Miguel  A. Tabet

Entre las diversas expresiones  con  que  la  Sagrada  Escritura revela la situación del todo particular que el hombre ocupa en el universo creado resalta la de «imagen de Dios», o, en  una  formulación más completa, «imagen y semejanza de Dios». Su uso poco frecuente, como reservado, parece darle más realce a esta fórmula. En cualquier caso, nos la encontramos en textos claves en que se precisa el alto  grado de participación de la perfección divina que el hombre goza y la especial dignidad que Dios le confirió al colocarle  sobre  el  resto de  los seres creados. Esto justifica el que la tradición patrística lo haya considerado un dato bíblico central en la exposición teológica del misterio del hombre.

En el Antiguo Testamento, aparte de los pasajes del Génesis (Gn 1, 26.27; Gn 5, 1.3; y Gn 9, 6), únicamente se encuentra en otros dos lugares, ambos de los libros sapienciales: Sb 2,23 y Si 17, 3. A estos se pueden añadir por cierta analogía Sb 7, 26 que, al personificar la sabiduría de Dios, la describe como «imagen de su Bondad». En el Nuevo Testamento aparece casi exclusivamente en textos paulinos. Se aplica primordialmente a Cristo, perfecto Hombre (2Co 4, 4; Col 1, 15), como ya lo insinuaba Sb 7, 26. En relación a los demás hombres se halla en tres textos del epistolario de San Pablo (1Co 11, 7; 2Co 3, 18 y Col 3, 10) y en St 3, 9. A este elenco se deben sumar dos textos paulinos que tratan de la imagen del hombre con respecto a Cristo (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49).

En esta comunicación intentamos precisar el contenido  que adquiere la fórmula «imagen de Dios» en los lugares bíblicos mencionados, donde se encuentra de modo explícito. Haremos un breve análisis de cada uno de ellos, extendiéndonos algo más en el  Gn  1, 26- 27, para recoger al final algunas consideraciones de conjunto.

l.                        El texto de Gn 1, 26.27

«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza para que domine a los peces del mar (...). Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, los creó varón y hembra».

Desde el punto de vista meramente literario siempre ha llamado la atención en este texto, primero, el plural que expresa  la  determinación de Dios de formar al hombre; segundo, las tres veces que se repiten las palabras  «imagen»  y  «creó». Los dos términos  «hagamos» y «creó»   destacan   en   su   contexto   el   contenido   de   la  palabra «imagen».

Dejando de lado las diversas explicaciones que han surgido a propósito del empleo del plural «hagamos» -por ejemplo, una revelación todavía velada del misterio de la Santísima Trinidad, un plural mayestático, el diálogo de Dios con el complejo  de  la  corte  celestial- nos parece útil fijar la atención en lo que ya en una primera lectura afirma claramente  el  texto  sagrado.  El  plural  «hagamos»  expresa la manifestación de una voluntad de Dios del todo particular. Hasta ahora, en ningún momento del relato de la creación, Dios había pronunciado este «hagamos». El mundo y cada cosa habían sido creados con una sola palabra suya. Ahora, en cambio, en el momento de crear al hombre, Dios actúa de un modo diferente, entrando en deliberación consigo mismo. Esto da ciertamente realce a su nueva acción.

«Se  dice  'hagamos'  -comenta  San  Juan  Crisóstomo-  para   mostrar la grandeza y la dignidad de la obra de la creación del hombre, pues Dios, para hacerlo, tomó deliberación y examinó el asunto diligentemente. Así  mostraba  que el hombre  es lo más  preeminente del mundo visible» [1]. Era  tal  su  dignidad  que,  al  formarlo,  la  plenitud  de Dios tomó consejo consigo misma. La índole de esta  dignidad  es lo que va a especificar la fórmula «a su imagen y semejanza».

Pero Dios no sólo delibera para «hacer» al hombre: «crea» al hombre a su imagen y semejanza. El término «bara», como sabemos, tiene unas características muy determinadas. En la Escritura aparece siempre teniendo a Dios como sujeto de la acción, concretamente el Dios de Israel, nunca una divinidad extranjera.  Por otra  parte, se omite en su empleo cualquier referencia a una materia a partir de la cual Dios ejerza la acción expresada por el verbo. En definitiva, «bara» indica que la acción corresponde únicamente  a  Dios  y, por ella, Dios se hace agente de algo radicalmente nuevo, algo que antes no existía o no existía de ese modo. Se trata por tanto de una acción extraordinaria, que únicamente compete al poder soberano de Dios. «Bara» se aplica a la creación de la nada  en Gn  1, 1. Y el autor sagrado  no tuvo reparo en emplearla tres veces en la narración de la formación del hombre: sin duda, para indicar que se trataba del hacerse de un ser único, singular, un ser que requería necesariamente  de  la  intervención soberana de Dios, sin la cual no hubiera podido surgir. La originalidad de esta nueva criatura, que requería de una acción específicamente divina, se debe encontrar de nuevo en la frase que constituye  la  aclaración   de  lo  que  es  el  hombre  en  Gn   1, 26: -imagen y semejanza- de Dios. Sólo por la acción creadora de Dios podía devenir -parece decimos el pasaje bíblico- una criatura «a imagen» Suya.

El texto del Gn 1, 26 postula, por tanto, que en la formación del hombre intervino una especial deliberación  divina  y se puso en juego de un modo altamente manifiesto el poder de Dios, similar al que actuó en el momento de hacer surgir las cosas de la nada. El  objeto de esta  deliberación  y este  poder  se denomina,  en  un  primer momento, «hombre»,  «'adam»  (sin artículo) [2]   Pero su  especificidad  la declara la fórmula «a imagen y semejanza». Esta expresión viene a establecer lo peculiar de la más perfecta criatura puesta por Dios sobre  la  tierra según el relato del Génesis. Ella se presenta como una definición del hombre,  según  palabra  de  Juan  Pablo  II [3].  Sintetiza  ciertamente  el contenido peculiar de la decisión divina en relación al hombre, el motivo por el que Dios se detuvo un momento a deliberar antes de realizar su nueva obra, la necesidad que hubo de desplegar todo su poder. Esto nos parece central en nuestro texto.

Dos problemas se ha planteado la exégesis a propósito de esta expresión: la relación entre los vocablos «imagen»  y «semejanza»,  y en qué consiste formalmente esa «imagen». En relación  al  primer tema, las diferentes posturas oscilan entre considerar los dos términos esencialmente  sinónimos [4],   utilizados de modo paralelo  para dar énfasis a la frase, o bien subrayar un cierto matiz diferenciador [5]. La exégesis moderna, en una línea de pensamiento que encuentra antecedentes en la antigüedad, tiende a señalar que las ligeras diferen­ cias que se puedan descubrir no se deben subrayar, pues, con frecuencia, esos términos parecen usados cono sinónimos. Así, en Gn 1, 27 y Gn 9, 26 aparece sólo «imagen» (s. elem), en Gn 5, 1, «semejanza» (demut), en Gn 5, 3 los dos términos se encuentran en orden inverso a Gn 1, 26. Además, el TM de Gn 1, 26 y Gn 5, 3 no trae la conjunción copulativa que introducen las versiones. Allí se lee: «a nuestra imagen, a  nuestra semejanza».  En Sb 2, 23 se encuentra,  por su  parte, según algunos manuscritos: «lo hizo a imagen de su semejanza» [6]. Si se quisiera señalar algún matiz diferenciador podría ser este: el término «imagen» tiene un sentido concreto, el de la imagen-estatua, una copia que representa a otra con los matices del original, uso que aparece en algunos lugares bíblicos. Así, Am 5, 6 ironiza contra los israelitas que transportaban estatuas (s. elem) de dioses extranjeros [7]. «Demut» es más bien una palabra abstracta («similitud»), y parece precisar que la «imagen» es sólo analógica, pues se suele reservar el término «tabnit» cuando se quiere indicar el plano particularizado y perfecto del prototipo [8]. Quizá la sabiduría divina se sirvió de dos términos altamente sinónimos para realzar, por una parte, la importancia de lo que estaba por realizar, pues se trataba de una cierta «copia» de Dios sobre la tierra; a la vez, con un término precisaba el otro: con «demut» indicaba que el hombre como Dios no venía a ser Dios, sino que siempre quedaría una distancia incolmable entre Él y la más excelente de sus criaturas.

Vengamos ahora a la segunda cuestión. ¿En qué consiste esa imagen? Desde la perspectiva de un estudio exegético haría falta, para dar una respuesta lo más lograda posible a esta pregunta, el examen conjunto de todos los textos en que aparece la fórmula «imagen de Dios». Es lo que podremos hacer en nuestras conclusiones. Aquí nos limitaremos a lo que nos ofrece el pasaje del Génesis en una pausada lectura. El sintagma que sigue inmediatamente a la definición del hombre como «imagen y semejanza» de Dios parece ofrecernos la respuesta. Dios en efecto, dice Gn 1, 26-27, creó al hombre a su imagen y semejanza para que dominara «sobre los peces del mar, las aves del cielo, las bestias, las fieras del campo y sobre todo reptil que se mueve sobre la tierra»: la «imagen» por tanto se ha de entender como dominio. Refuerza esta suposición el hecho de que la fórmula que precisa la finalidad está colocada a modo de paréntesis aclaratorio en la unidad Gn 1, 26-27; unidad que comienza con «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» y se cierra de manera similar con la frase «Y creó Dios al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios le creó, y los creó macho y hembra». Así, pues, del texto del Gn se puede afirmar que la imagen divina hace al hombre semejante a Dios porque el hombre ha sido constituido como representante suyo en la tierra para el dominio de la creación: obra en lugar de Dios sobre las criaturas y éstas están ordenadas a él. Esta afirmación no excluye sino que por el contrario supone necesariamente como fundante la idea de que la «imagen» radica en la posibilidad que el hombre tiene de poder dominar la creación, es decir, en el hecho de poseer una naturaleza capaz de gobernar, dirigir y ordenar a otros seres, de dominarlos. Es tal vez a esto a lo que en último término remite radicalmente el texto bíblico, aunque exprese explícitamente más bien la consecuencia directa, que es lo que se presentaba de un  modo concreto y más fácil de  entender  a  los  directos  destinatarios  del Génesis.

El hombre, por tanto, según Gn 1, 26-27 ha sido creado a «imagen y semejanza» de Dios porque Dios le proveyó de una naturaleza dotada de unas cualidades adecuadas para que le asemejase en el dominio de la creación. El análisis del texto, y el concepto profundamente transcendente de Dios que encontramos en el primer  capítulo  del Génesis, no permiten «pensar que sean las cualidades físicas y corpóreas de la naturaleza humana las que dan razón absoluta de esta semejanza. Esta habrá que buscarla en la esfera espiritual del hombre creado, concretamente en su inteligencia, de la que como consecuencia se derivan  el dominio  sobre  los demás  animales  y el orden moral que rige la sociedad  humana» [9]. Sin embargo, de ningún modo excluye el cuerpo, ya que el hombre constituye una  unidad,  no debilitada  por el hecho de la división del ser humano en «polvo»  y  «aliento  de vida». En el Gn 1, 26-27 se habla del «hombre» en su unidad, como queriéndose indicar que la semejanza de Dios en él hay que descubrirla en la realidad total, formada de cuerpo y alma, si bien se halle principalmente en  aquello  por  lo  que  ejerce  básicamente  el  dominio [10].

2.           El tema de la imagen en Gn 5, 13 y Gn 9, 6

En el desenvolvimiento general de la revelación del Antiguo Testamento se va exponiendo  con más detalle  el sentido  y el alcance de  la fórmula «imagen y semejanza». Un primer matiz puede encontrarse en el Gn 5. Este texto expone  con  un estilo esquemático  y reflexivo el catálogo de los descendientes de Adán hasta Noé, fijándose particularmente en la línea de Set, para dar luego paso a la narración del diluvio. El hagiógrafo tuvo un especial interés en remontar toda esta historia, hecha a base de nombres, al mismo Dios, y empalmarla con el primer capítulo del Génesis. El texto comienza  así:  «Este  es  el  libro de la descendencia de Adán. Cuando Dios  creó al hombre,  le  hizo a semejanza (demut) de Dios. Los hizo macho y hembra, y los bendijo, y les dio al crearlos nombre de hombres».

Se encuentran aquí calcadas las ideas de. Gn 1, 26-27. El texto insiste en que el hombre fue «creado» por Dios, a su «semejanza», y en la distinción de sexos. Aparece también el tema de la bendición ya presente en Gn 1, 28. Pero lo que para nuestro tema llama la atención es el hecho de que la generación de Set se conceptúe como prolongación o propagación de la «imagen y semejanza». Así leemos en el v. 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza, y le llamó Set». En la repetición de la fórmula «imagen y semejanza», el autor sagrado parece haber querido señalar que la «imagen» en que fue constituido Adán se trasmite, que es un bien permanente de la humanidad, que subsiste también después de la introducción del pecado en el mundo, que la naturaleza humana de ningún modo se debilitó hasta el punto de perder para siempre la «imagen» de Dios.

Queda así establecida la idea de que aquello que hizo al primer hombre una criatura del todo excepcional, por lo que se asemejaba a su Hacedor y se distanciaba de todas las demás criaturas, se trasmitió a todos sus descendientes. Gn 5 ya no vuelve a emplear esa fórmula: utilizará el verbo «engendrar» para designar .el enlace entre los demás descendientes de Set. Pero fue precisamente al «engendrar» como Adán trasmitió a Set su imagen y semejanza. Notemos, sin embargo, el salto analógico, pues en Adán la «imagen y semejanza» no indica identidad de naturaleza con Dios; en Set, sí hay esa identidad con Adán. Pero la idea doctrinal de fondo posee toda la profundidad de la afirmación de que cada hombre es «a imagen y semejanza» de Dios.

Génesis 9, 6

En este capítulo se nos narra la alianza entre Dios y Noé al terminar el diluvio. El diluvio fue un castigo purificador de la humanidad, y con él se dio comienzo a una nueva etapa, de la  que  Noé  será  el nuevo padre. En la bendición de Dios a Noé se contiene  la  renovación de las promesas antiguas: Dios bendice a la familia de Noé para que llene de nuevo la tierra  despoblada,  y les anuncia  el dominio sobre los demás animales. Aparece un nuevo precepto: el de no comer carne con su sangre;  precepto que tiene  por finalidad  impulsar a vivir las exigencias de una norma moral de mayor envergadura: no derramar la sangre del hombre impunemente. La razón básica  que se  da de este precepto toca los fundamentos del orden moral: «porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios».

Aquí se halla presente el tema de la «imagen» en una perspectiva nueva y de grandes consecuencias. Dios la propone como fundamento de la actuación moral del hombre, que ha de ver en sí y en los demás la impronta de su Hacedor. Porque lleva en sí esa imagen, que esencialmente lo distingue de otras criaturas, es por lo que nadie puede hacer uso indiscriminado de la vida. Atentar contra la vida del hombre es atentar contra Dios, pues el hombre es una cierta reproducción suya. La muerte es castigada y estigmatizada a causa de que él es «imagen» de Dios. En Gn 9, 6 la doctrina de la «imagen» ha dado así un paso adelante. No se trata ya de que el hombre ha recibido la «imagen» de Dios para dominar las criaturas, sino que en cuanto «imagen» está urgido a actuar en conformidad con el modelo según el cual fue constituido.

3.           La «imagen» de dios en otros textos veterotestamentarios

El concepto de «imagen y semejanza» no tuvo un desenvolvimiento en la literatura profética, pero sí en la tradición sapiencial, que  lo situó en una nueva perspectiva. Tres textos se nos  ofrecen: Sb 2, 23; Sb 7, 26 y Si 17, 1-3.

Sb  2, 23:  la  «imagen»  de  Dios  en  el  hombre  y  la inmortalidad

El autor sagrado muestra en el contexto de este versículo los sentimientos de los impíos respecto a la vida presente, su actitud frente a los  placeres de la vida  y su conducta  frente  a  los justos. Hace además un juicio señalando el grave error en que se encuentran: están cegados por su maldad y desconocen los designios misteriosos de Dios. Es, en efecto, parte del plan divino, señala el autor sagrado, que Dios permita en esta vida los sufrimientos a los justos para concederles, mediante esa prueba, la recompensa eterna. Como fundamento de la doctrina expuesta hace esta breve reflexión:  «Dios  creó  al  hombre para  la  inmortalidad;  le  hizo  a  imagen  de  su  propia naturaleza [11]. La fe en la inmortalidad, uno de los temas centrales de este libro, se presenta íntimamente vinculada al hecho de que Dios creó al hombre a su imagen. Claramente afirma el hagiógrafo que no todo acaba con la muerte, como opinan los impíos, sino que hay una vida inmortal y una bienaventuranza eterna para la que Dios ha creado al hombre. En un peculiar paralelismo con esta idea, el autor sagrado señala que Dios hizo al hombre a «imagen» suya. El hombre, creado a «imagen» de Dios, está por lo mismo llamado a la felicidad eterna. No ciertamente por una exigencia de la naturaleza humana, pero si por la capacidad que tiene de poseer bienes imperecederos. En este texto de Sabiduría parece concebirse ligeramente el tema de la «imagen» en su plano ya sobrenatural.

Sb 7, 26: la sabiduría, imagen de la bondad de Dios

El segundo pasaje del libro de la Sabiduría tiene un interés particular por acercarnos a la revelación neo-testamentaria sobre Cristo en lo que se refiere al tema de la «imagen». El autor sagrado habla de las propiedades de la sabiduría, y después de enumerar sus atributos se remonta a su origen, mostrando mediante varias imágenes su naturaleza íntima: «es un hálito del poder divino, y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad» (vv. 25-26).

El texto establece una relación singular entre Dios y la sabiduría, fuertemente personalizada. A ésta se le denomina «imagen de su bondad». La sabiduría, en efecto, como bien difundido por Dios en la creación, especialmente en el hombre, pregona esa bondad infinita de Dios, que le impulsó a darle la existencia. Como sabiduría encarnada, que el Nuevo Testamento denomina «impronta de la sustancia de Dios» (Hb 1, 3), constituye la «imagen» más palpable de la bondad de Dios con los hombres.

Si 17, 1: relectura del Gn 1, 26

Eclesiástico 17 nos habla del papel de la sabiduría en la creación del hombre en estrecho paralelismo con los primeros capítulos del Génesis. Sus primeros versículos dicen: «De la tierra creó el Señor al hombre, y de nuevo la hará volver a ella // Días contados le dio y tiempo fijo, y dióles también poder sobre las cosas de la tierra // De una fuerza como la suya los revistió, a su imagen los hizo».

El pasaje parece presentar una doctrina ya largamente conocida. De hecho, se ha considerado el Sirácide como un resumen, escrito en un período de calma política, de la doctrina sapiencial y profética antigua. Aparece claramente la correspondencia que establece Gn 1, 26 entre la «imagen» y la posición de dominio del hombre. Pero, en los versículos siguientes, se encuentran una serie de relaciones que hasta entonces no se habían expresado. La «imagen» queda asociada a la entrega de una «fuerza» divina al hombre; sobre todo, a la donación hecha por Dios al hombre de «un corazón inteligente»  (v.  5)  y  de otros dones espirituales: «le llenó de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras» (vv. 5-8). Quedan así declaradas las energías naturales y las componentes  éticas  y  morales  que  implica  la  «imagen»   de  Dios  en el hombre.

4.           El tema de la «imagen» en el nuevo testamento

El Nuevo Testamento va a presentar el tema de la «imagen» en una perspectiva radicalmente nueva. Prácticamente se da por supuesta la doctrina veterotestamentaria que sitúa la «imagen» en el plano natural, como capacidad recibida por el hombre para dominar la creación, para mostrar ampliamente la dimensión sobrenatural que llena el concepto de «imagen».

Quizá el lugar bíblico neo-testamentario que ofrece un primer desarrollo conceptual sea 1Co 11, 7: «El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; más la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón» (vv. 7-8). El pasaje extrae una consecuencia práctica de la enseñanza del Gn 1, 26. Es una aplicación al comportamiento de los cristianos en las reuniones litúrgicas. La alusión al texto vetero-testamentario es evidente; pero el apóstol lo precisa en una dirección: señala que en el hombre hay una cierta preeminencia sobre la mujer por razón de la inmediatez con que recibió la «imagen»: él fue creado por Dios de un modo inmediato, la mujer sólo mediatamente, a través del hombre. Se puede notar que San Pablo no plantea una cuestión de mayor o menor dignidad del hombre o de la mujer delante de Dios debido a la «imagen», pues bien conocería el apóstol que en este aspecto la mujer está en paridad con el hombre, como lo sugiere el mismo contexto inmediato del relato de la creación. La frase conclusiva «varón y hembra los creó» (Gn 1, 27) sugiere, sin lugar a duda, que la «imagen y semejanza»  fue  donada  a  uno  y  a  otro,  al  hombre  y  a  la  mujer.

Cristo, imagen perfecta de Dios

Una doctrina que por el contrario  presenta  una  total  novedad  en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen»,  aunque  ya  vimos que se descubren vestigios en el Antiguo Testamento, es la  declaración formal que encontramos en dos textos paulinos que anuncian a Cristo como la «imagen perfecta de Dios». En el primer texto, 2Co  4, 4, San Pablo, en polémica con los que adulteraban su predicación, afirma: «y si todavía nuestro evangelio  está  velado lo es para  los que se pierden, para los incrédulos, cuya inteligencia cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios». La frase entraña una cierta complejidad por la acumulación de genitivos. Cristo es aquí designado como «imagen de Dios» en cuanto que al reflejar la gloria de Dios permite su conocimiento, es decir, en cuanto es la revelación de Dios. En otras palabras, es imagen de Dios porque como hombre toda la riqueza del misterio de la salvación se concentró en él, convirtiéndose en la «gloria» visible de Dios, de modo que el evangelio o plan divino de la salvación, mantenido oculto desde el principio del mundo, se manifestó a través de Cristo. En el contexto anterior San Pablo había establecido de forma explícita una oposición antitética entre  Moisés, que reflejaba de forma  transitoria  la gloria de Dios sobre su  rostro, a  la que no podían mirar los israelitas para no morir, y Cristo,  que irradia de modo permanente en su semblante la gloria de Dios,  haciéndola accesible: nosotros podemos ver en Cristo, en su persona y doctrina, la realidad de Dios.

El himno cristológico de Col 1, 15 completa la doctrina de 2Co 4, 4. San Pablo, con palabras que son eco de Sb 7, 26, habla de Cristo como «la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura». La perspectiva teológica es aquí algo diferente a la del texto anterior. Ya no se trata de las cualidades de Cristo en cuanto Verbo encarnado, sino su persona preexistente la que le constituye  en  imagen perfecta del Padre: en virtud de la generación eterna, Cristo es imagen perfecta del Padre. La expresión «primogénito de toda criatura» hace resaltar la perfección de la «imagen» que hay en Cristo en dos aspectos. Indica su primacía sobre todas las criaturas en el orden temporal (su persona es preexistente) y en el orden de la perfección (pues como hombre posee con mayor perfección la gracia de Dios). Sintetizando los dos textos paulinos podemos decir que, «como Dios, Cristo es imagen adecuada; como hombre, su imagen  visible;  y esas dos propiedades, adecuación y visibilidad, hacen que Jesucristo sea la única imagen perfecta de Dios» [12].

El hombre, llamado a ser imagen de Dios en Cristo

En relación al hombre, la originalidad de la revelación neo­testamentaria radica fundamentalmente en el hecho de que la «imagen de Dios se considera en su dimensión más trascendente, sobrenatural. La razón de esta imagen ya no estriba exclusivamente en las cualidades naturales del hombre, sino en la participación real de Dios por medio del don increado de la gracia. Dos notas se ponen especialmente de relieve: por una parte, la circunstancia de que es por medio de Jesucristo como se realiza la «imagen» en el hombre, pues el creyente, en efecto, está llamado a «ser conforme con la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). Esta es la finalidad del plan divino de salvación. Dios ha querido llamar y disponer a los creyentes no solamente a ser discípulos de Cristo, sino a ser otros Cristos, a participar de la «forma» misma de su Hijo, de manera que el hombre reproduzca y manifieste su imagen. Es lo que sugiere con fuerza el aparente pleonasmo. La «morfe» no es el aspecto exterior perceptible por los sentidos, sino que indica un modo de ser algo propio de una naturaleza. Se podría traducir por «naturaleza». El término «eikónos» en su uso bíblico, por su parte,  no  permite  pensar en una semejanza superficial, sino en una semejanza profunda, el modelo  expresivo,   el  ejemplar  que  reproduce   todos  los  rasgos.  El hombre ha de ser realmente asimilado o configurado con Cristo, «connaturalizado» si se permite el término, en lo que la fe reconoce en él como lo más específico: su ser de Hijo de Dios [13].

Interesa precisar que esta configuración con la imagen de Cristo alcanza todo el hombre, también el cuerpo, que se transformará, de un modo que nos permanece oculto,  en  un cuerpo glorioso a  semejanza de Cristo (Flp  3, 21).  En este sentido San Pablo compara a Cristo con Adán: «el primer  hom­bre fue de la tierra, terreno; el segundo fue del cielo. Cual  es  el  terreno, tales son los terrenos; cual el celestial, tales son los  celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos  también  la imagen celestial» (1Co 15, 47-49). El apóstol señala en un paralelismo antitético el contraste entre la humanidad salida de Adán y la que renace en Cristo. A imagen de Adán recibimos el cuerpo natural, sujeto a las leyes de crecimiento y corrupción, de manera  que  somos del todo semejantes al primer padre por el cuerpo. Por la virtud de Cristo llevaremos, cuando llegue el día de la resurección, la imagen del «celestial», Jesucristo, entrando  a  participar de su resurrección gloriosa, que pide  la  conformidad  entre  la cabeza y sus miembros. Algunos buenos manuscritos griegos en lugar del futuro «llevaremos» traen el aoristo subjuntivo «llevemos». En el primer caso San Pablo estaría anunciando a los cristianos su futura condición gloriosa en la resurrección; la segunda lectura supondría además una cierta posesión actual y  una  exhortación a ganarla plenamente, procurando conformamos cada día más y más a la imagen de Cristo.

El segundo aspecto que se pone de relieve en el Nuevo Testamento a propósito de la «imagen» de Dios en el hombre es precisa­ mente el hecho de que la «imagen» que recibimos de Cristo por la gracia está llamada a crecer. Cristo es imagen perfecta de Dios; el hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que nos creó: «todos nosotros -dice San Pablo- que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos trasformándonos en esa misma imagen de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18). De nuevo tenemos aquí como marco contextual la relación entre la antigua y la nueva ley. Los cristianos, a cara descubierta -va explicando el  apóstol-,  sin  velo, como Moisés al hablar con Dios, estamos reflejando en nuestras almas el resplandor de Cristo, que es a su vez imagen de Dios. Pero es necesario un crecimiento, una transformación, hasta asemejarnos más y más a la imagen reflejada, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.

Una idea paralela la encontramos en Col 3, 10: «despojaos del hombre viejo con sus obras -recomienda San Pablo- y revestíos del nuevo, que sin cesar se renueva hasta alcanzar un perfecto conocimiento, según la imagen de su Creador». Aquí plantea San Pablo el tema de la «imagen» dentro de un contexto claramente moral, de lucha espiritual. El cristiano ha de despojarse «del hombre viejo con todas sus obras» (Col 3, 9), es decir, desterrar el pecado de su vida en todas sus manifestaciones, y «revestirse del hombre  nuevo», que  es «revestirse  de  Cristo»   (Ga  3, 27),  renovándose   así  conforme  a   la «imagen de su Creador». Esta conformidad es bien real,  sin  duda, desde el momento en que el cristiano se incorpora a Cristo por medio del bautismo, pero no es total ni visible desde el primer momento. El cristiano ha de renovarse «sin cesar», siendo fiel a la gracia inicial y haciéndola fructificar, de modo que la semejanza  progrese  y  se renueve hacia un fin bien preciso: ser «la imagen de su Creador». Dentro de la teología paulina esta última frase ha de entenderse en el sentido de «imagen de Dios por Cristo». El «perfecto conocimiento» hacia el que hemos de tender, y que da una connotación particular en este texto a la idea de «imagen», no es un conocimiento meramente abstracto, sino que afecta íntegramente al hombre, inteligencia y corazón, porque se alcanza a través de una renovación interior  que equivale a nuestra completa asimilación a Cristo, cuyos rasgos más finos hemos de reproducir.

La renovación del cristiano en cuanto imagen de Dios se ha de concebir por tanto en una perspectiva moral. Con su actuación el hombre ha de perfeccionar la imagen de Dios que lleva impresa en su ser, imagen que la recibe sacramentalmente en el bautismo y que es fundamento de su conducta. En este sentido podemos traer aquí el último texto del Nuevo Testamento que utiliza el concepto de imagen: St 3, 19. El apóstol extrae una consecuencia práctica del hecho de haber sido constituido el hombre a imagen de Dios: «mas la lengua -dice- ningún hombre puede domarla: ella es un mal que no puede atajarse, y está llena de mortal veneno; con ella bendecimos a Dios Padre, y con la misma maldecimos a los hombres, los cuales son formados a semejanza de Dios». Como en Gn 9, 6, es también la presencia de la imagen  de Dios en el hombre,  pero ahora en  una perspectiva sobrenatural,  la  que  se  señala  como  norma  de  conducta  moral.

5.           Conclusiones

Después de este breve recorrido hecho sobre los lugares bíblicos  que hablan de la «imagen» de Dios de modo explícito, podemos sacar algunas conclusiones fundamentales.

En primer lugar, se descubre una diferencia y una complementariedad entre la doctrina del Antiguo y del Nuevo Testamento a propósito de la imagen. En el Nuevo el tema alcanza su plenitud. Se revela que Cristo es la imagen perfecta de Dios y que el hombre  está llamado a poseer la imagen de Dios  también  en  un  plano  sobrenatural.

La imagen en el hombre se presenta, por tanto, en una doble perspectiva. En una dimensión natural, como dádiva que recibió ya el primer hombre desde el momento de su creación; y en una dimensión sobrenatural, que es la que revela principalmente el Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento, la fórmula «imagen y semejanza» adquiere toda la fuerza de una definición del hombre, y su riqueza de contenido queda declarada en Gn 1, 25-26 por el hecho de que en su realización se puso en juego de modo especialísimo la sabiduría y el poder creador de Dios.

Esta «imagen» de Dios significa, en un primer momento (Gn 1, 25-26), que el hombre fue dotado  de  unas  cualidades  adecuadas para que colaborase con Dios como lugarteniente  suyo en el dominio de la creación. Se precisa que esa imagen se trasmite de Adán a sus descendientes (Gn 5, 1-3).

Pero ya en el Génesis mismo el tema de la «imagen» adquiere otras connotaciones. En Gen 9,6 se muestra su aspecto moral, en cuanto que la «imagen» es propuesta por Dios como fundamento radical de las relaciones del hombre con su prójimo.

Los libros sapienciales destacan sobre todo  tres ideas: se detallan las cualidades que Dios donó al hombre al constituirlo en imagen suya (Si 17, 1-3); que la «imagen» da un cierto derecho a la inmortalidad (Sb 2, 23); y se anuncia a la «sabiduría» como «imagen de la bondad de Dios» (Sb 7, 26).

En su dimensión sobrenatural, tema que pone de relieve el Nuevo Testamento, la «imagen» ya no se considera en función de las cualidades naturales del hombre, sino en su participación de Dios por medio de Jesucristo, al que el hombre ha de conformarse según el designio divino de salvación (Rm 8, 29; 1Co 15, 47-49). Esta imagen, al contrario de la natural, no es algo ya plenamente poseído aunque necesitado de actualización; sino que está llamada a crecer (2Co 3, 18; Col 3, 10). El hombre debe renovarse de día en día según la imagen del que le creó, crecimiento que tiene lugar según va operando en nosotros el Espíritu de Jesús.

Se subraya además que esta «imagen» de Dios es al  mismo tiempo dádiva y exigencia, pues sugiere un deber moral respecto a sí mismo y a los demás hombres: en cada hombre hay una «reproducción» de Dios.

Miguel  A. Tabet, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.  In Gn 1, hom. 8, 2: MG 53, 71.

2.  El término «adam» designa en este versículo la especie humana, como lo atestigua el verbo en plural «dominem» que sigue a continuación.  Es un singular colectivo. El texto nos habla de la intención divina de crear a los hombres.  Será el Gen  2 donde se especifique que originariamente Dios creó un primer hombre del que hizo provenir la primera mujer constituyéndose así la primera especie humana. Según la Biblia, la palabra «'adam» viene de «'adamah» (Gen 2,7), la tierra arcillosa de la que fue formado el hombre. «'Adam» significaría por tanto, en esta etimología,  «terreno»  o  «terroso». Dios parece haber querido decir en su diálogo «hagamos algo terreno que sin embargo sea la imagen y semejanza nuestra». Dios iba a hacer algo de la tierra, sí, pero era algo singular en la creación. El texto del Gn 1, 26-27 sugiere innegablemente que el hombre no puede ser explicado en su  más  íntima  esencia  sin  una  clara  dependencia  de  Dios.

3.  Audiencia general del 12-JX-79 n. 4, en «Insegnamenti di Giovanni Paolo» 11, 11, 2, Libreria Editrice Vaticana, 1980, p. 288.

4.  Es una interpretación frecuente entre los escritores eclesiásticos antiguos. Entre ellos se encuentra S. Gregorio de Nisa, cfr. H. Merld, 'OMOIO I 0EO von der platonischen Angleichung an Gott zur Gottiinhlichkeit bei Gregor von Nyssa, Friburgo 1952.

5.  Cfr., por ejemplo, S. Ireneo, Adv. Haer. 5,6; clem. Alex. Strom., 2, 22, 131; Orígenes, De princip. 3, 6, 1. Estos autores, siguiendo el texto griego «xm;' dxóva ijµnéQUV xaí xa0' óµoíwmv» interpretan el término «dxwv» (imagen) como la imagen divina presente en la naturaleza de los hombres, y «óµoíoxnp> (semejanza) como el proceso de asimilación a Dios que, para algunos, es el que se efectúa por obra de la gracia sobrenatural (cf. Manuel Guerra, Antropologías y Teología, Ed. EUNSA, 12, Pamplona 1976, p. 48, nota [57]).

