancia intelectual y han promovido, aunque de manera muy incipiente, el cuidado del medio ambiente. El complejo desarrollo de la razón instrumental, que es, en el fondo, lo que más enorgullece a los humanos y lo que conforma la base de su dominio sobre las fuerzas naturales, se ha manifestado ahora como la principal amenaza para nuestra pervivencia en la Tierra y a largo plazo. El Hombre ha creído, desde tiempos inmemoriales, que puede disponer libre y soberanamente sobre todos los recursos naturales, y ello se revela precisamente como un error imputable a su soberbia. La precariedad de nuestra base material –que emerge en nuestros tiempos como un conocimiento traumático en medio de la evolución más exitosa de nuestra especie– nos muestra los peligros de la tríada sagrada (progreso, crecimiento, desarrollo) para el ser humano del presente. Y por ello hay que insistir en lo rescatable   de la religión para el mundo de hoy, lo que, según el gran teólogo suizo Hans Küng, se revelaría en las cuatro bases morales del orden social: la cultura de la no-violencia, la solidaridad en el ámbito económico, la inclinación hacia la tolerancia y la veracidad y la praxis de la ecuanimidad y la igualdad de derechos entre los humanos. Estos cuatro principios estarían enmarcados en uno mayor, que puede ser definido como el respeto efectivo a la vida en todas sus formas y que hoy se manifiesta, como ya se mencionó, en el proyecto de tomar en serio los derechos de la naturaleza y de resguardar el medio ambiente [19].

Aportes en el campo de la comprensión ecológica

Para comprender las raíces del designio de la protección ecológica debemos echar un vistazo a los comienzos de la reflexión filosófica y de los grandes textos religiosos. En un famoso fragmento de Anaximandro (610-547 a. C.) [20], el primero auténtico en la historia de la filosofía, encontramos un fuerte pensamiento proto-religioso, estructuralmente similar al núcleo del pecado original del Antiguo Testamento, que nos ayuda a entender la responsabilidad humana en cuestiones ecológicas. Anaximandro sostuvo que el surgimiento de las cosas produce necesariamente su declinación y desaparición, porque las cosas pagan unas a otras castigo y pena por su injusticia, según el orden del tiempo. Uno vive a costa del otro, mejor dicho: a costa de la vida del otro. Esa es la injusticia liminar [21]. Unos se comen literalmente a otros, como el ser humano, que para vivir, destruye diariamente millones de estructuras orgánicas. Es también la idea de la compensación (casi jurídica) aplicada a todo el universo, donde tiene que haber una especie de resarcimiento de daños, una indemnización inevitable en la sucesión temporal. Partiendo de este saber quasi-religioso de Anaximandro, desde muy temprano han tenido lugar una vinculación y hasta una identificación del conocimiento con la culpa. La teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, especialmente el enfoque de Theodor W. Adorno, es sólo un testimonio contemporáneo de una larga cadena de reflexiones en torno a la presencia de algo catastrófico que se transluce en la responsabilidad de los seres humanos, basada en su capacidad de conocer, por los daños y pecados que se producen contra la naturaleza [22]. La concepción del pecado original en el Génesis –pese a su irracionalismo aparente– nos obliga a reflexionar en torno a esta compleja temática. Nuestra vida se basa cotidianamente en la utilización destructiva e irresponsable de innumerables organismos vivientes y en el uso desmedido de los ecosistemas naturales. En un pasaje relativamente conocido, G. W. F. Hegel aseveró que el pecado original y la expulsión del paraíso están vinculados inextricablemente al surgimiento de la consciencia humana y al nacimiento del conocimiento racional [23], que, a su vez, están enlazados con la dominación de la naturaleza por el Hombre y con la utilización irrestricta de los ecosistemas en favor del despliegue siempre creciente de nuestra especie. La expulsión del paraíso significó el fin de la inocencia: los seres humanos dejaron atrás su naturaleza animal –su unidad primigenia con Dios– y se convirtieron en sujetos del ámbito cultural. Pero esto, como lo vio Hegel, tiene su aspecto negativo: el Hombre, al disponer libremente sobre los recursos naturales, no es consciente de los costes que su desarrollo conlleva para todos los otros seres vivientes y de los límites a los cuales su evolución está sujeta en una perspectiva de varias generaciones. A largo plazo un crecimiento infinito no podrá tener lugar en un mundo finito.

Procediendo de manera razonable, deberíamos someternos a un aprendizaje enriquecedor, pues cada instante podemos comprobar que no sabemos todo sobre el funcionamiento y las potencialidades del medio ambiente. Pero en general los seres humanos suponen que ya saben lo suficiente sobre estos asuntos y sus aspectos prácticos cotidianos, lo cual configura una manera habitual de soberbia, que no es percibida como tal a causa de su extrema difusión. En esta cuestión se anudan las temáticas de la arrogancia, el descuido de la protección ecológica y la carencia de genuina solidaridad a largo plazo, que englobe también a los ecosistemas naturales. Una de las posibilidades efectivas –si es que las hay– de restringir esta evolución negativa podría darse mediante la praxis de una fraternidad dirigida no sólo a nuestros semejantes, sino a todos los seres vivientes de la Creación. Hasta en la filosofía postmodernista gana espacio la convicción de que el futuro de las religiones se encontraría en un sentimiento efectivo de solidaridad universal y amor al prójimo (que no debería estar exento de una pizca de ironía). Si es que queda algo de la propensión clásica de la filosofía por la verdad, dice Santiago Zabala, esta última debería ser interpretada como amor al prójimo y no como búsqueda laboriosa (e inútil) de objetividad en el conocimiento, lo que constituye un ethos anti-dogmático, propio de la mejor hermenéutica religiosa y de la democracia [24].

Las reglas prácticas derivadas de principios religiosos nos brindan asimismo una pista de lo que hay que evitar en comportamientos humanos reiterativos. Casi todos los credos religiosos condenan la tendencia humana a la expansión irrestricta de sus actividades y potencialidades, lo que constituye una forma evidente de hybris convencional. El mundo actual, en cambio, celebra el activismo por el activismo, el apetito permanente por nuevas experiencias, la superación de toda frontera y de todo tabú, y todo esto en medio de la nostalgia del ser humano por algo permanente, estable y confiable. Entre las consecuencias paradójicas de este desasosiego perenne se halla la carencia de satisfacciones genuinas en casi todas las esferas del quehacer humano, incluidas, en primer término, las prácticas políticas rutinarias. Un ejemplo de esta adicción enfermiza al cambio por el cambio mismo, sin especificaciones de límites y riesgos, se puede detectar actualmente entre los militantes de corrientes progresistas, como los populistas y socialistas radicales latinoamericanos, quienes olvidan el incómodo análisis crítico y lo reemplazan por la fe en el progreso histórico ilimitado, en el crecimiento irrestricto de la estructura económica respectiva y en la continuación del saqueo convencional de los recursos naturales [25]. Todo esto tiene lugar porque olvidamos los límites del mundo finito, sin que la consideración de estos límites signifique una nostalgia por un severo ascetismo individual y colectivo y por la auto-renuncia a la esfera de los placeres [26].

La necesidad de la solidaridad en el ámbito social

Para comprender el aporte de la religión al terreno de una praxis sociopolítica adecuada, nos puede ayudar la obra enciclopédica de G. W. F. Hegel, quien trató de integrar todos los fenómenos celestes y mundanos en una gran síntesis. Su filosofía fue calificada por él mismo como la “casa del espíritu”. Presuponía la racionalidad “redonda” [27], es decir completa de la filosofía y el universo: “Lo verdadero es el todo” [28]. En nuestro contexto son particularmente interesantes sus primeros y brillantes escritos (1793-1800), en su mayoría de carácter teológico-filosófico [29], en los cuales Hegel nos muestra la importancia sociopolítica de una religiosidad basada en el amor al prójimo, la caridad, la solidaridad y el agradecimiento al Creador.

Es cierto que en toda su obra Hegel se decantó por un credo religioso fuertemente intelectualista, basado en principios éticos y en una interpretación muy diferenciada de los textos sagrados: una religión que renunciaba a milagros, ritos, instituciones y dogmas, pero esto es sólo una parte de su notable empeño. En cierta manera, Hegel continuó la obra de los grandes teólogos medievales católicos, quienes ensayaron la conocida y magna síntesis de razón y fe. También Hegel fue partidario de una religión universal, como la que predicó San Pablo, que no se restringía a determinados grupos étnicos o lingüísticos, sino que se dirigía a todos los hombres de buena voluntad [30]. Es cierto que Hegel fue muy severo con el sacerdocio y las instituciones [31] y que favoreció una enseñanza religiosa basada en una lógica discursivo-argumentativa, que estaba destinada al cerebro y no al corazón [32]. Pero al mismo tiempo enalteció al cristianismo por ser la religión del amor, la caridad y la espontaneidad [33]; celebró el valor supremo del Sermón de la Montaña; criticó duramente el formalismo y la hipocresía del antiguo judaísmo; y postuló la idea de que para los cristianos Dios es padre y hermano, y no amo y señor como en el Antiguo Testamento [34]. En estos escritos tempranos Hegel enfatizó vigorosamente el valor de lo emocional-moral, y llegó a identificar la religión con el ejercicio del amor [35]: el mortal que ama, supera la separación con la persona amada y alcanza así el “germen de la inmortalidad” [36]. El perdón de las deudas y ofensas, la práctica de la modestia, la beneficencia y la fraternidad y la superación del formalismo adquieren en su teoría la categoría de criterios sociopolíticos de primera magnitud e importancia [37]. Se trata, por supuesto, de valores normativos que se encuentran también en variados códigos éticos de carácter laico, pero el mérito de las religiones es haberlos formulado por primera vez, con una claridad encomiable y, sobre todo, como algo básico e irrenunciable para las relaciones entre los seres humanos.

Se puede argumentar, evidentemente, que estas concepciones de amor y solidaridad son demasiado generales y de poca eficacia en la praxis moderna, pero no podemos –o no debemos– renunciar a ellas en cuanto ideas regulativas. Hegel mismo, eminente filósofo político y perspicaz pensador de la incipiente modernidad, nos dio la pista principal para este postulado: no se puede fundar un orden social estable y razonablemente justo que esté basado exclusivamente sobre los presupuestos del liberalismo político y de la ética individualista [38]. Para contrarrestar las tendencias disolventes adheridas a los múltiples fenómenos de las alienaciones inevitables del capitalismo, Hegel trató de popularizar intelectualmente las virtudes sociales que él percibía en el cristianismo ilustrado. De acuerdo a Karl Löwith, este designio es uno de los principios básicos de la filosofía hegeliana [39].

Por otra parte, es probable que Hegel haya sido uno de los primeros filósofos modernos en llevar a cabo una disolución de la religión y la teología en el saber filosófico, concibiendo a la religión como mero antecedente intelectual de la filosofía y denegando a la teología una autonomía de la misma dignidad que la atribuida convencionalmente a la filosofía. El dilema de esta religión intelectual (o natural, según otros autores) reside en su falta de impulsos emocionales. Según el modelo de la reconciliación de la vida escindida, Hegel logró construir una gran síntesis de fe y razón, más profunda y más exigente que las edificadas desde la Antigüedad, entre las que sobresalen las de Proclo y Boecio. De acuerdo a Löwith, el intento de Hegel debe ser considerado como una intelectualización de la religión, que disuelve a esta última en mera filosofía [40]. No hay duda de que este paso puede ser visto como una carencia, puesto de los seres humanos necesitan también un credo que les brinde amor, comprensión y solidaridad y no sólo una brillante elucubración acerca de las compatibilidades entre filosofía y religión.

H. C. F. Mansilla [1], dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     Profesor (e), Universidad de Berlín.

2     Cf. Por ejemplo: Wilfred Cantwell Smith, Bedeutung und Ende der Religion (Significación y fin de la religión), en: Jens Schlieter (comp.), Was ist Religion? Texte von Cicero bis Luhmann (¿Qué es la religión? Textos desde Cicerón hasta Luhmann), Stuttgart: Reclam 2010, pp. 188-191; Roderick Ninian Smart, Die religiöse Erfahrung der Menschheit (La experiencia religiosa de la humanidad), en: ibid., pp. 213-222.

3     Cf. Wolfgang Schluchter, Die Entwicklung des okzidentales Rationalismus. Eine Analyse von Max Webers Gesellschaftsgeschichte (El desarrollo del racionalismo occidental. Un análisis de la historia social de Max Weber), Tübingen: Mohr-Siebeck 1979, pp. 230-233, 242

4     Werner Gephart, Zur Bedeutung der Religionen zur Identitätsbildung (Sobre la significación de las religiones para la formación de la identidad), en: Werner Gephart / Hans Waldenfels (comps.), Religion und Identität. Im Horizont des Pluralismus (Religión e identidad. En el horizonte del pluralismo), Frankfurt: Suhrkamp 1999, p. 261.- El gran teólogo católico Hans Waldenfels sostuvo que el rasgo identificatorio más importante del cristianismo actual no es una identidad limitante y excluyente, sino un símbolo de comunión, que trata de comprender y aceptar al otro. La identidad cristiana hoy sería más un puente que una frontera. Cf. Hans Waldenfels, Zur gebrochenen Identität des abendländischen Christentums (Sobre la identidad quebrada del cristianismo occidental), en: Gephart / Waldenfels (comps.), ibid., pp. 105-124.

5     Friedrich Wilhelm Graf, Religion (Religión), en: Stefan Jordan / Christian Nimtz (comps.), Lexikon Philosophie. 100 Grundbegriffe (Léxico de filosofía. 100 conceptos básicos), Stuttgart: Reclam 2011, pp. 237-240.

6     Herbert Marcuse, Vernunft und Revolution. Hegel und die Entstehung der Gesellschaftstheorie (Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social), Neuwied / Berlin: Luchterhand 1962, p. 225.

7     Octavio Paz, Itinerario, Barcelona: Seix Barral 1994, p. 136.

8     Ibíd. pp. 138-139.

9     Blaise Pascal, Pensées sur la religion et sur quelques autres sujets (compilación de Louis Lafuma), París 1951 (3 vols.); cf. Reinhold Schneider, Pascals Drama (El drama de Pascal), en: R. Schneider (comp.), Pascal, Frankfurt: Fischer 1954, pp. 7-37; Albert Béguin, Blaise Pascal, Reinbek: Rowohlt 1959, p. 48. Cf. también: Peter L. Berger, Zur Dialektik von Religion und Gesellschaft. Elemente einer soziologischen Theorie (Sobre la dialéctica entre religión y sociedad. Elementos de una teoría sociológica), Frankfurt: Fischer 1988, pp. 7, 23-24, 87.

10      Erich Fromm, Haben oder Sein. Die seelischen Grundlagen der neuen Gesellschaft (Tener o ser. Las bases anímicas de la nueva sociedad), Munich: dtv 1981, pp. 13-14.

11      Fernando Mires, El malestar en la barbarie. Erotismo y cultura en la formación de la sociedad política, Caracas: Nueva Sociedad 1998, p. 12; sobre la diferencia fundamental entre religión y filosofía cf. Fernando Mires, Política como religión, en: CUADERNOS DEL CENDES (Caracas), vol. 27, Nº 73, enero-abril de 2010, pp. 1-30, especialmente pp. 3-4.

12      David Sobrevilla, Repensando la tradición occidental. Filosofía, historia y arte en el pensamiento alemán: exposición y crítica, Lima: Amaru 1986, p. 212.

13      Ursula Wolf, Die Philosophie und die Frage nach dem guten Leben (La filosofía y la cuestión de la buena vida), Reinbek: Rowohlt 1999; Martin Löw-Beer, Das gute Leben und die Werte: ein Streitgrspräch über die Existenz von Werten (La buena vida y los valores: una disputa en torno a la existencia de valores), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), Zur Verteidigung der Vernunft gegen ihre Liebhaber und Verächter (Para defender la razón contra sus aficionados y sus oponentes), Frankfurt: Suhrkamp 1993, pp. 164-180.

14      Sobre esta temática cf. un texto entretanto clásico: Paul Tillich, Religion als eine Funktion des menschlichen Geistes? (¿La religión como una función del espíritu humano?), en: Werner Schüssler (comp.), Religionsphilosophie (Filosofía de la religión), Freiburg: Alber 2000, pp. 156-161.

15      Jürgen Habermas, Versprachlichung des Sakralen. Anstelle eines Vorworts (Transposición de lo sagrado al lenguaje. En lugar de un prólogo), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II. Aufsätze und Repliken (Pensamiento postmetafísico II. Ensayos y réplicas), Frankfurt: Suhrkamp 2012, pp. 7-18, aquí p. 17.

16      Ibíd., p. 17; cf. también Jürgen Habermas, Ein neues Interesse der Philosophie an der Religion? (¿Un nuevo interés de la filosofía por la religión?), en: Habermas, Nachmetaphysisches…, op. cit. (nota 14), pp. 96-119, especialmente p. 96.

17      Cf. DIÁLOGO POLÍTICO (Montevideo), vol. XXIX, Nº 4, diciembre de 2012, número monográfico dedicado al tema: “Influencia de los cultos y/o confesiones en la política”.

18      Sobre la hybris humana cf. Friedrich Nietzsche, Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen (La filosofía en la época trágica de los griegos), en: Friedrich Nietzsche, Studienausgabe (Edición de estudio), compilación de Hans Heinz Holz, Frankfurt: Fischer 1968, vol. I, pp. 136-187, aquí pp. 148-149, 156.

19      Hans Küng, Gesellschaft und Ethos (Sociedad y ethos), en: Karin Feiler (comp.), Nachhaltigkeit schafft neuen Wohlstand. Bericht an den Club of Rome (La sostenibilidad crea un nuevo bienestar. Informe al Club de Roma), Frankfurt etc.: Peter Lang 2003, pp. 245-262, aquí p. 261.

20      Hermann Diels / Walther Kranz (comps.), Die Fragmente der Vorsokratiker (Los fragmentos de los presocráticos), Hamburgo: Rowohlt 1957, p. 14 (Anaximandro de Mileto, fragmento 1).- Cf. el comentario de Theodor W. Adorno, Metaphysik. Begriff und Probleme (Metafísica. Concepto y problemas), Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 117-119.

21      Sobre Anaximandro y esta temática cf. Wolfgang Schadewaldt, Die Anfänge der Philosophie bei den Griechen. Die Vorsokratiker und ihre Voraussetzungen (Los comienzos de la filosofía entre los griegos. Los presocráticos y sus condiciones previas), Tübinger Vorlesungen Band I (Lecciones de Tübingen vol. I), Frankfurt: Suhrkamp 1978, pp. 241-245; Karl Vorländer, Philosophie des Altertums. Geschichte der Philosophie I (Filosofía de la Antigüedad. Historia de la filosofía I), Reinbek: Rowohlt 1963, p. 14; Otfried Höffe, Kleine Geschichte der Philosophie (Breve historia de la filosofía), Munich: Beck 2008, p. 21.

22      Cf. el brillante ensayo de Thomas Rentsch, Vermittlung als permanente Negativität. Der Wahrheitsanspruch der “Negativen Dialektik” auf der Folie von Adornos Hegelkritik (Mediación como negatividad permanente. La pretension de verdad de la “Dialéctica negativa” ante el trasfondo de la crítica de Hegel por Adorno), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), op. cit. (nota 12), pp. 84-102, aquí p. 97.

23      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (Lecciones sobre la filosofía de la historia), en: G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden (Obras en veinte tomos), compilación de Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel, Frankfurt: Suhrkamp 1970, vol. 12, p. 389.

24      Santiago Zabala, Eine Religion ohne Theisten und Atheisten (Una religión sin teístas y ateístas), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, Die Zukunft der Religion (El futuro de la religión), compilación de Santiago Zabala, Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 11-32, especialmente p. 18.

25      Cf. los interesantes análisis de Eduardo Gudynas, Si eres tan progresista, por qué destruyes la naturaleza? Neo-extractivismo, izquierda y alternativas, en: ECUADOR DEBATE (Quito), Nº 79, abril de 2010, pp. 61-81; Eduardo Gudynas, El malestar moderno con el Buen Vivir: reacciones y resistencias frente a una alternativa al desarrollo, en: ECUADOR DEBATE, Nº 88, abril de 2013, pp. 183-205.

26      En relación a autores que propugnan un ascetismo contemporáneo (como Hans Jonas y Friedrich Rapp) cf. Amán Rosales Rodríguez, ¿Libertad sin medida, libertad que destruye? Acerca de un diagnóstico crítico de la modernidad, en: REVISTA DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE COSTA RICA (San José), vol. XLII, Nº 105, enero-abril de 2004, pp. 175-181; Friedrich Rapp, Destruktive Freiheit. Ein Plädoyer gegen die Masslosigkeit der modernen Welt (La libertad destructiva. Un alegato contra la desmesura del mundo moderno), Münster: Lit 2003.

27      G. W. F. Hegel, Konzept der Rede beim Antritt des philosophischen Lehramtes an der Universität Berlin (Borrador para la alocución en la toma de posesión de la cátedra filosófica en la Universidad de Berlín), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 10, pp. 399-417, aquí p. 405.

28      G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes (Fenomenología del espíritu), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 3, p. 24.

29      Sobre esta temática cf. la obra monumental de Georg Lukács, Der junge Hegel. Über die Beziehung von Dialektik und Ökonomie (El joven Hegel. Sobre la relación entre dialéctica y economía), Neuwied/ Berlin: Luchterhand 1967.

30      G. W. F. Hegel, [Fragmente über Volksreligion und Christentum, 1793-1794] (Fragmentos sobre religión popular y cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I: Frühe Schriften (Escritos tempranos), pp. 9-103, aquí p. 21, 45 (título de la obra entre corchetes porque corresponde a los compiladores); G. W. F. Hegel, [Die Positivität der christlichen Religion, 1795-1796] (La positividad de la religión cristiana), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 104-229, aquí p. 228 (aditamento de 1800).

31      G. W. F. Hegel, [Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus] (El programa-sistema más antiguo del idealismo alemán), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 234-236, aquí p. 236.

32      Se trata de una praxis religiosa claramente opuesta al pentecostalismo habitual en América Latina desde la segunda mitad del siglo XX, que privilegia los ritos y las ceremonias, los milagros y las sanaciones  y hasta las experiencias sensoriales en el culto. Sobre esta temática cf. el interesante texto de Charles Taylor, Die Formen des Religiösen in der Gegenwart (Las formas de lo religioso en la actualidad); Frankfurt: Suhrkamp 2002, pp. 36-38.

33      G. W. F. Hegel, Fragmente…, op. cit. (nota 29), p. 57.

34      Ibíd., pp. 90-92; G. W. F. Hegel, Die Positivität…, op. cit. (nota 29), pp. 109-113; G. W. F. Hegel, [Entwürfe über Religion und Liebe, 1797-1798] (Esbozos sobre religión y amor), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 239-254.

35      G. W. F. Hegel, Entwürfe…, op. cit. (nota 33), p. 244.

36      Ibíd., p. 248.

37      G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums und sein Schicksal] (El espíritu del cristianismo y su destino), fragmento: [Grundkonzept zum Geist des Christentums] (Concepto básico del espíritu del cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 297-316, aquí pp. 299-304.- Hegel enfatiza en varios lugares que Jesucristo vino a salvar el mundo, no a juzgarlo. Cf. G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums] (El espíritu del cristianismo), versión de 1798-1799, en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 317-418, aquí p. 378.

38      Sobre este enfoque de Hegel cf. Herbert Marcuse, op. cit. (nota 5), pp. 212-220, 223-228.

39      Cf. la notable obra de Karl Löwith, Von Hegel zu Nietzsche. Der revolutionäre Bruch im Denken des 19. Jahrhunderts (De Hegel a Nietzsche. La ruptura revolucionaria en el pensamiento del siglo XIX), Stuttgart: Kohlhammer 1964, pp. 260-265, 330-333.

40      Ibíd., pp. 351-356. Sobre los problemas de una religión intelectual cf. Jürgen Habermas, Ein Symposion über Glauben und Wissen (Un simposio sobre fe y saber), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 183-237, especialmente pp. 184-201.

Gonzalo F. Fernández

Reflexiones sobre una vieja cuestión que quiere reiterarse

Desde el Concilio Vaticano II ha quedado doctrinariamente concluida la discusión acerca de la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa. Sin embargo, en lo que se entiende como “mundo culturalmente cristiano”, el conflicto se replantea a raíz de problemas prácticos en los que el ejercicio de la libertad religiosa, en especial por parte de la Iglesia católica, entra en colisión con decisiones de los Estados o con otros puntos de vista. El derecho a la vida y su respeto en todos sus aspectos (aborto, eutanasia, manipulación genética), los dramas derivados de las grandes migraciones, la cuestión ecológica, la lucha contra la pobreza, genera pronunciamientos públicos y acciones concretas por parte de instituciones religiosas, que son entendidas como una indebida intromisión en las responsabilidades de los Estados. Sin embargo, el Papa Benedicto XVI ha hablado en los parlamentos de Alemania y Gran Bretaña, y Francisco en el Congreso de Estados Unidos, donde  se han referido a los problemas más acuciantes para la vida y la con- vivencia humanas. Estos hechos revelan que la naturaleza laica de los Estados, que esos países preservan, no es incompatible con la valoración del mensaje que, a partir de valores religiosos, la Iglesia Católica da a la sociedad.

1.       El tema en los Evangelios y su consecuencia

La cuestión de las relaciones entre Iglesia y Estado es parte de la problemática más amplia de las relaciones entre religión y política. Desde la antigüedad, ella ha oscilado desde la subordinación de una a la otra, hasta el respeto mutuo y colaboración de sus respectivas áreas de competencia, pasando por la de absoluta indiferencia de la autoridad civil al hecho religioso.

Es que el mismo protagonista del hecho religioso es el súbdito o ciudadano de la relación política, y tanto la religión como la política generan normas de conducta que pueden coincidir o no.

Contrariamente a lo que se cree, la delimitación de las esferas política y religiosa en el mundo cristiano no es una creación del Iluminismo sino un aporte del cristianismo, receptado de diversas formas en diferentes geografías y épocas. Su punto de partida no está en una reflexión teológica, filosófica o política, sino que está narrado en los Evangelios. Es el bien conocido episodio en el que Jesús indica a los enviados de los fariseos que le preguntan si es lícito pagar tributo al César, que deben dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22, 15-21; Lucas 20, 24 y Marcos 12, 17). De él Maritain (1952) enseña que:

…dicha distinción, al desarrollar sus virtualidades en el curso de la naturaleza humana, ha desembocado en la noción de la naturaleza intrínsecamente laica o secular del cuerpo político”, lo que no significa que sea “irreligioso o indiferente” sino que “está únicamente interesado en la vida temporal de los hombres y su bien común temporal”.

2.       La relación en la “cristiandad medieval”

Esa clara distinción tuvo, sin embargo, diferentes grados de aplicación en el mundo cristiano. La conversión del emperador Constantino al cristianismo, en el siglo IV, hizo que se inmiscuyera en la vida de la Iglesia naciente, a la par que colaboraba en su difusión, tipo de relación que se mantuvo durante largos siglos. El emperador no se privaba de llamar a concilios, en los que se discutían las más complejas cuestiones teológicas.

En una carta dirigida por el Papa Gelasio I al emperador Bizantino Anastasio de Constantinopla entre 494-495, para contener un avance cesaro-papista, dijo que existían dos poderes con los cuales se gobierna soberanamente este mundo: la autoridad (autorictas) sagra-da de los pontífices y el poder real (regalis potestas). De allí nació la alegoría de las dos espadas que dio nombre a la teoría, que reconoce la existencia de los dos poderes claramente delimitados. Ella fue una idea central del pensamiento político cristiano de todo el Medioevo, lo que no impidió importantes conflictos entre ambos ámbitos de autoridad. La cuestión era eminentemente práctica y consistía en “saber cuáles eran los criterios que permitirían separar lo temporal de lo espiritual y, sobre todo, quien debía trazar la línea de demarcación” (Ullmann, 1983, p. 133). Estas precisiones se daban en el marco de una sociedad religiosa y culturalmente unificada, que conocemos como “cristiandad”.

Luego de la reforma protestante, que quebró la unidad religiosa  de Europa occidental, surgió la lucha entre los bandos religiosamente enfrentados, que apaciguaron sus enfrentamientos bajo la consigna “cuius regio, eius religio” (la religión del rey es la del reino y sus súbdi- tos), que se atribuye a Martín Lutero y que identifica comunidad política con religión. Después de la Guerra de los Treinta Años y con la firma de la Paz de Westfalia en 1648, empieza un proceso hacia la libertad religiosa, pues el pensamiento confesional ya no era lo importante, sino la libertad individual, lo que es fruto de la Ilustración. Así va perdiendo fuerza la idea de una Iglesia del Estado y de unidad de Estado y religión, sustituida por la libertad religiosa del individuo contra el Estado y también contra la Iglesia, entendiéndose que todas las confesiones pueden igualmente ser consideradas ante el gobierno, por no tener posiciones encontradas en lo referido a la moral. La tolerancia es, de esa manera, una concesión a los ciudadanos que profesen otras religiones sin que el Estado deje de ser confesional.

3.       De la tolerancia a la libertad religiosa

Después de la independencia de los Estados Unidos, en 1776, la antigua tradición europea de unidad entre el poder secular y la religión, que también se practicó en las colonias norteamericanas, fue expresamente abolida, y el libre ejercicio de la religión fue garantizado.

Es interesante la precisión de Christian Starck (1996), profesor de la Universidad Georg August de Götingen, para quien la tolerancia religiosa supone una forma de Estado confesional, que no cesa en reconocer la existencia de una verdad religiosa. En cambio, la libertad religiosa solamente puede reconocerse en un sistema de separación Iglesia-Estado, que se da cuando se implanta en un Estado la convicción de que las cuestiones religiosas no son tareas de competencia estatal, y de que el Estado debe ser neutral.

En el caso de la Revolución francesa, en cambio, los acontecimientos fueron totalmente distintos. Pese a que el art. 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano garantizaba a todos la libertad religiosa mientras no alterara el orden público, el Estado avanzó paulatinamente sobre la organización de la Iglesia católica hasta que, proclamada la República, fue abiertamente perseguida, sustituido el calendario por otro llamado “civil”, y se entronizó la “Diosa Razón” en la Iglesia de Notre Dame y el culto al “Ser Supremo”. Es el germen del “laicismo”, un movimiento que, bajo la apariencia de exigir el respeto de la religión de cada uno, en realidad procura la eliminación de la re- ligión en la vida pública y su confinamiento al ámbito de la conciencia individual. Esta situación se mantuvo hasta que Napoleón Bonaparte celebró un Concordato con la Iglesia, en 1801. La convivencia entre Estado y religión durante el siglo XIX (particularmente con la Iglesia católica) fue cambiante.

En 1905 se sancionó la ley de separación de la Iglesia y el Estado aún vigente. Nació como una expresión de laicismo militante, heredero de la Ilustración, que se presenta como una ideología que compite con la religión. Paulatinamente su interpretación fue evolucionando, surgiendo el concepto de “laicidad” que, si bien parte del dualismo entre la Iglesia y el Estado, no ignora que los sujetos sometidos a la soberanía del Estado tienen necesidades religiosas, por lo que es permitido que los creyentes practiquen el ejercicio de la religión de modo colectivo y público, dentro del marco del orden público. Sin embargo, el hecho religioso no tiene el mismo trato que en Estados Unidos (Maritain, 1952) [1], lo que se expresa con diversas restricciones a las manifestaciones religiosas públicas, últimamente hacia la comunidad musulmana.

Durante el siglo XIX casi todas las constituciones modernas habían legislado acerca de las relaciones entre el Estado y las religiones, sobre la base de la libertad de profesar creencias y de practicarlas públicamente con algunas restricciones, conforme a diversos modelos.

4.       Clasificación actual de las relaciones Estado e Iglesia (o confesiones religiosas) y la libertad religiosa de sus ciudadanos

Una vez que la evolución del proceso relacionado en los puntos anteriores ha culminado en la libertad religiosa, las formas de relación entre la Iglesia católica —y, en su caso, de otros cultos— y el Estado ha dado lugar a diferentes clasificaciones.

Por su sencillez y amplia captación del problema, seguimos aquí la clasificación de María Angélica Gelli (2005), para quien esas relaciones Estado-Iglesia pueden configurar tres formas prototípicas: la sacrali- dad, en la que existe una religión oficial y el Estado asume —dentro del bien común temporal— importantes aspectos del bien espiritual o religioso de la comunidad, convirtiéndose casi en un instrumento de lo espiritual; la secularidad, en la que el Estado reconoce el valor de la religiosidad, pero sin asumir lo espiritual como tarea específica suya, aunque cooperando con las iglesias (acotamos que es lo que también se denomina “laicidad”), y el laicismo, en el que el Estado adopta una actitud de neutralidad respecto del poder religioso, separando drásticamente el poder político del espiritual en las decisiones que toma, agregando, de mi parte, que es una actitud indiferente y a menudo hos- til frente al hecho religioso.

Otro aporte interesante lo hace el profesor Carlos Corral Salvador (2004) de la Universidad Complutense de Madrid, quien describe que, mirando en especial las constituciones de los Estados miembros de la Unión Europea, el criterio calificador mínimo de sus sistemas de relacionarse con las iglesias es la existencia o la inexistencia de al menos una religión o Iglesia del Estado, es decir, la “confesionalidad del Estado”, la que en Alemania hasta la Primera Guerra Mundial era, en realidad, bi-confesionalidad (la confesión luterana o católica según las regiones); mientras que en Rumania, hasta la Segunda Guerra Mundial, era triconfesionalidad (la confesión ortodoxa, católica y protestante). Este sistema de Estado confesional, normal en la antigüedad y en el llamado “Antiguo Régimen”, hasta hoy se mantiene en al menos 53 Es- tados islámicos —nada menos que en una cuarta parte de la ONU, con alrededor de 1.000 millones de personas—. Pero, sorpresivamente, se mantiene dentro de la Unión Europea en seis Estados, que son Inglaterra (la Iglesia anglicana); Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia [hasta el 2000] (la Iglesia evangélica luterana); y Grecia (la Iglesia ortodoxa). Debemos aclarar, sin embargo, que en los cinco primeros casos es una unión meramente jurídica, prácticamente sin efectos políticos, pues se trata de sociedades altamente secularizadas y con un amplio ámbito de libertad religiosa. Una forma no mencionada es la de “ateísmo de Estado”, que se dio en los Estados de Europa oriental antes de 1989 y al presente en Cuba, China y Vietnam: estos casos, puedo acotar, son de “confesionalidad inversa”, pues el ateísmo es un sistema de creencias que suplanta a las religiones, limitadas éstas al máximo en su libertad de acción.

5.       Laicidad

Cabe ahora precisar las coincidencias y diferencias de dos conceptos lingüística e históricamente emparentados, pero que en nuestros días se han diferenciado notablemente: “laicidad” y “laicismo”. Debe hacerse la precisión de que ninguno de ellos tiene un sentido unívoco.

La palabra “laicidad” se comenzó a utilizar en Francia para referirse a la prescindencia religiosa del Estado. Se utilizaba indistinta- mente con “laicismo”, aunque desde 1925 adquiere una connotación de neutralidad y colaboración. Cobra relevancia para la Iglesia católica al fin de la Segunda Guerra Mundial, en la que muchos católicos habían participado activamente en la resistencia. La Constitución de la IV República se autodefinía como “laica”, lo que provocó problemas de conciencia en muchos católicos. Ese concepto fue asumido por la Constitución de 1958.

El Episcopado francés se pronunció sobre el punto en su carta pastoral del 12 de noviembre de 1945, distinguiendo cuatro acepciones de “laicidad”: laicidad respetuosamente neutral, laicidad simplemente profana, laicismo hostil o agnóstico, laicismo neutral e indiferente, admitiendo como legítimas las dos primeras. La primera (profanidad o autonomía), se refiere a “proclamar la autonomía soberana del Estado en sus dominios de orden temporal, su derecho a regir por sí solo toda la organización política, administrativa, fiscal y militar de la sociedad temporal”. Lo mismo cabe decir respecto de la segunda acepción (neutralidad respetuosa), referida a que, en un país dividido en cuanto a creencias religiosas, cada ciudadano pueda practicar libremente su religión. Ambas acepciones, se precisa, son conforme al pensamiento de la Iglesia.

Numerosas son, a partir de entonces, las ocasiones en que, desde el pensamiento cristiano —y en particular católico—, la palabra es utilizada para relacionarla principalmente a la “independencia y cola- boración” con el Estado. Maritain, Murray, Nell-Breuning y Messineo refieren que no es lo mismo “laico que laicizante”, “secular que secularizado”, “laicisme que laïcité”; “seculier et secularisé que laiciste”, “laicizing, secularist, laicized”. Tan es así que F. Rossi llega a exclamar, en el Osservatore Romano (28-VIII-1946, 1), “Stato laico, sí; stato laicista, no”.

Entre los dignatarios de la Iglesia, por su parte, el Papa Benedicto XVI (2005) abogó por una “laicidad positiva”. Con motivo de un en- cuentro sobre “Libertad y Laicidad”, en la ciudad de Nursia, remitió una carta en la que expresaba que la relación entre la Iglesia y el Estado no es de “hostilidad”, sino que la “laicidad positiva” garantiza “a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público (…) en el respeto de las exigencias del bien común”.

De manera similar, y con ocasión de su visita a Francia en septiembre de 2009, en un discurso en el palacio del Elíseo dirigido al entonces presidente Sarkozy y su comitiva, Benedicto XVI (2009) resaltó que, tanto las raíces de Francia como las de Europa, “son cristianas” y abogó por una “laicidad positiva” (término que había utilizado el presidente Sarkozy) para una “comprensión más abierta” de la Iglesia y del Estado, tras precisar que “la desconfianza del pasado se ha transformado en un diálogo sereno y positivo”, y que “una nueva reflexión sobre el significado auténtico y la importancia de la ‘laicidad’ es cada vez más necesaria”. En ese sentido, el Papa agregó que “es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado hacia ellos” y, por sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “laicismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la voluntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”.

6. Laicismo

El laicismo es entendido generalmente como una ausencia de relaciones entre las confesiones religiosas y el Estado, a las que éste debe ignorar. Esta posición sustituye a las religiones, haciendo jugar a esa ideología el mismo rol que ella imputaba a las religiones en el pasado.  Según este concepto de “laicismo”, no puede haber capillas o capellanes en los hospitales o cuarteles o prisiones, ni debe haber colabora[1]ción entre las autoridades religiosas y civiles. Tampoco se admite cooperación económica para los establecimientos escolares gestionados por los cultos religiosos, en el caso de que sean admitidos.

Algunas doctrinas laicistas negativas llegan a criticar que las insti[1]tuciones religiosas den indicaciones a los fieles sobre asuntos de actualidad con trasfondo religioso, como el aborto o la eutanasia o la homosexualidad. Se niega así a las iglesias y sus autoridades, por el mero hecho de ser tales, un derecho tan fundamental como es la libertad de expresión. Sería una discriminación por motivos religiosos que los obispos no pudieran expresar la doctrina de la Iglesia católica sobre determinados asuntos.

Las doctrinas laicistas negativas más radicales pretenden prohibir que haya símbolos o manifestaciones religiosas públicas, como crucifijos o procesiones, o que las autoridades públicas asistan a ceremonias religiosas, como bendiciones de edificios o misas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por las Naciones Unidas en 1948, en su artículo 18, garantiza a todas las personas la “libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado”.

En el ya mencionado documento de noviembre de 1945, el episcopado francés rechazó por incompatibles con la doctrina de la Iglesia las acepciones tercera y cuarta del concepto de “laicidad”. Respecto de la tercera, que designa como “laicidad agnóstica u hostil” —y se refiere al comunismo, entonces poderoso en ese país—, afirma que

si la laicidad del Estado es una doctrina filosófica que encierra una perfecta concepción materialista y atea de la vida humana y de la sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “lai[1]cismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la vo[1]luntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”

7.       Autonomía y cooperación

En las últimas décadas, en el mundo occidental y culturalmente cristiano, las relaciones del Estado con la Iglesia católica y otros cultos religiosos han tendido a regularse por principios de autonomía y cooperación, en el marco de una amplia libertad religiosa, lo que no significa que cada tanto no surjan situaciones de tensión, como recientemente, en Argentina, con motivo de la discusión de la ley del aborto, mucho más permisiva que la existente hasta el momento según el Código Penal de 1921.

Cuando Maritain escribió El hombre y el Estado, en 1949, fijó algunas posiciones que, podemos decir, se acercan mucho a la situación existente en el ámbito cultural de Occidente, aunque lamentablemente con sociedades mucho más secularizadas que las de entonces. Ello ha sido posible por cambios en las posiciones de la Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, y porque las posiciones laicas y aun laicistas se han abierto con más comprensión al hecho religioso [2]. Así, Maritain (1952) refiere como “formas específicas de la cooperación mutua” entre el “cuerpo político” (concepto que aproximadamente equivale al de Estado en un sentido amplio), el del “reconocimiento y garantía por parte del Estado de la plena libertad de la Iglesia” (p. 200), y “pidiendo la ayuda de la Iglesia para el bien común temporal” (p. 202).

Podemos concluir diciendo, con Maritain (1952), que, en este mundo secularizado, la separación de Iglesia y Estado (diríamos un “Estado laico”) significa,

…junto con la negativa a conceder a ninguna confesión religiosa una preferencia sobre las demás y a establecer una religión del Es- tado, una distinción entre el Estado y las Iglesias que es compatible con las buenas relaciones y la cooperación mutua. (p. 206)

Gonzalo F. Fernández en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Maritain destacó en El hombre y el Estado el distinto alcance que la separación de la Iglesia y el Estado tenía (y tiene) en Estados Unidos y en Europa.

2      Es notable la referencia del filósofo alemán Jurgen Habermas al aporte de la reli- gión cristiana a la cultura occidental, aun a la que llama “sociedad post-secular, en su intervención en el famoso debate con Joseph Ratzinger –después Benedicto XVI- en la Academia Católica de Baviera, en enero de 2004. Cf. Entre razón y religión, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2008.

Jorge Miras

7.       La vocación común de los fieles: principales reflejos jurídicos

El c. 204 § 1 expresa la noción de fiel a partir de la eficacia específica del sacramento del bautismo: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”.

El c. 208, por su parte, extrae la primera consecuencia jurídica de la condición de fiel, al reconocer que “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo”.

Así, antes de cualquier distinción o diversificación, el CIC, siguiendo las enseñanzas conciliares, reconoce la condición de fiel, que da lugar a una igualdad fundamental entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo, basada en la común vocación bautismal a la santidad y a participar en la misión de Cristo y de la Iglesia (principio de igualdad) [39]. Una igualdad fundamental que se conjuga sin estridencias con la distinción de funciones propia del principio jerárquico, de institución divina [40], y que no se traduce en una rígida uniformidad a la hora de vivir la vocación cristiana, ya que en ella se da una rica variedad en cuanto a los caminos de santidad y en cuanto a las formas de perseguir el fin de la Iglesia, que no contradice la igualdad fundamental, sino que enriquece la comunión que es la Iglesia (principio de diversidad) [41].

Tanto el principio de igualdad como los principios jerárquico y de diversidad tienen consecuencias relevantes para el tratamiento jurídico de la vocación en la Iglesia católica, como trataré de mostrar seguidamente, comenzando por apuntar las relativas a la igualdad fundamental.

En efecto, el reconocimiento de la común vocación de todos los cristianos da lugar al estatuto jurídico fundamental del fiel, recogido en el título del Libro II del CIC: De las obligaciones y derechos de todos los fieles (cc. 208223), cuyo contenido forma parte también del Título I del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium.

En primer lugar, el c. 209 establece el deber de todos los fieles de mantener la comunión con la Iglesia, concretamente respetando los vínculos de comunión descritos en el c. 205. Si se recuerdan las consideraciones anteriores sobre la dimensión eclesial de la vocación cristiana, se advierte inmediatamente que nos hallamos aquí ante uno de sus reflejos jurídicos más básicos. La comunión con la Iglesia constituye precisamente el espacio, teológico y jurídico, en el que se desenvuelve de manera genuina la dinámica de la vocación [42]. De ahí que vivir en comunión con la Iglesia constituya no solo un deber, sino también un derecho, que —como comenta Cenalmor— “preserva el bien más básico para el fiel, comparable al bien de la vida en el ámbito natural, y en el que se sintetizan y del que derivan los principales deberes y derechos del bautizado” [43].

En ese marco de posibilidad constituido por la comunión eclesial, los cánones dedicados a los deberes y derechos fundamentales tratan de diversos ámbitos de desarrollo de la vocación cristiana [44]. Destacaremos brevemente algunos de ellos, a título ilustrativo, sin detenernos en su análisis detallado [45].

El c. 210 se refiere al deber de esforzarse por llevar una vida santa, incrementar la Iglesia y promover su continua santificación. Se trata de un deber moral, no exigible jurídicamente de manera directa. Sin embargo, conviene mencionarlo porque muestra cómo la Iglesia ha considerado oportuno recordar de modo explícito, en el contexto del estatuto jurídico fundamental de los fieles, una exigencia derivada inmediatamente de la vocación bautismal a la santidad. El mismo canon añade que ese deber ha de ser cumplido por cada uno de los fieles “según su propia condición”. De este modo, reconoce que junto al título del bautismo puede haber —hay de hecho— otros que especifican con concreciones más o menos diversas ese deber fundamental (cfr., por ejemplo, cc. 276 § 1, 573 § 1).

La vocación cristiana es, inescindiblemente, vocación a la santidad y al apostolado [46]. De ahí que junto al deber de tender a la santidad se recoja en el c. 211 el deber y el derecho de difundir el Evangelio, radicado también en la vocación bautismal y, por tanto, anterior a cualquier mandato de los sagrados Pastores y a cualquier deber específico anejo a la condición personal.

Aunque este deber sea también, de suyo, de carácter moral, su existencia fundamenta la juridicidad del derecho al apostolado, en la medida en que su ejercicio dependa de la actividad de otros, particularmente de los sagrados Pastores, que deben reconocerlo, fomentarlo, prestarle el auxilio espiritual necesario, y ordenar su ejercicio en el seno de la comunión eclesial [47].

El c. 213 muestra otro reflejo jurídico fundamental de la vocación cristiana al enunciar el derecho de los fieles “a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos”. En efecto, los medios de salvación resultan absolutamente imprescindibles para poder alcanzar el fin de la vocación bautismal. Además, en virtud de la voluntad fundacional de Cristo, los fieles no pueden autodonarse esos bienes, ya que han sido confiados a los sagrados Pastores para que los administren. A esa finalidad sirve enteramente la constitución jerárquica de la Iglesia, la distinción y ordenación recíproca entre Jerarquía y pueblo cristiano, sacerdocio común y sacerdocio ministerial a la que antes he aludido.

Esta exigencia básica reclama ante todo que la Jerarquía de la Iglesia organice la cura pastoral de los fieles de modo adecuado y eficaz para ofrecerles el acceso a los bienes espirituales conforme a sus necesidades y a su propia vocación en la Iglesia [48]. Da lugar, además a múltiples concreciones de los deberes ministeriales, reguladas en diversos lugares del CIC [49].

