José  María Parra Ortiz

Enfoques en la educación de valores.

La educación en valores, como cualquier otra modalidad educativa, tiene su fundamentación teórica en una serie de presupuestos filosóficos, psicológicos o sociológicos, cada uno de los cuales tiene una determinada concepción sobre los valores y sobre el proceso de aprendizaje y de la intervención educativa, que hacen posible su adquisición.

A partir de las diferentes interpretaciones que de la conducta humana y de las  causas que la determinan han aportado la teoría conductista,  la teoría de la comunicación o la teoría cognitiva se han estructurado un conjunto de estrategias y de técnicas con el propósito de orientar la educación en valores en el aula. Tomando como referencia dichas corrientes de pensamiento psicológico las hemos clasificado en enfoque tradicional y enfoque innovador

Enfoque tradicional.

Bajo la denominación común de enfoque tradicional se recogen una serie de estrategias de educación en valores cuyos supuestos teóricos han sido formulados por la teoría conductista (estrategias basadas en refuerzos positivos o negativos), la  teoría del aprendizaje social (aprendizaje a través de  la imitación de  modelos) y la  teoría de la comunicación (comunicación persuasiva).

Desde un punto de vista pedagógico, el enfoque tradicional parte del supuesto de que existen unos valores objetivos, aceptados por todos, los cuales pueden transmitirse mediante la enseñanza y ser  adquiridos por el alumno por medio de  la  ejercitación y la habituación.

Se trata de métodos de la educación en  valores que siempre han estado presentes  en la educación general de una u otra forma, unas veces explícitamente, otras veces de forma oculta y que se han vinculado al proceso de socialización del individuo, siendo su objetivo principal contribuir a la cohesión del grupo social. Entre los métodos más practicados destacan:

1.         La instrucción. La enseñanza moral por medio de la lírica, la prosa o el teatro en forma de vida ejemplar de los grandes héroes de la mitología clásica o de los grandes personajes históricos estuvo siempre presente como método de enseñanza para la transmisión de valores a la juventud en la Grecia y en la Roma clásicas. Justamente el calificativo de "didáctico" aplicado a estos géneros literarios venía a testimoniar su carácter moralizante. Las fábulas y los apólogos medievales persistieron en  ese  propósito de moralizar las costumbres de la época.

Los dogmas religiosos fueron otros de los medios utilizados para adoctrinar las conciencias de los más jóvenes en todo tiempo y lugar, siendo presentados como principios incuestionables que había que creer y poner en práctica para asegurarse la salvación del alma como bien supremo.

En la mayoría de los casos se apelaba a la  conciencia personal,  a  la  voz  interior que anida en el corazón de todos los  hombres  con  el  fin  de  despertar sentimientos  de culpabilidad o remordimientos, si la conciencia de uno no actuaba de forma "correcta".

2.         Los reforzadores positivos o negativos. Los refuerzos positivos, como los premios y alabanzas son utilizados con la intención de que se produzca la respuesta deseada, es decir, promuevan dicha conducta. Los refuerzos negativos,  como los  castigos y la censura pretenden disminuir la frecuencia de la conducta no deseada.

La familia y la escuela han utilizado con  profusión este tipo de  refuerzo social con el fin de asegurar el respeto de las normas establecidas por la sociedad. Los reforzadores se constituyen, así, en un método habitual para generar actitudes o cambiarlas.

En opinión de Ortega (1986,54) "Este modo constante y sutil de socialización de los hijos es uno de los medios más eficaces de aprendizaje o formación de actitudes".

La escuela infantil utiliza esta modalidad de motivación extrínseca para la creación de actitudes por medio de las rutinas diarias que vertebran el programa escolar; en niveles educativos posteriores suelen utilizarse para contrarrestar la falta de interés por un tipo de aprendizaje como el escolar que le es impuesto al alumno y que no ha sido aceptado voluntariamente.

3.         El aprendizaje a través de la imitación de modelos. Se produce por la tendencia de los individuos a reproducir las acciones, actitudes o respuestas emocionales que presentan distintos modelos reales o simbólicos (Sarabia, 1992, 159).

A través del proceso de socialización el hombre aprende por imitación muchos comportamientos y actitudes de los modelos que se le presentan y que son significativos para él, entre ellos cabe destacar el modelo "padres", el modelo "maestro" y los líderes de todo tipo y, sobre todo, y a partir de una determinada edad, los iguales, sin querer reducir sólo a ellos el aprendizaje por imitación (Llopis y Ballester, 2001, 138).

Son de señalar por su fuerza, también, los  modelos televisivos. La televisión influye en los procesos de  aprendizaje social a través del  aprendizaje vicario, y tiene sobre el espectador efectos configurativos de carácter cognitivo, emocional y comportamental (Martínez y otros, 1996).

El aprendizaje con modelos encuentra en el contexto escolar un medio privilegiado de realización por varios motivos. Los alumnos aprenden de forma indirecta muchas cosas a partir de la valoración o reprobación de la  conducta de  sus compañeros; los alumnos conviven con las mismas personas durante un dilatado periodo de  tiempo lo que determina una mayor frecuencia de la exposición del modelo y consiguientemente mayores posibilidades de ser imitado; en relación con el maestro la coherencia entre su decir y su hacer le conceden más fuerza ante el alumno, que actúa como observador; la propia organización interna del aula favorece los procesos de imitación en el medio escolar, al darse en un contexto en los que hay numerosos modelos que hacen lo mismo.

4.         La comunicación persuasiva. La teoría de la comunicación persuasiva parte del supuesto según el cual la formación y cambio de opinión y de actitud son procesos de aprendizaje en los que la comunicación persuasiva logra inducir a otras personas a aceptar una opinión y a actuar consecuentemente con ella. Fruto del cambio de opinión surge la nueva actitud frente a tal objeto o situación sobre el que se ha dado el cambio.

Las actitudes están ligadas, pues, a las creencias u opiniones que se forma el sujeto sobre la realidad, de tal manera que el cambio de opinión, debida a nuevas informaciones recibidas por comunicación persuasiva, hace cambiar las creencias y las actitudes (Llopis y Ballester, 2001,143).

Rodríguez (1989,228) distingue cinco situaciones diferentes de comunicación persuasiva:

1)        situación de sugestión, en la que el mensaje se repite sin argumentos de  por qué o para qué;

2)        situación de presión a la conformidad ante figuras de autoridad;

3)        discusiones  de grupo;

4)        mensajes persuasivos;

5)        adoctrinamiento intensivo.

De las cinco situaciones analizadas sólo las discusiones de grupo y los mensajes persuasivos pueden considerarse educativas.

La crítica del enfoque tradicional ha sido formulada desde el ámbito del enfoque innovador, en general, y muy particularmente por el método de clarificación de valores.

Se acusa al enfoque tradicional de la imposición al alumno de un esquema predeterminado de valores carentes de significación para él, al no haber sido elegido libremente en respuesta a sus propósitos, aspiraciones, sentimientos y actitudes.

El centrar la atención en el producto más que en el  proceso para llegar a  ellos.  En un mundo que cambia tan rápidamente es más importante el proceso de  valoración  que sigue el sujeto, como estrategia de adaptación al cambio, que la adquisición de un esquema de valores cerrado y completo.

Su incapacidad para implicar en el proceso de valoración a toda la  personalidad  del sujeto; tanto sus instancias cognitivas, como afectivas, como comportamentales.

Su decidida apuesta por la inculcación de unos valore universales y absolutos, que olvida la determinación social e histórica del sistema de valores y su dimensión subjetiva. Lo que hace que un sistema de valores sea funcional para cada persona es su capacidad para ayudar a los alumnos a enfrentarse mejor con las complejidades de la vida moderna.

Todos los métodos tienen cierto aire de proselitismo y de instrucción tendenciosa. La idea de libre investigación, de meditación y de razonamiento parece ausente. El enfoque básico parece no ser cómo ayudar al niño a desarrollar el proceso de valoración,  sino,  más  bien,  cómo  convencer  al  niño  de  que  debe  adoptar  los  valores 11 correctos"(Raths y colaboradores, 1967, 45).

Enfoque innovador

Las estrategias que se agrupan bajo esta perspectiva se presentan como una alternativa a los modelos tradicionales. Su característica común es compartir una misma concepción constructivista del aprendizaje escolar y de la intervención educativa.

A diferencia del enfoque tradicional, el enfoque innovador parte de la consideración de que no existen valores objetivos, universales y absolutos, sino que los valores son totalmente relativos y, por consiguiente, una cuestión personalde cada uno.

Ningún educador está, por tanto, legitimado para inculcar valor alguno al educando, que habrá de construirlos de acuerdo con sus preferencias personales.

Entre los métodos que han alcanzado una mayor difusión destacamos los siguientes:

1.         El enfoque de la clarificación de valores de Raths y colaboradores (1967) constituye, sin duda alguna, el modelo de educación en valores más practicado en su país de origen, Estados Unidos, y el que mayor divulgación ha alcanzado entre los países occidentales.

El propósito de este modelo es ayudar a los alumnos a identificar sus propios valores y a cobrar conciencia de ellos, compartirlos con los demás y actuar de acuerdo con sus propias elecciones.

Según los autores de esta teoría, en una sociedad  democrática caracterizada por una pluralidad de opciones axiológicas no es ético inculcar a los alumnos un sistema predeterminado y rígido de valores, siendo más apropiado clarificar sus preferencias personales, ayudarles a reflexionar sobre ellas, asumir la responsabilidad de sus propias elecciones y enseñarles a actuar de acuerdo con los valores elegidos.

El proceso de formación de valores consta de tres momentos: la selección, la estimación y la actuación, cada uno de los cuales plantea unas determinadas condiciones (Raths, 1967,32):

Selección

1)        hecha con libertad,

2)        entre varias alternativas,

3)        tras considerar las consecuencias de cada alternativa.

Estimación

4)        apreciar la selección y ser feliz con ella,

5)        estar dispuesto a afirmarla públicamente.

Actuación

6)        actuar de  acuerdo con nuestra selección,

7)        aplicarla repetidamente en nuestra  vida.

Para conseguir en los alumnos su clarificación de valores, el modelo pone a disposición de los maestros una amplia variedad de estrategias, siendo las más importantes la respuesta clarificativa y la hoja de valores.

a)        La respuesta clarificativa consiste en que "se contesta al  alumno en una  forma que lo hace meditar sobre lo que ha elegido, lo que aprecia y lo que está haciendo. Lo estimula a aclarar su modo de pensar y su conducta y, de este modo, a clarificar sus valores" (Ibid, pág. 55)

b)        La hoja de valores consiste en una serie de preguntas que se formulan al alumno por escrito sobre situaciones o temas de interés para que reflexionen sobre ellas. Estas son contestadas individualmente por cada alumno y posteriormente se contrastan las opiniones con el resto de clase.

Otras estrategias que pueden adoptarse son la discusión para esclarecer valores, la interpretación de papeles, el incidente preparado, la lección en zigzag, el abogado del diablo, las hojas de pensamientos personales, oraciones inconclusas, una clave para analizar lo que escriben los alumnos, el cuestionario autobiográfico, la entrevista pública, la entrevista para tomar decisiones, trabajos de los alumnos, proyectos puestos en acción, etc.

2. El modelo de desarrollo moral de L. Kolhberg (1966) tiene su fundamentación en la teoría cognitivo-evolutiva sobre el desarrollo moral en el niño de J. Piaget (1932).

El desarrollo del juicio moral tiene lugar a través de la interacción dinámica entre el organismo y el contexto sociocultural en el que vive la persona, favoreciéndose un proceso que lleva al sujeto desde la heteronomía a la autonomía moral.

Dicho proceso consta de tres niveles: el preconvencional, el convencional y el postconvencional y un total de seis etapas que se corresponden con la infancia, la preadolescencia y la primera adolescencia, respectivamente.

Los niveles y etapas de desarrollo moral son los siguientes:

Nivel 1 Preconvencional

Etapa 1: Moralidad heterónoma (Obediencia a las normas y reglas impuestas por  los adultos)

Etapa 2: Individualismo (Orientación hacia la satisfacción de las necesidades principales del sí mismo)

Nivel 2 Convencional

Etapa 3: Reciprocidad de expectativas personales (Conformidad a las imágenes estereotipadas de buena conducta a fin de evitar la desaprobación de los  demás)

Etapa 4: Aceptación del sistema social y conciencia de ello (Orientación hacia la  "ley y el orden" y hacia las reglas fijas establecidas por la autoridad)

Nivel 3 Postconvencional

Etapa 5: Contrato social y reconocimiento de los  derechos humanos  (Conciencia del relativismo de los valores y conformidad con las normas en las cuales conviene toda la sociedad)

Etapa 6: Interiorización de los principios éticos universales (Orientación hacia los valores como la justicia, la igualdad de los derechos humanos, respeto por la dignidad del individuo)

Según la teoría de Kohlberg, el desarrollo del juicio moral de un individuo sigue siempre la misma secuencia, que es fija, universal e invariante para todos los hombres, con independencia de cual pueda ser su cultura, y su sucesión de un estadio al siguiente es progresiva, variando tan sólo el ritmo individual con  que  tiene  lugar el paso de un estadio al siguiente.

De acuerdo con este autor, el progreso de la moral heterónoma a la moral autónoma se ve estimulada por la creación de  conflictos cognitivo-morales-en el sujeto, siendo la presentación de episodios de dilemas morales la estrategia didáctica más utilizada en el aula. Los dilemas morales  pueden obtenerse de  supuestos hipotéticos que  son formulados por el educador, de temas seleccionados de las materias curriculares, especialmente de la Literatura y de las Ciencias Sociales, y de la propia vida de los alumnos.

3.         El modelo de aprendizaje activo tal como lo describieran R. Jones (1971), F. Newmann (1972) y A. Ochoa y P. Jonson (1975) parte del supuesto de que los valores se forman a partir del proceso interactivo que tiene lugar entre la persona y la sociedad.

En efecto, los valores son influidos por la sociedad, aunque se estimula al individuo a convertirse en un agente efectivo dentro de ella.

La técnica intenta proporcionar a los alumnos oportunidades de acción para que puedan experienciar sus propios valores a nivel personal y social. Para ello sitúa al educando frente a situaciones concretas en las que ha de tomar decisiones de acción según los valores.

El modelo de aprendizaje activo se presenta como una estrategia circular formada por seis etapas:

Etapa 1:         Tomar conciencia de un problema o cuestión.

Etapa 2:         Comprender el problema o la cuestión. Recabar y analizar información y tomar una actitud personal de valor sobre la cuestión.

Etapa 3:         Decidir si se debe actuar o no. Aclarar nuestros propios valores y tomar decisiones respecto a la participación personal.

Etapa 4:         Planear estrategias y medidas de acción: Discusiones rápidas, organizar medidas de acción posible, proporcionar habilidades, practicar y ensayar previamente.

Etapa 5:         Implantar las estrategias y tomar medidas por sí mismo o con un grupo.

Etapa 6:         Reflexionar sobre las acciones  que  se  pueden emprender considerando las siguientes etapas.

3.         El enfoque de análisis de valores propuesto por J. Fraenkel (1973) M.P. Hunt y L.E. Metcalf (1998), entre otros autores, tiene por objeto ayudar a los alumnos a hacer uso del pensamiento lógico y de la investigación científica para decidir sobre cuestiones referentes a los valores.

El enfoque de análisis de valores se centra más en los problemas y temas sobre valores sociales que en los problemas de carácter personal.

Es un modelo que cuenta con una gran aceptación en el campo de las Ciencias Sociales donde es utilizado para tratar temas como los problemas raciales, la contaminación ambiental, la discriminación en función del sexo, las tensiones raciales, la desestructuración familiar, la inmigración etc.

Hace uso de una amplia variedad de técnicas como son los estudios de casos, el debate, la investigación cooperativa y las pequeñas discusiones.

Independientemente del medio que se aplique para estimular a los alumnos, el propósito es siempre exigir que los estudiantes den motivos y evidencia de sus posiciones.

Tampoco el enfoque innovador se ha visto libre decrítica, especialmente el método de clarificación de valores.

Quintana Cabanas (1998,301 y ss.) pone en cuestión tanto la teoría axiológica que le sirve de base, como la teoría pedagógica, como el propio método de clarificación de valores.

Como teoría axiológica, frente al supuesto, según el cual, el proceso de formación  de valores en un individuo tiene lugar cuando éste selecciona personalmente sus propios valores, se adhiere emocionalmente a los mismos por el hecho de que le complacen y actúa de acuerdo a ellos de un modo constante, opone como argumento que la selección no tiene por que ser de iniciativa personal ( los valores se pueden recibir de otras personas, y esto es lo normal) y, por supuesto, los propios valores producen una satisfacción al sujeto, pues de otro modo ya no los tendría, pero hay que distinguir entre una satisfacción sensitiva  (  o  inferior)  y  una  satisfacción ideal (o superior). .

Como teoría pedagógica, su fallo principal reside en el vacío axiológico propio de esta concepción. Se trata no de formar valores en el niño, sino de hacer que este active un proceso de valoración subjetivo, lo que lleva a educar en valores pero sin los valores. Una educación en valores de tipo puramente "formal" es cosa que, en el fondo, no tiene posibilidad ni sentido.

Como método de clarificación de valores, Quintana Cabanas recoge  un  conjunto  de críticas de diferentes autores que han estudiado el tema, destacando entre las más significativas que:

está bien como un método inicial para el análisis de los valores, pero no es suficiente (J. Vilar, 1991, 37).

es un programa educativo incompleto y unilateral: incompleto por referirse exclusivamente a la dimensión cognoscitiva del educando, prescindiendo de aquellos elementos suyos afectivos y volitivos que más determinan su conducta; y unilateral por poner como objetivo principal de la educación moral su aspecto formal prescindiendo de los contenidos objetivos de los valores ( S. Uhl, 1996, 79).

Una propuesta metodológica integradora capaz de superar las limitaciones de los enfoques anteriores, debería, según Quintana Cabanas (1998, 313) tener en cuenta los principios siguientes:

1.         La objetividad y consistencia intrínseca de los valores ideales.

2.         La autoridad educativa del educador en la propuesta de los valores ideales.

3.         La consideración de que la valoración es un acto complejo, que afecta a varios ámbitos de la personalidad y, por consiguiente, no puede hacerse la  educación en valores sólo con algún método unilateral.

4.         No bastan por lo mismo, los  métodos puramente cognoscitivos,  de  enseñanza de los valores o de clarificación de los mismos.

5.         Se requiere, además, una habituación práctica en los valores, imbuida del sentimiento de estos.

6.         Dado que algunos valores resultan contrarios a ciertas inclinaciones naturales del individuo, será preciso reforzar la voluntad de este para que sea capaz de adquirir los valores con su esfuerzo personal.

7.         Parece que el método mejor y más indicado es la utilización conjunta de todos los métodos tradicionales y modernos en la educación en valores.

8.         Se recomienda, pues, el  método "combinatorio", que trabaja con la  conjunción o yuxtaposición de todos o algunos de los mencionados métodos.

Se supone, además, que se va a proporcionar al educando un ambiente rico en valores y estimulativo, de modo que se ejerza sobre él una comunicación difusa e informal de valores, y como por "impregnación" desde distintas instancias.

4.           Requisitos que ha de cumplir una propuesta  de  educación en valores.

Con demasiada frecuencia se olvida que los valores no pueden ser enseñados como se enseñan los contenidos disciplinares y la consecuencia inmediata es una "intelectualización" de los valores, al no caer en la cuenta de que junto al componente cognitivo (conocimiento y creencias) es indispensable considerar, asimismo, y de forma interrelacionada el componente afectivo (sentimientos y preferencias) y el componente conductual o conativo (acciones manifiestas y declaraciones de intenciones).

Los valores se perciben en las actuaciones de los otros, en la  relación de  cada uno con el resto; cada persona, debe construir su propio esquema de  valores y la función  de los educadores es colaborar en el proceso, permitiendo y desarrollando situaciones en el entorno de los alumnos para que los vivan y experimenten, y así, ser interiorizados por ellos.

Para que en un aula se perciban los valores y se sienta su necesidad, es condición que ocurran ciertos requisitos que posibiliten y alienten su desarrollo; entre los más significativos destacamos los siguientes:

1.         En relación con el  sistema de  valores que se pretende promover y desarrollar en el aula, se ha de procurar establecer una relación de congruencia entre los valores comunes que, por ser básicos, deben ser objeto de formación en todos los educandos; los valores del contexto sociocultural próximo en el que se  encuentra ubicado el  centro educativo; los valores diferenciales de cada educando que son expresión de sus preferencias personales y el sistema de valores que posee el educador y que le sirven para orientar su práctica educativa en el aula,

Sólo desde la convergencia en el sistema de valores se pueden desarrollar esquemas consistentes y estables y evitar la confusión y el caos a que se ven abocados nuestros alumnos.

2.         En relación con el clima social del aula, ha de fundamentarse en un estilo de interacción comunicativa entre profesores y alumnos y de estos entre sí que favorezca la autonomía del alumno, propiciando su iniciativa y la toma de decisiones, en un ambiente de seguridad y confianza donde las diferentes personalidades del  grupo-clase puedan manifestarse de forma auténtica y sin enmascaramientos y dónde se practique un tipo de relación interpersonal basada en la estima y el respeto mutuos.

Según S. Uhl (1996) la adquisición de valores requiere de un clima psicológicamente seguro donde se han de dar tres condiciones principales: una notable implicación personal y afectiva por parte de los  educadores; dar explicaciones de  un modo preciso y adaptadas a la capacidad de comprensión del alumno y la comunicación de estas últimas en un estilo cálido y cordial.

3.         En relación con la actitud del profesor hacia la educación de los valores ha de conocer los valores, estimarlos, sentirlos, practicarlos, deseo de transmitirlos y fuerza para hacerlo. Si a ello añadimos conocimiento de los métodos y habilidad en aplicarlos, tendremos al educador en valores perfecto. Cualidades especiales que no están al alcance de todo el mundo. Porque si bien es  cierto que el conocimiento de  los  valores y de los métodos para educar en ellos puede conseguirlo fácilmente cualquier educador mediante el estudio correspondiente, otra cosa  bien distinta es  que esté dispuesto a ponerlos en práctica.

Varias son las circunstancias que pueden llevar al profesor a una actitud de descuido o de inhibición con respecto a la práctica de los valores, siendo las más frecuentes: una sobrecarga de obligaciones docentes y de gestión académica y un compromiso prioritario con la enseñanza de los contenidos disciplinares del currículo; el  tiempo que requiere la puesta en práctica de las estrategias conducentes al desarrollo de los valores; la consideración de que la valoración de su actuación docente va a venir determinada más por el nivel de conocimientos y de habilidades alcanzados por los alumnos que por los valores, actitudes y normas, de más difícil comprobación y reconocimiento profesional; la creencia muy generalizada en  un gran sector del  profesorado  de que la educación en valores debe ser asumida por la familia y por otros agentes y fuerzas educativas.

4.         En relación con las variables de espacio y tiempo más adecuados para la práctica de los valores ha de aprovecharse cualquier circunstancia existencial que viva el educando. Nada hay más contrario al espíritu de la educación en valores que su "institucionalización académica", reservándose para ello un tiempo determinado en el calendario escolar, como está ocurriendo con el tratamiento dado en muchos centros a los Temas Transversales. "La Educación para la Paz", por ejemplo, queda limitada en el programa escolar a una semana de carácter conmemorativo, en  la  que participa toda  la comunidad educativa. Con tal motivo, se elaboran murales y slogans alusivos a la  paz con una intención concientizadora para el alumnado, se invita a alguna ONG comprometida con la ayuda a países en guerra, se aportan testimonios directos de personas que han sido víctimas de algún tipo de atentado,  pero,  paradójicamente, no se aprovechan las situaciones de conflictividad escolar para desarrollar en los alumnos actitudes no violentas.

5.         En relación con la organización dada al contenido didáctico, ha de fundamentarse en una estructura interdisciplinar que dé sentido a los problemas y situaciones controvertidas que se someten a debate. Si bien los estudios socialesson los más adecuados para proveer de temas de análisis relativos al mundo de los valores, cualquier otra asignatura del currículum puede convertirse en el núcleo integrador de las restantes disciplinas, siempre que sean planteadas por el profesor de forma controvertida y dilemática, tengan significado para el alumno y conecten con sus intereses, preocupaciones, y motivaciones dominantes.

En contra de lo que comúnmente se cree los valores y las materias de estudio pueden interrelacionarse. Así, por ejemplo, se puede emplear un problema de valores para introducir cierto tema de estudio, y puede usarse también un problema de valores para hacer culminar el estudio de un tema. Por ejemplo, un estudio sobre la salud puede terminar con un examen del problema de la pobreza en la comunidad local y, especialmente, sobre cuáles son los valores de cada alumno en relación con  dicho problema. y la clarificación de los valores puede, también, penetrar en un tema, como cuando el estudio de la inmigración incluye el meditar sobre que piensa cada alumno acerca de arrancar las raíces del país donde uno nació y realizar cambios importantes en lo que considera que es su responsabilidad, si tal es su actitud, hacia los inmigrantes recientes.

José  María Parra Ortiz, revistas.uam.es/

José  María Parra Ortiz

Introducción

En nuestra década la educación moral (o educación de los valores) se ha convertido en el problema estratégico número uno de la educación, y el debate axiológico ha centrado la atención de cuantos foros internacionales relacionados con la  educación se vienen celebrando en todo el mundo.

Dicho debate axiológico aparece centrado en dos cuestiones principales: ¿Qué factores determinan los conflictos en los sistemas de valores? ¿Qué pueden hacer la escuela y los educadores al respecto?

Los conflictos en los sistemas de valores se producen al intentar adaptar los principios de la moral tradicional a la sociedad actual, ignorando que un modelo social cambiante y de gran heterogeneidad cultural como el presente, exige la creación de un esquema de valores propio.

Algunos filósofos de la educación interpretan la agitación y confusión actual no como una destrucción de los valores antiguos, sino como una confrontación dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo, que está haciendo aflorar inherentes contradicciones.

La elaboración de un proyecto personal de vida con  base en los  valores no  podrá ser asumido por la escuela al margen del contexto sociocultural en que actúa. La educación de los valores requiere de un amplio debate social para definir los valores que han de regir la conducta colectiva y un empeño de todos los agentes sociales y educativos para hacerlos efectivos.

1. El sentido de los valores en la educación

Cada sociedad, en un momento determinado de su historia, selecciona del sistema general de valores aquellos que considera más adecuados para satisfacer las necesidades sociales, siendo la escuela la institución encargada de su transmisión y desarrollo, por medio de la actividad educativa que se desarrolla en su seno.

La educación es, por tanto, aquella actividad cultural que se lleva acabo en un contexto intencionalmente organizado para la transmisión de los conocimientos, las habilidades y los valores que son demandados por el grupo social. Así, pues, todo proceso educativo está relacionado con los valores.

Por medio de la educación, todo grupo humano tiende a perpetuarse, siendo los valores el medio que da cohesión al grupo al proporcionarles unos determinados estándares de vida.

En todo tiempo y lugar, la escuela ha contribuido, de forma decisiva, al proceso de socialización de las jóvenes generaciones en los valores comunes, compartidos por el grupo social, con el fin de garantizar el orden en la vida social y su continuidad.

Si la transmisión de unos valores considerados como fundamentales, era indispensable en las sociedades tradicionales con el fin de preservar sus tradiciones y sus formas de vida -marcadas por su uniformidad- cuanto más complejas y plurales son las sociedades, como acontece en las sociedades democráticas actuales, tanto más necesaria se hace la tarea de una educación en valores para el mantenimiento de la cohesión social.

Según Brezinka (1990,121) en cita de Quintana Cabanas (1998,234), la educación en valores viene a ser una corrección de la democracia liberal a favor de ciertas virtudes cívicas imprescindibles y de los deberes fundamentales que los  individuos tienen con la colectividad. En este sentido, "las personas necesitan que en medio de todo cambio haya algo( relativamente) estable: unos bienes culturales transmitidos, tradición y, con ello, también unas formas (relativamente) permanentes de interpretar el mundo y unas normas fijas de regir la vida, además de una coacción social y unos controles, a fin de que los individuos adquieran y conserven un autocontrol según esas normas". Para  que sea posible y eficaz ese aprendizaje de valores se requieren tres condiciones principales: una relativa unidad y congruencia en los valores de los agentes educativos (familia, escuela y estado); la constancia de sus costumbres, y, el buen ejemplo de las personas con las cuáles uno convive efectivamente.

Analizado el tema desde una perspectiva estrictamente pedagógica, los valores aparecen formulados de forma prescriptiva en  los  currículos oficiales, reformulados en los proyectos educativos y en los idearios de cada centro educativo, dónde se acomodan a la cosmovisión de cada comunidad educativa, y se concretan y materializan en el proceso de intervención educativa que emprende cada profesor en el aula.

La construcción del currículum está, por tanto, sujeta a una opción por determinados valores, a su jerarquización, y a su sistematización y estructuración de  los  mismos. En cuanto praxis educativa deberá posibilitar la recreación y creación de valores, y la propia jerarquización por parte del educando (Llopis y Ballester, 2001).

Se trata, pues, en última instancia, y como fase terminal de un proceso educativo  que se inicia con las formulaciones de las metas establecidas para la educación obligatoria, de procurar que el educando vaya adquiriendo los valores adecuados y los interiorice y traduzca luego en un proyecto personal de vida que guíe sus obras como individuo y como ciudadano de una colectividad.

Aceptada, pues, la necesidad de una educación en valores de forma específica, dos son los problemas que el educador ha de asumir: qué valores y actitudes pueden y deben ser contenidos de la educación y por medio de qué técnicas y estrategias se pretenden transmitir.

2. La crisis actual del sistema de valores

Los cambios sociales y culturales promovidos por la revolución científica y tecnológica, han jugado un importante papel en la crisis de los esquemas de valores y de los sistemas de creencias de la sociedad actual.

Coombs (1985), sostiene que la crisis actual del  sistema de  valores tiene su  origen en la transformación social que se produjo en la civilización occidental, a  partir del siglo XIX. Las sociedades de Europa y de América del Norte, hasta ese momento mayoritariamente rurales, cambiaron sus formas de vida como consecuencia de la industrialización y el desarrollo de la urbanización que siguió a aquel periodo. El férreo control moral ejercido mancomunadamente por la familia, la escuela y la  iglesia sobre la infancia y la juventud empezó a relajarse sin que ningún otros agente o institución social las reemplazara.

En los años treinta, surgieron nuevas actitudes de carácter ideológico que contribuyeron a esa despreocupación por las cuestiones de tipo axiológico. La educación moral -confundida generalmente con la educación religiosa- era considerada como anacrónica por los ideólogos más destacados de la educación; sobre todo, en las sociedades cada día más pluralistas en las que la escuela pública deseaba dejar muy patente la separación entre educación y religión. Por otra parte, el avance científico desarrolló un optimismo desmesurado en la capacidad del pensamiento científico para resolver todos los problemas de la humanidad.

Se crea la impresión de que el conocimiento científico y el pensamiento crítico personal bastan ya para orientar la propia vida, desestimando los sistemas de creencias heredados.

A instancias del aumento y divulgación de los conocimientos científicos se desarrollan otros procesos sociales que tienen una indudable repercusión sobre los sistemas de valores establecidos.

El aumento del bienestar material, favorece el consumismo, la sobrevaloración del placer, la relajación de todo tipo de  normas, la liberación de  impulsos y sentimientos, el ansia de nuevas experiencias y sensaciones y un uso más personalizado del ocio  y del tiempo libre.

La ampliación de los derechos y libertades individuales promovidos y acrecentados por el Estado liberal trae consigo la contestación de cualquier forma de autoridad instituida. Se pierde e.l sentido de la obediencia a toda norma, la sumisión al deber, la aceptación de las responsabilidades y la disposición de servir. Se trata de una mentalidad individualista dispuesta a criticar todo lo que sean normas, tradición y autoridad, y preocupada sólo por una satisfacción subjetiva hedonista. Maestros y representantes de la autoridad temen ser criticados si defienden las normas, y ese ambiente favorece la indiferencia moral, política y educacional, permitiéndose cosas que deberían ser evitadas.

En cosmovisión, el reconocer un valor a todas las opiniones y el discutirlo todo lleva no a la solución del problema, sino a una duda fundamental y a una inseguridad axiológica en los puntos básicos de saber dirigir la propia vida dándole un sentido (Quintana Cabanas, 1998,257.)

La crisis del sistema de valores caló de forma profunda en todos los agentes  y fuerzas sociales, pero donde se planteó de forma más dramática fue en la escuela por efecto de la contradicción y del conflicto de valores que se vivió en  su  seno. A la fe en los valores cristiano-demócratas del desprendimiento, de la generosidad, de la  caridad, del amor al prójimo, de la honestidad, de la sinceridad, etc., se oponía de forma radical un sistema socioeconómico que premiaba y magnificaba la avaricia, el disimulo, el fraude, la corrupción, la envidia, el afán de poder. (Lauwerys, 1978).

El detonante de la crisis tiene lugar en los años setenta, fecha en que el panorama social sufrió una gran convulsión como consecuencia de la contestación juvenil y estudiantil en los campus universitarios de Europa y de Estados Unidos. Los vientos de revolución del "Mayo francés" con toda su carga de subversión de la sociedad y de los valores que la sustentaban, produjeron una profunda inquietud en los líderes políticos de Occidente, en los padres y en los educadores.

La opinión pública estimó que la causa primera de esta preocupante desintegración social era el fracaso de la escuela para imponer pautas de comportamiento elevadas y para conseguir que los jóvenes aprecien los valores morales tradicionales. La solución parecía obvia. Había que introducir la educación moral en las escuelas junto con los otros temas culturales básicos.

La crisis del sistema de valores llevó a los países más avanzados del mundo occidental a plantearse la necesidad de  un programa específico de  educación  en  valores. A la hora de plantearse el contenido específico de dicho programa cada país lo abordó teniendo en cuenta las circunstancias políticas, socio-históricas y culturales del momento.

En Estados Unidos, en la década de los setenta, se daban las condiciones socioeconómicas, culturales y políticas (heterogeneidad cultural, desarrollo industrial avanzado, conflictividad social, enfrentamientos raciales, etc.), que hacían necesario un cambio educativo centrado en una educación en valores. La orientación adoptada rompe con la imposición al estudiante de rígidas escalas de  valores y  propone, en  su  lugar, un enfoque basado en la organización sistemática de actividades formales e informales que ayuden al estudiante a definir, explicar y probar sus valores. Se configura así la denominada teoría de la "clarificación de valores" desarrollada por Raths y colaboradores que terminaría por imponerse en el país norteamericano. El éxito de esta teoría fue tal que en los años siguientes se extendería por otros muchos países.

Concebida para ser aplicada con un criterio de interdisciplinariedad en las áreas fundamentales del currículo, será, sin embargo, en el programa de estudios sociales dónde alcanza una mayor implantación con contenidos temáticos del tipo: educación ambiental, educación del consumidor, orientación vocacional, educación multicultural/multiétnica, educación global e internacional, educación jurídica, educación contra las drogas, educación familiar, que tanto nos recuerdan en su formulación a los Temas Transversales españoles.

Por la misma fecha, Alemania vive un proceso similar de renovación educativa centrada en valores, con objeto de frenar la conflictividad y la confusión reinante causada por los nuevos fenómenos sociales que se dan en el país (drogadicción, terrorismo, protesta estudiantil, individualismo, descuido de los deberes personales y colectivos, etc.).

El esquema elegido como en el caso estadounidense, se centró en la elección de un programa específico de educación en valores que tenía aspectos tan diversos como principios morales, instituciones, normas jurídicas, virtudes, sentimientos, actitudes, democracia y Estado de derecho.

En España, y coincidiendo con el periodo de  transición democrática,  se  establece en el nivel de Educación General Básica la asignatura de "Educación para la Convivencia" con el propósito de transmitir a los alumnos de esa etapa educativa nociones básicas sobre los derechos y libertades fundamentales, a punto de ser reconocidos por la Constitución de 1978. Pero, habrá que esperar a la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE, 1990) para encontrarnos con una propuesta operativa de educación en valores, cuyo propósito fundamental es sacar a esta dimensión educativa del ámbito del currículum oculto. El currículum de la Reforma establece una educación en valores y actitudes por medio de dos tipos de contenidos: los contenidos actitudinales y los Temas Transversales.

Los contenidos actitudinales, comprenden las actitudes, valores y normas y  figuran en todos los bloques de contenidos en que aparecen estructuradas las áreas curriculares con el propósito de que se programen y desarrollen conjuntamente con la enseñanza de los contenidos conceptuales y procedimentales.

Los Temas Transversales, llamados así porque cortan el currículum escolar en sus diferentes ámbitos de conocimiento, se configuran en  forma de  contenidos temáticos de carácter interdisciplinar de gran significación social  y cuyo aprendizaje se considera imprescindible para la formación integral de  los ciudadanos. Son la educación  moral y cioica, la educación para la paz, la educación para la salud, la educación para la igualdad entre los sexos, la educación ambiental, la educación sexual, la educación del consumidor y la educación vial.

En estas nuevas propuestas de educación en valores se observa una tendencia muy generalizada a prescindir de los grandes valores antropológicos y espirituales y considerar tan sólo aquellos valores que garantizan una convivencia democrática, tales como la libertad, la tolerancia, el respeto mutuo, la solidaridad y la participación responsable en las actividades e instancias sociales.

Junto a estos valores sociales, la escuela debe incluir en sus enseñanzas los distintos valores que existen no sólo en la sociedad española; sino en el mundo y  que  forman parte del patrimonio común de la humanidad, y exponer y someter a debate con los alumnos las consecuencias sociales e individuales que tiene la elección de unos valores determinados (Quintana Cabanas, 1998).

Tal es el propósito de algunas propuestas de organismos internacionales preocupadas por dar una dimensión universal a la educación en valores. Así, por ejemplo, la UNESCO, por medio del Informe Delors (1996, 28), formula un ideal social de la educación para el futuro dónde se afirma con rotundidad que estaremos al servicio de  la paz y de la compresión mutuas entre los hombres si valoramos la educación como espíritu de concordia, surgido de la  voluntad de  vivir juntos como miembros activos de nuestra aldea global, que piensan y se organizan por el bien de las generaciones futuras, contribuyendo así a una cultura de la paz. El mismo sentido tiene la  propuesta de una nueva ética global, sugerida por la Comisión Mundial sobre Cultura y Desarrollo (Pérez de Cuellar, 1997, 35-44), Ycuyos principios fundamentales son estos:

Derechos humanos y responsabilidades.

La democracia y los elementos de la sociedad civil. La protección de las minorías.

El compromiso para la solución pacífica de los conflictos y la negociación justa. La equidad en el seno de las generaciones y entre las generaciones.

El fenómeno de la globalización, con toda la serie de problemas que conlleva (movimientos migratorios expansivos, choque y contacto de grupos humanos con culturas diferentes y mentalidades colectivas contrapuestas) sitúa la crisis de valores en un nuevo contexto espacial de alcance planetario que va a exigir la redefinición y elaboración de un nuevo esquema de valores más antropológico, más centrado en la dimensión universal y humanizadora del hombre y menos etnocéntrico.

La formación y desarrollo de una sensibilidad cultural cosmopolita obliga necesariamente a una revisión en profundidad de los currículos de educación básica, en general, y de los contenidos actitudinales, en particular, que supere la estrechez de miras culturales que lo caracterizan en la actualidad  mediante el  contacto emocional y cognitivo con diferentes culturas.

3. El problema de la selección de los valores.

Una de las cuestiones principales que en este  momento centra el debate axiológico, a nivel mundial, es el siguiente: ¿Cuáles son los valores fundamentales a los  que deben someterse los ciudadanos para no desorientarse ante el rápido y fuerte cambio de valores que afecta a la sociedad actual? La respuesta dependerá de la postura ideológica que se adopte.

Para los tradicionalistas, de orientación objetivista en relación con los valores, la formación de la personalidad humana ha de fundamentarse sobre la base de los "valores absolutos", universalmente aceptados: los valores éticos, estéticos y religiosos, tales como, la  verdad, el valor, la justicia, la equidad, la libertad, la belleza, la bondad   o la compasión por el prójimo. Son valores predicados desde todos los contextos sociales y fomentados desde todas las instancias educativas: la familia, la escuela, la iglesia o el estado, aunque no siempre practicados. Se trata de una propuesta atemporal, abstracta, escasamente operativa y con dificultades para llevarse a la práctica.

La convicción de que la labor educacional ha de basarse, de forma exclusiva, en la inculcación de los "valores eternos" o universales es cuestionable por cuanto la formación del hombre no puede abstraerse de la realidad social concreta en el marco de  la cual discurre la existencia humana, no puede prescindir, en una palabra, de la  realidad del mundo actual. La llamada educación del "hombre eterno" ignora elcontenido de las categorías del"aquí" y del"ahora" que delimitan el terreno de la vida y de la' responsabilidad humanas.

Para los modernistas, defensores de la objetivación histórica de los valores, lo esencial de la educación moderna estriba en formar a  unos hombres capaces de enfrentar los problemas que les plantea la civilización moderna, capaces de aprovechar las oportunidades de desarrollo cultural y humano que les ofrece el mundo actual y de saber hacia que meta aspira y cómo alcanzarla.

Los modernistas pensaban que el hombre moderno ha de liberarse de los viejos valores tradicionales de orientación marcadamente religiosa, al igual que del espíritu de la cultura tradicional, que el hombre debe medirse totalmente con arreglo a las categorías objetivas de la acción eficiente, basada en la conquista de los éxitos materiales. Se trata de un enfoque racionalista, secularizado, empírico y pragmático donde predominan los valores racionales y tecnológicos de la eficacia y del rendimiento, estrechamente conectados con la productividad y las demandas del mercado de trabajo.

La "preparación para la vida" que subyace entre los partidarios de esta segunda tendencia, requiere de una definición histórica de los  valores que habrá de  adaptarse en cada momento a las demandas del contexto social y productivo.

Tampoco es muy acertado el criterio según el cual la actividad educacional debe limitarse estrictamente a una "preparación para la vida" entendida como la adaptación del hombre a las circunstancias del momento, pues la tarea de educar a los hombres es mucho más ambiciosa, ya que se trata de prepararlos para que sean capaces de asumir una actividad social valiosa y fecunda a través del desarrollo integral de su personalidad.

Para los subjetivistas, los valores se derivan de las  experiencias de  cada persona;  no hay, por tanto, valores objetivos y universales. Si no hay valores objetivos el proceso de valoración es propio de cada persona.

Frente a las exigencias objetivas y los requerimientos heterónomos de tradicionalistas y modernistas se defiende el respeto a los sentimientos, creencias, convicciones, preocupaciones, aspiraciones, intereses y  propósitos inherentes al  mundo  subjetivo de cada persona. El correlato didáctico que se deriva de esta tercera postura es que el educando ha de ser puesto en situación de experimentar sus propios valores y la exclusión de cualquier forma de imposición en la enseñanza.

Así perfilado, el conflicto no podía desembocar en una solución fructífera, puesto que obligaba a la elección de una sola postura. El conflicto no puede resolverse,  sin  más, con la conservación de los valores tradicionales ni por su destrucción y su sustitución por otros valores situacionales sino que debe resolverse a través de la reconstrucción de los valores mediante la actividad directa de los hombres encaminada a fraguar una civilización a la medida de la espiritualidad humana y, a la vez, un hombre armoniosamente integrado en su civilización y profundamente comprometido con los problemas de su tiempo.

Se abre así una tercera vía a la hora de afrontar el tema de la selección de los valores que pasa inevitablemente por el hecho de que cada persona adquiera con su esfuerzo  su propio esquema de valores, de los que la sociedad le ofrece en cada momento histórico, teniendo siempre como referente los valores espirituales.

Los valores que realmente influyen en la vida, de una manera consistente y duradera son aquellos que cada persona es capaz de construir por sí mismo, mediante un proceso de interacción y de confrontación crítica con las fuerzas dinamizadoras del mundo y de la cultura.

Llopis y Ballester (2001,62), nos ofrecen una visión de la relación entre los valores y la historicidad de los mismos que permite conciliar la teoría objetivista, la teoría historicista y la teoría subjetivista.

Para estos autores, la historia puede constituirse, y de hecho se constituye en un campo de instauración e iluminación de valores. Es en la historia, donde se crean y aparecen por la actividad del hombre y, aunque no se crean de  modo absoluto, es  en ella donde se clarifican y encarnan. De este modo, se hace compatible y  comprensible el carácter absoluto de la verdad y del valor y su condición histórica, pues en la historia se descubren y encarnan. Cada momento histórico y, posiblemente cada persona, sumergido en un modo de relacionarse participativa y creadoramente con la realidad descubre los valores, y a medida que el hombre desde sus posibilidades se sumerge creadoramente en ella instaura e ilumina nuevos valores.