6.  Así se lee, por ejemplo, en las versiones coptas, etiópicas y la Vulgata. A, B, K traen, por su parte, «imagen de su propia naturaleza». En la versión siríaca hexaplar, y en algunos padres más recientes como San Atanasio y San Epifanio, se encuentra «imagen  de  su  propia  eternidad».          .

7.  Cfr. Num 33,52; 1 Sam 6,11; 2 Re 11,18. Los XII traducen el término hebreo «selem» principalmente por «lxwv», que es el que se emplea en el  Nuevo  Testamento.

8.  Cfr. E. Testa, Genesi en la Sacra Bibbia, Marietti, Torino-Roma, 2. ed. 1977, p. 264. Demüt se traduce en la Biblia griega prevalentemente por «óµolµa» y raramente por «óµoloou;». Una sola vez por «Eixwv» (Gn 5, 1), «oµoti;» (Is 13,4) y «lota» (Gn 5, 3).

9.  E. OLAVARRI, Enciclopedia de la Biblia, Ed. Garriga, Barcelona, 1964, vol. IV, p. 107.

10.   Se ha hecho notar la afinidad que Gn 1, 26 guarda con el Sal 8, 4 en lo que se refiere a este aspecto de la «imagen y «semejanza», pero hay una idea afín: «Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas, que tí has establecido// ¿qué   es   el   hombre   para   que   te   acuerdes   de   él,   y   el   hijo   del   hombre   para que de él cuides?/!Y  lo has hecho poco menor que Dios, le han coronado de gloria y honor// Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies». Aunque no aparece el término «imagen» el salmo la menciona de modo equivalente, pues por una parte se afirma que el hombre es «inferior»  a Dios y, por  otra, es sólo «un poco inferior». Esta grandeza del hombre se define diciendo que fue llenado «de gloria» (kabod) y de «honor» (hadar). A renglón seguido se une la idea de semejanza con la de dominio: «le diste el señorío sobre las obras de tus manos». Aquí, como en el Génesis, parece afirmarse que la «imagen y semejanza» del hombre con el Creador alcanza una vertiente de significado en el hecho de haber sido asociado el hombre al dominio divino de las cosas creadas como vicario suyo. Como lugarteniente del mismo Dios en la creación, el hombre tiene el «señorío» sobre todo lo creado, habiendo puesto todo «debajo de sus pies».

11. Hemos traducido el término «uq:>8aQ<l(a» por «inmortalidad», según una interpretación entre los exégetas. Otros autores traducen por «incorruptibilidad», como hace también la Neovulgata. En uno y otro caso permanece el contenido esencial de nuestro texto: Dios creó al hombre para la vida imperecedera y, por tanto, eterna y gloriosa, como exige la lectura dentro del contexto inmediato.

12.   L. Turrado, Hechos de los apóstoles, en Biblia  comentada,  BAC,  Madrid, 1975.

13    Cf. Spicq, Dieu et l'homme selon le Nouveau Testament, Paris, 1961, pp. 199-200.

Paula Renés-Arellano, Cleofé Genoveva Alvites-Huamaní y Mari-Carmen Caldeiro-Pedreira

1.         Introducción

En la sociedad digital resulta incuestionable la presencia de Internet, una presencia que se agudiza, de forma notable entre la población juvenil y adulta, pero, sobre todo, entre los estudiantes universitarios. Tanto los millennials, como la Generación Z (Atrevia, 2016), también denominada Generación Google (Parodi, Moreno de León, Julio y Burdiles, 2019) han nacido al lado de la tecnología, un hecho que favorece su uso, en ocasiones indiscriminado y hasta cierto punto inconsciente. La población más joven de forma habitual emplea los recursos digitales, las redes sociales o las plataformas virtuales para comunicarse, relacionarse, formarse o informarse, pero, sobre todo, para interpretar el mundo que les rodea (Lévi, 1999; Smith & Kollock, 2003; Bauman, 2014; Fombona, Goulao y García, 2014). De forma general, puede afirmarse que buscan hacer de éste, un lugar en el que entender quiénes son y qué función tienen como personas y ciudadanos.

El ecosistema actual permite a los estudiantes convivir en espacios naturales, urbanos y virtuales (Echeverría, 2000), por lo que las formas de comunicarse varían. Esta nueva cultura mediática, digital o tecnologizada, propia de la Sociedad Red, está generando entre los jóvenes nuevos modelos comunicativos, de interacción y de comprensión de las realidades (Colom y Melich, 1993, Garrido-Cabezas, 2011). En este contexto, resulta compleja la transmisión de unos valores que respondan adecuadamente a las demandas, necesidades e interpretaciones personales y sociales, en especial entre los colectivos más jóvenes.

Concretamente, en el ámbito universitario, estos estudiantes denominados, como hemos indicado anteriormente, millennians o generación on-off, demandan nuevas destrezas, competencias y objetivos curriculares que requieren metodologías activas, participativas y enmarcados en los ecosistemas digitales en los que viven. En esta línea, las universidades españolas, europeas o iberoamericanas ya incorporan nuevos modelos educativos adaptados a este contexto, como describen Silva y Maturana (2017) en relación con el empleo de nuevas metodologías activas en educación superior. Formas de enseñar adecuadas a las necesidades del S.XXI, tales como las que pretende el planteamiento docente del programa educativo de la Fundación Universidad de La Rioja que busca, según refleja en la Web, “Incorporar, de forma gradual, el uso de las nuevas tecnologías de la información y    la comunicación en el desarrollo de la docencia”. En esta línea, en Colombia se ha hecho uso del vídeo educativo en Educación Superior (Ricardo e Iriarte, 2017). Asimismo, también destaca   el Informe publicado por Adams-Becker, et al., (2017) sobre las tendencias tecnológicas en educación superior empleando metodologías mixtas y colaborativas en las aulas, y destacando el proyecto piloto realizado por la Universidad de Sydney para que estudiantes universitarios trabajen de forma conjunta en ideas y financiaciones para las mismas. Posteriormente, se destaca el informe Horizon 2019 (Alexander, et al, 2019), en el que se apuesta por el desarrollo e implementación de formaciones e-learning, un aspecto cultural hacia el que se dirigen las tendencias en educación superior para 2023. Sin embargo, en este nuevo panorama no solo es importante atender las metodologías innovadoras sino que también es fundamental realizar investigaciones con los jóvenes (Palfrey & Gasser, 2008), que miren desde dentro, que ayuden a conocer las verdaderas percepciones de los estudiantes universitarios sobre cómo conciben ellos el entorno de Internet, así como los valores sociales que se producen y nacen de estos usos, porque los contenidos mediáticos promueven nuevos hábitos comunicativos cargados de valores e ideologías (Figueras, Ferrés y Mateus, 2018). Autores como Carmen y Agarwal (2002) o Reig (2018) señalan aspectos positivos sobre el uso de Internet y la construcción de valores, defendiendo que el control y comprensión de los diferentes canales comunicativos en las redes, exige el desarrollo de determinadas habilidades y destrezas. A ello, se suma la relevancia, no solo de dichas competencias técnicas, operativas o procedimentales, sino también actitudinales, porque en ese mundo de interrelaciones virtuales emergen los valores propios que permiten relacionarnos y actuar en consonancia a estos. Porque todas las relaciones humanas están “mediadas por valores, comportamientos y actitudes sobre los que no se opera de la misma manera como con los conceptos o los procedimientos, sino como reguladores de las operaciones” (Álvarez-Arregui, 2019). Es, en este contexto, donde resulta complejo conocer realmente qué valores sociales son los que se promueven en Internet (Orantes, 2011). En esta línea, autores como Tornero (2017) o Anaya (2019) se cuestionan qué tipo de modelos éticos existen en el mundo digital, en el que conviven millones de personas, pero en el que también, algunas de ellas, encuentran su espacio para desarrollar sus competencias sociales cuando no son capaces de hacerlo en el contacto cotidiano, los denominados “solitarios electrónicos” (Gubern, 2000). Desde esta perspectiva, parece necesario abordar cómo y de qué manera desde el campo educativo universitario se puede promover el desarrollo de ciertas competencias socioemocionales y comunicativas que permitan a los estudiantes desenvolver sus propias capacidades, destrezas y valores individuales y sociales. Asimismo, resulta clave que la población y en especial el colectivo joven, sea capaz de analizar de forma crítica y reflexiva la ingente cantidad de información que recibe (Caldeiro-Pedreira, 2014). Para ello, es fundamental el desarrollo de la competencia crítica (Caldeiro y Aguaded-Gómez, 2015) que favorece el análisis y la reflexión por parte del usuario que debe abandonar el papel pasivo para convertirse en un receptor activo y crítico con los valores que reflejan los contenidos digitales que se emiten a través de los diferentes dispositivos y medios tecnológicos. En este sentido, es necesario que la población usuaria de Internet y de los diferentes medios actúe como prosumidora y sea capaz de interactuar (Berlanga, Gozálvez, Renés-Arellano y Aguaded, 2018).

Indudablemente, en el marco descrito, Internet se ha convertido en un espacio de construcción de valores sociales compartidos y eso exige una reflexión responsable (Aparici, 2010). Si se desea favorecer una adecuada formación entre el alumnado universitario es relevante plantearse un nuevo reto de adaptación a las nuevas exigencias contextuales, personales y sociales (Boyer, 2003). Lo cierto es que a pesar de los riesgos que puede suponer el uso de Internet entre los jóvenes, tal y como afirman Asher, Stark & Fireman (2017) sobre el acoso electrónico entre poblaciones universitarias, o Guerra et al., (2019), sobre un estudio preliminar acerca del riesgo indirecto de victimización en el espacio virtual, también existen investigaciones que demuestran los beneficios de la utilización de Internet entre jóvenes en el plano académico, tales como las de Acuña Caicedo, Caicedo-Plúa, Rodríguez y Figueroa Morán (2017), quienes afirman que favorece la formación y relaciones a través de herramientas como pueden ser los MOOC. Por su parte, DiMaggio et al., (2004) comparten la idea de que el uso de Internet permite mejorar los espacios recreativos y con ello, el desarrollo de competencias personales y sociales y la mejora de la percepción personal; y, Hassani (2006) defiende que, a mayor grado de utilización de Internet en diversas actividades, se observaba una mejor autonomía, y esto a su vez, exige el desarrollo y potencialización de habilidades sociales (Wilson, 2000).

De forma general puede aseverarse que, Internet está presente y además influye positiva o negativamente en las relaciones entre los estudiantes universitarios y en la adquisición de sus propios valores, por lo que resulta fundamental promover modelos comunicativos y educativos que hagan que los jóvenes sean conscientes y responsables del uso del mismo, porque si bien Internet puede permitir el acercamiento a interacciones sociales nuevas o ya existentes, de una u otra manera, nos expone al resto de personas (Ibarra, Ballester y Marín, 2018). Es por ello, que desde el contexto universitario se requiere reflexionar críticamente sobre cómo los estudiantes universitarios están desarrollando y forjando su propio juicio moral, sus valores personales y sociales sustentados en principios éticos, democráticos y participativos (Gozálvez, 2013). En este sentido, resulta clave señalar que, los valores de una sociedad se convierten en pautas de acción individual que son aceptadas por todos y que contribuyen activamente al sentimiento de pertenencia a un grupo, de aceptación y respeto a los demás (Hernández y Eyeang, 2017). Además de ello, los valores sociales son asumidos por cada persona, no solo por ser característicos de un grupo social o contexto, sino porque realmente se aceptan como válidos y relevantes en el momento en el que son observados y estimados como tal (Martínez, Esteban y Buxarrais, 2011).

En el contexto actual, la complejidad derivada de esta nueva cultura exige modelos educativos en los que se propicie la construcción de valores individuales y sociales que contribuyan al desarrollo de una ciudadanía con principios dialógicos, participativos, democráticos y responsables (UNESCO, 2015). Ante esta situación, el profesorado universitario puede plantearse interrogantes sobre cómo el alumnado universitario percibe Internet en su día a día, con el fin de adecuarse a los patrones personales y sociales en los que conviven, para responder a las demandas académicas, individuales y sociales, y para promover procesos de enseñanza y aprendizaje adaptados a los nuevos modelos comunicativos, académicos y laborales.

Por todo ello, es el momento de conocer cómo perciben los valores los estudiantes universitarios, cómo los consumen y son asimilados a través de Internet (Colina, 2012). En esta línea, Martínez-Otero Pérez (2019), estudia la relación entre valores e ideologías políticas, categorizando la presencia o ausencia de valores de la siguiente manera: cognitivos e intelectuales, artísticos/estéticos, morales/éticos, trascendentales, espirituales y religiosos; afectivo emocionales, socioculturales, físicos, económicos y ecológicos, destacando los valores sociales y éticos como aquellos que fueron más compartidos entre la muestra seleccionada de diferentes países, y destacando la amplia pluralidad axiológica vinculada a la educación y la política.

Contextualizada la importancia de los valores en la Sociedad Red, se plantea el siguiente estudio, con la finalidad de profundizar en las diversas relaciones existentes entre el empleo de Internet por parte del alumnado universitario y la presencia de valores, concretamente, sociales.

2.         Materiales y métodos

2.1.          Tipo y Diseño

El tipo de estudio es descriptivo, con diseño no experimental debido a que no se manipulan las variables observando como ocurre de manera natural sin intervenir de manera alguna por lo que solo es posible investigar asociaciones, además es transeccional ya que se realiza en un momento determinado o tiempo único y correlacional porque se busca analizar relaciones entre variables (Beaumont, 2009).

Teniendo en cuenta lo señalado hasta el momento, el estudio plantea un objetivo general y objetivos específicos. Siendo el general: Analizar las múltiples relaciones entre la presencia de valores sociales y la utilización de Internet en estudiantes universitarios.

Por su parte, se proponen los siguientes objetivos específicos: i. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y la relevancia de uso de Internet en estudiantes universitarios; ii. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y los años de uso de Internet en estudiantes universitarios; iii. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y las horas a la semana de uso de Internet en estudiantes universitarios; y, iv. Determinar la relación entre la presencia de valores sociales y la finalidad de uso de Internet en estudiantes universitarios.

Por lo que, en este estudio se planteó como hipótesis general: Los estudiantes que utilizan Internet presentan más valores sociales. Y como Hipótesis específicas: (H1) La presencia de valores sociales se relaciona con la relevancia del uso de Internet en los estudiantes; (H2) Los años de uso de Internet cimenta los valores sociales en los estudiantes; (H3) La presencia de valores en Internet se relaciona con las horas a la semana de uso de Internet en los estudiantes; y (H4) Los estudiantes que usan Internet con la finalidad de obtener información, comunicarse y entretenimiento presentan más valores sociales.

2.2.          Participantes

La muestra de estudio estuvo compuesta por 305 estudiantes provenientes de tres universidades públicas españolas  y una universidad chilena, todas adscritas a las facultades de educación y ciencias humanas y sociales (véase tabla 1). Los estudiantes participantes estaban cursando el primer y segundo ciclo de estudios, siendo la edad con mayor porcentaje menores a 20 años (59%) seguida de 20 a 30 años (39%) y un pequeño porcentaje mayores de 35 años (2%), en su mayoría de género femenino (85%).

Tabla 1

Muestra de estudio en porcentajes

Tabla 1.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

2.3.          Instrumento

Para la recolección de la información se aplicaron dos instrumentos vía web.

Para la variable presencia de valores sociales (véase Tabla 2) se elaboró el cuestionario de Valores sociales, conformado por ítems, en escala de Likert, y dividido en dimensiones.

Tabla 2

Descripción del instrumento de la variable presencia de valores sociales

Tabla 2.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

La confiabilidad del cuestionario se realizó mediante el análisis estadístico Alfa de Cronbach, obteniendo en cada una de las dimensiones una fiabilidad de valor entre 0.8 y 0.9, lo que indica que el instrumento es aceptable a muy aceptable, siendo la dimensión Identificación de valores con familiares en la comunicación por Internet la que obtuvo un puntaje más alto de fiabilidad (0,9) (Véase tabla 3).

Tabla 3

Análisis de fiabilidad de las dimensiones de la variable presencia de valores sociales

Tabla 3.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

Para la variable utilización de Internet (véase tabla 4) se elaboró el cuestionario “Uso de Internet”, con un total de 6 ítems, de escala ordinal, al ser estas dimensiones cualitativas no se requirió contrastar la fiabilidad de la prueba.

Tabla 4

Descripción del instrumento de la variable utilización de Internet

Tabla 4.jpg

Fuente: Elaboración propia (2019)

2.4.          Procedimiento

Antes de la obtención de los resultados, se informó a las instituciones universitarias de la realización de este estudio, contando así mismo, con la aprobación de los estudiantes universitarios, quienes de forma voluntaria, informada y confidencial participaron en el desarrollo de la investigación. Una vez obtenidos los resultados de los cuestionarios completados por los estudiantes en Excel, fueron ordenados y categorizados por una baremación para el test de la presencia de valores en Internet.

Posteriormente, se analizaron las relaciones entre variables por medio de la prueba chi-cuadrado, t-Student y ANOVA en SPSS v20. Se rechazó la hipótesis nula para cada hipótesis planteada cuando se observó un valor p <0.05.

Las dimensiones relevancia de uso de Internet, finalidad de uso de Internet para obtener información, finalidad de uso de Internet para comunicar y finalidad de uso de Internet para entretenimiento fueron estudiadas como variables categóricas; de igual manera que con todas las dimensiones de la variable presencia de valores por lo que se analizó con la prueba chi-cuadrado. Mientras que las dimensiones años de uso de Internet y horas a la semana fueron considerada como variables cuantitativas por lo que se realizó el análisis de t de student (estadístico t) para comparar a los 2 grupos y ANOVA (estadístico F) cuando se comparan entre más de 2 grupos.

Para la prueba de fiabilidad para el cuestionario de presencia de valores sociales, se realizó la prueba alfa de Cronbach para cada una de las dimensiones.

3.         Resultados

En relación con los resultados del estudio, se inició la descripción y análisis de estos a partir de las hipótesis planteadas y el tratamiento de los datos obtenidos, destacando en primer lugar, la evaluación realizada en la tabla 5, en la que se observó que la identificación de valores en general se relaciona significativamente con la dimensión finalidad de uso de Internet para comunicarse (p=0.011). Es por ello, que se desestima la hipótesis nula (H0) y se acepta la hipótesis general: la presencia de valores sociales se relaciona con la utilización de Internet, y en concreto, con fines comunicativos.

Tabla 5

Análisis presencia de valores sociales y la utilización de Internet

Tabla 5.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Atendiendo a la evaluación de la siguiente tabla en la que se analiza la presencia de valores sociales y la dimensión utilización de Internet (véase tabla 6), se observó que la dimensión “relevancia de uso de Internet” se relaciona significativamente con la afirmación de que el Internet transmite valores (p=0.037<0.05). No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales, se desestima la hipótesis nula  y se acepta la hipótesis específica, es decir, que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la dimensión relevancia del uso de Internet en los estudiantes (H1).

Tabla 6

Análisis de la presencia de valores sociales y la dimensión de relevancia de uso de Internet

Tabla 6.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

En relación con la evaluación realizada en la tabla 7, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y la dimensión años de uso de Internet, se observa que existe relación altamente significativa en la dimensión “Internet transmite valores” (p=0.001<0.05) y la utilización de Internet en la dimensión años de uso de Internet. No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales. Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H0) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con los años de uso de Internet en los estudiantes (H2).

Tabla 7

Análisis presencia de valores sociales y la dimensión años de uso de Internet

Tabla 7.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Así mismo, observando la evaluación realizada en la tabla 8, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y horas de uso de Internet, se observó que existe relación con que Internet transmite valores (p=0.048<0.05) y la utilización de Internet en la dimensión horas a la semana de uso de Internet. No habiendo encontrado relaciones entre las demás dimensiones de presencia de valores sociales. Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores en Internet se relaciona significativamente con las horas a la semana de uso de Internet en los estudiantes (H3).

Tabla 8

Análisis de valores sociales y las horas a la semana de uso de Internet

Tabla 8a.jpg

Tabla 8b.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Tomando en consideración la evaluación realizada en la tabla 9, en la cual se analizó la presencia de valores sociales y las dimensiones finalidad de uso de Internet para obtener información, para comunicarse y para entretenimiento de los estudiantes, se observó que la utilización de Internet de la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información se relaciona con que Internet transmite valores sociales (p=0.03). Por lo que, se desestima la hipótesis nula (H) y se acepta la hipótesis específica de que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes (H4).

Tabla 9

Análisis presencia de valores sociales y la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes

Tabla 9.jpg

* p <0.05 diferencia significativa

Fuente: Elaboración propia (2019)

Otro aspecto importante de resaltar al realizar el análisis de estas dos dimensiones es la utilización de Internet por parte de los estudiantes en relación con la dimensión de finalidad de uso de Internet para comunicarse, observándose que ha tenido una alta incidencia de correlaciones con un total de 4. Siendo su primera relación significativamente con el Internet promueve valores (p=0.012). La segunda correlación positiva y muy alta con la dimensión identificación de valores con compañeros en la comunicación por Internet (p=0.000). La tercera correlación significativa con la dimensión identificación de valores con amigos en la comunicación por Internet (p=0.028) y la cuarta correlación bastante significativa es la dimensión identificación de valores con familiares en la comunicación por Internet (p=0.003).

4.         Discusión y Conclusiones

Las conclusiones derivadas del estudio planteado y los análisis realizados permiten señalar que se han cumplido la totalidad de las hipótesis propuestas. La presencia de valores sociales se da con fines comunicativos en los estudiantes universitarios, (p=0.011) contrastando así la hipótesis general, lo cual coincide con los aportes de Parra (2010, p. 206), quien defiende que los jóvenes encuentran en Internet un espacio “que los conducen a la producción de ideas, al sostenimiento de diálogos de todo tipo, al encuentro de mensajes que coinciden con sus intereses”, es decir a comunicarse, a poner en práctica sus propios valores personales y sociales porque este proceso comunicativo se traduce en beneficios satisfactorios para ellos mismos.

La importancia que los jóvenes le dan a Internet al formar parte de su vida diaria y de lo cotidiano en todos los ámbitos donde se desenvuelven ha caracterizado a que este tenga una alta relevancia, según Bonilla-del-Río, Diego-Mantecón y Lena-Acebo, (2018) en su investigación describen al factor usuario responsable, que incide en valores sociales, como el tener un comportamiento adecuado y respetuoso en las redes, el utilizar los mismos valores de respeto de la vida real en Internet, aspectos que han sido contrastados en nuestra hipótesis (H1) al referir que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con la dimensión relevancia del uso de Internet (p=0.037 <0.05).

La utilización de Internet por parte de los usuarios ha ido decreciendo en cuanto a la edad, ya que ahora la utilizan desde el maternal, lo cual está conllevando a que se incremente el uso en años, como lo mencionan Gamito, Aristizabal, Olasolo y Vizcarra, (2017) que la edad de inicio para el uso de Internet es entre 8 y 10 años, lo cual también se ha verificado en la hipótesis (H2) de esta investigación que la presencia de valores sociales se relaciona significativamente con los años de uso de Internet en los estudiantes (p=0.001 <0.05).

El que se tenga a disposición Internet todo el tiempo, ha conllevado a que muchos de los usuarios utilicen este recurso en cualquier momento del día o noche indistintamente en el lugar que se encuentren al disponer de libre acceso, en su investigación uso de Internet y redes sociales en estudiantes universitarios Molero et al., (2014) refieren que en promedio se conectan tres horas diarias los estudiantes fundamentalmente a la redes sociales, mientras que Fernández, Casal, Fernández-Morante y Cebreiro, (2019) mencionan que la totalidad del alumnado en su investigación se conecta a Internet diariamente, resultados que en este estudio se ha contrastado en la hipótesis (H3), que el uso de Internet en horas a la semana se relaciona con que Internet transmite valores (p=0.048 <0.05).

La incursión de las tecnologías de información y comunicación y con ella la llegada de Internet ha dado un giro de más de 360 grados a la educación en general, ya que ha permitido romper fronteras de todo tipo, así como repensar el modo de aprender y enseñar por la ingente cantidad de información que se tiene al alcance en milésimas de segundos, aunado a ello la transmisión de valores sociales que se encuentran implícitos dentro de la interacción que se pueda dar en la búsqueda de información o al interactuar de manera sincrónica o asincrónica en la red, para Fernández, Casal, Fernández-Morante y Cebreiro, (2019) mencionan que los estudiantes universitarios de Galicia se conectan a Internet en un 89,4% para buscar información relaciona con sus estudios, Alvites-Huamaní, (2019) que las tecnológicas son un medio de comunicación, de formación y de interacciones amicales y en la que comparten normas, valores y sentido de pertenencia, lo que se corrobora en la hipótesis (H4) de este estudio que la dimensión finalidad de uso de Internet para obtener información, comunicarse y entretenimiento de los estudiantes se relaciona con que Internet transmite valores sociales (p=0.03).

Este estudio invita a reflexionar sobre cómo Internet se ha convertido en un espacio en el que se transmiten valores sociales, y que precisa de investigaciones y acciones pedagógicas y educativas para abordarlo desde las aulas universitarias. Los estudiantes universitarios hacen un uso indiscutible de esta Red y la formación universitaria debe pensar no solo en términos metodológicos o didácticos, sino también axiológicos, porque el eje vertebral de las sociedades democráticas, justas y responsables se sustenta en valores socialmente compartidos, defendibles y equitativos, por lo que debe impregnar las prácticas docentes de estas cualidades. En este sentido, la práctica docente además de atender a nuevas metodologías y formas de enseñar más atractivas debe centrarse en la transmisión de contenidos de forma axiológicamente adecuada, una necesidad que se hace imprescindible en un momento en el cual la información y los contenidos audiovisuales llegan al usuario sin depurar. Por tanto, y para paliar tal carencia se propone el desarrollo de la ya mencionada competencia crítica que permite al usuario, en este caso al estudiante universitario de diferentes contextos, desarrollar la habilidad que le capacita para diferenciar entre valores, contravalores e información falsa o no verídica, aspectos que ya se están trabajando a través de diversos contextos como los mostrados en el marco teórico en Colombia (Ricardo e Iriarte, 2017) y destaca el Informe publicado por Adams-Becker, Cummins, Davis, et al (2017) y posteriormente, el de 2019 por Alexander, Ashford-Rowe, Barajas-Murphy, et al (2019), en el que se apuesta por el desarrollo e implementación de nuevas metodologías colaborativas y formaciones e-learning.

Además, cabe reseñar que una de las principales limitaciones del estudio se centra en la complejidad por obtener una mayor muestra de los participantes, un elemento que se debe intentar mejorar en futuras investigaciones. Asimismo, indagar si existe alguna diferencia de presencia de valores sociales y el uso de Internet según el género, edad y aspectos socio-demográficos.

Paula Renés-Arellano, Cleofé Genoveva Alvites-Huamaní y Mari-Carmen Caldeiro-Pedreira, en dialnet.unirioja.es/

Benigno Blanco

El siglo XXI es una época de pensamiento débil. Se rechaza cualquier pretensión de verdad objetiva, más allá de las aseveraciones basadas en el método científico experimental, que reduce el campo de observación a lo cuantitativo y matematizable. Las grandes certezas sobre Dios, el hombre y el mundo que han definido a todas las civilizaciones, han sido sustituidas por convicciones subjetivas, suaves y adaptables, como escribe Russell Ronald Reno en El retorno de los dioses fuertes.

Reno ha defendido, no sin fundamento, que esta situación no es casual sino el fruto de un miedo colectivo y consciente a las verdades fuertes, como si estas implicasen necesariamente violencia e imposición. El siglo XX ha sido testigo de modas ideológicas que han destruido la fe en la razón y su capacidad de generar convicciones compartidas mediante un diálogo racional sobre el hombre y el bien y el mal. Pero el fruto de este ataque a la razón no ha sido un paraíso de tolerancia, como algunos soñaron, sino un mundo de inseguridades personales y colectivas generador de nuevas violencias y crisis.

El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso.

El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso; y de compartir, con razones fundadas, estas seguridades con nuestros conciudadanos para construir así sociedades humanistas por convicción y no solo sistemas de coexistencia precaria.

La calidad humanista de nuestras sociedades –la democracia, el estado de derecho, el compromiso colectivo con la libertad y los derechos humanos– es herencia de lo mejor de la tradición occidental, basada en el aprecio a la razón de nuestros ancestros griegos, el compromiso romano con la justicia como medio de respetar lo suyo de cada cual, y la convicción cristiana de que todo lo que existe es bueno y digno, y que el mundo y el tiempo son tareas y oportunidades para construir el mejor mundo posible.

No hay que abandonar estas raíces de nuestra identidad colectiva para construir un futuro ilusionante. Al revés: el abandono de estas raíces es el gran peligro de nuestros días. Toca hoy aprender de los riesgos de los totalitarismos ideológicos y políticos del siglo XX para no recaer en los mismos errores; pero no al precio de rechazar las claves humanistas de nuestra civilización, pues el riesgo es sumergirse en un escepticismo general que impida compartir valores y construir comunidades.

Diagnóstico intelectual de nuestra época

Nuestra época vive de los restos de los grandes sistemas filosóficos de los siglos XVII, XVIII y XIX; es decir, los restos del racionalismo cartesiano, el idealismo, el liberalismo, el marxismo, el nihilismo de Nietzsche; y también de los intentos bienintencionados pero fallidos de superar las experiencias totalitarias del siglo XX mediante el rechazo a la posibilidad de verdades fuertes y sólidas: vive condicionada por la destrucción del concepto de naturaleza humana realizada por el estructuralismo, el existencialismo, el deconstruccionismo y tantos otros ismos que han marcado el tono intelectual de las universidades francesas y americanas (y de forma refleja, de otras muchas de todo Occidente) en la segunda mitad del siglo XX.

En ese humus cultural han surgido algunas de las tendencias o modas de pensamiento dominantes hoy, como la ideología de género, la doctrina o cultura woke, el animalismo y el trans-humanismo. Todas ellas tienen en común la renuncia apriorística a observar e intentar comprender la singularidad del ser humano y la renuncia –también apriorística– al esfuerzo racional de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas, algo que había sido admitido desde Sócrates y Aristóteles como evidente, y ratificado por el cristianismo como coherente con la visión de un mundo preñado de sentido.

Es un reto de nuestra época repensar Occidente para intentar entender cómo hemos construido una civilización humanista, cómo la llevamos casi al colapso en el siglo XX y cómo hoy podríamos reiniciar un camino ascendente en vez de enfangarnos en la autodestrucción de lo mejor de que hemos sido capaces.

Los antecedentes

La cultura occidental se ha caracterizado desde el siglo V a.C. por una clara apuesta por fiarse de la razón. Occidente se funda en la idea de que el hombre, razonando, se puede aclarar; de que mirando la realidad, puede discernir, con razonable certeza, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Este fue el planteamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Cuando Roma se deja conquistar por la cultura griega, la razón se aplica también al uso del poder y así surge el sentido romano de la justicia: dar a cada uno lo suyo, reconociendo que hay algo suyo de cada cual que nos hace justos si lo respetamos. El cristianismo reforzó y justificó esas intuiciones: podemos fiarnos de la razón porque el mundo es razonable dado que fue pensado por Alguien muy inteligente; lo existente es bueno y digno de respeto porque fue querido por el Amor creador; nosotros podemos conocer el bien porque somos racionales y todo lo que existe es razonable.

Estos presupuestos le han permitido a Occidente descubrir la dignidad de la persona humana y la radical igualdad entre hombre y mujer; teorizar los derechos humanos; construir el Estado de derecho, precisamente para defender la libertad; y someter los últimos poderes del Estado a criterios éticos, aboliendo la pena de muerte, regulando con detalle la posibilidad de hacer la guerra, etc. Por eso en Occidente ha surgido el humanismo y la ciencia. La ciencia moderna presupone la creencia en que el mundo es razonable, y por eso puede ser racionalizado. Solo en el seno de la cultura occidental nos hemos planteado que podíamos conocer con certeza cómo es el mundo y cómo funciona la realidad física.

«Cuando todos se ríen de quienes afirman “eso es cierto” o “eso es bueno”, solo queda quien dice “yo quiero”», señaló C. S. Lewis en su ensayo de 1943 titulado ‘La abolición del hombre’

Pero entramos en crisis. La característica más importante de los últimos siglos es la paulatina desconfianza en la razón. Descartes nos hizo dudar de que con ella pudiésemos conocer con certeza la realidad de las cosas; y Kant nos convenció de que con la razón no podemos conocer la realidad de las cosas, tan solo su apariencia fenoménica –pero no el ser en sí–.

Consecuencias del voluntarismo

En los siglos XX y XXI, al quedar la razón bajo sospecha, han ocupado su lugar bien las emociones y los sentimientos, bien la voluntad. ¿Qué nos queda, si no hay capacidad de hacer juicios ciertos sobre la realidad o sobre las personas? Solo queda el «yo quiero». C.S. Lewis escribía en su ensayo La abolición del hombre (1943): «Cuando todos se ríen de quienes afirman «eso es cierto» o «eso es bueno», solo queda quien dice «yo quiero»». Si nos reímos de la capacidad de definir lo bueno y lo malo, objetivamente, con seguridad y con carácter universal, solo queda una voluntad subjetiva que no se puede medir con ningún criterio objetivo o racional, trátese de la voluntad personal en las relaciones privadas; la del que encarna el poder en cada caso o la del grupo identitario en las relaciones sociales.

Ese voluntarismo se traduce, en la vida colectiva, en el positivismo de las leyes: lo bueno es lo que decide el Parlamento o el gobernante de turno; lo justo es lo que dicen las leyes, y lo injusto lo que prohíben. Y en la vida privada, en el deseo individual, como fuente última de la moral: es bueno lo que yo quiero; es malo lo que yo no quiero. Y si no hay un criterio objetivo y universal de lo bueno y lo malo, el diálogo deviene imposible.