Como un corolario del derecho a recibir la palabra de Dios, el c. 217 especifica el derecho de los fieles a recibir una educación cristiana, fundamentándolo explícitamente en el hecho de que todos han sido llamados “por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica”, que por tanto deben poder conocer con autenticidad y profundamente, comenzando por el nivel catequético básico hasta llegar incluso a la formación de nivel universitario (cfr. c. 229) [50].

El c. 214 regula, como manifestaciones específicas de la variedad con que acontece la correspondencia a la vocación cristiana en la Iglesia, los derechos de todo fiel al propio rito y a la propia espiritualidad.

El derecho a dar culto a Dios según las normas del propio rito (expresión que designa primariamente la propia Iglesia ritual sui iuris) se basa en la conveniencia de favorecer el bien espiritual que implica para los fieles desarrollar su trato con Dios conforme a las tradiciones litúrgicas y espirituales en las que arraiga su condición cristiana [51]. La norma del c. 214 se acompaña, para hacerla operativa, de diversas disposiciones de organización pastoral en el Código latino [52].

El derecho a seguir la propia forma de vida espiritual —limitado solo por la conformidad con la doctrina de la Iglesia— se basa en la multiforme pluralidad de caminos por los que cabe perseguir la meta de la identificación con Cristo, la santidad, conforme a la variedad de dones que el Espíritu distribuye. Al impedir que se establezcan arbitrariamente cánones uniformadores y restrictivos para la vida espiritual —más allá de los medios generales presentes en la tradición viva de la Iglesia—, abre un cauce de libertad que permite a los fieles desarrollar sus propios carismas y secundar la acción del Espíritu Santo según los modos que les resulten más fructíferos [53]. La organización de la atención pastoral de los fieles encuentra también aquí un principio informador fundamental.

Los derechos de asociación y reunión para fines y materias propios de la misión eclesial, sancionados en el c. 215 y desarrollados en otras normas del CIC [54], constituyen cauces para que los fieles que lo deseen puedan poner en práctica, de manera asociada o colectiva, diversísimas iniciativas relacionadas con su vocación cristiana.

Mencionaré, por último, el derecho a la libertad en la elección del propio estado de vida, que guarda, evidentemente, relación directa con la personal vocación cristiana. Se trata fundamentalmente aquí de la inmunidad de coacción, tanto a la hora de adoptar el estado de vida libremente elegido, como a la hora de mantenerlo, sin más restricciones que las legítimamente establecidas por el derecho (señaladamente, en virtud de sanción penal). A la vez, desde el punto de vista positivo, este derecho reclama de toda la comunidad eclesial (pastores, padres, educadores), cada uno según sus responsabilidades, que se facilite a los fieles el clima y los subsidios necesarios para que puedan reconocer su propia vocación y seguirla.

Sin embargo, la libertad en la elección de estado no otorga a cada fiel acceso absoluto e ilimitado a cualquier estado que subjetivamente desee. Cuando se trata de condiciones de vida en las que entra en juego el bien público o los derechos y libertades de otros sujetos, el interesado tiene derecho a manifestar su deseo o inclinación, pero debe cumplir las condiciones legítimamente establecidas y recibir el consentimiento o la llamada de otros a tenor del derecho. Así sucede, evidentemente, con el matrimonio; y de manera peculiar con el sacramento del orden o con la asunción de estados de vida que exigen ser admitido por la autoridad competente. Este es, como veremos, uno de los puntos en que se muestra de modo más específico la relación entre derecho y vocación.

8.       La vocación cristiana en los fieles laicos

El CIC, desde el punto de vista de la constitución jerárquica de la Iglesia, llama laico a todo fiel que no ha recibido el sacramento del orden (cfr. c. 207 § 1). Pero usa también el término, conforme a la doctrina del Concilio Vaticano II, para designar una modalidad de fieles cristianos que se distingue, tanto de los ministros sagrados o clérigos, como de los fieles que asumen alguna de las formas canónicas de vida consagrada (cfr. c. 207 § 2).

En este sentido específico, los laicos son los fieles corrientes, los bautizados que viven en las circunstancias comunes de la existencia ordinaria en el mundo. Su posición eclesial no se delimita de modo meramente negativo, sino que se caracteriza positivamente por la nota de la secularidad, ya que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" [55], de modo que determina su misión en la Iglesia y en el mundo, y da razón de su estatuto jurídico.

Al señalar precisamente la secularidad como "índole propia" de los fieles laicos, el Concilio Vaticano II indica el rasgo que define su modo propio [56] de buscar la santidad y de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, la forma peculiar que asume en los laicos la vocación cristiana: "La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular" [57].

Si la misión específica que corresponde por vocación a los laicos es santificar el mundo "desde dentro", a modo de fermento, la eficacia de su aportación a la misión de la Iglesia dependerá en buena medida de que se mantengan fieles a su modo de ser cristianos: la secularidad (cfr. c. 225). Y ésta implica: que viven plenamente inmersos en las realidades temporales y que esa vida es plenamente cristiana [58].

La peculiaridad de la vocación laical ha sido acogida también en el CIC, cuya característica más importante respecto a los laicos es, sin duda, el cambio de perspectiva que supone la proclamación del principio de igualdad y la formalización de la común condición jurídica de fiel, con todos sus derechos y obligaciones.

Se ha dicho a veces, no obstante, que, en contraste con la revalorización conciliar de la vocación y misión de los laicos, el Código les presta poca atención, mientras que dedica gran número de cánones a los clérigos, a la Jerarquía y a la vida consagrada, como si perdurase una concepción de la Iglesia en la que los laicos no tuvieran más  que un papel auxiliar o subalterno. Sin embargo, si se tiene en cuenta la índole secular que es característica peculiar de los fieles laicos, se advierte que el CIC acoge fielmente los rasgos propios de su vocación y misión expuestos en el Concilio.

Hay, en efecto, algunas normas —pocas— que se refieren a capacidades y responsabilidades de los laicos en tareas internas de la Iglesia; y nada se dice sobre la mayoría de los aspectos de su vida. Pero ese silencio no es sino manifestación de que la vida cristiana de los laicos, en su mayor parte, se desarrolla en las vicisitudes y circunstancias del mundo —que no son regulables desde el Derecho canónico—, y ello por su propia vocación, que se reconoce (cfr. c. 225) y se sostiene con todos los medios de santificación.

Además, el Código incluye, bajo el título "De las obligaciones y derechos de los fieles laicos", ocho cánones (224231) que precisan en algunos aspectos su posición jurídica en la Iglesia.

Son, como sucede con los que componen el estatuto jurídico fundamental de los fieles, cánones de contenido heterogéneo: no todos recogen propiamente deberes y derechos, ya que varios tratan de capacidades, o de deberes no jurídicos, sino morales [59]; algunos enuncian deberes, derechos o capacidades no exclusivamente laicales (pero que el CIC explicita por referirse a ámbitos en los que no se había precisado la posición de los laicos [60]); otros no afectan a todos los laicos, sino solo a algunos [61]; y, finalmente, los hay que tratan aspectos muy circunscritos [62], mientras que otros aluden a la parte esencial de la vida y misión de los laicos [63].

En cuanto a los contenidos concretos de ese título, en primer lugar se trata del apostolado de los laicos. Reiterando y concretando la disposición del c. 211, el c. 225 § 1 se refiere al deber de hacer apostolado, y reconoce el correspondiente derecho de los laicos a trabajar apostólicamente, de modo personal o asociándose con otros. El canon citado funda este deber y derecho de hacer apostolado en el bautismo y en la confirmación, no en un encargo de la Jerarquía [64]. El apostolado propio de los fieles laicos es inseparable de su secularidad. Resulta imposible, por eso, hacer un elenco de sus manifestaciones [65] puesto que son tan diversas como las situaciones y vicisitudes de la vida en el mundo. Pero es indudable que la misión de "iluminar y ordenar las realidades temporales" [66], se ha de ejercer, ante todo, en la vida ordinaria: familia, trabajo, vida social, amistad, etc.

Además de resaltar la dimensión apostólica de la vida cotidiana, el Concilio llamaba a los laicos, precisamente por su índole secular, a asumir su responsabilidad apostólica especialmente en aquellos lugares, circunstancias y actividades en los que la Iglesia solo puede ser sal de la tierra a través de ellos [67]; y el c. 225 § 1 se hace eco de esa llamada.

Por su parte, reconociendo otro de los elementos fundamentales de la peculiar vocación laical, el c. 227 recoge el derecho de los laicos a que se les reconozca, por parte de las autoridades eclesiásticas, la libertad que compete a todos los ciudadanos en los asuntos terrenos. Ese reconocimiento es esencial para que no se coarte el desarrollo de su misión propia (cfr. c. 275 § 2).

Las cuestiones temporales tienen su propia autonomía [68], y no es misión de la Iglesia gobernarlas: en ese aspecto no tiene competencia. Son éstas precisamente aquellas actividades, antes mencionadas, en las que la Iglesia no puede ser sal de la tierra sino a través de los laicos, de su libre iniciativa y responsabilidad en su misión de iluminar cristianamente esas realidades, ordenándolas según Dios [69]. Pero la autonomía de lo temporal no puede legitimar una quiebra de la autenticidad de la vida cristiana [70]. El propio c. 227 recuerda por eso que, al ejercer su libertad en las cuestiones temporales, los laicos "han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia", que, lógicamente, no propondrá soluciones concretas, sino que se limitará a iluminar las conciencias acerca de los aspectos y dimensiones morales de esas cuestiones. Puesto que en muchos asuntos caben diversas opiniones coherentes con la fe, los fieles laicos deben evitar "presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables" (c. 227).

El c. 229 § 1 conecta el deber de apostolado con el deber y el derecho de los laicos de adquirir conocimiento de la doctrina cristiana, de acuerdo con la capacidad y condición de cada uno (cfr. c. 217). Se sigue de aquí el correlativo deber de los sagrados Pastores de ofrecer y organizar los medios necesarios para esa formación.

En efecto, para estar en condiciones de cumplir la misión de iluminar todas las realidades seculares, evitando la tentación del secularismo, resulta imprescindible una formación que proporcione la capacidad de discernimiento, de juzgar lo que agrada a Dios [71], sin dejarse llevar acríticamente por los criterios de comportamiento imperantes. Se necesita, en particular, un conocimiento exacto y profundo de las verdades de la fe; una recta antropología; la ciencia moral esencial, especialmente sobre las cuestiones más relacionadas con las propias circunstancias; un conocimiento sólido de la doctrina social de la Iglesia. Y todo ello orientado a la formación de la conciencia personal, ya que la coherencia cristiana debe darse en una vida secular presidida por la más amplia libertad de decisión y de acción (cfr. c. 227).

El derecho de los laicos a la formación doctrinal se prolonga en el derecho a recibirla, si se tiene la necesaria preparación intelectual, al más alto nivel en las facultades e institutos eclesiásticos, y a obtener los correspondientes grados académicos (c. 229 § 2). El c. 229 § 3 reconoce, asimismo, a los laicos capacidad para recibir mandato de enseñar ciencias sagradas, si cumplen los requisitos de idoneidad establecidos por el Derecho (cfr. c. 812).

Por lo que se refiere a la asunción de cometidos intraeclesiales por parte de los laicos, el c. 230 recoge algunas capacidades concretas en materia litúrgica; y en su § 3 se refiere al supuesto extraordinario de suplencia, por parte de fieles laicos, de algunas funciones de los ministros sagrados. Esa suplencia solo es lícita en caso de necesidad y si no hay ministros sagrados que puedan realizarlas [72].

Igualmente, quienes reúnan las condiciones de idoneidad pueden  recibir aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir los laicos (c. 228 § 1). Y los fieles laicos que se distingan por su ciencia, prudencia e integridad pueden ser llamados a ayudar como peritos y consejeros a los Pastores de la Iglesia (c. 228 § 2). Quienes reciben esos encargos tienen el deber de formarse para ejercerlos bien, y tienen derecho a una retribución adecuada, de acuerdo también con la legislación estatal (c. 231).

La regulación de las funciones, habilidades y capacidades de los fieles laicos muestra una faceta lógica de su condición de fieles, miembros del Pueblo de Dios, investidos por el bautismo del sacerdocio común. A la vez, el derecho canónico procede cuidadosamente para proteger en el ámbito jurídico la naturaleza propia de la Iglesia y, dentro de ella, de la vocación laical. En efecto, Concebir la plena asunción de la vocación cristiana por parte de los laicos como incremento de su actividad intra-eclesial supondría incurrir en el error que el Sínodo de Obispos sobre los laicos llamó clericalización [73].

La correcta comprensión de la vocación peculiar de los laicos implica entender que su dedicación a las tareas seculares es dedicación a la misión de la Iglesia, en la parte que les es propia por su vocación. No existe aquí un dilema: o misión en la Iglesia o misión en el mundo; sino que ambas dimensiones convergen en unidad de vida [74].

Puede decirse, pues, que toda la vida de los laicos, incluso en sus  manifestaciones más terrenas y cotidianas, posee una dimensión eclesial. Pero, evidentemente, solo si esa vida es plenamente cristiana, vivida en comunión con Dios y con la Iglesia, sin ceder a la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, que constituye "uno de los más graves errores de nuestra época" [75]. Y a favorecer y posibilitar esa plenitud cristiana de la vida ordinaria de los laicos se orientan las breves normas que integran su estatuto jurídico, en conjunción con las que enuncian los deberes y derechos de todos los fieles.

9.       La vocación matrimonial

Al tratar del contenido del Título del CIC sobre los derechos de los fieles laicos, he dejado aparte los que se refieren a la vida matrimonial y familiar, precisamente para subrayar cómo, también en este punto, el CIC adopta la perspectiva propia de la vocación.

El significado radical de la vocación cristiana, expuesto en páginas anteriores, implica que cada bautizado puede y debe vivir todas las realidades y circunstancias que componen su vida como ocasiones de responder a la llamada de Dios, como parte de su vida cristiana y camino de santidad, del mismo modo que el Hijo de Dios, al hacerse verdadero hombre, asumió en su vida divina todo lo humano, santificándolo. Así lo confirma la doctrina conciliar cuando, refiriéndose directamente a los cristianos corrientes, afirma que "todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo" [76].

Sin embargo, desde el punto de vista de la vocación cristiana, hay que advertir que el matrimonio es más que una mera circunstancia personal, que pueda y deba santificarse del mismo modo que todas las otras. Constituye una precisa determinación, una concreción de la vocación bautismal, a través del sacramento del matrimonio: "la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar (cfr. LG, 41)" [77].

En ese sentido, el mismo matrimonio es vocación cristiana, "una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (...): signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" [78].

Para comprender esta dimensión vocacional del matrimonio es preciso reflexionar sobre el hecho de que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne [79]. Su unión no es, pues, una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales, que están íntimamente implicados en la vocación fundamental de la persona al amor [80] y, por eso mismo, en la vocación a la santidad, que no es otra cosa que la plenitud de la caridad, del amor.

Así pues, una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, al que debe en justicia las obras del amor, su personal respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de esa realidad, de su identidad de esposo o esposa.

Por tanto, no es que los esposos reciban una segunda vocación —ya hemos visto que la vocación identifica a la persona, que es una—, sino que, al constituirse en matrimonio, se especifica el camino por el que han de responder a su vocación eterna a la santidad [81]: un camino marcado decisivamente por la naturaleza sacramental de su unión conyugal, y que adquiere una peculiar fuerza santificadora, intrínseca, por la gracia del sacramento: "el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana" [82].

Pues bien, en coherencia con esta concepción, el c. 226 se refiere a la misión peculiar de aquellos laicos que, "según su propia vocación, viven en el estado matrimonial". En su caso el deber general de trabajar en la edificación del Pueblo de Dios se realiza de modo especial a través del matrimonio y de la familia, "Iglesia doméstica". Esto lo harán en primer lugar, aunque no exclusivamente, mediante el cumplimiento fiel del gravísimo deber (c. 226) —al que corresponde un derecho, ante la Iglesia y ante el Estado— de procurar la educación cristiana de sus hijos, que constituye el primer apostolado de los padres cristianos, el primer e insustituible ámbito de su participación en la misión evangelizadora.

10.     Un aspecto peculiar de la relación entre vocación y derecho en el régimen jurídico de los ministros sagrados y de la vida consagrada

Entrando ya a reflexionar sobre los fenómenos vocacionales más conocidos, y tradicionalmente más tratados —la vocación al ministerio ordenado y a la vida consagrada—, parece innecesario detallar aquí la mayoría de las cuestiones que se integran en su tratamiento jurídico que, evidentemente, muestra numerosísimos reflejos de la fe de la Iglesia en la vocación de Dios, de la reverencia, aprecio y gratitud con que la trata y la protege.

Las normas jurídicas que se refieren al sacerdocio y a la vida consagrada van desde el fomento de las condiciones óptimas para que surjan en el Pueblo de Dios las vocaciones necesarias para la misión de la Iglesia, hasta el cuidado de la vocación recibida, mediante precisas normas y exhortaciones de vida dirigidas a los interesados y a quienes tienen la responsabilidad de intervenir en su formación previa y permanente. Me ceñiré ahora, sin embargo, solo a un aspecto, de especial interés desde el punto de vista aquí adoptado, que es peculiar de estos fenómenos vocacionales, aunque se configura jurídicamente de maneras distintas.

Me refiero a la necesaria intervención de una autoridad externa al sujeto, tras una tarea previa de discernimiento, para que la vocación sea eclesialmente reconocida y se despliegue legítimamente, también en sus efectos jurídicos, más allá de la interioridad subjetiva. Se trata, en efecto, de dos casos paradigmáticos en los que la vocación aparece como presupuesto meta-jurídico de la legítima atribución y asunción de funciones o condiciones de vida que tienen evidentes dimensiones de orden público.

Conviene traer a la memoria en este punto, como contexto y fundamento, algunas de las consideraciones ya expuestas en los apartados 1 y 2, acerca del carácter meta-jurídico y la dimensión intrínsecamente eclesial de la vocación.

a)       La vocación al ministerio ordenado

La Iglesia ha considerado constantemente el sacerdocio como un don recibido, un ministerio de institución divina que hace sacramentalmente presente a Cristo el Señor y su acción redentora en medio de su Pueblo.

"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios (...) lleguen a la salvación" [83]. La función propia de los ministros sagrados en la Iglesia es hacer presente a Cristo, no ya al modo en que todos los fieles, cooperando en pie de igualdad en cuanto a dignidad y acción (cfr. c. 208), edifican su Cuerpo, sino ejerciendo la acción específica que corresponde a Cristo, como Cabeza y Pastor, para guiar y apacentar a su grey. Esto requiere en los clérigos una específica capacitación ontológica que depende esencialmente de su participación personal en la consagración y misión de Cristo [84].

La función ministerial no se basa, por tanto, en una simple decisión personal, o en una designación de la comunidad, sino en la sagrada potestad de Cristo. Se trata de una destinación sacramental a desempeñar en nombre —y los sacerdotes (obispos y presbíteros), en determinadas acciones, también en persona— de Cristo Cabeza las funciones sagradas de enseñar, santificar y regir, que cada uno de los ministros desempeña según su propio grado [85].

La asunción del ministerio sagrado presupone, ciertamente, una vocación divina, cuya realidad primaria es carismática y misteriosa. La Iglesia sabe bien que “nadie se toma por sí mismo este honor, sino el que es llamado por Dios como Aarón” [86] y, a la vez, siente la grave responsabilidad de no imponer a nadie las manos precipitadamente [87], sin comprobar que posee las debidas condiciones para desempeñar fructuosamente el ministerio sagrado en bien de los fieles, pues de lo contrario permitiría que se causase un grave daño al Pueblo de Dios y al interesado.

El decreto conciliar sobre la formación sacerdotal expresa, a este respecto, plena confianza en “la acción de la divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los hombres elegidos por Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia” [88]. Opera aquí la certeza, siempre presente en la Tradición cristiana, de que Dios, al elegir a una persona para una misión determinada, le otorga los dones, cualidades y auxilios que necesita para llevarla a cabo fiel y fructuosamente [89].

Si se tiene presente que, como considerábamos más arriba, la elección de Dios es eterna, anterior a la creación, se comprende que no es temerario, sino perfectamente coherente aspirar a discernir prudentemente y con la ayuda de Dios ciertos signos externos de que una persona determinada ha recibido la vocación sacerdotal. Por eso el mismo decreto conciliar añade que Dios no solo llama interiormente a los que ha elegido, sino que “confía a los legítimos ministros de la Iglesia que, una vez conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia” [90]. De este modo, la vocación al orden sagrado es, a la vez, divina y canónica [91].

Así, entre las condiciones de licitud para recibir la ordenación diaconal o presbiteral, resumidas en el c. 1025 § 1, se exige en primer lugar que el sujeto reúna las debidas cualidades, que corresponde valorar al Obispo propio o —tratándose de un candidato miembro de un instituto de vida consagrada— al superior mayor competente. La autoridad competente debe valorar esas cualidades conforme a derecho, según dispone el mismo canon, con el fin de comprobar la autenticidad de los signos de la vocación del candidato y, en su caso, llamarlo a las órdenes.

De ahí que nadie pueda invocar propiamente un derecho a la ordenación [92]. En virtud del c. 212 § 2, quien cree tener vocación sacerdotal tiene derecho a manifestar a los sagrados Pastores su creencia de ser llamado por Dios, y su deseo consecuente de recibir la ordenación, si cuenta con las condiciones personales necesarias y una vez recibida la oportuna preparación.

Además, del mismo modo que está “terminantemente prohibido obligar a alguien, de cualquier modo y por cualquier motivo, a recibir las órdenes”, se prohíbe igualmente “apartar de su recepción a uno que es canónicamente idóneo” (c. 1026; cfr. c. 1038). Por tanto, ante la manifestación del deseo de recibir la ordenación por parte de un fiel, los Pastores sagrados tienen el deber de valorarlo adecuadamente, poner los medios para llevar a cabo el discernimiento y no exigir condiciones arbitrarias ni poner obstáculos innecesarios.

El discernimiento vocacional debe procurar determinar, en la medida en que ello es humanamente factible, la idoneidad personal del candidato (cfr. c. 1029) que, como he señalado, guarda una profunda relación con la autenticidad de su vocación divina. Ciertamente, se trata de un terreno en el que entran en juego de manera muy singular la prudencia, la experiencia y la recta capacidad de juicio. A la hora de alcanzar la certeza moral requerida para llevar a cabo la llamada canónica a las órdenes de un candidato intervienen factores que escapan a la determinación jurídica, si bien el derecho procura objetivar en cierta medida —a veces enunciándolas mediante conceptos jurídicos indeterminados— algunas de las principales cualidades que configuran positivamente la idoneidad personal (cfr. c. 1029).

b)       La vida consagrada

La modalidad de vida a la que da lugar la consagración a Dios por la profesión de los consejos evangélicos es manifestación del principio de variedad, no del principio jerárquico; sin embargo, es "parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un preciso impulso hacia una mayor coherencia evangélica" [93]. De ahí la afirmación conciliar de que "aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece indiscutiblemente a su vida y santidad" [94].

Juan Pablo II ha glosado en diversas ocasiones esa expresión del Concilio: "Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza" [95]. Esta es la razón de que todos los fieles deban apoyar y promover la vida consagrada, aunque Dios llame a ella solo a algunos (cfr. c. 574).

Por estas razones radicadas en el bien público eclesial, unidas a otras particulares que tienen que ver con la tutela de la integridad de los carismas y de la vida regular de los institutos de vida consagrada, también el derecho canónico —de modo análogo a como lo hace en el caso de los candidatos al orden— interviene en el discernimiento de la vocación para abrazar la vida consagrada en una de las formas aprobada por la Iglesia.

Así, el c. 597, al enumerar los requisitos generales para que un fiel pueda ejercer eficazmente la libertad de incorporarse a un instituto de vida consagrada (cfr. c. 573 § 2), y para que el instituto pueda admitirlo, exige que, además de ser católico, sin impedimentos y con la debida preparación, esté movido por recta intención y tenga las cualidades exigidas por el derecho universal y por el derecho propio.

Estas normas básicas se concretan ulteriormente en los cánones dedicados a la admisión, formación e incorporación de los miembros de los diversos tipos de institutos [96]; y en el derecho propio de cada uno de ellos, que regulan las condiciones en que debe efectuarse el discernimiento de la idoneidad personal y la admisión para incorporarse —temporalmente, hasta llegar a la incorporación definitiva— al instituto.

* * *

Debo poner fin ya a estas páginas, para no extenderme más de lo admisible. Espero haber sido capaz de mostrar, aunque de modo más bien panorámico, dada la extensión de la materia, que la vocación es un concepto fundamental en la vida de la Iglesia católica y, en consecuencia, posee reflejos muy identificables también en su legislación. Como expresó Juan Pablo II en la Const. Ap. Sacrae disciplinae leges, la finalidad del Código de Derecho Canónico —y otro tanto podría decirse de toda norma canónica— “no es suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”.

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

39    Imprescindible, en este tema, la doctrina de Hervada: cfr., para su exposición originaria, J. Hervada – P. Lombardía, El derecho del pueblo de Dios, I, Pamplona 1970; J. Hervada, Elementos de Derecho constitucional canónico, 2ª ed. Pamplona 2001.

40    En la base de esa desigualdad funcional se encuentra la distinción —esencial, y no solo de grado—, que existe por institución divina entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial, que están recíprocamente ordenados el uno al otro. La Iglesia tiene una estructura jerárquica precisamente en orden a la administración de los medios de salvación: aparece como una comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada (cfr. LG, 1011).

41    Las múltiples manifestaciones verdaderas de esa variedad, que suele indicarse hablando de carismas, vocaciones, espiritualidades (c. 214), condiciones de vida (cfr. c. 219) y formas de apostolado (cfr. c.  216), no solo son legítimas, sino que se dan "por designio divino" (LG, 32): como ha subrayado Hervada, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del Espíritu Santo.

42    Cfr. A. Marzoa, La 'communio' como espacio de los derechos fundamentales del fiel cristiano, en “Fidelium Iura” 10 (2000) 147-180.

43    Cfr. la sintética exposición de D. Cenalmor, en D. Cenalmor – J. Miras, El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico, Pamplona, 2ª ed. reimpresa 2006, Lecc. 9. Directamente relacionado con este deber y derecho se encuentran los enunciados en los tres parágrafos del c. 212 (obediencia, petición y opinión), que se refieren a otros tantos aspectos de la relación entre los fieles y los sagrados Pastores.

44    Si bien todos ellos se incluyen en un texto jurídico, no todos son susceptibles propiamente de tratamiento jurídico. Como precisa Cenalmor, siguiendo a Hervada y a Viladrich, “no todo lo incluido en estos cánones tiene índole jurídica. Los derechos sí, porque de lo contrario no serían auténticos derechos, que reclaman tutela jurídica; pero algunos deberes (cf., p. ej., c. 210) son prevalentemente morales, y pueden exigirse en justicia solo en determinados ámbitos. Por lo demás, el elenco de obligaciones y derechos de todos los fieles de los cc. 209‐223 (...) no es exhaustivo ni sistemático”. Ibid.

45    Para un estudio pormenorizado, cfr. J. Hervada, Comentario a los cc. 204-231, en CIC anotado (a cargo del Instituto Martín de Azpilcueta), 7.ª ed., Eunsa, Pamplona 2007; J. Fornés, Comentario a los cc. 204-208; en VV.AA., Comentario Exegético al CIC (Dir. A. Marzoa, J. Miras, R. Rodríguez-Ocaña), vol. II/1, Pamplona, 3º ed. 2002; D. Cenalmor, Comentario a los cc. 209-223, ibid.

46    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2-3; LG, 33.

47    Cfr. AA, 24. Muy relacionado con este derecho‐deber está el derecho, enunciado en el c. 216, a crear y sostener iniciativas apostólicas, como cauce institucional posible para corresponder a la vocación apostólica, y los deberes que se recogen en el c. 222, acerca de la ayuda a las necesidades de sostenimiento de la Iglesia, de promover la justicia social y de ayudar a los más pobres.

48    Cfr. LG, 37, fuente de esta norma, que matiza que los fieles deben poder recibir abundantemente esos medios.

49    Cfr., por ejemplo, cc. 386 § 1, 528, 843 § 1, 885 § 1, 912, 918, 980, etc.

50    En el libro III del CIC, De la función de enseñar de la Iglesia, se regulan con más detalle los distintos cauces y formas con los que la Iglesia proporciona la formación cristiana adecuada a cada fiel en las distintas circunstancias. Por su parte, el c. 218 reconoce a quienes se dedican al cultivo de las ciencias sagradas los derechos de investigación y de manifestar prudentemente su opinión en aquello en lo que son expertos.

51    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Orientalium Ecclesiarum, 4.

52    Cfr. cc. 111-112, 372 § 2, 383 § 2, 450 § 1, 476, 518, etc.

53    También este derecho encuentra ulteriores concreciones en normas como las de los cc. 239 § 2, 240 § 1, 246 § 4, 991, etc.

54    En especial, el derecho de asociación, que se desarrolla detalladamente en el vigente régimen canónico de las asociaciones de fieles (cc. 298-329).

55    LG, 31; cfr. c. 225 § 2.

56    Cfr. LG, 31.

57    Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici [CL], 15. El Concilio describe así esa índole secular: "Corresponde a los laicos, por su vocación propia, buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Es ahí donde son llamados por Dios para que, realizando su función propia, bajo la guía del Evangelio, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a semejanza del fermento, y de esta manera, sobre todo con el testimonio de su vida, iluminando con la fe, la esperanza y la caridad, muestren a Cristo a los demás. Por tanto, a ellos les  corresponde de manera especial iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser y se desarrollen constantemente según Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG, 31).

58    Cfr. CL, 2. Más desarrollado en J. Miras, Fieles..., cit.

59    Cfr., por ejemplo, c. 225.

60    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 1; 228; 229 §§ 2‐3.

61    Cfr., por ejemplo, cc. 226; 230 § 1; 231.

62    Cfr., por ejemplo, c. 230.

63    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 2; 226 § 1.

64    Cfr. CCE, 900. Se acoge de este modo en el canon la doctrina conciliar, que superó una concepción reductiva del apostolado laical como mera cooperación en el apostolado jerárquico (esto no supone que no se dé también esa cooperación —cfr. LG, 33; AA, 20—; ni excluye el papel que corresponde a los Pastores en la promoción y ordenación del apostolado laical: cfr. AA, 24).

65    Cfr. AA, 16.

66    LG, 31; c. 225 § 2.

67    Cfr. LG, 33.

68    Cfr. GS, 36.

69    Cfr. LG, 31; c. 225 § 2.

70    Cfr. LG, 36.

71    Cfr. Rm 12, 2; Ef 5, 10.

72    La Instrucción Ecclesiae de mysterio, de 15.VIII.1997, precisó diversas cuestiones al respecto, con la preocupación —entre otras— de evitar que una indebida generalización de esos supuestos pueda tergiversar la naturaleza del sacerdocio común de los fieles (cfr. Principios teológicos, n. 2).

73    Cfr. CL, 23. Dicho error consistiría en entender la "promoción del laicado" como si se tratara sobre todo de abrir a los laicos el acceso a funciones y cometidos antes reservados a los clérigos, o de contar más con su colaboración en tareas intra-eclesiales.

74    Cfr. CL, 17 y 59. Unidad de vida significa especialmente —como enseñó con especial fuerza desde 1928 San Josemaría Escrivá— que en la existencia del cristiano no se pueden separar o contraponer los aspectos propios de su condición de cristiano y los de su condición de hombre y ciudadano.

75    GS, 43; cfr. CL, 2.

76    LG, 34; cfr. LG 10.

77    Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio [FC], 56.

78    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23. Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3.ª ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 347-348.

79    Gn 2, 24; Mt 19, 6; cfr. GS, 48.

80    Cfr. FC, 11; RH 10.

81    Cfr. A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pp. 141 ss,

82    FC, 56. Cfr., para una exposición más amplia, J. Miras – J.I. Bañares, Matrimonio y familia, Madrid, 5ª ed. 2007, Lecc. 13.

83    LG, 18.

84    "El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad (...) Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio (...) Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia: debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo" (CEC, 874-875).

85    Cfr. c. 1008. "Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (...), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los obispos, los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en diverso grado, a diversos sujetos en la Iglesia" (LG, 28). "De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el 'poder sagrado') de actuar in persona Christi Capitis; los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la 'diaconía' de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio (...)" (CEC, 875).

86    Hb 5, 4.

87    Cfr. 1Tm 5, 22.

88    Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius [OT], 2.

89    Cfr., por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 25, a.5, ad 1.

90    OT, 2.

91    Cfr. para un estudio histórico de esta concepción, E. de la Lama, ¿Vocación divina o vocación eclesiástica? Una dialéctica superada para explicar la naturaleza de la vocación sacerdotal (I y II), en “Ius Canonicum” XXXI, n. 61 (1991), 13-56; y n. 62 (1991), 431-507.

92    “Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido” (CEC, 1578).

93    Juan Pablo II, Ex. Ap. Vita consecrata [VC], 3.

94    LG, 44; cc. 207 § 2, 574 § 1.

95    VC, 29.

96    Cfr., por ejemplo, cc. 641-653, para los institutos religiosos.

Jorge Miras

1.       Vocación y derecho: algunas precisiones

Al aceptar la amable invitación para colaborar en este volumen con un trabajo sobre la vocación en la Iglesia católica, tema extenso y que puede abordarse en muy diversas perspectivas, he optado, como canonista, por intentar poner de relieve algunas líneas fundamentales del tratamiento de la vocación por el derecho canónico vigente.

No obstante, parece ineludible anteponer al menos una precisión, a la vista del contraste que implica ya la mera alusión a una posible relación entre vocación y derecho. Se trata, en efecto, de dos realidades cuyas características más evidentes parecen, a primera vista, difícilmente conciliables.

En la reflexión cristiana [1], la vocación se considera un fenómeno de gracia cuya experiencia —una vez cerrado el tiempo del caminar terreno de Jesucristo— acontece fundamentalmente en la intimidad de la relación personal entre la persona humana y Dios, en el santuario de la conciencia, sin acompañarse por lo general de manifestaciones externas, sensibles e inequívocas.

Por su parte el derecho, como ordenación jurídica, se orienta a estructurar la vida social; y lo hace precisamente en cuanto a las cosas externas, o al menos en cuanto a las dimensiones o manifestaciones externas de las diversas realidades humanas, que son las únicas con directa relevancia social.

Desde ese punto de vista, no cabe duda de que la vocación se sitúa en un plano metajurídico, ya que ni las relaciones personales del hombre con Dios (que no poseen las características propias de la juridicidad), ni la intimidad de la conciencia, ni la gracia son de suyo objeto del derecho.

Habría que precisar, por esto, que el derecho canónico, cuando entra en contacto con la realidad vocacional, no pretende desbordar el ámbito propio de lo jurídico, ni efectúa un retroceso en la adecuada distinción y coordinación entre fuero interno y fuero externo [2]. La relación entre derecho y vocación se entabla precisamente en la medida en que el fenómeno vocacional trasciende el ámbito puramente interior  a la persona, presenta dimensiones externas y, por tanto, con relevancia eclesial.

Conviene entender bien esta afirmación. Es bien cierto que, en virtud de la misteriosa solidaridad sobrenatural existente entre los bautizados, la comunión de los santos [3], incluso los aspectos más privados e íntimos de la vida personal —la oración, el mérito, el pecado...— influyen sobre todos los miembros del Cuerpo Místico. Pero esto no significa que esos aspectos de la vida personal sean propiamente objeto de la justicia y, por ende, de las normas jurídicas. Una realidad personal es susceptible de tratamiento jurídico solo cuando posee manifestaciones externas que pueden afectar  a otros o verse afectadas por otros.

2.       Dimensión eclesial de la vocación

¿En qué ámbito o en qué aspectos tiene sentido, entonces, hablar de tratamiento jurídico de la vocación?

A mi juicio, para plantear adecuadamente esta cuestión es imprescindible reparar en que la dimensión eclesial —social— no es un añadido extrínseco a la vocación cristiana, sino un elemento esencial que la caracteriza y la hace posible. Sería reductivo, en efecto, concebir la vocación como una pura experiencia subjetiva individual que acontece exclusivamente en la intimidad de la conciencia y en la relación directa del hombre con Dios.

En la providencia amorosa de Dios, la vocación cristiana acontece y se vive en la Iglesia [4], que es el gran misterio de vocación (de convocación) de todos los hombres y, concretamente, de todos los fieles.

De hecho, quizá no exista una perspectiva más radical para situarse en la comprensión de sí misma que posee la Iglesia católica que la de la vocación, que se encuentra ya apuntada en la misma etimología de la voz ekklesia.

En efecto, Dios no ha querido “santificar y salvar a los hombres individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” [5]. “La palabra ‘Iglesia’ (...) significa ‘convocación’ (...) En ella, Dios ‘convoca’ a su Pueblo desde todos los confines de la tierra” [6], y lo llama, precisamente, a la comunión en la vida divina, cuya culminación es lo que llamamos santidad: “Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, ‘comunión’ que se realiza mediante la ‘convocación’ de los hombres en Cristo, y esta ‘convocación’ es la Iglesia” [7]. Dejando aparte ahora otras consideraciones, cabe recordar que la Iglesia, en su realidad a la vez visible e invisible, humana y divina, “es asumida por Cristo ‘como instrumento de redención universal’ [8], ‘sacramento universal de salvación’ [9], por medio del cual Cristo ‘manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre’ [10]. Ella ‘es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad’ [11]” [12].

Dios, por tanto, no solo llama —convoca— a todos los hombres y a cada hombre a formar parte de la Iglesia, sino que los llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, instrumento del plan amoroso de Dios, cuya “estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo” [13].

Dios llama, ante todo, mediante el bautismo que la Iglesia ha recibido la misión de administrar: “Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo” [14]. Por eso se habla de vocación bautismal, para todos los cristianos [15].

Llama asimismo cuando la Iglesia proclama la Palabra de Dios, de múltiples y variadas formas, y cuando se dirige a cada hombre, y especialmente a cada cristiano, actuando como instrumento de los cuidados personales que Dios le prodiga a través de la acción pastoral.

Llama, en fin, a través de las gracias y carismas que el Espíritu distribuye con toda libertad, algunos sencillos y comunes, y otros especiales, con los que prepara a determinados fieles y los “dispone para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia” [16]. Entre estos últimos, algunos poseen una gran trascendencia eclesial, incluso estructurante, que justifica y reclama una especial intervención del derecho.

Cuando se considera la realidad sobrenatural de la vocación en el seno de la Iglesia se advierte, así, que puede presentar verdaderas dimensiones de justicia que el derecho debe tomar en consideración y tutelar.

Con esta perspectiva analizaremos, sin pretensión de exhaustividad, algunos de los puntos de contacto más relevantes entre orden jurídico y realidad vocacional que aparecen en el derecho vigente.

3.       La vocación de todos los fieles a la santidad y al apostolado

Para plantear adecuadamente esta materia, es preciso tener en cuenta ante todo la doctrina del concilio Vaticano II [17] acerca de la llamada universal a la santidad [18], considerando precisamente su carácter de llamada, es decir, de vocación.

Como es sabido, en la época anterior al Vaticano II se encontraba ampliamente difundida —no de modo unánime en la doctrina espiritual católica, que presentaba matices diversos, a veces sutiles [19]; pero sí hondamente arraigada en la mentalidad común— una concepción de la vida cristiana que consideraba la santidad una aspiración asequible solamente para ciertos estados de vida o ciertas categorías de cristianos; y la misión apostólica, una tarea propia de la Jerarquía en la que los demás fieles podían ser llamados a colaborar.

En ese contexto conceptual, la expresión “llamada universal”, que alcanza a todos los fieles sin exclusión, pone el acento precisamente en la “novedad” que supone, respecto a la situación doctrinal antecedente, esa enseñanza conciliar que recupera y propone solemnemente la genuina doctrina evangélica, oscurecida durante siglos.

Pero su carácter universal no significa que se trate de una llamada genérica, impersonal, sin destinatario determinado. Por el contrario, esa llamada es, para cada cristiano, personalísima. Toda llamada de Dios, incluso cuando se dirige a una colectividad, se traduce siempre en vocación personal a la que cada uno ha de responder.

Y conviene señalar que se trata de vocación en sentido fuerte, porque el concepto de vocación ha experimentado históricamente un proceso paralelo al oscurecimiento de la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado.

Juan Pablo II aludía en 1985 a esta cuestión, que afecta directamente al tratamiento de la vocación en la Iglesia católica: “En el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de ‘vocación’ se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su ‘sígueme’ evangélico únicamente para esos casos. El Concilio ha ampliado esa visión” [20].

Evidentemente, el Concilio no ha negado que “la vocación sacerdotal y la religiosa conservan su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios”; pero ha ampliado esa visión precisamente sobre la base de la renovada toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y de la participación de todos los bautizados en la misión de Cristo y de la Iglesia [21].

Por esta razón, para hacerse cargo adecuadamente del sentido y de las consecuencias de esa llamada universal, resulta muy necesaria una reflexión renovada sobre el significado de la vocación cristiana.

4.       Renovación de la “cultura vocacional”

La mentalidad común, desarrollada paralelamente al oscurecimiento histórico de la llamada universal a la santidad y al apostolado, a la que antes me refería, comporta una manera casi estereotipada de entender la vocación, que podría describirse en estos o parecidos términos:

—Existen multitud de hombres y mujeres que, al nacer o siendo adultos, han recibido el bautismo, por el cual se han incorporado a la Iglesia y han obtenido acceso a los medios de salvación.

—Algunos de ellos reciben posteriormente una vocación, y respondiendo a ella cumplen una misión determinada en la Iglesia, que comporta compromisos más exigentes. Lógicamente, ya que dedican su vida exclusivamente a su vocación, pueden y deben tener una vida cristiana más perfecta.

—Los demás bautizados, puesto que no tienen vocación, se dedican a las cosas normales de la vida y procuran esforzarse por hacer compatibles sus obligaciones con la fe y la práctica cristiana. Eso sí, teniendo en cuenta la máxima según la cual “primero es la obligación y después la devoción”; y como las obligaciones profesionales, familiares y sociales son tan absorbentes, generalmente no pueden dedicar mucho tiempo a las cosas de Dios, de modo que han de contentarse con una vida cristiana menos perfecta. Lógicamente, también tienen menos exigencias y compromisos que quienes sí han recibido vocación [22].

Aparte de otras razones que tienen que ver con la historia de la espiritualidad y de la teología espiritual, en planteamientos de ese tipo influye la equivocidad que posee en el lenguaje usual la palabra “vocación”:

—En su uso en la vida corriente, indica de manera general la inclinación o predisposición que alguien siente a dedicarse a algo determinado. Así, por ejemplo, se dice que alguien tiene vocación, o incluso “mucha” vocación para ser médico, policía o maestro.

—Se llama también vocación, ya en el ámbito religioso, a una inclinación semejante a la anterior, pero que el sujeto atribuye a una llamada de Dios que le trasciende: es la conciencia o la convicción que alguien tiene de ser llamado por Dios.

—En este mismo plano, también se da el nombre de vocación a la llamada misma, considerada como iniciativa y acción de Dios. Así, si se habla de la vocación de Moisés, vocación es la llamada de Dios y también la percepción, por parte de Moisés, de esa llamada: Moisés tiene vocación, se dice en este sentido.

—Por último, en lo que aquí nos interesa, se habla de vocación para referirse a alguno de los caminos concretos por los que Dios llama a seguirle, que presenta ciertos rasgos distintivos respecto a otros caminos. Se dice, en este sentido, que hay personas con vocación sacerdotal, o con vocación para determinada orden monástica, etc.

De estos cuatro sentidos, se suelen emplear con valor específicamente religioso los tres últimos: la vocación como llamada de Dios, como conciencia de la llamada en el sujeto y como camino concreto de respuesta a la llamada. Pero la equivocidad del término da lugar fácilmente a la idea de que los tres han de darse siempre unidos. Es decir, que quienes no tienen conciencia de haber sido especialmente llamados por Dios para seguirle por un camino concreto, no tienen vocación.

Desde los presupuestos de esta “cultura vocacional” no es difícil, en efecto, que la vocación a la santidad, a la plenitud de la caridad, de los cristianos corrientes, que no son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada se entienda como algo distinto a la vocación propiamente dicha.

Sin embargo, esta reflexión de Juan Pablo II propone una perspectiva renovadora: “El Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...) El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad, constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional” [23].

Cada hombre y cada mujer, como persona única, irrepetible, protagoniza una relación personal y única con Dios, que arranca de la elección eterna a la que se refiere San Pablo: “Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1, 4). El misterio proclamado en ese pasaje paulino posee una dimensión universal y colectiva, comunitaria, como la misma vocación a la santidad [24]. Pero no es menos cierto que, en definitiva, esa elección y vocación desde toda la eternidad alcanza individualmente a cada hombre y  a cada mujer: es también singular, única e irrepetible [25] para cada uno.

El propio Juan Pablo II comenta de modo muy sugerente el citado texto de la carta a los efesios: “podemos decir que Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, para participar en la filiación divina, y solo después quiere la creación” [26]. Una afirmación que, como el texto paulino, posee primariamente sentido universal, pero puede entenderse igualmente en sentido personal e individual: Dios primero conoce y elige a cada persona y después la llama a la existencia, para que esa vocación y elección se realicen con la respuesta libre de la persona bajo su providencia amorosa, pues, en definitiva, “la vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina” [27].

5.       La vocación, clave de la identidad personal

Ninguna persona existe casualmente o sin sentido. El hombre “no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” [28]. La existencia de cada hombre y de cada mujer, su verdad, solo se explica adecuada y totalmente a la luz de ese misterio de amor y de elección, que es “la razón más alta de la dignidad humana” [29].

Por ese motivo, la cultura vocacional que venimos considerando debe corregirse ante todo comprendiendo que la vocación, en sentido propio y radical (es decir, antes aún de la conciencia de la llamada o del camino específico de la respuesta), no es algo añadido a la persona, una incidencia aleatoria, que puede o no sobrevenir en algún momento de la vida. Por el contrario, la vocación, en cierto modo, configura y constituye a la persona misma, es la clave más profunda de su identidad y la razón de su existir [30].

Cada persona es un misterio original de amor y de elección: “Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible” [31], de modo que puede afirmarse, con Juan Pablo II, que “la vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” [32].

Esa visión de la vocación como clave profunda de la identidad —de la unicidad irrepetible— de la persona se insinúa muchas veces en la Sagrada Escritura cuando Dios, al llamar a alguien para una misión, le da un nombre que expresa la estrecha unidad entre su existencia, su identidad y su misión. Los ejemplos son abundantes, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, culminando en el mismo nombre de Jesús (cfr. Mt 1, 21).

El nombre representa la identidad de una persona, pero existe una diferencia decisiva entre el modo de “dar nombre” de los hombres y el de Dios. El nombre que unos padres eligen, por diversas motivaciones, para su hijo no contiene toda la verdad de la persona, es solamente una representación, una referencia que remite a ella y permite identificarla. Pero si posteriormente esa persona cambia su nombre por cualquier razón, no por eso cambia su identidad, aunque la llamemos de otro modo.