Los valores, instaurados creadoramente a lo largo de la historia y asumidos por la sociedad, constituyen "realidades" a "crear" o "recrear"en cada  momento histórico por cada una de las personas y por el conjunto de la  sociedad que es  el  sujeto propio de la historia.

En cuanto a las fuentes o marcos de referencia utilizados para la selección de un patrón de valores con intencionalidad formativa pueden ser muy diversos, dependiendo de la cosmovisión, es decir, de la concepción del mundo, de la vida y del  destino personal del hombre asumidos por el contexto sociocultural en su conjunto y por cada comunidad educativa en particular. En ambos casos, las propuestas procedentes del ámbito de la Pedagogía axiológica pueden ser muy útiles.

Es clásica la escala de valores absolutos de Max Scheler (1941) con su clasificación dual en valores sensibles y espirituales:

Valores sensibles

1.         Valores hedónicos 2.Valores vitales

Valores espirituales

1.         Valores estéticos

2.         Valores morales

3.         Valores lógicos

4.         Valores religiosos

De mayor interés, desde un punto de vista didáctico, por su proyección sobre el currículum escolar de las instituciones educativas son los esquemas de  valores  que nos ofrecen ].M.Quintana Cabanas y R. Marín Ibáñez.

].M. Quintana (1992) clasifica los valores en:

1.         Valores personales: la felicidad, una sana ambición (que será fuente de motivaciones); la "competencia personal" para salir airoso ante las tareas y los problemas.

2.         Valores morales: la fidelidad, la capacidad de esfuerzo, la veracidad, la templanza, la responsabilidad, la  autodisciplina, la  obediencia a la  autoridad justa y el cumplimiento del deber.

3.         Valores sociales: el hábito de trabajo, la amistad, el amor y el espíritu de familia,

4.         Valores trascendentes: el cultivo de las creencias y la actitud de respetuoso asombro ante los enigmas del universo y de la vida humana.

R. Marín Ibáñez (1976) establece las siguientes categorías de valores a partir de las dimensiones del hombre, que vincula a las diferentes áreas curriculares:

1)        Dimensión de la supervivencia:

a)        Valores técnicos, o instrumentos a través de los cuales el hombre prolonpa y fortalece su acción para transformar el mundo en beneficio propio (Area tecnológica)

b)        Valores vitales, que comprenden la afirmación de la total realidad psicobiológica del hombre, esto es, sus motivaciones primarias, tendencias, impulsos, etc. (Educación física y deporte; Educación para la salud)

2)        Dimensión cultural:

a)        Valores estéticos ,es decir, aquellos en los que se manifiestan primordialmente la armonía y la sublimación de la realidad ( Expresión Plástica, Musical y Literaria)

b)        Valores intelectuales, o aquellos que buscan la estructura de los objetos y la penetración de los mismos, a partir de la realidad objetiva (Lenguaje, Matemáticas, Área de Ciencias Naturales, Área sociocultural)

c) Valores éticos, aquellos que dirigen al hombre como ser individual y  social ante el deber ser (Ética, Educación cívica).

3).       Dimensión trascendental:

a)        La cosmovisión o comprensión global del universo, en la que el hombre integra el sentido de la vida ( Filosofía)

b)        La religión, o valor supremo al que el hombre puede abrirse si es entendida como plenitud de la indigencia humana y respuesta última al sentido del mundo (Educación religiosa)

Según puede apreciarse, la solución al problema de la selección de los valores nos viene dada por la Pedagogía axiológica y a través de las propuestas integradoras como las aportadas por los autores anteriores.

La solución, por tanto, no puede venir dada por la exclusión de las aportaciones debidas a los objetivistas, historicistas o subjetivistas sino de la síntesis integradora de todas ellas.

En efecto, es legítimo y necesario que junto a los valores antropológicos y espirituales que dan sentido a la existencia humana y al destino personal del hombre y que son comunes a todos los educandos, la escuela transmita, asimismo, los valores democráticos que son exigidos por cada comunidad en respuesta a las necesidades propias de cada momento histórico, y promueva y desarrolle los valores diferenciales propios de cada educando que nacen de sus intereses y preferencias específicas.

José  María Parra Ortiz, revistas.uam.es/

 

Modesto Santos

La reflexión ética de nuestros días gira fundamentalmente en torno a la relación entre libertad y verdad de la acción humana. Podría decirse desde esta perspectiva que la articulación o contraposición entre estas dos notas constitutivas de la moralidad del obrar humano dan lugar respectivamente a una concepción unitaria de la ética o a una proliferación de “éticas adjetivadas”, dialécticamente contrapuestas entre sí.

Es esta unidad de la ética la que se resiente en algunas de las actuales conceptualizaciones de la moralidad en las que el valor de la libertad queda absolutizado, hipertrofiado, en detrimento de ese otro valor que es la verdad y sentido objetivo de toda acción auténticamente humana.

La contraposición entre “ ética formal y procedimental y de normas” y “ética material de bienes y de virtudes”; entre “ética privada y ética pública”; entre “ética civil y ética religiosa”; entre “ética de mínimos y ética de máximos”, por citar solo unos cuantos ejemplos, es un claro exponente de esta fragmentación.

El supuesto que tras esta fragmentación se advierte es una visión atomizada de la pluralidad de elementos que integran la unidad vital de la acción humana, con la consiguiente imposibilidad de ofrecer una propuesta ética universal, es decir, dotada de validez para toda persona humana, en cuanto fundada en el reconocimiento de los bienes fundamentales y valores básicos perfectivos de la dignidad común a todos y cada uno de los individuales existentes personales

La recuperación del nexo entre libertad y verdad; entre el ser, la verdad y el bien de toda acción humana, es decir, la visión integradora de los diversos elementos que intervienen en la configuración del ser y sentido de la acción humana, es hoy la tarea prioritaria de la reflexión ética.

Este el desafío que le plantea esta proliferación de éticas adjetivadas constituidas por propuestas parciales, sectoriales, de validez particular para los diversos ámbitos en que se desarrolla el obrar humano y las diversas motivaciones que la inspiran, constituidas como totalidades que se justifican por su respectiva lógica, dialécticamente contrapuestas entre sí como si de otras tantas “éticas” se tratara.

La conciliación entre la unidad y la pluralidad, entre la riqueza entrañada en lo uno y la unidad integradora de lo múltiple, ha sido y continuará siendo un permanente problema filosófico no siempre adecuadamente resuelto. Y que nos vuelve a aparecer en ese aparente conflicto entre una propuesta ética universal –inspirada en la unidad de la acción humana– y las propuestas éticas parciales –inspiradas en la pluralidad de elementos que la integran y de los diversos ámbitos que se ejerce–.

En mi opinión, la recuperación de la unidad de la ética frente a la fragmentación de los múltiples elementos que la integran exige ante todo como principio inspirador el respeto tanto a la libertad como a la verdad: a esos dos radicales de la inteligibilidad de la acción humana.

El respeto tanto a la libertad como a la verdad del obrar del agente humano habrá de ser el alma de los principios inspiradores de esa tarea urgente en nuestros días de devolver a la ética su unidad, fundamentada en ese centro de unidad que es la persona humana.

Ni la verdad ni el bien que el agente humano está llamado a alcanzar pueden ser entendidos desligados de la verdad y el bien de la libertad, como tampoco la libertad puede entenderse como un valor absoluto, desligado de la verdad y el bien que la realiza como auténtica libertad.

Y es justamente el valor de la verdad y su adecuada articulación con la libertad, según comencé diciéndoles a ustedes, la cuestión de fondo entre esos dos modelos éticos fundamentales en que se substancia en definitiva el debate ético actual.

La contraposición dialéctica entre verdad y libertad frente a su armónica articulación respetuosa con uno y otro valor indisolubles de toda auténtica acción humana –con anterioridad e independencia de los diversos ámbitos en que ésta se desarrolle y de las diversas motivaciones que la inspirense hace particularmente notoria en esa peculiar conceptualización, en ese pretendido nuevo marco teórico para la ética que, a juicio de algunos cultivadores de la filosofía práctica –ética, jurídica y política– demanda la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Una muestra de esa contraposición dialéctica entre verdad y libertad la ofrece el intento actual de elaborar una “ética civil” –propia de los ciudadanos de esta moderna sociedad–, nítidamente diferenciada, si ya no opuesta, a la “ética religiosa” –propia de los creyentes, de los adeptos a una determinada confesión religiosa–.

Constituye, a mi juicio, una expresión paradigmática de la fragmentación de la unidad de la ética a la que vengo refiriéndome.

Surge esta peculiar conceptualización con el intento de elaborar los principios éticos que deben regular la convivencia ciudadana en la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Estos rasgos de la sociedad moderna se consideran hasta tal punto determinantes de esta formulación de la «ética civil» que, privada ésta de su vinculación a este horizonte de la realidad social, carece, a juicio de sus propugnadores, de consistencia real.

Cualquier pretensión de elaborar una ética reguladora de la convivencia social en la que estas notas no tuvieran carácter determinante, queda excluida de esta propuesta.

La «ética civil» –se dice– exige de suyo la no confesionalidad social; es un concepto correlativo al pluralismo moral, y demanda la aceptación del sistema democrático como el único procedimiento adecuado para el establecimiento de las normas reguladoras de la convivencia social.

Semejante conceptualización de la «ética civil» da por sentado que el pluralismo moral, la democracia y el secularismo son de suyo indicadores indiscutiblemente positivos del desarrollo que la libertad y autonomía del ciudadano han alcanzado en la sociedad actual, frente a la imposición que sobre él ha venido ejerciendo una ética dotada de principios universales, pretendidamente fundados en la verdad del ser y el obrar humanos.

O, dicho de otro modo, que son valores morales que han de ser asumidos sin más como ingredientes constitutivos de una auténtica convivencia social.

A partir de la aceptación indiscriminada de este supuesto, esta propuesta de «ética civil» considera necesario establecer una distinción entre «ética pública» y «ética privada», y entre «ética laica», presidida por la racionalidad, y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad.

La «ética privada» vendrá determinada por aquellos contenidos de valor que el individuo decida libremente dar a su propio proyecto de vida, mientras que la «ética pública» habrá de ser una ética formal, sin contenidos; procedimental y de normas, sin otra finalidad que la de hacer posible que cada uno de los individuos pueda llevar a cabo su propia opción moral en la convivencia social.

Huelga advertir que en una sociedad que ha asumido el pluralismo moral como un valor moral indiscutible, carece de sentido exigir o invocar unos criterios racionales que permitan distinguir un proyecto de vida moralmente correcto del que no lo es.

Cualquier proyecto de vida es moralmente correcto por el simple hecho de haber sido libremente elegido; es igualmente aceptable, dado que no existe ninguno que pueda legítimamente alzarse con la pretensión de ser el verdadero y correcto.

Decir lo contrario supondría introducir un factor de dogmatismo, de intolerancia, incompatibles con la libertad y la absoluta autonomía de la que goza el ciudadano en una moderna sociedad civilizada.

Es precisamente este respeto al pluralismo moral el que exige, según este planteamiento, que la ética pública mantenga una absoluta neutralidad ética sobre los contenidos que el ciudadano deba dar a su propio proyecto de vida. Menos aún podrá esta ética pública dictar normas socialmente obligatorias, fundadas en valores morales de carácter substantivo.

Se limitará a establecer unas normas mínimas que la sociedad democrática decida darse a sí misma para que cada ciudadano, como ya se ha indicado, pueda elegir y llevar a cabo en la convivencia social su propia ética privada.

Pero la sociedad actual no es solo una sociedad pluralista y democrática. Es también una sociedad secularizada.

Ante este tercer rasgo –asumido al igual que los otros dos como un valor positivo de una auténtica convivencia social– se hace necesaria una nueva distinción entre «ética laica» y «ética religiosa».

La «ética laica» habrá de tener como principio inspirador la «racionalidad ética», entendida como una racionalidad dotada de una completa autonomía, es decir, independiente de cualquier fundamento natural o transcendente. Una racionalidad autoconstituyente de los principios y leyes que deben regular la praxis humana, individual y social.

Es una exigencia de la dignidad de que goza el sujeto-ciudadano –a diferencia del simple súbdito– el no obedecer otras normas que las que él se da a sí mismo desde ese poder soberano de autoafirmación que le constituye como tal. Y que habrán de ser aprobadas por consenso de la mayoría.

Esta «ética laica» habrá de excluir todo principio procedente de una «ética religiosa» por dos sencillas razones. Porque carece de sentido en una sociedad secularizada invocar o aceptar una instancia transcendente, religiosa, como fuente normativa de los contenidos y principios reguladores de la convivencia social. Y porque semejante pretensión introduciría de nuevo un factor de dogmatismo, de fundamentalismo e intolerancia incompatibles con el valor de la libertad.

«Confesionalidad religiosa» y «ética civil» (laica) son magnitudes que se autoexcluyen. La confesionalidad religiosa –se dice– origina una visión única y totalizante de la realidad. Se impone de un modo no racional. No tolera la justificación racional, por cuanto hace de las «personas», «creyentes» y de las valoraciones, «dogmas».

Ello no quiere decir que el individuo no pueda hacer una opción por esta «ética religiosa». Pero habrá de ser en todo caso una opción privada, que no puede comparecer en el discurso público con la pretensión de presentarse como una propuesta racional.

I.           Valoración

La valoración de semejante conceptualización de la «ética civil», a la luz de los elementos constitutivos de la verdad de la acción humana en su estructura y en su contenido moral específico, puede quedar condensada en los siguientes puntos.

1.         La ética, o da cuenta del ejercicio racional (libre) y razonable (verdadero) de la libertad del agente humano, o no es ética en absoluto: ni pública, ni privada, ni civil, ni religiosa.

2.         Este ejercicio racional y razonable de la libertad humana exige tanto el respeto a la libertad como el respeto a la verdad.

3.         La persona humana es principio y dueño de sus actos. Esa soberanía, ese señorío sobre sus actos, pertenece al haber natural de la persona humana. Nadie –ninguna instancia, ni civil ni religiosa– puede arrogarse el derecho de suprimirla mediante cualquier tipo de coacción aún en nombre de una presunta verdad, sin atentar eo ipso a la verdad real de la dignidad de la persona humana.

La persona ha de buscar la verdad y el bien que la perfeccionan, a través del libre ejercicio de su entendimiento y de su voluntad. Es decir, ha de tender, mediante un querer que tiene en el sujeto humano su principio, a un bien que es juzgado y comprendido como tal por el sujeto mismo. Determinarse al bien ejerciendo su capacidad de autodeterminación en que se expresa la condición racional y libre del obrar humano. La libertad no es solo condición sine qua non de la moralidad del obrar humano: es un imperativo ético. Pretender que el hombre obre el bien moral coaccionadamente es una contradicción en los términos. Obrar moralmente –perdónese la insistencia– no es sólo realizar el bien moral, sino realizarlo libremente mediante un conocimiento racionalmente fundado y libremente reconocido del bien en cuestión.

Este respeto a la libertad ha de ser, en consecuencia, el primer principio que debe presidir una auténtica convivencia social.

La conciencia particularmente intensa de los hombres de nuestro tiempo de la dignidad de la persona y de la libertad, del respeto a la conciencia en su itinerario en busca de la verdad –sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona–, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna [1].

Que la ética civil ha de respetar la libertad, como principio primero que ha de presidir e informar la convivencia ciudadana, es una afirmación positiva en el haber de la propuesta de «ética civil» que vengo examinando. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

4.         La libertad es una nota constitutiva de la moralidad, pero igualmente constitutiva de ésta es la verdad. La libertad es verdad y se abre a la verdad. De ahí que la moral requiera igualmente respeto a la verdad.

Siempre he entendido la moral como la lógica, el logos, la verdad de la libertad.

La ética –la reflexión sobre la verdad de la libertad– es un todo armónico que se constituye como tal en la medida en que en sus principios y razonamientos respeta el imperativo de la libertad que atraviesa y corona el mundo de la moralidad.

Un imperativo que entiendo ante todo como dejar ser a la libertad lo que es. Respetarla en su ser. No violentarla, distorsionarla, manipularla ideológicamente. «Liberar la libertad» de las falsificaciones a que –por defecto o por exceso– viene siendo sometida en amplios sectores de la cultura actual es hoy una de las tareas más urgentes del pensamiento humano.

Y es en este punto donde esta propuesta de «ética civil» presenta su flanco más débil. El concepto de libertad que en ella se esgrime no responde a la verdad del ser de la libertad.

Entiende, en efecto, la libertad como una idea exenta de toda referencia a la verdad del ser humano en la que tiene su origen y de la que recibe su sentido. Propugna una idea de libertad «utópica», sin lugar, sin punto de partida ni meta; una libertad «subsistente», inspirada en un concepto de razón absolutamente autónoma, autoconstituyente y creadora de los bienes, valores y normas que deben presidir la praxis humana, individual y social.

Ese concepto de libertad no es la libertad real humana. Es una libertad meramente pensada, ilusoria, que lejos de hacer posible la autonomía del obrar humano desemboca en la más alienante de las heteronomías.

Entender al agente humano como creador y artífice de la verdad o falsedad de la realidad, del bien y del mal de su obrar, es desconocer la verdadera identidad del hombre. Perdida la identidad del hombre, la libertad queda desarraigada de su lugar originario e inicia con ello el camino de su propia disolución.

Dejada de lado la apertura natural a la verdad y al bien de la inteligencia y la voluntad en las que tiene su sede la libertad, ésta pasa a convertirse en puro poder arbitrario, erigido en árbitro supremo de todo comportamiento individual y colectivo.

A una sociedad entendida como una comunidad presidida por un diálogo racional y libre en busca de ese bien común que es la verdad, sucede una sociedad regida por unas relaciones de dominio del más fuerte sobre el más débil.

Una libertad desarraigada de la verdad queda privada de una referencia fija, estable, que le permita al hombre discernir objetivamente el bien del mal. Sólo le queda medir lo bueno y lo malo en función de sus intereses subjetivos: el dinero, el poder, o lo que en definitiva le asegure un bienestar egoísta e insolidario.

Verdad y libertad se reclaman mútuamente. La verdad no es un añadido extrínseco que se impone a la libertad presuntamente constituida como libertad con independencia absoluta de la verdad. La verdad es una dimensión constituyente y constitutiva de la libertad. Una libertad falsa –aun a riesgo de que parezca una tautología– es una falsa libertad, una libertad vacía de existencia real.

La libertad real –no la meramente pensada– es una potencia de la que el hombre dispone en su itinerario hacia su propio logro, hacia su propio perfeccionamiento personal. De ahí que necesite abrirse al verdadero bien que la actualiza y que no tiene dado de antemano, sino que ha de ser libremente conquistado.

Un bien que la razón le propone, no le impone coactivamente a la libertad. Un requerimiento que la razón le hace a la libertad, a la que lejos de destruir, la supone. Se trata, en definitiva, de una propuesta que incluye en sí misma –como propuesta racional, y no necesidad física–, una libre respuesta a esa exigencia objetiva en que consiste la obligación moral, a diferencia de la violencia a la libertad que la coacción entraña.

Pienso que es una deficiente comprensión tanto de la verdad como de la libertad la que explica la vinculación que en esta conceptualización de la «ética civil» se establece entre escepticismo y libertad como requisito indispensable para la tolerancia, y la que igualmente se propugna entre afirmación de la existencia de la verdad y dogmatismo e intolerancia.

La libertad, la autonomía y la tolerancia –es lo que en definitiva viene a decirse– son incompatibles con la afirmación de que existen unas verdades y unos valores dotados de objetividad real. Este planteamiento dialéctico entre verdad y libertad, como si de dos realidades antagónicas se tratara, es la que ha llevado a decir que “no es la verdad la que nos hace libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos”.

Una tal interpretación de las relaciones entre verdad y libertad tiene tras de sí el miedo y desconfianza a la verdad, que tienen tal vez como trasfondo el temor a la «verdad sangrienta». A los atropellos que contra la libertad se han cometido a lo largo de la historia, y también en el presente, en nombre del pretendido derecho a imponer el “bien” de la verdad.

Tal imposición de la verdad es ciertamente un atropello a la libertad. A la libertad fundada en la dignidad de la persona humana, y de la que ésta no decae aun en el caso de que, dada la condición limitada y falible de su ser y de su obrar, incurra en el error y en el mal.

Pero el escepticismo gnoseológico y axiológico no es la respuesta adecuada a las agresiones a la libertad cometidas por el fanatismo, el fundamentalismo, o cualquier otra expresión contraria al modo apropiado a la dignidad de la persona de buscar y adherirse a la verdad: libremente, no mediante ningún tipo de coacción.

Negar, en nombre de la libertad, la existencia de la verdad y la capacidad que el hombre tiene de alcanzarla es una falta de respeto al ser humano: a ese formidable poder de su inteligencia y de su razón de que todo hombre goza por el simple hecho de serlo. Y la vía más directa para disolver la libertad en puro poder.

El escéptico hace alarde de una racionalidad menguada, reducida, y pretende imponerla a los demás. Si estos no le obedecen, no duda en calificarlos de fanáticos y dogmatistas intolerantes.

La aparente neutralidad ética profesada por el escéptico en nombre del valor de la libertad es, por otra parte, contradictoria en los términos.

Al afirmar que todas las creencias y estilos de vida son igualmente valiosos, por cuanto ninguno de ellos puede alzarse legítimamente con la pretensión de ser el verdadero y correcto, y que, por lo mismo, el pluralismo moral es un bien moral indiscutible que debe ser respetado por una sociedad civilizada, moderna, expresiva de una auténtica convivencia ciudadana, introduce subrepticiamente un criterio de valor que choca abiertamente con la neutralidad ética que, en nombre de la tolerancia, el escéptico dice profesar.

5.         Esta realidad de la libertad, este dominio que el hombre tiene sobre sus actos, tiene su fundamento en el modo racional propio del agente humano de tender al bien.

El agente tiende al bien mediante juicios de la razón. Y la razón no está determinada a ningún bien particular. No ve el bien desde un solo punto de vista, sino desde muchos. Son múltiples las concepciones que la razón puede tener del bien. De ahí que la pluralidad de opciones que el agente humano tiene ante sí es algo que emana de la propia condición racional del agente humano.

La pluralidad es, pues, una nota del obrar humano libre, por racional. “La raíz de la libertad –dice Tomás de Aquino– es la voluntad como sujeto, pero como causa, es la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos porque la razón puede formar diversas concepciones del bien. De ahí que los filósofos definen el libre albedrío diciendo que es «el libre juicio de la razón» como para indicar que la razón es la causa de la libertad” [2].

La pluralidad es, por ello, un valor expresivo de la riqueza de aspectos que el bien humano presenta. Una pluralidad de aspectos que reclama y potencia el diálogo racional y libre propio de una sociedad auténticamente humana.

Pretender sofocar esta pluralidad consecuente a la condición libre del hombre constituiría un atentado a la condición moral del obrar humano. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

Claro es que en virtud de esta libertad de opción de que el hombre goza, éste puede configurar su propio proyecto de vida desde diferentes modos de entender la moralidad. Es decir, puede adoptar diversas concepciones sobre lo que constituye su verdadero bien, el bien específicamente moral. La multiplicidad de concepciones morales sostenidas por los hombres es un hecho histórico indiscutible. La historia no es sino el escenario de la libertad y de sus diversas expresiones correctas e incorrectas.

La afirmación de que un rasgo característico de la sociedad moderna es el pluralismo moral no se sostiene ni histórica ni conceptualmente. El pluralismo moral es –repito– una constante histórica del obrar humano.

Lo único que cabe decir en todo caso es que este pluralismo moral puede expresarse más libremente en una sociedad como la nuestra, en la que ciertamente hay un mayor reconocimiento de la libertad del hombre para vivir y expresar la opción que a su juicio le parezca buena, aunque realmente no lo sea.

Pero si este pluralismo moral se entiende, no como un concepto descriptivo de una realidad existente, sino axiológico y prescriptivo, es decir, si se afirma que todas estas múltiples concepciones morales son igualmente correctas, y por lo mismo todas deben ser asumidas como moralmente verdaderas, por el simple hecho de haber sido libremente elegidas, la reflexión ética resulta superflua.

¿Qué sentido tiene, en efecto, la pregunta por unos criterios encaminados a justificar racionalmente un comportamiento moralmente correcto del que no lo es, si todos ellos lo son por el hecho de ser libremente elegidos?

Si la pluralidad de opciones es un signo de la libertad sin la que no cabría calificar de moral el obrar humano, la aceptación del pluralismo moral como una tesis moralmente correcta deja privada de sentido la pregunta sobre la especificidad –la condición buena o mala– de este mismo obrar humano.

La aceptación axiológica del pluralismo moral entra en contradicción con la existencia misma de esa rama del saber humano que es la ética: un saber reflexivo encaminado a dar razón de los principios y normas que permitan discernir un comportamiento moralmente correcto del que no lo es.

Un saber reflexivo que tiene como supuesto de su propia existencia como tal la experiencia moral de todo agente humano sobre la posibilidad que su libertad de opción comporta de actualizarse de un modo moralmente positivo o negativo.

Semejante aceptación del pluralismo moral constituye una opción exponente del más neto conformismo social que entraña una pretensión neutralizadora de la función crítica, dinamizadora del progreso moral de los pueblos, que la reflexión ética ha venido desempeñando, y que le corresponde seguir haciendo, mediante el discernimiento adecuado de los valores morales positivos y negativos presentes en la sociedad.

No es congruente con la naturaleza de la ética ajustar sus principios a los «valores» vigentes de hecho en una situación determinada de la sociedad. La tolerancia, entendida como aceptación plena de cualquier tipo de creencia, conducta o estilo de vida, y que se inspira en el escepticismo, es paralizante, sofocadora del dinamismo impulsor de todo auténtico progreso humano.

Con esta actitud de resignada atenencia a una situación moral de hecho, el agente humano dejaría de ser sujeto, protagonista de la sociedad en la que vive, para ser objeto pasivo. Dejaría de hacer la historia para limitarse a sufrirla. Una actitud contraria a la vigorización de la moral de la convivencia social que esta propuesta de «ética civil» pretende promover.

Aspirar a una sociedad en la que todos los ciudadanos asuman libremente aquellos verdaderos valores morales propios de una auténtica convivencia digna del hombre, es una tarea siempre abierta a la reflexión ética y al quehacer libre de todos y cada uno de los ciudadanos que la integran.

No sería por ello una sociedad menos libre que una sociedad que aceptara pasivamente el pluralismo moral como expresión ligada conceptualmente a una sociedad auténticamente libre. Sociedad libre y pluralismo moral no son conceptos equivalentes.

Y ciertamente, una sociedad en la que hipotéticamente todos sus miembros aceptaran libremente los verdaderos valores dignificadores del hombre, lejos de sofocar el diálogo y la pluralidad de opciones dentro del respeto a estos valores fundamentales de la persona humana, los potenciaría en sumo grado.

La aceptación del pluralismo moral, del «politeísmo axiológico», conduce lógicamente al solipsismo, a la incomunicación. No hay modo de establecer un auténtico diálogo racional si no existe un mundo de valores comunes compartidos por los interlocutores, por cuanto cada uno de ellos se cerrará en su propio coto privado.

Invocar frente a este mundo común de valores, el derecho a la «diferencia», a reconocer al «otro» encierra una contradicción.

“En sentido estricto, el objeto del reconocimiento solo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto conocer al otro como igual, como otro yo: reconocer en él lo común.

La diferencia puede ser objeto de reconocimiento en la medida en que sea como una forma diferente de lo común, como una manera distinta de ser lo mismo.

Conocer la diferencia en cuanto que diferencia no es reconocer, sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien como uno de nosotros.

No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto que diferente, sino solo en cuanto igual, en cuanto su diferencia se da en lo común. Para que sea posible el reconocimiento de las diferencias es decir, para que se posible conocer las diferencias como diferentes modos de lo común –y saber qué diferencias son ésas– es necesario en primer lugar definir y constituir lo que somos en común...” [3].

La aceptación del pluralismo moral como valor social supremo, lejos de ser un signo enriquecedor de la pluralidad, del legítimo pluralismo, contribuye al empobrecimiento de la convivencia social y política. Lejos de fomentar la vigorización moral de la sociedad civil, la debilita al reducirla a un colectivo social de intereses individuales.

6.         La democracia como ordenamiento que se propone asegurar y garantizar la participación de los ciudadanos en la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de modo pacífico, es ciertamente un positivo valor moral, a saber, el de la defensa de la libertad [4].

Pero el sistema democrático no es fuente de moralidad. No le corresponde decidir sobre lo que está bien o está mal moralmente. Ello supondría la aceptación de la libertad exenta de toda referencia a la verdad a la que vengo refiriéndome reiteradamente. No es necesario insistir más en este punto.

Me limitaré a incluir aquí algunos textos que, a mi juicio, sintetizan muy bien lo hasta ahora dicho.

En la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral.

Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos –que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos– exigiría que a nivel legislativo se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecúen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.

(...) La raíz común de estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que solo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y la intolerancia” [5].

Y la respuesta a semejante concepción de la democracia no puede ser más certera: “La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un substitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente es un «ordenamiento». Y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la que como cualquier comportamiento humano debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de los que se sirve. (...) El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna o promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política” [6].

“Si el criterio último y único fuera la capacidad autónoma de elección de los individuos o de los grupos ¿qué impediría que se llegase a decidir, según ese criterio, eliminar el mismo respeto a la libertad y a las conciencias? ¿No demuestra la historia que algunos sistemas totalitarios de nuestro siglo se han puesto en marcha sobre la base de decisiones avaladas por los votos? Si realmente todo fuera pactable, ¿por qué no lo iba a ser también –como por desgracia está sucediendo con lacerante «normalidad»– la vulneración de los derechos fundamentales de los hombres?” [7].

Carece de sentido la pretendida identificación entre sociedad democrática y ética civil. Una sociedad democrática no deja de ser, por democrática, una sociedad humana.

Y, en cuanto que humana, tendrá como principio inspirador de su configuración práctica-moral la defensa y promoción del verdadero bien de todos y cada uno de sus miembros y de los derechos fundamentales objetivos inherentes a la verdadera dignidad personal de cada uno de ellos.

7.         El agente racional y libre que es la persona humana es un ser constitutivamente moral por el simple hecho de ser persona. Se trata de una dimensión real que le es anterior a su adhesión a una concreta confesión religiosa o a su condición de ciudadano de una determinada sociedad. Ni el creyente deja de ser persona por el hecho de ser creyente, como tampoco deja de serlo el no creyente por no creer.

Toda norma moral, en cuanto que moral, está fundada en principios universalmente comprensibles y comunicables, es decir, susceptibles de fundamentación racional. La racionalidad es una nota interna a toda moral.

Una «moral religiosa» privada de racionalidad, no es ni «religiosa» ni «moral». Es sencillamente una contradicción ética y moral. Una acción humana privada de racionalidad es un constructo ininteligible incapaz de soportar una calificación moral.

Las exigencias éticas no se imponen a la voluntad como una obligación sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, en concreto, de la conciencia personal [8].

Atribuir al creyente una adhesión irracional a los principios y normas que le presenta su moral «religiosa» es una afirmación gratuita contraria al respeto a la dignidad de la persona humana y a las notas de inteligencia, razón y libertad que, en cuanto constitutivas de su obrar, han de presidir la adhesión del creyente a la moral religiosa. Decir lo contrario equivaldría a afirmar que el creyente se ve obligado para ser creyente a renunciar a su condición de persona, de agente racional, libre y razonable.

La contraposición entre ética «laica», propia de una sociedad secularizada, fundada en la «racionalidad ética», y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad, privada de justificación racional por cuanto hace de las personas «creyentes» y de las valoraciones «dogmas», carece de mínima base racional.

8.         Lo que a mi juicio subyace en esta peculiar forma de entender la «ética civil» es la profunda crisis que la racionalidad humana directiva de la praxis individual, social y política viene sufriendo en nuestros días.

La fragmentación de que vienen siendo objeto en un amplio sector de la literatura ética contemporánea los conceptos constitutivos de la verdad de la acción humana –en su estructura y en su contenido– es una muestra inequívoca de esta crisis.

Y tiene su expresión más nítida en esta proliferación de éticas «adjetivadas» dialécticamente contrapuestas entre sí: «ética privada / ética pública», «ética civil / ética religiosa», «ética material, de bienes y virtudes / ética formal y de normas», «ética de mínimos / ética de máximos».

Ciertamente la acción humana, cuya verdad y sentido moral específico se propone la ética esclarecer, fundamentar y justificar racionalmente, presenta múltiples aspectos. En la configuración inteligible del obrar humano entran aspectos materiales y formales, substantivos y procedimentales, así como los conceptos de bien, norma y virtud.

Es obvia, por otra parte, la pluralidad de ámbitos en que el agente humano desarrolla su obrar y cuya autonomía específica dentro del obrar humano habrá de ser cuidadosamente respetada.

Pero esta pluralidad de aspectos y ámbitos del obrar humano no justifica la «pluralidad de éticas» en las que la atención prestada al adjetivo se hace en detrimento, si no ya en olvido, de la «substantividad» de la ética: es decir, de la respuesta que ante todo la ética en cuanto tal ha de dar a esta verdad del obrar moral, en cuanto que radical obrar humano.

II.         Prospectiva

Frente a esta proliferación de éticas «adjetivadas» urge recuperar la unidad de la ética, de la ética sin adjetivos, que tiene como tarea la de dar cuenta y razón de la condición intrínsecamente moral de la acción humana y de su especificidad moral positiva o negativa.

Y ello requiere recuperar el nexo perdido entre ser, verdad y bien; entre verdad y libertad; entre bien, norma y virtud, en cuanto elementos constitutivos y mutuamente solidarios de la inteligibilidad de la acción humana en su estructura y contenido, frente a la atomización y dispersión de que son objeto en estas «éticas adjetivadas».

Una tarea semejante va más allá ciertamente del ámbito estricto de la ética.

Porque la crisis generalizada de la ética –tan reiteradamente denunciada en nuestros días– por la que atraviesa la cultura actual, es, antes que una crisis ética, simple corolario de la crisis del saber sobre el hombre: una crisis gnoseológica y antropológica.

El contenido genérico y específico de la moralidad del obrar humano es relativo a la verdad y al bien de la persona humana. Es por relación a esta verdad integral del ser y del obrar de la persona humana, y a las exigencias objetivas que de esta verdad dimanan, por lo que se determina de modo inmediato el comportamiento humano moralmente positivo o negativo.

El conocimiento de esta verdad y de estas exigencias objetivas es accesible a la razón de todo ser humano, y es la que debe inspirar ese diálogo, tan necesario y urgente entre todos los que compartimos la condición humana, en la tarea de elaborar una ética válida para todos las personas humanas –por el simple hecho de serlo–, en orden a configurar y consolidar una convivencia social y política respetuosa tanto de la verdad como de la libertad de quienes la integran.

Es esta verdad la que permite establecer los principios que deben presidir el obrar humano, individual y social.

La tarea más urgente que la cultura actual tiene ante sí es la de abrirse a la sabiduría: a la verdad integral del ser y del obrar humano, mediante la recuperación y fortalecimiento del poder de la inteligencia humana frente al escepticismo, «el cansancio de la razón», la «razón perezosa» que tanto se hace sentir en nuestro tiempo.

Desde esta libre apertura de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la verdad, la belleza, y al bien que lo constituyen y perfeccionan, estará éste en condiciones de dar sentido a los contenidos morales inmediatos de su obrar, como de abrirse racional y libremente a Dios, fundamento último y garante absoluto de la verdad, libertad y bien que deben informar una auténtica convivencia social y política. Una sociedad auténticamente humana en la que los ciudadanos puedan desarrollar libremente, sin antagonismos innecesarios, su quehacer privado o público, civil o religioso.

Desde esta potenciación del dinamismo natural de la inteligencia y de la voluntad humanas hacia la verdad, la belleza y el bien, racional y libremente reconocidos y aceptados, tanto la llamada ética civil como la religiosa alcanzarán su interna dimensión moral: una expresión racional y razonable del obrar del agente racional y libre que es toda persona humana.

El debate civil, político y jurídico entre «ética» y «religión» tal como viene siendo planteado en nuestros días es una muestra fehaciente de que aun queda mucho camino por recorrer para el logro de esa vigorización de una auténtica sociedad civil a la que ciertamente, en nombre de la verdad y libertad que constituyen y perfeccionan la dignidad real del ser humano, debemos aspirar todas las personas-ciudadanos, por el simple hecho de serlo.

La consecución de este objetivo es uno de los retos prioritarios que el pensamiento humano tiene ante sí en los albores del siglo XXI.

Modesto Santos, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 31.

2   Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.

3 Cruz, A., “¿Es posible la política del reconocimiento? “Una respuesta desde el republicanismo”, ponencia pronunciada en el Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias Sociales, Universidad de Navarra, Pamplona, 8-10 de noviembre de 1996.

4   Cfr. J. Pablo II, CA, n. 46a.

5   J. Pablo II, Evangelium vitae, AAS 86 (1994) nº 69, 70.

6   Ibidem, nº 71.

7   C. E. Española, Moral y sociedad democrática, (1996), nº 26.

8   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, AAS 85 (1993), 1133-1228, nº 36.

Ricardo Muñoz Juarez

Capítulo II: Fundamento teologico de las guerras

Para tener una visión teológica de esta realidad humana de la guerra, que constituye el más espectacular y dilatado capítulo de la vida del hombre sobre la tierra, habría que trazar primeramente las líneas fundamentales de la teología del PECADO. Porque, si las guerras son un hecho humano, que plantea problemas de moral, antes hay que buscar su raiz en otra realidad: el dominio del pecado en el mundo.

La guerra permanecerá sobre la tierra en: la medida en que los hombres sigan siendo pecadores; y continuará ensangrentando a la humanidad "hasta el retorno de Cristo", según la fuerte expresión que emplean en este punto los Padres del Concilio VATICANO II [32]. Este es, en definitiva, el fundamento teológico de las guerras, que a continuación exponemos en sus diferentes aspectos.

1. El pecado del hombre

Reinado del pecado

El pecado inaugura su reinado en el mundo desde el principio. Los primeros capítulos del Génesis constituyen la primera página de este reinado. "Las grandes narraciones de las primeras páginas de la Biblia son los símbolos de toda la vida humana: la desobediencia (Adán), el fratricidio (Caín), la supervivencia (Noé), la escisión en la realización de las grandes obras (Babel). Todas ellas cobran en nuestros días dimensiones gigantescas. El mensaje de estas narraciones bíblicas es que la raíz de las actuales catástrofes está en nuestros pecados, y por tanto, el verdadero remedio consiste en redimirnos del pecado, del odio y de la desconfianza" [33].   La ininterrumpida cadena de pecados que han seguido a través de las generaciones sucesivas de hombres existentes en el tiempo y coexistentes en el espacio ha consolidado ese reinado. Porque el pecado no ha cesado de proliferar,  de crecer en extensión y profundidad.

La familia humana se ve afligida, a partir de ese momento, por una serie de desgracias individuales y colectivas, quedando siempre sorprendida por su amplitud y determinismo ciego. El eco de ese sufrimiento resonará por todas partes: guerras, hambres, injusticias. La ineludible fatalidad con que irrumpen en el mundo como tumores cancerosos, por un lado, y la incapacidad egoista de los hombres para amarse mutuamente, por otro, muestran la verdad de la frase de Sán Pablo: "El mundo entero es culpable ante Dios" [34]. Sin este enfoque teológico del mundo, la visión atormentadora del mismo resultaría superficial e inexacta.

Ruptura con Dios y con los hombres

A partir del primer pecado, rompe el hombre con Dios, atentando contra todos los derechos que el Creador tiene sobre él; y rompe consecuentemente con sus hermanos, los hombres, con los cuales ha de vivir en comunidad. De ahí que toda la actividad humana quedará desorientada y desquiciada desde entonces.

El pecado será el que  fomente el egoismo entre los hombres, siendo la fuente de la tiranía y la ambición. “Subvertida la jerarquía de valores -dice el Concilio VATICANO II-, y rnezclado el bien con el mal, no miran ya los hombres más que a lo suyo, olvidando lo ajeno" [35] ¿Qué rnotivos han determinado esta situación? ¿Quién nos rnantiene en este desequilibrio?

  Es el misterio del pecado, que va desbordando el mundo. "Perjuran, mienten, asesinan... Por eso está en luto el país" [36]. Es el hombre, no solo  cómo persona individual, sino también -y sobre todo- como sujeto de una multiplicidad de relaciones interpersonales, el que ha preferido la rebeldía a la sumisión, el egoismo al amor. El mal no puede venir de Dios, que cuando creó todas las cosas "vió que todo cuanto había hecho estaba muy bien" [37], sino que es obra de los hombres, abusando de su libertad desde el principio. "Es el pecado indica también el Concilio VATICANO II el que ha rebajado al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud" [38]. Por eso caminamos ante una profunda desarticulación universal, fruto trágico de la perversión que ha acumulado día a día una humanidad rebelde y desorientada.

Responsabilidad común

La culpa inicial de los hombres no es solamente la que carga con la responsabilidad de esta situación pecadora, de la que la humanidad  se siente esclavizada. Es toda la historia del pecado. Es el pecado del mundo. Sin duda, el pecado colectivo de las diversas épocas históricas y culturales, e igualmente   los pecados de los individuos  han podido ser muy diferentes  unos de otros. Pero todos han tenido en común el estar contra el amor: contra el amor a Dios y contra  el amor al prójimo. La humanidad se ha constituido libremente en un mundo cerrado, en el que las conciencias son hostiles  unas a otras; un mundo del que el amor está ausente. Y un mundo sin amor e impotente para amar es un mundo del que la Gracia y la paz, como fruto de la misma, están también ausentes [39].

Consideramos, pues, que siendo la guerra una realidad histórica hasta hoy tan duradera como la humanidad, y desempeñando una función penitencial, no por ello resulta ontológicamente necesaria para el hombre, sino que su existencia histórica es debida, sobre todo, a la naturaleza pecadora de los hombres. Y corremos el riesgo de identificar la fe cristiana con la no violencia idealista. Nuestra fe cristiana proclama de manera explícita e inequívoca que el pecado existe en la historia del mundo y en la vida del hombre. La Sagrada Escritura es una llamada constante a descubrir lo negativo de la oposición y el rechazo de Dios por parte del hombre y la condición de desgarro en que la humanidad vive; describe el conjunto de los actos en que estas situaciones se manifiestan y se expresan.Porque el pecado es un hecho radical que afecta a todo el hombre y determina una condición de desorden que va más allá del propio pecador. La infidelidad y la ofensa a Dios radican en haber paralizado su acción en la historia.

La realidad puesta en evidencia por la revelación ilumina la experiencia que el hombre tiene de sí y de los otros, cuando toma conciencia de su situación. A su vez, la exposición y descripción de la condición humana llevada a término por científicos y estudiosos permiten concretar la enseñanza de la revelación, mostrando las dimensiones históricas que asumen en el hombre la inclinación al egoismo y al deseo de imponerse, la incapacidad de convivir pacíficamente con los otros, de dialogar, de encauzar las propias energías hacia la afirmación del bien de todos.

El hombre nace inmerso en un mundo que, ya desde los albores de su historia, se desenganchó de Dios y sufrió el influjo del maligno. El no rechazo de esta situación -jamás definitivo ni total mientras viva el hombre- "hace que constituya una componente, que, en cierto modo, penetra y sitúa todas las actividades humanas. Porque el pecado constituye una dejadez en la acogida del plan de Dios, renunciando el hombre a plantear la vida en conformidad con el orden que dicho plan manifiesta e intentan do conseguir la felicidad al margen de Dios [40].

Desgajado de su origen, busca el hombre justificación para su comportamiento en el ambiente humano y cósmico, en la propia estructura psicofísica, en los influjos que sobre él ejercen las situaciones presentes y pasadas; y ciertamente, esto en parte es verdad. Pero el pecado está, sin embargo, tan unido con el abuso de la libertad dada por Dios a los hombres que, sólo, en el supuesto de que ésta faltase del todo o estuviese viciada y deformada en su orientación, eliminaría totalmente o en parte la participación personal en el desorden [41].

El planteamiento de la vida al margen del plan de Dios o contra Él (sea cual fuere el modo en que se conozca y la forma concreta en que se realice), implícito en todo pecado, sigue siendo un misterio que la mente humana no cesa de investigar y que es el origen del sufrimiento que acompaña al hombre en su camino en el tiempo. La luz sobre esta situación se hace cuando, desde la perspectiva de la fe, se la contempla encarnada en la realidad doliente que es la muerte de Cristo [42].

Estas líneas fundamentales del pecado nos hacen conscientes del carácter profundo del mismo. Porque las guerras pasadas, y todas las calamidades presentes y futuras, no han sido ni serán simplemente por motivos políticos, económicos, raciales, territoriales o simplemente ideológicos. Estos, algunos al menos, existen siempre como motivo de fricción y chispa de hoguera; pero han sido sólo ocasión y circunstancia. Su raíz, como hemos visto, es más profunda.