Esto último representa una amenaza para la democracia, que se basa en el diálogo. Si solo queda el voluntarismo del poder y falta la capacidad de crear el sustrato dialogado y compartido, las democracias se vuelven más débiles. De ahí vienen las pulsiones totalitarias que se perciben ya en nuestra época en forma de populismos, políticas de identidad, pretensiones de exclusión de la libertad de pensamiento o de creencias en materia de sexualidad, ataques a la objeción de conciencia, etc.

Distinguir entre ciencia y cientificismo

Otra consecuencia de la desconfianza en la razón es el cientificismo, una corriente ideológica que no es de ahora pero que tiene gran vigencia como tendencia de pensamiento actual. Es importante distinguir entre ciencia y cientificismo. La ciencia es un conocimiento sobre la base de la experimentación y la matematización del estudio de la realidad; en tanto que el cientifismo es una ideología que presupone que solo lo que se conoce por el sistema del método experimental y matematizado es cierto y seguro; y que todo lo que no es susceptible de cuantificación es subjetivo y arbitrario. Fuera de las certezas que son cuantificables el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, del alma, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza.

Fuera de las certezas cuantificables, el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza

La dignidad humana, los derechos humanos, el valor de la libertad…, por ejemplo, no son cognoscibles por los métodos propios de las ciencias experimentales, como no lo son el bien y el mal, la justicia y la injusticia. Así el cientificismo, casi sin querer, degrada lo más valioso de nuestra civilización. La cultura en general y los medios de comunicación están profundamente imbuidos de cientificismo, de manera que, frecuentemente, se nos transmite como ciencia lo que no deja de ser una postura ideológica reduccionista.

Ideología evolucionista

La ideología evolucionista (que es algo distinto del hecho de la evolución y añadido a este dato de hecho) ha introducido en nuestras mentes una minusvaloración del hombre: si todo procede de una evolución material, desde la química a la vida, hasta llegar a la especie humana, el ser humano no tiene más valor que el resto de las formas de vida que existen en el planeta, ni hay en él nada singular digno de aprecio particular. Esa fue la interpretación popular de la obra de Darwin El origen de las especies (1859). Conviene precisar que Darwin no fue un ideólogo evolucionista, sino un científico que teorizó la evolución, que no es lo mismo. Fue después de Darwin, y sobre todo con Herbert Spencer y Julian Huxley cuando, sobre la base de esa teoría, surge la ideología evolucionista como intento de explicación de la vida y del hombre como mera consecuencia de fuerzas materiales comunes a todo el ecosistema, algo ni evidente ni demostrado.

El cientificismo y la ideología evolucionista han dado una apariencia de solvencia científica al ateísmo contemporáneo, cuando lo cierto es que la cosmología que se deriva de las ciencias empíricas actuales es absolutamente compatible con un mundo en que la hipótesis de Dios es más que plausible. Los mitos ateístas de una deficiente ciencia decimonónica siguen pesando mucho hoy en la conciencia colectiva, aunque han sido arrumbados ya por la ciencia contemporánea, que nos da una imagen del mundo y la vida claramente abierta a la hipótesis teísta.

Consecuencia de todo ello es lo que el mencionado C.S. Lewis llamó la abolición del hombre. Durante el siglo XX muchas corrientes de pensamiento han pretendido suprimir a Dios y abolir la singularidad humana; numerosas teorías científicas y filosóficas han querido presentar al ser humano como un conjunto de estructuras, fruto del devenir de la evolución, que no tienen más contenido ni más valor que el resto de cosas materiales de la Tierra. Con el evolucionismo materialista se da por supuesto que no hay nada específico, espiritual en la persona –una evidencia para toda la civilización antes del siglo XX–.

Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad

Esto lo llegan a teorizar filosóficamente los estructuralismos y los posmodernismos de los años 60, 70 y 80, con autores como Foucault, Derrida, Lacan, Vattimo, etc. Cuestionan la consistencia de todo lo real y también al hombre. Como apunta García Gibert en su ensayo Sobre el viejo humanismo: «El deconstruccionismo busca socavar todo cimiento y toda metafísica que permitan sostener, por abajo o por arriba, cualquier relato legitimador de sentido». El resultado es que el hombre no existe… es una palabra que decimos pero no expresa nada cierto ni consistente, es un significante sin significado.

Los anti-humanismos actuales

Así se explican los anti-humanismos actuales, como la teoría o ideología de género surgida en las décadas finales del siglo XX, a partir del momento en que el sexo se separa de la reproducción gracias a la píldora anticonceptiva y el aborto, y pasa a ser sin más un hecho cultural manipulable y moldeable ideológicamente.

El siguiente paso, relacionado con el anterior, es la teoría queer, muy presente en la cultura actual. Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad. Esta teoría inspira hoy las leyes de los llamados derechos LGTBI, tan contestados desde el humanismo tradicional y desde el feminismo reivindicativo de los derechos de la mujer, pues la ideología queer niega al hombre… y a la mujer, dejando así al feminismo sin objeto.

La cultura Woke

Algunas de estas corrientes anti-humanistas han cristalizado en un movimiento social, la llamada cultura woke, de fuerte implantación en Estados Unidos, pero cuya influencia se deja notar en todo Occidente. Se trata de una amalgama de planteamientos ideológicos modernos convertidos en activismo político. El detonante fueron el #MeToo de las feministas y el Black Lives Matter de los negros ante agresiones sexuales contra mujeres y de la policía contra personas de color, respectivamente, en EE.UU. Pero no se trata solo de una reacción puntual –y no sin justificación– ante hechos luctuosos, sino que ha llegado a englobar un movimiento más amplio y de más calado: el de los discriminados por razón de sexo (mujeres), género (LGTBI), raza (negros, latinos) que despiertan (de ahí viene el término inglés woke, del verbo to wake) y exigen a la sociedad que se reconozca su carácter identitario particular y su condición de víctimas, que los culpables sean castigados y que se reparen injusticias estructurales e históricas.

El instrumento de su guerra política es la llamada cultura de la cancelación. Hay que cancelar –sostienen– y suprimir del lenguaje, de las redes sociales, de la escenografía de las ciudades –calles, estatuas, etc.– todas aquellas circunstancias, personas, expresiones que identifican como agresivas para su identidad. Eso explica la censura a autores, el castigo a docentes, el derribo de estatuas, o las campañas en las redes sociales contra quienes no consideran políticamente correctos. Y todo ello con carácter retroactivo, revisando la historia. En esto se demuestra cómo no solo estamos ante movimientos que reivindican una causa política o social, sino también ante una revolución cultural que no se para ante el ataque a derechos fundamentales como la libertad de pensamiento y expresión.

Animalismo

Otra expresión ideológica del antihumanismo actual es el animalismo, reflejado en la obra de autores como Peter Singer y en iniciativas legislativas como el Proyecto Gran Simio y con tentáculos políticos cada vez más presentes aunque aún minoritarios. Sus defensores señalan que como el ser humano es solo una especie más de la escala evolutiva, hay que reconocer a los animales parte de los derechos hasta ahora considerados como humanos. Es una ideología de moda en el mundo anglosajón, pero ya con ecos legislativos en Francia e incluso en España. Es significativo de lo absurdo de estos planteamientos que a los que quieren otorgar derechos a los animales no se les ocurre exigirles a los animales obligaciones como las que se exigen al ser humano, porque son conscientes de que al hombre podemos exigirle obligaciones porque es libre y responsable mientras que al resto de los animales no podemos exigirles lo mismo.

El reto trans-humanista

Y finalmente, el trans-humanismo. Es una propuesta ideológica basada en los avances de las ciencias y la nanotecnología en los campos de la genética, la cibernética, la inteligencia artificial y las neurociencias, que propugna una «mejora» del ser humano. Llega a proponer la promoción programada de un nuevo salto en la evolución del hombre que nos llevaría a crear una nueva especie, los post-humanos, que incluso podrían liberarse –dicen algunos autores– del soporte biológico de nuestra personalidad para integrarse en una red cibernética que, supuestamente, nos daría la inmortalidad. No se trata de curar –como hacía la medicina–, sino de transformar la naturaleza humana para mejorar la especie. Según el pensamiento transhumanista, nuestra especie es fruto de una evolución ciega guiada por el azar –postulado propio de la ideología evolucionista, como hemos visto antes–; pero los humanos estamos ya en condiciones de hacernos cargo de nuestra propia evolución como especie; y programar y diseñar el siguiente paso evolutivo.

Ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer

Las nuevas tecnologías permitirían este programa de mejora del hombre y de creación del nuevo post-humano. Las técnicas de reprogramación genética, la producción de órganos de sustitución en un medio animal o totalmente artificial y las posibilidades de hibridación entre hombre y máquina abren horizontes deseables, según esta ideología, para mejorar o sustituir a la actual especie humana por una nueva especie post-humana.

Algunas de estas propuestas pueden parecer de ciencia ficción y otras pueden ser razonables avances en la lucha noble contra la enfermedad y el dolor, pero lo cierto es que ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer. Estamos, por tanto, ante una ideología al servicio de un negocio; o quizá de un negocio que se viste de ideología presuntamente humanitaria.

Nihilismo, apuesta por nada

El fruto final de todos estos ismos es el nihilismo. La desconfianza en la razón ha supuesto un retorno al viejo nihilismo. Es la afirmación de que nada tiene sentido y de que las verdades no son objetivables, la idea de que el hombre es un ser abocado a un mundo caótico y sin propósito. Fue teorizado en el siglo XIX por Nietzsche, al que se puede considerar el pensador decimonónico más moderno hoy en día; de hecho, se sigue editando y leyendo. Su literatura es metafórica, apela al corazón y a los sentimientos, lo cual encandila a muchos. Esta apuesta por la nada como sentido y objetivo de la vida, este quitar valor a todo lo que existe, este rechazo a la razón clásica, a la ética, a las raíces cristianas de Occidente, va convirtiéndose en el humus cultural que impregna las tendencias de pensamiento del siglo XXI.

Lo que está en juego es lo mejor de la civilización humanista. Por ello conviene pensar en todo esto y no dejarse arrastrar sin más por la moda intelectual.

Benigno Blanco, en nuevarevista.net/

 

 

Juan Luis Lorda

La intensa personalidad y la compleja obra de Kierkegaard ha sido ocasión de muchos despertares de autenticidad cristiana en grandes autores protestantes y católicos, y ha irradiado luz sobre una enorme cantidad de temas.

Hay tres pensadores cristianos del XIX que fascinan a la teología del siglo XX: Newman, Dostoyevski y Kierkegaard. Curiosamente, llegan por cauces casi comunes a Alemania y Francia, y al conjunto del universo cristiano. Los tres tienen biografías, o partes de ellas, “dramáticas”. En Newman, su conversión. En Dostoyevski, su vida entera. En Kierkegaard (1813-1855), la segunda parte y sobre todo el final de su corta vida (1846-1855), cuando asume plenamente lo que considera su misión: hacer cristianos a los cristianos que no son cristianos.

Una vida dramática

Solo su (larga) estancia en la universidad tiene, en general, un tono despreocupado y juvenil, donde disfruta de la vida, de los amigos, de la cerveza y de la ópera (y de los cursos). Aunque siempre amenazado por la “melancolía” (depresión) y con la huella de una educación luterana seria y de la muerte de cinco hermanos.

El periodo de enamoramiento con Regina Olsen, bastante dramático también, da paso a la misión. Incluso el romper con ella es su forma de quemar las naves e iniciar su misión, en parte inspirado en Sócrates y en parte en Cristo. Como Sócrates, se siente llamado a interpelar con la ironía a sus conciudadanos daneses para que se den cuenta de que no son cristianos. Él se adelanta y quiere ser “cristiano” y trabajar por Cristo, y sabe que ese camino lleva a la cruz. Lo experimenta en las contradicciones y dificultades que padece hasta morir agotado física, psíquica y también económicamente.

Un conflicto de interpretaciones

Claro es que todo esto hace crecientemente intensa su vida y personalidad. Tenía mucha conciencia de ser “intenso”. Y esto, al mismo tiempo que nos admira, es una barrera para entenderlo, porque la mayoría no somos así. Además, lo puso difícil. Como parte del ejercicio de su ironía socrática (motivo de su tesis doctoral), escribió con distintos pseudónimos sus primeras obras. No es un mero juego, realmente quieren representar posiciones distintas, en las que él parece situarse perfectamente, pero la crítica no.

Su obra ha generado un “conflicto de las interpretaciones”. Atraídos por su oposición a Hegel, por su defensa a ultranza de la personalidad del “individuo” y por su concepto de “angustia” (existencial), se le considera inspirador del existencialismo de Heidegger y Sartre. Pero esto habría sorprendido y decepcionado a Kierkegaard. Porque, para Heidegger o Sartre, el existencialismo es asumir que no hay Dios y, por tanto, que hay que arreglárselas en la existencia sin esperar nada. Y para Kierkegaard es lo contrario: la verdadera realización de la existencia del individuo es cuando se pone delante de Dios, cuando supera el estadio estético (vivir buscando gustos) y el ético (intentar ser moral o decente por su cuenta) para reconocerse pecador y necesitado delante de Dios (estadio religioso). Así se encuentra a sí mismo (resuelve su angustia), así se hace individuo y así se hace cristiano.

Influencia en el personalismo

En cambio, le habría emocionado saber que su defensa del individuo tuvo un efecto directo en los “filósofos del diálogo”. Para Ebner y después para Buber fue un revulsivo espiritual, una conversión intelectual y personal. Los dos lo reconocen explícitamente. Para Martin Buber fue también una gran inspiración de su pensamiento social, para oponerse a los totalitarismos fascista y comunista, que de alguna manera siguen a Hegel, donde el individuo pasa a ser solo una pieza o un momento de la construcción de la sociedad, que es el verdadero fin y sujeto de la política. Con Ebner, la influencia de Kierkegaard entra en el conjunto de fermentos personalistas que renuevan la moral católica y, con Buber, también en la antropología cristiana.

Por otra parte, sería injusto no reconocer aquí el papel que el converso e intelectual Theodor Haecker tuvo en la recepción de Kierkegaard en el ámbito de lengua alemana. Captó inmediatamente la fuerza de su mensaje, lo tradujo y lo introdujo. Por él, muchos pensadores de lengua alemana encontraron a Søren Kierkegaard. Y además, Haecker escribió notables ensayos sobre él, como La joroba de Kierkegaard.

La renovación del protestantismo

Kierkegaard veía que los cristianos de Dinamarca estaban perfectamente acomodados y que se llamaban cristianos porque inscribían sus nombres en el registro civil, porque participaban esporádicamente en ceremonias y porque procuraban vivir con unos estándares de decencia pública. Todo era cristiano por inercia, pero sin ninguna tensión, sin ningún dramatismo, sin ninguna cruz. En otro tiempo aquella sociedad había sido transformada por el cristianismo, pero después todo iba al revés: El bienestar había transformado el cristianismo en una decoración inofensiva.

Precisamente esa crítica fue la que provocó el despertar de la conciencia de muchos teólogos protestantes, y especialmente de Karl Barth. La teología liberal protestante había hecho precisamente lo que Kierkegaard criticaba: limar todos los aspectos incómodos del cristianismo para que fuera aceptable a una sociedad acomodada, convertirlo en una vaga apertura a “lo divino” y en una inspiración de solidaridad (Schleiermacher) para personas que procuraban ser honrados ciudadanos.

Leyendo a Kierkegaard, Barth se dio cuenta de la disolución que esto entrañaba. No es la razón con la cultura de cada época la que debe juzgar la fe (porque la disuelve). Al contrario: es la fe, la revelación, la que va a juzgar a todas las épocas y todo lo humano, para convertirlos en cristianos. Es el famoso cambio de Barth entre la primera y la segunda edición de su comentario a la Carta a los Romanos. Aunque, más adelante, el Barth maduro no se sentiría tan cercano a Kierkegaard, en la medida en que aumentaba su conciencia eclesial. Kierkegaard, al final, resulta bastante individualista. Luego lo veremos.

El cristianismo de Kierkegaard

Entre la dificultad de interpretar a Kierkegaard y los tics intelectuales de las historias de la filosofía, se pueden encontrar presentaciones donde se omite que es cristiano o se menciona como un rasgo secundario, o incluso se le dibuja como un anticristiano, más o menos próximo a Nietzsche, por su crítica a la iglesia establecida.

Existe un pequeño libro de la editorial Aguilar (Mi punto de vista, 1988), con una traducción (probablemente del italiano) del poeta José Miguel Velloso. De paso hay que decir que la historia de las traducciones castellanas de Kierkegaard es “interminable”. Y es obligado mencionar a Unamuno, que quiso aprender danés para leerlo directamente y lo imitó todo lo que pudo. La traducción de Velloso (a pesar de su deuda italiana) tiene algunas ventajas: la primera, que se lee muy bien; la segunda, que reúne tres escritos claves de Kierkegaard donde declara cómo se siente cristiano y cómo entiende su misión. El más largo, Mi punto de vista, es de 1846 y fue editado póstumamente por su hermano (obispo de la iglesia de Dinamarca). Además, el breve texto Ese individuo, donde defiende que llegar a ser plenamente individuo es también llegar a ser cristiano. Después, muy breves también, Sobre mi labor como escritor (1849) y Mi posición como escritor religioso (1850). Estos escritos, firmados por él sin pseudónimo, no dejan lugar a dudas sobre la intensidad con la que Kierkegaard quería ser y dar testimonio cristiano. Son como su testamento intelectual.

Kierkegaard y Cristo

Desde luego, Kierkegaard no es un cristiano convencional. Precisamente su misión era oponerse a convertir el cristianismo en una convención social. Había recibido una educación intensamente cristiana y piadosa de su padre, aunque a veces se exagera este punto. La guardó en el corazón toda la vida.

Lo más emocionante es que se puede observar una especie de identificación creciente con Cristo, sobre todo en su última época. En eso recuerda mucho a Dostoyevski. No solo admira la figura de Cristo y mueve su devoción, también se ve identificado con él cuando padece las incomprensiones a que le lleva su misión.

Consultando sobre esto a José García Martín, especialista español en Kierkegaard, me escribía: “Respecto a su adhesión a Cristo, he de decir que fue total y comprometida existencialmente a partir de su conversión espiritual, aunque sin llegar a un ‘martirio de sangre’, aunque sí que sacrificó su vida y fortuna. De hecho, la podemos considerar la figura más significativa y determinante en su vida y obra”.

Por cierto, que este autor tiene un notable ensayo sobre la recepción de Kierkegaard en América latina. Muchos artículos que se pueden encontrar online, y, entre ellos, una excelente Introducción a la lectura de Søren Kierkegaard.

Cornelio Fabro, los Diarios y la Ejercitación

Para acceder al alma de Kierkegaard están, ciertamente, esas obritas que hemos mencionado en Mi punto de vista. Y están sus Diarios. No disponemos en castellano más que de una selección.

En este terreno y en el de la interpretación general cristiana de Kierkegaard ha jugado un papel importantísimo el filósofo tomista Cornelio Fabro. Hizo una muy meritoria traducción italiana en muchos volúmenes, así como muchos estudios y una excelente introducción a los diarios, que ocupa un volumen entero de la edición italiana y da una panorámica clarividente de su vida y obra. Existe una interesante entrevista grabada, que se encuentra online. Fabro hizo también una edición italiana de su Ejercitación del cristianismo.

La ejercitación del cristianismo (1848) es una de las grandes obras cristianas de Kierkegaard. Fue publicada con el pseudónimo de Anticlímacus. Como hemos dicho, los pseudónimos en la obra de Kierkegaard suelen introducir cambios de perspectiva difíciles. Pero aquí usa el pseudónimo porque, por así decir, no se ve a la altura para hablar en nombre propio. En el prólogo aclara: “En este escrito […] la exigencia: ser cristiano, es forzada por el seudónimo hasta el más alto grado de idealidad […]. Ha de oírse la exigencia; y entiendo lo dicho como dicho solamente a mí mismo –que debería aprender no sólo a buscar amparo en la ‘gracia’, sino a confiarme en ella respecto del empleo que hago de la ‘gracia’”. Cito por el primer volumen de la meritoria traducción que hizo Guadarrama de varias de sus obras (1961).

Kierkegaard ecuménico

Al observar estas menciones a la ‘gracia’, así como su crítica a la iglesia protestante establecida, algunos lo entendieron cercano al catolicismo.

La cuestión es compleja. Quizá sería mejor decir que Kierkegaard es un personaje “ecuménico”, no cuadra del todo con ninguno, aunque tiene un mensaje para todos, porque afecta a algunos aspectos auténticos y centrales del cristianismo: un apasionado amor a Cristo, una conciencia de la necesidad de Dios en el ser humano, y un anhelo de su salvación.

Kierkegaard no llegó a percibir la hermosura de la liturgia y su relación profunda con el ser de la Iglesia. Esa experiencia no pertenecía a su mundo. Él veía una iglesia establecida que se confundía con la sociedad tradicional danesa y cuyo centro más auténtico era la predicación.

Él se había preparado en la universidad para ser pastor; era la ilusión de su padre, y, en distintos momentos, lo deseó con fuerza y dio pasos. También le atrajo y ejerció de diversos modos la predicación, dejando un curioso y complejo legado de “sermones edificantes”. Pero pronto comprendió que su misión era mucho más solitaria y socrática cristiana. No era desde dentro del sistema, sino más bien desde fuera, desde donde él tenía que interpelar y morir por la causa.

Conclusión

Una de las cosas que más sorprende en la inmensa bibliografía sobre Kierkegaard es la obra del filósofo americano Jon Stewart. Además, de varias monografías escritas por él, ha dirigido una amplísima serie de colaboraciones sobre la influencia de Kierkegaard en todos los aspectos del pensamiento, incluyendo la teología (3 volúmenes). Desde el punto de vista católico, hemos mencionado a Cornelio Fabro, y también se deben mencionar los clásicos ensayos de Régis Jolivet. En filosofía, Mariano Fazio tiene una Guía del pensamiento de Kierkegaard, que se puede consultar online, y la voz correspondiente en la enciclopedia online Philosohica. Y Sellés, un estudio sobre la antropología de Kierkegaard.

Por supuesto, hay muchísimo más. Kierkegaard es un autor que necesita introducciones para no perderse en los laberintos que él mismo montó y en los que han montado sus comentaristas. Sin olvidar nunca que Mi punto de vista, con sus ampliaciones, es realmente su punto de vista.

Juan Luis Lorda, en omnesmag.com/

Fernando Reinares

La práctica especializada del terrorismo por parte de organizaciones clandestinas de dimensiones reducidas, con la intención de afectar la distribución del poder, constituye un fenómeno que ha adquirido particular notoriedad en las sociedades industriales avanzadas, sobre todo desde el final de los años sesenta, aunque su intensidad y  duración denote variaciones significativas de unos países a otros. Tales variaciones dependen, en gran medida, de la mayor o menor vulnerabilidad de las distintas politeyas con respecto a la formación y persistencia de los grupos terroristas, que a su vez viene condicionada, en un primer momento, por la estructura de control preventivo  existente.  De  aquí que, como se verá a lo largo del texto, el terrorismo resulte técnicamente más verosímil en regímenes de carácter tolerante que en otros de rasgos represivos, excepción hecha del terror perpetrado por agencias oficiales. Así, la eficacia de una adecuada respuesta estatal contribuirá notablemente, en un segundo momento, a explicar por qué el terrorismo arraiga o deviene más duradero en unas democracias liberales que en otras. Dicha respuesta estatal ante el desafío que semejante violencia plantea al monopolio de la coacción física reclamado para sí por las autoridades incluye medidas de carácter político, legal y policial. Medidas que, si bien pueden ser interpretadas como efecto de la propia actividad terrorista, constituyen al mismo tiempo un factor que incide notablemente sobre la reproducción o decadencia de las organizaciones clandestinas. En el último apartado de este artículo se ofrecen, precisamente, algunas consideraciones acerca de la transnacionalización del terrorismo eventualmente producida cuando algunos de los actores colectivos que lo pretenden llevar a cabo encuentran amenazada su supervivencia por los constreñimientos impuestos en los confines de un país; situación que constituye, además, uno de los puntos de  partida  de lo que se conoce como terrorismo internacional, el cual opera de modo preferente, asimismo, en el espacio geopolítico configurado por las sociedades industriales avanzadas.

Terrorismo y estructura de la oportunidad política

Tres son los rasgos básicos cuya combinación permite distinguir al terrorismo de otras formas de violencia colectiva llevadas a cabo con la intención de afectar la distribución del poder, ya sea en el ámbito interno o en la esfera internacional. Un acto de violencia es terrorista, en primer lugar, cuando sus efectos psíquicos, tales como reacciones emocionales de ansiedad o amedrentamiento entre quienes pertenecen a un determinado segmento de la población, exceden con creces cualesquiera consecuencias materiales provoca en términos de daño físico a personas o cosas [1]. En segundo lugar, para que dicha violencia adquiera semejante impacto, además de resultar impredecible y en general sistemática, destaca por ir dirigida principalmente contra blancos seleccionados en atención a su relevancia simbólica en el seno de un marco cultural e institucional vigente, lo que no excluye la indiscriminación inherente a tales  acciones [2]. Blancos  cuyo  quebranto  hace  que  el  terrorismo,  al  tratarse de un medio con el cual se irrumpe en la pugna por el poder, constituya por último un procedimiento diseñado con objeto de transmitir algún tipo de comunicación política que sirva para fortalecer unas fidelidades y debilitar otras [3].

Así concebido, el terrorismo puede ser practicado por diversos actores políticos, individuales o colectivos. En cualquier caso, dicha violencia adquiere un cariz insurgente cuando su intención es la de modificar un orden político establecido; es vigilante, por el contrario, si aspira a preservar las relaciones de poder existentes. Cabe, asimismo, diferenciar entre aquellos supuestos en los que se hace un uso táctico o auxiliar del terrorismo y otros en los que viene utilizado de manera preferente o estratégica [4]. Las organizaciones terroristas son, a este respecto, una clase peculiar de grupos políticos en cuyo repertorio de acción colectiva ocupa lugar preferente, estratégico por tanto, el uso de esa forma de violencia. Lo ilegal de su práctica explica, en buena medida, tanto la naturaleza clandestina que les es propia como lo reducido de su tamaño. Ahora bien, es posible además distinguir a las organizaciones terroristas, de acuerdo con una tipología aplicada a distintas configuraciones de la acción colectiva [5], según la orientación adoptada por la movilización que protagonizan, ya sea proactiva, cuando introduce en la arena política nuevas demandas o persigue algunas hasta entonces subordinadas, o reactiva, si obedece a posiciones previas de influencia o a la defensa de intereses bien acomodados en una determinada politeya.

Este uso sistemático del terrorismo, al margen de la orientación que caracteriza su práctica por parte de organizaciones clandestinas, no parece haber acontecido de igual modo en los distintos regímenes políticos conocidos dentro de las sociedades industriales avanzadas, aun cuando sean comunes a todos ellos, en mayor o menor medida, las situaciones de conflicto susceptibles de generar los procesos que pueden dar lugar, eventualmente, a la génesis de aquella violencia. Incluso en los confines de un determinado país, el terrorismo ocurre a menudo en oleadas, o cuando menos denota variaciones significativas en su frecuencia e intensidad a lo largo del tiempo. Canadá, por ejemplo, registró una concentración de atentados entre finales de los años sesenta y primeros setenta, realizados sobre todo por una facción radicalizada del movimiento nacionalista quebequés. Algo similar a lo ocurrido en los Estados Unidos de América, si bien llevados a cabo en este caso por distintas organizaciones clandestinas de desigual consistencia, muy limitada capacidad operativa y más bien escasa duración. La violencia terrorista en Irlanda del Norte, ya de mayor frecuencia e intensidad que las aludidas, perpetrada sobre todo por sectores del movimiento republicano, pero también por otros de lealtad británica, alcanzó sus máximos niveles durante la primera mitad de los años setenta. Los períodos álgidos de un terrorismo asimismo particularmente notorio, en el que confluyen organizaciones de distinto signo ideológico, coinciden en Italia y España, por su parte, con un paralelismo sorprendente, a lo largo del lapso de tiempo que transcurre entre mediados de los setenta e inicios de los ochenta.

A partir de lo antedicho es posible sugerir que el nacimiento y la evolución de los grupos terroristas depende, en alguna medida nada desdeñable, y entre otras circunstancias, de la disposición de  un  conjunto de factores sistémicos que, pertenecientes al entorno político, pueden favorecer o constreñir la adopción estratégica de dicha forma  de violencia colectiva, así como su dinámica ulterior. Es decir, que dicho fenómeno se encuentre condicionado por el modo en que se configura  lo que en el estudio de los procesos de acción colectiva en general, y de los movimientos de protesta en particular,  viene  definido  como  estructura de la oportunidad política [6]. La estructura de la oportunidad política puede describirse en términos objetivos, pero también en términos subjetivos, en la medida en que su composición sea percibida por los actores afectados. Asimismo, la operacionalización de tales condicionamientos se halla sujeta a cada forma de acción colectiva y a cada contexto histórico específico. De este modo, en la constelación de factores que determinan la vulnerabilidad de cualquier politeya contemporánea ante la formación y persistencia de organizaciones terroristas cabe subrayar el comportamiento hacia las mismas del conjunto de actores colectivos presentes en la contienda por el poder dentro de las sociedades industriales avanzadas y, de modo singular, la estructura de control preventivo o de la respuesta institucional, prevalente según el tipo de régimen político de que se trate o de las peculiaridades de cada una de las politeyas afines, adoptada por parte de las agencias estatales depositarias de una violencia legal cuyo monopolio gestiona el correspondiente gobierno.

¿En qué regímenes resulta más verosímil la formación de organizaciones terroristas?

En tanto que actividad preferente del repertorio de acción colectiva desplegado por una organización política clandestina, el terrorismo requiere, para ser llevado a cabo, amasar paulatinamente y  por  anticipado los recursos humanos, materiales, societales y simbólicos imprescindibles, así como el establecimiento  de  canales  para  facilitar con posterioridad su provisión continuada.  En  consonancia,  salvo  que sea auspiciado deliberadamente desde agencias estatales, nacionales o extranjeras, lo cual reduciría sustancialmente los costes implicados en dicha movilización de recursos, especialmente en lo que atañe a los materiales y a los humanos, resultará más probable en el marco de regímenes políticos en los que adquirir control mancomunado sobre los mismos, con destino a la acción colectiva en general, al margen de su naturaleza específica, sea menos complicado. Es decir: en teoría, el terrorismo resulta más verosímil bajo formas de gobierno básicamente tolerantes, que tienden en mayor medida a permitir la emergencia de actividades colectivas en pos de objetivos  políticos,  con  independencia de los medios a través de los cuales se proyecte alcanzar los fines propuestos. Al contrario, las posibilidades técnicas de que pueda gestarse autónomamente son mucho menores en aquellos regímenes de carácter represivo donde se tiende a neutralizar por anticipado, de modo preventivo, mediante prohibiciones y graves amenazas, la libre materialización de iniciativas políticas, a excepción de las promovidas directa o indirectamente por las autoridades mismas [7].

Así, pues, no todos los regímenes políticos de las sociedades industriales avanzadas ofrecen condiciones igualmente favorables para la formación de aquellas organizaciones clandestinas en cuyo repertorio de acción colectiva predomine la práctica del terrorismo como medio para afectar la distribución del poder. Desde una perspectiva estructural y un punto de vista estrictamente técnico -al margen, por tanto, de otros factores sistémicos relevantes, tales como la intensidad de los conflictos sociales existentes [8] o de los rasgos de una particular cultura política [9], que pudieran actuar como determinantes sobre las motivaciones para recurrir al terrorismo-, esta forma de  violencia  puede  surgir  con mayor facilidad, ante todo, allí donde la vigilancia estatal sobre las personas es menor. Esto es, allí donde los ciudadanos disponen de mayores libertades civiles (para reunirse, asociarse y cambiar el lugar de residencia o de trabajo, por ejemplo); donde la autonomía de los medios de comunicación con respecto a la autoridad establecida es más notoria (lo que incide de modo especial en el caso del terrorismo, forma de acción colectiva para la que el impacto publicitario de sus acciones es esencial); donde el tránsito de fronteras es más sencillo (facilitando con ello movilidad, refugio e intercambios); o, simplemente, donde existe una economía basada sustancialmente en el mercado, más diversificada, por tanto, y en la que proveerse, legalmente o no, de dinero canjeable, municiones y armamento.

Como es obvio, tales características no son propias de los regímenes de signo totalitario, hasta hace poco habituales en Europa Oriental. En el tipo ideal correspondiente a dichos regímenes, una élite organizada y homogénea en su composición, comprometida con una ideología exclusiva muy desarrollada, monopoliza el poder y controla el partido único, así como sus organizaciones de masas, debilitando sobremanera el pluralismo social y vigilando el cumplimiento de sus directrices mediante una policía secreta que ha dado lugar con frecuencia al terror institucional a gran escala, bajo el cual se hace más que difícil cualquier forma de oposición política activa, especialmente si pretende adoptar perfiles violentos [10]. Paradójicamente, la escasa vulnerabilidad técnica de las politeyas totalitarias ante el terrorismo coincide con regímenes de parca legitimidad, como las reacciones populares al hilo de su reciente y múltiple desmoronamiento al otro lado del extinto Telón de Acero han puesto en evidencia, donde en principio la propensión al uso de la violencia como medio radicalizado para acarrear cambios en la estructura y distribución del poder sería mayor.