En cambio, Dios da nombre en virtud de su conocimiento creador. Solo Él, que ha conocido y elegido a cada persona desde la eternidad (cfr. Rm 8, 28), puede llamarla por un nombre que expresa plenamente toda su verdad, y que no se puede cambiar. En ese sentido, a cada persona puede aplicarse lo que dice Dios a Israel por boca del profeta Isaías: “Yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43, 1).

Ese nombre por el que Dios llama a cada persona a ser suya es la vocación, la identidad verdadera de cada una. En ese sentido, dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (...) Los elegidos viven ‘en Él’, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre” [33]; y apoya esa afirmación en el texto del Apocalipsis que expresa simbólicamente esta promesa: “Al que venza (...) le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2, 17).

Efectivamente, la vocación es la clave de la propia identidad, pero no como una voluntad puramente externa que se imponga a la persona, o como un destino inexorable ya perfectamente predeterminado, al que deba plegarse. El ejercicio de la libertad, en su misteriosa conjugación con la gracia, contribuye de diversos modos a configurar la vocación; de ahí la exhortación de San Pedro: “hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección” (2P 1, 10).

Por eso se afirma que la vocación es don y, a la vez, tarea: elección eterna de Dios y propuesta que Él hace a la libertad de cada persona. En la correspondencia a la vocación de Dios se cifra la autenticidad y la plenitud de la realización personal, de tal modo que en realidad, en el horizonte de la libertad humana, no solo no hay contradicción entre buscar la propia realización y responder a la vocación, sino que el máximo grado de coherencia con uno mismo —el ser yo mismo— se da precisamente en la fidelidad a la vocación: “el compromiso más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser, acontecen ante el Dios que llama” [34].

6.       Vocación y conciencia de vocación

Es necesario referirse ahora a una cuestión que, muy razonablemente, se plantea al reflexionar sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado como verdadera vocación personal: “Cuando se reflexiona sobre la universalidad de la llamada a la santidad, viene espontáneamente a la cabeza el pensar en la multitud de hombres y mujeres que no tienen noción alguna de esa vocación. ¿No es contradictorio sostener que Dios llama a la santidad también a aquellos que ni siquiera se dan cuenta?”[35]. Dicho de otro modo, ¿se dan necesariamente unidas la verdadera vocación (iniciativa de Dios que eligellama) y la conciencia personal de vocación?

Ciertamente, muchos bautizados, que además desean vivir cristianamente, no son conscientes de “tener vocación”, es decir, de haber percibido una llamada de Dios que les haya llevado a tomar una especial decisión de correspondencia. Esto no significa, sin embargo, que no tengan en absoluto conciencia y experiencia del contenido fundamental de la vocación a la santidad: de un deber, de una inquietud, de un buen deseo e incluso de un impulso que les mueve a orientar la propia vida hacia Dios. Otra cosa es que el interesado —quizá por influencia de la mentalidad común antes descrita— no dé a esa orientación fundamental el nombre de vocación y no sea, en consecuencia, consciente de tener vocación.

Pero describir la vocación, en su sentido más radical, como la elección que Dios hace desde la eternidad y por la que llama a cada persona a la existencia, implica ante todo que la vida de cada persona es objeto de una providencia especialísima de Dios, que no crea en vano, sino que al llamar predispone las gracias necesarias para que la llamada “se abra camino” y fructifique [36].

La providencia divina encuentra caminos, ordinarios y extraordinarios para darse a conocer gestis verbisque: a través de palabras y nociones explícitas, y también a través de los hechos y de los sucesos —interiores y exteriores— de la vida de cada persona.

Así, en primer lugar, es preciso contar —y la Iglesia lo hace, indudablemente— con la realidad de la gracia y de la acción invisible y callada del Espíritu Santo, que mueve interiormente a cada alma por su camino, con suavidad y fuertemente a la vez (cfr. Sb 8, 1).

Por otra parte, como indicaba anteriormente, hay que contar con el hecho, rico en consecuencias, de que Dios llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, de manera  que la conciencia de pertenencia a la Iglesia es una suerte de materialización de la vocación personal, que implica un constante recordatorio y una permanente renovación de la llamada divina, a la vez que proporciona el camino y los medios necesarios para responder adecuadamente a ella.

En definitiva, el hecho de que en muchos cristianos no se dé una conciencia explícita y personal de “tener vocación” en nada merma el carácter de verdadera vocación personal de la llamada a la santidad y al apostolado contenida en el bautismo. Pero eso no significa que baste que alguien esté bautizado para que de forma automática e inconsciente, lo quiera o no, su vida se desarrolle santamente, o que solo sea necesaria la respuesta consciente del cristiano en el caso de las vocaciones que llaman a seguir a Cristo por algún camino específico.

La llamada de Dios exige, en todo caso, docilidad. Pero de ordinario para esa respuesta basta darse cuenta de que se es cristiano, hijo de Dios, y querer vivir como cristiano sirviéndose de los medios que la Iglesia administra. El bautismo siembra en el alma una semilla cuyo desarrollo propio es la santidad [37]: esa realidad viva es vocación, es atracción de Dios. Y, de suyo, posee la fuerza y la grandeza que he intentado ilustrar. Quien —a través de cualquiera de los variados caminos y experiencias de los que se sirve la gracia de Dios— es consciente de su condición de cristiano y procura vivirla fielmente, conoce su vocación y responde realmente a ella [38].

En esta perspectiva se comprende que la enseñanza conciliar sobre la grandeza y la exigencia de la vocación cristiana a la santidad es un don de Dios muy apreciable para toda la Iglesia. Para los sagrados pastores, porque esa renovada conciencia fomenta una organización y una acción pastoral que, de hecho, impulsen y favorezcan objetivamente la respuesta de todos los cristianos a esa llamada. Para cada uno de los cristianos porque descubrir con luces nuevas la fuerza y la exigencia de la vocación bautismal entusiasma e impulsa a corresponder con voluntariedad más explícita. Con toda esa fuerza exhortaba San Pablo a los primeros cristianos: “Os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados” (Ef 4, 1).

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

1   Cfr., para una exposición reciente y las oportunas referencias bibliográficas, J.L. Illanes, Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, 2007, pp. 155 ss.

2   Cuestión que, como es sabido, era objeto del segundo de los principios directivos para la reforma del Código de 1917, cuyo texto íntegro fue publicado en la revista Communicationes 1 (1967).

3   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 946 ss.

4   Cfr., para un mayor desarrollo, F. Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, especialmente cap. X, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, y la bibliografía allí citada.

5   Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium [LG], 9.

6   CEC, 751.

7   CEC, 760.

8   LG, 9.

9   LG, 48.

10    Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes [GS], 45.

11    Pablo VI, Discurso 22.VI.73.

12    CEC, 776.

13    Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 27.

14    CEC, 784; cfr. CEC 786.

15    “El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria” (CEC, 1533).

16    Cfr. LG, 12.

17    Cfr. LG, 11; 39; 40; 41; etc.

18    Doctrina calificada por Pablo VI como “la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar”: Motu proprio Sanctitas clarior, 19.III.1969, AAS 61 (1969) 159.

19    Cfr. V. Bosch, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Madrid 2008.

20    Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 9.

21    Cfr. Ibid.

22    Cfr. J. Miras, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000.

23    Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 24.IX.1997.

24    Cfr., más ampliamente, F. Ocáriz, Naturaleza..., cit.

25    Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis [RH], 21

26    Juan Pablo II, Discurso 28.V.86.

27    GS, 22.

28    GS, 19.

29    Ibid.; cfr. también CEC, 27, 44, 505, 518, 549, etc. En estas páginas consideraré únicamente  la vocación en los bautizados; pero la noción radical de vocación sería incompleta si no se subrayara que, como afirma Juan Pablo II, “todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo” (RH, 18): una vida que culmina en la eternidad, “final cumplimiento de la vocación del hombre (...), de la ‘suerte’ que Dios desde la eternidad le ha preparado” y que “se abre camino por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas, de la ‘suerte humana’ en el mundo temporal” (RH, 18). A la luz de este misterio de vocación deben contemplarse incluso las existencias humanas más oscuras e inadvertidas, también las que parecen no tener sentido alguno, contempladas desde una lógica puramente humana. Por difícil o inasequible que pueda resultar para nuestra comprensión uno u otro caso concreto, lo cierto es que ninguna existencia humana está entregada al azar (cfr. E. de la Lama, La vocación sacerdotal, Madrid 1994, p. 204).

30    Ciertamente, deben distinguirse el orden de la naturaleza y el de la gracia, el de la creación y el de la redención; y en ese sentido la vocación no es una realidad “natural”. Sin embargo, considerando a la persona concretamente existente, naturaleza y gracia, creación y vocación se funden, sin confusión, en una existencia elevada al orden sobrenatural. Cfr. a este respecto E. de la Lama, La vocación sacerdotal, cit., pp. 145-151.

31    San Josemaría Escrivá, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 106.

32    Juan Pablo II, Encuentro con seminaristas en Porto Alegre, 5.VI.1980.

33    CEC, 1025.

34    P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, 2ª ed. Pamplona 1987, p. 19.

35    F. Ocáriz, Naturaleza…, cit., p. 233.

36    Cfr. RH, 18.

37    “La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana”. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 58.

38    Aunque se está tratando aquí de la vocación a la santidad en el ámbito eclesial humanamente identificable (la vocación cristiana de los bautizados), conviene anotar que la redención abarca a toda la humanidad y el misterio de la vocación no puede encerrarse en ninguna tipología que limite la infinita originalidad del Amor, que quiere que todos los hombres —uno por uno— se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 3-4). Cfr. CEC, 1260.

Prosper  Grech

«La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con  Dios  y de la  unidad  de  todo  el  género humano». Así comienza la Constitución dogmática Lumen gentium. Sin embargo, una simple mirada a nuestro alrededor nos muestra una cristiandad dividida, pueblos y naciones en guerra, odios de clase y raciales, discriminaciones entre sexos, y conflictos religiosos.  ¿Qué  sentido tiene, entonces, el enunciado del Concilio? ¿No será  una simple  figura retórica? ¿Ilustra de verdad la función de la Iglesia Católica en la Historia? Nuestra ponencia, con la ayuda  de la revelación  bíblica, quiere iluminar el significado de las palabras conciliares en una visión escatológica y apocalíptica de la Historia.

El problema de la disgregación del género humano es tan antiguo como los autores del Pentateuco, y aparece íntimamente ligado a la historia del pecado original. Protológicamente Adán, es decir, el hombre, es uno. Sin entrar en el problema del monogenismo o poligenismo, el theologoumenon de la unidad de Adán consiste en la unidad del género humano [1]. La mujer misma es originada desde Adán. De aquí que la división no procede de Dios, quien quiere que los descendientes de Adán formen una familia unida. Esta consideración gana importancia cuando, más adelante, tratamos de la contrafigura del Nuevo Adán, Cristo.

La disgregación surge, pues, con el pecado, con la ruptura de la unión entre el hombre y Dios. Una reunión de la familia humana  no puede, por tanto, prescindir de la restauración del vínculo con el  Creador. No olvidemos que, en el libro del Génesis, la teología del pecado original no se limita al pecado de Adán, sino que se extiende a sus nefastas consecuencias, tal y como se advierte en los once primeros capítulos [2], que narran no sólo los sucesos iniciales, sino también las constantes de la historia de una humanidad pecadora.

La primera división nace entre el hombre y la mujer, cuando en Gn 3, 12 Adán acusa a Eva: «la mujer que  me diste  por compañera me dio del árbol y comí». El llamado proto-evangelio de Gn 3, 15 traza en modo apocalíptico la futura historia de toda la humanidad y la lucha interior a cada hombre. Habrá enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de una  y otra; entre el  bien  y el  mal en el género humano y en el individuo [3]. El bien logrará la última victo­ria, pero el mal herirá y hará caer a la descendencia de la mujer. El conflicto entre bien y mal, entre luz y tinieblas se simboliza en la narración de Abel y Caín. Surge el homicidio con una raíz expresada por la altiva respuesta de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). La irresponsabilidad del hombre frente al hombre lleva al odio y a la guerra. Los descendientes de Caín añadieron la poligamia al homicidio (Gn 4, 19-23) y comenzaron la fabricación de armas (Gn 4, 22).

La extensión del pecado clama el diluvio. Pero tampoco los tres hijos del «justo» Noé regresaron a la justicia original: la relación de pueblos descendientes de Sem, Cam y Jafet, en Gn 10, indica la etiología de las divisiones raciales, que con-dividen bendición y maldición. En Gn 11, los constructores de Babel reiteran la altivez de Adán, queriendo sentarse junto a Dios con su técnica, pero provocando la confusión de las lenguas. Los hombres, con distintos idiomas, ideologías y modos de pensar, ya no se entenderán más entre sí, quedando unidos tan sólo por su común orgullo. La disgregación se ha completado: Caín, Lamec, Tubalcaín, Sem, Cam, Jafet y los constructores de Babel viven todavía entre nosotros.

En la civitas terrena o civitas diaboli [4], el pecado actúa  como fuerza centrífuga. Pero la civitas Dei, iniciada con el justo Abel y descendencia de la mujer, aplastará la cabeza de la serpiente.

El primer «signo» de reintegración aparece con Abraham y el pueblo israelita, en quien «serán benditos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12, 3). La elección de Israel es la primera iniciativa de Dios en la historia salvífica para reconducir el hombre a sí, y reunir a todos los pueblos de la tierra. Israel será un «signo», pero no un «sacramento»; signo bastante ambiguo por su exclusivismo que, si al inicio parecía necesario para preservar su identidad, consideraba a las demás naciones como enemigos que deben ser sometidos [5], aunque ya los profetas predijeran la peregrinación de todas las naciones al encuentro de Yahvéh en su monte santo.

Numerosos textos de Isaías ilustran este último punto. Podemos citar, como muestra, algunos cuantos. J. Jeremías los ha reagrupado bajo cinco títulos Jr 6, 1) Epifanía de Dios: las naciones suspiran en espera de esta manifestación. El monte del Señor será más alto que cualquier otro y en su cumbre se manifestará  la gloria de Dios, luz para  todas  la, gentes (Is 2, 2; Is 40, 5; Is 51, 4s; Is 52, 10; Is 60, 3; Is 62, 10; Za 2, 13) [6]. El culmen se alcanzará con la venida del Mesías: «aquel día la raíz de Jesé estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán y su morada será gloriosa» (Is 11, 10). 2) Llamada de Dios: A la manifestación de la gloria de Dios, sigue su llamada: «volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro» [Is 45, 22), e Israel, como su instrumento, amplifica esta llamada: «narrad su gloria en medio a los pueblos, decid a todas las naciones sus prodigios». 3) La peregrinación de los gentiles es la respuesta de todas las naciones  a la invitación  de Dios y de Israel: «al final de los días, el monte del Templo del Señor será elevado en la cima de los montes y estará más alto que las colinas. A él llegarán todas las gentes. Vendrán  muchos pueblos y dirán: 'venid, subamos  al monte del Señor'...» (Is 2, 2s; cfr. Is 19, 23; Is 60, 5-13; Is 66, 20; Zc 8, 21; Za 14, 16). 4) Adoración de Dios en su santuario: «en cuanto a los extranjeros adheridos a Yahvéh para su ministerio... yo los traeré a mi monte santo  y les alegraré en mi casa de oración..., porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» {Is 56, 6s; cfr. Is 45, Is 14; Is 49, 23; Is 66, 18); allí participarán en él. 5) Banquete mesiánico junto a Israel: «hará Yahvéh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos... consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... consumirá a la Muerte definitivamente» (Is 25, 6-8).

Israel interpretó muchos de estos textos en modo mesiánico,  pero  los rabinos [7], especialmente después  de  la  destrucción  del  Templo  el año 70 d. C., prefirieron relacionarlos con los  oráculos  de  la  destrucción en sentido político,  hasta  la derrota  definitiva  de  Bar  Kochba  en  el 135 d. C.

Aquí surge  un  nuevo  problema.  En Israel,  heredero  de Abraham y «signo» de bendición para todos los  pueblos,  coexisten  dos «almas»: por una parte, la que considera a las naciones como enemigas que, por medio de la guerra santa, deben ser exterminadas «usque ad  mingentem  ad parietem», hasta los oráculos de destrucción de los  países circundantes; por otra, la de los  oráculos  que  se  refieren  a  la  peregrinación  de los pueblos al monte santo. El problema no es, de ningún modo, irrelevante, pues estas dos «almas», con las lógicas modificaciones, se reflejan en  el  Nuevo  Testamento [8].  ¿Cómo  conciliar   la  postura  de  Israel  con el mandato de Lv 19, 18 de «amar al prójimo como a ti mismo»? Este doble espíritu, al menos después del exilio, tiene como raíz común la convicción de la unicidad  de Dios  y de la elección  particular  de Israel.  El «prójimo» es el israelita. El mandamiento  es  necesario  para  mantener unido al pueblo  y preservar  tanto  su  identidad  como  la  pureza  de la auto-revelación de Yahvéh a «su» pueblo. Amigos y enemigos  de Israel y de Dios se identifican. Pero si es verdad que los hebreos quieren alejar cualquier contaminación de su religión y se mantienen lejos política, cultural y religiosamente, de las demás naciones, también lo es que aspiran a que estas naciones se conviertan  a Yahvéh  y  reconozcan  que, en último caso, Israel  tenía  razón. Entre el odio y la  esperanza,  Israel es siempre un «signo» de unión  de  las  gentes que se someten al culto del verdadero y único Dios. No es «sacramento» porque su perspectiva es, todavía, demasiado restringida y sus medios demasiado ligados a una visión política. El Espíritu de Dios actúa en Israel, pero  todavía  no  ha sido difundido sobre todas las naciones, por aquel Siervo  que ofrece su vida por todos, convirtiéndose en la luz de los pueblos (Is 53; Is 42, 6).

Cuando decimos que la Iglesia es como un sacramento  de  unidad,  el adverbio «como» alude a la analogía con los siete sacramentos. El Sacramento radical (Ursakrament) es, sin embargo, Cristo mismo, el totes eusebeías mysterion de 1Tm 3, 16 [9]. Es «sacramento» porque es la manifestación de Dios mismo en la carne,  o  mejor,  de  la  salvación  de Dios, del Reino de  Dios,  que  él  anunció  durante  su  vida en  la  tierra. El Reino de Dios, es decir, la amnistía del Padre y la invitación a la reconciliación, contiene el don del Espíritu «qui ipse est remissio peccatorum», res de este sacramento [10]. Pero Jesús era hebreo, más aún, era el epítome de Israel. ¿El Reino que ha predicado es propiedad exclusiva de Israel? Sin duda, se ofrece primero a los hebreos porque son los portadores de la promesa: Jesús conocía a los profetas demasiado bien como para limitar la invitación de Dios a un sólo, aunque  predilecto, pueblo. Con la elección de los Doce y su misión de  ir  y  «enseñar  a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», Jesús extiende las doce tribus de Israel  al  mundo  entero. En el nombre de la Trinidad, todas las familias de  la  tierra  están unidas en la única familia de la Iglesia (Mt 28, 19).

Muchas veces se pregunta si este mandato de Cristo resucitado no entraba en contradicción con el exclusivismo de Jesús durante su predicación en Israel. Sin embargo, la oferta prioritaria del Reino al pueblo elegido no comportaba ningún exclusivismo por parte de Jesús. La incredulidad de sus contemporáneos ha movido a Jesús a pronunciarse claramente acerca de la apertura del Reino a  todos  los  pueblos, no como reacción debida a un accidente histórico, sino como consecuencia lógica de las profecías. La auto-suficiencia de los jefes religiosos ha causado la exclusión de la oficialidad de Israel de un Reino destinado  al mundo entero [11]. Así, a los renegados de Israel, Jesús opone explícitamente los ninivitas y la Reina del  Sur (Mt 12, 41), Tiro y Sidón (Mt 11, 22), Sodoma y Gomorra, a quienes los hebreos negaban la resurrección. En el Juicio final todas las naciones estarán delante del trono de  Dios y obtendrán la  absolución, si han creído en Jesús (Mt  8,  10), si se han sometido a la Sabiduría  de Dios (Mt  12, 42), si se  han  apiadado de los que sufren (Mt 25, 31-46) y si se han  arrepentido  con el anuncio del mensaje profético (Mt 12, 41). Estos gentiles se sentarán junto a los Patriarcas en el Reino de los Cielos (Mt 8, 11), mientras los descendientes carnales de Abraham no  podrán  exigir  ningún  derecho  a  la  gloria de Dios (Mt 3, 9). La gracia de Dios no está ligada a Israel, tal como muestran las Escrituras y los milagros de Jesús en favor de los extraños (Lc 4, 25s). Vendrán, pues, gentes de oriente  y de occidente,  del norte y del sur, y se sentarán en la mesa del reino, mientras los hijos del  Reino serán arrojados fuera (Mt 8, 11).

El Evangelio de Juan focaliza la universalidad del Reino en la persona de Jesús, el Ursakrament. Ante la afirmación de Jesús de que adónde iba no podían seguirle,  la reacción  de los  judíos: «¿acaso se irá  a los que viven dispersos entre los griegos  para enseñar  a los griegos?» Jn 7, 35), preludia la extensión de Israel. Y en Jn 10, 16, Jesús mismo explicita esta verdad: «también tengo otras ovejas, que no son  de este redil; también a esas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor». Jesús muere por todos: «no solo por la nación, sino también para reunir en uno  a los  hijos  de  Dios que estaban dispersos» Jn 11, 52). Pero la expresión más explícita acerca de la potencia centrípeta de su muerte y glorificación la tenemos en el capítulo 12, donde se narra que algunos griegos querían ver a Jesús en el Templo, quizás como referencia a la peregrinación de los gentiles  al monte santo. Jesús explica: «cuando yo sea levantado sobre la  tierra atraeré a todos hacia mi» Jn 12, 32). La redacción joánica aclara  los textos sinópticos que hablan del Reino como sacramento  de  unión entre todas las gentes. En Juan, como hemos  dicho,  el  Reino  de  Dios queda centralizado en  la  persona  de Cristo resucitado, que comunica su fuerza de atracción y reunificación a aquellos  que son  «en  Él», esto  es, a su Iglesia haciéndola partícipe de su sacramentalidad radical.

Pero antes de estudiar la sacramentalidad de la Iglesia misma, debemos detenernos un momento en  la sacramentalidad de  Cristo  referida a la unidad del género humano a través de la Iglesia, su Cuerpo. Como no interesa elaborar una síntesis de cristología, nos contentaremos con examinar algunos títulos  cristológicos  que  iluminen  nuestro tema.

Col 1, 15 denomina a Cristo «imagen del Dios invisible». Estas palabras, al estar situadas en  la  primera  estrofa  del  himno,  se  refieren al Cristo preexistente en el que  todas las cosas fueron  creadas. También el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26s), como imagen de la imagen de Dios [12]. Y también Jesús, en su vida terrena, es imagen de Dios, tanto en su humanidad, como en su persona divina, como imagen visible: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» Jn 14, 9). No es, sin embargo, una imagen estática, sino dinámica y eficaz, ya que atrae todo hacia sí. Aquí radica su sacramentalidad, de la que participa la Iglesia, insertada  en Cristo, como  el sarmiento  en  la vid Jn 15, 5), de modo que solamente da fruto en virtud de esta inserción. La Epístola a los Hebreos refuerza la dosis de la expresión paulina: «este Hijo, siendo resplandor de su gloria e impronta de su esencia, sostiene todo con su  palabra  poderosa»  (Hb 1, 3) [13].  Cristo  es descrito con las palabras acerca de la Sabiduría divina de Sb 7, 26; es la sabiduría encarnada; la Iglesia, que comunica esta sabiduría con su palabra, contribuye a sostener el ser del mundo en Dios.

La Imagen de Dios hecha carne no es sólo el sacramento de la unión del hombre con Dios. Cristo, en cuanto hombre,  no es un simple individuo. Como Adán, Cristo es el Hombre, el fundador de un nuevo género humano del cual es cabeza [14]. El género humano adámico, disgregado por el pecado, encuentra su nuevo principio de unidad en el nuevo Adán. San Pablo traza la antítesis entre el primer y el segundo Adán en Rm 5, 12-21 y 1Co 15, 45. Sin entrar en las cuestiones exegéticas particulares de estos pasajes, que no atañen directamente a la tesis de la sacramentalidad en relación con el género humano, esta sacramentalidad no se entendería sin el título cristológico del nuevo o segundo Adán. La razón se encuentra en la expresión paulina tantas veces usada de en Christo [15]. Ser «en Cristo» significa entrar en la esfera dinámica, en el campo de acción del Resucitado que nos penetra con su Espíritu vivificante; pero implica también que cada creyente se desvista de su personalidad adámica para revestir la nueva personalidad erística (cfr. Ef 4, 22s, Col 3, 9-11). Este cambio de personalidad sucede «ontológicamente» en el bautismo, que  nos incorpora a  Cristo; pero para que sea efectivo exige un cambio moral y existencial progresivo por parte del creyente, que debe crecer «hasta llegar a la unidad  de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la  madurez  de la plenitud de Cristo» (Ef  4, 13). La tesis de Cristo como nuevo Adán no se encuentra tan sólo en  Pablo.  A  diferencia de Mateo [16], que lo  indica  como epítome de  Israel,  cuando  Lc 3, 18 describe la genealogía de Jesús, no lo hace descender de Abraham, sino que lo llama «hijo... de Adán, hijo de Dios». Cristo recapitula  en  sí a toda la humanidad. El idou ho anthropos de Jn 19, 5, no debe traducirse como «he aquí aquel hombre», sino como «he  aquí al Hombre» que encierra en sí a toda la humanidad; doctrina  recogida  por  Hb 2, 11-13 [17]. Esta era una tesis común a toda la Iglesia primitiva, pero especialmente desarrollada por Pablo.

El Apóstol de las gentes ve las consecuencias sociales de esta realidad cuando escribe en Ga 3, 27-29: «todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, pues todos  vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa». Con estas palabras, Pablo  deroga  las discriminaciones sociales de clase, sexo y raza. Afirmando que, con la fe en Cristo, todas las naciones descienden de Abraham, extiende el Israel según  la carne  a todo el mundo según el Espíritu. El «prójimo» no es tan sólo el otro israelita, como en el viejo Israel, sino que, como enseñó Jesús, indica al samaritano (Lc 10, 25-37) e incluye también al «enemigo» (Mt 5, 43-48). La revolución es completa. Los creyentes en Cristo forman un solo rebaño bajo un solo Pastor, cualquiera que sea la  raza, nación, estado social o sexo: todos son el Israel de Dios (Ga 6, 16).

Si el título de nuevo Adán expresa la sacramentalidad de Cristo en favor de la unión del género humano, el título de Cabeza de su Cuerpo [18], que es la Iglesia, extiende  esta sacramentalidad a la comunidad de los creyentes en El. En Rm 12, 3-7 y 1Co 12, 12-27, al hablar de distintos carismas, Pablo llama a la Iglesia el «cuerpo» de Cristo, sin diferenciar entre cabeza y miembros. Esta distinción se  encuentra  en Ef 1, 22; Ef 4, 15; Ef 5, 23; Col 1, 18; Col 2, 10. [19]. En referencia a nuestro tema, debemos subrayar tan sólo que el cuerpo es la visibilidad del hombre.

Es el signo. La Iglesia es, por tanto, «signum» de Cristo resucitado, nuevo Adán, convertido en Espíritu vivificante que hace al signo «efficax», haciéndole participar de su propia sacramentalidad. En este contexto (1Co 12, 13) el Apóstol reitera que los bautizados en Cristo, esto es, los miembros de la Iglesia, griegos o judíos, siervos o libres, forman un sólo cuerpo. Precisamente en este sentido la Iglesia es sacramento de la unión del género humano. Aunque las imágenes sean diferentes -cuerpo y viña, espíritu vivificante y «atraeré todo a  mí»-, Pablo y Juan enseñan una misma idea acerca de la sacramentalidad de Cristo y de la Iglesia, de una Iglesia visible, de un «cuerpo».

La doctrina de Pablo y Juan acerca de aquello que llamamos la sacramentalidad de la Iglesia no es una teología a priori: surge de los acontecimientos de la historia y está reflejada en los Hechos de los Apóstoles. A la confusión de las lenguas en Babel, se contrapone el fenómeno del habla en diversas lenguas por obra del Espíritu Santo, tanto en la pentecostés de los judíos, como en la «pentecostés de los gentiles» del episodio de Cornelio (Hch 10). Alcanzada la reconciliación con Dios en Cristo, los hombres de las distintas naciones son capaces de entenderse, porque hablan la lengua común del amor.

Los Hechos narran principalmente la expansión de la Iglesia entre los gentiles. Pero esto no sucede sin dificultad. La controversia acerca de la circuncisión que llevó al llamado «Concilio» de Jerusalén (Hch 15) posee una gran importancia para nuestro tema. Todos los protagonistas estaban convencidos que el Evangelio debía ser predicado al mundo entero, pero los judeocristianos a ultranza pretendían hacer prosélitos hebreos que creyeran en Jesús. Así, el «signum» habría sido el Israel «según la carne» que, en su mayoría, había rechazado el Evangelio. La controversia paulina acerca de la suficiencia de la fe en Cristo, sin la circuncisión ni la observancia de la ley mosaica, tiene como consecuencia eclesiológica la transferencia del «signum» hacia el nuevo pueblo de Dios, enraizado sí en Israel, pero con «res» en Cristo y no en Moisés. De hecho, en Rm 11 Pablo afirma que el antiguo Israel sufrirá de ceguera hasta que no ingresen en él todas las gentes; sólo después le será quitado el velo que cubre sus ojos, para que vuelva a ser el corazón del Israel según el Espíritu  (2Co  3,  14s;  Rm  11,  espec. 25-32) [19]. Es verdad que por la descendencia de Abraham serán bendecidas las naciones, pero basta con el «resto» que ha creído, de manera que el pueblo que se gloría del viejo Moisés sin reconocer al nuevo (Dt 18, 18) se convierte no en signo de unidad, sino de contradicción. La vocación de las naciones como coherederas en plenitud de las bendiciones de Abraham es la esencia de aquello que Pablo llama el mysterion escondido en los siglos y revelado a él en los últimos tiempos (Rm 16, 25, Ef 3, 3-7).

Hasta aquí hemos trazado la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia en el Nuevo Testamento. ¿Ha sido realizado este ideal en la historia? Es innegable que hoy encontramos la Iglesia Católica en todo el mundo como el árbol del grano de mostaza en que anidan todos los pájaros del cielo (Mt 13, 32). Pero los creyentes en Cristo están divididos; pueblos y naciones distintas, pertenecientes a la misma Iglesia, combaten muchas veces entre sí y encontramos todavía discriminaciones sociales y de sexo en los países católicos. ¿Cómo se explica esta situación?

Volvamos por un momento al texto de Gn 3, 15, citado al inicio de esta conferencia. El proto-evangelio había previsto una lucha continua en la historia entre las descendencias de la serpiente y de la mujer, entre los hijos de Caín y de Seth. En el acontecimiento pascual, el descendiente por antonomasia de la Mujer, Cristo, ha aplastado de una vez por todas la cabeza de la antigua serpiente  y, en el lenguaje  del Apocalipsis, la ha atado por mil años (Ap 20, 2s); pero su aniquilamiento definitivo tan sólo acaecerá en los últimos días (Ap 20, 10). Entretanto, la lucha entre el bien y el mal perdura. Si hay un mysterium salutis que actúa como fuerza centrípeta, hay también un mysterium iniquitatis (2Ts 2, 7) que obra de fuerza centrífuga. Este misterio del mal actúa tanto fuera de la Iglesia, donde está su propio reino, como dentro, a través de los numerosos «anticristos» (1Jn 2, 18; 2Jn 7). Así, también nosotros, cristianos, hemos merecido  a lo largo de la historia la dura reprimenda de Ezequiel, por haber profanado y deshonrado el nombre de Dios entre las gentes, en vez de santificarlo (Ez 36, 17-22). El «mundo» en el sentido joánico de la palabra es un anti-sacramento; pero este mundo puede penetrar también en la Iglesia de modo que los cristianos mismos pueden convertirse en anti-sacramento (cfr. 1Jn 4, 1-6). Las epístolas a las siete iglesias de Ap 2-3 muestran la precaria situación de toda comunidad. Basta pensar que, geográficamente, aquellas iglesias, como las antaño gloriosas comunidades nord-africanas, pertenecen hoy al mundo musulmán.

Precisamente el Apocalipsis de Juan dibuja con suma maestría la parodia del mysterium iniquitatis. Los actores principales del mysterium salutis son el Padre, el Cordero inmolado y los Siete Espíritus de Dios de Ap 1, más la Mujer vestida de sol (Ap 12), madre y esposa del Hijo, Miguel (quis ut Deus, Ap 12, 7) y la nueva Jerusalén (Ap 3, 12; 21, 2) [20]. Todas estas figuras  tienen su contrapartida. Fuente de todo mal  es el Dragón (Ap 12; Ap 13; Ap 16; Ap 20), de quien derivan la potestad y fuerza de la Bestia que surge del mar, alusión al estado romano (Ap 13, 1) y  de la otra Bestia, dependiente de la anterior, que nace de la Tierra (Ap 13, 12ss) y da vida a su progenitora. He aquí la trinidad satánica. Simboliza los poderes políticos del Asia Menor que llevan a la práctica las persecuciones decretadas por Roma. También entran en escena la gran Prostituta (Ap 17), identificada con Babilonia y contrafigura de la Jerusalén celestial; el grito de guerra: quis ut bestia? de Ap 13, 4, contrapuesto a Miguel; y el pseudo-profeta (Ap 20, 10), adversario del profeta que compone el libro. Otras oposiciones semióticas se dan entre la señal de la bestia, que sus fieles deben llevar en la frente, y el signo de Cristo de los creyentes; mientras el hén kai ouk estin de Ap 17, 8 opone la existencia  de la  bestia a la de Dios y de Cristo que son el Alfa  y Omega, que era, que es y que vendrá. La gran Prostituta es un reflejo negativo de la Mujer vestida de Sol y de la Esposa del Cordero (Ap 17, 1; Ap 19).

La Babilonia-prostituta es, pues, el signum y el Dragón-diablo es la res del anti-sacramento diabólico, fuerza de atracción de todas las naciones, sea por medio de la potencia de Satanás o la política, como, sobre todo, por medio del comercio y el poder financiero, según se desprende del lamento de los mercaderes por la caída de Babilonia  (Ap 18). Juan lo llama «príncipe de este mundo» Jn 12, 31; Jn 14, 30) y Pablo lo llama «diás» en 2Co 4, 4. Es obvio que el anti-sacramento del Apocalipsis es sólo un símbolo que puede ser aplicado en todo tiempo y lugar. Bien a Moscú, Londres, Nueva York o cualquiera de las potencias inmorales que combaten al Reino de Dios en esta tierra. Su fin y destrucción ya han sido decretados, pero antes de caer definitivamente arrojado al estanque de fuego, el Dragón hará todavía mucho daño (Ap 20, 10.14).  Por  otra  parte,  al  autor  del  Apocalipsis  ve  a la Iglesia como formada por toda tribu, pueblo y nación que reina sobre la tierra (Ap 5, 10).

De todo lo dicho, surge un gravísimo problema para nuestra tesis. Hoy día, como en el Antiguo Testamento, las naciones son al mismo tiempo objeto de la fuerza de atracción y de la misión de Israel­Iglesia, y enemigas que Cristo vencedor destruirá (Ap 19, 15). Para complicar más la cuestión, naciones e Iglesia no son compartimentos estancos, sino que se entrelazan: encontramos «el mundo» dentro de la Iglesia, a la vez que el poder del Reino actúa entre sus adversarios. Hay «anticristos» dentro de la Iglesia y «saulos» fuera de ella.

Otro problema nace con  el  milenarismo [21].  ¿Cuándo  llegará  la  gran reunión de las naciones, atraídas por la fuerza sacramental de la Iglesia? ¿Podemos, como Teilhard de Chardin, imaginar un punto omega antes de la parusía, donde las profecías encuentren su cumplimiento?

¿No sucederá todo en el siglo futuro, mientras en éste tan sólo perdurará la lucha, pues aún se mantiene el pecado original? En otras palabras, ¿el milenarismo es posterior o contemporáneo a la situación presente?

Una última interrogación: ¿qué es la Iglesia?: ¿La Iglesia Católica tal como existe en la Historia o una Iglesia invisible compuesta por los predestinados, según afirma la doctrina luterana? Una Iglesia invisible, sin embargo, no puede ser, de ningún modo, signo visible. Y además, en la Iglesia Católica hay que distinguir entre historia e ideal. La Iglesia será sacramento de unión cuanto más crezca hacia la madurez en Cristo (Ef 4, 13). ¿Pero las Iglesias anglicana y ortodoxas, con tantos pueblos en su seno, no son entonces sacramento? En cuanto Iglesias «separadas» serían signo de división más que de unión, pero en cuanto poseen el bautismo y la fe en Cristo, aunque imperfectamente, también contribuyen al cristianismo como signo de unión con Dios y con los demás pueblos. Esta es la paradoja del cristianismo dividido, y es también el gran desafío hacia un movimiento ecuménico plenamente responsable de la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia, para ser representado en toda su perfección y no como parodia o caricatura.

Para cerrar mi intervención, citaré un pasaje muy conocido de San Agustín que ayudará a resolver, al menos en parte, tantas interrogaciones: «Dos ciudades, una de los malvados, otra de los justos, continúan su camino, desde el principio del género humano hasta el fin del mundo. En el presente están mezcladas según el cuerpo, pero se distinguen según el espíritu; en el futuro, en el día del juicio, también se separarán según el cuerpo. Así es, todos los hombres que hinchados  por su arrogancia insensata aman la soberbia y el dominio temporal, y todos los espíritus que buscan su gloria sometiendo a los hombres, están vinculados entre sí en una única sociedad; y aunque frecuentemente luchen entre sí por este dominio, todos juntos, sin embargo,  precipitan  en el mismo abismo, arrojados por el mismo peso de la concupiscencia, unidos por la semejanza de costumbres y méritos. Del mismo modo, todos los hombres y espíritus que buscan humildemente la gloria de Dios y no la propia, y lo siguen con piedad, pertenecen a la misma sociedad. Pero Dios, rico en misericordia, es paciente también con los inicuos y les da la posibilidad de arrepentirse y corregirse» (De catechizandis rudibus 20, 31).

Quien cree en la resurrección de Cristo cree también que la civitas Dei ha conseguido ya su victoria. Pero hasta que esta victoria se realice completamente se debe pedir que «sea santificado el nombre de Dios», que «venga su reino» y que «se haga su voluntad», aquella voluntad misteriosa que quiere recapitular todo en Cristo, tanto las cosas que están en el cielo como los que hay sobre la tierra (Ef 1, 10). Para los cristianos esto es, ciertamente, objeto de su oración, pero también de su empeño.

Prosper  Grech en dianet.unav.edu/

Notas:

1.      Ver Catecismo de la Iglesia, n. 360.

2.      Véanse los comentarios a estos pasajes, particularmente C. WESTERMANN, Génesis (Kapitel 1-11), Neukirchener Verlag, Neukirchen 1974.

3.      La lucha efectuada por el pecado es descrita muy plásticamente en Rm 7 en relación con el individuo.

4.      A este respecto puede verse G. RóHSER, Metaphoric und Personifikation der Sünde: antike Sündenvorstellungen und paulinische Hamartia, Mohr, Tübingen 1987.

5.      Aquí surge el problema de las «guerras santas» en el Antiguo Testamento: Cfr. P. GRECH, «La pace nella S. Srittura» en Ermeneutica e Teología Bíblica, Borla, Roma 1986, 420-435.

6.      Jesu Verheissung für die Volker, Kohlmmamer, Stuttgart 1956, c. III.

7.      Cfr. P. GRELOT, La speranza ebraica al tempo di Gesu, Borla, Roma 1981, 236-277.

8.      Por ejemplo en Ap. 16-19.

9.      El aspecto dogmático de la sacramentalidad de la Iglesia está bien tratado por O.

10.    SEMMELROTH en Mysterium salutis Vol 4/1 c. IV/2, Benzinger, Einsiedeln 1972. Del Misal Romano.

11.    J. JEREMIAS, ibíd.

12.    Cfr. 1Co 15, 49; 2Co 3, 18; 2Co 4, 4.

13.    Véase A. VANHOYE, Situation du Christ: Ebr 1 et 2, Cerf, Paris 1969, 70-78.

14.    Se ha escrito mucho acerca del concepto de  «corporate  personality,,; el libro clásico es H. WHEELER ROBINSON, Corporate Personality in Ancient Israel, Clark, Edinburgh 1981 (2° ed.), seguido por J. de FRAINE, Adam et son lignage, Desclée de B. Bruges, 1959.

15.    Cfr. M. BOUTTIER, En Christ, Pr. Univ. de France, Paris 1962, 132 s.

16.    M. D. JOHNSON, The Purpose of the Biblical Genealogies, C. U. P., Cambridge 1969, 229-252.

17.    Esta interpretación es discutida. R. BROWN en su comentario The  Gospel  of John, Vol. 2, p. 876, refiere algunas opiniones, pero él mismo se atiene mucho al significado  histórico de las  palabras  en  la  boca de Pilatos.  Creo que la intención  del   evangelista es más amplia. F. J. MOLONEY  en The Johannine Son of Man piensa que el título en Jn 19, 5 sea equivalente a Hijo del hombre (L. A. S., Roma 1976, 202-207).

18.    Cfr. J. GNILKA, «Das Kirchenmodell des Ephesesbriefes» en P. C. B., Unité et diversité dans l'Église, Vaticano 1989, 157-174.

19.    Cfr. H. HüBNER, Gottes Ich und Israel, Vanderhoek und Ruprecht, Gottingen 1984.

20.    Casi todos los comentarios del Apocalipsis subrayan este aspecto, pero en  particular  señalemos  el de  J. SWEET,  Revelation  (NT  Commentaries),  S.  C.  M., London 1990 (2ª ed.).

21.    Acerca del milenarismo en los Padres véase B. E. DALEY, The Hope of the Early Church, C. U. P. 1991; C. E. Hill, Regnum Caelorum: Patterns of Future Hope in Early Christianity, Clarendon, Oxford 1992.

Joan Pegueroles

Denn Kierkegaard ist kein Denker, sondern ein religiöser Schriftsteller und zwar nicht einer unter anderen, sondern der einzige dem Geschick seines Zeitalters gemässe.

M. Heidegger

Kierkegaard is by far the most profound thinker of the last century. Kierkegaard was a saint.

L. Wittgenstein

Introducción

El Diario es una parte importante, quizá la más importante, de la obra de Kierkegaard. Las primeras entradas son de 1833 (K. tiene 21 años), pero el Diario propiamente dicho empieza en marzo de 1846 (K. acaba de publicar el Postcriptum) y sólo lo interrumpe la muerte.

La última obra que publica K. es Ejercitación del cristianismo (1850) [1]. Hasta su muerte, en 1855, el Diario toma el relevo de las obras. Más de la mitad de los tres volúmenes de la antología de C. Fabro son textos de estos últimos cinco años.

K. es un gran escritor, necesita escribir, disfruta escribiendo. "Solo cuando me pongo a escribir, me siento bien. Olvido entonces todos los sinsabores de la vida, todos los sufrimientos. Me encuentro con mi pensamiento, me siento feliz... No la he escogido yo la profesión de escritor. Es una consecuencia de toda mi personalidad y de mis aspiraciones más profundas" (VII A 222. 1847).

En su obra, El punto de vista de mi actividad como escritor [2], Kierkegaard explica cómo escribe, la riqueza de ideas y pensamientos de que dispone siempre. "Se dice del poeta que invoca a la musa para que le conceda pensamientos. Esto a mí no me ha ocurrido nunca [...]. Al contrario he necesitado a Dios cada día para que me guardara de la riqueza de pensamientos [...]. Yo he sido capaz en cualquier momento de realizar este prodigio, y aun puedo hacerlo ahora: podía ponerme a escribir y permanecer escribiendo día y noche y luego otro día y otra noche, porque había riqueza suficiente para ello". "No se ha dado en mi actividad de escritor ninguna demora y siempre he tenido al alcance de la mano lo que necesitaba justo en el instante en que lo necesitaba [...], como si no tuviera otra cosa que hacer que copiar diariamente una parte determinada de un libro impreso" [3].

Sin embargo, cuando escribe, Kierkegaard no improvisa. Antes prepara y medita el tema, escribe y reescribe la página y aun el libro entero. "Estoy convencido de que no hay un escritor danés que trate como yo con mayor cuidado la palabra más pequeña. Dos redacciones de todo de mi mano, en algunas partes hasta tres o cuatro redacciones. Y después (en esto no se piensa) mis meditaciones durante mis paseos. Las cosas me las digo a en voz alta a mí mismo, varias veces, antes de ponerlas por escrito... De manera que, cuando vuelvo a casa, tengo ya la obra lista en la mente, tanto que la podría recitar de memoria en forma acabada" (VII A 106. 1846).

La escritura de sus obras, de su Diario, le salvó literalmente la vida. Como se la salvó a Sheherezada la historia que contaba cada noche. "¡Qué verdaderas son las palabras que tantas veces me he aplicado a mi mismo! Así como Sheherezade salvó su vida contando historias, así yo salvo la mía o me mantengo en vida a fuerza de escribir" (IX A 411. 1848).

K. es un escritor religioso, un escritor cristiano. Pero no se considera un verdadero cristiano. "No soy un testigo de la verdad", "No soy lo que escribo", repite en el Diario. Entonces ¿por qué escribe, desde dónde escribe? K. se considera el poeta del cristianismo, que señala el ideal. "Seré el amante infeliz, ya que no puedo ser el cristiano ideal. Por esto seré poeta... Como en el canto de un poeta resuena el suspiro de su amor infeliz, así en todo mi entusiasta discurso sobre el ideal cristiano resuena el suspiro: ¡Ay, yo no lo soy! Yo sólo soy un poeta y un pensador cristiano" (X 1 A 281. 1849) [4].

La obra autobiográfica citada más arriba, El punto de vista..., termina con estas hermosas palabras:"El autor, históricamente, murió de una enfermedad mortal; pero, poéticamente, murió de deseo de eternidad, para no hacer otra cosa, ininterrumpidamente, que dar gracias a Dios" (p. 95).

I.       El Dios del amor y del sufrimiento

Eppure tu sei l'amore.

Yet you are love.

1.       El primer texto, en su brevedad, recoge tres grandes temas de K. Que todo en el cristianismo es mensaje de alegría para el hombre y que todo le habla de su grandeza: porque Dios es amor.

"Comprendo cada vez más que el cristianismo es realmente una felicidad demasiado grande para nosotros los hombres. Pensemos solamente en lo que significa atrevernos a creer que Dios ha venido al mundo también para mí. Ciertamente casi parece la arrogancia más blasfema para un hombre atreverse a creerlo. Si no fuera el mismo Dios quien lo dice, si lo hubiera inventado un hombre, para mostrar lo importante que es un hombre a los ojos de Dios, sería la más horrenda de todas las blasfemias. Pero tal cosa no ha sido inventada para mostrar la importancia del hombre delante de Dios, sino para mostrar qué infinito es el amor de Dios... Haber querido nacer y morir por los pecadores... !Oh, infinito Amor!" (VIII A 648. 1848).