2. El designio de dios en las guerras

Providencia de Dios y Gobierno del mundo

El hombre y el mundo no son autárquicos. La Providencia y el Gobierno de Dios sobre el mundo es algo inevitables [43]. Precisamente porque el mundo es criatura de Dios, toda esa enorme tragedia de la humanidad (desequilibrio social, guerras hambre, etc.) hay que valorarla no por el solo dato inmediato y aparente, sino que hay que medirla en el plano teológico, único en el que encuentran explicación exacta todos los hechos de los hombres y de las naciones, puesto que Dios castiga y premia, purifica y prueba a éstas y aquellos, en orden al cumplimiento de sus planes sobre el mundo.

La tesis providencialista de la Historia fue sabiamente formulada en aquella expresión ya célebre: "La Humanidad camina, pero Dios la conduce". Y en este sentido dice la Sagrada Escritura: "El corazón del hombre medita su camino; pero es Dios quien asegura sus pasos" [44]. Por eso instintivamente dijeron siempre los pueblos: "la guerra es el azote de Dios", ya que la mayor parte de las calamidades públicas son en la providencia de Dios una justa "soldada" del pecado [45].

Y esto que fue ley universal en la historia pasada,es igualmente providencial para la humanidad futura, según la visión profética de San Juan [46]. En ella describe el apóstol el pecado futuro del mundo no es un estado determinado de la historia del mismo, sino teniendo en cuenta todas sus oscilaciones y balances de culpa, y personificado todo ello en un grandioso drama profético: los tres caballos y tres jinetes [47], a quienes fueles dado "poder para matar con la espada y con el hambre y con la peste", a causa del pecado de los hombres.

Las guerras en la Sagrada Escritura

Es sorprendente constatar que a todo lo largo de la Biblia, la guerra aparece como un hecho humano ligado al pecado del mundo, y cuya eliminación histórica nada permite prever. Antes incluso de que comience la edad de las naciones, la tierra  está ya llena de violencias [48]. Convertida  en un choque cada vez más formidable de masas humanas, la guerra será uno de los episodios precursores del fin de los tiempos [49].

La guerra aparece en la Sagrada Escritura como el estado normal de las relaciones entre los pueblos; más claramente aún que en nuestros días, en     que las convenciones humanas y acuerdos secretos entre las grandes naciones ocultan, en cierto sentido, este estado inicial de las cosas. "Hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz" [50]. Este realismo del Antiguo Testamento se asemeja al del Nuevo Testamento: "Oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras. Cuidado no os alarméis. Porque eso tiene que suceder'' [51]. Es el estado normal, digamos fatal, de la humanidad salvada.

Parece que Dios se inserta en esta situación. En vano los imperios, en los periodos de gran civilización, firmarán tratados de paz perpetua . La evolución de los hechos no tardará en romper aquellos frágiles contratos [52]. Dios, en un primer estudio, acepta e incluso dirige la guerra santa, que se halla muy acentuada en los textos bíblicos. La prohibición del asesinato, según Ex 20, 13, no significaba una prohibición expresa de la guerra. Existe una prohibición de asesinar al prójimo, pero no de hacer la guerra. Por el contrario, con mucha frecuencia, y sin que podamos espiritualizar los combates, Dios, en medio de su pueblo en armas, es llamado "un valiente guerrero" [53]. Habita en el Arca Santa, y el arca es llevada a los luqares de combate. Yavé es llamado, con  toda naturalidad, "Señor de los ejércitos” [54]. Se habla de un libro perdido, cuyo título era "libro de las guerras de Javé." [55].

En tiempos de guerra existe en la Sagrada Escritura un estado particular de santidad. Así Urías, marido de Betsabé, no se acuesta con su mujer cuando vuelve a su casa, porque se halla en estado de santidad, a causa de la guerra en que participa [56]. Y hay una ceremonia que tiene lugar cuando se pasa del estado sagrado del guerrero al estado profano del hombre civil [57]. Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si el pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios. 

Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si él pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios.

La predicación de los Profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado de las naciones y de Israel, como origen de todas las catástrofes que afligen a los pueblos. Si Nabucodonosor impone su yugo a Israel y a la naciones, es en perspectiva de este designio de Dios, como efecto de su ira contra pueblos culpables [58]. Si tal o cual nación pagana conoce la ruina, es en virtud de un plan establecido por Dios y para que se manifieste el juicio divino [59].

Uno de los grandes escándalos para el racionalismo, enfáticamente virtuoso, del siglo XVIII consistió en que la Biblia fuese un libro lleno, no sólo de relaciones sexuales sino también de batallas . ¿Por qué los autores bíblicos se sirven de la historia guerrera para darle un significado dentro de las relaciones de alianza entre el pueblo y Dios? Es este un interrogante no aclarado del todo por los exegetas. Conviene, por tanto ver las motivaciones de este primer estadio de la Historia de la Salvación.

Dios suscita las guerras las permite, diríamos mejor con un sentido religioso, superior a las finalidad de establecer a Israel en la tierra prometida el de convertir al Pueblo escogido el de castigarle cuando ha pecado La historia de Israel, encuadrada en este marco del designio de Dios, implicará una experiencia, unas veces exaltadora y otras cruel de las guerras, revelándose éstas como un mal endémico en la tierra.

Es por ello por lo que, al comenzar cada año, los reyes "se ponían en campaña" [60], trasponiendo al dominio religioso los resultados de su experiencia social e introduciendo las guerras humanas en su representación del mundo divino. Fácilmente imaginaban en el tiempo primordial una guerra de los dioses, de la que todas las guerras de los hombres eran como prolongación e imitaciones terrestres.

De ahí que, como resultado del odio fratricida entre los hombres [61], las guerras están ligadas al destino de una raza pecadora. Azote de Dios, no desaparecerá de aquí abajo, sino únicamente cuando haya desaparecido también el pecado [62].

El fenómeno social de la guerra entró de hecho como necesario para la constitución del pueblo de Dios. Los Profetas no la condenaron como tal, aún cuando percibieron claramente la violencia de tal situación derivada, como los otros males de la humanidad, del inicial desorden del pecado, de la ira, de la venganza que alienta en el hombre histórico. Todas las promesas es catológicas de los Profetas acabarán con una maravillosa visión de paz universal. Por eso, al desaparecer el pecado con la implantación del Reino de Dios, llegará la paz mesiánica como el estado ideal que Dios ha previsto y provisto para el individuo y los pueblos todos [63]. Las guerras escatológicas señalarán el culmen de la malicia humana, y cuando la iniquidad sea barrida de sobre el haz de la tierra, florecerá la paz soberana, anhelo de todos los hombres [64)].

El Evangelio es en esta materia un acto de la confianza divina hecha al hombre y a sus milenarios futuros. Cristo hace alusión a las guerras, Él es nuestra paz [65], pero lo es en medio de un mundo que no ha querido reconocerle [66]. Y es la causa de que un mundo de guerra envuelva a la humanidad, porque se ha alejado de Dios.

La revisión, por tanto, de las prácticas de la guerra podrá dibujarse a partir de la manera como cada individuo viva lo que el Hijo de Dios ha enseñado a vivir. CRISTO dará a entender que el resultado de la paz no logrará afirmarse más que en la proporción en que la masa humana haya consentido de verdad en el Reino de Dios y en su verdadera justicia, luchando contra la guerra y los terribles azotes que trae consigo; pero esta lucha debe ser paralela a la lucha contra el pecado [67].

La no desaparición de la guerra y de sus amenazas atestigua el carácter todavía parcial e imperfecto de la conversión humana. Es este uno de los síntomas del desarrollo del "hombre de pecado", que el misterio de salvación no impide que siga creciendo, y que no será exterminado verdaderamente más que en el último día. Por eso, toda la Historia del mundo, entre la Ascensión y la Parusía o vuelta de Cristo se describe como la cadena de batallas de una guerra, que no es tanto física como metafísica [68] ¡y en la última lucha, dos grandes poderes se aprestan a la batalla "por el gran Día del Dios Omnipotente" [69]. Por lo demás , como en otros problemas de repercusi6n social, derechos de la mujer, esclavitud, etc.- el Evangelio no aporta una solución directa, pero sí los principios religiosos, sobre cuya base los problemas sociales encuentran su justa solución. No se condena el uso de las armas y se mira a los soldados hasta con simpatía por la sinceridad con que aceptan el mensaje evangélico.

Veamos ahora la conducta de los cristianos al aceptar los principios del Evangelio.Y ello nos hará avanzar en nuestra reflexión teológica.

Actitud de los primeros cristianos

Se ha pretendido condenar la licitud de la guerra en base a frases bíblicas o evangélicas y a la postura asumida por el cristiano de los primeros siglos de nuestra era [70]. Se alega el "no matarás" del Decálogo, con olvido de que ese precepto debe ser interpretado, como indica el P. Congar, "en el sentido en que el conjunto de la Escritura muestra que Dios lo dió. El mismo libro, que lo menciona, relata también que Israel guerreó e incluso -por mandato de Dios, o de acuerdo con las costumbres de aquel tiempo- exterminó a los prisioneros o a las poblaciones.

Por tanto matar se refiere a un asesinato y no a la acción guerrera invocando ese texto [71].

La realidad es que del Evangelio tampoco puede desprenderse el anatema de la guerra y de la profesión militar, pues, según razona el P. de Sorás, "el Evangelio que nos ilumina sobre los fines a proseguir a través de la existencia y de la historia, lo hace también bajo la condición real, de la que nos es preciso partir... El Evangelio que me dice "si se te pega en la mejilla izquierda, pon la derecha", no me dice si ves a tu prójimo injustamente golpeado en la mejilla derecha deja además que se le golpeé en la izquierda... El ejercicio de la caridad, aquí abajo, no se identifica pura y simplemente con la no violencia'' [72].

En el mismo momento inicial de la propagación del Evangelio, éste asume esa forma de vida humana que llamamos "vida militar"; y la asume tal cual es, sin exigir que cambie, sin exigir que deje de ser [73]. A otras formas de vida, precisamente, porque eran pecaminosas, las acoge misericordioso el Señor y misericordiosos los Apóstoles, para purificarlas y convertirlas, para que cambien.

Ya al principio, cuando Juan el Bautista, el Precursor, anuncia la proximidad del Reino de Dios y del Rey que lo instaura (“el Mesías"), y suscita en torno a Él un movimiento profundo, implacablemente exigente, de purificación y penitencia, de cambio de vida y mentalidad, es decir, de conversión, se le acercan entre otras categorías de personas,unos soldados preguntándole: "Y nosotros, ¿qué hemos de hacer?". Como han notado muy bien los comentarista , el Precursor -¡tan enérgico y exigente¡­ no les insinúa en modo alguno que deban cambiar de oficio. Se limita a recomendarles que no cometan abusos en el ejercicio de sus funciones: "No hagáis extorsión a nadie -les dice-, no denuncieis falsamente, contentáos con vuestra soldada" [74].

El propio Evangelio nos muestra a Cristo encomiando al centurión por su fe para ponerle de modelo, sin presentar el menor reproche a su cualidad de militar [75]. Cuando Jesús muere en el Calvario, entre el odio de unos, la indiferencia de otros y   el desánimo cobarde de algunos más, es también la fe de otro centurión, que mandaba a los soldados ejecutores de órdenes dadas por Pilatos, quien supo ver en el espectáculo de aquella agonía la marca de Dios: "Verdaderamente este hombre -dice- era justo", "Hijo de Dios" [76].

Cuando el Evangelio quiere traspasar las fronteras de Palestina y abrirse al mundo de los gentiles -momento impresionante de la historia cristiana-, Pedro, inspirado por el Señor, se dirige primeramente a Cornelio -el centurión de la Cohorte Itálica- que estaba de guarnición en Cesarea de Palestina, en la costa del Mediterráneo. Aquella familia de soldados constituye las primicias de la incorporación del mundo pagano a una Religión que muchos por entonces creían reservada a los judíos [77].

Otro momento significativo es la implantación de la primera Iglesia en Europa. El Apóstol Pablo, después de recorrer en peregrinaciones apostólicas toda Asia Menor (la actual Turquía), atraviesa la lengua de mar que separa Turquía de Grecia y va a pasar a Filipos, ciudad fundada por una colonia de soldados romanos veteranos ("jubilados" diríamos ahora), y con una interesante guarnición militar. Aquí logra Pablo constituir la primera comunidad cristiana de Europa. Una noche, estando Pedro en prisión, un terremoto produjo gran desconcierto entre todos sus acompañantes. El soldado encargado de la guardia, en vez de huir o agredir, se plantó ante los Apóstoles diciendo: "Señores, ¿qué he de hacer para ser salvo?", y Pablo lo evangelizó y lo bautizó con todos los de su casa.

Y llegamos finalmente a la meta de esta primitiva historia cristiana, que termina con la inserción del Evangelio en la ciudad de Roma, núcleo fundamental de todo el mundo civilizado antiguo. Pablo va a Roma (hacia el año 61) como ciudadano romano prisionero, pues había apelado al tribunal del César. Es conducido por una guardia, custodiado por soldados. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Julio, el oficial de la Cohorte Augusta encargado de conducir a los presos, trató a Pablo con delicadísima humanidad, en momentos en que peligraba su vida. Ya en Roma, Pablo, todavía sometido a proceso, en una prisión que no le impedía la acción apostólica con sus visitantes, escribe una de sus cartas más afectuosas y gozosas a la comunidad de Filipos, a la que antes nos referíamos, contándoles cómo su prisión se había convertido en portavoz del Evangelio para todo el Pretorio, la gran estación militar de Roma; y envía saludos a la comunidad de Filipos de parte de muchos cristianos, que se había convertido al Señor, gracias a su palabra, en "la casa del César" [78].

Esta sucinta reseña histórica resulta impresionante, casi increible. Alguna afinidad, alguna sintonía espiritual tiene que haber entre el tenor de vida de aquellos paganos militares y el mensaje evangélico, para que se produzca, de manera tan ostensible, el acercamiento entre ambos en los momentos decisi­vos.

En resumen, el Evangelio -que, como tal, no se propaga por medio de la fuerza- asume con toda naturalidad a los soldados en su propio ámbito espiritual; señal de que asume en ellos valores positivos. Pero hay más. Desde el comienzo los Apóstoles, -Pedro y Pablo sobre todo-, aparte de acoger los soldados con toda naturalidad en la comunidad cristiana, proclaman la función que corresponde a la espada (a la fuerza canalizada por la autoridad legítima, a la fuerza militar): la espada no es solamente un instrumento de legítimas necesidades humanas, sino que, según la mente y la palabra de los Apóstoles, es expresión de la voluntad de Dios. Pedro y Pablo lo dicen con toda energía: "estad sumisos a las autoridades, porque por ellas actúa Dios. Por algo llevan la espada: mas no estéis sumisos sólo por temor, si no por conciencia" [79].

La espada legítima, en la concepción de los Apóstoles, no es un simple hecho bruto, de fuerza que se impone y con la que se tropieza, sino que es la expresi6n de un valor espiritual que afecta a la conciencia. Este espíritu absolutamente puro, absolutamente desinteresado, es el que marca desde los orígenes la actitud básica de la Iglesia ante la fuerza, ante el Ejército: sean cuales sean los vaivenes, las vicisitudes históricas y contingentes en que tal fuerza se manifiesta a lo largo de los siglos.

El cristianismo primitivo tuvo una actitud poderosamente original, que hemos de esclarecer. El sentido cristiano de repudiar la violencia se afirmaba en la exigencia de renunciar al estado militar. ¿Cómo se llegó a esta actitud?

En los tres primeros siglos de nuestra era, una serie de autores cristianos (Tertuliano, Orígenes, el obispo Cipriano, Lactancia y algunos más) parece ostentar en nombre del Evangelio un espíritu totalmente antimilitar; desaconsejan a los cristianos que tomen el oficio de soldados. Pero conviene enmarcar esta postura en su auténtico contexto [80]. Disuaden estos autores a los cristianos de que tomen el oficio de soldados, porque se trataba entonces de un oficio voluntario, que se ejercía en una atmósfera impregnada de idolatría, de cultos paganos, de fórmulas supersticiosas, ciertamente no recomendables. Pero esto no impedía que al mismo tiempo los mismos autores en páginas inmortales proclamasen su reverencia religiosa hacia el Imperio Romano y hacia el Ejército, que mantenía la paz y el orden en aquel Imperio; corno tampoco impedía que muchos cristianos fuesen de hecho soldados al servicio del Imperio [81].

Por eso lógicamente surge un cambio al llegar el siglo IV, tiempo de la paz religiosa. El oficio militar era antes respetable en sus funciones esenciales, pero voluntario y del que podían encargarse otros, sin que la pequeña comunidad cristiana tuviera que considerarlo como de propia responsabilidad. Cuando es ya cristiana, en casi todas sus líneas, la contextura del Imperio de Roma, entonces no sólo los cristianos seglares que ocupaban puestos directivos en el Imperio, sino también los teólogos y los prelados tenían que examinar más de cerca cúal era la función del cristianismo y el modo de ejercerla en ese sector inesquivable, que impone la vida misma, esto es, la organización y el uso de la fuerza militar. A partir de ese momento, con hombres tan lúcidos  como Ambrosio de Milán y  Agustín el de Africa, y  luego con todas las escuelas jurídicas y  teológicas de la Edad Media, se va formando una doctrina cristiana, que podrímos llamar oficial, acerca del valor y del sentido cristiano del Ejército.

De ahí que podamos afirmar que la renuncia al estado militar en el cristianismo primitivo no fue nunca una práctica general, y hubo muy pronto colectividades humanas ganadas a la fe cristiana, las cuales no estaban en situación de poder convertirse a la eliminación de la violencia guerrera [82]. La permanencia  dentro del Cristianismo, de la portación de la Sagrada Escritura, la visión religiosa de las peripecias guerreras por las que pasa el Pueblo de Dios, que allí aparece enseñada, permitían la acomodación de los casos que se presentaba. La influencia ejercida de este modo por el Antiguo Testamento sobre la Teología Cristiana de la Guerra, y más aún sobre la Pastoral, fue muy considerable.

La corriente pacifista, contraria al servicio de las armas, en gran parte fue motivada, como hemos indicado anteriormente, por el peligro de los actos idolátricos que la pertenencia a las legiones llevaba consigo implícita y, también, por un sentimiénto pacifista; pero, como esclarece el P. Congar, nunca representó un hecho general, al haber siempre cristianos en el Ejército [83]. Por otro lado, esta posición pacifista resultaba en cierto modo paradójica y no podía subsistir largo tiempo, ya que según indica un sociólogo contemporáneo [84]: "las legiones no eran defensoras de un orden nacional, sino universal. De hecho, la ley, la cultura, el orden y, después, incluso el catolicismo, sólo existían en el Imperio Romano, y fuera de él todo era caos, barbarie y paganismo. Por eso allí sí era cierto el ''si vis pacem, para bellum". Porque para el soldado romano el dilema era rotundo: o defender con las armas el Imperio, el Derecho y la Civilización, o dejar que estos valores se hundieran en el caos".

Estas ideas concuerdan con las ideas de Celso en el siglo II al tachar de malos ciudadanos a los cristianos, a causa de su negativa a enrolarse en la milicia, dado que "si todos los hombres hicieran lo mismo, el César quedaría completamente solo y abandonado, y el Imperio caería en manos de los bárbaros" [85].

La Iglesia se encontró muy pronto en la obligaci6n de avenirse con el poder civil constituido y, siguiendo el camino más realista, trazado por San Pablo desde sus orígenes, empieza a elaborar una doctrina de compromiso. El P. Congar nos explica que los cristianos primitivos, durante la primera época, bajo el régimen de las persecuciones, vivían la vocación cristiana, en toda su plenitud, al igual que los monjes contemporáneos. Poco numerosos, miraban a la comunidad eclesial corno el sitio de tránsito desde la Pascua a la Ciudad Eterna que anticipaban. "Observaban -dice- con respecto al Estado una actitud de obediencia leal en las cosas temporales, pero no creían tener que asumir, como cristianos, una búsqueda del bien temporal o terrestre de los hombres. Las cosas cambiaron evidentemente, en la situación de una sociedad ampliamente cristiana, donde los cristianos ocupan los más altos cargos civiles. La Iglesia se vió entonces obligada a hacer una experiencia que no había hecho, ni siquiera imaginado, durante la época de los Apóstoles y de los Mártires. Tuvo que desarrollar nuevos aspectos de la ética cristiana en materia temporal [86].

El cardenal Danielou parece abundar en idéntico pensamiento. Durante su intervención en el Congreso de la sección nacional gala del movimiento "Pax Christi", decía en 1955: "Nos hemos encontrado tres situaciones: la del Antiguo Testamento, donde la sociedad es teocrática y la vida religiosa es normal. La de los primeros siglos cristianos, que nos muestra a una minoría de cristianos ocupándose en la oración y en la misión en un Imperio pagano que asegura la paz temporal. La de los siglos de la Cristiandad, donde los cristianos deben asumir las responsabilidades de la ciudad terrestre y hallan en la Ley de Dios un freno al desenvolvimiento de la violencia [87].

Pronto se abandona la posición irenista, que va desapareciendo desde el momento en el cual el cristiano afronta las responsabilidades de la ciudad temporal donde se inserta, y se comienza a asentar las primeras doctrinas sobre la guerra, funda das en la ideología del Cristianismo [88].

Sin embargo, con la Teología aparecía algo nuevo en los horizontes del alma religiosa: el problema de un derecho del hombre a hacer la guerra. Es decir, la conciencia de ciertos deberes, cuya observancia se presentaba como deseable entre los pueblos. ¿En qué medida podía pensarse que las decisiones de tales deseos eran legítimas? [89]. Porque el Evangelio alimenta una estima absoluta de la paz, crea el ambiente en el que los teólogos, bajo la mayor seguridad, elaborarán una teología de la guerra. En esta teología, el rasgo característico de la Cristiandad será la consecución de la paz, la "tranquillitas ordinis". Hay que tener en cuenta, que San Agustín, elaborador de este teología de la guerra justa, es un ciudadano romano; y el orden, que constituye la sustancia de la paz, significa para él la prolongación terrestre del misterio cristiano.

Es un dato muy interesante a destacar que casi todas las sectas heréticas del cristianismo van a ser irenista, mientras que la Iglesia Católica, desde San Atanasio el Grande, San Ambrosio de Milán y, sobre todo, San Agustín -a partir del siglo V- defenderá la doctrina de la guerra justa, si por ella, cuando no sea posible por otros medios, se consigue restablecer la paz. La posición irenista, no obstante, permanece soterrada y latente, y resurgirá a través de diversos movimientos heterodoxos.

Siguiendo el irenismo de los montanistas y maniqueos, que consideran imcompatible la milicia con el cristianismo, declarando intrínsecamente ilícita la guerra, en el siglo XII son irenistas los valdenses, y en la centuria siguiente los albigenses, proclamando ambos que toda guerra es abominable. En el siglo XIV, el primer precursor de la Reforma protestante, Juan Viclef, proclama que toda guerra es ilícita en sí, y la secta que funda -los lolardos- prohibe verter sangre, condenando incluso la pena de muerte, como contraria al Nuevo Testamento. A finales del siglo XV, a través del inglés John Colet, influido por Wiclef, el irenismo y pacifismo integral se desarrolla entre los denominados reformadores de Oxford y, siguiéndoles, Erasmo de Rotterdam escribe en el siglo XVI: "No hay paz, aún injusta, que no sea preferible a la   más justa de las guerras". Erasmo influye con su pacifismo integral doctrinario (aún cuando, finalmente, ante el peligro turco rectifica) en católicos ortodoxos, como Tomás Moro y Juan Luis Vives, y también, sobre todo, eh Martín Lutero, que resucita un nuevo irenismo, que habrá de ser exaltado por varias sectas protestantes: los antitrinitarios cuyo jefe fue Miguel Servet; los anabaptistas y los mennonistas, que consideran que, no ya la guerra, sino el servicio militar son incompatibles con el cristianismo, y fundan el movimiento de los "objetores de conciencia", junto con los cuáqueros, apóstoles actuales de un antimilitarismo militante [90]. Estos últimos desempeñan el papel de eslabón entre los movimientos de la Era de la Reforma y los contemporáneos. Durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos permanecieron neutrales, en virtud del "Holy experiment", y su postura fue de suma importancia para que pervivieran los escrúpulos morales frente a la legitimidad del servicio militar [91]. El siglo XX ve nacer y desarrollarse el "Movimiento por la paz'', integrado principalmente por cuáqueros, metodistas, congregacionistas y presiterianos en Norteamérica; en Rusia por los dukhobors, quienes con los molocanos repudian el servicio militar. En la actualidad se oponen de manera destacada los Testigos de Jehová [92].

El concepto de la guerra en los Santos Padres

En el periodo patrístico es cuando comienzan a constituirse los primeros eslabones de una teología cristiana de la guerra. San Ambrosio, prefecto del Pretorio antes de ocupar la sede del obispado de Milán, será el precursor de la teoría sobre la guerra justa. San Agustín completará la tarea de aquél y escribirá al general del Imperio, Bonifacio: "La paz debe ser objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esa necesidad y los guarde en paz. Pues no debe buscarse la paz para alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz. Pensamiento este últimoque se mantendrá constante en los tratadistas católicos.

Sólo a los monjes y sacerdotes se les eximía del servicio de las armas por San Ambrosio y San Agustín, quien escribiríá al mencionado general: "Rezarán por tí contra tus invisibles enemigos; debes luchar, en lugar de ellos, contra los bárbaros, sus enemigos visibles''. Los demás cristianos no encontrarán ninguna incompatibilidad u obstáculo moral entre sus creencias y el servicio de las armas. San Agustín, prefectamente consciente de la contradicci6n aparente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, desarrolla una teodicea que justifica la guerra en la medida en que puede ser expresión de la voluntad divina [93]. Al mismo tiempo que se establecían institutos y normas humanizadoras de la guerra -tregua de Dios, derecho de asilo, Orden de la Merced, órdenes de Caballería, prohibición de la deslealtad, traición , saqueo, uso de ciertas armas- va perfeccionándose por san Isidoro, el Decreto de Graciano, San Juan de Legnano y San Raymundo de Peñafort la tesis acerca de la guerra justa.

Elaboración de esta teología

El flujo ideológico que mana, definitivamente, de la doctrina de San Ambrosio y San Agustín, será perfilado por Santo Tomás de Aquino en la "Summa Theologica"         [95], donde encontramos una articulación sobria y sintética, que poprocionará durante mucho tiempo sus bases a las consideraciones más desarrolladas de los teólogos católicos, exigiendo tres requisitos para la guerra justa: autoridad del Príncipe, causa justa e intención recta. Estos requisitos serán la base de las condiciones, que la Teología Moral exigirá, para que una guerra pueda ser declarada lícita, como veremos más adelante.

La Teología concebirá desde el primer momento la guerra como aparición y consecuencia existencial del pecado: algo que en nuestro orden concreto de salvación no debería existir, y cuya progresiva eliminación debe ser la tarea constante y nunca plenamente acabada del cristiano. Pero, por otro lado, ve que la guerra es una realidad imposible de eliminar, precisamente en este orden concreto del pecado y de la gracia. Por lo que no será siempre posible evitar el recurso a ella.

Un análisis más detenido en este trabajo, nos llevará a la conclusión  de que la  utilización de la guerra deberá tender a la elirninación progresiva de la misma, aunque sepamos que ello no es plenamente alcanzable en la tierra. Porque por encima de la guerra está la paz, a la que aspira el Siervo de Yhavé. Paz que la Humanidad ha perdido en el Paraíso y que volverá a encontrar en los tiempos mesiánicos, después del gran caos escatológico. Si la guerra, en su absurdo, puede tener algún sentido, es en el único y riguroso servicio de la paz. Y sólo en función de la paz podrá el teólogo aprobar ciertas manifestaciones de guerra.

TEOLÓGIA DE LA GUERRA será entonces la ciencia teológica normativa que trate de la regulación moral de la utilización de la guerra, asi como del puesto de la guerra en la estructura social de hoy. Será aquella ciencia normativa que, a partir de la Revelación, se cuestione ante todo si la guerra tiene algún papel que jugar en el orden concreto de la creación y salvación en cuanto a su utilización. Y, en caso afirmativo, se pregunte de qué modo, con qué espíritu y en qué medida debe ser regulado el uso de la guerra, de modo que sea concordable con la marcha hacia la plena configuración de los hombres en Cristo, y con la construcción del Reino de Dios en la Paz de Cristo.

De esta forma podremos distinguir desde el primer momento, con toda precisión posible, entre aquello que constituye la última meta del "ethos" cristiano (la configuración de los hombres en Cristo y la construcción del Reino de Dios), y el problemático papel que la guerra puede jugar directa o indirectamente en ello, habida cuenta de sus características esenciales en este orden concreto de creación y salvación del hombre.

Según esto, descendamos a un nivel más concreto. Conozcamos las diferentes esferas de esta actividad humana, que es la guerra, con una mayor explicitación Y ello nos llevará a la entraña de esta teología.

Ricardo Muñoz Juarez, en defensa.gob.es/ceseden/

Notas:

32    Concilio VATICANO II: Constituciones, Decretos, Declaraciones          Constitución "Gaudium et Spes", núm. 78. B.A.C., Madrid 1965, 876 págs.

33    Nuevo Catecismo para adultos. Versión íntegra del Catecismo Holandés, pág. 408. Edit. Herder, Barcelona 1969, XXII, 512 págs.

34    Rm 3, 19

35    Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 37.

36    Os 4, 2-3.

37    Gn 1, 31.

38    Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 13.

39    Cfr. Baurmgartner, C.: El pecado original, col. El misterio cristiano, Edit. Herder, Barcelona 1971, 238 págs.

40    Scheffczyk, r.: Pecado, en Conceptos fundamentales de la teología, tom. 3°, Ediciones Cristiandad, págs. 378-398, Madrid 1966.

41    Bockle, F.: El pecador y su pecado, en La Nueva Comunidad. Autores Varios. Edit. Sígueme, Salamanca 1971, págs. 75-89.

42    Cfr. Lucena, C.: « Pecado y plenitud humana?, Edit. Perpetuo

43    Socorro, Madrid 1971.

44    Cfr. Tuya, M. de: Visión teológica de la actualidad mundial. Edit. Stvdivm, Madrid 1952, 249 págs.

45    Pro 16, 9.

46    Rm 6, 23.

47    Ap 6, 4-8.

48    Gn 6, 11.

49    Mt 24, 6-7; Ap 20, 8.

50    Qo 3, 8.

51    Mt 24, 6.

52    León-Dufour, X.: Vocabulario de Teología Bíblica. Art. Guerra págs. 325-329. Edit. Herder, Barcelona 1967, 871 págs.

53    Ex 15, 3; Sal 24, 10.

54    1S 17, 45.

55    Nm 21, 14.

56    2S 11, 11.

57    Nm 31, 24.

58    Jr 25, 15.

59    Jr 49, 20; Jr 50, 45.

60    2S 11, 1.

61    Gn 4.

62    Sal 46, 10; Ez 39, 9s.

63    Os 1, 7; Os 2, 18; Jr 21, 4; Is 2, 4-11 – Is 6, 9.

64    Za 14, 1-3; Dn 7, 19-25; Dn 11, 40-45; Dn 12, 1ss ; Dn 5, 15-16; Mt. 24, 6; Ap 12, 7; Ap 16, 14.

65    Jn 1, 11.

66    Allmen, J.J. von: Vocabulario Bíblico, Art. Guerra (H. Michaud), págs. 131-134. Edit. Marova, Madrid 1968, 366 págs.

67    Mt 19, 15-20; St 4, 1.

68    Ap 2 , 16; Ap 9, 16ss.; Ap 11 , 7; Ap 16 , 14.

69    Haag, H.: Diccionario de la Biblia. Art. Guerra, col, 786-787. Edit. Herder, Barcelona 1964, XVI, 1080 págs.

70    Fontaine, S.: Los cristianos y el servicio militar en la antigüedad, en "Concilium", Julio-Agosto 1965, págs. 118-131. Se recogen las investigaciones de historiadores, exegetas, patrólogos y teólogos en orden cronológico.    .

71    Congar, Y; y Folliet, J.: El Ejército, la Patria y la conciencia, pág. 69. Edit. Nova Terra, Barcelona 1966, 156 pags. Cfr. también el artículo de Jesús González Malvar, en "Incunable7 262-63 (1971), pág. 7-9, bajo el título "La objeci6n de conciencia".

72    Citado por Leandro García Rubio, en ¿Superación del problema de la objeción de conciencia? Revista de Derecho Militar, 6 (1958), pág. 44.

73    Guerra Campos, J.: Sentido cristiano del Ejército, Madrid 1970, 40 págs.

74    Lc 3, 14.

75    Mt 8, 5 13; Lc 7, 1-10.

76    Mt 27,  54; Lc 23,  47;         Mc 15, 39.

77    Hch, 10, 1-48; Hch 16, 25-34.

78    Hch 23, 17s; Hch 25, -12; Hch 27,1-3.43; Flp 4, 22; Flp 28, 16. Cfr. Bover, J.M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana. Edit. Balmes, Barcelona 1941. Estudia: el centurión de Cafarnaún y Jesús, el centurión de Cesárea y San Pedro, los veteranos de Filipos y San Pablo.

79    Rm 13; 2P 2, 13-17.

80    Ver bibliografía en García Arias, L.: Servicio Militar y objeción de conciencia. Revista "Temis" (de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza) 4.20 (1966) págs. 11-44. Sobre el cristianismo primitivo y la doctrina clásica de la Iglesia, págs. 15-21.

81    Cfr., por ejemplo, Tertuliano: Apologeticum, 30,1 7 (oración de los cristianos por la prosperidad del Imperio y de su Ejército, garantía de la "tranquillitas"; 41("No somos inútiles). No somos hombres fuera del mundo. Nos acomodarnos a todo: somos marineros, soldados, labradores..., todas las artes. Si no frecuento tus ceremonias, no por eso dejo de ser hombre aquel día.

82    Bover, J. M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana, en "Razón y Fe", 113   (1938) págs. 62-88.

83    Congar, Y. y Folliet, J.: Op. cit., pág. 70.

84    Busquets, J.: Ética. y Derecho de guerra, en "Revista Española de Derecho Militar: 21 (1966), pág. 82.

85    Contra Celsum, VIII, 68-69. Citado por Gonzalo Muñiz Vega en su artículo "La objeción de conciencia", en la Revista "Verbo", 101-103 (1972), pág. 134.

86    Congar Y. y Folliet. J.; Op. cit. págs. 70-71.

87    Cfr. García Rubio, L.: Op. cit., En "Revista Española de Derecho Militar" 6 (1958), pág. 42.

88    Cfr. Muñiz Vega, G.: Op. cit. pág. 132-136.

89    Dubarle, D.: La salvaguarda de la paz y la construcción de la comunidad nacional, en "La Iglesia en el mundo de hoy", tomo II, pág. 710. Edit. Taurus, Madrid 1970, 790 págs.

90    García Arias, L.: Servicio militar y objeción de conciencia, en "Revista Española de Derecho Militar", 22(1966), págs. 53-54.

91    Bainton, H.R.: Actitudes cristianas ante la guerra y la paz, págs. 172-175. Madrid 1963, citado por Gonzalo Muñiz Vega, en su artículo "La objeción de conciencia", Revista "Verbo", 101-102 (1972), pág. 154.

92    Muñiz Vega, G.: Op. cit. págs. 153-154.

Juan Luis Lorda

El ensayo de Congar ‘Verdadera y falsa reforma en la Iglesia’ es un clásico de la Teología del siglo XX. Nadie había estudiado teológicamente hasta entonces este aspecto de la vida de la Iglesia. Él lo hizo en un momento crucial

Ricardo Muñoz Juarez

Introducción

"En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra, hasta el retorno de Cristo”.

"Los que en servicio de la patria, se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de seguridad y libertad de los pueblos, pues, desempeñando bien esta función, realmente contribuyen a estabilizar la paz".

(Conc. VATICANO II.- Const. "Gaudium et Spes" N0s 78-79).

Cuando se quiere liquidar una época en la que los Papas consagraban a los Emperadores, y los Emperadores o los Reyes convocaban Concilios, elegían por medio de sus cardenales a los Papas y de un modo más directo a los obispos, en la que las "guerras" se bautizaban como "santas", una época que se ha caracterizado por las mutuas ingerencias de ambos campos, el político y el religioso, se observa cómo se habla de teología en todos los terrenos. Basta hojear libros y revistas de especialización teológica para encontrar numerosos títulos.

El movimiento, surgido principalmente en Alemania y Estados Unidos, se va extendiendo y afianzando, y encuentra amplia     audiencia en el mundo teológico. Algunos lo critican, queriendo ver en ello un modo de vender mejor la teología a un público, a quien no le interesan las especulaciones metafísicas ni le dice nada el lenguaje religioso. Pero, analizando el fenómeno religioso humano hoy, vemos que no es así. Porque no sólo indirectamente, sino directamente también constatamos una serie de realidades que están implicadas en la fe.

En la actualidad se quiere permanecer fiel a la fe, pero no se justifica una vida o una teología que no diga nada al hombre ni a la sociedad en que vive. Y hay temas candentes que problematizan la vida del cristiano. Temas que son ocasión de di visión, de enfrentamiento de posturas y de mala inteligencia entre los mismos creyentes. Porque con frecuencia se carece de ideas claras sobre el particular, debido quizá a prejuicios adquiridos que impiden una postura de creyentes adecuada y recta. Uno de estos temas es el de la GUERRA.

Al escribir esta obra pretendo llenar un vacío existente.   Porque es un hecho demostrado oue, en los períodos de in seguridad pública, los hombres tienden más que nunca a investigar las causas, probabilidades y riesgos que implican las guerras. No se trata por tanto de una concesión al actualismo, dentro de una técnica y un reclamo periodísticos.

Cuando, en un seminario sobre la teología del pecado, se despertó en mí el interés por el estudio teológico de la guerra, busqué afanosamente algo similar, y no lo encontré ni en castellano ni en otros idiomas de una manera completa. En mi búsqueda he tropezado con trabajos interesantes, e incluso alguno profundo, sobre aspectos particulares de las guerras (históricos, políticos, militares, jurídicos, económicos, sociales, etc.), pero con ninguno digno de mención, para adquirir una visión integral del problema.

   Una visión acabada de los problemas humanos constituye la aspiración de la moderna teología. Y es que la guerra es dificilmente cognoscible desde la postura sociol6qica de la humanidad, como se ha pretendido hasta ahora. Porque las guerras son ciertamente una manifestación social a encajar en el proceso evolutivo de la sociedad humana. Mas para conocer este fenómeno humano a fondo hay que encajarlo en sí mismo, comprender que pertenece a una ciencia más amplia que la sociología, ya que existe en este fenómeno un campo sin explotar, o que al menos no ha sido explotado suficientemente: ¿cuáles son las causas profundas de esta actitud humana?

Albert Einstein se planteó el problema en estos términos: "¿existe algún medio de librar a la humanidad de la amenaza de la guerra?". Y la pregunta  se la dirigió a Segismund Freud en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, sin ánimo de que le ayudase a resolver sus preocupaciones. "Los hombres -le contesta el célebre vienés- no encuentran fácil vivir sin satisfacer esa tendencia a la agresión que está en ellos". El famoso físico le replica:  “El hombre tiene dentro de sí un deseo de odio y de destrucci6n,.. Esta pasión sólo sale a la luz en circunstancias excepcionales ... ¿Es posible controlar las evoluciones mentales del hombre hasta el punto de convertirle en una especie de muralla frente a las psicosis de odio y de destrucción?". Freud le desengaña y le precisa que el poder y la violencia son casi una misma cosa y están en perfecta correlación [1)].

Es cierto que la filosofía, con más razón que la sociología, podría aducir sus derechos a comprender dicho campo. Pero aquí no se trata de una cuestión de derecho, sino de hecho. En lugar de aducir derechos, dígase qué es la guerra, inténtese definirla, cuáles son realmente sus causas. Esto es lo que trata de poner en evidencia está obra sobre la teología de la guerra, introduciendo al lector en un estudio serio de la misma.

Sintetizar los conocimiento básicos de algo es fácil, cuando se dispone de tratados sintetizables, pero no es este nuestro caso. Para sintetizar ha sido preciso construir previamente, investigando los fundamentos  teológicos  del fenómeno guerra. Y esta síntesis lo es de investgaciones personales mucho más amplias: la teología del pecado. La dificultad de esas investigaciones ofrece su compensación. El trabajo se puede ver recompensado con resultados satisfactorios, precisamente  porque el terreno no está muy tríllado. En esta obra se presenta esa importancia del pecado en el estudio teológico de esta realidad humana que azota a la humanidad. Quiero precisamente evidenciar la implicaci6n en la fe del estudio de la guerra.

Los antiguos romános decían: "si quieres la paz, prepárate para la guerra". Esto, que normalmente se ha interpretado hasta ahora en un sentido material, tiene sobre todo un gran valor en el orden espiritual. Por eso este estudio de la teología de la guerra es pacifismo sano, aunque no encuentra la aprobación del enfermizo. El apóstol Santiago lo expresa claramente en su carta" :¿Qué conduce a la guerra y a las querellas entre vosotros? Os diré lo que a eso os conduce: los apetitos que infestan vuestros cuerpos mortales" (St 4, 1). Son los valores esperituales y morales, dentro de la jerarquía de valores humanos, sobre los que ha de construirse el gran templo de la auténtica y verdadera comunidad humana, donde la verdad, la justicia, la libertad y la paz reinarán realmente sobre los hombres.

La viejísima aspiraqión de aquel pueblo que llamaba a veces a una paz que carecía (Za 13, 10) no es ni más ni menos que la nuestra. Lo prueba esa cascada de discursos y declaraciones, de propuestas y de mensajes que en clave política, religiosa, militar o civica estamos escuchando cada día. Porque vivimos a escala cósmica la obsesi6n de la paz. De una paz nunca tan anhelada y nunca tan fragil, nunca tan preciosa y nunca tan precaria. "Pero es la renovación de la sociedad, en la proclamaci6n de aquella paz, que solamente en Dios encuentra la propia realización y defensa, y que hoy falta en el mundo justamente porque no se encuentra el coraje de recurrir a Dios, autor de la paz; porque solamente la victoria sobre el pecado y sobre los egoismos personales puede traer consigo la paz" [2]

Intentamos, por tanto, en nuestro escrito dar los criterios teológico-morales fundamentales sobre la guerra y la paz. El tema, como apuntábamos al principio, es de gran actualidad, dado que vivimos en un momento crítico de la historia, en uno de esos periodos de transición de una era a otra. De ahí el florecer de sistemas  sociales y  políticos distintos y contrapuestos.  Y no es que todo vaya a cambiar, porque existen unos principios morales y jurídicos de validez universal, que los encontramos lo mismo en el hombre más primitivo que en nuestras sociedades desarrolladas. Sin que esto quiera decir que desconocernos el carácter histórico y por tanto variable del hombre y de la sociedad,  así como de sus códigos de conducta.

Pero juzgamos que nadie puede fundamentar la convivencia pacífica, si no es desde el uso auténticamente humano de la razón y por la práctica del respeto solidario de los otros, realidades ambas que, para todo creyente, han de estar iluminadas  por la instancia de la FE.

Capitulo I: ¿por qué una teologia de la guerra?

Se ha escrito mucho sobre este tema y, sin embargo, es uno de los capítulos menos perfilados con profundidad en el campo de la Teología. No existen estudios serios desde la reflexión de la fe, como en otros campos de las ciencias humanas los hay en esta materia. Los teólogos han relegado el problema de la guerra a un segundo plano en su labor investigadora.

Por otro lado, la humanidad vive un momento histórico  y crítico muy ambiguo en esta materia. Porque existe la angustia constante que provoca  la  inestabilidad  internacional, el temor de asistir a una conflagración universal de caracteres apocalípticos, por el previsible empleo de las nuevas armas que la ciencia ha puesto a disposición de los ejércitos. De ahí que nuestro mundo se debata en una inquietante situación de miedo y terror, de luchas antagónicas por ideas políticas y religiosas, con desbordamientos de ambiciones y egoismos, de odios y envidias, que convierten a la raza humana en una masa semejante a los seres irracionales.

Desde que se inició la que se ha llamado "era atómica'', una época de subconsciente inseguridad, reforzada con la que se ha llamado "guerra fría”,         lejos de disminuir el peligro, con el tiempo lo va aumentando. "El hombre de hoy -dice Juan Pablo II- vive  en un incomprensible estado de inquietud, de miedo consciente e inconsciente, que de varios modos se comunica a toda la familia humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos" [3]. En su mensaje a la UNESCO el 2 de Junio de 1980 decía: "El futuro del hombre y del mundo está radicalmente amenazado porque los rnaraviliosos resultados de la investigación científica son explotados contínuarnente, con desprecio de los imperativos  éticos, para  fines de destrucción         y de muerte" [4]. Y en su segunda encíclica dice: “Aumenta el temor existencial, ligado sobre todo a la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la autodestrucción parcial de la humanidad [5].