Por el contrario, las características antes mencionadas pertenecen, en conjunto, a las democracias liberales con una economía basada principalmente en la concurrencia del mercado, casi exclusivas hasta hace bien poco del entorno europeo occidental, japonés y norteamericano. Regímenes en los que se garantizan las libertades públicas, existen mecanismos para facilitar la participación política efectiva, hay instituciones representativas que denotan la voluntad de la ciudadanía y tienen lugar, a intervalos regulares, elecciones libres en las que distintos partidos compiten por el voto popular y de las cuales emanan tanto parlamentos como ejecutivos  responsables  que desempeñan sus funciones durante un período limitado de tiempo, tras el cual  pueden  ser  reemplazados [11]. En  el seno de las democracias así descritas  encuentran su mejor acomodo conocido el elenco de asociaciones autoconstituidas que se conoce como sociedad civil, expresión de una esfera pública autónoma la cual tiene importancia respecto al tema objeto de este artículo, en la medida en que, de forma imprevista, pueden articularse también en ella entidades como los mercados ilegales, las sectas destructivas o los propios grupos terroristas. Además, en las democracias liberales existen fuentes de información alternativas a las oficiales y acceso relativamente fluido a los medios masivos de comunicación. Cierto que dicho acceso no es completamente libre, pero cabe poca comparación, en este sentido y respecto a una actividad tan necesitada de publicidad como la terrorista, con sociedades totalitarias donde los medios de comunicación  de masas quedan  controlados  cuidadosamente por quienes detentan el poder e incluso el uso no autorizado  de  fotocopiadoras es  visto  como un crimen contra la  seguridad del Estado [12]. En     definitiva, el terrorismo se beneficia sobremanera de los derechos y libertades civiles inherentes a las democracias liberales [13]. Paradójicamente, sin embargo, la teórica mayor vulnerabilidad técnica ante el terrorismo coincide, en el caso de las politeyas democráticas propias de sociedades industriales avanzadas, con regímenes que alcanzan elevadísimas cotas de legitimidad y un amplio consenso entre la población acerca de la forma de gobierno más deseable, lo que reduciría notoriamente la propensión al disentimiento violento entre la ciudadanía. La mayor vulnerabilidad de las democracias liberales ante la formación de organizaciones terroristas denota, pues, en su aspecto técnico, la también mayor apertura del régimen en lo que atañe al acceso político. Lo cual no impide que las posibilidades de que dicha violencia colectiva ocurra o se perpetúe puedan reducirse mediante el establecimiento de barreras a su movilización inicial o la adopción de medidas adecuadas que no supongan un quebranto al Estado de derecho vigente en tales regímenes.

Empero, desde una óptica española no puede eludirse un comentario acerca de que buena parte de los rasgos meramente técnicos referidos a una situación de relativo menor control estatal como la descrita con anterioridad se han hallado presentes, cuando menos durante ciertos períodos de tiempo y en un grado que adquiere aquí gran relevancia, en el marco de las politeyas autoritarias que, por ejemplo, la frontera meridional de Europa ha conocido hasta hace bien poco. En tales regímenes coexistieron un dirigente (o una minoría dirigente) con extensos poderes, cuyo uso sin rendir cuentas ante los gobernados revela arbitrariedad, dentro de constricciones formales mal definidas pero suficientemente claras, en un contexto más dotado de actitudes mentales prevalentes que de ideologías articuladas y con escasa movilización de los ciudadanos, donde el pluralismo sociopolítico queda muy limitado por las normas jurídicas, aunque las autoridades pueden verse obligadas a tolerar la autonomía de determinadas entidades, como las eclesiásticas [14]. Podría afirmarse, por tanto, que si bien la aparición del terrorismo parece ocurrir con mayor facilidad bajo politeyas democráticas, es igualmente cierto que las posibilidades de que surja en el contexto de regímenes autoritarios son también relativamente elevadas, especialmente si se encuentran coyunturalmente debilitados, en crisis debido a su precaria legitimidad o acaso en trance de liberalización, en cuyo caso la vulnerabilidad no es tanto una cuestión de principio como de incapacidad gubernamental. De otro modo: hay situaciones en las que los cauces para la expresión legal de la oposición se encuentran bloqueados, pero la represión del régimen es ineficiente, por lo que el terrorismo insurgente resulta, por así decirlo, doblemente verosímil, al coincidir las causas permisivas con otras directas [15]. Ahora bien, en tales circunstancias deviene igualmente probable la aparición de un terrorismo de carácter vigilante, facilitado quizá por las propias autoridades a fin de complementar la menoscabada capacidad represiva del régimen autoritario.

No será difícil encuadrar, a partir de aquí, la formación de organizaciones terroristas en España, extraestatales y paraestatales, insurgentes y vigilantes, durante la última fase del franquismo [16]. Por lo mismo, cabe hoy imaginar una mayor vulnerabilidad estructural  ante la formación de dichos grupos clandestinos en los sistemas políticos del este de Europa en vías de democratización. Aun cuando no se hayan completado en ellos eventuales procesos susceptibles de generar organizaciones terroristas de signo insurgente, dicha forma de violencia se ha hecho manifiesta, en relación, sobre todo, a conflictos interétnicos, como parte de diseños bélicos a mayor escala o en el marco de conflictos menores pero insuficientemente regulados. Obsérvense, siquiera como resultado de modificaciones significativas en el elenco de circunstancias técnicas que, informadas por la reformulación del orden político, facilitan una estructura de la oportunidad más favorable al uso de la violencia por parte de pequeños grupos armados, los numerosos secuestros de aeronaves rusas registrados en los últimos años. Aunque las politeyas antes totalitarias heredan tras el colapso del comunismo, entre otras cosas, policías altamente eficientes en las tareas de vigilancia y represión, ello no necesariamente constituye una herramienta a disposición de los nuevos gobiernos elegidos en tales países e incluso puede utilizarse parcialmente para conspirar en la desestabilización de las democracias recién instauradas o dificultar el proceso de cambio con el fin de mantener determinados privilegios adquiridos por los miembros de aquellos cuerpos en el pasado. A modo de ejemplo, a los sectores más extremistas de la antigua policía política se atribuye la colocación del artefacto que el 2 de junio de 1990 explosionó en pleno centro de Praga, causando veinte heridos, a una semana de las primeras elecciones generales y libres celebradas en la hoy desaparecida Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista [17].

En suma, la estructura de la oportunidad  política más favorable a la formación  de organizaciones terroristas es aquella  en  la  cual resultan relativamente menores los costes que implica movilizar cuantos recursos resultan necesarios para el despliegue inicial de dicha forma de violencia colectiva. Su configuración más sobresaliente corresponde a la propia de las democracias liberales, por lo que es menester detenerse en ellas con mayor detenimiento. Constreñidos por las limitaciones jurídicas que imponen como prioridad ineludible la salvaguardia de los derechos civiles de la ciudadanía, tales regímenes, pese a disponer de cotas elevadas de legitimidad y consenso, lo cual reduce sobremanera la propensión al disenso radical, devienen más vulnerables al surgimiento de grupos orientados finalmente hacia el uso ilegal de la violencia debido a las dificultades que entraña instaurar medidas eficaces  de seguridad con carácter preventivo sin lesionar al tiempo las libertades públicas constitucionalmente garantizadas. De este modo, los gobiernos de los regímenes democráticos suelen verse obligados a reaccionar ante el terrorismo. si tiene lugar, del mismo modo que lo hacen ante cualquier otro tipo de acción mancomunada diseñada por actores políticos emergentes, es decir, una vez iniciada, considerando más bien posteriormente la posibilidad de intervenir sobre los costes que su práctica supone. La eficacia de dicha reacción contribuye notablemente a explicar por qué el terrorismo arraiga o se hace más duradero en unas democracias que en otras. De otro modo, da cuenta de las variaciones en la estructura de la oportunidad política con respecto al terrorismo entre regímenes democráticos y, dentro de cada uno de ellos, a lo largo del tiempo.

El control estatal del terrorismo en las democracias liberales

Inicialmente, cualquier gobierno sometido a las normas propias de un régimen democrático tenderá a dificultar la persistencia, más allá de su eclosión inicial de organizaciones clandestinas especializadas en la práctica del terrorismo político, puesto que el carácter prevalente de dicha forma ilegal de acción colectiva, pese a lo reducido de sus dimensiones y lo acotado de sus actividades, supone habitualmente un desafío frontal al control de la violencia, de cualquier violencia, cuyo monopolio interno reclama para sí el Estado, así como un rechazo de los cauces legales de participación legal institucional o no institucional existentes. De hecho, una organización terrorista adquiere cierto poder, siquiera relativo, cuando se perpetúa pese a los esfuerzos llevados a cabo por el gobierno en sentido contrario, ya que en tal caso hace prevalecer sus intereses inmediatos sobre los de las autoridades. Hay ocasiones en que ello ocurre como consecuencia de cierta pasividad demostrada por quienes detentan el mando de las fuerzas estatales de seguridad, cual parece haber acontecido con el terrorismo de orientación xenófoba practicado en Alemania, desde hace ya algunos años, por grupos organizados de ideología neonazi. La consolidación de una organización terrorista durante un período significativo de tiempo puede también deberse  a que resulta auspiciada por determinados intereses hostiles al legítimo gobierno establecido y ubicados parcialmente en posiciones de autoridad dentro de agencias estatales vitales para el control de aquella violencia. En otras ocasiones, sin embargo, un grupo terrorista se mantiene más allá de su momento fundacional como resultado de una reacción institucional poco eficaz e incluso contraproducente que, o bien no altera las condiciones de la estructura de la oportunidad política favorables a la insurgencia, o bien las expande en beneficio de la organización clandestina. Frecuentemente, aunque no siempre, esto suele coincidir con el tiempo que los gobiernos y las fuerzas de seguridad subordinadas necesitan para adaptar su respuesta a la naturaleza del fenómeno terrorista tal y como se presenta habitualmente en las sociedades industriales avanzadas. Un proceso de aprendizaje cuya experiencia se tiende a acumular, por una parte, de tal manera que los procedimientos pueden resultar más diligentes y exitosos en el futuro; por otra, se transmite por medio de la cooperación bilateral o multilateral a los gobiernos democráticos de otros países, reduciendo con ello ese tiempo de adaptación, caso de que resulte necesario transcurrido.

De cualquier manera, la naturaleza minoritaria, secreta e imprevisible del terrorismo político practicado en sociedades democráticas altamente industrializadas plantea graves problemas a los gobiernos que tratan de diseñar políticas destinadas a neutralizar el fenómeno. Conviene recordar, en este sentido, que el terrorismo de mayor intensidad relativa practicado por organizaciones clandestinas de tamaño reducido constituye siempre una violencia colectiva de muy baja intensidad (comparada con otras como la guerra de guerrillas, los procesos revolucionarios o la guerra civil generalizada), tanto porque el número de individuos directamente implicados raramente supera los varios centenares en el contexto de poblaciones habitualmente pacificadas que alcanzan los millones de personas, como porque el apoyo social que pueda eventualmente suscitar es siempre minoritario, incluso entre las colectividades de referencia, aunque no deje de ser significativo en algunos casos [18]. Pese a ello, una primera opción consiste, si cabe, en que los gobiernos traten de aminorar, aplicando medidas políticas, aquellos conflictos de los que se derivan motivaciones favorables al uso de la violencia, como vía para su resolución. Lo cual, empero, suele ir en detrimento de los cauces constitucionales de representación e intercambio político existentes. Otro inconveniente es que los objetivos políticos perseguidos por una organización terrorista no siempre son explícitos; aparecen a menudo como algo maximalista o indeterminado, aptos para acciones expresivas pero poco accesibles a la transacción y, en cualquier caso, difícilmente negociables con el propio grupo clandestino, tal y como ambiciona, por cuanto ello implicaría su reconocimiento como interlocutor válido en detrimento de los actores que participan en las instituciones representativas y para menoscabo de la legitimidad misma del régimen.

Además, la progresiva regulación de los conflictos que han devenido parcialmente violentos no siempre garantiza la desaparición del terrorismo, al menos a corto plazo. En parte porque, más allá de un determinado momento, relativamente temprano en el caso de los grupos clandestinos y de acuerdo con una lógica que se acentúa también para las formaciones secretas, el objetivo de la propia supervivencia prevalece sobre los fines de índole programática, en una pauta común, por lo demás,  a cualquier  tipo de organización  política [19] . Así, es  frecuente  que las organizaciones terroristas prosigan su proceso de formación y persistan a pesar de haber fracasado en alcanzar las metas originalmente ambicionadas o con independencia de los cambios acaecidos en las circunstancias sociales, económicas, culturales o políticas que sirvieron para justificar, inicialmente, el uso de la violencia. La organización tiende a convertirse en un fin en sí misma, y el imperativo de su supervivencia hace que los dirigentes clandestinos promuevan la realización de actividades predatorias más propias del chantaje y la extorsión característicos de la criminalidad organizada que de una  violencia  desplegada con objetivos políticos. Incluso cuando cabe que un gobierno manifieste públicamente su voluntad de diálogo  y  comprensión,  tal actitud  puede ser interpretada como signo de debilidad por parte  de los dirigentes  de una organización clandestina, sirviendo  así de acicate  para  que persista en su actividad ilegal de violencia. En cualquier caso, el tratamiento estrictamente político del terrorismo, si hubiera lugar a ello, tiene un impacto diferencial según el contexto  de que se trate. Allí donde apenas  ha sido capaz de  articular  respaldo  social,  las  reformas  emprendidas por un gobierno minan más el atractivo de una estrategia terrorista y la organización que promueve dicha violencia queda aislada y tiende a fenecer, como ocurrió con el Front de  Libération  Québécois  (FLQ)  en los territorios francófonos de Canadá y  diversos  grupúsculos  terroristas en los Estados Unidos de América, a inicios de los años setenta [20].

En cambio, donde y cuando una organización  terrorista  ha logrado atraer, en forma de respaldo social, la sumisión y el sometimiento, activo o pasivo, en sectores significativos de la población de referencia, incrementa sus posibilidades de persistir a pesar de las eventuales transformaciones políticas emprendidas, al menos en tanto las fuerzas moderadas que operan en el mismo sector político que el grupo clandestino adquieran una posición de poder que les permita negar respaldo a los  violentos  y  estigmatizar  su  presencia  en el  espacio  público. Por ejemplo, el Provisional Irish Republican Army (PIRA) se desarrolló mientras que el movimiento en favor de los derechos civiles de la minoría católica norirlandesa era severamente reprimido y el régimen semiautónomo establecido en el Ulster, bajo dominio de la mayoría protestante, distaba de ser realmente democrático, entre otras  razones  por sus ingredientes discriminatorios. Empero, su violencia ha persistido a pesar de que los derechos de la población  católica  están  ya  mucho mejor protegidos, puesto que sigue gozando, por otros motivos, de la aquiescencia de segmentos  sociales  relativamente  importantes,  aunque minoritarios [21]. La transición democrática española y el autogobierno establecido en los territorios vascos peninsulares, sin precedentes en la historia y legitimado por la gran mayoría de sus  ciudadanos,  estimularon el abandono de la violencia y la disolución de una parte significativa de Euskadi ta Askatasuna, la llamada rama político-militar o ETA (pm), pero su facción militar, ETA (m), pugnó por persistir, aunque en los últimos años tropieza, entre otros no menos importantes obstáculos,  con la amenaza de un creciente aislamiento social y político [22]. Al margen de todo ello, el abandono de las armas por parte de los militantes menos radicales y el  empecinamiento de  los  más  intransigentes da lugar por lo común a escaladas de violencia,  de duración  e intensidad variable, incluso en situaciones en las que el terrorismo no es tan relevante como en los casos vasco y norirlandés, pues así ocurrió también con el Front National de Libération de la Corse (FNLC) después de que el gobierno galo promulgara una amnistía para sus activistas condenados y acordara cierto nivel de autogobierno para la región insular francesa [23].

Otro abanico de  respuestas disponibles  para  que  un  gobierno democrático trate de neutralizar al terrorismo, además de proteger los blancos potenciales mediante dispositivos de seguridad, incluye medidas coactivas de carácter tanto jurídico como policial. A este respecto, cabe señalar que la respuesta gubernamental al desafío terrorista ha dado lugar en buena parte de los países europeos a legislaciones especiales o de emergencia, las cuales, adoleciendo en numerosas ocasiones de cierta improvisación, heterogeneidad de contenidos, relativa imprecisión técnica y transitoriedad, han permitido suspender excepcionalmente algunos  derechos  constitucionales  como  los  relativos  a  la duración máxima de las detenciones preventivas de sospechosos, la inviolabilidad de los domicilios y el secreto de las comunicaciones interpersonales, siempre en relación con investigaciones referidas a la actuación de lo que viene tipificado como delitos de terrorismo y otros cometidos por bandas armadas [24]. Aunque se establecen garantías formales para tales suspensiones, apelando a la intervención judicial y el adecuado control parlamentario, en la práctica resultan relativas e insuficientes, por lo que al amparo de la ley se han cometido abusos en detrimento del Estado de derecho, especialmente cuando las legislaciones antiterroristas coexisten con un aparato policial ineficaz para hacer respetar la ley o para investigar y perseguir adecuadamente los delitos de terrorismo. Lo cual, en no pocos casos, lejos de servir para neutralizar al terrorismo, ha resultado contraproducente hasta el punto de fortalecerlo. Así pues, tanto desde un punto de vista ético como desde una óptica de eficacia, ya que ambos criterios han de combinarse en los regímenes de principios democráticos, se hace necesario que el diseño jurídico contraterrorista excluya componentes de naturaleza dudosa, quizá incontrolables y, corno ya se ha señalado, eventualmente contraproducentes, comunes por lo demás a las principales legislaciones especiales o de emergencia promulgadas en el entorno europeo occidental [25], aun cuando el menoscabo del Estado de derecho que entrañan sea aceptado como mal menor, para lograr una convivencia libre de los sobresaltos y las tragedias humanas asociadas al terrorismo, por buena parte de los ciudadanos y las ciudadanas afectados.

Resulta  obvio y  legítimo, en otro orden  de cosas, que los  gobiernos recurran al control de la violencia ilegal a través de los instrumentos propios de la violencia legal cuyo monopolio gestionan, para llevar a cabo las ya aludidas tareas de protección y  desarticular,  en  concreto,  las organizaciones secretas que practican el terrorismo. Ahora bien, el cariz minoritario, clandestino e imprevisible del terrorismo hace que dichas tareas resulten harto complicadas, puesto que, en lo relativo al control de dicho fenómeno, un arsenal sofisticado resulta  relativamente inservible sin  adecuados  métodos de detección y prevención futura  [26]. En este sentido, una herramienta esencial es la información, aunque sus operaciones, de nuevo, pueden acarrear no pocos  problemas al marco de derechos y libertades civiles existentes en una sociedad democrática, si bien distintas experiencias revelan que las operaciones  encubiertas  de los servicios secretos  pueden  llevarse  a  cabo en el marco de los límites impuestos por el ordenamiento legal y constitucional, lo cual requiere empero un control firme por parte del gobierno y del parlamento correspondiente [27]. La recolección de información es, sin embargo, clave para llevar a cabo una represión del terrorismo político que no genere daños a la ciudadanía circunstante o no involucrada. Esto es, para realizar una represión selectiva dirigida únicamente sobre las personas implicadas en la práctica de dicha forma de violencia ilegal, ya sean activistas o colaboradores. Una respuesta gubernamental represiva pero indiscriminada, que no distinga entre los terroristas y el entorno social circundante en cuyo seno operan, tiende a alienar a sectores significativos de la misma con respecto al gobierno. Sin inteligencia, sin información, un gobierno no puede hacer la distinción crucial, necesaria para una adecuada política contraterrorista. En este sentido, medidas tales como internar a sospechosos sin juicio, reiteradamente, suelen resultar contraproducentes. Tienden a crear simpatía popular hacia los insurgentes, al menos en los segmentos sociales afectados por eventuales acciones abusivas a cargo de las fuerzas y cuerpos de seguridad, o ya predispuestos por afinidad emotiva, ideológica o de intereses con alguna organización clandestina. Si los detenidos no son miembros, colaboradores o simpatizantes de la organización clandestina en el momento de su arresto, la probabilidad de que lo sean después, una vez liberados, es mucho mayor que la registrada en condiciones de normalidad. Todo ello aumenta la inseguridad, el desorden y la polarización social, contradiciendo así una de las funciones básicas en las tareas de todo gobierno y alimentando la consolidación del terrorismo con el cual compite.

Básicamente, un aparato policial que actúa de modo significativamente indiscriminado ante el desafío que plantea la presencia de organizaciones terroristas en su espacio competencia!, violando repetidamente las normas jurídicas existentes, se revela como un aparato policial ineficaz. Ineficaz para individuar a los sujetos responsables de los actos delictivos tipificados como terroristas. Las causas de dicha ineficacia suelen responder, en buena parte, a lo inadecuado de los servicios de inteligencia, vitales en la prevención y control de la violencia desplegada por organizaciones secretas; pero también pueden ir ligadas a la falta de control ejecutivo sobre las agencias policiales, especialmente necesaria cuando dichas fuerzas de seguridad disponen de orientaciones cognitivas poco adecuadas a lo que debe ser el mantenimiento de la paz civil en un Estado democrático de derecho. Algo de ello, o mucho, puede rastrearse en los numerosos comportamientos abusivos registrados en las provincias vascongadas durante los años cruciales de la transición democrática española, por parte de componentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad socializados en una concepción autoritaria  y  militar del orden público propia del régimen dictatorial precedente [28]. En ocasiones, por tanto, la  ineficacia  policial  para  contener  al  terrorismo en el contexto de sociedades democráticas no procede de la  inexistencia de servicios de información adecuados, sino,  por  paradójico que  pudiera parecer, de las dificultades gubernamentales para gestionar el monopolio de la violencia que se atribuye al Estado. En concreto, a un uso doloso y desviado de los  mismos,  por  instrumentalización o  inhibición. A veces, para agudizar  las repercusiones del terrorismo  con la delibera­ da intención de provocar una involución del orden político vigente en beneficio de determinados intereses privados. Así, por  ejemplo, cuando los jefes de los servicios secretos italianos reestructurados fueron obligados a dimitir en 1978, después de que  las  Brigadas  Rojas secuestraran y asesinaran al entonces Presidente de la República, Aldo Moro, se hizo público que pertenecían a una  logia masónica  implicada  en actividades de desestabilización política con la intención de quebrar el régimen democrático para instaurar otro de cariz autoritario, la cual había realizado además operaciones encubiertas, a través del aparato policial, promoviendo desde mediados de los años sesenta acciones terroristas  de signo neofascista cuyo resultado fue, en numerosas ocasiones, el de auténticas masacres [29]. Cuando las relaciones privilegiadas con los servicios secretos italianos no pudieron ya ser cultivadas con éxito, debido al incremento del control ejecutivo de las fuerzas  policiales,  el  terrorismo de extrema derecha entró en crisis y prácticamente desapareció [30]. Otras veces, el mencionado uso doloso y desviado de medios de control tiene como finalidad inmediata la de complementar la represión legal del terrorismo con métodos ilegales pero tenidos, desde un cierto punto de vista, como muy eficaces, sin que ello implique necesariamente una actitud hostil hacia la forma de gobierno existente, aunque desde luego nada respetuosa con su ordenamiento legal vigente. Así, en el caso español se ha llegado a procesar y condenar a dos policías acusados de instigar el surgimiento y facilitar la persistencia, durante buena parte de los años ochenta, de una asociación secreta  cuyas actividades  corresponden al concepto de terrorismo elaborado en el primer epígrafe de este artículo, los denominados Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), organización clandestina vigilante creada, paradójicamente, para combatir a otra insurgente como es ETA(m). Por tanto, parece haber ocasiones en las que funcionarios de agencias policiales se inspiran en los métodos del adversario.

Hasta aquí, lo antedicho permite identificar en la ineficacia de la respuesta policial una de las condiciones sustanciales para explicar que el terrorismo haya prendido y arraigado con más fuerza en unas democracias industriales que en otras, acaso ligado a la  eventual  precariedad de las instituciones políticas, como los casos  italiano y español  de los años setenta parecen sugerir. Si, por el contrario,  la respuesta  estatal a través de sus agencias especializadas es eficiente y  respetuosa  con el Estado de derecho, ello supondrá una amenaza seria para la consolidación o persistencia de cualquier organización  clandestina  dedicada  a la práctica del terrorismo [31]. Resultará así más verosímil que desaparezca desarticulada. Empero, no sin que la organización haga un esfuerzo  por sobrevivir incrementando sus actividades de  violencia,  tal  y como es pauta común de cualesquiera formas de acción colectiva desbaratadora cuya persistencia se ve seriamente amenazada [32]. De cualquier modo, la decadencia del terrorismo en  Europa Occidental coincide con  el desarrollo de sistemas internos de seguridad elaborados y  sofisticados que, combinados con la creciente cooperación internacional en el marco de un espacio policial común, han reducido sobremanera la estructura de la oportunidad favorable a las  organizaciones  clandestinas que lo llevan a cabo [33], si bien variedades más recientes de este fenómeno, ahora de cariz insurgente pero no ya principalmente proactivo sino reactivo, como el inspirado en idearios racistas y xenófobos, suponen un desafío importante a este entramado. La mejora en los mecanismos de respuesta policial ha sido acompañada en algunos  países con medidas legislativas adicionales de reinserción social  destinadas a incentivar la disociación de quienes, perteneciendo a una organización terrorista, estuvieran dispuestos a abandonar la violencia. El impacto combinado de ambas disposiciones ha resultado fundamental para que el terrorismo entrara en una fase de crisis en algunos de los casos, como el español o el italiano, donde había persistido con mayor virulencia.

Aunque este epígrafe se ha ocupado sobre todo, bien que someramente, de la respuesta estatal, en el  marco de las democracias  liberales de sociedades industriales avanzadas, ante la emergencia de un actor político dedicado a la práctica sistemática y  tendencialmente exclusiva del terrorismo, conviene recordar para concluirlo que hay otros actores implicados. Partidos políticos, sindicatos y asociaciones cívicas  de diversa condición pueden reaccionar asimismo, ya que son capaces de ejercer cierto control social sobre el terrorismo para evitar, entre otras cosas, que el terrorismo lo ejerza sobre tales instancias de la sociedad civil. No siempre lo hacen, empero. O  tardan  algún  tiempo en  hacerlo. A veces toleran la presencia del terrorismo por afinidades culturales, ideológicas, afectivas o de intereses, con la intención  quizá  de no perder espacio público de influencia o de ganarlo, en su caso. Pero las ambigüedades (manifestaciones ambivalentes de equidistancia entre la violencia de origen estatal y la  de  raigambre  terrorista  en el  contexto de un régimen democrático, por ejemplo) tienden a facilitar la movilización de cierto respaldo social hacia una organización armada, con lo que se contribuye a su persistencia. Cuando partidos o asociaciones moderadas tratan de instrumentalizar en tal sentido la violencia  terrorista suelen terminar por quedar sustancialmente sujetas, por  algún tiempo al menos, al control  ejercido  por  la  organización  clandestina que la práctica. Por tanto, además de intentar explicar por qué unas democracias resultan más vulnerables al terrorismo que otras  en  función de la respuesta estatal (política, legal o policial), es conveniente recordar que hay otras circunstancias relevantes,  entre  las que  conviene hacer referencia genérica a la gobernabilidad de los sistemas políticos [34] y mención específica a la rutinización de arreglos sociales que regulan  y  normalizan   la  conflictividad  política   mediante   pactos que implican  al conjunto de la población [35].  Acaso este argumento,  unido a

lo reducido de la población y la eficacia de las medidas de seguridad existentes, permite explicar en alguna medida la llamativa carencia de terrorismo en las sociedades de los países escandinavos, por ejemplo, donde los pactos corporativistas de gran  alcance  son  parte  constitutiva del orden político.

Transnacionalización del terrorismo y terrorismo internacional

En algunos casos puede suceder, como de hecho ha ocurrido y ocurre, que, si es posible, una organización terrorista  insurgente  en  peligro de extinción, debido  a las  respuestas  estatales que afronta,  se  repliegue o huya hacia lugares en los que permanecer a salvo de la represión, para preparar desde ellos nuevas acciones de violencia a  realizar  en el  seno del territorio sobre el que  tienen  jurisdicción  las  autoridades  a  las que se dirigen en última instancia sus reivindicaciones; o  para  operar,  contra los intereses de tales autoridades o contra blancos significados que permitan publicitar ciertas demandas, pero en los confines de otras politeyas estatales. Así, un grupo clandestino  puede  movilizar  recursos en un país determinado, porque las condiciones son allí más favorables, para llevar a cabo sus acciones en otro, donde resulta más  adecuado operar pero la movilización previa de recursos es muy problemática. Estas situaciones suponen una transnacionalización del terrorismo que constituye, en buena medida, uno de los puntos  de  partida  de  lo  que cabe denominar terrorismo internacional. De hecho, el primero de aquellos supuestos antes mencionados coincide con la experiencia de ETA en suelo francés o la del IRA en suelo de la República de Irlanda. El segundo, con la actividad terrorista desplegada por  diversos  grupos  palestinos, armenios y croatas, entre otros, en diversos países europeos y norteamericanos. Así, desde finales de los años sesenta, puesto que el reconocimiento de la causa palestina era un objetivo prioritario para sus defensores y dado que el uso de la violencia terrorista en  territorio  israelí resultaba harto difícil debido a que las medidas de seguridad existentes apenas permitían una estructura de la oportunidad favorable para operar, se produjo una transnacionalización de la misma, inicialmente a cargo del Popular Front for the Liberation of Palestine (FPLP) en distintos países europeos, ocasionando un efecto de contagio en otros grupos con similares agravios que hacer públicos e idénticas dificultades para movilizar recursos y desplegar sus acciones de violencia  en  los ámbitos de referencia [36].

Resulta  llamativa,  en  cualquier caso,  la  predilección  del terrorismo transnacionalizado y del terrorismo internacional, que trata  de afectar la distribución del poder a escala global, por adoptar como teatro operativo las sociedades industriales avanzadas con regímenes políticos tolerantes. Sin duda, las organizaciones terroristas implicadas se benefician para sus actividades de los mismos factores que hacen más verosímil la propia aparición del terrorismo endógeno en tales ámbitos. ¿Qué hace de Europa occidental  el  marco geopolítico  más  propicio  para la transnacionalización del terrorismo y para las  actividades del  terrorismo internacional propiamente dicho? A ello contribuyen determinadas condiciones que, en consonancia con la mayor  vulnerabilidad  técnica ante el terrorismo propia de los regímenes políticos ubicados en dicho espacio, configuran en el mismo, de manera no intencionada, una estructura de la oportunidad, ahora a escala del sistema mundial, favorable tanto para la movilización de  organizaciones armadas clandestinas como para sus acciones de violencia. En  primer  lugar, una geografía compacta con extraordinarias facilidades para el transporte y fronteras de relativo libre tránsito. En segundo término, una elevada concentración de objetivos potenciales, en virtud de la confluencia de centros neurálgicos de la actividad diplomática, política, económica y militar. Tercero, una tupida red de medios masivos de comunicación capaces de transmitir, universal y simultáneamente, cualquier acción violenta de cierta envergadura o impacto. En cuarto lugar, un excelente acceso a los mercados clandestinos de armamento. Por último,  un  elemento  no menos importante es la presencia de numerosas y extensas comunidades inmigrantes, segregadas en buena medida, en las que pueden encontrar apoyo logístico y cobertura organizaciones armadas de su mismo origen. La transnacionalización del terrorismo, provocada por los constreñimientos que encuentran para operar  las organizaciones clandestinas  en los confines de un determinado país, ha facilitado asimismo, como ya se ha apuntado, la eventual promoción o instrumentalización de grupos armados por parte de determinados Estados, en función de sus intereses estratégicos a la hora de minar la estabilidad de algunos países o áreas geográficas [37]. A la hora, por tanto, de alterar la estabilidad del orden mundial. En este sentido, el terrorismo internacional ha podido constituirse, eventualmente, en un instrumento de guerra larvada. No es ocioso que dicho fenómeno se gestara en los años sesenta y alcanzara sus mayores dimensiones durante la década  de  los setenta,  en un contexto de guerra fría y en el marco de  la división  de  Europa  y del mundo en dos grandes bloques militares. En ese escenario,  las hostilidades entre esos dos grandes bloques se encontraban limitadas por la disuasión o capacidad recíproca de destrucción,  canalizándose  alternativamente hacia la promoción de estrategias persuasivas, por un  lado, y de  técnicas subversivas, por el otro [38]. En tanto que la persuasión se destinaba a modificar o consolidar sentimientos,  opiniones  y convicciones a través de la propaganda, la subversión tenía como objetivo promocionar a determinados   partidos  o  grupos   para  generar   inestabilidad   política e incluso provocar cambios drásticos en la distribución del poder nacional, susceptibles de incidir sobre el orden internacional.

La subversión inducida, que como toda estrategia similar aspira a sustraer a una población de la autoridad  administrativa  y  moral  del poder establecido para integrarla a otra, dio lugar a guerras limitadas o conflictos localizados de relativa baja  intensidad  en  países  periféricos del planeta. En las sociedades industriales avanzadas, más sólidas y menos desgarradas internamente, el terrorismo practicado estratégicamente por organizaciones clandestinas de dimensiones reducidas pudo constituir un vehículo para generar inestabilidad. Empero, la instrumentalización del terrorismo en tal sentido parece haber remitido notoriamente con el cambio político registrado en la antigua  Unión  Soviética y demás países del otrora bloque oriental. Tales acontecimientos coinciden también, pues, con la decadencia  de  la  oleada  que  dicha forma de violencia, sobre todo en su variedad insurgente y proactiva diseñada desde la extrema izquierda, ha registrado desde finales de los años sesenta dentro de las democracias industriales avanzadas [39]. No quiere esto decir que no pudiera haber países occidentales implicados. Existen, por ejemplo, datos relativos a la implicación de los servicios secretos estadounidenses en el terrorismo italiano de signo reactivo y procedente de la extrema derecha, buena parte de cuyos fundamentos correspondían a la estructura soterrada de subversión interna conocida como red gladio, que fue establecida a finales de los años cuarenta en distintos países  europeos,  a  iniciativa  del  gobierno  norteamericano, para hacer frente a una posible ocupación soviética, aunque décadas después se activara parcialmente  con  la  intención  de evitar  la  entrada de los comunistas en eventuales gobiernos  de coalición.  En  este  como en otros casos, la evidencia se añade a la que, con respecto a la pasada relación entre buena parte de los grupos  terroristas  de extrema  izquierda activos en Europa occidental a lo largo de las pasadas décadas y los gobiernos comunistas del ya desmantelado bloque  soviético,  ha surgido al compás de la democratización de países otrora totalitarios.  Sin embargo, de aquí a concebir el fenómeno terrorista, acaecido  a  lo largo de las pasadas décadas en distintas politeyas de las sociedades industriales avanzadas, como mero resultado de conspiraciones urdidas por servicios secretos de distintos países, cual ocurre con ciertas interpretaciones simplificadoras procedentes incluso de  recintos  académicos  [40], hay un trecho difícil de recorrer, aunque la importancia que adquiere la dimensión mundial del terrorismo no deba en modo alguno soslayarse.