2.       Este texto añade al primero un motivo más de alegría: que el amor de Dios es inmutable. Es una página lírica y poética. "¡Qué consolación y felicidad hay en la verdad de que Dios, que es amor, es inmutable! (Lo cual en otro sentido se puede considerar como la característica del amor, porque un amor que cambia ciertamente no es amor). Dios es amor inmutable. Una fuente, fresca cada mañana, no es más inmutable; el sol, ardiente cada amanecer, no es más inmutable; el mar, que refresca el aire cada día, no es más inmutable: que el amor inmutable de Dios". (IX A 374. 1848).

3.       Esta página, kierkegaardiana como pocas, tiene acentos pascalianos. Si Dios no fuera amor... "O Dios es amor, y entonces es absolutamente válido arriesgar absolutamente todo absolutamente por esta única causa: porque la felicidad consiste precisamente en no tener más que a Dios. O bien Dios no es amor, y entonces... Entonces, mi pérdida es de tal manera infinita, que todo lo que pueda perder no tiene ninguna importancia. Entonces, sí, todo se vuelve tan indiferente, que tengo que considerar una felicidad infinita... todos los momentos que he vivido con esta ilusión, que Dios era amor. Por lo cual tengo que darle gracias (¡qué lenguaje más extraño!) desde el fondo de mi corazón, como si Él fuera amor". (IX A 486. 1848).

4.       Los textos anteriores, a más de un lector de K. le parecerán demasiado alegres. Les falta un elemento esencial del pensamiento de K. sobre Dios: el sufrimiento. "Ser amado de Dios y amar a Dios es sufrir".

Hubo un tiempo, nos cuenta K., en que pensaba que el amor de Dios se manifestaba en sus dones. Dios ama al hombre y le bendice en esta vida. "Ahora pienso de otra manera". ¿Por qué? "Me he dado cuenta de que aquellos que han sido realmente amados por Dios, los modelos (los santos), etc., todos han tenido que sufrir en este mundo. Y he comprendido que la doctrina del cristianismo es que ser amado por Dios y amar a Dios es sufrir". (X 5 A 72. 1853).

5.       ¿Por qué la relación con Dios es causa de sufrimiento para el hombre? Porque "lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno... son cualitativamente heterogéneos". La relación con Dios es auténtica si conlleva sufrimiento. "La fórmula cristiana es ésta: relacionarse con algo más alto de tal manera que esta relación se convierta en sufrimiento". (X 5 A 11. 1852).

"El cristianismo, dice lapidariamente otro texto, es el Absoluto y relacionarse absolutamente con el Absoluto es eo ipso, para lo condicionado, ser sacrificado". (XI 1 A 7. 1854).

Tiene que ser así. K. no comprende que uno se ponga en relación con Dios sólo "hasta cierto punto", para evitar el sufrimiento. "Ponerse en relación con Dios, ser realmente religioso, sin llevar la marca de una herida, no comprendo cómo puede ser posible... A todo el que se pone verdaderamente en relación con Dios se lo reconoce al instante por su cojera..." (X 2 A 644. 1850).

6.       Señalemos dos textos que parecen diametralmente opuestos. Uno dice: "No es posible amar a Dios y ser feliz en este mundo" (XI 1 A 279. 1854). El otro dice: "Amar a Dios es el único amor feliz" (VIII A 63. 1847) [5].

¿En qué quedamos? Veremos a continuación una serie de textos en los que la alegría nace del mismo sufrimiento, del sufrimiento que es para el hombre su relación con Dios.

7.       El cristianismo, desde fuera, es terrible, porque exige "la crucifixión de la razón" e instaura "la lógica del sufrimiento". Pero las renuncias y los sufrimientos que exige el cristianismo son totalmente distintos desde dentro.

En primer lugar, el sufrimiento, para una persona enamorada, es totalmente distinto de lo que es para un observador que ve desde fuera este sufrimiento. Y el creyente es más que un enamorado. En segundo lugar, está perfectamente claro para el creyente, que todos estos sufrimientos en su relación con el mundo, no son ni remotamente imputables al cristianismo, sino que la culpa es de la maldad del mundo.

Y en términos hermosamente dialécticos, sigue el texto: "El cristianismo no dice que no hay sufrimiento; dice que hay un sufrimiento inmenso, pero que este inmenso sufrimiento es leve. Y cuando dice que es leve, no quiere decir que no hay sufrimiento. Lo hay, pero es leve. Aunque, por otro lado, es verdad que el sufrimiento es inmenso. Inmenso y leve" (X 2 A 349. 1850).

8.       Este texto es una oración, como tantas diseminadas por la obra de K. La fórmula: "A pesar de todo, tu eres amor", parece ritual en el Diario. Se repite una y otra vez. Parece señalar el corazón mismo de la fe de K.

"Padre, soy un desastre total: a pesar de todo tú eres amor. Ni siquiera consigo mantenerme firme en esto, que tú eres el amor: a pesar de todo tú eres amor. Pase lo que pase, esta es la única cosa que no puedo dejar de pensar y de la que no puedo prescindir: que tú eres amor. Por esto creo que, incluso cuando no soy capaz de mantenerme firme en esto, que tú eres amor, es también por amor que tú permites que suceda. Oh infinito amor". (Loving Father, I am a totale failure, and yet you are love. I even fail to cling to this, that you are love, and yet you are love. No matter how I turn, this is the one thing I cannot get away or be free of, that you are love. This is why I believe that even when I fail to cling to this, that you are love, it is still out of love that you permit it to happen. O infinite love). (X 3 A 49. 1850) [6].

9.       El amor de Dios nos hace desgraciados... ¡y sin embargo felices! Esta es la perfecta expresión dialéctica de la relación del hombre con Dios. En el cristianismo, lo positivo se reconoce por lo negativo.

"El amor perfecto es amar a quien nos hace desgraciados. Ningún hombre puede exigir ser amado así. Dios lo puede... Es verdad que una persona religiosa, en el sentido más riguroso del término, al amar a Dios, ama a quien, humanamente hablando, lo hace desgraciado en esta vida... aunque feliz" (X 3 A 68. 1850) [7].

10.     La esencia de la fe, para K., es creer que Dios es amor. “La alegría de la fe es el pensamiento de que Dios es amor. Y lo sigue siendo tanto si después las cosas me van bien, como si me van mal... Todo, todo, todo es amor" (XI 2 A 114. 1854).

11.     Dios es amor. Amar y ser amado es la pasión de Dios. K. describe, en una de las últimas páginas de su Diario, las maneras del amor de Dios.

"Dios sólo tiene una única pasión: amar y querer ser amado... A veces quiere ser amado como un padre por su hijo, a veces como un amigo por su amigo, a veces como quien sólo da bienes, a veces como quien prueba al que ama. Y en el cristianismo, si puedo hablar así, la idea es esta: Dios quiere ser amado como un esposo por su esposa, pero de tal manera que sea una continua prueba".

El mismo texto resalta la seriedad del amor de Dios. Dios no nos ama en broma, como pensaba el paganismo. "Parece como si Dios mismo (¡oh, infinito amor!) fuese presa de esta pasión, como si Él estuviese en su poder, como si no pudiera dejar de amar, como si fuese su debilidad, siendo así que es su fuerza, su amor omnipotente" (XI 2 A 98. 1854).

12.     Esta página no es sólo la última del Diario, fechada el 25 de septiembre de 1855 (menos de dos meses antes de su muerte), sino el último texto que escribió Kierkegaard. Una vez más y con mas fuerza que nunca K. afirma su fe en el amor de Dios... a pesar de todo.

"El fin y el destino de esta vida es conducir al hombre al más alto grado de cansancio de la vida". Dios prueba a un hombre de tal manera que éste pierde las ganas de vivir. Entonces, "solo aquellos, que llevados a este punto de cansancio de la vida, son capaces, con la ayuda de la gracia, de mantener que Dios lo hace por amor; y no esconden en sus corazones, ni en el más remoto rincón, ninguna duda de que Dios es amor: sólo estas personas están maduras para la eternidad".

Dios a veces parece cruel con el hombre. Y con la crueldad más refinada llega hasta quitarle las ganas de vivir. Entonces, "lo que agrada a Dios más que las alabanzas de los ángeles es un hombre que, en el último tramo de la vida (cuando Dios parece haberse vuelto cruel, y con la crueldad mas refinada hace todo lo posible pare quitarle las ganas de vivir), a pesar de todo, sigue creyendo que Dios es amor y que lo hace por amor".

Imaginemos un hombre, dice K., que recorre la tierra en busca de un cantante con el timbre de voz más perfecto. Así Dios en el cielo está a la escucha. "Y siempre que llega a sus oídos la alabanza de un hombre a quien Él ha llevado al extremo del cansancio de la vida, Dios dice: es éste".

La líneas que siguen exponen bellamente y con toda exactitud teológica la relación de la gracia de Dios con la libertad del hombre. "Dios dice: es éste. Y lo dice como si estuviera haciendo un descubrimiento. Pero por supuesto era Èl quien había acompañado a aquella persona y la había ayudado. En la medida en que Dios puede ayudar a hacer lo que sólo la libertad puede hacer. Sólo la libertad puede hacerlo, pero es sorprendente que el hombre pueda dar gracias a Dios por ello, como si lo hubiera hecho Dios”.

Dios ayuda la libertad del hombre a hacer lo que sólo la libertad puede hacer. Y el hombre le da gracias a Dios, como si lo que la libertad ha hecho lo hubiera hecho Dios. Porque sólo Dios podía hacerlo y a la vez sólo la libertad podía hacerlo. "Y en su alegría por haber podido hacerlo es tan feliz, que no quiere oír hablar en absoluto que él lo ha hecho, sino que lo atribuye todo a Dios. Y le pide que las cosas queden así: que Dios lo hizo todo. Porque él no tiene fe en sí mismo, sino que tiene fe en Dios" (XI 2 A 439. 1855).

13.     Quince años antes, en las notas de su viaje a Jutlandia (1840), K. recordando a su padre, escribía: "De él aprendí qué es el amor de un padre. Y así después pude hacerme una idea del amor paterno de Dios. La única cosa inconmovible en la vida, el verdadero punto de Arquímedes" (III A 73. 1840).

Un día podrá recapitular toda su vida con estas palabras: "Mi vida con Dios ha sido la de un hijo con su padre" (IX A 65. 1848).

II.      La conciencia de pecado

La coscienza angustiata capisce il Cristianesimo,

come un animale affamato;

se gli metti davanti una pietra o un pezzo di pane,

capisce che l'uno è da mangiare e l'altro no;

a questo modo la coscienza angustiata capisce il Cristianesimo.

A la pregunta, Cur Deus homo?, contesta K.: Dios se hace hombre, "pour révéler aux hommes leur non-vérité [su pecado] et pour les en délivrer".

1.       Según K., la relación más profunda del hombre con Dios es la conciencia de pecado... y de su perdón. "El presupuesto del cristianismo es siempre la conciencia del pecado. El cristianismo comienza con la predicación del perdón de los pecados" (XI 2 A 14. 1854).

La buena noticia del mensaje cristiano es el perdón de los pecados. "Tus pecados están perdonados. Con este grito se llaman los cristianos unos a otros. Con este grito el cristianismo recorre el mundo. Por estas palabras se le reconoce, como se reconoce a un pueblo por la lengua que habla" (VIII A 664. 1848).

2.       Los cristianos de hoy no tenemos por lo general una profunda conciencia del pecado. Ahora bien, nos avisa K., "tener una débil idea del pecado forma parte del pecado" (X 2 A 473. 1850).

Sólo Dios, el santo de los santos, tiene una idea verdadera del pecado. Y s ólo por revelación de Dios puede conocer el hombre qué es el pecado.

K. tuvo una profunda conciencia del pecado, que le hizo ver al cristianismo como la única salvación. El pecado es, para él, una verdadera "incitación al cristianismo". O la fe en el perdón de los pecados o la desesperación.

3.       La conciencia de pecado es lo que ata al hombre con Dios. Cualquier otro lazo no es cristiano. (El sentimentalismo de la profundidad y la sublimidad del cristianismo no es más que palabrería). La situación real es esta: "Si no tuviese conciencia de ser un pecador, tendría que escandalizarme del cristianismo". El cristianismo nos repele. Es absurdo para la razón y sufrimiento para el corazón. Pero "la conciencia del pecado me cierra la boca, de manera que, a pesar de la posibilidad del escándalo, elijo creer. Así de profunda ha de ser la relación. El cristianismo repele pare atraer" (IX A 310. 1848).

4.       El cristianismo es cruel. "Humanamente hablando hay algo cruel en lo que se le exige al cristiano". Pero esto no es debido al cristianismo, sino que se debe en parte al hecho de que el hombre es un pecador y en parte al hecho de que el mundo en el que vive está inmerso en el pecado.

A continuación, escribe K. unas líneas formidables. Solo un cristianismo exigente responde a nuestras aspiraciones más profundas. Un cristianismo acomodaticio nos dejaría indiferentes. "Respóndeme sinceramente a una pregunta: ¿podrías desear que el cristianismo no fuese tan exigente y de un modo tan absoluto; que condescendiera a pactar y te permitiera una vida más soportable? Sólo tu debilidad podría desear, en un momento de flaqueza, que el cristianismo fuese distinto. Tú mismo, si el cristianismo fuese otra cosa, serías el primero en rechazarlo" (IX A 329. 1848).

5.       Uno podría objetar: ¿por qué ser cristiano entonces, si es tan duro y difícil? La respuesta de K. es contundente: "Porque la conciencia de pecado no me deja en paz. Su dolor me da fuerzas suficientes para soportar cualquier cosa, con tal de encontrar la Redención". ¡Tan profundo debe ser el dolor del pecado en el hombre! "Ha de quedar claro que el cristianismo sólo se relaciona con la conciencia de pecado. Querer ser cristiano por otra razón es literalmente locura" (IX A 414. 1848).

Lo remacha un texto posterior con acentos que traslucen una profunda experiencia personal. "El cristianismo debe ser presentado de tal modo, que un hombre tenga que estar loco pare entrar en él, si no es la conciencia de pecado la que le mueve. Hay que acabar con todas estas tonterías de que el cristianismo satisface las aspiraciones mas profundas, etc. No, sólo la lucha y la indigencia de una conciencia angustiada pueden impulsar a un hombre a arriesgar la aventura del cristianismo. Si no es así, éste acabará siendo para él motivo de escándalo" (X 1 A 133. 1949) [8].

En una palabra, la alternativa es: o la desesperación o el cristianismo. "La angustia del pecado y la conciencia atormentada empujan a un hombre a traspasar la frontera que separa la desesperación que limita con la locura... y el cristianismo" (X 1 A 467. 1849).

Un último texto señala lo esencial. Sólo hay un mal, el pecado. Y un bien, el Bien infinito y eterno. "Aquello de lo cual todo depende, aquello por lo cual nunca se rogará suficientemente a Dios es: tener una idea infinita de la maldad del pecado y una idea infinita del bien infinito que es una felicidad eterna" (X 3 A 376. 1850).

6.       He dejado para el final un texto magnífico. Cita primero Kierkegaard una página de Lutero: "Toda la doctrina (de la redención, y en el fondo todo el cristianismo) debe ser puesta en relación con la lucha de la conciencia angustiada. Suprime la conciencia angustiada y podrás cerrar las iglesias y convertirlas en salas de baile". A continuación, Kierkegaard comenta soberbiamente: "La conciencia angustiada comprende el cristianismo como un hambriento: si le pones delante una piedra o un pedazo de pan, comprende que uno es para comer y el otro, no. De este modo la conciencia angustiada comprende el cristianismo".

Sigo traduciendo el texto: "Pero me dirás: La redención yo no la puedo comprender. Y te respondo: Tienes que preguntarte: ¿en qué sentido lo quieres comprender?

¿En el sentido de la conciencia angustiada o en el sentido de la especulación indiferente y objetiva? Si uno quiere estarse sentado y especular tranquilo y objetivo en la mesa de estudio, ¿cómo podrá comprender la necesidad de la redención? Una redención es necesaria sólo para una conciencia angustiada. Si un hombre pudiera vivir sin la necesidad de comer, ¿cómo podría comprender la necesidad de comer que el hambriento comprende tan fácilmente? Lo mismo ocure en el campo del espíritu" (VII A 192. 1847) [9].

III.    La alegria del cristiano

V'è sempre nella mia vita una malinconia,

ma al stesso tempo una felicità indescrivibile.

Tiene tanto peso el sufrimiento en el cristianismo de K. que se hace necesario resaltar la presencia paralela de la alegría en este mismo cristianismo (sin salirnos del Diario).

1.       El siguiente texto, de 1838 (K. tiene 25 años), parece expresar una experiencia religiosa personal (K. señala el día y la hora), semejante a la de Pascal.

"Hay una alegría indescriptible que nos traspasa de parte a parte y que rompe a gritar sin razón aparente: Alégrate, otra vez te lo digo, alégrate. Una alegría, no por esto o aquello, sino un grito que sale del alma con la lengua y la boca y desde el fondo del corazón. Me alegro de mi alegría, por, en y con mi alegría. Una canción que, por decirlo así, hace callar todo otro canto. Una alegría que refresca como un aire suave, como una brisa que corre a través del valle de Mambré hacia las colinas eternas" (II A 228. 19 de mayo de 1838, 10.30 AM).

2.       Inspirándose en un texto del Evangelio ("los discípulos no creían de tanta alegría"), K. describe la alegría que envuelve e irradia el misterio cristiano. "Alegría: porque es por alegría que no nos atrevemos a creer una felicidad tan grande. No lo crees, pero ten ánimo, pues la verdadera razón [de no creer] es que es demasiado alegre. Ten ánimo, pues es la alegría lo que te impide creer. ¿Verdad que es alegre?" (VIII A 300. 1847).

3.       Así como Dios lo exige todo del hombre, así también Dios solo basta para hacer feliz al hombre.

"Cuando un hombre re relaciona con Dios, entiende fácilmente que Dios, absolutamente y sin límite alguno, tiene el derecho de exigirlo todo. Pero, por otra parte, esta misma relación con Dios es un insondable abismo de felicidad... La relación con Dios es evidentemente un bien tan grande, un peso tan enorme de felicidad, que tenerlo solo a Èl basta para que mi felicidad sea absoluta" (VIII A 24. 1847).

4.       El cristianismo es una alegría infinita. Pero la puerta de entrada a esta alegría es el sufrimiento. Hay que perderlo todo para tenerlo todo, para tener el Todo. Por esto muchos cristianos, dice K., sólo en la hora de la muerte, sabrán por experiencia qué es el cristianismo.

"En realidad el cristianismo es demasiado alegre. Por esto, para ser realmente cristiano, el hombre ha de sufrir casi hasta la locura. Por esto la mayor parte de los hombres, sólo en la hora de la muerte, tendrán probablemente una experiencia del cristianismo. Porque la muerte les arranca realmente lo que se debe abandonar, para tener la auténtica experiencia del cristianismo" (IX A 360. 1848).

5. Este texto ya ha sido citado antes. Pero vale la pena recordarlo. La alegría cristiana es la alegría de que Dios es amor y funda la grandeza del hombre.

"Comprendo cada vez más que el cristianismo es realmente una felicidad demasiado grande para nosotros los hombres. Pensemos solamente en lo que significa atrevernos a creer que Dios ha venido al mundo también para mí. Ciertamente casi parece la arrogancia más blasfema para un hombre atreverse a creerlo. Si no fuera el mismo Dios quien lo dice, si lo hubiera inventado un hombre, para mostrar lo importante que es un hombre a los ojos de Dios, sería la más horrenda de todas las blasfemias. Pero tal cosa no ha sido inventada para mostrar la importancia del hombre delante de Dios, sino para mostrar qué infinito es el amor de Dios... Haber querido nacer y morir por los pecadores... !Oh, infinito Amor!" (VIII A 648. 1848).

VI.     La misteriosa grandeza del hombre

"Se escandalizan del cristianismo por su elevación.

Porque su medida no es una medida humana.

Porque pretende convertir a los hombres en algo tan grande,

que no les puede caber en la cabeza" [10].

(A)     El escándalo del cristianismo [11]

1.       El cristianismo hace desgraciados a los hombres

"Cristo vino al mundo para salvar a los hombres, para hacerlos eternamente felices". Y sin embargo, "el cristianismo hace a los hombres, humanamente hablando, mucho más desgraciados de lo que podrían haber sido". ¿Por qué? Porque el cristianismo es demasiado grande para el hombre. "Tener que ser levantado a un nivel tan elevado es para el hombre el mayor sufrimiento. Como si un animal fuese tratado como un hombre o se le exigiese ser hombre".

K. lo repite: "Ser cristiano es la desgracia más grande". Y lo repite para que no se olvide que "sólo el pecado puede empujar al hombre hacia Cristo" (X 1 A 279. 1849). Textos semejantes abundan en el Diario. Citaré dos más, notables por su fuerza y su expresión literaria.

"¿Por qué, Señor, les has dado a los hombres el cristianismo, que en el fondo los hace desgraciados?" Y los hace desgraciados, porque es demasiado grande, demasiado elevado para ellos. "¡Cómo podría sospechar un hombre que el pecado fuera algo tan terrible, que tu propio Hijo, el Santo, tuviese que sufrir aquella muerte tan cruel! Es demasiado elevado para un hombre" (X 2 A 420. 1850).

El otro texto es trágicamente bello. K. les hace una propuesta a los cristianos. "Yo haría a la cristiandad una propuesta. Recojamos todos, todos los ejemplares del Nuevo Testamento que existen en el mundo y amontonémoslos en una plaza o en la cima de una montaña. Pongámonos todos de rodillas y que uno de nosotros le hable a Dios de esta manera: Llévate, buen Dios, este Libro. Los hombres, en el estado en que nos encontramos, no somos capaces de vivir con él. Sólo consigue hacernos desgraciados" (XI 1 A 347. 1854).

El escándalo del cristianismo empieza cuando se aplica a cada cristiano en particular. Es tan inconcebible... "Cuando el singular (tú y yo) se lo apropia en serio y tiene el coraje de decir: tiene que ver conmigo, entonces el cristianismo resulta demasiado elevado y el escándalo es inevitable... Cuando tengo que decir: Como un Esposo, Cristo me ama a mí, Soeren Kierkegaard; o a mí, H. Martensen; o a mí, J. P. Mynster. Entonces el cristianismo da angustia" (X 2 A 231. 1849).

2.       El cristianismo es el mal para el hombre

"Lo divino y lo humano" titula K. esta página del Diario. Es un texto extraordinario, que recuerda algunas páginas de Dostoyevsky (La leyenda del Inquisidor, La confesión de Stavroguin).

La mediocridad del hombre, su horror del Absoluto, es obra demoníaca. Es el pecado más grande: le hace olvidar al hombre, le hace odiar su propia grandeza. "Lo divino y lo humano se relacionan entre sí del modo más polémico. Lo humano como tal es lo relativo, lo mediocre, lo que hace feliz sólo hasta cierto punto. Desde este punto de vista, el Absoluto es el demonio. Porque el Absoluto es un verdadero tormento para esta mediocridad humana, que egoísticamente quiere una vida fácil de goces sensibles y no quiere saber nada del Absoluto. Porque el Absoluto es continua inquietud y esfuerzo y dolor".

Esta idea se desglosa en otras que la explicitan y la desarrollan. Primera: Dios es el demonio, Dios es el mal para el hombre. "Que el Absoluto sea la representación de la realidad divina, que sea la causa de tales penas y tormentos, el hombre no lo puede entender, si antes no se ha abandonado al Absoluto y ha aprendido de él que el Absoluto es la realidad divina. Si el hombre se queda en una concepción puramente humana, entonces el Absoluto es el demonio. O bien, como afirma un moderno filósofo francés [Proudhon], Dios es el mal. Dios es el mal en el sentido de que es el culpable de que el hombre sea desgraciado. Si pudiéramos librarnos del Absoluto, todo iría bien. Es Dios quien nos hace desgraciados. Dios es el mal".

Segunda: el hombre está en poder del demonio. "Por otro lado, desde el punto de vista de Dios, precisamente esta mediocridad es una posesión diabólica, es obra del demonio. Porque lo peor que los hombres decimos de los pecados más horrendos (que son obra del demonio), desde el punto de vista de Dios es muy posiblemente más verdadero dicho de la mediocridad de una vida de goces sensibles. Porque esta mediocridad está a una distancia mayor de las cosas más altas que los más grandes pecados... Donde hay inquietud (y siempre está presente donde hay grandes pecados), hay todavía una posibilidad de elevación. Pero esta pasividad está lo más lejos posible del espíritu".

Tercera: Los grandes criminales están más cerca de Dios (que los mediocres). El hombre se defiende del Absoluto formando una masa, una multitud. "El hombre animal está contento y es feliz protegiéndose en masa contra Dios, contra el Absoluto, la idea, el espíritu, los ideales. ¡Qué felicidad más trágica!"

El Absoluto exige, para ponerse en relación con el hombre, que el hombre se separe, que se relacione con Dios a solas, como persona singular. Por esto, los grandes criminales hacen posible esta relación más que la mediocridad, porque los grandes crímenes separan". (XI 1 A 516. 1854).

(B)     La Buena Nueva del cristianismo

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué algo que debería ser, para el hombre, motivo de alegría, es motivo de escándalo y rechazo? ¿Por que la Buena Nueva le parece la Mala Nueva?

¿Por qué el hombre se escandaliza del cristianismo? K. responde en primer lugar: porque el hombre desconoce su propia grandeza. "Los hombres suelen formarse una idea muy pequeña acerca de sí mismos, es decir, que no tienen idea de que son espíritu" [12].

El hombre es un compuesto de cuerpo y alma (hombre animal), que ha de llegar a ser espíritu. Pero al hombre, dejar de ser sólo hombre animal, acometer la dura empresa de llegar a ser espíritu, le espanta. "El hombre es un animal que puede llegar a ser espíritu. Cosa a la que el hombre, como naturaleza animal, le teme más que a la muerte" (XI 1 A 352. 1854).

Volvamos a preguntar: ¿por qué el hombre se escandaliza del cristianismo? K. responde en segundo lugar: porque el hombre es pecador. Y el primer efecto del pecado es ocultarle al hombre su grandeza.

"El hombre es un espíritu que por castigo ha sido degradado a ser (hombre) animal... Pero hay que tener espíritu para ser conscientes de la caída. El hombre animal es muy feliz de ser animal, es decir, en el fondo no se da cuenta de que lo es... El cristianismo es la Buena Nueva que abre los ojos del hombre a una miseria de la cual el hombre natural no tiene ninguna sospecha" (XI 1 A 363. 1554).

De manera que, en definitiva, el cristianismo es realmente la Buena Nueva para el hombre. Porque le anuncia su misteriosa grandeza. Y porque le enseña que es el amor de Dios quien quiere para él esta grandeza. Cuando al hombre Dios le parece cruel y demasiado exigente es "porque ha olvidado lo que es la gracia [el amor de Dios] y que, cuanto más exigente es, más se muestra como gracia, y no como mera compasión humana" (IX A 227. 1848).

(C)     La paradoja cristiana

El signo característico de la esfera religiosa, según K., es que lo positivo se reconoce por lo negativo. "La expresión de la esfera de la paradoja es que la felicidad es reconocida como tal, porque nos hace desgraciados (lo positivo se reconoce por lo negativo)" (XI 1 A 278. 1854) [13].

Esta paradoja la encuentra K., primero, en la relación del hombre con Dios. "El Absoluto es letal pare el ser relativo y sólo a través de esta muerte resulta vivificante" (XI 2 A 205. 1854). "El Absoluto, el bien supremo, es heterogéneo con los otros bienes, no es su superlativo. Por esto se lo reconoce por su relación con el sufrimiento. Como siempre la fórmula del cristianismo es que lo positivo se reconoce por lo negativo. El cristianismo es la felicidad suprema, pero de tal manera que la relación con él conduce a sufrir en este mundo. Por esto es posible el escándalo" (X 4 A 456. 1852).

En segundo lugar, la paradoja aparece en la relación del hombre con Cristo. "Cristo es el Salvador del mundo (esto es lo positivo) y es reconocible por lo negativo: que es precisamente Cristo quien, hablando humanamente, hace desgraciados a los hombres. Como se ve fácilmente esto forma parte de la esfera de la paradoja" (XI 2 A 45. 1854).

Últimos textos

1.       El cristiano y Don Quijote

Llegará un tiempo, quizás ya ha llegado, en el que la grandeza del hombre cristiano parecerá cómica, como pareció cómica, en el siglo XVII, la figura de Don Quijote.

"La cristiandad no existe. El cristianismo está esperando un escritor cómico como Cervantes, que hará del verdadero cristiano una imagen de Don Quijote. Con la única diferencia de que no será necesaria ninguna exageración literaria, como en el caso de Don Quijote. Bastará con que el escritor presente una verdadera vida cristiana, sin necesidad de recurrir a Cristo o a un apóstol. El elemento cómico se producirá, porque la época ha cambiado tanto que aparecerá como una figura cómica.

Que un hombre, hoy día, con toda seriedad renuncie a la vida literalmente; que renuncie al amor humano, que se le ofrecía; que soporte toda clase de privaciones, pudiendo evitarlas; que de este modo se exponga a toda la angustia de la prueba espiritual... Y después se someta a ser maltratado por ello, odiado, perseguido, burlado (inevitable consecuencia de un verdadero cristianismo en este mundo): una vida como ésta, a todos en nuestra época parecerá cómica. Es la vida de un Don Quijote" (X 2 A 32. 1849).

2.       Kierkegaard, Dostoyevsky, Nietzsche

Para el Inquisidor de Dostoyevsky, el cristianismo es demasiado grande y hace desgraciados a los hombres. Por esto el Inquisidor ha corregido la obra de Cristo y deja que los hombres sean pequeños y felices. Dostoyevsky defiende apasionadamente, como Kierkegaard, el cristianismo de Cristo, que funda la grandeza del hombre y su verdadera salvación.

Para Nietzsche, el cristianismo es demasiado pequeño, empequeñece al hombre, impide su grandeza. Pero, cosa notable, Nietzsche de hecho está atacando el cristianismo del Inquisidor y, por tanto, defendiendo, sin saberlo, el cristianismo de Kierkegaard. Mejor dicho, Nietzsche libra la misma batalla que Kierkegaard en favor de la grandeza del hombre. Pero Nietzsche no distingue entre cristiandad (establecida) y cristianismo, y busca esta grandeza fuera de Cristo y fuera de Dios.

3.       Algunos textos sobre Cristo

Son textos que revelan, como pocos, la vida interior cristiana de K., centrada en torno a la persona del Señor Jesús. Wittgenstein tenía a K. por un santo. Estos textos parecen darle la razón.

"Soy un solitario, sin tener relación con nadie, presa de profundas penas interiores. Con un solo consuelo: Dios que es amor. Con un solo deseo: tener un único Amigo, ¡ojalá llegue a ser completamente suyo, de mi Señor Jesús! [14]. Con esta nostalgia mía por un padre difunto. Y en un estado de separación, peor que la muerte, de la única persona viva que he amado con toda el alma" [15] (VIII A 604.1848).

"En relación con Cristo, la dificultad sólo reside en elevarse a tal nivel de espiritualidad que pueda comprender cuánto Cristo ha hecho por mi, qué mal infinito es el pecado, y qué extraordinario bien es la felicidad eterna" (X 3 A 667. 1850).

Se dice comúnmente que Cristo es el salvador del género humano y de este modo se pierde el sentimiento de gratitud por la propia salvación individual. Antiguamente, en los primeros tiempos cristianos, "cuando una persona individual comprendía que su salvación había costado el precio de la vida y muerte de Jesús, entonces la gratitud del cristiano no hallaba descanso hasta que él también, en señal de agradecimiento, no había sacrificado su vida por Cristo" (XI 1 A 168. 1854).

4.       La alegría del amor

De este texto, que me parece el más profundo de todos, daré, sin traducirlas, las traducciones inglesa (Hong) e italiana (Fabro).

"Take the human love-relationship. The lover should not torture himself, wondering whether at every moment he fullfills his beloved's every possible requirement. This is not love but earning love, wanting to earn it, and forgetting that the beloved is not a creditor but a lover. No, it begins with joy over being loved and then comes a striving to please, which is continually encouraged by the fact that even if he does not, he is still loved" (X 3 A 667. 1850).

"Come nell'amore, l'amante non debe tormentarsi ogni momento per sapere se soddisfa all'esigenze dell'amato; questo non sarebbe amore, ma un meritare l'amore, un voler meritarlo e dimenticare che l'amato non è un creditore, ma un amante. No, si comincia invece con la gioia di saper d'essere amati e poi segue un'aspirazioone di compiacere, che tuttavia è sempre incoraggiata dal pensiero che, anche se l'aspirazione fallisse, si è amati ugualmente".

Apéndice. La grandeza del hombre, en dos textos de Kierkegaard

Dos de las obras principales de Kierkegaard tienen como título y como tema, la una, El concepto de la angustia y, la otra, La enfermedad mortal (que es el pecado y la desesperación). Ahora bien, el hombre, según Kierkegaard, está expuesto a la posibilidad de la angustia y de la desesperación, porque es grande, es decir, porque es espíritu.

Mejor dicho, el hombre está destinado a ser espíritu, es decir, una síntesis de cuerpo y alma, de tiempo y eternidad, de finito y de infinito, de necesidad y de libertad.

1.       El concepto de la angustia [16]

En El concepto de la angustia, escribe Kierkegaard: “El hombre es una síntesis de alma y cuerpo, constituida y sostenida por el espíritu” (157). El hombre es también una síntesis de lo temporal y lo eterno, pero ésta no es una segunda síntesis, sino expresión de la primera (169). “La síntesis de lo anímico y de lo temporal debe ser puesta por el espíritu. Ahora bien, el espíritu es lo eterno y por esto existe tan solo cuando el mismo espíritu pone la primera síntesis a la vez que la segunda, es decir, la síntesis de lo temporal y lo eterno” (172).

La grandeza de ser espíritu al hombre le angustia. Pero, a la vez, esta misma experiencia de la angustia señala su grandeza. “El hombre no podría angustiarse si fuese  una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre, cuanto mayor sea la profundidad de su angustia” (279). Y al revés, “cuanto menos espíritu, tanto menos angustia” (92). En una palabra, “la angustia es una expresión de la perfección de la naturaleza humana” (140).

Ha escrito certeramente Von Balthasar: “La angustia, en Kierkegaard, es cosa del espíritu finito que se asusta de su propia infinitud” [17]. Por su parte Zubiri, sin referirse a Kierkegaard, afirma con palabras semejantes: “Lo que el hombre no soporta fácilmente, no es precisamente Dios, sino el carácter absoluto en que su yo consiste” [18].

Ahora bien, el hombre, como espíritu libre que es, está expuesto a un peligro: que la síntesis no se realice. Para esto el hombre necesita de (la fe en) Dios, que salve su libertad y le posibilite superar la angustia y la desesperación.

Tres rasgos, por tanto, caracterizan la antropología cristiana de Kierkegaard: 1. El hombre es grande, porque es espíritu; 2. El hombre, por ser espíritu, está expuesto a la posibilidad de la nada (la angustia y la desesperación); y 3. El hombre necesita de Dios, porque sólo Dios puede salvarle de la angustia y de la desesperación.

Nietzsche definía al superhombre como el vencedor de Dios y de la nada. Es decir, el superhombre, el hombre nuevo, sería capaz de soportar la muerte de Dios sin caer en el nihilismo. Kierkegaard define al hombre cristiano como un hombre que vive delante de Dios (grandeza) y de la nada (posibilidad de la angustia y de la desesperación), pero que sale vencedor de la nada por la gracia de Dios, por la fe en Cristo.

2.       La enfermedad mortal [19]

El hombre que no tiene conciencia de su grandeza (de ser espíritu) se escandaliza del cristianismo, porque lo encuentra demasiado grande. Es el tema de unas páginas de La enfermedad mortal [20], de las que citaré algunos textos.

“Algunas gentes han venido repitiendo con harta frecuencia que lo que les escandalizaba del cristianismo eran sus muchas oscuridades sombrías, su enorme rigurosidad, etc. Sin embargo, ya va siendo hora de decir abiertamente que en realidad lo que hace que los hombres se escandalicen del cristianismo es su mucha elevación, porque su medida no es una medida humana y, en fin, porque pretende convertir a los hombres en algo tan extraordinario que a éstos no les puede caber en la cabeza” (162).

“La estrechez de corazón característica del hombre natural es incapaz de someterse a lo extraordinario que Dios tenía destinado para él. Así es como se escandaliza” (166).

“La summa summarum de toda humana sabiduría es ese “dorado” (mejor sería decir “plateado”) ne quid nimis, según el cual demasiado poco o mucho en demasía lo echan a perder todo [...]. Pero el cristianismo ha entablado una lucha enorme para superar ese ne quid nimis, adentrándose por el camino del absurdo. Aquí empieza el cristianismo... o el escándalo” (167-168).

Joan Pegueroles en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.    Una versión, más reducida, se publicó en Pensamiento del año 2000.

2.    Escrita en 1848. Inédita en vida. Publicada en 1859.

3.    Cito y traduzco la edición alemana: SK/Gesammelte Werke, Band 33. Die Schriften über sich selbs (Düsseldorf, 1951), pp. 69 y 72.

4.    Una entrada del Diario, de 1849, dice: “Si después de mi muerte, se quisiera publicar el Diario, se le podría poner este título: Libro del juez(X 1 A 239). Nadie sabe el porqué de este enigmático título.

Baso mi traducción en la italiana de C.FABRO y en la inglesa de H.V. HONG. S. KIERKEGAARD, Diario. A cura di C. FABRO. Vol. I: 1834-1848 (1948); vol. II: 1848-1852 (1949); vol. III: l852-1855 (1951). Brescia. S. KIERKEGAARD’S Journals and Papers. Vol. I-VI. Bloomington and London, 1967. Edited and translated by HOVARD V. HONG and EDNAH. HONG.

5.    Es verdad que el texto sigue así: “Por otro lado es también una cosa terrible”.

6.    Citaré unos textos idénticos del abbé Pierre (HENRI GROUÈS), en su obra Testament (Paris, 1994). "Le scandale dela souffrance et la certitude de l'Amour sont indissolublement liés" (p. 153). "L'Eternel est Amour, quand même. Nous sommes aimés, quand même..." (p. 7).

7.    "Amar a aquel que nos hace felices es, para una mente reflexiva, una definición inadecuada del amor. Amar a aquel que nos hace desdichados con malicia, es virtud. Pero amar a aquel que, por amor, aunque por un mal entendimiento (K. se refiere a su padre), pero a pesar de todo con amor, nos hace desgraciados, es la fórmula aún nunca enunciada, que yo sepa, pero sin embargo la fórmula normal de lo que es amor". Punto de vista..., p. 100.

8.    Estas ideas reaparecen en la obra Ejercitación del cristianismo: "Si lo cristiano es algo tan tremendo y pavoroso, ¿cómo en el mundo entero se le podrá ocurrir a un hombre aceptar el cristianismo? Muy sencillo: solamente la conciencia del pecado puede forzarte. Y en el mismo momento lo cristiano se te transforma y es suavidad, gracia, amor, misericordia. Para cualquier otra consideración el cristianismo es y será algo sin pies ni cabeza o lo más espantoso. Solamente en la conciencia de pecador está el acceso; y todo otro camino para querer introducirse es pecado de lesa majestad contra el cristianismo [...] Sólo la conciencia de pecado es el acceso, la perspectiva apta para mostrar la suavidad y el amor y la misericordia del cristianismo" .Madrid, 1969, p. 117.

9.    En El concepto de la angustia (capitulo 4), K. ha analizado profundamente la angustia del bien. "Tan pronto como está puesto el pecado y el individuo permanece el él, son posibles dos formaciones... La primera es "la servidumbre del pecado". En ella, el hombre está en el pecado y se angustia del mal, quisiera salir de él. La segunda es "lo demoníaco". En ella, el hombre vive en el mal y se angustia del bien. La servidumbre del pecado es una relación forzosa con el mal; lo demoníaco es una relación forzosa con el bien".

En los Evangelios, unos endemoniados le gritan a Jesús: ¿Has venido a perdernos? (Mc 1, 24). K. comenta escuetamente: “Los endemoniados le piden a Jesús que los libre de ser salvados" (XI 2 A 424. 1855). Así, el pecador instalado en el mal no ve la salvación como un bien, sino como un mal. El Salvador es, para él, el que viene a perderlo. El Salvador es el mal.

10.  La enfermedad mortal, Madrid, 1969, p. 13. Causa escándalo aquello que no se puede comprender y sólo puede ser creído.

11.  El escándalo central del cristianismo es la persona de JESUCRISTO. Que Dios sea un hombre, que un hombre sea Dios. El otro escándalo del cristianismo es la grandeza del hombre.

12.  La enfermedad mortal, p. 97.

13.  En una nota del Postscriptum, escribe: "Que le lecteur veuille bien se rappeler que la révélation est reconnaissable au mystère, la béatitude à la souffrance, la certitude de la foi à l'incertitude, la facilité à la difficulté, la vérité à l'absurdité".

14.  Este texto es singular, poque K. evita siempre llamar amigo a CRISTO. El CRIST0 de K. es el Salvador (del pecado), no el Amigo (Cf. X 3 A 200. 1850). El centro de la vida cristiana de K. es la paternidad de Dios.

15.  Se refiere evidentemente a REGINA OLSEN.

16.  Trad. de D. G. RIVERO (Madrid, 1965).

17.  El cristiano y la angustia (Madrid, 1960), p. 23.

18.  El hombre y Dios (Madrid, 1984), p. 163.

19.  Trad. de D.G. RIVERO (Madrid, 1969).

20.  Apéndice al capítulo 1 del Libro I de la Segunda parte.

Sílvia Albareda Tiana

1. Introducción

En 1971, en una carta dirigida a Manuel Gómez Padrós, entonces alcalde de Barbastro, san Josemaría Escrivá de Balaguer muestra su inquietud ante el crecimiento industrial de su ciudad natal, por su posible impacto negativo en el medio ambiente [1]. Este hecho deja constancia de que san Josemaría no era indiferente a los problemas medioambientales. Sin embargo, existe un desfase histórico y sociocultural entre la vida y escritos del fundador del Opus Dei y la sostenibilidad tal y como la conocemos hoy.

San Josemaría falleció en 1975 cuando las cuestiones ecológicas y medioambientales apenas habían empezado a plantearse. En la década de los 70, dichas cuestiones comenzaron a ser visibles. En estos años, aparecieron las primeras noticias sobre problemas ambientales, surgieron los primeros movimientos y partidos ecologistas y tuvo lugar la primera Cumbre Mundial de Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972). Lógicamente, mucho menos aparecen en sus escritos conceptos como «sostenibilidad» o «desarrollo sostenible», términos que empezaron a divulgarse a partir de 1987 con la publicación del así llamado Informe Brundtland [2].

Este artículo quiere establecer un puente entre las enseñanzas de san Josemaría y actitudes y virtudes que permiten identificar en la actualidad una cultura de sostenibilidad integral, tal y como ha sido recogida por el Papa Francisco en la encíclica Laudato si’ (LS). Tras definir brevemente el término de desarrollo sostenible y ofrecer las claves más recientes para vislumbrar cómo se entiende este concepto en el Magisterio de la Iglesia, el estudio analiza el legado invisible de Escrivá de Balaguer para la sostenibilidad a través de, en palabras del Papa Francisco, «motivaciones adecuadas» [3] y «sólidas virtudes» [4] que hacen posible el compromiso ecológico. En primer lugar, el estudio argumenta que, desde una visión del mundo como creación, san Josemaría ofrece la razón honda de un amor apasionado por todo lo que el mundo contiene y que lleva a la ciudadanía a no desentenderse de los problemas contemporáneos y a amar y valorar a cada persona humana con un corazón universal. Por otro lado, el artículo muestra que, en sus escritos y en su propio testimonio vital, aparecen actitudes de cuidado hacia las personas y el entorno que se podrían calificar como una ecología de la vida cotidiana. Al abogar, por ejemplo, por un estilo de vida sobrio o por la solidaridad entre generaciones, san Josemaría apunta de forma práctica hacia virtudes que posibilitan, junto al cuidado de las personas y del planeta, el desarrollo de la espiritualidad ecológica a la que invita el Papa Francisco en la encíclica LS.

Sensibilidad en torno al desarrollo sostenible

El término «desarrollo sostenible» empezó a difundirse a partir de la publicación del Informe Nuestro Futuro Común, más conocido por Informe Brundtland en 1987. Este informe divulgó el concepto como un progreso humano capaz de satisfacer las necesidades presentes sin comprometer, por ello, el abastecimiento de generaciones futuras [5]. El Informe Brundtland propone compaginar el desarrollo económico y social con la conservación de los recursos naturales. Por el contrario, no se consideran desarrollo sostenible aquellas intervenciones que enriquecen a algunos a expensas de empobrecer a otros, o que generan un crecimiento económico puntual a costa de destruir o contaminar el medio ambiente. La noción de sostenibilidad o de desarrollo sostenible lleva implícita la distribución equitativa de los bienes naturales, y una visión de justicia internacional e inter-generacional que promueve el desarrollo humano integral. A partir de este momento deja de haber oposición entre desarrollo humano y conservación del medio ambiente.

De hecho, en las siguientes cumbres de Naciones Unidas el título cambió a “Medio Ambiente y Desarrollo” (Conferencia de Río de Janeiro, 1992) y “Desarrollo Sostenible” (Johannesburgo, 2002). En septiembre de 2015, con la revisión y renovación de los Objetivos del Milenio, Naciones Unidas propone la Agenda 2030 con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que incluyen grandes retos para la humanidad como la desaparición de la hambruna o la mitigación del cambio climático.

Unos meses antes de la publicación de la Agenda 2030, el 24 de mayo de 2015, el Papa Francisco había escrito la encíclica Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común. Naciones Unidas, aprovechando un viaje del Santo Padre a Cuba y Estados Unidos, invitó al Papa al acto de aprobación pública de la Agenda 2030 en la sede de la organización en Nueva York. Ambos documentos, aunque en algunos aspectos son divergentes [6], comparten una visión integral de la sostenibilidad o de la ecología, que engloba la dimensión social, ambiental o ecológica y económica [7]. Este concepto de sostenibilidad integral es el que se va a contemplar a lo largo de este artículo.

El desarrollo sostenible en el Magisterio reciente

El Papa Francisco no ha sido el primer pontífice que ha hablado y escrito sobre ecología integral y sostenibilidad. Sus predecesores abordan esta cuestión en relación con la teología de la creación y con la Doctrina Social de la Iglesia en encíclicas [8] y mensajes. Tanto el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) [9] como el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (2004) [10] recogen estas enseñanzas previas.

San Juan Pablo II utilizó por primera vez la expresión «conversión» referida al ámbito ecológico en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990: Paz con Dios creador. Paz con toda la creación [11]. En él aboga por fomentar la conciencia ecológica, presenta el carácter moral de la crisis medioambiental y llama a una conversión auténtica en la manera de pensar y en el comportamiento. Ser constructores de la paz, sostiene el Pontífice, requiere asumir responsabilidades, reconocer el pecado y convertirse: pedir perdón y cambiar de conducta [12]. A los 20 años de este paradigmático mensaje, su sucesor Benedicto XVI volvió a dedicar el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz al deber moral de tener un comportamiento sostenible [13]. Los últimos papas emplean el término teológico de «conversión» porque la invitación supone un cambio radical que hace referencia a nuestra relación con Dios y con toda la creación [14].