Y es que siguen resonando las palabras de Sartre al conocer la noticia de Hiroshima: "Después de la muerte de Dios, he aquí que se anuncia la muerte del hombre". Porque estamos marcados por un mundo de violencia y de guerras. Los japoneses utilizan en su idioma una distinción interesante a este respecto. Tienen la palabra "seizonsha" para designar las personas supervivientes de aquel desastre atómico; pero la sustituyen a veces por la palabra "higaisha", que significa la víctima herida o tocada, es decir, la que no perdió la vida, pero lleva en si el sello de la tragedia.

Evitar la guerra y edificar un mundo a escala planetaria, tal es el reto que lanza al hombre de nuestros días la coyuntura histórica en que vivimos. Por eso, cuando en 1932 la Sociedad de Naciones y el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual solicitaron a Einstein que eligiera el problema más importante para discutirlo con la persona que él escogiera, el célebre  físico no lo dudó un instante: "el problema de nuestro tiernpo, el problema del hombre, es la guerra" [6].

Pero ¿qué significa la guerra con relación a la paz? Porque la noción de paz es también compleja y ambigua, y puede ser interpretada corno base de significaciones contrapuestas. La exigencia de combatir la guerra, de evitar su crueldad, nos señala ciertamente una incompatibilidad. Guerra y paz se oponen totalmente. Y, sin embargo, al considerar como auténtica paz la ausencia de guerrar nos hace reflexionar sobre la posibilidad de una guerra justa, de una guerra  al servicio, precisamerite, de la paz. Pues, como dice Karl Jaspers: "Si se quiere evitar la guerra a toda costa, se está expuesto a quedar a merced de los otros, con lo que aún sin guerra, será destruido o esclavizado" [7].

Es esta, por tanto, una encrucijada constante en el caminar peregrino de la humanidad. Y su ambigüedad nace de la misma actitud que el cristiano pueda adoptar ante ella.

1. El problema de la guerra

Punto de partida

La historia no es más que la reconstrucción del pasado. Su ambición es elevarse desde los hechos hasta su explicación. Bajo la corteza de los acontecimientos busca la savia que los produce. En el fondo abraza toda la aventura humana y se esfuerza por taladrar su misterio y por juzgar a sus actores. Lo que supone una escala de valores, una clave universal.

Para todo cristiano, la historia ha sido hecha por los hombres con la libertad que Dios les ha dado. Y la guerra entre los hombres es un hecho trágicamente constante en la historia [8]. Tan es así, que muchos han llegado a  afirmar que la historia de la humanidad se ha edificado sobre los cimientos y pilares de las batallas. Porque las guerras han ido trazando fronteras, creando vínculos sobre las sociedades humanas e impulsando el progreso tecnológico de los pueblos [9].

Unos, como el filósofo Hobbes, creen que la guerra es inherente a la humanidad, por la ferocidad natural del hombre.

Otros, como Hegel, la conceptúan como un instrumento esencial e irreemplazable, ligado a la existencia de las sociedades políticas. Y alguno, como el general von Bernardhi, considera que tiene una razón de ser biológica: la ley de la lucha por la vida, que vale tanto para el individuo, como para el Estado [10]. Y es que el hombre es como un producto de vida sometido a variación, y por tanto sus movimientos como sus extremidades parecen siempre dirigidas a la agresión o a la defensa.

Este curioso animal que es el hombre representa, pues, la violencia con todo lo malo y lo que de bueno pueda haber en ella, ya que ha vivido y sigue viviendo como atacado por un extraño síndrome, que podría denominarse "el malestar del bienestar", o como le llama Carmen Llorca: "el malestar de la paz" [11]. Nuestra historia, la historia de la humanidad, es triste y esencialmente guerrera. Las ideas, expresión y reflejo, como tantas veces de los hechos, subrayan esta posición, al tiempo que avalan la afirmación de Wanty: "Hasta entrado el siglo XX un anaquel de biblioteca bastaba para contener la bibliografía existente sobre la guerra. Después de la segunda guerra mundial, y solamente en los Estados Unidos, se han censado más de cien mil libros, artículos e informes consagrados a los problemas de guerra y paz" [12].

El filósofo Enmanuel Kant considera la guerra, como un ensayo misterioso, seguramente querido por la Providencia para realizar, o al menos, preparar, la convivencia pacífica entre los hombres [13]. Por eso plantea un problema de tal magnitud para el cristiano (para el que la paz es signo decisivo del Reino de Dios), que lo convierte en un enigma insoluble, irreductible en todo caso y a pesar de toda casuística, a una visión homogénea de la Historia de la Salvación.

Y, sin embargo, es esta una realidad terrena que no puede considerarse fuera de los planes de Dios y, en consecuencia, tampoco puede considerarse fuera de las consideraciones del teólogo, aunque sea una realidad lamentable. Porque, si ciertamente la guerra no entraba en el orden natural creado por Dios para el hombre, y ha sido este quien mediante el pecado ha violado el orden divino, turbando la paz y engendrando la guerra y por eso -como explicará San Agustín-, la guerra es permitida por Dios, ya que mediante ella realiza su justicia y su obra, bien dando la victoria a los justos, bien permitiendo su derrota para su purificación meritoria y fecunda-, puede concebirse que llegue un día en que la humanidad, vuelta hacia Dios, siga los caminos de una estructuración orgánica del mundo que le lleve a la PAZ.

La teologia de la guerra, que presentamos a través de estas páginas plantea este problema. Porque reclamar para la guerra su licitud puede sonar en la mente de muchos el querer pensar que las guerras sean necesarias por el hecho de que su historia está ligada a la evolución, tan compleja y siempre cambiante, de las estructuras económicas, sociales y políticas de la humanidad. Como si el hablar de la licitud de la guerra fuera sinónimo de querer asegurar que la cesación absoluta de las guerras se traduciría en un estancamiento de la civilización. Es esta la opinión de los que creen necesarias las guerras, porque el movilizar las capacidades todas de los contendientes (los hombres y los armamentos, las inteligencias y las voluntades, las economías e industrias), son consideradas como el medio de eficacia contundente para revolucionar las ciencias y las artes, para producir los formidables adelanto técnicos que todos conocemos y para ocasionar la transformación social profunda que en el mundo se ha venido operando.

No es este el problema. Nuestro trabajo tenderá a considerar este fenómeno complejo que es la guerra desde el punto de vista de constituir un acto humano, que emana de seres libres y responsables   , y por ello susceptible de un juicio de valor. Porque la guerra  la hacen  los hombres, aunque  ella los deshaga. Y no tiene sentido hablar de la guerra, que es un tremendo hacer, sino en conexión  con el sujeto del hacer y las circunstancias del mismo. El mal, o acaso el bien, de la guerra no puede estar aisladamente en ella, sino en su conexión  total.  ¿Cómo  entender y cómo superar esta realidad? He aquí el reto al que la humanidad está lanzada, buscando cada día una solución. ¿La encontrará?

Estudio de las guerras

El Papa Juan Pablo II, con motivo de su visita a lo Estados Unidos, se expresaba así en su discurso a la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas: "Al objetivo de la paz debe servir una constante reflexión y actividad que tienda a descubrir las raíces mismas del odio, de la destrucción, de todo lo que hace nacer la tentación de la guerra" [14)]. Y es que las guerras tienen unas causas profundas, reflejan un estado de cosas, simbolizan una actitud humana. El concepto de las mismas es hoy ciertamente difícil, y no tiene una significación unívoca, clara e inequívoca.

Este fenómeno catastrófico, que azota y acompaña al hombre desde antes de la historia misma, debe tener unas causas primarias indescifrables. Porque de haber sido descubiertas, es muy posible que se hubiera conseguido eludir la sucesión de enfrentamientos bélicos.

De ahí que esta problematicidad del concepto de las guerras haga necesaria una reflexión teológica esclarecedora. Un estudio profundo, que utilizara las convergencias de las diferentes ciencias humanas, es posible e indispensable. ¿Nos atrevemos a decir que este estudio se ha realizado ya? La guerra y la paz constituyen dos polos entre los cuales oscila la vida social. Pero la autonomía dista mucho de ser total: más bien habría que considerar que los conceptos de guerra y paz son algo relativo, de contenido más bien psicológico. Es más, no sólo se trata de conceptos relativos, sino que las diferencias de definición son tales que a menudo se cae en la tentación de definir simplemente la guerra como la ausencia de paz o al revés [15]

La guerra se convierte cada vez más en una locura. Y, sin embargo, los hombres se dejan seducir por ella constantemente. ¿Por qué en ciertos casos Jefes de Estado y pueblos se hacen sordos a las voces de la moderación, pierden hasta la facultad de imaginar los peligros y los sufrimientos humanos? Tal es el mayor problema de la polemología [16].

Es el problema de las causas de la guerra. "Pourquoi la guerre?" pregunta Jean Jolif [17] ¿Dónde están las causas? ¿Excitación agresiva explicada actu lmente por una expansión de­ mográfica deséquilibrada? ¿Rivalidades económicas e imperialistas, como opina el marxismo?

Las causas de las guerras han sido descuidadas en sus estudios por los autores que han analizado los conflictos bélicos con profundidad digna de mención. Parece como si la mayor parte de ellos considerara que el estudio de la finalidad, en el que se extienden, llevara implícito el de las causas. Pero no es así, y las diferencias son muy importantes. Tanto, que dificilmente se concibe una guerra sin finalidad más o menos definida. Sin embargo, las causas reales del conflicto quedan sin definir o, lo que es peor, se definen erróneamente. nas la guerra existe por las causas, y no por el fin: y sólo actuando sobre las causas se la podría impedir o abortar.

Es cierto que, metafísicamente hablando, el fin es causa de las cosas. Pero en la guerra, al hablar de causas, no nos solemos referir a la razón de ser absoluta del fenómeno, sino a los motivos eficientes de los conflictos concretos, igual que al explicarnos un accidente aéreo por la rotura de un ala del avión (motivo), hacemos abstracción de la causa real (acción de la gravedad), que la produjo. El motivo se puede calificar de eficiente, porque está supuesta la existencia de la causa Y es desde este punto de vista, desde el que tratamos de negar el carácter causal a la finalidad concreta de una guerra.

En el orden sobrenatural, la guerra es permitida por Dios, que seguramente se vale de ella para determinados fines, pero de ningún modo se puede considerar que Dios sea su causa eficiente, sino, más bien, que la libertad concedida al hombre dentro de ciertos límites, lleva consigo la posibilidad de las guerras, o si se quiere la seguridad práctica de que van a existir en tanto el hombre no use adecuadamente de esa libertad. Dios no es causa propia de ninguna guerra, sino que ordena los accidentes indeseables hacia un bien; aprovecha providencialmente tales accidentes hacia una finalidad de orden sobrenatural, no claramente visible. Y esto es así, porque resulta humanamente problemática toda explicación que se pueda dar (corno las señaladas por San Agustín al tratar del antiguo imperio romano), de la forma en que Dios utiliza, la guerra para que se cumplan sus ocultos designios. Sin embargo, a pesar de no ser claramente visible la finalidad sobrenatural que cumple una guerra concreta, se puede asegurar que esa finalidad existe, corno consecuencia de los atri butos que se integran en la esencia del Ser Supremo.

Las causas eficientes de la guerra son, por tanto, de orden natural, y aún en éste, la teleología no pasa de ser un motivo, una razón accidental. El que la guerra no exista sin finalidad, no liga un fin concreto con un conflicto determinado, con relación de causa necesaria. Un fin mueve, e incluso origina,  las guerras; pero la finalidad  puede variar durante el desarrollo de la conflagración. Y si las finalidades pueden dejar de existir, sin que la guerra termine, es porque ninguna  determinada constituye causa eficiente de su existencia. No todo lo que pertenece a la esencia  de algo contribuye a causarlo, al menos en cierto sentido. La finalidad es, seguramente,  tan esencial a la guerra, corno el movimiento al transporte de mercancías, pero  ni aquélla ni éste causan en concreto los respectivos  fenómenos.  [18].

El motor de las guerras, aquello que las hace comenzar, subsistir y terminar, no es otro que la voluntad humana. Mas en la guerra no debemos olvidar nunca que debe haber algo que umueva" la voluntad, y ese algo no es otro que el desbordamiento pasional. A la guerra la forma se la da el hombre con sus pasiones y sentimientos.

Toda una corriente de pensamiento pesimista alimenta una actitpd acusadora del hombre. "La humanidad -escribía Bergson en 1932- gime aplastada bajo el peso de sus propios progresos". Y el "Nobel" Herman Hesse, que huyó del confuso mundo que precedió a la segunda querra mundial al retiro de una Suiza aséptica, escribía en su Demian: "El hombre, tal como hoy es, quiere morir, quiere hundirse y se hundirá".

Se han desarrollado diversas teorías respecto a la causa última de las guerras. La tesis, que pudiéramos llamar naturalista, que achaca el fenómeno a la esencia de la Naturaleza y    los instintos agresivos de las criaturas que la pueblan: la lucha por la existencia, donde la muerte de unos se hace vida para otros; donde cada individualidad es enemiga, potencial y efectiva, de las demas criaturas, porque en tal enemistad encuentra el procedimiento para su supervivencia: "el hombre es un lobo para otro hombre" (homo homini lupus) [19]. Baltasar Gracián lo sentenciaba así: "Si ya no es peor ser hombre". Y Saavedra Fajardo dirá a este respecto: "Ningün enemigo mayor del hombre que el hombre. No acomete el águila al águila, ni un áspid a otro áspid, y el hombre siempre maquina contra su misma especie" [20]. Es la  constante de la naturaleza agresiva del hombre ayer y hoy. Recordemos a Freud en su correspondencia con Einstein: "El instinto de agresión pertenece a la esencia de la humanidad y su expresión más espontánea y constante es la guerra. En la vida humana hay una fuerza interior que arrastra al hombre hacia la destrucción… y no veo fácilmente la manera de desarraigarla'' [21]. "El hombre de Pekín -dice Konrard  Lorenz-  el Prometeo  que aprendió a conservar el fuego, lo utilizó para "echar en la hoguera" a  sus hermanos. Junto a las huellas de la primera utilización regular del fuego, yacen los huesos mutilados y calcinados del mismo "sinantropus pequinensis" [22].

Según otros el acto bélico es un producto de la patología social: la dispersión geográfica, los muy diferentes imperativos del medio ambiente y las limitadas posibilidades de comunicación de que disponía el hombre al iniciar el edificio social, impidieron que la sociedad humana fuese un todo. Y así nacieron y se desarrollaron en el tiempo múltiples grupos humanos con muy diversos rasgos caracteriológicos, costumbristas y éticos. Cada uno de ellos llegó a constituir una individualidad que recibió, de sus componentes, los caracteres de agresvidad y las pasiones de ambición y envidia. Inevitablemente pelearon entre sí, porque sus ambiciones y sus envidias les llevaron al enfrentamiento. A partir de este momento -dicen- nació la guerra [23].

¿Puede decirse que existe una sociedad enferma? La discusión para encontrar respuesta sería árdua y, muy posiblemente, poco efectiva. Ni la psicología, ni la sociología son ciencias exactas, que permitan una concreción absoluta; su meta es la aproximación, sus respuestas opinables, sus argumentos discutibles, pero no producen dogmas de fe. El camino de estas ciencias, y con mayor insistencia el de la sociología, es muy resbaladizo y en algunas zonas confuso. Tan es así, que resulta muy sencillo perder el camino de la ciencia para adentrarse en el bosque de la especulación, el cual, indefectiblemente, desemboca en el laberinto de lo tópico.

El hecho de proponer una teología de la guerra sobre el mundo, en el contenido de la ley evangélica del amor, no deja de ser una paradoja, si no se tiene en cuenta la existencia colectiva del PECADO. Las guerras comienzan en el espíritu de los hombres. Los Papas contemporáneos han insistido frecuentemente en la causalidad psíquica, en la que el pecado, y por consiguiente, la libertad está presente por debajo de los desequilibrios psicoafectivos del hombre. Creemos, por tanto, que una teología de la guerra, como tal, ha de ser pensada, desde este ángulo del pecado. "Es mi profunda convicción -dice Juan Pablo II-, es una  constante en la Biblia y del pensamiento cristiano, es así lo espero, una intuición de muchos hombres de buena voluntad, que la guerra nace en el corazón del hombre" [24]

Y continúa diciendo el Papa: "Es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. En la medida en que los hombres se dejan seducir por sistemas que ofrecen una visión global exclusiva y casi maniquea de la humanidad y hacen de la lucha contra los otros, de su eliminación o de su dominio la condición del progreso, quedan encerrados en una mentalidad la guerra que endurece las tensiones, haciendose casi incapaces de dialogar".

'' Más allá de los sistemas ideológicos propiamente dichos son múltiples las pasiones que desvían el corazón humano, inclinándolo a la guerra. Por esta raz6n los hombres pueden dejarse arrastrar por un sentimiento de superioridad racial y un odio hacia los demás, también por la envidia, por la codicia de la tierra y de los recursos de los demás o en general, por el afán de poder, por el orgullo o por el deseo de extender el propio dominio sobre otros pueblos a quienes menos aprecian".

"Es cierto que las pasiones nacen muchas veces de frustraciones reales de individuos y pueblos, cuando ven que otros se han negado a garantizarles la existencia, o cuando los sistemas sociales estan atrasados con relación al buen funcionamiento de la democracia y de la participación en los bienes. La injusticia es ciertamente un gran vacio en el corazón del hombre… La guerra difícilmente se desencadena si las poblaciones de una parte y otra no sienten fuertes sentimientos de hostilidad recíproca, o si no se persuaden de que sus pretensiones antagónicas afectan a sus intereses vitales. Esto es precisamente lo que explica las manipulaciones ideológicas provocadas por una voluntad agresiva… Por tanto, el hecho de recurrir a la violencia y a la guerra proviene, en definitiva, del pecado del hombre, de la ceguera de su espíritu o del desorden de su corazón, que invocan la injusticia como motivo para desarrollar o endurecer la tensión o el conflicto. Sí, la guerra verdaderamente nace en el corazón del hombre que peca, desde que la envidia y la violencia invadieron el corazón de Caín contra su hermano Abel".

Una afirmación fundamental

Hay que rechazar, de antemano y de plano, toda solución simplista del problema pacifista y belicista, como inadecuada. La complejidad de las dificultades en la convivencia humana, la debilidad e incoherencia del mismo hombre, nos obligarán a proceder en este terreno con toda objetividad. Es preciso superar un análisis sentimental o de puro dramatismo popular.

En la marcha dialéctica de la humanidad sobre los rieles de paz y guerra, la guerra es contundente, afirmativa, mientras que la paz es por naturaleza un proyecto, una conjunción de posiciones relativas. La paz sufre ya desde el principio una inferioridad. Esta inferioridad se agrava aún más por el hecho de que sobreviene obviamente después de la guerra, como consecuencia de sus resultados, como dictado más o menos velado del vencedor; carece por tanto de personalidad auténtica. En segundo lugar, guerra y paz se mueven en planos distintos; la guerra actúa y decide con hechos dirigidos por la "lógica" de la violencia y el furor. Hegel dice que "lo verdadero en ella es el delirio báquico, en el cual no hay ningún miembro que no esté ebrio". La paz se construye en la calma, casi en la irrealidad, en salones cerrados y sobre mapas geométricos que desconocen las reales pasiones humanas. Entre ambas, paz y guerra, no pueden haber, por tanto, una adecuación constructiva de terceras soluciones, una síntesis que ahogue los elementos antitéticos que un día lucharon y otro día, pasando por encima de la paz, volverán a luchar. [25]

Los filósofos, los juristas, los políticos y los teólogos han sabido justificar la guerra. El juego cierto de las fuerzas irracionales en el subconsciente humano no es una razón para que la inteligencia no trate de ver claro en la causalidad de las guerras.

Tratemos de abrirnos camino. La historia de la guerra es la historia de la humanidad que la teme y odia -pero en ella sistemáticamente-, pese a sus desastrosas consecuencias, impulsada por intereses y pasiones encubiertos por razones de pretendida justicia. "Hasta el presente -escribe Martens- cuantas tentativas se han hecho para evitar las guerras,       sólo han servido para probar la insuficiencia de los recursos del hombre, la inconstancia del orden internacional y la inestabilidad de las relaciones humanas" [26]. Sin embargo, el mismo autor dice también que "un tiempo vendrá en que la guerra sea un hecho excepcional por haber encontrado los Estados un medio más conveniente para solucionar sus conflictos”. Nosotos, menos optimistas, tememos, al contemplar las recientes realidades de la vida internacional, que sólo un invencible temor recíproco puede mantener la paz entre las naciones.

Juicios sobre la guerra

Hombres de acción y recoletos pensadores, desde el más genial estrateqa, al más sutil filósofo, han emitido su juicio sobre la guerra. Unos abogando por ella, otros condenándola. Lo que nos pone de manifiesto la ambigüedad del problema, a que, anteriormente aludíamos; y por otro lado la necesidad perentoria de una visión esclarecedora de este azote de la humanidad, que cual espada de Damocles pesa sobre el hombre.

Entre sus apologistas, Barnis opina que "ni la religión, ni la moral, ni la felicidad, ni la naturaleza, ni la justicia, ni el progreso se oponen a la guerra", la cual para el general von Bernardhi "es una necesidad biológica de primordial importancia, un elemento regulador en la vida de la humanidad, una obligación moral, y corno tal, un factor indispensable de la civilización". De Maistre la encuentra "divina en la gloria misteriosa que la rodea y en el atractivo no menos explicable que nos lleva hacia ella"; y para Donoso Cortés, "la guerra y la conquista han sido siempre los instrumentos de la civilización del mundo". Hegel la juzga "bella, buena, santa y fecunda, creadora de la moralidad de los pueblos. Maragall la identifica con el Estado mismo, cuya personalidad "sólo encuentra su total eficacia y completa garantía en la guerra, por la que nacen, viven y mueren casi siempre los hombres". Y Moltke afirma que "sin ella el mundo se perdería y se pudriría en el materialismo" [27].

Desde remotos tiempos figuran también sus detractores, entre los que se citan cerebros fecundísirnos. Herodoto piensa  que "nadie será bastante insensato para preferir la guerra a la paz; durante la guerra los padres entierran a sus hijos: durante la paz son los hijos los que entierran a sus padres". "Sólo para aquellos que no la han experimentado es buena la guerra", -diría Erasrno-, porque corno afirma Melo, "la guerra, aunque se encamine a fines justos, siempre obra por instrumentos y modos violentos, inhumanos, llenos de sangre y horror". Aún muestran mayor repugnancia ante la guerra civil otros autores: Homero decía que "el que arna la guerra civil es un hombre sin lazos familiares, sin ley, sin hogar"; y siglos después reconocía Cicerón que -"cualquier género de paz entre los ciudadanos me parecía preferible a una guerra civil", sin duda porque en ésta, como diría Corneille, "La muerte de los vencidos enflaquece a los vencedores y el triunfo más espléndido está regado de lágrimas”. Plinio aconseja que "la guerra ni temerla ni provocarla", quizá porque, como dice Rowe "es el instrumento y último resorte de la inminente bancarrota" [28].

Todos los autores, apologistas o no, la aceptan como hecho irremediable. Para Dryden "la paz misma no es sino la guerra enmascarada", coincidiendo con Maragall, que la ve como un armisticio más o menos largo". El conocido  pensamiento  de Vegecio “si vis pacem, para bellum" (si anhelas la paz, prepara la guerra) y el análogo de Remy de Gourmont "tenemos paz, sólo cuando podemos imponerla", también lo encontramos  en Fenelon, según el cual "es preciso estar siempre aprestado a declarar  la guerra,  para que no nos veamos jamás obligados a la desgracia de tener que aceptarla". Porque realmente existe un círculo vicioso que liga a la guerra y a la paz, señalado por Geiler von Keysersberg: "La paz da origen a la riqueza, la riqueza a la         soberbia, la soberbia a la guerra; la guerra trae miseria, la miseria da paso a la humildad, y la humildad trae nuevamente paz". Martens hace referencia  a este pensamiento, al decir que "en todo tiempo la guerra ha puesto las bases de la paz por venir; en todo tiempo ha sido en la guerra donde se han manifestado las fuerzas vivas de los pueblos, determinando el valor de cada una en medio de los grandes aconte cimientos históricos" [29].

Efectos de las guerras

En la actualidad los efectos son siempre correlativos a sus causas. Además de las causas tradicionales (ambiciones, rivalidades, revanchismos, disputas dinásticas, etc.), se han agregado las económicas y las político-sociales. Ambas enfervorizan a las naciones, poniendolas por entero al en pie de guerra para combatir con las armas o para colaborar de algún modo en la retaguar dia, y son más difíciles de evitar que las tradicionales, suelen propagarse a otras naciones de iguales intereses o ideologías, y se resisten a las fórmulas conciliatorias antes del total aniquilamiento del adversario.

Las áreas beligerantes y la participación ciudadana en las conflagraciones se han ampliado, por tanto, progresivamente hasta llegar a la "guerra total" y a la "guerra mundial", que junto al asombroso perfeccionamiento de las armas, cuyo alcance, precisión y potencia destructora han alcanzado límites ya difícilmente superables, y han producido el incremento, con vertiginoso ritmo, de sus catastróficas consecuencias, son efectos a tener en cuenta en el estudio que estamos haciendo.

Fenómeno tan permanente y transcendental, como la gue rra, ha preocupado, por tanto al hombre en todas sus actividades, promoviendo directa o indirectamente el progreso técnico y científico en todas las tacias del saber, incluso inspirando algunas de las más famosas creaciones artísticas. Filósofos, teólogos, juristas, sdciológos e historiadores, han dedicado tratados enteros a su estudio. Físicos, químicos, matemáticos, ingenieros y arquitectos se han esforzado en contribuir al alocado culto rendido a Marte. Economistas, financieros, políticos y diplomáticos, han permanecido en vigilia para posibilitar los gigantescos presupuestos de guerra, o procurarse el apoyo o la alianza de otras naciones. Quizá no haya exiitido ser humano que no haya participado de algún modo dé la guerra, y que no haya pensado o se haya preocupado por ella. Por fortuna, todo el progreso científico, técnico e industrial promovido por la guerra ha resultado más tarde, tras sus desastrosos efectos, más provechoso para la subsiguiente paz.

¿Cómo iluminar esta realidad humana tan contradictoria, que es la guerra, con la fe cristiana? Este es el objetivo al que nos encaminamos a través de nuestra reflexión teológica. Veamos la respuesta que nos da la teología.

2. La respuesta de la teologia

Precisiones

Esta reflexión acerca de la teología de la guerra no se propone ofrecer un tratado completo y exhaustivo sobre esta realidad humana, sino que trata de estudiar la cuestión -una cuestión que se está planteando sin cesar y que hoy resulta insoslayable- acerca del punto de partida de lo que son las guerras y de la orientación de la respuesta teológica de la fe: las guerras son consecuencia dél pecado.

Por lo tanto, toda esta realidad de la guerra, que toma hoy nuevo cuerpo, desde la violencia a lo no-violencia, pasando por la objeción de conciencia, cabe planteársela a un triple nivel, que llamaríamos: nivel teórico, nivel teórico-práctico y nivel práctico.

Nivel teórico

Este primer nivel, el teórico, trataría de desarrollar una "visión teológica" de la realidad de las guerras: qué son, qué papel ocupan, cómo se inter-iluminan con otras realidades.

Podríamos llamarle el aspecto dogmático de la guerra.

Nivel teórico-práctico

El segundo nivel, el teórico-práctico, intentaría definir qué actitudes morales corresponden al hombre, que ha hecho suya esta actividad; qué principios de acción y qué posturas comporta en concreto. Intentaría ver si ha habido un cambio de acento en la apreciación de lo que es la guerra. Sería el aspecto moral.

Nivel práctico

El tercer nivel, el práctico, buscaría elevar al hombre concreto frente a esta realidad de la guerra: le hablaría de cómo mover a buscar la paz, cuáles serían los primeros pasos, qué dificultades y soluciones encontrarían. Sería el aspecto pastoral.

Estado actual de estos niveles

El tercer nivel ha sido en los últimos tiempos ampliamente desarrollado en otros campos de la teología. Prácticamente la pastoral de los movimientos cristianos está muy inspirada en este aspecto.

También el primer nivel se ha desarrollado algo, primero quizá corno una iniciación compañera de viaje del nuevo estilo de acción, en una serie de trabajos pioneros del sentido "adivinado" de las cosas [30]: teología del mundo, teología de las realidades terrenas, teología política, teología de la violencia, teología de la liberación, etc.

Ha sido el segundo nivel, el moral, el que apenas si se ha tocado. De hecho, la Teología Moral ha ido con retraso a este respecto con otras ciencias teológicas en la revisión de sus principios y conclusiones [31]. Por lo que se refiere a este tema de la guerra, el proceso de renovación en que vive la humanidad exige ahora un diálogo con el pensamiento filosófico moderno, con las ciencias jurídicas y sociales, con la experiencia humana contemporánea y con el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo en el mundo de hoy.

Ricardo Muñoz Juarez, en defensa.gob.es/ceseden/

Notas:

1   Einstein, A: Escritos sobre la paz. Traduce. de Jordi Solé Tura, Edit. Península, Barcelona 1967, 495 págs.

2   JUAN PABLO II: Discurso al Sagrado Colegio de Cardenales y a la Curia Romana, con motivo de la Navidad. Rev.  "ECCLESIA". Núm.  2.156 (1984), pág, 18.

3   Juan Pablo II: Encíclica "Redemptor hominis", núm. 15.

4   Juan Pablo II: Mensaje a la UNESCO, en Revista "Ecclesia" (1980), pág. 725..

5   Juan Pablo II: Encíclica "Dives in misericordia", V, 11.

6   Einstein, A.: Escritos sobre la paz. Traduc. Jordi Solé Tu­ ra, Edit. Península, Barcelona 1967, 495 pags.

7   Cfr. Diaz de Villegas, J.: La guerra política, Madrid 1966, pgs.

8   Flores, A.: Nuevo concepto de guerra química, en Revista "Ejército", 290 (1964) pág. 15. Inicia su trabajo con esta afirmación: "Se han llevado a cabo estudios curiosísimos, que demuestran con rigor matemático, que son certísimos, prácticamente despreciables, los periodos durante los cuales el mundo ha gozado de paz

9   González Ruiz, E.: La misión del Ejército en la sociedad con temporánea, pag, 7º Edit. Magisterio Español, Madrid 1976, 160 págs.

10    González Ruiz, E.: Op. cit. pág, 16.

11    Llorca, C.: El malestar de  la paz, en el Diario  "La Verdad", 1 oct. 1980.       ,

12    Wanty, E.: La historia de la humanidad a través de las guerras. Ediciones Alfaguara, Madrid 1972, Tomo I,XI.

13    González Ruiz, E.: Op. cit. pág. 16.

14    Juan Pabló II: Discursó a XXXIV Asamblea General de las Na­ ciones Unidas,·en "Ecclesia" (1979); pág. 1308.

15    Verstrynge, J.: Una sociedad para la guerra, pág. 32. Centro de. Investigaciones sociológicas; Madrid 1979, 404 págs.

16    Con este nombre se designa la ciencia de la guerra en general: el estudio de sus formas, causas, efectos y funciones como fenómeno social, para distinguirla de la ciencia de la guerra, tal como se enseña en las escuelas militares y en los estados mayores. Cfr. "Larousse mensuel", 401, (1946), pág. 11.

17    Jolif, J. Y.: Pourquoi la guerre?, en "Lumiere et vie", 38 (1958) pág. 21. "Ou sónt les causes? Les structures objetives ne suffisent jamais tout a fait a expliquer le phénomene de la guerre, elles ne sont des raisons valables qu'au prix d"un surcroit desens que l'homme y projette. Il faut done que la guerre vienne de l'homme. Mais de quelle profondeur obscure en lui, s'il est  vrai qu'on ne saurait y voir le  mouvement de la liberté qui s'affirme et qui se posse? On ne peut repondre           cette question sans évoquer les structures irrationnelles et les abimes les plus obscurs de l'homme. La querre, en définitive, échappe toute comprénhension par ce que l'impulsion qui porte l'homme vers elle vient de la région pleine d'ombre que se laisse discerner, mais non élucider par la conscience".

18    Cfr. Cano Hevia, L: Introdcción al estudio racional de la guerra. Editora Nacional, Madrid 1964, 224 págs.

19    Hobbes: Leviathan, II, 17.

20    Citados por Alfonso García Valdecasas, en "La guerra en la naturaleza y en la historia del hombre", págs. 9-10. Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1962, 180 págs.

21    Einstein, A. Escritos sobre la país Traduc. de Jordi Solé Tura, Edit. Península, Barcelona, 1967, 495 págs.

22    Wanty, E.: Op. cit. pág. XIII.

23    Cfr. González Ruis, E.: Op. cit. pág. 13.

24    JUAN PABLO II: Mensaje para la XVII, JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ "ECCLESIA" 1984, núm. 2.156, pág. 9.

25    Cfr. Wanty, E.: Op. cit. XV.

26    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra. Tomo XI, pág. 421. Ediciones Rialp. S.A., Madrid 1972, 870 págs.

27    Citado en la Gran Enciclopedia Rialp p. Art. Guerra, Tomo XI, pég. 421

28    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra, Tomo XI, pág. 421.

29    Cfr. Gran Enciclopedia Rialp. Art. Guerra, Tomo XI, pág. 422.

30    Cfr. a modo de ejemplo, Ranher, K.: El cristianismo y el hombre nuevo, en "Escritos de Teología", Tomo V, pág. 157, Edit. Taurus, Madrid 1964, 562 págs.

31    Curran, Ch.: ¿Principios absolutos en Teología Moral?, col. Teología y Mundo actual. Edit. Sal Terrae, Santander 1970, 316 págs.

José Manuel Saiz

Introducción

¿Cuándo nació el concepto de Europa desde el Cristianismo? La primera vez que se habla de Europa como una unidad fue con el relato realizado por el mozárabe español Isidoro Pacense, quien describió en su Crónica Pacense o Crónica mozárabe de 754 lo acaecido en la batalla de Tours (Francia) sucedida el 10 de octubre de 732 contraponiendo los victoriosos cristianos europenses liderados por el franco Carlos Martel [2], a los árabes y musulmanes africanos comandados por el valí (gobernador) de Al-Ándalus, Abderrahman ibn Abdullah al-Gafiki. A partir de la victoria cristiana de la batalla de Tours, Europa empezó a ser consciente de su identidad [3] al poder preservar la cultura, la religión y las costumbres cristianas en el resto del continente europeo. Una identidad que ha sido definida desde una visión multidisciplinar, ya sea desde la geografía (desde Finisterre hasta la vertiente europea de los montes Urales en la actual Rusia), la historia (a partir de la formación del Sacro Imperio Romano) [4], la economía (con la creación del Espacio Económico Europeo (EEE)) y la teología (el Cristianismo como nexo de unión entre todos los pueblos de Europa tanto católicos (tanto de rito romano como griego y armenio), ortodoxos [5] y protestantes en sus diversas ramas.

En septiembre de 1929 el político francés Arístide Briand [6] (1862-1932) pronunció su celebre discurso en la Sociedad de Naciones en la que defendió que “entre los pueblos que están geográficamente agrupados debe existir un vínculo federal [...] (para) establecer entre ellos un lazo de solidaridad que les permita hacer frente a las circunstancias graves. Evidentemente, esta asociación tendrá efecto sobre todo en el campo económico”. Este político socialista francés colaboraría con el conde Richard Nikolaus Eijiro von Coudenhove- Kalergi [7] (1894-1972) con su proyecto Paneuropa [8] creado en 1923 caracterizado por tener una fuerte influencia cristiana y porque “se enfrentaba a otros tres grandes conjuntos: Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión Soviética” [9]. De hecho, la bandera del movimiento paneuropeo, utilizada después de la Segunda Guerra Mundial por la Unión Parlamentaria Europea, es igual que la bandera europea a la que se une una cruz, “el principal símbolo del Cristianismo, y el sol, que simboliza a la civilización europea iluminando el mundo” [10].

En el Proyecto Paneuropa también tuvo una fuerte influencia el alemán Konrad Adenauer (1876-1967) con la ayuda de intelectuales europeos, como el español Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), José Ortega y Gasset (1883-1955) y Salvador de Madariaga y Rojo [11] (1886-1978), además de diversas personalidades intelectuales (Sigmund Freud, Alfred Einstein, Heinrich Mann, Selma Lagerlöf, Paul Claudel, Paul Valéry, Jules Romain,...). La influencia del Proyecto era tal que el 28 de enero de 1925 el político francés Édouard Herriot, presidente de Consejo y ministro de Asuntos Exteriores, proclamó en la Cámara de Diputados francesa que “su deseo más ferviente era asistir al nacimiento de los Estados Unidos de Europa” [12]. Se buscaba la unificación política del continente bajo el esquema de una Europa federal con el objetivo último de preservar la paz en Europa. Sin embargo, este plan fracasó debido al ascenso del nacionalsocialismo alemán al poder en 1933, el aumento del proteccionismo comercial en Europa, la firma de acuerdos internacionales de defensa, y el inicio posterior de la Segunda Guerra Mundial el 1 de septiembre de 1939 [13]. Se acababa así el primer intento del siglo XX para unificar a una Europa dividida tanto en social y político como en lo económico y comercial.

La firma del acta de rendición incondicional en mayo de 1945 [14] significó la finalización de la contienda en el Viejo Continente y el inicio de una nueva etapa en la que, a diferencia del período de entreguerras, la economía prevaleció sobre la política. Era posible unificar a una Europa segmentada, en muchas ocasiones de forma artificial, a pesar de la división de Europa mediante el churchilliano Telón de Acero, tras la firma de los Tratados de Yalta (4-11 de febrero de 1945) y Postdam (14 de julio de 1945). Nacía así una nueva etapa que se tornaría irreversible tras la celebración por parte de Alemania y Francia de una Unión Aduanera: FRANCITAL [15].

En este trabajo se analizarán las motivaciones de los considerados padres de Europa (Konrad Adenauer, Alcide de Gasperis, Jean Monnet y Robert Schuman) en el proceso de integración europeo. En esta investigación se demostrará que el proceso de construcción de una Europa unida ha seguido los mismos parámetros desde sus inicios: una “opción espiritual a favor del perdón y una voluntad de superar la violencia por el diálogo y la solidaridad” [16].  Un proceso de construcción que permitirá la reunificación de todo el continente, con notables excepciones integradas en procesos de integración menos severos, como son el European Free Trade Agreement (EFTA) y el Espacio Económico Europeo (EEE).

1.  Los padres de Europa, ética y religión

La firma del Tratado de Roma, creador tanto de la Comunidad Económica Europea (CEE) como de la Comunidad Económica de la Energía Atómica (EURATOM), del que apenas hemos conmemorado el 50º aniversario el pasado 25 de marzo de 2007, ha sido un hito en la historia de la Europa unida que conocemos hoy. Una Europa en paz desde entonces, salvo los acontecimientos sangrientos de los Balcanes durante la década de 1990 surgidos tras la desintegración de la antigua Yugoslavia del mariscal Tito. Un Tratado de Roma que, junto al Tratado de París de 1952 iniciador de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), constituyen los llamados Tratados fundacionales de la actual Unión Europea (UE).

La firma de estos Tratados no fue posible sin las aportaciones y el esfuerzo de cuatro grandes hombres que han configurado la historia de la Europa moderna: el franco-alemán Robert Schuman (1886-1963), el alemán Konrad Adenauer (1876-1967), el francés Jean Monnet [17] (1888-1979) y el italo-triestino Alcide de Gasperi (1881-1954). Entre los cuatro impulsaron un proyecto europeo basado en “una comunidad ancha y profunda entre países mucho tiempo opuestos por divisiones sangrientas” [18]. Este hecho tuvo una muy fuerte influencia en Schuman cuyo lugar de nacimiento, Clausen, cambió tres veces de manos durante su vida [19].

1.1.  Robert Schuman: su valor y testimonio ante la adversidad

Tres de los cuatro padres de la actual Europa unida eran profundamente católicos. Robert Schuman quien “en un momento de su vida llegó a plantearse el sacerdocio, pero pudo más su vocación política y de servicio, que nace de sus profundas convicciones religiosas” [20] se distinguió por la búsqueda constante de paz entre dos de los principales contendientes en la Segunda Guerra Mundial: Francia y Alemania.

[...] ¿Me equivoco acaso al pensar que sueñas con el sacerdocio, y que este último te parece el único camino posible para ti? ¿Me puedo atrever a decirte que no soy de tu misma opinión? En nuestra sociedad, el apostolado laico es de una necesidad urgente, y no me puedo imaginar un apóstol mejor que tú. Te digo esto con absoluta sinceridad. Piensa en lo que te digo, estoy seguro que me darás la razón. Seguirás siendo laico porque de esta forma podrás mejor hacer el bien, que es tu única preocupación. Soy categórico, ¿verdad? Es porque tengo la pretensión de leer hasta el fondo de ciertos corazones, y me parece que los santos del futuro serán santos con traje [21].

De hecho, estas palabras resultaron proféticas. En Robert Schuman existió como uno de los motores de su existencia el deseo de paz entre Francia y Alemania, debido a que por avatares de su vida, se consideraba francés y alemán al mismo tiempo. Así, el 9 de mayo de 1950, sólo cinco años después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Robert Schuman junto a Jean Monnet leyeron ante una veintena de periodistas la llamada “Declaración Schuman” en la que se afirmaba que “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania”. Nace así el concepto de solidaridad económica y política dentro de la futura Europa unida que se haría viable mediante la puesta en marcha de fondos estructurales que beneficiaron a los socios comunitarios más desfavorecidos [22]. En la actualidad, y dada la ejemplaridad de su vida cristiana, está abierto en el Vaticano su proceso de canonización.

La Declaración Schuman es consecuencia directa del llamado “Discurso europeo de Zürich” realizado en la Universidad de Zürich (Suiza) el 19 de septiembre de 1946 por el primer ministro británico Winston Churchill en el que defendía la formación de los Estados Unidos de Europa [23]. Es por ello que el 9 de mayo haya sido proclamado Día de Europa, tal y como se estableció en el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno reunido en Milán (Italia) en 1985. Sin embargo, las diferencias y la visión entre el discurso de Churchill y las ideas de Schuman son importantes. Así, mientras que el político británico enfoca todos sus esfuerzos en una visión política de Europa, Schuman además de esta visión, incluye valores tales como responsabilidad y solidaridad. Así lo expresa Schuman de forma taxativa en los primeros estadios del proceso de construcción de una Europa unida, cuando afirma que “la peor responsabilidad ante la historia es la de las ocasiones que se han dejado perder y la de las catástrofes que no se han sabido evitar” [24].

El proceso de canonización del político franco-alemán se inició por la petición de un grupo de laicos franceses, alemanes e italianos los cuales, reunidos en la Asociación “San Benito, Patrono de Europa”, fundada el 15 de agosto de 1988, solicitaron al Vaticano la apertura de dicho proceso canónico, al considerar que el actual beato había practicado las virtudes cristianas en grado heroico. Dicho proceso de beatificación fue iniciado antes de la polémica sobre la inclusión en el preámbulo de la Constitución europea del Cristianismo como elemento unificador de Europa que se libró entre la comisión que redactó el texto constitucional, presidida por el francés Valéry Giscard d’Estaing, y Juan Pablo II, hoy en proceso de canonización. Lucha que se saldó con el siguiente párrafo que no satisfizo a las Iglesias cristianas del Viejo Continente, en especial a Juan Pablo II, al tener la Constitución  un marcado carácter laicista [25]:

Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho” [26]

Por lo tanto, al haberse iniciado el proceso de beatificación y posterior canonización de Robert Schuman en 1988, casi dos décadas antes de la polémica sobre el preámbulo de la Constitución europea, no es cierto quienes afirman que el proceso de beatificación ha surgido como una reacción de la Iglesia Católica para fortalecer sus posiciones dentro de esta polémica. No es la primera vez que surge este tipo de acusaciones [27].

El sábado 29 de mayo de 2004, víspera de Pentecostés, monseñor Pierre Raffin, obispo de Metz (Francia), cerró oficialmente la fase diocesana del proceso de beatificación de Robert Schuman, uno de los padres de Europa, para iniciar la fase de canonización. Fue constante a lo largo de su vida su defensa del Cristianismo en el proceso de construcción de Europa. Así, el 19 de marzo de 1958 [28], en un discurso sobre el proceso de unificación europeo llegó a afirmar que “todos los países de Europa están impregnados de civilización cristiana. Ella es el alma de Europa y hemos de devolvérsela” [29], así como en Pour l’Europe escribe que “este conjunto [de pueblos] no puede y no debe quedarse en una empresa económica y técnica. Hay que darle un alma. Europa vivirá y se salvará en la medida en que tenga conciencia de sí misma y de sus responsabilidades, cuando vuelva a los principios cristianos de solidaridad y fraternidad” [30].