Fernando Reinares, en cepc.gob.es/

Notas:

1   De acuerdo con el criterio sugerido por Raymond Aron  para  distinguir  como terrorista un acto de violencia en su Paix et guerre entre  les 11atio11s,  París: Calmann Levy, 1962, p. 176.

2   Este aspecto ha sido subrayado por Thomas  P. Thornton  en su artículo «Terror as a weapon of political agitation», en Harry Eckstein (ed.), Intemal War, Nueva York: Free Press, 1964, pp. 71-99.

3   En este sentido, Ronald Crelinsten, «Terrorism as political communication: the relationship betwecn the controller and the controlled», en Paul Wilkinson y Alasdair M. Stcwart (eds.), Contemporary Research 011 Terrorism, Abcrdecn: Aberdeen University Press, 1987, pp. 3-23.

4   En torno a  esta  tipología,  Luigi  Bonanate,  «Dimensión  del  terrorismo  político», en Luigi Bonanate (ed.), Dimensiona del terrorismo político, Milán: Franco Angeli, 1979; especialmente, pp. 134-140.

5   Sobre dicha manera de clasificar las diversas  formas  de  acción  colectiva,  véase Charles Tilly, From Mobilization to Revolution, Nueva  York: Random  House,  1978, cap. S.

6   La idea ha sido desarrollada formalmente  por  Charles  Tilly,  op. cit.,  cap.  4. También en Doug McAdam, Political Process and the Development of Black lnsurgency, Chicago: University of Chicago Press, 1982. Asimismo, con Sidney Tarrow, Struggling to Reform. Social Movements and Policy Change during Cycles of Protest, Ithaca, Nueva York: Cornell University Center for International Studies, 1983, pp. 26 a 34. Una interesante aplicación de la noción de estructura de la oportunidad política puede hallarse, además, en Hanspeter Kriesi, «El contexto  político de  los  nuevos  movimientos  sociales en Europa occidental», en Jorge Benedicto y Fernando Reinares (eds.), Las transformaciones de lo político, Madrid: Alianza, 1992, pp. 115-157.

7   Sobre la caracterización analítica de  las distintas  formas de gobierno en función  de la acción colectiva que facilitan, toleran o reprimen, véase de  nuevo Charles Tilly, op. cit.; especialmente, pp. 106-11S.

8   Empero, la intensidad de un conflicto social no incide tanto sobre eventuales expresiones de violencia que puedan emanar del mismo como su falta de regulación. Véase, en este sentido, Ralf Dahrendorf, Sociedad y libertad, Madrid: Tecnos, 1971, capítulo noveno, dedicado a elaborar las bases para una teoría del conflicto social.

9   Por ejemplo, se ha sugerido que, con independencia de la forma de gobierno existente, las estructuras estatales altamente diferenciadas y particularmente fuertes, dotadas de burocracias ampliamente extendidas y mecanismos institucionales de socialización muy desarrollados, tienden a transmitir una serie de valores significativamente más propensos a la participación en formas de acción colectiva radicalizadas y violen­ tas de lo que acontece en el seno de estructuras estatales catalogables como débiles. El argumento lo ofrece e ilustra Pierre Birnbaum en Sta/es and Collective Action: the European Experience, Cambridge: Cambridge University Press, 1988.

10    A este respecto, la colección de artículos reunidos por Jonathan R.  Adelman en Terror and communist politics: the role of the secrel police in comunist states, Boulder (Colorado) y Londres: Westview Press, 1984. Sobre los regímenes políticos totalitarios, véase Juan J. Linz, «Totalitarian and authoritarian regimes», en Fred 1. Greenstein y Nelson Polsby (eds.), Hadbook of political science, vol. 3, Macropolitical theory, Reading, Mass.: Addison Wesley, 1975, pp. 175-411.

11    Una revisión del concepto de democracia, los procedimientos que la hacen posible y los principios operativos gracias a los cuales opera, puede hallarse en Philippe C. Schmitter y Terry L. Karl. «What democracy is and is not», Joumal of Democracy, vol. 2 (1991). pp. 75-88.

12    Alex Schmid y Janny de Graff, Violence as Communication: lnsurgent Terrorism and the Western News Media, Beverly Hills: Sage, 1982; especialmente, pp. 5-57.  En torno a la relación entre violencia terrorista y medios masivos de comunicación en el contexto de las sociedades industriales avanzadas,  véanse  también  los trabajos citados a continuación: Philip Schlesinger,  «Terrorism,  the  media, and  the liberal democratic state: a critique of the orthodoxy», Social Research, vol. 48 (1981), pp. 74-99; David L. Paletz y Alex P. Schmid (eds.), Terrorism and the Media, Newbury Park y Londres: Sage, 1992;  Michel  Wicviorka  y  Dominiquc  Wolton,  Terrorisme  a la  une, París: Gallimard, 1987.

13    Sobre esta cuestión, Paul Wilkinson, Terrorism and the Liberal State, Londres: Macmillan, 1986 (primera edición de 1977); especialmente, pp. 69-177.

14    Para una caracterización de los regímenes autoritarios, Juan J. Linz, «Una teoría del régimen autoritario. El caso de España», en Manuel Fraga, Juan Velarde y Salustiano del Campo (eds.). La España de los años setenta, vol. 3, El Estado y la política, Madrid: Moneda y Crédito, 1974, pp. 1467-1531. Un análisis de las diferencias entre los dos tipos de regímenes no democráticos mentados, totalitarios y autoritarios, se encuentra en el texto ya clásico del mismo autor citado en la nota 10.

15    Martha Crenshaw, «The causes of terrorism », Comparative Politics, vol. 13 (1981).p.384.

16    Véase, sobre este aspecto, Fernando Reinares, «Sociogénesis y evolución del terrorismo en España», en Salvador Giner (ed.), España: sociedad y política, Madrid: Espasa-Calpe, 1990: especialmente, pp. 354-372.

17    La noticia fue difundida, entre otros, por el diario El País, con fecha 3 de  junio  de 1990. Con posterioridad han aparecido numerosas otras similares.

18    A este respecto, Noemi Gal-Or (ed.), Tolerating Terrorism in the West, Londres y Nueva York: Routledge, 1991. También, Cristopher Hewitt, «Terrorism and public opinion: a five country comparison», Terrorism and Political Violence, vol. 2 (1990); pp. 145-170.

19    James Q. Wilson, Political organizations, Nueva York: Basic Books, 1973.

20    Jeffrey l. Ross y Ted R. Gurr, «Why terrorism subsides. A comparative study of Canada and the United States», Comparative Politics, vol. 21, n. º 4 (1989), pp. 405-426.

21    Martha Crenshaw, «The persistence of IRA terrorism», en Yonah Alexander y Alan O'Day (eds.), Terrorism in lreland, London: Croom Helm, 1984, pp. 246-271. John Darby, «Northern lreland: the Persistence and Limitations of Violence», en Joseph V. Montville (ed.), Conflicl and Peacemaking in M11l1ietlmic Societies, Lexington, Mass.: Lexington Books, 1991, pp. 151-159.

22    Fernando Reinares,  «Nationalism  and  violence in  Basque  politics», Conflict, vol.  8, n. 05 2 y 3 (1988), pp. 141-155. Del mismo autor,  «Democratización y terrorismo en el caso español», en José F. Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Bias (cds.),  La  transición democrá1ica española, Madrid: Sistema, 1989, pp. 611-644. Véase, también, Francisco J. Llera, «Violencia y opinión pública en el País Vasco, 1978-1992», Revista Internacional de Sociología, n.º 3 (1992), pp. 83-111.

23    Michel Wieviorka, Sociétés el terrorisme, París: Fayard, 1988, p. 45.

24    A este respecto. Diego López Garrido. Terrorismo, polí1ica y derecho. LA legislación antiterrorista en España. Reino Unido, Republica Federal de Alemania, Italia y Francia, Madrid: Alianza, 1987. Asimismo, José A. Martín Pallín. «Terrorismo y represión penal». Claves de Razón Práctica, n. º 23 (1992), pp. 26-34.

25 Para ahondar en este tema, Antonio Vercher Terrorism in Europe. An lnternational Comparative Legal Analysis. Oxford: Clarendon Press, 1992. Así mismo, John E. Finn, Constitutions in Crisis. Political Violence and the Rule of law, Oxford: Oxford University Press, 1991.

26    Como ha recordado, entre otros, lrving L. Horowitz, «Political terrorism and state power», Journal of Political and Military Sociology. vol. 1, n.º 1 ( 1973), p. 149.

27    Sobre esta problemática, K. G. Robertson, «Intelligence, terrorism, and civil liberties», en Paul Wilkinson y Alasdair M. Stcwart (eds.), Contemporary Research on Terrorism, Aberdeen: Aberdeen University Press, 1987, pp. 549-569. Asimismo, John B. Wolf, «Controlling political terrorism in a free society», Orbis, vol.  XIX, n. º 4 (1976), pp. 1289-1308.

28    Una concepción como la analizada por Manuel Ballbé en su Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid: Alianza, 1985, cap. 12, dedicado al periodo franquista.

29 Sobre todo ello, Leonard Weinberg y William L. Eubank, The Rise and Fall of ltalian Terrorism, Boulder (Colorado) y Londres: Westview Press, 1987. pp. 119-133. Asimismo, Stefano Rodota. «La risposta dello stato al terrorismo: gli apparati», en Gianfranco Pasquino (ed.), La prava delle armi, Bolonia: 11 Mulino, 1984. pp. 77-9 l. El mejor y más exhaustivo tratamiento de estas cuestiones puede hallarse en Luciana Stortoni, «La repressione del terrorismo in Italia: l'intervento delle Forze dell'Ordine fino all'inizio degli anni oltanta»; Tesis Doctoral no publicada, European University Institute. Florencia (1992).

30    Así lo ha corroborado Rosario Minna en «Il  terrorismo  di  destra», en  Donatella della Porta (ed.), Terrorismi in Italia, Bolonia: 11 Mulino, 1984; especialmente, pp. 59-61.

31    John B. Wolf. Fear of fear. A Swvey of Terrorist Operations and Controls in Open Societies, Nueva York y Londres: Plenum Press, 1981.

32    Charles Tilly, op. cit., p. 136.

33    Junto a las referencias al caso italiano ya mencionadas, véase  para  Alemania Federal el documentado texto de Geoffrey Pridham, «Terrorism and the state in West Germany during the 1970s: a threat to stability of a case of political over-reaction?», en Juliet Lodge (ed.), Terrorism: a Challenge to the State, Oxford: Martín  Robertson,  1981, pp. 11-56. Sobre el tema norirlandés,  Yonah  Alcxander  y Alan  O'Day  (eds.),  Terrorism in lreland, Nueva York: St. Ma11in's Press, 1984. Acerca de la misma cuestión, pero en Japón, Peter Katzenstein y Yutaka Tsujinaka, Defending the Japanese State. Structures, Norms and the Polítical Responses to Terrorism and Violent Social Protest in the 1970s and 1980s, Ithaca, Nueva York: Cornell Universitv Press, 1991.  En  torno  al caso  francés, Didier  Bigo  et  Daniel  Hcrmant.  «Simulatio  et  dissimulation.  Les  politiques  de lutte contre le terrorisme en Franco», Sociologie du Travail, n.º  4 (1986),  pp.  506-526. Con respecto a la situación en España, Fernando Reinares, «Democratización  y  terrorismo en el caso español», op. cit.

34    Sobre dicha relación. Luigi Bonanate. «Terrorismo e governabilita», Rivista Italiana di Scienza Politica, a. XIII (1983), pp. 37-64.

35    Philippe C. Schmitter, «lnterest intermediation and regime governability in contemporary Western Europe and North America», en Suzanne Berger (ed.), Organizing lnterest in Western Europe: Pluralism, Corporatism, and the Transformation of Politics, Cambridge: Cambridge University Press, 1981. pp. 285-327.

36    Sobre la extensión del conflicto nacionalista palestino hasta dar lugar al terrorismo internacional, véase el capítulo l O en John W. Amos, Palestinian Resistance. Organización of a Nationalist Movement, Nueva York: Pergamon Press, 1980.

37    Grant Wardlaw, «Terror as an instrument of foreign policy», en David C. Rapoport (ed.), lnside Terrorist Organizations, Nueva York: Columbia University Press, 1988, pp. 237-259. Un interesante debate acerca del tema se encuentra en Robert O. Slater y Michael Stohl (eds.), Curren/ Perspectives on lntemational Terrorism, Londres: Macmillan, 1988. Véanse, asimismo, los textos compilados en Salustiano del Campo (cd.), Terrorismo lntemacional, Madrid: Instituto de Cuestiones Internacionales. 1984.

38    A este respecto, Raymond Aron, Paix et guerre entre les nations, op. cit., pp. 173-179.

39    En tal sentido, un ensayo sugestivo es el de Galia  Golan, Gorbachev's  New Thinking on Terrorism, Nueva York: Praeger, 1990.

40    Hay textos en los que se  ha enfatizado la  pasada  conexión  soviética  del  terrorismo internacional, al igual que ahora  se  hace  respecto  a  Estados  árabes  fundamentalistas o radicales. Así, Shlomi Elad y Ariel Merari, the  Soviet  Bloc and  World  Terrorism, Tel Aviv: Tel Aviv University Ccnter for Stratcgic Studics, 1984. Desde la perspectiva contraria, se subraya  el  papel  desempeñado  por  los  servicios  secretos  estadounidenses en la trama del terrorismo internacional.  Véase, a  título  de  ejemplo,  Noam  Chomsky, The Culture of Terrorism, Boston: South End, 1988

Ramiro Pellitero Iglesias

1.        Algunos desafíos educativos actuales

Hoy se pide por todas partes un proyecto educativo caracterizado para la interculturalidad, la interdisciplinariedad y la solidaridad, forzadas en cierto sentido por la globalización y por las crisis a las que nos enfrentamos (antropológica, ecológica, económica, sanitaria, etc.). Tener en cuenta ese marco es necesario para educar en general, y lo es también para la educación de la fe.

Avanzar en una educación con esas tres características reclama ante todo un fortalecimiento de la identidad de las personas en relación con su propia cultura. Precisan asimismo del respeto a la identidad de las ciencias humanas y sociales en relación con su propia naturaleza y método. Al mismo tiempo, hoy la religión requiere enseñarse desde el humanismo cristiano; es decir, desde una visión cristiana del hombre o desde una antropología cristiana [1].

En esa antropología se relacionan íntimamente la racionalidad, la experiencia (con sus aspectos afectivos) y la dimensión social de la persona (con sus aspectos familiares, socioculturales y eclesiales).

Detengámonos en las tres características apuntadas —interculturalidad, interdisciplinariedad y solidaridad— y en la cultura digital.

La interculturalidad viene pedida por el respeto al bien común y la promoción humana. El ambiente pluri-religioso no significa renunciar al anuncio del Evangelio, o caer en el relativismo, en el sincretismo o en el indiferentismo.

Por ello se nos invita a estar atentos, entre nosotros, por una parte, al relativismo que conlleva pasividad ante las necesidades, razones y valores de los demás; por otra parte, a una actitud de mera asimilación, que hoy se advierte ante los inmigrantes que proceden de otras culturas, a quienes se soporta en nombre de la mentalidad occidental consumista con pretensiones universalistas [2]. Además, la educación de la fe pide evitar la mentalidad fundamentalista y rigorista, y también la puramente defensiva.

En cuanto a la interdisciplinariedad, requiere mucho ejercicio; para empezar, en la mente de los educadores.

Como método para desarrollar, en la práctica, la relación entre fe y razón  y entre fe y cultura en una institución de inspiración católica, hace conveniente, en efecto, una educación de tipo interdisciplinar [3], tanto en la justicia a la realidad, como en la investigación y también en la dinámica misma de la tarea educativa.

Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal— abierta a la trascendencia. Essta tarea pide, por un lado, un exquisito respeto a la identidad y método de cada disciplina escolar y académica: y al mismo tiempo, una coherencia con la identidad y método propios de la enseñanza propiamente religiosa (enseñanza escolar de la religión).

Como disciplina escolar, es necesario que la enseñanza de la religión católica presente la misma exigencia de sistematización y rigor que las demás disciplinas (…). Es necesario que sus objetivos se realicen según la finalidad propia de la institución escolar. Respecto a las otras disciplinas, la enseñanza de la religión católica está llamada a madurar la disposicion a un diálogo respetuoso y abierto, especialmente en este tiempo en que las posiciones se confrontan fácilmente hasta llegar a violentos encuentros ideológicos. “De modo que a través de la religión puede pasar el testimonio-mensaje de un humanismo integral, alimentado por la propia identidad y por la valorización de sus grandes tradiciones, como la fe, el respeto de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural, de la familia, de la comunidad, de la educación y del trabajo: son ocasiones e instrumentos que no son de clausura sino de apertura y diálogo con todos, y con todo lo que conduce al bien y al a verdad. El diálogo sigue siendo la única solución posible, incluso frente a la negación de los religioso, del ateísmo y el agnosticismo” [4],[5].

La enseñanza de la religión —que no es una ciencia interdisciplinar, pero pide tener en cuenta la interdisciplinariedad— ha de hacerse, decíamos, desde el humanismo cristiano.

Esto significa que esa enseñanza debe presentarse no solo como un derecho — lo es, en cuanto forma parte del derecho de la libertad religiosa que tienen los padres a la hora de escoger la educación que desean para sus hijos—, sino también como una oferta cultural más rica.

Quizá valga la pena insistir en el “estilo” de la educación católica, que pide un clima de diálogo, de respeto, participación y colaboración con las familias para desarrollar el proyecto educativo. No se debe plantear la enseñanza de la religión como “catequesis” (dirigida a la práctica de la vida cristiana), sino como información reflexiva en el contexto del diálogo intercultural.

Esto no quiere decir que la enseñanza de la religión se oponga a la catequesis o la rechace. Más bien se trata de dos modalidades complementarias de lo que en la época de los Padres comenzó a llamarse catequesis en sentido amplio, es decir educación de la fe [6].

En el sentido actual, la catequesis o educación en la fe tiene su lugar propio en la comunidad cristiana: en las familias y en las parroquias; y también puede realizarse sin duda en las escuelas, accediendo a  los deseos de las familias     o de los alumnos que lo deseen, pero fuera de las clases de religión. En todo caso, al igual que la enseñanza religiosa escolar, la catequesis requiere hoy una profunda renovación e inculturación [7].

Vengamos ya a la cuestión que nos interesa: ¿cuál sería la contribución de la educación cristiana y católica en este marco? Si lo católico significa universalidad y plenitud, la educación de inspiración católica se sitúa en la línea de una propuesta de vida plena; con un horizonte de universalidad, capaz de promover el diálogo y establecer puentes, que conduzca a la unión entre la verdad y el amor, y facilite la reciprocidad del bien como fuente de civilización y verdadera humanización.

Esta aportación se traduce en la claridad y fuerza con que el espíritu cristiano puede ayudar frente a todo instinto egoísta de violencia y de guerra [8]. Pero no se trata de una “plenitud” que sería simplemente continuidad hasta lo más alto posible de lo humano. Lo cristiano significa siempre a la vez novedad: la novedad que trae Cristo como clave del sentido de la vida, del mundo y de la historia.

Así, el mensaje del Evangelio, centro de nuestro mensaje educativo, presenta   a Dios como Ser en relación, puro acto de amor. De ahí se deduce, para los cristianos, el desafío, que hoy se hace necesario con frecuencia, de ir contra corriente hasta dar la vida por el otro, cuando se ven violadas la justicia y la verdad [9].

Todo ello no ha de presentarse de modo meramente teórico o general, sino también para la vida cotidiana y ordinaria.

Es, en efecto, la vida ordinaria el “lugar” donde debe conjugarse la fidelidad a la propia identidad católica con la creatividad— la fidelidad auténtica es siempre dinámica— que hoy necesita nuestra situación cultural [10]. La forma de llevar esto a cabo variará necesariamente dependiendo de los países.

En los países de mayoría católica, esto requerirá una atención especial a las familias afectadas por el secularismo (el vivir como si Dios no existiera). En los países de minoría católica, debemos manifestar capacidad de testimonio  y diálogo, sin caer en el relativismo. Hay que tener en cuenta que la dimensión trascendente de cada cultura —es decir, aquella dimensión que mejor puede abrir una cultura a otras culturas— es su orientación al misterio de Dios, y está representada por la religión [11].

Abordemos en tercer lugar la solidaridad. De ella se ocupa un documento de trabajo de la Congregación para la educación católica fechado en abril de 2017 [12]. En el texto se subrayan los aspectos educativos del clamor por la solidaridad que el papa Francisco viene recogiendo en nuestro tiempo.

Así por ejemplo, afirma el sucesor de Pedro:

Es necesario tener presente que los modelos de pensamiento influyen realmente sobre los comportamientos. La educación será ineficaz y sus esfuerzos serán estériles si no se preocupa además por difundir un nuevo modelo respecto al ser humano, a la vida, a la sociedad y a las relaciones con la naturaleza[13].

Como ya señalaba Benedicto XVI, la cuestión social, que hoy es una cuestión antropológica, requiere la función educativa al servicio de un nuevo humanismo. Ahora bien, ¿qué significa “humanizar la educación”? He aquí algunas respuestas [14]:

—         transformarla en un proceso en el que cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas y por tanto su vocación, contribuyendo así a la vocación de la propia comunidad humana;

—         poner a la persona en el centro real de la educación, en un marco de relaciones que constituyan una comunidad social viva, unida por un destino común;

—         actualizar el pacto educativo entre las generaciones, sobre todo a partir de la familia, pues “la buena educación de la familia es la columna vertebral del humanismo” (Francisco); y, desde ahí, impulsar el espíritu de servicio y de confianza mutua en la reciprocidad de los deberes, que debería caracterizar el cuerpo social;

—         no limitarse, por tanto, a enseñar y aprender, sino proponerse “vivir, estudiar y actuar en relación a las razones del humanismo solidario”; impulsar, por tanto, lugares y ocasiones de encuentro, cauces para romper la exclusividad “extendiendo el perímetro de la propia aula en cada sector de la experiencia social, donde la educación puede generar solidaridad, comunión, y conduce a compartir” (Francisco).

Humanizar la educación supone, en definitiva, situarla en la línea de un humanismo integral, de la cultura del diálogo y de la siembra de la esperanza, tal como los entiende la perspectiva cristiana [15].

En esa perspectiva, el humanismo solidario se educa por los caminos del diálogo (ético e interreligioso), de la globalización de la esperanza (en el amplio horizonte trazado con realismo por el amor cristiano), de una verdadera inclusión (lo que requiere una cultura basada en la ética intergeneracional), de redes de cooperación e investigación, de intercambios y de servicios en el campo educativo (coordinados en lo posible desde la universidad), que cuenten con la cooperación de los cuerpos sociales intermedios y se muevan en una perspectiva de subsidiariedad a nivel nacional e internacional [16].

¿Qué supone esto en la práctica? Para una institución educativa de inspiración católica, los criterios expuestos en los párrafos anteriores deberían llevar a algunas resoluciones que se formulan aquí como propuestas.

—       La formación prioritaria de directivos y docentes (tanto de religión como de otras materias, tanto de las ciencias como de las humanidades).

—       La promoción de la investigación de campo en este terreno, con vistas a la integración de los alumnos en la encrucijada cultural y pluri-religiosa, al diálogo y la interacción educativa, y a la formación para el reconocimiento del “otro” desde la propia identidad.

—       y todo ello, aunando coherencia, esfuerzo y correspondencia a la gracia de Dios. Concretamente para los directivos, se propone “el propio y continuo esfuerzo por corresponder cada vez mejor con el pensamiento y la vida a los ideales que se enuncian con palabras” [17].

Para los educadores, esto plantea también la necesidad de la formación permanente, tanto en el ámbito intelectual como en el espiritual y personal, recordando que “la coherencia es un esfuerzo, pero sobre todo es un don y una gracia” [18].

Hoy todo ello ha de tener en cuenta nuestra cultura digital. Benedicto XVI explicó en 2011 que las tecnologías de la comunicación (internet, redes sociales, etc.) deben ser consideradas ante todo como una ocasión para profundizar en el modo de ser y de conocer que tenemos las personas. No solo conocemos por medio de conceptos sino también, y más profundamente, por medio de símbolos e imágenes, que implican todas las esferas de la persona. Y por ello pueden contribuir a establecer relaciones entre nosotros. Por eso también las nuevas tecnologías son una oportunidad, en segundo lugar, para profundizar más en la fe [19].

En consecuencia, sostenía el papa Ratzinger, es responsabilidad de los cristianos el conocer estas tecnologías para comunicar la fe.

Esto supone, en primer lugar, una reflexión y una actuación educativa en relación con la cultura digital. En efecto lo digital puede enriquecer la capacidad cognitiva de persona, ayudar a la memoria, facilitar el diálogo y el intercambio de la información. (Son patentes los servicios que la tecnología digital ha prestado durante la pandemia del Covid-19).

Pero al mismo tiempo el ambiente digital es un territorio de soledad, manipulación, explotación y violencia. Puede distorsionar la visión de la realidad, influir en el descuido de la vida interior, llevar al cinismo, a la deshumanización y al encierro en uno mismo. La cultura digital puede reducir el (sano) espíritu crítico. Al exigir una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica y un lenguaje más narrativo que argumentativo, si se polariza en extremo sin tener  en cuenta la necesidad de la reflexión y el diálogo, puede fomentar el individualismo y el relativismo. En relación con la religión, el ambiente digital puede favorecer una pseudoreligión universal que pide sus propias creencias, ritos   y conductas, no siempre equilibradas antropológica y éticamente [20].

Por consiguiente, la cultura digital necesita ser analizada, asumida en lo que tiene de positivo y a la vez criticada con vistas a su humanización, completándola con los elementos de los que puede carecer: el contacto con la realidad “no virtual”, la pertenencia comunitaria, la limitación del lenguaje, etc. En relación con la educación de la fe, a lo anterior se podrían añadir otros aspectos esenciales, como el acompañamiento espiritual, la experiencia (también “sensorial”) de la liturgia, la interacción con los demás dentro de la comunidad eclesial, las obras de misericordia, la vida ordinaria y el trabajo como “lugares” para descubrir a Dios y contribuir a la evangelización y al mismo tiempo mejorar el mundo.

En definitiva, la cultura digital debe ser vista y enfocada como un medio para la humanización y no como un fin en sí misma. Y por eso requiere ser ante todo humanizada.

De esta manera podremos aspirar, como proponía el papa Benedicto, a evangelizar esta “nueva cultura”, de modo similar a cómo anteriormente hemos evangelizado otras culturas, purificándolas de lo que sea incompatible con la fe y la moral cristianas. Todo ello implica una formación adecuada, especialmente para las familias, los niños y los jóvenes.

2.           Desde la antropología y la ética: educar para la realidad

Como estamos viendo, la aportación pedagógica cristiana se apoya en una educación humana integrada en el ser de la persona, en el conjunto de sus elementos y dimensiones y en relación con su entorno; pero no se queda ahí, sino que educa la persona en relación a su actuar, facilitando el despliegue ordenado y vital de sus dinamismos operativos: espirituales, físicos y psíquicos [21]. En esta línea dice Karol Wojtyla que “la persona se integra en el proceso de la acción” [22].

Cabe imaginar la persona en medio del mundo como un edificio vivo que se apoya en tres pilares interconectados, más aún, un tanto interiores uno al otro: la racionalidad (que corresponde a su espíritu, y por tanto a su inteligencia, voluntad y libertad), la afectividad (que tiene que ver sobre todo con la corporalidad, los sentidos externos e internos, las emociones, las pasiones, lo que llamamos experiencia, etc.) y  la  dimensión social (donde  destacaríamos lo que tiene que ver con las tradiciones, la comunicación, el lenguaje, la cultura y el sentido del trabajo, la historia, etc. y especialmente el contexto familiar y eclesial de la educación).

Una forma tradicional de nombrar esos tres pilares sería: cabeza, corazón y manos. Este simbolismo expresa que la persona debe vivir de modo armónico y manifestarse en la coherencia de su pensar, sentir y actuar. De hecho, es frecuente que falte la deseable armonía entre esas tres dimensiones. Incluso es posible que alguno de esos pilares se convierta en un “poder autónomo” sometiendo a los otros dos, o que suceda lo contrario: que uno de los pilares falle como soporte de la persona, y ello obligue a los otros a sustituirle, cosa que harán muy defectuosamente [23].

Este edificio tiene, además, en su techo, una ventana abierta a la trascendencia, es decir, a la dimensión de infinitud y eternidad que posee la persona, al horizonte que lleva al Absoluto que los creyentes llamamos Dios. Entendemos que sin esa ventana, no es posible que la persona sea plenamente persona y viva como tal. La razón— y no solo la fe— puede descubrir la existencia de un Ser supremo que dota de sentido a la historia y a todo lo que acaece en el mundo.

Además de esas cuatro dimensiones [24], deberíamos poder dibujar, en nuestro esquema o mapa, dos estructuras más. En primer lugar, una multitud de poros hacia el mundo exterior por los que entra continuamente información hacia esos pilares, información que luego se va distribuyendo y gestionando.

A propósito de esos “poros” viene bien aquí la frase de Sófocles, cuando dice que el hombre es panta poros aporon. Lo que puede traducirse: el hombre está abierto a todas las cosas, pero también cerrado. Esto puede significar también que, de por sí, el hombre necesita a la vez estar abierto a todo y cerrarse de vez en cuando en torno a sí mismo, para no disolverse en  lo que le rodea (R. Guardini). O que el hombre, libremente, puede abrirse más o menos, y también cerrarse más o menos (L. Polo). Y todo ello tiene consecuencias.

Un último detalle en nuestro mapa sería situar, entre esos pilares, toda una serie de canales o puentes por los que discurre una multitud de elementos, que se intercomunican en todas las direcciones a través del centro personal.

A cualquiera se le ocurre que, si por cualquier causa, se interrumpe la apertura de esos poros o la comunicación entre esos puentes, las consecuencias para la persona y para los demás pueden ser muy variadas y casi siempre negativas. Pensemos por un momento lo que supondría dejar de recibir y emitir comunicación con el entorno, o encerrarse en alguno de esos pilares en detrimento de la comunicación con los otros; por ejemplo, atrancarse en los límites de la propia razón sin atender a los afectos o al contrario; o aislarse de los demás o, por el contrario, encontrarse en medio de la multitud pero incapaz de reconocerse uno mismo o de encontrar alguna respuesta ante preguntas como cuál es mi identidad, mi origen o mi destino.

Volvamos de nuevo a nuestro esquema o mapa antropológico. No sería difícil adjudicar, siempre de modo esquemático, a cada uno de esas cuatro dimensiones de la persona (los tres pilares y la ventana en el techo), respectivamente uno de los grandes “valores” objetivos del ser creado, que la filosofía clásica denomina “trascendentales”: la verdad, la belleza, el bien y la unidad [25]. Conviene recordar que también estas son dimensiones esenciales “mutuamente interiores”, es decir, que se encuentran como metidas cada una en las demás. En principio, la racionalidad busca la verdad; la afectividad se extasía ante la auténtica belleza; la apertura a los demás lleva a descubrir y practicar el bien; y en Dios— únicamente en Dios en último término— se encuentra la unidad que entre nosotros solo puede ser, en el mejor de los casos, alcanzada de un modo incoado [26].

Veamos algunas repercusiones que esto puede tener en la educación ética — o quizá bastaría decir en la educación—, pues no se trata solamente de tener en cuenta lo que la persona es, sino cómo “debe” ser y por tanto cómo cabe educarla para que, a través de su actuar, se configure a sí misma en relación con los demás, con el mundo y con Dios.

Recorramos de nuevo los tres pilares, pensando ahora en la acción humana.  En ética se considera que —a pesar de algunas corrientes actuales que desprecian todo tipo de orientaciones y reglas— las sociedades humanas mínimamente organizadas se rigen por algunas reglas o normas éticas que son fruto de la experiencia racional de la humanidad.

En efecto, la sociedad está necesitada de “indicadores” para ayudar a las personas a “verdadear” sus acciones, abriéndolas, desde la búsqueda de la verdad, al bien y la belleza, tanto en el plano individual como en el social. La ética pide, porque lo pide la razón humana, una educación en las normas morales. Por eso podemos situarlas en nuestro primer pilar.

En el segundo pilar, el correspondiente a la afectividad y donde hemos destacado el anhelo por la belleza, podríamos subrayar ahora la igualmente necesaria educación en los valores o en los deseos, que no son lo mismo pero están relacionados entre sí (según afirman autores como R. Spaemann y J. Ratzinger). ¿Cómo pasar de los “gustos” y los “deseos” a los “valores”, es decir a los contenidos valiosos de la realidad?

En el tercer pilar, ahí donde la persona se abre a los demás y descubre que la mejor manera de relacionarse con ellos es hacerles el bien (cosa que también le perfecciona a uno mismo), podemos poner las virtudes, distintas de los valores.

Las virtudes son el fruto de la personalización, libremente y perseverantemente buscada, de los valores. Una educación en las virtudes [27] es tan necesaria como una educación en las normas y una educación en los valores. Y atención, porque no sirve una de estas cosas aislada de las otras.