En la LS, el Papa Francisco dedica todo el capítulo III a hablar de la «raíz humana de la crisis ecológica» (LS, 101-132). Apoyado en informes científicos, sostiene que la situación ecológica, causada por el cambio climático, la disminución de la biodiversidad y otros problemas medioambientales son consecuencia del modelo de consumo actual y de un dominio tecnológico sin límites. Por tanto, la solución requiere no solo medidas científico-técnicas, sino fundamentalmente un cambio de valores. Es necesaria una nueva visión para percibir el planeta como la casa común de todos, más allá de verlo únicamente como escenario de la vida. Esta casa común, afirma el Papa Francisco, es una realidad buena creada por Dios y confiada a la custodia del ser humano. Esta transformación de la mirada implica, en muchos casos, una conversión ecológica, que supone la adquisición de virtudes sólidas, las cuales hacen posible el paso del conocimiento de los problemas ecológicos a la acción para intentar resolverlos y garantizar un comportamiento sostenible.

De este modo, el Papa Francisco sostiene que el compromiso con la sostenibilidad va más allá de las normativas legales, pues requiere «motivaciones adecuadas» y «sólidas virtudes» [15]. Para logar un comportamiento sostenible individual o comunitario resultan insuficientes las recomendaciones ciudadanas, los incentivos o las posibilidades de elección en la adquisición de un producto (por ejemplo, en la compra de alimentos o en el consumo energético). La persona humana necesita razones profundas de por qué cuidar el planeta y cómo hacerlo. De otro modo, la elección se limita a criterios habituales de relación calidad/precio, sin que se sepa o sin que importe si detrás de aquello que se consume hay un gasto energético desproporcionado, la explotación laboral de personas o la contribución al agotamiento de algún recurso natural.

Hoy en día, muchas personas tienen un comportamiento sostenible porque están convencidas de que deben cuidar el planeta y evitan en la medida de sus posibilidades todo aquello que suponga más emisiones de gases de efecto invernadero o un uso no responsable de los recursos naturales. Estas personas, en la prácica, tienen un comportamiento austero, porque buscan consumir lo menos posible, y también generoso, porque están pensando que otras personas en el futuro o en otras partes del planeta, se puedan seguir beneficiando de ese recurso o no resulten afectadas negativamente por su uso. Sin embargo, alerta el Papa, también hay personas que, aun teniendo razones para fundamentar un comportamiento sostenible, porque han recibido una educación ambiental en su infancia o juventud, no son capaces de ponerlo por obra porque han crecido en un ambiente muy consumista [16]. Les faltan las virtudes que hacen posible llevar los valores adquiridos a la práctica de su vida cotidiana. Por otra parte, advierte el Papa, es ingenuo pensar que los problemas ambientales se solucionarían con un mayor control de la natalidad, cuando en realidad no se está abordando la raíz del problema de un consumismo sin ética [17].

Una cultura de sostenibilidad implica que los ciudadanos comprendan cómo funcionan los sistemas naturales, entiendan las interrelaciones entre los seres humanos y la naturaleza, posean razones para tener un comportamiento sostenible y realmente actúen de forma sostenible porque son virtuosos.

Actualmente personas de muchas religiones están desarrollando esta cultura de la sostenibilidad. En el cristianismo hay profundas razones teológicas para tener un comportamiento sostenible porque los cristianos saben que el mundo es bueno porque es creación [18] y está confiado al ser humano para su custodia [19]. A su vez, la doctrina social de la Iglesia recuerda el valor absoluto de cada persona humana [20] y el destino universal de los bienes [21].

El legado de san Josemaría para la sostenibilidad

En el momento en el que se escribe este artículo, dos autores, Guillaume Derville [22] y Rafael Hernández [ 23], han ofrecido una aproximación a la posible relación entre las enseñanzas y la vida de san Josemaría y la cuestión ecológica. Con motivo de la publicación de la LS, Guillaume Derville [24] sostiene que, leyendo la encíclica, se detectan muchos puntos en común con las enseñanzas de san Josemaría, aunque expresadas con otras palabras. Entre otras, el autor destaca las siguientes:

«(…) el alcance del dogma de la creación, también para la vida moral y la espiritual; el valor del mundo; la conciencia de la proximidad de Dios en todo momento; el respeto de las realidades materiales; el cuidado de las cosas, incluidas las pequeñas» [25].

El amor apasionado al mundo que deriva de la fe de que el mundo es creación y Dios lo ha dejado a la custodia del ser humano puede ser la motivación profunda [26] a la que hace alusión Francisco. Este amor al mundo creado constituiría así la razón teológica que lleva a cuidar al planeta como la casa común y a todas las personas que lo habitan. Por su parte, virtudes como la pobreza cristiana y una caridad vivida con corazón universal que san Josemaría predicó y vivió formarían parte de aquellos hábitos necesarios para hacer frente al consumismo mediante un estilo de vida sencillo y eco-sostenible [27].

2. Motivación para la sostenibilidad integral: un amor apasionado al mundo

Mundo, naturaleza y creación

En los escritos de san Josemaría late un amor apasionado al mundo y a todas las realidades creadas. Frecuentemente emplea el término «mundo» para referirse a la cultura, a la contribución humana para la mejora de la sociedad [28] y del planeta en general y siempre desde un enfoque positivo [29]. Siguiendo a Jesucristo, el motor de las actuaciones humanas en la sociedad y en la creación debe ser el amor según hace explícita en esta cita:

«Lo que mueve al cristiano es la Caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera» [30].

Por otra parte, su amor a la creación le lleva a valorar y a disfrutar con las realidades creadas inanimadas: la tierra, el agua y el aire. San Josemaría contempla y siente de forma cósmica, particularmente en la Santa Misa, cómo la creación y todos los seres vivos dan gloria a Dios:

«Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios -la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas-, dando gloria al Señor la Creación entera» [31].

El Papa Francisco también describe la eucaristía como un acto de amor cósmico en el que se unen el cielo y la tierra. A través del pan y el vino, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre» [32], el mundo creado por Dios «vuelve a él en feliz y plena adoración» [33]. Igualmente, Benedicto XVI desarrolla esta dimensión de la eucaristía como liturgia cósmica [34]. En esta línea, san Josemaría, después de celebrar la santa misa, rezaba y recomendó rezar el himno Trium puerorum, en el que se bendice y se da gloria a Dios en unión con toda la creación. Derville destaca este hábito de piedad:

«Por eso, después de celebrar la Eucaristía, el fundador del Opus Dei amaba rezar un himno tomado del libro de Daniel (cap. 3) unido al Salmo Laudate (Sal 150), el Trium puerorum o Benedicite, cuyo uso se remonta al menos al siglo tercero. Invita a toda la creación a bendecir al Señor: la mirada apunta hacia el sol, la luna, las estrellas; alcanza la inmensa extensión de las aguas; se eleva hacia los montes, contempla las más diferentes situaciones atmosféricas, pasa del frío al calor, de la luz a las tinieblas; considera el mundo mineral y vegetal; se detiene en las diferentes especies animales; culmina con el hombre» [35].

Aunque las enseñanzas cristianas son claras en torno al valor de las realidades creadas como el aire, el agua, la tierra y todos los seres vivos ‒cada ser vivo, cada ecosistema, y las realidades inanimadas son en sí mismas un bien intrínseco, independientemente de su utilidad para el ser humano‒, en occidente y como fruto de la modernidad se ha producido un alejamiento entre la persona y el mundo natural, como si el hombre y la mujer no formaran parte de la naturaleza [36]. Se ha enfatizado que estas realidades creadas son recursos naturales, pero sin considerar que, independientemente de su valor instrumental, son buenas en sí mismas y dan gloria a Dios [37].

Vinculada con esta falta de visión sistémica de la naturaleza de la que el ser humano forma parte está la percepción de la creación como estática y ajena, a modo de «escenario» de una obra de teatro con el que no hay interacción real y cercana. En esta visión no es posible advertir el planeta como la casa común de todos.

Con frecuencia esta visión se ha extendido entre los cristianos por miedo a caer en un panteísmo, o en una visión bio-centrista [38] en la que todos los seres vivos tienen el mismo valor: el mundo natural es el escenario en el que el ser humano se desenvuelve, pero no una realidad de la que forma parte. A san Josemaría, en cambio, le gustaba recordar las consecuencias teológicas de la encarnación de Jesucristo y que por tanto no se puede tener una visión espiritualista del mundo.

«No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. (…) No se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. [...]

Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios» [39].

Amar el mundo, y amarlo de forma apasionada porque se sabe y se descubre que todas las realidades creadas son buenas y Dios creador las ha confiado al ser humano para su cuidado (cfr. Gn 1, 26-30), conduce a reconocer y respetar su valor intrínseco. Amar el mundo supone, en un contexto de crisis climática y ecológica, ser consciente que vivimos en un entorno con recursos limitados, y muchos de ellos deteriorados, que deben satisfacer las necesidades básicas de las personas en el momento actual y en el futuro. Por tanto, los cristianos, como ciudadanos responsables, debemos cuidar los recursos tanto porque descubrimos su valor ontológico como porque comprendemos su valor como bienes comunes a toda la humanidad presente y futura.

De las enseñanzas de san Josemaría en torno a la creación se desprende una visión universal y al mismo tiempo responsable del uso de los recursos naturales que se ha materializado a lo largo de su vida de distintas maneras.

Un ejemplo de economía circular

Las primeras casas dedicadas a la formación de las primeras vocaciones del Opus Dei o centros de encuentro fueron Molinoviejo y Los Rosales, ambas cerca de Madrid. En un tiempo de posguerra española y con muy pocos recursos económicos y humanos, su gestión es un ejemplo claro de lo que hoy se denomina «economía circular».

La economía circular es una nueva tendencia económica que se desarrolla ante las consecuencias de deterioro ambiental que ha causado la economía lineal. La economía lineal supone que se pueden seguir extrayendo recursos del planeta, como si estos fueran ilimitados. Las evidencias del agotamiento de recursos como los combustibles fósiles [40] y las consecuencias de su consumo en el cambio climático [41], junto al exceso de basura y los problemas que de ello se derivan, han conducido al reciclaje de recursos, haciendo que estos tengan un uso cíclico. Se pasa de una economía lineal basada en la extracción continua de recursos, consumo de productos y generación de residuos, a una economía circular, basada en la reducción al mínimo de la extracción de recursos (con la conciencia de que son escasos) y un modo de producir que genere los mínimos residuos.

En 1945, san Josemaría pidió a Encarnita Ortega y a Paula Gómez que emprendieran una granja en las dependencias de la finca de Los Rosales con la intención de poder abastecer a las casas de la Obra de Madrid. Ambas eran inexpertas, pero su confianza en san Josemaría y su generosidad les condujo a emplearse en esta nueva tarea. En la granja había animales como conejos, cerdos y gallinas, árboles frutales, huerto e invernadero [42].

Este modelo iniciado en Los Rosales se replicó en otras casas como Molinoviejo, en Segovia. En un momento de escasez económica, en plena postguerra española, conseguían alimentos ricos en proteínas y vitaminas y los residuos generados en la cocina se utilizaban como pienso para los animales de la granja. San Josemaría impulsó esta iniciativa, con la visión de aprovechar al máximo los recursos y cuidar a los fieles de la Obra y a quienes participaban en sus actividades apostólicas.

Discernir en la vida cotidiana

Pero, ¿cómo aplicar los principios de economía circular en la vida cotidiana? No siempre es fácil, porque frecuentemente no se perciben las interconexiones entre lo que consumimos individualmente o colectivamente en energía, bienes y servicios, alimentación y alojamiento [43] y las consecuencias sociales o de deterioro ecológico que suponen. Francisco insiste en distintos momentos de la LS en que todo está interconectado [44]. La globalización posibilita consumir productos como ropa, dispositivos electrónicos, etc., en lugares alejados de donde se han extraído las materias primas y se han elaborado, lo cual dificulta conocer la trazabilidad del producto y su verdadero impacto social y ambiental. No se perciben las interdependencias entre los problemas ambientales y sociales, ni lo que es más preocupante, entre estos y la propia conducta personal. Esta falta de transparencia o visibilidad puede dificultar tomar decisiones, pero no disculparía cuestionarse sobre la repercusión ética de las propias acciones. Como recuerdan Benedicto XVI y Francisco, comprar es un acto moral [45].

«Muchos dirán que no tienen conciencia de realizar acciones inmorales, porque la distracción constante nos quita la valentía de advertir la realidad de un mundo limitado y finito» [46].

El ejemplo de aplicación de economía circular en las casas de Los Rosales y Molino Viejo, quiere mostrar que, aunque sus protagonistas, Encarnita Ortega y Paula Gómez, entre otras, seguramente no eran conscientes de que estaban fomentando la sostenibilidad, ni la economía circular, sí que eran conscientes de que los recursos eran limitados y que había que cuidar a las personas. La creatividad e innovación de san Josemaría y de estas primeras mujeres de la Obra contribuyó a que, en unos tiempos de escasez, se creara un ambiente de hogar a partir del máximo aprovechamiento de los recursos y del reciclaje, que para muchos comensales seguramente pasó desapercibido.

De lo universal a lo particular

El calentamiento global y otros problemas ambientales son invisibles y complejos. No verlos, o percibirlos como problemas gigantescos, conduce a pensar que las pequeñas acciones que puede realizar cualquier particular son irrelevantes. Ingenuamente se piensa que la técnica ya encontrará la solución, cuando en realidad la raíz de los problemas no es técnica sino ética.

San Josemaría tenía una visión optimista del mundo [47] que deriva de la conciencia de la filiación divina y que conduce a trasformar el mundo desde dentro recuperando la armonía de la creación, sin desentenderse de los problemas contemporáneos.

«El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina» [48].

En la LS Francisco invita a tener una nueva visión del mundo, más integral y más sistémica, en la que se relaciona el sentido humano de la ecología, con el cuidado del medio ambiente y de las personas y conduce a buscar «otras maneras de entender la economía y el progreso» [49]. El amor apasionado al mundo puede ayudar a contribuir a que bienes naturales como el agua, los alimentos o la energía tengan un destino universal, realizando un uso sostenible de los mismos. El compromiso ético con la sostenibilidad se fundamenta según Francisco —y en consonancia con las enseñanzas sociales de la Iglesia— en la visión que se tenga de Dios como creador (cfr. Gn 1, 4.10.12.18.21.25) y de la persona humana como ser creado a imagen suya (cfr. Gn 1, 27), con la vocación expresa de ser custodios de la creación (cfr. Gn 1, 26-30) como realidad buena y lugar de santificación.

En definitiva, el amor apasionado al mundo, predicado y vivido por san Josemaría, junto con el valor absoluto de cada persona forma parte de una teología de la creación y pueden ser las motivaciones profundas a las que hace alusión el papa Francisco como necesarias para el cuidado de la casa común.

El comportamiento sostenible supone, como propone Francisco, una conversión ecológica [50], un cambio profundo en la forma de mirar el mundo y de comportarse. Esta conversión implica todo un despliegue de actitudes y virtudes morales entrelazadas entre sí que permiten pasar del convencimiento de que hay que cuidar el planeta a la acción de cómo hacerlo.

3. Virtudes y actitudes para la espiritualidad ecológica

Hábitos que trascienden a uno mismo

Como ya se ha comentado anteriormente, san Josemaría, sin llegar a hablar de sostenibilidad o de ecología en la vida cotidiana, vivió y predicó virtudes como la pobreza cristiana y la laboriosidad y transmitió actitudes de cuidado y de trabajar en el presente con generosidad, pensando en el futuro y en el bien ajeno, que constituyen lo se podría denominar una espiritualidad ecológica o un estilo de vida eco-sostenible.

«La conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos» [51], insiste Francisco, pues «el desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral» [52].

Estos «nuevos hábitos» a los que hace referencia el Papa dependen de la capacidad de auto-trascenderse, de no estar centrados en el propio beneficio, y de actuar, aunque sea a través de multitud de detalles pequeños, pensando en el bien de los demás. La moral ecológica la debemos vivir todos los cristianos, no sólo no impactando de forma negativa el medio ambiente con la destrucción o contaminación de grandes ecosistemas (selva, ríos u océanos), sino modificando el propio estilo de vida para tener un comportamiento sostenible. Cualquier persona, en su actividad diaria a través del consumo de energía, la compra y el consumo de alimentos, bienes y servicios tiene un impacto ambiental y si ama la creación y a las personas, deberá intentar que ese impacto sea el menor posible. La gravedad de problemas como el calentamiento global y sus consecuencias en el aumento de pobreza urgen a que cada ciudadano o ciudadana se plantee cómo puede tener el mínimo impacto negativo y el máximo de cuidado de la creación, que supone cuidar a las personas y los recursos naturales para que lleguen a todos en la actualidad y en el futuro. Así, aunque no haya aparentemente grandes efectos económicos, ambientales o sociales, se produce un cambio en la propia persona —esa «conversión» de la que hablaban Juan Pablo II y el patriarca Bartolomé— y se colabora en la extensión del bien.

«No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente» [53].

El uso de las cosas en san Josemaría

«Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder. En los centros del Opus Dei encontraréis una decoración sencilla, acogedora y, sobre todo, limpia, porque no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con la suciedad» [54].

En san Josemaría aparecen actitudes y virtudes que llevan a cuidar la creación, los objetos materiales y a las personas a través de pequeñas acciones cotidianas. Estas actitudes de cuidado se materializan, por ejemplo, como se ve en la cita anterior, en el modo de construir, amueblar, mantener y decorar los centros del Opus Dei, siempre con la visión de que duren mucho tiempo. San Josemaría trabaja con visión de futuro. Por ejemplo, no se condicionaba por la escasez de recursos o por las necesidades del momento, sino que impulsaba la construcción de edificios, como las sedes de los centros de estudios en Roma, con la intención de que fueran muy duraderos.

A la vez, se preocupaba de que los centros no fueran lugares fríos, sin alma o sin dueño, sino hogares en los que sus habitantes y las personas que allí acuden se encuentren a gusto. Nada resulta indiferente, porque se cuidan los objetos para que duren para las siguientes generaciones y con la visión de que muchas personas se puedan beneficiar. La misma actitud tenía con la alimentación: menús variados, saludables, y a la vez la preocupación por aprovechar la comida sobrante. Destaca otros aspectos como la importancia de tener un horario racional, la previsión de un tiempo para el descanso o el cuidado de la salud.

Esta ecología de la vida cotidiana le conduce a cuidar lo que usa, descubriendo la trascendencia de las pequeñas acciones:

«Vamos a concretar algunas señales de la verdadera pobreza en nuestra Obra: a) no tener ninguna cosa como propia; b) no tener cosa alguna superflua; c) no quejarse cuando falta lo necesario; d) cuando se trata de elegir, escoger lo más pobre, lo menos simpático; e) no maltratar nada de nuestro uso, ni en nuestros Centros, ni en los lugares donde trabajamos, ni en cualquier sitio donde nos encontremos; f) aprovechar el tiempo» [55].

Francisco reflexiona sobre la dificultad de mantener un comportamiento sostenible en sociedades consumistas en las que con frecuencia se asocia la felicidad a la capacidad adquisitiva [56]. La pobreza cristiana y la sobriedad, pues, están directamente relacionadas con el cuidado de la casa común y la sostenibilidad.

«Así hemos de desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor. Te diría, en pocas palabras, que hemos de ir con la ropa limpia, con el cuerpo limpio y, principalmente, con el alma limpia.

Incluso —por qué no notarlo—, el Señor que predica un desprendimiento tan maravilloso de los bienes terrenos, muestra a la vez un cuidado admirable en no desperdiciarlos. Después de aquel milagro de la multiplicación de los panes, que tan generosamente saciaron a más de cinco mil hombres, ordenó a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos. Si meditáis atentamente toda esa escena, aprenderéis a no ser roñosos nunca, sino buenos administradores de los talentos y medios materiales que Dios os conceda» [57].

En el mensaje conjunto para la protección de la Creación escrito por el papa Francisco, el Patriarca Ecuménico y arzobispo de Constantinopla Bartolomé I y el arzobispo de Canterbury Justin Welby, recuerdan como el concepto de administrar con prudencia y generosidad los bienes, tiene un origen evangélico y muchos santos lo han vivido de forma ejemplar. La administración, personal y colectiva de lo que Dios ha confiado a la responsabilidad humana debe ser «un punto de partida vital» para la sostenibilidad integral [58].

El artículo de Derville antes citado, muestra también las convergencias entre la LS y la vida y la predicación de san Josemaría, en el aspecto de ser buenos administradores de los recursos evitando malgastar [59].

Las “cosas pequeñas” como cuidado

La vida cristiana se identifica en san Josemaría con la vida corriente, habitual, sabiendo descubrir a Dios y servir a la sociedad a través del cuidado de las cosas pequeñas de la jornada [60]. Esta actitud secular es para él manifestación de la unidad de vida.

En LS se habla también de la incidencia de pequeñas acciones cotidianas para beneficio del ambiente, cuidando así la tierra como la casa común. Francisco sugiere algunas muy concretas:

«… evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar solo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias»[61].

En la medida que se comprende mejor la sostenibilidad integral y se es consciente, como señala el Papa, de que todo está interconectado, se descubre la trascendencia de estas pequeñas acciones. Así, no es indiferente para el cuidado del planeta emplear materiales de un solo uso (como platos o cubiertos) o utilizar energía procedente de combustibles fósiles. Cuidar las cosas que se emplean también significa escoger aquellas que tienen menos impacto ecológico, no solamente por el beneficio medioambiental sino porque supone salir de uno mismo y pensar en los demás.

«La actitud básica de auto-trascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la auto-referencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás y del medio ambiente, y que hace brotar la reacción moral de considerar el impacto que provoca cada acción y cada decisión personal fuera de uno mismo. Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad» [62].

En la espiritualidad del Opus Dei se procura vivir este cuidado de las cosas menudas que lleva a auto-trascenderse no pensando solo en el propio beneficio. Los fieles de la prelatura se esfuerzan en vivir este cuidado sin advertir, en muchos casos, que con esta actitud están desarrollando un comportamiento sostenible y encarnando lo que podría definirse como «espiritualidad ecológica».

El compromiso ético desde la profesión

El amor apasionado al mundo y la promoción directa o indirecta de actitudes y virtudes para la sostenibilidad integral se pueden considerar como una espiritualidad ecológica [63] o como un legado invisible de san Josemaría que facilita el cuidado de la casa común, que es la tierra y todas las personas que la habitan. En la encíclica LS, Francisco argumenta sobre el deber moral de tener un comportamiento sostenible, cuidando de la creación y de cada persona, realizando un uso responsable y solidario de los bienes naturales.

Al inicio de la encíclica el Papa sostiene que para los cristianos «nada de este mundo nos es indiferente» [64] y san Josemaría invita a santificar el trabajo contribuyendo con él no solo a la propia santidad sino a la mejora social. Todo ciudadano, pero especialmente los cristianos que tienen una llamada a la santidad en medio del mundo —como es el caso de los fieles del Opus Dei— deben contribuir a través de su propio ejercicio profesional y todo su quehacer a que la creación se reconcilie con el Creador [65]. Ante las crisis contemporáneas, como es la crisis climática, no es posible ceder a la tentación de aislarse para no contaminarse, huir o permanecer al margen, como si el mundo no fuera algo propio, la casa común a todos. Los cristianos deben comprometerse en la resolución de los problemas contemporáneos y la actual crisis ecológica es una oportunidad para cuidar del planeta como la casa común, en colaboración con muchas personas de buena voluntad.

«No queramos salir del mundo. No queramos acortar los días, aunque se nos hagan muy largos; aunque veamos que quienes pueden no purifican las aguas, sino que contribuyen a contaminar los ríos, a soltar substancias nocivas en medio de los mares más grandes, que no se pueden liberar de todo ese mal [...].

Esto es, hijos, lo que en nombre vuestro y mío le pido al Señor muchas veces. Que este mundo que Él ha hecho, y que los hombres estamos envileciendo, vuelva a ser como cuando salió de sus manos: hermoso, sin corrupción, una antesala del Paraíso» [66].

Con visión de futuro

La situación de crisis climática supone un llamamiento a la responsabilidad ética personal y colectiva. No se trata solamente de un ámbito de decisiones políticas, aunque de hecho ha llevado a muchos gobiernos a declarar el estado de emergencia climática [67]. En esta línea están también los compromisos climáticos de muchas religiones o los compromisos inter-religiosos para cuidar el clima.

«Nos comprometemos a actuar, cambiar nuestros hábitos, elecciones, y la manera de ver el mundo [...], a conservar los recursos limitados de nuestra casa común, el planeta Tierra, y a conservar las condiciones climáticas de las cuales depende la vida» [68].

En el sexto informe sobre la crisis climática publicado en abril de 2022 por el Grupo Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) [69], se afirma que, aunque las emisiones de gases de efecto invernadero de origen antropogénico siguen en alza, si los países cumplen con lo acordado en las cumbres climáticas, se podría frenar el aumento de temperatura global y no llegar a un aumento de 2 grados centígrados de media. El calentamiento global está provocando la subida del nivel del mar, la acidificación de los océanos, tormentas tropicales más intensas y más frecuentes, huracanes y sequías extremas, con lo que supone de destrucción de ecosistemas y aumento de miseria humana. La mitad de la vida del planeta se encuentra en «riesgo elevado» por la crisis climática, afectando más a los países más pobres, que son los menos causantes del calentamiento global. La gravedad de la crisis climática, a la que se ha sumado la crisis sanitaria de la Covid-19, nos han mostrado que todos los seres humanos somos vulnerables e interdependientes. Estas crisis nos exigen pensar en el bien común [70] con visión de futuro.

El Papa Francisco ha impulsado distintas iniciativas de la Santa Sede y, como jefe de estado ha mostrado interés por participar en la cumbre climática de los países adheridos a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la COP26 [71] (Glasgow, 1 al 12 de noviembre de 2021) [72]. Quiere mostrar su compromiso para que los gobiernos tomen medidas urgentes para frenar el calentamiento global y conseguir la neutralidad climática para el 2050.

Conclusión

En las enseñanzas de san Josemaría hay una explícita visión del mundo y de todas las realidades materiales creadas como algo bueno «porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno» [73], y esta visión positiva conduce a amar al mundo apasionadamente y a comprometerse con su mejora. El mundo como creación junto con el deber de custodiarlo con «sabiduría y amor» [74], y el reconocimiento de que cada persona posee un valor absoluto y es sujeto de derechos fundamentales, constituye el fundamento teológico o la razón sobrenatural para el cuidado del mundo como la casa común.

Por otra parte, en la espiritualidad del Opus Dei, en las costumbres y modos de hacer que viven sus fieles, hay un legado espiritual de san Josemaría sobre la atención y el desvelo con relación a las personas, así como la conservación de los bienes materiales. Según se ha mostrado en este artículo, estas actitudes coinciden con la propuesta del Papa Francisco de desarrollar una «cultura del cuidado» [75]. En la vida cotidiana se manifiesta en el cuidado de las personas, las casas, los bienes que se utilizan, el entorno e incluso los menús, y llega hasta lo que san Josemaría denominaba «cosas pequeñas», es decir, detalles que pueden parecer nimios, pero manifiestan precisamente el cuidado, y no la indiferencia. Todos estos actos se podrían calificar de promoción de una vida sencilla, sostenible y saludable.

El amor apasionado y comprometido al mundo, junto con las actitudes de cuidado y formas de hacer de san Josemaría, que ha dejado en herencia a sus hijos e hijas, son, a mi modo de ver, como un legado espiritual invisible, o como parte de los itinerarios pedagógicos [76] que el Papa Francisco propone desarrollar para generar una nueva cultura ecológica. Pero este desafío no es fácil, porque conlleva presentar como valores la pasión por el cuidado [77], la solidaridad y la sobriedad, en una sociedad individualista y materialista.

Para la conversión ecológica se requiere un cambio de mentalidad y esto supone una nueva mirada, una visión más sistémica que advierte las interdependencias, entre el propio comportamiento y el resto del planeta. Se trata de saber mirar a la realidad como creación y, por tanto, como don y regalo. En definitiva, esta nueva mirada implica trabajar para adquirir una visión más planetaria, respetuosa y agradecida.

Pero la conversión hacia este modo de situarse ante el mundo no se reduce a la visión, sino que exige un comportamiento virtuoso. Un comportamiento en el que cada decisión (forma de alimentarse, desplazarse, vestir o consumir energía) tenga en cuenta que se consume una parte de la casa común de todos y que, por tanto, es responsabilidad propia producir o consumir pensando que los recursos tienen que llegar para todos en la actualidad y en las siguientes generaciones. Este comportamiento, que en clave de sostenibilidad se calificaría de acciones encaminadas a reducir la huella ecológica, en términos del ascetismo cristiano se denomina sobriedad y solidaridad. Supone considerar el impacto de las propias acciones en el planeta o casa común y, por tanto, da importancia a los hábitos cotidianos, como evitar el uso del plástico, reducir residuos y, en caso de producirlos, reciclarlos [78], disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero, etc. Estos actos suponen un entrenamiento en la virtud, puesto que ayudan a cuidar la creación.

El compromiso ético con la sostenibilidad se adapta perfectamente al legado espiritual de san Josemaría para el cuidado de la casa común. En este momento de crisis sistémica —ecológica y económica— el Magisterio del Papa Francisco, en continuidad con sus predecesores, nos recuerda: «No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología» [79]. Esta nueva antropología por la que aboga el Papa se fundamenta en saberse hijos e hijas de Dios, hermanos de toda la familia humana [80], en un mundo al que estamos llamados a amar apasionadamente y a cuidarlo como la casa común de todos.

Sílvia Albareda Tiana en romana.org/es

Notas:

[1]   Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Los caminos divinos de la tierra, (2ª Ed.) Rialp, Madrid, 2013, vol. III, p. 619. Nota a pie de página en la que se recoge la cita de la carta dirigida a M. Gómez Padrós.

[2]   En 1983, por encargo del entonces secretario general de la ONU Pérez de Cuellar, Gro Harlem Brundtland (primera ministra noruega) organizó y dirigió la Comisión Mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente. Esta comisión elaboró el informe Nuestro Futuro Común, conocido como Informe Brundtland.

[3]   Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[4]   Cfr. Ídem.

[5]   Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, Nuestro Futuro Común, Alianza, Madrid, 1988, p. 67.

[6]   En esta Nota, la Santa Sede expresa reservas explícitas con relación a 2 de las 169 acciones propuestas por Naciones Unidas (concretamente nn. 3.7 y 5.6) y ofrece, desde una antropología trascendente, una amplia argumentación sobre la interpretación adecuada de algunos conceptos usados en la Agenda. Cfr. Misión Observadora Permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, Nota de la Santa Sede en el primer aniversario de la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (25-IX-2016), en https://www.caritasjaen.es/mai...ón-de-los-Objetivos-de-Desarrollo-Sostenible.pdf

[7]   Cfr. Naciones Unidas, Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, 2015.

[8]   Cfr. especialmente las encíclicas de San Juan Pablo II (Redemptors hominis, 1979, n, 8; Sollicitudo rei socialis, 1987, nn, 28, 30 y 37; Centesimus annus, 1991, nn, 36-39; Evangelium vitae, 1995, nn, 22, 44 y 98) así como la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, 2009, nn, 43-52.

[9]   Especialmente en el artículo dedicado al séptimo mandamiento.

[10]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Librería Editrice Vaticana, 2005, cap. 10: “Salvaguardar el medio ambiente”, nn. 251-487.

[11]    Cfr. San Juan Pablo II, Paz con Dios creador. Paz con toda la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 8-XII-1989.

[12]    En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, Juan Pablo II, no emplea el adjetivo “ecológica” cuando se está refiriendo a una conversión que supone un cambio de mentalidad y de comportamiento, como sí lo hace en otras ocasiones: “Es preciso, pues, estimular y sostener la “conversión ecológica”, que en estos últimos decenios ha hecho a la humanidad más sensible respecto a la catástrofe hacia la cual se estaba encaminando. El hombre no es ya “ministro” del Creador. Pero, autónomo déspota, está comprendiendo que debe finalmente detenerse ante el abismo (...) no está en juego sólo una ecología “física”, atenta a tutelar el hábitat de los diversos seres vivos, sino también una ecología “humana”, que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las futuras generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador.” Juan Pablo II, Audiencia General, 17-I-2001.

[13]    Cfr. Benedicto XVI, Si quieres promover la paz, protege la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, 8-XII-2009.

[14]    La conversión supone un cambio interior de corazón que se traduce en un cambio en estilo de vida, hacia un comportamiento más sostenible. Cfr. Juan Pablo II y Bartolomé I, Firma de la “Declaración de Venecia”. Declaración conjunta del Santo Padre Juan Pablo II y su Santidad Bartolomé I, 10-VI-2002. El subrayado de “conversión” es del texto original.

[15]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211

[16]    Cfr. Ídem, n. 209.

[17]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 50.

[18]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, 2005, nn. 26 y 113.

[19]    Cfr. Ídem, nn. 255-256, 460 y 462.

[20]    Cfr. Ídem, nn. 4 y 35-37.

[21]    Cfr. Ídem, nn. 466, 467, 482 y 484.

[22]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato sí y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[23]    Cfr. Rafael Hernández Urigüen, Juego, ecología y trabajo. Tres temas teológicos desde las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, Eunsa, Pamplona, 2011, pp. 26-90.

[24]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato sí y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[25]    Ídem.

[26]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

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[28]    Este enfoque es el que se emplea en la homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967 y que tiene por título: “Amar al mundo apasionadamente”. Cfr. San Josemaría, Conversaciones, n.114a, Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de José Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012.

[29]    Se distingue de otras acepciones del término “mundo” que se empleaban con frecuencia en el contexto teológico espiritual contemporáneo a san Josemaría, al referirse a la expresión “el mundo, el demonio y la carne”, considerando el mundo como una realidad mundana al margen de Dios. Cfr. José Luis Illanes, “Mundo” en César Izquierdo (dir.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona, pp. 714-719.

[30]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59.

[31]    San Josemaría, Amor a la Iglesia, n. 44.

[32]    Palabras del ofertorio de la Santa Misa. Liturgia eucarística.

[33]    Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 236.

[34]    En la Laudato si´ se desarrolla esta visión cósmica de los sacramentos que es el hilo de las palabras pronunciadas por Benedicto XVI: «la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Benedicto XVI, Homilía en la Misa del Corpus Christi, 15-VI-2006.

[35]    Guillaume Derville, “San Josemaría y el amor a la creación”, 18-VI-2015, publicado en la web del Opus Dei: https://opusdei.org/es/article...

[36]    La visión dualista entre el ser humano y la naturaleza no proviene tanto del cristianismo, como de la filosofía cartesiana, extendida fundamentalmente en el mundo anglosajón, países en su mayoría de raíces cristianas. Cfr. Joshtrom Isaac Kureethadam, René Descartes and the philosophical roots of the ecological crisis, Pontificia Università Gregoriana, Roma, 2007.

[37]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 69, donde Francisco recuerda la bondad intrínseca de cada criatura que da gloria a Dios, y alerta del peligro de caer en un antropocentrismo despótico como prevención del bio-centrismo.

[38]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 463.

[39]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.112.

[40]    Cfr. Shahriar Shafiee - Erkan Topal. “When will fossil fuel reserves be diminished?”, Energy policy 37.1, pp. 181-189, 2009.

[41]    Cfr. IPCC, P.R.Shukla y otros (eds.), Resumen para responsables de políticas. En: El cambio climático y la tierra: Informe especial del IPCC sobre el cambio climático, la desertificación, la degradación de las tierras, la gestión sostenible de las tierras, la seguridad alimentaria y los flujos de gases de efecto invernadero en los ecosistemas terrestres, 2019.

[42]    Cfr. Mercedes Montero, “La formación de las primeras mujeres del Opus Dei (1945-1950)”, en Studia et Documenta, revista del Istituto Storico San Josemaria Escrivá, 2020, pp. 119, 126, 127 y 141.

[43]    Estas son las fracciones de la huella ecológica o huella de carbono que mide el impacto de las acciones individuales y colectivas en el planeta. A través del observatorio de CO2 de la Cátedra de Ética Ambiental de la Universidad de Alcalá (España) se puede calcular la propia huella de carbono. La misma calculadora sugiere cambios para tener un comportamiento más sostenible: https://huellaco2.org/tuhuella...

[44]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), nn. 16, 117, 138, 220 y 240.

[45]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 206 y Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate (29- IX-2009), n. 66.

[46]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 56.

[47]    Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 183.

[48]    Cfr. San Josemaría, Conversaciones, n. 59.

[49]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 16.

[50]    Cfr. Ídem, nn. 216-221.

[51]    Ídem, n. 209.

[52]    Ídem, n. 13.

[53]    Ídem, n. 212.

[54]    San Josemaría, Amor a la Iglesia, n. 50.

[55]    Javier Echevarría - Salvador Bernal. Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, Madrid, 2000, p. 319.

[56]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 203.

[57]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 121.

[58]    Cfr. Francisco, Bartolomé I y Justin Welby. Mensaje conjunto para la protección de la Creación del Santo Padre Francisco, Su Santidad Bartolomé I, Patriarca Ecuménico y arzobispo de Constantinopla, y Su Gracia Justin Welby, arzobispo de Canterbury, (7-IX-2021). Disponible en: https://press.vatican.va/conte...

[59]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato si´ y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[60]    Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 312.

[61]    Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[62]    Ídem, n. 208.

[63]    Cfr. Ídem, n. 202.

[64]    Ídem, n. 3.

[65]    Cfr. Ídem, n. 218.

[66]    Cfr. Andrés Vázquez de Prada. El Fundador del Opus Dei III. Los caminos divinos de la tierra, Rialp, Madrid, 2003, p. 618. San Josemaría empleaba esta imagen de la contaminación como metáfora para referirse a la contaminación que produce el pecado en la vida de la Iglesia y en la sociedad humana. Alentaba a no desentenderse de los problemas contemporáneos e intentar solucionarnos, sin caer en la tentación de querer salirse del mundo.

[67]    Por ejemplo, cfr. Gobierno de España: https://www.miteco.gob.es/es/p...

[68]    Interfaith Declaration on Climate Change, 2015. Disponible en: idcc_spanish (interfaithdeclaration.org)

[69]    Working Group III contribution to the IPCC sixth assessment report (AR6). Climate Change 2022: Mitigation of Climate Change. https://report.ipcc.ch/ar6wg3/...

[70]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 201.

[71]    Cfr. https://www.aciprensa.com/noti...

[72]    Cfr. https://ukcop26.org/

[73]    San Josemaría, Conversaciones, n.114.

[74]    San Juan Pablo II en el mensaje de la paz de 1990 recuerda que la cooperación del hombre y de la mujer en la creación se ha de hacer al modo de Dios y esto es con sabiduría y amor. Cfr: San Juan Pablo II, Paz con Dios creador. Paz con toda la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 8-XII-1989.

[75]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), nn. 10, 14, 64, 70, 179 y 201 y Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2021: La cultura del cuidado como camino de paz, 8-XII-2020.

[76]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 210.

[77]    Cfr. Ídem, n. 216.

[78]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[79]    Ídem, n. 118.

[80]    Cfr. Francisco, Enc. Fratelli tutti (3-X-2020).

José Mª Martí

5.       Democracia y malestar social

          5.1.    ¿Con la democracia tiene la persona y la sociedad todo ganado?

Comenzamos con una reflexión inquietante: «qué razón, que causa prudente hay para sentir orgullo de la grandeza y de la extensión del Imperio, cuando eso no puede demostrar que los hombres sean felices, siempre en guerra, siempre empapados en sangre humana, la de sus conciudadanos o sus enemigos, siempre en un terror tenebroso o en una pasión sanguinaria, aunque su alegría es comparable al estallido frágil del vidrio, al que vemos quebrarse bruscamente y temblamos» [147].

Que la democracia no es, por sí sola, la panacea a las desviaciones del corazón humano, ni cubre todos sus afanes [148] o, más sintéticamente, que «las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan» (Spe salvi, 25), lo demuestra el hecho de que: «también en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos [humanos]» [149]. Aparte del escándalo del aborto, se constata el alejamiento de estos sistemas del bien común. Sus decisiones están mediatizadas por el rédito electoral o la codicia de algunos. Ello genera desconfianza y apatía [150].

No obstante, la política cae en la autosuficiencia y se parapeta tras un modelo social materialista. Éste, como el Marxismo, niega autonomía a la moral y al Derecho. Tampoco se la reconoce a la cultura y a la religión [151]. «En los países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios al provocar de manera desenfrenada los instintos y las tendencias al goce inmediato, lo cual hace difícil el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de los verdaderos valores de la existencia humana» [152]. Ya se advertía que «las amenazas contemporáneas a la libertad son más escurridizas» [153]. El género de vida actual, superficial y vertiginoso, oculta mucho sufrimiento (aislamiento, soledad, falta de sentido o significatividad, miedo, adicciones, etc.) [154] La postura elusiva, en su inhumanidad, confirma el fracaso colectivo [155].

          5.2.    Síntomas preocupantes de insatisfacción o desarraigo

En la actual coyuntura, el poder político contempla impotente el desarraigo y el desapego, en el tejido social. Los organismos oficiales camuflan, con formalidades, la pobreza. Tratan de comprar el descontento a cambio de una renuncia a los grandes ideales. La democracia goza de prestigio teórico, mas su práctica está devaluada. No siempre se dirige al servicio público [156]. La desviación e ineficacia política crea desazón y sentimiento de orfandad. Aunque, en el fondo, este estado de ánimo refleja, más que un desengaño, una carencia vital. ¿La democracia la ha provocado, o, por el contrario, le busca remedio? En esta hipótesis, ¿dónde puede encontrar la solución?

El desarraigo tiene mucho que ver con las crisis matrimoniales y de convivencia. Uno de cada 6 hogares en España es un hogar solitario. Sin embargo, el porcentaje aún dista de países como Alemania, en el cual un tercio de los hogares (37%) son solitarios [157]. Ahora casi 3 millones de españoles (2.857.737 personas) viven solos [158]. La situación se correlaciona con el descenso drástico de la nupcialidad («pasando de ser 5,37 en el año 2000 a ser apenas el 4,23 en el 2008» [159]).

En España de 2000 a 2006 la ruptura matrimonial se ha incrementado en un 42,5%. El ritmo acelerado de divorcios en 2007 convirtió a España, junto con Bélgica, en el país de la UE27 con mayor tasa de rupturas/matrimonios. En números absolutos Alemania, Reino Unido, Francia y España eran los países con mayor número de divorcios (UE 27) [160]. En 2008 se produjeron más de 118.000 rupturas al año, con un crecimiento del 28% en los últimos 10 años. La conflictividad se redujo en 2009, año en que el número de rupturas fue de 18.500, una caída del 13,5% [161]. Ello frenó la tendencia destructiva. En España, por cada tres matrimonios que se forman, se rompen dos. Pero en la Comunidad Canaria ya se producen más rupturas que matrimonios [162].

Con la desestructuración aumentan los atentados a la propia vida. Sobre el suicidio, asunto tabú en nuestra sociedad, han alertado las instituciones europeas a sus Estados miembros. El Consejo de Europa aprobó la Resolución 1608 «El suicidio de niños y adolescentes [de 11 a 24 años] en Europa: un grave problema de salud pública» (Aprobada por la asamblea Parlamentaria el 16 de abril de 2008) [163].

La Unión Europea también reaccionó al elevado número de suicidios juveniles, en la Resolución del Consejo y de los Representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, relativa a la salud y al bienestar de los jóvenes (2008/C 319/01) (20 noviembre 2008) [164]. En España, el suicidio ha pasado a ser, tras el descenso de las muertes por accidente de tráfico, la primera causa de muerte no natural (3.421 personas fallecidas) [165]. También la droga, la pornografía y otras formas de consumismo denotan el vacío espiritual [166]. Son conductas que generan violencia y vulnerabilidad.

La sociedad, aparentemente con muchos medios (técnicos, culturales, económicos, etc.), sin embargo, vive acongojada. Es deficitaria en respuestas ante las crisis (catástrofes, interrogantes de los jóvenes, privación, etc.). «En cierto sentido, la sociedad occidental, sólo encuentra un camino para resolver el dolor y el sufrimiento, el químico» [167]. Incluso las instituciones sanitarias, se avergüenzan de la fragilidad humana (que no cubre el estándar de calidad) [168]. Falta solidez, todo se limita al bienestar [169]. Mas «poner al bienestar y al placer como metas absolutas y decisivas de la conducta es un grave error, ya que la mejor de la trayectoria persona (sic) está surcada de problemas, luchas, fracasos de distinto signo» [170].

6.       La pista falsa del laicismo

          6.1.    En qué consiste el laicismo

Visto que la política no resuelve los problemas de satisfacción y de construcción de la comunidad, ¿lo hará el laicismo? Nos detenemos en él para comprobar que es una pista falsa que enrarece la situación. Por el contrario, la familia y las confesiones religiosas que aquél margina sí contribuyen al proyecto de cohesión social.

La secularización, en cuanto que postula la desaparición de la religión, no es más que el propósito o la quimera de algunos. Carece de base fáctica. Es la hipótesis de construcciones ideológicas decimonónicas [171]. La religión no ha disminuido. En un período del siglo XX, que culminó hacia 1967, se creyó firmemente en ello. Mas luego, a partir de 1979, se produjo una reacción de signo inverso [172]. Existen dos excepciones a la constante religiosa. «Una sociológica y la otra geográfica. La excepción sociológica es la élite cultural transnacional, que consiste fundamentalmente en gente con una educación elevada de estilo occidental, sobre todo en humanidades y ciencias sociales [...]. La excepción geográfica es Europa central y occidental» [173]. Otra cosa es la acomodación de la religión a la sociedad actual. En ella todo vínculo –incluido el religioso– pierde espesor y deviene líquido [174]. De ahí resulta la orfandad aludida. Aprovechando el clima ideológico, el laicismo busca forjar nuevos vínculos, reemplazar a la familia. A ésta la mira con recelo, como institución periclitada [175]. En el siglo XVIII algunos philosophes, partidarios del despotismo ilustrado, veían en la familia una trinchera de ideas oscurantistas las cuales, a través de la educación, se perpetuaban. Esto influye en la organización política que compite con la familia en su papel de célula primaria y vertebradora del pueblo.

Ahora se construye la sociedad, de acuerdo a las categorías de pensamiento de la Modernidad, sobre la nación y el Estado [176]. Una mal entendida laicidad intenta refundar la ciudad sobre la negociación, el diálogo, la tolerancia [177], el consenso, el pluralismo, etc. El Presidente del Gobierno español entiende la política al margen de la lógica, y como sólo vale «la discusión sobre diferentes opciones sin hilo conductor alguno que oriente las premisas y los objetivos, entonces todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, de valores y de argumentos racionales que nos guíen en la resolución de los problemas» [178]. El Estado, imbuido de laicismo, vuelve la espalda a cualquier compromiso con la verdad. Expulsa del espacio público, o absorbe –a través del naturalismo ruosseauniano [179] o del sociologismo de Durkheim [180]–, a las religiones. El laicismo niega utilidad a la religión, pues, la tiene por nociva (dogmática). Con ello cierra la vía al intercambio enriquecedor [181].