1.2.  La Declaración de Schuman como piedra angular de la reunificación europea

La Europa laica actual contrasta con el mensaje inserto en la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 basada en la inclusión implícita del “principio de solidaridad” con camino hacia la paz como fin último, en dos aspectos clave:

1.    Para evitar la guerra por medio de la solidaridad productiva entre Francia y Alemania, y por extensión entre los países del resto de Europa,

para que una Europa organizada y viva pueda aportar a la civilización es indispensable el mantenimiento de relaciones pacíficas [...] La puesta en común de las producciones de carbón y de acero asegurará inmediatamente el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico [...] La solidaridad de la producción [...] (hará imposible) toda guerra entre Francia y Alemania [...] (y) sentará los fundamentos reales de su unificación  económica [...] (y) el desarrollo del continente africano.

2.    Para impedir la creación de un cártel de carbón y acero que llevaría hacia un reparto del mercado y al establecimiento de unos precios que únicamente beneficiarían a los productores de tales productos, ya que en

contraposición a un cártel internacional tendente al reparto y la explotación de los mercados nacionales mediante prácticas restrictivas y el mantenimiento de precios elevados, la organización proyectada asegurará la fusión de los mercados y la expansión de la producción.

La Declaración de Schuman constituye uno de los embriones de la actual UE, junto con  el Discurso Europeo de Churchill, al posibilitar la creación de una Europa unida caracterizada por la paz y la reconciliación entre todos los pueblos de Europa. En este proceso unificador, no tienen cabida los procesos de separación propio de los nacionalismos más radicales al ir contra natura, en cierto sentido, en una Europa cada vez más unida y fuerte. El mérito político de Schuman consistió en conciliar, mediante el valor cristiano del perdón que, en palabras de Juan Pablo II, “no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo [...] (Es) infundir esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia” [31].

Robert Schuman fue uno de los firmantes, por parte francesa, del Tratado de París o Tratado CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) de 18 de abril de 1951, según queda establecido en el Preámbulo del Acuerdo, “resueltos a sustituir las rivalidades seculares por una fusión de sus intereses esenciales, y poner los primeros cimientos mediante la creación de una comunidad económica más amplia y profunda entre pueblos tanto tiempo enfrentados por divisiones sangrientas, y a sentar las bases de instituciones capaces  de orientar hacia un destino en adelante compartido” [32]. Como resultado, los objetivos del  Tratado van más allá que la mera creación de un mercado común, en un principio sólo con carbón y acero, sino que su fin político (la consecución de la paz) dio sentido a un proceso de construcción que se haría imparable en el tiempo.

La creación de la Europa, tal y como la conocemos hoy, ha generado el período de paz más extenso que haya conocido el Viejo Continente, lo que se ha traducido a su vez en los más altos niveles de bienestar económico y social conocidos. Socios comunitarios caracterizados por estar regidos bajo regímenes democráticos, tal y como se establece en el criterio político de Copenhague como requisito previo de pertenencia a la UE. Así, desde la visión de Schuman, escribe en el capítulo III de su libro Pour l’Europe

que la democracia debe su existencia al Cristianismo. Nació el día en que el hombre fue llamado a realizar en su vida temporal la dignidad de la persona humana, dentro de la libertad individual, dentro de un respeto de los derechos de cada persona y mediante la puesta en práctica del amor fraterno a los demás. Nunca se habían formulado semejantes ideas antes de Cristo [...] La realización de este amplio programa de una democracia generalizada en el sentido cristiano de la palabra, encuentra su desarrollo en la construcción de Europa.

La elección de Roma, la Ciudad Eterna, como ciudad para la firma de dos (Tratados CEE y EURATOM) de los tres Tratados fundacionales de la actual UE (Tratados CEE, CECA y EURATOM) fue realizada “para que los europeos tomasen conciencia de lo que les une. La elección de Roma [...] tenía un significado. Queremos volver a hacer una unidad que existió ya en tiempos de la Roma primero pagana y luego cristiana [...] La Europa dividida no ha sabido dar al mundo contemporáneo el mensaje espiritual que necesita. Se trata de saber si Europa podrá retomar el lugar que ocupó en el pasado [...] que tengamos conciencia de un patrimonio común específicamente europeo y que tengamos la voluntad de salvaguardarlo y de desarrollarlo” [33].

Durante la vida de Schuman, y dado el fuerte contenido cristiano del proyecto unificador de Europa, hubo muy fuertes ataques que tachaban al proceso unificador europeo de la creación de una “Europa vaticana”. Ante estos ataques, en una conferencia impartida en Sainte Odile el 15 de noviembre de 1954, Schuman afirmó que:

La Europa vaticana es un mito. La Europa que contemplamos es profana, tanto por las ideas que están en su base, como por los hombres que la llevan a cabo. No toman de la Santa Sede ni su inspiración ni consigna. No obstante, sí que los cristianos de hecho han jugado un papel importante, preponderante a veces, en la creación de las instituciones europeas [...] Pero nunca han reivindicado una especie de monopolio ni han ido con segundas intenciones clericales o teocráticas que serían, además, perfectamente utópicas [34].

Robert Schuman deja claro “el importante papel del laico en la vida y la misión de la Iglesia” [35], responsabilidad cristiana que vendría ampliamente definida posteriormente tanto por el Concilio Vaticano II en la Constitución apostólica Lumen Gentium como por Juan Pablo II en la Carta Encíclica Christifidelis laici. De hecho, la vida del político franco-alemán vino determinada por “el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, [...] en la oración [...], en el hambre y sed de justicia [...], práctica del mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida [...], en especial si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren” [36]. Schuman realizó desde la política esta actitud de vida desde una visión cristocéntrica, para lograr así una Europa más unida caracterizada por el elemento cohesionador de los valores cristianos.

El proceso de beatificación (ya terminado) y posterior canonización [37] se abrió el 9 de junio de 1990. Después de haber escuchado a unos doscientos testigos que conocieron y trataron a Robert Schuman, y tras haber hecho un análisis crítico de todos los  escritos públicos y privados del político, las más de las 50.000 páginas de investigación fueron trasladadas a la Congregación para las causas de los santos que tiene, en virtud de la Constitución Apostólica “Divinus perfectionis Magister” de 25 de enero de 1983, un doble cometido: 1. Asegurarse que en las obras escritas y discursos del beato no hay ninguna contradicción espiritual y moral contra la fe, y 2. Analizar con la ayuda de uno o dos expertos, la existencia de milagros, en caso de producirse (punto 33).

La vida de Robert Schuman se caracterizó por estar plenamente dirigida hacia Cristo a través de la Eucaristía, que frecuentaba diariamente, así como por un gran fervor hacia la Virgen, como herencia espiritual de su madre. En su vida diaria se sentía predestinado a ser un instrumento divino con una misión concreta, tal y como dejó plasmado por escrito en su obra, al afirmar que “somos todos instrumentos, aunque imperfectos, de la Providencia, que se sirve de nosotros para designios que no nos es dado entender”.

La llamada universal a la santidad atañe también a los políticos, según afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica Lumen gentium: “Queda, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Que luego la llamada se realice, es un paso sucesivo. La actividad de los políticos debe estar al servicio del bien común. Es evidente, por tanto, que puede santificarse quien la ejerce y también que la misma actividad política puede  y debe ser santificada. Hay que alegrarse, por tanto, de que muchos laicos participen en ella activamente, según sus propias condiciones y posibilidades. No por nada, Pablo VI definía la política como “la forma más alta de caridad”.

1.3.  De Gasperi y el testimonio cristiano

De Gasperi fue uno de los políticos más destacados [38] de la Democracia Cristiana (en italiano, Democrazia Cristiana). Su profunda espiritualidad resumida en “la unidad de vida, una vida interior llena de paz y serenidad a pesar de los grandes afanes, una conversión personal para poder cambiar el mundo y una vida generosa en el trabajo ‘vivo di stanchezza’(plena de cansancio)”. Su vida cristiana ejemplar fue tal que Giulio Andreotti, claramente turbado tras la muerte de De Gasperi, dijo: “ha muerto como un santo […] Ha sido un buen cristiano, un gran hombre” [39]. Mientras que Robert Schuman ya se encuentra en un proceso de canonización, una vez superado el proceso de beatificación, los méritos y la forma de vida de Alcide de Gasperi hacen que se encuentre en proceso de beatificación.

La principal contribución del político italiano, primer presidente de la Asamblea parlamentaria de la CECA en el proceso de construcción europeo, vino dada por su estrecha colaboración con Robert Schuman para llevar hacia adelante todo el proceso. Ambos concebían al proceso de unificación europeo como un reto en el que el Cristianismo constituye la base de la sociedad y la cultura europeas:

La matriz de la civilización contemporánea se halla en el Cristianismo [...] Existe un reto europeo común, incluso antes que los intereses económico-políticos que debe estar en la base de nuestra unidad. Es el reto de una moral unitaria que exalta la figura de la responsabilidad de la persona con su fermento de fraternidad evangélica [...] con su respeto del derecho heredado de los antiguos [40].

Con De Gasperi, “el compromiso católico con la vida pública adquiere un nuevo sentido: conciliar lo espiritual y lo profano considerando la democracia como una continua creación” [41]. Una conciliación lograda mediante la constitución de “esta solidaridad de la razón y del sentimiento, de la fraternidad y de la justicia, para insuflar a la unidad europea el espíritu heroico de la libertad y del sacrificio que han sido siempre el de la decisión en los grandes momentos de la historia” [42].

Cuando el arzobispo de Milán, beato Ildefonso Schuster, se enteró de la muerte del estadista trentino, comentó: “Desaparece de la tierra un cristiano humilde y leal que dio a su fe testimonio entero en su vida privada y en la pública”. Esta difícil conciliación de comportamiento cristiano tanto en su vida pública como privada lleva a que el político salde sus virtudes religiosas y civiles con el servicio del trabajo político. Sólo mediante esta complementariedad se puede lograr una plenitud de vida.

En esta vida se conocen a los grandes hombres y mujeres por las obras que realizan y el legado que dejan para la posteridad. Tal fue la vida del actual siervo de Dios Alcide De Gasperi, quien escribe a su mujer Francesca: “Hay hombres de presa, hombres de poder, hombres de fe. Yo quisiera se recordado entre éstos últimos”. Así ha sido.

1.4.  El papel determinante de Konrad Adenauer

Además de ser considerado padre de Europa, Konrad Adenauer (1876-1967) ha sido uno de los grandes cancilleres de la República Federal de Alemania (RFA)(1949-1963) tras haber sido vice-alcalde (1907-1916) y alcalde (1917-1933) de Colonia. Padre del llamado milagro económico (Wirtschaftwunder) alemán de la década de 1950 e introductor del marco alemán tras la reforma cambiaria de 1947, fue miembro desde 1906 hasta su disolución en 1933 del Partido Católico de Centro (Zentrum), uno de los embriones de la Unión Democrática Cristiana (en alemán, Christlich Demokratische Union Deutschlands)(CDU), de quien sería su líder desde 1949 hasta 1963. Formación política caracterizada según sus estatutos para “unir a católicos y protestantes, conservadores y liberales, defensores de los ideales sociales de inspiración cristiana”. En la actualidad, la CDU se opone al ingreso de Turquía en la actual UE-27 debido a que no cumple uno de los llamados criterios de Copenhague (criterio político) [43] al no respetar los derechos de las minorías cristiana y kurda que viven en Turquía.

En palabras de Adenauer “una unión entre Francia y Alemania daría nueva vida y vigor a una Europa que está seriamente enferma. Tendría una inmensa influencia psicológica y material y liberaría poderes que salvarían Europa. Creo que éste es el único camino posible para alcanzar la unidad de Europa, lo que llevaría a la desaparición de la rivalidad entre Francia y Alemania” (7 de marzo de 1950). Conflicto que también ha existido entre otras naciones europeas a lo largo de los siglos y que se ha ido eliminando a medida que Europa se iba ampliando.

Una de las características del gran estadista alemán es que sabía aunar conocimientos económicos con habilidades políticas, sobre todo en el ámbito de las negociaciones internacionales. Pensaba en términos europeos, más que en sentimientos meramente alemanes. De hecho, se definía como alemán y europeo al mismo tiempo, llegando incluso a afirmar explícitamente que “soy alemán, pero también soy, y siempre he sido, europeo y siempre me he sentido europeo” [44].

Adenauer era un político con un elevado sentido práctico, con unos objetivos claros hacia dónde dirigirse. Concebía la idea de Europa como la de una fortaleza económica en la que cuanto mayor fuese, mejor sería para todos. Pensaba en la mera supervivencia de una civilización europea caracterizada por nacer de sí misma tras su casi completa destrucción tras dos guerras mundiales. Pensaba que “cuanto mayor sea el área económica, mejor se podrá desarrollar [...] Esta unión salvaría a la civilización occidental del declive”.

Este proceso de unificación del continente se ha de realizar mediante la cesión de soberanía de los Estados para beneficiar a una entidad supranacional, ya que “cuanto más pierde el Estado su carácter de forma histórica de gobierno introvertida y autosuficiente, más está llamada a incorporarse a Europa –es decir, con la Unión- y a desarrollarse conjuntamente con el resto de los Estados, que se sienten unidos no sólo por las exigencias de la economía y la tarea de la procura de la paz, sino también por la cultura europea y los principios constitucionales comunes” [45].

Como elemento cohesionador de todo el continente, y para lograr el fin último de la paz, Adenauer afirmaba categóricamente que “es ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo” [46], al ser el Cristianismo el garante de la paz y de un sistema de valores que estructuraba a la sociedad en su conjunto, incluida la Constitución.

“Permanezco en la convicción, más firme si cabe, que toda auténtica Constitución se apoya en un orden de valores y que su apertura a instancias supraestatales no sólo no hay que verlo como un riesgo sino que supone un corolario lógico de la anterior afirmación” [47].

Konrad Adenauer supo forjar con su vida una existencia coherente con sus creencias religiosas. Fue un político de acción, de hechos concretos. Dirigió el proceso de construcción tanto de Alemania después de la gran destrucción acaecida durante la Segunda Guerra Mundial, como de la Europa unida. Ha pasado a la historia como uno de los grandes estadistas del siglo XX, un europeísta convencido, un gran político.

1.5.  Jean Monnet: el padre económico

Mientras que Schuman, Adenauer y De Gasperi centraron su pensamiento en temas políticos, Jean Monnet lo hizo sobre la economía. Así, para este padre de Europa, un “laico respetuoso con las ideas religiosas de Schuman, Adenauer y De Gasperi” [48] pensaba que no habría “paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional [...] Los países de Europa son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Esto supone que los Estados de Europa se agrupen en una Federación o ‘entidad europea’ que los convierta en una unidad económica común”.

Con Jean Monnet se afirma la propia personalidad e identidad, pero desde una comprensión fraterna de la pluralidad intrínseca de la condición humana. A diferencia de Schuman, Adenauer y De Gasperi caracterizados por una visión cristocéntrica del proceso de construcción europeo, Monnet sigue una perspectiva antropocéntrica, en donde el ser humano ocupa el objetivo y centro, al mismo tiempo, de sus intereses para unirlos entre sí y lograr así la paz en el continente.

Me parece haber seguido siempre una misma línea de continuidad, en circunstancias y latitudes diferentes, pero con una única preocupación: unir a los hombres, resolver los problemas que los dividen, hacerles ver su interés común. No tenía esa intención antes de hacerlo, y sólo saqué conclusiones después de haberlo hecho durante mucho tiempo. Sólo cuando fui incitado por mis amigos, o por periodistas, a explicar el sentido de mi trabajo, tomé conciencia de que siempre me había visto empujado a la unión, a la acción colectiva. No podía decir por qué; la naturaleza me había hecho así [49].

En la Sociedad de Naciones, Monnet se consagró especialmente tanto a la recuperación económica y política de Austria como a la partición de la Alta Silesia entre Polonia y Alemania, de un gran interés económico, no solamente por sus riquezas mineras, sino también por la industria establecida en la región. Esta experiencia marcó la vida de Jean Monnet, al imbuirle en él el espíritu de solidaridad, tal y como expresa él mismo, ya que “fue allí donde descubrí el valor de la acción solidaria y la necesidad de vincular en el seno de una empresa común y en igualdad de derechos a vencedores y vencidos, a benefactores y beneficiarios” [50].

Este espíritu de solidaridad habría de realizarse entre los países europeos. Había que unir las voluntades y los intereses de representantes políticos de las más variadas tendencias, así como de los sindicatos y asociaciones empresariales. Objetivo que se logró mediante la creación, el 13 de octubre de 1955, del Comité de Acción a favor de los Estados Unidos de Europa que tendría como objetivo hacer realidad los objetivos acordados en el preámbulo del Tratado de París constitutivo de la CECA. Dicho Comité, presidido en todo momento por  Jean Monnet, tuvo una influencia decisiva, entre los hechos más reseñables, en la concepción y firma del Tratado de Roma, constitutivo tanto del EURATOM como de la CEE, el desarrollo de la Política Agrícola Común (PAC) instrumentalizada a través del Fondo Europeo para la Orientación y Garantía Agrarias (FEOGA) y en la primera ampliación de las entonces Comunidades Europeas, para formar el Grupo de los nueve, en la que se incluiría al Reino Unido, Irlanda y Dinamarca.

A diferencia de Schuman, Adenauer y De Gasperi, en los que el comportamiento de acción venía dado a través de valores cristianos, en Jean Monnet “la fuente de mi acción cotidiana”, en sus propias palabras, venía dado por el humanismo y el valor supremo de la libertad.

La libertad es la civilización. La civilización es las reglas más las instituciones. Y todo porque el objeto esencial de todos nuestros esfuerzos es el desarrollo del hombre y no la afirmación de una patria grande o pequeña.

1.         Es un privilegio haber nacido.

2.         Es un privilegio haber nacido en nuestra civilización.

3.         ¿Vamos a limitar estos privilegios a las barreras nacionales y a las leyes que nos protegen?.

4.         ¿O vamos a intentar ampliar este privilegio a los demás?.

5.         Hay que mantener nuestra civilización tan avanzada respecto al resto del mundo.

6.         Es preciso organizar nuestra civilización y nuestra acción común hacia la paz.

7.         Es preciso organizar la acción común de nuestra civilización.

[...] Estas reflexiones no eran el índice de un libro, sino la fuente de mi acción cotidiana [51].

De ahí que hoy en día se haga realidad la formación de una Europa unida que ya se ha convertido en la primera región comercial del planeta. Una gran revolución política y económica que sirve como ejemplo para otras regiones del mundo para que puedan alcanzar así unos mayores niveles de bienestar económico y social.

2.  La construcción de Europa y el bien común

El trasfondo existente en el proceso de construcción de la Europa actual ha venido dado desde sus principios por la búsqueda del bien común. Un bien común que, por propia concepción, ha de ser el objetivo último de toda actividad política. Sólo así, en la búsqueda de dicho valor final, se podrá conseguir una sociedad éticamente más justa y solidaria.

La introducción en el bien común del término europaeus se atribuye a Eneas Silvio Piccolomini, papa Pío II (1458-1464):

Una Europa que renuncia a su pasado, que niega el hecho religioso y que no tuviera dimensión espiritual alguna, quedaría desgraciadamente mutilada ante el ambicioso proyecto que moviliza sus energías: Construir la Europa de todos [52].

La riqueza del proceso integrador europeo viene dado porque es mucho más que un mero proceso de integración comercial, como sucede en la actualidad, por ejemplo, en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre los Estados Unidos, México y Canadá. Europa camina hacia su integración política siguiendo las fases descritas por el economista austrohúngaro Bela Balassa [53] (1928-1991). “El ejemplo europeo evidencia que un proceso de integración regional es mucho más que una iniciativa netamente comercial o de inserción en el mercado hemisférico o mundial. Involucra el desarrollo de instituciones, la definición de políticas y estrategias sectoriales, el desarrollo de infraestructura (de transporte, energética y de telecomunicaciones), y la creación de mecanismos compensatorios y políticas de información y participación, que permitan alcanzar un nuevo equilibrio social y económico” [54].

En una declaración conjunta de Benedicto XVI y Christódulos, Arzobispo de Atenas y de toda Grecia, ambos piden “que se muestre mayor sensibilidad para proteger de modo más eficaz en nuestros países, en Europa y en el ámbito internacional, los derechos fundamentales del hombre, fundados en la dignidad de la persona creada a imagen de Dios” [55].

Una de las grandes diferencias entre los padres de Europa y sus constructores actuales es la ausencia en los documentos actuales de las raíces cristianas en los documentos angulares de la Europa unida. Dichas raíces han ido vertebrando la historia, la sociedad y la cultura europeas desde sus inicios. Lejos quedan las palabras del rey Balduino de Bélgica (1930- 1993) [56], en una cena de gala pronunciada ante el general Charles de Gaulle (1890-1970) el 24 de mayo de 1961 cuando el rey, hoy en proceso de canonización en una causa dirigida por su confesor espiritual, el cardenal Suenens, afirma que:

Esa Europa, si quiere ser fiel a su misión propia y desempeñar su papel en el diálogo de los pueblos, no puede limitarse a defender la herencia del pasado. Le incumbe ser la vanguardia del progreso tanto material como espiritual. ¿Acaso la vocación de Europa no es la  de ofrecer […] la imagen de una sociedad que respeta las exigencias de la persona humana y a la vez las del bien común? [57].

La búsqueda del bien común viene dado a partir de una nueva concepción económica, incluido el mercado de trabajo [58]. Introducir valores cristianos a la sociedad lleva a que ésta pase de ser una cultura de muerte a una cultura de la vida, y una Vida con mayúsculas al tener un sentido santificador último. La apostasía silenciosa de la que habla Juan Pablo II, en la actualidad en proceso de canonización, se inserta dentro de una nueva cultura europea que se encuentra en apariencia lejana de sus principios constituyentes:

La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera. En esta perspectiva surgen los intentos, repetidos también últimamente, de presentar la cultura europea prescindiendo de la aportación del Cristianismo, que ha marcado su desarrollo histórico y su difusión universal. Asistimos al nacimiento de una nueva cultura, influenciada en gran parte por los medios de comunicación social, con características y contenidos que a menudo contrastan con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana. De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo [...] una cultura de muerte [59].

A pesar de este hecho, continúa el proceso de unificación del continente europeo al confluir en dicho proceso de integración aspectos culturales, religiosos, económicos y políticos. Así, “[…] en Europa, manteniéndonos abiertos a las demás religiones y a su aportación a la cultura, debemos unir nuestros esfuerzos para preservar las raíces, las tradiciones y los valores cristianos, con el fin de garantizar el respeto de la historia y contribuir a la cultura de la Europa futura, a la calidad de las relaciones humanas en todos los aspectos” [60]. Europa camina hacia su unificación como continente. En el pasado la cultura europea se diseminó por los cinco continentes, lo que permitió al Viejo Continente lograr niveles de liderazgo estables en el tiempo que nunca han sido superados hasta la fecha. A partir de la Edad Media, y con la excepción de los Estados Unidos y la Unión Soviética cada uno con una influencia global propia, el poder (blando [61] y duro [62]) de las naciones europeas hacia y en el resto del mundo, ha sido una constante a lo largo de la historia. Europa ha de volver a sus raíces, ha de volver a encontrarse consigo misma. Sólo así Europa podrá ser más Europa, en la que los valores, la ética y la moral tengan un papel fundamental. Valores en los que el Cristianismo como elemento cohesionador del continente tiene, ha tenido y tendrá un papel preponderante en el proceso de unión.

José Manuel Saiz [1], en ucm.es/

Notas:

1        José Manuel Saiz Álvarez es Director del European Business Programme España (EBP-España) y Jefe de Estudios de la Facultad de Ciencias Jurídicas, Económicas y Empresariales de la Universidad Antonio de Nebrija. Sus principales líneas de investigación son la Unión Europea, el mercado de trabajo, la integración económica y el outsourcing.

2        El apodo Martel (martillo) le vino tras su victoria en la batalla de Tours.

3        Negro, Dalmacio (2004): Lo que Europa debe al Cristianismo, Madrid, Unión Editorial, p. 115.

4        No hay que confundir dicho término con el de “Sacro Imperio Romano Germánico” cuya denominación nació en 1512. Apenas poco más de cinco decenios más tarde, la coronación de Carlomagno como emperador por el Papa León III (795-816) en la Navidad del año 800, llevó a que Europa naciese como una entidad política bajo la denominación de Sacro Imperio Romano. El término “Europa” nace así como una denominación política, extendida por los benedictinos, para designar a continuación un territorio geográfico.

5        Formadas por catorce iglesias autocéfalas cuyo patriarca ecuménico es la iglesia ortodoxa de Constantinopla,  su influencia es especialmente fuerte en el antiguo imperio de Bizancio que llegaría a su fin con la caída de Constantinopla en 1453. Por ello, la iglesia ortodoxa predomina en Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Grecia, Bulgaria, Serbia, Georgia, Rumania, República Checa y Eslovaquia.

6        En 1926 compartió el Premio Nóbel de la Paz con el alemán Gustav Stresemann por la firma del Pacto de Locarno el 16 de octubre de 1925 formado por un conjunto de siete acuerdos para reforzar la paz en Europa tras la Primera Guerra Mundial. Dicho Pacto se rompió con la militarización de Renania en 1936 por parte de Adolf Hitler.

7        Austriaco de nacimiento, fue ciudadano checo tras el Tratado de Saint-Germain. Tuvo nacionalidad francesa en 1939. Para mayor detalle de su vida, véase Pérez-Bustamante, Rogelio (1997): Historia de la Unión Europea, Madrid, Dykinson, pp. 35-38.

8        Este manifiesto se complementó con el libro La lucha por Paneuropa (1925-1928) en tres volúmenes. Tras exiliarse a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, publicaría en 1944 Cruzada por Paneuropa. Tras volver a Europa fundó la Unión Parlamentaria Europea. En 1950 recibió el Premio Carlomagno por su contribución a la paz en Europa.

9        Durverger, Maurice (1995): Europa de los hombres. Una metamorfosis inacabada, Madrid, Alianza, p. 49.

10      Lager, C. (1993): “Le drapeau européen, histoire et symbolisme”, en Fahnen, Flags, Drapeaux, Libro de Actas del XV Congreso Internacional de Vexicología, Universidad de Zürich (Suiza), 23-27 de agosto, pp. 126-129.

11      Europeísta convencido, fue cofundador del Colegio de Europa. En la actualidad dicha institución tiene dos campus: el de Brujas (Bélgica) y el de Natolin (Polonia).

12      Durverger, op.cit., p. 50.

13      La operación militar empezó a las 3:30 de la madrugada con la invasión terrestre de Polonia por parte de las tropas alemanas tras el inicio de la operación Weiss. Dicha operación se enmarcaba dentro de la  llamada “política del espacio vital” (Lebensraum) del III Reich alemán.

14      Se realizó en dos actos: el primero a las 02:41 de la madrugada del 7 de mayo de 1945 por parte del Jefe del Estado Mayor del Alto Mando de las Fuerzas Armadas alemanas, Alfred Jodl, en los cuarteles de la SHAEF en Reims (Francia), y el segundo pocas horas antes de la medianoche del 8 de mayo en Berlín (Alemania) por parte de funcionarios alemanes liderados por Wilhelm Keitel ante los soviéticos. Todas las operaciones activas del ejército alemán cesaron de forma definitiva a las 23:01 horas del 8 de mayo de 1945. Como se hizo efectiva la paz en toda Europa el 9 de mayo de 1945, para muchas naciones europeas se hace festivo ese día como Día de la Victoria.

15      Si se siguen las fases de integración de Bela Balassa es con la FRANCITAL y no con la CECA cuando se inicia, en realidad, el proceso unificador de Europa.

16      Juan Pablo II (1986): Carta Encíclica “Dominum et vivificantem”, Vaticano, p. 45.

17      Su nombre completo de nacimiento fue Jean Omer Marie Gabriel Monnet.

18      De Gasperi, M. Romana (1981): Mio Caro Padre, Brescia, Morcelliniana, p. 25.

19      Cuando nació Schuman su pueblo natal pertenecía a Luxemburgo. Poco después pasó a Alemania para, a partir de la Primera Guerra Mundial, pertenecer a Francia. Durante un breve período de tiempo durante la Segunda Guerra Mundial, volvió a ser alemán para pasar definitivamente a jurisdicción francesa tras la capitulación alemana.

20      Muñoz, J y Uriarte, C. (2004): “Los padres de Europa: modelo de compromiso político para la juventud de hoy”, Actas del VI Congreso “Católicos y Vida Pública”, 19-21 de noviembre, Madrid, Universidad San Pablo-CEU, p. 537.

21      Beyer, H. (1986): Robert Schuman: l’Europe par la réconciliation franco-allemande, Lausana, Fondation Jean Monnet pour l’Europe, pp. 19-20.

22      Antes de la primera ampliación hacia los Países de Europa Central y Oriental (PECO) el 1 de mayo de 2004 dicho porcentaje era del 75 por ciento. El aumento de 15 puntos en el porcentaje obedece a que la entrada de países relativamente más pobres a la UE obliga a aumentar el porcentaje (efecto estadístico).

23      Aunque se atribuye la denominación “Estados Unidos de Europa” a Churchill, ya en el siglo XIX diversos autores utilizaron dicho término. Tal fue el caso del anarquista Mijail Bakunin (1814-1876) quien, en un Congreso organizado por la Liga por la Paz y la Libertad, celebrado en Ginebra (Suiza) en 1867, afirmó que “para conseguir el triunfo de la libertad, la justicia y la paz en las relaciones internacionales en Europa, y para imposibilitar el estallido de conflictos bélicos entre los pueblos que forman la familia europea, sólo queda abierta una posibilidad: constituir los Estados Unidos de Europa”. La Asamblea Nacional Francesa también abogó el 1 de marzo de 1871 por la creación de los Estados Unidos de Europa. Estas ideas chocan radicalmente con el pensamiento de Lev Davidovich Trotski (1879-1940) quien en 1923 luchó por la formación de los Estados Unidos Soviéticos de Europa.

24      Schuman, Robert (1963): Pour l’Europe, París, Nagel.

25      Siempre ha existido esta doble dialéctica entre religión y laicismo a lo largo del proceso de construcción europeo. Así, por ejemplo, en el caso de la simbología de la bandera europea (azul oscuro de fondo con doce estrellas de color amarillo en forma de círculo) fue obra de Arsène Heitz y el propio autor afirmó que para su diseño se había inspirado en la Inmaculada Concepción de María. De ahí el color azul que simboliza a la Virgen María y las doce estrellas que cubren la cabeza de María (Apocalipsis 12, 1), y es idéntica a la parte superior de una de las vidrieras de la Catedral de Estrasburgo. Es más, la bandera fue aprobada el 8 de diciembre de 1955, fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Frente a esta versión, existen una versión laicista que constituye la versión oficial: El círculo de estrellas (de oro) simboliza la unión perfecta entre los pueblos, al ser el círculo la figura perfecta para los griegos y son doce (número invariable) por ser el número perfecto para los griegos. Desde 1986 hasta 1995 círculo la teoría que las doce estrellas simbolizaban a los doce países que formaban las entonces Comunidades Europeas. Esta última idea es claramente errónea.

26      Preámbulo de la Constitución Europea.

27      Durante décadas existió en el Reino Unido, liderado por la expremier británica Margaret Thatcher, la acusación que la UE era una conspiración católica orquestada desde el Vaticano. Véase a este respecto AA.VV. (2004): “The European Commission and Religious Values”, The Economist, 28 de octubre, edición electrónica.

 28     El 12 de septiembre de ese mismo año, Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán y futuro papa Pablo VI, consagró una estatua de María Santísima de veinte metros de altura, conocida como La Serenissima, en cuya base viene escrito: “Sancta Maria, Mater Europae, Ora pro nobis!”.

29      Zin, E (2004): “La fe ilumino su acción política”, 30 Giorni, núm. 9, Edición electrónica.

30      Ibid.

31      Juan Pablo II (1998): Alocución durante el rezo del Ángelus, Domingo 29 de marzo.

32      Laguna, José María (1991): Historia de la Comunidad Europea, Bilbao, Mensajero, p. 61.

33      Schuman, Robert (1952): “La mission de la France dans le monde”, Conferencia en la Universidad de Lausanne, Suiza.

34      Cfr. Hostiou, R. (1968): Robert Schuman et l’Europe, Paris, Cujas en Barea, Maite (2003): En los orígenes de la Unión Europea. Robert Schuman y Jean Monnet, Madrid, Universitas / Comunidad de Madrid, Consejería de Educación, p. 85.

35      Cfr. Constitución Apostólica Lumen Gentium, 31.

36      Cfr. Christifideles Laici, 16.

37      Desde un punto teológico, y tras lo establecido en el punto primero del Comunicado de la Congregación para las causas de los santos de 29 de septiembre de 2005, mientras que la beatificación es un acto pontificio presidido, generalmente, por el prefecto de la Congregación para las causas de los santos; la canonización, que atribuye al beato el culto en toda la Iglesia, siempre es presidida por el Sumo Pontífice.

38      También se considera al italiano Altiero Spinelli (1907-1986) uno de los defensores de la creación de una Europa federal. Miembro del Partido Comunista Italiano (PCI) y opositor de Benito Mussolini fue condenado en 1927 a diez años de prisión. Fundador del Movimiento Federalista Europeo en agosto de 1943, como resultado del “Manifiesto Ventotene” de junio de 1941 redactado en la prisión del mismo nombre, tuvo como objetivo crear una Europa federal en la que los Estados tuviesen unas relaciones tan estrechas que impidiesen la formación de ninguna guerra más en Europa. Fue representante de Italia en la Comisión Europea desde 1970 hasta 1976 como responsable de política industrial.

39      Andreotti, G. (1986): De Gasperi visto da vicino, Milán, Rizzoli.

40      Pastorelli (1979): “La política europeística de De Gasperi”, en Konrad Adenauer e Alcide de Gasperi: due esperienze di rifondazione della democrazia, Bolonia, Il Mulino, pp. 295-319.

41      Cfr. De Porras, Soledad (2004): “Actualidad de Alcide de Gasperi. Pasado y presente”, VI Congreso Católicos y Vida Pública ‘Europa sé tu misma’, Madrid, Universidad San Pablo-CEU, del 19 al 21 de noviembre, p. 3.

42      Barea, op. cit, p. 35.

43      En los criterios de Copenhague se sintetizan las obligaciones geográficas, económicas y políticas que ha de cumplir los países candidatos a formar parte de la UE. En concreto, son tres: (1) Criterio geográfico (parte o la totalidad del territorio ha de formar parte del continente europeo); (2) Criterio económico (economía de mercado) y (3) Criterio político (democracia y respeto a las minorías).

44      Véase Adenauer, Konrad (1965): Memorias (1945-1953), Madrid, Rialp.

45      Hesse, Corrado (1998): “Estadios en la historia de la jurisdicción constitucional alemana”, Teoría y Realidad Constitucional, 6, p. 119.

46      Weiler, Joseph H. H. (2003): Una Europa cristiana, Madrid, Encuentro, pp. 55 y 56.

47      Cascajo, José Luis (2004): “Constitución y Derecho Constitucional en la Unión Europea”, en Teoría y Realidad Constitucional, 15, Madrid, UNED, pp. 89-106.

48      Zin, op. cit.

49      Monnet, Jean (1985): Memorias, Madrid, Siglo XXI, p. 215.

50      Ibid., p. 81.

51      Ibid., p. 479.

52      Juan Pablo II (2002): Vaticano, Osservatore Romano, p. 45.

53      Distingue entre cinco fases de integración: Área de Libre Comercio, Unión Aduanera, Mercado Común, Unión Económica y Monetaria y Unión Política.

54      Herbas, Gabriel y Molina, Silvia (2006): “La Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) y la integración regional”, Observatorio Social de América Latina (OSAL), 17, Buenos Aires (Argentina): Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), mayo-agosto, p. 310.

55      Benedicto XVI (2006): “Declaración común del Papa Benedicto XVI y del Patriarca Ecuménico Bartolomé I”, Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Turquía (28 de noviembre-1 de diciembre), Discurso de 30 de noviembre, pto. 8.

56      En proceso de beatificación en una causa dirigida por su confesor, el Cardenal Suenens.

57      Ojea, I. (2004): “Aportaciones del rey Balduino a la construcción europea”, Actas del VI Congreso “Católicos y Vida Pública”, 19-21 de noviembre, Madrid, Universidad San Pablo-CEU, págs. 531-534.

58      Saiz Alvarez, José Manuel (2004): Claves para un nuevo mercado de trabajo. Una aplicación a la Unión Europea, Alicante, Editorial Club Universitario.

59      Juan Pablo II (2003): Exhortación Apostólica Postsinodal “Ecclesia in Europa”, 28 de junio, pto. 9.

60      Benedicto XVI (2006): Declaración común del papa Benedicto XVI y de su beatitud Christódulos, 14 de diciembre, pto. 4.

61      Formado por valores sociales, económicos, culturales, lingüísticos, religiosos, artísticos,... de la sociedad dominante.

62      En muchas ocasiones, cuando el poder blando es insuficiente, las potencias dominantes optan por utilizar el poder duro, esto es, la fuerza militar mediante confrontaciones bélicas y golpes de Estado.

Alberto I. Vargas

3.        La detención del crecimiento

El olvido del ser (Seinsvergessenheit) [104] ha sido detectado principalmente por Martin Heidegger, para el cual se trata del “olvido de la diferencia entre el ser y lo ente” [105]. Para el filósofo alemán la esencia del ser es su propio olvido [106].

De ahí que Polo afirme que “la perplejidad –Verlegenheit– es recabada ya en el lema de Sein und Zeit, y su olvido es denunciado como mera anestesia y superficialidad” [107]. Esto se debe a que la comprensión que Heidegger tiene del olvido del ser es estrictamente metafísica. De modo que, si el ser se reduce al tiempo, el hombre –para Heidegger– no puede ser distinto al ser, sino que se incluye en él como prisionero, por lo que en Heidegger no hay distinción entre el ser del universo y el ser del hombre. Si esto es así, para Heidegger el hombre es tan “pastor del ser” [108] como su prisionero. En una situación así la desesperación más que incoada, es inexorable.

Lo que Heidegger llama también ocultamiento histórico del ser tiene su origen en el decaer del alcanzarse en su destino propio de la libertad personal e tendida en un pueblo o una cultura en cuanto que ella manifiesta la unión de una crisis individual y social. Se trata de un largo periodo de perplejidad y escasez –no sólo de los recursos disponibles, sino de la obturación de la fuente de los recursos–, pues en el decaer de la persona está también la pérdida en la esencia humana. Tal ocultamiento histórico sólo en la historia –aunque no desde la historia– puede también superarse [109].

En esta línea, es innegable cierta continuidad de Polo al proyecto de Heidegger [110] en tanto que apunta de nuevo a la radicalidad del ser (energeia) como lo propio del filosofar, afirmando que su decadencia ha consistido precisamente en la platónica primacía de la esencia sobre el acto de ser. A esto Heidegger lo denomina la desontologización del ser. Efectivamente, “nuestra situación es la de estar perdidos en el ser” [111]. Sin embargo, la comprensión de Polo del olvido en tanto que ocultamiento manifiesta una comprensión del ser más allá de la Heidegger, pues descubre el olvido como ocultamiento que se oculta. Es decir, Polo no sólo detecta la crisis de la modernidad, sino que además abandona la situación crítica al descubrir que la crisis en nuestra situación no es sólo un olvido del ser, sino un olvido del ser además del ser del universo, lo cual significa “detectar el límite del pensamiento de tal forma que quepa abandonarlo” [112]. Mientras Heidegger no consigue escapar del ser único que se ha olvidado, Polo, en cambio, rompe el monopolio metafísico [113] descubriendo al hombre como ser segundo en tanto que además, abriéndose paso ante la detención y perplejidad moderna. La co-existencia relacional que propone Heidegger es trascendentalmente distinta a la de Polo, pues la primera es auto-referencial [114], mientras que la segunda es apertura al Dios personal.

Para Heidegger el “ser se repliega a su esencia” por lo que “cae la diferencia respecto a lo ente” y “queda olvidada”, y con ella también “se borra hasta la primera huella de diferencia” [115]. Si la que con Polo hemos llamado dualidad esencial se oscurece, para aclararla sólo podemos acudir a una dualidad superior, la dualidad trascendental a la que no le es propio sólo aclarar, sino transparentarse arrojando luz a la dualidad esencial. De este modo, para Polo “el que se oculta” es una apelación a la ampliación trascendental del ser desde el descubrimiento de una crisis antropológica: el ocultarse que se oculta. El “ocultamiento” no pertenece al ser extramental, sino a la mente [116]; por su parte el “que se oculta” no pertenece a la mente sino al agente de la mente: el acto de ser personal que es el carácter de además de la mente. De modo que la tragedia de la filosofía que apunta Heidegger no consiste sólo en una desontologización, sino además, y sobre todo, en una despersonalización: un ocultarse del ocultamiento del ser personal. A la pregunta: “¿Por qué se introduce el olvido en el hombre?” Polo responde: “Por una fractura en el curso de la vida. Sólo si es quebradiza y sometida al imperio del tiempo, puede la vida humana dejar al margen la verdad” [117]. Por lo mismo, la propuesta de Polo para abandonar esta situación crítica está más allá de la aletheia heideggariana [118], pues no se reduce a la claridad, que al desocultar reflexivamente coram homine no escapa del fatum [119], sino a una trasparencia abierta por dentro que ‘trasparentea’ por ser el propio ser personal que co-es con el ser divino. ¿Por qué el olvido de ser se puede vencer? Porque el ser no es sólo necesario sino además libre, el ser co-es libertad. Porque el ser es además persona: verdad personal que no se reduce a ser sino que será.

En Heidegger hay una exageración metafísica de la condición temporal humana que le conduce al pesimismo. Aunque, efectivamente, la historia como especial situación temporal tiene su origen en el pecado original [120], para Heidegger la total “historia del ser comienza con el olvido del ser” lo que significa omitir la antehistoria –y por lo tanto la posthistoria– alejándose del axioma cristiano fundamental: “en el principio era el Verbo” [121]. Como se puede ver, desde esta postura la esperanza no tiene cabida y el solipsismo es inevitable. En cambio, detener la atención en el “que se oculta” del ocultamiento significa descubrir la crisis como personal en tanto que oscurecimiento de la transparencia que se es. En Polo, descubrir el ser crítico del hombre como ruptura de su ser dual es “propone[r] un método cuya exposición consiste en llevar el pensamiento hasta su límite, para detectar el límite en condiciones tales que quepa abandonarlo” [122], pues entiende el límite como “un cierto ocultamiento que el pensamiento lleva consigo, y que se oculta en la misma medida en que el pensamiento se objetiva. Dicho brevemente, se sugiere como noción de límite: el ocultamiento que se oculta” [123]. Por esto, la sola detención en el límite equivale a la situación crítica como declive del ser personal en tanto que libertad.

Si “el abandono del límite, a su vez, equivale a la consideración del límite mismo como método” [124], también el abandono de la situación crítica equivale a la consideración de la crisis como método. Polo detecta la crisis antropológica en condiciones de abandonarla al considerar la crisis como método en tanto que caída de su carácter de además: el ademasear que mengua. Por lo anterior, la crisis antropológica –en tanto que límite– “adquiere valor de tema precisamente en su abandono, es decir, al ser abandonado y no antes. Pero en cuanto tema, el límite (la situación crítica) es estricta vía de acceso” [125], pues en efecto –parafraseando a Polo–, ¿de qué otro modo podría dejar de estar oscuro el oscurecer de la persona?: abandonarlo no es volverse de espaldas a él ni negarlo, sino ser ademasear además de la situación crítica. Por eso si la crisis antropológica no es susceptible de consideración metódica –la que estriba en su abandono– la filosofía no puede tenerla temáticamente en cuenta y entonces la libertad trascendental no pasa de ser naturaleza. Si “la perplejidad puede servir para establecer contacto con el límite” [126], la desesperación puede servir para el contacto con la crisis personal, pues si en términos de libertad el oscurecerse que se oscurece –en tanto que crisis personal– es equivalente al ocultamiento que se oculta, también lo es al límite, porque en Polo perplejidad, presencia mental, límite y ocultamiento que se oculta son equivalentes [127], y aunque son nociones metafísicas responden a una interpretación de la trascendentalidad del ser “que mira a rebasar su valor metafísico y a extenderla a la antropología” [128].