Aún nos falta nombrar los frutos que, para una educación ética, se siguen de la búsqueda de la unidad por la “ventana de la trascendencia”, situada en el techo de nuestro edificio personal. Digámoslos de modo concreto: la educación, cuando mantiene abierta la ventana a la trascendencia, conduce a la sabiduría. Y solo la persona que posee la sabiduría puede gestionar adecuadamente las habilidades o “competencias” individuales o sociales, de las que hoy tanto se habla.

Esto lo enseñan, con matices diversos, tanto la tradición filosófica clásica —y no solo la occidental— como la bíblica. Las dos hablan de la importancia de enseñar la contemplación de la realidad, la capacidad de discernimiento del bien y del mal en las acciones y, por decirlo más sencillamente, el espíritu de servicio con el que las personas —y sobre todo los creyentes— debemos actuar en la sociedad y en el mundo.

Así tenemos que nuestro esquema inicial, que parecía bastante simple, ha ido enriqueciéndose —y complicándose— con contenidos antropológicos y éticos de gran calado para la educación.

Además, a las disfunciones ya señaladas (la supremacía aislada de alguno de los “pilares” de la persona, o, por el contrario, su fallo más o menos total,  o los problemas de comunicación entre ellos o con el exterior) habría que añadir todavía las múltiples tensiones y problemas que se dan en la maduración personal y que han de tenerse en cuenta en la educación de la fe [28].

Hagamos una rápida enumeración, sin ánimo de exhaustividad, de  causas o factores posibles (reales) de esas tensiones y problemas:

—         Las configuraciones personales son de hecho muy distintas, sea por la personalidad concreta (en su carácter y temperamento), por la educación recibida, o por la genética de la que es portadora.

—         Las posiciones intelectuales y morales de las personas también les llevan  a diversos planteamientos a la hora de conectar el pensamiento y la vida. Esta diversidad en  algunos casos puede llevar no solo a  distintos acentos, sino   a verdaderos enfrentamientos de las estructuras personales que de por sí no deberían estar enfrentadas: así se originan actitudes como el racionalismo y el voluntarismo, el sentimentalismo y el colectivismo, el fideísmo o el fundamentalismo. Estos fenómenos pueden desembocar en  la  negación (teórica    y práctica) de los “valores” trascendentales. Y así se provocan otras actitudes como las típicas del relativismo radical, de la indiferencia moral, del nihilismo o del terrorismo.

—         Por si fuera poco, están siempre las culturas, con sus valoraciones y presiones, que, si bien no anulan la libertad personal, la influyen de hecho en no poca medida, para bien o para mal.

¿Qué hacer ante semejante complejidad —aquí solamente apuntada— en la educación y también, por tanto, en la educación de la fe?

De momento y para finalizar este segundo apartado, nos podemos apoyar en   la propuesta del papa en su exhortación Evangelii gaudium: que nuestra educación se sitúe al servicio de la realidad [29]. Y la realidad personal tiene que ver con lo que en antropología y ética se denomina a veces trayectoria [30]; es decir, con el trazado del tiempo en las personas. Esto tiene su traducción en la educación:

—         En relación con el pasado: tanto las personas como las sociedades necesitamos poseer una memoria histórica suficientemente clara. Esto pide descubrir y fortalecer las propias raíces, es decir la identidad personal. Y lleva no solo al cultivo de la memoria sobre uno mismo, sino también al estudio de la historia, y a la presentación de “modelos” que se proponen en el terreno de las actitudes: solo consideramos héroes aquellos que, a nivel universal o local, han servido a los demás. Entre ellos están los santos que vivieron la fe con todas sus consecuencias.

A propósito de la “memoria”, en este sentido profundo relacionado con las propias raíces y  por tanto con la identidad personal, Francisco se ha referido  a la película “Rapsodia de agosto” [31]. En ella se representa el diálogo de una abuela japonesa con sus nietos, cuando les presenta la memoria de su pueblo, mostrando cómo los acontecimientos construyen nuestra existencia y cómo ella misma sigue saliendo valientemente al encuentro de esa memoria.

—         En relación con el presente: aquí se sitúa el redescubrimiento actual— respecto a la educación— de la atención y del asombro, del mirar, del escuchar y del tocar la realidad. En este contexto debemos escuchar también “el clamor de los pobres” [32]. Así lo indica Francisco en su Exhortación Evangelii gaudiium: “El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia” [33].

No solo por eso pero también por eso, hemos de redescubrir el espíritu de servicio a todos, las obras de misericordia y el cuidado de la Tierra [34].

Para todo ello necesitamos, primero los educadores y después nuestros alumnos, cultivar el discernimiento: no todo vale lo mismo en la realidad y, por tanto, en la educación. También hay una “jerarquía de valores” en la educación y sin duda su centro es el amor.

—         En relación con el futuro: Francisco habla de mantener la capacidad de soñar, primero en nosotros, padres y madres, educadores, profesores, catequistas; soñar en nuestra propia vida como una aventura fascinante. Una capacidad que no deberíamos “dejarnos robar”, para poder enseñar a mantener esa misma capacidad de soñar en los otros, de proponer “ideales” nobles y justos a los jóvenes. Y esto tiene que ver con la utopía, que en cristiano se corresponde y se perfecciona con la esperanza [35].

3.           Enseñanza, comunicación y anuncio de la fe

Finalmente, sobre la base del trasfondo antropológico y ético que pide el análisis del presente marco cultural, podemos hacer algunas propuestas, ahora en directa relación con la educación de la fe.

—         Diferencia entre Enseñanza escolar de la Religión (información reflexiva en el contexto de la educación interdisciplinar) y catequesis (educación dirigida a la iniciación y madurez de la vida cristiana) [36].

—         Necesidad de un contexto de antropología cristiana (que se prolongue en la formación ética o moral) para educar la fe: el camino de la auténtica belleza lleva a descubrir y vivir la libertad cristiana, tan lejos del relativismo como del fundamentalismo. Es así como podemos contribuir, desde la educación en las universidades y escuelas de inspiración católica, a la evangelización de las culturas.

—         Atención al sentido cristiano de la vida, en un ambiente en el que muchos de nuestros contemporáneos pasan del consumismo al nihilismo. No debemos sucumbir ante la marginalización de la religión planeada por el laicismo.

—         Anuncio del amor salvífico de Dios manifestado en Cristo, Palabra de Dios hecha carne y plenitud de la Revelación. Este anuncio ha de llevarse a cabo desde la coherencia de la propia vida (testimonio, sobre todo de los educadores) mientras respondemos a la llamada que Dios nos hace a la santidad, centrada en  el amor a Dios y al prójimo. Es el camino de la gratuidad, pues visto con ojos cristianos todo es gracia.

—         Otras actitudes que hemos de fomentar en nosotros mismos, educadores: pasión por educar, diálogo, escucha y paciencia, acogida y acompañamiento [37], siguiendo el modelo del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús [38]. En resumen: fe vivida, pasión educativa y competencia profesional.

—         Formación del profesorado (no exclusivamente el de religión, sino también el de humanidades, ciencias, etc.), especialmente en aquellas materias y cuestiones que se relacionan con la fe, y con medios concretos a corto, medio y largo plazo.

Queda en el aire la pregunta que cada uno podría intentar responder: ¿Qué universidad o qué colegio queremos? Y el horizonte de una respuesta: una universidad o un colegio que aprenda, para enseñar, la belleza de la fe como propuesta de una vida plena.

Ramiro Pellitero Iglesias, en unav.edu/

Notas:

1   Cf. Juan Luis LORDA, Antropología cristiana: del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II (Madrid: Palabra, 2004). Acerca de algunos factores que han contribuido a forjar la situación educativa en relación con la praxis eclesial, se nos permita remitir a nuestro texto “Praxis eklezjalna jako życie wiary”, en Teologia i Człowiek 24, num. 4 (2013): 17-31.

2 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural en  la escuela católica. Vivir juntos para una civilización del amor, 28-X-2013, nn. 22-25.

3   “Es sin duda positivo y prometedor el redescubrimiento actual del principio de la interdisciplinariedad (cf. Evangelii Gaudium, n. 134). No solo en su forma “débil”, de simple multidisciplinariedad (...); sino también en su forma “fuerte”,  de transdisciplinariedad, como ubicación   y maduración de todo el saber en el espacio de Luz y de Vida ofrecido por la Sabiduría que brota   de la Revelación de Dios” (FRANCISCO, Const. Ap. Veritatis gaudium, 29-I-2018, n. 4).

4   CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, 72.

5   PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Directorio para la catequesis (23-III-2020), n. 316.

6   En esta perspectiva general, vid. Ramiro PELLITERO, “La catequesis en el siglo XXI”, en la obra dirigida juntamente con Javier SESÉ, La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea (Pamplona: EUNSA, 2008), 181-208.

7   Cf. Sergio LANZA, “La catequesis, instrumento de la nueva evangelización”, en Evangelización, catequesis, catequistas, ed. Antonio CAÑIZARES y Manuel DEL CAMPO (Madrid: Edice, 1999), 235-63.

8   Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural (2009), n. 51.

9   Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, n. 52.

10    Cf. Ramiro PELLITERO, “La vida cristiana ordinaria como lugar teológico. Teología, fe vivida y acción eclesial a la luz de san Josemaría”, en San Josemaría e il pensiero teologico (Roma: EDUSC, 2015), 219-30.

11    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, introducción.

12    CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario. Para construir una civilización del amor 50 años después de la “Populorum progressio” (Madrid: San Pablo, 2017).

13    Enc. Laudato si’ (24-V-2015), n. 215.

14    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario, nn. 8-10.

15    Cf. FRANCISCO, Discurso a la Congregación, 9-II-2017.

16    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el humanismo solidario, nn. 11 ss.

17    Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar para el diálogo intercultural, n. 80.

18    FRANCISCO, Discurso a la plenaria de la Congregación, 13-II-2014.

19    Cf. BENEDICTO XVI, Discurso al Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales, 28-II-2011.

20    Sobre la cultura digital en relación con la antropología y la ética, y también con la educación de la fe, cf. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, Directorio para la catequesis, nn. 213-17, 359-72.

21    Para la discusión sobre el término “integración” en el ámbito educativo, cf.  Carlos BELTRAMO, Apasionados por amar al mundo (Pamplona: EUNSA, 2018), 19-63. En perspectiva psicológica puede verse el modelo que presentan Craig S. TITUS, Paul. C. VITZ, and William J. NORDLING, “Meta-model of the Person” (Draft March 19, 2018), en la web de la Divine Mercy University (divinemercy.edu), accedido el 6-VIII-2019.

22    Karol WOJTYŁA, Persona y acción (Madrid: Palabra, 1986), 223.

23    Algunas consecuencias para la educación las describe, en la perspectiva del protestantismo evangélico, Dennis P. HOLLINGER, Head, Heart and Hands (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2005).

24    Racionalidad, afectividad, dimensión social y apertura a la trascendencia podrían ponerse en relación con los cuatro pilares de la educación en los términos del informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo XXI, presidida por Jaques DELORS: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. Cf. La educación encierra un tesoro (Madrid: Santillana, 1996), concretamente el cap. 4, 95-109.

25    Cf. Alice M. RAMOS, “Los trascendentales del ser”, en Philosohica: Enciclopedia fiolosófica online, (www.philosophica.info), accedido 3-II-2020.

26    El trasfondo filosófico-teológico de la educación de la fe desemboca en la importancia del testimonio, tanto en el educador como en el educando. En su estudio sobre las fuentes del pensamiento del papa Francisco, al tratar de la influencia de Alberto Methol Ferré, escribe Massimo BORGHESI: “Solo la “atracción”, la ‘atracción cristiana’, de un cristianismo vivido como expresión visible de la unidad de los trascendentales (bello-bueno-verdadero) puede asumir la belleza, (...)  y referirlo a su verdad. Methol identificaba aquí, en el testimonio, la vía del cristianismo en el mundo contemporáneo. Una vía plenamente compartida por la sensiblidad y por la concepción de Jorge Mario Bergoglio” [Massimo BORGHESI, Jorge Mario Bergoglio: Una biografía intelectual (Madrid: Encuentro, 2018), 227; ver también 287 ss.].

27    Cf. Romano GUARDINI, Tugenden: Meditationen über gestalten sittlichen lebens (Würzburg: Werkbund Verlag, 1963) publicado en castellano bajo el título “Una ética para nuestro tiempo”, como segunda parte en el volumen La esencia del cristianismo (Madrid: Cristiandad, 2006), 107 ss.

28    Cf. Wenceslao VIAL, Madurez psicológica y espiritual (Madrid: Palabra, 2016).

29    Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013) sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, n. 233.

30    Cf. Julián MARÍAS, Tratado de lo mejor (Madrid: Alianza Editorial, 1995), 77-82.

31    Cf. Hachi gatsu no kyòshikyoku, A. Kurosawa, 1991.

32    Cf. Pr 21, 13; Jb 34, 28.

33    Evangelii  gaudium, 193.

34    Cf. Enc. Laudato si’, capítulo VI, en relación con la “educación y espiritualidad ecológica”.

35    Sobre la memoria, el discernimiento y la utopía como dimensiones en la educación, cf. FRANCISCO, Discurso a la Pontificia Comisión para América Latina, 28-II-2014.

36    Cf. Directorio para la catequesis, nn. 311-318.

37    Cf. Evangelii gaudium, nn. 171-173.

38    Cf. Lc 24, 13-35.

Ángel Fernández Dueñas

En los primeros siglos de nuestra era, junto al curso de la auténtica tradición cristiana, que con San Juan, San Mateo, San Pablo y los primeros Padres Apostólicos, habían creído en Cristo como Hijo verdadero de Dios, se desarrollaron una serie de herejías, que, de una u otra forma, atacaban la divinidad de Jesús. Incluso, algunos Santos Padres adoptaron en algún momento, sobre este dogma, posturas poco precisas, algo eclécticas, que, sin llegar a ser heréticas, se apartaban de la pura ortodoxia.

Se ha de aclarar enseguida, que, no pequeña parte de la imprecisión en los términos de la teología fundamental, era debida a la falta de adaptación cristiana de algunos vocablos de la filosofía griega, tales como  naturaleza, esencia, substancia y algún otro, que serían cristianamente definidos más tarde, con el cultivo más desarrollado de la tradición teológica. Tal imprecisión, además de crear confusionismo entre los creyentes, era aprovechada contra la verdad cristiana por especuladores teosóficos, o por sistemas naturalistas, destructores de una parte fundamental del dogma.

Entre las herejías que negaban a Cristo-Dios, nos encontramos, ya en el siglo I, la secta judeo-cristiana de los ebionitas, que consideraban a Jesús puro hombre, nacido de María y José; los patripasianos, precursores de los sabelianos, que fundían en una sola, las tres personas de la Santísima Trinidad; los gnósticos, que le consideraban como un Dios inferior; los docetas (apariencia), los cuales negaban su humanidad, afirmando que el Hijo bajó del Cielo en cuerpo aéreo-aparente-pasando por el seno de María, sin tomar nada de ella " como el agua al pasar por un canal... ". Estas posturas heréticas desaparecerían en la siguiente centuria, a excepción de los ebionitas, que continuaron existiendo durante mucho tiempo.

Será en el siglo IV, en cuyos inicios (313), el Estado se convierte al Cristianismo de la mano del emperador Constantino, cuando florecerán las grandes herejías, de las que el arrianismo será la primera y, a la vez, generadora de otras posteriores.

Arrio, perteneciente a la Escuela de Antioquía, negaba la divinidad de Cristo; para él, el Hijo está excluido de la esfera de la divinidad y sólo, por gracia, es llamado Dios, o sea, el Hijo adoptivo del Padre. Al no ser consustancial (homousios, juntamente y esencia) con el Padre, no es coetáneo con Él y, por consiguiente, desemejante. El Hijo es, esencialmente, una criatura por la voluntad del Padre, sacado de la nada, aunque su dignidad es la más alta después de Dios.

Este arrianismo rígido -cuyos seguidores fueron llamados, también anomeos por su afirmación de la desemejanza- sería continuado por algunos obispos como Eusebio de Nicomedia, titular de la sede de Beroto (Beirut), amigo y valedor de Arrío cerca de Constantino, al que bautizaría, finalmente, en su lecho de muerte, fundador de la secta de los eusebianos, muy cerca de la feroz heterodoxia de los acacianos, discípulos de Acacio, obispo de Cesárea. El prelado de Cyzico, Eunomio, principal seguidor de Aecio el Impío, lideraría la secta de los aecianos o eunomianos, caracterizada por una postura aún más radical que la del propio Arrio. Una escisión de la anterior, dirigida por Eutiquio de Constantinopla, constituyó el eunomioeutiquianismo y Eudoxio, continuador en la misma sede, formaría el grupo de los eudoxianos, también desgajado de los seguidores de Eunomio.

Parecida al arrianismo habría de surgir otra herejía, fundamentada como aquél en la negación de la consubstancialidad entre Padre e Hijo, llamada adopcionismo, que distinguía el Verbo Eterno del Verbo encamado; el primero, afirmaba, es Hijo del Padre y consubstancial a Él, pero el segundo, hijo de María, es de distinta naturaleza que el Padre y, por tanto, desemejante.

Todavía, en el curso de esta cuarta centuria, aparecerían los marinitas de Teoctisto de Psathyrópolis y el apolinarismo, fundado por Apolinar, obispo de Teodicea, que aun admitiendo la realidad del cuerpo de Cristo, le negaba la existencia del alma humana, cuyas veces hacía el Verbo.

Ya en el siglo V, aparecerá Nestorio, Patriarca de Constantinopla, seguidor de la doctrina cristológica de Diodoro de Antioquía -quien en su lucha contra los arrianos para mantener la divinidad de Cristo, había consentido en rebajar la unión hipostática del conjunto teándrico a simple inhabitación del Verbo en un hombre- dando un paso más hacia la franca herejía al negar la unidad real de la persona de Cristo, admitiendo sólo una inhabitación del Verbo en Él, semejante a la inhabitación de Dios en el justo, aunque más excelente que ésta. Además, impugnaba el nombre Madre de Dios (zeotocos de Dios y parto) que se le daba a la Santísima Virgen, afirmando que el pensamiento de un Dios envuelto en pañales y crucificado, era fábula gentil.

Desde el mismo momento de la aparición de las primeras herejías que atentaban, principalmente, como hemos visto, contra la Santísima Trinidad y contra la doble naturaleza de la persona del Hijo, inmediatamente se alzaron las voces de algunos Padres de la Iglesia, que, cada uno en su momento y con los conocimientos teológicos de que disponían, se aprestaron a refutar y a combatir las teorías heréticas.

Entre los siglos I y II, habría que citar a San Clemente Romano; a San Ireneo; a San Ignacio de Antioquía, que, taxativamente afirmaba: "Jesucristo, nuestro Dios,  fue llevado por María en su seno... “y  a San Justino, que dice  de Cristo: "Dios es llamado, Dios es y Dios será".

Entre los siglos II y III defendería la ortodoxia cristológica el gran Orígenes, tan controvertido posteriormente por intentar, de buena fe, fundar una verdadera gnosis hermanando la filosofía helénica con los dogmas cristianos, hasta el punto que San Metodio le llamaría el Centauro, por su pretendida ambivalencia de medio cristiano y medio gentil, pero que, sin embargo, en sus obras cristológicas se atiene, siempre, estrictamente a la verdad de la fe: "Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; verdaderamente concebido y nacido de la Virgen, crucificado, muerto, sepultado y subido a los cielos".

También merecen ser citados en estos siglos, San Clemente de Alejandría, uno de los hombres más eruditos de la Iglesia en sus primeros tiempos, quizá el que más, después de su discípulo Orígenes; y Tertuliano, que, en su De carne Christi, condena al docetismo afirmando que “... el cuerpo de Cristo era un verdadero cuerpo como el de los demás hombres, tomado de la Virgen María sin obra de varón ".

Ya en pleno siglo III, hemos de destacar a San Hipólito, que, si bien en sus obras trinitarias comete el error de subordinar, de alguna manera, Dios-Hijo a Dios-Padre -cuestión en la que también habían errado otros autores tan respetables como Atenágoras- sin embargo, en su cristología, transmite una doctrina dentro de la más pura ortodoxia, afirmando la unión de las dos naturalezas en Cristo; las dos substancias en una misma persona: en el Verbo; y aclaraba: "El Verbo tomó carne de la Santísima Virgen María y un alma racional, haciéndose hombre para salvar a la humanidad", misma postura que mantendría San Gregario Taumaturgo al llamar a Jesucristo, "Dios de Dios".

El período de tiempo que enmarcan los años 325 y 450, constituye la llamada Edad de Oro de los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente. En su transcurso se desarrollaron, como hemos visto más atrás, las grandes herejías, aflorando, a la vez, las más señeras figuras de la ortodoxia católica, que con su sabiduría y su esfuerzo, habrían de dejar plenamente dilucidados los dogmas de la Trinidad, de la Encarnación, de la Redención y de la Gracia.

En una primera época, que podemos limitar en el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, el año 381, quedó definida la verdadera divinidad y perfecta humanidad del Salvador, contra el arrianismo, macedonianismo y apolinarismo. En la segunda, que se prolonga hasta el Concilio de Calcedonia del 451, fue precisada la relación del elemento divino con el humano en el Dios-Hombre y quedó establecido, que en una sola persona se juntaron dos naturalezas -sin mudarse ni confundirse- en contra de los errores del nestorianismo y del monofisitismo.

En resumen, podríamos decir que, en lo referente a la cuestión trinitaria, la subversiva doxología de Arrío resumida en el "Gloria al Padre, por el Hijo, con el Espíritu Santo", sería sustituida para siempre por el actual "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". En cuanto a la polémica cristológica, quedó absolutamente definida la naturaleza humana, a la vez que divina, de Jesús y la indubitable maternidad divina de María.

Entre los Padres de la Iglesia Oriental de la primera época enunciada (325-381), que se distinguieron en la defensa y proclamación de este dogma, hemos de considerar en primer lugar, a San Atanasio, el invicto adalid de la causa de los católicos de Oriente contra el arrianismo, durante los 47 años de su episcopado en Alejandría. En el Concilio de Nicea se significaría como el verdadero "Padre de la ortodoxia", distinguiéndose, sobre todo, en la defensa de los dogmas referentes a la Encarnación del Hijo de Dios. Su postura fiel y rotunda le valdría hasta cinco destierros promovidos por los emperadores Constantino, Constancia y Valente, fustigados, de manera inmisericorde, por los seguidores de Arrio.

Su amigo y valedor ante Constantino fue nuestro Osio, llamado más tarde "Atanasio de Occidente" por considerársele como el principal bastión de los católicos -después del Doctor alejandrino- en la lucha contra el arrianismo. Osio fue el que, por encargo del emperador, intentó que Arrio volviera a la autenticidad de la fe, sin lograr más que su radicalización, postura que llevaría al Papa Silvestre a convocar, en el año 325, el Concilio de Nicea, que, presidido por el obispo cordobés, proclamaría el Credo. Osio influyó notablemente a su redacción, especialmente en lo referido a la determinante definición de la consubstancialidad del verbo con el Padre, llamando a aquél para siempre la plena divinidad de Cristo.

En la Escuela de Edesa, en Siria, descolló San Efrén, ameno escritor y, si n duda, el más grande de los poetas siriacos. Entre sus muchos poemas existe uno en el que canta a Cristo Redentor y a su Divina Madre, diciendo: "Vos y vuestra Madre sois los únicos enteramente hermosos; pues ni en ti, Señor, hay mancha, ni mancilla alguna en tu Madre" .

Y en la Iglesia de Occidente hemos de citar siquiera a San Hilario de Poitiers, fustigador del arrianismo y famoso autor de himnos, en tres de los cuales canta la obra redentora del Hombre-Dios. Y a San Jerónimo, uno de los Padres de la Iglesia más fecundos en sus escritos. Y a San Ambrosio, obispo de Milán, verdadero paladín en la defensa de la Virginidad de María y otro de los grandes luchadores contra la herejía de Anio.

En la segunda época que considerábamos, entre los años 381 y 451, tiempo en que hace su aparición el nestorianismo, surge la figura señera de San Cirilo de Alejandría, Patriarca de Constantinopla, que se opondría a Nestorio, afirmando que “... no es un hombre cualquiera el que dio a luz la Virgen Santísima, sino que es el Hijo de Dios hecho hombre. Ella es pues, Madre del Señor y Madre de Dios... " y lo argumenta así, basándose en las Sagradas Escrituras y en la tradición, en una carta ad monachos Aegypti: "El Logos o Verbo se ha hecho hombre pero no tomó en sí a un hombre; el Logos, después de la Encarnación es el mismo que antes y permanece siendo lo que era; solamente, ha juntado a la naturaleza de su ser la naturaleza humana, de modo que, ahora es, a la vez, Dios y hombre; uno, con dos naturalezas (...). Dios nació de María. María, es Madre de Dios. Esta clara y firme postura de San Cirilo ante el nestorianismo, que le valdría ser llamado, más tarde, "El gran Maestro de la Maternidad Divina", no conseguiría la retractación del hereje, quién después de ser apercibido por el Papa Celestino I, sería anatemizado, por fin, en el Concilio de Éfeso (431) y con él, los seguidores de su errónea doctrina.

Pero, mucho antes de Éfeso, e incluso, de Nicea, ya en el siglo III, esta verdad de fe, aún sin definición dogmática, no sólo estaba reconocida por los más antiguos testimonios de los doctores alejandrinos, sino, además, asumida absolutamente por la Iglesia. Y ello es posible asegurarlo al haberse conocido que en la tercera centuria de nuestra era existía una plegaria mariana, la más antigua de las que se tiene noticia, consagrada por el uso litúrgico; esa plegaria es el “Sub tuum praesidium”.

Esta oración a la Virgen María figura en un papiro del siglo III que se encontró en una biblioteca de Manchester, tal como, salvo una ligera variante, la han conservado las liturgias griegas y el rito ambrosiano. El texto latino, dice así:

“Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei genitrix; nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a perículis cunctis, libera nos semper, Virgo gloriosa et benedicta".

Dom Mercenier ha hecho notar el inmenso interés que encierra este breve texto. Es, según él, "... sin duda, el más antiguo testimonio de la fe en el poder mediador de María, pues se le pide, no sólo que apoye nuestras oraciones cerca de Cristo, sino que, además, nos libre Ella misma de los peligros a que estamos expuestos”. Pero lo que más nos puede interesar ahora, siquiera como justificación de este artículo, es la presencia de la invocación "Santa Madre de Dios" , que prueba, como antes decíamos, que en el tercer siglo la Iglesia ya acepta y proclama la Maternidad Divina de María.

Córdoba siempre fue adelantada ciudad mariana, probada históricamente, tanto desde 1350 -cuando el obispo don Femando de Cabrera celebró, el día ocho de diciembre, la festividad de la Purísima Concepción de María y muchas veces más, durante la "guerra mariana" que, a favor y en contra de esta definición, se desarrolló en todo el orbe católico- como en su diario vivir y sentir, como lo prueba haber mantenido hasta 16 advocaciones de Vírgenes en algunas épocas de su historia.

Sin embargo, no nos consta que en el culto a María se utilizara el rezo del Sub tuum praesidium en su honor, hasta 1650; antes, sí encontramos en muchas funciones religiosas, celebradas en la S.I. Catedral, preces en honor de la Virgen, casi siempre consistentes en el canto de la Salve o el de la Letanía de Nuestra Señora.

El 24 de julio de 1650, Córdoba proclamaba la declaración de salud, tras la mortífera epidemia de peste que había afligido a la ciudad desde mayo del año anterior; al día siguiente, festividad de Santiago, con asistencia de los dos cabildos, se celebró en la Catedral una fiesta solemne con asistencia del obispo, Fr. Pedro de Tapia, seguida de una procesión por el Patio de los Naranjos, llevando la imagen de la Virgen de Villaviciosa y las Reliquias de los Santos Mártires.

Pocos días después, en tanto que el Ayuntamiento determinaba erigir una imagen de San Rafael en el Puente Romano, por considerarle Custodio de la ciudad en la terrible prueba, el cabildo catedralicio, reconociendo el favor de Nuestra Señora de Villaviciosa, de haber preservado a todos sus miembros de la enfermedad, determinó que, todos los sábados, acabadas Completas, se cantase el Sub tuum praesidium en la Capilla de Villaviciosa, costumbre que, desde entonces, permanece en el ritual de dicha corporación catedralicia, en eterno agradecimiento por el cese de la peor epidemia que sufrió nuestra ciudad en los tiempos modernos.

Bien es verdad que el acuerdo capitular sólo se cumpliría taxativamente hasta el último tercio del siglo XIX, pues, si bien el rezo no se interrumpió nunca, en casi tres siglos y medio, la sagrada imagen sería desposeída de su Capilla, su Casa, según feliz expresión del canónigo don Bernardo de Alderete, con ocasión de su respuesta al rey Felipe IV, que pretendió demolerla para ampliar la Capilla Real.

A partir de 1875, efectivamente, comenzaría el desmantelamiento de la Capilla de Villaviciosa, recomendado por el notable arqueólogo don Rodolfo Amador de los Ríos  y si  bien  es verdad, como afirma  Nieto  Cumplido,  que su  labor “... constituye los primeros pasos de carácter científico que se aplicaron en orden a la restauración de la antigua mezquita... ", no es menos cierto que también significaría el final del lugar reservado para culto de la Virgen de Villaviciosa en la catedral cordobesa. En adelante, el rezo en su honor lo oiría desde el Altar Mayor de la iglesia metropolitana, e incluso, con el discurrir del tiempo, desde el inaccesible recinto de la Sala Capitular.

En varias ocasiones he escrito e innumerables veces he afirmado que si Córdoba quiso retener su imagen, despojando de Ella a los habitantes de las navas serranas; si el Cabildo, con el Cardenal Salazar al frente, determinó que, a partir de 1698, reinara para siempre entre los muros de la Catedral-Mezquita, en una decisión cuando menos, discutible, como creo haber demostrado en mi libro la Virgen de Villaviciosa. Leyenda, tradición e historia, es absolutamente cierto y está, históricamente comprobado, que, al apropiársela, su único motivo fue para seguir adorándola; para que, siempre, reina de las Vírgenes de Córdoba, siguiera representando su papel de Madre y Mediadora -como la reconoce el Sub tuum praesidium- y no para significar, tan sólo, una rica y preciada joya de la colección de un Cabildo.

Pero el tiempo, una vez más, ha hecho justicia... Desde hace unas semanas, la Virgen de Villaviciosa vuelve a ocupar el Altar Mayor de nuestra S.I. Catedral, gracias a la sensibilidad de la actual corporación catedralicia, que, con su Deán al frente, determinó en sesión capitular, de manera unánime, su justa reentronización.

De aquí en adelante, Dios quiera que sea para siempre, la imagen aparecida de la Virgen de Villaviciosa, oirá desde muy cerca el canto en su honor del Sub tuum praesidium, que los canónigos entonan, ya diariamente, al terminar el Oficio Divino desde el majestuoso marco del coro de Duque Cornejo y seguro que las imágenes que se veneran bajo la misma advocación en la iglesia de San Lorenzo y en la ermita del pueblo que lleva su nombre, compartirán sonrisas cómplices con la Virgen pequeñita, que, un día, trajo un humilde vaquero desde el Alentejo portugués.

Ángel Fernández Dueñas, en helvia.uco.es/

Redacción de opusdei.org

Corre el año 61. Han pasado apenas tres décadas desde que Jesús subió al cielo, después de haber confiado a sus discípulos la vertiginosa misión de llevar la alegría del Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Tras muchas peripecias, Pablo ha llegado finalmente a Roma, donde es acogido por la incipiente comunidad cristiana. «Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo, predicándoles el reino de Dios y enseñando todo lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad» (Hch 28, 30-31). Con estas palabras se cierra el libro de los Hechos de los Apóstoles. Nos gustaría que san Lucas hubiese continuado su relato, narrándonos las aventuras de aquellos primeros años de expansión de la joven Iglesia. Pero comprendemos que el evangelista había realizado ya dos grandes gestas: buscar y organizar el material disponible sobre la vida de Jesús, incluida su infancia; y hacer lo mismo con las hazañas de algunos de los primeros apóstoles. Además, aunque san Lucas hubiese querido seguir escribiendo, ¿cómo se podría narrar la historia de la Iglesia desde ese momento?

Como los primeros cristianos

Seguir y relatar la vida de algunas pocas personas es una empresa posible. Pero la difusión que experimenta la fe cristiana en las décadas sucesivas hasta llenar todas «las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro» [1]… ¿Quién puede contar una historia así? A mediados del siglo II, puede escribir Justino que «no hay raza alguna del hombre, llámense bárbaros o griegos, o con otros nombres cualesquiera entre los que no se ofrezca por el nombre de Jesús crucificado oraciones y acciones de gracias al Padre» [2]. ¿Cómo contar este proceso? Sería necesario relatar la vida de cada una de esa infinidad de personas corrientes que encarnaron la fe en Jesucristo y la difundieron a su alrededor, uno a uno, hasta transmitirla a la generación siguiente, formando una larga cadena que llega hasta nosotros.

Con todo, podemos hacernos una cierta idea de aquella revolución callada gracias a las cartas que recoge el Nuevo Testamento, a los escritos de los Padres de la Iglesia, a las actas de los mártires y a las noticias que dan autores no cristianos de la época. Todo este material nos permite vislumbrar la aventura cotidiana de aquellas primeras comunidades, tan parecidas a las nuestras. En ellas, la fe, la esperanza y la caridad se entremezclan con cobardías, traiciones y desalientos; el heroísmo con la mezquindad, la santidad con el pecado. Son los hilos de esas historias los que utiliza la misericordia de Dios para ir entretejiendo la vida de la Iglesia. «Él toma nuestros triunfos y fracasos y teje hermosos tapices» [3].