Francia sintetizó la mística de la República en la fórmula: Liberté, egalité, fraternité [182]. Era un programa alternativo al del Cristianismo, situado en el mismo plano que su mensaje. «I sostenitori di questa idea di laicità fondabano l’identità di un popolo o di una nazione sulla condivisione di alcuni valori universali e astratti capaci di abbraciare tutti i cittadini a prescindere dalle loro appartenenze religiose, culturale, etniche o razziali» [183]. Lo que está en juego, en la laicidad contemporánea, es más que las relaciones Iglesia-Estado, la cuestión de la identidad [184]. A esto apunta el Anteproyecto de Ley «para una nueva ciudadanía y para la igualdad de mujeres y hombres» del Departamento de Acción Social de la Generalidad catalana [185].

El laicismo es el núcleo aglutinador de «un nuevo pacto para la convivencia» [186]. A partir del Estado laico se conforma la idea de ciudadanía o patriotismo. Es un rasgo identitario (fuerte) [187] que inserta en una comunidad, con valores y pautas de conducta establecidas por la moral pública (obligatoria) [188]. Una nueva fórmula sustituye a la que rigió en el siglo XVI, a saber, cuius regio eius non-religio [189]. El Estado, obsesionado con excluir lo religioso de su extenso campo de acción [190], se ha convertido en ideocrático [191]. Ha transformado una libertad negativa: a tener una fe u otra o a no tener ninguna, como decisión personal, sin ninguna presión externa (arts. 14 y 16.1 de la Constitución), en positiva: la de excluir en la vida pública la presencia de comportamientos de connotación religiosa [192]. «Hoy, si existe un cierto confesionalismo, me parece más laico que religioso» [193]. Por algo se ha equiparado, la «izquierda pos-marxista», presente y operativa en el Mayo francés del 68, con una «religión política» que gira alrededor de lo anti-occidental [194].

El ciudadano ya no es reflejo de su libertad y sociabilidad ontológica, sino de la adscripción a una comunidad política concreta [195]. Se le exige la comunión espiritual –«consenso asumido»– con el denominado patriotismo constitucional (Habermas). Paradójicamente, la coartada para imponer los rasgos ideológico-identitarios que lo nutren [196] es propiciar «un ámbito donde el derecho de libertad de conciencia pueda ser ejercido de la manera más plena en una sociedad pluralista» [197].

          6.2.    Las carencias del laicismo. La neutralidad y el pluralismo

El laicismo fuerza el orden democrático. Cuenta con un trabado armazón ideológico de aversión a lo religioso y de cultivo del relativismo dogmático. Su objetivo es implantarlo a costa de los usos sociales. Para ello se posesiona de los resortes del poder: legislación, burocracia, subvenciones, presión mediática, etc. Aunque las estructuras políticas sean democráticas su uso no puede ser más contrario a la libertad. El laicismo sacrifica el ejercicio de la conciencia [198] y la circulación de ideas, preconizado por la UNESCO [199] y nuestro Derecho [200]. El estilo pragmático del laicismo, receloso de la verdad y la libertad, es síntoma de totalitarismo [201]. «Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» [202]. Allí triunfa la fuerza del poder y los derechos fundamentales quedan a su arbitrio, es decir, sin contenido.

Descendiendo a los detalles el laicismo beligerante no es compatible con la neutralidad de los poderes públicos. Ésta es una característica de nuestra democracia, que no es militante, como recuerda la sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007 [203]. A la neutralidad se refieren, entre las más destacadas, las sentencias: 5/1981, de 13 de febrero, 24/1982, de 13 de mayo y 177/1996, de 11 de noviembre. Ésta afirma que la neutralidad del Estado «en materia religiosa se convierte de este modo en presupuesto para la convivencia pacífica entre las distintas convicciones religiosas existentes en una sociedad plural y democrática» (FJ 9º in fine). También el auto 359/1985, de 29 de mayo, ofrece una rica doctrina en materia de enseñanza reglada. Cuando no se respeta la neutralidad, «la laicità diviene parte tra le parti, perdendo quel carattere di espressione sintética di valori universali» [204]. Para no desnaturalizarse, la laicidad no debería traspasar las lindes de los derechos humanos [205].

El laicismo beligerante tampoco respeta el pluralismo. Éste reclama una laicidad instrumental. De él, dice la citada sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007 que: «El valor del pluralismo y la necesidad del libre intercambio de ideas como sustrato del sistema democrático representativo impiden cualquier actividad de los poderes públicos tendente a controlar, seleccionar, o determinar gravemente la mera circulación pública de ideas o doctrinas» (FJ 4º) [206]. El pluralismo hace posible la convivencia de una sociedad heterogénea en libertad. Cuando no se respeta el pluralismo se tergiversa la opinión pública. «Los individuos pueden empezar a perder confianza en su propia capacidad de emitir juicios, especialmente si su razón les lleva a conclusiones diferentes de las del consenso democrático» [207].

El pluralismo permite sostener posturas molestas para el poder. La sentencia de 7 de diciembre de 1976 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Handyside c. Reino Unido lo explica. «La libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de tal sociedad, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres. Al amparo del artículo 10.2 del Convenio es válido no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una “sociedad democrática”» (FJ 49º).

7.       Restablecer una democracia sana con la contribución religiosa

          7.1.    Insuficiencia de la política para hacer frente al desarraigo

La política no es suficiente para aunar voluntades. El Estado no puede ni crear ni suplir, con su regulación, las bases de la convivencia. Su sólo impulso no basta para que funcione la comunidad. El «patriotismo constitucional» es insuficiente [208]. Existe un humus (natural, cultural, histórico), en el que se asienta el Estado, por cuya subsistencia debe velar. «El Estado liberal secularizado vive de presupuestos que el mismo no puede garantizar» (Böckenförde) [209].

La Recomendación 12 (2002) del Comité de Ministros del Consejo de Europa, sobre la educación para la ciudadanía democrática, muestra preocupación y cierta impotencia, «por la creciente apatía política y civil y la falta de confianza en las instituciones democráticas, y por el aumento de casos de corrupción, racismo, xenofobia, nacionalismo violento, intolerancia ante las minorías, discriminación y exclusión social, elementos que representan todos ellos una importante amenaza a la seguridad, estabilidad y crecimiento de las sociedades democráticas». De igual modo evidencia el problema del desarraigo la práctica de los países europeos de establecer un compromiso, con quienes a ellos se incorporan, que preserve su identidad histórica. Según el modelo francés, se elaboran contratos, declaraciones o manifiestos, que condicionan la entrada, con idea de permanencia, del inmigrante [210].

El laicismo no es capaz de entusiasmar [211]. Ferrari ha profundizado en el fenómeno de la globalización. Él ve, en las confesiones religiosas, la mayor fuerza de cohesión en la coyuntura actual y el desarraigo de la inmigración.

«Dopo il declino delle grande ideologie secolari, le religioni sembrano infatti essere rimaste le sole a sapere parlare “il linguaggio pubblico delle politiche di identità” enonostante le loro fragilità e le ambigüetà interne– a sapere fornire un senso di apartenenza e una chiave interpretativa della realtà» [212]. Idea reiterada por Negro: «La religión es el vínculo social más eficaz en tanto contribuye decisivamente a la formación del êthos que da sentido a la convivencia» [213].

Freud, en su opúsculo El malestar en la cultura (1930), intuyó que: «ese ser-uno-con-el-todo [del sentimiento oceánico], implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce en el mundo exterior» [214]. El hombre, sin soportes, se resiente de inconsistencia. Es la cultura del gran vacío, representada por Milan Kundera, autor de La insoportable levedad del ser [215]. Allí el ser se difumina, se licua [216]. Analizar este contexto desborda, por su complejidad, nuestro trabajo [217]. Sugerimos simplemente que, también aquí, la relación democracia-religión puede ser fecunda.

La Declaración de la UNESCO sobre diversidad cultural (2002), destaca la importancia de incorporar a la vida social el patrimonio espiritual de los pueblos [218]. «En nuestras sociedades cada vez más diversificadas, resulta indispensable garantizar una interacción armoniosa y una voluntad de convivir de personas y grupos con identidades culturales a un tiempo plurales, variadas y dinámicas. Las políticas que favorecen la integración y la participación de todos los ciudadanos garantizan la cohesión social, la vitalidad de la sociedad civil y la paz» (art. 2).

          7.2.    La religión como aliada

Tocqueville contraponía la democracia despótica, reflejada en la Francia revolucionaria, a la liberal, vigente en EE.UU. Ésta se caracterizaba por contar con controles internos –independencia del poder judicial– y, sobre todo, una sociedad civil fuerte –libertad de prensa y de asociación política– [219], preservada por la subsidiariedad. En el espíritu de libertad, gestionar con responsabilidad los asuntos propios, residía la superioridad de los EE.UU. [220]. Ahora bien, ¿de dónde viene el aprecio a la libertad? De las costumbres o estilo de vida, muy especialmente, de la religiosidad del pueblo [221]. No por azar en los Estados Unidos de América concurren «lo spirito di religione e lo spirito di libertà» [222]. Por contraste, el laicismo agresivo, su ataque despiadado a las instituciones religiosas, verbigracia, a cuenta de la pederastia, puede comprometer la libertad colectiva al socavar uno de sus principales resortes [223].

La religión contribuye a fijar los límites del ejercicio de la autoridad. Además, ante la sociedad, desempeña un papel complementario. La religión estimula a no descuidar las aspiraciones inmateriales y es un antídoto frente a la somnolencia del despotismo dulce. Las religiones son factores de humanización. Concretamente la Iglesia católica, testigo del orden natural y la dignidad del hombre, ayuda a la sociedad y a su mejor organización. Según el Consejo de Europa: «La religión –a través de su empeño moral y ético, de los valores que propugna, de su enfoque crítico y de su expresión cultural– es una válida compañía de la sociedad democrática» [224]. La Iglesia previno proféticamente contra los peligros del racionalismo abstracto y utópico [225]. Ella fue, «pese a las muchas debilidades humanas, el polo de oposición contra la ideología destructiva de la dictadura nazi; ella había permanecido en pie en el infierno que había devorado a los poderosos, gracias a su fuerza proveniente de la eternidad» [226]. Asimismo, alentó la sed de justicia de los trabajadores polacos de Solidarnosc, frente al socialismo real [227].

Esto se realiza a través de las relaciones familiares que transmiten la raíz espiritual de la persona. Como supo descubrir el Islam cuyo Derecho de familia constituye el eje de la Sharia [228]. Por eso el artículo 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (4 noviembre 1950) habla de la autonomía cultural en el ámbito privado y familiar. Asimismo, según la Convención de los Derechos del Niño (20 noviembre 1989), «los Estados Parte convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: [...] c) el desarrollo del respeto de los padres del niño, de su propia identidad cultural, de su idioma y de sus valores [...]» (art. 29.1).

8.       Conclusiones

El primer punto abordado en estas páginas miraba a redimensionar la democracia en vistas a que fuese sana. Incluso a analizar sus presupuestos. Esto daría lugar a algunas preguntas. ¿Qué persona ha de tener en cuenta el sistema democrático para servirle (cfr. art. 10.1 CE)? Si es el bien común el que garantiza una convivencia humana, ¿se recurre a él como criterio para el buen funcionamiento de la institución democrática? Si así fuese y el bien común condicionase la democracia, ésta no podría olvidar la dimensión trascendente de la existencia, reflejada en la conciencia [229]. Contar con ella es personalizar el proyecto vital y el social. Si respeta el fuero interno la comunidad política se humaniza. La apertura al Absoluto, la respuesta a una vocación de crecimiento, es el motor del corazón humano, también en sus empresas colectivas [230].

La pretensión de Comte, que «los siervos de la humanidad» expulsen «a los siervos de Dios», «arrancándolos de raíz de cualquier control sobre los asuntos públicos, en cuanto que son incapaces de ocuparse verdaderamente de tales asuntos o de comprenderlos con propiedad» [231], es injusta y suicida. Aunque hoy siga latiendo en nuestros políticos que descalifican a quienes participan en la res publica en cuanto hombres religiosos [232]. Para el Presidente del Gobierno (6 marzo 2010), «sólo la hipocresía o el intento de convertir determinadas convicciones religiosas en normas cívicas universales», permiten negar la necesidad de la norma que amplía el aborto.

Benedicto XVI denunció este proceder, ante la Organización de las Naciones Unidas. «Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos [...]. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social [...]. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona» [233].

Una posición excluyente como ésta no es propiamente laicidad, entendida como neutralidad [234], sino cristo-fobia. Las religiones son las mejores garantes de una correcta orientación de la acción política. Ellas se dirigen a la intimidad del hombre y velan por su desarrollo integral. La democracia también puede tener a la religión por aliada, en cuanto que complementa y sostiene su labor. La religión forma parte de la rica diversidad de la sociedad civil [235] y refuerza su autonomía frente al poder. Éste es el germen de los derechos fundamentales, como espacio libre de interferencias (cfr. art. 16 de la Constitución). De otro lado, la religión suministra a la sociedad aquello sobre lo que la organización política no es competente. De ahí la importancia de que no se entorpezca su concurso oportuno en la vida de las personas. El Cristianismo, ha propiciado, desde la noción de justa autonomía del orden civil, la colaboración de ambas potestades.

Por último parecería adecuado valorar, con las premisas anteriores, un sistema democrático dado [236]. Y ello tanto para estudiar la calidad de su democracia [237] cuanto para ver sus frutos en cohesión y bienestar social. Baste ahora señalar la presión laicista [238], como un riesgo grave contra el ideal de equilibro que hemos sostenido. Democracia y religión sí, en beneficio de la persona y de un futuro mejor.

José Mª Martí en unav.edu/

Notas:

147       SAN AGUSTÍN, Ciudad de Dios, libro IV, cap. IV. 3.

148       Cfr. C. CORRAL, «El animal infinito», la paradoja del ser humano: la de su finita infinitud», en Análisis digital, 8 abril 2010.

149       Centesimus annus, 47.

150       Cfr. Centesimus annus, 47.

151       Cfr. Centesimus annus, 19 in fine.

152       Centesimus annus, 29.

153       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 23.

154       Reflejada en canciones como A day in the life de los Beatles, cfr. «El talento de John Lennon y el absurdo de la vida», en Blog Presente y pasado-Pío Moa, en Libertad Digital, 11 mayo 2010.

155       Cfr. Spe salvi, 37-38.

156       Cfr. INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS RELIGIOSAS A DISTANCIA  «SAN AGUSTÍN», Educación Sociopolítica. Ámbito Sociopolítico, Madrid 2007, pp. 149-151.

157       Se acentúa el vaciamiento de los hogares españoles. En apenas 25 años (1981-2007), el tamaño medio ha perdido un miembro, pasando de ser 3,5 miembros por hogar en 1981 a apenas 2,74 miembros por hogar en el 2007. Disminuyen drásticamente los hogares numerosos pasando del 29% de los hogares en 1980 a tan sólo el 7,3% en el 2007. Actualmente sólo hay 1.181.498 hogares numerosos. Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 73.

158       La mitad de estos hogares solitarios (1.420.578 personas) lo componen personas mayores de 65 años. Cfr.  INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p.73, en http://www.ipfe.org/documentacion.htm (consulta: 18 septiembre 2010).

159       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 51.

160       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe Evolución de la Familia en España 2007, en http://www.ipfe.org/Informe_Evolucion_de_la_Familia_en_Espana_2007_def.pdf (consulta: 18 septiembre 2010). Fuente: Instituto Política Familiar a partir de datos de Eurostat y fuentes nacionales.

161       Cfr. INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 59.

162       INSTITUTO DE POLÍTICA FAMILIAR, Informe evolución de la Familia en España 2010, p. 62.

163       Cfr. J. CAÑELLAS GALINDO, «El suicidio en los jóvenes europeos», en http://www.xnjaumecaellas_ghb.com/El_%20Suicidio_en_%20los_%20jovenes_Europeos.html (consulta: 18 septiembre 2010); e IDEM, La necesaria crisis «estructurante» de la adolescencia, en http://www.protomedicos.com/2008/05/22/lanecesaria-crisis-estructurante-de-la-adolescencia/ (consulta: 18 septiembre 2010).

164       «Acuerdan que: 4. debería concederse una atención especial a la salud mental de los jóvenes, en particular fomentando una buena salud mental, especialmente a través de las escuelas y del trabajo de los jóvenes, y a la prevención de las autolesiones y del suicidio».

165       Según el INE: «“el suicidio se situó en 2008 como la primera causa externa de defunción, con 3.421 personas fallecidas, cifra similar a la de 2007”. Por sexo, la mortalidad por suicidio fue mayoritariamente masculina (el 22,6% fueron mujeres). En total, el año 2008 se produjeron en España 386.324 defunciones». Cfr. «Por encima de los accidentes de tráfico. El suicidio es ya la primera causa de muerte no natural en España», en Análisis Digital, 2 febrero 2010.

166       Cfr. Centesimus annus, 36.

167       J. M. LÓPEZ-IBOR ARIÑO, «Drogas», en Guía práctica de Psicología, J. A. Vallejo-Nágera (dir.), 8ª ed., Temas de hoy, Madrid 1992, p. 632.

168       Cfr. M. GONZÁLEZ BARÓN, «La dignidad del enfermo y el respeto a la debilidad», en ABC, 25 marzo 2010.

169       Cfr. J. M. LÓPEZ-IBOR ARIÑO, «Drogas», p. 633. Además, cfr. Mater et magistra, 213.

170       E. ROJAS, «En busca de la felicidad», en El Mundo, 29 enero 2010.

171       Cfr. The Secularization Debate, W. H. Sawtos, Jr. y D. A. Olson (eds.), Rowman and Littlefield Publishers, Inc., Lanham-Boulder, New York-Oxford 2000; e I. SOTELO, «La persistencia de la religión en el mundo moderno», en AA.VV., Formas modernas de religión, Madrid 1996, pp. 38-54.

172       Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», en Algunas cuestiones controvertidas del ejercicio del derecho fundamental de libertad religiosa, I. Martín Sánchez y M. González Sánchez (coords.), Fundación Universitaria Española, Madrid 2009, pp. 55-56.

173       P. L. BERGER, «Globalización y religión», en Iglesia viva, 218, abril-junio 2004, p. 71; y R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 59-60.

174       Entre muchos, cfr. K. DOBEELAERE, «La secularización: teoría e investigación», en Religión y política en la sociedad actual, pp. 17 y ss.; A. CANTERAS MURILLO, «La muta religiosa», en El fenómeno religioso..., pp. 153 y ss.; y E. BERICAT ALASTUEY, «Presentación», en ibíd., p. 11.

175       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 290-291.

176       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 241.

177       Cfr. P.  E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, p. 182; y P.  ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, pp. 11 y ss.

178       J. L. RODRÍGUEZ ZAPATERO, «Prólogo», en J. SEVILLA, De Nuevo Socialismo, Crítica, Barcelona 2002.

179       Cfr. J. J. ROUSSEAU, La profesión du foi du vicaire savoyard, GF-Flammarion, 1996, pp. 97-103; y comentario en M. FOESSEL, La religión, GF Flammarion, Paris 2000, pp. 162-168.

180       Cfr. A. ALONSO RODRÍGUEZ, «Las formas elementales de la vida religiosa en Durkheim. Una metafísica de la inmanencia», en Arbil, 115, febrero 2008; y M. FOESSEL, La religion, pp. 76-77.

181       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 320, 324. «Senza escludere che esista una verità, lo Statu laico dichiara la propria incompetenza ad acertarla e lascia questo compito di definizione e proposizione dei valori “ultimi” a una serie di “agenzie” (tra cui le religioni) che agiscono in regime di pluralismo e da cui la legislazione statale può essere influenzata ma non “confiscata”» (ibid., p. 326). Sobre la laicidad sana o positiva, cfr. Á. LÓPEZ - SIDRO LÓPEZ, «La sana laicidad en el actual discurso de la Santa Sede», en Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 18, octubre 2008 (RI § 406967).

182       Con esta inspiración, cfr. J. OTAOLA, Laicidad. Una estrategia para la libertad, Bellaterra, Barcelona 1999, pp. 9-10; 11 y ss.; 119-120; 125, y 149-151.

183       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», p. 321.

184       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 313 y 316. Más desarrollado en C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista».

185       Cfr. «Profesionales por la Ética denuncia que la Generalitat “quiere imponer los planteamientos de la ideología de género y del feminismo radical”», en Análisis Digital, 9 abril 2010.

186       M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, Marcial Pons, Madrid-Barcelona 2007, p. 197.

187       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 323 y 325.

188       Los «valores comunes», en una acepción determinada, cfr. M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, pp. 205-210; y P. ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, pp. 15-18.

189       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., pp. 73-86. Sobre el laicismo, como, «concepción de la vida», cfr. ibíd., p. 16.

190       Sobre la cristianofobia, cfr. «El libro negro de la cristianofobia. Zenit.org Entrevista al autor, Renè Guitton», en Zenit.org, 17 marzo 2010.

191       Cfr. R. NAVARRO-VALLS, «Neutralidad activa y laicidad positiva», en A. RUIZ MIGUEL y R. NAVARRO-VALLS, Laicismo y Constitución, Mª I. de la Iglesia (ed.), Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid 2009, pp. 114-116.

192       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., pp. 118-124.

193        L. PRIETO SANCHÍS, «Religión y política. (A propósito del Estado laico)», p. 137. A continuación explica esta apreciación y juicio.

194       Cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, pp. 163 y ss., particularmente pp. 177-190.

195       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 282-283.

196       Cfr. Manifiesto del PSOE con motivo del XXVIII aniversario de la Constitución: Laicidad y Educación para la ciudadanía (diciembre 2006).

197       M. LEMA TOMÉ, Integración. Identidad y ciudadanía, p. 210. La sumisión a estos valores es requisito sine qua non para dejar de ser súbdito. Cfr. ibíd. Con similares planteamientos, cfr. D. LLAMAZARES FERNÁNDEZ, «Educación para la ciudadanía, laicidad y enseñanza de la religión», en Laicidad y Libertades, 6 (2006).

198       Cfr. J. MIRÓ I ARDEVOL, «Los nuevos totalitarismos», p. 1107.

199       «Que una paz fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sincero y perdurable de los pueblos, y que, por consiguiente, esa paz debe basarse en la solidaridad intelectual y moral de la humanidad. Por estas razones, los Estados Partes en la presente Constitución, persuadidos de la necesidad de asegurar a todos el pleno e igual acceso a la educación, la posibilidad de investigar libremente la verdad objetiva y el libre intercambio de ideas y de conocimientos...» (Preámbulo, Constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Londres, 16 noviembre 1945).

200       Cfr. sentencia Tribunal Constitucional 235/2007, de 7 de noviembre, FJ 4º.

201       Cfr. Centesimus annus, 45.

202       Centesimus annus, 46.

203       «Por circunstancias históricas ligadas a su origen, nuestro ordenamiento constitucional se sustenta en la más amplia garantía de los derechos fundamentales [...]. Como se sabe, en nuestro sistema –a diferencia de otros de nuestro entorno– no tiene cabida un modelo de “democracia militante”, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7). Esta concepción, sin duda, se manifiesta con especial intensidad en el régimen constitucional de las libertades ideológica, de participación, de expresión y de información (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 10) pues implica la necesidad de diferenciar claramente entre las actividades contrarias a la Constitución, huérfanas de su protección, y la mera difusión de ideas e ideologías» (FJ 4º).

204       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», p. 323. Si la laicidad fuerte se apropia del Estado para hacer valer sus propios valores, éste deviene el terreno de juego de las distintas ideas, jugador y árbitro. Cfr. ibíd., pp. 325-326.

205       Cfr. S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 323-325.

206       Sorprende, pues, la doctrina de las sentencias del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 2009, sobre educación para la ciudadanía. Concretamente, aquella referida al recurso de casación nº 905/2008, cuando afirma: «No puede hablarse de adoctrinamiento cuando la actividad educativa esté referida a esos valores morales subyacentes en las normas antes mencionadas porque, respecto a ellos, será constitucionalmente lícita su exposición en términos de promover la adhesión a los mismos» (FJ 6º). La idea ha sido rebatida. El voto particular de Peces Morate, señala que la actitud de imposición de tales valores que considera lícita, implica un «adoctrinamiento en toda regla», porque el adoctrinamiento no viene determinado por el tipo de objetivos y contenidos de la acción educativa, sino por el modo en que ésta se lleva a cabo, sin respeto de la dignidad, inteligencia y libertad del menor, al que se exige no sólo el conocimiento y respeto de ciertos valores, sino la adhesión y asunción de los mismos a su comportamiento. Coincide también el voto particular de Campos Sánchez-Bordona. Prieto Sanchís, resume: «La tesis en cuestión equivale a decir que no hay riesgo de adoctrinamiento cuando la doctrina que se adoctrina es nuestra propia doctrina» («Objeción para la ciudadanía y objeción de conciencia», en Persona y Derecho, 60 [2009], p. 218). Además, cfr. STSJA de 15 de octubre de 2010, FJ5º.

207       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 168.

208       Cfr. M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 109.

209       Cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural».

210       S. FERRARI, «Tra manifesto e contratto: la Carta dei valori, della cittadinanza e dell’integrazione degli immigranti in Italia», en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, XXV (2009), pp. 469-489. Se detallan los diversos sistemas aplicados en las pp. 472 y ss.

211       Cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural».

212       S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», pp. 315-316.

213       Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 71. Además, cfr. ibíd., p. 190.

214       El malestar en la cultura y otros ensayos, trad. R. Rey Ardid, Alianza, Madrid 2006, p. 22.

215       Cfr. J. Mª ROVIRA I BELLOSO, Fe y cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1988, pp. 43-48.

216       Expresión que acuñó Bauman, cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad...», pp. 730-736. Describe, complacido, el ambiente P. ORTEGA RUIZ, La educación para la convivencia en una sociedad plural, Espigas, Murcia 2010, pp. 23-26.

217       Cfr. J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, El suicidio hoy, Presentado en el Instituto Universitario de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid, 1985.

218       Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural (2 noviembre 2001): Comprobando que la cultura se encuentra en el centro de los debates contemporáneos sobre la identidad, la cohesión social y el desarrollo de una economía fundada en el saber, Afirmando que el respeto de la diversidad de las culturas, la tolerancia, el diálogo y la cooperación, en un clima de confianza y de entendimiento mutuos, son uno de los mejores garantes de la paz y la seguridad internacionales...».

219       Cfr. A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, tomo I, segunda parte, cap. IX. Además, cfr. J. C. ESPADA, «O factor religioso e a paz mundial-I», en Religiões: identidade e violencia, Livraria Alcalá-Faculdade de Teología. Universidade Católica Portuguesa, Lisboa 2003, pp. 17-19.

220       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, pp. 171-173 y ss.

221       De las causas a las que se debe atribuir el mantenimiento de las instituciones políticas de los americanos, la religión «me ha parecido una de las principales. [...] Y observo que no es menos útil a cada ciudadano que a todo el Estado» (A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. XV, p. 185). Además, cfr. C. VIDAL, Los masones, Planeta, Barcelona 2005, pp. 77-80.

222       C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», p. 1.

223       Cfr. M. PERA, «Guerra al cristianismo», en NoticiasGlobales.org (27 marzo 2010), publicado originariamente en Cartas al director del Corriere della Sera (17 marzo 2010). Cfr. en Analisis Digital, 21 abril 2010; y S. MARTÍN, «La Conspiración y Hans Küng», en La Razón, 21 abril 2010.

224       Recomendación 1396 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa «Religión y Democracia» (1999), en R. NAVARRO-VALLS y R. PALOMINO, Estado y Religión. Textos para una reflexión crítica, Ariel, 2003, pp. 203-204.

225       Cfr. C. CARDÍA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», pp. 3-4.

226       J. RATZINGER, Mi vida, trad. C. d’Ors Führer, Encuentro, Madrid 2006, p. 86.

227       Cfr. Centesimus annus, 22.

228       Cfr. A. MOTILLA, «Multiculturalidad, Derecho islámico y Ordenamiento secular», en A. MOTILLA y P. LORENZO, Derecho de familia islámico, Mª J. Ciaurriz (coord.), Colex, Madrid 2003, p. 21; y A. SILVA SÁNCHEZ, «El Derecho matrimonial islámico. Breve referencia al Derecho matrimonial marroquí y su recepción en la legislación occidental», en Derechos fundamentales y Extremadura, I. Casanueva Sánchez (coord.), Dykinson, Madrid 2008, p. 16.

229       Cfr. A. OLLERO, Un Estado laico..., p. 73, donde pone en relación este bien con las religiones.

230       Cfr. Caritas in veritate, 16 y ss.

231       Cit., en D. DE MARCO y B. D. WIKER, Arquitectos de la cultura de la muerte, pp. 140-141.

232       La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, afirmó: «en este país se legisla en el Parlamento y en ningún caso desde los púlpitos», haciendo referencia a unas declaraciones del secretario general de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Mons. Martínez Camino. Cfr. http://www.intereconomia.com/noticias-/aidoen-pais-no-se-legisla-los-pulpitos.com (consulta: 14 noviembre 2009). Por su parte, Fernández de la Vega, Portavoz del Gobierno, al término del Consejo de Ministros (27 noviembre 2009), afirmó: «los poderes públicos actúan con independencia de las confesiones religiosas». «La Iglesia tiene todo el derecho de opinar en los debates sociales, pero «es al Gobierno y al Parlamento a quienes corresponde aprobar las leyes» y desarrollarlas, sin injerencias de ningún tipo».  Cfr. https://www.publico.es/actualidad/vega-da-toque-obispos.html (consulta: 18 septiembre 2010).

233       Discurso ante la Asamblea General, 18 de abril de 2008. Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 70-72.

234       Cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 68 y ss.

235       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 161.

236       «El ejercicio de este derecho fundamental [de libertad religiosa] es una de las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente» (Redemptor hominis, 17 in fine).

237       Distintas valoraciones en: FUNDACIÓN ALTERNATIVAS, Informe sobre la democracia en España/2009, Madrid 2009, p. 25; y J. NEIRA, España sin democracia, Temas de hoy, Madrid 2010.

238       Cfr. R. NAVARRO-VALLS, «Los modelos de relación Estado-Iglesias y el principio de cooperación» (RI § 402266), en Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 16, enero 2008; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 114-116.

José Mª Martí

1.       Introducción

Dedicamos estas páginas a abordar un asunto que se justifica por su actualidad más que por su originalidad. Avala su interés la extensa bibliografía –multidisciplinar y en distintas lenguas– [1]. También la importante Recomendación 1396 (1996) del Consejo de Europa «Democracia y religión». Existe, en el contexto cultural cristiano, una concurrencia entre Estado, democracia y laicidad que merece ser precisada [2]. Gracias a la reivindicación de la conciencia personal, aparece en la historia el dualismo o contraste fuero interno-fuero externo. Es el criterio vertebrador, polarizado hacia el espíritu, del estilo de vida occidental. En torno a él se crea un ambiente moral fecundo. Uno de sus rasgos es el equilibrio entre lo personal y lo comunitario. El contexto religioso judeo-cristiano es quien da a los conceptos de libertad, igualdad, autonomía, emancipación, solidaridad, fraternidad «no sólo sus resonancias emotivas, sino sobre todo el significado objetivo que poseen» [3]. En este humus germinan y se desenvuelven las instituciones políticas.

Para entender la profunda conexión entre democracia y Cristianismo hay que distinguir diversas acepciones de «democracia». Por ella entendemos una forma de sociedad, un régimen institucional y una cultura [4]. Este último es el sentido más abarcante. La democracia, como cultura, designa un conjunto de principios y valores desde los que afrontar la realidad (social). Porque el Cristianismo propicia ese ambiente moral existe cierta afinidad entre Cristianismo y democracia. Así se deduce de la reflexión, sobre la sociabilidad del hombre, de Santo Tomás [5]. Afirmación no empañada por el desencuentro que se ha producido en la historia entre institución eclesial y régimen democrático [6].

Un segundo nivel de nuestro análisis se refiere al valor real de la democracia. El prestigio y la difusión de la democracia, como modelo hegemónico de organización política, ha desatendido el estudio de sus límites y peligros. No se debe hacer un absoluto de lo que es relativo y depende de su utilidad para el ejercicio racional del poder. La democracia ni puede anteponerse al contenido que ha de preservar (la dignidad y libertad de las personas), ni tampoco debe minimizar sus deficiencias situándose, como algo intocable, por encima de ellas [7]. El fundamentalismo democrático, aquejado de moralismo, subordina la legitimación de cualquier orden de la vida a sus principios políticos devaluados [8], sin «separar los valores en categorías diversas» [9].

El Cristianismo aporta a la democracia su base axiológica, derivada de una concepción original del hombre, y recursos técnicos referidos a la persona colectiva [10]. Concretamente, cómo formalizar la voluntad institucional, apoyada en el querer mayoritario, y preservar a las minorías. Éstas cumplen una función en tanto que parte sustancial de la comunidad. De ahí la importancia de crear un ambiente de libertad sobre un consenso básico, algo común [11]. Se trata de fijar un dique –cuantitativo [12] y cualitativo [13]– a lo que, por depender de una voluntad general, más o menos abstracta, puede conducir a la arbitrariedad y el atropello. El desvelo por las minorías es tan importante de cara a configurar el bien común concreto [14], como lo es el no perder de vista que hablamos de un bien, no de meros caprichos o preferencias (subjetivas). Lo último puede encerrar a la comunidad, o a parte de ella, en el egoísmo. He ahí un ejemplo de cómo la religión, directamente conectada con el hombre y su destino, se sitúa en una esfera más amplia que la del Estado. Ella sí puede aspirar legítimamente a ser una respuesta complexiva y plena a las aspiraciones del corazón humano. Con ello la religión no menosprecia las estructuras mundanas. Consciente de la sociabilidad del hombre, reafirma la autoridad civil y le facilita medios para alcanzar sus legítimos objetivos de prosperidad y justicia. Es decir, respaldo moral y personas bien dispuestas.

Estas líneas esbozan algunos problemas asociados al poder político y, en particular, a la democracia. Éstos tienen, en cada etapa, su fisonomía. En el momento presente tampoco faltan obstáculos, mas el estar inmerso en ellos, los difumina. El laicismo es uno de ellos. Éste implica dos riesgos: uno de desmesura, el poder civil se entromete en terrenos que le son ajenos, y otro de deslealtad al entrar en competencia con la justa autonomía, para la búsqueda –personal y social– de la verdad [15]. La laicidad invasiva descuida que, en una visión no totalitaria del poder, éste puede apuntar al Estado y sus instituciones, nunca a la sociedad y tampoco a la política [16].

2.       Los excesos del poder y su contrapeso institucional

          2.1.    La inclinación del poder a la incontinencia

No se puede descuidar el peligro genérico de cualquier organización política. La tendencia a la desmesura del poder [17]. Inclinación acrecentada con las ideologías surgidas del racionalismo y la Ilustración. «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla» (Centesimus annus, 25) [18].

Stuart Mill, en su obra Sobre la libertad, consideraciones sobre un Gobierno representativo (1859), a pesar de su utilitarismo, no puede por menos que reconocer que: «La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por alguno de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contre el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar» [19].

La propensión del poder a crecer guarda relación directa con su extensión. La primera preocupación del poder es siempre a consolidarse y, por temor a ser derrocado, refuerza sus mecanismos de represión y control [20]. Frente a esto no bastan los límites intrínsecos, como la división de poderes [21], «sino que se necesitan límites extrínsecos sociales –entre ellos los que pone la Iglesia–, así como la conciencia de la libertad y la rebelión contra lo que llamaba La Boètie la servidumbre voluntaria» [22].

En este sentido es más efectiva la limitación de poder, que la presencia institucional de la Iglesia aseguró en la Edad Media, que la separación de poderes [23]. En cuanto a los límites extrínsecos hay otra observación que completa lo que queremos expresar: «Contra lo que se cree el Estado absoluto respeta instintivamente la sociedad mucho más que nuestro Estado democrático, más inteligente, pero con menos sentido de la responsabilidad histórica» [24].

En la senda de la desmesura avanzó la Segunda República española. Sus artífices trataron de renovar, desde arriba y con métodos revolucionarios, la forma de Estado, la cultura y, en general, el estilo de vida de la sociedad [25]. Incluso hablaron de impulsar, desde la inteligencia y el Estado, una «empresa de demolición» [26], contra aquélla.

Azaña, con la responsabilidad del Gobierno, preguntaba en las Cortes: «Independencia del Poder Judicial, ¿de qué?».

Gil Robles: «¡De las intromisiones del Gobierno!».

Azaña: «Pues yo no creo en la independencia del Poder Judicial». Gil Robles: «Pero lo impone la Constitución».

Aquél concluyó: «¡Que imponga lo que quiera la Constitución! [...] El régimen tiene que arrepentirse de su generosidad en sus primeros momentos» [27]. La Segunda República tampoco fue más allá en el respeto a los límites externos, con la promulgación de la Ley de Defensa de la República (21 octubre 1931) y la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas (2 junio 1933).

En la actualidad, las denominadas «democracias avanzadas» (cfr. Preámbulo de la Constitución) encierran un peligro de exceso de protagonismo. Sus abultados presupuestos y dispersos tentáculos burocráticos asfixian la autonomía de las entidades intermedias, imposibilitan su independencia. Se resienten del intervencionismo los partidos políticos y los sindicatos, pero incluso no escapan de él la familia, la escuela, o las instituciones religiosas. El control de los medios de comunicación es particularmente nocivo, por su importancia «en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma» [28]. «El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos» [29]. Esto ocurrirá, en función de su fundamento antropológico, «cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales». Mas es ésta una verdad que la sociedad debe alcanzar por sí misma [30].

Los rasgos anteriores describen el Estado asistencial [31], providencia, y más aún el Estado Minotauro (Bertrand de Jouvenel), que devora la creatividad del hombre. En último término su aspiración es la de transformar la naturaleza de éste en la de un ser gregario, sin conciencia. El Estado decide sobre el bien moral [32]. A cambio de esta expropiación ofrece la promesa –utópica– de la felicidad [33], la ilusoria pretensión de «construir el paraíso en este mundo» [34].

          2.2.    La labor compensadora de la religión

La religiones comparten la convicción de que ninguna autoridad humana tiene poder absoluto sobre el hombre [35]. El Estado «no gobierna hombres sino que administra asuntos», los negocios públicos del país [36]. Se establece así un límite al poder político, razón de ser del Derecho público y de la laicidad [37]. Un esquema en que es factible la vida privada, un espacio para la libre iniciativa.

La funcionalidad de la religión, como factor de equilibrio, está en relación directa con su independencia (universalidad) y consistencia (coherencia y estructuración) [38]. El peso de las premisas e historia de cada religión son determinantes. El Islam, como las Iglesias ortodoxas y protestantes del Pueblo o establecidas, muy dependientes de estructuras temporales, tienen una capacidad de oposición y contraste mermado. En el caso del Islam estamos ante una religión que absorbe todos los ámbitos de la vida [39]. Es difícilmente compatible con la laicidad [40], pues, de hecho, en sus orígenes, no convivió con ninguna organización política [41]. Directamente la suplió y creó sus propias estructuras mundanas. A éstas las alejan de la democracia la rigidez y el condicionante religioso [42]. También el haberse servido de la violencia para su expansión. Aun así no puede excluirse que alguna de las modulaciones del Islam, fruto de su difusión, sea porosa a la libertad [43].

La influencia del Islam desborda su ámbito geográfico originario. Su activismo, con tintes de animadversión a Occidente, ha encontrado aliados en Europa. En España alguna comunidad autónoma, como la catalana, mantiene relaciones con sus representantes. El objetivo es el apoyo mutuo en aspectos culturales y de integración social. Sin embargo, persiste la incógnita de su papel al servicio de la sociedad civil y frente al poder.

El empeño constante del Cristianismo es preservar la dignidad y dimensión trascendente de la persona [44]. La Encíclica Sollicitudo rei socialis invitaba a las Iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo «a ofrecer el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios» [45].

Es preciso deshacer un malentendido surgido con la Modernidad. A ésta su conexión con la secularización le aleja de la religión [46]. La Modernidad se opone al Cristianismo en tanto, más allá de una mera transformación de la herencia cristiana, establece un nuevo paradigma. Frente a la condición de criatura, afirma la absoluta libertad y autonomía del hombre [47]. En este sentido resulta comprensible y acertada la frase de Chesterton: «Pudiéramos decir que el mundo moderno está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas» [48]. Consecuencia de estos postulados y de su materialización sangrienta, durante la Revolución francesa (1789-1801) [49], hubo un divorcio Iglesia-Modernidad que tuvo un repercusión política duradera.

Sin embargo, hay que distinguir, con Ratzinger, aquella Ilustración de la que se produjo en Norteamérica. Allí la sociedad preservó sus valores religiosos y la organización política, en la primera enmienda, se comprometió a respetarlos. «De esta manera, la esfera religiosa adquiría un significativo peso público, se constituía en fuerza pre-política y supra-política, potencialmente determinante para la vida política» [50]. En España se dieron ambas interpretaciones de la Modernidad y el liberalismo. Una incompatible con un fenómeno religioso operante en la sociedad y otra conciliable con él [51].

Tocqueville fue consciente de la labor coadyuvante del Cristianismo en la construcción de una sana democracia. «El cristianismo, aun cuando exige la obediencia pasiva en materia de dogma, es, no obstante, de todas las doctrinas religiosas, la más favorable a la libertad, porque no se dirige nunca más que a la conciencia y al corazón de los que quiere someter. No hay religión que haya desdeñado tanto el empleo de la fuerza material como la religión de Jesús» [52]. «El cristianismo [...] dado el principio de la libertad –“la verdad os hará libres”– y la igualdad de todos los hombres ante Dios, favorece, si no la impulsa, la tendencia al estado democrático de la sociedad» [53]. Y, «entre las diferentes doctrinas cristianas, el catolicismo me parece una de las menos contrarias al nivelamiento de condiciones» [54].

El tronco común cristiano, por avatares de la historia, se desgaja en varias ramas. La Iglesia ortodoxa viene condicionada por el cesaro-papismo que envolvió sus orígenes [55]. En cuanto al Protestantismo se configura al tiempo que los Estados nación reivindican su soberanía y queda afectado por la vocación intervencionista de éstos. En la Paz de Augsburgo (1555) subyace el principio: cuius regio eius est religio [56]. El regalismo expresa la misma propensión respecto a la Iglesia católica. «Pero una cosa es la tendencia y otra es la total absorción de la Iglesia en la estructura del poder civil, como acaeció en los sistemas de Iglesia de Estado que nacieron en los países donde triunfó la reforma protestante» [57]. La experiencia de la Iglesia luterana de Alemania, durante el nazismo, es ilustrativo del tributo que, en pérdida de libertad para el desempeño de su misión, hubo que pagar. La corriente de los «Cristianos alemanes» se sometió a los postulados del Partido Nacional Socialista desde 1930. «Su lema era: “Una nación, una Raza, un Führer”. Su proclama: “Alemania es nuestra misión, Cristo nuestra fuerza”. El estatuto de la Iglesia se modeló según el del partido Nazi, incluido el denominado “párrafo ario” que impedía la ordenación de pastores que no fueran de “raza pura” y dictaba restricciones para el acceso al bautismo de quien no poseyera buenos antecedentes de sangre» [58]. Ratzinger explicaba cómo, la concepción luterana de un cristianismo nacional, germánico y anti-latino, ofreció a Hitler un buen punto de partida, paralelo a la tradición de una Iglesia de Estado y del fuerte énfasis puesto en la obediencia debida a la autoridad política. En la Iglesia católica, los fieles hallaron más facilidades para resistir a las doctrinas nazis [59]. Los Deutschen Christen en las elecciones eclesiásticas de julio de 1933 «obtenían el 75% de los sufragios de parte de los mismos protestantes que, a diferencia de los católicos, en las elecciones políticas habían asegurado la mayoría parlamentaria al NSDAP (el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes)» [60].

El Catolicismo conserva su consistencia merced, en buena medida, a la independencia que le otorga el Papado [61]. La encíclica Mit brennender Sorge (1937), fija la postura católica: «Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta» (n. 12). En conclusión, «el problema de la democracia [del poder en general] en relación con el cristianismo surge cuando de la democracia se hace una religión [...]. Pues una religión siempre hará lo posible para que se olviden los dioses antiguos» [62].

3.       La configuración del ideal democrático en la historia

          3.1.    Primeros pasos

La democracia se mantiene a lo largo del tiempo como aspiración. Existe, no obstante, una separación entre su versión clásica, centrada en la participación de los ciudadanos en la cosa pública, y la moderna, también llamada «democracia liberal» [63], en que predomina el Estado de Derecho. Esta fase del constitucionalismo se inaugura con la Constitución de los EE.UU. (1787) y sus diez primeras enmiendas (1791). La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) establece, en su artículo 16, como bases de un sistema político (democrático), la protección de los derechos y la división de poderes. En la democracia griega observamos una racionalización del poder. Confluye, de un lado, la hipótesis contrastada de un orden implícito en base al cual el hombre puede convivir [64] y, de otro, la corresponsabilidad en la administración de la cosa común. Ante la exposición de las diversas opciones se debe respaldar, con el voto de la mayoría, la mejor argumentada, dado que el hombre es un animal racional (dotado de logos) [65]. Este detalle –una aproximación, entre todos, a la mejor solución–, nos permite apreciar hasta qué punto la democracia se aleja del relativismo-permisivo [66].

Dos asuntos empañan la democracia clásica. La exclusión de los esclavos, despojados de su condición humana. Ser ciudadano es una construcción excluyente y artificial –deja fuera a esclavos, mujeres, niños y «metecos»– [67]. Falta el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos que le son propios, como algo anterior al Estado [68].

Segundo punto. A pesar de las instituciones democráticas, se condena a Sócrates a muerte. La persona, su integridad y respeto, está en función de los intereses de la polis (colectivismo). En los buenos tiempos de Grecia y de Roma «no se concedía a la persona libertad para vivir por sí y para sí. El Estado tenía derecho a la totalidad de su existencia» [69]. La idea aparece repetidamente en La Política de Aristóteles. Según su lógica, compartida por La República de Platón, es absurdo pensar que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino que todos pertenecen a la ciudad, puesto que cada uno es una parte de ella, y el cuidado de la parte debe naturalmente orientarse al cuidado del todo» [70].

«Aunque fue un patriota y un hombre de profundas convicciones religiosas, Sócrates sufrió sin embargo la desconfianza de muchos de sus contemporáneos, a los que les disgustaba su actitud hacia el Estado ateniense y la religión establecida. Fue acusado en el 399 a.C. de despreciar a los dioses del Estado y de introducir nuevas deidades, una referencia al daemonion, o voz interior mística, a la que Sócrates aludía a menudo. También fue acusado de corromper la moral de la juventud, alejándola de los principios de la democracia y se le confundió con los sofistas, tal vez a consecuencia de la caricatura que realizó de él el poeta cómico Aristófanes» [71].

          3.2.    Los nuevos horizontes de la democracia

En la historia de las ideas se distinguen dos fases en la maduración y desarrollo de la democracia. Aquella marcada por la irrupción del Cristianismo, y la caracterizada por las revoluciones burguesas. Analizamos cada una de ellas.