Antropológicamente hablando, ¿en qué consiste el olvido del ser personal? En un giro íntimo que prima el dar sobre el aceptar como pretensión de identidad con el Ser divino. El olvido del ser no es sólo el olvido del ser metafísico, sino además y sobre todo del ser personal, un olvido de la estructura donal del ser: olvido del don en tanto que aceptar donal. Este giro íntimo es el miedo teándrico en el que la propia persona pretende ser como dios renunciando a ser hijo. Este olvido es la conculcación de la persona como axioma puro [129]. El olvido del ser personal consiste también en “entregar el destino personal a la naturaleza en cuanto virtualidad”; es decir, una subordinación que “comporta el olvido de la distinción entre persona y naturaleza, puesto que la pretensión preponderante se apodera del disponer y se confunde con él” [130]. Lo dicho anteriormente se comprende en la medida en la que se ve que el abandono del límite mental en una de sus dimensiones no es independiente de las demás. Lo cual no significa que no se distingan, sino que las distintas dimensiones del abandono del límite, siendo simultáneas, se abandonan en distinto grado jerárquico según la apertura de la propia persona que lo abandona. Se trata, pues, de dimensiones distintas de un mismo abandono y, por lo tanto, inseparables. Así se explica también que el ocultamiento del límite [131] –en detrimento del abandono– es la crisis antropológica, de la cual se desprenden en nuestra situación multitud de crisis en las diversas dualidades inferiores, dando lugar a lo que hemos denominado alta complejidad crítica.

El ser es real. En el hombre el ser es la persona que se es y no una idea, como sostiene el idealismo y, con él, pasiva o activamente, la sociedad contemporánea. La persona que yo soy es real, es mi persona. Reconocer que el ser personal no es una idea, permite ver también que se oculta, o mejor dicho que se oscurece (y que oscurece que se oscurece). La “oscuridad de fondo comporta […] la imposibilidad de salir” [132], lo cual permite equiparar la perplejidad al oscurecimiento del saber [133]. A la luz del método del abandono del límite mental, el límite en cuanto crisis es el oscurecimiento que se oscurece. La conciencia crítica en este sentido significa detectar que el ser se oscurece sin detectar el que oscurece que se oscurece, lo cual es equivalente a detectar la crisis personal en tanto que oscurecimiento del ser sin estar en condiciones de abandonar la crisis, en tanto que se oscurece que se oscurece, porque no se descubre a la persona que se es como además luz transparente. La conciencia crítica como sola oscuridad es propia del que detecta la crisis sin condiciones de abandonarla, del que ha llegado tan sólo a tocarla sin librarse de ese contacto, incapaz de despegarse [134]. Lo propio de esta situación es, pues, detectar la crisis sin descubrir el quién de la crisis, descubrir el ser crítico sin percatarse de su ser dual: que oscurece que se oscurece. Efectivamente, la desesperación en tanto que valoración negativa de la libertad [135] es que se oscurezca el oscurecer. El oscurecimiento que se oscurece desespera.

A partir de la conciencia crítica aparece el problema puro, es decir, “advertir a qué obedece” [136] el problema en el que nos encontramos; esto es: advertir la causa trascendental del problema, reduciéndolo a la causa misma sin que ésta desaparezca. Para la conciencia crítica la crisis en tanto que problema puro se reduce a la causa, pero no una causa causada, sino una causa in finitum con la cual significa “algo más grave que una detención, a saber, el renacimiento de la perplejidad” [137]. Por el contrario, si el problema puro se detectara como causa causada, entonces se descubriría como criatura [138], lo cual significa la detección del límite en vías de abandonarlo, pues “adentrarse en la máxima amplitud exige no sólo no detenerse en el comienzo, sino también no asentarse en el haber (lo que hay), no introducirlo” [139]. Por eso Polo insiste en que “es menester decidirse a la crítica radical del haber” [140] abandonándolo, pues asentarse en lo que hay implica una renuncia al carácter de además. Desde una lectura antropológica “el problema puro es el problema del dentro” [141] lo cual es el ocultamiento del límite [142] y de nuestra actual situación crítica. Si se rechaza el monismo, se ve pues que el problema del dentro no se trata sólo del dentro de ser extramental sino sobre todo del ser además. A la luz de la crisis como problema puro se pone de manifiesto que los problemas se resuelven por elevación, pues “una unificación compleja no puede llevarse a cabo según los unificados, pues ello no pasaría de ser una suplantación” [143], como sucede en la simetría moderna. Dicho lo anterior se puede ver que en estricto sentido el problema puro no es real.

A la pregunta sobre “¿cómo se oculta el ser?” Polo responde “supliendo al ser. Al suplir al ser, el límite se cifra consecutivamente en la ignorancia” [144]. Y ¿qué es suplir? “Suplir es suponer” [145]. Lo que hay (el haber) es la presencia mental que suple al ser. Esto es que la suposición de que sólo hay –el objeto– suple al ser personal oscureciéndolo como además. El además se alcanza si se abandona la suposición del objeto. La sacralización del yo o del universo es pretender suplir al ser divino –suponiéndolo– por el ser criatural. “Si se supone, ya no se puede decir además, porque suponer es fijar. Pero el además es un acto completamente actuoso, no actual; y, por tanto, libre. Aquí el acto se mantiene; y al estar en el mantenimiento, es inagotable” [146]. Ese suponer en tanto que fijar es un detenerse, pero ¿quién se detiene? La persona, el ser además. La suposición así entendida es una solución prematura al problema de la complejidad crítica del hombre, que lo único que consigue es aumentar aún más la complejidad, pues el sólo detenerse es desistir dando paso irremediablemente a los efectos perversos. Al suponer se desfuturiza el futuro, pues suponer es “resolverse como saber en anterioridad” [147]. En esta situación la esperanza no puede comparecer sino que está oscurecida. La sola detención es la suposición, y si se supone se abandona el carácter de además. Que el carácter de además se distinga de la detención significa que “la coexistencia no se detiene, no llega a término (esencial) o, como suelo decir, la coexistencia carece de réplica: esa carencia es la esencia del hombre” [148]. Si la coexistencia no se detiene en tanto que culmen del crecimiento, la sola detención en tanto que declive del crecimiento tampoco puede ser definitiva.

El ser además es el crecimiento personal como operosidad del acto de ser, pues “como la co-existencia es solidaria con el carácter de además, no es fija y, por tanto, puede incrementarse. Dicho de otra manera, la persona no crece hasta co-existir desde una instancia previa, sino que crece en tanto que co-existe” [149]. El ser además no hace referencia al crecimiento esencial, sino que es su fuente, y como tal no puede ser menos creciente. Como señala Polo: “En rigor, lo que llamo crecimiento en la esencia es crecimiento en el esse, y eso es el carácter de además, que no puede dejar de crecer, pues de otro modo se consumaría según la actualidad” [150]. Crecer es ser cada vez más: además.

El crecimiento no es un asunto exclusivo de la esencia humana y mucho menos de su cuerpo. Durante la embriogénesis no hay gasto de tiempo del ser vivo, sino que el tiempo juega a su favor y la organización creciente es enteramente ventajosa; “en su dimensión espiritual también el hombre es un ser creciente, con una doble diferencia respecto del organismo: que puede crecer o decrecer, entrar en pérdida; y que ese crecimiento es irrestricto, no tiene límite” [151]. Mientras que, como fruto del pecado original, la clave de la enfermedad y la muerte biológica –como crisis natural– es la necesaria detención del crecimiento orgánico [152]; la clave de la crisis antropológica es la sola detención libre del ser personal. Detectar la sola detención del crecimiento es estar en condiciones de abandonarla y liberar trascendentalmente a la enfermedad y a la muerte de su carácter necesario e inevitable abriendo paso a la vida del más allá desde el más acá. Por eso señala Polo que “la muerte del hombre es debida al límite mental. Morir no significa no ser, sino no hay” [153]. Este ser más acá de la situación no desfuturiza el futuro, sino que es apertura a la esperanza. El crecimiento personal es el además y además, un crecimiento de acto a más acto, a más actuosidad.

Este crecimiento se puede llamar teándrico por ser la gratuidad divina la que eleva desde su apertura al acto de ser personal humano en tanto que actuoso. Es teándrico por la expansión desde dentro al meterse ampliándose sólo posible al incluirse atópicamente en la máxima amplitud. El problema del dentro se clarifica al mirar el propio meterse de la intimidad que la máxima ampliación expande. Que el crecimiento personal, por ser teándrico, se corresponde con el crecimiento cristiano lo explica el mismo Polo también en términos teológicos: “En la fusión entre el don renovador y la responsabilidad de realizarlo, ¡una vez más!, según uno mismo, consiste el vivir cristiano. Cristo, que es nuestro propio renacer, ha de expansionarse a través de nuestro pensamiento y habla, de nuestros afectos y obras. La detención de este proceso sería, pura y simplemente, la exclusión de Cristo en el hombre. A una, somos Cristo y Cristo es en nosotros. A una, recibimos su fuerza y a ella hemos de atenernos. El fracaso de Cristo sólo sería nuestro propio fracaso; nuestra pérdida sería perder a Cristo porque, en definitiva, El es nuestra única ganancia” [154]. Desde el crecimiento teándrico la pérdida es ganancia. Así entendido el abandono no es dialéctico con el límite, sino que más bien es dual pues es lo abandonado.

Del mismo modo que la enfermedad sólo se explica con referencia de la salud, así es también la crisis, la cual indica referencia al crecimiento. Caer en pérdida es la sola detención, o, lo que es lo mismo, conformarse con lo que hay. La sola detención del crecimiento es la definición de la crisis antropológica [155]: detenerse. Mientras que el hombre se ocupa “de no detenerse como además” [156], el ser del universo persiste, pues como hemos dicho la detención no es lo propio del ser personal, sino de la presencia. La sola detención del crecimiento es el ocultamiento del límite mental suponiendo al ser personal, lo cual es el caer ontológico. La detención es un establecerse en la conservación del sobrar; es decir, una clausura en la miseria, pues esta conservación es pura provisionalidad [157]. Es una reducción del espíritu a su situación temporal. Trascendentalmente hablando la crisis antropológica es la sola detención y el crecimiento teándrico es el insistente [158] abandono del límite.

Para los griegos la noción de crisis significa stato. La palabra “estática” viene del griego στατικός (statikós = estacionario), y éste de στατός (statos = estar parado en equilibrio). El detenerse no es autorreferencial, es incomprensible sin el crecer, pues de otro modo, ¿detenerse de qué? Mientras que el detenerse es pasivo, desde la libertad trascendental el crecimiento personal es nativo, porque el ser además es acto actuoso, lo cual significa que “es un acto creciente suscitado por la llamada del destino” [159]. La apertura u obturación del acto no es potencia alguna sino que es su propia condición actuosa. No es de extrañar que ya Platón previera que una sociedad que es sólo Estado es una sociedad en crisis [160] pues stato no sólo significa detención, sino también conflicto, guerra civil y fragmentación interna. Que el hombre es lo que hay –la sola detención– es la postura propia de un pesimismo teo-antropológico. El trilema moderno [161] es en definitiva un callejón sin salida: la sola detención. Se trata, en términos radicales de una única postura: la desesperación.

Sin embargo, que el hombre sea además significa que su ser es esperanzado   por ser apertura a la Esperanza. Si el acto de ser personal co-es con el ser divino    es entonces un ser esperanzado desde la Esperanza con la que co-existe. Así entendida la sola detención del crecimiento es una definición no definitiva, pues tiene como referencia el ser además que co-es con Dios, el cual está más allá de cualquier definición [162]. La pretensión de una definición definitiva de nuestra situación es la desesperación que dice basta [163], que se conmensura con el límite [164]. El carácter de además es una negativa a detenerse. La desesperación es el problema puro, un problema sin solución, porque es el problema del dentro. El problema puro es el resolverse desde el problema mismo, lo  cual  no  resuelve nada. Los problemas se resuelven por elevación. ¿Cómo  se  entiende  la  detención del crecimiento físico? Sólo desde el crecimiento esencial. Y ¿el de la  esencia? Desde el crecimiento personal. Y ¿el de la persona? Desde el Ser personal divino que es transcendens al entero sobrar [165], pues ser Origen  es  mucho más que cualquier comenzar, ya sea persistiendo o alcanzándose [166].

A cualquier nivel crecer significa aumentar la distinción, ya sea la reproducción diferencial de la embriogénesis a nivel orgánico, o el perfeccionamiento de las facultades a través de los hábitos operativos a nivel esencial, o el transparentear del conocer personal a nivel trascendental. Así, al crecer trascendentalmente el hombre aumenta su distinción con el universo, con los demás hombres y sobre todo con Dios. Del mismo modo, la sola detención es el decrecer en tanto que disminución de la distinción, que, a nivel orgánico es la enfermedad y la muerte, a nivel esencial el error y el vicio, y a nivel trascendental es el oscurecimiento del ser personal en relación al Dios personal. La sola detención abre paso a la aparición del ser como único: decaer en el monismo retrocediendo dramáticamente a Parménides [167]. Si vitalmente hablando filosofar es distinguir – y sobre todo co-distinguirse-con–, entonces el oscurecimiento de la distinción es el inicio de la muerte de la filosofía y, con ella, del filósofo.

La sola detención no es un decrecer en tanto que retroceso, sino que es detenerse y nada más. La crisis del ser además no es un retroceso sino la detención en tanto que dejar de crecer. Ser además crecimiento irrestricto no permite afirmar en el hombre la permanente situación crítica, aunque ciertamente no excluye esta situación, sino que al atravesarla de sentido la abandona. Las crisis son crisis de crecimiento, y, en cuanto se comienza el crecimiento, se comienza a superar la crisis. Pero, precisamente por su actuosidad, el acto de ser además es un insistente comenzar que al no detenerse no cesa de abandonar su ser crítico siendo más aún además. Así entendido el crecimiento personal es un insistente abandono de la situación crítica del hombre y, por el contrario, la prolongada detención en la situación es el decrecimiento de la persona, el decaer de su actuosidad. A mayor detención, mayor crisis y menor distinción trascendental. Pero precisamente por ser el decaer de actuosidad propio de su ser actuoso, la crisis no tiene la última palabra, pues el hombre, más que crítico, es además. Polo señala que la crisis en la que hoy se encuentra Occidente es la más grande de la historia. ¿Por qué? Porque es la detención más larga y extensa del crecimiento personal, que, al no superarse, se agrava cada vez más en complejidad, hasta convertirse en insoportable y desesperante.

La oportunidad de nuestra altura histórica es el descubrimiento del ser personal; sin embargo, al ser una oportunidad, la aceptación de este descubrimiento no es necesaria sino que es una propuesta libre. Lo anterior permite que, sin decaer la libertad personal, el conocimiento del propio ser personal pueda quedar ignoto, pues por la propia situación personal no se alcanza a ver la oportunidad y el beneficio que otorga. “Ignoto significa lo otro de lo ya pensado, lo que todavía se desconoce” [168]. Quedar ignoto “es que el ser se da por supuesto” [169]. Esto es así en la línea del inteligir pero no necesariamente en la línea del amar, pues, al ser un favor el darse cuenta, “no es imprescindible darse cuenta de dicho favor en la vida espiritual ordinaria; por eso, insisto, abandonar el límite mental es la propuesta de un filósofo; el mundo humano goza de cierta autonomía práctica” [170]. Así se puede ver que al quedar ignoto lo que se oculta es el límite sin necesidad de que se oculte también el ser. En estricto sentido quedar ignoto “es la evasiva de la cuestión del límite” [171] por considerar irrelevante “lo que todavía se desconoce” [172]: el además de lo que hay. Lo que hay es distinto de sólo hay. El sólo es el decaer de la libertad trascendental hacia el haber. En el sólo haber hay una renuncia al además; en lo que hay el además queda ignoto [173].

4.        Teoría de la crisis antropológica: el carácter de sólo

La teoría antropológica de Leonardo Polo equivale tanto a una metafísica de la libertad como a una metafísica de la persona humana en tanto que distingue al ser personal humano del ser del universo descubriendo su carácter de además como co-acto con el acto de Ser divino. Lo anterior significa la exigencia de romper el monopolio de la metafísica como filosofía primera situando también a la antropología como trascendental. La profundización en el carácter de además ha llevado a Polo a proponer una ampliación de los trascendentales metafísicos abriendo espacio a los trascendentales personales. Concretamente, Polo ha propuesto cuatro trascendentales personales que se distinguen suficientemente entre ellos sin dejar de ser todos co-actos entre sí con el acto de Ser divino: coexistencia, libertad, conocer y amar personales. Esto significa que la dualidad trascendental es también dual: una tetra-dualidad hacia dentro.

Por lo anterior, desde la propuesta filosófica de Polo, el descubrimiento de la crisis en nuestra situación como una crisis antropológica tiene un status trascendental. Como hemos aclarado antes, la crisis antropológica es primeramente una desvinculación del co-existir con el Ser personal divino. También se ha mostrado que tal desvinculación es el decaer de la libertad trascendental hacia la esencia humana. Por su parte, el decaer en tanto que remitir al límite es un oscurecimiento que oscurecea la transparencia del conocer personal. Por último, la escisión del amar personal es fruto del miedo a soltarse de sí olvidando la estructura donal del ser personal que se es. Por ser estos trascendentales personales co-actos y convertibles entre sí, a este defecto se le puede llamar desco-actividad trascendental. Por ser cuatro los trascendentales personales esta desco-actividad es cuádruple también en correspondencia con cada uno de ellos. Al amar personal se corresponde por defecto el miedo teándrico [174]. Al conocer personal se corresponde por defecto la mentira íntima. A la libertad personal se corresponde por defecto la esclavitud interior. Y a la co-existencia personal se corresponde por defecto la soledad existencial. Esta tetra desco-actividad trascendental es la crisis antropológica que nos sitúa personalmente en un régimen de atardecer: la soledad. Si la actitud propia de la coexistencia es la apertura, la de la soledad es la obturación. Si la actitud propia de la libertad es ser inconforme, la de la esclavitud es la del conformista. Si la actitud propia del conocer personal es la búsqueda, la actitud de la méntira íntima –la detención de su crecimiento– es la pereza espiritual que tiene fundamentalmente dos posturas: la parálisis y el activismo. Se trata de los dos tipos de miedo, o las dos posturas ante un problema: la del perplejo y la del fugitivo. A ellas se opone la actitud del buscador que se lanza hacia delante [175]. Si la actitud propia del amar personal es la generosidad, la del miedo teándrico es el egoísmo.

Ahora bien, si el ser crítico indica ser además, entonces el déficit de la libertad trascendental se puede corregir; es decir, “no se excluye que [la persona] rectifique” [176]. El carácter de además es un insistente amanecer, un perpetuo comenzar y recomenzar que indica la inagotabilidad del ser personal humano. Por eso, dice Polo que “«cuando una puerta se cierra, otra se abre», ensayo y error, hipótesis y verificación, son otras expresiones que arrojan alguna luz sobre esta característica, a la que llamaré también inagotabilidad. No es fácil entender con justeza la dualidad humana; al contrario, en ella estriba una de las mayores dificultades de la antropología” [177].

Desde la antropología trascendental se renueva el carácter de la filosofía como vida, pues “en la investigación de tal antropología se pone enteramente en juego el propio investigador y, en consecuencia, también la propia felicidad y destino personales” [178]. “La teoría es una forma integradora de vida” que, al ser “una cantera personalizada y no sólo un bagaje de ideas” [179], compromete personalmente al filósofo en el filosofar. El conocer personal no es ajeno a la propia persona que somos, sino que nos compromete existencialmente: “la libertad la podemos advertir –o, mejor, alcanzar, pues el modo de conocerla no es ajeno al modo de serla– en nosotros mismos” [180]. Por eso, al ser nuestra situación una crisis antropológica, el filosofar significa una comprensión teórica de nuestra propia situación vital. Así, el éxito del filosofar hoy está no sólo en el descubrimiento de una teoría de la persona, sino también, y por lo tanto, de su tragedia. Una teoría antropológica realista es también una teoría de la crisis antropológica. Así, es claro que la teoría antropológica propuesta por Polo tiene que establecer a su vez una teoría del error antropológico, pues pretender conculcar la persona como axioma puro no sólo es una equivocación gnoseológica sino también vital. La antropología trascendental, además de ser una teoría de la libertad, tiene que ser también una teoría del error de la libertad, porque el hombre no siempre se abre al Origen, sino que también se puede obturar. Las caídas humanas son una experiencia común y abundante especialmente en nuestra situación. Es evidente que una teoría de la libertad debe dar una explicación de su defecto: el mal[181]. Efectivamente, “el hombre puede fallar”; entonces, a pesar de ser personalmente libertad, “puede temer no alcanzarla” [182].

La explicación de la soledad existencial como muerte del ser personal conduce a Polo hasta el misterio de la Santísima Trinidad, pues, o se descubre el ser amoroso de Dios, o es imposible escapar al mal como un absurdo. Por eso, en último término, la antropología trascendental de Polo es cristocéntrica [183]. La crisis antropológica fuera del misterio cristiano no tiene de ninguna manera sentido. El sufrimiento entendido como carencia de sentido afecta no sólo a la voluntad –a modo de pereza– o a la inteligencia –a modo de perplejidad–, sino a la persona como acto de ser, al hombre por entero [184].

El dolor es el problema puro como pura aporía, como contradicción, como un problema irresoluble. En tanto que es además de la creación distinguiéndose de ella, la Cruz de Cristo ofrece una solución al problema del dolor. El Amor divino –que es dialógico– atraviesa de sentido el dolor humano como realidad contradictoria porque está por encima del principio de contradicción. Es así como el teandrismo resuelve el defecto de la libertad creada: desde la Redención – elevación– como algo más que creación. La Cruz hace al dolor trasparente resolviendo su condición enigmática, de modo que conviene ponerla en la cumbre de todas las actividades humanas [185]. Los problemas se resuelven por elevación unificando, y la elevación es nuestra destinación en Cristo [186]. A la luz de lo anterior se puede descubrir que el carácter dual del hombre, por ser teándrico, es, en última instancia, triádico en congruencia con la estructura del amor (dar, aceptar, don) y con el decaer como pecado (perdonar, arrepentimiento, perdón) [187]. Decir que la estructura triádica está al alcance del hombre es decir que el hombre es capax Dei: que el hombre juega en la intimidad divina [188].

Para comprender esto se hace necesario “insistir en la consideración de la primariedad del ser” [189] el cual –a la luz de la ampliación poliana– no se reduce a una investigación metafísica, sino, además, antropológica. Como Polo sugiere, en ninguna de dichas investigaciones “se debe abandonar el axioma de la prioridad del acto” viendo no sólo los primeros principios como acto, sino, también, “ver en qué sentido la libertad es acto –y acto primero, radical, y, por tanto, trascendental–, y de qué manera se convierten con ella otros trascendentales que resultan de esa ampliación” [190]. La prioridad del acto no corresponde en exclusiva al ser principial o ser primero. Si “la persona es el axioma puro” [191], lo es porque es ser segundo: ser además distinto del principial, en tanto que es también criatura, y distinto también del Ser divino, que es Origen. Así, se puede extender la prioridad del acto más allá del ser principial ampliándola también al ser además. Si esto se entiende y no se abandona este axioma clásico que prioriza al acto sobre la potencia, entonces se puede ver –parafraseando a Polo– que la teoría que propone establece ya en principio el significado del error de la libertad: no atenerse al axioma puro, sino, por el contrario, vivir al margen de él, oscureciéndose íntimamente. Y, por supuesto, puede objetarse: ¿y cómo es posible oscurecer el axioma que se es si es axioma? Pues habrá que decir que el oscurecimiento no puede ser absoluto [192], pues entonces la persona dejaría de ser y eso no es posible, ya que al ser el ser personal humano, dado no puede renunciar a su ser, sino sólo a ademasear desde el ser además, cayendo en pretensión de ser solo: la soledad personal.

Sin embargo, de un planteamiento axiomático de una teoría antropológica se debe esperar no sólo que explique el error personal, sino que lo haga sin faltar a la esperanza [193], pues de otro modo no puede ser una teoría antropológica de la persona como libertad trascendental. Si el ser personal no es ajeno a la cumbre del conocer, sino que justamente es la persona misma que se es, lo que Polo señala en referencia a la teoría del conocimiento también es transferible en algún grado a la antropología: “Una teoría que dé razón del error ha de dar también las posibilidades de rectificación. La rectificación del error tiene que estar en la axiomática; en otro caso la axiomática no sirve. Si la axiomática afirma que el error consiste en su conculcación, ha de señalar también los peculiares factores y las precisas modalidades de dicha conculcación. Por ello mismo, no será imposible el salir del error” [194]. Y continuamos señalando junto con Polo: “Con esta observación la impresión de dogmatismo se atempera bastante, porque dogmático es el que se aferra a una postura y descalifica en absoluto las otras. Una axiomática interpretada dogmáticamente diría: todo el que no piense así (y claro, esta axiomática no todos la han descubierto ni parece que la ejercen) incurre en equivocaciones irreversibles” [195].

Si, efectivamente, la rectificación tiene que estar en la axiomática misma, esta axiomática debe ser abierta y ajena a cualquier dogmatismo maniqueo que, en un asunto tan radical como el ser, sólo puede desembocar en un dualismo puro.

Desde este planteamiento, la propuesta del axioma puro como carácter de además cumple de un modo adecuado con la exigencia de incluir la rectificación en la misma axiomática: como ya se ha dicho, el ser además es lo más ajeno al dualismo y a cualquier reducción dogmática. La rectificación personal es posible por ademasear, pues “la axiomática no excluye el incremento” [196], sino que éste es precisamente su clave.

Polo sintetiza “los caracteres más importantes de [la noción de] axioma: que su contrario es falso y que goza de una intrínseca necesidad. Esa intrínseca necesidad requiere la necesidad del antecedente, si lo tiene. En el caso del conocimiento humano el antecedente es la persona humana” [197]. Efectivamente, que el hombre no es trascendentalmente libre es falso, y, que lo es, es intrínsecamente necesario por no ser Origen sino además. Que el hombre es libertad se conoce necesariamente, aunque por ser la libertad su propio ser es posible oscurecer el conocer: oscurecerse. Efectivamente la persona humana en tanto que libertad antecede al conocimiento humano, y a su vez la persona humana es antecedida por el Origen. Se trata de una necesidad no necesitante que justifica el ser axiomático de la persona por no ser ésta Original. Su necesidad descansa en su ser criatural. Que la libertad es creada significa tanto que es en compañía (co-existencia libre con Dios) como que es dada (que haber con lo que hay, lo dado): dualidad hacia dentro, dual interior y dualidad hacia afuera. Que la libertad es dada es necesario, pero no es necesario su propio ser por no reducirse a lo dado, sino ser además.

Ante el escepticismo que “considera la diferencia entre la mediación y la inmediación como un problema insoluble” [198], conviene apostar por la filosofía como mediación y ampliarla a la antropología trascendental (el conectivo de los actos: la co-existencia) señalando que “la comparecencia en intuición no es posible, pero –sobre todo– no es lo más alto” y hacer ver que “hay otro modo de comparecer que es justamente ser dado en compañía, porque lo inmediato es dado en soledad. Si todo fuera inmediato todo estaría aislado. La inmediación como estatuto de lo absoluto es la pura soledad” [199]. El universo es lo dado que, por ser inmediato, es dado en soledad. En cambio, ser dado en compañía es la co-actividad que se distingue como además de lo dado por la mediación que le acompaña y en la cual la soledad sólo tiene cabida desde la renuncia de la mediación, es decir, del “co” trascendental de la co-actividad.

Si la persona es el axioma puro, la despersonalización es el concultamiento de su ser axiomático. Por eso, se puede hablar del miedo, la mentira, la esclavitud y la soledad como oscurecimiento del ser trascendental de la persona que equivale a la sola detención del crecimiento personal. Es así como lo limitante del límite aparece al desvincular el acto de ser personal humano con el divino; es decir, negar el “co” trascendental de su ser co-acto: una desco-actividad. Esta negación es el miedo más profundo, es el miedo a ser hijo: crisis teándrica. Esta crisis antecede a la aparición hacia abajo de múltiples límites limitantes: la crisis esencial y con el universo. Esta penosa experiencia del error trascendental como clausura da lugar a una continua actividad reflexiva [200] que paraliza el crecimiento y abre paso a la conciencia crítica incapaz de abrirse a la co-actividad. El límite como limitante es fruto de lo que podemos llamar el carácter de sólo [201]. La sola detención es lo que limita del límite. En este sentido la reflexión es pérdida de tiempo pues significa detener el crecimiento.

Adverbialmente hablando, el crecer es ser además y la crisis es ser sólo. ¿Sólo y qué más? Sólo y nada más, o lo que es peor ¡sólo y nadie más! El carácter de sólo es el propio del hombre en crisis. La persona es co-acto con el acto de ser divino. La persona es co-ser, libertad, conocer y amar personal, de modo que si la persona entra en crisis se desco-activa con Dios: ya no se distingue, sino que se separa dejando de ser más (además) para ser menos (lo que aquí se llama el carácter de sólo). El carácter de sólo no es además, sino que sólo es, o eso es lo que pretende: ser solo. Desde el carácter de sólo se restituye el monismo, pero un monismo existencial que significa despersonalización. Como bien señala Ratzinger, “lo simplemente único, lo que no tiene ni puede tener relaciones, no puede ser persona. No existe la persona en la absoluta singularidad. Lo muestran las palabras en las que se ha desarrollado el concepto de persona: la palabra  griega  prosopon  significa  ‘respecto’;  la  partícula  pros  significa ‘a’, ‘hacia’, e incluye la relación como constitutivo de la persona. Lo mismo sucede con la palabra latina “persona”: ‘resonar a través de’; la partícula per (= ‘a’, ‘hacia’) indica relación, pero esta vez como comunicabilidad” [202].

Si profundizamos en esta cuádruple desco-actividad podemos detectar que en el origen de la soledad existencial se encuentra una obturación del ser personal a favor del yo subjetivo que fragmenta la sociedad civil, dando lugar al hombre cosificado o masificado a expensas de un cientificismo empirista. En el origen de la esclavitud interior se encuentra el primado del principio de resultado, que reduce la libertad trascendental a una pragmática, desorientando la acción humana hacia el utilitarismo especialmente manifiesto en la empresa y también, paradójicamente, a la decepción de la técnica propia del escepticismo. En el origen de la mentira íntima se encuentra la perplejidad nominalista, que desconfía de la capacidad de conocer a Dios, y que es especialmente manifiesta en la universidad abandonada al relativismo. Por último, en el origen del miedo teándrico está el pesimismo teo-antropológico, que desemboca tarde o temprano en un materialismo fragmentando en el plano manifestativo, primeramente en la familia como comunidad de amor donde se prima el crecimiento de la persona. Se trata de un itinerario que se destaca especialmente en el tardo-medievo con el surgimiento de la tristeza espiritual como actitud personal de dimensiones colectivas y que se continúa de un modo crónico hasta nuestro momento histórico desembocando en la desesperación [203] como la situación en que nos encontramos hoy. Proponer una teoría de la desesperación significa descubrir que el miedo, la mentira, la esclavitud y la soledad son taxativamente el defecto trascendental del amar, el conocer, la libertad y la co-existencia personales. Por eso, en síntesis, la desco-actividad es la postura personal del ateísmo como miedo a soltarse de sí mismo.

Como ya ha quedado claro, la crisis en nuestra situación no se reduce a un decaimiento meramente manifestativo propio en exclusiva de la esencia humana, sino que encuentra su origen en la propia persona que se es, pues nada que pertenezca a la esencia humana es extraño al acto de ser personal [204]. De este modo el miedo como manifestación de crisis no se reduce al ámbito de la esencia humana, sino que se corresponde con el miedo teándrico a nivel trascendental. Así, si “el amor es un trascendental que invita al encuentro de la otra persona” [205], el miedo teándrico es huir de Dios como un fugitivo. La mentira, por su parte, no es sólo un defecto moral, sino que se corresponde con la escisión propia, la mentira íntima de ser incapaz de Dios, pues como señala Polo: “Lo peor de la mentira es que introduce una fisura en la propia unidad; eso es malo ontológicamente, y, por tanto, moralmente” [206]. Más allá de la esclavitud legal,  política o económica se encuentra una esclavitud interior, en la que el hombre, mediante las ideologías masificantes y de consumo, se auto-reduce “libremente” al género  homo negando su  carácter personal, lo cual sobrepasa el déficit ético y  se inserta en una cuestión antropológica [207]. Por último, la soledad social, intelectual o ética no es la más profunda en el hombre, pues más allá se encuentra la soledad personal que bien podría llamarse “del corazón” o “del espíritu”, por ser aún más intensa y fruto de la tristeza y la desesperación existencial.

A nivel social hoy se experimenta intensamente la soledad paradójica de estar tan cerca y estar al mismo tiempo tan lejos de los demás. La soledad que se experimenta ante la sola presencia del cosmos no es tan intensa como la que se experimenta en la presencia de otros que no me comprenden, que no dialogan conmigo, que no me abren su intimidad. Se trata de una soledad existencial entre el género humano, que se manifiesta en el ruido exterior, en la terrible “soledad de dos en compañía” [208]. Sin embargo, en la sociedad moderna contemporánea se experimenta una soledad aún más profunda que hemos llamado soledad personal. Ya no se trata de libremente no manifestar nuestra intimidad a los demás hombres, sino más aún, se trata de buscar en la propia intimidad una réplica y encontrar sólo un triste eco propio del vacío que nos lleva a descubrirnos libremente solos. Una soledad íntima y, por lo tanto, desgarradora, desesperante. Por ser una reducción del hombre al tiempo, a lo que hay y sólo eso, “la soledad es la tragedia pura para el ser personal” [209] y la esperanza como ser además no comparece.

“Conviene indicar que en la presente situación la libertad personal es inexplicable sin la esperanza, puesto que todavía no se ha destinado enteramente y la completa aceptación no ha sido ratificada. De manera que la libertad personal humana reclama la esperanza, o mejor, es esperanzada” [210]. Efectivamente, la esperanza es el armazón de la existencia del ser humano en el tiempo [211], y para Polo su estructura está constituida por cinco elementos [212]: 1) alguien que encomienda (el optimismo nativo), 2) el sujeto que recibe la encomienda (el futuro como montura de la acción), 3) el encargo recibido (el compromiso cibernético), 4) los ayudantes y los enemigos (la escasez, los recursos y sus riesgos) y 5) el destinatario (la alegría). Estos elementos son axiomáticos en el sentido antropológico que ya hemos explicado anteriormente.

Ahora bien, si “la valoración positiva de la libertad depende de la esperanza” [213], la negativa “equivale a la desesperación. Pero este extremo no se advierte con suficiencia si no se cae en la cuenta de que la presencia mental humana es        el límite del pensamiento” [214]. Ya que la esperanza se corresponde tanto “con el carácter de además” [215] como “con un modo de temporalidad vivida que es el crecimiento…  (del) orden del espíritu…  interior a las potencias más altas” [216] y  que no desiste sino que es un “insistir sin cansancio” [217]; a la luz de la antropología trascendental también es  posible  mostrar  taxativamente  los  elementos  de la desesperación del hombre como  viatoris, que se corresponde con el carácter     de sólo en congruencia de déficit con la teoría de  la  esperanza  existencial  de Polo. Es así como Polo lo ejemplifica: “Es posible que un sujeto humano responda a la siguientes preguntas de este modo: ¿Quién te ha encargado la tarea  de  existir?  Nadie.  ¿Con  qué  ayudas  cuentas?  Sólo  con  mis  propios  recursos.

¿Quién es tu adversario? Todos los demás. ¿Quién es el beneficiario? Solamente yo” [218]. Efectivamente, el origen de la desesperación se encuentra en la renuncia trascendental a ser hijo, lo cual equivale a la ruptura de la dualidad trascendental y a la despersonalización. Ahí se encuentra el meollo de su ser sólo crítico: en la ruptura de la co-existencia. A partir de ahí es predecible tarde o temprano la renuncia a la ayuda de la co-existencia esencial viendo a los demás como adversarios, para terminar en el solipsismo absurdo y egoísta de pensarse como auto-destinatario. La esperanza en una tarea que nadie me ha encargado y sin más beneficiario ni co-adyuvante que yo mismo no es esperanza ni tarea ninguna, sino desesperación y soledad: el miedo de los miedos y temor de los temores. Entonces qué se puede responder ante la pregunta ¿quién soy?: un «Don nadie» porque no sólo ha olvidado, sino que desconoce y pierde crecientemente su nombre y su sentido personal. Si la angustia es el miedo ante la nada,  la  desesperación  lo  es  ante  la  soledad.  Ésta  es  la  teoría  de  la desco-activación personal: el carácter de sólo, donde el yo pretende ser el axioma único, ser sólo yo y nada ni nadie más. Mientras el carácter de sólo es lo opuesto al abandono del sólo yo abandonándose en sí mismo, lo conveniente al carácter de además es el olvido generoso de sí, “que Él crezca y que yo disminuya” [219].

Efectivamente, la soledad como renuncia al propio ser “es una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar” [220]. La soledad personal es la renuncia de la riqueza del crecer en tanto que además instalándose en la desgracia de la miseria trascendental. Por eso, conviene decir que “en definitiva, la soledad de la persona ha de ser superada según el encuentro con otra persona, pues una existencia monádica, solitaria, sería, para la persona, la desgracia pura” [221]. A una teoría de la persona como carácter además se corresponde por defecto una teoría de la despersonalización como carácter de sólo. Afortunadamente, el ser persona es radical, mientras que la situación crítica es sólo el tiempo. Desde la radicalidad del hombre “es imposible que exista una persona sola, porque la soledad frustra la misma noción de persona” [222], de ahí que si el ser personal se oscurece, permanece la esperanza de ayuda de otra persona humana y sobre todo divina [223], pues el ser personal no se reduce a sí mismo. Por eso, concluyo con Polo que: “Para ser fiel a su condición de persona, el hombre debe estar siempre abierto al otro. Ello exige una libertad creciente. Por eso he sostenido también que la libertad es un trascendental personal […] en el hombre la libertad no es un trascendental fijo, sino que sólo se mantiene en tanto que crece apuntando a su fin. La aceptación divina de ese crecimiento justifica la esperanza” [224]. Y entonces, ¿es posible crecer más allá de la detención? Si se abandona el carácter de sólo, es posible crecer además de la detención.

Alberto I. Vargas, academia.edu/

Notas:

104    Cfr. M. Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2009; La Carta sobre el  Humanismo, Alianza, Madrid, 2000.

105    Cfr. M. Heidegger, Caminos del bosque, Alianza, Madrid, 1996, p. 329.

106    “El olvido del ser forma parte de la esencia del ser velada por el propio olvido. Forma parte  tan esencial del destino del ser que la aurora de este destino comienza como desvelamiento de lo presente en su presencia”; M. Heidegger, Caminos del bosque, p. 329.

107    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 140.

108    Cfr. M. Heidegger, Cartas sobre el humanismo, p. 47.

109    Cfr. L. Polo, “La sofística como filosofía de las épocas de crisis”, p. 113; El acceso al ser, p. 293.

110    Cfr. I. Falgueras, “Heidegger en Polo”, Studia Poliana, 2004 (6), pp. 7-48.

111    I. Falgueras, “Heidegger en Polo”, p. 39.

112    L. Polo, El acceso al ser, p. 148.

113    Cfr. L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 166.

114    “El Dassein no es tan sólo un ente que se presenta entre otros entes. Lo que lo caracteriza ónticamente es que a este ente le va en su ser este mismo ser. La constitución de ser del Dassein implica entonces que el Dassein tiene en su ser una relación de ser con su ser”; M. Heidegger, Ser y tiempo, p. 32.

115    M. Heidegger, Caminos del bosque, p. 329.

116    Cfr. L. Polo, El ser, Eunsa, Pamplona, 1997, p. 166.

117    L. Polo, “Prólogo” en R. Yepes, La doctrina del acto en Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 1993,  p. 18.

118    Cfr. M. Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Caminos del bosque.

119    Cfr. L. Polo, Estudios de filosofía moderna y contemporánea, Eunsa, Pamplona, 2012, pp. 129-130.

120    Cfr. L. Polo, El hombre en la historia, p. 83.

121    Jn, 1, 1.

122    L. Polo, El acceso al ser, p. 9.

123    L. Polo, El acceso al ser, pp. 9-10.

124    L. Polo, El acceso al ser, p. 10.

125   L. Polo, El acceso al ser, p. 10.

126   L. Polo, El acceso al ser, p. 12.

127    Polo señala que “hay razones suficientes para aceptar que la perplejidad debe reducirse a la presencia mental. Lograda esta reducción, aparece con fuerza que la presencia mental equivale exactamente al límite mismo, esto es, al ocultamiento que se oculta”; L. Polo, El acceso al ser, p. 13.

128    L. Polo, El acceso al ser, p. 14.

129    Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 283; J. F. Sellés, Antropología para inconformes, Rialp, Madrid, 2006, p. 14.

130    L. Polo, El acceso al ser, p. 61.

131    Sobre los modos de ocultamiento del límite mental, cfr. L. Polo, El ser, pp. 27-58.

132    L. Polo, El acceso al ser, p. 124.

133    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, pp. 29-32.

134    L. Polo, El acceso al ser, pp. 10, 126-127.

135    Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 220.

136   L. Polo, El ser, p. 228.

137   L. Polo, El ser, p. 231.

138    Cfr. L. Polo, El ser, p. 231.

139   L. Polo, El ser, p. 231.

140   L. Polo, El ser, p. 294.

141   L. Polo, El ser, p. 229.

142   L. Polo, El ser, p. 220.

143    L. Polo, El ser, p. 19.

144    L. Polo, El acceso al ser, p. 294.

145    L. Polo, El ser, p. 55.

146    L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 202.

147    L. Polo, El acceso al ser, p. 20.

148   L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 189.

149   L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 236.

150    L. Polo, Persona y libertad, Eunsa, Pamplona, 2007 p. 158.

151    L. Polo / C. Llano, Antropología de la acción directiva, pp. 108-109.

152    Por ser dual, la naturaleza caída daña también a la esencia. Desde la esencia no es posible abandonar la sola detención, pues aunque la esencia no se detiene necesariamente, tampoco “encauza la co-existencia porque no mantiene la no desfuturización”; L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 190.

153    L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 233. Cfr. Curso de teoría del conocimiento, III, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 318.

154    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 272.

155    Nótese que no se trata de una detención cualquiera sino de la sola detención y nada más. La sola detención se distingue de la demora creciente, la cual –por ser un descenso que no excluye el ascenso, sino que “sube y baja”– no es una situación crítica sino que, aunque “aparenta cierta aporía”, es “metalógica de la libertad”; J. García, “La metalógica de la libertad y el abandono del límite mental”, Studia Poliana, 2008 (10), pp. 9-10.

156    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 137.

157    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 22.

158    La insistencia indica la actuosidad del carácter de además que “no tiene nada que ver con una culminación”; cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 124. “Esta noción pone a salvo a la existencia humana, entendida como libertad, de las veleidades a las que sucumbe en algunas ocasiones, a la vez que une el carácter personal y colectivo de la existencia humana. Apunta también  a la vinculación entre los planos natural y sobrenatural. Tal línea de investigación ya fue emprendida por Gregorio de Nisa, padre griego del s. IV, que entiende la esperanza como epéktasis, palabra griega con la que se denomina el carácter creciente de la tensión hacia Dios. De acuerdo con ello, la sustancia espiritual inmaterial escapa a todo confín y se renueva constantemente”; L. Polo, “La sofística como filosofía de las épocas de crisis”, p. 122.

159    I. Falgueras, Hombre y destino, Eunsa, Pamplona, 1998, p. 71.

160    Cfr. Platón, República, Gredos, Madrid, 1987.

161    Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, pp. 77-80; Quién es el hombre, pp. 28-30; Sobre la existencia cristiana, pp. 146-148.

162    Lo anterior responde a la profunda inquietud de Heidegger manifiesta en el segundo párrafo   de la introducción a Ser y tiempo, cfr. p. 23.

163    Cfr. Agustín de Hipona, Sermón 168, 18.

164   Cfr. L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 199.

165   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 172.

166   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 133.

167    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 30.

168    L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, III, p. 304.

169    L. Polo, El acceso al ser, p. 84.

170    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 223.

171    L. Polo, El acceso al ser, p. 84.

172    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 223.

173    “Si se advierte que sólo hay, lo ignoto a su vez lo hay: cabe suponer lo ignoto en cuanto que  tal expresión “sólo hay” es desvirtuada al pretender fijarla ópticamente en el carácter presuntamente definitivo del hecho, o si se pierde de vista la infinitud operativa de la inteligencia”; L.  Polo, Curso de teoría del conocimiento, III, p. 304.

174    “El ateísmo tiene una razón fundamental: el miedo. ¿Por qué califico el ateísmo como una cobardía existencial o espiritual? Porque el miedo es consecuencia, en este terreno, de que la criatura está más cerca de la nada que de Dios. El «extra-nihilum» establece una distinción menos importante que el «ad extra» . Para el acercamiento a Dios es necesaria una osadía suprema, un supremo coraje que es la raíz misma del valor humano”; L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 148.