Solo Dios puede llevar las cuentas de esta historia porque él «conoce lo que hay dentro de cada uno» (Jn 2, 25). Podemos dirigirle las palabras del salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno (…). Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi ser aún informe, todos mis días estaban escritos en tu libro» (Sal 139, 13-16). Cuando estemos en su presencia y podamos finalmente leer ese gran libro de la historia que Dios va escribiendo, nos maravillaremos ante la vida de tantas personas santas que han dejado obrar al Espíritu Santo en sus vidas. Para dar cauce a ese afán de llevar la alegría del Evangelio a todos, decía san Josemaría en una ocasión: «Yo no tengo otra receta para ser eficaz que la que tenían los primeros cristianos (…). En la vida espiritual tenemos los mismos medios. No hay posibilidad de adelantar. La misma receta: ¡santidad personal!» [4].

La «verdadera historia» de la Obra

En este relato de fidelidad a Dios en medio de las personales debilidades, se inserta, por querer divino, el Opus Dei, que es una «partecica de la Iglesia» [5]. Por eso, quienes intentan contar la historia de la Obra, encuentran esta misma dificultad. «Ocurre con el Opus Dei lo que pasa con un iceberg. Muchas veces se ve la punta, es decir, un aspecto institucional, corporativo o la acción de un individuo con dimensión pública; en cambio, no se percibe la base: la inmensa mayoría de personas que llevan una vida común (…). Hombres y mujeres corrientes que, en su gran mayoría, ni son ni serán noticia: familiares, colegas de trabajo y vecinos que llevan una vida ordinaria y realizan la acción evangelizadora de la Iglesia de forma tan capilar como inadvertida (…). La actividad apostólica de estas personas supera cualquier relación de iniciativas y es incontable, un verdadero “mar sin orillas” que remite a la transmisión de la fe entre los primeros cristianos.

»Gira en torno a la amistad, al codo con codo, al tú a tú entre dos amigos que se aprecian y comparten ilusiones, proyectos y penas en la oficina, en el bar del pueblo después de las faenas del campo, en un programa televisado con una cena, al acabar un partido de pádel, esperando junto con otros padres y madres a que salgan los niños del colegio, en la parada de taxis, en la sala de enfermeras del hospital durante unos minutos de descanso… En el amplio panorama del trato mutuo, un amigo descubre a otro la grandeza y la alegría de saberse hijo de Dios y hermano de los demás hombres» [6]. En estos encuentros de amistad, uno a uno, en lugares y momentos inesperados, es donde se escribe la verdadera historia de la Obra. La lucha por la santidad en las circunstancias más variadas está llamada a percibirse en cualquier persona llamada al Opus Dei, con independencia de la especificidad de su vocación, pero quizás de manera particular en la vida de los supernumerarios. Ellos son «la mayor parte de los fieles del Opus Dei [7], por lo que constituyen su rostro más frecuente: manifiestan una gran «movilización de santidad» [8] en el mundo, sostenida y dinamizada por los demás fieles de esta familia.

Durante los primeros años empezaron siendo más los numerarios debido, entre otras razones, a la necesidad que tenía san Josemaría de apoyarse en personas que tuvieran la misión específica de disponerse, junto a él, a encender y a mantener viva la llama de la Obra a través de la formación y el gobierno. De esa manera el Opus Dei pudo dar sus primeros pasos en todo el mundo, abriendo un camino querido por Dios para una multitud de personas de toda condición. Al mismo tiempo, san Josemaría reconoció desde el principio la llamada al matrimonio en muchas personas que se acercaban a él, y tenía también para ellos el mismo mensaje de santidad. Por eso, ¡qué gozo tan grande experimentó cuando pudo abrir la puerta en la Obra a los primeros supernumerarios! Estaban allí desde su fundación, pero todavía no había un cauce jurídico para acogerlos en una institución de la Iglesia, con igual importancia que los demás miembros.

San Josemaría nunca dejó de transmitir el mensaje del Opus Dei a personas que no estaban llamadas al celibato. Hasta que finalmente encontró la solución durante un viaje a Milán en enero de 1948. Al regresar a Roma escribió entusiasmado: «Habrá grandes y hermosas sorpresas. ¡Qué bueno es el Señor! (…). Se abre para la Obra un panorama apostólico inmenso (…). ¡Qué ancho y qué hondo es el cauce que se presenta!» [9]. Se hacía realidad así aquel anhelo que el Señor manifestó el 2 de octubre de 1928: que muchas personas, de todas las condiciones, también personas que siguen o desean seguir un camino matrimonial, acogieran la invitación de Dios a santificarse en medio del mundo y llenarlo de su luz, encarnando el espíritu del Opus Dei.

El Opus Dei es cada persona del Opus Dei

«Entre los supernumerarios –escribía san Josemaría, pocos años después de recibir a los tres primeros– hay toda la gama de las condiciones sociales, de profesiones y de oficios. Todas las circunstancias y las situaciones de la vida son santificadas por esos hijos míos, hombres y mujeres, que dentro de su estado y de su situación en el mundo, se dedican a buscar la perfección cristiana con plenitud de vocación» [10]. Plenitud de vocación: eso es lo que el fundador tuvo claro desde el principio. Todo supernumerario está llamado a disponerse para que cada momento de su vida –la familia, el trabajo, el descanso, la vida social– sea obra de Dios; está llamado a contemplar a Dios en todas las cosas y a responder con audacia a su llamada, «más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier» [11]. La santidad a la que están llamados los fieles de la Obra, célibes y casados, es la misma que la de aquellos grandes santos; todos están invitados a encarnar la totalidad de la vocación al Opus Dei, no solamente una parte. Por eso, cada supernumeraria y cada supernumerario pueden hacer suyas aquellas palabras de la beata Guadalupe: «La Obra soy yo misma y no podría ya ser de otra manera. ¡Qué alegría me da sentir esto tan claro y siempre, desde el primer día y cada vez más!» [12].

Esta realidad gozosa ilumina a partes iguales la aventura y la responsabilidad de los supernumerarios: de la misma manera en la que aquel trabajador de la parábola de Jesús recibió los bienes de su señor para que negociara con ellos (cfr. Mt 25, 14), quienes reciben esta llamada tienen en sus manos un regalo de Dios para el mundo. No son colaboradores de una tarea que hacen otros. «Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad» [13]. El Prelado del Opus Dei, en su carta sobre la vocación a la Obra, señala que la llamada de los supernumerarios «no se limita a vivir unas prácticas de piedad, asistir a unos medios de formación y participar en alguna actividad apostólica, sino que abarca toda vuestra vida, porque todo en vuestra vida puede ser encuentro con Dios y apostolado. Hacer el Opus Dei es hacerlo en la propia vida y, por la comunión de los santos, colaborar a realizarlo en todo el mundo. O, como nos recordaba en frase gráfica nuestro fundador, hacer el Opus Dei siendo cada uno Opus Dei» [14].

Esto se puede ver, por ejemplo, en la vida de Aurora Nieto, la primera mujer que se incorporó a la Obra como supernumeraria. Era «una joven viuda con tres hijos pequeños, que vivía en Salamanca. Había estudiado Magisterio y estaba pluriempleada para sacar su familia adelante (…). Tenía un deseo callado (…) de hacer apostolado con gente joven, con gente universitaria en medio del mundo (…). Temía que sus obligaciones familiares y económicas lo imposibilitaran, pero [san Josemaría] le aseguró que [en el Opus Dei] había sitio para ella» [15]. Aurora, en conversación con una numeraria amiga suya, relataba así su encuentro con el fundador: «Me dijo el modo cómo, yo desde casa y sin desatender a mis hijos, podía ser admitida y pertenecer a la Obra. Me parece mentira y aunque la idea de estar lejos de vosotras y fuera de las casas [de los centros] me da algo de pena y hasta algo de miedo de no acomodarme bien al espíritu peculiar que el Padre quiere, pero confío en que él sabe y no ha visto en ello inconveniente» [16].

San Josemaría no veía inconveniente porque el espíritu del Opus Dei está precisamente para vivificar el mundo, fuera de las casas, para servir a la Iglesia en las calles, en los hogares de cada uno y cada una, en las reuniones sociales, en el trabajo... «Una vez más afirmo que la vocación al Opus Dei es una vocación contemplativa, de almas que están en medio de la calle por amor de Cristo, haciendo de la calle la celda, pero en un continuo coloquio» [17]. Desde aquellos primeros momentos de su vocación, Aurora comprendió que «el Opus Dei dependía de ella en Salamanca» [18].

La familia y las estructuras sociales

A san Josemaría le ilusionaba mucho la primera convivencia de supernumerarios, así que la siguió muy de cerca. Participó en ella dedicando mucho tiempo a la predicación y habló con cada uno de los participantes, en los que quedaron grabadas a fuego aquellas jornadas. Les habló una y otra vez del espíritu del Opus Dei, dejando claro que el Señor les llamaba a cada uno de ellos a hacerlo vida con la misma plenitud con que lo hacía su fundador. Uno de los participantes, Ángel Santos, recordaba que el mensaje era «santificar al mundo desde dentro con los medios de nuestra vida interior y del cumplimiento de nuestros deberes corrientes de cristianos; ser contemplativos, con naturalidad, en medio de nuestros afanes cotidianos; hacer un apostolado de confidencia, (…) convertir nuestras casas en hogares luminosos y alegres. Y todo con estricta responsabilidad individual –sin aspiraciones representativas, sin tendencias clericales– característica de un laicado maduro» [19].

En los supernumerarios resplandece particularmente la misión de ser sal y levadura que se disuelven en el mundo para, siendo una misma cosa con la masa, sin diferenciarse en nada de ella, dar sabor y consistencia. San Josemaría veía el Opus Dei como una «inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad» [20]. De esta manera, siendo la misma sangre del mundo, su misión consistirá en llenar del espíritu del Evangelio las estructuras sociales; hacer de este mundo un lugar mejor, cada uno desde su pequeño o grande terreno. Al ser el trabajo la actividad a la que una supernumeraria o un supernumerario dedica buena parte de su tiempo, es lógico que gran parte de sus anhelos sean llevar todo el bien posible a aquella profesión, llenarla con la actualidad de Jesucristo, encontrar a Dios en aquel servicio hecho con todo el esmero posible. Por eso, será común que estén a la vanguardia de su ámbito profesional, frecuentando el futuro, empujados por la creatividad del Espíritu Santo.

Al mismo tiempo, para las supernumerarias y los supernumerarios que han recibido la llamada al matrimonio, su familia, con o sin hijos, será el corazón que bombea sangre nueva, el primer campo en donde desplegar la ilusión por ser santos. «La vocación en la Obra como supernumerario se desarrolla en primer lugar en el ámbito familiar (…) –recordaba el Prelado del Opus Dei–. Esta es la herencia que dejáis a la sociedad» [21]. De entre los numerosos caminos que vamos tomando en la vida, san Juan Pablo II señala que «la familia es el primero y el más importante» [22]. Gran parte del futuro de la sociedad se fragua en la formación recibida durante aquellos años de convivencia familiar, tanto en lo que se refiere a la educación en la fe, como al desarrollo de las virtudes necesarias para ser una persona que contribuya al bien de todos. Se trata del núcleo en el que germinan los cambios de futuro en todos los campos: en el ámbito laboral, en la corresponsabilidad dentro del hogar, en el cuidado de los más débiles, en el ámbito educativo, etc. Este servicio, aunque discreto, es quizás el de mayor impacto social. «La familia es el lugar del encuentro, del compartir, del salir de sí mismos para acoger a los otros y estar cerca de ellos. Es el primer lugar donde se aprende a amar» [23].

«Además, estáis llamados a influir positivamente en otras familias –continuaba mons. Fernando Ocáriz, al hablar sobre la vocación de los supernumerarios–. En particular, ayudando a que su vida familiar tenga un sentido cristiano y preparando a la juventud para el matrimonio, para que muchos jóvenes se ilusionen y estén en condiciones de formar otros hogares cristianos, de los que puedan surgir también las numerosas vocaciones al celibato apostólico que Dios quiera. También los solteros y los viudos –y, naturalmente, los matrimonios sin hijos– podéis ver en la familia un primer apostolado, pues siempre tendréis, de un modo u otro, un ambiente familiar que cuidar» [24].

La vocación de supernumerario es una manifestación de la madurez del laicado, cuya hora ha sonado en la Iglesia con particular fuerza en el último siglo. Cuando san Josemaría y el beato Álvaro llegaron a Roma para buscar un cauce jurídico para la Obra, les dijeron que llegaban con un siglo de antelación, particularmente cuando plantearon la vocación de los supernumerarios. Mucho se ha avanzado desde entonces en la comprensión de la vocación del laico, pero encarnar esta maravilla sigue siendo un desafío, una misión entusiasmante. La vocación al Opus Dei es una gracia muy grande de Dios para contribuir a esta misión en la Iglesia, como testimonia la vida de tantos fieles supernumerarios y supernumerarias de la Obra. De algunos de ellos se ha iniciado el proceso para reconocer la santidad de su vida; de la inmensa mayoría muy posiblemente no se iniciará, pero ni un solo gesto de esa fidelidad cotidiana al amor de Dios escapa a nuestro Padre del cielo. Son hazañas que no recogerá ninguna página de papel ni digital, pero sí el único libro que cuenta, ese que va escribiendo Dios y del que nadie las podrá borrar. Y quienes las presencien agradecerán cada día al Señor, como hacemos nosotros, «la fidelidad de tantas mujeres y de tantos hombres que nos han precedido en el camino y nos han dejado un testimonio precioso» [25].

Redacción de opusdei.org/es-es/

Notas:

[1]     Tertuliano, Apologético, 37.

[2]     San Justino, Diálogo con Trifón, 117.

[3]     Francisco, Christus vivit, n. 198.

[4]     San Josemaría, Notas tomadas de la predicación oral, 29-II-1964.

[5]     Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 31.

[6]     José Luis González Gullón – John F. Coverdale, Historia del Opus Dei, Madrid, Rialp 2021, pp. 594-595.

[7]     Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 23.

[8]     Cfr. san Josemaría, Surco, n. 962.

[9]     San Josemaría, Cartas 18-I-1948, 29-I-1948 y 4-II-1948. Citado en Luis Cano, “Los primeros supernumerarios del Opus Dei”, Studia et Documenta, vol. 12, 2018, pp. 256-257.

[10]      San Josemaría, Cartas 29, n. 10.

[11]      San Josemaría, Camino, n. 402.

[12]      Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta 28-V-1959, en Letras a un santo, 2018, p. 112.

[13]      Francisco, Gaudete et exsultate, n. 13.

[14]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 25.

[15]      Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid 2021, pp. 194-195.

[16]      Ibíd., p. 195.

[17]      San Josemaría, Homilía, 26-X-1960.

[18]      Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, p. 195.

[19]      Luis Cano, “Los primeros supernumerarios del Opus Dei”, p. 274.

[20]      San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, n. 42.

[21]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 24.

[22]      San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994.

[23]      Francisco, Homilía, 25-VI-2022.

[24]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 24.

[25]      Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 5.

Olaya Fernández Guerrero

1.        El ser humano como ‘ser sentiente’

Unamuno se ocupa de todas las dimensiones de la existencia humana con un peculiar estilo que aúna filosofía y literatura, y que se ofrece como una pretensión de superar la rigidez del racionalismo occidental. Invita a sus lectores y lectoras a desplegar una nueva manera de filosofar que hunde sus raíces en lo afectivo y que se centra en los sentimientos de angustia, miedo, amor y compasión que experimenta cada ser humano concreto, cada ‘hombre de carne y hueso’, en lo más profundo de su ser.

La principal tarea de la filosofía es llevar a cabo una hermenéutica de la existencia y de los afectos que ponga de manifiesto cuáles son las inquietudes más profundas del ser humano. Esas inquietudes se viven individualmente, pero también son experimentadas de modo similar por las personas que nos rodean, y esto permite que nos sintamos conectados a toda la humanidad a través de ese repertorio emocional compartido. Sucede entonces que cada ser humano emprende una búsqueda personal para “encontrarse a sí mismo y para encontrar a partir de ahí a todos los seres humanos que a su vera sufren y gozan” (Ferrater Mora, 1985, p. 36). Precisamente es la constatación de que el otro es semejante a mí, y que sufre igual que yo, lo que marca el punto de partida para el surgimiento de la ética [1]. En todo caso, Unamuno insiste en que la reflexión filosófica arranca de la propia subjetividad: el autor indaga en “su yo concreto, personal, viviente y sufriente y se convierte en el espejo en el que el lector puede reconocerse” (Villar, 2007, p. 241) y su pensamiento nunca pierde ese asidero en lo subjetivo.

El ser humano es una síntesis de ‘razón y corazón’ –como dijo Pascal– y todo intento de desentrañar el sentido de lo humano ha de atender a ambas dimensiones y a la interacción que se establece entre ellas. De este modo, la dialéctica es inherente al individuo: somos seres racionales a la vez que sentientes, y estos dos niveles pueden entrar en conflicto o transmitir mensajes contradictorios. Saber gestionar los propios pensamientos y emociones e intentar equilibrar esos dos ámbitos forma parte del proceso de aprendizaje que todo humano ha de realizar mientras vive, afirma Unamuno. Aunque, en el fondo, la contradicción está en el núcleo de la propia existencia y no podemos eludirla por completo, puesto que “es la contradicción íntima precisamente lo que unifica mi vida y le da razón práctica de ser” (Unamuno, 2005, p. 430). El ser humano es un ‘ser agónico’ que está constantemente debatiéndose, agitándose y peleándose con sus propias contradicciones, luchando por ‘ser sí mismo’ y por lograr una coherencia que no está dada de antemano sino que es preciso construirla individualmente y heroicamente, como dirá nuestro autor, siguiendo un modelo ético que él califica de ‘quijotesco’ y que entronca de lleno con la filosofía existencialista.

Unamuno considera que la ciencia y la filosofía occidentales no han prestado suficiente atención a los elementos afectivos que forman parte de la existencia humana, y reivindica una concepción más integral del ser humano que considere esos aspectos emocionales en toda su complejidad y que reflexione sobre el autoconocimiento que estos elementos pueden proporcionar [2]. El aprendizaje no puede basarse en una simple colección de datos almacenados en la memoria, ya que la razón enrigidece la vida y la mata, sino que todo proyecto educativo ha de incluir el despliegue de los afectos y ha de enseñar también a sentir. Sobre esta cuestión, la advertencia es clara: “puede uno tener un gran talento […] y ser un estúpido del sentimiento y hasta un imbécil moral” (Unamuno, 2005, p. 115). No basta con acumular conocimientos, sino que el pensamiento debe ocuparse primordialmente de la vida en su especificidad, centrarse en el ‘hombre de carne y hueso’ y recuperar todas las dimensiones afectivas que han sido olvidadas por los discursos hegemónicos. El gran fallo de esos discursos es que han pretendido elaborar visiones estáticas de algo que es esencialmente dinámico; Unamuno denuncia las carencias de esa perspectiva y sostiene que “la inteligencia, al intentar pensar la vida, la mata y sólo conoce su cadáver inerte” (Marías, 1968, p. 15). La filosofía ha de versar sobre la vida, y toda la obra unamuniana puede entenderse como un intento de realizar ese propósito y llevar a cabo la ‘vitalización del pensar’ (París, 1989, p. 34). La racionalidad convierte a los seres humanos en abstracciones y aborda la existencia como algo genérico, pues “para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente” (Unamuno, 2005, p. 220). Sin embargo, la vida no se comprende bien desde ese enfoque, y se concluye que “la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla, contradícela” (Unamuno, 2005, p. 238). La razón nos dice que somos mortales y que no podemos eludir esa condición, sin embargo nuestra voluntad se rebela contra esa finitud. Existe en el ser humano un deseo de perdurar, un ansia de vivir eternamente que es central en el planteamiento de este filósofo y que busca satisfacerse a través de distintos cauces: la religiosidad, la fama, etcétera [3].

Para este autor la única forma de entender la vida es partiendo de lo concreto, descendiendo a la existencia individual y reflexionando sobre los acontecimientos cotidianos, pues “la vida es la única maestra de la vida. […] Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo” (Unamuno, 2001a, p. 81). La vida no se deja apresar por el discurso racional sino que es imprescindible pasar por ella personalmente, vivirla en toda su intensidad y aceptar todos los elementos que la conforman, incluidas las contradicciones internas y la dialéctica interior con las que cada ser humano ha de vérselas, puesto que “el sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos” (Unamuno, 2001a, p. 54). En este proyecto de autoconocimiento el aprendizaje de los afectos es fundamental, hasta el punto de exclamar: “¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema” (2005, p. 116) y también “el dolor es el camino de la conciencia” (2005, p. 283). Es en las emociones, y particularmente en las negativas –angustia, tristeza, dolor–, donde afloran las dimensiones más profundas de la existencia humana, que además son compartidas por toda la humanidad.

Frente a los intentos de explicar la vida partiendo de supuestos racionales, Unamuno –con unas tesis que remiten a Schopenhauer– afirma que el ser humano es básicamente irracional y que su existencia se manifiesta espontáneamente como desordenada y laberíntica; no se deja reducir a los discursos que intentan delimitarla: “El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar” (Unamuno, 2001a, p. 43) La vida se da como un torbellino complejo y variable, impredecible, compuesto de elementos muy heterogéneos que cada ser humano entreteje desde su singularidad única e irrepetible. La vida no se deja someter a la racionalidad porque todo en ella es dinamismo y diversidad ante la que solo cabe una aproximación múltiple y dialéctica. La existencia es heterogénea y para explicarla adecuadamente es imprescindible desplegar discursos igualmente heterogéneos. De ahí el estilo unamuniano, caracterizado por el encadenamiento de temas aparentemente inconexos y la quiebra de las estructuras narrativas lineales, pues él “desdeñaba cualquier forma de escritura que exhibiera rasgos como el buen equilibrio y la armonía” (Ferrater Mora, 1985, p. 110). En contraposición, se decanta por lo discordante y lo que genera extrañeza, anticipando así algunos elementos que estarán presentes en autores como Deleuze o Derrida.

2.           Las necesidades educativas y el aprendizaje emocional

Unamuno desgrana sus ideas acerca de la pedagogía a lo largo de varias de sus obras, fiel al estilo inconexo y asistemático que le caracteriza. Si bien se pueden rastrear sus reflexiones sobre el aprendizaje emocional en muchos de sus textos, es quizás en Amor y pedagogía, su segunda novela, publicada en 1902, donde presenta de una manera más extensa su visión de la educación. Se trata de un relato de ficción escrito en tono satírico donde se traslucen numerosos elementos autobiográficos. El propio autor anuncia en el prólogo que su texto tiene una finalidad crítica, a saber, la de cuestionar la efectividad de los modelos pedagógicos tradicionales: “Late en el fondo de esta obra, en efecto, cierto espíritu agresivo y descontentadizo” (1992, p. 45). La novela cuenta la historia de don Avito Carrascal, un hombre de ciencia que quiere llevar a cabo el proyecto vital de engendrar y educar a un genio. Para ello selecciona cuidadosamente todos los aspectos que tienen que ver con su retoño, Apolodoro: la búsqueda de una madre, la alimentación, los estímulos y juegos, las personas que intervienen en su educación, etcétera, pero aun así no consigue triunfar en su empresa y su hijo acaba siendo un adolescente tremendamente infeliz, debido en gran parte a la carencia de educación afectiva, como se verá.

La dimensión crítica aflora en varios pasajes de la novela, y particularmente cuando el joven protagonista de Amor y pedagogía cuestiona el modelo educativo al que ha sido sometido e inquiere a su padre: “Bueno, pero la ciencia, ¿me enseña a ser querido?” (Unamuno, 1992, p. 150), poniendo de relieve que experimenta una necesidad de reconocimiento y afecto que ha sido desatendida, lo que le origina tristeza y frustración: “¿Y para qué quiero la ciencia si no me hace feliz?” (Unamuno, 1992, p. 147). El personaje de Apolodoro, reflejo del propio Unamuno, reniega de la ciencia y se aproxima al amor, que para él se sitúa en el núcleo de todo proyecto de aprendizaje: “No basta pensar, hay que sentir nuestro destino” (2005, p. 114) y también: “¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?” (1992, p. 151), tal y como sugiere Apolodoro. Esta reflexión sobre las limitaciones de la ciencia se repite en otros textos de Unamuno: “Es locura querer encerrar en ecuaciones la infinita complejidad del mundo vivo” (1958, p. 107). La madurez del individuo pasa por aprender a aceptar todas las emociones, tanto las positivas como las negativas, e intentar extraer de ellas conocimientos válidos para la vida: “No tengáis miedo a la podredumbre” (Unamuno, 2001b, p. 118), dirá nuestro autor por boca de uno de sus personajes literarios más conocidos, la tía Tula. No basta con conocer los discursos que otros han escrito sobre la existencia sino que es necesario que cada ser humano recorra y sienta su propia vida y que ejercite intensamente sus afectos, ya que de ahí surge todo lo demás, incluso el conocimiento: “nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma” (Unamuno, 2005, p. 98). La emotividad y los sentimientos son previos a todo acto de conocer, constituyen un horizonte ‘a priori’ que fundamenta todo el conocimiento porque “el amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél” (Unamuno, 2001a, p. 39). La comprensión parte de ese espacio primordial de los afectos y de las relaciones interpersonales en las que el individuo está inmerso desde que nace y que van configurando su carácter, sus experiencias o sus gustos. Cada existencia es única e irrepetible, debido en parte a todo ese conjunto de circunstancias, vivencias y conexiones que son impredecibles y que van poco a poco modelando a la persona y confiriéndole sus características específicas, los rasgos que la individualizan.

En Amor y pedagogía abundan las referencias a distintos aspectos educativos; para estructurar el análisis de esos elementos se tomará como referencia la clasificación de las necesidades educativas planteada por Félix López Sánchez, profesor de la Universidad de Salamanca, en su libro Las emociones en la educación (2009). En ese estudio se ofrece una visión integradora del individuo que se ajusta bastante a lo que el propio Unamuno defiende. “El ser humano es una unidad psicosomática, en que todo está interconectado, en su base bioquímica, fisiológica, cerebral y, lo que es más importante aún, mental, verbal y afectivo” (López Sánchez, 2009, p. 10). Partiendo de estas consideraciones sobre la complejidad de la persona se identifican cuatro grandes apartados que aluden a varios tipos de necesidades que deben guiar la educación durante la infancia y la adolescencia:

• Necesidades de carácter físicobiológico

• Necesidades mentales y culturales

• Necesidades emocionales y afectivas

• Necesidades de participación (López Sánchez, 2009, pp. 3132).

En el primer bloque, dedicado a las necesidades físicobiológicas, López Sánchez menciona nacer en un momento adecuado y planificado por el padre y la madre, recibir cuidados relativos a la alimentación, la higiene y la salud en general, y equilibrar la actividad física y el juego con los periodos de descanso (2009, p. 31). El protagonista de Amor y pedagogía, Apolodoro, recibe una atención adecuada a este tipo de necesidades. Por ejemplo, su nacimiento es el resultado de una meticulosa planificación previa que lleva a cabo don Avito, su padre, que elige a Marina del Valle como madre de su futura descendencia: “Medita, en efecto, Carrascal buscar mujer a él y a su obra adecuada, y con ella casarse para tener de ella un hijo en quien implantar su sistema de pedagogía sociológica y hacerle genio” (Unamuno, 1992, p. 61). Apolodoro es un hijo deseado, y ya desde que está en el seno materno sus progenitores se ocupan de atender sus necesidades nutritivas. Por ejemplo, don Avito realiza indicaciones a su mujer embarazada sobre los alimentos que debe ingerir y los que debe evitar:

− ¡Vamos, Marina, un poco más de alubias!...

− ¡Pero si no me apetecen!...

− No importa, no importa… ahora tienes que comer más con la reflexión que con el instinto, más con la cabeza que con la boca… Vamos, un poco más de alubias, alimento fosforado… fósforo, fósforo, mucho fósforo es lo que necesita… […]

− ¿Carne? No; la carne aviva los instintos atávicos de barbarie… (Unamuno, 1992, p. 71)

La alimentación del bebé también es una cuestión importante durante el periodo de lactancia: “¿Qué tal? ¿Tienes leche suficiente? ¿Te sientes débil?” (Unamuno, 1992, p. 78), pregunta don Avito a su esposa. El padre se sigue ocupando de la alimentación del niño a medida que este crece: “Le hace comer su padre a reloj a tal hora y tantos minutos, pesando la comida que le da, y luego le pesa a él, tres veces por día. La higiene y la educación física ante todo” (Unamuno, 1992, p. 91). Las atenciones a las necesidades de tipo físico se completan con otra serie de actuaciones como el acondicionamiento de una habitación tapizada en la que se disponen algunos objetos a los que el niño pueda sujetarse cuando empieza a caminar (Unamuno, 1992, p. 91).

En el segundo grupo, referido a las necesidades mentales y culturales, se incluyen la estimulación sensorial, la exploración de la realidad física y social, la adquisición de valores y normas, la asimilación de saberes escolares y profesionales y el desarrollo de una interpretación positiva del mundo y del ser humano (López Sánchez, 2009, p. 31). Estos aspectos son centrales en la obra de Unamuno analizada aquí, pues el proyecto de don Avito de educar a su hijo para que sea un genio incluye un amplio programa de estímulos y aprendizajes en el que nada se quiere dejar al azar. A lo largo de la novela abundan las referencias –muchas de ellas en tono jocoso– a las iniciativas que el padre toma para adentrar al joven Apolodoro en la senda de la genialidad. Cuando el feto está todavía en el seno materno, don Avito obliga a su esposa a escuchar ópera, pues le parece que eso puede contribuir a estimular la sensibilidad del bebé. Una vez nacido el niño, el padre también lleva a cabo varias prácticas que él considera apropiadas para acelerar su aprendizaje:

Su padre, sin embargo, se dedica un rato todos los días a frotarle bien la cabeza por encima de la oreja izquierda para excitar así su circulación en la parte correspondiente a la tercera circunvolución frontal izquierda, al centro del lenguaje… […] Y Apolodoro va aprendiendo, bajo la dirección técnica de su padre, el manejo del martillo de su puño, de las palancas de sus brazos, de las tenazas de sus dedos, de los garfios de sus uñas y de las tijeras de los recién brotados dientes (Unamuno, 1992, p. 82).

Don Fulgencio, un filósofo al que don Avito pide consejo sobre la educación de su hijo, recomienda que Apolodoro sea enviado a la escuela para “que se forme en sociedad infantil, que se le mande a que juegue con otros niños” (Unamuno, 1992, p. 99), y el padre accede a regañadientes, pues tiene una visión muy negativa de la escuela: “Decididamente, tengo que intervenir ya, y aunque vaya a la escuela, instruirle yo” (Unamuno, 1992, p. 100), resuelve don Avito después de ver los contenidos y enfoques de lo que el muchacho aprende en el colegio. La visión de este personaje concuerda con la del propio Unamuno, que en sus memorias de infancia escribió: “Nuestras deplorables tradiciones escolásticas […] y la organización detestable de nuestra enseñanza hacen que no se saque sino una fría y mecánica concepción de casillero” (1958, p. 119). La escuela enseña a encorsetarlo todo en función de categorías rígidas y el autor considera que este tipo de conocimiento resulta inútil para explicar la complejidad del mundo, como se ha mencionado anteriormente.

En Amor y pedagogía, don Avito y don Fulgencio comparten su interpretación de la educación como un proceso que “consiste en que lo vea todo, de todo se sature y pase por todo ambiente” (Unamuno, 1992, p. 90) de acuerdo con las ideas de la educación natural descritas por Rousseau en su Emilio (1985). La preferencia por este tipo de formación, muy alejada de la que se impartía en la escuela tradicional, se aprecia de forma clara en la novela. Junto a su padre, el pequeño Apolodoro sale a pasear con una brújula, termómetro, barómetro y lente de aumento, para que pueda satisfacer su curiosidad y percibir el mundo natural desde múltiples perspectivas. También visita un museo de historia natural (Unamuno, 1992, p. 103) y aprende matemáticas, dibujo, gramática y un montón de cuestiones teóricas que su padre se afana en enseñarle con total dedicación.

El tercer grupo de necesidades, las emocionales y afectivas, incluye la protección y el afecto, la red de relaciones sociales y los vínculos de amistad, y la búsqueda de interacción sexual (López Sánchez, 2009, pp. 3132). Este grupo de necesidades son las que Apolodoro ve satisfechas de un modo más incompleto, en gran parte debido a la disparidad de criterio que existe entre su padre y su madre acerca de estas cuestiones. Marina, la madre, representa la afectividad y continuamente abraza y besa al niño, mientras que don Avito considera que esas muestras de cariño son un signo de debilidad: “No le beses, no le beses así, Marina, no le beses; esos contactos son semilleros de microbios” (Unamuno, 1992, p. 80). Como resultado, el niño tiene un lazo afectivo más fuerte con la madre que con el padre:

− Di mamá: ¿me quieres?

Mucho, mucho, mucho, Luisito, mi Luis, mucho, mucho, mucho, sol, cielo, mi Luis, ¡Luisito!... ¡Luis! (Unamuno, 1992, p. 93)

Se explica en la novela que la mujer bautiza secretamente a su hijo con el nombre de Luis porque el nombre de Apolodoro, elegido por el padre, le disgusta profundamente. No obstante, solo se atreve a usar ese nombre cuando está a solas con el hijo, “y es Luis el nombre prohibido, el vergonzante, el íntimo” (Unamuno, 1992, p. 93). En definitiva, la figura de la madre es cariñosa y afectiva, y funciona para su hijo como una figura de apego que entra en contradicción con la del padre, caracterizado como un hombre frío y metódico y obsesionado con desplegar su proyecto educativo meticulosamente diseñado a priori. Las estrictas reglas que don Avito impone a su familia, y en particular a su hijo, no permiten la expresión explícita de emociones y sentimientos:

¡Qué escenas silenciosas y furtivas cuando en los raros momentos en que el padre los deja coge la madre a su hijo, lo abraza y sin decir palabra le tiene abrazado, mirando al vacío, llenándole de besos la cara! El chico abre los ojos sorprendido; éste es otro mundo tan incomprensible como el otro, un mundo de besos y casi de silencio (Unamuno, 1992, p. 105).