El Cristianismo irrumpe en la historia, ante una organización política fuerte y exitosa: el Imperio romano, y funda un nuevo equilibro. No compite con aquellas estructuras, fomenta otra ciudadanía más alta [72]. Sus principios morales no son particulares (de pars-partis) ni privados, sino personales, con una vocación universal –transcultural– de promoción humana. A esto se refieren algunas expresiones metafóricas que emplea el Evangelio: levadura, sal, luz. Otra cosa sería aislarse del mundo (des-encarnarse). La realidad social y cultural, de otro lado, tiene su legítima autonomía [73]. El ideal del Cristianismo pide de la religión que sea religión, sin contaminaciones, y que la organización política retenga su responsabilidad y actúe desde su relativa independencia [74]. Ambas confluyen, dada la condición religiosa [75] y social del hombre, en procurar su bien completo.

En contraste con el pensamiento griego, vemos que el Cristianismo se hace incompatible con una utilización de la persona, así como con la transformación del poder civil en religioso. Defiende, como básico, el valor de la vida, la dignidad de la persona (muy unida a la autodeterminación de la conciencia) y la familia, como contexto humanizador. Éstos siguen siendo los principios no negociables en política: «la tutela de la vida humana en todas sus fases [...] y la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, ensombreciendo su carácter peculiar y su insustituible papel social» [76].

El Cristianismo conquista una esfera de libertad –para adherirse a la verdad– que caracteriza la historia de Occidente [77]. «Cristianizada, a Europa tenha sido palco de uma prematura e relativa separação das ordens cósmica, cultural e social, processo atravessado, porém, por uma permanente tensão entre a transcendência e o mundo» [78]. También humaniza la democracia, la encauza hacia el bien común. Con ello le da su fundamentación teórica más acabada.

El Cristianismo no busca el poder o su alianza. Su falta de ambición política contrasta con la ideología. «Los escritores franceses que construyeron los fundamentos del socialismo moderno sabían, sin lugar a dudas, que sus ideas sólo podían llevarse a la práctica mediante un fuerte Gobierno dictatorial. Para ellos el socialismo significaba [...] la imposición de un “poder espiritual” coercitivo» [79]. Asimismo, el Cristianismo se distancia del Islam. La clave del mundo mejor que aspira a construir está en la transformación del corazón del hombre a quien ofrece un ideal [80]. El cambio de actitud construye el Reino de Dios cuya culminación trasciende los límites espacio-temporales [81]. El modelo cristiano es el mártir no el verdugo [82]. La Carta a Diogneto (siglo II) describe la implicación y el ascenso moral de la primera comunidad cristiana.

Otro momento, el definitivo, en la consolidación de la democracia es el de las revoluciones burguesas. Se trata de dar acceso, en los cargos de responsabilidad, a nuevos sectores pujantes. Para ello había que vencer un orden estático. No es sólo una revolución política. También afecta a la cultura: reivindicación de la razón y de grandes principios, promocionados por una clase intelectual –o ilustrada– exigua, mas influyente (por la imprenta, el periódico, la generalización de la enseñanza, las Academias e instituciones científicas, los discursos políticos...). Se cae en el abstractismo de la Razón, la Humanidad, la Libertad, la Igualdad, lo Público, la Beneficencia, etc.

Hay un peligro que asoma en Rousseau. Éste es uno de los pensadores más determinantes, tanto en la política cuanto en la educación, desde la Revolución francesa. La soberanía, el poder sin ninguna traba, que según la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano «reside esencialmente en la Nación» (art. 3) [83], se ejerce a través de la voluntad general, cuya expresión es la ley. Es un esquema inflexible que justifica la imperatividad –y fuerza coactiva– del Derecho [84].

Ahora bien, cuál es el contenido de la voluntad general. Ésta debe recoger lo que le conviene al pueblo aunque éste no siempre sea consciente de ello. Como se observa, en esta construcción del Contrato social, se da pie a la manipulación y a la imposición de consignas (empresas colectivas nacionalistas, sociales, raciales, religiosas, etc.), en ocasiones, de gran costo humano.

Rousseau cae en otro exceso. Al crear y patrocinar la religión civil da a entender que lo político puede cubrir todo el espectro de lo humano (al menos lo que tiene relevancia social o pública) [85]. Aquélla garantiza las virtudes y hábitos de lealtad y obediencia necesarias para mantener la paz social [86]. Tal es la coartada de una enseñanza oficial impuesta por el poder. ¿Cabe en este esquema una participación genuina de la sociedad? ¿Existiría libertad sin la protección del principio de subsidiariedad, frente a la incontinencia congénita del poder? Nos asomamos de nuevo al colectivismo.

Una fase de crisis aguda del sistema liberal-democrático se produce al final del siglo XIX y comienzos del XX. Todo se tambalea: anarquismo, revolución industrial y social, estrechez económica, Gran guerra, etc. El prestigio de los sistemas liberal-democráticos vive horas bajas. No son operativos (inestables y débiles) y la sociedad queda desatendida. De resultas de esta situación, el «Estado social» deviene más intervencionista. Para salir de la posguerra y de la crisis económica y social, acepta argumentos e iniciativas de sus enemigos.

Inicialmente la idea que late en la democracia es la de libertad, como participación, luego, a partir del siglo XVIII, se añaden los derechos individuales [87]. A lo largo del siglo XIX se superpone un objetivo igualitario que entra en tensión con los anteriores por su tinte colectivista. La igualdad transmite seguridad a costa de adormecer la iniciativa y responsabilidad personal. Se pasa de la libertad frente a la coacción, para desarrollar el propio proyecto personal, a la libertad frente a la indigencia, para garantizar un nivel de ingresos o de bienestar material [88]. De forma espontánea o inducida, por fuertes movimientos organizados, la masa se moviliza. Surgen los regímenes autoritarios o totalitarios. Hitler fue elegido, y asumió los plenos poderes, en virtud de la Constitución de Weimar de 1919.

4.       Limitaciones y riesgos de la democracia

          4.1.    Prestigio y límites de la democracia

La democracia ha tenido éxito. Decía Ortega que «jamás institución alguna ha creado en la historia Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo XIX» [89]. Con el paso del tiempo, la democracia se ha erigido como la única alternativa viable tras las experiencias traumáticas de los totalitarismos del siglo XX [90]. Su prestigio se refleja en que se adopta como modelo en numerosas Constituciones. Además, se ve favorecida por las cada vez más influyentes instancias supranacionales (Consejo de Europa, UE, ONU, etc.). En el Preámbulo del frustrado Tratado constitucional de la Unión Europea (2003) se citaba a Tucídides: «nuestra Constitución... se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría» [91].

Incluso los ataques a su modo de proceder se han camuflado. Éste es el caso del denominado «centralismo democrático», mecanismo de dirigismo típico del Partido comunista, también del sintagma «democracias populares». Con ellas se quería aparentar, tras los Acuerdos de Yalta (1945), la unidad de un bloque democrático, vencedor de la guerra. Más la realidad era la sumisión de gentes y pueblos al régimen imperialista y represivo de la Unión Soviética.

Con todo y con ello la falta de contención puede malograr la democracia. Su espíritu, en beneficio de la persona, se traicionaría. En su lugar, aparecerían el dirigismo, el relativismo y la consiguiente corrosión de lo humano.

En la democracia, como ejercicio ordenado del poder, habría que distinguir lo adjetivo o formal, el procedimiento para adoptar las decisiones, de la sustancia o justicia intrínseca de lo mandado. Sobre esto la última palabra la tiene el Derecho natural, como expresión de lo acorde a la condición humana [92]. A los valores supra-normativos alude el artículo 1 de nuestra Constitución: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Concretamente, «la justicia o es algo objetivo o no es nada» [93]. Ortega y Gasset advertía, que la democracia es un mecanismo de atribución y ejercicio del poder civil. Es, añadía aquél, «pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias» [94].

La legitimidad de la democracia es limitada e instrumental, para abordar la gestión de la cosa pública, y deriva tanto del apoyo popular cuanto de la racionalidad del propio mecanismo [95]. Es decir, de la participación en el nombramiento de los cargos de gobierno y en la adopción de las decisiones, por los órganos parlamentarios, tras su discusión abierta. La idea la completa Pacem in terris. La encíclica pone el énfasis en que la autoridad siempre es de orden moral, pues, a esta categoría se atiene el comportamiento bien ordenado. También, en su ámbito competencial, las medidas democráticas deben respetar el sentido común y la naturaleza de los asuntos humanos [96]. Aunque parece que las relaciones existentes entre los individuos y entre los pueblos «no pudieran regirse más que por la fuerza. Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rm 2, 15)» [97]. Es una constatación que no depende de tener una u otra fe, pertenece a la dimensión moral de toda persona. En consecuencia, «una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana» [98]. La democracia se degrada cuando se desliza por esta pendiente y renuncia a un sustrato moral.

          4.2.    Las patologías propias de la democracia: el plebeyismo

La democracia mantiene su funcionalidad siempre que respete el propósito para el que se concibió y que no lo altere o vicie (extralimitación). Ortega comentaba que «la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento o el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad» [99]. ¿No se apunta aquí directamente a la pretensión de establecer una moral democrática?, es decir, a que la democracia pase a ser lo sustancial y modele, según sus criterios, la vida humana en su integridad. Sería un dislate aplicar la lógica democrática –con carácter imperativo– para que rigiese a la familia. Pero no lo sería menos, como ha pretendido John Dewey, en su obra Democracia y educación, democratizar la escuela [100], o el hospital, según una práctica seguida durante la Guerra civil española [101], o el Ejército [102]. El coste de tal actitud es empobrecer el tejido social buscando una uniformidad –que paradójicamente puede revestir la apariencia de «pluralismo» inducido– dependiente del poder [103].

La democracia no está exenta de corrupción ni es antídoto de todos los abusos o vicios del poder. Hemos visto lo que, en razón de su plebeyismo [104], Ortega llamó democracia morbosa. También denunció el hiper-democratismo [105], o irrupción de la muchedumbre en las funciones de gobierno, por materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Ésta era una de las degeneraciones de la democracia previstas por el pensamiento clásico. Platón hablaba de un gobierno del vientre y Aristóteles de la demagogia [106].

          4.3.    El despotismo blando, según Tocqueville

Ahora pretendemos focalizar la atención en el exceso más característico de la democracia, como forma de gobierno, y en su génesis. El poder propicia una viciosa relación con los ciudadanos, en orden a que ellos mismos consientan en renunciar a sus responsabilidades. Se crea así una dictadura bajo apariencias e instituciones democráticas. Tocqueville se refirió, en De la Democracia en América (1835/1840), al despotismo blando (le doux despotisme) [107].

«Pienso que la especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá a nada de lo que la ha precedido en el mundo [...]. Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma [...]. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos gocen con tal de que sólo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir?» [108]. El efecto del reglamentarismo no es el de destruir las voluntades, sino el de ablandarlas, doblegarlas y dirigirlas.

Una reflexión similar, tras la experiencia totalitaria, se halla en la obra de Bertrand de Jouvenel [109]. Tal despotismo acecha a cualquier democracia [110]. Consiste en tratar de anestesiar a la opinión pública, con ventajas a corto plazo y de tipo material: «cuando la afición a los goces materiales se desarrolla en uno de esos pueblos [democráticos] más rápidamente que la cultura y que los hábitos de la libertad, llega un momento en que los hombres son como arrastrados fuera de sí mismos a la vista de esos nuevos bienes que están a punto de alcanzar» [111]. Cegados por esta imagen pierden la idea de conjunto: la sensibilidad hacia los demás, la jerarquía de valores. En consecuencia, los abandonan [112].

A falta de tensión espiritual, de compromiso con la libertad, y sin una vida virtuosa, cómo puede ir bien lo público [113]. Esto se cumple allí donde, institucionalmente, se da la espalda a la verdad y la justicia. Fijémonos en el socialismo real y su colapso. El nivel de odio y rencor (en los verdugos y sus víctimas) provocó el desfondamiento espiritual. Incluso sus artífices y directos responsables perdieron la fe en sí mismos [114]. La reconstrucción de los países sometidos al socialismo real tiene, pues, la prioridad de colmar el déficit de confianza. Mas el rearme no es sólo allí necesario. Si disminuye «la tensión moral y la firmeza consciente en dar testimonio de la verdad» [115], se mantiene el peligro de que afloren las peores pasiones. «En el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones» [116]. La fachada democrática –elecciones, órganos y mecanismos de discusión y control– puede subsistir, pero es ineficaz de cara a promocionar la justicia. Incluso podría servir de coartada para su mayor escarnecimiento. Es lo que sucede con la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento, cuando «se trata de un exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera» [117].

En esto no convence la tesis de Kant, en su opúsculo Sobre la paz perpetua (1795). Él argumentaba que también un pueblo de demonios –de gentes carentes de cualquier escrúpulo– [118], con tal de que fuese inteligente, estaría interesado en el Estado de Derecho, como construcción estable. Aquí lo relevante es el interés iluminado [119]. Mas las utopías ideológicas de la modernidad (siglo XVIII-XX) pecaron de ingenuidad o simplismo. El materialismo, fruto de la seducción por una abundancia de confort y bienes de consumo, ha lastrado su visión de las cosas.

          4.4.    El fundamentalismo democrático. Sus raíces

Un primer riesgo de la democracia es el abstractismo, típico de la ideología [120]. Lo vimos despuntar en Rousseau. Con el prima el uniformismo que no la unidad [121]. ¿Dónde está la legitimidad de tantas instancias oscuras y etéreas, nacionales, europeas o internacionales, qué apoyo o respaldo social las sostiene? [122] La política es una ciencia de lo práctico y concreto. Por eso, Solón, el sabio griego, no pudo responder a la pregunta por la mejor Constitución [123]. ¿Pueden las mismas fórmulas ser de utilidad para todos los países y en cualquier momento? La sentencia de la supresión de los crucifijos, en las escuelas italianas, prueba lo difícil de acertar desde axiomas ideológicos no matizados [124].

Peor es la tendencia de las democracias occidentales al fundamentalismo. Se ha equiparado éste con el totalitarismo, en su denominador común de creerse «en el derecho e incluso en el deber sagrado de imponer sus convicciones, de imponer su verdad a los demás» [125]), de apoderarse íntegramente de la persona y asfixiar a la sociedad. Incurren en totalitarismo los políticos que «quieren ahormar coactivamente los sentimientos, los intereses, las posiciones individuales y familiares de sus conciudadanos» [126]. Es una actitud, la de exigir una «cultura», que se repite en la historia y dentro de diversas estructuras políticas [127]. Lo peculiar es que ahora la intervención se reviste de ampliación de «derechos» [128]. Más ocurre que se contraviene su espíritu.

La democracia, aupada en su superioridad, usurpa la categoría de bien absoluto sin que someta a nada sus pretensiones. Tampoco a las exigencias de la persona, siendo así que «los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inalienables del hombre» [129] (cfr. art. 10.1 de la Constitución). Cuando la democracia se infla olvida la enseñanza de San Agustín: «Sin la justicia, pues, ¿qué son los reinos, sino inmensas cuevas de bandidos?» [130].

En los albores del pensamiento político moderno se fueron incubando los gérmenes del totalitarismo, una aversión a respetar las cosas en su objetividad. Para Hobbes: «El DERECHO NATURAL, que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad de cada hombre tiene de usar su propio poder» [131]. Spinoza [132], en su Tratado Teológico-Político, entiende «por derecho e institución de la naturaleza [...] las reglas de la naturaleza de cada individuo, según las cuales concebimos que cada ser está naturalmente determinado a existir y a obrar de una forma precisa [...]» [133]. El derecho de la naturaleza ampara todo aquello que puede cada ser: «hasta donde llega su poder» [134]. En esto no hay diferencia entre los hombres –dotados o no de razón o conocimiento– y los demás individuos de la naturaleza [135]. La tendencia es a utilizar los propios recursos para imponerse y obtener ventajas, sin respetar los derechos de los demás. Un planteamiento de este género –se tiene derecho a aquello que se cree útil o apetece [136]– propicia la prepotencia política y un hombre preso de su egoísmo [137].

Inserto en esta línea de pensamiento [138], la política en España aspira a establece el modelo de nuevo ciudadano [139]. En consecuencia, regula la cultura o «imaginario colectivo»: «memoria histórica», tipo de familia (o su supresión) [140], escuela, medios de comunicación («normalización lingüística»), etc. La Fundación pública Pluralismo y Convivencia se ha comprometido a «“implementar una estrategia de inclusión de la pluralidad religiosa realmente existente que hay en el Estado español”, y al tiempo romper con la dinámica que asocia lo español con lo católico» [141]. No se escapa a la autoridad civil ninguna vertiente de la vida, pública o privada: sexualidad, ocio, ciencia, economía, «moral común» [142]. Incluso se define la misma vida, se determina cuándo es humana (excluyendo al no nacido, mas incorporando al «Gran simio») y su «calidad».

El comienzo de tal estado de cosas tiene su fecha simbólica en 1968. Entonces «se radicalizan los movimientos radicales» y pasan al primer plano de la política [143]. Ésta interviene intensamente en la cultural. La inconsistente revolución de 1968 pesa hoy en Europa más que la caída del muro de Berlín [144]. Con ella triunfó, frente a un orden social en jaque permanente, la reafirmación individualista, la discriminación positiva y la política de cuotas. El marco de convivencia se cuartea entre el despotismo y la anomia [145]. Los principios de la revolución arrancan de la teoría marxista de alienación. Marcuse sitúa su foco en la juventud, como clase oprimida y reprimida, en sentido freudiano. Se moviliza a los universitarios a la rebeldía o no dominación [146] contra la hipocresía de una sociedad que no garantiza sus aspiraciones.

José Mª Martí en unav.edu/

Notas:

1     Destacamos: Democracia liberal e religião, J. C. Espada (coor.), Universidade Católica Editora, Lisboa 2007; AA.VV., Chiese cristiane, pluralismo religioso e democrazia liberale in Europa, Il Mulino, Bologna 2006; y el número monográfico «L’Eglise Dans la démocratie», en Revue de Droit canonique, 41/1 (1999).

2     Sobre la interconexión de los tres conceptos, cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, p. 1110; y C. CARDIA, «Laicità, diritti umani, cultura relativista», en Stato, chiese e pluralismo confessionale. Revista telemática. www.statoechiese.it, novembre 2009, p. 1.

3     F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», en XI Congreso Católicos y Vida Pública, pendiente de publicación.

4     Se toma esta clasificación de Valadier, cfr. M. METZGER, «Les leçons de la tradition», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 9.

5     Cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», en Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), pp. 44-45.

6     En general, cfr. G. WEIGEL, «O Catolicismo, a Democracia e a Época de João Paulo II», en Democracia liberal e religião, pp. 208 y ss. Sobre los desencuentros institucionales, también cfr. M. BRAGA DA CRUZ, «A igreja e o Estado Democrático», en ibíd., pp. 148 y ss.

7     Cfr. G. BUENO, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen, Temas de Hoy, Madrid 2010, pp. 14 y 159-160.

8     Según Baubérot, este fenómeno aparece hoy, cuando la democracia adopta el populismo y, enlugar de abrirse a los valores del hombre, se repliega hacia lo superficial y convierte la política en mercancía. Cfr. R. HEYER, «Éditorial», Revue de Droit canonique, 49/1 (1999), p. 6.

9     G. BUENO, El fundamentalismo democrático, p. 11.

10      Cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna», en Iustel.com, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, 11, mayo 2006; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe. Essai sur la sécularisation des sociétés européennes aux XIXe XXe siècles (1789-1998), Seuil, Paris 1998, p. 40.

11      Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad: en torno a los fundamentos pre-políticos de nuestros regímenes democráticos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo I, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 721 y ss., y 736-754.

12      Según el intervencionismo estatal es mayor el consenso es más difícil. Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, trad. J. Vergara, Alianza, Madrid 2007, pp. 92 y ss.

13      Que haga la convivencia humana, cfr. A. OLLERO, Un Estado laico. La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Aranzadi-Thomson Reuters, Madrid 2009, p. 73.

14      Cfr. Caritas in veritate, 7.

15      Cfr. Centesimus annus, 29.1 y 25.

16      S. FERRARI, «Diritto e religione nello Stato laico: Islam e laicità», en Lo Stato secularizzato nell’età post-secolare, G. E. Rusconi (a cura di), Il Molino, Bologna 2008, p. 323.

17      Más acuciante cuando los recursos técnicos hacen más eficaz el poder, en términos de extensión e intensidad. Recuérdese en España el caso del Sistema SITEL para el control de las líneas de comunicación privada. En general, cfr. J. MIRÓ I ARDEVOL, «Los nuevos totalitarismos», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1105-1106.

18      Además, cfr. LIBERTAD DIGITAL Y ESRADIO, 10 cosas que no se pueden decir en España, Ciudadela, Madrid 2010, pp. 69 y ss.

19      Citado en J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, El País, Madrid 2002, p. 29.

20      Sobre la naturaleza expansiva del poder, puesto que va acompañado del temor, cfr. F. J. SHEED, Society and sanity, Image Books, Garden City, New York 1965, pp. 169-170.

21      Dice el artículo 16 de la Declaración sobre derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que «toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de los poderes establecida no tiene Constitución».

22      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, 2ª ed., Unión Editorial, Madrid 2006, p. 322. Era lo previsto por Tocqueville sobre el espíritu de libertad.

23      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 251.

24      J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 162, nota al pie. Además, cfr. R. MINNERATH, «La démocratie dans la vision de l’Église catholique», p. 44; A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 368-369; y T. E. WOODS, Por qué el Estado sí es el problema, trad. I. Azurmendi Muñoa, Ciudadela, Madrid 2008, pp. 342-346.

25      Azaña, Jefe del Gobierno, en la legislatura constituyente y segundo Presidente de la República, se inspirará en la III República francesa para culminar el proyecto liberal doceañista literario-político, conectando con los «gruesos batallones populares» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo» [20 noviembre 1930], en J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, Ciudadela Libros, Madrid 2006). Asimismo, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, Libroslibres, Madrid 2007, pp. 95-100.

26      «La obligación de la inteligencia, constituida, digámoslo así, en vasta empresa de demoliciones, consiste en buscar brazos donde los hay: brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto, elevado a la tercera potencia a fuerza de injusticias. A este hombre debe ir el celo caluroso de la inteligencia, aplicada a crear un nuevo tipo social» (M. AZAÑA, «Tres generaciones en el Ateneo», p. 257). Además, cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, pp. 136-142.

27      Cit., J. C. GIRAUTA, La República de Azaña, p. 74.

28      Caritas in veritate, 73.

29      Caritas in veritate, 73.

30      Centesimus annus, 29.1.

31      Cfr. Centesimus annus, 48.3.

32      Su intervención en este campo le lleva al monopolio moral. Cfr. M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, trad. M. M. Leonetti, Encuentro, Madrid 2010, pp. 159-168.

33      Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1133-1146, particularmente, p. 1141.

34      Centesimus annus, 25.

35      Cfr. Encuentro sobre dignidad humana y libertad religiosa, A. de la Hera y R. Mª Martínez de Codes (coords.), Ministerio de Justicia, 2000.

36       INSTITUTO  SUPERIOR  DE  CIENCIAS  RELIGIOSAS  A  DISTANCIA  «SAN  AGUSTÍN»,  Doctrina  social  de   la Iglesia: Economía y Política, Madrid 1999, p. 189.

37      Cfr. P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, Almedina, Coimbra 2002, p. 39; y A. OLLERO, El Estado laico..., p. 72.

38      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 250.

39      Cfr. C. GUTIÉRREZ ESPADA, El Yihad: concepto, evolución y actualidad, Espigas, Murcia 2009, pp. 7 y ss.

40      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 241.

41      Cfr. A. RODRÍGUEZ DE LA PEÑA, «La laicidad ante el reto del Islam», en «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1524-1525; y F. CATROGA, Entre deuses e césares. Secularização, laicidade e religião civil, Almedina, Coimbra 2006, p. 22.

42      Cfr. L. SÁNCHEZ MOVELLÁN DE LA RIVA, «El divorcio jurídico político entre el Islam y las democracias occidentales», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, pp. 1579-1587; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 149-153.

43      Cfr. S. CATALÁ RUBIO, El derecho de libertad religiosa en el Gran Magreb, Comares, Granada 2010, pp. 6 y ss.

44      Cfr. Gaudium et spes, 76; y Centesimus annus, 46-47 y 55 in fine.

45      Centesimus annus, 61.

46      Cfr. Y. RUANO DE LA FUENTE, «Modernidad y secularización. El nuevo rostro de lo religioso», en Religión y política en la sociedad actual, A. Pérez-Agote y J. Santiago (eds.), Editorial Complutense-Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 2008, pp. 35 y ss. Además, cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 30; y M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 59.

47      Cfr. P. FLORES D’ARCAIS, «La cruzada de Benedicto XVI», en El País, 17 diciembre 2007.

48      G. K. CHESTERTON, Ortodoxia, F.C.E., México D.F. 1997, p. 54, cit. J. DAGNINO JIMÉNEZ, «G. K. Chesterton y la Europa de su tiempo», Revista Arbil, 61.

49      La Guerra de la Vandea (1793) costó la vida, principalmente por la represión posterior, a unas 120.000 personas. Cfr. «Los claroscuros de la Revolución Francesa: matanza de católicos y realistas», en ForumLibertas.com/La Vanguardia, 27 mayo 2009; y J. VILCHES, «Muerto arriba, muerto abajo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 17 marzo 2010. Asimismo, cfr. J. GARCÍA INZA, «Todas las religiones no son iguales», en Religión en Libertad, 19 enero 2010.

50      M. PERA y J. RATZINGER, Sin raíces, trad. B. Moreno Carrillo y P. Largo, Península, Barcelona 2006, p. 68. Además, cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», en Democracia liberal e religião, pp. 126 y ss.; J. Mª GONZÁLEZ DEL VALLE, «Evolución de la libertad religiosa en USA», en Estudios en homenaje al profesor Martínez Valls, Universidad de Alicante, 2000, pp. 277-284, principalmente pp. 279-280. Asimismo, cfr. A. FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, «Estado laico y libertad religiosa», en Revista de Estudios Políticos, Nueva época, 6 (1978), pp. 67-68.

51      Cfr. P. MOA, «Liberalismo y catolicismo», en Libertad Digital. Suplementos. Historia, 21 abril 2010.

52      A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. IX, p. 280.

53      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Asimismo, cfr. ibíd., p. 194.

54      Democracia en América, tomo II, trad. E. Nolla, Aguilar, Madrid 1989, segunda parte, cap. IX, p. 280.

55      Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., pp. 23-24; y R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., p. 38.

56      Cfr. F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 70.

57      A. MOTILLA, La Administración española en materia religiosa (1808-1977), Comares, Granada 2010, p. 6. En general, cfr. ibid., pp. 2 y ss.

58      V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, trad. S. Mª Ciminelli, C. Filipetto y J. Mª Furió, Planeta, Barcelona 1996, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.

59      Cfr. V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, cap. V, n. 34 Cristianos y nazis/2.

60      V. MESSORI, Leyendas negras de la Iglesia, n. 34 Cristianos y nazis/2.

61      Cfr. R. RÉMOND, Religion et société en Europe..., pp. 43-44.

62      D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 283.

63      Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública; y J. C. ESPADA, «Introdução», en Democracia liberal e religião, p. 9.

64      La idea también es compartida por la tradición cristiana, cfr. F. D’AGOSTINO, «Derechos humanos y ley natural», 8.

65      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 312.

66      Cfr. A. LLANO TORRES, «Democracia, abolición del yo y subsidiariedad...», pp. 726-730.

67      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 203-204.

68      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, pp. 309 y ss.

69      J. ORTEGA Y GASSET, «Socialización del hombre», en IDEM, El Espectador, selección G. Gómez  de la Serna, Biblioteca Básica Salvat de libros RTV, Madrid 1969, p. 187.

70      (1337 a), trad. J. Marías y Mª Araujo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1983, p. 149. Éste es un presupuesto de toda la obra. En su inicio se afirma: «la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» (1253 a) (ibíd., p. 4).

71      http://www.filosofia.net/materiales/rec/griega.htm(consulta: 17 septiembre 2010).

72      Cfr. Jornada de Familia y Vida 2007: «Sin embargo, nuestra ciudadanía está en el cielo (Flp 3, 20)». Nota de los Obispos de la Subcomisión para la Familia y la Defensa de la Vida. San Maximiliano de Tebesa (+295), compareció ante el Procónsul Dion, que quería reclutarlo para el Ejército. Entonces éste exigía la obediencia incondicional, también en el culto idolátrico. Por ello Maximiliano se negó alegando que sólo podía ser soldado de Cristo.

73      Cfr. Gaudium et spes, 36 y 39.

74      R. NAVARRO-VALLS, «Introducción», en Estado y Religión. Textos para una reflexión crítica, 2ª ed., Ariel, Barcelona 2003, pp. 10-11; y E. GOMES XAVIER, «A liberdade de religião e o cristianismo», en Forum Canonicum, IV,1.2 (2009), pp. 237-239.

75      Cfr. J. MARÍAS, Sobre el cristianismo, 2ª ed., Planeta, Barcelona 1998, pp. 17-18; y T. LUCKMANN, «Reflexiones sobre Religión y Moralidad», en El fenómeno religioso. Presencia de la religión y de la religiosidad en las sociedades avanzadas, E. Bericat Alastuey (coord.), Centro de Estudios Andaluces. Consejería de Presidencia, Sevilla 2008, p. 15.

76      «Hace falta que el personal político tenga esto presente siempre, abandonando a su vez una política demasiado politizada, para restituir a la misma profundidad ética» («Los valores no negociables, base del discernimiento político. El cardenal Bagnasco inaugura el Consejo Permanente de los obispos italianos», en Zenit.org, 11 marzo 2008 [http://www.zenit.org/article-26630?l=spanish]); y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 4 (2002). Además, cfr. C. CORRAL, «En pro de Europa: los principios innegociables de Benedicto XVI» [Post 14º], en Periodista Digital, 21 julio 2006. En general, cfr. J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Concepción cristiana de la vida y derecho», pendiente de publicación en el volumen homenaje a Rafael Navarro-Valls; IDEM, «Dignidad de la mujer y matrimonio», en Análisis Digital, 11 mayo 2010.

77      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 264.

78      F. CATROGA, Entre deuses e césares..., p. 25. Para el autor sólo en las áreas influidas por la civilización cristiana se han formado sociedades secularizadas (cfr. ibíd., pp. 21-22).

79      F. A. HAYEK, Camino de Servidumbre, p. 53. Cfr. Centesimus annus, 25; y J. Mª MARTÍ SÁNCHEZ, «Tribuna. A propósito del caso Garzón y la perversión ideológica», en Análisis Digital, 18 abril 2010.

80      Cfr. Centesimus annus, 51.

81      Cfr. Centesimus annus, 25.

82      «La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad» (BENEDICTO XVI, Homilía Santa misa crismal, 1 abril 2010).

83      Por Ley de 14 de junio de 1791, se prohibieron las asociaciones y organizaciones intermedias. Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, trad. Mª A. Barros Cabalar, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 172-173. En general, cfr. F. PRIETO, Historia de las ideas y de las formas políticas, III. Edad Moderna (2. La Ilustración), Unión Editorial, pp. 218-228.

84      «La ley es la expresión de la voluntad general [...]. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga» (art. 6 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano).

85      Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente: Reflexões sobre a Desinstitucionalizaçaõ da Religião», pp. 128-130.

86      Cfr. M. W. MCCONNELL, «Laïcité e Neutralidade Benevolente...», pp. 128 y ss.

87      Recuérdese la construcción de Constant contraponiendo la libertad de los antiguos a la de los modernos.

88       Cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 54.

89      J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, p. 193. Poco antes había defendido que «la forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de “acción directa”» (ibíd., p. 117).

90      Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia», en XI Congreso católicos y vida pública, pendiente de publicación.

91      Cfr. http://europa.eu/scadplus/european_convention/objectives_es.htm (consulta: 19 febrero 2010).

92      Cfr. J. FORNÉS, «Pluralismo y fundamentación ontológica del Derecho», en Persona y Derecho, 9 (1982), pp. 104-105. Allí se cita a J. HERVADA, «Derecho natural, democracia y cultura», en ibíd., 6 (1979), p. 199.

93      J. Mª VÁZQUEZ GARCÍA-PEÑUELA, «Constitución, pluralismo y dignidad humana: en torno a las cuestiones fundamentales del Derecho Eclesiástico español», en Il diritto ecclesiastico, II/1998, p. 440; asimismo, cfr. ibíd., pp. 439 y 444.

94      J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», en IDEM, El Espectador, p. 68.

95      Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 246; y cfr. S. PANIZO ORALLO, «Raíces cristianas de la democracia moderna».

96      Cfr. Centesimus annus, 37.1.

97      Pacem in terris, 4-5.

98      Pacem in terris, 34. La convivencia civil solamente es «congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad» (ibíd., 35).

99      J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 67. Asimismo, cfr. M. RAMÍREZ, «Sobre obispos y política», en ABC, 16 abril 2008, p. 3.

100       El autor entiende por democracia no un régimen de libertad, sino un medio para tener acceso a más posibilidades, a mayor poder. cfr. F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 55, nota 2. Una crítica en: J. SÁNCHEZ TORTOSA, «El mito de la escuela democrática», en Libertad Digital. Suplementos. Ideas, 6 octubre 2009.

101       AZAÑA relató en La velada de Benicarló (1937) que, en la zona republicana o roja, se produjo la colectivización de hospitales con asambleas de enfermos y enfermeros. Cfr. J. Mª MARCO, Azaña, una biografía, p. 293.

102       El procedimiento democrático no es apto para planificar con éxito «una campaña militar» (F. A. HAYEK, Camino de servidumbre, p. 97).

103       La libertad garantiza el pluralismo, «a pluralidade não se pode impor» (P. PULIDO ADRAGÃO, A liberdade religiosa e o Estado, p. 15).

104       «Toda interpretación soi-dissant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es totalmente plebeyismo» (J. ORTEGA Y GASSET, «Democracia morbosa», p. 69).

105       Cfr. J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, pp. 54-55.

106       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

107       Esta situación ha sido reconocida en la España actual. Cfr. Blog Pío MOA «Presente y Pasado», «¿Qué queda de la democracia en España?», en Libertad digital, 23 marzo 2010; y en todo Occidente, cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

108       A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, cuarta parte, cap. VI, pp. 370-371.

109       Cfr. A. ZEROLO DURÁN, «El Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel», p. 1139.

110       Cfr. O. VARA CRESPO, «Totalitarismo y democracia», pp. 1111-1113.

111       A. TOCQUEVILLE, Democracia en América, tomo II, segunda parte, cap. XVI, p. 180.

112       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 169. Asimismo, cfr. ibíd., p. 20. Además, cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, trad. D. Lerner, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 163-164; y A. R. RUBIO PLO, «Tocqueville y los ciudadanos individualistas», en IX Congreso Católicos y Vida Pública. «Dios en la vida pública. La propuesta cristiana», tomo II, CEU Ediciones, Madrid 2008, pp. 1147-1151.

113       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, pp. 169-170.

114       Cfr. M. MARYNOVYCH, «Los límites del poder en la democracia», en IX Católicos y Vida Pública, tomo I, pp. 666-667.

115        Centesimus annus, 27.1.

116       Spe salvi, 24.

117       JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, trad. B. Piotrowski, La esfera de los libros, Madrid 2005, p. 25.

118       Encarnado en el laicismo beligerante. Cfr. F. HADJADJ, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, 2010.

119       Con un sentido corrector, cfr. A. CORTINA, Un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid 1998, cap. 4; e IDEM, Alianza y contrato. Política, ética y religión, Trotta, Madrid 2001, p. 31.

120       Cfr. D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo, p. 280. Por contraposición al Cristianismo, que, según Redemptor hominis (13.3) y Centesimus annus (53), mira al hombre, a cada hombre.

121       Cfr. S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 138. Se subraya aquí cómo el bien común está abierto a cierta pluralidad de opciones y medios.

122        M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, pp. 166-167.

123       S. GREGG, La libertad en la encrucijada, p. 148.

124       Sentencia del Tribunal europeo de derechos humanos, caso Lautsi c. Italia de 3 de noviembre de 2009. Cfr. entrevista a F. J. Borreguero, «Somos políticamente cobardes», en Alfa y Omega, 25 marzo 2010, p. 27; y, en general, M. PERA, Por qué debemos considerarnos cristianos, p. 176.

125       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», en IX Congreso Católicos y Vida Pública, tomo II, p. 1097.

126       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.

127       M. OTERO NOVAS, «Nuevos totalitarismos. Presentación», p. 1097.

128       Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, pp. 55 y ss. Por ejemplo, «Aborto e ideología de género: dos resoluciones en el consejo de Europa. “La sexualidad humana es una actividad, no una identidad”», en Zenit.org, 25 enero 2010. La ampliación de derechos es el eje de la política de J. L. Rodríguez Zapatero. Cfr. «Diálogo sobre la laicidad. Entrevista de P. Flores d’Arcais a J. L. Rodríguez Zapatero», en MicroMega. Periodico settimanale, 2 marzo 2006, reproducido en www.psoe.es (consulta: 18 septiembre 2010).

129       Redemptor hominis, 17.7.

130       Ciudad de Dios, libro IV, cap. IV.4.

131       T. HOBBES, Leviatán, edición preparada por C. Moya y A. Escotado, Editora Nacional, 1980, cap. XIV, pp. 227-228. La potencia de una cosa es lo que nos da idea de su derecho natural. No existe otra pauta de comportamiento, una esencia previa. Cfr. http://www.uam.es/ra/sin/pensamiento/deleuze/espinoza.htm (consulta: 18 septiembre 2010).

132       Origen de los libertinos eruditos, «un movimiento decisivo para entender no ya el tránsito de la modernidad a la Ilustración, sino los entresijos y aporías de las sociedades actuales» (J. SÁNCHEZ TORTOSA, «Libertinismo erudito del s. XVII. El Pueblo o la voz de Dios», en Libertad Digital. Suplementos. Libros, 13 mayo 2010). También, en su aversión a la religión revelada, los libertinos son precursores del laicismo.

133       SPINOZA, Tratado teológico-político, trad. A. Domínguez, Alianza, Madrid 1986, cap. XVI. p. 331.

134       SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI. p. 332.

135       SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 332.

136       «El derecho natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder» (SPINOZA, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 331).

137       Cfr. Centesimus annus, 44. Mas la libertad no puede confundirse con el instinto del interés. Cfr. Redemptor hominis, 16.7.

138       En la Entrevista de Flores d’Arcais, Rodríguez Zapatero afirma: «La democracia exige un estado aconfesional y una cultura política basada en valores seculares [...] la idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución».

139       Dice el Preámbulo de la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación: «En lo que se refiere al currículo, una de las novedades de la Ley consiste en situar la preocupación por la educación para la ciudadanía en un lugar muy destacado del conjunto de las actividades educativas [...]. La nueva materia permitirá profundizar en algunos aspectos relativos a nuestra vida en común, contribuyendo a formar a los nuevos ciudadanos».

140       Cfr. Ley 25/2010, de 29 de julio, del libro segundo del Código civil de Cataluña, relativo a la persona y la familia, cuyo Preámbulo afirma: «Hoy predomina una mayor tolerancia hacia formas de vida y realización personal diferentes a las tradicionales. En una sociedad abierta, la configuración de los proyectos de vida de las personas y de las propias biografías vitales no puede venir condicionada por la prevalencia de un modelo de vida sobre otro, siempre y cuando la opción libremente escogida no entrañe daños a terceros. Éste es el principio del que parte el libro segundo en cuanto al reconocimiento de las modalidades de familia. Por ello, a diferencia del Código de familia, el presente libro acoge las relaciones familiares basadas en formas de convivencia diferentes a la matrimonial, como las familias formadas por un progenitor sólo con sus descendientes, la convivencia en pareja estable y las relaciones convivenciales de ayuda mutua. La nueva regulación acoge también la familia homoparental, salvando las diferencias impuestas por la naturaleza de las cosas».

141       Informe La presencia de las minorías religiosas en las series de ficción nacional (2010), redactado por Fernández Casadevante y Ramos Pérez. Además, la Fundación «está trabajando con varias productoras y equipos de guionistas para conseguir que haya más personajes de otras religiones en los productos televisivos. También persigue que algunas escenas –bodas, presentaciones de niños, entierros...– no tengan como única referencia la de una parroquia católica» («Minorías religiosas en las series de TV», en Público, 10 mayo 2010, p. 54).

142       Sobre su alcance legítimo, reflejo del sentir común, y abusivo, marco de valores impuesto, cfr. R. PALOMINO, «Laicidad, laicismo, ética pública», pp. 72-75.

143       Cfr. J. Mª MARCO, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid 2007, pp. 15-17; 55-61; 318-319; A. GÓMEZ CORONA, «Partitocracia. Derechos 2.0», en Libertad Digital, 24 marzo 2010; y D. NEGRO, Lo que Europa debe al Cristianismo,pp. 137-138. Sobre el 68, cfr. Persona y Derecho.

144       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

145       Cfr. C. VANNESTE, «Regenerar la democracia».

146       Cfr. P. E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, pp. 81-111 y 115-116.

Krzysztof  Gryz

3.       La libertad humana en el desarrollo de la vida de gracia

a)       La cooperación con la gracia

Es obvio que, por razones del específico planteamiento de la vida espiritual que hace san Juan de la Cruz en su obra, en ningún momento se dirige a analizar la  cooperación del hombre con la gracia en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya santificado, en el cual Dios está presente  de  una  manera nueva «por la gracia y amor». Debemos  por  lo  tanto  prescindir de este momento tan misterioso de la conversión y de lo  que se esconde detrás de ella cuando el hombre cambia radicalmente su status: de ser enemigo de Dios pasa a ser  «agraciado en sus  ojos». Sin embargo, a base de esta relación de amor el  hombre   puede, o no,  cooperar  en  cada  de  sus  actos  con  las  gracias  actuales  con el fin de alcanzar la unión perfecta con  Dios.  Esto  constituirá  el objeto de nuestro análisis, al mismo  tiempo que esperamos descubrir algunas leyes universales de esta cooperación válidas en cada estado del desarrollo espiritual.

Para san Juan de la Cruz, la cooperación humana significa siempre el ser dócil a la iniciativa de Dios que  le llama  a su  unión  con ÉL. El grado de esta unión depende en última instancia de la voluntad de Dios pero también de la capacidad receptiva  del  hombre, es decir, de la medida en que se abre al amor divino. Esta  apertura, a su vez, está determinada por la actividad del Espíritu Santo y la disposición del hombre. La  cooperación se realiza cada vez mejor cuando el  hombre  pasa  de  su  modo natural de obrar hacia el modo espiritual porque entonces puede comunicarse con la gracia que tiene carácter puramente espiritual. Este proceso el santo lo presenta en su doctrina de total purgación, cuando el alma saliendo de su vida sensual alcanza el fondo de su ser, donde mora sustancialmente Dios.

Es conveniente primero explicar una distinción que el santo doctor hace entre «lo sobrenatural» y «lo espiritual» [98]. «Lo sobrenatural» tiene en san Juan de la Cruz tres sentidos diferentes. En primer lugar, significa algo que el hombre mismo no se puede dar, es decir, que no es resultado del desarrollo natural de sus propias facultades o potencias, sino que supera su  capacidad  por  más  infinita que esta sea. Es algo que es dado por Dios aunque la forma en que sea percibido por el  alma puede ser muy distinta. Luego, «lo sobrenatural» expresa una realidad  que  se  presenta  al  hombre por medio de cualquiera de sus sentidos  o  potencias.  Tal  es el  caso de visiones, locuciones o profecías. Es lo sobrenatural extraordinario que no constituye la materia  esencial  para  la  salvación  del hombre y que incluso no es deseable, porque lleva el peligro de equivocación o puede ser  el  motivo  de  enorgullecerse [99]. Finalmente, «lo sobrenatural» significa aquello que el alma siente directamente en su sustancia sin la mediación de los sentidos ni de las facultades. Es recibido pasivamente en desnudez y pobreza espirituales. En este  sentido se une a veces a lo  espiritual. En  general, «lo sobrenatural» se inclina a indicar la fuente de donde provienen todos los dones, habla de Dios como  origen  de la acción en el alma y hace hincapié en su divina gratitud. Pero la palabra  preferida  para  hablar de  las intervenciones  de  Dios  en  el  alma  es  la palabra «espiritual». «La palabra sobrenatural subraya mejor la gratuidad divina: Dios actúa solo y hace todo; la  palabra  espiritual  subraya mejor la participación  del  hombre:  Dios actúa  solo  y  hace  todo en el hombre con el hombre» [100].

Con «lo espiritual» designa el santo fundamentalmente dos realidades. Primero, es una parte del alma, la más profunda que constituye su centro o sustancia [101]. Es una parte del alma que comunica con Dios [102]. En relación con esto, habla de la «vía del espíritu» en cuanto toda la actitud de interiorización, es decir, el conseguir la pobreza y desnudez del alma equivale a alcanzar su centro espiritual. En segundo lugar, «lo espiritual» significa un don gratuito de Dios recibido en la sustancia misma del alma pasivamente de una manera oscura y general, es decir, sin mediación alguna de los sentidos. Como, por ejemplo, lo afirma en la Subida: «la comunicación de Dios en el espíritu se hace ordinariamente en gran tiniebla  del alma» (1S 2, 4). Es lo que los teólogos califican  de sobrenatural esencial, en oposición a lo sobrenatural modal, es decir, las gracias carismáticas, gracias gratis datae, de las que hemos hablado más arriba. Pero la distinción espiritual-sobrenatural referido a la gracia tiene en san Juan de la Cruz un significado más amplio. Para él cada gracia actual está compuesta de dos estratos, «de una corteza, que es la manera clara y distinta que tiene de presentarse al alma, y de un núcleo, que es la gracia espiritual que Dios destina al alma por medio de esta comunicación» [103]. El núcleo espiritual es la esencia misma de la gracia que opera en el centro del alma y es el efecto directo de la presencia de Dios en ella. Desde allí, la gracia irradia en las potencias del alma, y entonces su actuar se asemeja al modo de obrar de las potencias. Pero la forma es sustancialmente distinta ya que el carácter y el objeto de tal actuación son sobrenaturales, lo que las potencias por sí solas no podrían engendrar. Como ejemplo, el santo acude a la imagen de la luz que atraviesa el aire, y a continuación dice: «de la misma manera acaece acerca de la luz espiritual en la vista del alma, que es entendimiento, en el cual esta general noticia y luz que vamos diciendo sobrenaturalmente embiste tan pura y sencillamente y tan desnuda ella y ajena de todas las formas inteligibles, que son objetos del entendimiento, que  él no la sienta ni  echa de ver; antes a veces, le hace tiniebla, porque le enajena de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías» (3S 14, 10).