175    San Pablo lo señala en primera persona: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta”; Filipenses, 3, 13.

176    L. Polo / C. Llano, Antropología de la acción directiva, p. 101.

177    L. Polo, El hombre en la historia, p. 92.

178    J. F. Sellés, Antropología para inconformes, p. 14.

179    L. Polo, La persona humana y su crecimiento, p. 92.

180    L. Polo, Persona y libertad, p. 250.

181    Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, Eunsa, Pamplona, p. 28.

182    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 282.

183    “Mi postura definitiva no es antropocéntrica, sino cristocéntrica”; L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 24. Y también señala que, para “dotar de sentido al dolor humano, habría que abordar una antropología teándrica, para resolver suficientemente este problema”; L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 285.

184    “La falta de sentido afecta ante todo a la voluntad, como dimensión de la esencia humana,  pero también a la capacidad de amar propia del acto de ser humano, al que llamo co-acto atendiendo precisamente a su constitutiva relación con otro. El mal afecta a dicha relación: es un factor que aísla al hombre”; L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 286.

185    Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, pp. 288-289.

186    “Nuestra destinación nos unifica. Si en Cristo es la asumisión la que unifica, en nosotros es la respuesta a llamada o elevación, pero ésta se consigue únicamente, aunque sobrabundantemente, con la gracia de Cristo […] La integración se alcanza por la destinación […] permit[iendo] el más alto perfeccionamiento del mundo, de los demás y de sí mismo”; I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, p. 184.

187    Desde el ser triádico del hombre se puede comprender el aceptar como darse sin perderse, lo que abre el horizonte a la comprensión de la contemplación y la santidad personal. Esta noción es de una gran profundidad; sin embargo, no es el momento de ampliarla. El problema del ser triádico del hombre con respecto a su ser dual lo detecta Sellés; sin embargo, no ofrece solución. Cfr. J. F. Sellés, Antropología de la intimidad: libertad, sentido único y amor personal, pp. 131-132.

188    “La estructura triádica del amor personal, que se manifiesta en el regalo, es una sugerencia  muy clara de la Trinidad divina. Cabe decir que los miembros de esta estructura son el dar, el aceptar y el don, los cuales se pueden apropiar a cada una de las tres personas divinas: el dar caracterizaría al Padre, la aceptación sería propia del Hijo y el don, del Espíritu Santo. Como ya se  ha dicho, en el cristianismo la estructura triádica del amor personal tiene una traducción humana. El amor entre Dios y las criaturas permite un desarrollo peculiar, atendiendo a lo que la teología tradicional llama perichóresis o circumincessio”; L. Polo, Epistemología, creación y divinidad,  pp. 350-351.

189    L. Polo, Persona y libertad, p. 249.

190    L. Polo, Persona y libertad, p. 250.

191    “La persona es el axioma puro: axioma significa lo de más valor. Es lo superior sin más. No  hay nada superior a la persona creada más que la persona divina”; L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 283.

192   Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, p. 28.

193   Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, p. 28.

194    L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, p. 28.

195    L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, pp. 28-29.

196    L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, p. 29. Polo se refiere al Axioma D que en antropología se corresponde congruentemente con el ademasear del además, o lo que es, lo mismo con la actuosidad del acto. Sobre la congruencia axiomática de la teoría del conocimiento de Polo y   su antropología se hablará más adelante.

197    L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, I, pp. 35-36.

198    L. Polo, “La actitud escéptica: una revisión”, en A. L. González / Mª I. Zorroza (eds.), In  umbra intelligentiae. Estudios en homenaje al Prof. Juan Cruz Cruz, Eunsa, Pamplona, 2011, p. 668.

199    L. Polo, “La actitud escéptica: una revisión”, p. 673.

200    Cfr. L. Polo, Estudios de filosofía moderna y contemporánea, p. 75.

201    Si se aborda por la vía del conocimiento, también se le puede llamar carácter de ya: “El carácter limitado del conocimiento objetivo se debe precisamente a la posesión del objeto: el objeto ya está pensado; ese ya es el límite mental”; L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 103.

202    J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1970, p. 149.

203    Siendo Kierkegaard el más agudo exponente de la conciencia crítica, es de destacar que los cuatro principales afectos del espíritu que detecta en el estadio crítico son: la pena, el tedio, la angustia y la desesperación. Cfr. J. F. Sellés, Claroscuros en la antropología de Kierkegaard, Editorial Académica Española, Madrid, 2012, pp. 25-34.

204    “Nihil autem potest addi ad esse quod sit extraneum ab ipso, cum ab eo nihil sit extraneum   nisi non-ens, quod non potest esse nec forma nec materia”; Tomás de Aquino, De potentia, q. 7, a. 2, ad 9.

205    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 154.

206    L. Polo / C. Llano, Antropología de la acción directiva, p. 76.

207    Cfr. L. Polo, Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos, pp. 79-82.

208    L. Polo, Filosofía y economía, Eunsa, Pamplona, 2012, p. 427.

209   L. Polo, La persona humana y su crecimiento, p. 73

210   J. F. Sellés, Antropología para inconformes, p. 553.

211    Cfr. L. Polo, “La esperanza”, Scripta Theologica, 1998 (30, 1), p. 157.

212    Cfr. L. Polo, “La esperanza”, pp. 251-268;

213   L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 220.

214   L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 220.

215   L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 232.

216   L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 115.

217   L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 232.

218    L. Polo, “La esperanza”, p. 162.

219    En este sentido, para comprender la distinción del carácter de además y el carácter de sólo, resultan especialmente esclarecedoras esas palabras del Bautista en Juan, 3, 30. También es de interés lo que señala Ratzinger: “que Erich Fromm hable de la soledad como lo opuesto al destino íntimo de la persona. Si soledad significa no ser amado, estar abandonado, ser-solamente-yo, y si de este modo mi vida permanece vacía, está situación es efectivamente el temor que subyace a todos los temores”; J. Ratzinger, Dios y el mundo, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002, p. 175.

220    Beneditcto XVI, Caritas in veritate, Vaticano, Roma, 2009, n. 53.

221    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, pp. 154-155.

222    L. Polo, Introducción a la filosofía, p 228.

223    ”Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti”; Is 49, 15.

224    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 349.

Alberto I. Vargas

1.        Un ser crítico: la condición dual del hombre

La complejidad de la constitutiva problematicidad del hombre es lo más característico de nuestra situación; esto es lo que llamamos crisis cultural como manifestación de una crisis antropológica que no se reduce a la crisis del individuo ni a la de la sociedad en su conjunto. La alta complejidad de nuestra situación se pone de manifiesto en la proliferación y extendido alcance colectivo del miedo, la mentira, la esclavitud y la soledad a nivel íntimo. Se trata de una fase histórica negativa que tiene como característica fundamental la perplejidad, la cual fuera de la cultura occidental no se concibe existencialmente sino que se proyecta en factores externos exclusivamente manifestativos [1].

La razón antropológica por la que el hombre plantea un problema es por la distinción real que existe entre su ser personal y su esencia, lo cual significa que la persona humana no está finalizada por su propia especie y que tampoco la agota. A su vez, la problematicidad de la cultura es fruto del esfuerzo de la iniciativa personal por desplegar y actualizar las potencialidades de la especie a lo largo del tiempo; y al estar las culturas determinadas por este problema antropológico son, por lo tanto, modos diversos de enfrentar este problema. El fracaso de esta energía se debe a la libre reducción del ser personal a individuo que lo sitúa en una encrucijada [2].

Debido a que el único modo genuino de hacer filosofía es filosofar hoy, no es de extrañar que la primera exposición de Polo de su propuesta metódica sea precisamente partir del enfrentamiento con la perplejidad [3], punto de partida donde la libertad y el fundamento, acto de ser y esencia, se equiparan incorrectamente. La perplejidad es la complejidad problemática del hombre en nuestra situación que se presenta como inabarcable y que, al no poder salir de ella, desespera. La inabarcabilidad aparece por la limitación de método parcial ante una realidad compleja. De ahí la pertinencia de la filosofía hoy. El hombre hace filosofía precisamente por ser una constante fuente de problemas; “hace filosofía porque su relación con el universo no es un ajuste perfecto, y porque la relación entre su animalidad y su racionalidad tampoco lo es” [4]. Más aún, el filosofar del hombre es existencial en tanto que su relación con la trascendencia divina no está determinada sino que es libre en el tiempo, pues el hombre no es universo, ni ángel, ni Dios. El problema de la modernidad es complejo, pero no inabarcable. El planteamiento recurrente en la modernidad es resolver el propio problema y lo lleva a cabo a partir de la sencillez; pero esto es un error craso. El Ser Originario es simple [5], pero no lo simplemente único [6], ni tampoco solitario, sino trino [7]. Por su parte, como señala Polo, el hombre no “es una realidad simple, sino sumamente compleja, por lo que con frecuencia su estudio no se sabe controlar o se aborda de manera parcial” [8].

En términos radicales la crisis de la modernidad es un problema personal con manifestaciones colectivas en la cultura occidental. La persona humana es compleja y, si esta complejidad es el problema en cuestión, entonces es perfectamente comprensible que la crisis sea también compleja, e incluso de muy alta complejidad por la sincronía de millones de libertades personales en juego. Aunque la modernidad detecta acertadamente el tema de la libertad, no es conveniente en nuestra situación continuar intentando soluciones parciales, fragmentarias, pues lo único que se consigue es complicar aún más el problema aumentando los efectos perversos que una alternativa errónea provoca [9]. No es conveniente detectar el límite y acomodarse en él como si fuésemos seres fronterizos [10] estacionados en la situación crítica, lo cual significa una actitud de bajo vuelo pues lo propio del límite es ser abandonado. Esto es, en síntesis, la modernidad: la arbitrariedad del método ante un tema bien detectado, la repetida elección de alternativas parciales a un problema de dimensión global. En este caso, la parcialidad se identifica con el reduccionismo, con la fragmentación. El problema de la modernidad es un problema que radica en la libertad misma que se es, y esta libertad personal es compleja. Se trata entonces de un doblez de la libertad en detrimento de su dualidad [11]: una pérdida de altura.

La perplejidad es la principal clave para la comprensión de la crisis moderna, la cual, como se ha dicho en repetidas ocasiones, está ya presente en Ockham. El itinerario filosófico frente a la perplejidad se puede sintetizar en los destacados esfuerzos de Hegel, Kant y Heidegger. Polo hace ver que la intención del proyecto intelectual de Hegel se resume en el intento de salir de la perplejidad pretendiendo alcanzar un saber absoluto que la elimine “mediante el esclarecimiento de todas las zonas oscuras del conocimiento” [12]; en Kant, por su parte, esta actitud se manifiesta en suspender la evidencia en beneficio de la Idea Absoluta [13]; y también está a su modo en Heidegger, que asume la perplejidad partiendo de la antecedencia absoluta del enigma [14]. En Kierkegaard aparece la conciencia crítica pero, aunque alude a varias dualidades, mantiene la parcialidad metódica al subordinarlas al yo interpretado como individuo [15], por lo que fracasa también en el intento de salir de la perplejidad.

La conciencia crítica no sólo descubre la crisis, sino, sobre todo, que “el hombre es un ser crítico” [16]. Sin embargo, debido a “un «exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables” [17], la sola comprensión crítica del hombre decae en tragedia pues no alcanza a ver que “en ese carácter crítico está su grandeza” [18]. El ser crítico del hombre consiste en la posibilidad libre de reducción del ser a la esencia. Se trata de la búsqueda del origen en la pretensión de sí como declive temático del ser personal en orden al yo. La persona humana no es sencilla sino inidéntica [19], no tiene doble sino que es dual: es Dios quien se le da. El oscurecimiento del ser personal viene a ser tanto la exclusión de la conciencia del origen como del destino [20].

El universo se distingue radicalmente del hombre por la necesidad que tiene de que éste perfeccione su naturaleza esencializándolo y atravesándolo de sentido. A su vez, la condición asombrosamente tecnócrata del hombre como superhábil pone de manifiesto que la relación del hombre con el universo no es un ajuste perfecto: no es homeostática sino más bien problemática[21]. En cuanto a que perfecciona, el hombre es un solucionador de problemas. A diferencia del universo el hombre no se reduce a la necesidad, sino que su ser es libertad: es una criatura libre. El hombre está abierto al universo pero no al revés, el universo no es abierto, y en eso ambos se distinguen radicalmente: “El ser humano no se reduce al ser del universo porque co-existe y el ser del universo no” [22]. Por esto, la relación del hombre con el universo es crítica. De ahí, por ejemplo, el problema ecológico, que resulta de la segmentación o paralización de la acción humana dando lugar a una complejidad disgregada que, por una parte, estropea la habitabilidad del planeta, y por otra, oscurece el sentido de la realidad humana [23]. Es por esto que el trilema de la ciencia se plantea críticamente [24] porque es posible perfeccionar el universo y la ciencia está en servicio del hombre con respecto al universo. Debemos decir entonces que la cultura es crítica porque el hombre es crítico. Por eso se pone de manifiesto con esta problemática “que el éxito no está asegurado y que es preciso referir la actividad técnica a cuestiones últimas” [25].

Distinto al animal, el hombre no es un ejemplar de la especie, sino que la personaliza; la alberga en sí estando referido a ella, pero no se finaliza enteramente en ella [26] sino que sobra. No es sólo habilis sino que es sapiens: “como somos técnicos y también pensantes, la relación entre el individuo y la especie no es menos problemática (cosa que no ocurre con ningún animal)” [27]. Esto significa que en el hombre no hay solamente una apertura hacia fuera sino también una apertura interior, en sí mismo, porque el hombre es inidéntico. De ahí la justificación de la ética, porque la relación del hombre con su especie es crítica. Por ser personal, el hombre está abierto a la especie pero se distingue radicalmente de ella. El hombre se destaca de la especie sobrando. Que el hombre sea crítico en sí mismo significa que es el ser personal que no agota su especie. Es decir, a diferencia del ángel, el hombre se enfrenta al problema de la intersubjetividad: al problema de la relación con sus semejantes. De ahí por ejemplo, el problema de la marginación en sus diversas formulaciones: esclavitud, indiferencia, aislamiento, masificación, etc. Éstas manifiestan una mala solución a la relación de la persona con la especie, pues indican una pretensión de ser la única criatura espiritual, lo cual además –como señala Polo– es pecado [28]. El hombre no está solo en el mundo sino que lo habita con otras criaturas libres en sociedad. El ser del hombre no se distingue sólo del ser del universo ad-extra sino que también ad-intra se distingue el ser de su esencia, lo cual plantea ya no sólo un problema ecológico sino ético, el de la convivencia social en el mundo.

El hombre se distingue radicalmente de Dios en tanto que Dios es su origen y destino. La distinción radical del hombre con Dios es su ser criatural: Dios es Creador y el hombre criatura. Ahora bien, como el hombre no es criatura única, se distingue del universo –en tanto que también criatura– por su ser personal, desde donde el Origen no sólo se advierte como el primer principio de identidad, sino que se descubre como persona [29]. El hombre no es sólo una criatura, ni siquiera es sólo esencialmente libre, sino que además es libertad creada: libertad trascendental e íntima [30]. Esta distinción teándrica permite descubrir el carácter de además del ser personal humano. Por ser libertad creada, el hombre está íntimamente abierto a Dios distinguiéndose radicalmente de Él. Que Dios sea origen y destino del hombre significa una tercera apertura en el hombre más acá de la apertura al universo o a la especie, una apertura al origen y destino visto éste como Persona. En tanto que libertad creada su relación radical con la Persona Divina “se alcanza como posesión del futuro que no lo desfuturiza” [31] incluyéndose activamente libre –atópicamente– en Dios, avivando su búsqueda [32]. Esa inclusión y ese alcanzar que caracterizan lo que Polo llama el carácter de además pone de manifiesto que el hombre es íntimamente un ser crítico pues “el ser personal no es, sino que será” [33]. Esta capacidad de abrir el futuro por encima de toda prefiguración, o mantenerlo como tal, muestra que el ser además significa no acabar de ser [34], o que su ser es crítico en tanto que Dios es su origen y de Él espera el destino. Sin Dios la criatura es nada, se desvanece [35]. En el hombre el destinarse no está garantizado sino que es libre desde la llamada divina. Surge aquí una tercera distinción, si cabe decirlo, más auténticamente radical: el ser personal humano y el Dios personal.

El hombre es radicalmente distinto del universo, de su especie y de Dios. Desde estas tres distinciones jerárquicas se comprende la situación crítica del hombre: hacia afuera (ad-extra), la relación del hombre con el universo es crítica; interior (ad-intra), la relación del hombre con su especie (sí mismo y sus semejantes) es crítica; y por último hacia adentro (íntima), la relación del hombre con Dios es crítica.

La crisis es posible en el hombre por su radical condición dual. A diferencia de Dios el hombre no es un ser simple sino complejo, pero no es sólo complejo, sino que es dual [36], pues de lo contrario no cabría ni desajuste ni crisis [37]. Si el ajuste continuo es propio de su estar en el mundo, entonces el desajuste aumenta su condición enigmática. El ser crítico descansa en la dualidad humana, y ésta en el ser además. Cuando el conocimiento humano es apertura, entonces su ser crítico se descubre como dual y la dualidad como libertad, lo cual invita a descubrirla con sentido desde la misma apertura, un sentido que evoca origen y destino. Se descubre el ser como criatura, y el ser criatural denota ser segundo; ser segundo es el carácter de además. Por eso en el hombre el ser dual es radical, “cuasi-trascendental” [38], y también por eso los aspectos duales son muy abundantes.

Como señala Polo, “en antropología es preciso profundizar en las dualidades humanas hasta alcanzar la dualidad radical” [39]. En ese esfuerzo cabe destacar tres dualidades en orden a la comprensión crítica del hombre: 1) Dualidad trascendental: al carecer de réplica el ser personal humano primeramente se dobla en sentido ascendente con el ser personal divino. Esta dualidad teándrica es la co-existencia hacia adentro. 2) Dualidad esencial: pero el ser personal humano no es sólo dual respecto del ser personal divino, sino que al disponerse según la propia esencia abre una segunda dualidad en la que ya no es el miembro inferior sino el superior. Ésta es la dualidad esencial superior: la co-existencia interior. 3) Dualidad con el universo: la esencia humana no es sólo dual con la persona, sino que también se dobla con un miembro inferior a ella que es la naturaleza [40]. Esta dualidad es la co-existencia superior hacia fuera.

A estas tres dualidades podemos llamarlas tipos de co-existencias porque penden muy directamente del acto de ser personal humano caracterizando su ser co-existente en el tiempo. Aunque estas tres dualidades son las más destacadas, conviene aclarar lo siguiente: a) La dualidad del hombre con el ser del universo no agota la co-existencia, ni tampoco es la dualidad radical; si fuese así, aparecería la tragedia personal a modo de naturalismo. b) La dualidad interior del hombre ser-esencia tampoco agota la co-existencia, pues la co-existencia social aunque es superior a la co-existencia del hombre con el universo, tampoco es la dualidad radical, pues la humanidad social no es el absoluto; si fuese así, aparecería también la tragedia personal a modo de humanismo antropocéntrico. c) La dualidad del acto de ser divino con el ser personal humano es trascendental puesto que es desde esta dualidad desde donde se llega a Dios. Por esto, dualidad trascendental significa dualidad radical, porque sobre todo cada quién co-existe con Dios. Gracias a la absoluta superioridad de Dios, esta trascendencia no es un culminar sino que está siempre por alcanzar, por lo que también significa apertura radical. Por no haber otra dualidad más allá de ésta, la llamamos radical. Más allá de la dualidad significa identidad [41].

2.        El doblez: la ruptura de la dualidad

Si “la alusión a las dualidades humanas destaca que es un puro sobrar” [42], también es posible descubrir desde su ruptura la escasez. Una crisis antropológica significa fundamentalmente una ruptura de estas tres dualidades teniendo como origen la primera de ellas: una desvinculación íntima con Dios, con los demás hombres y con el universo. Por eso, podemos decir que una crisis antropológica es existencial, o mejor dicho, teándrica en el sentido de ruptura con su origen y destino. Ahora bien, la complejidad crítica que se genera desde el ser dual no se resuelve desde la misma complejidad [43], sino desde la dualidad [44]. La conciencia crítica nos permite reconocernos en situación de esclavitud, de pérdida de la libertad interior. Esto es ya una gran ventaja, pues en el problema se vislumbra la solución. La conciencia crítica no es independiente de la tarea de superar la crisis [45]. “Contra el doblez […] está la integridad” [46]. La complejidad exige integración: “sin integración es imposible afrontar la complejidad” [47]. En este sentido se clarifica que el carácter crítico y complejo “es un dato” fruto de la condición dual del hombre y “no el problema. El problema es su integración” [48] desde la dualidad pues “el hombre no puede integrarse directamente a sí mismo” [49]. La integración de las dualidades humanas es ascendente y jerárquica, y esto es un indicio del carácter de además de la persona humana [50]. Si la complejidad como problema se resuelve desde la integración, entonces el problema del menguar de la libertad que se es, se resuelve desde la dualidad radical que es “transcendens” respecto de ella: la Persona Originaria [51]. Los problemas siempre se resuelven por elevación. Ya que “hombre creado es, a la par y sin solución de continuidad, hombre elevado” [52], la solución al problema personal está siempre al alcance desde la apertura de dualidad radical. Resolver el problema de la libertad moderna, por tanto, significa apelar a los recursos más complejos del hombre y de la sociedad, a las dualidades superiores.

Una persona sola es un absurdo: la persona es apertura a otra. La persona humana no es solitaria y, en pensarse sola radica su crisis: el menguar de su ser novum, condición innovante en cuanto abierta por dentro al origen. En estricto sentido se es co-persona. El problema de la personal desvinculación íntima del hombre con el Dios personal se resuelve a partir del ser además –de la co-existencia radical– que en el hombre es elevación. Según la libertad, cada persona es un novum capaz de redimir el pasado en tanto es co-existente con las demás personas humanas y las divinas dando lugar a un incremento novedoso que no desfuturiza el futuro sino que lo franquea [53]. El método que Polo descubre es la persona misma. Para un problema personal una solución personal; para un problema íntimo una solución interior. A esto es a lo que le teme buena parte del pensamiento contemporáneo, a acudir a recursos superiores más allá de lo que hay (el haber), recursos que se salen de su dominio y control porque son libres –su propio ser personal–, porque no ofrecen garantías.

Si se habla de dualidad entonces “también se puede hablar de doblez” [54]. A su vez “la doblez presupone la dualidad y sólo así es posible” [55]. La doblez es el decaer de la dualidad, es decir, el caer de la libertad de alcanzarse en su destino. Ese doblarse en caída no es simplemente un error temático, sino la pretensión de sí y la decaída de la coexistencia humana como libertad: la esclavitud interior. Si la clave de la antropología es la dualidad entendida como el alcanzar de la libertad, entonces su defecto también es de interés antropológico, pues es éste el que da origen a los planteamientos dualistas que acuden a un tercer elemento para superar la disociación. Tal es el caso de la mediación, propia del idealismo dialéctico [56]: tender un puente no es una solución para la dialéctica, sino que se exige una dialógica para su abandono. Decir que el hombre es dual no es un dualismo teórico. El dualismo no es dualidad [57], sino su exageración que la problematiza en exceso. Que el hombre sea dual significa que es apertura, es decir, que el hombre no es uno –no es idéntico, ni simple– y que tampoco tiene partes. Con el dualismo aparecen las partes, la fragmentación del hombre en partes que no encuentran unión, como la luz a través del caleidoscopio. Es decir, el dualismo aparece con el doblez entendido éste como la ruptura de la dualidad, pues en lugar de distinguir sus dos miembros los separa; por eso de la doblez se desprende todo reduccionismo antropológico, toda fragmentación que es crisis. “A diferencia del dualismo”, la dualidad “no tiene prisa por resolver la complejidad” [58]. Por este motivo, el universo puede ser comprendido analíticamente, pero el hombre no, porque al separarlo en partes se pierde. El universo lo conocemos distinguiendo analíticamente, a los seres vivos distinguiendo sistémicamente y al hombre lo conocemos distinguiendo en dualidad [59]. “Por eso, se debe investigar la vinculación de la pluralidad de dualidades […] incluso en el orden del ser; por eso se habla de co-existencia trascendental” [60].

No toda doblez implica una caída de carácter trascendental. Debido a la abundancia de dualidades en el hombre la doblez puede presentarse a muchos niveles y su complejidad dependerá de cuán íntima sea la dualidad doblada en caída. Por ejemplo, desde la dualidad esencial se puede encontrar la falta de veracidad al hablar, la irresponsabilidad y la ruptura del compromiso, las cuales son rémoras que se oponen a la integridad ética desde la cual es posible el valor añadido y el crecimiento esencial [61]. Formas derivadas y decaídas de la dualidad son: la disparidad, la encrucijada, la oscilación, la ambigüedad, la hipocresía, el disimulo, el fingimiento, el solapamiento y, sobre todo, la mentira [62]. “El error es más disculpable que la mentira; la mentira, la doblez, no es disculpable nunca.

Todos nos equivocamos, todos somos un poco insensatos, y por otra parte a veces pensamos que la teoría no sirve para nada” [63].

En términos de teoría del conocimiento la doblez significa oscilación. La oscilación es la codicia de la pretensión preponderante que trueca el disponer a su servicio en uso sin control borrando la distinción entre el núcleo del saber y el logos. Así entendida la oscilación significa entregar el destino a la naturaleza en cuanto a virtualidad; es decir, oscilación significa el olvido de la persona y, por lo tanto, de la distinción real. El oscilar es la confusión de la unificación que separa negando en detrimento de la distinción [64] y el crecimiento [65]. El oscilar del logos en detrimento de la unificación cognoscitiva es la pretensión de sí, que excluye toda dependencia del conocer personal: desvanecerse y renacer [66]. Aunque en El acceso al ser Polo se limitó a la consideración gnoseológica del logos en orden al núcleo del saber que es la persona, hizo notar la correspondencia antropológica del trueque del disponer a favor de la naturaleza como olvido de la persona y su consecuente incapacidad de Dios: “El trueque de la disposición en uso incontrolado es naturalismo, olvido de la persona. El olvido de la persona es la abdicación de su destino y, como tal, egoísmo. El egoísmo es impaciencia e imprudencia. El tema tiene indudable relevancia ética. Tiene también importancia para la filosofía de la religión, pues es obvio que en la entrega a su naturaleza la persona queda perdida e incapaz de saber de salvación” [67]. Se trata pues no sólo de un problema gnoseológico sino de una oscilación existencial que se vincula directamente con el problema moderno del capax Dei, pues si el hombre desde la libertad que es renuncia a Dios, su conocimiento oscila doblándose en caída hacia su naturaleza, y entonces entra en crisis. Si el hombre no es capaz de Dios, entonces busca desesperadamente la réplica en sí mismo o en el cosmos pretendiendo sacralizar la criatura. Afirmar que el hombre no es capaz de Dios es la mentira íntima. En este sentido la oscilación es indicio de perplejidad y de egoísmo, y el egoísmo es frustración y pobreza ontológica.

El contagio y la multiplicación de la oscilación existencial moderna en la historia es una hipertrofia generalizada del pensamiento que nos ha situado habitualmente en el enmarañamiento de la conciencia y la pérdida del ser, lo cual significa la instalación histórica en el límite [68]. En Ockham ya hay oscilación existencial [69]; en Descartes es manifiesto su olvido de la trascendentalidad del ser [70] y cabe decir asimismo que Hegel sucumbe en la perplejidad pues “el idealismo no es simplemente un error temático, sino una decaída de la co-existencia humana como libertad” [71]. La libertad decayendo de alcanzarse en su destino es lo que hemos denominado crisis personal o antropológica, la cual da lugar a lo que Polo –siguiendo a Heidegger– denomina el ocultamiento histórico del ser [72]. Por ser esta crisis nuestra situación histórica, sólo en la misma historia puede también superarse abriendo paso al crecimiento histórico, pues, como hemos dicho antes, la doblez indica dualidad, la crisis del crecimiento. Perder el ser –como también se ha señalado– además de un problema gnoseológico es existencial porque “es a la vez, para la libertad, situación de pérdida en el ser” [73], de modo que no hay más remedio que, junto con el alcanzar de la libertad, se emprenda también la tarea de superación del estadio cultural [74]. Ése es el proyecto poliano del abandono del límite mental; que más que dar el salto a la presencia divina “tiene más bien el carácter de remedio de una insuficiencia presencial, que es debida a la primera caída” [75] y también a las caídas posteriores.

Si la libertad trascendental –en tanto que el acto más intenso de la libertad humana– es la aceptación de ser libertad creada, su rechazo es una caída libre en el error. Se trata de una confusión de la libertad trascendental con la de espontaneidad, que prima al yo sobre el trascender, a la potencia sobre el acto, abriendo espacio al principio del resultado. A este rechazo del ser criatural de la libertad humana se le puede llamar caída ontológica, la cual no puede ser nunca radical, pues la absoluta negación del ser criatural es falso e imposible [76]. Mientras tanto, en ese negarse como criatura la pretensión de sí –el seréis como dioses– busca encumbrarse corrigiendo el universo y dando lugar a la ciencia del bien y del mal. “En este proyecto el hombre se separa de Dios, actúa solo, por su cuenta, y no se apoya ni espera en Él. Aquí está la razón formal primordial del pecado: la blasfemia, la escisión, la soberbia presuntuosa, la muerte de la esperanza, la soledad” [77].

A partir del pecado original se registra una quiebra del conocer práctico del hombre, que rompe su relación pacífica con el universo. Mientras que la ciencia del bien y sólo del bien es lo propio de la dualidad con el universo, la ciencia del mal y del bien es una quiebra que no sienta distinción sino más bien diferencia y, por lo tanto, conflicto, dando lugar a la dialéctica como cumbre de este conocer quebrado. Mientras que la primera es la ciencia del bien en cuanto incrementable [78], la segunda es la de la pesimista supervivencia en la escasez de bienes. De esta ciencia del bien y del mal surge una ética de mínimos, una política de la resolución de conflictos, una economía de administración de recursos, etc. Una vez cerrada la fuente de actividad humana, la productividad social y transformación del cosmos en mundo se vuelven altamente problemáticas: escapar de los efectos perversos parece imposible. “La interacción humana sufre quiebras en la historia en la medida en que se pretende un actuar aislado o prepotente” [79].

Efectivamente, para Polo, “si se profundiza en la crisis de la humanidad, se concluye que consiste esencialmente en el pecado, que atraviesa la historia humana desde su comienzo” [80]. En el momento de la primera caída, la especie humana se reducía a Adán y Eva, por lo que su caída fue una caída de todo el género humano. Esta caída existencial se correspondió con una crisis antropológica donde la escisión del acto de ser personal de los primeros hombres se desvinculó del ser divino por el rechazo de su ser criatural y el declive de la libertad de alcanzarse en su destino. Sin embargo, en nuestra situación nos encontramos en una agudización prolongada del pecado a través de los últimos siglos como lo ha señalado repetidamente el Magisterio de la Iglesia con claridad a partir del Concilio Vaticano II, refiriéndose muy concretamente a la “situación” o las “estructuras de pecado” [81]. Nuestra situación crítica de la sociedad contemporánea es equivalente a la situación de pecado [82]. De ahí que una crisis antropológica en nuestra situación se asemeja a una nueva caída en tanto que significa un nuevo ocultamiento del ser personal humano, que por ser tan generalizado no se distancia mucho de la primera caída.

Desde un individualismo ampliamente extendido resulta difícil comprender a la persona como ser dual, reduciéndose más bien a ser crítico. Esa nueva caída ontológica es un rechazo generalizado de la sociedad contemporánea, ya no sólo de su ser criatural, sino más aún en nuestra situación, de ser hijo [83]. “El ser humano no es un individuo –un indiviso–, sino una realidad sumamente compleja […] El hombre tiene que aprender a serlo. Pero este aprendizaje puede fracasar, es decir, conducir al desajuste de las dimensiones de su ser. Dicho desajuste ocurre siempre que el hombre reduce el ámbito de sus intereses, reducción inevitable en el aislamiento que comporta pretender vivir como mero individuo, que sólo mantiene relaciones de intercambio de medios con los demás” [84]. En términos psicológicos la crisis es la caída en el subjetivismo como situación [85]: el hombre moderno ha dejado de interesarse por Dios para concentrarse en sí mismo.

Aunque si bien, está situación se agudiza cada vez más –y “en estos decenios ha aumentado la desertización espiritual” [86]–, “una tragedia ontológica es imposible: lo último, lo más importante, no puede ser lo trágico” [87]. De ser así, no hay escapatoria al absurdo, y, al ser éste una postura vital de cerrazón, indica en su crisis la apertura como referencia. El pecado y la crisis antropológica están íntimamente vinculadas en tanto que son una escisión trascendental de la intimidad humana con respecto a la co-existencia con Dios. Si la tragedia aparece en la vida humana es “porque el hombre peca precisamente por desvinculación del coexistir, por querer no coexistir. El pecado original es un pecado contra la co-existencia. Es querer vivir solo: desobedecer a Dios y actuar sin Él, rompiendo la comunidad con Dios. Y quien habla de comunidad habla de co-existencia; desde el punto de vista de la persona, comunidad significa co-existir” [88]. Efectivamente, si la crisis antropológica se vincula al pecado, es imposible ajena al co-existir trascendental, pues es precisamente su versión negativa: “En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para  vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa” [89], es decir, de modo crítico. Si en Ockham encontramos el origen de esa nueva caída, en Hegel la caída –siendo la misma, pero crónica– es de alta complejidad crítica, pues la detectación del límite es clara, así como la deficiencia del método que Hegel propone. Ésta es la utilidad del idealismo para el abandono de la crisis: su detectación [90].

La dignidad humana está en el coexistir con Dios –en esa primera dualidad que hemos señalado antes–, por lo que la escisión trascendental es la propia pérdida de sí y la renuncia a la Providencia quedando a la propia merced. Conviene decirlo taxativamente: que el hombre sea dual significa que sin Dios el hombre se nadifica [91], pues Dios le “hace ser. Pecar consiste en el aislamiento, en el romper la propia vocación expresiva que está fundada en la conversación universal. Dios escucha todo. Escuchar es dar dignidad a las cosas. Al hombre lo reúne, le hace estar consigo, la conversación con Dios. El hombre que abandona el Infinito se pierde a sí mismo y queda a merced de sus rabietas, apartado de sí” [92]. Esta ruptura es la soledad existencial.

El hombre contemporáneo es el hombre escindido, desgarrado por dentro, el hombre solo. Al ser la co-existencia con Dios la fuente de toda la actividad en el hombre, al escindirse trascendentalmente se disponen también a escindirse en cascada todas las demás dualidades a modo de una entropía del sentido. La ruptura del hombre con el universo, con los demás hombres y consigo mismo encuentran su origen en la escisión trascendental. De ahí la alta problematicidad de nuestra situación: estamos en una crisis de crisis –una crisis crítica– donde es el propio ser el que está en juego. En lo necesario no hay sitio para la crisis. La crisis sólo es posible en libertad. Que el hombre sea un ser crítico indica que es persona, una persona que es libertad trascendental. Detectar el ser crítico como indicio de libertad es el comienzo de la esperanza. La esperanza que se pone en marcha es la esperanza en perfección lo cual invita a abandonar la noción de perfección como definitiva.

La libertad trascendental indica dualidad respecto del Origen; la libertad esencial, respecto de la especie y la libertad técnica, respecto del universo. La comprensión de la crisis no sólo como lo que somos ni en la que estamos significa haber detectado el problema desde su raíz, pues, como se ha dicho, desde una antropología trascendental la persona es además: la persona que yo soy no se reduce a lo que soy, sino que es apertura al ser que seré, a ser más de lo que soy. La persona es un quién, es llamada a ser más [93]. Si el ser del hombre es personal y la persona es además, entonces el hombre no se reduce a su ser crítico sino que es además de la crisis que es. Lo anterior no significa de ningún modo un “nuevo reduccionismo antropológico” a favor del espíritu y en detrimento del cuerpo. Desde el ser personal comprendido como además es posible integrar por elevación las múltiples dimensiones del hombre iluminando su sentido trascendental. De modo que si se pregunta: ¿a qué reduccionismo conviene que renunciemos? Hemos de responder: a todos, porque el hombre es irreductible; el hombre no es una cosa, ni tampoco es el propio tiempo. El hombre es una persona humana, un espíritu en el tiempo.

Mientras que la ruptura de la dualidad radical es una pretensión de ser único, o lo que es lo mismo, de ser primero, el ser dual denota que el hombre es ser segundo. El hombre no se reduce al universo, sino que le da sentido. Si al ser del universo se le puede llamar existencia, el ser del hombre es co-existencia en tanto que es además del ser primero: “el co-existir no se reduce al existir –con el que co-existe–; es una ampliación del existir” [94]. Que el hombre sea ser segundo no significa que sea secundario, sino que es directamente creado y no proviene del universo: segunda criatura. Un crear desde el Origen es siempre original, de modo que la segunda criatura no se identifica con la primera, sino que es además de la primera, lo cual es superior en el ser, pues la creación desde el Origen no puede declinar, sino que es más porque no es necesaria, sino que es libre en cuanto que además [95]. Distinguiéndose del ser del hombre, es el universo el que tiene sentido en el hombre. Segunda criatura significa libertad creada. El ser segundo no puede ser el único ser, sino que precisamente su ser excluye la unicidad [96]. Ser libertad creada significa co-existencia con la pluralidad personal Original, pues la libertad creada es la inclusión atópica en la máxima amplitud. Esto es la dualidad trascendental. De modo que el “ser creado es radical en el hombre” o el “para el hombre, ser creado equivale a ser dual” [97] no puede ser el axioma central de la antropología, pues su solo ser criatural no excluye la unicidad a pesar de proponerse voluntaristamente. Lo distintivo del hombre no es su ser criatural, pues el hombre se distingue del universo como criatura. Lo distintivo en el hombre es ser criatura segunda, de modo que la dualidad se refiere a su ser segundo y no a su ser criatural. Predicar la dualidad en el hombre a partir de su ser criatural es voluntarismo, pues la distinción que de ahí se hace entre el hombre y el universo no es desde el Origen. La filosofía no surge por el mero deseo de proseguir evitando la reiteración [98], sino que se abre camino “sobre todo resolviendo dificultades que salen al paso” [99].

El hombre no es sólo criatura, que el hombre sea libertad creada es ser además. “Ser persona creada se distingue del Ser Originario, que es exclusivamente Dios, y del ser como persistencia, que no es persona. Para ser persona humana es menester ser además. Ser además cumple todas las condiciones del ser creado, pero no como persistencia, sino añadiéndose. Persistir significa no dejar que aparezca la nada; ser además es abrirse íntimamente a ser sobrando, alcanzándose: más que persistir, significa acompañar, intimidad, co-ser, co-existir” [100]. De modo que desde la distinción real ser-esencia no se clarifica lo suficiente la distinción del hombre como criatura, sino que sólo se incoa. Lo distintivo del hombre no radica en las dualidades inferiores (esencial y con el universo), sino en la dualidad trascendental con Dios, pues el hombre se distingue más de Dios que del universo [101]. Si se centra la atención en la dualidad trascendental, se descubre al acto de ser personal humano como además y además: la actuosidad respecto del Origen. Este descubrimiento significa el abandono de la desesperación, pues indica que el error de la libertad no es definitivo, sino que, al co-ser con el Origen, el ser además no se cansa de ademasear.

El origen de la condición crítica del hombre es el pecado original como primera doblez trascendental. Por ser un ser dual (donde no se identifican esencia y acto de ser) hay posibilidad en el hombre de ser crítico y, por lo tanto, de ser creciente en tanto que además. Las crisis en el hombre oportunan el crecimiento, aunque no lo garantizan. El problema de la crisis moderna es muy concreto: la prolongada detención colectiva del crecimiento; es decir, el estacionarse de toda una sociedad (Occidente) en la condición crítica. De ahí la perplejidad de la que habla Polo. Se trata de una “situación” de pecado generalizada. Situarse en el pecado es sólo detenerse. Prolongarse en la sola detención desespera. Una sociedad detenida por siglos es una sociedad desesperada (sin esperanza).

Significa la renuncia a la dualidad trascendental como ser segundo. Es la reducción de la libertad creada a la sólo criatura al considerar superior la dualidad acto de ser-esencia sobre la dualidad acto de ser personal-Persona Original. Esto equivale a renunciar a ser hijo. Por eso dice Polo: “La libertad está en lo más profundo de mi ser. Primariamente, es el esse hominis. Libertad creada, propia del que se sabe hijo de Dios. Tal libertad se pierde si se niega el carácter filial, es decir, cuando se pretende ser autor de sí mismo, autorrealizarse, transformándola así en una libertad indeterminada, que no se destina” [102]. La doblez trascendental indica dualidad con el Origen, indica que se es trascendentalmente hijo –y no categorial o predicalmente hijo–. Sin embargo, la tragedia no es la última palabra, pues distinto del yo, la persona no sólo se desdobla decayendo sino que, como transparencia que es, la persona se trueca en búsqueda hacia adentro: “se busca una réplica de la transparencia que transciende hacia dentro a la transparencia creada: es la transparencia del Hijo de Dios” [103].

Alberto I. Vargas, academia.edu/

Notas:

1   Tal pudiera ser el caso del Medio y Lejano Oriente, y más concretamente de las sociedades musulmanas, e hindúes y budistas. Cfr. L. Polo (2009), “La sofística como filosofía de las épocas de crisis”, Acta Philosophica: revista internazionale di filosofia, 2009 (18, 1), p. 113.

2   Cfr. L. Polo, Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996, pp. 239-246.

3   Así se puede ver en L. Polo, El acceso al ser, Eunsa, Pamplona, 2004, pp. 27-148.

L. Polo, “Filosofar hoy”, Anuario Filosófico, 1992 (25), p. 29.

5   Que Dios es simple indica que es Uno, en tanto que no es compuesto, que no tiene partes: es simplicidad trina por dentro. Así entendido, que es Uno no indica pobreza sino todo lo contrario: riqueza. Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, Eunsa, Pamplona, 2014, pp. 76, 176, 194.

6   A este respecto indica un teólogo: “Lo simplemente único, lo que no tiene ni puede tener relaciones, no puede ser persona. No existe la persona en la absoluta singularidad”; J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1970, p. 149.

“Dios es Uno desde el punto de vista del próton, de la realidad fundamental primaria, pero   como ser personal, es Trino”; L. Polo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 228. Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, Eunsa, Pamplona, 2014, pp. 240, 284.

8   L. Polo, Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2010, p. 158.

9   Cfr. L. Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el tiempo, Rialp, Madrid, 2003, p. 153.

10    La filosofía del límite de Eugenio Trías comprende al hombre como fronterizo invitándolo a estacionarse en el límite y habitar en él sin abandonarlo, porque, para él, lo divino es un “extralimitarse”, es decir una utopía. Cfr. E. Trías, La lógica del límite, Destino, Barcelona, 1991; La razón fronteriza, Destino, Barcelona, 1999.

11    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 158.

12    L. Polo, El acceso al ser, p. 29.

13    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, pp. 121-123.

14    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 149.

15    Cfr. L. Polo, Quién es el hombre, p. 166.

16    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, p. 238; Cfr. “Filosofar hoy”, p. 33.

17    Francisco I, Evangelii Gaudium, 2013, n. 50.

18    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 238.

19    Cfr. L. Polo, Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos, Aedos, Madrid, 1996,   p. 65.

20    Cfr. L. Polo “El hombre como hijo”, en J. Cruz (ed.), Metafísica de la familia, Eunsa, Pamplona, 1995, pp. 322, 326.

21    Cfr. L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 237-238; “Filosofar hoy”, p. 29.

22    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 29.

23    Cfr. L. Polo, Una generalización coherente del planteamiento ecológico, pro manuscripto, Pamplona, sin fecha.

24    Cfr. L. Polo, Ciencia y sociedad, pro manuscripto, Pamplona, sin fecha.

25    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 237.

26    Cfr. L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 238.

27    L. Polo, Sobre la existencia cristiana, p. 237.

28    Cfr. L. Polo, La persona humana y su crecimiento, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 92.

29    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 140.

30    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 109.

31    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 227.

32    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 140.

33    L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 234-237.

34    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 222, 236-237.

35    Cfr. L. Polo, Presente y futuro del hombre, Rialp, Madrid, 1993, p. 139. La Constitución Gaudium et Spes (n. 36) del Concilio Vaticano II lo expresa del mismo modo: “la criatura sin el Creador se esfuma”.

36    “La introducción del tema de la unidad siempre es prematura en antropología. El uno no se puede buscar en el nivel de una dualidad como abarcante de sus miembros, pues esto suprimiría la dualidad superior. El intento de síntesis anula el rebrotar de dualidades más altas. Amputar la dirección ascendente de las dualidades humanas es una forma de reduccionismo”; L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 161.