Marina reprime sus afectos ante el esposo y solamente abraza y besa al  hijo a escondidas, lo que produce en el niño ideas contradictorias con respecto a la afectividad: es algo malo y que debe ocultarse. Esta identificación del amor abnegado y la afectividad con figuras femeninas es muy recurrente en la obra de Unamuno. Por ejemplo, se percibe en la tía Tula que cuida de este modo a una de las niñas a su cargo: “se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo” (Unamuno, 2001b, p. 98), y se refiere así a su sobrino recién nacido: “En cuanto a éste –y al decirlo apretábalo contra su seno palpitante–, corre ya de mi cuenta, y o poco he de poder o haré de él un hombre” (Unamuno, 2001b, p. 33). También el personaje de Angelita, la narradora de San Manuel Bueno, mártir, confiesa que “empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual” (Unamuno, 1987, p. 76). Por último puede citarse a Antonia, la esposa de Joaquín en Abel Sánchez, que responde igualmente a esa encarnación del amor maternal que Unamuno atribuye a las mujeres: “Antonia había nacido para madre; era todo ternura, todo compasión” (Unamuno, 1985, p. 78).

Volviendo a Amor y pedagogía, la lectura atenta del relato pone de relieve que los vínculos sociales de Apolodoro están principalmente determinados por el tipo de educación que su padre elige para él, en algunas ocasiones aconsejado por don Fulgencio, el filósofo, que muestra una visión más flexible que don Avito e insiste en las necesidades de socialización del niño. También le advierte con respecto a las personas mediocres, de las que le recomienda apartarse: “No frecuentes mucho el trato con los sensatos” (Unamuno, 1992, p. 113), y le aconseja que recorra su propio camino y que no se deje llevar por el qué dirán, pues “los memos que llaman extravagante al prójimo, ¡cuánto darían por serlo!” (Unamuno, 1992, p. 114). La autenticidad implica transitar por caminos poco trillados y en este sentido es conveniente no guiarse por las opiniones y costumbres de las mayorías, tal y como señala don Fulgencio, auténtico alter ego de Unamuno en este pasaje.

La relación de Apolodoro con sus compañeros de la escuela es conflictiva, los otros niños se burlan de su nombre y además tiene menos fuerza física, lo que hace que sufra agresiones (Unamuno, 1992, p. 100). Llevado por la curiosidad, el joven se hace amigo del poeta Menaguti y comienza él mismo a escribir poemas sin que su padre se entere (Unamuno, 1992, pp. 116 y ss.). Otro personaje llamativo es don Epifanio, el profesor de dibujo, que recomienda a Apolodoro que disfrute de la vida y que busque el bienestar en lugar de perder el tiempo estudiando cosas inútiles. Apolodoro también se hace amigo de Emilio, hijo del maestro de dibujo, como estrategia para frecuentar más la casa y poder ver a la chica de la que está enamorado: “El Amor, como niño que dicen es, enseña a Apolodoro una infantil astucia, y es que se haga amigo de Emilio, el hermano de Clarita, y entre así más dentro de la casa” (Unamuno, 1992, p. 124). La relación que se establece entre ambos muchachos es bastante superficial; no sucederá lo mismo con Clarita, cuya aparición en la vida de Apolodoro tendrá importantes consecuencias para el protagonista de la novela.

El acercamiento a Clarita es la respuesta de Apolodoro a la necesidad de interacción sexual que siente. Entre ambos se entabla una relación amorosa que es novedosa para ambos, aunque cada uno de los personajes la gestionará de un modo distinto. El enamoramiento supone el descubrimiento de un mundo nuevo para Apolodoro, donde los sentimientos y emociones incontrolables se le imponen: “Emprende ahora su corazón un galope, y este galope le echa a la cabeza un ataque de amor. Sí, son ataques, estallidos de amor” (Unamuno, 1992, p. 123). El desarrollo de competencias emocionales es clave para superar el malestar frente a situaciones cotidianas, especialmente aquellas que tienen que ver con la relación con los demás y concretamente el desamor. Eso es lo que le pasa a Apolodoro; aparece otro muchacho, Federico, que también pretende a Clarita y la joven, en parte aconsejada por sus padres, se decide por el nuevo pretendiente y rompe su relación con Apolodoro, lo cual sume al joven en una depresión bastante aguda: “Ayer vio a Clarita, a lo lejos y de paso, y se le encendió el mal extinguido amor, y ahora es cuando comprende que la quería, que la quería con toda el alma” (Unamuno, 1992, p. 146). El muchacho siente la necesidad de ser amado y el rechazo de Clarita le resulta insoportable, hasta el punto de llegar a pensar “Si no me quiere Clarita y no sé hacer cuentos, ¿para qué vivir?” (Unamuno, 1992, p. 148). La situación anímica de Apolodoro se agrava tras el fallecimiento de su hermana Rosa, un acontecimiento que hace sufrir mucho a Marina y a Apolodoro y ante el que don Avito se muestra impertérrito. El joven protagonista de la novela carece de herramientas emocionales que le permitan entender lo que pasa, expresar su dolor y su angustia y buscar consuelo a los problemas que le afectan. La incomunicación con su padre se hace cada vez más acusada a medida que el muchacho crece y se evidencia la diferencia de perspectivas entre los dos personajes, y a partir de ahí se desencadena la tragedia. Apolodoro acaba suicidándose, algo que en la novela de Unamuno se presenta como una ficción pero que tristemente puede recordar casos reales de suicidios de adolescentes que siguen aconteciendo a día de hoy. Algunos de estos casos, si no todos, quizás podrían evitarse a través de una adecuada educación afectivosexual en el ámbito de la familia y la escuela [4].

El cuarto y último bloque de necesidades indicado por López Sánchez alude a la participación y la autonomía, y tiene que ver con el despliegue de la capacidad de tomar decisiones sobre la propia vida (López Sánchez, 2009, p. 32). Don Avito niega este derecho a su hijo, se escuda en la idea de que sabe lo que más conviene al muchacho y le impone todo lo que ha de hacer sin prestar atención a las expectativas y preferencias de este. Por ejemplo, ante la declaración del niño de que quiere ser general, su padre le responde: “No, hombre, no; no puedes querer eso… te equivocas, hijo mío […] mi hijo no puede querer eso…” (Unamuno, 1992, p. 99). Don Avito también desaprueba el interés de Apolodoro por la poesía, y no acepta que su hijo adolescente se ha enamorado: “¿Enamorado? ¿Mi hijo enamorado? No digas disparates” (Unamuno, 1992, p. 120), responde a su esposa cuando esta le insinúa la posibilidad. Cuando finalmente se rinde a la evidencia, don Avito se disgusta enormemente porque considera que los sentimientos de su hijo trastocan los planes que había diseñado para él: “¡Se ha enamorado! No vamos a tener genio” (Unamuno, 1992, p. 121). Hacia el final de la novela, Apolodoro acude a casa del filósofo don Fulgencio y le recrimina el plan formativo tan estricto al que lo han sometido y que ha hecho de él un analfabeto emocional: “Entre usted y mi padre me han hecho un desgraciado, muy desgraciado” (Unamuno, 1992, p. 141), exclama el joven, poniendo así de relieve que es consciente de sus carencias afectivas y de las lagunas en su desarrollo emocional, que le impiden gestionar adecuadamente el desplante de Clarita o las burlas de sus compañeros de escuela.

3.           Consideraciones finales

De la mano de Unamuno, la historia trágica y cómica de Apolodoro y de su padre, don Avito, pone de relieve que la vida no puede planificarse excesivamente ni es conveniente acercarse a ella con demasiada rigidez, ya que los elementos inesperados e impredecibles siempre hacen acto de presencia y truncan todas las previsiones y expectativas previamente concebidas. Es lo que le sucede a don Avito; quiere controlar cada detalle relativo a la educación de su hijo y esa obsesión le hace muy infeliz a él y a quienes le rodean: su esposa Marina, que se ve obligada a reprimir sus afectos en presencia del marido; su hija Rosa, que crece sin la atención del padre; y sobre todo a su hijo Apolodoro, cuya malograda existencia es la muestra más evidente del fracaso del proyecto pedagógico de don Avito.

La acumulación de conocimientos teóricos tiene cierta utilidad pero no por ello ha de desatenderse la pedagogía de los afectos, aprender a querer y a ser querido, pues esto es algo que la ciencia no enseña, como dice Apolodoro en uno de los pasajes más entrañables de la novela. La pedagogía es algo incompleto si no incluye esa parte emocional, ese aprendizaje del amor que Apolodoro reivindica: “¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?” (Unamuno, 1992, p. 151). Esta pregunta plantea de lleno la necesidad de educar en lo afectivo, de aprender ya desde la infancia y la adolescencia a entender y manejar las emociones para que estas no nos desborden, ya que solo así el ser humano conseguirá alcanzar la felicidad. La cuestión que presenta este texto supone un reto para todas las personas que nos dedicamos actualmente a la docencia, y aunque Unamuno escribió esta novela hace más de un siglo su obra sigue teniendo vigencia porque hace hincapié en aspectos que todavía hoy son difíciles de abordar en el aula y acaban cediendo terreno frente a otros contenidos de tipo más teórico. La propuesta del filósofo, en este sentido, es hacer pedagogía del amor: enseñar a nuestros alumnos y alumnas a querer y a ser queridos, porque esto forma parte de su desarrollo integral y contribuirá a que sean ciudadanas y ciudadanos más autónomos, más inteligentes emocionalmente y, en definitiva, más capaces de encontrar su propio camino en la vida.

Olaya Fernández Guerrero, en unirioja.es/servlet/

Notas:

1   De estas cuestiones me he ocupado de forma más prolija en Fernández Guerrero, Olaya (2012): “Sobre la alteridad y la diferencia sexual”. Logos. Anales del Seminario de Metafísica, vol. 45: 293317.

2   De la visión pedagógica desarrollada por Unamuno me he ocupado también en: Goicoechea, Mª Ángeles y Fernández, Olaya (2014): “Filosofía y educación afectiva en Amor y pedagogía, de Unamuno”, Teoría de la educación. Revista interuniversitaria, n. 26: 41-58.

3   Sobre este tema ver Fernández Guerrero, Olaya (2014): “La antropología de Unamuno: el ‘hombre de carne y hueso’”, en Aragüés, Juan Manuel y Ezquerra, Jesús (coords.): De Heidegger al postestructuralismo. Panorama de la ontología y antropología contemporáneas, Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. 71-87.

4   Para un estudio más detallado sobre los diversos factores de la educación afectivo‐sexual, ver Valdemoros, Mª Ángeles y Goicoechea, Mª Ángeles (2012): Educación para la convivencia. Propuestas didácticas para la promoción de valores. Madrid: Biblioteca Nueva.

Francisco de Asís García García

Estudio iconográfico

Atributos y formas de representación

Dos escenas principales concurren en la imagen de la Anástasis. De un lado, el triunfo de Cristo sobre la  muerte,  quebrando  las puertas del infierno y marchado victorioso  sobre  Hades. Por  otra  parte, la  acción  salvífica de Cristo, de la que se benefician  Adán  y  Eva, además   de   toda  una  serie  de  destacados  patriarcas y personajes  de  la  Antigua  Ley   presentes  en   el  limbo   (Abel,  Abraham,  David,  Salomón y San Juan Bautista principalmente). Aunque la formulación básica del tema  corresponde  a Oriente, la  escena  presenta  en  la  Edad Media occidental algunas variantes fruto de un desarrollo propio [1].

Cristo  puede  aparecer  rodeado  por  una  mandorla, especialmente  en  los primeros ejemplos, y presenta habitualmente nimbo. Entre  los  objetos que porta consigo puede aparecer un rollo. Sin embargo, el más habitual y frecuente es la cruz, símbolo de triunfo sobre la muerte y de redención generalizado en las imágenes de la Anástasis desde el siglo XI [2]. La cruz es utilizada como  arma al oprimir con ella la boca, cuello o vientre de Satán [3], y con  un  fin  análogo  se convierte en lanza en imágenes como la de la cripta de Tavant. Cristo avanza sobre un ser que yace tendido, al que pisotea y llega a encadenar. Esta criatura encarna bien a Hades –personificación del infierno– o a Satán [4], identidades cuyos límites son confusos en muchas imágenes.

Puede considerarse el gesto de elevación de Adán, tomado generalmente por la muñeca, como un motivo iconográfico distintivo de la Anástasis [5]. Pese a  que  el protagonismo de Adán en el grupo de los salvados es claro, la figura de Eva suele acompañarlo, bien en un segundo término o beneficiándose directamente de la acción salvadora de Cristo, siendo también tomada por su mano. Los primeros padres pueden incorporarse desde sendos sarcófagos, elemento  que  aparece  ya  en las primeras representaciones. En líneas generales, Adán, Eva y el resto de salvados se presentan vestidos en las imágenes orientales –entre estos, se caracteriza a David y Salomón por su atuendo regio–, mientras que en Occidente tienden a permanecen desnudos.

La representación del limbo  donde  se  encuentran  los justos ofrece diversas posibilidades. El elemento más destacable son sus puertas, de bronce y con cerrojos según el Evangelium Nichodemi, situadas bajo Cristo o junto a Hades/Satán. Dichas puertas, quebrantadas por la presencia de Cristo, quedan dispuestas sobre el suelo en forma de cruz en las imágenes realizadas a partir del siglo XI. A la hora de recrear las mansiones infernales, estas pueden adoptar el aspecto de una cueva. Una alternativa sintética a la recreación de un espacio físico es la encarnación de los infiernos en la imagen de Hades, señor infernal. En ocasiones el limbo presenta muchas de las claves iconográficas del infierno. Destacan, en este sentido, la presencia de numerosos diablos –que en ocasiones intentan retener a los liberados–, las llamas, o la imagen de las fauces de Leviatán, de  donde  salen  los rescatados por Cristo, prescindiendo del sarcófago. Tal énfasis en el imaginario  infernal, especialmente desarrollado en las imágenes occidentales, conduce a que en ciertas ocasiones no se distinga el limbo de los patriarcas del infierno de los tormentos [6]. También en Occidente resulta en cierto modo frecuente la presencia de ángeles como asistentes formando parte del cortejo de Cristo.

Desde el punto de vista compositivo, un análisis de las distintas representaciones permite establecer cuatro tipos principales partiendo de la relación entre Cristo y los primeros padres [7]:

1.           - Tipo “narrativo” [8]: Cristo se inclina ante Adán y lo toma con su mano para alzarlo de su tumba.

2.           - Tipo “renacentista”: Cristo, que acostumbra a llevar una cruz, saca a Adán de su sepultura tomándolo con su mano y volviendo la mirada hacia él mientras marcha en dirección opuesta. Eva sigue a Adán en un segundo plano.

3.           - Tipo “dogmático”: Cristo, sobreelevado, es presentado frontalmente y flanqueado por Adán y Eva, en una composición estática.

4.           - Cristo alza de sus tumbas a Adán y a Eva, que lo flanquean, mientras marcha en dirección opuesta al primero. Se trata de una combinación de los dos tipos anteriores.

Fuentes escritas

El origen del tema se encuentra en textos apócrifos neotestamentarios, concretamente en los once capítulos del Descensus Christi ad inferos, compuesto originariamente en griego en torno al siglo III. Entre los siglos V-IX fue traducido al latín y refundido con el núcleo de las Acta Pilati dando lugar al Evangelium Nichodemi [9]. El relato del descenso de Cristo a los infiernos es realizado por dos de los resucitados, Karino y Leucio, hijos de Simeón. Personajes del Antiguo Testamento como Adán, David, o Isaías, además de San Juan Bautista, se hacen eco de profecías y acontecimientos que anuncian la llegada salvífica de Cristo. Un diálogo mantenido entre Satán, deseoso de retenerlo en el Hades, y el Infierno, cauto ante el supuesto poder liberador de Cristo, precede la llegada de este “en figura humana” y entre aclamaciones angélicas. Las puertas del infierno quedan rotas, los difuntos liberados de sus ataduras, y las mansiones infernales se ven iluminadas. Cristo ordena a sus ángeles el aprisionamiento de Satán y confía al Infierno su custodia hasta la segunda parusía. Tomando de la mano a Adán, Cristo lo resucita junto al resto de difuntos en virtud del sacrifico redentor de la Pasión. Enoch y Elías los reciben en el Paraíso, y el buen ladrón se les une relatando su camino hacia la salvación. La redacción griega y la latina difieren en el castigo de Satán, ejecutado por ángeles en la versión oriental y por el propio Cristo en la versión latina.

El Speculum historiale de Vicente de Beauvais y la Leyenda Dorada difundieron el relato del Evangelium Nichodemi en época bajomedieval.

Con menor extensión, el Evangelio de Bartolomé (siglos V-VII) recoge también el pasaje, con la diferencia de que Cristo abandona temporalmente la cruz para rescatar a los justos. El relato se estructura en forma de diálogo entre Cristo y Bernabé y refiere a su vez la conversación que mantienen Satán (Belial) y el Infierno mientras Cristo desciende.

El Descensus ad inferos fue un tema de reflexión habitual en la liturgia medieval [10]. Se incluye en el credo y en el himno pascual del Exultet, donde se hace referencia al ascenso victorioso de Cristo desde los infiernos. La iglesia oriental le concede un gran protagonismo en el oficio del sábado santo y en la liturgia dominical, cuyos himnos y oraciones contienen menciones singularmente prolijas parangonables a las representaciones artísticas. En el ámbito occidental, las liturgias galicana e hispánica son especialmente ricas en referencias al misterio. El viejo rito hispano multiplica las menciones en las oraciones eucarísticas del tiempo pascual y en los ordines de la liturgia funeraria.

La popularidad del tema desde los siglos centrales de la Edad Media queda atestiguada por las numerosas leyendas y composiciones que proliferaron en torno al descenso a los infiernos y por ser asunto recurrente en comentarios y sermones [11]. Este acervo cristalizó en dramas litúrgicos [12], ricos en elementos descriptivos, que siguen de cerca el relato del Evangelium Nichodemi.

Los comentaristas y Padres de la Iglesia reflexionaron sobre la bajada al limbo, especialmente en Oriente [13]. Uno de los asuntos que más interesaron a los exegetas y teólogos medievales fue la participación corpórea o meramente anímica de Cristo en la liberación de los justos, por el problema teológico que entrañaba respecto a la Resurrección y la doble naturaleza de Cristo [14].

Si bien el relato de la Anástasis bebe de fuentes apócrifas, determinados pasajes bíblicos han sido interpretados como una prefigura o alusión implícita al descenso de Cristo a los infiernos:

- Sal 9, 14: “Tenme piedad, Yahveh, ve mi aflicción, / tú que me recobras de las puertas de la muerte”.

- Sal 24, 7: “¡Puertas, levantad vuestros dinteles, / alzaos, portones antiguos, / para que entre el rey de la gloria!” (citado en el Evangelium Nichodemi).

- Sal 30, 4: “Tú has sacado, Yahveh, mi alma del šeol, / me has recobrado de entre los que bajan a la fosa”.

- Sal 107, 10-16: “Habitantes de tiniebla y sombra, / cautivos de la miseria y de los hierros, / por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios / y haber despreciado el consejo del Altísimo, / él sometió su corazón a la fatiga, / sucumbían, y no había quien socorriera. / Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, / y él los salvó de sus angustias, / los sacó de la tiniebla y de la sombra, / y rompió sus cadenas. / ¡Den gracias a Yahveh por su amor, / por sus prodigios con los hijos de Adán! / Pues las puertas de bronce quebrantó, / y los barrotes de hierro hizo pedazos”.

- Mt 12, 40: “Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches”.

- Mt 27, 52: “Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron”.

- Rm 10, 7: “(…) ¿quién bajará al abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos”.

- 1P 3, 19-20: “[Cristo] En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua”.

- Ef 4, 8-9: “Por eso dice: Subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres. ¿Qué quiere decir: ‘subió’ sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra?”.

Otras fuentes

Algunos detalles iconográficos presentes en las imágenes de la Anástasis remiten a la influencia de la puesta en escena de dramas litúrgicos. Como recoge Réau, “A los espectadores se ofrecía la diversión de un sitio en regla de la fortaleza del Infierno (…) Las puertas se caían en el momento en que Jesús las golpeaba con su cruz triunfal, y Satán caía al fondo de un pozo del cual salía una nube de azufre” [15]. El componente visual de tales dramatizaciones fue compartido por las artes plásticas, pudiendo detectarse motivos iconográficos comunes, tales como bocas monstruosas o torres para ilustrar la entrada al infierno [16]. Es destacable la presencia de San Juan Bautista, narrador de algunas versiones dramatizadas del tema [17].

Soportes y técnicas

El tema de la Anástasis obtuvo un gran predicamento en la iconografía bizantina, y se reprodujo en la práctica totalidad de manifestaciones artísticas. En los manuscritos, aparece como imagen de la Resurrección al comienzo de los leccionarios e ilustrando determinados salmos en salterios. Otras afamadas obras, como las Homilías de Gregorio Nacianceno incluyen la escena en sus copias.

Las artes suntuarias ofrecen un variado repertorio de imágenes de la Anástasis en sus diversas manifestaciones: glíptica, esmalte, etc. No debe olvidarse tampoco el fecundo capítulo de la decoración de iconos.

En el arte monumental, se representa en la decoración parietal (pintura y mosaico), bien como parte del ciclo de las Doce Fiestas o como imagen autónoma. Aparte de los célebres ejemplos de musivaria de la II Edad de Oro, sobresalen en el ámbito de la pintura mural los conjuntos de Capadocia y los Balcanes.

Occidente aporta respecto a Oriente notables ejemplos escultóricos en diversos formatos, tanto en capiteles (La Daurade de Toulouse, Saint-Nectaire) como en relieves monumentales (relieve del pórtico de Armentia, tímpanos de Bitonto o Rouen). Otras modalidades, como la pintura, la ilustración de manuscritos, las artes suntuarias o la vidriera también reproducen la escena.

Extensión geográfica y cronológica

El origen y desarrollo del tema de la Anástasis se encuentra en ámbito bizantino. Los primeros ejemplos conservados datan de comienzos del siglo VIII y se emplazan en territorio italiano (frescos de Santa María Antiqua de Roma) [18], si bien podrían haber contado con prototipos occidentales anteriores [19], o remitir a obras constantinopolitanas perdidas [20]. También han sido apuntados como posibles primicias de la imagen algunos códices litúrgicos sirio-palestinos [21]. En territorio propiamente oriental, se conocen ejemplos anteriores al siglo X circunscritos al ámbito suntuario y de los manuscritos [22]. La imagen de la Anástasis se consolida y difunde durante el Imperio Medio, conociendo una continuidad a lo largo del periodo medieval que se proyecta a época post-bizantina fundamentalmente en ámbito ruso [23]. Occidente será receptor de las formulaciones e innovaciones icónicas orientales desde los inicios de su iconografía, probablemente gracias a la circulación de objetos suntuarios y manuscritos transmisores de fórmulas icónicas. Desde su aparición en Europa, el tema de la Anástasis será conocido y representado durante toda la Edad Media.

Precedentes, transformaciones y proyección

Numerosos investigadores han situado el origen visual del tema y de sus componentes en el arte imperial romano. De este modo, el motivo del triunfo de Cristo sobre Hades tendría su precedente en la numismática y las medallas de la Antigüedad Tardía, que presentan imágenes triunfales del emperador sometiendo a un cautivo, sobre el que posa su lanza – reinterpretadas en clave cristiana como la victoria sobre la muerte mediante la cruz [24]–. La escena de la liberación de los protoplastas cuenta con antecedentes en imágenes del emperador poniendo en pie a una figura rodeada de suplicantes, alegoría de una ciudad o provincia liberada puesta bajo tutela imperial [25]. En particular para el segundo tipo iconográfico, llamado “renacentista” [26], Weitzmann apuntó a imágenes hercúleas de los siglos II-III plasmadas en sarcófagos (Hércules liberando al can Cerbero) como modelo para el grupo de Cristo liberando a Adán de su tumba [27], mientras que Schwartz prefirió vincularlo a modelos monetarios y a medallas de los siglos IV-VI que muestran al emperador llevando tras de sí a un cautivo [28].

Los primeros ejemplos plásticos de la Anástasis son relativamente simples en su formulación y reducen el número de personajes a lo esencial: Cristo, Hades, Adán y Eva. La imagen se enriquece durante el Bizancio Medio con la incorporación de nuevos detalles y personajes que amplifican las composiciones tendiendo a organizaciones simétricas, y dotan al tema inicial de una mayor carga teológica y de resonancias litúrgicas [29]. Hacen su aparición entonces la pareja de David y Salomón, probablemente como referencia a las profecías veterotestamentarias rastreables en los salmos [30] y como afirmación de la humanidad de Cristo [31]. Otros salvados por Cristo se añaden a la escena: profetas, patriarcas, Abel, y desde fechas avanzadas del siglo XI, San Juan Bautista [32]. Estos dos últimos inciden en el carácter redentor del sacrificio al prefigurar y anunciar la pasión. En este mismo sentido, como ya se ha señalado, cobran protagonismo en estos momentos las puertas del infierno y la cruz, insistiendo en la dimensión soteriológica de la escena [33]. Las primeras representaciones muestran claramente la figura de Hades, de cabello y barba blancos, inspirada en personificaciones del mundo clásico. Su presencia se generaliza en los salterios marginales del siglo IX [34]. Acaso por influencia del Evangelium Nichodemi, en torno a los siglos XI-XII  la figura se reviste de elementos demoníacos (color negro, cabello erizado) que permiten asimilarla a Satán [35]. Los ejemplos más tardíos, de época paleóloga, perpetúan los esquemas desarrollados anteriormente, con ciertas novedades como los ángeles que atan a Satán y sus demonios [36] o la presencia activa de Eva, rescatada junto a Adán por la mano de Cristo.

Atendiendo a los modelos iconográficos ya señalados previamente, puede establecerse una secuencia cronológica en su aparición y uso. En época pre-iconoclasta y durante las querellas icónicas se desarrollaría la primera modalidad o tipo “narrativo”, vigente hasta el siglo XIV [37]. El tipo llamado “renacentista” por Weitzmann, aun contando con ejemplares desde el siglo IX [38], se generaliza en el siglo XI y pervive hasta el siglo XIII. El tercer tipo se origina en la segunda mitad del siglo IX [39] y su incidencia es mucho menor. El cuarto y último aparece en el XIII, y será el habitual en la plástica paleóloga.

Occidente fue receptor de las formulaciones e innovaciones icónicas orientales, si bien complementó su iconografía con detalles secundarios, algunos de ellos influidos por el drama litúrgico, concediendo un especial desarrollo al aspecto infernal. Las imágenes bajomedievales presentan preferentemente la boca de Leviatán como imagen de los infiernos, o bien una estructura arquitectónica. Cristo aparece frente a las puertas del infierno, sin llegar a internarse en él, y los salvados constituyen una fila o un nutrido grupo.

Desde un punto de vista programático, cabe señalar lo infrecuente de la aparición aislada del tema de la Anástasis, pues este tiende a ser incluido en ciclos más amplios. Tres contextos iconográficos fundamentales lo incorporan en programas de mayores dimensiones.

Por un lado, el ciclo de las Doce Fiestas, del que es parte integrante, y cuya omnipresencia en la plástica bizantina aseguró el éxito icónico de la Anástasis. También aparece como un tema subsidiario en Juicios finales como el de Torcello. Por último, cabe destacar su ilustración en programas dedicados a la glorificación de Cristo tras su muerte, junto a la Resurrección y las apariciones milagrosas [38]. Se ha planteado incluso la existencia de un ciclo narrativo que siguiera de cerca el relato del Evangelium Nichodemi [40].

Prefiguras y temas afines

El tema de la Anástasis y su formulación iconográfica muestran evidentes paralelos con algunos mitos paganos protagonizados por héroes que visitan el inframundo para rescatar a algún personaje. Además del ya citado de Hércules, merecen la pena ser destacadas la liberación de Eurídice por Orfeo o la incursión de Teseo con Pirítoo en busca de Perséfone.

El simbolismo tipológico adoptó como tipo de la escena el enfrentamiento de Sansón con el león y otros episodios bíblicos susceptibles de una lectura en clave resurreccional y soteriológica [41]: el paso del Mar Rojo, Jonás y la ballena [42], Daniel socorrido por Habacuc en la fosa de los leones, etc.

Francisco de Asís García García, en ucm.es/

Notas:

1   Destaca algunas de estas variaciones ya en época románica MÂLE, Émile (1925): pp. 144-145, diferencias que se hacen más notorias en el arte bajomedieval.

2   GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 105, indica que salvo excepciones, mandorla y cruz no suelen aparecen simultáneamente hasta época paleóloga.

3   Para este detalle y su fundamento textual ver FRAZER, Margaret English (1974).

4   Sobre estos problemas de identificación ver: GUARDIA PONS, Milagros (1986): pp. 109-110; KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 14; ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994). En  alguna  ocasión comparecen ambas figuras en una misma composición (Salterio Chludov, Moscú, Museo Histórico, Ms. 129, fol. 63).

5   MUÑOZ MARTÍNEZ, Ana Belén (2006): p. 3.

6   Esta ambigüedad tiene su paralelo en lo teológico (pese a comentarios como los de San Agustín en De Civitate Dei, XXX, 15, o Gregorio Magno en sus Moralia in Iob). Resulta excepcional en este sentido la imagen del fol. 17v. del Beato de  Gerona (Catedral de Gerona, nº inv. 7), donde  se  establece una clara distinción entre el limbo y el infierno, quizá como reflejo del texto agustiniano, según YARZA LUACES, Joaquín (1987): pp. 139-140.

7   SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): pp. 30-31; KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 8-9; MUÑOZ MARTÍNEZ, Ana Belén (2006), con numerosos ejemplos citados.

8   La nomenclatura de los tipos iconográficos aquí reseñada fue acuñada por Weitzmann.

9   Sin embargo, según KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 14-16 y 229-230, las primeras imágenes conservadas de la Anástasis no se deben a la influencia directa de este relato, sino a un contexto de polémica teológica. La autora señala las incongruencias entre fuentes textuales e imágenes.

10    Ver al respecto CABROL, Fernand (1920), y MEESTER, A. de (1920), con numerosas referencias textuales.

11    NERESSIAN, Sirarpie Der (1954). En Occidente destaca la importancia del tema en el mundo anglosajón: TRASK, Richard M. (1971); TAMBURR, Karl (2007).

12    Un ejemplo inglés en CAWLEY, Arthur C. (ed.) (1977): pp. 157-169.

13    McCULLOCH, John Amott (1930).

14    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 29.

15    RÉAU, Louis (1996): p. 557.

16    Para ejemplos concretos de estas analogías entre drama e iconografía en la Corona de Aragón ver RODRÍGUEZ BARRAL, Paulino (2006).

17    GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 105.

18    NORDHAGEN, Per J. (1982). Otros ejemplos tempranos romanos documentados son los mosaicos del oratorio de Juan VII en San Pedro del Vaticano, las pinturas murales de la iglesia inferior de San Clemente o el mosaico de la capilla de San Zenón en Santa Práxedes.

19    GRABAR, André (1971): p. 249. Más cuestionables son los precedentes de los siglos IV-V invocados por POST, Paul Gijsbertus Johannes (1982) en una lámpara norteafricana y un sarcófago de San Félix de Gerona.

20    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 230.

21    LUCCHESI PALLI, Elisabetta (1962).

22    Recoge una nómina GUARDIA PONS, Milagros (1986): pp. 98-99, nn. 28-29.

23    CORTÉS ARRESE, Miguel (1994): pp. 162-163.

24    GRABAR, André (1971): p. 247.

25    GRABAR, André (1971): p. 248.

26    Ver el apartado “Atributos y forma de representación”.

27    WEITZMANN, Kurt (1950): p. 170.

28    SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): p. 32.

29    Para la evolución del tema de la Anástasis en este periodo, ver KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 205-214, y GUARDIA PONS, Milagros (1986).

30    GUARDIA PONS, Milagros (1986): p. 104, alude, en este sentido, a imágenes de salterios que incluyen al propio David junto al resucitado y la escena de la Anástasis como ilustración de salmos con significado resurreccional. Asimismo, cabe señalar la precisa alusión a David en el texto del Evangelio de Nicodemo.

31    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 231.

32    Atestiguado ya desde el siglo X. Uno de los primeros casos destacables es el capadocio de Nea Tokali Kilise: OCÓN ALONSO, Dulce (1993): p. 197.

33    KARTSONIS, Ana D. (1986): pp. 231-232.

34    FANAR, Emma Maayan (2006).

35    ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994): pp. 144-145. La fusión de Satán con Hades se da ya en salterios occidentales del siglo IX como los de Utrecht o Stuttgart, según apunta FANAR, Emma Maayan (2006): pp. 94-95.

36    KARTSONIS, Ana D. (1986): p. 15; ELVIRA BARBA, Miguel Ángel (1994): p. 148.

37    Sobre la cronología de los diversos tipos iconográficos ver SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): pp. 30-31.

38    SCHWARTZ, Ellen C. (1972-1973): p. 31.

39    SKUBISZEWSKI, Piotr (1982): 314, distingue dos grupos de ciclos cristológicos occidentales en función del lugar que ocupa en ellos la Anástasis: aquellos que la incluyen entre la Crucifixión y la Resurrección, como un episodio más de los hechos de Pasión y Pascua, y los que la sitúan entre las escenas de glorificación de Cristo resucitado, normalmente tras la visita de las Marías al sepulcro. La segunda modalidad se incrementa notablemente en época bajomedieval hasta el punto de emplazar la Anástasis como colofón del ciclo de Glorificación.

40    TSUJI, Sahoko G. (1983): pp. 10-11.

41    Ver el elenco recogido por RÉAU, Louis (2000): p. 244.

42    Referencias patrísticas sobre esta analogía en FANAR, Emma Maayan (2006): p. 104, n. 59.