Después de estas precisiones podemos afirmar que para san Juan de la Cruz la cooperación con la  gracia significa en primer lugar una preparación interior, de tal manera que la gracia recibida pueda actuar según su propio dinamismo y su carácter puramente espiritual. Cooperación, por lo tanto, no es solamente un cese del natural modo  de  obrar  de  sus  potencias,  que  no  pueden  responder al don de la gracia, sino que es pasar de lo sobrenatural al nivel espiritual, dejando que la gracia obre en la sustancia del alma según su propia naturaleza, es decir, pasivamente [104]. El estado correspondiente a la pasividad es por parte del  hombre la desnudez y pobreza espiritual. «La purgación, contemplación, o desnudez o pobreza de espíritu, todo aquí es  una  misma  cosa»  (2N  4,  1).  En esta dirección apunta por entero el programa  de  las  purificaciones  que propone el santo carmelita durante las noches. La cooperación significa, pues, el recogimiento en el centro del alma, donde mora Dios y donde opera lo sobrenatural esencial. Solamente entonces puede el  hombre  responder  plenamente,  es  decir,  de  acuerdo  con el fin previsto por Dios, de los influjos que provienen de la gracia esencial. Tenemos por  lo  tanto  como  dos  movimientos  del  alma que,  primero,  tiene que llegar a  su  centro  y  allí  encontrarse   con la fuente de su santificación, y  para  conseguir  esto  ha  de  desconfiar de las operaciones de sus potencias,  para poder luego desarrollar su vida espiritual con sus potencias pero ya  transformadas en las potencias divinas por las comunicaciones que ha recibido de Dios en el centro del alma. Así el alma llega a la unión y luego vive  esta unión.

Es preciso añadir que este proceso de recogimiento  tampoco el hombre lo obra con sus solas fuerzas. Pasar al centro del alma requiere la ayuda de la gracia, que estando infundida en  el centro del alma, en «lo espiritual», desde allí obra sobre las potencias del alma generando en ellas la fe y el amor sobrenaturales. El hombre siguiendo sus impulsos  puede superar  todo  lo sensible  y externo  y descubrir lo esencial que es la presencia de Dios en el centro del alma y en consecuencia entrar en la unión con Él. Por eso, solamente las virtudes teologales sirven como medio para la unión.

«Las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que tienen, respecto a las dichas tres potencias, como propios objetos sobrenaturales, y mediante las cuales el alma se une con Dios según sus potencias» (2S 6, 1).

Al mismo tiempo, es el proceso de liberalización de todas las imperfecciones que pueden ofrecer los sentidos y facultades del alma todavía no transformadas en las operaciones divinas. Como hemos señalado en el capítulo segundo [105], el  hombre, al entrar en el centro de su alma, llega al fundamento mismo de su ser y, en consecuencia, se posee a sí mismo en plena libertad. «Su  centro  más profundo es también el centro de su libertad: el centro, donde, por decirlo así puede concentrar todo ser y señalarle una de, terminada orientación. Ciertas decisiones de  menor importancia podrán en cierto modo ser tomadas desde un punto situado  mucho más al exterior; pero serán decisiones superficiales; (...) y,  después  de  todo,  tampoco  será  una  decisión  libre,  porque  el  que  no es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar  sino  inducido, no puede disponer de nada con verdadera libertad» [106]. La libertad humana de actuar, la libertad externa que  siempre  ha  poseído, al llegar al centro del alma consigue su plenitud, su  perfección,  al  mismo tiempo que adquiere una nueva dimensión  teologal. «Alcanza la libertad preciosa y deseada de todos, del espíritu salió de lo bajo a lo alto, de terrestre se hizo celestial y de humana  se  hizo divina» (2N 22, 1). Todo esto  por  haberse  encontrado  con  la  gracia que precisamente posibilita y funda la nueva dimensión de la libertad.

Surge, sin embargo, una pregunta. ¿Es posible que solamente aquel  hombre  sea  capaz de una decisión perfectamente  libre  que ha alcanzado el centro de su ser, o sea, la perfección? E. Stein modifica todavía esta pregunta diciendo que, al parecer, la libre  actuación del hombre en su  centro  es  aún  más  disminuida  porque  es  Dios quien hace todo en  ella de  manera  pasiva.  Pero luego  responde así. «Sin embargo, en esta  actitud receptiva  es donde  cabalmente se pone de manifiesto la participación de su libertad, participación que se hace  mucho más decisiva, por  cuanto, si Dios hace aquí todo, es porque primero el alma se le ha entregado  más  por entero. Y esta entrega constituye el ejercicio  supremo  de  su  libertad» [107]. En consecuencia, la autora parece inclinarse a la respuesta afirmativa de dicha  pregunta. A continuación desarrolla  -a   base de  textos  sanjuanísticos-  su  propio  análisis  del  hombre sensual, que todavía vive lejos del centro de su alma. Sus  decisiones son más o menos superficiales, porque movidas únicamente por el sentido no quieren adentrarse en la búsqueda de otros motivos que, lógicamente, les llevarían hasta el fondo de su ser. En conclusión dice: «sí; podemos afirmar sin  titubeos: una decisión real y auténtica  no  es  posible,  en  definitiva,  sino  desde  el  hondón   del   alma».

Esta profundidad de la decisión se basa precisamente en la unión con Dios que habita en el alma. «Nadie está por sí en situación de abarcar con su  mirada  todos  los  motivos  y contra-motivos que hacen oír su voz en una decisión. Cada cual sólo es capaz de decidirse como mejor puede, conforme a su  saber y conciencia, dentro de lo que se le alcanza. Pero el  hombre  creyente  sabe  también que hay Uno, cuya mirada no  está  limitada  a  ningún  horizonte, sino que abarca en realidad todo y todo  lo  penetra» [108].  Entonces, para poder  ser  perfectamente  libre,  es  decir,  poder  tomar cada decisión con plena visión de la verdad en todas sus profundidades,  hay  que  dejarse  guiar  y  llevar  por  el  Espíritu  de Dios.

Esto lleva a la suprema obediencia a Dios y precisamente en este momento el hombre ha conseguido ser libre. Este es, en consecuencia, el sentido que da san Juan de la Cruz a la cooperación humana con la gracia.  «El que verdaderamente no quiere sino lo  que Dios quiere, así con una fe ciega  y absoluta,  ha conquistado  la más alta cima que al hombre es dado alcanzar con la gracia divina: su voluntad está enteramente purificada y libre de toda atadura a estímulos terrenos; está en razón de su libre entrega, unido con la voluntad  de Dios» [109]. Su libertad en la unión con Dios es de tal grado que el alma es dueña no sólo de sí misma sino también de Dios. «Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con  propiedad  de derecho, como hijo  de Dios  adoptivo,  por  la  gracia  que Dios le hizo de dársele a sí mismo» (LB 3, 78).

b)       La gracia y el libre albedrío [110]

Como hemos podido observar en diversos momentos de nuestra tesis, san Juan de la Cruz, a pesar de haber recibido la formación teológica en la escuela tomista, no siempre sigue exactamente sus proposiciones. Pero en un punto es muy fiel a ella, a saber, al hecho de que Dios es Dios y la criatura  es  criatura,  y en consecuencia, en dar tanta importancia a la omnipotencia y omniactividad de Dios. Dios causa no solamente el hecho, la santificación del hombre, sino también el modo de su acción. La libertad, para san Juan de la Cruz, no es un absoluto que existe independiente de la voluntad del Creador y que es algo superior al hombre mismo. En virtud de la unidad esencial del hombre, la libertad, en cuanto expresión de su personalidad, es una realidad creada en dependencia de Dios. Por la presencia natural de Dios en las criaturas Dios funda el ser y la acción  misma  de la libertad, la mueve para que sea libre. Por la presencia sobrenatural en el centro del alma Dios mueve la libertad para que sea expresión  de  su acción gratuita de amor. Esta convicción  se ha visto confirmada y todavía aumentada por la experiencia de la unión mística. Al verse regalado con tanta gracia, el santo se olvida de sí y todos sus trabajos le parecen hasta tal punto desproporcionados que no les concede mucha importancia [111]. Sabemos que en realidad no es así; pero teniendo en cuenta esta específica perspectiva mística, debemos analizar con cuidado sobre  todo  aquellos  textos  que  hablan de la libertad humana.

Para el santo de Fontiveros Dios es el principal agente de la vida sobrenatural del hombre. Sin la intervención previa de Dios el hombre es incapaz de hacer cualquier acto sobrenaturalmente bueno, así como tampoco podría permanecer en el estado de gracia. En la canción 30 del Cántico -que es especialmente  interesante para nuestro tema- el santo afirma: «el movimiento para el bien de Dios ha de venir solamente» (30, 6) [112]. San Juan de la Cruz está pensando en el primer movimiento  de Dios que  genera  en el alma la gracia sobrenatural. Dios ha mirado gratuitamente al hombre y con esta mirada ha suscitado en él el deseo de  amor. Al mismo tiempo suscita la decisión de buscar la satisfacción  de este deseo no en las criaturas sino en Dios. En este sentido es una conversión, es decir, una inversión del orden heredado de Adán, cuya lógica consistía en dar primacía a las criaturas sobre Dios. Pero gracias a la mirada de Dios el hombre «determinadamente se convierte a servir a Dios» (1N 1, 2), devuelve la primacía a Dios. Ese es el acto de la libertad que cambia la opción de las actitudes humanas. La libertad obra según su naturaleza, se mueve en el campo que es propio de ella. Se desprende de las criaturas y, movida por Dios, se abre a una realidad nueva y transcendente que supera su propio modo de obrar. Pero no va en contra de su naturaleza, al contrario, con esto da testimonio de su perfecta libertad, es decir, tener el poder de elegir en contra de las determinaciones de las criaturas. Descubre su dimensión espiritual, abre un nuevo espacio de su existencia. A partir de entonces «la va Dios criando en el espíritu y regalando» (1N 1, 2). En este sentido la mirada de Dios es eficaz porque permite a la libertad hacer la elección ya no solamente entre una criatura u otra, sino la elección entre la criatura y Dios.

Este impulso a la vida sobrenatural es continuo y el santo doctor lo define con la noción de pasividad y lo coloca en el centro del alma. En el caso de las aprehensiones sobrenaturales, dice que «pasivamente se obran en el alma en  aquel  mismo  instante que se representan al sentido, sin que las potencias de suyo hagan alguna operación» (3S 13, 3); más aún, las potencias no deben intervenir, porque «a lo sobrenatural no se mueve el alma ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella» (3S 13, 3). En este caso el santo se refiere al modo natural de obrar de las potencias que no tienen ninguna compatibilidad con la acción divina, y esto por dos razones. Primero, porque las potencias operan sobre los sentidos, en cambio, esta comunicación divina es de carácter puramente espiritual; segundo, porque es el don propiamente sobrenatural. «Por cuanto el alma no puede obrar de suyo nada si  no es  por sentido corporal, ayudada de él su negocio  es ya sólo  recibir de Dios, el cual solo puede en  el fondo  del  alma (sin  ayuda  de  los sentidos) hacer obra y  mover  al alma  en  ella» (LB 1, 9). Por lo tanto, la comunicación sobrenatural puede ser recibida  sólo en el centro del alma que reúne estas dos condiciones, es una parte espiritual del alma y es lugar donde habita Dios por  la  gracia. Desde el centro la gracia penetra las potencias que tienen allí su principio operativo y les infunde tanto el conocimiento sobrenatural de fe como el amor para que hagan las acciones sobrenaturalmente buenas. Las potencias pueden seguir este impulso, pero pueden oponerse volviendo a su natural modo de  actuar.  En  el segundo caso el hombre no coopera con la gracia divina.

Podemos observar también que, para san Juan  de  la  Cruz, esta actuación pasiva de la gracia en el centro del alma es siempre eficaz, es decir, obra su fin querido por Dios. Hablando de las mismas aprehensiones afirma que «Dios hace en el alma su efecto sin que ella sea parte para impedirlo  (...)  aquel  efecto  que  había  de causar en el alma mucho más se le comunica en sustancia (...), porque como también dijimos, el alma no puede impedir los bienes que Dios le quiere comunicar ni  es  parte  para  ello»  (2S  17, 7). Esta gracia penetra eficazmente la sustancia del alma y dispone suficientemente la voluntad para la elección, sin embargo no la de­ termina para tal acción. Como hemos afirmado en el párrafo anterior la gracia actual tiene en la visión del santo como  dos sustratos, un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y que es siempre eficaz y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias y en este caso sería la gracia suficiente. En cuanto las potencias se retiran cada vez más por el proceso de interiorización al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de gracia se convierte en la eficaz.

El problema que se plantea es la cuestión de la naturaleza teológica de estas aprehensiones  de  que  está  hablando san  Juan de la Cruz. ¿Son ellas las gracias extraordinarias (gratis datae), o son gracias actuales que causan una obra buena, o son gracias místicas que llevan a la unión? El santo doctor no hace ninguna  calificación estrictamente teológica. Consideramos que no se trata de las gracias gratis datae ya que a éstas el santo las coloca en las potencias del alma y no en su centro. Por lo que se refiere a la segunda posibilidad, no hay ninguna objeción, puesto que san Juan de la Cruz trata las gracias místicas como gracias actuales, salvo que éstas tienen un fin determinado que es llevar al alma a la unión. La tesis se confirma cuando el santo, al hablar de las aprehensiones, acude a su imagen  del rayo que penetra la vidriera. Esta imagen le sirve frecuentemente para expresar la  transformación del alma en Dios. «Las que son de Dios penetran el alma y mueven la voluntad a amar, y dejan su efecto, al cual no puede el alma resistir aunque quisiera más que la vidriera al rayo del sol cuando da en  ella» (2S 11, 6). Otra vez está hablando de una moción que inclina fuertemente la voluntad. El hombre no puede resistir a esta inclinación, pero puede obstaculizar su acción con «alguna imperfección o propiedad» (2S 17, 7). Pero si esto no sucede el alma puede ser movida por Dios de modo cada vez más fuerte hasta que sus operaciones sean divinas. Esto, sin embargo, se da  sólo  en  la  unión mística. «Es verdad  que apenas se hallará alma que en todo y por todo tiempo sea movida de Dios, teniendo tan continua unión con Dios que sin miedo de alguna forma sean sus potencias siempre movidas divinamente, todavía hay almas que muy ordinariamente son movidas de Dios en  sus operaciones,  y ellas  no son las que se mueven, según aquello de san Pablo: que los hijos de Dios, que son estos, transformados y unidos en Dios, son movidos del espíritu de Dios (Rm 8, 14), esto es, a divinas obras en sus potencias» (3S 2, 16). La primera tesis responde al don especial  de la confirmación en la gracia; la parte segunda habla de la presencia de la gracia en la vida de cada cristiano.

Es cierto que el hombre no puede resistir a la moción de la gracia en el centro de su alma si está en estado de justificación, porque, como en este centro habita Dios, sería una contradicción. Pero el alma puede oponerse, o mejor dicho, no responder adecuadamente a la moción que  ejerce la gracia en las  potencias. Su objeto es iluminar el entendimiento con la luz de la fe e inflamar la voluntad con el amor  sobrenatural.  Pero si las  potencias  vuelven a su natural modo de obrar, es decir, si se inclinan hacia las criaturas, entonces no obran sobrenaturalmente y pueden caer en la imperfección o en el pecado, porque  Dios  «aparta  su  gracia  y  favor de aquel hombre. De donde necesariamente se sigue el ser engañado por causa del  desamparo de  Dios» (2S 21, 13). En cambio, si el hombre  responde  a  la  moción  de  Dios, la gracia obra en él a través de  sus  propias  obras.  Entonces  el  hombre  no  solamente está en la gracia sino que, además, vive la vida de la gracia.

Es Dios quien mueve al alma por la gracia,  pero  lo  hace  a través de las propias operaciones del alma. San Juan de la  Cruz nunca desprecia la libertad,  porque  el  hombre no es sujeto pasivo de la unión. La unión de amor no es tan sólo una entrega extraordinaria que hace Dios al alma. El santo carmelita muchas veces subraya el carácter recíproco de la  unión. Resulta, pues, que  cuanto más alta es la cumbre de la vida espiritual que alcanza el hombre, tanto más libre se hace, hasta  hacerse capaz de  ser  consorte  de Dios. No se puede pensar en un grado más alto de la libertad.

«Cuando Dios como un águila vuela sobre el alma y con su gracia en un rapto la eleva en las sublimes éxtasis, no lo hace sin su consentimiento, o al menos, sin que ella no lo ha confirmado con habitual y libre tendencia de sus aspiraciones y peticiones. Lo mismo sucede en el caso cuando Dios da los dones sobrenaturales, en los cuales el alma nunca había pensado, o  incluso si quisiera oponerse  a ellos. Aun en estos casos no se da ninguna violencia de su libre voluntad. Porque según los textos, en el  primer  caso se trata sólo de una postura de indiferencia del alma, el segundo es una situación irreal, la que solamente  indica, porque la acción  de la gracia  se tiene lugar antes de que alma tomase una postura y por eso no pueden tener lugar contra la voluntad del alma» [113].

Ya en la mencionada canción 30 del Cántico dice el  místico  que, aunque es Dios el principio absoluto de la acción buena del hombre, esto no se hace sin la cooperación del hombre. «El movimiento para el bien, de Dios ha de venir  solamente,  mas el correr, no dice que El solo ni ella sola, sino corremos  entrambos, que es el obrar Dios y el alma juntamente» (CB 30, 6). En  este pasaje  habla de las obras de los santos  que  resultan ser  como  unas  guirnaldas para la cabeza del  Esposo Cristo. Estas guirnaldas son fruto de la gracia y la respuesta amorosa  del  alma. «No dice (el  Esposo): haré yo las guirnaldas solamente,  ni  haráslas tú tampoco a solas, sino harémoslas entrambos juntos; porque las  virtudes  no  las  puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas  en  el alma sin ella» (CB 30, 6). El  texto se refiere a los efectos de la colaboración con la gracia, cuando el alma responde en sus potencias a la moción de la gracia que proviene del centro del alma. Entonces las potencias obran virtualmente, es decir, el entendimiento vive de fe, la  voluntad  de  amor  y la memoria de esperanza.

Esta perfecta armonía entre la vida divina y las operaciones del alma hechas divinas puede ser experimentada por el santo en su grado más perfecto y -con la ayuda de la gracia mística- de manera directa. La expresión de esta experiencia la encontramos en Llama, cuando compara el alma transformada por el amor en la llama.  El  aire de la llama son  las operaciones del alma, el fuego que mueve el aire y lo inflama es el Espíritu Santo presente en el alma por la gracia. El fuego no pue­  de arder sin el aire y de la misma manera el aire no tiene otros movimientos que los de fuego. «Diremos que es como el aire que está dentro de la llama, encendido y transformado en la llama, porque la llama no es otra cosa que aire inflamado, y los movimientos y resplandores que hace aquella llama ni son sólo del aire, ni sólo del fuego de que está compuesta, sino junto del aire y del fuego, y el fuego los hace hacer al aire que en sí tiene inflamado» (LB 3, 9). En otro lugar precisa todavía más: «todos los movimientos de tal alma son divinos, y, aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento» (LB 1, 9).

Una vez más, como fue el caso del rayo que penetra  la  vidriera, el santo encierra el misterio en una imagen. Entonces quiso expresar el misterio de la  transformación  del  hombre  en  Dios  por la gracia, ahora intenta expresar  otro  aspecto de ese  mismo  y  único misterio: el encuentro de la gracia  con  la  libertad  humana. En vano buscaríamos una fórmula filosófica, o un sistema teológico de explicación compuesto por palabras unívocas y con un sentido determinado. En cambio, tenemos una metáfora, que por sí sola es misteriosa. Pero ¿acaso esta metáfora no vale más? ¿Acaso lo misterioso se puede explicar con lo unívoco?  ¿Qué es más revelador? El santo de Fontiveros ha optado por las metáforas adaptándolas magistralmente al misterio. Tal  vez  sea  esa,  precisamente,  una  de sus grandes aportaciones al desarrollo de la teología.

4.       Los méritos del amor

a)       Las obras naturalmente buenas

En una lectura  superficial  de  las  obras  de  san  Juan  de  la Cruz podría parecer que el santo atribuye la importancia exclusivamente a la actitud interior y  espiritual del  alma,  despreciando sus obras externas.  Aun  cuando  hace  hincapié  en  el  desarrollo de  la vida espiritual, lo hace como fundamento y fuente  de  su  vida activa. La fe da valor a las obras, pero las obras hacen viva la fe [114]. Para el  santo doctor el hombre presenta una unidad esencial y no se puede separar su vida interior de la exterior, las obras son la expresión externa del mismo espíritu. Por lo  tanto  en  el  trato con Dios  no  bastan  las  meditaciones,  hay  que  buscarle  con  las obras [115].

En el capítulo 27 del tercer libro de Subida analiza el valor que pueden tener en la vida espiritual los bienes morales. Con este nombre denomina «las virtudes y los hábitos de ellas en cuanto morales, y el exercicio de cualquiera virtud y el exercicio de las obras de misericordia, la guarda de la ley de Dios, y la política, y todo exercicio de buena índole e inclinación» (3S 27, 1). Trata aquí de toda actitud moral naturalmente buena que merece su valor y estimación por dos causas.  Primero,  por  lo que  ella  es  en  sí, en cuanto reflejo de la bondad divina,  porque  Dios «ama  todo lo bueno aún en el bárbaro y gentil» (Ibídem, 27, 3). En segundo lugar, por el bien que produce que, sin embargo, para un cristiano debe ser como «medio e instrumento», del cual  puede servirse  en su camino hacia Dios. A los que realizaban estas obras Dios «pagaba temporalmente». Como ejemplo pone los personajes del Antiguo Testamento que gozaban de la larga vida, honra  y señoría, o los romanos que por gobernar en paz y  orden  con  leyes  justas Dios «les sujetó así todo el  mundo» [116].  Pero  con  todo  esto  no eran capaces del premio eterno porque no estaban en gracia. El cristiano, en cambio, debe gozarse de estos bienes solamente en cuanto «haciendo las obras por amor de Dios le adquieren vida eterna» (Ibídem, 27, 4). Al final, expone su opinión de que el valor de las  obras  humanas  sólo se  funda  en  el  amor sobrenatural.

«El  cristiano ha de advertir que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas,   penitencias,  oraciones,   etc.,  que   no  se  funda tanto en la cuantidad y cualidad  de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas» (Ibídem, 27, 5). El santo distingue claramente estos dos niveles: natural y sobrenatural. Como  el  hombre  no puede, con sus propias fuerzas, levantarse al orden sobrenatural no pueden valer sus obras. Incluso un acto que tiene por objeto o motivo una realidad sobrenatural no puede ser meritorio. Pero el santo mismo pone una objeción  a la que luego va a responder. Es el caso de un deseo natural de Dios que naturalmente dispone al hombre a recibir la gracia. En cuanto es puramente natural  no tiene valor meritorio, pero san Juan de la Cruz dice que no es un apetito natural el hecho de que un alma desee a Dios. «No es aquel apetito, cuando el alma apetece a Dios, siempre sobrenatural, sino cuando Dios le infunde, dando El la fuerza del tal  apetito, y éste es muy diferente del natural, y, hasta que Dios le infunde, muy poco o nada se merece» (LB 3, 75).

b)       El amor, único motivo del mérito

Al final de Subida, después de haber analizado  el valor  de los diversos bienes, tanto morales como sobrenaturales, afirma que solamente las obras hechas en la caridad producen el fruto de la  vida eterna, porque «¿qué  aprovecha  y qué  vale  delante  de Dios lo que no es amor de Dios?» (3S 30, 5). Esta pregunta encierra  en  sí la idea principal que tiene san Juan de la Cruz acerca del  mérito.

Tres canciones del Cántico, desde la 30 hasta la 32, tienen una importancia fundamental en este tema. Se complementan mutuamente hasta tal punto que podríamos  pensar  que  la  32  fue  escrita para rectificar posibles malentendidos surgidos  de  las  anteriores. Hemos hecho referencia a la canción 30 al  tratar  de  la cooperación del hombre con la gracia. La canción habla del alma enamorada  de  Dios que con las  virtudes  y  buenas  obras  encanta de esta manera a Dios,  quien  se enamora de ella. Para conseguir esto el alma lleva una guirnalda de flores hecha en «frescas mañanas». Esta metáfora expresa las obras y  trabajos  hechos  por  el  alma cuando todavía no alcanzó la perfecta unión  con  Dios.  A  menudo  fueron  realizados  en  el  período  de  continuas  luchas interiores contra los vicios y con el  sentimiento  de  abandono  de  Dios, en sequedad y dificultad del espíritu. En este caso, para subrayar la actitud del hombre, utiliza el verbo «adquirir»,  que  por cierto, no se encuentra con frecuencia en la totalidad de su obra. Sabemos que no es solamente el  fruto de la acción  humana,  sino  que  es  resultado  de  la  gracia [117].  Pero el santo expone el valor que tiene el alma respondiendo con sus obras al  impulso  de la  gracia. Todas estas obras están  vinculadas  entre  sí  y  atadas  en  forma de la guirnalda por un cabello  que es el  amor,  «el  vínculo  y  atadura de la perfección», según san Pablo, cuyas palabras cita expresamente el santo (cfr. CB 30, 9). El alma que obra en  la  gracia  no resiste al amor divino y se une con él.  Las  buenas  obras, por lo tanto, no son más que la expresión  externa  y  signo  de  este amor. El hombre no es un ser puramente espiritual, sus obras deben encarnarse de alguna manera. En cuanto estas obras reflejan la transformación sobrenatural del  alma, el santo dice que  a través  de ellas el  Amado contempla  la  hermosura del alma, y lo que le atrae más es aquel cabello de manera que,  a  pesar de ser  tan  frágil  y  pequeño, es capaz de «dejar preso a Dios» (CB 31, 8).

La  expresión  fuerte  de  tener  preso  a  Dios  indica  que  Dios se  ve  en  cierto  sentido  obligado  a  amar  al  alma  cada  vez  más  y a entregársele en unión . Esto supone que san Juan de la Cruz está pensando en los méritos sensu stricto, es  decir,  en  méritos  condignos, que pueden subsistir ante la justicia divina y en cierto sentido reclamar de ella una recompensa por  sus  obras.  En  Llama  declara que el alma estando en la unión con Dios posee a Dios «con propiedad de derecho» (LB 3, 78), que incluso puede aplicar  «a  quien ella quisiere de voluntad» (Ibídem). El mérito de amor tiene capacidad de borrar  las  culpas  y  merecer  más  gracias.  Dado  que  el amor que posee el alma es el mismo amor divino que Dios le  infundió, entonces, cuando el alma ofrece a Dios su  amor,  es  como darle a El mismo. Por este motivo la acción humana  tiene  realmente el valor sobrenatural, al mismo tiempo que es el  mérito del alma, porque lo  hace  con  el  consentimiento  de  su  voluntad. «Dale a su querido, que  es  el  mismo  Dios  que  se  le  dio  a  ella;  en  lo cual paga ella  a Dios  todo  lo  que  le debe,  por  cuanto  de voluntad  le da otro tanto como dél recibe» (Ibídem).

Como hemos podido observar, el  derecho  que  posee  el  alma no  es  un  derecho  en  el  sentido  de  una  ambición de recompensa, o una exigencia hecha a Dios. El santo doctor precisa que  este derecho es válido únicamente en virtud de la posesión hereditaria que es fruto de ser  hijo  de  Dios  por  adopción [118].  En  esta adopción hecha por Dios gratuitamente se funda en última instancia la realidad del mérito. El amor del alma está conformado y  lleno  de fuego del  amor  que  llega  al  Padre  desde  el  corazón  de  su  Hijo.  El Padre tampoco quiere a  alguien  que no sea imagen  de  su  Hijo; las criaturas son queridas por  Dios  sólo  a  través  del  Primogénito. San Juan de la Cruz testimonia muchas veces esta verdad. Basta recordar las primeras intuiciones teológicas de su poesía «In Principum»: «nada  me  contenta,  Hijo,  /  fuera  de  tu  compañía.  /  y  si algo me contenta / en ti  mismo  lo quería»  (P 7, 57-60).  La esposa  que ha recibido el Hijo sólo «por tu valor merezca/ tener nuestra compañía» (vv. 79-80). La meritoriedad de las  buenas  obras significa, en definitiva, que Dios acepta su propio  amor  que  recibe  en  forma del amor humano por  medio  de  Cristo.  Inmediatamente después de haber afirmado en  la  canción  31  del  Cántico  que  el amor del alma es capaz de hacer preso a Dios, viene  como  una cierta aclaración, la canción 32, donde declara esta verdad, es decir,  que el alma tiene posibilitad de merecer sólo en razón  de  la  voluntad misericordiosa de Dios, que la amó primero y la hizo  agradable a sus ojos, o sea, conforme por la gracia a su Hijo. «Atribuyéndolo todo a Él y  regraciándoselo  juntamente,  le  dice  que  la  causa de prenderse Él del  cabello  de  su  amor  y llagarse  del ojo de su  fe  fue  por  haberle  hecho  la  merced  de  mirarla  con  amor, en lo cual la hizo graciosa y agradable a  sí mesmo, y que, por  esa gracia y valor que de Él  recibió, mereció su amor y  tener  valor  ella en sí para adorar agradablemente a su Amado y hacer  obras dignas de su gracia y amor» (CB 32, 2). Así pues, el derecho del hombre se funda en la anterior acción misericordiosa de Dios, los méritos condignos remiten a los  méritos  congruentes  del  alma  que ha sido creada a la  imagen  de  Dios  y  llamada  a  la  felicidad  y unión con Dios.

El concepto de los méritos  que  tiene  san  Juan  de  la  Cruz  pone de relieve una vez más la importancia, o  tal  vez  habría  que decir, la omnipotencia del amor.  Primero, es el amor misericordioso de Dios que no solamente supera la condición  pecaminosa del alma y la eleva al estado sobrenatural, sino que, además, le da  derecho de recibir más gracias. En segundo lugar, el amor del alma, que por su fuerza y perseverancia consigue llegar a la unión con Dios, que por sí solo ya es  una  gracia  especial. Por lo tanto, el santo exclama sin ninguna exageración: «grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. Dichosa  el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero rendido a todo lo que ella quisiere (...)» (CB 32, 1).

III.    Conclusión

El problema de la relación entre la libertad humana y la gracia tal como se plantea en los escritos de san Juan de la Cruz trasciende el marco puramente teorético de la llamada discusión de auxiliis. La peculiaridad  de  su  obra,  sus  fines,  su  propio  método y el lenguaje, coloca el problema en un espacio mucho más amplio. El  doctor místico pretende describir el proceso espiritual por el cual ha de pasar el  alma para llegar a la perfecta unión con Dios. En este proceso, la gracia y la libertad juegan los papeles fundamentales en cuanto que constituyen  los  componentes  decisivos de su dinamismo. La unión no sería posible sin la  gracia  que eleva al hombre al  nivel  sobrenatural; por otra parte, la concurrencia de la libertad provoca que la unión se realice a modo de un proceso, con sus continuas subidas y bajadas.

Partiendo de esta afirmación básica el santo deja de lado el problema que  supone  la  cooperación  del  hombre  con  la  gracia  en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya justificado en quien  Dios  está  presente   por  la  gracia  santificante. A partir de ahí construye su sistema  que  se  basa  fundamentalmente en dos pilares: la moción divina y la docilidad del hombre que se deja llevar por el impulso de la  gracia. Hemos podido  observar, que el pensamiento de san Juan de la Cruz gira alrededor de dos conceptos teológicos que constituyen un verdadero armazón de su doctrina sobre la unión. Por una parte está Dios trascendente, que infinitamente  dista y es absolutamente diferente de toda criatura, y por otra, el hombre que por ser criatura se encuentra a una distancia infinita de Dios agravada aún más por su condición de pecador. A pesar de esto la unión es posible, en  primer  lugar  porque hay ciertas predisposiciones para ella: por parte de Dios, su  presencia por inmensidad en el mundo; y por parte del hombre,  su  apertura hacia el infinito en el deseo de felicidad; en un segundo momento, porque Dios es infinito en su amor y otorga el máximo bien a quien quiere. No obstante, la unión se puede realizar únicamente a nivel divino y por eso exige, del hombre la elevación por encima de su naturaleza. En este sentido la unión se presenta como don, es decir, como el efecto de la iniciativa de Dios que llama para la unión y determina su  grado -por eso el santo le llama  el agente principal de la unión-, pero que no se efectúa sin la colaboración del hombre.

En esta perspectiva general hemos analizado dos aspectos de la relación que se da entre  la gracia y la libertad. Primero: ¿cómo la gracia determina el acto del libre albedrío y la decisión del hombre?; y segundo: ¿cuál es el estado de la libertad cuando el hombre vive la vida de la gracia? Por los motivos que hemos señalado arriba, san Juan de la Cruz acentúa más la segunda  cuestión. Al no ser movido por la preocupación de elaborar una exposición teológica sistemática se basa fundamentalmente en los principios tomistas que adquirió durante su formación en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, añade unos matices propios, que hacen continuamente referencia a dos realidades: el fondo del alma y el amor, que al erigirse en claves de la hermenéutica de sus obras, ordenan también la relación entre la gracia y la libertad.

El fondo del  alma es el lugar más íntimo, más profundo de la personalidad humana, y de naturaleza espiritual, donde hunden sus raíces todas las potencias y operaciones del alma; en  consecuencia, es el lugar donde nacen las decisiones fundamentales que orientan su ser en cuanto hombre, es decir, la criatura libre y  espiritual. Por lo tanto, el hombre se hace más libre en  cuanto  es más espiritual, y viceversa, el ejercicio de la libertad le lleva a  la esfera espiritual de su ser. Por otra parte, el fondo del alma es el lugar privilegiado donde habita Dios. El segundo  concepto, el amor, expresa en primer lugar una capacidad natural  del  hombre  como el don de la creación, que después del pecado original se estructura en dos vertientes: el deseo de la felicidad y el sentimiento del desorden que provoca la concupiscencia. En segundo lugar, el amor es la expresión de la sustancia divina y  la  característica de toda su actitud con que se dirige hacia el hombre. Por lo tanto  es el origen de la gracia.

Cada uno  de  estos  conceptos  posee  como  una  doble  cara. Son las realidades que mejor definen la persona humana, tanto en su condición ontológica, como en su dimensión existencial. En  el fondo del alma el hombre concentra todo su ser y le impone una determinada orientación; el amor constituye el fin y la razón de su actuación como persona. Pero, al mismo  tiempo,  hay que añadir que ni uno ni el otro tiene un carácter puramente natural en cuanto independiente de Dios. El fondo del alma evoca la dimensión teológica del hombre. El amor, con su condición de apertura hacia el Bien absoluto, y a la vez la capacidad de entrega, testimonia que el hombre es imagen y semejanza de Dios. De esta manera el doctor místico puede hablar de la unión entre Dios y el  hombre. Los dos extremos: la nada humana y el Todo divino se juntan en el centro del alma por el amor. De manera semejante encuentran reconciliación otras realidades aparentemente contrarias, como cuerpo y espíritu, aniquilamiento y vida, y -mutatis mutandis- la gracia y la libertad. Pero ¿como se traducen estas afirmaciones a las respuestas de las preguntas que hemos planteado anteriormente?

La comunicación sobrenatural de Dios en la gracia posee -según san Juan de la Cruz- una doble estructura: está compuesta de un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias. En virtud de esta naturaleza la gracia produce en el alma un doble impacto. Primero se coloca en el fondo del alma y en cuanto tal es siempre eficaz y mueve el alma sin que ella pueda impedir su actuación. Desde ahí se infunde en las potencias del alma iluminando el entendimiento con la luz de la fe e inflamando la voluntad con el amor sobrenatural, sin que determine completamente la decisión de la voluntad. Con lo cual, el hombre puede o bien seguir estas inspiraciones y responder con su actividad a la iniciativa divina, o bien poner obstáculos e impedir que sea movido por Dios. En este sentido, la gracia se revela como el don suficiente para animar la vida sobrenatural y llevar el alma hacia la unión. En la medida que las potencias se retiran cada vez más en el proceso de interiorización, estimulado por la gracia, al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de la gracia se convierte en eficaz. Al mismo tiempo el hombre alcanza una libertad mayor, puesto que llega a la raíz misma de la facultad de elegir.

Por lo que se refiere a la segunda cuestión, como quiera que esta unión se realiza  en el fondo del alma, el  hombre  movido  por la gracia hacia el centro de su alma, alcanza la unidad interior de todas sus facultades y no se siente determinado por el movimiento de la parte inferior del alma y, a través de ella, de la concupiscencia. Es lo que el santo llama la libertad de espíritu. En consecuencia, el hombre puede amar a Dios con todas sus fuerzas, es decir, perfectamente. Pero esta perfección no es solamente resultado de los esfuerzos humanos, sino que es efecto de la elevación por la gracia al nivel sobrenatural. El hombre ama a Dios con el amor sobrenatural que es participación en el amor intra-trinitario que une las Personas de la Trinidad. Al llegar al fondo de su alma, el hombre encuentra a Dios y puede unirse con ÉL. En definitiva, la voluntad del hombre se transforma en la voluntad de Dios y el hombre ama a Dios con el mismo amor con que es amado. La libertad que ha posibilitado este amor se ve ahora reforzada por el mismo amor de manera que el hombre se mueve en su actuación sin necesidad de la ley, porque el amor perfecto le obliga interiormente a hacer aún más de lo que exige la ley. En virtud  de  esta pasión el alma desea incluso morir para verse conformada en su amor por el amor divino.

Nos parece oportuno  aludir  en  este  momento  a  las  palabras de Juan Pablo II, cuya formación teológica  -como  es  sabido-  ha sido marcada en su tiempo por el pensamiento de  san  Juan  de  la Cruz. El  Papa  escribe  en su encíclica  Veritatis  Splendor, dedicada a  la libertad: «quien «vive  según  la  carne»  siente  la  ley  de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el  amor y «vive según  el  Espíritu»  (Ga  5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario  para practicar el amor libremente  elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad»,  y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud». Es un camino todavía  incierto y frágil  mientras estemos en  la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de  Dios»  (cfr. Rm  8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo»» [119].

Para conseguir este grado de amor y de libertad san Juan  de la Cruz propone su doctrina de las noches por las cuales ha de pa­sar el alma. Antes de tener esta  experiencia dolorosa -e incluso, en cierta manera, en medio de su duración- el alma siente la mano de Dios «grave y contraria», a pesar de que El siempre actúa misericordiosamente «a fin de hacer mercedes al alma y no de castigarla» (2N 5, 7). Este período de purificación tiene por objeto que el hombre llegue al fondo de su alma y allí descubra la plena verdad de sí mismo que se funda en Dios, su Esposo. El alma descubre que todo su ser está orientado  hacia Dios, que  ha salido  de la mano divina y está destinado para volver a Dios y entrar en  la unión amorosa con Él -esa es la  verdad  central  de  su existencia-. Al mismo tiempo experimenta en sí todo tipo de dificultades, como consecuencia del pecado original, que a veces impiden realizar este destino. Pero precisamente a través de esta experiencia descubre otra verdad -no menos importante- acerca de sí mismo: que él es un ser contingente que necesita de Dios y de su ayuda sobrenatural. En consecuencia, la gracia que recibe el hombre no constituye para él una amenaza de su propia libertad, así como alguien que está en peligro no considera la ayuda que se le ofrece como una invasión contra sus derechos.

El proceso de purgación no es un puro esfuerzo ascético del hombre. Requiere  la estrecha  cooperación y la apertura por la fe a la acción divina, cuyos métodos y fines el hombre no llega a entender. Para que la purgación sea eficaz, el hombre  ha de suspender su modo natural de obrar, cambiar las operaciones de las potencias por el ejercicio de las virtudes teologales. El entendimiento ha de buscar  la verdad  en la fe, la voluntad  debe ser  movida  por  la caridad, y el deseo de la posesión por el cual se rige la memoria tiene que descansar en la esperanza. Las virtudes constituyen el fin de las noches, pero al mismo tiempo son el medio adecuado para realizar la obra de la purgación. A medida que el hombre se libera del dominio de su parte sensitiva (la noche del sentido) y se recoge más en su parte superior, espiritual del alma (la noche del espíritu), siente más las comunicaciones sobrenaturales que le ofrece Dios en la contemplación. La contemplación  es el  medio  perfecto  para llevar al alma hacia la unión, pues es de naturaleza puramente espiritual, y al infundir el perfecto conocimiento de Dios y el perfecto amor, capacita al hombre a cooperar cada vez mejor con la gracia. En la contemplación, el hombre  descubre  la presencia  de Dios en su alma y le reconoce como su Amado. En la contemplación también crece el deseo de la unión,  engrandeciendo el espíritu  humano para recibir el amor divino. Finalmente, por su pasividad, la contemplación constituye como un ámbito propio para que la gracia santificante desarrolle su dinamismo transformador. Por eso el santo la llama la secreta escala que sube hasta Dios.

Las cosas han cambiado desde los tiempos de san Juan de la Cruz, cuando el  problema de la perfección, de la contemplación y de los grados de amor preocupaban no solamente a los teólogos, sino a un amplio público. El mundo de hoy parece tener  otros santos: el dinero, el poder, la fama... Sin embargo, hay algo en el hombre que ha quedado intacto. ¿Qué cosa es la que ha resistido tanto tiempo y tanto cambio? Es esta profunda sed y deseo de la felicidad, que el hombre lleva dentro de su corazón sin saciarlo todavía. El hombre siente en su interior la misma ansia de amor que fue el motivo para san Juan de la Cruz de escribir las primeras palabras de su Cántico: «¿adónde te escondiste, Amado, y  me dejaste con gemido?» La respuesta se encuentra en el mismo lugar de donde brotan estas inquietudes, en el centro de nuestra alma donde mora a escondidas el Esposo. Otra vez quisiéramos hacer  referencia a la encíclica del Papa. Comentando la pregunta que hizo el joven a Cristo dice: «la pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien  ofrece la respuesta  plena y definitiva. El Maestro que enseña  los  mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)» (25). Desde allí, a través de la gracia, llama al hombre que salga a su búsqueda.

Si quiere responder a su voz y, de esta manera recuperar la libertad en el perfecto amor, el  hombre debe de nuevo descubrir el valor de la contemplación, porque ella constituye el camino  para llegar a su más profundo centro y con esto lleva a la  unión con su Amado. Fuera de la contemplación el hombre no tiene posibilidad de descubrir a Dios en cuanto Amado -a quien no se puede ver pese a su íntima presencia en el alma-; se conformará con lo que le ofrece el mundo de los sentidos.  La inquietud seguirá dividiendo su corazón. En cambio, a través de la  contemplación, que exige la misteriosa negación de todo, el hombre encuentra la unión con Cristo-Esposo, quien siendo plena expresión del Todo  divino, es capaz de  hacer superar  al hombre su  nada humana  y devolverle su armonía  interior,  su  libertad,  por  este  amor  que es propiedad del ser hijo de Dios por participación.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

98.   Cfr. H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., pp. 174-190.

99.   «Por bienes sobrenaturales entendemos aquí todos los dones y gracias dados de Dios que exceden la facultad y virtud natural, que se llaman gratis datae (3S 30, 1); «Estas obras y gracias sobrenaturales, sin estar en gracia y cari­ dad se pueden ejercitar, ahora dando Dios los dones y gracias verdaderamente (...) ahora obrándolas falsamente por vía del demonio» (3S 30; 4).

100.    H . SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 179.

101.    Cfr. capítulo  II,  pp.  188-195.  Comenta  E.  STEIN:  «el  alma  se  encuentra  en cuanto espíritu  en  un  reino del espíritu y de los  espíritus. Está  formada  con su  propia  peculiaridad  individual:  no  es  solamente  forma  viviente  de  un  cuerpo,  elemento  interior   de  algo  externo,  sino  que  en  sí  misma  lleva la oposición entre algo interno y externo», La ciencia..., op. cit., p. 207.

102.    «(...)  el  espíritu  que  es  la  porción  superior  del  alma  que  tiene  su  respecto y comunicación con Dios» (3S 26, 4); es «la parte razonable, que tiene ca­ pacidad para comunicar con Dios» (2S 4, 2).

103.    H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 176.

104.    «En tanto que el alma se sujeta  al espíritu  sensual,  no puede entrar  en ella el espíritu puro espiritual. Que, por eso, dijo nuestro Salvador por san Ma­ teo: Non est bonum sumere panem filiorum et mittere canibus. (...) En las cuales autoridades compara nuestro Señor a los que negando los apetitos de las criaturas se disponen para recibir el espíritu de Dios puramente,  a  los hijos de Dios (...)» (lS 6, 2); «Dios da aquellas cosas sobrenaturales sin diligencia y habilidad del alma (...) porque es cosa que se hace y obra pasiva­ mente en el espíritu» (2S 11, 6).

105.    Cfr. capítulo II, pp. 188-195.

106.    E. STEIN, la ciencia..., op. cit., p. 217.

107.    Ibídem,  p.  221.

108.    Ibídem,  p.  225.

109.    Ibídem,  p.  226.

110.    Utilizamos aquí la palabra  albedrío  en  el sentido  teológico  común,  no en el sentido que le parece dar el santo. A parte de que emplea esta palabra  pocas veces, se refiere a la facultad natural del hombre manchado por el pecado que no tiene ninguna relación con la gracia sobrenatural  y que, an­ tes al contrario, se opone a ella. Por ejemplo, dice en la Subida: «se pueden transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres son nacidos (...) ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural» (2S 5, 5).

111.    «Conociendo el alma, que muy fuera  de  sus  méritos  la  ha  hecho  tan  grandes mercedes de  levantarla  a  tan  alto  amor  con  tan  ricas  prendas  de  dones y virtudes, se lo atribuye todo a El» (CB 32, 1). Podemos en esta  postura observar una cierta analogía con san Agustín, que al pasar por la dolorosa experiencia de su propia conversión,  comprendió  que  ella  no  fue  el  resultado de sus propios esfuerzos, sino obra gratuita de Dios. Esta experiencia influyó notablemente en su lucha contra el pelagianismo. Cfr. C. BAUM­ GARTNER, La gracia... , op. cit., p. 85; E. GILSON, Introductíon a l'étude de saínt Agustín, Vrin 1943.

112.    Cfr. «(...) todo bien del  hombre  venga  de Dios  y el  hombre  de suyo  ningu­  na cosa pueda que sea buena (...)» (LB 4, 9).

113.    A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre ... , op. cit., p. 48.

114.    Al justificar la necesidad de la purificación de la voluntad por el amor dice: «(...) las obras hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin  ella  (la  cari­ dad) no valen  nada,  pues,  como  dice  Santiago,  sin  obras  de  caridad,  la  fe es muerta (2, 20)» (3S 16, 1).

115.    «Da a entender aquí el alma que para  hallar  a Dios de  veras  no  basta  sólo  orar con el  corazón  y  la  lengua  (...)  es  menester  obrar  de  su  parte  lo  que en sí es» (CB 3, 2).

116.    En este punto es clara la referencia que hace el santo a SAN AGUSTIN, De Civítate Dei, I, 5, c. 12-15.

117.    «La flor que tienen  las obras  y  virtudes  es  la  gracia  y  virtud  que del  amor de Dios tienen,  sin  el  cual  no  solamente  no  estarían  floridas,. pero  todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque humanamente fuesen perfectas» (CB 30, 8).

118.    «Ella le posee con posesión hereditaria,  con  propiedad  de derecho,  como  hijo de Dios adoptivo, por la gracia que  Dios  le  hizo  de  dársele  a sí  mismo» (LB 3, 78).

119.    JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 17.