37    “Complejidad no es falta de unidad, sino una forma de unidad no simple o  no  idéntica”; L. Polo, Antropología trascendental, I, p.169. Un desarrollo de la complejidad del hombre y su relación con Cristo se encuentra en: I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, Eunsa, Pamplona, 2000, pp. 167-186.

38    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 158.

39    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 169.

40    Como Polo sugiere –con muchas salvedades– a estas 3 dualidades más altas se puede corresponder los tres modelos trascendentales que sugiere Jesús Arellano: analógico, endológico y dialógico. Del mismo modo, como se mostrará más adelante, se podrían corresponder también las  tres crisis radicales con las tres interpretaciones defectuosas de los modelos trascendentales: analéctico, endoléctico y dialéctico. Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 157-162; J. Arellano, Los modelos ontológicos en la historia del pensamiento, I Semana Andaluza de Filosofía, Málaga, 1979.

41    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 166-173.

42    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 166.

43    El gran estudioso contemporáneo del problema de la complejidad es Edgar Morin. Para él “la complejidad es el desafío, no la respuesta… la complejidad no es sólo la unión de la complejidad con la no-complejidad (la simplificación); la complejidad se halla en el corazón de la relación  entre lo simple y lo complejo por que una relación tal es, a la vez antagonista y complementaria”; E. Morin Introducción al pensamiento complejo, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 143-144. Morin muestra su perplejidad al detectar el problema sin encontrar solución ya que la antropología que propone como método no es trascendental y por lo tanto insuficiente: la transdisciplinariedad es contradictoria y no consigue trascender el sincretismo. La complejidad en Morin no es dualidad sino duaslismo, de modo que no hay sitio en su pensamiento para la elevación. Cfr. E. Morin, El método. La identidad humana, Vol. V, Cátedra, Madrid, 2003.

44    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 158.

45    “La detectación del límite mental no es independiente de la tarea de superar el idealismo”; L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 15.

46    L. Polo / C. Llano Antropología de la acción directiva, Unión Editorial, Madrid, 1997, p. 77.

47    L. Polo, “La crisis de la universidad”, en VV. AA., Universidad en crisis, Prensa española, Sevilla, 1969, p. 12.

48   I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, p. 182.

49   I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, p. 175.

50    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 161-166.

51    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 159, 172.

52    J. F. Sellés, Antropología de la intimidad: libertad, sentido único y amor personal, Rialp, Madrid, 2013, p. 368.

53    Cfr. J. F. Sellés, Antropología de la intimidad: libertad, sentido único y amor personal, pp. 231-233.

54    J. F. Sellés, Antropología de la intimidad: libertad, sentido único y amor personal, p. 158.

55    L. Polo, El hombre en la historia, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 207, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 92.

56    Cfr. L. Polo, El hombre en la historia, p. 92.

57    Cfr. R. Yepes, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona, 2009, pp. 27-28. Sobre el dualismo alma-cuerpo, cfr. J. I. Murillo, “Dualidad versus dualismo. Una aproximación crítica a algunos planteamientos del problema mente-cuerpo”, Studia Poliana, 2008 (10), pp. 193-209.

58    A. Rodríguez-Sedano, “Co-existencia e intersubjetividad”, Studia Poliana, 2001 (3), pp. 9-33.

59    Sobre las limitaciones del método analítico, cfr. L. Polo (2003), Quién es el hombre, pp. 42-62.

60    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 159.

61    Cfr. L. Polo / C. Llano, Antropología de la acción directiva, p. 101.

62    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 158; El hombre en la historia, p. 92.

63    L. Polo / C. Llano, Antropología de la acción directiva, p. 83.

64    L. Polo, El acceso al ser, p. 61.

65    La oscilación como crisis del conocer personal manifiesta oscurecimiento del axioma C de la teoría del conocimiento y, como consecuencia, también del axioma D, pues el crecimiento depende de la unificación.

66    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 63.

67    L. Polo, El acceso al ser, p. 61.

68    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, pp. 293-294.

69    Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, II, Eunsa, Pamplona, 2006, pp. 117, 145.

70    Cfr. L. Polo, Evidencia y realidad en Descartes, Eunsa, Pamplona, 2007, p. 261.

71    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 15.

72    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 293.

73    L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

74    Cfr. L. Polo, El acceso al ser, p. 295.

75    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 51.

76    Cfr. L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 216.

77    L. Polo, Antropología trascendental, II, Eunsa, Pamplona, 2010, p. 197.

78    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, pp. 166-167.

79    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 199.

80    L. Polo, “La sofística como filosofía de las épocas de crisis”, Acta Philosophica: revista internazionale di filosofia, 2009 (18, 1), p. 122.

81    Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, Vaticano, Roma, 1987, n. 36.

82    “Ahora bien, la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite  el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas”; Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, Vaticano, Roma, 1984, n. 16.

83    Cfr. L. Polo, “El hombre como hijo”, p. 322.

84    L. Polo, “El hombre como hijo”, p. 323.

85    Cfr. L. Polo, La persona humana y su crecimiento, p. 28.

86    Benedicto XVI, Homilía de la Misa de inauguración del Año de la Fe, Vaticano, Roma, 11 de octubre de 2012.

87    L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 117.

88    L. Polo, Presente y futuro del hombre, p. 117.

89    Benedicto XVI, Homilía de la Misa de inauguración del año de la fe.

90    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 15.

91    Más aún, al aislarse con respecto de Dios, no sólo se nadifica sino que se nadiefica, pues teniendo nombre no hay quién lo pronuncie.

92    L. Polo, Lecciones de psicología clásica, Pamplona, Eunsa, 2009, p. 298.

93    “El ser del hombre es capaz de ser irrestrictamente mayor de lo que es (o llegue a ser) en cualquier momento de su crecimiento”; I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín  de Hipona, p. 173

94    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 29.

95   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 26.

96   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 29.

97    S. Piá-Tarazona, El hombre como ser dual, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 148. Con esto no se quieren descartar los descubrimientos de la investigación de Piá-Tarazona, sino indicar que en  este asunto hay un error que, como es natural en asuntos tan delicados, se extiende a varios asuntos de su trabajo que es necesario rectificar. Me refiero concretamente a los axiomas de la antropología trascendental que propone (pp. 147-155).

98    Cfr. S. Piá-Tarazona, El hombre como ser dual, pp. 29-37.

99    L. Polo, Introducción a la filosofía, p. 9.

100    L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 137.

101    A mi modo de ver, Piá-Tarazona centra su atención en la distinción real del ser con la esencia  y no así en la distinción del ser personal humano con el Origen Cfr. S. Piá-Tarazona, El hombre como ser dual, pp. 25-26. Piá-Tarazona no manifiesta haber reparado lo suficiente en que la cumbre del pensamiento de Polo es la noción de además en tanto que co-acto actuoso hacia el Origen. Por eso el carácter de además de la persona humana no se distingue lo suficiente de Dios –y por   lo tanto del universo– como además y además, es decir, su estructura donal. Por lo anterior, no basta con detectar que “la mejor manera de alcanzar la radicalidad del acto de ser humano es su creación” (p. 39), sino que es conveniente descubrir la creación del ser personal humano como creante, es decir, novedosamente vocante hacia el Origen: actividad pura que es amor de misericordia donde no cabe cansancio. De otro modo se predica una distinción que no realea. No basta con “conocer que soy creado”, ni siquiera el sentido de la creación de mi ser, sino su ser amoroso que me revela la intimidad del Creador como Amor que no renuncia a seguir recreando. De otro modo la esperanza se oscurece y el error de la libertad se presenta insalvable.

102    L. Polo, Epistemología, creación y divinidad, p. 215.

103    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 208.

 

Armando Segura

1.        Distancia y respeto por la metafísica clásica

Llama la atención la estrategia utilizada por Polo cuando introduce el tema [1]. Establece una distinción entre la metafísica tradicional, fundamentalmente el aristotelismo tomista, que responde a un modelo predicamental, y la propuesta que va a hacer de un modelo de transcendentales que caracterizan a la persona y que van a ser los que fundamentan su Antropología transcendental.

Se evidencia un paralelismo entre la metafísica del ser como ente y la antropología del ser como persona.

Si insertamos esa propuesta en el marco del contexto descrito, se entiende perfectamente que su propósito no es realizar una reforma y menos aún una crítica a la metafísica tradicional, sino ampliar el campo temático, cosa que no es una simple adición puesto que el nuevo campo tiene un nuevo objeto, lo que condiciona un nuevo método. No es baladí la reiteración de que tal “ampliación” no es necesaria y que se puede prescindir de ella, pues, en ese caso, “no ha pasado nada” [2].

Hay un precedente de este método en Antonio Millán-Puelles, un tomista de base pero que introduce la fenomenología en su ámbito temático, jugando al mismo paralelismo, desde su primer escrito sobre el objeto ideal [3], hasta la Teoría del objeto puro [4]. Encontramos un antecedente notable en los últimos trabajos de Edith Stein, que tratan de ensamblar fenomenología y tomismo.

En todos estos intentos se observa la necesidad de fijar claramente qué es lo que se quiere hacer. El esencial antropocentrismo del pensamiento moderno, que es el mundo en el que vivimos, exige dar una explicación de la posible compatibilidad e incluso articulación del pensamiento contemporáneo con la ciencia primera del mundo antiguo y medieval. No se quiere traicionar la filosofía del ser pero tampoco es ya posible descentrarse del contexto del siglo XX y XXI.

Polo es sin duda el más audaz de los filósofos que se mueven en esta dirección y trata de resolver, según su modo y manera, el problema. Esto le lleva a desatender los personalismos del siglo XX (Mounier, Buber, Marcel, etc.) por su carácter psicológico y sentimental [5]. A la vez, no está de acuerdo con una posible síntesis entre ambos “mundos”, el metafísico y el antropológico, actitud que enlaza con la distinción heideggeriana que separa lo óntico y lo ontológico, entre el nivel de las ciencias y la metafísica, por un lado, y el de la fenomenología tal como él la entiende [6].

2.        Los transcendentales en general

El término “transcendental” se utilizó por primera vez en filosofía a partir del siglo XIV, aunque antes ya se empleaba el término “transcendente”, en el sentido de transcendental, además de sus otros sentidos tradicionales. En cualquier caso se admite que el fundamento de ese concepto se encuentra en Aristóteles y Platón…

Se entiende por “transcendental” en la filosofía escolástica la propiedad de todo ente en cuanto tal. Por tanto se refiere a todos los entes si los reducimos a aquello que les es común.

En la distinción tomista entre ente increado y ente creado, las propiedades transcendentales son comunes a ambos continentes ontológicos, dentro de las naturales limitaciones sobre el grado [7] o la participación [8] o el carácter análogo con el que se predican de Dios y de las criaturas.

Recordemos que esos transcendentales son el ente, el uno y la cosa, como transcendentales absolutos. El algo, lo verdadero, lo bueno, son transcendentales relativos [9]. Esta distinción permite vislumbrar cómo lo verdadero se refiere al intelecto, lo bueno a la voluntad y lo algo, a la diferencia con lo otro. Una verdadera reflexión transcendental que va del objeto al sujeto personal como su condición de posibilidad [10].

En Descartes el transcendental “res” (cosa) [11] pasa a primer plano dejando a los demás en la periferia de su atención. Todo lo que existe es res, cosa, sea pensante, extensa o divina. La “res” toma el lugar del ente pero no como una sinonimia sino como una restricción reductiva. Al desaparecer el ente de su foco de interés, desaparece también la problemática aneja de las propiedades transcendentales y las conexiones entre ellas.

En el interior de la metafísica cartesiana, el lugar central lo ocupa el Je pensé, el cogito, que, aunque reducido a cosa extensa, introduce en el núcleo del sistema al hombre, que además, subrayado en primera persona, Je, nos indica que está pensando en la persona singular, en el yo concreto, “cada uno en su caso” [12].

La revolución antropológica que desenvuelve Descartes con la intención de superar el escepticismo de los libertins de París, especialmente de Francisco Sánchez, responde, por otra parte, a la doble necesidad de establecer las claves de un mundo de libertad [13] propio de la Modernidad frente a un mundo de vinculación social, el mundo medieval.

No se ha tenido demasiado en cuenta, visto el desarrollo posterior del cartesianismo en dirección materialista, que un matemático genial fundador de la geometría analítica, sitúa el Yo, la conciencia pensante, como el interior que hace posible las ideas, y que la matemática y la física carecerían de sentido sin esa referencia a la conciencia [14].

3.        La explicitación de los transcendentales en la revolución copernicana

a)       El precursor metafísico

La tradición racionalista que va a seguir desde Descartes la línea voluntarista y el intuicionismo de Duns Escoto sufre una transformación capital que no hace más que profundizar y desarrollar el voluntarismo.

Si el centro de atención era en Descartes el transcendental res, cosa, Leibniz, que tiene en cuenta la nueva ciencia físico-matemática, cambia la “cosa” por la “fuerza”. Esa fuerza es la de la sustancia-sujeto, la mónada.

La mónada no es una especie de átomo metafísico sino una conciencia, y de ella surge la fuerza de representar y de producir. No es átomo porque es una síntesis viva de lo diverso, un interior que se despliega, representando y produciendo el cosmos. Como la mónada es el transcendental que sustituye a la res, el pensamiento leibniziano es también antropológico. Si con Descartes todo era res, con Leibniz todo es conciencia, fuerza y mónada. La diferencia está en los grados de conciencia, que van desde los agregados de mónadas perceptivas, la mónada humana aperceptiva (reflexiva) y la mónada divina, mónada de mónadas [15].

En estas anticipaciones, la res o la mónada substituyen al ente en cuanto tal, desplazando imperceptiblemente la raíz lógica de la metafísica desde el ente al objeto, conforme las necesidades de la ciencia fisicomatemática emergente.

Se consuma el olvido del ser [esse] dejando paso al concepto estático de res o al dinámico de fuerza, síntesis de lo diverso.

b)       El transcendental kantiano

La crítica kantiana, que afecta sobre todo a Leibniz y de rechazo a toda la metafísica, es una inversión de la relación entre ser y pensar [16]. No es el ser quien determina al pensar sino a la inversa, es el pensar el que determina al ser. Pero ¿no era eso justamente lo que propusieron Descartes y Leibniz?

La diferencia fundamental está en que ambos pensadores racionalistas tienen una visión ontológica del pensar. Su antropocentrismo es una reducción del ente a pensamiento o, por lo menos, es el pensamiento el núcleo determinante de todo lo que existe.

La revolución kantiana, sin embargo, va en otra dirección.

Kant sustituye el pensamiento ontológico por el pensamiento transcendental, lo que significa, dicho en breve, el comienzo de una concepción formalista del pensamiento que no tiene nada que ver con cosas, entes, esencia o sustancias, o sea, con los transcendentales clásicos, antiguos y modernos. En este sentido es una profundización en la radicalidad.

A Kant le interesa no la verdad, ni lo que las cosas son, sino la legalidad del conocimiento científico y, más adelante, la legalidad de la acción moral.

Llama “transcendentales” a aquellos principios, formas o conceptos o Ideas que son la condición de posibilidad de todo conocimiento científico (se sobreentiende “físico-matemático”).

De manera que los fenómenos no son realidades sino manifestaciones, y conocer los fenómenos mediante juicios es fundarlos en principios que no tienen que ver con cosas, esencias ni tampoco con manifestaciones sino con condiciones meramente formales. En la medida en que los fenómenos encajan con los principios, podemos entenderlos. De modo análogo, si nuestras acciones se fundan en el imperativo del deber tenderán a ser buenas, pero el deber no nos habla de “cosas” concretas que haya que hacer sino del encaje de los actos con el principio supremo “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti”.

El bien y el mal, el ser y el no ser son relativos a las formas legales cuyo descubrimiento se muestra en las dos primeras Críticas.

Hay una restricción a esa concepción formalista, raíz del positivismo jurídico: cuando el ser humano decide realizar libremente una acción, su intención moral, el producto de su acción que nunca pasa de ser intencional, entonces el yo y su obra se identifican y alcanzan el carácter nouménico. La libertad es la esencia de lo verdadero. También rige el formalismo, pero la esencia de la libertad se realiza como cosa en sí, la forma del obrar se constituye en su sustancia.

4.        La doctrina poliana de los transcendentales

La intención genérica de Polo es “reconciliar”, por así decirlo, el pensamiento clásico con el antropocentrismo moderno. No puede ser que el ser y el pensar se alejen desplazándose hacia centros no sólo distintos sino contrapuestos: la verdad del ser y la objetividad del pensar.

Como la formación académica básica de Polo la encontramos en Hegel y Heidegger, esto significa, para empezar, que asume parte de las críticas de estos dos grandes pensadores a la filosofía anterior.

De Hegel toma la movilidad esencial de la realidad, la persistencia de la fluidez del ser, en su terminología. De Heidegger, muchas cosas más: la originalidad irrepetible del sujeto humano, la destrucción de la historia de la ontología, la crítica a la síntesis, y otras muchas nociones.

5.        La destrucción de la historia de la ontología

La destrucción de la historia de la ontología, concepto dinámico con el que Heidegger convierte las reducciones husserlianas en una herramienta de “purificación” histórica.

Parte de la idea de que la ciencia y la filosofía se comportan como capas explicativas que, al pretender demostrar sus objetos para alcanzar una evidencia clara y distinta, ocultan su verdad con el espejismo que produce su propia brillantez. Al explicar colocan una superestructura enceguecedora que encubre la verdad del fenómeno. Sólo destruyendo esa capa idealizadora encontraremos el fenómeno en su pureza originaria, lo verdadero en sí y por sí [17]. Como esta expresión de Heidegger reitera la definición histórica de substancia subsistente, parece que la verdad, en este sentido fenomenológico, es la comprensión, por parte del Dasein, de cada cual en su caso, del fenómeno enteramente desembarazado (desencubierto).

¿Qué queda del fenómeno cuando se han reducido todas las idealizaciones científicas y filosóficas?

a)       El cambio de papeles

De modo más bien implícito, Heidegger ha renovado el ideal aristotélico de conocimiento para el que “el que conoce y lo conocido se identifican” [18]. Empleando los mismos términos de Kant, Heidegger los vacía de su significado original y les imposta los suyos propios. Así, verstehen, que significaba en Kant “entender”, ahora se emplea como “comprender afectivo” [Befindlichkeit], y el entendimiento, Verstand, se traduce por “comprensión”. Lo verdadero [19] es una manifestación de sí mismo que se identifica con el hombre cuando éste lo comprende afectivamente [20].

La comprensión afectiva, que sucede en el tiempo o conciencia sensible interna [21], identifica al otro consigo mismo sentimentalmente. El comprender es un sentir-con. Así en el plano ontológico (fenomenológico) las cosas quedan humanizadas, más allá de toda categoría científica o filosófica. Un tintero ya no es una cosa sobre la mesa sino mi tintero, el de toda la vida con el que me integro afectivamente.

En mi opinión, la sustancia [ousía], tal como la definen Platón y Aristóteles, Spinoza y Hegel, reducida de todos los velos encubridores, se manifiesta transparente, siendo, en sí y para sí [22], identificándose con el Dasein que la comprende, sintiéndola como suya [23] (cada uno en su caso).

b)       El retorno del “esse” al pensamiento tomista

Polo ve en la discusión moderna, que se da en el ámbito del aristotelismo-tomista, sobre la diferencia ontológica entre esencia y existencia y en la interpretación del “esse” como acto de ser, la senda que le va a permitir establecer un paralelismo, que no una síntesis, entre aristotelismo y antropocentrismo [24].

El pensamiento del “esse”, el ser en el sentido verbal de existir, fue empleado por Santo Tomás de Aquino pero no sistematizado. Posteriormente pasó al olvido o fue mal comprendido.

Fue Heidegger, con una formación básica escolástica, probablemente más escotista y suarista que tomista [25], quien sacaba a relucir el “olvido del ser” [26].

El tema suscitó entre los pensadores metafísicos aproximaciones al pensamiento moderno a Kant (Marechal), a Hegel (Fabro y Rahner) y a Schelling (Kasper). Un síntoma de esta nueva atención al “esse”, entendido como “actus essendi” fue la monumental obra de Vleeschawer de Lovaina, sobre la Deducción transcendental de las categorías, obra que refleja la tesis de Kant sobre la existencia, tal como lo intenta demostrar Heidegger en Kant y el problema de la metafísica [27].

Resalta en esta obra las dos posibles direcciones que puede seguir una filosofía que pretenda huir de la “férrea” horma de las categorías: el camino de los sentimientos y afectos (Heidegger) y el camino del sujeto transcendental, del yo como manantial de los juicios [28], que Husserl llama “mundo de la vida” [Lebenswelt].

La idea central de estos autores era mostrar cómo el tema de la existencia puesto en primer plano en Sein und Zeit podía ser leído en la noción tomista de “esse”, que debía traducirse en su forma verbal no substantivada: “ser” y no como “el ser”.

En la tradición escolástica reciente, la diferencia entre esencia y existencia derivada de Avicena, entendía la esencia como la quididad, el lado universal del ente, mientras que entendía por existencia la actualización contingente de la esencia en un ente concreto. Todo el peso ontológico del ser caía del lado de la esencia, mientras que la existencia, la singularidad del ente (en el que se incluía, por supuesto, el ente personal) podía “deducirse” de la esencia.

Cuando el aristotelismo entra en contacto con el pensamiento moderno toma la existencia en el sentido de “ser percibido” (Berkeley) o del Dasein hegeliano, que es un universal que consuma la verdad del ser y la nada. Frente a estas interpretaciones más o menos idealistas, Kierkegaard e incluso el joven Marx destacan la alienación del singular humano por la ideología y por los intereses que encubre la ideología [29].

c)       Las anticipaciones de Schelling

En el marco de las diferencias filosóficas entre Schelling y Hegel, aparece una nueva manera de ver la diferencia entre esencia y existencia en la obra del último Schelling. Frente a la filosofía de la esencia, que considera filosofía de la diferencia y, por tanto, filosofía negativa, Schelling propone una filosofía de la existencia que sería naturalmente positiva. Entre ambas filosofías no hay posible síntesis. No en vano en el largo período de oscuridad de Schelling éste tuvo contactos con los positivistas franceses, especialmente con Víctor Cousin.

La filosofía positiva y de la existencia era la de los hechos, la del progreso. Kierkegaard, que asistió a las clases de Schelling, extrajo de sus lecciones una crítica a la dialéctica hegeliana, aún dentro del clima terminológico hegeliano.

El interés de Cornelio Fabro por Kierkegaard (Fabro fue editor de la traducción italiana de las obras de Kierkegaard) indica la empatía de la teoría del “esse” que Fabro desarrolló magistralmente como acto de ser [30].

En resumen, se da, a partir de Schelling, en el marco de la superación del idealismo, una indagación acerca del sentido del “esse” en los lugares de su obra en los que Santo Tomás utiliza el término.

El impacto del “positivismo” schellingniano es de largo alcance en Marx, Dilthey y Nietzsche.

6.        Aproximación a la noción tomista de acto de ser (actus essendi)

Del actus essendi o “esse” no cabe concepto [31]. Este punto de partida ya establece una diferencia abismal entre el mundo de las esencias universales, las quididades que forman el contenido de los conceptos y el mundo del “esse”, que designa el existir en acto de todo aquello que existe: Dios, el hombre, las cosas.

Podríamos atrevernos a decir que del ser del existente no hay conceptos sino vivencias, con lo que el discurso del acto de ser entra en el camino que va de Dilthey a la fenomenología de Husserl. Aceptar esta línea de interpretación explicaría entre otras cosas las conexiones con la fenomenología de tomistas de las últimas décadas, entre los que destaca en España Millán-Puelles.

La afirmación escolástica (y tomista) de que el ser creado está compuesto de esencia y existencia, entendidas ambas como quididad y actualización de la quididad, respectivamente. La esencia se comporta como género y materia mientras la existencia es la diferencia específica. Así se formaría el compuesto, la sustancia prima.

Ahora debe ser reinterpretada la diferencia ontológica invirtiendo el orden de prioridad: no es el “esse” el que deriva de la esencia sino que es la esencia la que deriva del “esse” [32].

De este modo el “esse”, el existir de cada uno, de cada sustancia prima, está limpio de categorías y predicamentos. La metafísica esencialista es la que trata, por la vía de la analogía, de acercarse al ente por un sistema categorial. Ahora será preciso subrayar que lo que Kant llamaría “la cosa en sí”, no es la esencia sino el existir al que no es posible aplicar categorías.

Esta demarcación de campos, que Husserl y Heidegger denominarán “nivel óntico y ontológico”, es la que subyace en el pensamiento de Polo: la metafísica de las categorías es verdadera pero debe añadírsele “opcional y no necesariamente” la filosofía del ser, en donde las determinaciones son superfluas porque pertenecen al mundo del lenguaje y de la predicación mientras que del “esse”, del existir en cuanto tal, no se puede predicar nada ni, sorprendentemente, hablar nada.

Después de esta toma de posición, cabe poner en el punto de mira la doctrina de la “separatio” en Santo Tomás, que viene a ser un proceso de destrucción de la ontología predicamental que aparece en varios puntos dispersos de la obra del Angélico, pero especialmente en las vías para conocer la esencia de Dios.

La negación de todas las categorías que se aplican a Dios es imprescindible para conocer lo que Dios es en sí mismo, dentro de los límites humanos. En la via remotionis, si queremos conocer a Dios, es preciso separarlo de todo aquello que no es. El resultado de esa reducción sería el actus essendi en donde no hay quididad sino puro “esse”, puro vivir del existente.

Meister Eckhart, en su etapa posterior, insiste en ese concepto de separación, de desapego, de “Abgensheidenhaeit”, en donde desaparecen todas las limitaciones de las cosas y las categorías, que, en tanto que definen, limitan. El límite queda abandonado en el infierno del lenguaje predicativo.

Entramos en las fronteras de la mística.

7.        El “esse” en Leonardo Polo

Para Polo el “esse” es, sencillamente y en primer lugar, la persona, y con ello se abre paso a una antropología transcendental paralela a una metafísica categorial. ¿Por qué seguir empleando el término transcendental? Precisamente porque la filosofía transcendental que va de Kant hasta el Schelling anterior a 1830, es la filosofía del sujeto, del yo y que Husserl, también en ese contexto, denomina, yo, alma y persona [33].

Porque, además, si en ella lo transcendental se define como la condición de posibilidad del conocimiento científico, el sujeto y sus funciones, ahora, en el nuevo plano transcendental, es la persona, el existente singular, cada uno en su caso, la condición de posibilidad de la metafísica, denominada por Heidegger “onto-teología”. Si la filosofía primera es la ciencia por excelencia en el plano categorial, su condición de posibilidad no puede ser otro que la persona en el plano transcendental [34].

Reduciendo las categorías e idealizaciones de esa metafísica, despegándonos de ella, accederemos al ser, al “esse”, que había quedado violentamente encubierto por toda la historia de la filosofía.

Nos encontramos entonces en un mundo nuevo del que no se puede hablar sino vivir, en donde la persona, el amor, la libertad, el trabajo, ocupan los lugares preeminentes que antes ocupaban la sustancia, los accidentes, las propiedades transcendentales, las esencias y las existencias entendidas como actualización de sus esencias.

Estamos pisando un terreno difícil y escabroso, que es el mismo suelo movedizo de Martin Heidegger.

8.        La persona, el acto de ser, el entendimiento agente

Anticipemos la idea de que estos tres conceptos del aristotelismo tomista se “convierten” entre sí.

El entendimiento agente es la “verdad en acto de todos los inteligibles” [35], lo que significa ni más ni menos que es el actus essendi de aquél que lo tiene como facultad específica. La verdad en acto es el acto de la verdad en el intelecto agente [36] que se convierte con el acto de ser, capaz de reducir las imágenes y desocultar la esencia inteligible que ocultan. Nótese que quien ilumina las imágenes, quien abstrae las esencias y quien forma los conceptos de esas esencias no es ni esencia, ni concepto y ni, mucho menos, imagen. Es un transcendental antropológico, personal.

9.        El trasfondo teológico de la noción persona

Quien ha elaborado de modo eminente el concepto de persona es Tomás de Aquino, en el “Tratado sobre la Trinidad” en la Summa. Es una teorización cuya materia prima viene, fundamentalmente, de los Padres conciliares de los siglos III y IV y de otros Doctores posteriores como San Hilario y San Agustín.

La esencia de la persona es la donación de sí, que es el modo más alto de desapego, de “separatio”. El modelo (prototypus [37]) de persona es Jesucristo, Hijo de Dios, que se define en la negación de sí, en el anonadamiento. La Trinidad es una communio personarum en donde cada elemento vivo de la communio se define como “relación subsistente” [38].

La verdad del hombre se juega en el existir vivo de cada día como un vivir, lo que Cristo vive hoy y siempre. Ahí es donde se encuentra la familia, lugar natural de la persona e imagen de la Trinidad.

No debe considerarse como teologismo el empleo del término “persona” en filosofía si tenemos en cuenta que, si bien el sentido fundamental del término “persona” se enraíza en la fe cristiana revelada, nosotros lo tomamos como un dato histórico: el hecho de que el cristianismo ha aportado este concepto de amor donal como un transcendental antropológico y que ese hecho ha sido el presupuesto de la civilización occidental, tanto en el ámbito religioso como en el civil. A partir del dato, de su vigencia, la filosofía lo adopta como suyo y lo desarrolla prescindiendo (metodológicamente) de su humus originario.

10.      Los transcendentales antropológicos polianos. Apuntes para su discusión

a)       La noción de ampliación

Desde el punto de vista del método esta noción es el fundamento de todas las demás tesis, porque supone la apertura de un campo temático nuevo paralelo al de la metafísica tradicional.

Dicho brevemente, la metafísica del ente en cuanto ente debe ser, según Polo, no desmentida o minusvalorada, sino ampliada por la antropología transcendental. Conviene precisar bien este último término, porque también ha sido utilizado por Kant y Husserl en un sentido distinto [39]. Más próximo a nosotros, Karl Rahner [40] acuñó el término de “antropología transcendental” y de “abandono del límite” en un sentido más cercano a Hegel y más teológico.

b)       Unicidad y Dualidad

Dos características de los transcendentales antropológicos me han llamado la atención: la crítica al carácter transcendental de la unicidad y la afirmación de la estructura dual de la persona humana. Hagamos un apunte provisorio ya que la extensión de este trabajo no permite otra cosa.

c)       Crítica a la unicidad del uno

El modelo de unicidad para Polo es el Ser de Parménides, que se entiende como un bloque sin fisuras, estático e inmutable.

Hay dos conceptos discutibles en la terminología utilizada.

Polo entiende que la reflexión, la reditio in se ipsum, equivale a la clausura del ente, mientras que la persona es una intimidad abierta [41].

No sabemos qué concepto de reflexión emplea Polo en este texto, que trata de negar la noción de “uno” como la indivisión. La reflexión, en la fenomenología hegeliana, es un retorno a sí después de haber salido de sí, enriqueciendo la intimidad con la diferencia, negación determinada. No cabe identidad sin diferencia, y por tanto en Hegel la identidad está constitutivamente abierta a la diferencia.

El uno es un requisito del conocimiento objetivo, admite Polo, porque pensar es pensar lo uno, so pena de caer en la contradicción.

Propiamente, para Polo, la unidad sólo sería perfecta en el acto de ser divino. Esto es así porque, en todo diálogo, el “otro” no puede conocerse enteramente, puesto que la perfección del conocer anularía la réplica. La capacidad de réplica es un constituyente a priori que impide la identificación con el otro.

Pienso que si el acto de ser no permite determinaciones ni categorías, tampoco puede admitir la unidad, que es una categoría. Si, entonces, el acto de ser no es ni uno ni no-uno, me temo que de Dios, no hay nada de qué hablar, pues la unidad temática, el objeto formal, es esencial a todo lenguaje.

d)       La afirmación de la dualidad [42]

Son muchos los matices y vertientes del tema que tienen que ver con la misma noción de identidad. La veta que subyace vitalmente en Leonardo Polo en su idea de la dualidad es la experiencia de la vida interior. No es un soliloquio sino un conversar con Dios.

Como hemos advertido, Polo entiende la reflexión como cerrada, mientras que la vida del espíritu es apertura. Como tal apertura, según la noción heideggeriana de verdad [43], la identidad de la conciencia humana se abre a una réplica, la exige: nn otro más allá del silencio interior, alguien que reciba la información que le transmitimos.

Según la Teoría de la información [44], el lenguaje es entendido como la interactividad entre el centro emisor y el receptor. Si hay mensaje, debe haber alguien que replique “en el otro lado”, y esta dualidad del lenguaje permite entender la persona humana como dualidad. El suponer que mi llamada, a través de la niebla, no va a tener contestación, porque “en la otra parte” no hay nadie, o que es incognoscible, derrumba al hombre en la perplejidad. El hombre, en tanto vive, crece, incrementa su saber, investiga, cree que siempre hay alguien “al otro lado”.

Siendo muy bello este planteamiento, puede ser entendido en el marco del conocimiento objetivo, pero si me las tengo que ver con el acto de ser mío y el del otro, el lenguaje se autosuprime.

11.      Cuestiones disputables

El método que utiliza Polo en su Antropología trascendental podríamos denominarlo “propositivo”, en cuanto ofrece una serie de tesis sobre el ser personal, una serie de estrategias, para crear un campo temático nuevo en el que el transcendental personal, que es el más radical, se encuentre cómodo fuera de las limitaciones que exige el pensamiento categorial metafísico.

Esta dualidad, de un modo u otro, la podemos observar en todo el pensamiento moderno desde Descartes, por no decir desde Escoto y Ockham. La teología de Escoto, por ejemplo, no es un saber especulativo sino práctico, mientras que Ockham separa la lógica formal especulativa del ámbito de la existencia real, que es siempre individual, y a la que se accede sólo por la experiencia sensible.

Si nos aproximamos algo más a nuestro presente, Kant, el pensador de las escisiones, separa el mundo de la conciencia y sus fenómenos del mundo del ser en sí, con lo que la lógica no habla del ser en sí sino que, en el fondo, “no dice nada” [45]. La realidad extramental es inaccesible y también lo es el mundo del a priori, el Yo transcendental y sus funciones categoriales, que son condiciones del conocimiento pero ellas mismas no son conocimiento.

Son también precedentes la división de las ciencias en Dilthey en ciencias del espíritu y ciencias positivas, que abre el campo de lo que será la fenomenología de Husserl y la fina distinción que hace entre lo óntico y lo ontológico, distinción que recoge Heidegger.

La ampliación de la metafísica tradicional con el campo nuevo de la antropología transcendental es justamente el mundo de la fenomenología y sus reducciones, que acaban en la última obra de Husserl, publicada póstumamente, en el Yo antepredicativo, el mundo de la vida que obviamente no puede ser tematizado.

Se proponen tesis, se describen transcendentales, que de algún modo equivalen a los existenciarios heideggerianos, y sobre todo se da por bueno que es verdad, la persona, el acto de ser, la coexistencia, la libertad, la ampliación.

Cabría pensar que abre el camino para una filosofía de la persona en el sentido cristiano del término y con un fundamento teológico. Se dan por supuesto los elementos de los que trata, pero no alcanza nuestra razón a ver el por qué y no lo hace porque la estructura del lenguaje poliano es tético más que hipotético, lleno de supuestos no demostrados, encajando muy bien con lo que la teología cristiana ha pensado siempre de ellos.

Ese intento de reconciliar el ser con la persona, que tiene un fuerte paralelismo en Karl Rahner y en las fuentes de éste (Blondel y Hegel), es una reconciliación ad usum delphini. Es decir, una manera de confirmar en un horizonte filosófico en sentido amplio lo que creemos los cristianos.

El abandono del límite al que denomina “método” tiene sus antecedentes teológicos en Santo Tomás en el concepto de separatio, con una fuerte impronta neoplatónica. Abandonar el límite es eludir el método de la objetividad, desdibujar todo perfil que defina formalmente nada y, en definitiva, introduce los transcendentales personales en un mundo en el que el lenguaje y la lógica no tienen ninguna posibilidad de existencia [46].

Leonardo Polo es el pensador metafísico más importante del siglo XX después de Zubiri, pero ha llevado su pasión por la libertad a un mundo sin las categorías del lenguaje y que tiene que ver más con la mística que con lo que yo entiendo por filosofía.

Lo más disputable, en mi opinión, es lo que podríamos llamar la escisión del ser en metafísico y transcendental (óntico y ontológico) porque deja de lado la capacidad específica del ser humano: la racionalidad y el lenguaje racional.

Este planteamiento, que reclama una cierta llamada a la estética de fondo, tiene el grave inconveniente de que pone en riesgo la unidad del género humano que sólo encuentra su naturaleza y común denominador en la razón libre, en el logos participación de la razón divina.

En mi opinión, el problema que trata de resolver Polo mira de soslayo a la realidad del pensamiento moderno, en una línea cercana al idealismo alemán. Su problema es cómo salir de la metafísica sin ofenderla y acceder a la persona. Este planteamiento muy respetable está diseñado desde el cielo más que desde el suelo.

El verdadero problema es la reconciliación de la ciencia actual con la religión, dentro del marco de la fe. La ciencia y la tecnología son consideradas por la inmensa mayoría como verdades absolutas que en su espejismo deslumbrador hacen innecesaria la existencia de Dios [47].

Esa reconciliación tiene que partir de la reflexión sobre la ciencia actual en sus posiciones más extremas, en la aceptación de la verdad de la ciencia sin escrúpulos puesto que lo que es verdad es Dios.

Esta reconciliación tiene un punto caliente en un tema que los metafísicos tradicionales del siglo XX no se atreven a tocar, siendo esencial para aquella reconciliación: la relación entre la lógica y la matemática.

Algo tan sencillo como reconocer que la matemática es un desarrollo de la lógica general es, para los metafísicos tradicionales, una muralla impenetrable. Sin embargo, el pensamiento de Frege, que introduce la intencionalidad de la conciencia en el tratamiento de los objetos ideales, nos debería hacer pensar que hay un camino muy andadero y simple que nos lleva con toda naturalidad a los llamados “objetos” de la metafísica, Dios y el alma personal, sin tener que sostener estos temas en una ciencia que dejó de serlo hace muchos siglos.

Armando Segura, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   L. Polo, Antropología transcendental, I, Eunsa, Pamplona, 2003, pp. 19-20. Parece que el verdadero interlocutor de Polo es el tomismo tradicional.

2   L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 20.

Cfr. A. Millán-Puelles, El problema del ente ideal. Un examen a través de Husserl y Hartmann (1947), en A. Llano et alii (eds.), Antonio Millán Puelles, Obras Completas, vol. I, Rialp, Madrid, 2012, pp. 29-159.

4   Cfr. A. Millán-Puelles, Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid, 1990.

5   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 20.

6   Cfr. M. Heidegger, El ser y el tiempo, Trotta, Madrid, 2003, §§ 3 y 4, pp. 32-29.

7   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 43.

8   Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 4, a. 3.

9   Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 33.

10    Cfr. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B319.

11    Cfr. R. Descartes, Meditations métaphisiques, II, Adam Tannery, Edition du Centenaire, Vrin, París, 1996, p. 23.

12    Expresión que repite M. Heidegger en Sein und Zeit, § 9, p. 67.

13    Como demuestra Polo en Evidencia y realidad en Descartes, Eunsa, Pamplona, 21996.

14    Método originario de la fenomenología de Husserl: cfr. E. Husserl, Meditaciones cartesianas, Ed. Paulinas, Madrid, 1979, p. 94.

15    Cfr. G. W. Leibniz, Discurso de Metafísica, en A. L. González (ed.), Obras filosóficas y científicas, Comares, Granada, 2010, p. 200.

16    Polo hace referencia a cómo, en Tomás de Aquino, lo verdadero tiene su raíz en el intelecto, pues verdadero y falso sólo están en él. Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 71.

17    Cfr. M. Heidegger, Sein und Zeit, § 7, pp. 50-62.

18    Aristóteles, De anima, 430a.

19    “Ser y estructura de ser, están allende de todo ente y toda posible determinación óntica de un ente. Ser es lo transcendens por excelencia […] La verdad fenomenológica, la aperturidad del ser, es una verdad transcendental”; M. Heidegger, Sein und Zeit, § 7, C, pp. 60-61.

20   Esta interpretación la hemos desarrollado en A. Segura Naya, El pensamiento de Heidegger   en el contexto del pensamiento débil, Universidad de Granada, Granada, 1996, pp. 177-191.

21    Cfr. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B54.

22    Cfr. M. Heidegger, Sein und Zeit, § 7. Esta meta del movimiento fenomenológico, realiza a  nivel sentimental lo que Hegel había propuesto a nivel intelectual.

23    M. Heidegger, Sein und Zeit, § 7, p. 57: “hacer ver desde sí mismo aquello que se muestra, y hacerlo ver tal como se muestra de sí mismo”.

24    Aunque nociones como la de “yo” y la de “reflexión” aparecen ya en el Estagirita: cfr. Aristóteles, Metaphysica, XII, 1074a-1074b.

25   Cfr. H. Ott, Martin Heidegger: Élements pour une biographie, Payot, París, 1990, pp. 47 y ss.

26    Cfr. M. Heidegger, Los problemas fundamentales de la fenomenología, Trotta, Madrid, 2000, pp. 121-124.

27    En esta obra está la verdadera clave que permite entender Sein und Zeit, con su tesis de que  Kant no se atreve a desarrollar la idea de que es la sensibilidad el nudo central del conocimiento humano, en lugar del entendimiento y sus funciones categoriales. Cfr. M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México, 1993, § 34, pp. 161-166.

28    Cfr. E. Husserl, Experiencia y juicio, Editora Nacional, Madrid, 2002, Einleitung, § 6

29    Se ha interpretado en múltiples ocasiones el paralelismo entre la noción de destrucción de la ontología con la crítica de las ideologías (Marx, Nietzsche, Freud). Cfr. P. Ricoeur, Ideología y Utopía, Gedisa, Barcelona, 1989, pp. 63-126; Le conflit des interpretations, Du Seuil, París, 1969.

30    Cfr. C. Fabro, Participación y causalidad, Eunsa, Pamplona, 2010.

31    Cfr. supra, nota 19.

32    La expresión tomista “forma dat esse”, habría que entenderla así: la forma da el ser (esse),  quien, previamente, le ha constituido a ella misma. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 76, a. 4.

33    Cfr. E. Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica, FCE, México, 1993, §§ 38, 60, 85 y 86.

34    La teoría de la verdad de Tarski mantiene precisamente que una proposición no puede validarse como verdadera desde ella misma, sino desde fuera de ella. Así, la proposición “Cesar pasó el Rubicón” no puede validarse sino en una metaproposición que se formularía así ““Cesar pasó   el Rubicón” es verdadero”. El lenguaje-objeto es la frase entre comillas y el metalenguaje, el último elemento de la frase que la debe validar… Cfr. A. Tarski, “La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semántica”, en J. A. Nicolás / Mª J. Frapoli (eds.), Teorías contemporáneas de la verdad, Tecnos, Madrid, 22012, pp. 57-99.

35    Tomás de Aquino, In De anima, III, lect. 10, nn. 728 y ss.; cfr. J. F. Sellés, “El intelecto agente como acto de ser personal”, Logos: Anales del Seminario de Metafísica, 2012 (45), pp. 35-63.

36    Cfr.J. F. Sellés, “¿Qué separatio, según Tomás de Aquino, es el método de la metafísica?”, Studi medievali, 2010 (51, 2), pp. 755-778.

37    No está de más recordar que Kant determina la Idea transcendental en un individuo concreto,  un Modelo Ideal. Cfr. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B596 ; M. Scheler, Modelos y jefes, Nova, Buenos Aires, 1966.

38    Hemos empleado este concepto desde 1982 (Emmanuel. Principia Philosofica) en “Qué es ser persona?”, en “Metafísica de la familia” y en “Bases biológicas de la personalidad”.

39    Cfr. J. A. de la Rienda, La antropología transcendental de Karl Rahner, Universidad de  Oviedo, Oviedo, 2012.

40    Cfr. J. L. Rodríguez Molinero, La antropología filosófica de Karl Rahner, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1979.

41    Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, I, p. 56.

42    Cfr. L. Polo, Antropología trascendetal, pp. 165 y ss.

43    Cfr. M. Heidegger, Sein und Zeit, § 44.

44    Cfr. Ch. Seife, Descodificando el universo, Ellago, Pontevedra, 2009.

45    L. Wittgenstein, Tractatus Logicus Philosophicus, 6.53.

46    De nuevo Wittgenstein nos invita a “tirar la escalera después de haber subido”; L. Wittgenstein, Tractatus Logicus Philosophicus, 6.54.

47    Cfr. S. Hawking, El Gran Diseño, Crítica, Barcelona, 2010.